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% AÑO III :F»x*eolo NUM. 42 K^>oje;¿^ Joaquín Aí^ííí^ SE PUBLICA LOS DÍAS lO. 20 Y 30 DE CADA MES ,_ FRRCWK __ ». corriente. * 0 rétiU; ti " utriuin, «O _ __ A loi CDrmpoiiMiln, HHDH de U fj'!"'>*«wi. ^ « O U Madrid SO de Febrero de 1860 Sfl •dmilra •UKTJcioHM ra liHlt Kipaftü ulfonand» BMldfOHlaiiKDtr U rjmxcrium, por i prM-IM —Ls ca- rrvtpoadrDi'U, rKlaimcioiirt j pvdMuí al urfiuinidrador D. CUlUEimO 08LI-.R, taplntu Suilo, U, Madrid. :% •M V%i —Para que seas mi agente de negocios es para lo que te necesito.

K^>oje;¿^ Joaquín Aí^ííí^

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AÑO III :F»x*eolo NUM. 42

K^>oje;¿^

Joaquín Aí^ííí^ SE PUBLICA LOS DÍAS lO . 2 0 Y 3 0 DE CADA MES

, _ FRRCWK _ _ » . corriente. * 0 rétiU; ti " u t r i u i n , « O _ _ _ A loi CDrmpoiiMiln, H H D H de U f j ' !" '>*«wi. ^ « O U Madrid SO de Febrero de 1860

Sfl •dmilra •UKTJcioHM ra liHlt Kipaftü ulfonand» BMldfOHlaiiKDtr U rjmxcrium, por i prM-IM —Ls ca-rrvtpoadrDi'U, rKlaimcioiirt j pvdMuí al urfiuinidrador D. C U l U E i m O 08LI-.R, taplntu Sui lo , U , Madrid.

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—Para que seas mi agente de negocios es para lo que te necesito.

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330 LA NOVELA. ILUSTRADA

L4 0UEN4 SENDA POR

XDoxi. J c ^ ^ c f i x l i x . .-^^x-dil»

UES sí señor; convencido ya de mí inutili­dad, vine á Madrid.

Este es ci fondo común de todas las inu • tilidades. Aquí se desvanecen, se oscure­

cen, se confunden. La inutilidad general hace des­aparecer la individual. Antes de resolverme a dar un paso tan arriesgado, cual era un viaje de cien leguas, apuré lodos los recursos para averiguar el objeto con que fui creado.

Siempre había oído decir, había leído, y aun el cura de la parroquia, íntimo amigo de la casa, solía repetirlo muy á menudo, que todo en la naturaleza tenía objeto, servía de algo: que Dios no había creado nada Inúiil, nada ocioso, y que en su infinita sabidu­ría estaba eslabonado el insecto microscópico con el corpulento elefante, el torpe molusco con el inteligen­te racional.

De esto deducía vo boscosas; que servía para algo, y que debía ocuparme de aquéllo para que sirviera.

Con la fe de Ja juventud, y respeto a la autorizada

Íialabra del cura de la parroquia, púseme á resolver a primera de las dos deducjones, y debo confesar

francamente que he desconfiado con frecuencia de la infinita sabiduría de Dios. Pequé, y me, arrepiento.

Este fué en mí el origen, el goírnep de esa levadu­ra de excepticismo que rodea los*c4rá¿ones de todos, endureciéndolos lentamente,

Cofnencé por el estudio de la medicina, y la clí­nica me echó á perder el estómago.

Me lancé ardorosamente sobre las leyes, pensando en el Iiuérfano á quien podría servir de amparo y sos­tén: á pesar de tan generoso pensamiento, los comen­tarios á la/íiíí//u/n de Jusriniano me hacían dormir con el más profundo de los sueños.

Temiendo convertirme en un lirón, abandoné las leyes y eché el ancla en las carreras especiales; decidí ser ingeniero. Los caminos, los puentes, las calzadas, abrieron tan ancho campo á la maginación, q'«e me levanté estatuas y me escribí artículos necrológicos destinados á inmortalizar, cuando muriese, la memo­ria del ilustre embellecedor del suelo ibérico.

El primero de los estudios preparatorios qtie tuve que emprender fué el de las matemáticas. Cuando llegué á las ecuaciones algebraicas de tercer grado se desvanecieron mi constancia y mis castillos en el aire. Y la verdad es que llegué á las de tercer grado sin conocer las de segundo y primero. Mis compañeros llenaban la pizarra de letras, de guarismos, de raíces cuadradas, de raíces cúbicas, y aun yo mismo la lle­né muchas veces, mitad por inspiración y mitad'si-guiendo la voz del catedrático.

La palabra raí:^ me sumergía en el grato sueño de los recuerdos campestres, dándome en la clase la apa­riencia de un aplicado estudiante que en su profunda meditación trata de sobrepujar á Newton.

A^la pa\ahri incógnita figurábame ver entrar.pbr las puertas de la clase una airosa dama cubriendo el rostro con tupido velo y arrastrando amplia falda. ,.

La indignación me subía'al rostro cuando veía* trasformada mi poética visión en la más prosaica de las X. Fastidiado, aburrido, busqué asilo en las ciencias-naturales; pero las enrevesadas nomenclaturas daban al traste con los esfuerzos de mi memoria y destruían lo que de agradable pudiera encontrar en ellas.

En fin, una mañana me levanté frotándome las manos, tarareando canciones populares y rebosando alegría por todos mis poros: había resuelto satisfacto­riamente el problema, concillando todos los extremos,

DÍQS es infiniíaitieníe sabio; Dios nó grea nada sin objeto; Dios me hd creado, y yo no sir^'o para nada; luego es claro, que he sido creado con el objetó de que no haga nada.

Este resultado convenía tan bien con mis vaga­bundas inclinaciones, que llegué á convencerme de que el no hacer nada era tJna de las'misiones más úti­les del hombre. •. '•••"-' \

—¿Cómo, decía para mis adentros;, cémo se com­prendería en el mundo el valor positivo/ del hombre activo y laborioso sin el valor negativo' del hombre inútil y desocupado? La luz sin la' soíiiÉirá, la verdad sin la mentira no se conciben. •'-;>* ' '

Como se ve, no había desperdiciado tompletamen-Te el tiempo cuando estudié matemáticas. La lógica del álgebra se hermanaba con los axiomas de la meta­física para poner de acuerdo mis ideas y aptitudes con las religiosas ideas del cura.

¡Y habrá quien diga que existen ateos! ¡Mentira! Muciio gozo me causó aquel descubrimiento; pero como en este picaro mundo no puede haber dicha completa, vinieron á amargarlo una porción de refle­xiones.

Vista la misión de inútil que Dios me ha dado, yo debo de residir en Madrid.

Pero es el caso, que mi abuelo, muy digna y res­petable persona, no pasa de ser un digno y respetable hojalatero. El es quien mantiene la casa, él quien ha. costeado los ensayos de las diferentes carreras' que heí emprendido, él quien seguiría haciendo por el mal sujeto que tiene el honor de llamarse nieto suyo, toda clase de sacrificios. Mas ¡ayl sus pobres sacrificios no bastan para costear el viaje y una larga permanencia' a l l í . : _ . ••

A pesar de tan tristes reflexiones, el viaje se reali­zó, lo que me obliga á recomendar eficazmente al p,ú-blico la munificencia de los abuelos.

Héteme, pues, en Madrid, con dos pesetas de ren­ta diaria, y un vestuario comprado en los almacenes de ropas hechas.

Con dos pesetas se vive perfectamente en la corte, con tal de que se supriman ciertos artículos de puro lujo: como son la comida, la casa, la ropa, Jos espec­táculos, los carruajes; las golosinas, etc., etc. Y la prueba palpable de que se vive, es que yo vivo.

Lo único que no puede suprimirse en la coronada villa, es... adivínenlo Vds.: el café.

Durante los dqs primeros años de mi permanen­cia aquí, ni un sólo día dejé de gastar las consabidas dos pesetas: íwm más, fui;adquiriendo... lo que se lla­ma. . - . ; ; •

¿Qué? preguntarán Vds. írelaciones? ¿amistades?... Ño señor, deudas., Al' que no gasta en Madrid más

de lo que tiene, se le da el nombre de provinciano; y s.iWdo es, que esta palabra p^ri los madrileños es si­nónimo de imbécil.

í^ara dar'pretexio & mi ociosidad durante esos dos años, me dediqué al estudio de lenguas vivas. Mu­chos progresos hubiera hecho, si mi decidido amor patrio y el odio tradicional á los invasores de-iSoSno

' me lo hubiesen impedido, obJigándoméágaslar toda la sensibilidad, toda la inteligencia y toda la actividad de mi alma en estropear la lengua de Jos'franceses.

Y aquídebo consignar, peseá nii modestia, que alcanzé cumplidamente el objeto que me propuse.

Kn tan útil como sangrienta ocupación;, sabe Dios el tiempo que hubiera seguido, si un acontecimiento

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LA. NOVELA, ILUSTRADA ;Í31

inesperado y raro no hubiese venido á ponerme en el verdadero camino de mi vocación.

Paseábame una mañana par delante del hotel más suntuoso que Madrid encierra.

Entre enido en mirar todoí los objetos de los es­caparates llevaba ya convenida en humo una cajilla de á diez caarios; y después de todo e&to no eran más que las dos

¿Qué iba á ser de mí hasta las seis', hora en qne los garbanzos duros de mi agreste piíron^ rae esperaban?

Tales eran las ñbsóHcas reriexioniíi*;que hacía pa­seando ante el iiotel.

Kl día estaba hermoso, un verdadero día dt pri­mavera; mi día, por más señas; es decir, el día de nii santo. No había pretexto para meterse en ninguna parte. • _

La idea que más me dominaba para distraer el ocio, era k d e avis.ir á una murga que festejara á los.,. vecinos de nii calle, Aún no había tomado una reso-''^ lución, cuando hele aquí que una elegante carretela descubierta para á la puerta del hotel.

Precisamente me hallaba ya montado sobre mis largas piernas/parado en la ancha acera, entré la puerta y el carruaje, procurando adivinar loque venía: dentro.

Kn esto, un laca^ito muy cuco, abre la portezuela , y... ¡cuál no fué mi sorpresa al ver sobre el estribo un pie tan mono y tan divinamente calzado, que sus- • pendió mis sentidos!

A aquel pie iba unido, por lo c ue pude clist'n*títr, -como la mitad de una pierna primorosamente tor-. neada y cubierta por una tina media de deslumbrante blancura. Aquella vista duró un momento; yo creí que el cielo se entreabría, y ya iba á entrar en éxtasis, cuando las blancas gasas y las azules sedas cayeron como un telón oportunamente.

Entonces alcé los ojos y vi qué el objeto del ca­rruaje, que había ya descendido, era una bellísima dama de mirada y sonrisa un tanto osadas y un mu­cho provocativas y burlonas.

La dama, para entrar en el hotel, tenía que arro­llarme ó que pasar rozándose conmigo, inpregnando mi ser de voluptuosidad.

Sin embargo, no sucedió nada de esto. Al ir á pasar me vio y se paró: me miró mas fijamente, y lue­go, cogiéndose de mi brazo, dijo:

—Lebrns, monsieur Jcan; monte:^, s'il-i'ous plail. Soye^ tnon cavaHer.

Yo me quedé muerto; en seguida me puse como un tomate. Luego, como algunas p'ersomis se habían parado y nos miraban. dió ella un paso adelante; yo di otro, y entramos. Mientras subimos la escalera, luí balbuceando confusamente una cosa por esie estilo:

—¡Pardón! ¡nádame... ntais.. . la surprisc... ie(o-nucnment!...

Pero al mismo tiempo iba pensando para mi sayo: ¡Diablo! ¿Cómo demonios ha llegado hasta Fran­

cia la noñcia de mi exisiencia y de mi nombre? Por­que esta señora me ha conocido y después de llamar­me por mi nombre de pila, vertlad que en francés; pero, es claro, ellos no saben decirlo de oir.o modo.

La hermosa extranjera guardó silencio con mucha seriedad hasta que entramos en un sjlon lujosa­mente adornado donde esperaba de pie una joven, al

* parecer doncella... ó camarera. La dama despidió á ésta con un gesto, mandándola cerrar la puerta, y luego, sin cuidarse de mí, desato un Jazo, tiró la ca­pota en un sofá y se dejó caer en un coníideute, dando rienda suelta á un acceso de repentina alegría que se traducía en cristalinas carcajadas. Eta aquella, risa, tan natural, tan cxpontánea y tan fuerte al mismo

tiempo, que hizo.a3Í)tnar lágrimas á sus grandes y ex­presivos ojo?. r-i

Aunque plantado como tin ciprés eh medio de la habitación, no estaba yo tan confuso como pudiera suponerse. Por un lado la situación-era franca; por otro la bella francesa, al dejarse caer en el conñdente, había dejado descubierto ^'^quel pie encantador que hacia correr mi sangre ccín^o si se tratara de ganar una apuesta. i-.-/: /

Y, ¡vive DiosT que et caso lio era para menos. [Válganme todos los santus^de la corte celestial! ¡Qué talle; ¡qué .rostro!-¡qué sdtural Allí se adivinaba un mündó de encantos^)' un abismo de deleites.

Cuando la daifií pudoíij fin contener su loca risa, se limpió con finísimo pafi,ij,elo los iiumedecidos ojos, é indicándome que ine seatára á su lado, dijo en buen español y con un a¿ento taii puro como el mío:

—¡Vamos, Juanjsiéntalje^-a mi lado y hablemos! Nuevo golpe de Sfecto; j i extranjera no sólo sabía

mi nombre en^ frahcés, sino-.también en español; ó por mejor decir, l.íi.franceSá jio era francesa; y si lo era, ¿por qué mé'Wtcaba: Nunca había oído decir que los extranieros tútea;sen á los españoles: si fuera al ¡c-vés, yo lo había oído muchas veces, y á gritos por más señas, Pero lo más extraño es. que aquella voz me olió á toraillo, íi romefo, á cantueso... en hn á plantas aromáticas.. .•'

Obedecí á;la dama, y njuy despacio, como quien • teme hacer uña barbaridat^ y luego me quedé mirán­

dola de hito en bító esperaado la explicación de aque­llos enigmas, cdfi ib cual cijnseguí qtie la atacara un nuevD-acceso de estrepÍtosa;.aI'egría. ''''.

Pues se!4or, decía yo patfá míi adentros:, está visto que soy un hombre rauy dívertidíi.

Eri medio de lá n^a pude comprender estas balbu­cientes y entrecortadas tras'es.. '

—¡Conque... ya no,te acuerdas de... de mí! ¡Jal ijá! ¡já! ¡Dios mío! ¡qué cara! \- •'

Y luego que se hubo serenado un pocq^'.añadió: —¿Es posible que te hayas olvidado de-'Nieves, de

aquella Nieves tu amiga déla infancia, y siempre tu cómplice cuando se trataba de hacer rabiar al abuelo?

Un relámpago de inteligencia iluminó mi cerebro; va entonces comprendí por qué su voz y su risa me habían olido á plantas aromáticas, y á dicha, y á ino­cencia, y á otras mil tonterías. Los recuerdos que has­ta allí no habían llegado más que al olfato, se preci­pitaron d,e lleno en mi cabeza cen la violencia de una catarata.

—¡Áh! ¡tú eres Nieves! exclamé por liliímo. Y con mirada indagatoria procuraba hallar en su cara, en su talle, en sus vestidos, algo de aquella muchachue-la con quien había corrido alegremente por los cam­pos en busca de grillos y nidos de jilgueros,

Pero vanamente indagaba. Las li¿iellas de! pasado estaban borradas por completo; áólo en la,voz queda­ba una confusa reminiscencia^ - ;~ .

— [.Ah! [tú eres mi Nieves! í"epetí. —Ln misma que se escapó del pueblo con el hijo

de U. Rafael, el amo del cortijo grande, antes de cum­plir i6 años. .

—:Es verda4'í|,ue te;eícapasté; pero allá" tifo se supo con quién. Tu íamilta lloró rtiücho, y mi abuelo me echó un sermón como si yo tuviera la culpa.

—:¡Pobre Juan! —Sí, sí, pobre; tres veces pobre... Pe,ro,.oye, ttí an­

tes no tenías esa misma-caira. . —No, contestó riéridose; pdcos meses después de la

. escífpotbria fuimos áParís , y allí me hice otra nueva. En las perfumerías venden todo lo rtccesario para variar lo antiguo.

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\ - X B\31£.^A. SU^Y)i»L

Nieves cogió mi cabeza entre sus manos.

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LA NOVELA. ILUSTEADA 333

— Pero es que tampoco tenías esc talle tan lindo, ni esas maneras tan elegantes, ni la monerín de ese pie tan chico que apenas se concibe cómo produce una tentación tan grande, ni...

—¿De veras? dijo ella sin cesar de reir. —Te lo juro, por !o más... empece á decir tratando

de abrazarla. —¡Cuidado, Juan! replicó Nieves rechazándome

con seriedad; no vayamos á reñir tan pronto. Y el aire de reina ultrajada que tomó de pronto

me desconcertó en tales términos, que no supe ni que postura tomar, ni qué cara poner. Pero ella volvió á su aire agradable, y añadió:

—Dices bien; entonces no tenía nada de lo que ten­go ahora, y esta, más que el amor y las súplicas del hijo de D. Rafael, fui' la causa de mi huida. Un zaga­lejo corto y un pañuelo de algodón encarnado, com­ponían todo mi guardarropa, y mis pies, aunque eran chicos, tenían que meterse en unos zapatos de gordas suelas; mi instrucción no llegó nunca hasta hacer bien el lavado en el manantial de la Peña. ¡Ya ves! yo co­nocía que había nacido para mejores cosas, y así me lo decían poco antes de irme todos los mozos del pue­blo menos tú...

— i.\y! ¡Si yo hubiera sabido!... —¡Cuántas cosas habrá en el mundo que no sabrás

nuaca! Y al decir esto, Nieves sonrió con malicia.

—Pero vamos al grano, añadió; me alegra mucho haberte encontrado...

—Sí, sí, yo también me alegro; la interrumpí pre­cipitadamente.

—¡Quieto, no hay que alborotarse! .necesitaba una persona de confianza, y tú lo eres para mí.

—Puedes contar para todo con,iu pobre Juan. ¿Quieres que cometa un crimen, que robe, que?...

Y en aquel momento me hallaba dispuesto á cum­plir cuanto decía. Aquel pie tentador estaba allí, ante mi vista, con sus mil deliciosos detalles; parecía que taconeaba en mi cerebro; la sangre se me subía á la cabeza. Pero bien fuera que Nieves me adivinase, oque la casualidad lo hiciese, es el caso que varió de postura y acabó de refrescar mi sofocación dicicndome cun semblante medio grave, meaio risueño:

—Dejémonos de tonterías, mira que es cosa seria lo que tenemos que hablar.

—¿Y quién tiene la culpa de que seas tan guapa? —¿Volvemos? —¡Vamos, te escucho! y lome una aptitud de oyen­

te resignado, —Así me gusta. Poco tiempo después de nuestra

llegada á París, mi raptor, que al Hn y al cabo no era más que un hijo de familia, y cuya fortuna, es decir, la de su padre, si bien grande para un vecino de un pueblo, era nada comparándola con las gran­des capitales que allí se derriten, mi raptor, decía, ago­tó sus recursos, y una alegre mañana de primavera desapareció, dejándome abandonada en medio de aquella Babilonia, sin despedirse ni aun con una ma­la carta. Ya se ve: como estábamos en Francia, se despidió á la francesa.

—¡Pobre Nieves! —No tan pobre como supones, replicó ella sonrien­

do. En primer lugar, el tiempo de nuestras relacio­nes, aunque no muy largo, me había proporcionado algunos ahorros desconocidos de él, amén de una buena cantidad de alhajas, trajes, adornos y un mo­biliario muy lindo Y de última novedad. Luego tenía además los recursos del crédito. El cuarto en que vi­vía, situado en uno de los sitios más céntricos de Pa­rís, era una taza de plata.

—Todo eso y mucho más llega un día en que se concluye. Con tantos recursos como enumeras, yo al postre me hubiera muerto de hambre.

—Pero ya supondrás que entre los dos hay alguna diferencia, replicó Nieves con cierta finura socarrona, mirándome de soslayo.

—Tienes razón: continúa. —Como ames me había exhibido mucho en el bos­

que de Boulogne, en las fiestas de Versalles, en los teatros, en las tiendas, era, pues, bastante conocida y aun cortejada. Ln los círculos aristocráticos masculi­nos se me llamaba la linda española. Más de cuatro jóvenes calaveras de alto rango, y más de cinco viejos titulados que figuraban en el gran juego de la políti­ca, me habían importunado y obsequiado con regalos de valor, dispuestos, según decían, á arruinarse por mí. Pero yo, mientras duraron, permanecí hel á mis primeras relaciones.

Cuando se cxparció entre ellos la noticia de mi aislamiento y soledad, se conmovieron tanto sus cora­zones en favor de csla pobre huérfana desvalida—Nie­ves, al decir esto, ponía la cara más picara del mun­do—que acudieron en presuroso tropel á ofrecerme su protección y apoyo.

—¡Excelentes señores! exclamé candidamente. —Es inútil, prosiguió Nieves, sacudiendo ligera y

graciosamente la cabeza, como para desprender re­cuerdos importunos, es inútil darte más pormenores; bástete saber que gracias á su generosa y desinteresa­da protección, tanto como á mi espiíritu de orden y economía, he podido al cabo de seis años retirarme á lacena patria con un capital suíiciente para vivir; se eatiendc, bien manejado. Para que me ayudes á ese manejo, esto es, para que seas mi agente de negocios es p:ira l(j que te necesito.

—Puro si yo no sé... —Descuida: lo que tú no sepas, lo se yo. No tienes

que hacer más que cumplir al pie de la letra lo que te ordene. Tu misión se reduce á representarme en si­tios y actos que no son propios de mujeres.

—¿Y cuánto es lo que?... —Así.. , como un millón de iVancos, próxima •

mente, -¿Qué? —Un millón de francos. —Escucha, Nieves, si no fuera porque te hago falta,

ya estaba yo andando hacia París. Iría diciendo que era un huérfano desvalido...

—¡Vaya! ¡no seas tonto! Oye ahora mis proyectos. Aquí tengo que tirar la pluma. ¿Cómo decir todo

lo que añadió Nieves? ¿Cómo explicar todo lo que sa­lió de aquella cabeza femenil y de aquellos labios ro­sados? ¡Que justicia en las observaciones! ¡qué lógica en las ideas! ¡qué exactitud en los cálculos! ¡qué cono­cimiento tan profundo en los negocios y en su lecne-logía particular!

El saber de todos los grandes matemáticos juntos, quedaba en pañales al lado del de Nieves.

Salí del hotel en un estado de excitación que tam­poco me es fácil describir.

¡Nieves lavando en el manantial!... ¡UnmiUpn de francos!... ¡Que bonita es! ¡París!

iQué pie tan lindo! ¡Hombre de negocios! ¡Casarme! ¡Nulidad! ¡Talento! Todo esto me (decía yo.

Llegué á casa. Si hubiera comido, un ataque ce­rebral era inminente. I*6r fortuna, y contra mi cos­tumbre, no tuve ganas. Todo el mundo se admiró: la pairona, los huéspedes, el portero; pronosticaban des­gracias como si hubieran visto un cometa.

Por la noche dormí poco y mal. Tuve pesadillas. Soñé que me había convertido en una acción de ca-

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:Í;H LA NOVELA ILUSTRADA

Treteras: cada vez que me iban á vender, temblaba como una hoja.. . de papel; crujía, sudaba, sentía mortales angustias.

Todo esto no era más que un sueño, una pesa­dilla, y á ia mañana siguiente n n p u d e encasqiie:arme el sombrero: tenía un chinchón más grande que un huevo de gallina.

Cuando fui á ver á Nieves para recibir sus intruc-ciones y entrar desde aquel día en activo servicio, es­taba en el tocador. Acababa de salir del baño y puedo jurar bajo la le de buen hombre que en mi vida he visto más hermosa criatura. ¡Qué esbeltez! ¡qué fres­cura! ¡qué gracia! Trabajo y mucho me costó mante­nerme en lüs límites de la moderación; pero ya era mi principal , y el respeto me sirvió de barrera .

Mi.s primeras operaciones fueron en la Bolsa. Compre y vendí ciegamente, siguiendo sus órdenes terminantes, y con gran asombro mío, el capital su-bía como la espuma.

Yo era en manos de Nieves un maniquí , un litil instrumentos, cuya inteligencia no iba más allá de lo que se necesita para hablar repitiendo una lección es­tudiada, í irmar contratos y recorrer las calles hacien­do las averiguaciones y preguntas que me enco­mendaban.

Veíala tres ó cuatro veces al día, y sin saber có­mo, me iba sintiendo cada vez más encadenado á ella, no sólo por su hermosura , sino por su talento y energía.

Ai principio todo fué bien. Yo me sentía feliz con verla, pensar en ella, servirla; pero aún no había pa­sado un mes desde nuestro reconocimiento, cuando á pesar de mi carácter pacífico, sentí en el corazón la rabia de los celos y en el alma todas las inquietádes del ^^ue teme. Un señor alto, rubio, delgado, con gafas de oro y modales aristocráticos, solía estar cerca de Nieves cuando yo me presentaba. Vivía en el mis­mo hotel, y era, según me dijeron, secretario de una embajada, hombre de gran fortuna y de no menos porvenir en la diplomacia.

Aunque yo sabía que al lado de Nieves lodos los diplomáticos del mundo se quedaban en pañales ¡no hay que dar á mis palabras maligna interpretación), sin embargo, temía que la tentasen la posición, la for­tuna y las gafas de oro de aquel digno caballero que , entre paréntesis, siempre que yo entraba me miraba de alto á bajo con impertinente curiosidad. Si esto se realizaba, [adiós ilusiones! ¡adiós fortuna) ¡adiós felici­dad! ¡Cuántos canillos en el aire venían á tierral

No obstante, mis inquietudes y mis celos, que so­lían excitar la risa de Nieves, continuaba impávido en el manejo de ios ne^'ocios, tan familiarizado ya con ellos, que no me creía nacido para otra cosa. Admirad mi petulancia: hasta me atribuía el mérito de los fe­cundos resultados que obtenía.

Compré terrenos para edÜicación que se vendie­ron poco después nada menos que triplicando el ca­pital invertido: adquirí fincas rústicas, cuyo valor se duplicó luego, gracias á un trazado de línea férrea: empleé grandes sumas en papel del Kstado, compré y vendí con grandes ganancias cargamentos de géneros coloniales... ¡qué sé yo!

Kn medio de lodo esto, pasaron seis, meses como un soplo, y el grave caballero de las gafM de oro es­taba siempre allí al lado de Nieves Para verla á solas y hablar dé los negocios, tenía que ir á horas des­usadas. 1 ?%

Kilo sería todo muy ní^líTal; pero la verdad es, que yo me iba poniendo muy triste, y que mi antes beatífica y redonda faz se había alargado.

Una noche me dijo Nieves:

—Ven mañana temprano. —Sin saber por qué, pues no era la primera vez

que me citaba así, tuve un fatal presentimiento; el co­razón me latió apresuradamente. Cuando quise d o r ­mir no pude, y cuando quise velar, me quedé aletar gado. También aquella noche tuve horribles pesadi­l las. . . pero sin chichón.

Todavía cuando llegué estaba Nieves en la cama. Su recibimiento fué muy cariñoso, me hizo sentar á su cabecera, puío una de mis manos entre las suyas, y me miró fijamente en los ojos, como si quisiera leer en ellos anticipadamente el efecto de las palabras que iba á pronunciar .

—Mi buen .luán, dijo al íin, mientras yo temblaba y gozaba oyendo su voz que me parecía más tierna y melodiosa que nunca; tengo contraída contigo una deuda de gratitud; me has servido con lealtad y des­interés, conozco que tu cariño es verdadero, y sin em­bargo. . .

Aquí se detuvo t i tubeando. —¿Qué? pregunté con voz angustiosa. — Es preciso que nos s,;paremos, tal vez para siem­

pre. Quédeme anonadado, sentí como si un Tayo me

hubiera caído en el a lma. ¿Lloré? creo que sí.

— ¡Vamos! no te apures. —Pero todavía, repliqué tar tamudeando y sollo­

zando, tadavía puedo serte títii. ¿Quién nos obliga á separarnos?

— Yo te debo, en efecto, una explicación, Ya sabes que aumentada considcrctblemente mi fortuna, gracias á t í , y bien colocada hoy, basta para satisfacer lasaspi-raciones que tenía. Lo único que falta para completar mi dicha, es rehabilitarme en la sociedad por medio de un casamienl j honroso y conveniente. Un hom­bre que reúne todas las condiciones apetecibles bajo este concepto, solicita mi mano; pero celoso de la fa­miliaridad que entre nosotros hay exige esta separa­ción; ya supondrás quién es.

—Sí, sí. exclamé sofocado por las lágrimas; ahora me explico la antipatía que me han inspirado siempre los diplomáticos rubios.

Nieves cogió mi cabeza entre sus manos como ha­ce una madre joven con su hijo cuando le oye decir una gracia inesparada, y, ¡Dios me perdone! creí que me iba á dar un beso.

Aquel rapto de ternura me consoló algún tanto. —Ahora, prosÍ.;uÍó Nieves, para darte una pequeña

prueba de mi afecto y gratitud, voy á poner en tus manos diez mil duros, con los cuales puedes irte la­brando una choza para la vejez y ponerte al abrigo de las vicisitudes de la vida. '

Y al decir esto, buscó debajo de la almohada y sa­có un gran cuaderno de billetes.

•—No creas, añadió viendo que yo hacía ademán de rehusar, que poi' esta pequeña donación, me conside­ro desligada de lodo vinculo de sgradecimicnto. Kn todo tiempo y lugar puedes contar conmigo en la se-

uridad de que seré siempre una amiga verdadera y cal.

Ya icnemoá listos los docunicntos que íiacían falta, y mañana se verificará la ceremonia sin fausto ni ostentación de n inguna especie; casi en secreto.

Inmediatamente partimos para Inglaterra: conque ahora despidámonos.

No pierdo la esperanza de arrancar algún día á mi esposo el consentimiento para que vivas á nuestro lado.

—No es eso, Nieves, lo que yo había soñado, dije con cierto orgullo y l impiándome las lágrimas; á tí

fe

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LA NOVELA. ILUSTRADA 335

quisiera servirte de rodillas mi vida entera; pero á esc imbécil garrapatcador de cabalas y enredos, jamás.

Nuestra despedida fué. contra lo que era de espe­rar según se había iniciado la conversación, bastante fría.

lilla creyó sin duda haber recompensado bien mis servicios, y yo me creí estafado.

Salí vacilando como si estuviera ebrio, y en efecto, lo estaba; pero era de sentimiento y despecho, de ce­los y rabia.

¡Qué día y qué noches las que siguieron á esta se­paración! Insensible y maquinalmente llegaba todas las mañanas á la puerta del hotel, donde ya no esta­ba Nieves, me faltaba la vida que allí había encon­trado, é iba por costumbre á buscarla. Experimentaba una sensación vaga que se parecía mucho al idiotis­mo, y se explica esta sensación; yo había llegado a formar parte de ella, y súbitamente me arrancaron de aquel todo. Dotad de un cerebro al brazo, á la pierna; separad luego á ésta ó aquél del cuerpo que completaban, y figuraos lo que sentirán. Pues eso es lo que yo sentía.

Entonces solamente conocí que había amado á Nieves,,que la amaba aiin.

i'ero el tiempo y la distancia son los únicos reme­dios conocidos contra esa picara enfermedad que se llama amor, y yo los empleaba, si bien contra mi vo­luntad; así es que, á pesar mío, la curación se fué ve­rificando. También es verdad que los diez mil duros me ayudaron admirablemente.

Dueño de una fortuna que me parecía inagotable, busqué mi consuelo en el vino y los placeres. Estos me absorbieron pronto, y Nieves llegó á ser en mi memoria como á la vista un punto lejano en el hori­zonte.

No quiero detenerme en referir los detalles, de aquel período de crápula y de desorden. Tras del uso de la vida, llegó el abuso; tras del goce el exceso; tras del exceso las enfermedades, y con ellas llegó la melan­colía envuelta en su manto de nieblas color de plomo,

' tiñéndolo todo con su aUcnio de matiz^ombrío. Con la desgracia aprendí á conocer cuan poco va­

lían los amigos que me habían ayudado á despilfarrar la mitad de mi fortuna en pocos meses. Ninguno vino á sentarse en mis horas de soledad á la cabecera del lecho; mi curación fué debida á mercenarios cui­dados. Los parásitos no se acercan más que á la mesa -del festín.

Al cabo la recobré salud y rompí con aquella torpe é ingrata falangfl^dedicándome á seguir los consejos de Nieves, propósito que había hecho durante la con­valecencia.

Creo haber dicho antes, y si no lo digo ahora, que había llegado mi presunción hasta el punto de creer­me una eminencia en achaques de negocios. Y no sólo me burlaba de los particulares que se perdían en malas especulaciones, sino que hasta me reía pública y privadamente de los hacendistas de España. Cuan­do menos me creía un Colbert ó un nuevo Lau, lla­mado á hacer una revolución en el mundo financiero.

Con estas ideas me lancé otra vez á los negocios que había baqueteado en tiempos de Nieves, y no tengo para qué decir que á muy poco ya habían vo­lado los cinco mil que me restaban á los boUiUos de algunos hábiles truhanes.

Estaba visto: ó la desgracia me perseguía, o las circunstancias habían variado, ó mi inteligencia se había deprimido.

Me consolé, como todos los que se hallan en igual caso, echando maldiciones á la fortuna impía y bus­cando donde meter la cabeza; pues aunque mi abue­

lo hubiera podido todavía euviarmti las dos pesetas consabidas, este diario no bastaba ya para las necesi­dades que me había creado.

Mientras buscaba, sin hallarlo, el dicho agujero que debía dar paso á mi redonda cabeza, los recursos se fueron agotando, empeñándose la ropa y disminu­yendo las carnes. El vacío se iba hacienda en mi es­tómago con extraordinaria rapidez. La miseria es una máquina pneumática que lo3 físicos no han tratado de utilizar todavía.

Hallándome una mañana paseando triste y solita­riamente por el Campo de! Moro recordando grande­zas pasadas, llorando presentes desdichas y soñando felicidades futuras mientras la vista buscaba un ali­mento, por frugal que luese, con que acallar los in­dignados gritos del hambre, hé aquí que tropiezo de manos á boca con un amigo ó conocido de la época de mis prosperidades. Era el tal hombre de unos cua­renta años, cejijunto y sombrío; pero que guardaba bajo estas apariencias, imponentes y refiexivas, un amor exagerado hacia los placeres: era un hombre vi­cioso en toda la extensión de la palabra.

Cuandose hallaba en su elemento, se trasformaba; una vez ante las botellas ó entre las mujeres, el ceño desaparecía, las mejillas se dilataban y una pálida sonrisa, reflejo quizá de la inocente risa de su juven­tud, asomaba á sus labios.

Yo le había tratado poco; pero lo suficiente para saber esto, y á más, que nadie le conocía oficio ni be­neficio. Su porte, sin embargo, era decente y nada re­velaba en el exterior que pasase apuros.

Tropecé, pues, como llevo dicho, con este perso­naje, quien manifiesto alguna sorpresa al reconocer­me.bajo mi pobre pelaje y mi semblante demacrado.

No sé si aquel hombre sería malo en el curso or­dinario de su vida: Dios podrá juzgarlo; lo que sé es que su intención fué buena cuando me tendió la ma­no, al par que se pintaba una expiesión de lástima en .su fispnomia.

Como'la necesidad es naturalmente expansiva, pronto me franquee á mi antiguo compañero de ba­canales y fiestas.

—Lo primero que debemos hac^, dijo después de haberme escuchado y reflexionado un poco, es repo­ner las fuerzas: entremos en este bodegón que parece puesto aquí exprofeso para tal oportunidad. Tomarás un tente en pie y luego haremos una buena comida en el café Europeo. Más tarde te iniciaré en algunos se­cretos que si no salvan tu situación la harán llevadera y sin grandes privaciones.

Hicimoslo todo como él dijo, y aquella noche me reveló el misterio de su existencia casi cómoda y des­ahogada.

Mi amigo era simplemente un tahúr. Llevóme á varios garitos: me enseño muchas tre­

tas de los banqueros, cuyo conocimiento érala base de nuestras ganancias; y por último, cuando me con­sidero suficientemente adiestrado me abandonó á mis propias fuerzas.

No quiero ser hipócrita ni mogigato; aquella vida me convenía bajo muchos conceptos: se avenía per­fectamente con mi pereza, me proporcionaba emocio • nes dulces, nunca violentas ni peligrosas, y lo que vale más que todo, paz, comodidades y abundancia.

Todo empecé á veilo de color de rosa. El sol era grato, la tierra fecunda, los hombres afectuosos y be­névolos. La dichosa plenitud de tan agradable exis­tencia, engendraba ideas y sentimientos que inclina­ban al bien. Ignoro si á los demás les sucederá lo mis­mo; pero si así fuese, la humanidad entera no debía ser más que un conjunto de tahúres.

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'm * LA NOVELA ILUSTRADA

Algunos vi en aquel tiempo, que licvatios de la codicia, tuvieron grandes perdidas, sudaron gruesas gotas; en fin, sufrieron mucho moral y materialmen­te; hasta hubo quien se levantó la tapa de los sesos. Yo me contentaba con poco, los miraba con lástima desde la altura de mi tranquilidad y sosiego.

¡Si esto hubiera durado siempre!... pero, nada; la desgracia dio en perseguirnos; ó mejor dicho, la po­licía.

Una noche me llevaron al Saladero con otros va­rios: allí se duerme mal y se come peor; sobre todo el que no tiene otro manjar que el rancho. Muchas de las cosas que escuché y vi me admiraron en extre­mo. Otra observación: la sociedad de aquellas gentes es poco grata, ü c mí sé decir que se burlaron cuanto quisieron, y ya sus burlas me comenzaban á inquie­tar cuando me echarot^ á la calle. Nunca he pensado que el arrojarlo á uno de un sitio produjera en la víc­tima tanto placer.

Salí de la cárcel al revés que otros; esto es, hecho un hombre de bien. Le cobré un santo horror, que todavía me dura, y resolví no frecuentar más los ga-7'iíos.

La casualidad me ayudó ó la Providencia. Paseaba por las calles lentamente, deteniéndome

ante los escaparates y al parecer embebiéndome en la contemplación de objetos curiosos; pero en reali­dad ajustando cuentas y formando phines que no ha­bían de realizarse; aspiraba con delicia el aire puro y sabroso de la libertad, más puro y sabroso cuando se acaba de salir de una cárcel, y senlí:i imperiosamente Ja necesidad de una vida pacifica, tranquila y holga­zana: tal era mi situación de ánimo al subir por la calle de la Montera.

Como esta calle es una de las más incómodas de Madrid,- pues las aceras están elevadas y son angos­tas, atendido el excesivo número de transeúntes que las pisan; y como contribuye á aumentar su comodi­dad la cuesta ó pendiente que forma, iba yo pegadito á la pared, todo lo más posible para Iiacer llevadera la subida, cuando un palurdo que sombreaba el ros­tro con las anchas alas de un sombrero serrano, y en­volvía sus piernas en ásperas polainas de burdo paíio negro, y el estómago' y vientre en una faja del mis­mo color, me dio un empellón tan poderoso que es­tuve á pique de medir el santo suelo con mis cos­tillas.

El choque era natural é involuntario; él bajaba, yo subia; él iba distraído, yo también; así es que no ha­bía razón ninguna para incomodarme ni reconvenir­le. Bajé, pues, la cabeza y seguí humildemente nii camino.

Más el palurdo no pensó como yo; alguien, tal vez su conciencia, le decía que era un bárbaro, y el hom­bre quiso protestar dándome un millón de escusas y satisfacciones, impidiéndome el paso. A las pocas pa­labras que le oí, levanté la cabeza sorprendido y ex­clamé:

—¡Tío Pablo! Aquel tío Pablo era la honra de la familia, y yo

había visto á mi abuelo tratarle con una veneración profunda en las escasas visitas que nos había hecho. La verdad es que á fuerza de trabajo, y auxiliado por la suerte, logró montar una fábrica de paños en Gra-zalema, con la que hizo un bonito capital. En la fa­milia se le consideraba como un genio.

Algunos momentos tardó el tío Pablo en renocer-me, hasta que al hn me abrió los brazos exclamando á su vez:

—¡Sobrino Juan! Las gentes se paraban á presenciar este reconoci-

niienio, y el giupo auineniuba cuii una gran crecida; así es que para evitar al público el disgusto de una escena sentimental metí á empujones al tío Pablo en el c-iíé del Pasaje v, acomodados en el marmol de una mesa, nos hicimos las confianzas de rigor.

El tío Pablo concluyó en pocas palabras. Había venido á Madrid para í^suntos concernientes á su in­dustria y pensaba marchar á los pocos días.

Mi historia fué más larga, pues confesé todas mis locuras con la mayor ingenuidad, á pesar del frunci­miento de cejas con que el tío Pablo acompañaba mi narración. Cuando termiré, me dijo:

—De buena has escapado: lo único que te disculpa, es tu inocencia, y lo que te hace merecer mi apoyo es el propósito de enmienda que acabas de manitcstar.

Al día siguiente ya estaba yo instalado detrás de un mostrador en la calle de Postas, merced á la reco­mendación de mi tío, que se marchó, según su pro­mesa, tres días después, dejándome poco provisto de monedas; pero muy repleto de advertencias y amo­nestaciones.

Poco me duró el nuevo oficio. Yo no sabía decir barbarismos y galicismo a todo pasto; yo ignoraba el arte de vender un género malo por bueno, sacando diferentes veces la misma pieza; yo no hablaba en plu­ral como el rey, diciendo: «acabamos de recibir....J> «tenemos última novedad...» «en verde ó en rosa, es lo mejor que tenemos...» Yo tampoco tenía la ha­bilidad de hacer reír á las parroquianas, ni de exten­der las manos por bajo de la tela; de modo que, aten­diendo á que prometía poco y á todos los consideran­dos expresados, fui despedido.

Felizmente la Providencia nunca abandona á las criaturas; en la casa de huéspedes donde vivía, tenía también su morada un cura que se encargó de excla­recer mi entendimiento y revelarme cuál era mi ver­dadera vocación.

Este cura se había aficionado á mi trato por el contraste que formaba mi natural, dulce y bonachón, con ti agrio y peniienciero de los demás huéspedes. Enterado déla situación en que me hallaba por la charlatanería de ia patrona, que alj^unas veces los de­fectos sirven para algo bueno, propúsome si quería entrar en la carrera de la iglesia. Yo le manifesté mi poca instrucción y mis escasos merecimientos; pero él obvizó tadas las dificultades y hasta .se ofreció á pagar mi hospedaje y estudios mientras éstos duraran.

Sin duda me iluminó la gracia, y acepté. Ya llevo tres años entre el latín, la moral, y ia teología, y espe­ro cantar misa dentro de dos. Mis aspiraciones y las del buen cura se cumplirán entonces, ptiies no tengo la ambición de ser obispo, aunque todo pudiera ser.

Ando con los ojos bajos, me afeito diariamente toda la barba, fumo á escondidas, miro á las mujeres como quien pronto hn de ser su padre espiritual, y creo que voy engordando. Tal vez contribuya á esto último comer bien, dormir mucho y andar vestido de negro.

Sin duda he entrado en una buena senda: mi vo­cación está determinada y además puedo asegurar que hallé sin esfuerzo lo que todo fiel cristiano desea; el camino de la salvación.

FIN.

Imprenta de G. usier, Espíritu-Santo, i8. Madrid.