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La Aduana de los sueños.
Marta Lario Ruiz
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Capítulo 1: Malentendidos
pendientes.
“Todo vuelve a sus orígenes…”. Paola, que se
ha levantado con esa frase grabada a fuego en la
cabeza, se pregunta dónde la habrá escuchado. Sin
embargo, no es capaz de averiguarlo, por mucho que
se lo plantea una y otra vez.
Simplemente, no puede hacer otra cosa que
darle la razón. Un día, y otro después. Cada uno es una
simple repetición del anterior, aunque algún leve matiz
lo haga ligeramente distinto. Pero eso no le importa.
Al fin y al cabo, no tiene por qué buscarle
sentido a una estúpida obsesión.
Él pasea por la habitación como un león
enjaulado. Una y otra vez, camina haciendo cada vez el
círculo que recorre más pequeño, hasta cerrarlo
prácticamente alrededor de un único objeto, que en ese
momento es el centro de la habitación para él. Un
teléfono.
Las dudas se acumulan en su interior. Si
durante esos últimos días su amiga no le ha llamado ni
ha intentado contactar con él, probablemente esté
enfadada por algo, o quizás es que se haya cansado de
que pasen tanto tiempo juntos. Pero, por otra parte,
lleva sin saber de la chica desde que acabó el curso,
puesto que durante el verano no la ha visto.
Finalmente, Marcos agarra el teléfono con
fuerza, como si temiese que se le pudiera caer en
cualquier momento, y marca un número que ya conoce
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de memoria, con los dedos ligeramente temblorosos.
Durante unos segundos, contiene el aliento.
Casi al mismo tiempo, otro teléfono, al otro
extremo de la ciudad, suena varias veces de forma
insistente. Ella alarga el brazo sin demasiado interés,
pero se sobresalta ligeramente cuándo escucha la voz
que proviene del otro lado del teléfono:
–Buenos días.¿Está Paola?
–Soy yo.
–Tenemos que hablar. En una hora, en el
parque. –Y cuelga, sin esperar respuesta.
La chica, que no tenía absolutamente ningún
plan para esa mañana, se levanta perezosamente y se
cambia con esmero. Se pone sobre un conjunto de
lencería beige una camiseta larga, de color blanco, con
un dibujo desgastado de Minnie Mouse y con un amplio
escote, que deja al descubierto sus hombros y hace
que las mangas resbalen por sus brazos, pálidos y
finos. Finalmente, termina acompañando la camiseta
con unos pantalones vaqueros cortos.
Después, se arregla con esmero frente al
espejo. Se mira en él y se quita el coletero, dejando
caer su fino y liso cabello castaño oscuro de forma que
le caiga a ambos lados del rostro. Se sonríe a sí misma
con una dentadura bastante envidiable, mientras
termina de deslizar el cepillo sobre su cabellera ahora
suelta.
Tras esto, y sabiendo que no hay nadie en
casa, lo cual le favorece en el ahorro de explicaciones
innecesarias, sale por la puerta principal intentando que
no haga demasiado ruido al cerrarse, mientras saca su
móvil y ve que, aunque el parque no está demasiado
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cerca andando, aun le queda un buen rato. Camina
dando un lento y desinteresado paseo, mientras tararea
inconscientemente una pegadiza melodía que escuchó
en la radio días atrás.
Es un día soleado y caluroso, a juego con su
humor. Después de tanto tiempo sin querer saber nada
de su mejor amigo tras su aparente ausencia al no
responder a sus llamadas, Paola se estremece de
placer ante la idea de volverle a ver en breve. Sin
embargo, por dentro se recrimina a sí misma ese
entusiasmo. Al fin y al cabo, durante esa época que ha
necesitado tanto de su ayuda… ¿Dónde ha estado él?
Ni idea, pero le ha resultado imposible localizarle, por lo
que todas esas veces en las que él le prometió que
estaría siempre ahí se han transformado intento tras
intento en simples mentiras.
Suspira cuando, al otro lado de un paso de
cebra cuyo semáforo muestra un muñequito rojo, ve por
fin las copas de los árboles del parque. Y cuando el
muñequito se transforma en otro de color verde y los
coches se detienen, cruza con paso decidido la
carretera, con la vista clavada en el paso de cebra
sobre el que cruza. Blanco, negro, blanco, negro.
La luz del sol se filtra suavemente entre las
copas de los árboles, que componen una verde bóveda.
En ese remanso de paz se puede olvidar el sonido de
los motores rugiendo, siendo este sustituido por el trino
de los pájaros que invita a desperezarse. Observando
con atención, se puede ver incluso alguna ardilla que
corretea despistada, saltando de rama en rama.
Ese rincón esta casi vacío. Tan solo hay un
chico de quince años, aunque aparenta dieciséis, de
ojos grandes marrones con un toque verdoso, que,
apoyado contra un sauce llorón de grueso tronco y
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raíces que sobresalen de la tierra, escucha música con
su reproductor mp3 mientras masca un chicle de menta.
Su pelo es de un negro muy intenso, tanto que
resultaría complicado olvidar ese color tan oscuro. Viste
unos simples vaqueros desgastados largos a pesar del
calor, unas zapatillas deportivas aún más viejas, y una
camiseta holgada de fondo azul marino, con la típica S
amarilla y roja de Superman dibujada en el centro.
Durante todo el verano, apenas ha cambiado,
excepto ese moreno en la piel que delata un tiempo en
la playa, ese moreno que logra disimular las escasas
pecas que hay sobre su nariz. Marcos levanta la mirada
y, al verla casi junto a él, guarda los auriculares del
aparato y sonríe sin dejar de mascar su chicle,
olvidando la premeditada seriedad para ese momento.
Se sin saber cómo reaccionar. Unas cuantas semanas
de enfado parecen haberles hecho olvidar cómo
comportarse mutuamente.
Marcos, por su parte, siente el impulso de
acercarse a la chica y darle dos besos, pero,
finalmente, se arrepiente. La imagen que acude a la
mente de Paola es, en cambio, un fuerte abrazo que
rompa esa barrera que el tiempo ha creado entre ellos.
Pero, al igual que él, se mantiene inmóvil, a pesar de
que cree reconocer un brillo intrigado en el fondo de los
ojos de su amigo.
– ¿Qué quieres? –le pregunta Paola al chico
con una frialdad de la cual segundos antes dudaba
poder dotar a su voz.
–Simplemente, hablar –responde él, haciendo
un gran esfuerzo para vencer la pereza de aquella boca
seca que se niega a pronunciar vocablo alguno.
–Ah. Llevas un mes perdido, sin dirigirme la
palabra. Y ahora me llamas como si fuese cuestión de
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vida o muerte, y resulta que quieres hablar… ¿Me
equivoco? –pregunta entonces, con sarcasmo.
– ¿Sin dirigirte la palabra? ¿Perdona? –
contesta él, notando como si en su interior se activara
un mecanismo que le lleva a sentirse,
inexplicablemente, bastante enfadado–. Como quería
hablar contigo, la semana pasada te llamé más de mil
veces. ¿Acaso me cogiste?
–Oh, vaya. Así que querías hablar conmigo.
Cierto, debía haber supuesto que solo sirvo para eso. Y
sin embargo, ¿quién está ahí cuando soy yo la persona
que necesita ayuda? Con Raquel no puedo contar: está
en la playa. Y contigo, por lo que me has demostrado
este verano, tampoco –replica Paola, con amargura–.
En cambio, que alguien tenga un problema y todo el
mundo a esperar que yo se lo solucione, cuando yo
sólo puedo contarle los míos a la maldita pantalla del
ordenador.
–Durante ese tiempo que dices que me
buscaste, ese fue el problema precisamente. Que yo no
tenía ordenador –contesta él, sin quitarse esa expresión
inexpresiva que cubre su rostro–. Por si no te lo dije, en
casa de mis abuelos no hay Internet.
– ¿Y tampoco cobertura? Porque te he llamado
y tu móvil ni se molestaba en dar señal –responde
Paola, con brusquedad.
– ¿Debo recordarte que alguien lo lanzó contra
el suelo antes de que comenzaran las vacaciones? –
dice él, entonces.
Paola enrojece. Cierto. Fue a ella a quien se le
cayó. Pero solo porque él apartó la mano antes de
tiempo. Y cualquiera que oyese la versión de Marcos
creería que lo arrojó aposta.
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La chica tarda poco en recuperar la
compostura, por lo que el rubor de sus mejillas se
extingue al cabo de unos segundos.
–Ah, vale. Entonces, primero me haces venir. Y
luego resulta que es solo para recriminarme que se me
cayera tu móvil, y luego contarme tu vida y tus malditos
problemas, como si yo no tuviera ninguno… –responde,
dándole la espalda y comenzando a caminar a grandes
zancadas–. Pues si eso es todo lo que tienes que decir,
me voy a casa. Aunque la televisión no diga nada
interesante, al menos no intenta echarme la culpa de
que su vida sea una mierda.
Marcos respira hondo durante unos segundos.
Se siente bastante cabreado, así que piensa en dar una
respuesta que pueda dolerle a su amiga, lo cual le
resultaría bastante fácil teniendo en cuenta que la
conoce desde hace años. Pero justo cuando está a
punto de hacerlo, se da cuenta de que el único motivo
por el que está allí es para reconciliarse con ella. Y, de
momento, no lo está haciendo demasiado bien.
–Paola… –murmura, más bien en un gemido
lastimoso e inútil, puesto que ella continúa andando.
Entonces, Marcos avanza hacia ella a grandes
pasos, y sujeta su muñeca con fuerza, evitando que la
chica pueda marcharse a pesar de los tirones que da,
intentando liberar el brazo.
–Suéltame –dice ella, con suavidad, pero al
mismo tiempo de forma amenazante.
–Pero antes escúchame –contesta Marcos,
clavando en los ojos de ella los suyos.
–Me vas a soltar ya –repite Paola en voz baja,
por toda respuesta.
Para su sorpresa, Marcos abre la mano de
golpe, y la chica casi pierde el equilibrio. A pesar de
eso, en unos segundos lo recupera y continúa andando,
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volviendo a darle la espalda a su amigo, el cual,
decaído, se sienta junto al árbol, apoyando la espalda
en él.
–Creía que nuestra amistad valía más que un
simple y estúpido malentendido –dice entonces, en un
tono de voz lo suficientemente alto como para que ella
pueda escucharle–. Pero ya veo que no.
En la mente de Paola se proyectan claramente
unas palabras: “Chantaje emocional. Chantaje
emocional. Chantaje emocional. Simplemente, sigue
andando. Y no se te ocurra volverte”.
Sin embargo, como para contradecir sus
pensamientos, su cuerpo, sin recibir ninguna orden, se
da media vuelta, encarando otra vez a su amigo.
– ¡Y yo creía que…!
–Lo siento, Paola –dice entonces él. La chica
queda desarmada por lo inesperado de su salida y la
franqueza de sus palabras. Quizás porque, sin saberlo,
realmente era aquello lo que estaba deseando
escuchar–. Sé que siempre te dije que estaría ahí, y
hasta ahora lo he intentado. Pero también tengo mi
vida, ¿no? Todo el mundo la tiene. Y no quiero que te
enfades por una chorrada de este tipo, ¿vale?
Durante unos segundos, todo se queda en
silencio. Marcos se pregunta si la habrá cagado aún
más tras esas últimas frases… pero lo cierto es que no
ha podido evitar soltar todo eso. Entonces, Paola
camina hacia él con lentitud, y se sienta junto a él.
– ¿En serio esa es tu forma de disculparte?
Pues la próxima vez que te tengas que disculpar, y más
si es conmigo –murmura Paola, y Marcos, bastante
confuso, cree distinguir… ¿una sonrisa?–, procura
añadir alguna alabanza o algún piropo.
– ¿Eso significa que está todo arreglado? –
pregunta él, sonriente.
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– ¿Por qué no? –es toda la respuesta
indiferente de Paola, que se encoge de hombros.
Pero el chico cree distinguir en el fondo de sus
ojos que realmente se siente también contenta de haber
hecho las paces, y nota como su humor mejora
notablemente.
Decide entonces pasar a otro tema que quería
tratar con ella. ¿Qué mejor momento que ese? No
obstante, es lo suficientemente inteligente como para
darse cuenta de que hay algo que deben hablar antes
de eso.
– ¿Y bien? –pregunta él–. ¿Por qué necesitaste
mi ayuda?
Paola le contempla con una expresión de
incredulidad en el rostro. Finalmente, con lentitud,
contesta:
–Ah, nada. Típicos bajones míos. Hace un par
de semanas, que me desperté sin ganas de moverme,
sin verle sentido a nada… Lo habitual. Y encima como
no supe nada de ti, creí que pasabas de mí y me sentí
peor aún… –murmura, aunque parece incluso
avergonzada al hacerlo.
Él se limita a contemplarla con seriedad.
Realmente, no sabe lo que es notar esa sensación que
Paola no es capaz de describir fielmente usando tan
sólo palabras. Pero debe ser verdaderamente malo por
la expresión de su amiga… Y lo que lo hace todavía
peor es que él se siente realmente culpable por haberle
fallado.
–A veces creo que mi corazón es masoquista –
dice entonces la chica, en un intento de bromear.
–Yo no creo que el mío lo sea… Sé que lo es –
contesta él, logrando que la chica esboce una sonrisa.
“Y, hablando de corazones…”, piensa él a
continuación. Traga saliva, perdido en los ojos miel de
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la chica, sintiéndose incapaz de pronunciar y siquiera
balbucear ni una palabra más, sintiendo una cálida
sensación que le recorre todo el cuerpo, oyendo el
acelerado latido de su propio corazón.
Entonces, el móvil de Paola vibra en su bolsillo,
sacando a ambos de aquel ensimismamiento que la
escena ha creado, rompiendo esa magia y robándole
tanto las palabras como el momento a Marcos.
–Perdona, había olvidado que quedé con mi
prima hoy… –murmura Paola, poniéndose en pie y
mirando la pantalla de su móvil con atención–. ¿Y tú?
¿No sales hoy?
–Sí… Bueno, aún no. Pero tenía pensado
llamar luego a la gente, a ver si quedamos y eso –
contesta él.
Al oír hablar de “la gente”, a la cabeza de Paola
acude inevitablemente un nombre. Sergio. También
lleva desde que el verano comenzó sin hablar con él…
Aunque sabe que, probablemente, el chico no sienta
interés por verla. Y, aun así, Paola no puede evitar que
su corazón se detenga al evocar el rostro del
muchacho.
Entonces, la chica contempla a Marcos. Al igual
que ha sucedido con el tiempo, parece haberse
detenido y congelado en ese contexto que se antoja
irreal. Observa la expresión seria y anonadada del
chico.
–Oye, ¿en serio que va todo bien dentro de ese
cerebro tan lleno de telarañas que tienes? Si quieres
puedo llamar a mis primas y quedarme, y me cuentas
tu deprimente vida –responde ella, recalcando cada una
de las palabras mientras alza las cejas con ironía.
Sin embargo, sabe que el mensaje ha quedado
bastante claro para ambos: le ha ofrecido quedarse si él
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también está en alguna crisis emocional de algún tipo.
Si necesita hablar.
–Sí, todo bien, enana. Venga, ve y pásatelo
bien con tu privilegiado cerebro que nadie puede
comprender… Tan, tan privilegiado, que ni tú misma
eres capaz de entenderlo –responde él también
bromeando. El mensaje también ha quedado bastante
claro para los dos: lo que más desea es recuperar el
tiempo perdido, pero sabe que sería egoísta por su
parte pedirle a su amiga que se quede solo para
hacerle compañía–. ¡Venga! ¿A qué esperas?
La joven sonríe, y se despide de Marcos
dándole un cálido beso en la mejilla. Y, después,
emprende un recorrido hacia el mundo real…
Paola está bastante contenta, puesto que al fin
todo se ha solucionado, aunque sea de la forma que
menos esperaba. Se aleja, silbando la misma canción
que de camino tatareaba, con entusiasmo.
Quién no está tan contento es Marcos el cual,
apoyado todavía en el árbol, se maldice a si mismo.
Aquella disculpa, evidentemente, no era eso lo único
que pretendía decirle... Con un suspiro de resignación
dedicado a su cobardía vuelve a ponerse los
auriculares mientras, impotente, ve a su amiga alejarse.
“Algún día se lo diré”, piensa, soñador,
vagabundo entre sus propios pensamientos. “Algún
día…”
Mientras, en otro lugar, cercano o lejano según
el punto de vista desde el que mire el observador…
– ¡Tenemos poco tiempo! – ruge un hombre alto
y fibroso, de forma amenazadora, mientras agarra a
otro, flaco y de pelo blanco, por el cuello de la camisa,
aplastándole contra la pared de piedra a varios
centímetros sobre el suelo.
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– ¡Ya casi está! – murmura este, sin poder
hablar apenas a causa de la mano que aprieta su
delgado cuello. Luego, añade con una sonrisa
cautivadora que le cuesta extraer–: Además, ya sabéis
que soy el único capaz de lograr lo que me habéis
pedido con total exactitud. Si me matáis…
–Esa es la única razón por la que todavía estás
vivo… Estúpido relojero –contesta el otro en apenas un
murmullo. Un poco más calmado, deposita al
hombrecillo en el suelo–. Pero ya he esperado
suficiente, y si no dejas de pedir más tiempo de una
maldita vez... –Deja la frase flotando en el aire, de
forma amenazadora–. Lo quiero ya, ¿entendido?
El hombre de pelo blanco asiente,
masajeándose el cuello, sobre el que tiene una delgada
línea rojiza debido a la mano de hierro que ha intentado
asfixiarlo. El otro, que se desliza con movimientos
gatunos, parece tener la cabeza en muchos sitios a la
vez. Saca de debajo de su camisa negra, como todo su
atuendo, un extraño colgante, semejante a un reloj de
arena. Y cuando el contenido del mismo, del color del
carbón, está terminando de depositarse en el fondo, el
hombre deja tan solo una frase amenazadora flotando
en el aire:
–Volveré pronto. Y espero que todo esté
preparado para entonces.
Después, desaparece.
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Capítulo 2: “Amor” fraternal.
Paola toca al fin el timbre de la casa en la que
viven sus primas. Tiene que admitirlo: reconciliarse con
el que vuelve a ser su mejor amigo le ha alegrado el
día.
Cuando su prima Sara abre la puerta de la
verja negra, está radiante: lleva un vestido con el fondo
gris y un estampado de flores coloridas que Paola
nunca le había visto puesto antes. En la mano, una
cesta de mimbre, que perfectamente podría haber
encajado en los dibujos de Heidi. Definitivamente,
piensa Paola, su prima ha estado muy acertada esa
misma mañana a la hora de llamar a aquello una sesión
de fotos, puesto que su prima mayor parece sacada de
un episodio de “La casa de la pradera”.
Ambas sonríen, pero, en apenas un segundo,
esa sonrisa desaparece del rostro de Sara.
– ¡Pilar no me presta su cámara!–exclama, con
gesto fastidiado, hinchando los mofletes con disgusto
como si fuera una niña pequeña.
–Déjame, ya la convenzo yo −responde Paola,
entrando con un suspiro.
En su mente comienza a plantearse ya cómo va
a acabar todo aquello. Aunque, por desgracia, ya puede
imaginarlo.
Paola atraviesa el salón y un corto pasillo,
llegando a una habitación de paredes verdes, en cuyo
parqué juegan dos niñas. Una de ellas, la más mayor,
de doce años, pelo castaño y corto, ojos grandes y
marrones, levanta la mirada, y sonríe al ver a Paola,
con el rostro repentinamente iluminado.
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– ¿Te quedas un rato y vemos una peli? –
pregunta, mientras Clara continúa jugando con sus
muñecas, ajena a la llegada de su prima.
–Pilar, cariño… Vamos a ir a hacernos fotos –
contesta ella, adoptando una inusual dulzura a su voz.
Observa por el rabillo del ojo como Sara se coloca
detrás de ella, dispuesta a saltar sobre su hermana si
es necesario–. Si nos dejas tu cámara, claro.
–Hacemos un trato, ¿vale? –dice Pilar,
sabiendo que Paola es más receptiva a los pactos con
ella que Sara. Ignorando a su hermana mayor, que
frunce el ceño, continúa–: Yo me aburro mucho, y
vosotras queréis mi cámara. Pues me lleváis con
vosotras y os la dejo.
Una sonrisa se extiende por su rostro infantil y
aniñado nada más terminar de decir esa frase. Paola se
vuelve hacia Sara, que no parece muy contenta ante
esa perspectiva.
–Por mí, vale… Ya, lo que diga tu hermana –
contesta Paola.
Pilar le mira con ojos suplicantes, mientras
Sara, contemplándola con los ojos entrecerrados,
parece sopesar realmente esa posibilidad.
– ¡Yo también quiero ir! –interviene entonces
Clara, sonriendo de forma que los hoyuelos enmarcan
su rostro regordete.
– ¡Ni hablar!-estalla Sara entonces, antes de
que Paola pueda emitir un veredicto–. ¡No pienso
llevarme la guardería al completo!
La pelea, aunque con sutileza, ya ha
comenzado, con esa pequeña chispa que luego
provocará el gran incendio. Paola ve entonces que es el
momento adecuado de disculparse con alguna excusa,
que, de todas formas, tampoco es mentira:
–Oye… ¿Has visto mi bolso, Sara?
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– ¿El negro? –pregunta ella, desviando la
mirada furiosa de sus hermanas. Su prima asiente–.
Está en mi cuarto, ve a buscarlo.
Paola sale del cuarto con rapidez. Camina
hacia el lugar en el que, nada más atravesar el pasillo,
este se ensancha, y sube las escaleras. Un bichón
maltés blanco, de pelo corto y rizado, que al parecer ha
encontrado alguna puerta abierta para poder entrar, le
sigue ladrando por las escaleras mientras mueve la
cola.
−Hola, Richard − saluda, sonriendo.
Richard es como le llama Sara cuando bromea,
aunque el nombre real que le pusieron sus dos primas
pequeñas en realidad es Ricky. A Paola ambos le
parecen nombres estúpidos para un perro, pero en ese
momento no se da cuenta de que también es realmente
estúpido y ligeramente patético hablar con ese animal
como ella está haciendo. Pero claro… es fácil olvidarlo
con ese perro mirándola con sus ojos grandes y negros.
Llega al cuarto de su prima Sara y, como
siempre hace, se detiene ante el poster gigante que
ocupa toda su puerta, un cartel de Jack Skellington, que
en la penumbra de la noche resulta ligeramente
intimidante. Al abrir la puerta, se encuentra en una
buhardilla de techo de madera y paredes llenas de
pósters, sobre todo de personajes de películas de Tim
Burton, el ídolo de Sara. No se detiene demasiado; al
fondo, en la silla que hay frente al escritorio, está
colgado su bolso, que es otro de los motivos por los
que ha ido a ver a sus primas. Día tras día siempre se
le olvida en el mismo sitio y, semana tras semana,
siempre lo encuentra colgado en el mismo lugar. De
correa fina, totalmente negro, algo retro. Lo coge y sale
del cuarto con él colgado. Cierra la puerta y se queda
unos segundos observando fijamente el rostro de Jack
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y luego bajando por su cuerpo esquelético, nunca mejor
dicho.
En el piso de abajo se oye un grito acompañado
de un par de voces que lloran, y Paola, sin saber
apenas lo que hace, desciende la escalera a toda
velocidad, bajando los escalones de dos en dos a pesar
de que el bolso le golpea la cadera derecha
incesablemente. Oh, no.
Cuando entra en la habitación, Pilar está en una
esquina, acurrucada, con Ricky entre los brazos en
posición protectora. Sara, mientras tanto, intenta
arrancárselo de las manos. Clara llora, al igual que
Pilar, aunque, en apariencia no tenga ninguna razón.
– ¡Dámelo! ¡También es mío! –grita Sara,
mientras continúa forcejeando con su hermana
pequeña.
– ¡No! ¡Te lo vas a llevar a hacerte fotos! ¡Y se
va a perder! ¡Y no quiero que se pierda! –responde
Pilar, gritando todavía más fuerte.
– ¿Fotos? ¡¿Con qué cámara, subnormal?!
¡¿No te he dicho que al final no nos vamos?! –Se
vuelve hacia Paola y, durante unos segundos, su rostro
se transforma totalmente luciendo una sonrisa de
disculpa–. Lo siento, pero ya se me han quitado las
ganas. –Luego, vuelve a mirar nuevamente a sus
hermanas, y esa sonrisa se borra de su rostro–. ¡Dame
ya a Richard! ¡Es de todas!
– ¡No! ¡Tuyo no es! –contesta Clara.
– Esto no se va a quedar así, imbécil. ¡Te voy a
matar! ¡Juro que algún día te mataré!–contesta Sara,
sonriendo. Después, alarga los brazos hacia Ricky, al
que todavía Pilar aprieta con fuerza contra su cuerpo de
forma protectora.
Clara comienza a llorar y grita histéricamente:
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– ¡No le mates! ¡No le mates! – Luego, cuando
consigue calmarse, mira a Sara fijamente y le dice–:
Algún día te voy a matar.
Paola no puede evitar que se le escape una
carcajada reprimida.
–Pequeña pero matona –comenta en voz baja,
para sí misma.
“¿Qué tendrá esta cría en la cabeza?”, se
pregunta, cuando Clara sigue musitando amenazas e
insultos impropios de sus siete años de edad. Aprieta
los dientes cuando Sara pega a su hermana en el
brazo. El sonido que ha producido lo hace parecer muy
doloroso.
Paola sacude la cabeza. Odia a su prima mayor
cuando se pone en ese plan de niña mimada y
mandona. Y mientras tanto, su tía continua en su
cuarto, durmiendo la siesta tranquilamente con el aire
acondicionado a tope. ¿Dónde están los adultos
cuando se les necesita?
Suspira con resignación, mientras agarra a
Sara del brazo y la saca de la habitación a tirones.
– ¡No le voy a matar! –grita Sara todavía,
sonriendo de una forma siniestra que pretende
intimidarlas, mientras que su prima la arrastra del
brazo.
–Dilo con un cuchillo en la mano y quizás les
parezca más convincente –musita su prima, mientras le
lleva hasta el baño y cierra el pestillo.
Ambas se ríen, pero Paola le mira con
inquietud, sabiendo que se está planteando en serio ir a
la cocina para agarrar algo afilado.
–Ojalá se muera –murmura Sara con rencor.
– ¡Calla, anda! No digas eso ni en broma-
responde Paola, descorriendo el pestillo y abriendo la
puerta–. Venga, vamos a peinarte y a hacernos fotos…
24
– ¿Con qué cámara? –contesta Sara, con
ironía–. Cuando al fin me compre yo la que quiero, no
tendremos estos problemas. –Paola calla. Ambas
saben cuál es la cámara que su prima quiere: un
enorme aparato negro para fotografía profesional. Pero
ambas también saben que a Sara le queda aún mucho
por ahorrar si quiere comprársela. Y, con lo mal que a la
chica se le da guardar dinero sin sentir la tentación de
gastárselo en ropa, la cosa va para largo…
– ¿Qué tal si hacemos la estúpida e irracional
lista de venganzas que nunca cumpliremos?– pregunta
Paola cambiando de tema.
En ese momento, un grito le interrumpe, y antes
de que se pueda dar cuenta, Pilar y Clara se lanzan, al
unísono, sobre su hermana mayor, asestándole patadas
y puñetazos, aunque debido a que su hermana es
mucho más fuerte que ellas no consiguen hacerle
inmutarse siquiera.
Paola se interpone entre ellas, intentando que
frenen ese absurdo ataque llevado a cabo más por
recuperar el orgullo infantil que por causar verdadero
dolor.
–No, déjalas –le indica Sara–. Ni aunque
quisieran podrían hacerme daño estas dos enanas…
Además, así esta noche tendré una excusa para
vengarme.
Paola se retira, incómoda. Cuando, tras unos
minutos, sus primas pequeñas se cansan y salen del
baño, Sara las sigue.
– ¡Pilar! –grita. La aludida se da la vuelta–. Esta
noche te vas a cagar del susto que te voy a dar.
Pilar se vuelve para sacarle la lengua y
continúa su camino hacia su cuarto, en el que Clara ya
continúa jugando, esta vez sosteniendo en su regazo a
una gata blanca de ojos azules. Alejandra, o bien
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Alexia. En esa casa, de los tres animales que hay, dos
tienen distintos nombres, y tan solo el pez conserva uno
solo, no demasiado original. Pobre Nemo.
Sara se dirige a su cuarto, pero Paola camina
hacia la cocina. En esa casa siempre tiene hambre, y
está completamente segura que de pasar apenas unas
semanas allí sería capaz de engordar un par de kilos
como mínimo. Pero al menos sabe que no es la única a
la que le sucede eso.
Rebusca en los armarios, que conoce mejor
que los de su propia casa, hasta dar con un bote de
Nocilla de dos colores que hay en el fondo. A pesar de
estar bastante escondido, no han podido impedir que lo
encuentre. Después, del mismo armario pero en la leja
de arriba, pesca un paquete de pan de molde sin
corteza, y saca una de las típicas rebanadas cuadradas
para colocarla sobre el plato que ha sacado
previamente. Más tarde, utiliza un cuchillo de untar para
embadurnar el pan, poniendo gran cantidad de Nocilla,
sobre todo de color blanca, acercando luego la lengua
para quitar los pegotes, aunque luego vuelve a untar
otra capa de chocolate. Esa es una de las pocas cosas
que le diferencian de Sara; su prima no soporta que el
pan lleve más Nocilla de la justa y necesaria.
Perdida en sus pensamientos tan carentes de
importancia, Paola rellena un vaso con Fanta de
naranja, y lo coloca todo encima de la mesa. Se sienta
en una silla y comienza a devorar todo con ansiedad.
En realidad no tiene hambre, pero ya se le ha hecho
costumbre eso de comer por el gusto de hacerlo en esa
casa.
Cuando termina, va a la habitación en la que
sus primas continúan jugando; en el momento en el que
Paola entra y se sienta, aparece en el umbral Sara, que
ya se ha cambiado, y lleva ahora unos vaqueros cortos
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combinados con una camiseta negra de lunares
blancos.
Definitivamente, piensa Paola, hoy no hay
sesión de fotos.
– ¿Sabes las tres reglas sagradas de tu casa?
–bromea Paola, con la intención de hacer que se
esfume la tensión–: La primera: aquí siempre me entra
hambre.
–Lo sé, me pasa hasta a mí –contesta su prima
mayor, encogiéndose de hombros.
–La segunda… Percepción rara de la comida.
Un vaso de Fanta puede acompañar incluso a una
tableta de chocolate. Y, fuera de aquí, yo nunca mezclo
dulce y salado –continúa, recalcando la palabra nunca.
– ¿Y la tercera…?
–Pues que siempre dan ganas de estar en
movimiento. –Se ríe. Realmente, allí es complicado
estar un par de minutos en el mismo sitio.
–Ya ves. ¿Por qué crees que a veces dejo
encendido el portátil y me dedico a pasear? La magia
de la casa –contesta Sara, con una expresión de falsa
seriedad que hace que ambas se echen a reír.
Entonces, Sara se calla repentinamente, y mira
su reloj. Interrumpiendo el momento murmura:
–Oye… Que me voy, que ya que no vamos a
hacer fotos, he encontrado gente para quedar.
Paola asiente y se despide de ella, desganada.
Sabe que protestar no serviría de nada. En cuanto Sara
desaparece, Pilar se acerca a ella, sonriendo
inocentemente.
– ¿Quieres ver una peli con nosotras? –
pregunta.
–Es que yo también me voy –contesta ella, con
ganas de llegar a su casa, sentarse en el sofá y
dedicarse, simplemente, a vaguear.
27
–Tengo varios capítulos de los Simpsons.
–Paso… A no ser que… ¿Tienes chuches?-
pregunta Paola, con una sonrisa de suficiencia.
−No. Pero hay chocolate, y vamos a hacer
palomitas.
Definitivamente, aunque sea más pequeña que
ella, Pilar sabe ser convincente cuando quiere. Paola
sonríe. Tampoco tiene nada mejor que hacer.
Clara mastica ruidosamente las palomitas.
– ¿Quieres hacer menos ruido? –pregunta su
hermana retóricamente.
La pequeña lo intenta, sin demasiado éxito, y
Pilar suspira.
Sinceramente, a Paola no le interesa
demasiado. Cuando han empezado a ver el cuarto
capítulo, su mente se ha quedado totalmente en blanco
y, a partir de la tercera bolsa de palomitas, ha decidido
que no le apetece comer más. A pesar de eso, la
misteriosa fuerza que rodea la casa la hace meter la
mano una y otra vez en el bol en el que está el
aperitivo, para metérselo después en la boca y repetir
ese movimiento de forma mecánica, sin ser apenas
consciente. Acerca la mano de nuevo, pero esta vez
palpa el fondo del bote. Está vacío.
–No quedan más bolsas de palomitas –dice
Pilar, sacudiendo la cabeza.
–Da igual. De todas formas, no quería más –
contesta Paola.
Entonces, mira el reloj de su móvil. Tan sólo por
curiosidad.
– ¡Vaya! ¿Tan tarde es? –exclama, al ver con
algo de asombro que ya son las nueve. Vuelve a
guardarse el móvil en el bolsillo, y camina hacia la
entrada. Antes de salir, le pasa una mano sobre la
28
cabeza a Pilar, revolviéndole el pelo–. Venga, nos
vemos, enanas.
Y se marcha de esa casa de locos. Con la
sensación de que todo lo que ha pasado antes de
haber llegado allí, especialmente el encuentro de esa
mañana con Marcos, le resulta irreal y lejano, casi como
si hubiese sucedido siglos atrás.
Al llegar a mitad de camino, comienza a tener la
sensación de que alguien le está vigilando. Imposible,
piensa. A pesar de eso, no puede evitar mirar alrededor.
Solo para comprobar… ¿Para comprobar qué? Al fin y
al cabo, la calle debería está llena de gente que sale a
esas horas. Sin embargo, precisamente por eso resulta
extraño que al darse la vuelta pueda verificar que no
hay nadie excepto ella.
Se repite a sí misma que tantas horas a
oscuras viendo la televisión la han vuelto paranoica. O
quizás sea tan solo la sensación de haber olvidado
algo, y la frustración de no lograr recordar qué es.
Cuando se da la vuelta, logra recordarlo, pero
no le apetece volver atrás a por ello…
Oh, no, su bolso. ¡Otra vez no!
–La noción del tiempo es muy distinta a ambos
lados de la línea, en ambos mundos –musita una voz,
con suavidad. Una figura se alza amenazadora en toda
su estatura–. Quiero una respuesta ya, y como esa
respuesta no me satisfaga, vas a desear no haber
nacido, aunque, por supuesto, tus deseos, al contrario
de los míos, no tengan ningún valor.
–No hará falta, señor – musita el otro hombre,
que permanece arrodillado, mientras le entrega una
29
pequeña caja blanca como si completase algún antiguo
y sagrado ritual.
El hombre la abre con sus ojos verdes brillando
con fuerza y, sin dar siquiera las gracias, se desvanece
en el aire con una sonrisa satisfecha.
30
Capítulo 3: Un perfecto
desconocido.
Paola nota como su conciencia aflora,
intentando vencer al sueño. Se estira, aún con los ojos
cerrados sin llegar a sentirse con las fuerzas suficientes
como para abrirlos. Se remueve entre las sábanas,
vuelve su rostro hacia la almohada. Aspira con placer el
olor a suavizante. Se estira lo máximo que puede,
siendo consciente de que la luz del sol calienta su
rostro sin llegar a resultar desagradable.
Luego, lenta, muy lentamente, entreabre sus
ojos color miel y los clava en el techo, para cerrarlos
nuevamente al cabo de un par de segundos. Durante
un tiempo que no sabe calcular, permanece en ese
estado, entre el sosiego que le produce ese instante y
la leve agitación que le produce saber que ese
momento tendrá que terminar en breve. Duda entre
levantarse o permanecer así un rato más, pero ese
simple pensamiento logra desvanecer la calma
momentánea, y el simple hecho de abrir los ojos
consigue que se sienta más espabilada.
Paola se incorpora al fin, y bosteza
ruidosamente. Se mira al espejo de cuerpo entero que
tiene colgado frente a la puerta, aunque, tal y como
imaginaba, la imagen que este le devuelve no es en
absoluto la que le gustaría tener. Contempla su rostro
pálido que resalta las ojeras moradas que luce bajo sus
ojos, y el aspecto desaliñado que presenta, vestida, tal
y como hace cuando se encierra en su cuarto las
noches que debe luchar contra el calor, con una simple
camiseta y unas bragas blancas por toda parte inferior.
Al menos, piensa con un suspiro, su pelo sigue más o
menos intacto, que no es poco.
31
Antes de salir, coge unos pantalones cortos de
pijama que hay sobre el respaldo de su silla, y se los
pone. Aunque a ella misma le parezca mentira, tiene
que admitir que el intenso calor de principios de
septiembre es más soportable por las mañanas que por
las noches. Sale de su cuarto, llegando a la cocina,
sobre cuya mesa hay una nota:
>>Buenos días, dormilona. Cuando te
despiertes, tu padre y yo ya estaremos en el trabajo,
como siempre. Te he dejado la leche ya preparada en el
frigo. Desayuna bien, vístete y ve al supermercado un
segundo a comprar. Te he dejado el monedero y la lista
en la encimera de la entrada. Con cariño, mamá.
Paola arruga el papel y lo intenta encestar en la
papelera, pero cuando cae a unos centímetros de esta,
la joven se levanta de la silla en la que se había
sentado y lo mete en el interior, con un suspiro. Desde
luego, no tiene ganas en absoluto de ir a comprar. Aun
así, empapa tres magdalenas en la leche con Cola-cao
que, tal y como indica la nota, ya está preparada, y
luego se pone un vestido blanco, con pocos adornos,
cómodo y, sobre todo, fresco.
Cuando va por la mitad de camino, se para y se
gira hacia todos los lados. Vuelve a tener la sensación
de que alguien le vigila, como le sucede tan a menudo
últimamente. Con un mal presentimiento, revisa sus
bolsillos, temiendo haber confundido nuevamente el
sentirse vigilada con el haber olvidado algo, como
efectivamente sucede. Mierda, la lista. Pero le da
demasiada pereza volver. Abre el monedero, y extrae
un papel doblado, con los bordes ligeramente
arrugados. Lee con atención la letra de su madre. Por
suerte, la mujer es previsora, y sabe lo despistada que
es mejor que ella misma incluso.
32
Un joven camina por la calle, intentando
mantenerse a una distancia prudencial de la chica que
va delante de él, aunque procurando no perderla de
vista. Lo cual no es muy complicado, teniendo en
cuenta que, debido al calor, las calles están totalmente
desiertas.
Él suspira. La camiseta de color negro, que
tanto resalta sus músculos bastantes desarrollados
para sus casi diecisiete años de edad, se le pega a la
piel, haciéndole sudar, y los pantalones vaqueros largos
tampoco ayudan mucho. El joven observa desde detrás
de sus gafas de sol como ella camina hacia el
supermercado. Perfecto, justo la ocasión que esperaba.
Pero no debe entrar. Así que, intentando
alejarse de la tentación que supone para él el frescor
que emana el edificio, deja que ella cruce el paso de
cebra, y espera en la acera de enfrente,
resguardándose del calor que atiza incansablemente
bajo la sombra de un árbol.
Paola espera frente a la puerta automática, que
continúa abierta. Aun así, el calor no puede llegar hasta
el interior del supermercado debido al aire
acondicionado. No se decide a salir. A pesar de ello,
recordando que los helados se van a descongelar,
agarra las bolsas que ha depositado minutos antes en
el suelo y sale, exponiéndose al bochornoso día. Se
esfuerza por no doblarse ante el esfuerzo de cargar con
las bolsas. Tomate frito, huevos, salchichas, jamón york,
queso, un par de botellas de refresco de un litro cada
una. Eso es lo que lleva en tres de las cinco bolsas. Lo
que, en teoría, debería llevar. Pero a eso se le debe
añadir las dos cajas de polos, los roscos, las galletas de
chocolate, los cereales y los chicles que completan las
otras dos. Al fin y al cabo, si ha sido ella quien ha ido a
33
comprar debe poder permitirse algún capricho, piensa
siempre. Pero ahora, cargada con tanto peso, no le
parece tan buena idea.
Su mente deja de pensar en el calor y en el
peso en cuanto le ve. Se le acelera el corazón cuando
es consciente de que para ir a su casa debe pasar por
delante de él. Le parece que el chico levanta la mirada
y sonríe con unos dientes blanquísimos, pero no puede
estar segura de lo primero debido a las gafas de sol
que tapan sus ojos.
Paola intenta pensar con tranquilidad, y lo
consigue hasta el momento en el que sus pasos le
llevan hasta él. Le da la sensación de que el tiempo
transcurre más lento, y puede observar como un
repentino viento agita su pelo castaño claro, casi rubio,
que ocultaría sus ojos de no llevar esas gafas de sol
que le aportan un aire todavía más atractivo.
Él no le había visto nunca la cara, así que,
cuando pasa por delante, el joven la estudia atenta pero
discretamente desde detrás de las gafas de sol. Pelo
castaño oscuro, fino. Una nariz pequeña y respingona.
Unos labios delgados, que se tuercen en una ligera
sonrisa. Y, sobre todo, esos ojos almendrados, del color
de la miel. El chico se siente atrapado en ellos.
Consigue desviar la mirada. ¿Esa es ella? Debe
admitir que es algo mona, pero quizás hubiese
esperado otra cosa. Le falta algo, quizás le parece
demasiado pálida. Carraspea levemente, y el color rojo
asciende hasta las mejillas de Paola, que,
avergonzada, desvía la mirada.
Él ensancha su sonrisa, aunque lo hace de
mala gana, pues hubiese podido estar observando esos
ojos todo el tiempo del mundo. Aun así, debe admitir
34
que cuando se sonroja está todavía más guapa. Desde
luego, en ese momento le parece que no le falta nada.
La chica acelera el paso, y cuando se ha
alejado unos pasos, él lo sabe instintivamente. Es el
momento.
Paola continúa observándole, lo que supone
que es apenas unos segundo, pero el carraspeo del
chico le advierte que estaba equivocada respecto a la
noción del tiempo. Ella nota como sus mejillas arden,
atrapada por la vergüenza que le produce saber que ha
sido pillada mientras le observaba de forma indiscreta.
Aunque otra parte de ella misma le susurra… No, más
bien le grita que siga mirándole…
Paola decide hacer caso a la poca sensatez
que tiene, y acelera el paso. Cuando lo deja atrás,
siente la irremediable tentación de volver a mirar a ese
chico, por última vez. Intentando tomar una decisión,
cuenta hasta tres en su mente. Una… Dos y…
– ¡Perdona! –dice entonces una voz masculina
a su espalda. Paola sabe inmediatamente a quién
pertenece. No sabe de dónde sale esa totalmente
infundida seguridad, quizás porque le ha sonado como
la típica voz de un actor de cine–. ¡Eh! ¡Preciosa! –
Definitivamente, eso no va para ella, piensa–. ¡La del
vestido blanco!
Al oír esto, Paola se gira lentamente, esperando
verle reírse en algún momento por la ingenuidad de ella
al pensar que ese chico tan increíblemente guapo
pueda estar hablándole. Pero en lugar de eso, él se ha
acercado un par de pasos, y le sonríe con una sonrisa
cegadora.
–Esas bolsas parecen pesar… ¿Quieres que te
ayude? –pregunta, sin dejar de sonreír.
35
Paola, se queda unos segundos en silencio,
bastante sorprendida. Es demasiado perfecto para ser
verdad. Durante unos segundos sopesa sus opciones.
Decir que no, aunque eso no tendría mucho sentido…
O aceptar, aprovechar esa oportunidad de conocerlo y,
a un mismo tiempo, no tener que cargar con tanto
peso. Y si él se ríe y le dice que todo era una broma,
asimilarlo. Si en ese momento tiene que despertar del
maravilloso sueño en el que está viviendo, hacerlo.
Así que, entre balbuceos, solo logra musitar un:
“Bueno”. Le tiende dos de las bolsas, y, al cogerlas, sus
manos se rozan durante unos instantes. Paola siente
un escalofrío, a pesar del caluroso día. La piel de él
está ardiendo.
Ella se fija entonces en los músculos del joven,
que, algo tensos, sostienen las bolsas como si apenas
pesasen. Después, reemprende el camino de regreso.
Pero esta vez, le acompaña un perfecto desconocido,
hablando despreocupadamente como si la conociese
de toda la vida.
El chico nota como, al contacto de sus pieles,
ella se estremece. Para él el frescor que desprende la
piel de la chica supone un momentáneo alivio. En ese
momento, ella le parece incluso más frágil. Aun así, y
con algo de miedo por romper esa fina capa de
delicadeza que envuelve a la joven, comienza a
bombardear preguntas, un poco sobre todo. Sobre su
familia, sobre sus amigos, sobre sus gustos; comida y
bebida favorita, deporte preferido, pasatiempo
predilecto…
En su mente, un objetivo que no estaba previsto
se acaba de plantear con claridad. Quiere conocerla.
Necesita conocerla.
36
Paola contesta a las preguntas con respuestas
breves y concisas. No es que no quiera hablar con él.
Todo lo contrario. Es, simplemente, que aún se
encuentra demasiado atónita como para poder
reaccionar de otra forma.
Cuando ya están enfrente de su casa, ella saca
su móvil para poder comprobar la hora. Es demasiado
temprano como para que sus padres hayan llegado y,
de todas formas, no ve el coche aparcado por ningún
sitio.
–Aquí es –indica ella, dudando entre dejarle
entrar o no. Le mira de arriba abajo nuevamente. No
tiene pinta de ser una persona problemática y, de
cualquier forma, le ha ayudado a cargar con las bolsas
durante todo el trayecto. Finalmente, se decide y,
titubeando, murmura–: ¿Quieres entrar y tomar algo
fresco?
–No… muchas gracias. Tengo cosas que hacer
–contesta él, con fingido pesar, intentando usar sus
cartas de la mejor forma posible. Parece dudar unos
segundos entre decir algo o no, abriendo y cerrando
varias veces la boca, aunque, en el fondo, sabe que
finalmente lo dirá. Y así es–: Pero… ¿puedes hacerme
un favor?
–Supongo… Bueno, si está en mi mano, claro –
contesta ella. “¿Un favor?”, se pregunta en su mente
varias veces. ¿Qué puede querer?
–Déjame que te invite a tomar algo mañana –
responde el otro, y sonríe.
Paola parpadea con fuerza. Cierto, eso parece
un favor. ¿Pero para quién? Sin embargo, en lugar de
aceptar inmediatamente como le gustaría hacer en
realidad, pregunta, entre balbuceos:
– ¿Por qué?
37
– ¿Por qué… qué?- pregunta él a su vez, con
una mueca burlona en su rostro.
–No sé… No todos los días un completo
desconocido se ofrece a cargar con veinte kilos de
bolsa, para luego ofrecerme, diciéndome que le hago
un favor, que le dejes gastar su dinero en invitarte a
tomar algo. ¿A ti sí que te parece normal? –contesta
Paola, observando con curiosidad la expresión de él,
pensativa.
Y menos si el desconocido es tan guapo,
piensa. Sin embargo, no tiene intención de decir eso.
–Dicho así, sí que suena un poco…
desconcertante… –responde él, sin inmutar su sonrisa–
. Pero plantéatelo de la siguiente manera: ¿ya no soy el
simpático transeúnte que te ayuda a llevar las bolsas?
¿Ahora me he quedado, simplemente, en un…
completo desconocido?
Ella se sonroja un poco, lo que hace que el
chico ensanche más su sonrisa. Intenta protestar con
un “no quería decir eso…”, pero las palabras tan sólo se
proyectan en su mente, sin llegar a salir de sus labios.
Al fin, tras varios intentos, consigue que una sola
palabra salga de su boca:
–No...
–Me llamo Gerardo, encantado –le interrumpe
él, que parece bastante satisfecho ante la mueca
incrédula de la chica−. Y ahora que no soy un
“completo desconocido”… ¿Qué te parece? ¿Me dejas
invitarte mañana a tomar algo?
Ella lo piensa unos instantes. No tiene ningún
plan y, sin embargo, todo se le sigue antojando muy
extraño, por mucho que la sonrisa franca del chico
desarme cada dos segundos esos pensamientos.
–Bueno… vale −responde Paola, contagiada
por su sonrisa–. Pero no pienso dejar que me invites.
38
Él sonríe, pareciendo ocultar algo en cada
gesto, y, sin embargo, no replica a la sugerencia de la
chica.
– ¿Te viene bien a las doce, enfrente del
supermercado?
–Perfecto- contesta ella.
Cierran el pacto tendiendo cada uno su mano
libre. Ella vuelve a sentir la piel ardiente de Gerardo
rozando la suya, pero en esta ocasión, además, puede
sentir la dureza de su mano y, al mismo tiempo, el
cuidado del joven a la hora de agarrar la suya, como si
temiese que se fuese a romper en mil pedazos.
– ¡Hasta mañana! –se despide él, mientras se
aleja.
Ella le ve hacerlo, y nota como los engranajes
de su cerebro giran, volviéndolo a hacer reaccionar.
Entonces es cuando grita:
– ¡Por cierto! ¡Me llamo Paola!
Él no se da la vuelta, pero la chica, sin saber
qué extraña intuición le lleva a creerlo, sabe que le ha
oído.
Paola… Un nombre bonito. Le pega.
Paola corre hacia su cuarto. Se encuentra
extrañamente tranquila, quizás esa especie de calma
que embotella los sentidos cuando perciben
demasiadas cosas. Esa especie de sosiego que
modera la felicidad y la reparte en dosis, pequeñas,
más soportables para un corazón humano.
Guiada por no sabe qué extraño impulso, abre y
cierra los cajones de su escritorio a gran velocidad,
intentando encontrar algo en lo que centrar su mente.
Lo localiza cuando se ve a sí misma reflejada en el
espejo con dos llaves en su mano. “Muy bien”, piensa
39
para sí misma, “juguemos aquí mismo a la búsqueda
del tesoro”. No sabe cuánta razón tiene en este
pensamiento. Pronto, tras revolver entre cientos de
cajones que no ha abierto en años, halla el más valioso
de los tesoros: sus recuerdos.
Paola sostiene con cuidado, casi con
admiración, el diario de portada celeste al que le ha
tenido que quitar el polvo. Agarra suavemente las llaves
entre sus dedos, creyendo que las puede aplastar con
tan solo un gesto al verlas tan pequeñas, y, lentamente,
introduce una de ellas en el candado, y la hace girar.
Con un metálico “clic”, Paola quita el candado y lo abre
por la primera página, emocionada sin saber por qué.
Las letras son grandes, redondeadas, infantiles,
no se parecen en absoluto a las suyas en la actualidad.
Quién iba a pensar que con quince años le iba a dar por
desenterrar tantos recuerdos ya empolvado.
Lee la fecha escrita en la parte superior: 26/11.
No pone ningún año. Aun así, sabe que debe ser de
hace cinco años, aproximadamente. Lentamente,
comienza a leer las palabras…
>>Querido Diario; esta mañana me he
levantado con ganas de escribir, y he pensado. “Pues
voy a ver cómo va el candado”. Esta es la primera vez
(que yo recuerde) que tengo ganas de terminar un
diario y no abandonarlo, escribiendo (si me es posible)
día a día, por lo que no sé dónde esconder las llaves
para que nadie las encuentre. Ahora tengo que hacer
los deberes, así que luego seguiré escribiendo.
>>PD: El candado funciona perfectamente.
“¿Qué demonios es eso?”, se pregunta Paola,
observando un dibujo que hay al final de la página.
Luego, se responde a sí misma “Vale… Es un patético
40
intento de dibujar la llave y el candado”. ¿Y se supone
que dibujaba bien? Bueno, de pequeña se le daba
mejor que al resto de la gente de su edad, pero hace
tanto tiempo que lo abandonó ya… Se pregunta cómo
pueden acudir tantas preguntas a su mente con tan solo
leer eso, y se sorprende por la forma en que insulta a la
Paola de hace varios años.
Se dispone a seguir leyendo la siguiente
página, con la fecha del 27/11…
>>Querido diario: ayer no pude escribir.
− ¡Ya estamos en casa! −escucha la voz de su
madre.
Cierra el diario y coloca el candado a toda
velocidad. ¿Dónde esconderlo? ¿En los cajones?
Demasiado fácil.
Nota pasos que se acercan a su cuarto y,
finalmente, sin ser apenas consciente, lo coloca bajo su
colchón.
Cuando su madre abre la puerta, Paola está
sentada en la silla que hay frente a su escritorio,
haciéndola girar sin parar mientras sostiene un libro
entre sus manos.
–Buenos días –le dice su madre, mientras le da
un beso–. ¿Qué tal la mañana?
–Muy aburrida –responde ella, indiferente.
–Veo que has hecho la compra, pero la próxima
vez haz la gracia completa y guarda las cosas en su
sitio en lugar de dejar las bolsas por ahí en medio. –
Paola se encoge de hombros, sin moverse apenas–. No
creo que los helados estén muy buenos derretidos.
Esta frase sí que hace reaccionar a Paola, que
se levanta.
41
–Tranquila, ya me he ocupado yo –añade su
madre, mientras sale del cuarto–. Lávate las manos,
enseguida está la comida.
Paola suspira, pensando nuevamente en esa
forma tan impulsiva en la que ha escondido su diario,
preguntándose por qué lo ha hecho exactamente. Se lo
plantea unos segundos. Vale que todo eso sean cosas
que haya escrito siendo tan solo una enana, pero, aun
así, o puede que precisamente por eso, no piensa dejar
que nadie lo lea.
Por suerte, a su madre no se le ha ocurrido
fijarse en el libro que lleva en las manos. Ha cogido el
primero que ha pillado, que, casualmente, es uno que
su prima Clara dejó olvidado un día en su casa.
Mentalmente, agradece a su madre que sea tan poco
observadora.
Paola intuye que ni su madre ni nadie se
hubiese creído que estaba leyendo “Los tres cerditos”.
42
Capítulo 4: Si las miradas matasen.
– ¡Es para ti! –oye Paola gritar a su madre.
Corre por el pasillo y le arranca el teléfono de
las manos. Luego, vuelve andando a su cuarto.
– ¿Sí? –pregunta.
–No –le contestan al otro lado del teléfono con
voz grave.
– ¿Quién es? –pregunta, aunque ya conoce la
respuesta.
–El chico de tus sueños –contesta Marcos,
recuperando su voz habitual, aunque añadiendo un
tonito sugerente a su respuesta.
– ¡Quién va a ser…! –responde ella, suspirando
teatralmente como si la llamada le disgustase
realmente.
–Exacto. ¿Quién te va a llamar a ti, si no sabes
lo que es la vida social? –contesta Marcos. Paola se lo
imagina sonreír al otro lado del teléfono, sobre todo
cuando añade–: Pero claro, por suerte para ti existe
gente caritativa como yo, que se preocupa por los
pobres desfavorecidos que…
–Idiota –abrevia ella, también sonriendo.
–Aprendo de la maestra −contesta el chico,
dejando entrever ironía en sus palabras.
–Si quieres aprender a ser idiota, harías bien
hablando contigo frente al espejo una hora al día –
responde Paola, perspicaz.
–Vale, por esta vez has ganado. Pero esto se
queda así solo por ahora, únicamente porque no he
llamado para ver quién es el rey, en este caso la reina,
de los idiotas –contesta Marcos, burlón–. Esta tarde
quedamos todos a dar una vuelta, ¿vienes?
– ¡Claro! –responde ella.
43
–Pues ya sabes que la discusión queda
aplazada hasta luego. Que quede claro que no has
ganado –dice él–. Seguimos a las cinco, en el parque.
No intentes huir y no llegues tarde.
– ¿Huir, de ti? Más quisieras. Pero tranquilo,
que iré aunque sea solo porque hagas el ridículo un
rato –dice ella, y cuelga, sin esperar más respuesta,
sabiendo que de esperarla la conversación podría
prolongarse durante horas.
Rememora toda la conversación. El día anterior
había comenzado a temer, a juzgar por el
comportamiento de su amigo, que el alejamiento
hubiese cambiado las cosas para siempre entre ellos,
pero, al parecer, no ha sido así. Su amigo sigue siendo
un cabeza de chorlito. Paola sonríe con satisfacción.
Por primera vez se le ocurre mirar el reloj.
“Mierda. Seguro que le gusta verme llegar tarde”,
piensa. Por primera vez, se pregunta a sí misma si
realmente Marcos le avisa siempre aposta con el
tiempo justo, para luego regodearse y burlarse de ella.
Como siempre.
Quizás intentando infundirse ánimos ante lo que
considera una misión imposible, se dice a sí misma:
“Esta vez no”.
“Esta vez sí”, piensa la persona que, todavía
desconcertada, sostiene el auricular desde el otro lado.
Y, con ese pensamiento optimista, se despide sin
palabras. Para él, no hacen falta palabras siempre que
se pueda dar un estruendoso portazo.
– ¡Sólo me he retrasado un minuto! –grita
Paola, a la defensiva.
– ¡Pero admites que te has retrasado! –
responde Marcos.
44
– ¡Por tu culpa!
– ¿Es mi culpa que necesites estar media hora
arreglándote?
– ¡Lo que sí que es tu culpa es esa estúpida
manía de llamarme cinco minutos antes de la hora
prevista!
– ¡Ha sido cuándo me he enterado!
– ¡Sí, claro! ¡Seguro que has estado toda la
mañana planeando esto con tu maquiavélica mente,
esa que habitualmente solo sirve para criar gusanos! –
contesta ella, con descaro. Luego, su voz se dulcifica
un poco, sin retirar esa sonrisa pícara–. De todas
formas, ¿por qué insistir tanto en que tienes razón?
¡Tampoco ganas nada!
– ¿Quién te ha dicho que no? –pregunta él
entonces, sonriendo también–. Por esta victoria te iba a
pedir ese helado que llevas en la mano.
Ambos están sentados en un banco en el
centro comercial. Lo que Paola no sabía antes de
llegar, era que cuando Marcos decía “todos” no hablaba
de cinco o seis personas, sino que se refería realmente
a “todos”. Un grupo de doce personas sin contar con
ellos dos, en el que Marcos y ella se han colocado
detrás, un poco alejados, con la intención de ponerse al
día. Y lo que más exaspera a la chica es que, las veces
que ha mencionado a su amigo el por qué no ha
concretado a que se refería con ese “todos”, él se ha
limitado simplemente a encogerse de hombros.
En ese instante, allí solo están ellos dos puesto
que algunos han ido a comprar pizza, y otros a ver
tiendas. Marcos y Paola han decidido quedarse,
comiéndose cada uno un helado, que Marcos ha
pagado como si se tratase de una disculpa material de
todo lo que ha pasado.
45
– ¡Ni de coña! ¡No es mi culpa si te has comido
el tuyo en dos minutos! –contesta ella.
–Ya, pero sigo teniendo hambre –contesta él.
– ¿Y te crees que te voy a dar mi helado para
saciar ese agujero negro que es tu estómago? –
pregunta Paola entonces.
–No, no lo creo. ¡Lo sé! –Y, diciendo esto, le
pega un lametón a una de las dos bolas de helado, la
de chocolate, que hay sobre el cucurucho que Paola
tiene en la mano.
– ¡¿Qué te crees que estás haciendo?! –
pregunta Paola, fingiendo escandalizarse con una
expresión bastante cómica.
“Al menos me queda la vainilla”, piensa. Y,
como si hubiese leído su mente, Marcos desliza la
lengua de nuevo sobre el helado, esta vez sobre la bola
de vainilla.
– ¿Yo? ¡Nada! Sigue comiendo tranquilamente
–contesta él.
– ¡Idiota! ¿Te crees que me voy a comer eso? –
pregunta ella retóricamente, fingiendo asco mientras
sostiene el cucurucho con el brazo muy estirado.
– ¡Ah! ¿No te lo vas a comer? ¡Pues dámelo a
mí! –responde el chico, seguro de haber ganado esa
vez la continua batalla dialéctica que mantienen
constantemente.
Ella, por toda respuesta, se levanta y se acerca
a la papelera más cercana, sujetando teatralmente el
cucurucho sobre la apertura. Luego, despega uno a uno
los dedos y lo deja caer dentro y, tras eso, vuelve a su
sitio.
– ¡No me has dejado ni despedirme! –berrea
Marcos.
–Gordo asqueroso –replica ella, sonriente−.
Algún día te pondré a dieta.
46
Luego finge ofenderse, y él deja de sonreír
sustituyéndolo por una expresión arrepentida, mientras
le pasa el brazo sobre los hombros.
–Venga, en serio. Te lo había comprado para
que me perdonaras. Si quieres te compro otro, ¿vale? –
le ofrece, con cara del que no ha roto un plato en su
vida.
–No, lo siento, creo que me han dado ganas de
vomitar al ver lo cerdo que eres –contesta Paola,
haciéndole sonreír de nuevo.
–Realmente… Yo quería que hablásemos de
algo… –contesta él, carraspeando levemente.
–Oh, no –murmura ella teatralmente.
– ¿Y eso? ¡No sabes ni lo que voy a decirte! –
se queja Marcos.
–Intuición femenina –contesta Paola.
Y vuelve a sonreír, puesto que con su mejor
amigo aquello le resulta bastante fácil. Él la contempla
con seriedad, y traga saliva. Ahora o nunca.
–Yo, lo que quería decirte es que…– “te quiero”.
No debería ser tan difícil. Pero aun así, lo es. Porque
para él es algo importante, dos palabras que no se
pueden ofrecer y retirar por simple apetencia. Porque…
Aún siente clavada la mirada anhelante de Paola,
esperando que él termine la frase. Pero no se siente
capaz de decirlo–. ¿Quién es ese que te acompañaba
esta mañana?
–Ah –las mejillas de ella se encienden–. En
realidad, lo acababa de conocer. Se ofreció a ayudarme
con las bolsas.
– ¿Así… sin más?
–Pues… sí –responde Paola–. Aunque a mí
también me parece extraño.
–Invítale algún día a que venga con nosotros.
Ya verás, será divertido – le anima él. Así, de cualquier
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forma, tendrá fichado a ese tipo. Después, con
premeditado interés, indaga–: ¿Y vas a verle de nuevo?
–Mañana. He quedado con él –responde Paola.
Y a pesar de que sabe que su rostro está ardiendo,
intenta sin éxito que sus labios no se curven en una
sonrisa inconsciente. Luego, intenta cambiar de tema
con una pregunta, mientras intenta que no se le escape
una carcajada–: ¡Oye! ¿Y tú como sabes con quién
voy?
–Eh…
–Admítelo, ¡me has seguido! –ella se ríe,
encantada ante la idea de haberle dado la vuelta a la
situación con tanta facilidad.
– ¡No! Tan solo iba por la calle y os vi –contesta
él, con franqueza.
Bueno, en realidad prestó más atención de lo
que debería. Y en realidad suele rondar cerca de su
casa cuando le apetece dar un paseo y despejarse.
Pero nunca admitiría eso delante de ella.
–Ya – contesta ella, con tono sarcástico.
–En serio. Simplemente, me llamó la atención.
–Luego, afina la voz para hacer una imitación mala de
Paola–: ¡Ha sido la intuición masculina!
– ¿Intuición masculina? ¿Acaso eso existe? –
pregunta Paola, riéndose ante la respuesta de su mejor
amigo.
–Sí. Está aquí dentro… −contesta Marcos,
mientras se frota las sienes, arrastrando cómicamente
las palabras.
– ¿Hay algo ahí dentro que no sea un
cementerio de neuronas muertas? –pregunta ella,
fingiendo asombrarse.
– ¡Un cerebro más grande que el que hay
dentro de esa bola hueca que tienes tú por cabeza! –
contesta Marcos, triunfal.
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– ¿Y qué hace ese enorme y privilegiado
cerebro durante todo el día? ¿Dormir? ¿O quizás está
de vacaciones desde el día que naciste? ¿Puede que
se jubilase? –Contrataca Paola–. Dime, mente
privilegiada ¿en qué está pensando ahora mismo?
Realmente, ella se lo ha puesto muy fácil sin ni
siquiera quererlo. Tan sólo pronunciar esa frase que tan
oportunamente ha acudido a su cabeza y observar su
reacción cruzando los dedos… Si es que esta vez es
capaz de hablar con claridad.
–Sólo está ocupado en pensar en una cosa…–
murmura con lentitud, sintiendo la boca seca y ardiente
de pronto. De pronto, lamenta haberse terminado su
helado. Buscando el final de la frase inacabada, sus
labios se mueven en un sordo susurro–: En ti.
Y, mientras que lo dice, casi se arrepiente de
haberlo hecho.
Paola nota como el corazón le late
aceleradamente, amenazando con salírsele del pecho,
cuando ve como el rostro de él se acerca, lenta,
inexorablemente. Ella permanece inmóvil, incapaz de
asimilar todavía esas palabras que considera un
producto de su imaginación.
– ¡Paola! –grita entonces una voz, parecida a la
de un actor.
La magia del momento se desvanece entonces,
pero cuando ella se vuelve hacia el lugar de donde
proviene la voz, ve una de sus fantasías que parece
haberse hecho realidad, y camina hacia ella en ese
instante. Camisa negra, vaqueros largos, gafas de sol.
Justo como esa mañana.
–Qué casualidad haberte encontrado por aquí –
le saluda, con esa voz tan perfecta. Luego, mira a
Marcos de arriba abajo, como si estuviese
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evaluándolo–. ¿Quién es este? ¿Acaso he interrumpido
un momento de tortolitos?
– ¡Qué va! Es un amigo −responde ella. Mira a
ambos alternativamente−. Gerardo, este Marcos.
Marcos, este es Gerardo.
– ¿Qué te importa a ti quién soy o dejo de ser?
–interviene Marcos, malhumorado.
–No sé, estabais tan acaramelados que me
daba miedo interrumpir algo… –dice Gerardo,
sonriendo–. Aunque por lo visto, al único al que he
interrumpido es a ti.
“¿Interrumpir el qué?”. Paola no comprende qué
quiere decir con eso pero, al parecer, Marcos sí que lo
ha entendido. Se levanta con brusquedad y se sacude
la mano de Paola que, puesta en su hombro, le pide
que se siente en una silenciosa súplica. Marcos se
coloca frente a Gerardo, y, en tan solo unos segundos,
a pesar de que el chico de las gafas mantiene una
sonrisa y una expresión relajada, la tensión se
comienza a acumular haciéndose casi palpable. El
tiempo parece detenerse cuando Marcos se coloca en
una posición desafiante, mirando al otro chico como si
pudiesen matarse mutuamente con tan sólo desearlo.
Gerardo tiene algo de ventaja pues, aparte de sacar
casi una cabeza a Marcos, tanto las gafas de sol como
su musculatura le proporciona un aspecto más
intimidante. Y, a pesar de ello, en los ojos del chico
moreno parece haber un brillo que grita en silencio:
“¡Eh! ¡No te tengo miedo! ¡Acércate, si tienes narices!”
– ¡Eh, Marcos! –grita entonces alguien a la
espalda de Paola.
Los tres se vuelven. Al fin, el resto de la pandilla
ha vuelto. Cuatro de los chicos, los más bravucones,
envalentonados por la presencia de los demás, se
adelantan y se colocan a ambos lados de Marcos.
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– ¿Quién es este tío? –pregunta unos de los
recién llegados, con descaro.
–Es un amigo de Paola –contesta Marcos,
pronunciando cada palabra con lentitud, como si las
mascase antes de escupirlas.
–Gracias, pero puedo hablar yo solito. Me
enseñaron en el parvulario y no he dejado de hacerlo
desde entonces –interrumpe Gerardo, con tono burlón y
desesperante al mismo tiempo–. Me llamo Gerardo y sí,
soy un amigo de Paola.
Uno de los tres chicos que están junto a Marcos
suelta un bufido ante la respuesta de Gerardo. Paola
intenta tranquilizar a todos, aunque Gerardo parece
inmutable:
– ¿Quieres venir con nosotros? –pregunta la
chica, aunque siente las miradas de los demás
clavadas en su nuca.
–No, gracias. Tengo que irme ya. Además, el
ambiente parece estar...caldeado. Y no quiero
problemas –responde Gerardo, con calma–. Mañana
nos vemos.
Y, tras guiñarle un ojo a Paola, se pierde entre
la multitud, tan silenciosamente como ha aparecido.
– ¿Ha pasado algo? Vimos como ese tío se te
acercaba y nos acercamos en cuanto vimos que la cosa
se ponía fea –dice uno de los chicos de la pandilla.
–Sí, todo bien. Gracias. Solo soltó un
comentario que no me hizo mucha gracia –responde
Marcos con frialdad, y, después de eso, se sume en un
silencio indiferente, del que no sale apenas durante el
resto de la tarde.
Continúan dando vueltas por el centro
comercial, esta vez todos juntos, pero las
conversaciones ya no surgen con naturalidad, y la
mayor parte de los componentes del grupo parecen
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distraídos. Paola, que camina junto a Marcos, escucha
en silencio las preguntas de uno de los chicos le
formula:
− ¿Le conoces de antes?
−Solo de oídas −responde él, lanzando una
significativa mirada a Paola.
− ¿Y de qué lo conoce Paola? −vuelve a
preguntar el chico.
−Hm… −gime Marcos.
− ¿No vas a responder?
− ¿Y por qué no se lo preguntas a ella?
−contesta Marcos con la voz cargada de algo que Paola
no logra identificar.
−Déjalo −contesta el chico, tras dirigir una fugaz
mirada a Paola.
Otro de los chicos se acerca a ellos.
− ¿De qué habláis?
−Del amigo de Paola −contesta el que ha
llegado primero.
−Me pregunto qué haría solo por allí.
− ¿Te crees que tiene pinta de estar muy
desvalido? Ese, si no tiene al menos un par de años
más que nosotros, lo disimula bien. Además… estaba
fuerte. Si hubiéramos acabado en algún tipo de pelea
con él, habríamos terminado mal…
Entonces, una nueva persona entra en la
conversación, cambiando su rumbo. Y, aunque el tema
ya esté zanjado, sigue presente en el aire, flotando
entre dudas que nadie va a formular. Y aunque Paola
sabe que nadie tiene intención de mencionarlo, todos le
miran de forma acusadora al recordar la última frase de
él: “¡Nos vemos mañana!”. Aun así, nadie lo dice.
Están demasiado ocupados desviando una
conversación que probablemente hubiese
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desembocado, conociendo a todas aquellas personas,
en un medidor de peligrosidad.
¿Es a ella a la única persona a la que no le
parece peligroso? Mira con atención los rostros de los
chicos, algunos indignados e incluso enfadados, y
después los de las chicas, que se agrupan tras ellos,
cuchicheando y lanzando breves carcajadas entre
murmullo y murmullo. A pesar de eso, hay tensión en la
conversación de ellas, pero también, en el fondo,
fascinación ante en los comentarios sobre ese chico
misterioso, con rostro de ángel y voz de actor.
Quizás ha planteado mal la situación, y él es
realmente peligroso… Peligrosamente perfecto.
–Perdona por lo de esta tarde. Ha hecho un
comentario para sacarme de mis casillas y yo... Bueno,
me he puesto muy nervioso. Él me pone nervioso –dice
Marcos.
Están frente a la casa de ella, y ambos se han
separado del grupo un poco antes; ella para no llegar a
casa tarde. Él, para acompañarla.
–No pasa nada. Pero dime, ¿no acababas de
decir que por qué no le invitaba algún día? ¿Qué te ha
hecho cambiar de opinión? –pregunta Paola, la cual ni
siquiera recuerda exactamente el motivo del casi
conflicto entre los dos chicos.
–No sé. Ha llegado como creyéndose el rey del
mundo, y al hablar se ha comportado como un imbécil
sin educación. Pero él... Dime la verdad. Te gusta, ¿no?
–pregunta Marcos.
−Puede. Creo que aún es pronto para pensar
en eso –responde ella.
−Pues, ¿sabes? Si ese idiota se atreve a
hacerte infeliz, va a tener que ir buscando otra cara.
Porque se la pienso romper.
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–Sabes perfectamente quién le partiría la cara a
quién –contesta Paola sonriente, interpretando las
palabras de su amigo como un nuevo intento de
sarcasmo.
–Sí, ya lo sé. Pero valdría la pena intentarlo.
Porque tú eres… –“la persona más importante de mi
vida desde el día que te conocí. En la que pienso al
levantarme, la que me hace sonreír. La que monopoliza
mis pensamientos. Porque a pesar de todo lo que ha
pasado, solo puedo pensar en estar contigo”- … mi
mejor amiga.
Ella sonríe.
–Relájate, ¿vale? Lo conozco de poco... Bueno,
ya te he contado. Pero, no sé por qué, intuyo que no
tiene malas intenciones. Lo sé –responde Paola–. Ya te
contaré mañana.
−Yo no he insinuado que tenga malas
intenciones. Sólo me resulta raro que…
Sin embargo ella, interrumpiendo sus palabras,
le abraza durante unos instantes, y, metiendo la llave en
la cerradura, la hace girar. Mientras camina hacia la
ducha, todo lo sucedido vuelve a su cabeza convertido
en imágenes. Se hace varias preguntas a la vez:
“¿Realmente no habrá problemas? ¿Y si he mentido a
Marcos? No, estoy segura de que no los habrá… A no
ser, que Marcos considere que sentir obsesión por
alguien es un problema”, y se sonríe a sí misma.
Mientras, alguien vuelve a su casa caminando
con paso lento y distraído. “¡Casi nos besamos! Si ese
idiota no hubiese interferido… ¡Me las va a pagar caro!
¿Pero quién se cree que es? Estropea ese momento
que probablemente acabase en ese maldito beso que
llevo años buscando, y encima de bromear sobre eso,
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consigue quedar bien ante Paola. Pues esto no va a
quedar así... La próxima vez, ese tío se va a enterar”.
Esa noche, hay otra persona vuelve a su casa,
en este caso circulando sobre su moto a toda
velocidad. “Por poco lo echo todo a perder. Solo porque
ella tiene su vida… ¿Por qué? Nunca me había pasado
nada igual… Tan sólo porque ese tío estaba a punto de
besarla… Pero he sido yo quién ha hablado. Sin darme
cuenta, de repente estaba discutiendo con él y... ¿Es
normal que esté tan confuso? Dormir, eso es lo que
necesito. Y mañana… Mañana, todo volverá a funcionar
bien dentro de mi mente.”