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LA BESTIA EN LA JUNGLA, Henry James. I Lo que originó la declaración que le sorprendiera durante su encuentro importa poco, quizás porque tan solo fueron algunas palabras dichas por él mismo sin ninguna intención, dichas mientras se entretenían dando una vuelta juntos después de comenzar a tratarse nuevamente. A él le habían llevado unos amigos, una o dos horas antes, a la casa donde estaba ella. El grupo de visitantes en la otra casa, al cual él pertenecía y gracias al cual, como siempre, había surgido su teoría de que estaba perdido en la multitud, había sido invitado a almorzar. Después de comer todos se dispersaron con la intención de conocer Weatherhead, y los estupendos objetos, cuadros, herencias, tesoros de todas las artes que hacían casi famoso el lugar; así como las magníficas estancias por donde tan numerosos invitados podían vagar a su antojo, descolgados del grupo principal y en casos en los que ellos tomaran tales asuntos con la máxima seriedad, abandonarse a misteriosas apreciaciones y medidas. Había personas dignas de ser observadas, solas o en parejas, inclinándose sobre objetos apartados en rincones lejanos, con las manos apoyadas en las rodillas y sacudiendo la cabeza con el mismo énfasis que hubieran puesto si algo les estuviera excitando el olfato. Cuando eran dos, o bien mezclaban sus murmullos de éxtasis o se fundían en un silencio de lo más significativo, de forma que a Marcher todo aquello le resultaba lo más parecido a un vistazo previo a una venta de objetos largamente anunciada, vistazo que o bien excita el sueño de la adquisición o lo extingue. El sueño de adquisición en Weatherend debía de ser intensísimo, tanto que el propio John Marcher, entre tales estímulos, se sentía a la vez desconcertado por

"La bestia en la jungla", de Henry James

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Traducción al español de "The beast in the jungle", de Henry James. (Rafael Daza)

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LA BESTIA EN LA JUNGLA, Henry James.

I

Lo que originó la declaración que le sorprendiera durante su encuentro importa poco, quizás porque tan solo fueron algunas palabras dichas por él mismo sin ninguna intención, dichas mientras se entretenían dando una vuelta juntos después de comenzar a tratarse nuevamente. A él le habían llevado unos amigos, una o dos horas antes, a la casa donde estaba ella. El grupo de visitantes en la otra casa, al cual él pertenecía y gracias al cual, como siempre, había surgido su teoría de que estaba perdido en la multitud, había sido invitado a almorzar. Después de comer todos se dispersaron con la intención de conocer Weatherhead, y los estupendos objetos, cuadros, herencias, tesoros de todas las artes que hacían casi famoso el lugar; así como las magníficas estancias por donde tan numerosos invitados podían vagar a su antojo, descolgados del grupo principal y en casos en los que ellos tomaran tales asuntos con la máxima seriedad, abandonarse a misteriosas apreciaciones y medidas. Había personas dignas de ser observadas, solas o en parejas, inclinándose sobre objetos apartados en rincones lejanos, con las manos apoyadas en las rodillas y sacudiendo la cabeza con el mismo énfasis que hubieran puesto si algo les estuviera excitando el olfato. Cuando eran dos, o bien mezclaban sus murmullos de éxtasis o se fundían en un silencio de lo más significativo, de forma que a Marcher todo aquello le resultaba lo más parecido a un vistazo previo a una venta de objetos largamente anunciada, vistazo que o bien excita el sueño de la adquisición o lo extingue. El sueño de adquisición en Weatherend debía de ser intensísimo, tanto que el propio John Marcher, entre tales estímulos, se sentía a la vez desconcertado por la presencia de los que conocía demasiado bien, y por aquello de lo que no sabía nada. Las magníficas habitaciones le producían tanto encanto y sugerencias que necesitó vagar en soledad, aunque de modo muy diferente al de algunos de sus compañeros, cuyos movimientos semejaban los de sabuesos husmeando una vitrina. Al final la situación tomó un sentido que no había sido previsto.

La situación condujo, durante aquella tarde de octubre, al encuentro más cercano de Marcher con May Bartram, cuyo rostro, al principio, mientras permanecían sentados en la gran mesa, muy separados, le evocaba vagamente algo, más que recordarle, y había comenzado por preocuparle de una manera bastante placentera. La visión de ese rostro le llegó como llegan las secuelas de algo cuyos orígenes se han perdido. Lo entendió como una continuación a la que de momento le daba la bienvenida, entre divertido e interesado, aunque no supiera qué era lo que, en realidad, continuaba, si bien era asimismo consciente, sin ningún signo por parte de ella que lo delatara, de que la joven no había perdido el rastro de esa continuación. No lo había perdido, pero tampoco le daría a él pista alguna sin algún esfuerzo por su parte. Él no solo notó esto, sino que percibió varias cosas más, cosas bastante singulares. En el momento que cierto

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movimiento del grupo les llevó a uno delante del otro él se dedicaba a monosear la sensación de que si en el pasado se habían relacionado, su relación había sido de escasa importancia. De todas formas no llegaba a entender por qué, si esto era cierto, tenía la impresión de que su contacto, en ese preciso momento, estaba tan cargado de significado. La respuesta provenía del hecho de que en unas vidas como las de ellos todo parecía guiarse por el concepto de tomar las cosas tal y como venían. Él estaba satisfecho, sin saber en absoluto por qué, de que la joven se hubiera conducido en la casa como si entre ellos solo hubiera una relación superficial, satisfecho también de que ella no hubiera aparecido apenas durante el paseo por la casa, como si tan solo fuera parte del personal contratado. No pareció disfrutar del placer de mostrar las posesiones, explicarlas; trataba y respondía las preguntas de los aburridos visitantes con frialdad de contratada, aunque en absoluto con servilismo. Así que cuando por fin fue deslizándose hacia él, atractiva, pero de aspecto mucho más envejecido que el que tenía cuando él la recordaba, podría haber dado la impresión de que lo hacía como una parte más de su hospitalidad de buena anfitriona, de la misma manera que el hecho de haber dedicado él tanto tiempo a observarla podría haber semejado una consecuencia de su pura eficiencia como buena cicerone. De esa observación había extraído él, sin embargo, más verdad que ningún otro de los vistanho. Ella había llegado hasta allí en circunstancias mucho más difíciles que nadie; estaba allí como consecuencia de lo sufrido, de una forma u otra, en el curso de los años, y se acordaba de él mucho más de lo que ella era recordada, o al menos mucho mejor.

En el momento en que al fin tuvieron la oportunidad de hablarse estaban solos en una de las habitaciones, destacable por un estupendo retrato sobre la chimenea aunque ignorada por sus amigos. El encanto de esa estancia les había facilitado enseguida la conversación. El encanto, afortunadamente, estaba también en otros objetos del cuarto: no había lugar en Weatherend que no permitiera entretenerse en su disfrute. El día otoñal iba desvaneciéndose detrás de los altos ventanales y su luz rojiza del final de la tarde llegaba desde un cielo bajo y sombrío y alcanzaba tapices, dorados y antiguos colores. Fue así quizás como ella se llegó a él, de la forma más sencilla y como si él debiera también mantener ese contacto dentro de los términos más simples y como una parte más de las normales ocupaciones de una anfitriona. Tan pronto, sin embargo, como él oyó su voz el hueco fue completado y el eslabón perdido de su memoria hallado de nuevo. La ligera ironía que adivinó en su actitud perdió ventaja de modo que él casi se abalanzó sobre la oportunidad que se le brindaba: “Te conocí hace muchos años en Roma. Lo recuerdo todo perfectamente”. Ella reveló su disgusto: estaba segura de que él no iba ser capaz de recordar en absoluto aquel encuentro. Para demostrar lo bien que lo recordaba, comenzó él a desgranar detalles de entonces, tal y como iba surgiendo de su memoria. La cara de la mujer y y su voz, todo ahora al servicio de él, habían obrado el milagro, de la misma forma que al contacto con la llama van encendiéndose uno a uno los pábilos de los faroles. Marcher se enorgullecía de la luz que iba desprendiéndose

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y aún más satisfecho de que ella le mostrara divertida que en su apresuramiento por recordar estaba equivocándose en muchos aspectos de aquel primer encuentro de Roma: en realidad no había sido en esa ciudad, sino en Nápoles, y no hacía ahora siete años, sino diez. Ella no estaba con sus tíos, sino con su hermano y con su madre. Además en aquel entonces él no había viajado desde Roma con los Pembles, sino con los Boyers, un punto sobre el que ella insistía y que probaba con evidencias, para su desconcierto. Ella conocía a los Boyers y no a los Pembles, aunque había oído hablar de ellos. En cuanto al incidente de la tormenta que cayó sobre ellos con tanta rabia que los obligó a refugiarse en una excavación, no había sucedido en el Palacio de los Césares, sino en Pompeya.

Aceptó sus correcciones, y disfrutó con ellas, aunque lo que yacía bajo tales enmiendas era que, en realidad, como ella le señaló, no recordaba ni lo más mínimo acerca de ella. Lo único que traslucían tales errores es que, como es frecuente, se había creado un confortable fondo de armario con esos recuerdos en el que no es absoluto necesaria la aparición de la verdad. Permanecían allí juntos, quietos, ella olvidada de sus oficios de guía, dado que él era tan inteligente que no precisaba de ninguna indicación, y ambos sin hacer caso de la mansión, solo aguardando por si uno o dos recuerdos más surgían para infundir nuevo aliento sobre ellos. No les llevó muchos minutos poner a cada uno las cartas sobre la mesa, solo que la baraja con la que jugaban resultó desafortunadamente imperfecta, pues el pasado invocado, invitado, alentado no podía, naturalmente, ofrecerles más de lo que poseía. Les había hecho conocerse, ella con veinte, él con veinticinco años, pero nada de eso era tan raro, parecía que se decían uno al otro, igual que si el pasado hubiera estado demasiado ocupado para brindarles algo más. Se miraban con la sensación de haber desaprovechado una oportunidad: el presente habría sido mucho mejor si el otro, en la distancia, en tierra extraña, no hubiera sido tan estúpidamente parco. No habían sucedido entonces, mal contadas, más de una docena de pequeñas cosas entre ellos, triviliadades de juventud, inocentes tonterías, estupideces de la ignorancia, posibles semillas de algo, pero demasiado profundamente enterradas (¿verdad que lo parecía?) como para brotar después de tantos años. Marcher se decía a sí mismo que tendría que haber servido a la joven de alguna manera, haberla liberado de un barco secuestrado en la bahía, o al menos haberle devuelto un pañuelo robado en un taxi por las calles de Nápoles por un ladrozuenlo con navaja. O podría haber sido agradable que hubiese él contraído unas fiebres, solo, en su hotel y hubiera ella ido a cuidarlo, escribir a su familia, ayudarle en la convalecencia. Así tendrían ellos ahora algo más o al menos diferente a lo que agarrarse. Aunque lo poco que ahora les unía parecía lo bastante bueno como para malgastarlo, de modo que todavía emplearon unos minutos en preguntarse por qué, a pesar de compartir un buen número de conocidos, su reencuentro había sido durente tanto tiempo impedido. No usaron esta palabra, pero el retraso, minuto a minuto, en reincorporarse al grupo de sus amigos era una especie de mutua confesión de que no deseaban en absoluto que este encuentro pudiera fracasar. Sus intentos de dar con las razones

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que les habían impedido volverse a encontrar después de tanto solo hablaban de lo poco que ellos conocían del otro. Hubo de hecho un momento en que Marcher sintió una clara punzada. Era inútil fingir que ella fuese una vieja amiga, a pesar de todas las coincidencias que se hallaran, si bien fue como si en verdad él fuese un viejo amigo cuando se dijo que le iría bien una persona como ella. A él no le faltaban nuevas amigas, de hecho estaba rodeado de ellas en la otra casa; como nueva amiga él, probablemente, no le habría prestado mucha atención.Le habría gustado inventar alguna historia, hacerle creer que algo romántico o intenso había ocurrido originalmente. Su imaginación estaba trabajando, como si el tiempo se le acabara, para dar con algo que hacer en ese momento, y al mismo tiempo se decía que si no lo lograba este nuevo encuentro se acabaría horriblemente. Se despidirían, y ahora ya no habría una segunda o una tercera oportunidad. Lo habrían intentado, pero no habrían tenido éxito. Cuando ya todo parecía que estaba llegando a su fin y él se sentía impotente para evitarlo, ella misma decidió encargarse del caso y, como si dijéramos, salvar la situación. Él sintió, tan pronto como ella habló, que ella se había estado guardando conscientemente lo que dijo y esperando poder evitárselo, un escrúpulo que a él le conmovió inmensamente cuando, después de tres o cuatro minutos más, él fue capaz de calibrarlo. Lo que ella dijo, en cualquier caso, aclaró lo suficiente el aire y reestableció el eslabón, un eslabón tan misterioso que él debería frivolamente haber hecho que se perdiera.

“¿Sabes que me dijiste algo que yo no he olvidado, y que una y otra vez me ha hecho pensar en ti desde entonces? Fue aquel día tan tremendamente caluroso en que fuimos a Sorrento, al otro lado de la bahía, en busca de algo de brisa. A lo que me refiero es a lo que me dijiste a la vuelta, sentados bajo el toldo del barco, disfrutando del frescor. ¿Lo has olvidado?”

Lo había olvidado, y era bastante más sorprendente que vergonzoso. Pero lo mejor fue que aquello no era un vulgar recuerdo de cualquier “dulce” declaración. La vanidad de las mujeres tiene una gran memoria, pero ella no estaba trayendo a colación ningún requiebro por su parte, ni error alguno. Con cualquier otro tipo de mujer, él podría temer que ella fuera a recordarle cualquier estúpida “oferta” de su parte. Así qque, obligado a decir que había olvidado aquello, él era más bien consciente de una pérdida que de una ganancia. “Intento pensar, pero me rindo. Y lo cierto es que sí que recuerdo el día de Sorrento”.

“No estoy muy segura de que realmente lo recuerdes”. May Bartram después de un momento añadió: “Y tampoco estoy muy segura de que realmente quieras. Da miedo llevar a una persona a lo que era diez años antes. Si has vivido alejado de eso, sonrió, mucho mejor”.

“Ah, y si tú no, ¿por qué yo sí?, preguntó él.“¿Quieres decir vivir lejos de lo que yo misma era?”“De lo que yo era. Yo desde luego era un burro”, Marcher continuó, “pero

preferiría saber el tipo de burro que era dado que tienes alguna idea”.Aún dudó ella un momento sin embargo. “¿Pero y si tú has dejado

completamente de ser un...?”

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“No puedo por menos de cargar con ello. Además, quizás siga siéndolo”.“Puede, pero si sigues siéndolo he de suponer que te acordarás de lo que

dijiste. No es en absoluto que yo relacione con mi impresión el injusto apelativo que tú empleas. Si yo creyera que tú eres un idiota, explicó ella, lo que digo que recuerdo no habría permanecido conmigo. Aquello que dijiste tenía que ver contigo”. Esperó, como si él de repente fuera a recordar, pero como, con mirarle a los ojos, se dio cuenta de que eso no iba a ocurrir, quemó sus naves. “¿Ha ocurrido en algún momento?”

Después sucedió que, mientras continuaba él absorto, se le encendió una luz y la sangre se le subió a la cara, mientras empezaba a darse cuenta avergonzado. “¿Quieres decir que te dije...?, pero no pudo continuar, en parte porque lo que llegaba a su mente no podía ser verdad, en parte porque lo único que deseaba en ese momento era estar muy lejos.

“Fue algo acerca de ti mismo que era natural que uno no olvide, esto es, si uno se acuerda de ti. Por eso es que te he preguntado, sonrió, si lo que tú luego dijiste ha ocurrido de verdad.”

Ay, después él ya comenzó a entender, pero estaba fascinado y confundido, lo que -y también esto lo entendió- le hacía a ella compadecerlo, como si su alusión hubiera sido un error. Le llevó a él, sin embargo, un momento darse cuenta de que en realidad no había sido error alguno, sino más bien una sorpresa. Después de encajar el primer golpe lo que ella sabía, por el contrario, empezó, aunque resulte extraño, a resultarle agradable. Ella era la única persona que conocía ese secreto, y lo había conservado durante todos esos años, mientras en él, al haberlo mantenido tan oculto, se le había casi borrado de la consciencia. No era de extrañar que se hubieran encontrado como si nada hubiese sucedido. “Creo, dijo él, que ya sé a lo que te refieres, solo que ni podía imaginar que hubiera alcanzado contigo tal grado de confidencia”.

“¿No será porque con muchos otros sí la has alcanzado?”“Con nadie,con criatura alguna desde entonces”.“¿Así que yo soy la única persona que lo sabe?”“La única en el mundo”.“Bien, replicó ella enseguida, yo tampoco se lo he contado a nadie. A

nadie en absoluto le he repetido lo que tú me dijiste”. Ella le miró de forma que resultaba completamente creíble. Sus ojos le miraron de manera que no tuvo ninguna duda. “Y nunca lo haré”.

Hablaba con tanta seriedad, casi excesiva, que él tuvo la certeza de que no había burla alguna en sus palabras. De alguna forma toda esta cuestión era un nuevo lujo para él, esto es, desde el momento que ella estaba en posesión del secreto. Si ella no había adoptado el punto de vista irónico, sí que había adoptado el de quien se compadecía, y esto él no lo había tenido de nadie hasta ahora. Lo que él sentía en ese momento es que no era capaz de contarle a ella nada sobre aquello, aunque sí podía aprovecharse delicadamente de la casualidad de haberlo hecho hace tanto tiempo. “Nunca de lo cuentes a nadie, por favor. Estamos perfectamente bien así como estamos.”

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“Claro, yo lo estoy”, se rió, “si tú lo estás”. A lo que añadió: “O sea, que opinas igual que entonces.”

No podía negar que se sentía muy interesado. Todo esto lo estaba viviendo como una especie de revelación. Se había encontrado, desde hacía años, tan terriblemente solo, y en verdad no lo estaba de ninguna manera. No lo había estado ni una hora desde aquello del barco de Sorrento. Era ella la que lo había estado, le parecía mientras la miraba; ella, la que había sido afectada de esta forma por su desgraciado laspus de fidelidad. Porque decirle lo que a ella le dijo, ¿qué fue sino una manera de estar pidiéndole algo?, algo que ella había le dado, desinteresadamente, sin tenerlo a él, solo en el recuerdo, como por reciprocidad espiritual mientras no hubiera otro encuentro...; había mucho que agradecerle. Lo que había solicitado de ella, al principio, fue solo que ella no se riera de él. Ella se lo había concedido maravillosamente durante diez años, y se lo estaba concediendo ahora. Así le que tenía una infinita gratitud. Solo por eso se sentía obligado de conocer, con precisión, cómo se lo había referido entonces. “¿Qué fue exactamente lo que te conté?”

“¿Que cómo te sentías? Bien,era muy simple. Me dijiste que habías tenido, desde muy pronto, como lo más profundo dentro de ti, la sensación de estar poseído por algo raro y extraño, quizás prodigioso y terrible, que tarde o temprano iba a sucederte, que tenías en tus huesos ese presentimiento, esa convicción, y que eso tal vez te abrumaba”.

“¿A eso lo llamas tú algo muy simple?, preguntó John Marcher.Ella se quedó pensando un momento. “Quizás fue porque, mientras me lo

contabas, me pareció entenderlo”.“¿Lo comprediste?”, preguntó ansiosamente.De nuevo fijó sus dulces ojos sobre él. “¿Aún piensas lo mismo?”“¡Ah!”, exclamó impotente. “Habría mucho que decir.”“Sea lo que sea, dijo ella serenamente, todavía no ha llegado”.Sacudió la cabeza, completamente abatido ahora. “Todavía no ha llegado.

Y no es, en absoluto, algo que yo tenga que hacer, lograr en el mundo, para ser distinguido o admirado por ello. No soy tan estúpido. Estaría mucho mejor si lo fuera, no hay duda”.

“¿Es algo, entonces, que simplemente debes padecer?”“Bien, mejor sería decir que es algo que debo esperar, conocer, encarar,

ver cómo irrumpe en mi vida, posiblemente destruyendo toda nueva consciencia, posiblemente aniquilándome, posiblemente, por otro lado, solo cambiándolo todo, golpeando en las raíces de todo mi mundo, abandonándome a las consecuencias, cualesquiera que sean”.

Ella escuchó esto atentamente, pero en la luz de tus ojos continuaba sin haber un ápice de burla. “¿No será lo que describes sino pura expectación ante la posibilidad de enamorarte? Mucha gente asocia esa expectación con la sensación de peligro.”

John Marcher pensó.“¿Me habías preguntado esto antes?”“No, no estaba tan suelta entonces, pero es lo que ahora se me ocurre.”

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“Por supuesto, dijo después de un momento, se te ocurre. Por supuesto se me ocurre a mí. Por supuesto, lo que yo tengo aquí almacenado puede que no sea más que eso. Lo único, continuó, es que yo creo que si esto fuera así, ya lo habría sabido.”

“¿Lo dices porque ya has estado enamorado?”, y luego, como él la miraba en silencio: “¿Has estado enamorado y no ha significado ningún cataclismo, no se ha probado el gran asunto?”

“Ya lo ves, aquí estoy, no ha sido tan abrumador”“Entonces no ha sido amor”, dijo May Bartram.“Bueno, en realidad yo pensaba que sí lo era. Lo tomé por amor, lo he

tomado hasta ahora. Fue agradable, delicioso, triste”, explicó, “pero no fue extraño. No fue lo que mi asunto ha de ser”.

“Tú quieres algo para ti mismo, algo que nadie más conoce o ha conocido”.

“No se trata de lo que yo quiera, Dios sabe que yo no quiero nada. Es solo cuestión de esa aprehensión que me habita, con la que vivo día a día.”

Dijo esto de una manera tan lúcida y consistente que sus palabras se impusieron claramente. Si ella no hubiera estado interesada antes, lo habría estado a partir de ahora. “¿Es una sensación de violencia próxima?”

Era evidente que ahora también a él le apetecía hablar de ello. “No creo que sea, cuando llegue, necesariamente violento. Solo creo que será natural y, por supuesto, inconfundible. Lo veo simplemente como la cosa y surgirá de forma natural.”

“¿Y entonces cómo te podrá parecer extraña?”Marcher reflexionó. “A mí no”.“¿A quién entonces?”“Bien”, replicó, sonriendo por fin, “digamos que a ti”.“Ah, ¿voy a estar presente?”“Bueno, ya lo estás desde el momento en que sabes”.“Ya veo”. Y reconsiderándolo añadió:”Pero me refiero a que si estaré

presente en la catástrofre”.Entonces, por un minuto, la levedad de ambos dio paso a la gravedad. Fue

como si la larga mirada que interambiaban los mantuviera unidos. “Solo depende de ti, de si vigilarás a mi lado.”

“¿Tienes miedo?”, preguntó ella.“No me dejes ahora”, continuó él.“¿Tienes miedo?”, repitió.“¿Piensas que estoy simplemente loco?”, quiso saber él en vez de

contestar. “¿Te doy simplemente la sensación de que soy un lunático inofensivo?”

“No”, dijo May Bartram.”Te comprendo y te creo.”“¿Quieres decir que crees que mi obsesión -pobre antigualla- puede tener

correspondecia con alguna posible realidad?”“Con alguna posible realidad”.

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“¿Entonces vigilarás conmigo?”Ella vaciló, luego por tercera vez hizo la misma pregunta: “¿Tienes

miedo?”“¿Te dije que lo tenía, en Nápoles?”“No, no dijiste nada acerca de eso.”“Entonces no lo sé. Y me gustaría saber”, dijo John Marcher. “Tú me

dirás si piensas que lo tengo. Si vigilas conmigo lo verás.”“Muy bien entonces”. Se habían estado hasta entonces moviendo por la

habitación, y ya junto a la puerta, antes de salir, se detuvieron como para cerrar por completo su acuerdo. “Vigilaré contigo”, dijo May Bartram.

IIEl hecho de que ella “supiera” -supiera y ni se burlara de él, ni lo

traicionara- había empezado, en poco tiempo, a crear entre ellos un vínculo evidente, el cual se afianzó desde el punto en que, a partir de aquella tarde en Weatherend, las oportunidades de relacionarse se multiplicaron. El acontecimiento que empezó a provocar esas oportunidades fue la muerte de la señora, su tía abuela, en la cual, desde la pérdida de su madre, había encontrado refugio. Esta señora, a pesar de la viuda del nuevo sucesor de la propiedad, había conseguido, gracias a su clase y temperamento, mantener su suprema posición en la casa. La deposición de este personaje llegó solo con su muerte, la cual, seguida de muchos cambios, significó sobre todo una diferencia para la joven, en la que la experta atención de Marcher había reconocido a una subordinada con un orgullo que podía sentirse dañado aunque se mantuviera en calma. Por mucho tiempo nada le resultó a él tan fácil como la idea de que ese orgullo dañado podía aliviarse con la capacidad que a Miss Bartram ahora le había surgido de establecer una pequeña casa en Londres. Había adquirido propiedades, hasta una cantidad que hacía ese lujo posible. El testamento de su tía era complicado, y cuando todo el asunto de las herencias comenzó a aclararse, lo cual llevó verdaderamente mucho tiempo, ella le comunicó que la feliz posibilidad de instalarse por su cuenta estaba próxima. Él la había visto de nuevo antes de eso días, bien porque la joven acompañaba de vez en cuando a su tía a la ciudad, como porque él había regresado a casa de esos amigos que hacían de las visitas a la vecina Weatherend un atractivo más de su propia hospitalidad. Esos amigos le habían llevado de nuevo allí y ella se había mostrado tránquilamente distante, y en Londres él había logrado de vez en cuando que Miss Bartram abandonara durante algún rato a su tía. En estas ocasiones fueron juntos a la Galería Nacional y al museo Kensington del Sur, donde, entre vívidas evocaciones, charlaron mucho sobre Italia, mas no estas veces como al principio, tratando de recuperar el sabor de su juventud y de su ignorancia. Aquella recuperación, el primer día en Weatherend, había conseguido bien su propósito, les había dado ya bastante, así que ellos, según lo veía Marcher, habían ya dejado de cernerse sobre el nacimiento de la corriente, para comenzar a soltar su barco lejos de la orilla, corriente abajo.

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Ellos, literalmente,flotaban juntos. Para nuestro caballero esto era claro, tan claro como que la afortunada causa de ello era ese tesoro enterrado que significaba el hecho de que ella conociera su secreto. Con sus propias manos él mismo había sacado a la luz ese pequeño tesoro enterrado -esto es, en la oscuridad de su discreción e intimidad- y lo había colocado en el suelo para, después,darse cuenta de que lo tenía extrañamente olvidado. La maravillosa suerte de haber dado de nuevo con el lugar donde se hallaba le volvió indiferente a cualquier otro asunto. Sin duda él habría dedicado mucho más tiempo al raro incidente de sus lapsus de memoria si no hubiera estado más interesado en dedicarse a la dulzura, el confort, inmarcesibles, como a él le parecían, que este incidente le había ayudado a renovar. Nunca se le había pasado por la imaginación, ni lo había planeado, que alguien pudiera saber. Esto habría sido imposible, dado que lo único que él había esperado encontar hasta entonces era la fría diversión del mundo. Y puesto que, sin embargo, un hado misterioso había hecho que él abriera su boca de joven, a pesar de él mismo, estaba dispuesto a sacar provecho en adelante de ello. Que fuera la persona correcta quien supiera, atemperaba la aspereza de su secreto más incluso de lo que su timidez le había permitido imaginar, y May Bartram era la persona correcta porque...en fin, porque era ella. Su conocimiento de eso, simplemente, se había asentado en ella. El habría estado seguro ya por entonces en caso de que ella fuera a cometer algún error. En la situación de él además había, sin duda, muchas más cosas como para tenerla solo por mera confidente, desde el momento en que se daba cuenta del claro interés de la joven por sus preocupaciones, y también por su gracia, simpatía, seriedad, y en suma, por consentir en no verle como el más extraño ser de todos los extraños. En fin, sabía que el precio de ella era justamente ese ofrecerle a él esa imagen constante de si mismo. Por otro lado él no olvidaba, después de todo, que ella también tenía su propia vida, con cosas que podían ocurrirle a ella, cosas que, en una relación de amistad, uno debería igualmente tener en cuenta. Algo bastante significativo a este respecto le sucedió a él en lo tocante a esta conexión, algo representado por cierto tránsito repentino de su consciencia de un extremo a otro.

Durante muchísimo tiempo él se había considerado la persona más desinteresada del mundo, soportando su carga, su eterna inquietud, siempre en silencio, manteniendo su lengua quieta, sin darle a los otros un vislumbre de su densa interiorioridad, ni de los efectos sobre su vida, ni solicitando cualquier tipo de indulgencia, solo intentando dar a los demás todo cuanto le demandaban. Nunca había molestado a nadie con la rareza de conocer a un hombre poseído, aunque había tenido a veces la tentación de oír a la gente decir que se sentían inquietos. Si hubieran estado tan inquietos como él -él, que no había estado tranquilo ni una hora en su vida- hubieran sabido lo que eso significaba. Pero no estaba en su mano provocarles esa sensación, y los escuchaba muy civilizadamente. Esa era la razón por la que él poseía tan buenas, aunque tal vez apagadas maneras; esa era la razon por la que, en un mundo tan codicioso, el se

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veía decentemente, y quizás un punto sublimemente generoso. Lo que nos interesa, en consecuencia, es que él consideraba su carácter bastante apropiado como para permitir el peligro de un lapsus, contra el cual se había prometido mantenerse en guardia. No obstante, se hallaba también listo para ser alguna vez solo un poquito egoísta, y una ocasión tan atractiva para ello no le había surgido hasta el momento. “Solo un poquito”, en una palabra, es lo que Miss Bartram, con los días, podría permitirle. No se permitiría en absoluto ser coercitivo, y mantendría hacia ella la altísima consideración que le profesaba. Establecería cuidadosamente los principios bajo los cuales los asuntos de ella, sus necesidades, sus peculiaridades -fue tan lejos como para darles denominación tan amplia- habrían de surgir en su relación. Todo esto era señal de lo segura que consideraba tal relación: no había nada más que hacer por ella, simplemente existía, había nacido con su primera y penetrante pregunta a la luz del otoño, allá en Weatherend. La forma real sobre la que esa relación debería haber brotado tendría que haber sido la de ir proyectándola hacia el matrimonio. Pero el diablo quiso que las bases sobre las que surgiera habían dejado muy pronto de lado esa cuestión. Sus creencias, su miedo, su obsesión, no eran circunstancias, en suma, que pudieran invitar a una mujer a compartirlas, y eran precisamente las que a él más le importaban. Algo, sea lo que sea, le aguardaba, en medio de los torbellinos y revueltas de los días y los meses, como una bestia acechante en la jungla. Significaba poco si la bestia acechante estaba destinada a asesinarlo o a ser asesinada. La cuestión importante era el inevitable salto de la criatura, y la lección definitiva que había de extraerse es que un hombre con sensibilidad no debía hacerse acompañar por una señorita a una cacería de tigres. Esa era la imagen bajo la cual había terminado por figurarse su vida.

Al principio, sin embargo, durante las escasas horas pasadas juntos, no habían aludido a esta visión, lo cual era un signo que él elegantemente transmitía de que aunque no lo buscara, de hecho no le importaba estar siempre hablando de ello. Visto desde fuera esta característica era como una joroba sobre las espaldas, visible cada minuto del día. Se discutia, esto es, como con un joroba, porque siempre está ahí, como mínimo, el rostro de la joroba. Eso continuaba ahí, y ella lo observaba, pero en general la gente observa mejor en silencio, de modo que esa era la forma que adoptaba la vigilia de ambos. Aunque él no quería ser solemne, solemne era como él se imaginaba que tendía a ser con otra gente. La manera de actuar con la única persona que sabe debía ser fácil y natural: referirse a ello antes de parecer que quiere evitarse, evitarlo antes de parecer que lo haces, y mantenerlo, en cualquier caso, en términos familiares, dichacheros incluso, antes que pedantes o grandilocuentes. Algunas de estas consideraciones estaban sin duda en su mente cuando con agrado escribió a Miss Bartram que quizás la cosa más importante que él había sentido como fuera de todo control humano era nada más que ese asunto, que tan de cerca le atañía, de su adquisición de una casa en Londres. Era la primera alusión que se habían vuelto a hacer sobre el asunto, y no habían necesitado, hasta ahora, ninguna otra, pero cuando ella le contestó, después de haberle informado sobre

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otros aspectos, que bajo ningún concepto estaba satisfecha con esa insignicancia como clímax de tanto suspense, casi lo dejó pensando si no le tendría a él por una persona más singular de lo que él mismo se tenía. Él estaba destinado, bajo cualquier circunstancia, a darse cuenta poco a poco, según iba pasando el tiempo, de que ella en cada momento contemplaba la vida de él, la juzgaba, la medía, a la luz de lo que ella sabía, lo cual con el tiempo iba a ser solo nombrado como “la auténtica verdad” acerca de él. Así había sido como él siempre lo había nombrado, pero ella adoptó esa denominación tan sosegadamente que, echando la vista atrás, él sabía que no había habido un momento en particular en el que ella, como diría él, hubiera hecho propia su situación, o modificado la actitud de hermosa tolerancia por la aún más hermosa de creer en él.

Él siempre estaba abierto a la posiblidad de acusar a la joven de verlo como el más inofensivo de los locos, y esto, a la larga, y dado que se adaptaba a muchas situaciones, fue la descripción más sencilla que se le ocurría de la amistad entre ambos. Ella debía de pensar que a él le faltaba un tornillo, pero le gustaba él a pesar de eso, y en la práctica, contra el resto del mundo, era su amable y sabia valedora, no remunerada pero bastante entretenida y, en ausencia de otros vínculos más próximos, honestamente ocupada. El resto del mundo, por supuesto, lo veía a él como un individuo bastante raro, pero ella, solo ella, sabía de qué manera, y sobre todo por qué era raro, lo que la hacía capaz de disponer correctamente los pliegues del velo encubridor. Ella le hacía expresar su jovialidad -lo que ellos debían entender por jovialidad-, así como todo lo demás, pero hasta el grado que él mismo había dispuesto y del que había logrado convencerla a ella como justificable. Ella al menos nunca hablaba del secreto de su vida excepto como “La auténtica verdad sobre ti”, y, de hecho, tenía una maravillosa forma de hacer parecer que el secreto, como tal, era asimismo el de su propia vida. Esa era, en definitiva, la manera en que ella lo tomaba constantemente a él en consideración; no podía él llamarlo a eso de otra forma. Él se tomaba a sí mismo en consideración, pero ella lo hacía mucho más, en parte porque, mejor situada para contemplar el asunto, rasteaba su desgraciada perversión por sectores en los cuales él apenas podía seguirla. Él conocía sus propios sentimientos, pero ella, por su parte, además de conocerlos, sabía cómo pensaba él. Él se daba cuenta de las cosas de importancia que insidiosamente estaba impedido de hacer, pero ella podía añadir todas las que hacían, comprender todas las que, con algo mas de espíritu, él podría haber hecho, y, en consecuencia, establecer, inteligente como era, lo reducido que él se sentía. Sobre todo ella estaba en el secreto de la diferencia entre las formas que él seguía -las de su pequeña oficina de funcionario, las de cuidar de su modesto patrimonio, de su biblioteca, de su jardín en el campo, de la gente de Londres cuyas invitaciones aceptaba y devolvía- y el distanciamiento que reinaba por debajo de ellas y que hacía de su comportamiento -lo que podría llamarse comportamiento- un gran acto de simulación. A lo que había llegado esto es a que llevara una máscara pintada con una sonrisa de sociedad, de cuyos huecos

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emergían unos ojos que denotaban una expresión muy distinta a la del resto de sus rasgos. Este estúpido mundo de sociedad, después de tantos años, solo había descubierto una verdad a medias. Solo May Bartram, con un arte indescriptible, era capaz de mirar a través de las aberturas de la máscara y mezclar sus ojos con los de él.

Así, según iban haciéndose viejos juntos, May Bartram vigiló a su lado, de modo que esta asociación dio forma y color a la propia existencia de la mujer. Por debajo de sus formas también había aprendido a situarse el distanciamiento, y el comportamiento, en sentido social, había llegado a ser para ella también una falsa referencia de sí misma. Solo había una referencia de sí misma que podría haber sido verdadera en cualquier momento, y se la habría ofrecido únicamente a Marcher. Toda su actitud era una afirmación virtual pero la percepción de ella solo parecía destinada a tener lugar para él, como una de las muchas cosas necesariamente alejadas de su consciencia. Más aún, si ella, o él mismo, hubiera tenido que hacer sacrificios para la auténtica verdad, el equilibrio de ella se hubiera visto afectado antes y de forma más natural. Hubo largos periodos, durante esta época de Londres, en los cuales, cuando estaban juntos, un extraño podría haberlos escuchado sin prestar la más mínima atención, por otro lado, la auténtica verdad podía, de igual manera, salir a la superficie en cualquier momento, y el oyente podría haberse preguntado de qué estaban hablando. Desde el principio ellos se habían hecho la idea de que la sociedad, afortunadamente, era poco inteligente, y el margen que esto les concedía había llegado a ser uno de sus lugares comunes. Aunque todavía les quedaban momentos en que la situación se les volvía nueva, sobre todo como consecuencia de algo expresado por ella, expresiones sin dudar repetidas por ambos, si bien los intervalos en que ella las emitía eran amplios. “Lo que nos salva, sabes, es que respondemos a algo muy común en apariencia: lo de una mujer y un hombre cuya amistad se ha convertido en una costumbre tan diaria, o casi, como para ser indispensable”. Esto, por ejempo, era un comentario que ella había tenido bastantes ocasiones de hacer, aunque le había dado en diferentes momentos desarrollos distintos. Lo que nos interesa es el aspecto que ello había tomado una tarde en que él fue a visitarla por su cumpleaños. El cumpleaños había caído en domingo, en una época del año durante la que arde un gran fuego en el hogar y afuera está encapotado, pero él le había llevado su ofrenda habitual, dado que ya lo conocía tanto como para haber establecido cientos de pequeñas costumbres. El regalo que le hizo por su cumpleños era una de las pruebas con las que él mismo se demostraba que no se había hundido en el verdadero egoísmo. No era más que una pequeña joya, pero era de las mejores de su clase, y se había preocupado en pagar por ella más de lo que podía permitirse. “Nuestras costumbres, al menos, te salvan, ¿verdad? Te hacen, después de todo, vulgar, e indestinguible de otros hombres. ¿Cuál es la señal más inveterada de los hombres en general?, pues la capacidad de gastar un tiempo infinito con mujeres estúpidas, gastarlo no sin aburrirse, es cierto, pero sin que parezca importarles, sin dejarse apartar por ello, que viene a ser lo

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mismo. Yo soy tu mujer estúpida, una parte del pan diario por el que rezas en la iglesia. Con eso ocultas tus huellas más que con ninguna otra cosa.”

“¿Y con qué ocultas tú las tuyas?”, preguntó Marcher, a quien su estúpida mujer podía divertirle mucho. “Por supuesto, entiendo lo que quieres decir con eso de salvarme, en lo que tiene que ver con otras personas; de una manera u otra lo he descubierto con el tiempo. ¿Pero qué es lo que a ti te salva? ¿Sabes?, a menudo pienso en esto.”

Le miró como si ella pensara en esto también a veces pero de diferente manera. “¿Quieres decir en lo que respecta a otras personas?”

“Bueno, ya sabes, tú estás dentro de mí como una especie de resultado de estar yo dentro de ti. Me refiero a mi inmenso respeto por ti, a mi tremenda gratitud por todo lo que has hecho por mi. A veces me pregunto si es justo. Justo, quiero decir, estar tan comprometido contigo -en lo que uno puede decir esto- e interesarte. Casi se me ocurre que no tienes tiempo para nada más.”

“¿Nada más sino interesarme por ti?”, preguntó ella. “¿Pero qué otra cosa puede alguien querer hacer? Si he estado vigilando junto a ti, desde aquel momento en que acordamos que así debía ser...Vigilar es siempre algo muy absorbente.”

“Claro, claro”, dijo Marcher. “Me refiero a que si no has tenido curiosidad. ¿No has tenido a veces la sensación, según va pasando el tiempo, de que tu curiosidad no ha sido particularmente recompensada?”

May Bartram hizo una pausa. “¿Por casualidad preguntas esto porque piensas que la tuya no lo ha sido? Quiero decir, como tienes que esperar tanto...”

Ah, ya comprendió a lo que ella se refería. “¿Esperar lo que nunca ocurre, el salto de la bestia? No, en cuanto a esto estoy donde estaba. No es un asunto en el que yo pueda elegir, elegir un cambio. No es de esas cosas en las que puede haber un cambio: está en manos del destino, tiene su propia ley. La forma que esa ley adoptará solo es asunto de ella misma.”

“Sí”, replicó Miss Bartram. “Por supuesto que el destino de cada cual llega, por supuesto que tiene que llegar, en su propia forma y con su propio camino en cualquier caso. Solo que, ya sabes, la forma y el camino en tu caso...bueno, tenían que haber sido algo excepcional y, como si dijéramos, muy a tu estilo particular.”

Algo en esto que ella decía le hizo mirarla con sospecha.“Dices tenían que haber sido, como si en tu corazón hubieras comenzado

a dudar”.“¡Oh no!”, protestó débilmente ella.“Como si creyeras”, continuó, “que nada ahora ocurrirá”.Ella sacudió la cabeza lentamente, pero de manera más bien

incomprensible. “Estás lejos de lo que estoy pensando”.Él continuaba mirándola. “¿Entonces qué te ocurre?”“Bien”, dijo después de un rato, “lo que me ocurre simplemente es que

estoy más segura que nunca de que mi curiosidad, como tú lo llamas, será también perfectamente recompensada.”

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Estaban francamente serios ahora. Él se había levantado de su asiento y había dado una vez más la vuelta alrededor del pequeño salón en el que, año tras año, sacaba a colación su inevitable tema. En ese lugar, como él decía, había saboreado, sazonada con todo tipo de salsas, la común intimidad de ambos; cada objeto le era tan familiar como los de su propia casa y las mismas alfombras estaban gastadas por la suciedad de sus pasos, de igual forma que los escritorios de la antiguas contadurías estaban gastados por los codos de generaciones de empleados. Las generaciones de sus inquietos humores habían trabajado ahí, y el lugar era la historia escrita de toda la mitad su vida. Bajo la impresión de lo que su amiga acababa de decir, por alguna razón se vio más consciente de estas cosas, las cuales, al cabo de un rato, le hicieron detenerse de nuevo delante de ella: “¿Es posible que te haya entrado miedo?”

“¿Miedo?” Pensó, mientras ella repetía la palabra, que su pregunta le había hecho cambiar a ella un poco de color, así que, por miedo a haber dado con una verdad, se explicó muy amablemente. “¿Te acuerdas? Esto fue lo que tú me preguntaste a mí hace mucho tiempo, aquel primer día en Weatherend.”

“Ah sí, y tú me dijiste que no lo tenías, que yo iba a verlo por mí misma. Hemos hablado poco sobre eso desde entonces, habiendo, incluso, pasado tanto tiempo.”

“Precisamente”, Marcher interrumpió, “como si fuera un asunto demasiado delicado para mostrarnos libres con él. Como si pudieramos descubrir, si presionáramos un poco, que tengo miedo. Entonces no sabríamos qué hacer, ¿verdad?”

En ese momento ella no tenía respuesta a esa pregunta. “Ha habido días que he pensado que sí que tenías. Bueno”, añadió “días en los que por supuesto hemos pensado de todo”.

“¡Ah, de todo!”, suspiró blandamente Marcher como con una boqueada interrumpida en la cara, mucho más propicia en ese momento a la imaginación, siempre presente en ellos, de lo que había estado en tanto tiempo. La imaginación siempre había tenido incalculables instantes de esplendor, de igual forma que los mismos ojos de la Bestia, y, acostumbrado como estaba a ellos, todavía podía extraer de su interior el tributo de un suspiro que surgió de las profundidades de su ser. Todo lo que habían pensado, antes o después, rodó sobre él. El pasado parecía haberse reducido una mera especulación estéril. De hecho, era de esto de lo que el espacio le acababa de parecer tan sorprendentemente lleno, la simplificación de todo excepto del estado de incertidumbre, que acabó por parecerle colgado en el vacío que le rodeaba. Incluso sus temores originales, en caso de que hubieran sido verdaderamente temores, se habían perdido en el desierto. “Me parece, sin embargo”, continuó, “que ves que ahora no tengo miedo.”

“Lo que veo, tal y como se me figura, es que has logrado algo sin precedentes en cuanto a acostumbrarte al peligro. Viviendo con él, durante tanto tiempo, y tan cercanamente, has perdido la sensibilidad para percibirlo. Sabes que está ahí, pero te da lo mismo, y has dejado incluso, como si ya te hubieras

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hecho mayor, de tener que silbar en la oscuridad. Teniendo en cuenta de qué peligro se trata”, concluyó May Bartram, “me veo obligada a decir que tu actitud es admirable.”

John Marcher sonrió débilmente. “¿Es heroico?”“Ciertamente, llámalo así”.Reflexionó. “¿Soy, así pues, un hombre valiente?”.“Era eso lo que tenías que demostrarme”.Aún, sin embargo, él tenía más preguntas. “¿Pero el hombre valiente no

sabe de lo que tiene miedo, o de lo que no lo tiene? Yo eso no lo sé, lo estás viendo. No consigo enfocarlo. No puedo nombrarlo. Solo sé que estoy expuesto a ello.”

“Sí, pero expuesto, ¿cómo diremos?, tan directamente, tan íntimamente. Con eso seguramente es bastante.”

“¿Bastante, entonces, como para hacerte sentir, en lo que podríamos llamar el final de nuestra vigilancia, que no tengo miedo?”

“Tú no tienes miedo. Pero”, dijo ella, “este no es el final de nuestra vigilancia. No es el final de la tuya. Tú aún tienes que ver.”

“¿Y tú por qué no?”, preguntó él. Había tenido, a lo largo de todo el día, la sensación de que ella se estaba guardando algo, y todavía la tenía. Como era la primera vez que había tenido esa impresión, se le convirtió en una especie de acontecimiento. La sensación se hizo más patente por el hecho de que ella no contestara enseguida a su pregunta, lo que por su parte provocó que él continuara. “Tú sabes algo que yo ignoro”. Su voz, para ser la de un hombre valiente, tembló algo. “Tú sabes lo que ha de suceder”. Su silencio, junto al semblante que mostraba, era casi una confesión, de modo que él ya estaba seguro de que ocultaba algo. “Lo sabes y tienes miedo de decírmelo. Es tan malo que temes que lo averigüe.”

Lo que John Bartram decía podía ser perfectamente verdad, pues el aspecto de ella era como si, sin esperárselo, hubiera cruzado alguna línea mística que secretamente hubiera dibujado alrededor de ella misma. Si bien esto, después de todo, quizás no la preocupaba, y la auténtica conclusión era que él, en cualquier caso, no necesitaba saber. “Nunca lo averigüarás.”

III

Sin embargo, como he dicho, todo lo de aquel día acabó por ser un acontecimiento, como se demuestra por el hecho de que una y otra vez, incluso después de mucho tiempo y largos intervalos, otras cosas que pasaron entre ellos tenían, en relación con aquello, solo el carácter de retornos y consecuencias. Su efecto inmediato había sido, de hecho, más que el de aligerar la insistencia de él, el de provocar una reacción, como si el tema hubiera caído por su propio peso y, más aún, como si, a este respecto, Marcher hubiera sido visitado por una de sus ocasionales llamadas contra el egoísmo. Había mantenido alerta, de una manera muy correcta, le parecía, la conciencia de lo importante que era no ser

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egoísta, y era verdad que él nunca había pecado en esa dirección sin intentar enseguida enmedarse. A menudo reparaba su falta, cuando el tiempo lo permitía, invitando a su amiga a la opera, así que con la excusa de que solo deseaba que ella alimentara un poco su mente, a ella se la podía ver acompañándolo a esos espectáculos una docena de noches al mes. Incluso ocurría que, dado que la acompañaba a casa en tales ocasiones, ocasionalmente entraba con ella para, como él decía, terminar la velada, e incluso mejor, sentarse a degustar una frugal pero siempre cuidada cena. Lo importante, pensaba, era no insistirle eternamente sobre sí mismo, y, por ejemplo, en tales momentos, dedicarse a recordar al piano pasajes de la opera que acababan de escuchar, aprovechando que había uno cerca y ambos tenían cierta familiaridad con ese instrumiento. Ocurrió sin embargo una de esas veces que a él se le ocurrió recordarle una pregunta que ella no le había respondido durante la conversación que mantuvieron cuando celebraban su pasado cumpleaños. “¿Qué es lo que te salva a ti?”, salvarla, quería él decir, de la aparente singularidad respecto al tipo humano común. Si él, como ella opinaba, pasaba desapercibido haciendo la mayor parte de las veces lo que hacen la mayoría de los hombres -encontrar la respuesta a la vida pactando una alianza de alguna clase con una mujer no mejor que él mismo-, ¿cómo escapaba ella a eso, y de qué manera la alianza, tal y como era, teniendo en cuenta que debían suponer que había sido más o menos notada, había evitado que se hablara de ella?

“Yo nunca he dicho”, replicó May Bartram, “que esta alianza haya hecho que no se hablara de mí.”

“Ah bien, entonces tú no estás salvada.”“Para mí no ha sido una cuestión importante. Si tú hubieras tenido tu

mujer, yo hubiera tenido mi hombre.”“¿Quieres decir que así te conviene?Ella dudó. “No sé por qué -humanamente, que es de lo que estamos

hablando- no debería ser tan conveniente para mí como lo es para ti.”“Ya veo”, insistió Marcher. “Humanamente, no hay duda, como si

mostraras que vives por algo. Esto es, no solo por mí y mi secreto”.May Bartram sonrió. “No pretendo mostrar ante los otros que no vivo por

ti. Es mi intimidad contigo lo que está en cuestión.”Él rió al darse cuenta lo que ella quería decir. “Sí, pero dado que como

dices, yo solo soy, a ojos de la gente, un hombre común, tú, ¿no es así?, eres igualmente una mujer común. Tú me ayudas a pasar por un hombre como otro cualquiera. Si en realidad lo soy, como he creído entenderte, no tienes ningún compromiso conmigo.¿No es así?”

Ella volvió a dudar, pero habló con bastante claridad. “Así es. Eso es todo lo que me atañe, ayudarte a pasar por un hombre como cualquier otro.”

Tuvo cuidado en agradecer la observación adecuadamente.”¡Qué amable, qué maravillosa eres conmigo! ¿Cómo podría pagártelo alguna vez?”

Ella, muy seria, hizo una última pausa, como si pudiera elegir diferentes maneras. Pero eligió. “Continuando como eres.”

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Fue en eso, en ese continuar como él era, en lo que recayeron, y realmente durante tanto tiempo que al final, inevitablemente, llegó el día en que volvieron a sondear sus profundidades. Era como si esas profundidades, salvadas constantemente mediante una estructura que era bastante firme a pesar de su ligereza y de sus ocasionales oscilaciones en, por así decir, el aire vertiginoso, invitaran en ocasiones, por el bien del equilibrio mental de ambos, a una medición del abismo. Por otra parte se había creado una diferencia, ya para siempre, en el hecho de que ella no pareciera querer en ningún momento librarse de la carga de una idea, dentro de ella, que no se atrevía a expresar, declarada en una de sus últimas discusiones. Para él había quedado claro entonces que ella sabía algo y que sabía que era malo, demasiado malo como para contárselo. Cuando él se había referido a ello como tan evidentemente malo que ella tenía miedo que él pudiera averiguarlo, su réplica había dejado el asunto demasiado equívoco para ser abandonado y, aún así, sobre todo para la sensibilidad de Marcher, demasiado tremendo para ser tratado de nuevo. Giraba alrededor de ello a una distancia que se estrechaba y ensanchaba alternativamente, a pesar de ser consciente de que no podía haber en ningún caso nada que ella supiera mejor que él mismo. No tenía ella fuentes de conocimiento que él no tuviera también, excepto, por su supuesto, en el caso de que ella tuviera unos nervios más templados. Esto es lo que las mujeres tenían cuando estaban interesadas: averiguaban cosas respecto a la gente que la gente, por ella misma, no podría haber averiguado. Su temple, su sensibilidad, su imaginación, eran guías y reveladores, y la belleza de May Bartram era que ella se había entregado de esa manera al caso de él. Él sentía en esos días algo tan raro que él no lo había sentido antes, un miedo creciente a perderla en alguna catástrofe, alguna catástrofe que de ninguna manera sería la catástrofe: en parte porque ella, casi de repente, había empezado a afectarle de una forma tan efectiva como nunca antes, y en parte por la apariencia de incertidumbre en su salud, coincidente e igualmente nueva. Era característico del distanciamiento interior que hasta ahora él había cultivado, y al cual hace referencia todo nuestro relato sobre él, que las complicaciones que le habían surgido no parecieran espesarse a su alrededor como esta crisis lo hizo, hasta el punto incluso de hacerle preguntarse si en realidad, por una casualidad, no estaría dentro del campo visual o auditivo, al alcance, en la imediata jurisdicción de la cosa que él estaba aguardando.

Cuando llegó el día, como era de esperar, en que sus amigos le confesaron su miedo a que ella padeciera un grave problema en la sangre, sintió de alguna manera la sombra de un cambio y el frío de un sobresalto. Inmediatamente comenzó a imaginar agravamientos y desastres, y sobre todo a ver los problemas en la salud de ella como una amenaza de privación personal hacia sí mismo. Esto en efecto le procuró una de esas recuperaciones parciales de ecuanimidad que le eran tan agradables; le mostró que lo que aún estaba primero en su mente era la pérdida que ella misma pudiera sufrir: “¿Y si ella muriera antes de saber, antes de ver?” Habría sido brutal, en los inicios todavía de su enfermedad, haberle hecho esta pregunta a ella, pero a él es lo que le había preocupado

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inmediatamente, y posiblemente era lo que más le hacía compadecerla. Si ella, además, sabía, en el sentido, ¿cómo debería él pensarlo?, de poseer alguna especie de irrestible luz mística, esto no habría mejorado las cosas, sino que las habría empeorado, considerando que la original adopción de la propia curiosidad de él se había convertido en la base de su vida. Ella había vivido para ver lo que habría de verse, y sería cruel para ella que tuviese que rendirse antes del cumplimiento de la visión. Estas reflexiones, como digo, renovaron su generosidad, si bien, elaborándolas como podía, fue viéndose, con el transcurso del tiempo, más y más desconcertado. El tiempo transcurría para él con paso firme y extraño, y lo más raro de todo es que le dio, dentro de todos los inconvenientes, casi la única sorpresa positiva de su carrera, si es que se la podía llamar así. Ella se mantenía en casa como nunca lo había hecho antes; el tenía que ir a verla allí. Ahora no podían citarse en cualquier lugar, aunque no había una esquina de ese Londres que tanto amaban ambos en que no hubieran quedado en el pasado. Él ahora siempre se la encontraba sentada junto al fuego en su vieja y hundida silla, cada día más incapacitada para levantarse. Él se quedó un día impresionado, después de no haber ido a visitarla en más tiempo de lo habitual, con su aspecto mucho más avejentado de lo que él nunca hubiera pensado. Luego él reconoció que fue por lo repentino por lo que él quedó tan impresionado. Ella parecía más vieja porque, inevitablemente, después de tantos años, ella era vieja, o casi, lo cual, por cierto, era en mayor medida verdad en el caso de él mismo. Si ella era vieja, o casi, John Marcher, con certeza, lo era. Fue la demostración que ella hizo de esa lección, no la del propio Marcher, lo que le sirvió a él en bandeja la verdad. Sus sorpresas comenzaron ahí, y una vez comenzadas se multiplicaron; llegaron como en tropel: era como si, de la manera más extraña del mundo, ellos hubieran estado escondidos, inmóviles en un encierro impenetrable preparados para la última tarde de la vida, ese tiempo en el que, para la gente en general, lo inesperado ya no existe.

Una de esas sorpresas fue la de descubrirse pensando si el gran accidente no adoptaría ahora la forma de estar condenado a ver a esta encantadora mujer, su amiga admirable, alejarse de él. Él nunca la había calificado tan sin reservas como cuando se enfrentó a la idea de esa posibilidad, a pesar de lo cual había poca duda de que como una respuesta a su antiguo enigma, el mero desvanecimiento de esa característica de su vida, por muy sutil que fuera, resultaba un anticlimax abominable. Representaría, en relación con su pasada actitud, una gota de dignidad, bajo cuya sombra su existencia solo podría convertirse en el más grotesco de los fracasos. Él había estado muy lejos de considerarla un fracaso, a la espera de la aparición que haría de ella un éxito. Él simplemente había esperado otra cosa. El aliento de su buena fe, sin embargo, se quedaba corto desde el momento en que consideraba todo lo que él, o, al menos, todo lo que su compañera había esperado. Que ella pudiera ser recordada como alguien que ha esperado en vano le afectaba profundamente, y más aún porque al principio él simplemente se había sonreído ante tal idea. Esa idea se fue haciendo más grave a medida que aumentaba la gravedad de su enfermedad, y el

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estado mental que a él le producía, el cual terminó por sentir como una especie de desfiguración de su propia persona exterior, podría pasar por otra de sus sorpresas. Aún más, esta vino unida a otra: la conciencia, realmente sorprendente, de una cuestión que él debería haberse permitido dar forma si se hubiera atrevido. ¿Qué significado tendría todo -esto es, qué significado tendría ella, ella y su espera en vano y su probable muerte y la insondable admonición de todo ello- si no era que, a esta hora del día, ya se había hecho simplemente, abrumadoramente tarde? Nunca él, en ninguno de los momentos de su extraña conciencia, había admitido el susurro de esta corrección; nunca, en estos últimos meses, había falseado tanto su convicción como para no mantener que lo que había de llegar tenía tiempo de hacerlo, ya lo tuviera él o no para recibirlo. Que al final él ciertamente no lo tuviera, o lo tuviera pero en la medida más escasa, tal y como las cosas se le estaban mostrando, se convirtió en la conclusión con la que sus viejas obsesiones habían de contar, y a esto no lo ayudaba la apariencia más y más confirmada de que la gran ambigüedad a cuya larga sombra había vivido casi no le había dejado margen. Dado que aún le quedaba tiempo tenía que encontrar su destino, ya que su destino solo podía ser realizado a tiempo, y a la vez que despertaba a la sensación de que ya no era joven, que exactamente era la sensación de estar acabado, y también la de ser débil, despertaba además a otra sensación. Todo pendía de lo mismo; él y su gran ambigüedad, ambos, estaban sujetos a una misma e indivisible ley. Cuando, en consecuencia, las posibilidades mismas se hubieran acabado, cuando el secreto de los dioses se hubiera debilitado, o incluso desvanecido, solo entonces se podría hablar de fracaso. No sería fracaso caer en la bancarrota, ser deshonrado, llevado a la picota o ahorcado; era fracaso no ser nada. Y así, en el oscuro valle en el que su camino había tomado este giro inopinado, él no se sorprendía en absoluto de andar a tientas. No le importaba que le sobreviniera una horrible quiebra, ni que se le pudiera asociar con cualquier ignominia o monstruosidad -pues no era tan decididamente viejo como para sufrirlo; nada de eso le importaba con tal de que fuera bastante proporcionado con respecto a la postura que él había mantenido toda su vida esperando ver cumplida la promesa de su llegada. Solo le quedaba un deseo: no haber sido traicionado.

IVY así fue como una tarde, cuando la primavera era nueva y joven, ella vio, por sí misma, cómo él dejaba traslucir de la manera más franca estas alarmas. Había ido a verla tarde, aunque aún no de noche, y ella se le había presentado en esa luz persistente y fresca de los últimos días de abril, que con frecuencia nos producen una tristeza más aguda que las horas más grises del otoño. La semama había sido cálida; la primavera se suponía que había empezado muy pronto, y May Bartram estaba sentada, por primera vez en el año, sin un fuego al lado, un hecho que, a ojos de Marcher, daba a la escena de la que la mujer formaba parte un aspecto suave y conclusivo, un aire de saber, en su inmaculado orden y su frialdad, en su regocijo sin sentido, que nunca volvería a haber en ella un fuego.

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El mismo aspecto de May Bartram, apenas podía él saber la razón, intensificaba esta nota. Casi tan blanca como la cera, con las marcas y los signos en la cara tan numerosos y delicados como si hubieran sido grabados por una aguja; con ropajes blancos y etéreos subrayados por una bufanda de un verde desvaído, cuyo delicado tono había sido consagrado por los años, ella era la imagen de una serena, exquisita, aunque impenetrable esfinge, cuya cabeza, o más aún toda su persona, podría haber estado enpolvada de plata. Era una esfinge, y, además, podría ser también un lirio, con sus frondas verdes y sus blancos pétalos, un lirio artificial, maravillosamente imitado y conservado en un fanal de cristal claro, siempre sin polvo ni manchas, aunque no exento de un leve desfallecimiento y una complejidad de pliegues desdibujados. La perfección en el cuidado de la casa, bien pulimentada y limpia, siempre reinaba en sus habitaciones, pero en ese momento a Marcher especialmente le pareció como si todo hubiera sido dispuesto, apartado o puesto en su lugar de modo que ella pudiera sentarse mano sobre mano sin nada que hacer. Ella estaba de sobra, según le pareció; su trabajo había terminado; se comunicaba con él como a través de un golfo, o como desde una isla de descanso que ella había ya alcanzado, y esto le hacía sentirse extrañamente abandonado.¿No sería que ella, durante tanto tiempo, había estado vigilando junto a él la respuesta a la pregunta de ambos y que ya había logrado, lo que vigilaba, ponerse al alcance de su vista y adquirir un nombre por lo que se había quedado sin ocupaciones? Él, a decir de ella, la había cargado tanto con estos asuntos, muchos meses antes, que incluso sabía algo que no quería decirle. Este era un punto sobre el que él, desde entonces, no había querido arriesgarse a presionarla, temiendo, como así fue, que terminara por establecer una distancia, un desacuerdo entre los dos. En fin, en en estos últimos tiempos él se había puesto nervioso, lo que en todos los años anteriores nunca había ocurrido; y lo raro es que su nerviosismo hubiera esperado hasta que él había comenzado a dudar, que se hubiera mantenido lejos mientras él se sentía seguro. Había algo, le parecía, que una palabra equivocada haría descender hasta su cabeza, algo que, a la postre, acabaría con su incertidumbre. Pero no quería pronunciar esa palabra equivocada: todo lo volvería feo. Quería que el conocimiento que le faltaba destilara sobre él, si pudiera, por su mismo augusto peso. Si ella tenía que abandonarle era seguramente porque se despediría. Por esto fue por lo que él no volvió a preguntarle, directamente, lo que ella sabía, pero también era, desde otra perspectiva, por lo que le dijo durante su visita: “¿Qué crees tú que es lo peor que, en este momento, puede ocurrirme a mí?”

A menudo le había preguntado esto en el pasado. Con el extraño e irregular ritmo de sus intensidades y evasiones habían intercambiado ideas al respecto y después habían visto cómo las ideas se desvanecían durante intervalos más fríos, se desvanecían como figuras dibujadas en la arena de la playa. Había sido incluso el signo de sus conversaciones que las más antiguas alusiones a ello requerían solo de un poco de alejamiento y reacción para surgir de nuevo, sonando entonces frescas. Así pues ella podía en ese momento encontrar su pregunta bastante nueva y tolerable. “Ah claro, he pensado mucho

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en ello, solo que siempre me sonaba tan antiguo que no podía imaginarme nada. Se me ocurren cosas terribles, entre las que es difícil elegir. Tú has tenido que hacer lo mismo.”

“Más bien. Siento ahora como si no hubiera hecho otra cosa. Me veo como si hubiera gastado mi vida pensando en nada más que en cosas terribles. Muchas de ellas te las he nombrado en diferentes momentos, pero hay otras que no podría nombrar”.

“¿Eran también demasiado terribles?”“También, también lo eran algunas de ellas”.

Le miró un minuto, y a él le pareció incongruene que sus ojos, cuando se captaban de ellos su entera claridad, fueran todavía tan hermosos como en la juventud, hermosos con una extraña y fría luz, una luz que, de alguna manera, era parte del efecto -si no era más bien parte de la causa- producido por la palidez y dura dulzura de la estación y la hora. “Y aún así”, dijo ella finalmente, “hay horrores que hemos mencionado”.

Ahondaba la extrañeza verla, en lo que semejaba una figura de un cuadro, hablar de “horrores”, pero en pocos minutos iba a hacer algo mucho más raro -si bien sería después cuando se daría él cuenta de hasta qué punto-y la señal de ello ya estaba en el aire. A este respecto uno de los signos era que sus ojos tuvieran de nuevo el mismo aleteo que en sus primeros contactos. Sin embargo tuvo que admitir la verdad de lo que ella dijo. “Oh sí, hubo veces en que fuimos muy lejos”. Le sorprendió que hablara como si todo se hubiera acabado. Bien, deseaba que fuera así, y para él ese acabamiento claramente dependía más y más de su compañera.

Pero lo que ella mostraba ahora era una blanda sonrisa. “¡Ay, lejos!”Resultaba curiosamente irónico. “¿Quieres decir que estás preparada para

llegar más allá?”Era frágil y vieja y encantadora mientras continuaba mirándole, aunque

era como si hubiera perdido el hilo. “¿Crees que fuimos demasiado lejos?”“¿Por qué? Según hablabas antes pensé que habíamos mirado a la mayoría

de las cosas a la cara.”“¿Incluyéndonos uno al otro?” Aún sonreía. “Pero tienes bastante razón.

Juntos hemos tenido mucha imaginación, a menudo grandes temores, pero algunos de ellos no nos los hemos contado.”

“Peor entonces, no los hemos encarado. Yo sí podría encararlo, creo, si supiera lo que tú piensas. Me parece”, explicó, “como si hubiera perdido mi poder para concebir tales cosas.” Y se preguntó si parecería tan hueco como sonaba. “Se ha gastado”.

“Por qué supones entonces”, preguntó ella, “que el mío no?”“Porque me has dado signos de lo contrario. Para ti no es una cuestión de

concebir, imaginar, comparar. Ahora no es cuestión de elegir”. Al fin se atrevió. “Tú sabes algo que yo no sé. Tú me lo has mostrado eso antes.”

Estas últimas palabras la afectaron considerablemente, él pudo verlo enseguida, y habló con firmeza. “Querido, yo a ti no te he mostrado nada”.

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Sacudió la cabeza. “No puedes ocultarlo”.“¡Ay, ay!” May Bartram murmuró acerca de lo que no podía ocultar. Era

casi como un suave gemido.“Lo reconociste hace meses, cuando te hablé de ello como de algo que tú

temías que yo averiguara. Tu respuesta fue que no podría, ni debería, y no quiero fingir que ya lo he averiguado. Pero desde entonces tú tienes algo en mente, y ahora veo que tiene que haber sido, que todavía es la posibilidad o las posibilidades que se han asentado en ti como lo peor. Por eso”, continuó, “es por lo que apelo a ti. Ahora solo le tengo miedo a la ignoracia; no le tengo miedo al conocimiento.” Y luego, como ella por unos momentos no decía nada, añadió: “De lo que estoy seguro es de que veo en tu cara y lo siento aquí, en este aire y en medio de estas apariencias, que tú ya has terminado. Ya estás satisfecha. Has tenido tu experiencia. Me dejas a mi destino.”

Ella escuchaba, inmóvil y blanca en su silla, como si en efecto tuviera que tomar alguna decisión, de modo que su entero comportamiento era una confesión implícita, o, a pesar de una mínima, sutil rigidez interior, una rendición imperfecta. “Sería lo peor”, consiguió decir finalmente. “Me refiero a lo que nunca te he dicho”.

Esto le calmó un momento. “¿Más monstruoso que todas las monstruosidades que hemos nombrado?”

“Más monstruoso. ¿No te parece suficientemente expresado llamándolo lo peor?”

Marcher pensó. “Ciertamente, si a lo que te refieres, como yo, es a algo que incluye todas las pérdidas y toda la vergüenza imaginable”.

“Así sería si sucede”, dijo May Bartram. “Porque, recuérdalo, de lo que estamos hablando es solo mi idea”.

“Es tu creencia”, insistió Marcher. “Con eso me basta. Pienso que tus creencias son correctas. Por tanto, si teniendo esta creencia no me das más luz sobre ello, me abandonas.”

“¡No, no!”, repitió ella. “Estoy contigo todavía, ¿no lo ves?” Y como para hacérselo más vívido se levantó de la silla -un movimiento que apenas hacía en esos días- y se le mostró, con sus blandos ropajes, en su levedad y delgadez. “No te he dejado”.

Aquello fue realmente, en su esfuerzo contra la debilidad, una generosa confirmación, y aunque el impulso no había sido afortunadamente grande, le había a él producido más dolor que placer. Pero el frío encanto de sus ojos había contagiado, mientras se alzaba ante él, al resto de su persona, de modo que por un minuto fue como si recuperara la juventud. No podía compadecerla por esto, solo podía tomarla tal y como se mostraba, capaz aún de ayudarle. Al mismo tiempo, era como si su luz pudiera apagarse en cualquier momento, así que tenía que sacar el máximo provecho de ello. Por delante de él pasaron las tres o cuatro cosas que más deseaba él saber, pero lo que le vino a los labios resumía verdaderamente todo lo demás. “Entonces dime si yo conscientemente sufriré.”

Enseguida ella movió su cabeza. “¡Nunca!”

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Esto confirmaba la autoridad que él le confería, y produjo en él un extraordinario efecto. “Y bien, ¿qué es mejor que eso? ¿No dijiste que era lo peor?”

“¿Piensas que nada es mejor que eso?”, preguntó ella.Parecía querer decir algo tan especial que de nuevo quedó ansiosamente

intrigado, aunque aún en el amanecer de una perspectiva aliviadora. “¿Por qué no?, si uno no sabe...” Tras lo cual, mientras sus ojos, después de la pregunta, se encontraban en silencio, el amanecer se hizo más intenso y, para ayudarle en su propósito, algo surgió prodigiosamente de la cara de May Bartram. Su misma cara, mientras percibía esto, repentinamente se sonrojó hasta la frente; jadeó poseído por la fuerza de una percepción en la que, en un instante, todo encajaba. El sonido de sus palabras entrecortadas llenaron el aire; luego consiguió articular. “Ya veo.¡Y si yo no sufro...!”

Sin embargo, en la mirada de ella había duda. “¿Qué es lo que ves?”“Lo que quieres decir. Lo que has querido decir siempre.”De nuevo sacudió la cabeza. “Lo que quiero decir no es lo que siempre he

querido decir. Es distinto”.“¿Es algo nuevo?”Ella vaciló. “Algo nuevo. No es lo que piensas. Veo lo que piensas.”Su intuición cogió nuevo aliento; solo las enmiendas de ella podían estar

equivocadas. “¿Es que soy un burro?”, preguntó entre débil y espantado. “¿Es que es todo un error?”

“¿Un error?”, repitió como en un eco lastimoso. Para ella, se dio cuenta Marcher, esa posiblidad sería monstruosa, y si su amiga le garantizaba la inmunidad contra el dolor, en consecuencia, no sería lo que ella tenía en mente. “Oh, no”, declaró Miss Bartram; “no es nada de esa clase. Tú tenías razón”.

Sin embargo él no pudo dejar de preguntarse si no estaría diciendo esto, al verse así presionada, simplemente para salvaguardarle. A él le pareció que en efecto se encontraría absolutamente perdido si su historia resultara al final una trivialidad. “¿Me estás diciendo la verdad, es decir, que no soy tan grandísimo idiota como para no soportar saber? ¿Que no he convivido con una vana imaginación, con la más estúpida de las ilusiones? ¿Que no he estado esperando para ver, al final, como se me cierra la puerta en la cara?”

Volvió a sacudir la cabeza. “Aunque el caso muestre eso, no es verdad. Cualquiera que sea la realidad, es la realidad. La puerta no está cerrada. La puerta está abierta”, dijo May Bartram.

“¿Entonces va a llegar algo?”De nuevo aguardó, siempre con sus fríos y dulces ojos en él. “Nunca es

demasiado tarde”. Con este delicado paso, ella había reducido la distancia entre los dos, y se mantuvo, por un minuto, más próxima, como si aún estuviera llena de lo no dicho. Su movimiento puede que fuera para darle más énfasis a lo que, al mismo tiempo, estaba dudando y decidiendo decir. Él se había quedado de pie junto a la chimenea, apagada y casi sin adornos, tan solo un perfecto y pequeño reloj francés y dos piezas de porcelana rosada. May Bartram agarraba el estante

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mientras esperaba; lo agarraba para apoyarse, pero también para darse valor. Sin embargo, solo le estaba esperando a él, es decir, él esperaba. Parecía, de repente, a partir del movimiento y actitud de ella, que su amiga, de una manera vívida y maravillosa, tenía algo más que ofrecerle y que relucía en su devastado rostro; relumbraba, casi con el mismo lustre blanco de la plata, en su expresión. Sin duda ella tenía razón, pues lo que él veía en su cara era la verdad, y extrañamente, sin consecuencias; mientras de lo que habían hablado, tan terrible, aún estaba en el aire y ella parecía mostrarlo desordenadamente inofensivo. Esto, como un repentino aturdimiento, no le provocaba sino balbuceos de agradecimiento por la revelación que ella le había hecho, de modo que continuaron callados por algunos minutos, su rostro luminoso ante él, su presencia imponderablemente apremiante y la mirada fija de él, amable pero expectante. Sin embargo, el final fue que lo que él estaba esperando no llegó a oírse. Algo distinto tomó su lugar, algo que al principio pareció consistir tan solo en que los ojos de la mujer se cerraron. Al mismo tiempo, lenta y delicadamente, se estremeció, y aunque él permanecía con la mirada absolutamente fija en su amiga, ella se apartó y regresó a su silla. Esto era el final de sus intentos, pero a él lo dejó pensando nada más que en ello.

“Bueno, ¿no me lo dices?”Mientras tanto ella había hecho sonar un timbre cerca de la chimenea y se

había hundido en la silla, muy pálida. “Me temo que estoy demasiado enferma”.“¿Demasiado enferma para decírmelo?” Le brotó vivamente, y casi le

llegó a los labios, el temor a que ella muriera sin darle luz. Se retuvo a tiempo de expresar su pregunta, pero ella respondió como si hubiera oído las palabras.

“¿No lo sabes, ahora?”“¿Ahora?” Ella había hablado como si algo distinto hubiera surgido en ese

momento. Pero la doncella, muy diligente al timbre, ya estaba con ellos. “Yo no sé nada”. Y se dijo a sí mismo después que debió de haber hablado con odiosa impaciencia, tanta como para mostrar que, completamente desconcertado, respecto a toda la cuestión se lavaba las manos.

“¡Ay!”, exclamó May Bartram.“¿Te duele algo?”, preguntó mientras la doncella se dirigía a ella.“No”, contestó May Bartram.La doncella, que la había rodeado con un brazo como para llevarla a la

habitación, fijó sobre él unos ojos que claramente contradecían esa negación, a pesar de lo cual él mostró una vez más su ceguera. “¿Qué ha ocurrido entonces?”

De nuevo, con ayuda de su compañera, ella se puso en pie, y, él, sintiendo el apartamiento que se le imponía, había alcanzado, desconcertado, el sombrero y los guantes y había llegado a la puerta. Aún así aguardó su respuesta. “Lo que tenía que ocurrir”, dijo.

V

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Regresó al siguiente día, pero ella no estaba en condiciones de verlo, y, por primera vez en todo el tiempo en que se conocían, se alejó, derrotado y dolorido, casi enfadado -o al menos sintiendo que esa ruptura en sus costumbres era el principio del fin- y vagó solo con sus pensamientos, especialmente con uno de ellos que era incapaz de acallar. Ella se estaba muriendo, y él la perdería. Ella se estaba muriendo, y con ella su vida también se acababa. Se detuvo en el parque y contempló ante él sus persistentes dudas. Lejos de ella la duda volvía a presionarlo. En su presencia había confiado en ella, pero sintiéndose así de desolado se volcó sobre la explicación más mano, la que le ofrecía, en vez de triste tormento, un pobre calor. Ella le había engañado para salvarlo, para entretenerlo con algo sobre lo que pudiera descansar. ¿Qué podía ser, después de todo, lo que le había de ocurrir, sino esto que estaba comenzando a suceder? Su agonía, su muerte, su consiguiente soledad. Eso era lo que él se había imaginado como la bestia en la jungla, eso era lo que estaba en manos del destino. Ella se lo había dicho cuando la dejaba; ¿a qué otra cosa en el mundo podía ella haberse referido si no? No era nada monstruoso, ni un hado raro y distinguido, ni un golpe de fortuna que abrumara e inmortalizase; solo era el sello de un destino común. Pero el pobre Marcher, en ese momento, sentía que el destino común era suficiente. Le haría las veces, e incluso como la consumación de una espera infinita, inclinaría su orgullo para aceptarlo. Se sentó en un banco mientras anochecía. No había sido un estúpido. Algo había sucedido, como ella había dicho. Antes de levantarse de nuevo ya le sorprendía que el acto final realmente estuviera en consonancia con la larga avenida a través de la cual había tenido que alcanzarlo. Compartiendo su intriga, dándose por entero, dando su vida para llevar esa intriga a su final, ella había venido con él en cada paso del camino. Él había vivido gracias a su ayuda; ignorar a su amiga sería una manera cruel y lamentable de perderla. ¿Qué podría ser más abrumador que eso?

Y bien, lo iba a saber esa semana, porque aunque lo mantuvo a distancia, inquieto y miserable durante una serie de días en los cuales preguntaba por ella para tener que alejarse de nuevo, ella terminó con sus aflicciones recibiéndolo donde siempre lo había recibido. Con todo ella había quedado expuesta, de manera algo peligrosa, a la presencia de tantas cosas que eran, consciente e inutilmente, la mitad de su pasado, y apenas le quedaba amabilidad, a pesar de sus deseos de mostrarla, para revisar las obsesiones de su amigo y dar cuerda a su viejo problema. Claramente eso era lo que ella quería; la única cosa que, para su propia tranquilidad, podría aún hacerla actuar. A él le afectó tanto el estado de su compañera, una vez se hubo sentado junto a ella, que decidió no mencionar nada de lo que le preocupaba. Fue ella, en consecuencia, quien le devolvió, quien retomó, antes de despedirlo, sus últimas palabras de la vez anterior. Mostró, de esa manera, cuánto deseaba dejar sus asuntos en orden. “No estoy segura de que comprendieras. No tienes que esperar más. Ya ha llegado”.

¡Cómo la miraba! “¿De verdad?”“De verdad”.“¿Lo que dijiste que tenía que llegar?”

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“Aquello por lo que en nuestra juventud comenzamos a vigilar”.Cara a cara de nuevo con ella volvió a creerla. No tenía nada objetivo con

lo que oponerse. “¿Quieres decir que ha llegado como un suceso definitivo y cierto, con su fecha y su nombre?”

“Definitivo y cierto. Sobre su nombre no sé nada, pero, la fecha..., claro que tiene una fecha”.

De nuevo se vio tan perdido como en medio del mar. “¿Pero me sucedió de noche? ¿Me pasó desapercibido?”

May Bartram mostraba su débil y extraña sonrisa. “Oh, no; no te pasó desapercibido”.

“Pero si no he sido consciente de ello, no me ha tocado...”“Ay, el que no hayas sido consciente de ello”, y pareció dudar un instante

si tratar ese asunto, “el que no hayas sido consciente de ello es lo más extraño de todo. Es la maravilla de las maravillas”. Hablaba con la dulzura casi de un niño enfermo, pero también por fin, cuando todo se acababa, con la perfecta firmeza de una sibila. Ella era consciente de que sabía, y el efecto que esto le hacía a él era el de algo coordinado, en su más alta característica, con la ley que siempre le había guiado. Era la voz verdadera de la ley, así habría sonado la ley misma en sus labios. “Claro que te ha tocado”, continuó. “Ha hecho su trabajo. Te ha suyo por completo”.

“¿Tan por completo sin yo saberlo?”“Tan por completo sin tú saberlo”. Marcher estaba inclinado hacia su

amiga, con la mano apoyada sobre el brazo de su silla. La mujer, sonriendo oscuramente, disfrutaba con su dominio. “Es suficiente con que lo sepa yo”.

“¡Ah!”, profirió él confundido, de la misma manera que ella, tan a menudo, en el pasado.

“Lo que hace tanto tiempo dije es verdad. Ahora nunca lo sabrás, y creo que deberías estar contento. Ya lo has conseguido”, dijo May Bartram.

“¿Pero qué es lo que he conseguido?”“Lo que iba a hacerte distinto. La prueba de tu ley. Ha actuado. Estoy

encantada”, añadió luego con fuerza, “de haber sido capaz de ver lo que no es”.Continuaba con los ojos fijos en ella, y con la sensación de que todo

estaba más allá de sí mismo, incluido ella, hubiera seguido desafiándola con viveza de no haber creído que habría sido un abuso de su debilidad hacer algo más que aceptar devotamente lo que ella le ofrecía, aceptarlo tan en paz como se acepta una revelación. Si habló fue porque no previó la soledad que se le avecinaba. “¿Si estás encantada de lo que no es, es porque podría haber sido peor?”

May Bartram apartó los ojos y miró hacia delante. “Bueno, ya sabes cuáles eran nuestros temores”.

Se quedó intrigado. “¿Es entonces algo que nunca habíamos temido?”Al oír esto, lentamente volvió a mirarlo. “¿Entre todos nuestros sueños

hubo alguna vez uno en el que nosotros estuviéramos así sentados hablando de ello?”

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Por un momento intentó recordar si había habido alguno, pero era como si sus sueños, tan numerosos, estuvieran disueltos en una fría y espesa niebla, en la que el mismo pensamiento se perdía. “¿Tal vez es que no podíamos hablar?”

“Bueno”,hizo un esfuerzo por él “no desde ese aspecto. En este caso es desde el otro”.

“Me parece”, insistió el pobre Marcher, “que para mí todos los aspectos son el mismo.” Luego, mientras ella sacudía suavemente la cabeza para corregirle, añadió: “¿Tal y como eran las cosas, no podríamos haber llegado...?”

“A donde estamos ahora, no. Estamos aquí”,enfatizó débilmente.“Y mucho bien nos hace”, comentó con franqueza su amigo.“Nos hace el bien que puede. Nos hace el bien que no está aquí. Es

pasado. Está detrás de nosotros”, dijo May Bartram. “Antes...”, pero su voz desfalleció.

Se había levantado para no cansarla, pero le era difícil combatir su ansiedad. Después de todo ella no le había dicho sino que la luz que él había mantenido encendida se había consumido, lo cual ya lo sabía él sin que ella se lo dijera. “¿Antes...?”, repitió él desconcertado.

“Antes, ya lo ves, estaba siempre por llegar, lo que lo mantuvo presente”.“Bueno, no me importa lo que viene ahora. Además”, añadió Marcher,

“me parece que lo prefiero presente, como dices, antes que ausente con tu ausencia”.

“¡Oh, la mía!”, y se burló con el gesto de sus pálidas manos.“Con la ausencia de todo”. Tuvo la terrible sensación -sensación de estar

cayendo sin fin- que esta era la última vez en sus vidas que estaba ante ella. Lo sentía como un peso que apenas podía soportar, pero fue este peso el que aún sacó de él lo que le quedaba de protesta expresable. “Te creo, pero no puedo ni intentar fingir que te comprenda. Nada, para mí, es pasado. Nada será pasado hasta que yo mismo lo sea, lo que ruego a las estrellas que ocurra lo antes posible. Decir, sin embargo”, añadió, “que me he comido el pastel, como tú sostienes, hasta la última migaja... ¿Cómo lo que nunca he sentido en absoluto puede ser lo que estaba yo elegido para sentir?”

Lo miró, aunque puede que no directamente del todo, pero lo miro sin perturbarse. “Das por seguros tus sentimientos. Tú ibas a sufrir tu destino,lo que, necesariamente, no significaba conocerlo”.

“¿Y cómo, por todos los cielos? ¡Si conocer es sufrir.!”Alzó su mirada hacia él un instante, en silencio. “No, no comprendes”.“Sufro”.“¡No, no!”“¿Cómo puedo dejar de sentir al menos eso?”“No”, repitió May Bartram.Hablaba en un tono tan especial, a pesar de su debilidad, que fijó en ella

su mirada un momento, por ver si alguna luz, hasta ahora oculta, dejaba entreverse con su visión. De nuevo cayó la oscuridad, pero el débil resplandor se le había convertido ya en una idea. “¿Porque no tengo razones...?”

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“No sepas, cuando no lo necesitas”, le urgió ella compasiva. “No lo necesitas, no debemos”.

“¿No debemos?” Daría todo por saber lo que ella quería decir.“No, es demasiado”.“¿Demasiado?”, volvió a preguntar, pero con tanta ofuscación que

mostraba lo cerca que estaba de rendirse. Sus palabras, si significaban algo, le afectaron en esa luz -la luz también de su rostro devastado- que el significado total comporta. El sentido de lo que para ella había sido el conocimiento irrumpió en él con un ímpetu que desembocó en una pregunta. “¿Es de eso, entonces, de lo que estás muriéndote?”

Simplemente lo miró, al principio con gravedad, como para ver dónde estaba, y puede que viera alguna cosa, o temido algo, que le provocara lástima. “Viviría por ti todavía, si pudiera”. Cerró los ojos un momento, como si, concentrada en sí misma, estuviera intentándolo por última vez. “¡Pero no puedo!”, y los levantó de nuevo hacia él para despedirse.

No pudo, en efecto, por demasiado rápido o abrupto que parezca, y no tuvo él, después de esto, otra visión de ella que oscuridad y ruina. Se habían separado para siempre en medio de esa extraña conversación. Acceder a la habitación de su dolor, rígidamente protegida, estuvo para él casi enteramente prohibido. Ahora sentía además, en las caras de los médicos, las enfermeras, los dos o tres parientes que habían llegado atraídos por la indudable suposición de lo que ella había de “dejar”, qué pocos eran los derechos, como se denominaba en estos casos, que podía él alegar, e incluso qué raro habría resultado que la intimidad entre ambos se los hubiera otorgado. El más estúpido de los primos lejanos poseía más que él, aunque ella no hubiera tenido nada que ver en la vida de esa persona. Ella había sido el rasgo más distintivo, lo más notable en la suya; ¿qué otra cosa podía hacerlo a él más indispensable? Inexplicablemente extraños eran los caminos de la existencia, que le impedían reclamar cualquier derecho de amistad. Una mujer podía haber sido todo para él, como en efecto era, y esto no parecía que estableciera conexión que alguien pareciera obligado a reconocer. Si así fue en aquellas últimas semanas, el caso se hizo más doloroso con motivo de los oficios que recibió, en el grande y gris cementerio de Londres, su mortal y preciosa amiga. La gente congregada en su tumba no fue mucha, pero a él se le trató como si hubiera sido uno más entre cientos. Fue en fin en este momento cuando él se vio cara a cara con el hecho de que podía sacar poco provecho del interés que May Bartram se había tomado por él. Apenas podía decir cuáles habían sido sus expectativas al respecto, pero, en cualquier caso, no había desde luego imaginado la perspectiva de esta doble privación. No solo había perdido el interés de ella, sino que parecía también sentirse desatendido -y a causa de algo que era incapaz de rastrear- al menos en cuanto a la distinción, dignidad, decoro de un hombre claramente despojado. Era como si, a ojos de la sociedad, él no hubiera sido claramente despojado, como si aún faltara algún signo que lo demostrara, y como si, no obstante, su personalidad nunca pudiera ser afirmada, ni la deficiencia suplida. Hubo momentos, con el correr de las

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semanas, en los que le hubiera gustado, mediante algún acto agresivo, hacer hincapié sobre la intimidad de su pérdida con el fin de que pudiera ser cuestionada y así, su réplica, para alivio de su espíritu, registrada, pero a estos momentos les seguían rápidamente los de una irritación más desvalida, momentos durante los cuales, más consciente, pero asimismo enfrentado a un horizonte más desnudo, se veía preguntándose si quizás no debería haber comenzado, por así hablar, desde mucho más atrás.

Se veía, en efecto, preguntándose muchas cosas, una detrás de otra. ¿Qué podría él, después de todo, haber hecho, en vida de ella, que no los expusiera a ambos? No habría podido dar a conocer que ella le custodiaba, pues ello habría publicado la superstición de la Bestia. Esto era lo que cerraba su boca ahora, ahora que la Jungla había sido trillada hasta dejarla vacía y la Bestia se había escabullido. Sonaba demasiado tonto y demasiado simple. La extinción del elemento de intriga en su vida la había hecho tan diferente que se sorprendía. Apenas podía decir a qué se parecía el resultado de esta extinción, quizás al cese abrupto, a la tajante prohibición de la música en algún lugar completamente preparado y acostumbrado a la sonoridad y la atención. Si por lo menos pudiera haber concebido separar el velo de su imagen en algún momento del pasado (¿después de todo qué había hecho sino levantárselo para ella?), para hacerlo así en el presente, y hablar con la gente a lo largo de la jungla, ya limpia, y confiarles que ahora la sentía tan segura; lo habría hecho no solo para verles escuchar como se escucha el cuento de una abuela, sino realmente para oírse a sí mismo contarlo. Lo que en esos momentos surgía como la verdad era que el pobre Marcher vadeaba penosamente a traves de sus trilladas praderas -donde no bullía vida alguna, donde no alentaba respiración alguna, donde ningún ojo diabólico parecía brillar desde algún posible cubil- igual que si buscara vagamente a la Bestia, y, aún más, como si la hubiera perdido. Caminaba por una existencia que se había hecho extrañamente más espaciosa, y, parándose vacilante en lugares donde los matorrales le parecía que albergaban vida más próxima, se preguntaba ansioso, en secreto, dolorido, si pudiera estar acechándole aquí o allá. Habría saltado si así fuera; al menos sí que mantenía la creencia completa de que la certidumbre que se había otorgado a sí mismo era verdad. El cambio desde su vieja concepción a la nueva era absoluto y definitivo: lo que tenía que suceder había sucedido absoluta y definitivamente, de modo que él ya era tan poco capaz de descubrir algún temor en su futuro como alguna esperanza, ausente como estaba cualquier interrogante acerca de lo que pudiera aún sobrevenir. Estaba obligado a convivir enteramente con la otra pregunta, la de su pasado sin identidicar, la de tener que ver su fortuna impenetrablemente oculta y enmascarada.

El tormento de esta visión se convirtió por tanto en su ocupación. Quizás no podría haber resistido vivir sin la posibilidad de imaginar. Su amiga le había dicho que no imaginara; le había prohibido, en lo que podía, conocer, e incluso, de alguna manera le había negado el poder de aprender, lo que justamente era, por encima de tantas cosas, privarle del resto. Lo que él quería, en justicia, no

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era que sucediera de nuevo lo que había sucedido; solo deseaba que, como un anticlimax, no le hubiera sorprendido tan profundamente dormido como para ser incapaz de recuperar, mediante un esfuerzo del pensamiento, la materia perdida de su consciencia. A veces se decía que conseguiría recuperar esa consciencia para siempre; hizo de esa idea su único motivo; en suma, la convirtió, más que ninguna otra, en su pasión. La materia perdida de su consciencia pasó a ser así para él como un niño extraviado o raptado para un padre inconsolable; la rastreaba de acá para allá lo mismo que si fuera llamando a las puertas y preguntando a la policía. Fue con este espíritu, inevitablemente, con el que partió en un viaje que sería tan largo como pudiera. Ante él bullía la idea de que al otro lado del globo, aunque tendría menos cosas para decirse, por un poder de sugestión tal vez habría más. Antes de dejar Londres, sin embargo, peregrinó a la tumba de May Bartram; se dirigió hacia ella a través de las interminables avenidas de la severa necrópolis suburbana, la divisó entte otras tumbas solitarias, y, a pesar de que tan solo se había acercado allá con la intención de despedirse de nuevo, se halló a sí mismo, una vez que estuvo junto a ella, entretenido en prolongados e intensos pensamientos. Durante una hora se mantuvo allí de pie, incapaz de marcharse e incapaz, sin embargo, de penetrar en la oscuridad de la muerte; grabando en sus ojos su nombre inscrito y la fecha, golpeando su frente contra el secreto que contenían, aguantando su aliento como si, por compasión hacia él, pudiera surgir algún sentido de las piedras. En vano, sin embargo, se arrodilló sobre las piedras; no dejaban traslucir lo que ocultaban, y si la cara de la tumba llegó a ser un rostro para él fue porque las dos palabras del nombre de ella eran como un par de ojos que no le conocían. Los miró largamente por última vez, pero no brotó de ellos ni la más pálida luz.

VI

Después de esto estuvo fuera un año. Visitó las profundidades de Asia, entreteniéndose en escenas de interés romántico, de superlativa santidad, pero lo que estaba presente por donde fuera era que para un hombre como él que había conocido lo que él había conocido, el mundo era vulgar y vano. El estado mental en el que había vivido durante tantos años resplandecía a través de él, se reflejaba, como una luz que coloreara y refinara, una luz junto a la cual los relumbres de Oriente resultaban ostentosos, baratos y ralos. La terrible verdad era que él había perdido también -con todo lo demás- una distinción; las cosas que veía no podían dejar de ser comunes cuando él se había convertido en común para mirarlas. Él mismo era ahora, simplemente, una de ellas; estaba en el polvo, sin una espita que pusiera en funcionamiento el sentido de la diferencia. Y había horas en las que, delante de los templos de los dioses y los sepulcros de los reyes, su espíritu, por nobleza de asociación, tornaba a la losa, apenas distinguible, del suburbio de Londres. En este único testimonio se había convertido para él, y más intensamente con el tiempo y la distancia, un pasado glorioso. Era todo lo que le había quedado como prueba u orgullo, si bien las

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pasadas glorias de los faraones no eran nada para él cuando pensaba en ello. Poco sorprenderá entonces que lo evocara de nuevo la mañana de su regreso. Esta vez se vio arrastrado igual de irrestiblemente que otras, pero casi con una confianza que sin duda era efecto de los muchos meses de ausencia. Había vivido, a pesar de sí mismo, inmerso en su cambio de sentimientos, y errando por la tierra había errado, por así decir, desde el perímetro al centro de su desierto. Se había serenado, por su seguridad, y había aceptado a la fuerza la extinción sufrida, imaginándose a sí mismo, con cierta viveza, parecido a algunos viejecillos que recordaba haber visto, de quienes, por muy magros y marchitos que parecieran, se contaba que en su tiempo habían luchado en veinte duelos y habían sido amados por diez princesas. En efecto, habían sido admirables para otros, mientras él solo era admirable para sí mismo, lo cual, sin embargo, era la causa exacta de su prisa en renovar la maravilla regresando, como podría él decir, en presencia de sí mismo. Esto fue lo que aceleró sus pasos y detuvo su tardanza. Si se apresuró a hacer su visita fue porque había estado separado mucho tiempo de la única parte de sí mismo que él ahora valoraba.En consecuencia no es falso si se dice que alcanzó su meta con un cierto júbilo y aguantó otra vez allí en pie con cierto buen ánimo. La criatura que yacía bajo la tierra sabía de su curiosa experiencia, de modo que, de forma extraña, el lugar había perdido para él aquel antiguo vacío de expresión: lo recibió con dulzura, no, como la vez anterior, burlándose de él; exhibía para él el aire de consciente saludo que encontramos, tras una ausencia, en las cosas que nos han pertenecido de manera muy cercana y que parecen transmitirnos desde ellas mismas tal conexión. El pedazo de tierra, la losa grabada, las cuidadas flores, las sentía como si fueran suyas, de modo que se vio en ese momento como un satisfecho terrateniente echando un vistazo a una de sus propiedades. Sea cual fuere lo que hubiera ocurrido, había ocurrido y nada más. No había regresado esta vez con la vanidad de aquella pregunta, su antigua preocupación -¿Qué, qué?”- ahora ya tan gastada. Con todo, no querría volver a separarse jamás de ese lugar; regresaría a él una vez al mes, pues si no conseguía ayudarse de otra manera, por lo menos ahí él sería capaz de detener su cabeza. De este modo aquel sitio se le convirtió, por la vía más extraña, en un indudable recurso; llevó a cabo su idea de periódicos regresos, la cual se convirtió, al final, en una de sus más inveteradas costumbres. A lo que todo esto apuntaba, por raro que parezca, era a que, en su mundo, ahora tan simplificado, este jardín de muerte le ofrecía los pocos metros cuadrados de tierra sobre los que podía sentirse más vivo. Era como si, al no ser nada en lugar alguno para nadie, nada incluso para sí mismo, ahí lo fuera todo, y si no para una muchedumbre de testigos, o en efecto para ninguno excepto John Marcher, con indisputable derecho de registrador podría escudriñar en algo semejante a una página abierta. La página abierta era la tumba de su amiga, y ahí estaban los hechos del pasado, la verdad de su vida, las remotas distancias en las que podía perderse, lo cual hacía de vez en cuando, y con tales efectos que le parecía vagar por los viejos años agarrado del brazo de

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su compañera, que era, de la forma más extraordinaria, su otro yo, él mismo más joven. También en otras ocasiones le parecía deambular, lo que aún era más extraordinario, una y otra vez alrededor de una tercera presencia, permaneciendo su amiga quieta, mientras con los ojos, que giraban a la vez que él lo hacía, nunca dejaba de seguirlo, siendo el lugar donde ella se mantenía sentada, por así decir, su punto de orientación. De esta manera, en fin, terminó por vivir, nutriéndose solamente del sentido que una vez tuvo su vida, y dependiendo de ello no solo como apoyo, sino como identidad.Con esto tuvo suficiente durante meses, hasta que transcurió un año. Habría ido, sin duda, mucho más lejos, si no hubiera sido por un accidente, muy leve, que le llevó en otra dirección, una dirección bastante diferente, con una fuerza que superaba cualesquiera de sus impresiones en Egipto o la India. Fue algo meramente casual -como el giro de un cabello, le parecería a él después, aunque en efecto viviría aún para creer que por muy leve que le hubiera llegado, lo hubiera hecho igual de otra manera. Iba a vivir para creer esto, digo, si bien, y no puedo dejar de mencionarlo, no iba a vivir para hacer mucho más. Le permitimos, en cualquier caso, el beneficio de la convicción, pugnando en él hasta el final, de que, cualquier cosa que pudiera haber sucedido o no sucedido, le había hecho despertar de nuevo a la luz. El incidente de un día de otoño había puesto en marcha el tren arrumbado desde hacía tiempo por culpa de sus mismas penas. Con la luz ante él supo que, por muy reciente que fuera, su dolor había sido tan solo suavizado. Era como si ese dolor estuviera narcotizado, pero palpitante: a un simple toque sangraba. Y el toque, en este caso, fue el rostro de otro mortal. Ese rostro, una tarde gris, cuando las hojas cubrían espesamente los caminos, miró dentro de Marcher, en el cementerio, con una expresión como el filo de una cuchilla. Es decir, la sintió tan profundamente dentro de él que retrocedió ante su firme acometida. La persona que tan calladamente le asaltó era una figura que había visto, llegando él a su desino, absorta junto a una tumba un poco más lejos, una tumba aparentemente reciente, con lo que la emoción del visitante, tan sincera, estaría justificada. Por este simple hecho la escena no merecía mayor atención, aunque durante el tiempo que Marcher permaneció ahí se mantuvo vagamente consciente de su vecino, un hombre enlutado, de mediana edad, cuya espalda arqueada siempre quedaba visible, entre el enjambre de monumentos y cipreses. La teoría de Marcher de que esos eran elementos en contacto con lo que él mismo revivía, había sufrido, en esta ocasión, hay que darlo por seguro, un sensible aunque inescrutable contratiempo. El día de otoño le parecía horrendo como ningún otro le había parecido, mientras descansaba con una pesadez hasta ahora desconocida sobre la lápida donde figuraba el nombre de May Bartram. Descansaba sin poder moverse, como si algún resorte, algún salvoconducto, de repente se hubiera roto para siempre. Si en este momento pudiera haber hecho lo que quería, se habría tendido simplemente sobre la losa, lista para recibirlo, tratándola como un lugar preparado para acoger su último sueño. ¿Qué sentido tenía que ahora hubiera de mantenerse despierto? Miró hacia delante mientras se preguntaba esto, y fue entonces cuando, desde

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uno de los caminos del cementerio que pasaban junto a él, recibió el golpe de aquel rostro.Su vecino de la otra tumba se había retirado, como él, de haber tenido fuerzas para moverse, habría hecho hacía tiempo, y avanzaba a lo largo de la senda hacia una de las puertas. El hombre se le iba aproximando, su paso era lento, de modo que -y dado que en su mirada lo más llamativo era una especie de vehemencia- por un minuto los dos quedaron directamente confrontados. En el acto Marcher percibió en él a un hombre profundamente afligido, una percepción tan nítida que no había ninguna otra cosa en su imagen que expresara vida, ni su indumentaria, ni su edad, ni su supuesto carácter o categoría; nada estaba vivo excepto el profundo estrago en los rasgos que ese hombre mostraba. Él los mostraba, eso era lo importante. Se le veía movido, según pasaba, por algún impulso que podría ser una señal de conmiseración, o más probablemente, un desafío dirigido al dolor del otro. Quizás ya se había dado cuenta antes de la presencia de nuestro amigo; puede que, en alguna hora anterior, hubiese notado en él el suave hábito que escenificaba, con el que la situación de sus sentimientos tan poco encajaba, y eso le hubiera movido a alguna clase de manifiesta antipatía. Lo que, en primer lugar, Marcher comprendió fue que la imagen de dañada pasión que se le presentaba era también consciente, consciente de algo que profanaba el aire; y en segundo lugar que, alerta, sobrecogido, impresionado, enseguida la estaba estudiando, según se iba, con envidia. La cosa más extraordianria que le había ocurrido -aunque también le había dado ese nombre a otros asuntos- tuvo lugar, después de su inmediata y vaga observación, como consecuencia de esta impresión. El extraño pasó, pero el crudo resplandor de su pena siguió ahí, haciendo que nuestro amigo se preguntara, con compasión, qué error, qué herida expresaba, que daño imposible de calmar. ¿Qué podía haberle hecho a ese hombre, qué perdida, desfallecer así y con todo seguir vivo?Algo que -y esta idea le llegó con una punzada- él, John Marcher, no tenía; prueba de lo cual era precisamente el árido final de John Marcher. No había habido pasión que le conmoviera, pues esto era lo que significaba la pasión. Había sobrevivido y murmurado, se había puesto lánguido, ¿pero dónde había estado su profunda desolación? Eso extraordinario de lo que hablaba fue el repentino ímpetu del resultado de esta pregunta. La mirada que hacía un rato habían encontrado sus ojos le nombraba, como en letras de fuego, algo que él manifiesta e insanamente había omitido, y lo que él había omitido se convirtió en un tren en llamas, se hizo fuerte en una angustia que le palpitaba hacia dentro. Había visto por fuera de su vida -no lo había aprendido desde su interior- la manera en que se lloraba la pérdida de una mujer cuando se la ha amado por ella misma: esa era la fuerza de su convicción de lo que significaba el rostro del extraño, el cual aún fulguraba como una antorcha humeante. El conocimiento no había llegado a él en brazos de la experiencia, sino que se le había restregado, le había dado empellones, echado abajo, con la falta de respeto de una casualidad, la insolencia de un accidente. Pero ahora que la iluminación había comenzado

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ya resplandecía en el cénit, y a lo que en ese momento miraba allí de pie era al fondo vacío de su vida. Miraba, tomaba aliento dolorido. Regresó de su congoja y, al regresar, lo que encontró ante él fue, más punzante que nunca, la página abierta de su pequeña historia. El nombre sobre la lápida le golpeó igual que había hecho su vecino al pasar; y lo que le dijo, de lo que su rostro estaba lleno, fue que ella era lo que él había omitido. Este fue el terrible pensamiento, la respuesta a todo el pasado, la visión a cuya espantosa claridad regresaba, gélido como la piedra debajo de él. Todo se desmoronó a la vez, todo confesó, explicó. abrumó, dejándole estupefacto ante la ceguera que había alimentado. El destino para el que estaba elegido lo había encontrado, y se vengaba: había apurado la copa hasta el final para darse cuenta de que en realidad solo había sido el hombre de su tiempo, el hombre, a quien nada en absoluto le sucede. Esta era la extraña jugada, eso fue lo que se le apareció. Así lo vio, como decimos, con pálido horror, mientras las piezas encajaban una tras otra. Así lo vio ella, y él no, así había conseguido ella, al final, apropiarse de la verdad. La verdad, vívida y monstruosa, era que todo el tiempo que la había estado esperando fue perdiendo trozos de sí mismo. Esto lo había visto, en un momento dado, su compañera de vigilia, y ella le había ofrecido la oportunidad de eludir su destino. Los destinos nunca pueden eludirse, sin embargo, y el día que ella le había dicho que el suyo ya había llegado, le había visto tan solo clavar la mirada, como un estúpido, en la escapatoria que ella le ofrecía.La escapatoria habría sido amarla, entonces, entonces él se habría salvado. Ella había vivido -¿quién podría decir ahora con cuánta pasión?- , pues ella le había amado por sí mismo, mientras que él nunca había pensado en ella (¡ah, qué enormemente le deslumbraba ahora esto!), sino con la frialdad de su egoísmo y a la luz de su utilidad. Sus palabras volvían, y la cadena se estrechaba y se estrechaba más. La bestia, en efecto, había acechado, y la bestia, a la hora oportuna, había saltado. Había saltado aquel crepúsculo del frío abril cuando enferma, pálida, consumida, pero aún hermosa, y quizás entonces incluso recuperable, se había levantado de su silla para ponerse en pie delante de él y permitirle imaginar. Había saltado cuando él fue incapaz de hacerlo; había saltado cuando ella, sin esperanzas, se dio la vuelta y la indicación, para cuando él ya se había marchado, había caído donde tenía que caer. Él había justificado su miedo y alcanzado su destino; había fracasado, con total exactitud, en todo lo que tenía que fracasar; y un quejido se alzaba ahora hasta sus labios, mientras recordaba cómo ella le había rogado que no supiera. Ese horror a despertar, eso era el conocimiento, conocimiento bajo cuyo aliento las mismas lágrimas parecían congelársele en los ojos. A través de ellas, sin embargo, intentó fijarlo y conservarlo; lo mantuvo ahí, delante de él, de modo que pudiera sentir el dolor. Esto al menos, tardío y amargo, tenía algo del sabor de la vida. Pero la amargura de repente lo enfermó, y fue como si horriblemente viera, en la verdad, en la crueldad de su propia imagen, lo que había sido dispuesto y concluido. Vio la jungla de su vida, y vio a la bestia acechante. Entonces, mientras miraba, la percibió, como a través de un remolino en el aire, alzarse, enorme y maloliente,

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para saltar sobre él. Una sombra oscureció su ojo: ya estaba cerca; y girando instintivamente para evitarla, en su alucinación, se arrojó de bruces sobre la tumba.

FIN

(Esta modesta traducción del inglés fue realizada en Calpe por Rafael Daza durante el mes de agosto de 2001, y va dedicada a Regina Prado, que algún dichoso día decidió saltarle de entre la maleza y así le brindó la oportunidad de amarla para siempre).