36
Agosto 2009 Número 464 Colección popular ISSN: 0185-3716 Roger Caillois Joaquín María Machado de Assis Tomaso Campanella André Breton Rosa Matteucci Carlos Castaneda Emilio Cecchi Laurence Sterne Graham Greene Albert Béguin Cyril Connolly Poema Carlos Pellicer

La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

  • Upload
    vunhan

  • View
    215

  • Download
    1

Embed Size (px)

Citation preview

Page 1: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

Agosto 2009 Número 464

Colección popular

ISSN

: 018

5-37

16

■ Roger Caillois ■ Joaquín María Machado de Assis ■ Tomaso Campanella ■ André Breton

■ Rosa Matteucci ■ Carlos Castaneda ■ Emilio Cecchi ■ Laurence Sterne ■ Graham

Greene ■ Albert Béguin ■ Cyril Connolly

Poema ■ Carlos Pellicer

Page 3: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 1

SumarioPoemas 3

Carlos PellicerLa delegación 4

Roger CailloisÓbito del autor 7

Joaquín María Machado de AssisLa ciudad del Sol 8

Tomaso CampanellaLa disgregación del dadaísmo/ El proceso

Barrès/ Benjamín Péret/ Inicios del surrealismo propiamente dicho 10André Breton

Memorias del conde gogolo 14Rosa Matteucci

Las enseñanzas de don Juan 15Carlos Castaneda

México 19Emilio Cecchi

Viaje sentimental por Francia e Italia 21Laurence Sterne

El General 23Graham Greene

Cartas de Léon Bloy a Villiers de L’Isle-Adam 26Albert Béguin

Primera parte (1880-1920) 30Cyril Connolly

El malefi cio de Hermann Broch 32Por Francisco Goñi

Ilustraciones de portada e interiores de Edgar Cano.

Page 4: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

Director del FCE

Joaquín Díez-Canedo

Director de la GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

EditorMoramay Herrera Kuri

Consejo editorialSergio González Rodríguez, Alberto Ruy Sánchez, Nicolás Alvarado, Pa-blo Boullosa, Miguel Ángel Echega-ray, Martí Soler, Ricardo Nudelman, Juan Carlos Rodríguez, Citla li Ma-rroquín, Paola Morán, Miguel Ángel Moncada Rueda, Geney Beltrán Fé-lix, Víctor Kuri, Oscar Morales.

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónMiguel Venegas Geffroy

Versión para internetDepartamento de Integración Digital del fcewww.fondodeculturaeconomica.com/LaGaceta.asp

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Moramay Herrera. Certifi -cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedi-dos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nom-bre registrado en el Instituto Nacio-nal del Derecho de Autor, con el nú-mero 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Registro Pos-tal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

Correo electró[email protected]

2 la Gaceta número 464, agosto 2009

El fce no sólo promueve y apoya las letras mexicanas y latinoamericanas, sino que apuesta por una cultura vasta y cosmopolita, proyectando así una silueta que trascien-de el provincialismo que muchas veces impera en nuestro entorno. Basta echar una mirada a su catálogo para darnos cuenta de ello. A lo largo de sus 75 años de vida, ha sido y es referencia obligada para cualquier persona que esté interesada en leer bue-nos libros. Dos de sus colecciones son ejemplares al respecto: Breviarios y Colección popular. Esta última, por su nombre mismo, posee una cierta ironía que la hace es-pecial. ¿Qué se entiende por un libro de carácter popular? Para el fce, no precisa-mente un libro sencillo, de fácil lectura, que sacie sin miramientos el gusto compla-ciente de la gran mayoría de los lectores. Por el contrario, es un libro complejo —en el buen sentido de la palabra—, que invita a quien lo lea no sólo a disfrutar de su lectura, sino a enriquecer su espíritu de maneras que incluso pueden pasarle inadver-tidas. ¡Claro que los libros populares son para las masas!, pero sólo cuando las masas se convierten en individuos, atrapados por la magia que ejercen estos enigmáticos objetos. La Colección popular alberga en su haber escritores de distintos géneros, estilos y nacionalidades, en pocas palabras, la diversidad impera…, excepto en una cosa: la calidad.

Este número de la Gaceta hace un pequeño homenaje a esta espléndida colección, publicando a algunos de sus representantes más egregios, con el fi n de mostrar que lo que se considera alta cultura no está divorciado de lo popular. Los nombres aquí enumerados hablan por sí solos: Carlos Pellicer, Léon Bloy, Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos Castaneda, Machado de Assis, Cam-panella, Cyril Connolly, Emilo Cecchi. Finalmente, contamos con el pequeño cuen-to que Rosa Matteucci escribió especialmente para la Gaceta, complementando y re-frendando este arriesgado pero indispensable viaje que encarna la Colección popular.

Los buenos libros hacen a las buenas editoriales, y eso es algo que no debe olvi-darse. G

Page 5: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 3

La danza

Pie fugaz de la danza, pie divinocuyo tacto doró la última tierraPaso de onda, libertad que encierrasangre y viento en la fl or de su destino.

Tono y compás orillan el caminoque abisma el pie con su sagrada guerra.(Desnudaba la brida una honda tierra, música y paz y tiempos para el trino.)

Movía el corazón ruedas doradasen un juego de sombras avivadaspor la espiral que asciende y perfecciona,

y el ritmo, todo desnudez, ceñíalos arcos de una vívida corona,pie de la danza y copa sobre el día.

[México, 1924]

Soneto

Para Adolfo Best Maugard, después de contemplar sus últimos cuadros

¿Con qué mirada he de mirar lo vistocon tus ojos que ven lo no mirado?¿En qué luz estaré, y qué tecladohe de tocar, seguro de que existo?

¡Qué mundo el de los ojos! Imprevistocomo la ordenación de lo creado.La luz que alimonó festín brocadosurge descalzo día lleno de Jesucristo.

Pintar con ojos y mirar con manospara ver de tocar los más lejanoscielos del corazón. El Universo

es sólo un ojo inmenso; su miradase ahonda en lo ordenado y lo disperso.Desde la luz se mira hacia la nada. G

Poemas*Carlos Pellicer

* Carlos Pellicer, Primera antología poética, fce, México, 2002.

Page 6: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

4 la Gaceta número 464, agosto 2009

Aparece aquí un hecho nuevo, cuyo signifi cado y cuyo alcance es importante comprender claramente. La delegación es una forma degradada y diluida de la mimicry, única que puede pros-perar en un mundo regido por los principios acoplados del mérito y de la suerte. La mayoría fracasa en los concursos o no está en posibilidad de presentarse a ellos. O no tienen entrada o no tienen éxito. Todo soldado puede llevar en su cartuchera el bastón de mariscal y ganarlo el más digno, lo que no impide que nunca haya más que un solo mariscal para mandar varios batallones de soldados rasos. Como el mérito, la suerte sólo favorece a rarísimos elegidos. La multitud queda frustrada. Todos desean ser los primeros: la justicia y el código dan ese derecho. Pero cada quien sabe o sospecha que muy bien pudie-ra no serlo, por la sencilla razón de que sólo hay un primero. Así, se escoge ser vencedor por terceras personas, por delega-ción, que es la única manera de que todos triunfen al mismo tiempo y que triunfen sin esfuerzo ni riesgo de fracaso.

De allí el culto, eminentemente característico de la sociedad moderna, de la estrella o del campeón. Con toda razón, ese culto puede considerarse inevitable en un mundo en que el deporte y el cine ocupan un lugar tan importante. Y sin embar-go, para ese homenaje unánime y espontáneo hay un motivo menos aparente pero no menos persuasivo. La estrella y el campeón proponen imágenes fascinantes de los únicos éxitos grandiosos que pueden tocar, con la ayuda de la suerte, al más oscuro y al más pobre. Una devoción sin igual saluda la apo-teosis fulgurante de quien sólo tenía para triunfar sus recursos personales: músculos, voz o encanto, armas naturales e ina-lienables, de hombre sin apoyo social.

La consagración es rara y, aún más, invariablemente implica una parte imprevisible. No intervine al fi nal de una carrera de peldaños inmutables. Recompensa una convergencia extraor-dinaria y misteriosa, a la que se agregan y se combinan los presentes de las hadas al nacer, una perseverancia que no ha desalentado ningún obstáculo y la prueba última que constitu-ye la ocasión peligrosa pero decisiva, encontrada y aprovecha-da sin vacilación. Por otra parte, el ídolo ha triunfado visible-mente en una competencia solapada, confusa y tanto más implacable cuanto que es preciso que el éxito se produzca rá-pidamente. Pues esos recursos que el más humilde puede haber recibido como herencia y constituyen la suerte precaria del pobre sólo tienen su momento. La belleza se marchita, la voz se quiebra, los músculos se oxidan y la fl exibilidad se anquilosa.

Por otra parte, ¿quién no sueña vagamente en disfrutar de la posibilidad mágica, que sin embargo parece cercana, de alcan-zar el improbable empíreo del lujo y de la gloria? ¿Quién no desea ser estrella o campeón? Mas, ¿cuántos entre esa multitud de soñadores no se desalientan desde las primeras difi cultades? ¿Cuántos las abordan efectivamente? ¿Cuántos sueñan real-mente con hacerles frente algún día?

Por eso, casi todos prefi eren triunfar por poder, por medio de los héroes de película o de novela o, mejor todavía, por in-termediación de los personajes reales y fraternales que son las estrellas y los campeones. A pesar de todo, se sienten represen-tados por la manicurista elegida Reina de la Belleza, por la vendedora a quien se ha confi ado un primer papel en una su-perproducción, por le hijo del tendero que ha ganado la “Vuel-ta de Francia”, por el mecánico que viste el traje de luces y se convierte en torero de mucha clase.

Sin duda no existe combinación más inextricable entre el agon y el alea. Un mérito al que cada quien cree poder aspirar se combina con la suerte inaudita del premio mayor para ase-gurar, al parecer a cualquiera, un éxito tan excepcional que parece milagroso. Entonces interviene la mimicry. Cada quien participa por medio de otra persona en un triunfo desmesura-do que en apariencia puede tocarle pero a propósito del cual nadie ignora en el fondo que sólo surge un elegido entre mi-llones. De suerte que cada cual se siente al mismo tiempo au-torizado a la ilusión y exento de los esfuerzos que tendría que desplegar, si en verdad quisiera probar suerte y tratar de ser ese elegido.

Esa identifi cación superfi cial y vaga pero permanente, tenaz y universal, constituye una de las reservas de compensación esenciales de la sociedad democrática. La mayoría no tiene sino esa ilusión para engañarse, para distraerse de una existen-cia descolorida, monótona y agotadora. 1

Esa delegación, tal vez debería yo decir esa enajenación, va tan lejos que comúnmente resulta en actos individuales dramá-

La delegación*Roger Caillois

* Roger Caillois, Los juegos y los hombres. La máscara y el vértigo, Traducción de Jorge Ferreiro, fce, México, 1994.

1 Sobre las modalidades, el alcance y la intensidad de la identifi ca-ción, véase un excelente capítulo de Edgar Morin en Les Stars, París, 1957, pp. 69-145, y principalmente las respuestas a los cuestionarios especializados y a las encuestas realizadas en la Gran Bretaña y Esta-dos Unidos sobre el fetichismo de que son objeto las estrellas. El fenómeno de delegación tiene dos posibilidades: la idolatría por una estrella del otro sexo; la identifi cación con una estrella del mismo sexo y de la misma edad. Esta última forma es la más frecuente: el 65% según las estadísticas de la Motion Picture Research Bureau (op. cit., p. 93).

Page 7: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 5

ticos o en una suerte de histeria contagiosa que de pronto se apodera de toda una juventud. Por lo demás, la prensa, el cine, la radio y la televisión favorecen la fascinación. El cartel y el semanario ilustrado hacen presente por todas partes el rostro, inevitable y seductor, del campeón o de la estrella. Hay una ósmosis continua entre esas divinidades de estación y la multi-tud de sus admiradores. Se mantiene a éstos al corriente de sus gustos, de sus manías, de sus supersticiones y de los detalles más insignifi cantes de su vida. Los imitan, copian su peinado, adoptan sus modales, su manera de vestir y de maquillarse, su régimen alimenticio. Viven por ellos y en ellos, a tal grado que algunos no se consuelan de su muerte y se niegan a sobrevivir-les. Pues esas devociones apasionadas no excluyen ni el frenesí colectivo ni las epidemias de suicidios.2

Es evidente que no dan la clave de esos fanatismos la proeza del atleta ni el arte del intérprete, sino antes bien una especie de necesidad general de identifi cación con el campeón o con la estrella. Una costumbre de ese tipo se constituye rápidamente en una segunda naturaleza.

La estrella representa el éxito personifi cado, la victoria, la venganza contra la aplastante y sórdida inercia cotidiana, con-tra los obstáculos que la sociedad opone al valor. La desmesura de la gloria del ídolo muestra posibilidad permanente de un triunfo que es, ya, un poco el bien y, en todo caso, un poco obra de todos y de cada uno de quienes lo aplauden. Esa eleva-

ción que al parecer consagra a cualquiera, hombre o mujer, se mofa de la jerarquía establecida, suprime de manera visible y radical la fatalidad que su condición hace pesar sobre cada cual.3 Por eso, naturalmente, se presupone algo sucio, impuro o irregular en esa carrera. El residuo de envidia que subsiste en la adoración no deja de percibir un turbio éxito de la ambición y de la intriga, del impudor o de la publicidad.

Los reyes están exentos de esa sospecha, pero, lejos de con-tradecir la desigualdad social, su condición procura por el contrario el ejemplo más patente. Pues bien, no menos que por estrellas, se ve a la prensa y al público apasionarse por la per-sona de los monarcas, por el ceremonial de las cortes, por los amores de las princesas y la abdicación de los soberanos.

La majestad hereditaria, la legitimidad garantizada por ge-neraciones de poder absoluto procuran la imagen de una gran-deza simétrica que toma del pasado y de la historia un prestigio más estable que el que confi ere un éxito repentino y pasajero. Se gusta repetir que, para gozar de esa superioridad decisiva, los monarcas sólo se toman la molestia de nacer. Se considera que su mérito es nulo. Se admite que cargan con el peso de privilegios excepcionales, con los que ellos nada tienen que ver y ni siquiera tuvieron que desear o escoger: fue un veredicto puro de un alea absoluto.

La identifi cación es entonces mucho menor. Por defi ni-ción, los reyes pertenecen a un mundo prohibido en el que

2 Véase el “Expediente” (p. 317).

3 Nada más signifi cativo al respecto que el entusiasmo suscitado no hace mucho en Argentina por Eva Perón, quien en su perso-nalidad reunía por lo demás tres prestigios fundamentales, el de la estrella (había surgido del mundo del music-hall y de los estudios), el del poder (como esposa e inspiradora del presidente de la Repú-blica) y el de una especie de providencia encarnada de los humildes y los sacrifi cados (papel que a ella le gustaba representar y a cuyo éxito dedicaba una parte de los fondos públicos en forma de caridad individual). Para desacreditarla a ojos del pueblo, sus enemigos le reprochaban sus abrigos de pieles, sus perlas y sus esmeraldas. Yo le oí responder a esa acusación durante un inmenso mitin en el Teatro Colón de Buenos Aires, donde se apretaban millares de seguidores. Ella no negó ni las pieles ni los diamantes, que además mostraba. Dijo lo siguiente: “¿Acaso nosotros los pobres no tenemos el mismo derecho que los ricos de llevar abrigos de pieles y collares de perlas?” La multitud estalló en largos y ardientes aplausos. Cada insignifi cante empleada se sentía cubierta también de las pieles más ricas y de las joyas más preciosas, en la persona de aquella que tenía ante los ojos y que la “representaba” en aquel instante.

Page 8: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

6 la Gaceta número 464, agosto 2009

sólo el nacimiento permite entrar. No representan la movili-dad de la sociedad ni las oportunidades que ésta ofrece sino todo lo contrario, su peso y su coherencia, con los límites y los obstáculos que ambos oponen a la vez al mérito y a la justicia. La legitimidad de los príncipes aparece como encar-nación suprema casi escandalosa de la ley natural. Esa ley corona (al pie de la letra), destina al trono a un ser que nada salvo la suerte distingue de la multitud de aquellos sobre los que en virtud de un fallo ciego de la fortuna, se ve llamado a reinar.

Desde ese momento, la imaginación popular siente la nece-sidad de acercar en lo posible a la condición común a aquel de quien una distancia infranqueable lo separa. Se quiere que sea sencillo, sensible y sobre todo abrumado por la pompa y los honores a los que está condenado. Para tener menos celos, se le compadece. Se da por sentado que le están prohibidas las alegrías más simples y se repite con insistencia que no conoce la libertad de amar, que se debe a la corona, a la etiqueta y a sus obligaciones de Estado. Una extraña mezcla de envidia y de compasión rodea así a la dignidad suprema y atrae al paso de los reyes y de las reinas a un pueblo que, aclamándolos, trata de convencerse de que no están hechos de otro modo que él y de que el cetro da menos felicidad y poder que hastío y tristeza, fatiga y servidumbre.

A reyes y reinas se les pinta ávidos de afecto, de sinceridad, de soledad, de fantasía y sobre todo de libertad. “Ni siquiera soy libre de comprar un periódico”, habría dicho la reina de Inglaterra en ocasión de su visita a París, en 1957. En efecto, es exactamente el tipo de declaraciones que la opinión pública atribuye a los soberanos y tiene necesidad de creer correspon-dientes a una realidad esencial.

La prensa trata como estrellas a las reinas y a las princesas, pero como estrellas prisioneras de un papel único, aplastante e inmutable que ellas sólo aspiran a abandonar. Como estrellas involuntarias cogidas en la trampa de su personaje.

Aun siendo igualitaria, una sociedad difícilmente da espe-ranzas a los humildes de salir de su existencia decepcionante. Casi a todos los condena a permanecer de por vida dentro del marco estrecho que los vio nacer. Para engañar una ambición que la escuela les enseña que tienen derecho de tener y que la vida pronto les demuestra como quimérica, los arrulla con imágenes radiantes: mientras que el campeón y la estrella les hacen brillar el ascenso deslumbrante permitido al más deshe-redado, el protocolo despótico de las cortes les recuerda que la vida de los monarcas no es feliz sino en la medida en que con-serva algo en común con la propia, suerte que no es de tanto

provecho haber recibido de la suerte la investidura más desme-surada.

Esas creencias son extrañamente contradictorias. Mas, por falaces que sean, manifi estan una especie de engaño indispen-sable: proclaman una confi anza en los dones de la suerte cuan-do favorecen a los humildes, y niegan las ventajas que ofrecen, cuando garantizan desde la cuna un destino soberbio a los hijos de los poderosos.

Esas actitudes (sin embargo, de las más difundidas) no dejan de parecer extrañas. Para entenderlas, se necesita una explica-ción a la medida de su amplitud y de su estabilidad. Ocupan un lugar entre los mecanismos permanentes de una sociedad de-terminada. Como ya se ha visto, el nuevo juego social está defi -nido por el debate entre el nacimiento y el mérito, entre la victoria lograda por el mejor y el golpe de suerte que exalta a los más afortunados. Sin embargo, mientras que la sociedad se apoya en la igualdad de todos y la proclama, sólo un reducidí-simo número nace para los primeros lugares o los alcanza, pues es obvio que no todos podrían ocuparlos sin alguna inconcebi-ble alternancia. De ahí el subterfugio de la delegación.

Un mimetismo larvario y benigno ofrece una inofensiva compensación a una multitud resignada, sin esperanza ni fi rme propósito de alcanzar el universo de lujo y de gloria que des-lumbra. La mimicry es difusa y bastarda. Privada de la máscara, ya no termina en la posesión ni en la hipnosis, sino en el más vano de los sueños. Éste nace en el entorpecimiento de la sala oscura o en el estadio soleado, cuando todas las miradas se fi jan en los movimientos de un luminoso héroe. Repercute sin fi n en la publicidad en la prensa y en la radio. Identifi ca de lejos a miles de presas paralizadas con sus ídolos favoritos. Les hace vivir, en la imaginación, la vida suntuosa y plena cuyo marco y cuyos dramas se les describen día tras día. Aunque la máscara ya no se lleve sino en contadas ocasiones y casi esté fuera de uso, la mimicry, infi nitamente distribuida, sirve de apoyo o de contrapeso a las normas nuevas que rigen a la sociedad.

Al mismo tiempo, el vértigo, aún más desposeído, sólo ejerce su permanente y poderosa atracción mediante la corrupción que le corresponde, es decir mediante la embriaguez que pro-curan el alcohol o las drogas. Como la máscara y como el dis-fraz, él mismo ya no es sino juego propiamente dicho, en otras palabras, una actividad reglamentada, circunscrita y separada de la vida real. Sin duda, esos papeles episódicos se hallan lejos de agotar la virulencia de las formas al fi n sumisas del simulacro y del trance. Por eso resurgen bajo formas hipócritas y perverti-das en el corazón de un mundo que las mantiene al margen y normalmente no les concede casi ningún derecho. G

Page 9: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 7

Algún tiempo he titubeado acerca de si debía abrir estas me-morias por el principio o por el fi n, esto es, si pondría en pri-mer lugar mi nacimiento o mi muerte. Aunque el uso vulgar sea comenzar por el nacimiento, dos consideraciones me han inclinado a adoptar un método diferente: la primera es que yo no soy propiamente un autor difunto, sino un difunto autor, para quien la losa sepulcral ha sido otra cuna, y la segunda es que el escrito quedaría así más galano y más nuevo. Moisés, que también contó su muerte, no la puso en el introito, sino en el fi nal: diferencia radical entre este libro y el Pentateuco.

Dicho eso, expiré a las dos de la tarde de un viernes del mes de agosto de 1869, en mi hermosa quinta de Catumby.1 Tenía unos sesenta y cuatro años, fuertes y prósperos, era soltero, poseía cerca de trescientos contos2 y fui acompañado al ce-menterio por once amigos. ¡Once amigos! Verdad es que no hubo cartas ni esquelas. Agréguese a esto que llovía, que se colaba una llovizna menuda, triste y constante, tan constante y tan triste que llevó a uno de aquellos fi eles de la última hora a intercalar esta ingeniosa idea en el discurso que pronunció al borde de mi fosa: “Vosotros que lo conocisteis, señores míos, vosotros podéis decir conmigo que la naturaleza parece estar llorando la pérdida irreparable de uno de los más hermosos caracteres que han honrado a la humanidad. Este aire sombrío, estas gotas del cielo, aquellas nubes oscuras que cubren el azul como un fúnebre crespón, todo eso es el dolor crudo y malo que roe a la Naturaleza hasta en sus más íntimas entrañas; todo esto es un sublime loor a nuestro ilustre fi nado.”

¡Bueno y fi el amigo! No, no me arrepiento de las veinte pólizas que le dejé. Y así fue como llegué a la clausura de mis días; así fue como me encaminé hacia el undiscovered country de Hamlet, sin las ansias ni las dudas del joven príncipe, sino len-to y reposado, como alguien que se retira tarde del espectáculo. Tarde y aburrido. Me vieron ir unas nueve o diez personas, entre ellas tres señoras: mi hermana Sabina, casada con Co-

trim; su hija —un lirio del valle—, y… ¡tened paciencia! dentro de poco os diré quién era la tercera señora. Por ahora conten-taos con saber que esa mujer anónima, aunque no era parienta mía, padeció más que las parientas. Es verdad, padeció más. No digo que se arrancase los cabellos, no digo que se revolcase por el suelo, convulsa. Tampoco mi óbito era una cosa alta-mente dramática… Un solterón, que expira a los sesenta y cuatro años, no parece reunir en sí todos los elementos de una tragedia. Y, suponiendo lo contrario, lo que menos convenía a esa señora anónima era aparentarlo. De pie, a la cabecera de la cama, los ojos estúpidos, la boca entreabierta, la triste señora mal podía creer en mi extinción.

—¡Muerto! ¡Muerto! —decía para sí.Y su imaginación, como las cigüeñas que un ilustre viajero

vio tender el vuelo desde el Iliso hasta las riberas africanas, pese a las ruinas y a los tiempos, la imaginación de esa señora voló también por encima de los estragos presentes hasta las riberas de un África juvenil… Dejadla ir; allá iremos más tarde; allá iremos cuando yo me restituya a los primeros años. Por ahora quiero morir tranquilamente, metódicamente, oyendo los sollozos de las damas, las conversaciones en voz baja de los hombres, la lluvia que tamborilea en las hojas de aro de la quinta y el sonido estridente de una navaja que un amolador está afi lando allá afuera, a la puerta de un talabartero. Os juro que esa orquesta de la muerte fue mucho menos triste de lo que podría parecer. Desde cierto punto en adelante llegó a ser deliciosa. La vida se debatía en mi pecho, con unos ímpetus de ola marina, desvanecíaseme la conciencia, o descendía a la in-movilidad física y moral, y el cuerpo se me hacía planta, y piedra, y lodo y nada.

Morí de una neumonía; pero si digo que fue menos la neu-monía que una idea grandiosa y útil la causa de mi muerte, es posible que el lector no me crea. Voy a exponerle sumariamen-te el caso. Júzguelo por sí mismo. G

Óbito del autor*Joaquín María Machado de Assis

* Joaquín María Machado de Assis, Memorias póstumas de Blas Cubas, Traducción de A. Alatorre, fce, México, 1976.

1 En la época, lugar en las inmediaciones de Río de Janeiro; actual-mente, barrio de la ciudad.

2 Un conto (de reis) equivalía a mil milreis, o sea, en moneda actual, a mil cruzeiros; estos trescientos contos equivalían en la época a unas 30 000 0 35 000 libras esterlinas.

Page 10: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

8 la Gaceta número 464, agosto 2009

En qué consiste la belleza de las mujeres.

Por dedicarse las mujeres a diferentes trabajos, adquieren salu-dable aspecto físico y miembros robustos, grandes y ágiles. Para ellos, la belleza reside únicamente en la elevación y vigor de las personas. Por esto, sería castigada con pena muerte la mujer que emplease cosméticos para ser bella, usase tacones altos para aparecer más alta o vestidos largos para ocultar pier-nas mal formadas. Por otra parte, aunque alguna intentase hacerlo, no lo conseguiría. Pues ¿quién iba a concederle per-miso para ello? Afi rman también que semejantes engaños, ha-bituales entre nosotros, provienen de la ociosidad y holgazane-ría de las mujeres, quienes por ser descoloridas, delgadas y bajas, necesitan colores artifi ciales, zapatos altos y vestidos largos. Deseando aparecer bellas, acuden a cobardes artifi cios y no se preocupan por procurarse una vigorosa salud, con lo cual degradan a la par su propia naturaleza y la de su prole.

Cuando un individuo se siente atraído por violenta pasión hacia una mujer, está permitido que hablen entre sí, bromeen y se regalen mutuamente poesías y coronas frondosas. Mas, si hubiese peligro de procreación, nunca se autoriza la unión sexual entre ellos, a no ser que la mujer estuviese embarazada (cosa en la que el varón debe reparar) o hubiese sido declarada estéril. Por lo demás, no conocen apenas el amor de la concu-piscencia propiamente dicha, sino sólo el de la amistad. Con-ceden poca importancia a las cosas domésticas y comestibles, porque cada uno recibe cuanto necesita, excepto en el caso de querer honrar a alguien. Entonces, y particularmente en los días festivos, los héroes y las heroínas suelen recibir durante la comida y a título de honor diferentes regalos, por ejemplo, hermosas guirnaldas, comidas selectas o elegantes vestidos.

El color de los vestidos.

Aunque durante el día y en la Ciudad todos van vestidos de blanco, por la noche y fuera de la Ciudad llevan vestidos rojos, de lana o de seda. Aborrecen el color negro, considerándolo como lo más despreciable del mundo. Por eso odian a los japo-neses, que gustan de tal color.

Contra la soberbia.

La soberbia es repudiada como el vicio más execrable. El acto de soberbia es castigado con la humillación más cruel. Nadie se considera envilecido por servir a la mesa, en la cocina, en la enfermería, etc. Cualquier función es califi cada de servicio y afi rman que tan honroso es para el pie andar como para el in-testino defecar; para el ojo, ver; y para la lengua, hablar. Pues, cuando es necesario, dichos órganos segregan respectivamente lágrimas, esputos o excrementos. Por consiguiente, sea cual fuere la función encomendada a una persona, ésta la realiza considerándola digna de toda honra.

Ventajas del trabajo obligatorio.

Entre los habitantes de la Ciudad del Sol no hay la fea costum-bre de tener siervos, pues se bastan y sobran a sí mismos. Por desgracia no ocurre lo mismo entre nosotros.

Nápoles tiene setenta mil habitantes, de los cuales trabajan solamente unos diez o quince mil, y éstos se debilitan y agotan tan rápidamente a consecuencia del continuo y permanente esfuerzo. Los restantes se corrompen en la ociosidad, la avari-cia, las enfermedades corporales, la lascivia, la usura, etc., y contaminan y pervierten a muchas gentes, manteniéndolas a su servicio en medio de la pobreza y de la adulación y comu-nicándoles sus propios vicios. Por eso resultan defi cientes las funciones públicas y los servicios útiles. Los campos, el servi-cio militar y las artes están sumamente descuidados y sólo se cultivan a costa del enorme sacrifi cio de unos pocos. En cam-bio, como en la Ciudad del Sol las funciones y servicios se distribuyen a todos por igual, ninguno tiene que trabajar más de cuatro horas al día, pudiendo dedicar el resto del tiempo al estudio grato, a la discusión, a la lectura, a la narración, a la escritura, al paseo y a alegres ejercicios mentales y físicos. Allí no se permiten los juegos que, como los dados y otros seme-jantes, han de realizarse estando sentado. Juegan a la pelota, a los bolos, a la rueda, a la carrera, al arco, al lanzamiento de fl echas, al arcabuz, etc. Opinan que la pobreza extrema con-vierte a los hombres en viles, astutos, engañosos, ladrones, intrigantes, vagabundos, embusteros, testigos falsos, etc., y que la riqueza los hace insolentes, soberbios, ignorantes, trai-dores, petulantes, falsifi cadores, jactanciosos, egoístas, provo-cadores, etc. Por el contrario, la comunidad hace a todos los hombres ricos y pobres a un tiempo: ricos, porque todo lo tienen; pobres, porque nada poseen y al mismo tiempo no sirven a las cosas, sino que las cosas les obedecen a ellos. Y en

La ciudad del Sol* Tomaso Campanella

* Moro, Campanella, Bacon, Utopías del renacimiento, Traducción de Agustín Mateos, fce, México, 1984.

Page 11: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 9

esto alaban profundamente a los religiosos cristianos, espe-cialmente la vida de los Apóstoles.

Disputa sobre la comunidad de mujeres.

gran maestre.—Considero bella y santa la comunidad de bie-nes, pero me parece demasiado ardua la de las mujeres. San Clemente Romano dice que, por institución apostólica, las mujeres deben ser comunes y ensalza a Sócrates y Platón por enseñar tal doctrina. Pero la glosa entiende dicha comunidad en lo tocante al mutuo obsequio, no en lo referente al lecho. Y Tertuliano, adhiriéndose al contenido de la glosa, sostiene que los primeros cristianos tuvieron todo en común, a excepción de las mujeres, las cuales, sin embargo, fueron comunes en cuanto al mutuo obsequio.

Acerca de esto, véase la cuestión iv y el libro La Monarquía del Mesías, donde se refuta la opinión de Soto, según la

cual la comunidad de mujeres es una herejía. En realidad, lo verdaderamente herético es afi rmar lo contrario, según enseñan Santo Tomás, San Agustín y el Concilio Const, que fueron mal

interpretados por Soto. Véase también el antimaquiavelismo, donde también se expone esta cuestión.

Cayetano de Cosenza, en su diálogo sobre la Belleza.

almirante.—Yo apenas entiendo de estas cosas. Pero he visto que en la Ciudad del Sol las mujeres son comunes tanto en lo referente al mutuo obsequio como en cuanto al lecho, pero no

siempre ni al modo de las fi eras, las cuales se unen sexualmente a cualquier hembra que se les presenta, sino sólo en orden a la procreación, como ya dejé dicho. No obstante, creo que pueden equivocarse en esto. Pero ellos se fundan en la opinión de Só-crates, de Catón, de Platón y de San Clemente, mas, según tú dices, porque los han entendido mal. Afi rman que San Agustín aprueba la comunidad de bienes, pero no la de las mujeres en cuanto al lecho (que es la herejía de los Nicolaítas) y que nuestra Santa Iglesia ha permitido la propiedad de bienes para evitar males mayores, mas no para conseguir más ventajas. Es posible que con el tiempo abandonen esta costumbre, pues en las ciuda-des sometidas son comunes los bienes, pero no las mujeres, a no ser con respecto al obsequio y las artes. Sin embargo, los habi-tantes de la Ciudad del Sol explican este hecho achacándolo a la imperfección de dichas ciudades, las cuales nunca recibieron enseñanzas fi losófi cas. No obstante, envían ciudadanos a explo-rar las costumbres de otras naciones y aceptan siempre las que les parecen mejores. Mediante la costumbre, las mujeres adquie-ren aptitudes para la guerra y otros menesteres. Por eso, después de conocer la Ciudad del Sol, estoy de acuerdo con Platón. Apruebo en parte las razones de nuestro Cayetano pero discrepo totalmente de las de Aristóteles. En la Ciudad del Sol existe una costumbre muy buena y digna de imitación, a saber, que ningún defecto es motivo sufi ciente para que estén ociosos los hombres, a no ser los de edad decrépita, los cuales pueden incluso servir a veces para dar consejos. El cojo presta servicio como centinela, empleando para ellos los ojos que posee. El ciego carda la lana con sus manos y prepara plumas para llenar colchones y almo-hadas. El que a la vez es ciego y manco pone a contribución su voz y sus oídos. Finalmente, quien posee un único miembro, sirve con él a la República en el campo, no recibe malos tratos a causa de su poca utilidad y se le emplea como explorador para que informe al Estado sobre sus observaciones. G

Page 12: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

10 la Gaceta número 464, agosto 2009

andré parinaud: ¿En qué circunstancias rompió usted con Dadá? En nuestra entrevista pasada usted decía que el artículo publicado por Jacques Rivière en el número de agosto de 1920 de la Nouvelle Revue française es el primer indicio de una ruptura que cada vez se hará más honda y…

andré breton: Sí, es fácil imaginar que la publicación de un texto, fi rmada por Jacques Rivière, entonces director de la Nouvelle Revue française, que concedía un especial cuidado a la actividad dadaísta, tuviera como efecto cambiar el enfoque. Hasta entonces el dadaísmo había logrado la hostilidad general y había hecho todo lo posible por mantenerla. Nada más esti-mulante entonces para nosotros que ser el blanco de la burla constante, cuando no de la ira. El sentimiento que teníamos del valor de nuestra causa se veía fortalecido por el hecho de que toda la opinión pública nos fuera adversa.

Efectivamente esa opinión ya había dado muestras de su ser-vilismo durante los años anteriores y exponerse hasta ese punto a su reprobación hubiera bastado para convencernos de que íbamos por el buen camino. El estudio de Rivière era, en pocas palabras, el primer texto que tendría repercusiones y que se es-forzaba por penetrar hondamente nuestras intenciones comu-nes. Por lo menos nos concedía el mérito de haber intentado lo que llamaba la “experiencia de la realidad psicológica absoluta” y el de haber elevado el lenguaje a otra dignidad al desear ver en él ya no un “medio” sino un “ser”. Ese testimonio, escrito en un tono mesurado y grave, implicaba una cierta revelación de nues-tros objetivos —tendía, con ello, a volver inoperantes y ociosos ciertos artifi cios y recursos de desafío elementales que, tanto en el interior de las publicaciones como en el curso de las manifes-taciones dadaístas, habíamos utilizado hasta el cansancio.

—¿A qué se refi ere cuando dice “hasta el cansancio”?

—Es cierto, digo hasta el cansancio porque a partir de ese momento muchos de nosotros sentimos un verdadero fastidio respecto a muchas de esas formas de exteriorización. En las revistas Dadá, el abuso (para no exagerar) de esas frases más o menos venenosas que se lanzaban unos a otros, la notoria com-placencia por bromas verbales muy relativas, si bien los pro-gramas de las manifestaciones, copias de los del music-hall, anuncian “números” sensacionalistas bajo títulos muy bien es-cogidos para tener la sala llena, para algunos de los que parti-cipan en su realización no tienen ningún valor. El escándalo, muy real, es el único benefi cio que sacamos de la empresa, pero cada vez nos oculta menos la pobreza de los recursos emplea-dos, por otra parte casi siempre los mismos. Falsas informacio-nes: Charlie Chaplin se unió al movimiento dadaísta y va a presentarse por primera vez “en carne y hueso” en la manifes-tación dadaísta del Salón de los Independientes; en el Festival de la Sala Gaveau “los dadás se cortarán el pelo en escena”, etc. No hace falta más para que haya mucho público. Ya le dije cuán laboriosa resultaba la preparación de cada programa. Su ejecu-ción completamente fragmentaria era mucho peor. Hablo sa-biamente, por haber sido quien una vez bien o mal fi jado el programa, por lo menos teniendo el consentimiento general de nosotros, era quien ponía más de sí mismo para que se mantu-viera el mínimo de compromiso que éste implicaba. Fuera de Tzara, Picabia y Ribemont-Dessaignes (a fi n de cuentas eran los únicos verdaderos “dadás”), que se entusiasmaban y se adaptaban a la situación así creada, los otros se iban de ahí con la conciencia intranquila, timoratos de las pobres artimañas de carpa que habían sido precisas para seducir al público. Pero los gastos de alquiler de las salas eran elevados, la mayoría de no-sotros éramos muy pobres y el precio de las entradas tenía que alcanzar para cubrir los gastos, siempre y cuando se ocuparan todos esos lugares…

—No sé qué opinen los radioescuchas… Le agradezco estas preci-siones, pero es evidente que al volver a situar esas manifestaciones en

La disgregación del dadaísmo/ El proceso Barrès/ Benjamín Péret/ Inicios del surrealismo propiamente dicho*

André Breton

* André Breton, Conversaciones (1913-1952), Traducción de Leticia Hulsz Piccone, fce, México, 1987.

Pienso en Marcel Duchamp que busca a sus amigos para mostrarles una jaula sin pájaro y cubierta hasta la mitad por trozos de azúcar, y les

pide que sostengan la jaula que les sorprende encontrar tan pesada; lo que creyeron que eran trozos de azúcar son en realidad pedacitos de

mármol que Duchamp mandó cortar gastando mucho. Esa broma excede con mucho a todas las del arte juntas.

Les Pas perdus, conferencia pronunciada en el Ateneo de Barcelona el 17 de noviembre de 1922

Page 13: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 11

su verdadera atmósfera disminuye singularmente su alcance, ¡noso-tros que lo habíamos vivido todo a través de la leyenda!

—Sé muy bien que a distancia la juventud ve con otros ojos las manifestaciones dadaístas. Ésta se inclina por aligerar todo aquello que bastante rápidamente pudo construir la hartura y el fastidio. No quiere, por defi nición, sino conservar ciertos aspectos heroicos, expresión totalmente exterior del desacuer-do entre las ideas llamadas “Dadá” y las que generalmente podían seguirse dando alrededor de 1920. Sin duda ello no es malo, quizá era inevitable que ese desacuerdo adquiera de esta manera una forma espectacular. Me limitaré a decir que las revistas y las manifestaciones dadaístas, bajo la inspiración de Tzara, no avanzaban. Se atascaban, yo creo, porque las habían cortado con el mismo molde, un molde destrozado por el pú-blico de Zurich y, me atrevo a decir, que ellos pusieron a prue-ba. Vistas tanto desde el interior como desde el exterior, tales manifestaciones se estereotipaban, se anquilosaban.

—¿Lo que acaba de afi rmar es un juicio a posteriori o su impre-sión de entonces?

—Los más sensibles a ese envejecimiento prematuro, tal vez por tener un poco de médicos, éramos Aragon y yo. No es que rechazáramos el dadaísmo en sus intenciones genera-les, pero ya era sufi ciente —por no decir demasiado— de esas cursilerías dizque vertiginosas que ni siquiera eran frescas. Nos pronunciábamos a favor de una renovación radical de los recursos, por la continuación de los mismos fi nes mediante

vías decididamente diferentes. Por otro lado, a partir de ese momento la homogeneidad del movimiento se compromete mucho. El mejor testimonio lo constituye una especie de re-feréndum publicado en marzo de 1921 por Littérature. A través del sistema escolar de “califi caciones” a escala, en este caso entre -25 y +20, se propuso valorar el grado de estima-ción o menosprecio respecto de las más diversas personalida-des desde la antigüedad (-25 expresaba, obviamente, el colmo del rechazo; cero, la total indiferencia, y +20 la simpatía sin reservas de la inteligencia y el corazón). Semejante referén-dum es fruto de nuestras frecuentes reuniones en un bar del antiguo pasaje de la Ópera, que Aragon habrá de describir más tarde en Le Paysan de Paris. Ahí nos juntábamos dos o tres veces por semana, generalmente pasábamos juntos la velada y buena parte del tiempo lo dedicábamos a juegos de esta u otra naturaleza. Pero con el tiempo el referéndum nos reserva sorpresas. Permítame tomar la revista… Veamos… Aquí está la evaluación de Baudelaire: Aragon 17, Breton 18, Éluard 12, Soupault 12, Tzara -25. Foch (el mariscal): Aragon -20, Bre-ton -25, Éluard 16, Ribemont-Dessaignes, Soupault y Tzara -25. Hegel: Aragon 10, Breton 15, Éluard 6, Tzara -25. Le-nin: Aragon 13, Breton 12, Éluard -25, Soupault -25, Tzara -2. Picasso: Aragon 19, Breton 15 Éluard -2 Tazra 3. Rim-baud: Aragon, Breton y Éluard 18, Tzara -1. Sade: Aragon 17, Breton 19, Éluard 15, Soupault 16, Tzara -25. Ese -25 de Tzara se amplía, por otra parte, a Dostoievski, Esquilo, Goethe, el Greco, Homero, también a Matisse, Nerval, Ed-

Page 14: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

12 la Gaceta número 464, agosto 2009

gar A. Poe, a Jean Jacques… y a Henri Rousseau. ¿Cómo podía ser que en estas profundas divergencias no estuviera latente la incompatibilidad de carácter?

—¿Ese número de marzo de 1921 señala las primicias de la rup-tura?

—¡Bueno, aún no se afl ojan los lazos! No se abandona el principio de las manifestaciones dadaístas, solamente se decide que será otra su realización. Para tal efecto están previstas una serie de visitas-excursiones, elegidas gratuitamente, a París, a Saint-Julien le Pauvre, a las Colinas de Chaumont, a las esta-ción San Lázaro, al canal del Ourcq. Por supuesto, se procede-rá a acusaciones que conllevan un juicio público. De hecho, apenas se ha esbozado la aplicación de ese nuevo programa. A la reunión en el jardín de Saint-Julien le Pauvre, le son adver-sos un aguacero y, todavía peor, el laborioso vacío que los dis-cursos que se profi eren con un tono que quiere ser provocador. No basta haber pasado por salas de espectáculo al aire libre para haber terminado con la trivialidad “Dadá”.

Un mes después, un nuevo acto público, la “acusación y juicio” de Maurice Barrès, exige un cambio de óptica casi com-pleto para poder salir a la luz. Aunque en los carteles y los programas siempre sea “Dadá” el que lleva la batuta, y si se le hacen pequeñas concesiones en la puesta en escena del “proce-so” (un maniquí está en lugar de “Barrès”, “magistrados” y “defensores” están vestidos ridículamente), en realidad la ini-ciativa de la empresa le queda corta. Tal iniciativa nos pertene-ce a mí y a Aragon propiamente. El problema planteado es, en síntesis, de orden ético, ciertamente puede interesar a muchos de nosotros individualmente, pero Dadá, debido a que tomó partido por la indiferencia declarada, no tiene, en sentido es-tricto, nada que ver. El problema es saber en qué medida pue-de considerarse culpable a un hombre a quien la voluntad de poder lleva a volverse el campeón de las ideas conformistas más opuestas a las de su juventud. Otras preguntas: ¿Cómo pudo el autor de Un Homme libre volverse el propagandista de L´Echo de Paris? De ser traición, ¿cuál pudo ser la postura? ¿Y cuáles los medios para combatirla? Sin hablar del caso Barrès, estas preguntas inquietarán largo tiempo al surrealismo.

—Sería interesante que nos precisara la importancia de este acto en su trato con Dadá.

—La sesión, en conjunto, tiene un nivel de discusión bas-tante serio, la única nota disonante la da Tzara, quien, citado como “testigo”, dice cosas chistosas y, para terminar, canturrea. Basta consultar la reseña de Littérature para ver, en esa situa-ción, cuán poco apreciada era esa actitud y cómo es aislada.

A pesar de esos tironeos internos, el grupo que seguimos formando ha aumentado con nuevos participantes de gran im-portancia. Benjamín Péret, quien en el proceso Barrès hace el papel de “el soldado desconocido”, es, entre nosotros, el que se lanzó sin trabas a la aventura poética. Su libro, entonces a pun-to de aparecer: Le Passager du Transatlantique, muestra de una vez por todas sus dotes: una libertad de expresión sin prece-dentes. Así como Hugo abolió la distinción entre las palabras “nobles” y las “no nobles”, Péret abolió la distinción entre los objetos “nobles” y los “no nobles”. Jacques Rigaud encuentra en nuestro ambiente el eco a pesar de todo necesario para sus paradojas de gran envergadura siempre del humor más negro. Se acaba de realizar un acuerdo de carácter fundamental con

Max Ernst con relación a sus “collages”, con los que se ha abierto días antes una exposición en París. Sabemos que el procedimiento del collage, que consiste en sobreponer elemen-tos plásticos tomados de distintos conjuntos como fotografías, grabados, tiene por objeto, según el testimonio de Max Ernst, llevar a cabo el acoplamiento de dos realidades aparentemente inacoplables en un plano que al parecer no les sienta bien. No es exagerado decir que los primeros collages de Max Ernst, que poseen un poder de sugestión extraordinario, fueron recibidos por nosotros como una revelación.

Una vez aclarado esto, las vacaciones de 1921 que nos re-únen a Max Ernst, a Tzara y a mí en el Tirol parecen haber provocado un alivio, y sin embargo las verdaderas hostilidades comenzarán un poco después del regreso a París.

—¿Cómo se inició el desafío, si me permite llamarlo así?—El desacuerdo permanece latente todavía durante algunos

meses. Picabia se ha retirado del dadaísmo y lo ataca constan-temente. Los actos públicos, que se han vuelto una costumbre bien acogida, siguen estando naturalmente a la orden del día, pero tienen, incluso dentro del propio movimiento a causa del giro que han tomado, sus adversarios más o menos declarados. Debido a ello hay gran confusión. En cuanto a mí, acabo de tener la certeza de que, para recobrar cierto vigor, el dadaísmo debe repudiar su creciente sectarismo y reinsertarse dentro de una tendencia más amplia, de que es tiempo de terminar con esa política de aislamiento. Para tal efecto propongo convocar a un “Congreso internacional para la determinación de las di-rectrices y la defensa del espíritu moderno”, llamado “Congre-so de París”. El comité organizador se constituye fácilmente: comprende a cuatro directores responsables de revistas: Ozen-fant por Esprit nouveau, Paulhan por la Nouvelle Revue française, Vitrac por Aventure, y yo por Littérature; dos pintores, Delau-nay y Léger, y un músico, Auric. Afi rman estar de acuerdo para proceder a la confrontación de valores nuevos, establecer la relación exacta entre las fuerzas existentes y precisar en lo po-sible la naturaleza de su producto. Pero la polémica se desen-cadenará muy rápido: la inevitable obstaculización de Tzara y los sinuosos vericuetos en los que se desarrolla la polémica me llevan —no tengo empacho en reconocerlo— a una torpeza. Para no hablar de Tzara, quien se esfuerza por boicotear la empresa y hacerle perder su oportunidad mediante maniobras que retardan todo interminablemente, aprovecho un comuni-cado del Congreso para alertar acerca de ese sabotaje, para hacer una perífrasis desafortunada: “el promotor de un movi-miento proveniente de Zurich”. No hace falta decir que él se pone el saco inmediatamente y me acusa (en un ámbito que excede con mucho el de Dadá y se extiende a numerosos sim-patizantes que hasta entonces él fi ngía desdeñar) de “naciona-lismo” y de “xenofobia”. Allá él. Desde entonces, muchos años me han dado la razón en cuanto a la fragilidad de sus acusacio-nes, pero yo siempre he aceptado que ese planteamiento fue erróneo de mi parte. El Congreso de París no se llevó a cabo.

—Pero tal parece que a partir de entonces Dadá se encuentra al borde del fracaso.

—¡Claro! El “Salón Dadá” resulta un fi asco incluso para quienes participan, sobre todo como consecuencia de la no participación de Marcel Duchamp, con quien los organizadores contaban muy especialmente y que se limita a telegrafi ar desde

Page 15: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 13

América las palabras: “Cuero de balón”. Pero no voy a hablar más de las etapas de ese decaimiento. A partir de la primavera de 1923, Dadá, después de dos años gravemente enfermo, entra en agonía. Su último arranque será la noche del “Corazón de Gas”, en julio. Ya no comentemos los incidentes que hubo. Ha comenzado la era del surrealismo propiamente dicho.

—¿No sería útil recordar algunos acontecimientos de esa fase de… “renacimiento”?

—Después de terminar con ciertas lamentaciones y debili-dades de orden sentimental, Littérature, nueva serie, reaparece bajo mi sola dirección. Soupault se ha alejado un poco. Ribe-mont-Dessaignes se mantiene apartado con Tzara. Picabia ha vuelto a estar entre nosotros. Se forma un núcleo a toda prue-ba por su cohesión y solidez, constituido por Aragon, Éluard, Ernst, Péret y yo. A partir de ese momento otro núcleo de actividad se fusiona con éste, integrado por Jacques Baron, René Crevel, Robert Desnos, Max Morise y Rogerd Vitrac. En la época anterior no se registra ninguna pérdida de energía, al contrario. Una conferencia que pronuncié en Barcelona du-rante un viaje con Picabia refl eja la atmósfera de ese tiempo. En Les Pas perdus aparece con el título “Índole de la evolución moderna y lo que participa en ésta”.

La escritura automática conoce entonces un gran fl oreci-

miento y más que nunca la atención común se centra en la actividad onírica. Lo que preocupa en ese momento a unos y otros es objeto diario de conversación y da lugar, en conjunto, a decisiones muy animosas, muy cordiales (las rivalidades sur-girán más tarde). Creo poder decir que entre nosotros se pone en práctica, sin ningún tipo de reserva individual, la colectivi-zación de las ideas. Sí, al referirnos al surrealismo, podemos hablar, como lo hizo Monnerot en La Poési moderne et le sacré, de Bund1 en el sentido de “grupo cuyos miembros sólo están unidos por nexos voluntarios”, es preciso constatar que ahí se forja defi nitivamente. Nadie busca guardar nada para sí, cada uno espera la fructifi cación del don para todos. Y entonces efectivamente nada es más fructífero. Cuando veo hoy talen-tos, por lo demás notables, que se muestran tan celosos de su autonomía y que manifi estamente se aferran a llevarse sus ni-mios secretos a la tumba, me digo que hemos retrocedido y que en lo que a ellos respecta, piensen lo que piensen, no tie-nen la sartén por el mango.

También marchan muy bien los juegos: juegos escritos, jue-gos hablados, inventados y vividos durante el acto. Quizás en ellos se recrea nuestra disponibilidad constantemente; al me-nos mantienen ese sentimiento de dependencia mutua que te-nemos. Hay que remontarse a los saintsimonianos para encon-trar la equivalencia. G

1 Término alemán que signifi ca asociación, liga u organización. [T.]

Page 16: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

14 la Gaceta número 464, agosto 2009

Sentado a la cabeza de la mesa, se yergue imponente y macizo un solitario anciano. Lleva puesta una gorra turcomana de terciopelo rojo y turquesa, con borlas doradas; una pesada le-vita verde botella con doble botonadura. Un caballero cavila. Un tallo de espinaca entorpece el espacio interdental entre sus incisivos. Gravemente y en el silencio de la sala, él amasa; qui-siera quitarse de encima el incómodo fi lamentoso huésped con el simple y secreto movimiento de la lengua, antes de recurrir al auxilio del palillo que, como es bien sabido, es una práctica poco distinguida, pero indispensable al menos en determinadas patéticas circunstancias. ¡Ay, qué frágil es el hombre!

En la mesa yacen los platitos abandonados de la comida ya concluida. Quedan las sobras de una cena solitaria: un hueso de costilla con jirones aún pegados, el viejo no puede masticar mucho. Vamos en el postre que, sin embargo, el conde gogolo no honrará con el tradicional cordial apetito de un viejo que goza la vida. Él le tiene miedo a la gota. Está a dieta. Antes de comer siempre toma dos pastillas a base de harina de guar. Una criada vieja y mal nacida silenciosamente chancletea, en un crujido de vestidos femeninos, alrededor de la mesa; recoge las migajas del pan diseminadas en el mantel. Va y viene de una gran alacena, de esa meta cerca de la cual se detiene atónita y como embrutecida vuelve a arrancarse, siempre con el mismo crujido de tejidos, hacia la cocina, donde se entretiene más de lo debido, más de lo que deja suponer la tarea que está realizan-

do, olvidando recoger los platos sucios. Por cierto, bebe de la botella del vino largos y densos sorbos de vino dulce. El conde gogolo refunfuña: “¡Que Dios te castigue, vieja zorra!”

La siniestra maldición, brotada del corazón del conde, es bruscamente interrumpida por un poderoso golpe de aldaba en la puerta. Un golpe tan poderoso como para hacer temblar los muros de la morada. Las lumbres vacilan en los candiles. El anciano se sobresalta, frunce el híspido ceño, truena hacia la criada, de cuyas manos maltratadas por la lejía se cayeron dos platos en el suelo. “¿Qué fue?”. Ella, asustada y cohibida, titu-bea, no se atreve a respirar, traga saliva, pone los ojos en blan-co, se queda así suspendida en el gesto inconcluso de recoger los añicos, se dirige hacia el familiar cantarano, hasta que un segundo y mucho más poderoso golpe de aldaba azota la puer-ta. Los vasos tintinean. “¡Vayan a abrir! ¿Qué carajo esperan?” le intima el patrón, así que la mujercita, dividida entre el au-téntico terror del desconocido huésped que pide entrar y el deber de obediencia al conde, venciendo el miedo que la ate-naza y le hace apretar las mandíbulas en un espasmo, tamba-leando, siempre con los añicos en las manos, se aleja hacia la entrada, desapareciendo de la vista del anciano, quien mientras tanto, para engañar la espera, se saca los mocos de la nariz.

El profesor Woland está en la puerta.

Traducción de Clara Ferri G

Memorias del conde gogoloRosa Matteucci

Page 17: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 15

Domingo, 21 de abril, 1963

La tarde del martes 16 de abril, don Juan y yo fuimos a los cerros donde están sus daturas. Me pidió dejarlo solo allí, y esperarlo en el coche. Volvió casi tres horas después cargando un paquete envuelto en una tela roja. Cuando iniciábamos el regreso a su casa, señaló el bulto y dijo que era su último rega-lo para mí.

Pregunté si quería decir que ya no iba a enseñarme. Explicó que se refería al hecho de que yo tenía una planta plenamente madura y ya no necesitaría de las suyas.

Al atardecer tomamos asiento en su cuarto; él sacó un mor-tero y una mano, ambos de acabado pulido. El cuenco del mortero tenía unos quince centímetros de diámetro. Desató un gran paquete lleno de bultos pequeños, seleccionó dos y los puso sobre un petate, a mi lado; luego añadió otros cuatro bultos del mismo tamaño, extraídos del paquete que trajo a casa. Dijo que eran semillas, y yo debía molerlas hasta conver-tirlas en polvo fi no. Abrió el primer bulto y virtió parte de su contenido en el mortero. Las semillas secas eran redondas, de color amarillo caramelo.

Empecé a trabajar con la mano del mortero; tras un rato don Juan me corrigió. Me dijo que primero empujase la mano contra un lado del recipiente y luego la deslizara sobre el fondo para hacerla subir contra el otro lado. Le pregunté qué iba a hacer con el polvo. No quiso hablar de ello.

El primer lote de semillas resultó extremadamente duro de moler. Tardé cuatro horas en terminar el trabajo. La espalda me dolía a causa de la postura en que había estado sentado. Me acosté y quise dormirme allí mismo, pero don Juan abrió la siguiente bolsa y vació parte de su contenido en el mortero. Esta vez las semillas eran un poco más oscuras que las primeras y se hallaban apelotonadas. El resto del contenido de la bolsa era una especie de polvo, consistente en gránulos muy peque-ños, redondos y oscuros.

Yo quería algo de comer, pero don Juan dijo que si deseaba aprender tenía que seguir la regla, y la regla sólo me permitía beber un poco de agua mientras aprendía los secretos de la segunda parte.

La tercera bolsa contenía un puñado de gorgojos negros, vivos. Y en la última había algunas semillas frescas: blancas y casi pulposas en su blancura, pero fi brosas y difíciles de conver-tir en pasta fi na, como don Juan esperaba de mí. Cuando hube

terminado de moler el contenido de las cuatro bolsas, él midió dos tazas de un agua verdosa, la virtió en una olla de barro y puso la olla al fuego. Cuando el agua hervía, añadió el primer lote de semillas pulverizadas. Agitó el líquido con un pedazo largo y puntiagudo de hueso o madera, que llevaba en su mo-rral de cuero. Apenas hirvió nuevamente el agua, añadió las otras sustancias una por una, siguiendo el mismo procedimien-to. Luego añadió otra taza de la misma agua y dejó la mezcla hervir a fuego lento.

Entonces me dijo que era hora de macerar la raíz. Extrajo cuidadosamente un largo pedazo de raíz de datura del bulto que había traído a casa. La raíz tenía unos cuarenta centíme-tros de largo. Era gruesa, como de cuatro centímetros de diá-metro. Dijo que era la segunda parte, y también la había medi-do él mismo porque aún era su raíz. La próxima vez que yo probara la yerba del diablo, dijo, tendría que medir mi propia raíz.

Empujó hacia mí el gran mortero, y procedí a macerar la raíz exactamente como él había hecho con la primera parte. Me guió a través de los mismos pasos, y nuevamente dejamos la raíz macerada remojándose en agua, expuesta al sereno. Para entonces, la mezcla hirviente se había solidifi cado en la olla de barro. Don Juan retiró la olla del fuego, la puso dentro de una red y la colgó de una viga a mitad del aposento.

El 17 de abril, a eso de las ocho de la mañana, don Juan y yo empezamos a colar con agua el extracto de raíz. Era un día claro, soleado, y don Juan interpretó el buen tiempo como augurio de que yo le simpatizaba a la yerba del diablo; dijo que, conmigo allí, nada más se acordaba de lo mala que la yerba había sido con él.

El procedimiento que seguimos para fi ltrar el extracto de raíz fue el mismo que yo había observado para la primera par-te. Al atardecer, tras vaciar el agua de encima por octava vez, quedó en el fondo del recipiente una cucharada de sustancia amarillenta.

Volvimos al cuarto de don Juan, donde aún había dos bolsi-tas sin tocar. Abrió una, metió la mano y con la otra plegó el extremo abierto en torno de su muñeca. Parecía estar soste-niendo algo, a juzgar por la forma como su mano se movía dentro de la bolsa. De pronto, con un movimiento rápido, peló la bolsa de su mano como quitándose un guante, volteándola al revés, y acercó la mano a mi rostro. Estaba sosteniendo una lagartija. La cabeza del animal se hallaba a pocos centímetros de mis ojos. Había algo extraño en el hocico. Observé un mo-mento, y luego me retraje involuntariamente. El hocico de la lagartija estaba cosido con puntadas toscas. Don Juan me orde-

Las enseñanzas de don Juan*Carlos Castaneda

* Carlos Castaneda, Las enseñanzas de don Juan, Traducción de Juan Tovar, fce, México, 2008.

Page 18: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

16 la Gaceta número 464, agosto 2009

nó coger la lagartija con la mano izquierda. La aferré; se revolvió contra mi palma. Sentí nauseas. Mis manos empezaron a sudar.

Don Juan tomó la última bolsa y, repitiendo los mismos movimientos, extrajo otra lagartija. También la acercó a mi cara. Vi que los ojos del animal estaban cosidos. Me ordenó coger esta lagartija con la mano derecha.

Para cuando tuve ambas lagartijas en las manos, me hallaba a punto de vomitar. Tenía un deseo avasallador de dejarlas caer y largarme de allí.

—¡No las apachurres! —dijo, y su voz me trajo un sentido de alivio y de propósito. Preguntó qué me pasaba. Trataba de estar serio, pero no pudo contener la risa. Intenté afl ojar las manos, pero sudaban tan profusamente que las lagartijas, re-torciéndose, empezaron a escapárseme. Sus garritas agudas arañaban mis manos, produciendo una increíble sensación de asco y náusea. Cerré los ojos y apreté los dientes. Una de las lagartijas ya se deslizaba a mi muñeca; sólo necesitaba dar un tirón para sacar la cabeza de entre mis dedos y quedar libre. Yo experimentaba una sensación peculiar de desesperación física, de incomodidad suprema. Gruñí a don Juan, entre dientes, que me quitara esas porquerías. Mi cabeza se sacudía involuntaria-mente. Él me miró con curiosidad. Gruñí como un oso, sacu-diendo el cuerpo. Don Juan echó las lagartijas en sus bolsas y empezó a reír. Yo quería reír también, pero tenía el estómago revuelto. Me acosté.

Le expliqué que lo que me había afectado era la sensación

de las garras en mis palmas; él dijo que muchas cosas podían volver loco a un hombre, sobre todo si no tenía la decisión, el propósito necesario para aprender; pero cuando un hombre poseía una intención clara y recia, los sentimientos no resulta-ban en modo alguno un obstáculo, pues era capaz de contro-larlos.

Don Juan esperó un rato y entonces, repitiendo los mismos movimientos, me entregó de nuevo las lagartijas. Me dijo que alzara sus cabezas y las frotara suavemente contra mis sienes, mientras les preguntaba cualquier cosa que quisiera saber.

Al principio no comprendí qué deseaba de mí. Me dijo otra vez que preguntara a las lagartijas cualquier cosa que yo no pudiese averiguar por mí mismo. Me dio toda una serie de ejemplos: podía yo descubrir cosas sobre personas que por lo común no veía, o sobre objetos perdidos, o sobre sititos que no conociera. Entonces advertí que se refería a la adivinación. Me puse muy excitado. Mi corazón empezó a latir con fuerza. Sen-tí que perdía el aliento.

Me advirtió que esta primera vez no preguntara sobre asun-tos personales: dijo que mejor pensara en algo que no tuviese nada que ver conmigo. Debía pensar rápidamente y con clari-dad, porque no habría modo de revocar mis pensamientos.

Traté frenéticamente de pensar en algo que deseara saber. Don Juan me instaba con imperiosidad, y quedé atónito al darme cuenta de que no podía pensar nada que quisiese “pre-guntar” a las lagartijas.

Page 19: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 17

Tras una espera penosamente larga, se me ocurrió algo. Tiempo antes, habían robado un buen número de libros de un salón de lectura. No era un asunto personal, y sin embargo me interesaba. Yo no tenía ideas preconcebidas acerca de la iden-tidad de la persona, o personas, que había tomado los libros. Froté las lagartijas contra mis sienes, preguntándoles quién era el ladrón.

Tras un rato, don Juan metió las lagartijas en las bolsas y dijo que no había ningún secreto profundo con respecto a la raíz ni a la pasta. La pasta se hacía para dar dirección; la raíz aclaraba las cosas. Pero el verdadero misterio eran las lagarti-jas. Ellas eran el secreto de toda la brujería de la segunda parte, dijo don Juan. Le pregunté si eran un tipo especial de lagarti-jas. Respondió que sí lo eran. Tenían que venir de la zona de la propia planta de uno; tenían que ser amigas de uno. Y para trabar amistad con las lagartijas, había que cultivarlas un largo periodo. Había que desarrollar una fuerte amistad con ellas dándoles comida y hablándoles con bondad.

Pregunté por qué era tan importante su amistad. Don Juan dijo que las lagartijas sólo se dejan capturar si conocen al hom-bre, y quien tomara en serio la yerba del diablo debía tratar con seriedad a las lagartijas. Dijo que, como regla, las lagartijas debían cogerse después de que la pasta y la raíz estuvieran pre-paradas. Debían cogerse al atardecer. Si uno no estaba en confi anza con las lagartijas, dijo, podía pasarse días tratando, sin éxito, de cogerlas, y la pasta sólo duraba un día. Luego me dio una larga serie de instrucciones concernientes al procedi-miento a seguir una vez capturadas las lagartijas.

—Una vez que hayas cogido las lagartijas, ponlas en bolsas separadas. Luego saca a la primera y háblale. Discúlpate por causarle dolor y ruégale que te ayude. Y cósele la boca con una aguja de madera. Haz la costura con fi bras de agave y una es-pina de choya. Aprieta bien las puntadas. Luego dile las mis-mas cosas a la otra lagartija y cósele los párpados. A la hora en que la noche empiece a caer estarás listo. Toma la lagartija de la boca cosida y explícale el asunto del que quieres saber. Píde-le que vaya a ver por ti. Dile que tuviste que coserle la boca para que se apure a volver y no hable con nadie más. Déjala revolcarse en la pasta después de que se la embarres en la ca-beza; luego ponla en el suelo. Si toma la dirección de tu buena fortuna, la brujería saldrá bien y fácil. Si agarra la dirección contraria, saldrá mal. Si la lagartija se acerca a ti (hacia el Sur) puedes esperar mejor suerte que de costumbre, pero si se aleja de ti (hacia el Norte), la brujería será terriblemente difícil. ¡Puedes hasta morir! De modo que, si se aleja de ti, estás a tiempo de rajarte. A estas alturas puedes tomar la decisión de rajarte. Si te rajas, perderás tu autoridad sobre las lagartijas, pero mejor eso que perder la vida. O también puede ser que decidas seguir con la brujería a pesar de mi advertencia. En ese caso, el paso siguiente es tomar la otra lagartija y decirle que escuche el relato de su hermana y luego te lo describa.

—¿Pero cómo puede la lagartija de la boca cosida decirme lo que ve? ¿No se le cosió la boca para que no hablara?

—Coserle la boca le impide contar su relato a los extraños. La gente dice que las lagartijas son platicadoras; en cualquier parte se paran a platicar. Bueno, el paso siguiente es embarrar-le la pasta atrás de la cabeza, y luego frotar la cabeza de la la-gartija contra tu sien izquierda, sin que la pasta toque el centro de tu frente. Al comienzo del aprendizaje, es buena idea enla-zar a la lagartija por en medio, con un cordón, y amarrártela al

hombro derecho. Así no la pierdes ni la lastimas. Pero confor-me progresas y te vas familiarizando con el poder de la yerba del diablo, las lagartijas aprenden a obedecer tus órdenes y se quedan trepadas en tu hombro. Después de que te hayas unta-do pasta en la sien derecha, con la lagartija, mete en la olla los dedos de las dos manos; úntate la pasta primero en las sienes y luego extendiéndola bien sobre ambos lados de tu cabeza. La pasta se seca muy rápido, y pude aplicarse tantas veces como sea necesario. Cada vez, empieza por usar primero la cabeza de la lagartija y después tus dedos. Tarde o temprano la lagartija que fue a ver regresa y le cuenta a su hermana todo el viaje, y la lagartija ciega te lo describe como si fueras de su especie. Cuando la brujería esté terminada, pon a la lagartija en el sue-lo y déjala ir, pero no mires a dónde va. Escarba con las manos un agujero hondo y entierra en él todo lo que usaste.

Alrededor de las 6 p.m., don Juan recogió del recipiente el extracto de raíz, depositándolo sobre un trozo liso de pizarra; había menos de una cucharadita de almidón amarillo. Puso la mitad en una taza y añadió agua amarillenta. Dio vueltas a la taza para disolver la sustancia. Me entregó la taza y me dijo que bebiera la mezcla. Era insípida, pero dejó en mi boca un sabor levemente amargo. El agua estaba demasiado caliente y eso me molestó. Mi corazón empezó a golpear aprisa, pero pronto me tranquilicé de nuevo.

Don Juan trajo la olla de la pasta. Ésta parecía sólida y tenía una superfi cie reluciente. Quise penetrar la costra con el dedo, pero don Juan saltó hacia mí y apartó mi mano de la olla. Se molestó mucho; dijo que era mucho descuido de mi parte el tratar de hacer eso, y que si yo de veras quería aprender no había necesidad de ser descuidado. Eso era poder, dijo señalan-do la pasta, y nadie sabía qué clase de poder era en realidad. Era sufi ciente injuria ya que nos metiéramos con él para nues-tros propios fi nes —algo que no podemos evitar porque somos hombres, dijo—, pero al menos había que tratarlo con el debi-do respeto. La mezcla semejaba avena cocida. Al parecer tenía almidón sufi ciente para darle esa consistencia. Don Juan me pidió traer las bolsas con las lagartijas. Tomó la lagartija del hocico cosido y me la entregó cuidadosamente. Me hizo coger-la con la mano izquierda y me dijo que tomara con el dedo un poco de pasta y lo frotara en la cabeza de la lagartija y luego pusiera a la lagartija en la olla y la sostuviera allí hasta que la pasta cubriese todo su cuerpo.

Luego me indicó sacar a la lagartija de la olla. Recogió la olla y me guió a una zona rocosa no demasiado lejos de su casa. Señaló una gran roca y me dijo que me sentara frente a ella, como si fuera mi datura, y, sosteniendo la lagartija frente a mi rostro, le explicara nuevamente lo que deseaba saber y le roga-ra ir a buscarme la respuesta. Me aconsejó decir a la lagartija que sentía haber tenido que causarle molestias, y prometerle que a cambio sería bueno con todas las lagartijas. Y luego me indicó sostenerla entre los dedos tercero y cuarto de mi mano izquierda, donde una vez él hizo un corte, y bailar alrededor de la roca haciendo exactamente lo que había hecho al replantar la raíz de la yerba del diablo; me preguntó si recordaba cuanto había hecho entonces. Dije que sí. Subrayó que todo tenía que ser exactamente igual, y que si no me acordaba debía esperar hasta que todo se hallase claro en mi memoria. Me advirtió con gran apremio que si actuaba en forma precipitada, sin delibe-rar; me haría daño a mí mismo. Su última indicación fue que yo pusiera en tierra a la lagartija del hocico cosido y observara

Page 20: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

18 la Gaceta número 464, agosto 2009

hacia dónde se iba, para poder determinar el resultado de la experiencia. Dijo que no debía yo apartar los ojos de la lagar-tija ni por un instante, pues una treta común de las lagartijas era distraerlo a uno y luego salir corriendo.

Todavía no acababa de oscurecer. Don Juan miró el cielo.—Te dejo solo —dijo, y se alejó.Seguí todas sus instrucciones y luego puse a la lagartija en

el suelo. La lagartija permaneció inmóvil donde la dejé. Luego me miró, y corrió a las rocas, hacia el Este, y desapareció entre ellas.

Me senté en el suelo frente a la roca, como si estuviera ante mi planta. Una profunda tristeza me invadió. Me pregunté por la lagartija del hocico cosido. Pensé en su extraño viaje y en cómo me miró antes de correr. Era un pensamiento extraño, una proyección molesta. A mi modo yo también era una lagar-tija, realizando otro viaje extraño. Mi destino, acaso, era sólo el de ver; en ese momento sentía que nunca me sería posible decir lo que había visto. Para entonces ya estaba muy oscuro. Apenas podía ver las rocas que estaban frente a mí. Pensé en las pala-bras de don Juan: “El crepúsculo: ¡allí está la rendija entre los mundos!”

Tras largo titubeo empecé a seguir los pasos prescritos. Aunque la pasta parecía avena cocida, no tenía ese tacto. Era muy lisa y fría. Olía en forma peculiar, acre. Producía en la piel una sensación de frescura y se secaba rápidamente. Me froté las sientes once veces, sin notar efecto alguno. Traté con mucho cuidado de tomar en cuenta cualquier cambio en percepción o estado de ánimo, pues ni siquiera sabía qué anticipar. De hecho no era yo capaz de concebir la naturaleza de la experiencia, e insistía en buscar pistas.

La pasta se había secado y desprendido en escamas de mis sienes. Estaba a punto de untarme más cuando advertí que me hallaba sentado sobre los tobillos, a la japonesa. Había estado sentado con las piernas cruzadas y no recordaba haber cambia-do de postura. Tardé algún tiempo en tomar plena conciencia de que me encontraba sobre el piso de una especie de claustro con arcadas altas. Pensé que eran de ladrillo, pero al examinar-las vi que eran de piedra.

Esta transición fue muy difícil. Sobrevino tan repentina-mente que yo no estaba listo para seguirla. Mi percepción de los elementos de la visión era difusa, como si soñara. Pero los componentes no cambiaban. Permanecían fi jos, y yo podía detenerme junto a cualquiera de ellos y examinarlo concreta-mente. La visión no era tan clara ni tan real como una induci-da por el peyote. Tenía un carácter nebuloso, un matiz pastel intensamente placentero.

Me pregunté si podría levantarme o no, y en seguida noté que me había movido. Estaba en la parte superior de una esca-lera y H, una amiga mía, se hallaba al pie de ella. Sus ojos eran febriles. Había en ellos un brillo de locura. Rió fuertemente, con tal intensidad que resultó aterradora su risa. Empezó a subir la escalera. Quise huir o refugiarme, porque “ella había estado chifl ada una vez”. Ése fue el pensamiento que acudió a mi mente. Me oculté detrás de una columna y H pasó ante mí sin mirar. “Ahora se va a un largo viaje”, fue otro pensamiento que se me ocurrió entonces, y fi nalmente la última idea que recordé fue: “Se ríe cada vez que está a punto de tronar”.

De pronto la escena se hizo muy clara; ya no era como un sueño. Era como una escena común, pero yo parecía estar viéndola a través de un cristal. Traté de tocar una columna, pero todo cuanto noté fue que no podía moverme; sin embar-go, sabía que podía quedarme cuanto quisiera, contemplando la escena. Estaba en ella pero no era parte de ella.

Sentí que levantaba un dique de pensamientos y argumen-tos racionales. Me hallaba, hasta donde podía juzgar, en un estado ordinario de conciencia sobria. Cada elemento pertene-cía al terreno de mis procesos normales. Y sin embargo, yo sabía que no se trataba de un estado ordinario.

La escena cambió súbitamente. Era de noche. Me encon-traba en el vestíbulo de un edifi cio. La oscuridad dentro del edifi cio me hizo consciente de que en la escena anterior la luz del sol tenía una hermosa claridad. Pero había sido algo tan común que en ese momento no lo advertí. Al seguir mirando la nueva visión, vi a un joven salir de un cuarto con una mo-chila grande sobre los hombros. No sabía yo quién era, aun-que lo había visto una o dos veces. Pasó frente a mí y descen-dió las escaleras. Para entonces yo había olvidado mi aprensión, mis dilemas racionales. “¿Quién es ese tipo?”, pensé. “¿Por qué lo vi?”

La escena cambió de nuevo y me hallé observando al joven mutilar libros: pegaba algunas páginas con goma, borraba mar-cas. Luego lo vi acomodar los libros con cuidado en una caja de madera. Había una pila de cajas. No estaban en su cuarto sino en algún almacén. Otras imágenes acudieron a mi mente, pero no estaban claras. La escena se hizo nebulosa. Tuve la sensación de girar.

Don Juan me sacudió por los hombros y desperté. Me ayu-dó a levantarme y caminamos de regreso a su casa. Habían pasado tres horas y media desde el momento en que empecé a untar la pasta en mis sienes hasta la hora en que desperté, pero el estado visionario no pudo haber durado más de diez minu-tos. Yo no sentía ningún mal efecto; sólo hambre y sueño. G

Page 21: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 19

Amazonas

Pero esta tarde los automóviles no andan vacíos dando vueltas. De todas las edades y modelos corren hacia el Paseo de la Re-forma, cargados hasta el techo. El milagro lo han hecho unos carteles que dicen: “A las tres y media seis toros de primera clase, de la famosa ganadería de Miura, serán lidiados a muerte por los matadores mexicanos Heriberto Balderas y Liceaga.” Sigue el catálogo de las cuadrillas, con esos nombres profesio-nales, el Gallito, el Conejito Rojo, el Morillo, etc., que se transmi-ten por tradición a picadores y banderilleros como nombres impersonales de máscaras.

El Paseo de la Reforma es algo semejante al Pincio en Roma, y ahora tiene un aire muy distinto al de las soleadas mañanas, cuando la gente rica va allí a caballo. Las amazonas montan como hombres, y en el rigor deportivo del traje se parecen a las de Central Park de Nueva York, las de Lincoln Park en Chicago o las de Golden Gate en San Francisco. Pero el caballo y la silla son totalmente del país. Con un largo me-chón sobre los ojos, las crines y la cola como la espuma de una ola, la bestia caracolea con centelleos de metal y cuero, en un estrépito argentino de hebillas, sonajas y cadenitas. Y así ador-nada parece más hosca y orgullosa, mientras que en cambio es tan dócil a la leve presión de esos muslos.

Otro público es el de hoy. La plaza de toros, de hierro y ce-mento armado, por fuera parece un gasómetro, un estableci-miento industrial erizado de grúas y escaleras de seguridad. Entre la multitud que llega y con el presentimiento de sangre que hay en el aire, el aspecto científi co del matadero promete una cruel-dad nueva y más precisa, que se suma al antiguo suplicio.

Las graderías se llenan de público. Dicen que caben 20 000, y está casi lleno. Todo alrededor del anfi teatro, por encima del hormigueo negro, altísimos contra el cielo, hay anuncios en colores atroces. Cada veinte metros, entre la gente sentada, un guardia con tamaño fusil. La banda militar ataca una marchita presuntuosa, como las de los circos. Las notas de los bronces desgarran un aire sordo, que se vuelve a cerrar de golpe. Un heraldo a caballo atraviesa a galope la arena, en un torbellino de plumas y seda negras. Es una aparición de la época de los conquistadores, un verdadero fantasma.

Pero casi todo el mundo ha estado en una corrida, o la ha visto en un cuadro o en el cine. Todos han leído alguna des-

cripción. Está la tauromaquia de Goya. Están los bestiarios de De Montherlant. La serpiente emplumada de Lawrence. Está Hemingway. No tengan miedo de que vaya a ponerme yo a contar la corrida. Apenas algunas notas.

Muerte del toro

El asunto se desarrolla con solicitud, sin intervalos. En poco más de una hora, uno por uno, los seis toros pasan al otro mundo. Los trajes de los toreros, aquí en México, no me pare-cen tan opulentos como en otras partes. Ni el estilo de la ac-ción es tan ornamentado. Pero todos actuaban en serio, con un ritmo tupido, resentido, de verdadera danza de guerra. Exce-lente el concierto entre principales y cuadrillas. Y a los toros no hubo que rogarles. Entraban al trote, y apenas veían al hombre del trapo rojo cargaban a fondo. También ellos desea-ban quedar bien y acabar pronto. Los toros de las corridas son de raza española, la más belicosa. Pero he observado que casi todas las representaciones taurinas son poco convincentes. Si excluimos los toros del arte cretense, no he encontrado otros comparables a los de los jarros mexicanos de diez centavos. Con inconsciente maestría, los autores de esas minúsculas ce-rámicas reproducen los signos más típicos del monstruo, el tamaño de torre de los hombros, el gigantesco nudo del cuello y la sacudida rápida de la cabeza.

Con cierta difi cultad y torpeza procedía la acción en que intervienen los caballos. El Gallito, el Morillo y los demás pica-dores sentían sobre ellos la mirada de todos los pendencieros del anfi teatro. Sentían los pinchazos y no escatimaban nada. Pero sobre aquellos rocines de visera sobre los ojos y panza envuelta en algodón, con las patas metidas en perneras de lata, estaban incómodos. A veces el caballo perdía estopa del vien-tre, como un diván masacrado en una mudanza. Y si el toro trabajaba con los cuernos contra las perneras, recordaba una cocina cuando están rompiendo los platos.

El torneo recuperaba elegancia en el juego de las banderi-llas. Cayendo al vuelo sobre el toro, uno las clavaba haciendo saltar dos abanicos de sangre. En puntas de pies, otro las hacía vibrar con la tradicional ligereza de Fígaro entregando un bi-llete. Ciertamente se me escaparon refi namientos, detalles de la ejecución, que entusiasmaban a mis vecinos. Como cual-quier otro arte, también éste tiene sus misterios. Pero confesa-ré que no sentí ni piedad ni repugnancia. Hay jugadas de bolsa, tratados políticos y cartas de amor más crueles que cualquier tauromaquia. No digo que no tenga algún trazo medio horren-do, pero necesario: por ejemplo, esa puñalada alevosa que uno

México*Emilio Cecchi

* Emilio Cecchi, México, Traducción de Stella Mastrangelo, fce, México, 1993.

Page 22: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

20 la Gaceta número 464, agosto 2009

de los ayudantes (el “monosabio”) le lanza de pronto al toro agonizante.

Los tres matadores eran muy jóvenes, casi adolescentes. Golpeando rítmicamente el pie invitaban a la fi era, y seguían el movimiento de los cuernos contra el paño, haciendo a un lado la cabeza, inmóviles. Quizás debido al relleno del busto, la cabeza parecía pequeñísima. Y cuando, alzando el estoque, el torero aprestaba a matar, eran gritos de todas partes: “No, no, déjalo; guerra, guerra.” A veces concedía unos pases más. Pero el honor del juego protege al toro también: morirá, pero de acuerdo con reglas caballerescas.

Una muerte solemne tocó a un gran toro al que le habían clavado en el cuello la espada hasta la empuñadura. Sin un

mugido, y como ignaro de la masacre, se puso a caminar al-rededor del ruedo. Andaba lentísimo, majestuoso, con el hierro clavado. Y el torero y los ayudantes lo seguían a pocos pasos, casi incómodos, avergonzados. El toro no daba mues-tras de tenerles miedo ni huir de ellos: no le interesaban más, los había reducido al absurdo, los había borrado de su presen-cia y había quedado solo. Era un gigante en la arena, y alzan-do el hocico parecía olisquear un viento de libertad de los prados lejanos. También el vulgo sintió un aura de poesía, y asistía en silencio temeroso al paso de la fúnebre procesión. De repente el toro cayó bruscamente de rodillas y vomitó un bocado de sangre negra. Lo apuñalaron. Y en seguida salió otro. G

Page 23: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 21

Eso se arregla mucho mejor en Francia —dije yo.—¿De modo que usted ha estado en Francia? —preguntó

mi hombre, volviéndose rápidamente, con una cortés expre-sión de triunfo.

“Cosa extraña —dije entre mí— que una simple navegación de ventiuna millas —pues no hay una sola más de Dover a Calais— pueda dar a un hombre estos derechos.”

Me decido a verlo por mí mismo, y, cortando aquí la dispu-ta, me voy a casa, preparo media docena de camisas y unos pantalones de seda negra (“porque la casaca que llevo puede pasar”, me digo examinando las mangas), y tomo un asiento en el paradero de Dover. Llego. El paquebote salía al día siguien-te, a las nueve de la mañana; y a las tres me encontraba yo sentado ante un fricassé de pollo, tan seguro de estar en Francia que, si aquella noche me hubiera muerto de una indigestión, el mundo entero no hubiera sido capaz de suspender los efectos de los Droits d’aubaine,1 y mis camisas, mis pantalones de seda negra, mi maleta y lo demás habrían ido a dar a manos del rey de Francia. Y aun ese retratito que llevo desde hace tanto tiem-po y que tantas veces te he jurado, Elisa, que ha de ir conmigo hasta el sepulcro, me lo hubieran arrancado del cuello. No es muy generoso que digamos esto de apropiarse los despojos del incauto extranjero, a quien vuestros súbditos han inducido a pisar vuestras playas. ¡Oh, Sire, por los cielos! Esto no está bien. Y mucho me apena tener que alegar razones ante el mo-narca de un pueblo tan civilizado y cortés y tan renombrado por sus sentimientos y su fi nura.

Pero he aquí que apenas he puesto la planta en vuestros dominios.

CALAIS

Cuando hube acabado de comer y beber a la salud del rey de Francia, para convencerme de que no le guardaba el menor rencor, y de que, muy por el contrario, lo honraba mucho por la afabilidad de su trato, me levanté, sintiéndome una pulgada más alto por este esfuerzo de adaptación.

“No —me dije—, no; la raza de los Borbones no es una raza

cruel; podrán, como todo el mundo, equivocarse; pero tienen en la sangre el ser dulces.”

Y al reconocerlo así, me parecía sentir derramarse por mis mejillas un efl uvio más suave, más cálido, más amoroso que el que pudiera producir el Borgoña recién apurado, de al menos dos libras la botella.

—¡Santo Dios! —exclamé, dando un puntapié a la maleta—. ¿Qué hay, pues, en los bienes de este mundo que así puede agitar el ánimo, causando tan crueles disensiones como suelen verse entre los hombres, nuestros bondadosos hermanos?

Cuando el hombre está en paz con el hombre, ¡cuánto más ligero que la pluma es en sus manos aun el más pesado de los metales! Abre confi adamente su bolsa y mira en derredor, como buscando con quién compartirla. Y yo, a todo esto, sentía que se me dilataban las sienes, las arterias latían con un alegre con-cierto, y todas las potencias de la vida funcionaban dentro de mí con tan poca fricción, que aun la más física de las precieuses de Francia se habría quedado confusa y, a pesar de todo su mate-rialismo, no hubiera osado decir que yo era una máquina.

“Sí —me dije—, estoy seguro de que yo trastornaría su cre-do.”

Y esta idea pareció exaltar mi naturaleza a un grado increíble. Ya desde antes me sentía yo en paz con todo el mundo, y ahora me pareció que acababa de fi rmar la paz conmigo mismo.

—Si ahora mismo fuera yo el rey de Francia —exclamé—, ¡vaya una oportunidad para que un huérfano implorara de mí la restitución de la maleta paterna!

EL MONJE

Calais

Apenas había formulado estas palabras cuando un pobre monje de la Orden de San Francisco entró en mi cuarto pidiéndome algo para el convento. A nadie le gusta que sus virtudes sean juguete de la casualidad; o dígase que un hombre puede ser generoso en la medida en que otro es potente, sed non quo ad hanc, o como fuere. Porque no se puede razonar regularmente sobre el fl ujo y refl ujo de nuestros humores: tal vez, a lo que alcanzo, dependen de las mismas infl uencias que las mareas, y el admitirlo así no resultaría en descrédito nuestro. De mí al menos sé decir que, en más de una ocasión, preferiría que la gente dijera: “He tenido una difi cultad con la luna, donde no cabe imputar vergüenza ni pecado”, que el oír que se me acha-caran directamente el acto o el hecho en cuestión.

Sea como fuere, desde el instante en que vi al monje me hice

Viaje sentimental por Francia e Italia*Laurence Sterne

* Laurence Sterne, Viaje sentimental por Francia e Italia, Tra-ducción de Alfonso Reyes, fce, México, 2001.

1 Todos los objetos de los extranjeros que mueren en Francia (con excepción de los de los suizos y escoceses) son asidos por el Estado en virtud de esta ley, aun cuando estuviere presente algún heredero. Una vez arrendados los provechos, no hay rectifi ca-ción posible. [N. del A.]

Page 24: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

22 la Gaceta número 464, agosto 2009

el propósito de no darle ni un miserable sou. Y, en efecto, me guardé la bolsa, me abroché, rectifi qué un poco la postura del cuerpo y me adelanté con gravedad: he de haber tenido un aire muy importante. En este momento me parece ver la cara del pobre monje, y realmente creo que era digno de mejor acogida.

El monje, a juzgar por la calvicie que invadía la tonsura, y los escasos cabellos blancos de las sienes, que era todo lo que le quedaba, podría tener hasta setenta años. Pero, a juzgar por los ojos y el fuego de la mirada, que parecía más templado por la urbanidad que por la vejez, no tendría más de sesenta. Acaso la verdad estaba en el medio: sí, seguramente tenía unos sesen-ta y cinco. Y su aspecto general, a pesar de ciertas arrugas prematuras, así parecía confi rmarlo.

Era una de esas caras que Guido gustaba de pintar: suave, pálida, penetrante, ajena a las vulgaridades de la gorda y presun-tuosa ignorancia que deja caer sus miradas sobre el mundo pe-sadamente, antes parecía volar más allá y buscar algo fuera del mundo. Cómo semejante cabeza vino a parar sobre los hombros de un monje de esta Orden, sólo Dios, que la plantó allí, puede saberlo: mejor le acomodaría a un brahamán, y yo, encontrán-dola en las indostánicas llanuras, la hubiera reverenciado.

El resto de aquella silueta queda descrito en dos o tres to-ques, y cualquiera la podría dibujar: de por sí, ni era elegante ni dejaba de serlo, salvo el matiz que le comunicaban la expresión y el carácter. Era un fi gura frágil, escasa, algo menor que la ordinaria, y no sé si le quitaba elegancia cierta inclinación hacia adelante —actitud propia del que implora—. Tal como ahora me la represento, creo que con esa actitud más bien ganaba.

Dio unos tres pasos, se detuvo, y llevando la mano izquierda al pecho, mientras con la otra empuñaba un ligero bordoncito blan-co, empezó —al ver que me le acercaba— la eterna historia de las necesidades de su convento y la pobreza de su Orden. Todo esto con una sencillez tan agradable y con tal aire de conjuro en la cara y en la persona que, ni embrujado, hubiera podido yo resistirlo.

Pero yo tenía mejores razones: el propósito de no darle ni un miserable sou.

EL MONJE

Calais

—Es muy cierto —dije para responder a una mirada beatífi ca con que terminó su discurso—. Es muy cierto, y plegue al cie-lo ser el amparo de los que sólo cuentan con la caridad pública, cuyos almacenes temo yo que no sean bastantes para las muchas y continuas demandas que se le presentan.

Al oír esto de las muchas demandas, echó una mirada de sos-layo a las mangas de su túnica, y yo comprendí toda la elocuen-cia de este lenguaje.

—Confi eso —dije— que un grosero hábito, y esto para cada tres años, y con una dieta rigurosa, no es mucho pedir; y lo que precisamente da compasión es que, costando todo eso tan poco, vuestra Orden tenga que procurárselo acudiendo a un fondo que, en rigor, pertenece a los lisiados, a los ciegos, los ancianos, los enfermos… También el cautivo, que languidece contando una y otra vez las horas de su afl icción, reclama su parte de ese fondo. Y si usted fuera de la Orden de la Merced, como lo es de la de San Francisco, yo, aunque pobre —y señalé mi maleta—, la franquea-ría con todo gusto para contribuir al rescate de los desdichados…

El monje hizo una reverencia.—… Pero —continué yo— entre todos los desdichados, el

primer lugar corresponde, sin duda, a los de nuestro propio país; y ahora he dejado yo en nuestras playas millares de ellos…

El monje movió afablemente la cabeza, como para decir: “No cabe duda; hasta en el último rincón del mundo hay mi-seria, lo mismo que en nuestro convento.”

—Pero nosotros sabemos distinguir —le dije, tocándole la manga del hábito, como para responder a su insinuación—; sabemos distinguir, padre mío, entre los que sólo pretenden comer el pan de su trabajo, y los que comen el del trabajo aje-no, y no tienen en la vida más ideal que el pasársela entregados al ocio y a la ignorancia “por amor de Dios”.

El pobre franciscano no respondió una palabra. Por sus mejillas pasó un ligero sonrojo; pero no tardó en disiparse: parecía que la naturaleza hubiera agotado en él los fondos del resentimiento. Al menos no demostró ninguno. Y, dejando caer el bastón entre sus brazos, juntó con resignación las ma-nos sobre el pecho y se marchó.

EL MONJE

Calais

Apenas había cerrado la puerta, el corazón me dio un vuelco.—¡Bah! —exclamé tres veces, afectando un aire indiferente—.

Pero fue inútil: todas y cada una de las sílabas desagradables que acababa yo de pronunciar reaparecieron, agolpándose en mi ima-ginación. Después de todo, refl exioné; yo no tenía más derecho sobre aquel pobre franciscano que el de la negativa, y sólo eso ya era bastante pena, sin la añadidura de unas palabras ásperas.

Consideraba yo sus cabellos grises, y me parecía verlo otra vez, y oír que me preguntaba, con aquella su fi sonomía tan cortés, qué mal me había hecho y por qué lo maltrataba yo así. Hubiera yo dado entonces veinte libras por tener a mano un intercesor.

—¡Qué mal, qué mal me he portado! —me decía yo—. Pero, en fi n, apenas he empezado mis viajes, y ya aprenderé más allá a tener mejores modos. G

Page 25: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 23

1

En agosto de 1981 tenía listo mi equipaje para mi quinta visita a Panamá, cuando me enteré por teléfono de la muerte del gene-ral Omar Torrijos, mi anfi trión y amigo. El pequeño avión en que viajaba a su casa de Coclesito, en la sierra panameña, se había estrellado. No hubo sobrevivientes. Unos días después, la voz de su guardia de seguridad, el sargento Chuchú, alias José de Jesús Martínez, ex profesor de fi losofía marxista en la Universi-dad de Panamá, profesor de matemáticas y poeta, me dijo:

—Había una bomba en el avión. Sé que había una bomba en el avión, pero por el teléfono no te puedo decir por qué.

En ese momento se me ocurrió escribir una breve crónica personal, basada en los diarios que había llevado en los últimos cinco años, como tributo a un hombre al que llegué a querer durante esa época. Pero en cuanto escribí las primeras frases después del título, El general, me di cuenta de que no sólo era al general a quien había conocido en esos cinco años: también a Chuchú, uno de los pocos hombres de la Guardia Nacional en quien el general confi aba enteramente, y a ese país hermoso y estrafalario, partido en dos por el Canal y la Zona norteame-ricana, un país que, gracias al general, había adquirido una importancia estratégica en las luchas de liberación que se desa-rrollaban en Nicaragua y El Salvador.

2

Mientras escribía los últimos pasajes de este libro, una amiga me preguntó:

—¿Por qué siempre estás interesado en España e Hispano-américa? México apareció en El poder y la gloria, Paraguay en Viajes con mi tía, Cuba en Nuestro hombre en La Habana, Argen-tina en El cónsul honorario; visitaste al presidente Allende, y ahora acabas de publicar Monseñor Quijote…

Era una pregunta difícil, pues la respuesta se hallaba en la oscura cueva del inconsciente. Mi interés se remontaba mucho más allá de mi visita a México en 1938 para hacer reportajes sobre la persecución religiosa. La segunda novela que publi-qué, Rumor al anochecer, aparecida en 1934, se ubicaba en Es-paña durante las guerras carlistas, a pesar de que en el momen-to de escribirla sólo hubiera pasado un día en España, a los dieciséis años. Entonces había visitado La Coruña en un barco

que se detuvo en Vigo de camino a Lisboa. Acompañaba a mi tía Eva. Ella se encontraría en Lisboa con mi tío, que regresaba de Brasil, donde tenía una compañía cafetalera. En Vigo pro-puse que visitáramos la tumba del general John Moore, que tenía una lejana relación con la familia y murió en la famosa retirada de los franceses a Coruña, donde fue enterrado “oscu-ramente en noche cerrada, el césped removido por nuestras bayonetas” y quedó inmortalizado por el único poema que se recuerda de un clérigo irlandés, el reverendo Charles Wolfe. Pasaron casi sesenta años antes de que volviera a la tumba don-de los versos están grabados, llevando ahora Monseñor Quijote en la mente.

Rumor al anochecer fue una pésima novela que no deseo ver reeditada jamás. Pero mi interés en escribir sobre asuntos his-pánicos se remontaba aún más lejos.

—Hubo una novela —le dije a mi acompañante— que em-pecé justo al dejar Oxford, para la que por suerte nunca encon-tré editor. Se llamaba El episodio. Había estado leyendo el único libro de Carlyle que he logrado terminar (la vida de un fraca-sado poeta en cierne llamado John Sterling, que de joven se involucró con los carlistas refugiados en Londres). Tengo la primera edición aquí en mis estantes. La encontré a diez che-lines en Chichester hace unos doce años, pero no la he releído —tomé el libro publicado en 1851 y lo abrí en el índice. Ahí leí: “Primera parte, Capítulo 8, Torrijos”. El nombre de Torri-jos saltó ante mi vista y me golpeó como un mensaje de los muertos.

Volví a leer acerca de aquellos desafortunados españoles con los que Sterling y mi joven héroe imaginario se involucraron: “Figuras majestuosamente trágicas, orgullosas, con capotes raídos; deambulando, casi siempre con los labios cerrados, por las amplias baldosas de la plaza Euston y por los alrededores de la iglesia de San Pancracio”. Seguí leyendo: “El jefe reconoci-do por todos aquellos pobres exiliados españoles era el general Torrijos, un hombre de grandes cualidades y fortuna, todavía en la plenitud de su edad, que se negaba a desesperar en esas circunstancias desesperantes”.

El general Torrijos que llegué a querer fue muerto en la plenitud de su edad, y yo estuve cerca de él en las circunstan-cias desesperantes que lo agobiaron, las etapas fi nales, las pro-longadísimas negociaciones con los Estados Unidos sobre el Tratado del Canal de Panamá y su decepcionante desenlace. Él también se negó a desesperar e incluso consideró seriamente una posible lucha armada entre su diminuto país y la gran po-tencia que ocupaba la Zona.

¿Pero por qué, mi amiga insistió en su pregunta, ese interés

El General*Graham Greene

* Graham Greene, El general, Traducción de Juan Villoro, fce, México, 1995.

Page 26: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

24 la Gaceta número 464, agosto 2009

de tantos años por España y América Latina? Tal vez la res-puesta radique en esto: en esos países la política casi nunca ha consistido en una mera rotación de partidos electorales enemi-gos, sino en un asunto de vida o muerte.

3

En 1976 sabía poco del pasado de Panamá. Después de su se-paración de España, a principios del siglo xix, Panamá escogió por voluntad propia unir su fortuna a lo que entonces era una Colombia más grande que la actual. En el siglo xx la nueva República de Panamá era algo bien distinto: la obra personal de un Theodore Roosevelt decidido a que el sueño de Lesseps (un canal que uniera el océano Atlántico con el Pacífi co, que después de diez años de trabajos había terminado en un desas-tre fi nanciero) se convirtiera en realidad bajo la protección y la virtual propiedad de los Estados Unidos. En tiempos del fraca-so de Lesseps, Panamá seguía siendo una provincia de Colom-bia, separada de su estado paterno por las montañas y la jungla, sin un camino de enlace, como sigue estando ahora. Puesto que las negociaciones con Colombia sobre los derechos del Canal se estancaban más y más y terminarían siendo imposi-

bles, los Estados Unidos se propusieron convertir a Panamá en un presunto Estado independiente.

Así, el 13 de junio de 1903 el New York World publicó un comunicado especial autorizado por la Casa Blanca anuncian-do una rebelión que aún no había sucedido.

Ha llegado información a esta ciudad de que el Estado de Panamá, que abarca toda la Zona del Canal está listo para es-cindirse de Colombia y establecer un Tratado del Canal con los Estados Unidos.

El Estado de Panamá se escindirá si el Congreso de Colom-bia no ratifi ca el Tratado del Canal. Se implantará un gobierno de tipo republicano. Se dice que este plan será de fácil ejecu-ción, pues sólo hay unos cien soldados colombianos acuartela-dos en el Estado de Panamá

Y en efecto fue de fácil ejecución, y su consecuencia fue agobiar a Panamá, en benefi cio de los Estados Unidos, con el mando personal de la familia Arias y de la oligarquía que la rodearía durante más de medio siglo.

La rebelión, si así podía llamarse, fue fi nalmente organizada por un ingeniero francés, Bunau-Varilla, un rezagado de la fa-llida empresa de Lesseps. Contaba con la ayuda del doctor Amador, quien tenía un puesto clave en el ferrocarril de cons-

Page 27: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 25

trucción norteamericana que unía el Atlántico y el Pacífi co. Cuan-do Colombia se enteró de lo que se estaba tramando y envió doscientos hombres de refuerzo a Colón, en el Atlántico, los di-rectores del ferrocarril hablaron con el doctor Amador y mostra-ron una adecuada incompetencia para transportar a tantos hom-bres a la ciudad de Panamá: todo lo que lograron fue evacuar en un pequeño tren al general colombiano Tokar (y a sus ayudantes con sus esposas), con toda comodidad, rumbo al Pacífi co, dejando atrás a sus tropas. Ahí se les brindó una muy afectuosa bienvenida y un excelente almuerzo. Después se les escoltó a la cárcel.

Las tropas habían desembarcado el 2 de noviembre de 1903, y el 6 de noviembre los Estados Unidos reconocieron la inde-pendencia de la República de Panamá. El primer Tratado del Canal, que establecía la Zona Norteamericana a ambos lados del Canal a cambio de una renta ridícula basada en los peajes, fue fi rmado en Washington por el secretario de Estado Hay y por el francés Bunau-Varilla. No se consideró necesario solici-tar una fi rma panameña.

El Tratado, que de 1903 a 1977 sería por momentos una maldición en las relaciones entre Panamá y los Estados Uni-dos, garantizaba a perpetuidad a los Estados Unidos todos los derechos y la autoridad sobre la Zona del Canal, “los mismos que poseería si tuviera la soberanía del territorio”. Aunque se podía decir que Panamá retenía la soberanía nominal a través de ese misterioso “si”, los panameños que vivían o trabajaban en la Zona estuvieron sujetos a las leyes y los procesos de los Estados Unidos hasta la fi rma del nuevo Tratado en 1977. En muchos sitios era posible entrar a la Zona cruzando de un lado a otro de la calle, pero si uno era panameño más valía tener cuidado, pues una infracción de tránsito en el lado equivocado de la calle signifi caba ser juzgado por la ley norteamericana ante un tribunal norteamericano.

El Canal se concluyó justo antes del inicio de la primera Guerra Mundial. Para cada presidente de Panamá se convirtió en obligación formal protestar contra las condiciones de un acuerdo fi rmado por un francés sin autoridad en benefi cio de una junta autoelegida (bajo el mando de la familia Arias: Tomás Arias fue miembro de la junta original). Se trataba tan sólo de un ritual, y así era visto por los Estados Unidos. A fi n de cuen-tas fueron las manifestaciones en las calles, y no el gobierno panameño, las que lograron pequeñas concesiones.

En 1959, tras severos disturbios, el presidente Eisenhower aceptó que la bandera panameña ondeara junto a la norteame-ricana en un punto donde la Zona y el Panamá libre se encon-traban. A resultas de las manifestaciones de hostilidad se remo-vió una cerca de alambre en una sección de la Zona. Después, en 1961, el presidente Kennedy aceptó que la bandera pana-meña se izara en la Zona en los lugares donde ondeaba la norteamericana: los hospitales, las ofi cinas de la Zona y las esclusas del Canal. Más de medio siglo de negociaciones ha-bían conquistado esta pequeña concesión al orgullo nacional, pero las autoridades norteamericanas empequeñecieron la vic-toria al ordenar que en las escuelas de la Zona no se izara ninguna bandera.

Luego, un día de junio de 1964, los muchachos de una se-cundaria norteamericana izaron la bandera de la Unión Ame-ricana y doscientos panameños incursionaron en la Zona para alzar al lado su propia bandera, según lo acordado. En la melée que siguió, la bandera panameña fue rasgada en jirones. Fue entonces que los panameños le mostraron a su pacífi co gobier-no la violencia de la que eran capaces. La cerca de la frontera fue derribada; se atacó la estación de trenes de la ciudad de Panamá, que estaba en la Zona; las tiendas fueron saqueadas, y los disturbios se esparcieron por todo el país hasta Colón, en el Atlántico. Se pidió la intervención de los marines y en tres días de lucha murieron dieciocho panameños, casi todos en la zona pobre de El Chorrillo, donde la avenida principal de la ciudad de Panamá ha sido rebautizada como Avenida de los Mártires. La Guardia Nacional no desempeñó papel alguno. Permaneció en sus barracas. Fue un triunfo parcial para Panamá. Un año después el presidente Johnson anunció la derogación del viejo Tratado y la apertura de negociaciones para otro más justo. Sin embargo, once años después, en 1976, cuando fui invitado por primera vez a Panamá, las negociaciones continuaban. De cualquier forma, los dirigentes de Panamá habían cambiado. En 1968 dos jóvenes coroneles de la Guardia Nacional, Torri-jos y Martínez, pusieron al presidente Arias en un avión a Miami y tomaron el poder. Al año siguiente el coronel Arias, un derechista, se encontraría volando a Miami en parecida condición.

El coronel Torrijos se había hecho cargo de la Guardia Na-cional. Y ya nada sería como antes. G

Page 28: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

26 la Gaceta número 464, agosto 2009

I

Fontenay-aux-Rosescalle del Plessis-Piquet 10

sábado por la mañana

Mi buen Villiers:¿Soñé que me habló usted ayer de Daymonaz?Quizá no andaba yo del todo lúcido. Estaba ahogado de

pena y abrumado de fatiga. Creo estar seguro, no obstante, de que Daymonaz fue traído a cuento en nuestros pareceres. Se hallaría en París y sería poderoso por el oro. E iría a hacer un periódico. En una palabra, todo lo que puede uno soñar.

De ser así, le suplico, Villiers, por todo lo que pueda infl uir sobre usted, que informe a ese hombre excelente de mi situa-ción actual.

¡Me parece, caramba, que valgo bien la pena que pudiera costar el impedirme reventar! Y estoy que reviento si no consi-go algunos céntimos. No tiene usted idea de mi penuria.

¡Bueno, pues!, si hay dinero ¿qué puede haber más sencillo? Me comprometo a proporcionarles mi colaboración, es decir a poner una pizca de escarlata sobre los grises colores de su aplastante legitimidad.

Si esa buena gente desea obtener alguna cosa merced a la publicidad y si no son del todo insensatos, deben, a lo que pa-rece, empezar por no rechazar los ofrecimientos de servicios de un gong que está en las últimas y disponible al presente, y que se arroja en sus brazos.

Les pertenezco, pues, pero antes hará falta que yo no pe-rezca.

¿Será pues imposible conseguirme los trescientos francos que me harán falta para escapar de Fontenay y vivir en paz en París, en cualquier buhardilla de Montrouge o de Vaugi-rard?

En rigor hasta una suma menor me bastaría, llegado el caso, por hallarme acostumbrado, como lo estoy, a la más horrible miseria. Pero es preciso que me evada de Fontenay y ya le dije a usted cuánto apremiaba esto.

En fi n, amigo, apresúrese a informar de todo esto al bueno de Daymonaz. Considere que su amigo padece como un con-denado y cree en la efi cacia del celo de usted.

Los servidores de Carlos xi ¿se mostrarán tan duros y tan

profundamente inhábiles como los domésticos de Chambord, que nunca han sabido más que rechazar a la gente de talento y dejarla morir de miseria y de asco?

Por una vez más, que sea yo salvado, en vista de que no puedo salvarme yo mismo.

Apresúrese, mi buen Villiers, que ya no puedo más.Léon Bloy,

suyo

P.D. —Puesto que es usted un hombre tan ocupado, ¿por qué, viéndolo bien, no habría usted de enviar sencillamente esta carta a Daymonaz?

Esta carta data con certeza de fi nes de 1885 o de las prime-ras semanas de 1886. El periódico en cuestión es una hoja naundorffi sta que debía llamarse Le Légitimiste y cuya circular de lanzamiento fue reproducida en los Cahiers Léon Bloy de enero de 1927. Fechada en febrero de 1886, esta circular a fa-vor “de una realeza representativa que esté alejada por igual del gobierno absoluto, fuente de despotismo, y de un poder cons-titucional…” anunciaba que el comité de redacción estaría compuesto por los señores René Vigneulle, director, De Héré, el marqués Williers de l’Ile-Adam, Léon Bloy, Leconte de Pa-rís, Wuitsmans, etc. (¡restablecer la ortografía de los nom-bres!)

El “reviento” está subrayado con lápiz rojo.

II

París, 7 de abril [de 1886]

Es verdad, mi querido Villiers, que no tiene usted la menor costumbre de responder las cartas o notas que se le dirigen.

¡Es de sobra verdad, ay!De modo que no le escribiré esta vez con la esperanza de

una contestación.Deseo simplemente darle mi nueva dirección:

Léon Bloy, denigrador, calle Blomet 127París-Vaugirard

Ahí es donde me escondo. Tiene inexpresable importancia el no comunicar esta dirección a nadie. Aun encima de una parri-lla debiera usted ocultarla heroicamente. De otro modo, será usted mi asesino.

Carecemos furiosamente de dinero, Villiers. Habría que

Cartas de Léon Bloy a Villiers de L’Isle-Adam*Albert Béguin

* Apéndice tomado del libro de Albert Béguin, Léon Bloy, místico del dolor, Traducción de Juan Almela, fce, México, 2003.

Page 29: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 27

modifi car esto cuanto antes. Vamos a reventar de un momento a otro.

Argentum electum. lingua Justi.(Proverb. x, 20)

Eloquia Domini, eloquia casta: argentum igne examinatum. (Psalm. xi, 7), etc., etc.

Sin duda hago mal en derramar mis citas delante de ti, oh escritor desprovisto de simbolismo y de exégesis. Pero, fíjate, por doquier, en el Libro, la palabra plata signifi ca palabra de dios.

¡Concluye, y date cuenta de cuán pobres somos!Tu

Léon Bloy

Bloy acababa de escapar de Fontenay-aux-Roses (y temía sin duda que la señora Dumont diera con él) y se había estable-cido en la calle Blomet, donde viviría hasta su matrimonio, en mayo de 1890. La dirección de Bloy aparece subrayada con lápiz rojo.

Se reconoce al fi nal de la carta un tema que será desarrolla-do en Le salut par les Juifs y Le sang du pauvre.

III

París, 19 de abril del 86

Amigo mío:Sé muy bien que le ofrezco, escribiéndole, una ocasión para

no contestarme, la cual le encantará demasiado no dejar esca-par.

¡Qué importa!Me dijo usted que existía, merced a alguien que usted sa-

bía, un modo de obtener gracia para mi hermano, condena-do, por violento quijotismo, a ¡¡¡trabajos forzados!!!

Llevo un mes sin tener noticia alguna de las diligencias de usted, pero en este momento me entero del rechazo de la ape-lación de mi desventurado hermano, quien tal vez se mate de desesperación, si todo el mundo lo abandona.

Por mi parte, no puedo nada, usted lo sabe. Quizá usted tampoco pueda nada y lamente haberme dado una esperanza con demasiada ligereza. En tal caso, dígamelo para que deje de esperar en vano.

Pero si puede usted algo, actúe, se lo pido en Nombre de Dios y por los trabajos forzados de Nuestro Señor Jesucristo que se consumarán esta semana.

Sé que es usted un hombre desventurado y que acaso sea una enormidad pedirle esto.

Pero créame, querido Villiers, que si yo estuviera agonizan-do y tuviera usted necesidad de mí, lo amo a usted tanto que recuperaría un poco de fuerzas para asistirlo.

Hasta pronto, pues, si usted lo desea.Estoy colmado de dolor.

Léon Bloycalle Blomet 127 — Vaugirard

dirección oculta.

A propósito de la condena de Georges Bloy y de las diligen-cias de Villiers, véanse las cartas a Montchal citadas en nuestra introducción.

IV

París, 22 de mayo [de 1886]

Sábado por la nocheMi buen Villiers:Ayer vi a Huysmans. Hará los cien renglones que cree usted

poder colocar y hacer pagar. Este bravo muchacho, que estima el talento de usted y, según creo, a su persona, no pide que se le pague, si su artículo puede serle útil a usted, pero yo lo pido por él, pues, vea usted, Villiers, le va tan mal como a nosotros. Está informado de la promesa de usted de venir mañana do-mingo a las cuatro a casa del señor d’Aurevilly, calle Rousselet 25. Arreglará su día para asistir. Toca a usted cumplir su pala-bra.

Por lo demás, todo el mundo lo esperará.

Una palabra. El bribón de Edison, cuando hace entrega de su mecánica, profi ere la palabra quittes [libres], en mayúscu-las pequeñas. Me fi guro que quiso usted con ello detener el entusiasmo, oh burlón, y dar a entender que un ingeniero ja-más podrá ser un caballero.

¡Bravo!Su

Léon Bloy

Se trata del personaje de Edison, en L’Éve future, de Vi-lliers.

V

20 de mayo del 87

Querido amigo:Huysmans me encarga que te recuerde tu promesa de venir

a comer el domingo. Uno y otro tenemos ganas hasta un pun-to que no puedes fi gurarte. Llega uno a no poder prescindir de ti más que muy difícilmente.

No obstante, pareces temer nuestros contactos, y hablas de manera casi hosca de un hombre que se dejaría disecar por ti. ¿Por qué no tienes un corazón simple, oh Villiers, y por qué nos persigues? ¿En qué medio de periodistas fétidos has mace-rado tu alma hasta haberte vuelto tan profundamente, tan de-soladoramente incapaz de discernir a tus verdaderos amigos, a quines no pueden ni abandonarte ni traicionarte y que siempre te ven con satisfacción? No puedes perdonarle a Huysmans el haber sido concebido en el pecado del descreimiento y el blin-dar su espíritu con un escepticismo que te parece hecho para chupar rayos. En cuanto a mí, no podrías pasarme la rudimen-taria simplicidad de un catecismo cristiano que me hace desde-ñar las cogitaciones oscuras del hegelianismo. Hasta has su-puesto inconcebiblemente el ascendiente monstruoso de Des Esseintes sobre Marchenoir a fi n de explicar mi horror congé-nito a los sofi smas alemanes de que te has nutrido. Todo esto, amigo querido, es bien insensato, bien absurdamente injusto. Estimo que sería mejor y más cristiano, a fi n de cuentas, no desconfi ar tanto de dos pobres diablos que te quieren con sim-plicidad y que sinceramente desearían darte su devoción sin que les pase por las mientes el soberbio pensamiento de pre-guntarse ni una vez si serás “digno de amor o de odio”.

Page 30: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

28 la Gaceta número 464, agosto 2009

Te estrecho entre mis brazos.Léon Bloy

Anexo unas monedas para tomar el ómnibus.

Se ven aparecer aquí los primeros signos de los malos en-tendimientos que no dejarán de agravarse durante el año si-guiente: inconstancia y ligereza de Villiers, celos amistosos en Bloy, oposición de doctrina también.

VI

Jueves por la mañana22 de septiembre de 1887

Mi querido amigo.Cuando tengas esta carta te ruego que exijas perfecto silen-

cio a tu alrededor, que te instales a gusto en el quicio de una ventana y que me leas con fervor.

Quería yo verte hoy, desayunar en tu casa, hablarte.Después de pensarlo bien, te escribo, opto por escribirte,

porque es terrible hablar contigo. Escuchas mal, como hacen los tigres, cuando que desearía uno en ti la acústica respetuosa de los elefantes. El temible equívoco de una sola palabra te arranca de mis arengas más nutricias y hace que en el acto tu espíritu se vuelque en el sálvese quien pueda del parloteo.

Así son las cosas.Es absolutamente necesario, Villiers, que demos fi n a la ago-

nía de nuestra miseria. Nos estamos muriendo de la manera más visible y más segura. Se trata de tomar lo que Dios nos da, y lo que Dios nos da es, de cierto, una ocasión.

Hablo bastante claro de tu viaje a Dieppe, ¿no es así?Me siento actualmente en vena de hacerte triunfar y te anuncio

la victoria con la autoridad de un profeta, lo mismo que te la anuncié ayer en cuanto a aquel asunto de menor importancia y que salió bien, pese a todos los ingratos pronósticos.

Tienes pues que partir y aun que partir conmigo. Esto me parece indispensable. Ni qué decir tiene que tu Lord no debe saber de mí, llamado acaso algún día a juzgarlo y hacerlo eje-cutar. Pero estaré entre bastidores para soplarte cosas que ex-traeré para ti de los lugares profundos, de abysso jacente deorsum. Y hemos de regresar, me atrevo a responder de ello, con tu li-beración y con la mía.

Sólo que, tenlo en cuenta, la ocasión va a escabullirse y el dinero va a disiparse. No hay un segundo que perder.

Me escuchaste ayer y te pareció bien. Sígueme pues oyendo hoy.

Es claro que la suma que tienes en las manos no es sufi ciente.Arréglatelas con Marie para ser sórdido durante tres o cuatro

días. Corre a un sastre, apremia al Figaro, llévale Midas a Bas-chet. Según mis informaciones te pagará por la copia que debes de tener en este momento. Pero, en nombre del cielo, que todo esto sea rapidísimo. Es preciso que podamos partir desde principios de la semana que viene.

Te pido este esfuerzo, en Nombre de Dios. Desde el día en que te arrojaste en mis brazos, después de la lectura del Révé-lateur, desde aquel asombroso beso, único salario que recibiera, he soñado, he deseado ardientemente salvarte, así me costara pedazos de mi carne y de mi vida. Le debes algún conforta-miento a un amigo como yo. Me debato en angustias espanto-sas, perezco, en verdad, y siento, sé que puedes, con mi ayuda, liberándote a ti mismo, liberarme de rebote a mí.

Hay por tanto que actuar, que actuar al momento y con una energía de desesperado.

TuLéon Bloy

P.D. —Mañana iré a desayunar a tu casa.

VII

Sábado por la mañana24 de septiembre [de 1887]

Querido amigo:Llevo trabajando en la copia de Midas desde las dos de la

madrugada. Imposible haber concluido a tiempo para ir a de-sayunar contigo. De modo que te entregaré este trabajo maña-na por la noche si vas a casa de Huysmans, o el lunes por la mañana. Mientras tanto ocúpate de tu ropa. Actúa de una vez. Y, sobre todo,

sé sordidoTu

Léon Bloy

Esta carta y la precedente las aclara la carta a Montchal del 23 de septiembre que hemos citado en nuestra introducción.

Las frases “Me siento actualmente en vena…” y “Es preciso que podamos partir…” de la carta vi, así como las palabras “Actúa de una vez” de la vii fueron subrayadas por Bloy con lápiz rojo.

Baschet era director de la Revue Illustrée, que publicó textos de Villiers. Midas retirado en el último momento de los Contes cruels, había aparecido el 18 de febrero de 1882 en la Comédie Humaine con el título de Maison Gambade Père et Fils Srs y fue incorporado a la compilación póstuma Chez les passants, donde se intitula Le socle de la statue (datos proporcionados por J. Bo-llery).

VIII

Mi buen Villiers:¿Y mi manuscrito? Supongo que seguirá entre tus papeles,

a menos que haya perecido por accidente, lo cual es horrible-mente probable.

¡Ah, mi amigo! ¡Si fueras hombre capaz de actuar al momento por sus amigos, de cumplir sin demora lo que promete, si hubie-ses hecho el lunes último lo que me juraste hacer, acaso tuviera yo hoy una suma de dinero que nos salvaría a Huysmans y a mí de angustias espantosas y que sería útil hasta para ti mismo!

Pero tu naturaleza no te permite desplegar el menor lujo de actividad, así sea para salvar de la muerte a un amigo que se dejaría desollar por ti. Así estás hecho. Tú mismo me lo dijiste la otra noche. Me resigno, no sin tristeza.

Nunca debe pedírsele a un hombre, así sea un caballero, lo que no puede dar.

Sea.Iré pues mañana o el martes a tu casa, a recoger mi manus-

crito.Me ha costado semanas de afán y mi inquietud es extrema.Con todo, Dios mío, si tuviera en este momento los qui-

nientos o seiscientos francos que tu prontitud hubiera podido hacerme obtener, ¡qué servicio no le prestaría yo a mi pobre Huysmans, quien acaba de recibir un golpe terrible!

Page 31: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 29

¡Hasta la vista pues, querido amigo, y que Dios se apiade de todas nuestras miserias!

TuLéon Bloy

Domingo por la noche

Esta carta no fechada, pero escrita en el mismo papel que las de 1888, pudiera referirse al manuscrito de Un brelan d’excommuniés. Tal vez mencione la enfermedad de Anne Me-unier (descrita en En rade).

IX

París, 6 de septiembre de 1888

Mi querido Villiers:Hace ya varios días que recibí tu carta y me acuso de haber

descuidado el contestarla. Pero deseaba esperar que hubiese pasado cierta irritación.

Por no parecerme ni augusto ni deseable un negocio, entre nosotros, de decires venenosos, renuncio a la esperanza de “ganarte” en este nuevo juego. No ignoras, sin embargo, que tendría alguna probabilidad de lograrlo.

Hubiera sido mejor, convengo en ello, escribirte más sim-plemente. Lo había hecho ya, sin resultado, pero la indigna-ción se interpuso. Acababa de enterarme de que estabas en condiciones de socorrerme, sufría y sufro todavía de una ma-nera atroz y nunca comprenderé que se abandone a un amigo desdichado.

Ahora bien, llevaba cuatro meses sin verte.Tu carta no me crucifi ca de otro modo. Sabes muy bien que

no soy ni un acreedor ni un alma vil. Soy un cristiano sin pa-ciencia en los tormentos. Eso es todo.

Un solo detalle me ha llamado la atención en esa carta. Afi rmas que no he cumplido “todo mi deber, si no he cantado por los patios para entregarte el fruto de mis esfuerzos”. Es evidente que tuviste la intención de ser profundamente irónico y que creíste serlo. En el fondo, has expresado una verdad tan desalentadora como trivial. ¿No estamos exactamente persua-didos, los unos y los otros, de que todo nos es debido?

Es cierto que no he ido cantando por los patios, pues he realizado por ti ciertas diligencias más mortifi cadoras y más duras. Pero aunque hubiera hecho diez veces más, ¿es seguro que con ello bastaría?

Haces muy bien en burlarte de mí, puesto que fui lo bastan-te necio y lo bastante injusto como para esperar de ti la única cosa que eres incapaz de dar, es decir el sentimiento de amis-tad.

No quisiste y no quieres tener amigos. Cuando ha llegado el caso, te has encargado de rechazarlos, sin establecer la menor diferencia entre ellos y el primero que llegara.

Imprudencia terrible, ya que las almas no son una mercan-cía común y es un juicio siempre inicuo el condenarse a morir solo.

Te abrazo de todas maneras.Léon Bloy

P.D.— Las últimas palabras de tu carta son: “Hasta pronto, espero… Pero sin carta, pues es trabajo de copia no pagado y perdido.”

¡¡¡Oh!!! ¡Villiers!

Es la última carta de Bloy a Villiers. Cubre dos páginas; la P.D. está escrita atravesada a la vuelta de la primera página y el resto de la hoja blanca lo ocupa un dibujo garabateado que parece por cierto representar un cerdo y trufas (¿alusión a las comidas de Villiers “con los primeros que llegaran”?). G

Page 32: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

30 la Gaceta número 464, agosto 2009

La era heroica 1880-1900

Es el periodo del dominio francés, cuando media docena de obras maestras fundaron una nueva sensibilidad (ya manifi esta en Baudelaire en algunos poemas y en muchos de sus poemas en prosa). Algunas de estas obras seminales primero fueron publicadas en los ochenta y diseminadas en Les poètes maudits (1884), de Verlaine, en Symbolist Movment in Literature (1899) de Arthur Symons o en Confessions of a Young Man (1888) de Moore: Seinburne, Meredith, Melville, Whitman son algunos de los percusores anglosajones. Estimo que los noventa fueron un callejón sin salida, en esencia la versión inglesa del simbo-lismo, ya que, si sustraemos el elemento fi n de siècle, queda muy poco. En mi opinión, Huckleberry Finn (1884), de Mark Twain, ha sido elogiado más de lo justo; es demasiado intrincado y sentimental, a pesar del uso poético del habla vernácula esta-dounidense —un falso alborear—, y por lo tanto queda exclui-do, aunque se haya ganado la admiración de Eliot, Hemingway y Trilling.

El clima intelectual del periodo se puede apreciar mejor en la descripción de Huysmans de la biblioteca de Des Esseintes en A rebours (1884), particularmente en la sección moderna, que resulta una extraña anticipación de nuestro gusto actual. Luego de citar a Petronio, Apuleyo, Villon, Pascal, se centra en la fi gura de Baudelaire. “La admiración que sentía por el escri-tor no tenía límites” y brinda un análisis de tres páginas de la insondable tristesse del poeta, su desencanto y su estilo “que, más que ningún otro, poseía una maravillosa capacidad de defi nir con una peculiar vitalidad expresiva, los estados psicológicos más evasivos y fugaces, los momentos de mórbida melancolía y agotamiento”; admiraba en particular el Mort des Amants y el poema en prosa “En cualquier lugar fuera de este mundo”, L´Ennemi y su traducción de las “Aventuras de Arthur Gordon Pym”, de Poe. También admiraba la Tentation de Flaubert, Diaboliques de Barbey, el Faustin de Goncourt, L´Assommoir de Zola, y —entre sus contemporáneos— a Verlaine (en particu-lar los poemas “Calles” o Dansons la Gigue, con su curioso metro que Debbusy habría de inmortalizar de nuevo), a Tristan Corbière, el excéntrico autor de Les Amours jaunes (1873), y sobre todo a Villiers y Mallarmé. Estimaba sobre manera “In-tersigne” y “Vera”, los delicados cuentos sobrenaturales de Villiers, a los que consideraba pequeñas obras maestras: Ici

l´hallucinatiun était empreinte d´une tendresse exquise (como el Altar of the Dead de James).

Elogia cuatro de los Contes Cruels por su ingenio feroz y humor negro, su salvaje denigración del periodo burgués. También disfrutaba de Charles Cros, pero sobre todos ellos, de Mallarmé, de quien, como con Baudelaire, había mandado imprimir su propia selección en papel especial: L´Azur Héro-diade, Les Fenêtres, L´Après-midi d´un Faune, cada uno, por su-puesto, con encuadernaciones muy signifi cativas. ¡No es extra-ño que en una reseña Barbey le dijera a Huysmans, su creador, que debía elegir entre el cañón de un revólver o el pie de la cruz! Diez años después ya había elegido, al igual que hubie-ron de hacerlo diversos revolucionarios posteriores del movi-miento.

Ojalá Des Esseintes hubiera descubierto a Rimbaud y hu-biese incluido también una sección inglesa. Debió de haber leído, dada su anglofi lia que lo llevó hasta la Taverne Anglaise en la Rue d´Amsterdam, a Dickens, al igual que a Poe —¿por qué no Modern Love, o Renaissance de Pater? Puede descubrirse un desconocimiento recíproco entre James y Huysmans. Con todo, los ochenta y noventa fueron eclipsados por James, cuya obra culmina al fi nal del siglo con una brillante serie de novelas y cuentos: los Spoils of Poynton y What Maise Knew, The Awkward Age, y The Sacred Fount y la serie de relatos sobre las frustacio-nes de la vida literaria: Terminations, Embarrassments, The Two Magic. Esta pequeña empresa hubiera naufragado antes de zarpar, si hubiese incluido más de una. En lo que respecta a James, cuya obra por otra parte no pertenece por completo al movimiento, considero que he podido realizar sólo una selec-ción de muestra.

Henry James (1843-1916)Portrait of a Lady (1881)

Escrita a la manera del primer James (por entregas a lo largo de 1880), acerca de su tema predilecto: la juventud e inocencia estadounidense (Isabel Archer) en medio de la astucia europea; “una gran catedral construida con sosiego” (Graham Greene). “La vida a la orilla del agua; la asombrosa laguna se extendía frente a mí y el incesante parloteo humano de Venecia entraba por mi ventana, al cual me parecía que era continuamente atraído en violenta agitación de la composición.”

Aunque Hawthorne había escrito sobre los estadounidenses en Europa, James los trajo al terreno de la literatura, y se con-virtieron en su tema particular, en su donnée. Gracias a él, el mundo de los expatriados estadounidenses encontró voz por

Primera parte (1880-1920)*Cyril Connolly

* Cyril Connolly, Cien libros clave del movimiento moderno 1880-1950, Traducción de Aurelio Major, fce, México, 1993.

Page 33: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

número 464, agosto 2009 la Gaceta 31

primera vez, y aquella Europa aprendió a respetar la contribu-ción que ellos le brindaron. Él les dio su mito. Daisy Miller, incomprendida y juzgada erróneamente por la sociedad roma-na de los setenta, les abrió el camino a Edith Wharton, a la señora Chanler y a otras jamesianas, quienes la conquistaron en la siguiente generación. Portrait of a Lady ofrece un tema clave que repasarían los estadounidenses de los veinte, los bo-hemios expatriados.

Gustave Flaubert (1821-1880)Bouvard et Pécuchet (1881, póstuma)

Con un prefacio de Maupassant en 1881 y el fi nal recons-truido por Raymond Queneau, con una introducción impor-tante, en 1946. El exceso de trabajo en esta enciclopedia de la ignorancia humana contribuyó a la muerte de Flaubert (leyó más de 1 500 libros para ella). Sus dos escribanos, un obeso, el otro delgado, siempre entusiastas, parten para explorar el co-nocimiento y analizar todas las ramas del saber, enfrentándose siempre a una hostilidad y confusión crecientes. Un enciclopé-dico pesimismo irradia con destellos de poesía: lo bufonesco se funde con la tristeza de las cosas: sabemos por qué éste fue el libro favorito de Joyce. Con su herencia agotada, su reputación deteriorada, su salud arruinada y su curiosidad exhausta por la especulación inútil, los dos escribanos regresan a transcribir de nuevo: su única recompensa es la procesión de teorías confl ic-tivas y emociones estériles. A Bouvard le siguió a lo largo de los ochenta la publicación de los cinco tomos de correspondencia

de Flaubert, que predicaban la religión del arte como la supre-ma justifi cación de la existencia, una biblia postsimbolista cuya música aún nos hechiza como el ladrido de un lebrel extraviado.

Villiers De L´Isle-Adam (1838-1889)Contes Cruels (1883)

Este maestro del cuento combina una gran sensiblidad ro-mántica con una devastadora ironía contra los burgueses. “¿Vi-vir? Nuestros sirvientes lo harán por nosotros.” L´Eve Future es uno de los antecedentes de la ciencia fi cción, y su obra dra-mática Axël, con sus renuncias simbólicas, le dio a Edmund Wilson su punto de partida e infl uyó profundamente a Yeats. Villiers murió en la miseria, hablando sin cesar de sus tramas con ávidos entremetidos. Mallarmé pronunció una famosa conferencia sobre él (1890), iniciándola así: Un homme au rêve habitué, vient ici parles d’un autre, qui est mort. Él y Huysmans fueron los últimos que lo acompañaron en la hora de la muer-te, para satisfacer los deseos de Villiers —y por supuesto, para imponer los suyos, ya que el poeta agonizante fue compelido a desposar a su antigua amante para legitimar a su hijo—. La ceremonia reveló que ella no sabía fi rmar, última humillación para el escritor, quien no obstante concedió a la mujer el dere-cho de permanecer en el hospital por las noches, salvándolo así de morir solo. Verlaine también sintió una profunda admira-ción por él y lo convirtió en uno de sus poèts maudits, porque il n´est pas assez glorieux en ces temps qui devraient être à ses pieds… ¡Cuánto más cierto hoy! G

Page 34: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

32 la Gaceta número 464, agosto 2009

A setenta años del comienzo de la Se-gunda Guerra Mundial, algunas obras de la literatura siguen vigentes por su aguda crítica a los movimientos de ma-sas. Tanto en el contexto de autodes-trucción global, como muestra de locura y fascismo que pueden desatarse en cual-quier provincia del mundo, por muy minúscula que sea.

Hermann Broch, escritor de la gran generación vienesa de principios del si-glo xx, al igual que Sigmund Freud o Elias Canetti, se vio interesado en los estudios sobre la locura colectiva y deli-rios religiosos. Sus largas investigacio-nes se vieron registradas en el ensayo Teoría de la locura de las masas, no obstan-te, será con la novela El malefi cio donde plasme con tremenda ejemplifi cación hasta dónde llega la ceguera y brutalidad de las sociedades modernas propensas a seguir los dogmas de fe.

Esta novela presume varios trasfon-dos. Se puede leer como un diagnóstico político de la Alemania enferma de “nostalgia de Führer”, con su respectiva crisis de valores y una economía que se desplomaba. También como una denun-cia del falso mesías que llenaría el gran vacío religioso: Hitler.

George Steiner menciona en la edi-ción alemana del libro que “El malefi cio es una de las novelas más importantes del siglo xx y quizá sea más signifi cativa que el Doktor Faustus, de Thomas Mann. En ambas se trata de desvelar las raíces del nazismo a través de la forma poética de la literatura”.

En 1935, durante una estancia en El Tirol austríaco, Broch inició el esbozo de lo que sería su última obra, que traba-

jaría más de quince años en el exilio americano, y que sería el manuscrito que lo vería derrumbarse. Ya que, literal-mente, murió sobre él por causa de un infarto en 1951.

Preocupado por alejarse lo más posi-ble del kitsch, Broch desarrolló una es-critura densa, fi losófi ca, poética, pasmo-sa que describe detalle a detalle la naturaleza del hombre y sus complejas maneras de habitar el mundo. El malefi -cio cuenta la historia de un poblado ins-talado en las montañas austríacas que recibe la inesperada visita del forastero Marius Ratti. Personaje de aspecto me-ridional, enigmático y apátrida, que alu-de a los dirigentes fascistas y será res-ponsable —a través de retórica y jerga reaccionaria— de envolver a la pobla-ción entera en una especie de ensoña-ción histérica.

Todo cambiará como por arte de un oscuro hechizo. La aparente pasividad de la gente de provincia se tornará en des-enfrenado delirio por la presencia de este personaje. Marius Ratti simboliza un mesías, líder político o sacerdote fascista que inspira al pueblo a celebrar durante un festejo religioso la inmolación de la joven Irmgar von Doorfmetzger Sabest.

Incluso, la única persona que no era nativa del lugar, el médico de la aldea, será testigo. Él había huido de la deca-dente idea de progreso que reinaba en la ciudad, refugiándose en la sosegada pro-vincia desde hacía diez años. Este testi-go, “racional”, será quien cuente la amarga anécdota, y refl exione: “el prin-cipio y fi n de todo lo humano se encuen-tra en la oscuridad del sueño primordial y del olvido; que cada cosa que se hace o

se deja de hacer, cada conversación, pue-den conducir de regreso a la oscuridad primitiva, y que la sombría llama está lista siempre para salir y devorarnos”.

Ni siquiera la fi gura de la madre Gis-son, anagrama de “gnosis”, quien suscita profundo respeto, puede poner freno a la enajenación que el forastero genera. Quizá, como dice W.G. Sebald: “la ma-dre representa una fi losofía de la vida que lo acepta todo, incluso a Marius Ratti”, es decir, a la aniquilación.

La fi losofía nazi se ve enteramente refl ejada en el relato. Broch, con una precisión escalofriante, muestra cómo el sacrifi cio de la mujer parece no fortuito, porque al fi n y al cabo era parte del con-tinuo proceso de depuración de la vida.

Con esta novela Broch se adelantó a casi todos sus contemporáneos a narrar el proceso de descomposición que cernía a Europa Central. Tiempo que vivió trágicamente. Llevándolo incluso a pri-sión, a salvarse de la deportación y des-pués al exilio defi nitivo. No obstante, el cuidado obsesivo que imprimía en sus obras no se atenuó. Parece que ante la inevitable destrucción de su cultura, se empecinaba cada día más en perfeccio-nar su escritura.

La disciplina que tenía para corregir sus manuscritos era sorprendente, podía permanecer trabajando en la revisión diaria hasta 17 horas. Comenta Sebald: “Broch, fue mártir de la inmensa carga de trabajo que soportó los últimos años, a menudo en circunstancias difíciles, murió sobre su obra, en el auténtico sentido de la expresión”. Es decir, murió denunciando el malefi cio que vio conju-rarse sobre su patria perdida. G

El malefi cio Francisco Goñi

Hermann Broch, El malefi cio, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2009.

Page 35: La Gaceta del FCE, núm. 464. Agosto de 2009 · Viaje sentimental por Francia e Italia 21 Laurence Sterne ... Laurence Sterne, Roger Caillois, André Breton, Graham Greene, Carlos

Rosario CastellanosCentro Cultural Bella ÉpocaCiudad de México. Tamaulipas 202, esquina Benjamín Hill, colonia Hipódromo de la Condesa, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06170.Teléfonos: (01-55) 5276-7110, 5276-7139 y 5276-2547.

Alí Chumacero

Ciudad de México. Aeropuerto Internacional de la ciudad de México.Av. Capitán Carlos León González s/n , Terminal 2, Ambulatorio de Llegadas,Locales 38 y 39, colonia Peñón de los Baños, delegación Venustiano Carranza, C.P. 15620. Teléfono: (01-55) 2598- [email protected]

Alfonso Reyes

Ciudad de México. Carretera Picacho-Ajusco 227, colonia Bosques del Pedregal, delegación Tlalpan, C. P. 14738. Teléfonos: (01-55) 5227-4681 y 5227-4682. Fax: (01-55) 5227-4682. [email protected]

Daniel Cosío VillegasCiudad de México. Avenida Universidad 985, colonia Del Valle, delegación Benito Juárez, C. P. 03100. Teléfonos: (01-55) 5524-8933 y 5524-1261. [email protected]

Elsa Cecilia Frost

Ciudad de México. Allende 418, entre Juárez y Madero, colonia Tlalpan Centro, delegación Tlalpan, C. P. 14000.Teléfonos: (01-55) 5485-8432 y [email protected]

IPN

Ciudad de México. Avenida Instituto Politécnico Nacional s/n ,esquina Wilfrido Massieu, Zacatenco, colonia Lindavista, delegación Gustavo A. Madero, C. P. 07738.Teléfonos: (01-55) 5119-2829 y 5119-1192. [email protected]

Juan José Arreola Ciudad de México. Eje Central Lázaro Cárdenas 24, esquina Venustiano Carranza, colonia Centro, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06300.Teléfonos: (01-55) 5518-3231, 5518-3225 y 5518-3242. Fax [email protected]

Octavio Paz

Ciudad de México. Avenida Miguel Ángel de Quevedo 115, colonia Chimalistac, delegación Álvaro Obregón, C. P. 01070. Teléfonos: (01-55) 5480-1801, 5480-1803, 5480-1805 y 5480-1806. Fax: [email protected]

Salvador Elizondo

Ciudad de México. Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México. Av. Capitán Carlos León González s/n , Terminal 1, sala D, local A-95, colonia Peñón de los Baños, delegación Venustiano Carranza, C. P. 15620.Teléfonos: (01-55) 2599-0911 y [email protected]

Trinidad Martínez Tarragó

Ciudad de México. CIDE. Carretera México-Toluca km 3655,colonia Lomas de Santa Fe, delegación Álvaro Obregón, C. P. 01210.Teléfono: (01-55) 5727-9800, extensiones 2906 y 2910. Fax: [email protected]

Un Paseo por los Libros

Ciudad de México. Pasaje metro Zócalo-Pino Suárez, local 4, colonia Centro Histórico, delegación Cuauhtémoc, C. P. 06060. Teléfonos: (01-55) 5522-3078 y 5522-3016. [email protected]

Víctor L. Urquidi

Ciudad de México. El Colegio de México. Camino al Ajusco 20, colonia Pedregal de Santa Teresa, delegación Tlalpan, C. P. 10740. Teléfono: (01-55) 5449-3000, extensión 1001.

Antonio Estrada

Durango, Durango. Aquiles Serdán 702, colonia Centro Histórico, C. P. 34000. Teléfonos: (01-618) 825-1787 y 825-3156. Fax: (01-618) 128-6030.

Efraín Huerta

León, Guanajuato. Farallón 416, esquina Boulevard Campestre, fraccionamiento Jardines del Moral,C. P. 37160. Teléfono: (01-477) 779-2439. [email protected]

Elena Poniatowska Amor

Estado de México. Avenida Chimalhuacán s/n , esquina Clavelero, colonia Benito Juárez, municipio de Nezahualcóyotl, C. P. 57000. Teléfono: 5716-9070, extensión 1724. [email protected]

Fray Servando Teresa de Mier

Monterrey, Nuevo León. Av. San Pedro 222 Norte, colonia Miravalle, C. P. 64660. Teléfonos: (01-81) 8335-0319 y 8335-0371. Fax: (01-81) 8335-0869. [email protected]

Isauro Martínez

Torreón, Coahuila. Matamoros 240 Poniente, colonia Centro, C. P. 27000.Teléfonos: (01-871) 192-0839 y 192-0840 extensión 112. Fax: (01-871) [email protected]

José Luis Martínez

Guadalajara, Jalisco. Av. Chapultepec Sur 198, colonia Americana, C. P. 44310. Teléfono: (01-33) [email protected]

Julio Torri

Saltillo, Coahuila. Victoria 234, zona Centro, C. P. 25000. Teléfono: (01-844) 414-9544. Fax: (01-844) [email protected]

Luis González y González

Morelia, Michoacán. Francisco I. Madero Oriente 369, colonia Centro, C. P. 58000. Teléfono: (01-443) 313-3 992.

Ricardo Pozas

Querétaro, Querétaro. Próspero C. Vega 1 y 3, esquina avenida 16 de Septiembre, colonia Centro, C. P. 76000. Teléfonos: (01-442) 214-4698 y [email protected]

ARGENTINA

Gerente: Alejandro ArchainSede y almacén: El Salvador 5665, C1414BQE, Capital Federal, Buenos Aires, Tel.: (5411) 4771-8977.Fax: (5411) 4771-8977, extensión [email protected] / www.fce.com.ar

BRASIL

Gerente: Susana AcostaSede, almacén y Librería Azteca: Rua Bartira 351, Perdizes, São Paulo CEP 05009-000.Tels.: (5511) 3672-3397 y 3864-1496.Fax: (5511) [email protected]

CENTROAMÉRICA Y EL CARIBE

Gerente: Carlos SepúlvedaSede, almacén y librería: 6a. Avenida 8-65, Zona 9, Guatemala. Tel.: (502) 2334-16 35. Fax: (502) 2332-42 16.www.fceguatemala.com

CHILE

Gerente: Óscar BravoSede, distribuidora y Librería Gonzalo Rojas: Paseo Bulnes 152, Santiago de Chile.Tel.: (562) 594-4100.Fax: (562) 594-4101. www.fcechile.cl

COLOMBIA

Gerente: César AguilarCentro Cultural Gabriel García MárquezCalle de la Enseñanza (11) 5-60, La Candelaria, Zona C, Bogotá.Tel.: (00571) 243-8922.www.fce.com.co

ESPAÑA

Gerente: Marcelo DíazSede y almacén: Vía de los Poblados 17, Edifi cio Indubuilding-Goico 4-15, Madrid, 28033. Tels.: (34 91) 763-2800 y 5044.Fax: (34 91) 763-5133.Librería Juan RulfoC. Fernando El Católico 86, Conjunto Residencial Galaxia, Madrid, 28015.Tels.: (3491) 543-2904 y 543-2960. Fax: (3491) 549-8652.www.fcede.es

ESTADOS UNIDOS

Gerente: Dorina RazoSede, almacén y librería: 2293 Verus Street, San Diego, CA, 92154. Tel.: (619) 429-0455. Fax: (619) 429-0827. www.fceusa.com

PERÚ

Gerente: Rosario TorresSede, almacén y librería: Jirón Berlín 238, Mirafl ores, Lima, 18.Tel.: (511) 447-2848.Fax: (511) 447-0760.www.fceperu.com.pe

VENEZUELA

Gerente: Pedro Juan TucatSede, almacén y librería: Edifi cio Torre Polar, P. B., local E, Plaza Venezuela, Caracas. Tel.: (58212) 574-4753.Fax: (58212) 574-7442.Librería SolanoAv. Francisco Solano, entre la 2a. Av.de las Delicias y Calle Santos Erminy, Caracas.Tel.: (58212) 763-2710.Fax: (58212) 763-2483.www.fcevenezuela.com