Upload
others
View
7
Download
0
Embed Size (px)
Citation preview
La Hospitalidad de los Hermanos de S.
Juan de Dios hacia el año 2000
Documento del P. Pierluigi Marchesi Renovación, fuente de satisfacción
1. La primera reflexión nacía de la profunda necesidad de cambio interior, advertida
por todos como urgente para mantener orientada proféticamente nuestra vida espiritual.
En aquel documento estaba claramente expresada la finalidad de renovarse
continuamente para no perder las conexiones con Dios, la Iglesia y San Juan de Dios.
Nuestra renovación se convirtió así en algo tangible, fuente de auténtica satisfacción.
2. En el segundo, con la preciosa aportación del Consejo, he tratado de llamar la
atención de toda la Orden y de los colaboradores laicos sobre el fin último de nuestra
acción: la relación, humana y humanizante, con el enfermo; relación basada sobre la
conciencia de que el testimonio de nuestro carisma no se realiza si se pierde de vista la
figura central de nuestro hacer cotidiano, a saber, el necesitado, el hombre que sufre, el
pobre: nuestro «ser» y«hacer» para él, nuestra relación personal — además de
profesional — con él representan de hecho un factor terapéutico y al mismo tiempo un
testimonio de amor misericordioso, una reedición viviente del amor de Cristo en nuestro
tiempo y de su pasión por los más necesitados.
3. El presente documento, que se inspira en los fermentos que expresan las
Provincias de la Orden, se coloca, pues, idealmente a mitad de camino entre los dos
primeros, en cuanto trata de llenar el espacio existente entre nuestra dimensión interior
de personas y de religiosos y la actitud de humanidad que el enfermo espera hoy de
nosotros cada vez con mayor insistencia.
Abrirnos a nuestro futuro
no por miedo, sino por amor
4. Estas son páginas escritas mirando al 2000, con el sentido de futuro que debemos
cultivar para ofrecer a los necesitados de hoy y de mañana la esencia de nuestro carisma
específico: la Hospitalidad. Se trata, pues, de reforzar nuestra identidad de hombres, de
religiosos, de agentes en el mundo de la salud, no sólo para mantener viva nuestra
Institución, sino sobre todo para proyectarla hacia el futuro, para responder
adecuadamente a las exigencias de la sociedad en que estamos y estaremos llamados a
actuar, teniendo la mirada puesta en el bien supremo de la vida humana, a la cual cada
vez se atiende menos según principios de respeto, de atención, deferencia y consuelo.
Además, estas páginas contienen más de una provocación a fin de que, con el apoyo de
las nuevas Constituciones, cada uno de nosotros se sienta impulsado a asumir con coraje
funciones y tareas más conformes a nuestra característica peculiar de religiosos
«hospitalarios».
5. Continuando el diálogo con los hermanos, no pretendo fijar tales funciones sino
estimular (de modo radical, donde sea necesario) el análisis crítico de nuestros
comportamientos, de nuestros puestos profesionales, de nuestra relación con la
comunidad donde la obediencia nos ha destinado, con las Comunidades de cada una de
de las Provincias y con el Gobierno central de la Orden; sin olvidar, obviamente, la
relación con los colaboradores laicos y con las complejas realidades en que estamos
inmersos. Y esto con espíritu de confianza, en una perspectiva de creatividad dictada
por el amor al prójimo y no por el miedo al futuro.
6. He tratado de dialogar con vosotros como quien tiene necesidad de reciprocidad
en la confrontación de opiniones, en una atmósfera de confianza. Con tal ánimo querría
que nos preparásemos a afrontar sincera y gozosamente la búsqueda, jamás agotada en
nosotros mismos, del mejor modo de ser y de actuar; búsqueda que no es fin en sí
misma, sino orientada a la mejor valoración del voto de Hospitalidad que nos apremia a
pensar, experimentar y comunicarnos entre nosotros todo cuanto sirve para realizarlo
del modo más perfecto.
Enfermarnos de la enfermedad
del hombre, nuestro hermano
7. La pregunta de fondo es ésta: ¿cómo puede prepararse el hermano de San Juan de
Dios a cumplir, a la vista del año 2000, la misión misteriosa e histórica de acoger al
hombre — en especial al hombre necesitado — de esta sociedad?
Aquí acudimos a nuestros «yacimientos» interiores, a nuestras Constituciones, a
nuestras extasía para inventar, sacando del tesoro de nuestras tradiciones las soluciones
adaptadas a los tiempos, para redescubrir aquellas tareas de «servicio» (no de poder, de
prestigio o de pura y simple realización personal) sólo las cuales nos permiten llamarnos
«Fatebenefratelli», o sea, hermanos que se preocupan de hacer el bien al prójimo.
8. El buen éxito de la búsqueda depende de nosotros, del empeño que pongamos en
mirar adelante, sin negar el presente o el pasado, aceptando la pesada, pero exaltante,
tarea de interrogarnos de modo escueto y sincero sobre lo que estamos haciendo y
deberíamos hacer para ser coherentes con nuestra identidad de hombres y de religiosos.
Estoy firmemente convencido de que la consecución de nuestro fin específico —
testimoniar el amor misericordioso — requiere una serie de compromisos, que a
menudo son pesados e incómodos, pero que por otra parte nos dan la medida del
espacio que se abre a los Hermanos de San Juan de Dios en el mundo contemporáneo,
sobre todo en el industrializado y técnico. Un campo desmesurado — contrariamente a
lo que algunos piensan — que, si a veces incluso nos asusta, sin embargo nos hace tocar
con la mano la actualidad, aún más, la urgencia de nuestro carisma y de nuestra
Institución.
9. Queridos hermanos, vuestro general percibe en ciertos momentos las incógnitas
del presente: no porque haya poco que hacer, sino porque no siempre estamos
preparados adecuadamente para dar las respuestas que la Iglesia espera de nosotros. Me
preocupa nuestro estar parados, nuestro replegarnos a veces sobre posiciones cómodas,
de seguridad o de resignación malentendida. Sin embargo sabemos que el mensaje
evangélico mantiene almas generosas. Y nunca como hoy el hombre nos interpela,
pidiéndonos que nos ocupemos de su persona, que estemos a su lado para testimoniarle
algo que es típico de nuestro ser religiosos, a saber, la capacidad de «enfermarnos de su
enfermedad», identificarnos no sólo con sus necesidades, sino sobre todo con sus
motivaciones existenciales, con su deseo insatisfecho de felicidad (y por consiguiente de
Dios). Además del techo de un hospital y de nuestra profesionalidad — que no deben
faltar en sus niveles más dignos — debemos saber dar esto al enfermo; si no lo
hacemos, lo defraudaremos definitiva e irremediablemente.
Nuestras funciones, nuestras tareas,
nuestra pasión por el hombre, nuestras tentaciones.
10. En el intento de iluminar las funciones y las tareas mediante las cuales realizar
en el próximo futuro la Hospitalidad de los hermanos de San Juan de Dios, podemos
individuar dos tentaciones frecuentes. La primera es la de recortarnos un puesto, una
hornacina, donde desarrollar un oficio o una profesión, quizá en competencia con los
hermanos o (sobre todo) con los laicos. La segunda, más sutil y maligna, nos impulsa a
delegar al numeroso ejército de nuestros valiosos colaboradores las tareas de asistencia
al enfermo, es decir, a distanciarnos de las vicisitudes de nuestro asistido. Esta tentación
es mucho más evidente allí donde los progresos de las ciencias y de la técnicas han
alcanzado niveles elevados, o donde, por razón del buen funcionamiento del complejo
sistema de nuestras obras, el proceso de delegación y de racionalización dé funciones es
indispensable. Pero donde delegar significara abandonar las estructuras a sí mismas o,
es más, abandonar al enfermo, entonces deberíamos revisar con extrema claridad
nuestros modelos de comportamiento, para impedir que los cambios organizativos y
tecnológicos se trasformen para el enfermo en la trampa del anonimato, de la pura y
simple eficiencia, condenándolo al aislamiento-abandono en ambientes racionales sí,
pero fríos y distantes desde el punto de vista humano.
11. No es ciertamente esto lo que nos propusimos cumplir el día de nuestra
profesión solemne, al emitir el voto de la Hospitalidad. Entonces no se nos garantizó un
puesto de trabajo, ni el control a distancia del enfermo y de nuestros colaboradores.
Prometimos fidelidad a nuestro carisma que nos obliga a cambiar las actividades, las
funciones, las actitudes, las estructuras, pero no a renunciar a la pasión hacia nuestros
asistidos, hacia los familiares del enfermo, hacia los colaboradores, así como el empeño
por las iniciativas culturales, formativas, religiosas y sociales apropiadas para favorecer
el crecimiento personal, religioso y profesional en nosotros, en nuestros colaboradores y
en el mundo de la sanidad.
Yo — lo repito — no tengo la receta para definir las funciones presentes y futuras, entre
otras razones porque éstas sólo se pueden precisar mediante un examen atento de
nosotros mismos, a la luz de los fines últimos del carisma hospitalario. No obstante,
todos nosotros debemos dedicar tiempo y empeño para una verificación de nuestros
comportamientos actuales.
12. He hablado de dos tentaciones principales. Pero hay otras. Por ejemplo, la de
mantener o desear cargos para los cuales no tenemos competencia; o la de apuntar hacia
un alto nivel organizativo y tecnológico de nuestros hospitales no teniendo siempre bien
claros nuestros fines específicos. La gente nos mira con ojo atento, nos examina, quiere
comprender por qué motivo nos hemos hecho religiosos. No siempre logramos darles
una respuesta convincente. A veces no somos ejemplares porque no cumplimos bien
nuestras tareas, hacemos sólo las cosas que nos agradan, bloqueamos el crecimiento de
nuestros colaboradores, o bien permanecemos lejanos del enfermo, nos cerramos en
funciones rígidas y repetitivas, buscamos «fuera» espacios que deberíamos encontrar
«dentro», o evitamos el arduo pero necesario trabajo de búsqueda de funciones más
útiles aL enfermo. Somos más frecuentemente capaces de captar el mal del mundo (a
veces lo encontramos incluso en el progreso, en cosas de por sí neutrales o buenas) que
de individuarlo dentro de nosotros, no ya para deprimirnos o culpabilizarnos, sino para
salir de la pereza y las costumbres perjudiciales.
13. Obviamente ninguno nace santo. ¡El camino de la perfección espiritual es
entusiasmante pero largo, fatigoso, salpicado de desviaciones que afectan a nuestra
realización humana, profesional y religiosa! Es necesario corregir tales desviaciones y
reconocer los propios errores, como hombres fuertes, de coraje, abiertos con
autenticidad al misterio. Esta actitud de sana autocrítica nos impulsa por un lado a beber
en nuestros recursos, por otro a pedir ayuda a todos, a Dios y a los hombres que están
cerca de nosotros, para devolver el equilibrio a la relación con el mundo que nosotros
queremos y debemos servir, para crecer en nuestra verdadera identidad.
I
EL CAMBIO DEL MUNDO Y
NUESTRA CEGUERA
Una paradoja: no hacer nada
14. Cito de un conocido volumen del Padre Bartolomé Sorge, «El futuro de la vida
religiosa».
«La crisis actual de la vida religiosa — como por lo demás la crisis más general que
atraviesa la Iglesia — no ha nacido desde dentro, como había sucedido otras veces, sino
que ha sido inducida desde el exterior, por el traspaso de cultura y de civilización que el
mundo está viviendo...
La crisis llegó de improviso por una rápida transformación social y cultural... La
nuestra, por tanto, no es una crisis de enfermedad, sino de desarrollo y crecimiento...
En estos últimos años se acabó una civilización, un cierto tipo de ideología, han
cambiado totalmente las relaciones de autoridad, se han trasformado roles y estructuras
consolidados desde hace ya decenios, modos de comunicación y de ejercicio del poder.
El hombre mismo tiene una diversa actitud hacia el mundo, la historia, los semejantes,
la organización del saber, hacia la vida misma. Nosotros hemos sido arrastrados por
estos cambios, el mundo está resultando cada vez más pequeño, más dinámico, más
socializado».
El diagnóstico es fiel. Y nosotros nos encontramos frecuentemente obligados a decidir
en un clima de desilusión porque no hemos logrado unir lo viejo con lo nuevo, con las
necesidades nacientes, con la sed de libertad, de conocimiento y de solidaridad de
muchos estratos de nuestra población.
15. El mundo de hoy no es ni mejor ni peor que el de ayer: solamente ha cambiado,
incluso se ha revuelto. Si queremos servirlo, éste es el mundo que debemos conocer y
asumir.
En el fondo la crisis es saludable, puesto que nos permite salvar lo que hay que salvar y
desechar lo que se debe desechar. Pero abandonar viejas funciones es tanto más difícil
cuanto más se han posesionado de nuestro ser, empobreciendo nuestra personalidad y
nuestra dimensión de religiosos, es decir, las dos raíces de nuestros modos de actuar.
16. Desechar lo viejo, sin embargo, no significa correr tras de las modas.
Se necesita discernimiento y equilibrio, porque puede nacer una situación de
incertidumbre: se nos pregunta, en efecto, si debemos ir todos a misiones, lanzarnos a
iniciativas que incidan sobre la sociedad, o convertirnos todos en animadores, quizá sin
saber de qué, de quién, cómo y por qué. Frecuentemente no encontramos la respuesta a
nuestros interrogantes. La primera cosa que se debe hacer cuando nos encontramos en
esta condición de confusión, o peor aún de resignación o de apatía, paradójicamente es
precisamente «renunciar a hacer». Me explico: antes de actuar y de asumir nuevos roles,
debemos detenernos para reflexionar largamente sobre nuestros miedos, nuestros
deseos, nuestras posibilidades, sobre las enseñanzas de nuestro Fundador y de la Iglesia,
sobre las experiencias de los laicos creyentes. Detenernos para interiorizar, para «entrar
en nosotros mismos» según la indicación de S. Agustín.
Derribar las torres o comprender mejor su sentido
17. El documento sobre la «Humanización» animaba a recuperar la «personalización»
de la relación con el asistido, en un contexto social profundamente cambiado
La historia de nuestra Orden se identifica con la imagen de S. Juan de Dios y sus
seguidores que toman sobre sus espaldas al enfermo, al abandonado, al necesitado.
Durante siglos nuestros predecesores atendieron, y en primera persona, a quien se
encontraba en el sufrimiento. Entonces no existían otras estructuras de ayuda: el
Hospital religioso era una «seguridad», porque allí encontraban un techo, alimento,
cuidados y asistencia. Hoy nos encontramos frente a una situación profundamente
cambiada, que se caracteriza — como señalaba antes — por el debilitarse de la relación
directa y exclusiva con el enfermo. Si pensamos cómo era un Hospital nuestro apenas
hace 40 años, vienen conseguida a la memoria los enfermos (tantos y agradecidos) casi
temerosos de pedir nuestra intervención; comunidades de religiosos de número hoy im-
pensable, con los hermanos comprometidos en las más diversas tareas: farmacéutico,
cocinero, enfermero, jardinero. Se parecían, nuestras obras, a las aldeas de un tiempo,
autosuficientes gracias a las funciones bien distribuidas. Los médicos eran escasos, pero
la gente se fiaba de nosotros: salas enteras estaban dirigidas por nosotros o por religio-
sas. El mundo del hospital, digámoslo, estaba en nuestras manos. El personal externo
tenía sí una función, pero subalterna y no interfería en nuestra actividad. El mundo del
sufrimiento y de la miseria estaba casi completamente separado de la comunidad civil; y
en este mundo muchos de nosotros nos hemos formado desde jóvenes, trabajando
duramente, en condiciones de extrema precariedad de medios, pero con la gran
satisfacción de tocar, «oler», sentir cada día al enfermo, del que ninguna barrera nos
separaba.
18. Igualmente sucedía a otras clases profesionales. Pensemos en el médico de
aquellos años.
Era un profesional de prestigio, dotado de un ascendiente sobre las familias
inimaginable en el día de hoy; tan es así que hay nostalgia de aquel tipo de médico, que
ejercía su función sin filtros, con la ayuda si acaso de algún especialista
La alegría y el sufrimiento de la familia atendida eran las suyas, en un clima de
profunda confianza y de recíproca comunicación. Así sucedía también con el párroco,
cuya autoridad era indiscutible: ostentaba el saber religioso, frecuentemente mayor
cultura, y no era casi nunca puesta en discusión en su ámbito de apostolado. La torre, al
lado de la iglesia, llamaba a los fieles a las funciones sagradas, marcaba el ritmo de los
acontecimientos gozosos y tristes de la aldea... hacía de pararrayos, de observatorio, de
punto seguro de referencia en cualquier caso.
19. Los tiempos hoy han cambiado. ¿Debemos, entonces, derribar las torres puesto
que hoy la gente tiene el reloj en la muñeca? O bien ¿debemos tirar los relojes de
pulsera para permitir a la torre que continúe cumpliendo sus antiguas funciones?
No es ésta la pregunta que debemos hacernos. Preguntémonos, más bien, cuál es la
función auténtica de la torre, aquella para la cual el hombre de fe la ha levantado junto a
la iglesia: hacerse ver desde lejos, más que hacerse sentir.
La torre expresa el deseo del hombre de unir la tierra al cielo, el hombre a Dio5, la
naturaleza al Creador. Es para el hombre la atracción más primaria a su origen, a su
destino, a Aquél que está en los cielos. Aun cuando ya no es el edificio más alto,
sobrepasada tantas veces por orgullosos rascacielos, permanece y permanecerá siempre
comosímbolo de un anuncio, de una presencia que remite a la «Presencia»
Estar a la escucha del hombre
20. Volviendo a nosotros, queridos hermanos, es cierto que hemos seguido
paralelamente el destino del médico, del sacerdote y de la torre, perdiendo numerosas
funciones que hace algunos años nos parecían indispensables. Pero esto no significa que
debamos desaparecer. Nosotros podemos, es más, debemos vivir y dar testimonio de
nuestro carisma, con modalidades diversas respecto al pasado. El médico, el sacerdote,
la torre tienen aún mucho que decir y hacer, con tal de que expresen algo perenne y
fundamental para la humanidad, a saber, el valor de lasacramentalidad del
hombre. Dice Juan Pablo II: «Es la disponibilidad a servir al hombre lo que nos abre
hacia Dios y hacia los hombres, hacia el Creador y las criaturas. El Concilio nos enseña
precisamente esto, en el espíritu del Evangelio y, a la vez, en la dimensión de los
tiempos en que vivimos» (21 octubre 1985).
21. En nuestro tiempo, y más aún en el futuro, nuestras tareas serán sometidas a
pruebas y cambios radicales. Pero quedará la esencia del carisma. Nuestra tarea más
propia y más gratificante es la de estar cerca del enfermo y atenderlo, con un cuidado
intenso y directo. Esto aún hoy se le debe asegurar al enfermo, en el espíritu de nuestro
Fundador: sólo que esta asistencia, que nosotros llamamos integrada, ya no puede ser
realizada completamente por cada persona individualmente, mediante el recurso a cada
una de las profesiones aisladamente. El concepto mismo de asistencia integral e
integrada reclama una pluralidad de funciones porque, con el pasar de los siglos, de las
necesidades elementales del hombre se ha pasado a necesidades mucho más ricas y
articuladas, que implican un número extraordinario de respuestas y, por consiguiente, de
figuras profesionales. El resultado es que nosotrosno tenemos ya la exclusiva del
enfermo, ni el derecho de imponerle desde fuera nuestra concepción religiosa de la vida.
Pero hay más: el enfermo de hoy tiene a su disposición una gama de respuestas
terapéuticas y asistenciales impensable hasta hace algún decenio. En algunos hermanos
de San Juan de Dios este progreso ha generado frustraciones incluso la sensación de
sentirse inútiles. Es doloroso constatar cómo algunos de nosotros juzgan que ya no es
interesante trabajar con el hombre de hoy, como si este hombre estuviera menos
angustiado, menos solo, menos necesitado, fuera menos merecedor de nuestra
dedicación que el de ayer. Al contrario, me atrevo a decir que aunque el hermano de San
Juan de Dios debiera renunciar a todas sus tareas profesionales, él cumpliría
igualmente con su presencia, su bondad y alegría y con su estilo de vida, la propia
misión dando testimonio de la sacralidad del hombre y del amor de Dios por el hombre,
según su carisma específico, en las formas adecuadas a los tiempos.
22. Ha dicho recientemente Juan Pablo II:
«S. Tomás, comentando el tratado aristotélico acerca del alma, afirma netamente: el
hombre es totalidad del ser (De Anima, III, lec. 13), encierra en sí una infinita
profundidad del ser, imagen del Infinito por esencia que es Dios mismo. Querría im-
primir profundamente en el alma y en el corazón de todos esta grandiosa concepción del
hombre, pensando en la cual desde el primer día de mi ministerio pontificio he
exclamado: con qué veneración debemos pronunciar esta palabra: hombre». Y ¿no es
nuestro tiempo el de la atención, de la escucha, del respeto, de la promoción de la
libertad de los hombres, de su identidad, de sus motivaciones?
23. Estar cercano al enfermo de hoy requiere comportamientos técnicos, morales,
humanos, sociales, religiosos que ninguno de nosotros puede desarrollar por sí
solo. Esto comporta en nosotros un crecimiento, es decir una dilatación en nuestro
modo de vivir, de actuar, de servir al mundo: es el hombre quien se dirige a
nosotros para pedirnos algo más, aquel algo que ha modificado totalmente no sólo
nuestros hospitales, sino también el número y la calidad de los colaboradores laicos.
Este mismo hombre nos apremia a delegar tareas, a trabajar en grupo, a estudiar, a
profundizar, a salir de la rutina, de nuestros esquemas mentales. El no nos pide ser
mejores como enfermeros, como administradores, sino que nos pide estar atentos,
totalmente disponibles a «hospedar» su entera humanidad, la persona en su conjunto, a
entender y saciar su sed de ser atendido, porque nunca como hoy el hombre — rico en
dinero — es pobre de relaciones humanas sinceras y desinteresadas.
Transmitir el perfume
de la sacralidad del hombre
24. Mis queridos hermanos, cuando oigo a alguno de nosotros lamentarse por la
pérdida de la relación directa y exclusiva con el enfermo me pregunto qué pensaría
nuestro Fundador viendo al enfermo acompañado por más personas, provisto de
medicinas, de espacios decorosos, de estructuras acogedoras... Ciertamente estaría
satisfecho constatando la presencia de todo lo que, en el fondo, él mismo buscaba ya
hace siglos, cuando tocaba a las puertas de los ricos y de los poderosos para conseguir
ayuda para distribuir a los enfermos de entonces, necesitados de todo y carentes de
tantísimas cosas. Si acaso, Juan de Dios nos estimularía a identificar a los desheredados
de hoy en los minusválidos, en los ancianos, en los drogadictos y en los pobres. Y
eventualmente nos reprocharía no por nuestro estar menos cercanos al enfermo, sino
porque junto a una «cercanía técnica» a veces no existe en nosotros y en nuestros
colaboradores que giran en torno al enfermo la «cercanía humana». S.Juan de Dios nos
ha dejado en herencia la pasión por el necesitado, que se expresa no sólo estándole
cercano físicamente, sino inspirando, sosteniendo, iluminando a cuantos (colaboradores
laicos, familiares, etc.) actúan en torno a él, para que a su vez, con la inteligencia del
corazón además de la mente, sepan testimoniar la esperanza, la confianza, el amor
hacia el prójimo.
25. La Hospitalidad del futuro podrá cambiar aún mucho en sus formas exteriores,
pero no deberá nunca disminuir nuestra capacidad de testimoniar el mensaje evangélico
del amor, definido como nuevo por el Señor Jesús (cf. Jn. 13, 34).
Su primera novedad es la unión de los dos mandamientos «La caridad hunde sus raíces
en una entrega sin reservas a Dios: toda la persona con sus cualidades, sus proyectos,
sus capacidades operativas debe confiarse a la voluntad de Dios, al proyecto de amor
que Dios tiene sobre los hombres. La manifestación visible y dinámica de esta confianza
es la entrega a todo hombre, considerado como un hermano, un prójimo, un otro sí
mismo». (Card. Martini). No se pueden separar o reducir los diversos aspectos de aquel
acto unitario que es la caridad. Si tuviéramos que privilegiar alguna perspectiva nuestra
limitada, perderíamos de vista los inmensos horizontes abiertos por la mirada de Jesús.
26. La segunda novedad del mensaje es la sorprendente y revolucionaria concepción
del prójimo (cf. Lc 10, 29-37). Para Jesucristo el prójimo no es aquél que tiene ya
conmigo relaciones de sangre, de afinidad psicológica o de necesidades que yo puedo
satisfacer. En prójimo nos convertimos nosotros mismos en el acto en que ante un
hombre — también ante el enfermo o el necesitado que no conozco — decidimos dar un
paso que nos acerca, nos «aproxima» a El.
Los hombres, como los judíos y Salomón, y como los constructores de nuestras
catedrales, han querido expresar simbólicamente todo el cosmos material y humano en
sus templos. El Cuerpo de la comunión con Cristo tiene ciertamente su forma visible y
señalable, la Iglesia; pero, como dice Pablo Evdokimov, si se puede decir dónde está la
Iglesia, no se puede decir dónde no está. Los límites y los modos de la Acción del
Espíritu en el mundo se nos escapan.
Por esto todo consiste en «hacerse prójimo», como afirma el Cardenal Martini en su
bella carta pastoral (1985-1986). A nuestro Ricardo Pampuri no se le recuerda porque
arrancaba muelas antes de curar minusválidos, sino porque — aun realizando trabajos
simples y humildes — de su persona emanaba el perfume de Dios. Perfume que él había
sabido cultivar dentro de sí con el estudio, con la oración, la capacidad de escucha del
hombre de su tiempo, en el lugar donde vivía no olvidándose jamás de ser ante todo un
testigo, un portador de luz, aparte de ser un trabajador, un técnico.
27. Mis queridos hermanos, de Pampuri aprendamos la lección de que nuestra
primera y auténtica función es la de encaminarnos hacia nuestra santificación
personal, independientemente del hecho de ejercer ésta o aquella profesión. La función
profesional, si se da, manifestará y dará plenitud a la humanidad de nuestra persona. Si
cultivamos en nosotros — a través de un largo trabajo de elaboración interior esta
dimensión de lo divino, y la difundimos en torno a nosotros para la salud de nuestros
enfermos, logrando «contagiar» del mismo espíritu a nuestros colaboradores, a los
familiares y a la gente que vive en torno a nuestras obras, entonces habremos cumplido
la tarea que nos compete, la de testigos y la de guías morales antes aún que técnicos.
II
NUESTRO TESTIMONIO SE FUNDA
SOBRE LA APERTURA AL ESPIRITU SANTO
28. «Nuestra apertura al Espíritu, a los signos de los tiempos y a las necesidades de
los hombres nos indicará cómo debemos encarnarlo creativamente en cada momento y
situación». La cita, sacada de las Constituciones (art. 6a), nos ayuda no sólo a
comprender sobre qué bases realizar nuestras opciones de función, sino también a
delinear sus consecuencias «prácticas» para estar abiertos al Tiempo, al Hombre.
Abrirse a la energía del Espíritu
29. Durante una meditación, me ha impresionado el pensamiento expresado por un
psicoanalista: «Cuando leo la Biblia, quedo impresionado siempre por la figura del
Espíritu Santo». Este
impulso, esta fuerza vital — si queremos definirla así — es la herencia dejada por Cristo
a los apóstoles, es la vida transmitida a los hombres por la Vida misma. Antes de
recibirla, los discípulos han debido recorrer numerosas etapas: una larga dependencia
del Maestro, acompañada de toda la gama de sentimientos humanos (admiración,
resentimiento, celos, etc...); la caída de las ilusiones narcisistas a lo largo del camino,
unida a la pérdida de la seguridad del poder; la separación final, vivida tanto en sus
aspectos dolorosos (la muerte de Cristo) como en los gloriosos (la resurrección y la
ascensión).
Sólo al final de semejante recorrido — me urge subrayarlo — puede el hombre
apropiarse de sí mismo, llega a seren verdad persona y reconoce la divinidad «dentro»
de sí desarrollando sin temor todos sus talentos. «Se llenaron todos de Espíritu Santo y
empezaron a hablar en lenguas diferentes, según el Espíritu les concedía expresarse»
(Hech. 2, 4).
30. Si de la interesante aproximación psicológica pasamos a la bíblica y teológica, la
meditación, sobre el Espíritu se enriquece desmesuradamente. Me complace referir aquí
un párrafo del eminente teólogo Y.M. J. Congar, que, ahora ya al término de su vida,
parece dejarnos en herencia para nuestros tiempos la contemplación de Espíritu.
«Hoy abundan los testimonios de los Padres, de los teólogos, de los místicos, del
Concilio Vaticano II, que reconocen una presencia activa del Espíritu en el mundo y en
los afanes que lo atormentan. Esto no significa que todo en esta historia venga del
Espíritu Santo. El mal también se apropia su parte. El hombre permanece «incurvatus in
se», tentado incesantemente a replegarse sobre sí mismo, a buscarse y hacerse
autosuficiente en el olvido y el desprecio de Dios. El Espíritu Santo, abogado de Jesús y
de los discípulos, es también aquel que “convence al mundo de pecado” (Jn. 16, 9) y
que anima la lucha contra la “carne”».
31. La acción del Espíritu en la historia de nuestro mundo tiende a constituir un
cuerpo de hijos de Dios y un templo de adoración «en espíritu y verdad» que no puede
ser solamente el cuerpo de Cristo (cf. Jn. 2, 21).
32. Tratando de precisar las razones que impulsan a la Iglesia a la actividad misionera,
el decreto conciliar «Ad Gentes» afirma que «finalmente se cumple el designio del
Creador, quien creó el hombre a su imagen y semejanza, pues todos los que participan
de la naturaleza humana, regenerados en Cristo por el Espíritu Santo, contemplando
unánimemente la gloria de Dios, podrán decir: “Padre nuestro”» (n. 7-3). Y esta idea
viene documentada con abundantes citas de los Padres
de la Iglesia, entre las cuales, la siguiente de San Hipólito: «El no rechaza a ninguno de
sus servidores... queriendo y deseando salvar a todos, queriendo hacer a todos hijos de
Dios y llamando a todos los santos a formar un solo hombre perfecto». Existe,
efectivamente, un solo Hijo (Siervo) de Dios: por medio de él nosotros obtenemos
también la regeneración (el nuevo nacimiento) mediante el Espíritu Santo, aspirando a
formar juntos un único hombre celeste y perfecto. «Es uno solo, en definitiva, el que
dice “Padre nuestro”. Y nosotros, su Iglesia,formamos, dentro de la amplitud del mun-
do, lo que San Pablo llama “las primicias”.
33. Nosotros conocemos e invocamos a Cristo y al Espíritu. Tenemos la Palabra
inspirada, los sacramentos, los ministerios instituidos. Si el Espíritu actúa más allá de
los límites visibles de la Iglesia, ésta es para el mundo el sacramento de Cristo y de su
Espíritu. Nosotros asumimos este vasto mundo en nuestra oración, rindiendo por él
gloria al Padre mediante Cristo en el Espíritu.
34. El Espíritu, en efecto, es Aquel que secretamente recoge y anota todo lo que, en
el mundo, trata de balbucir “Padre nuestro”. Este es el sentido que, personalmente,
damos cada día a la doxología que termina la Anáfora y introduce el “Padre nuestro”
«Sólo por su medio nosotros gritamos, o él grita por nosotros, ¡Abba, Padre! (Rom. 8,
15; Gal. 4, 6). (Cit. de La parola e il soffio, Borla, Roma 1985, pp. 157-159).
35. Estas rápidas referencias a la acción del Espíritu del Señor llegan a una
conclusión que siento profundamente: debemos abrirnos al Espíritu. Incesantemente y
con urgencia. Ser espirituales no es una opción facultativa entre otras, sino que es
nuestro deber, nuestro destino.
Para una cultura de la atención
36. Sólo en el Espíritu Santo tenemos la capacidad de comprender y asimilar el
Evangelio — fundamento perenne del Cristianismo — y su mensaje.
Pido excusa si recurro una vez más a una cita para aclarar el sentido de mis palabras. G.
Prezzolini, escéptico, pero atormentado a la vez por la búsqueda de Dios hasta el punto
de entablar una preciosa correspondencia con Pablo VI, escribe: «El Evangelio no
contiene un mensaje social o político.. El cristianismo busca la transformación del
hombre en nuevo Adán: es, el del Evangelio, un mensaje puramente interior… Estos
cristianos, estos viajeros de paso por el mundo, pero no pertenecientes a este mundo,
deben ocuparse de las cosas de este mundo siendo indiferentes a sus formas. Lo que
temo hoy en los cambios que la Iglesia se propone justamente es que siga una línea
política.., o sea, la tendencia a seguir a los más fuertes...» Y también: «Pero un campo le
ha quedado a la Iglesia. Ni la ciencia ni el Estado han podido jamás tocarlo: el corazón
humano que está inquieto... En este campo, que no mira ni a ricos ni a pobres, jóvenes o
viejos, hombres o mujeres, esclavos o amos, blancos o negros, de derecha o de izquier-
da, la Iglesia tiene un poder absoluto sobre las conciencias de todos aquellos que sienten
la insatisfacción de los bienes terrenos y no tienen el coraje desesperado de aceptar el
mundo árido, indiferente al destino humano, puro choque de fuerzas sin ninguna
finalidad... La Iglesia debería... recordar... que vive para defender valores contrarios a
los honores, a la riqueza, al poder, al lujo, al placer de los sentidos, a la apatía, a la
conquista... Pero ningún Estado y ningún partido se propuso jamás ni tiene la
posibilidad de elegir y hacer hombres buenos: he aquí el campo de la Iglesia...
Un santo, un religioso caritativo, un poeta inspirado por la conciencia religiosa son más
importantes que muchas afirmaciones, reducciones, modificaciones del culto, del
hábito, de la doctrina eclesiástica» (de la «Sombra de Dios»).
37. Queridos hermanos: nuestra apertura al Espíritu comenzó cuando nosotros,
inquietos, sentimos insatisfacción de los bienes terrenos y juzgamos la aridez del mundo
y la indiferencia hacia el mal como situaciones a modificar ante todo dentro de nosotros;
así, tocados por el soplo del Espíritu, nos encontramos con S. Juan de Dios que nos ha
invitado a ocuparnos del corazón humano con el corazón abierto a El. Nosotros estamos
en línea con el Evangelio cuando testimoniamos el valor-caridad: no nos mueve otra
cosa que el interés por cuantos, pobres en la carne y en los afectos, se dirigen a nosotros.
Nosotros, cuando estamos abiertos al Espíritu, somos portadores, más que de la
prestación técnica, de una cultura de la atención hacia el alma humana, hacia el Yo
esencial e inmortal, mediante la acogida de la persona en su integridad. Pero para
mantener esta apertura integral al hombre, debemos buscar nuestra continua
transformación interior. Esta es, por lo demás, la condición necesaria para otras
transformaciones referentes a nuestras Comunidades, a las Provincias, a nuestras obras,
a las relaciones con los colaboradores laicos y con nuestros mismos enfermos.
El sonido de la Palabra se hace eco en el Espíritu
38. Esta es, por consiguiente, la primera revolución que debemos hacer. Ella nos
impedirá embalsamar el Evangelio, nuestro Carisma, el Hombre que sufre, el Tiempo y
el Mundo en que vivimos. Pero requiere un empeño nada ordinario, que tiene su centro
en la escucha de la Palabra, unida a la contemplación total en el Espíritu. Uniendo entre
ellos la Palabra y el Espíritu, encontraremos también el sentido unitario para nuestra
vida. Cuando nos sentimos molestos porque quieren cambiar nuestras costumbres y
nuestra seguridad operativa, nos preguntamos enseguida cuáles son las cosas prácticas
que debemos hacer, olvidándonos el primum movens de todas nuestras acciones: el
Espíritu, el soplo vital que debe inspirarlas.
39. Mis queridos hermanos: lo que nosotros realicemos en el futuro en términos de
obras, funciones, direcciones, estará exactamente en relación al puesto y a la dimensión
que demos al Espíritu, es decir, en definitiva, a nuestro crecimiento personal, al cuidado
con el que sepamos evitar perdernos en actividades poco productivas y sin relación al
sentido que nosotros queremos dar a la vida. Nosotros hemos elegido estar de parte del
que ama con amor sin medida y acoge al débil, al indefenso, al olvidado; hemos elegido
vivir largos momentos de abandono, de desierto, de meditación, de oración no
«rutinaria», para adquirir esa capacidad de amor incondicional. El secreto de la Palabra
espera ser descubierto por nosotros: «Ella es la perla preciosa, el tesoro escondido, para
cuya conquista es necesario vender todo. En la escucha silenciosa, la Palabra... aflora a
la conciencia y enciende allí el deseo irresistible de ordenar a su ritmo, percibido como
la armonía del destino personal, la propia realidad. Sin el despertar de este deseo, el
hombre se priva de su paso, de su cualidad esencial, y termina por perderse en las
confusiones del ambiente en que vive. La plegaria evangélica es el encuentro, en el
silencio, de nuestro misterio personal con el misterio divino, el reencuentro nuestra
verdad en Dios...
La crítica que la gente nos dirige es una sola: nos ocupamos demasiado del tiempo, del
mundo, y poco del espíritu; y por esto ya no nos distinguimos de cualquier colaborador
laico, cuando no lo tenemos sujeto con nuestro freno. Nosotros que servimos a la vida,
la creación (tratando de liberarla de las deformaciones de la pobreza, de la enfermedad,
del escepticismo y de la soledad) debemos poseerla. Una vida completa que late,
corpórea y espiritual, rica y disponible, capaz de prestaciones humanas y religiosas
útiles al otro y no sólo a nosotros mismos. Lo repetiré hasta la saciedad: la vida práctica,
activa, nuestra función, son importantes, pero no salvarán nuestra alma ni a la Orden, si
nosotros no dedicamos mucho de nuestro tiempo a enriquecer la vida interior, a cultivar
nuestras capacidades de amor, en la búsqueda de la unión personal con el principio de la
vida» (Vannucci).
40. Nuestra Orden ha recibido en herencia una grande y preciosa cultura del
trabajo: conocemos todos el valor y la utilidad del trabajo para nuestro equilibrio
biopersonal. Hoy nuestra actividad nos está apartando hacia funciones más directivas,
de guía: nos pone, si somos capaces, en condiciones de establecer relaciones humanas,
además de profesionales, que son una gran ayuda psíquica para nosotros y para los
enfermos.
A veces es escaso en nosotros el trabajo intelectual y el espiritual: si los olvidamos,
acabaremos por vaciar de significado nuestras actividades manuales y profesionales.
No mentir, no traicionar
41. La mía os parecerá una provocación; pero debemos centrar más nuestra jornada
sobre el cultivo del espíritu y de la persona, revisando sin prejuicios nuestras actuales
tareas, de modo que se garantice a través de ellas la realización de nuestro carisma. En
efecto, como hombres, a través del trabajo, damos al mundo nuestra humanidad y de-
mostramos nuestra capacidad de amar. Como religiosos debemos expresar al mundo
indicaciones y también criticas, si es necesario; pero para hacer esto debemos conocer
«los impulsos de la humanidad actual, para afirmarlos y purificarlos». Y debemos
reavivar en nosotros la oración, llevándola a un nivel de madurez. Esto es posible si a la
cultura del trabajo manual y profesional sabemos juntar la del hombre y la de nuestra
civilización, además de aquella fundamental del Espíritu.
Sólo con esta condición nuestras comunidades se animarán y cada religioso, según las
propias experiencias y actitudes, podrá comprender el mundo en su autenticidad,
interpretar el profundo anhelo humano de dar un sentido a la vida, rechazando todo
modelo, según el famoso dicho: aprender de todos, no imitar a ninguno. También noso-
tros, por consiguiente, en espíritu de búsqueda, de verdad y amor, de autenticidad y
libertad, debemos reinventar nuestros modelos de vida religiosa, operativa, comunitaria,
social. Hagamos juntos este trabajo evitando las tentaciones de repetir modelos ya
superados (que es mentir) o de imitar esta o aquella Orden (que es traicionar la
coherencia con nuestros orígenes).
La apertura al Espíritu en nuestras comunidades
42. Nuestro abrirnos al Espíritu — se ha dicho — presupone un trabajo individual de
crecimiento humano, intelectual, religioso y una acción coherente con la realidad
específica de nuestras obras. Nuestro crecimiento comienza desde los años del
noviciado junto a nuestros hermanos, nuestros colaboradores y junto a los enfermos,
con los cuales nosotros estamos (o deberíamos estar) en perenne comunión. Comienza,
por consiguiente, en la comunidad religiosa, que hoy nos da quizá más angustias que
satisfacciones. Esto era menos cierto en un tiempo cuando la comunidad, como un gran
regazo materno, nos protegía, nos daba seguridad, aun mostrándose muy severa en
términos de prescripciones, prohibiciones e incluso obstáculos a nuestra realización
personal. Hoy algo ha cambiado: la comunidad de religiosos ya no es una entidad
totalizante, hay más espacio para las libertades personales, la función jerárquica se vive
de modo menos opresivo. Sin embargo, persiste una cierta desilusión en todos nosotros;
de vez en cuando esperamos que la comunidad debe corresponder mejor a nuestras
necesidades; quizá cultivamos el deseo infantil de ser amados por los otros, tal vez sin
merecerlo; quizá nuestra idea de la comunidad religiosa ha quedado bloqueada a mitad
de camino entre la nostalgia del pasado (o su total rechazo) y el impulso de abrirla al
Espíritu, además de a cada uno de los hermanos.
43. Creo que nos toca a nosotros reinventar nuestras comunidades, que no se
nos regalan en esta o aquella Casa. Nosotros hemos sido víctimas de un error: el de
pretender que el amor sea un don y no una conquista. Es bien cierto que en los
primeros años de nuestra vida, en la familia y en
el colegio, nuestros padres, igual que nuestros superiores, nos han mostrado
frecuentemente un rostro sonriente, benévolo, acogedor: en el fondo, cada niño debe
recibir el amor gratuito de los adultos. Pero con el pasar de los años hemos experimen-
tado que amar y ser amados es una cosa increíblemente compleja, comprometida, cada
vez menos espontánea, siempre en suspenso, rica en experiencias contradictorias,
cuando no portadora de verdaderos y auténticos sufrimientos. La comunidad ha llegado
a ser antes o después para cada uno de nosotros, de algún modo, fuente de sufrimiento.
Podemos sentirnos en apuros para admitir la pesadez, la casi imposibilidad de crear una
comunidad rica en comprensión, en actividad, en confianza. Pero tenemos el deber de
buscar soluciones. En la comunidad de hoy son más evidentes los signos de desgaste, de
desconfianza, de incomprensión, también porque más que en el pasado es posible la
huída de la comunidad-comunión, de diversas formas: trabajando más, frecuentando es-
tudios, emprendiendo actividades sociales, viajando, reuniéndose para discutir, etc.
44. En términos humanos, la comunidad podría ser comparada a un grupo que se
constituye para alcanzar cierta meta. Es típico el equipo profesional que — una vez
logrado el objetivo — se disuelve y cada uno vuelve a sus ocupaciones. Nosotros somos
un grupo también en este sentido, pero no solamente en éste. También nosotros nos
reunimos para orar, para trabajar, para estudiar; pero esto aún no hace la comunidad-
comunión: frecuentemente, en efecto, nosotros deseamos la comunidad, pero al mismo
tiempo la huímos, quizá para evitar riesgos. Creo que sucede esto no por maldad, miedo
o escaso sentido de la religiosidad, sino más bien por el deseo de impedir el
aplastamiento del Yo personal en la vida comunitaria, de evitar la exploración afectiva
por parte de algunos hermanos no suficientemente maduros como personas y como
religiosos; en otras palabras, se tiene la convicción de que en comunidad no es posible
desarrollarse a sí mismos, crecer como personas y como religiosos, y que en comunidad
sobreviene solamente el empobrecimiento del Yo y su explotación.
45. Queridos hermanos, todo esto en parte es cierto; cuando en comunidad no se
tiene la sensación de ser respetados, de caminar juntos aún en la diversidad de las
personas, entonces se considera inútil participar en ella.
Pero la comunidad religiosa es algo más que un grupo, en cuanto que sus miembros
están juntos en el nombre deAlguien que les ha hecho encontrarse para realizar el ideal
de dar testimonio de su amor hacia el prójimo. Este ideal unas personas con una fuerte
identidad personal y religiosa, interesadas no en mendigar adulaciones o recono-
cimientos, sino en ofrecer su persona al diálogo real con el otro. Nosotros como
hombres, como cristianos y como religiosos, estamos llamados a la comunión. Como
afirma el Vaticano II, «la razón más alta de la dignidad del hombre consiste en su vo-
cación a la comunión con Dios» (GS, 19). No se trata de una simple actitud humana
hacia el diálogo y la disponibilidad, sino de un don que se nos ha desvelado y
comunicado en la palabra de Dios. La comunión es misterio, cuya participación es ofre-
cida al hombre; es «el proyecto de Dios que se actúa en la historia con el anuncio de la
fe, fundado sobre la comunión trinitaria» (CEI, Comunión y comunidad, documento
1981, n. 16). De ello se sigue que tanto la Iglesia en su ser comunidad, como las
comunidades de Iglesia — como es nuestra comunidad religiosa — son siempre un
«icono» de la Santísima Trinidad, una manifestación del Padre, del Hijo y del Espíritu
Santo. La comunión testimonia el amor mismo de Dios, un amor puro y exigente.
46. Queridos hermanos, debemos reconocernos por lo que somos, con nuestras
luces y nuestras sombras, por lo que queremos conseguir a través de nuestra vida, y
después interrogarnos si somos «auténticos», además de con nosotros mismos, también
con nuestros hermanos. De otro modo, la comunidad no llega a ser comunión, lugar de
crecimiento y de intercambio, donde se encuentran personas vivas, de carne y hueso,
unidas en la diversidad de caracteres, de carismas y de formación, para dialogar
respetándose siempre, caminando juntas, aunque sea con misiones y tareas diferen-
ciadas. La comunidad no es el paraíso terrestre, sino un lugar necesario para el
crecimiento de todos a través del encuentro realmente fraterno en las intenciones y en
las formas, no cegado por las ilusiones o por nuestros deseos narcisistas.
47. La incomprensión y el conflicto en las comunidades muy frecuentemente
manifiestan el deseo de salir de la inmadurez, del conformismo, de la hipocresía de
ciertas reuniones celebradas sólo por deber y no porque son funcionales para nuestra
vida. Pero ¿cómo podemos hablar de amor si no poseemos la conciencia de nuestros
límites y de los de los otros, si no nos respetamos y si no respetamos al otro?
Seamos seres humanos, vivamos en comunidad no para replegarnos sobre nosotros
mismos, sino para crecer con cuantos tienden a nuestros mismos objetivos.
48. Nuestra principal preocupación, por consiguiente, debe estar dirigida a esta ya no
más eludible situación de malestar de la comunidad religiosa; situación que se afronta
no reforzando mecanismos ilusorios, sino redescubriendo la pasión originaria y original
del crecer juntos mediante el amor con que nos ha amado Cristo (Jn. 12, 14).
Nosotros podemos dar a cambio nuestro empeño por ser cristianos y religiosos cada vez
más auténticos, independientemente de las desviaciones y de los errores inevitables;
vigilándonos, pues, a nosotros mismos, y sin juzgar a los demás. Dice un poeta: «Juzgar
a una persona por su acción mezquina es como calcular la potencia del océano por su
ligera espuma». Mucho más autorizados el Evangelio y San Pablo, de los cuales os
invito a leer las citas concernientes. (cfr. Lc. 6, 37-38; Gal 5, 13-15).
49. De cuanto he dicho, resalta la importancia que asume para la identidad y eficacia
de nuestro carisma la formación de comunidades en las que actúen personas auténticas,
conscientes del hecho de que tales comunidades se construyen día a día entrando en
ellas con las propias energías y con las propias debilidades, con la propia experiencia y
con el deseo de permanecer unidos en el nombre de Jesús, porque en tal caso El está
presente (Mateo, 18, 20).
Nuestra hospitalidad podrá cambiar, surgirán nuevas obras, otras podrán y deberán
extinguirse. No es esto lo que preocupa, sino más bien el hecho de que sean
protagonistas del futuro comunidades verdaderamente renovadas.
III
NUESTBA APERTURA AL TIEMPO
Y AL HOMBRE
50. Si tuviera que expresaros completamente mi pensamiento sobre este tema,
necesitaría otro espacio bien distinto. Los cambios sucedidos en estos últimos decenios
en el campo de la salud y, más en general, en los de las necesidades y sufrimientos de la
humanidad, con innegables progresos pero también con imprevisibles paradas y
cambios de dirección, son tan numerosos y desconcertantes que requerirían una
reflexión de por sí. Aquí pueden ser suficientes algunas notas, unidas a alguna pro-
puesta, que nos estimulen a las necesarias aperturas al Tiempo yal Hombre sin
abandonar nunca la apertura (central) al Espíritu.
Un Tiempo diverso, un Hombre diverso
51. Una primera reflexión concierne a la humanidad de hoy: somos todos
conscientes de que ella ha sido sorprendida por la rapidez de las transformaciones y
estímulos que han interesado las ideologías, la economía y la política, provocando
auténticas «revoluciones» dentro del alma humana. «Un mundo diverso invade el
mundo conocido, y este mundo es tan imprevisible que hace del todo insignificantes las
previsiones de la vida ordinaria. En este mundo diverso existe el misterio de todos los
fundamentos de la vida». (W.B. Kristensen).
En este mundo diverso nace el hombre diverso de nuestro tiempo, que una vez más se
bate entre las exigencias divinas y las del mal, como nos enseña la historia. En este
mundo diverso nosotros debemos-queremos vivir, nosotros debemos-podemos actuar.
Pero nuestra acción resultará eficaz sólo si poseemos la fuerza interior y la conciencia
de que la humanidad tiene necesidad de testigos de la verdad, de guías morales además
de operativos, de anticipadores con coraje. Nos lo recuerda Pablo VI con fuerza
inigualable: «El hombre contemporáneo escucha más gustosamente a los testigos que a
los maestros, o si escucha a los maestros lo hace porque son testigos. S. Pedro
expresaba bien esto cuando describía (1 Ped. 3, 1) el espectáculo de una vida recatada
que conquistaba sin necesidad de palabras a los rebeldes a la Palabra» (Evangelii Nun-
tiandi, n. 41).
52. Este empeño personal que hace avanzar a la humanidad pone al hombre de
nuestro tiempo en una condición nueva, quizá la más nueva y perturbadora desde su
aparición cotidianamente enfrentado con realidades que lo manipulan y lo alejan del
«centro» vital del espíritu, de aquel Dios por quien él ha sido creado «a imagen y
semejanza». Quien no es capaz de recoger el desafío de esta soledad, resulta presa de las
modas del tiempo, se arroja a actividades frenéticas, se retuerce, se dispersa, ofuscando
su identidad, perdiendo en definitiva su libertad.
Guardianes y artífices del bienestar de la gente
53. Hoy más que ayer son, por consiguiente, necesarias al hombre la libertad de
pensamiento personal, la riqueza del corazón y una nueva y más coherente operatividad.
Y todo esto ¿qué relación tiene con nuestra vida de religiosos hospitalarios? Una
relación muy estrecha en cuanto que nosotros debemos asirnos mucho más a nuestro Yo
interior, a nuestra libertad, a la fuerza de nuestros sentimientos si queremos actuar de
modo coherente en favor de la humanidad de nuestro tiempo.
Frecuentemente se ha alimentado en nosotros un vicio mental, anticristiano: el hábito de
vivir con la enfermedad, la incomodidad, el sufrimiento de nuestros pacientes nos ha
hecho olvidar el verdadero objetivo, que es el de garantizarles, también a través de la
actividad sanitaria en sentido estricto, el máximo de bienestar posible. Nosotros no
somos solamente distribuidores de medicinas, o reparadores de cuerpos, sino también y
sobre indo guardianes y, por nuestra parte, artífices en muchos casos del bienestar de la
gente que se dirige a nosotros cargada de necesidades y motivaciones nuevas e incluso
conmovedoras para nosotros, habituados a una visión esquemática y reductiva en
nuestra acción.
54. Nuestra apertura al Tiempo y al Hombre nos debe comprometer no sólo
profesionalmente, sino también personalmente y culturalmente en la búsqueda de este
hombre de hoy, diverso del de ayer. Es precisamente de este hombre de quien nosotros
queremos huir cuando decimos que en la rica sociedad capitalista no hay ya lugar para
los hermanos de San Juan de Dios. Como si ser ricos equivaliese a tenerla llave de la
felicidad, de la salud, del bienestar. El bienestar no se confunde con el «bien-tener».
Advertimos la gran tentación de abandonar a sí mismo a este hombre occidental que con
gran esfuerzo trata de emanciparse de la pobreza, de la superstición, de tradiciones
absurdamente obligatorias, para encontrar un propio equilibrio nuevo para proponerlo al
resto de la humanidad; y abandonarlo precisamente mientras vive la vulnerabilidad de
su condición de buscador de nuevos caminos. ¿Acaso no es también hijo de Dios,
llamado a la salvación, y comprometido frecuentemente en ayudar a los hermanos que
sufren por la carencia de alimento, medicinas, viviendas?
55. Ciertamente el hombre técnico actual no ha resuelto del todo sus problemas: es
más libre, más responsable, más activo, pero paga todo esto con una mayor fragilidad de
los lazos afectivos, mientras la misma innovación tecnológica lo expone más a los
riesgos de la desocupación, de la movilidad en el trabajo, de la pérdida del rango social,
de la soledad y del anonimato, sobre todo dentro de los grandes aglomerados urbanos.
Paga, en definitiva, este progreso con un difuso malestar de la persona que se manifiesta
en la búsqueda frenética de diversión, de evasión, de psicofármacos, para encontrar un
mínimo de serenidad.
56. Una de las aspiraciones prevalentes del hombre, al menos en la cultura
occidental e industrial, es la aspiración a la autonomía, es decir, a una condición en la
que, cada vez menos condicionado por la tradición, pueda experimentarse a sí mismo,
vivir en plenitud sus dimensiones, ser cada vez más libre. Esta sed de autonomía, de
verdad sobre sí mismo y sobre los demás, en otras palabras, de autenticidad, representa,
sobre todo para nosotros los religiosos, el aspecto más traumatizante, más duro de
aceptar. Efectivamente, nos inclinamos a condenarlo, también porque su
comportamiento va acompañado a veces de impulsos amorales, de sed de placeres, de
negación de lo trascendente, de perturbaciones en las relaciones familiares y sociales.
Sin embargo, el impulso a la emancipación, a la búsqueda y a la asunción de
responsabilidades personales por parte del hombre de nuestro tiempo no es sólo
expresión de rebelión, sino también de autenticidad, de compromiso. Después de siglos
en los que pocos hombres poderosos han dominado las conciencias y las expresiones de
las masas, la humanidad trata de configurarse el propio destino según modelos internos
más que externos: y esto de por sí es un bien, no un mal. El hombre que quiere hacerse
libre, auténtico, responsable, busca dentro de sí, además de fuera, los recursos
principales para realizarse en estas direcciones. Y no tolera muy fácilmente las
imposiciones, los códigos morales abstractos y no suficientemente motivados, la
esclavitud de la costumbre y de la tradición.
Al mismo tiempo, el ejercicio de la propia autonomía lo expone inevitablemente a
errores y desviaciones, a momentos de angustia a pesar de las conquistas obtenidas en el
plano material. Y esto porque e] hombre no es sólo lo que tiene, sino sobre todo, lo que
es.
57. Dice un proverbio chino que «el hombre rico siempre tiene miedo». Y lo tiene
sobre todo cuando se enferma. Quizás el hombre más en crisis hoy es el que entra en
nuestros hospitales. De esta crisis, con nuestra ayuda y la de Dios, el puede renacer a
una vida nueva, más integrada, más orientada al bien de la familia y de los hermanos,
más cristiana y humana. Me viene a la mente este pensamiento de un conocido
sacerdote escritor, A. Pronzato, a propósito de la parábola del sembrador: «El
sembrador no escoge el terreno, no decide cuál es el terreno bueno y cuál el
desfavorable, el apropiado y el menos apropiado, aquél del que se puede esperar algo y
aquél por el cual no merece la pena trabajar. El terreno se manifiesta por lo que es
después de la siembra, no antes. Si todos los que anuncian la Palabra recordasen
esto... Nuestra tarea no está en clasificar los diversos tipos de terreno, ni en trazar el
mapa de las posibilidades (una tentación siempre presente). Nosotros debemos probar
todos los terrenos. Debemos arriesgar la Palabra por todas partes. Quisiera decir que
debemos aprender a gastar la semilla. Aprender a realizar numerosos gestos inútiles».
Sin olvidar que la semilla puede transformar el terreno.
Entrar en el templo del tiempo
y del hombre contemporáneo
58. Dedicarse a nuestros hermanos y al Hombre contemporáneo no es perder
tiempo si tenemos la cultura y la fuerza necesarias. Ayudar a los hambrientos y vestir a
los desnudos son obras meritorias, igual que asistir a quien — encerrado en su egoísmo
— es incapaz de compartir con los demás los bienes materiales y morales. Pobre es todo
hombre que ha perdido el equilibrio psico-físico y la esperanza en una vida más rica en
todos los sentidos; quien se acerca al misterio de la muerte o, aunque sólo sea
temporalmente, se ve obligado a separarse de los afectos familiares, de los deberes
laborales, de las relaciones sociales. Si es noble la opción misionera, no lo es menos la
de quien se decide a estar con el Hombre del «progreso» y con sus obras, en estas
realidades avanzadas donde están más difundidas la indiferencia y la insensibilidad,
humana y espiritual, hacia el hombre. Un hambriento, un desnudo, un minusválido es
mucho más visible que quien, acomodado, no tiene necesidad tanto de alimento, vestido
o custodia, cuanto de esperanza, de atención, de respeto, de identificación. El pan
psíquico y espiritual es un pan menos visible, pero igualmente útil al enfermo, aunque
sea más difícil de suministrar.
59. Queridos hermanos, cuidémonos de los complejos de superioridad o de
inferioridad producidos en nosotros por el color de la piel o el tamaño del portafolio de
nuestros asistidos. Cuidémonos del prejuicio según el cual las necesidades del hombre
son solamente de carácter económico-material-científico, afrontables de modo técnico y
basta. Así no se hace justicia a la complejidad y a la riqueza del Hombre
contemporáneo, ni a la esencia de nuestra vocación; es más, puede ser un pretexto para
sustraernos a la asunción de nuevas y comprometidas actitudes orientadas no a nuestras
necesidades (de poder, de prestigio, de rápida respuesta del enfermo a nuestras
intervenciones materiales) sino a las de la persona a nosotros confiada. A esta persona
más libre, más emancipada, más despierta y más sola debe dirigírsele una atención
diversa, si queremos responder realmente a sus necesidades y respetar los significados
más profundos de su estilo de vida. Nuestro carisma, que tiene una riqueza increíble, no
sufre ni sufrirá jamás la falta de destinatarios: puede ser ejercido en todo lugar habitado
por el hombre, el cual tendrá siempre en el alma el deseo de un alimento no sólo
biológico. Nuestro Carisma nos invita, pues, a entrar en el Templo del Hombre concreto
de hoy. Nos advierte también que debemos cambiar a medida del Tiempo y del Hombre,
sin garantizarnos que tal cambio sea sin dolor. Quizás es más fácil afrontar los riesgos
de la sabana o del desierto que anunciar nuestro Carisma a gente instruida, con facul-
tades críticas notables, pero con necesidades nuevas que se han de satisfacer.
60. «En el ambiente tecnificado y consumista de la sociedad moderna en la cual se
descubren cada día nuevas formas de marginación y de sufrimiento nuestro apostolado
hospitalario es plenamente actual». Lo leemos en nuestras Constituciones. Somos
nosotros, queridos hermanos, los que corremos el riesgo de no ser actuales si no fijamos
la mirada sobre las marginaciones y sobre los sufrimientos del hombre contemporáneo.
Aliémonos, por consiguiente, con cuantos — también colaboradores laicos — quieren
crecer junto a nosotros y a menudo caminan delante de nosotros. Juntos responderemos
mejor a nuestra llamada, a nuestra misión, conscientes de que ella exige hoy una
nueva cultura del Hombre, del Tiempo y de la Vida, un esfuerzo de búsqueda y de
experimentación que quizá jamás nuestra Orden ha debido afrontar tan urgentemente.
Esta visión del Hombre puede parecer demasiado espiritual y poco técnica, pero
seguramente está línea con las Constituciones y con el Espíritu que las anima. En ellas
encontramos, efectivamente, el impulso para realizar nuestro apostolado como
religiosos «nuevos», actuales, genuinos, en favor del hombre al que siempre debemos
mirar. «Himalaya está en todas partes, nuestro verdadero maestro es cada hombre y
cada mujer que sufre» (Gandhi).
IV
NUESTRA FUNCION EN LA ORDEN
61. Lo que he dicho a propósito del religioso en particular y de la comunidad, se
puede aplicar también a nuestra Orden. La búsqueda de las necesidades del hombre
contemporáneo, la ubicación de nuestras Obras, la capacidad de proyectar actividades
que respondan cada vez más a las exigencias de la sociedad afectan a la trama conexiva
de la Institución. También ella debe cambiar para vivir en la actualidad y en el futuro. Y
debe cambiar — como en parte ya está sucediendo — en dirección a una unión cada vez
mayor entre casas y Provincias, entre Provincias y Gobierno Central, entre este último y
la periferia.
Unidad en la autonomía
62. Frecuentemente, a nivel individual y de comunidad, vivimos con cierto desagrado
las invitaciones que, desde hace ya tiempo, viene haciendo el Consejo General a
establecer una relación, cada vez más estrecha, entre las diversas componentes de
nuestra Institución. La falta o la insuficiencia de tal conexión, contraproducente para
nosotros y para las relaciones con los colaboradores laicos, no depende de la distancia
geográfica entre cada una de las Casas y la Provincia, o entre ésta y el Centro, sino más
bien de una escasa percepción de la complejidad y de la riqueza de nuestra misma
Institución. Extraño: en una época en que se viaja con extrema facilidad de un
continente a otro y se dispone de informaciones en tiempos rapidísimos, nos cuesta aún
comportarnos como un cuerpo único, bien articulado en sus estructuras.
No podemos, no debemos recibir con sospecha las iniciativas que tienden a favorecer
nuestra unión. Al contrario, es absurdo pensar resolver nuestros problemas de gobierno,
de vida interior, de respuesta a las necesidades del enfermo, de gestión económica y de
programación sin un fuerte espíritu de comunión tanto a nivel horizontal como vertical.
63. En estos últimos años la Orden ha hecho un esfuerzo notable en esta
dirección: pero aún no basta, no hemos llegado aún a un nivel satisfactorio. Todos
nosotros debemos sentirnos obligados a pensar soluciones nuevas al problema en un
clima de mayor confianza recíproca y de colaboración por parte de todos. La distancia y
las diferencias sociales y culturales que nos caracterizan no deben convertirse en una
excusa de nuestro desinterés, ¡como si el Centro no formase parte de la Orden! Queridos
hermanos, cuando el Prior General os invita a vivir intensamente vuestra función,
cuando insiste en la necesidad de la sintonía entre cada uno de vosotros y la Provincia,
entre cada una de las Provincias — también entre vosotros — y el Centro, no pretende
quitaros autonomía, tiempo, recursos, sino realizar aquel intercambio, por otra parte
previsto por las nuevas Constituciones, que nos permite a nosotros y a vosotros crecer a
todas los niveles, favorecer decisiones más sabias. La autonomía no debe convertirse en
autarquía, por ningún motivo; la unidad en la autonomía es, por consiguiente, un
proyecto que no podemos olvidar. La tarea más desagradable para un Superior General
es la de tener que obligar a uno de sus hermanos a hacer lo que se hace. Es
verdaderamente doloroso constatar la pereza de ciertas Provincias no sólo frente a las
indicaciones del Gobierno Central, sino también frente a resoluciones tomadas en la
propia Casa: de palabra nos manifestamos disponibles y después, de hecho, o no
trabajamos o trabajamos desunidos, cuando no incluso enfrentados. Al Prior General no
le molesta la diversidad de opiniones: surge una inestimable riqueza al considerar un
problema de modo diverso. Lo que, en cambio, empobrece es la falta de discusión, la
falsa obediencia, el espíritu de prevaricación, el miedo de perder autonomía.
64. Si queremos prepararnos al 2000 en plena coherencia con nuestro carisma de
la Hospitalidad, no podemos renunciar a un mayor acercamiento, humano y espiritual,
entre nosotros, entre Periferia y Centro, entre cercanos y lejanos. Ninguno de nosotros
puede considerarse superior a otro, ninguno puede sentirse más situado que otro. En el
ejercicio de nuestras funciones todos somos importantes, todos somos útiles,
independientemente de la función actual, de la edad, de la nacionalidad de proveniencia
o de aquella donde trabajamos. Y seremos aún más útiles, más testigos, más conciencia
crítica, más guía, más innovadores si nuestros recursos, nuestros corazones, nuestras
inteligencias, nuestra espiritualidad confluyen hacia proyectos de vida compartidos,
transparentes, participados.
65. Nuestra Orden debe caracterizarse por una visión verdaderamente
comunitaria, por lazos más sinceros y leales, por programas inspirados por un genuino
sentido de pertenencia. El mundo se asombra cuando ve hermanos desunidos, bloquea-
dos en la auténtica comunión por celos y envidias infantiles, porque se espera de
nosotros, además del testimonio auténtico del amor cristiano, una disposición para el
perdón, la tolerancia, la alianza entre nosotros. Uno de los grandes miedos de nuestro
tiempo, el miedo atómico, está producido por la astucia, por la prepotencia, por la
convicción de estar de la parte justa, por la discordia continuamente alimentada y jamás
resuelta en un espíritu de diá1ogo. Somos nosotros mismos quienes, desde nuestro
interior, todos juntos, debemos encontrar, la manera de testimoniar al Mundo la ca-
pacidad de encontrar el entendimiento, de soportar las diferencias, de echar un velo
sobre las ofensas recibidas. Saber perdonar es indispensable para construir la unidad,
para dar lugar a la crítica no destructiva, en el respeto y en el amor recíproco. Vuestro
Prior General os pide ser generosos hacia las inevitables debilidades humanas, para
contribuir a la construcción de una Orden más unida y abierta.
Testigos y guías morales para nuestros colaboradores
66. Sobre este aspecto de nuestra vida religiosa he dicho ya mucho en estos
últimos años. Sin embargo, prefiero repetirme, porque nuestro futuro dependerá mucho
de lo que logremos hacer frente a nuestros cada vez más numerosos colaboradores.
Nuestra función ha sufrido y sufrirá ulteriores cambios radicales: está en nosotros el
anticiparlos, inventarlos a la luz de nuestro carisma y de los signos de los tiempos.
Sobre un punto quiero ser rápidamente claro: quien entra en los Hermanos de San Juan
de Dios no lo hace por una elección profesional, sino por una vocación interior. Y aun
cuando nuestras Obras preven, dentro de la elección espiritual, un puesto de trabajo
profesional, para nuestros futuros religiosos la formación directiva es secundaria:ellos
no han entrado en la Orden para dirigir. Aunque se adquiere el conocimiento del arte
de dirigir, la preparación cultural, religiosa y profesional no debe ser la de quien
ocupará puestos de mando, porque tenemos la fortuna de tener colaboradores laicos
especializados en esta tareas específicas, que han empleado en ello más tiempo e inte-
ligencia. Algún religioso, en determinados momentos y lugares, podrá también asumir
funciones directivas y de gestión, pero ésta no es nuestra meta final, es una fase
transitoria y contingente. Hemos perdido demasiado tiempo en impedir el crecimiento y
la inserción en funciones directivas de nuestros colaboradores laicos: ¡ha llegado el mo-
mento de cambiar!
67. Estoy convencido de que San Juan de Dios hoy no crearía nuevos Hospitales,
ni se pondría a dirigirlos, sino que dedicaría su esfuerzo a formar hombres, a crear en el
laicado mentes y corazones capaces de asegurar a nuestras Obras aquel clima
profesional, humano y administrativo que frecuentemente falta. Lo repito: nosotros no
llegamos a ser religiosos, Priores, Provinciales, Generales para ser ‘managers’, sino
para testimoniar, para orientar, para formar a nuestros colaboradores para la misión
de atender de forma integral al enfermo, al necesitado. Ya en algunas Provincias de la
Orden la función de coordinador de la comunidad ha sido separada de la de director
administrativo del Hospital.
Debemos continuar en este camino, cambiando ante todo nuestro ánimo. Ciertamente es
más gratificante, en una óptica puramente humana, administrar el poder por el poder
que no dirigir un servicio en una posición de guía moral, dejando la dirección técnica a
colaboradores laicos — que casi siempre lo saben hacer mejor — oportunamente
elegidos y formados permanentemente. Pero la gran tarea que nos espera en el futuro
próximo es precisamente ésta: ser, dentro de nuestras Obras, guía moral, es decir,
conciencia vigilante y, si es necesario, crítica, a fin de que nuestros colaboradores se
alíen con nosotros en el servicio al enfermo. Es una opción decisiva que no podemos
postergar más, que nos costará notable esfuerzo, quizás incluso la pérdida de prestigio
en algún caso, pero permitirá que nuestras Obras funcionen mejor incluso bajo el
aspecto administrativo. Más concretamente, nuestro colaborador debe convertirse en
objeto-sujeto de nuestras atenciones, como lo es el enfermo; debemos identificar y
comprender sus necesidades y sufrimientos, provocados quizá por nosotros. De este
modo creamos en el Hospital aquella «ecclesia» que de palabra todos queremos, pero
que en realidad tememos.
68. Sin embargo, la función de guía moral no se improvisa. Se proyecta, programa
y actúa según criterios de honestidad moral, en armonía con las características de
nuestros Obras.
Para comunicar nuestra humanidad y nuestra pasión por el enfermo a los colaboradores
debemos poseer esta pasión, no la de la silla de mando. Asumir una función de guía
comporta una crisis de identidad para muchos de nosotros, habituados sobre todo a
actuar en primera persona. El tiempo de los «fac-totum» se acabó, es necesario concen-
trarse en tareas primarias que nuestra opción vocacional nos impone. De aquí la
necesidad de un estudio y una búsqueda continuos para traducir en orientaciones
concretas los ámbitos de comportamiento donde desarrollar las funciones de guía mo-
ral, de animación y de conciencia crítica frente a nosotros mismos, los colaboradores y
el mundo. Esto nos permitirá valorar mejor nuestra relación con los demás, llegar a una
alianza auténtica, eliminar toda sombra de contraposición, de sospecha y desconfianza.
69. Nuestros colaboradores son en la gran mayoría laicos. Desde el Vaticano II hasta
hoy se
ha descubierto y valorado la función singular de los laicos en la Iglesia y lo «específico»
que los distingue, la secularidad.
Del documento preparatorio para el Sínodo de los Obispos de 1987, sobre el tema:
«Identidad y misión de los laicos en la Iglesia», señalaré alguna referencia
particularmente útil para nuestra correcta relación con los colaboradores. Según el Con-
cilio Vaticano II, la función eclesial de los laicos está inseparablemente ligada a su
vocación bautismal y a su condición secular.
En cuanto bautizados, son a título pleno fieles incorporados a Cristo y a la Iglesia. Y su
inserción en las realidades temporales y terrenas, o sea su «secularidad», es un dato
teológico, es la modalidad característica según la cual ellos viven la vocación cristiana.
70. Los laicos poseen una única e indivisa «identidad», en cuanto son a la vez
miembros de la Iglesia y miembros de la sociedad. De su peculiar condición se deriva
coherentemente su participación en la misión salvífica de la Iglesia: en cuanto
bautizados, pueden y deben vivir su responsabilidad apostólica no sólo en las realidades
temporales y terrenas, sino también en las propiamente eclesiales; en virtud de su
específica condición secularestán habilitados y comprometidos como cristianos no sólo
en el ámbito de la Iglesia, sino también y propiamente en el del mundo y el de sus
estructuras y realidades. Lo afirma claramente el Concilio Vaticano II en la
«Apostolicam Actuositatem»: «La obra redentora de Cristo, aunque de suyo se refiere a
la salvación de los hombres, se propone también la restauración de todo el orden tem-
poral. Por ello, la misión de la Iglesia no es sólo ofrecer a los hombres el mensaje y la
gracia de Cristo, sino también el impregnar y perfeccionar todo el orden temporal con el
espíritu evangélico. Los laicos, por tanto, al realizar esta misión de la Iglesia, ejercen su
propio apostolado tanto en la Iglesia como en el mundo, lo mismo en el orden espiritual
que en el temporal; órdenes ambos que, aunque distintos, están íntimamente
relacionados en el único propósito de Dios, que lo que Dios quiere es hacer de todo el
mundo una nueva creación en Cristo, incoativamente aquí en la tierra, plenamente en el
último día. El laico, que es al mismo tiempo fiel y ciudadano, debe guiarse, en uno y
otro orden, siempre y solamente por su conciencia cristiana» (AA, 5).
71. En la misión salvífica de la iglesia frente a las realidades temporales y
terrenas — que es misión de toda la iglesia y, por consiguiente, también de los pastores
— los laicos en virtud de su típica secularidad tienen un puesto original e
insustituible: «A los laicos corresponde asumir como tarea propia la instauración del
orden temporal y trabajar directamente y de modo concreto en ello, guiados por la luz
del Evangelio y por el pensamiento de la Iglesia y movidos por la caridad
cristiana; como ciudadanos cooperar con los demás ciudadanos según su competencia
específica y bajo la propia responsabilidad; buscar en todas partes y en todo la justicia
del reino de Dios».
Pablo VI en la exhortación apostólica «Evangelii nuntiandi» escribe de los laicos: «El
campo propio de su actividad evangelizadora es el amplio y complicado mundo de la
política, de la realidad social, de la economía; igualmente el de la cultura, de las ciencias
y las artes, de la vida internacional, de los medios de comunicación social; y también de
otras realidades particularmente abiertas a la evangelización, como el amor, la familia,
la educación de los niños y adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento. Cuantos
más laicos haya penetrados de espíritu evangélico, responsables de estas realidades y
explícitamente comprometidos en ellas, competentes, en su promoción y conscientes de
tener que desarrollar toda su capacidad cristiana frecuentemente mantenida oculta y
sofocada, tanto más estas realidades, sin perder ni sacrificar nada de su coeficiente
humano, sino manifestando una dimensión trascendente frecuentemente desconocida, se
pondrán al servicio de la edificación del reino de Dios y, por consiguiente, de la
salvación en Jesucristo (EN, 70).
72. La presencia de los laicos cristianos en el mundo debe ser valiente y
profética y podrá asumir diversas formas de testimonio acompañado siempre por el
discernimiento evangélico. En efecto, como advierten S. Juan yS. Pablo, el mundo es
una realidad en la que coexisten el bien y el mal, y que requiere un trabajo de
discernimiento y de libre opción.
Debe ser reconocida, entonces, y promovida dentro de y para el pueblo de Dios
la responsabilidad de todos y cada uno, por consiguiente, también la de los fieles laicos.
Para definir de modo preciso tanto la legitimidad como la determinación concreta de los
ministerios confiados a los laicos, Pablo VI invitaba a releer la historia de la Iglesia y
a estar atentos a las necesidades actuales: «Una mirada a los origines de la Iglesia es
muy esclarecedora y aporta el beneficio de una experiencia en materia de ministerios,
experiencia tanto más válida en cuanto que ha permitido a la Iglesia consolidarse, crecer
y extenderse. No obstante, esta atención a las fuentes debe ser completada con otra: la
atención a las necesidades actuales de la humanidad y de la Iglesia. Beber en estas
fuentes siempre inspiradoras, no sacrificar nada de estos valores y saber adaptarse a las
exigencias y a las necesidades actuales, tales son los ejes que permitirán buscar con
sabiduría y poner en claro los ministerios que necesita la Iglesia y que muchos de sus
miembros querrán abrazar para la mayor vitalidad de la comunidad eclesial» (EN, 73).
73. Cada subrayado merecería un comentario y una puntualización en
relación a nuestra función de guío moral y de compañeros de trabajo en el edificar la
Iglesia y, en ella, el reino de Dios.
En seguida es evidente que los laicos, con los que tenemos una relación de
colaboración, no sólo son profesionalmente cualificados, sino que tienen una valía
apostólica: también ellos son «edificadores de la Iglesia», en el sentido de que la Iglesia
crece cada día gracias a nuestro carisma de religiosos y gracias a los dones-ministerios
propios de los laicos.
La meta ideal para nosotros sería ver a nuestros 40.000 colaboradores sintonizados en
nuestra longitud de onda, aun en la diversidad de la tarea profesional. Nuestros
Hospitales cambiarían como por encanto: no habría ya más cargos o “poltronas” que
defender con los dientes, ni serían ya necesarios ciertos controles penosos y pedantes,
sustituidos por el autocontrol. Debemos también reconocer que, en muchas Obras,
nuestros colaboradores van mucho más por delante que nosotros, y no sólo
profesionalmente. Por lo tanto, debemos abrirles nuestro corazón, presentarles nuestras
dificultades, nuestros problemas y nuestras esperanzas.
Con ellos podemos-debemos aliarnos: muchos de ellos esperan sólo una señal nuestra
para darnos una mano, para ayudarnos, para aliarse con nosotros y no por interés
personal o para obtener favores, sino porque se dan cuenta de que juntos se puede hacer
más y mejor.
74. Aprendamos, pues, de los colaboradores más cercanos a nuestro carisma,
dialoguemos con ellos, intercambiemos con ellos la experiencia de las vicisitudes
profesionales y personales: sólo así juntos podremos trabajar por el interés exclusivo de
los enfermos. En el esfuerzo de formación para esta nueva función de apoyo y de
guía os apoyarán y os iluminarán el Consejo General y los Provinciales; pero dejaos
inspirar y ayudar también por los colaboradores laicos «puros de corazón», interesados
en la creación del «Hospitium pietatis» del que se ha hablado. Mis queridos hermanos,
sé que a alguno de vosotros os estoy pidiendo un gran sacrificio. No siendo
contemplativos, en un cierto sentido estamos obligados a dividirnos en el mismo día en
funciones activas y contemplativas. Si queremos no solamente permanecer en los
Hospitales, sino llevar la luz de lo divino al enfermo, debemos preocuparnos de hacer
encender otras luces, aquellas que poseen nuestros colaboradores, quizás opacas por un
velo de pereza, de costumbre y de fatalismo. Saber quitar estos velos, con discreción
pero con confianza en los colaboradores y en nosotros mismos, entra en la función
de guío moral, que debemos asumir para permanecer en línea con nuestra opción de
vida.
Cuestión ética y función de conciencia crítica de los Hermanos de San Juan de Dios
75. El fin del siglo XX nos sorprende con una exigencia de ética que proviene
precisamente de los ambientes culturales que parecían ya irremediablemente
desenganchados de la referencia a valores y normas. Se abre camino una fuerte con-
ciencia de que la técnica no basta. Precisamente
el éxito de esta última, poniendo en mano del hombre posibilidades antes impensables
(división del átomo e intervención sobre la estructura genética de la célula viviente), ha
abierto el nuevo frente de demanda.
La estructura íntima de la exigencia contemporánea de ética es familiar al creyente,
porque tiene un ritmo idéntico al de la moral que se deriva de la Palabra revelada. Esta
última converge estructuralmente sobre dos polos: el de lafidelidad y el de
la responsabilidad. El cristiano, en su acción moral, quiere esencialmente ser fiel a
Cristo, en cuanto reconoce en su persona al Hijo de Dios y al Hermano universal, y
responsable frente a las exigencias concretas que la historia dirige a su vocación.
También la ética, de la que se siente hoy una nostalgia difusa, nace en torno a la
fidelidad y a la responsabilidad. Se pregunta, en efecto, bajo qué condiciones el hombre
continúa aún siendo hombre.
Los interrogantes antropológicos son particularmente fuertes en el campo bio-médico;
en la prolongación artificial de la vida, en las tecnologías aplicadas a la reproducción, en
la manipulación farmacológica del comportamiento y en la praxis psiquiátrica, en el uso
de los individuos para la investigación y la experimentación, en las manipulaciones
genéticas. Se advierte un sentido del límite, más allá del cual se traiciona al hombre.
76. Bajo el aspecto de la responsabilidad, la cuestión ética exige que se interrogue
sobre la calidad moral de la acción, refiriéndola no sólo al modelo del hombre al que se
quiere permanecer fieles, sino también al proyecto de un futuro. La primera exigencia,
obviamente, es, por cuanto depende del hombre, que exista futuro. El filósofo Hans
Jonas ha reformulado el imperativo kantiano para la acción moral en estos términos:
«Obra de tal modo que las consecuencias de tu acción sean compatibles con la
supervivencia de una vida verdaderamente humana sobre la tierra». Hoy estamos en
capacidad de destruir tanto la vida, como la calidad humana de la vida. La exigencia
ética se identifica con la asunción de la propia responsabilidad, renunciando a las
delegaciones y al papel de espectadores marginales del proceso histórico. Ser sujeto y
ser protagonista son dos exigencias equivalentes.
La doble exigencia de fidelidad y de responsabilidad hace afín la exigencia ética del
hombre contemporáneo, aun en la diversidad, a aquella de quien en su acción moral se
inspira en la fe en Jesús de Nazaret.
77. La fe no proporciona al cristiano o al religioso un territorio privilegiado o
protegido, al abrigo de las agresiones que todos los hombres sufren por el hecho de vivir
en el tiempo y en el espacio. Lo experimentamos en el campo de la sanidad, en el cual
se desarrolla de modo privilegiado nuestro compromiso evangélico y humanitario. Nos
alegramos ciertamente por la exigencia de ética, que pone en crisis el modelo de
medicina «científica», es decir, positivista, que pretendía estar dispensada de la tarea de
plantearse problemas de orden antropológico y ético. Sobre todo allí donde está en
juego la salud, como coágulo de valores que afectan al hombre en su totalidad, el simple
respeto de las reglas de procedimiento no basta (se podría, a modo de ilustración,
recurrir al ejemplo, propuesto por Kant, del médico y del envenenador: las
prescripciones del médico, para curar al paciente, y del envenenador, para matar a un
hombre, son las mismas... El saber cómo hacer — to know how — no responde a la
exigencia de la ética, que tiene que ver con el «reino de los fines».
78. Mientras nuestros contemporáneos revalorizan la ética en el ámbito de las
ciencias de la vida y de la salud, nos damos cuenta de que nosotros, en cuanto creyentes
y religiosos, no estamos en capacidad de dar «la» respuesta. Somos orgullosamente
conscientes de que la fe en Cristo nos ofrece un estímulo creativo para buscar, junto a
los demás hombres, creyentes o no, reglas de conducta fiel y responsable. Pero,
precisamente por la trascendencia de la fe, no tenemos un modelo histórico concreto que
proponer (¡tanto menos imponerlo!). El pasado puede depositarse sobre nosotros como
polvo, o quizá también como una costra. Para el Vaticano II, los creyentes tienen una
cierta responsabilidad en el ateísmo, causado por una presentación inadecuada de la
doctrina y por los defectos de la propia vida religiosa, moral y social. (cfr. Gaudium et
spes, 19). Algo análogo puede verificarse respecto al «contratestimonio» en el plano de
la ética (falta de respeto por la conciencia ajena, instrumentalización de los cuidados del
cuerpo en vista de las preocupaciones espirituales, preferencia dada a la “ley del
sábado” — reglas morales — más que al hombre concreto.
Una nueva situación de diálogo se ha creado en el campo de la ética: el humanista está
llamado a participar en él con su «fe» (que es por lo menos fe en el hombre; fe en que el
hombre es la medicina para al hombre...); el religioso está llamado a participar en é1
con la «buena voluntad». Esta inversión de los papeles tradicionalmente atribuidos al
uno y al otro es índice de la revolución operada en la ética, pero también del camino en
el interior de la conciencia cristiana, sobre todo después de la reflexión conciliar sobre
la teología de la Iglesia y de la Historia.
79. Ya he señalado al comienzo del documento que además de ser
testigos y guías morales, debemos también intervenir críticamente en el mundo de la
Sanidad. No basta, en efecto, trabajar duramente en nuestros Hospitales, es necesario
dedicar tiempo al estudio de los fenómenos ligados al progreso sanitario, para
orientarlos hacia el máximo bienestar de la persona. En el anterior documento sobre la
Humanización he tratado de expresar algunos conceptos al respecto. Aquí quisiera
insistir más bien sobre el hecho de que hoy se tiende a tener una excesiva confianza en
los recursos técnicos que (y no siempre por motivos humanitarios) se ponen a
disposición del mundo sanitario. Esto explica también la facilidad con la cual por parte
de algunos gobiernos y parlamentos han sido aprobadas leyes en materia de aborto,
eutanasia, intervenciones manipuladoras sobre estructuras genéticas. Estas tendencias
van siendo combatidas. Pero para hacerlo de manera eficaz es necesario estar al tanto,
conocer a fondo los diversos problemas, evitando estériles acusaciones o posiciones
defensivas abstractamente rígidas.
Para cumplir seriamente una función no sólo crítica, sino también prepositiva, debemos
unirnos más con nuestros colaboradores laicos, con el mundo de la Iglesia, con la
ciencia. Frecuentemente, faltándonos esta conciencia, nos limitamos a constatar, sin
intervenir, mientras deberíamos ser capaces de ofrecer al mundo sanitario ideas y
proyectos abiertos a cuanto de positivo nos viene de la ciencia y de la técnica.
80. Y, sobre todo, cuando vemos amenazada la sacralidad del hombre, de
cualquier parte que venga la amenaza, debemos tener el coraje humano y religioso de
intervenir. No podemos callar frente a injusticias, traiciones, perezas, soluciones di-
ferentes a lo que la humanidad y la fe nos sugieren. Está de por medio nuestra vocación,
nuestro compromiso de aliados de la humanidad que sufre. Callar en semejantes casos
equivale a consentir. Pero, una vez más, para hablar, para señalar caminos nuevos y
justos, debemos poseer una preparación adecuada, estar a la altura de la tarea. Des-
graciadamente no siempre es así. Y volvemos a la indispensable colaboración de los
laicos. Para recoger victoriosamente los retos del tiempo, nos sirve una conexión, un
intercambio constante con expertos de las diversas materias: profesionales de las
ciencias médicas, biológicas, humanas, capaces de garantizarnos aquella preparación,
sin la cual hoy no se puede pasar.
Vuestro Prior General ha practicado siempre este intercambio, recibiendo por ello
frecuentemente críticas, como si el Carisma de la Orden se contaminase o
desnaturalizase por el hecho mismo de que hubiesen sido consultados por mí
colaboradores laicos, dentro y fuera de la Orden. Más que nunca estoy convencido de lo
contrario: nuestro carisma liberará toda su fuerza cuando estemos abiertos al carisma,
humano y científico, de los colaboradores laicos.
81. Nadie posee todo el saber sanitario, como no existe casi nunca un
acercamiento exclusivo hacia el enfermo. Por esto, es necesaria la contribución de
personas que trabajan en el mundo de la salud; muchas de ellas tienen un gran respeto, a
veces admiración, por nuestra Orden. Ello no podrá traer más que ventajas si, con
determinación, nosotros somos capaces de construir relaciones de estima, de amistad, de
mutuo apoyo con nuestros colaboradores y con cuantos, fuera de la Orden, pueden
ofrecernos su ayuda. Con ello ganarán en eficacia y en incisividad nuestra acción y
nuestra función de conciencia crítica hacia los atentados cometidos, quizá en nombre de
la ciencia, contra el débil, el enfermo y el necesitado.
Nuestra función de anticipadores
82. Además de la tarea de testigos, de guías morales y de conciencia
crítica, nos espera la de anticipadores, innovadores. El primer gran anticipador fue
nuestro Santo Fundador, y después de El cuantos, a pesar de la indiferencia y el
desprecio de la mayoría, han sabido recorrer nuevos caminos en el campo de nuestro
Carisma. ¡Quedan otros por descubrir, mis queridos hermanos! No es verdad que todo
haya sido ya descubierto y realizado: las necesidades materiales y espirituales del hom-
bre están amenazadas también en nuestras Obras, cuando ciertas necesidades son
ignoradas, despreciadas o incluso manipuladas a nuestra conveniencia.
Para convencerse de que existen muchas necesidades no satisfechas en el campo de la
asistencia al enfermo de nuestro tiempo, basta recorrer la lista de las Asociaciones de
Voluntarios que pululan en todo el mundo. Ellas se ocupan de los minusválidos,
cardiopáticos, drogadictos, alcoholizados, de los enfermos de cáncer, de los
espasmódicos, de los diabéticos, de los afectados de laringotomía, de los psicóticos, de
los epilépticos y así sucesivamente. Es impresionante advertir el ingente número de
personas que se dedican con pasión y de modo gratuito a la satisfacción de necesidades
materiales, sanitarias, psicológicas que nuestro triunfante mundo de la Sanidad no logra
a veces ni siquiera rozar.
83. ¡A veces creemos haber agotado nuestra tarea, convencidos de que no existan
más necesidades que descubrir y satisfacer! ¡Cuánta suposición e ingenuidad en esta
actitud nuestra! El mundo del voluntariado, espléndida realidad de nuestro tiempo que
atestigua cuántas personas generosas trabajan fuera de las órdenes religiosas, nos de-
muestra que en nuestra sociedad llamada avanzada hay para nosotros tanto que hacer, en
los próximos años, fuera de nuestro mundo hospitalario. Quienes fundan estas
asociaciones de Voluntariado son frecuentemente personas que han vivido la
enfermedad en carne propia o en sus familiares; y después de haber comprendido que
las estructuras sociales y sanitarias no son capaces de sostener patologías tan llamativas
y tan poco gratificantes desde el punto de vista del prestigio profesional, han decidido
actuar por si mismos, consiguiendo una tal cadena de solidaridad que hace enrojecer de
vergüenza a alguno de nosotros, en cuanto a espíritu de entrega, de sacrificio, de
gratuidad. Mis queridos hermanos, estas personas cumplen una función de primerísimo
orden, son ejemplo también para nosotros y sobre todo están anticipando en la sociedad
del bienestar, a precio de enormes esfuerzos, las nuevas fronteras de la salud
84. El hombre del próximo futuro no podrá afrontar solo los desafíos e
incomodidades que 1levará consigo, paradójicamente, el progreso científico. ¡Este
progreso ha alargado la duración de nuestra vida y esto es muy positivo; pero no ha he-
cho mucho por la calidad de la vida del anciano, del enfermo crónico, del
incapacitado! Y es de prever que aumentarán cada vez más las variedades de patologías
crónicas y el malestar de los jóvenes que, frente a las seducciones de la sociedad del
consumo y del bienestar, buscan vías opuestas — droga, violencia, indiferencia para
afirmarse o para dar de algún modo un sentido a su existencia. Por consiguiente,
nosotros debemos buscar a este hombre de nuestro tiempo, estudiarlo, amarlo, es-
forzarnos en comprender las necesidades y sufrimientos y, sobre todo, las motivaciones
vitales. Nosotros que tenemos la tarea de restituir la salud, no podemos limitarnos a ser
simples reparadores de cuerpos.
Debemos seguir a este hombre que, una vez dejado el hospital, se encuentra a veces sin
trabajo, sin un apoyo, con muchos problemas también de orden psíquico. Debemos
tener para él una auténtica capacidad de comprensión, utilizando no sólo la tarjeta
clínica, sino también la ficha invisible del malestar emotivo de nuestro paciente hos-
pitalizado. El miedo que percibe el enfermo (de morir, de perder el trabajo, afectos y
vida de relación) es en muchos casos tremendo y nunca desapercibido. Al contrario,
nosotros devolvemos al mundo a un hombre herido e incomprendido, y esto ofende a
Dios, al hombre, a nuestra fe, a la caridad. Nuestra función de anticipación pasa a través
del reconocimiento de estas necesidades: cuántas iniciativas nuevas y meritorias pueden
nacer, con el resultado de eliminar la antigua escisión entre alma y cuerpo, entre
naturaleza y cultura, entre necesidad corporal y necesidad espiritual; una escisión que
por comodidad hemos hecho nosotros, la medicina llamada científica, el Hospital
transformado en oficina de reparación, separando lo que está íntimamente unido en la
persona humana.
85. En el Hospital, por consiguiente, se abre un campo inédito a nuestra actividad
futura, que requiere la implicación de muchas personas, incluido el mismo enfermo; una
actividad que compromete en mucha mayor medida nuestra profesionalidad y nuestra
humanidad Ya he tenido ocasión de decirlo, pero lo repito aquí aún con una profunda
convicción que quisiera comunicar a todos vosotros: el enfermo es nuestra Universidad
el que nos proporciona el trabajo, aquél que nos guía en nuestras opciones
profesionales. Debemos captar e interpretar sus mensajes, sus protestas, sus dramas, sus
exigencias. Escuchando al enfermo, podremos modificar radicalmente nuestro modo de
ser hombres y religiosos, nuestras estructuras y nuestros organismos. Quien de nosotros
estuviese tentado de abandonar nuestras Obras para dar testimonio de la buena nueva en
otras partes, queda invitado a permanecer aunque sólo sea media hora al día al lado de
un enfermo: cambiará pronto de idea. ¡También el hospital es tierra de misión, quizás
incluso más que el Tercer Mundo, donde hay miseria pero aún hay tanta humanidad!
86. Este ejercicio de escuchar a un enfermo al día os lo recomiendo a cada uno de
vosotros. Después de poco tiempo descubriréis que ser anticipadores, hoy, en nuestras
Obras significa saber escuchar al enfermo y actuar en consecuencia.
De la escucha brotarán proyectos de estudio, de investigación, de experimentación, de
cambio de nuestras viejas e inútiles costumbres.
Al principio esto podrá ser particularmente costoso para quien ha perdido la capacidad
de sintonizar la longitud de onda de los otros o ha levantado barreras protectoras que
impiden al enfermo abrirse a nosotros. Pero si tenemos el valor de continuar, los
resultados no se harán esperar. Mientras tanto, preparémonos a sacudir nuestro Yo in-
terior: si «sabemos enfermarnos» con el enfermo, nuestra Orden no sólo se renovará,
sino que irá mucho más allá del 2000.
Nuestra relación con la Iglesia
87. La Iglesia, finalmente, ha afirmado de modo concreto su interés por las Obras
hospitalarias de los religiosos, por medio de la institución de la Comisión Pontificia
para los problemas Sanitarios. Es un reconocimiento importante que sitúa nuestra
vocación y nuestra acción en el puesto justo. Por lo que nos afecta, debemos sentirnos
orgullosos por este acontecimiento y, a la vez, estimulados a compartir cada vez más la
misión de la Iglesia, es decir, la evangelización que está siempre en conexión con la
promoción humana.
88. Debemos encontrar en ello motivos de impulso para el crecimiento de
nuestra fe, para la práctica evangélica en nuestra vida cotidiana y para una presencia
más incisiva en el mundo eclesial. Es decir, se trata, no sólo de saber hacer sino tam-
bién de hacer saber a la Iglesia lo que nosotros estamos realizando y pretendemos
realizar para el bienestar del hombre y su alma. Quizás, alguna vez nos acompaña aún
un antiguo sentimiento de inferioridad, una actitud de modestia que, sin embargo, no
tiene sentido: nosotros somos, a pleno titulo, testigos y agentes concretos de aquel men-
saje evangélico que la parábola del buen Samaritano resume de modo tan significativo.
Nuestra búsqueda, nuestro actualizarnos, nuestros proyectos para el futuro no pueden
permanecer sólo en el ámbito de nuestras casas, sino que deben llegar también para
obtener respuestas y confirmaciones, a todos los hombres de Iglesia, clero y
comunidades eclesiales.
89. La Iglesia tiene necesidad de nosotros como nosotros tenemos necesidad
de Ella, y esto será cada vez más cierto en los próximos años. Es indispensable la
comunicación dentro de la Iglesia. Nuestra vocación y el carisma de nuestra Orden, en
su identidad y en sus programas, deben estar bien presentes en el mundo de los
creyentes, convertirse para ellos en un estímulo y un modelo, un camino para realizar la
común vocación bautismal a la santidad. Las beatificaciones de fray Ricardo Pampuri
(1981) y del Padre Benito Menni (1984) nos confirman todo esto; también nuestro
carisma forma parte del patrimonio de la Iglesia.
Contribuyamos, pues, a crear una verdadera Comunidad eclesial, manifestando el
significado profundo de nuestras actividades y haciéndonos conocer por lo que somos.
Los creyentes, sobre todo los jóvenes, deben comprender que nuestra actividad es
meritoria no sólo a los ojos del mundo, sino también y sobre todo a los ojos de Dios;
esto puede lograr que hombres valientes elijan unirse a nosotros y a nuestra Orden para
continuar dando testimonio de la sacralidad del hombre necesitado.
90. En estos últimos años se ha notado un confortante despertar de vocaciones; esto
debe
comprometernos aún más y responsabilizarnos hacia una mayor y mejor divulgación, en
el mundo de la Iglesia y de los creyentes, de nuestra imagen y de nuestra actividad.
Abramos las puertas de nuestra casa, utilizando los medios más apropiados, para que la
Orden de S. Juan de Dios muestre al mundo toda su carga actual y moderna de amor al
prójimo.
V
LA COMPRENSION DE LAS NUEVAS
CATEGORIAS DE NECESITADOS
En el espíritu de las nuevas Constituciones
91. En esta parte trataré de ilustrar, acudiendo a la tradición de S. Juan de Dios, a
los signos de los tiempos y a las Nuevas Constituciones, las categorías de los nuevos
necesitados para una búsqueda que comprometa a las Comunidades y a las Provincias a
una constante revisión de nuestro proceder, confrontado con la evolución de los proble-
mas y de las situaciones particulares, como nos invitan a hacer las Novísimas
Constituciones. Ciertamente no podemos agotar las respuestas indicando el camino
verdaderamente difícil de la rotura de las costumbres y del cambio de las funciones
profesionales.
Es necesario proponer la alternativa de una auténtica experiencia religiosa en defensa de
los valores humanos como modelo y orientación de nuestras Obras. Además, es
oportuno ampliar nuestro concepto de necesitado proyectándonos en nuestro tiempo y
sus problemas.
Ya en los capítulos precedentes, este concepto ha sido redefinido para evitar los peligros
de confusión; el espíritu en necesidad — se ha dicho — se encuentra en todas partes,
también en el hombre de apariencia poderosa y rico en medios materiales. La
humanidad es ofendida de diversas formas.
Increíblemente, como monstruo invencible, el mal se transforma con diversos
semblantes, se presenta en las más variadas situaciones aun cuando parece casi
derrotado. Está en nosotros el identificar las nuevas necesidades del enfermo y, sobre
todo, las nuevas categorías de necesitados.
92. En ciertas regiones de la tierra aún encontramos, como en los tiempos de S.
Juan de Dios, enfermos y pobres inermes, expuestos crudamente a la intemperie, sin
atención, por las calles de la ciudad; pero en otras áreas estas situaciones de dolor han
desaparecido casi totalmente: en los países económicamente avanzados el mal no se
manifiesta de modo tan evidente; es más engañoso, ligado a veces a las ideologías y
modas culturales. Ahí existe, por consiguiente, la necesidad de un juicio sagaz y una
atenta revisión de actitudes que no se resuelvan en pura y simple imitación, sino que
estén constantemente referidas a los valores morales. Es tarea de nuestras comunidades
afrontar seriamente estos problemas; nuestras Provincias deben identificar, en su
territorio, las nuevas situaciones de necesidad y diversificar las intervenciones, con los
medios terapéuticos oportunos. En las páginas siguientes tocaremos algunos temas fun-
damentales de la experiencia terrena del hombre: de modo particular la vejez y la
muerte, momentos de la existencia que hoy van asumiendo valencias diversas y han
sido redefinidos cultural y socialmente. Trataremos también de ilustrar mayormente con
ejemplos el tema de las «nuevas categorías» de necesitados, entendiendo con este tér-
mino no sólo el pobre y el enfermo, sino cualquiera que lucha por recuperar su identidad
de persona.
El planeta de los jóvenes
93. Una casuística muy variada y abundante, que confirma una vez más una
realidad: el hombre necesitado, sin asistencia, existe todavía y se presenta, bajo diversos
aspectos, en todas las sociedades contemporáneas. En su amplia gama advertimos hoy
la triste y cada vez más sólida presencia de los jóvenes. No podemos permanecer
indiferentes frente a tantísimos drogadictos, enfermos en el alma, golpeados en la edad
más vulnerable y más ingenua. Frente a ellos resulta imperativa una respuesta nuestra
que recoja el desafío del mal, aun superando la normal estructura de nuestros centros de
atención, organizando ayudas terapéuticas de nueva concepción capaces de afrontar y
combatir con intervenciones eficaces, reduciéndola, la progresión del fenómeno.
Si observamos más atentamente, los podremos ver, a estos nuevos necesitados, como
los veía S. Juan de Dios por las calles de Granada: hoy son los ancianos, los
drogadictos, los hombres espiritualmente frágiles.
San Juan de Dios dio ejemplo, indicó el camino a seguir cuando aún pocos entendían:
confortó a los pobres, a los marginados de todo tipo, llevó alivio a los enfermos sin
ninguna distinción. Su ejemplo, hoy como ayer, está cargado de frutos por todas partes:
su intuición se ha traducido en realidad concreta, en una verdadera conquista civil.
A nosotros, enriquecidos por su enseñanza, nos corresponde imitarlo no sólo
recorriendo el camino ya conocido, sino sobre todo interpretando su perenne novedad:
buscar al necesitado allí donde se encuentre, incluso en los edificios de la gran ciudad,
confortarlo, ayudarlo, respetarlo en el contexto de nuestros tiempos. En este sentido
entendemos hoy la tarea fundamental, en continuidad con nuestra tradición carismática,
sabiendo discernir entre los aspectos contingentes y los valores inmutables.
94. He hablado de continuidad: pero ella no reside en el mantenimiento de
funciones, sino en el ejercer verdaderamente nuestro carisma, en el identificar los
nuevos campos en los que intervenir con renovado impulso.
La diversidad de nuestros tiempos, si por un lado nos aconseja adecuarnos a los nuevos
métodos y al uso de aquellos instrumentos que la inteligencia humana ha sabido ofrecer
para rescatar al hombre de las miserias y males de la vida, por otra, sobre todo, nos
impone redescubrir en su frescura el mensaje imperecedero del Evangelio y el de S.
Juan de Dios, que ha sabido ser un intérprete formidable de las necesidades de su época.
Aún más: una continuidad que no es conservación del «status quo», sino atención a lo
esencial más allá de las modas efímeras y los lugares comunes, que se propone como
valor innovador, verdaderamente revolucionario en una sociedad que recompensa la
masificación, el consumo, el éxito, la
eficiencia productiva y el poder, olvidando al hombre en su irreductible individualidad y
soledad tal como se manifiesta problemáticamente en la dimensión de la enfermedad.
95. Finalmente, debemos recordar que una auténtica misión de guía
espiritual no se agota en el ámbito de nuestras estructuras, sino que se extiende en un
radio más amplio alimentado por el eco que suscitan nuestras acciones, que se presentan
como modelos de intervención auténticamente humanos, innovadores, expresión de una
cultura «del hombre» y «para el hombre». No de otro modo en su tiempo San Juan de
Dios, con su humilde magisterio, reclamó la atención del soberano, al que convenció de
tal modo con su ejemplo que financió la construcción de nuevos hospicios para los
pobres en una dimensión completamente diversa del pasado.
VI
LA BUSQUEDA COMO MOMENTO DE
RENOVACION DE NUESTRA HOSPITALIDAD
El ejemplo del Fundador
96. Corría el año 1495. Hacía poco que Cristóbal Colón había visitado algunas
islas del continente americano. Aún no se podían prever las grandiosas consecuencias
culturales y humanas de aquellos descubrimientos, porque ni siquiera Colón sabía,
cuando emprendió su viaje, que no había alcanzado el Oriente, sino que había encon-
trado en su ruta, inesperadamente, tierras desconocidas, un desconocido y grandioso
continente. El, sin embargo, deseaba ampliar los conocimientos, probar nuevos
caminos, que sustituyeran o flanquearan los viejos.
Colón, partícipe de aquel espíritu de búsqueda y de aventura tan frecuente en los
talentos de la civilización humanística, que creían firmemente en la centralidad del
hombre y entendían la inteligencia como don divino para conocer, comprender y
gobernar la naturaleza circundante, se dejó guiar por este espíritu de búsqueda y,
confiándose a la protección de Dios, se atrevió a desafiar el Océano desconocido. No
fue un temerario irresponsable. Antes de afrontar los peligros de la navegación en alta
mar había estudiado, analizado, discutido y sufrido su proyecto.
97. Pues bien, en aquel año de 1495 mientras Europa aún se asombraba de las
narraciones maravillosas de los navegantes, Juan Ciudad nacía en la provincia de Evora,
en Portugal, en una localidad no muy distante del puerto de donde había zarpado Colón.
Juan, impulsado por la inquietud interior y por la sed de aventura, recorrió diversos
lugares, hasta que viendo cómo eran tratados los enfermos, sobre todo los mentales, y
los pobres enfermos abandonados a lo largo de las entradas de las calles de la ciudad,
intuyó el camino a seguir y se atrevió a dedicarse con todas sus fuerzas a la construcción
de un hospicio para ayudarlos, pero con otros métodos y espíritu bien distintos a los
comunes de su tiempo.
Y cuando, saliendo de la Catedral de Granada, vio en la calle Lucena un edificio
apropiado a sus exigencias, no dudó en seguir la voz del corazón poniendo en práctica el
plan por largo tiempo meditado, aun consciente de los limitados medios de que
disponía. Era el año 1537. El, en aquel momento, ni siquiera pensaba que su gesto de
caridad, de entrega a la causa de la humanidad doliente — un gesto que en aquel
momento podía parecer temerario, aislado e insostenible económicamente, impulsaría a
los espíritus más generosos a ayudarlo en las fatigas cotidianas y a compartir su pasión
de caridad; él tampoco sabía que su ejemplo sería recogido y perpetuado por tantos
seres generosos que gastarían la vida para mantener vivo el mismo espíritu de caridad
cristiana.
98. Juan de Dios se atrevió a pensar y proyectar. Inventó de la nada — si
nos referimos a los criterios de asistencia a los enfermos usados en aquellos tiempos —
su modelo, subdividiendo de modo racional los locales, distinguiendo grupos de
enfermedades por departamentos, diversificando las terapias, transformando también, y
sobre todo espiritualmente, el acercamiento a los enfermos. San Juan de Dios, sin
embargo, no improvisaba sin lógica: traducía a la práctica la lección del Evangelio, sus
experiencias interiores de conversión y su meditación religiosa, que le hacía intuir la
ruta luminosa que señalaría a los demás. Así nuestra Orden ha llevado aquel modelo de
espiritualidad a tantos países del mundo.
Viaje de búsqueda
99. Si he acercado a Juan de Dios a Colón, ha sido no para compararlo, sino más
bien para presentarlos a la luz de la metáfora. Frecuentemente las metáforas son más
útiles que el microscopio para ver lo infinitamente pequeño, y más potentes que el
telescopio para observar los astros. Ellas, más que los razonamientos mentales, pueden
estimular nuestra fantasía y nuestro espíritu, ayudándonos a ver de modo diverso lo que
quizá ya está frente a nosotros, pero que no logramos enfocar. Por esto quisiera
profundizar algunos conceptos.
El viaje de búsqueda no es un motivo nuevo para nosotros los cristianos. Es, al
contrario, una exigencia vinal. No podemos continuar recorriendo caminos ya trillados,
a veces insatisfactorios, tortuosos; caminos que, si en el pasado han tenido el valor de
intuiciones pioneras, hoy aparecen unívocos y limitantes.
La inercia es enemiga de la fe. Cristo se encarnó para revelarnos el camino del Reino de
los Cielos, en el que quiso precedernos con Su ejemplo y Su muerte redentora.
¿Podemos nosotros religiosos permanecer anclados en nuestros tranquilos puertos,
temerosos de emprender un nuevo viaje hacia el hombre, cuando nuestra misma
existencia es un viaje, atormentado y fatigoso, hacia la salvación? Nuestro deber es
buscar al hombre, al necesitado.
100. No encontraremos en nuestra ruta continentes desconocidos; San Juan de
Dios ya señaló a la conciencia individual y social el universo de los pobres y su
humanidad ofendida.
Durante nuestra navegación descubriremos casi con certeza otras almas atormentadas
por nuevas formas de necesidad.
Hoy los Estados civiles reconocen el derecho insuprimible de todo individuo a la salud;
la enfermedad no es sólo un malestar personal, sino un hecho social colectivo del que se
hace cargo el Estado garantizando también a los pobres la asistencia necesaria.
Cuando San Juan de Dios inicié su empresa con la temeridad de los justos, las cosas no
sucedían de este modo. Pero él había asimilado bien la lección evangélica, y de ella
arrancó el proyecto de rescate del que sufre marginado. Un proyecto que, a lo largo de
los siglos, encontraría solidaria a toda la Iglesia.
101. Nuestro Santo Padre, Juan Pablo II, en el discurso de clausura del Sínodo,
recordó efectivamente que la Iglesia desea con todas sus fuerzas servir a la humanidad,
a fin de que la vida del hombre sea cada vez más digna, y desea también defender los
derechos inalienables de la persona, fiel al Espíritu Santo engendrador de vida y a la
enseñanza de Jesucristo, que se sacrificó por nosotros para persuadirnos a buscar en el
bien y en el amor la verdadera vida, revolucionando la jerarquía de valores.
Debemos recoger esta invitación apremiante a trabajar al servicio de la humanidad,
luchando para asegurar el respeto del hombre y rechazando — o revolucionando donde
sea posible — ciertos modelos culturales que no tienen en cuenta la auténtica dignidad
humana.
102. Todo cristiano, todo religioso debe ser como un pionero en camino
hacia la Tierra Prometida. Debemos, por consiguiente, comportarnos como intrépidos
navegantes que creen posible llegar a la comunicación con las almas, y por esto no se
cansan de rastrear el alma humana, de revelar su grandeza, de conocer susnecesidades
para aliviarlas. Estas son nuestras metas.
En la primera parte del documento se han especificado algunas funciones particulares de
nuestro ministerio. En primer lugar la de testigos, luego la de guía moral y
de conciencia crítica, finalmente la función de anticipadores. Sucesivamente he
llamado vuestra atención sobre la necesidad de comprender las nuevas clases de
necesitados, mientras en el apéndice he indicado algunas de estas clases, que forman
parte del Océano que es el «hombre que sufre». Pero para dar claridad de motivos y
eficacia concreta a nuestras intervenciones es necesario que nos encaminemos hacia
una auténtica búsqueda religiosa, profesional, humana, individual y colectiva. Ayudado
sobre todo por las Constituciones, me he esforzado en infundiros y alimentar a través de
este documento precisamente este espíritu de búsqueda, para realizarlo y potenciarlo en
todas las comunidades.
Al paso con los tiempos
103. Me excusaréis si insisto sobre el tema, pero me parece necesario: no
permanezcamos insensibles a los progresos del conocimiento médico; y por ejemplares
que sean el empeño y el espíritu de solidaridad de nuestros hermanos, corremos el riesgo
de encontrarnos faltos de preparación cultural, profesional y espiritualmente frente a las
exigencias del Hombre y de la Iglesia de nuestro Tiempo, frente a las instancias de la
tecnología avanzada que tocan de cerca las posibilidades de supervivencia y desarrollo
de nuestra Orden.
104. Nosotros estamos llamados a trabajar sobre esta tierra por nuestra salud-
salvación y la del
enfermo. Nuestra fe y nuestra conciencia de religiosos deben impulsarnos a intervenir
en todas aquellas situaciones en las que, a causa de perezas, costumbres, incultura y
escasas relaciones, la salud y la salvación del enfermo (y, por consiguiente, también
nuestra) están en peligro.
Todo esto nos obliga a escuchar, a comprender, a tratar de aprender, a coordinar, a
prevenir, a reflexionar en último análisis, siempre abiertos y prontos a poner en
discusión nuestras actitudes. Sin dejarnos arrastrar por el desaliento si — por ejemplo
— en algunas Provincias los hermanos disminuyen o si los colaboradores están mejor
preparados que nosotros. De nuestra crisis podemos obtener un fruto mayor porque
nuestros esfuerzos, en vez de agotarse en intervenciones particulares y limitadas,
tendrán una amplitud mayor, insertándose en un programa de trabajo mucho más amplio
y constructivo.
105. Seguramente hace falta energía y sacrificio, pero nosotros, queridos
hermanos, hemos elegido precisamente servir a Dios y al hombre, con paciencia y
devoción, cuando decidimos entrar en la Orden.
La cerrada dimensión de especialistas no es para nosotros, aun cuando podría aparecer
gratificante a primera vista e inmediatamente válida y operante; acabaría por
encerrarnos en una jaula, impidiéndonos la visión de los hechos en su dimensión es-
piritual y universal, arideciéndonos con una técnica llevada a la exasperación. Por lo
demás, si decidiéramos seguir este camino, dispersaríamos energías, robaríamos un
tiempo precioso a nuestro trabajo perdiéndonos en el laberinto de conocimientos
técnicos particularmente sofisticados. Nosotros no podemos limitarnos al papel de
técnicos adscritos a máquinas y monitor; no es para esto para lo que hemos emitido los
votos. En estas funciones — lo repito una vez más — pueden actuar mejor que nosotros
y con mayor eficacia nuestros colaboradores laicos. No nos privemos, pues, de un
tiempo precioso que podemos dedicar a la salvación de las almas y a la salud del
hombre. Nuestro bagaje de conocimientos se orienta a un ámbito mucho más amplio,
para orientar nuestra acción hacia un plan de conjunto en el que prevalezca una cultura
de dimensión humana, dirigida a la salvación espiritual, a la recuperación de la armonía
psicofísica y del bienestar, como testimonio del servicio humilde y desinteresado hacia
el necesitado.
106. De este modo, abiertos al mundo, intelectualmente curiosos, atentos a los
cambios, fuertes en la fe y generosos en el esfuerzo, como religiosos individualmente y
como comunidad continuaremos el carisma de nuestra tradición adecuando nuestra
acción a las nuevas necesidades humanas.
APENDICE
INTRODUCCION
En la parte que sigue, he pensado descender a lo concreto, especificando tres clases de
necesitados de nuestro tiempo, entre los cuales podemos poner a prueba nuestra
«madera» de religiosos en las funciones de testigos, de guías morales, de conciencia
crítica y de anticipadores. Ciertamente, hubiera podido ampliar el abanico de las
situaciones, pero comprendéis lo que quiero decir. Más aún, estoy abierto a toda
sugerencia o integración, a la aportación de experiencias nuevas y singulares que cada
Provincia o cada Comunidad pueda ya haber afrontado en esta misma óptica. Lo que me
interesaba era comunicaros el espíritu que ha dictado estas páginas, y que se inspira en
las nuevas Constituciones, es decir, en el texto sobre el que he reflexionado y orado
largamente antes de ponerme a trabajar.
El anciano, el moribundo, el drogado: tres grupos de personas humanas que se resienten
más que otras de la marginación, de la soledad y del abandono. En un mundo donde
sólo cuenta producir y consumir, el que no es joven ni está sano pierde totalmente en
relieve social. He aquí, pues, un campo en el que — con la indiferencia y el abandono
de los que frecuentemente son responsables las instancias políticas — el mensaje y el
testimonio de los modernos samaritanos (y nosotros estamos y queremos estar entre
ellos, como auténticos seguidores de Cristo y de Juan de Dios) pueden realmente
«salvar» al hombre y devolverle serenidad y confianza. Son las nuevas fronteras de
nuestro apostolado, los «signos de los tiempos» que deben guiar a la orden Hospitalaria
en la construcción del propio futuro estable.
I
LA VEJEZ
Un fenómeno en explosión
Una de las nuevas realidades de nuestro tiempo está representada por el envejecimiento
de la población, tanto más acentuado cuanto más participa el hombre de los enormes
beneficios del progreso económico, social, cultural y sanitario. El fenómeno no se
manifiesta solamente en el aumento de la duración media de la vida, sino también en el
porcentaje absoluto de ancianos en la sociedad: la contracción de los nacimientos,
modificando las relaciones, determina efectivamente un aumento relativo de los
ancianos
En el reciente encuentro de «Milán Medicina» se propusieron como hipótesis algunas
cifras para el Dos mil: en Italia — por ejemplo — tendremos 131 ancianos por cada 100
niños. Nos encontramos, por consiguiente, frente a una verdadera explosión
demográfica de la «tercera edad», si se piensa que al comienzo del siglo en Italia había
apenas 28 mayores de sesenta años por cada 100 niños. La situación se manifiesta
idéntica en todos los Estados tecnológicamente desarrollados.
La ciencia, que se había propuesto la gran tarea de ayudar a la humanidad a vivir más,
ahora se ha fijado la meta de vivir mejor la época de la vejez.
El problema del anciano, por consiguiente, frente a estas cifras, asume en la sociedad
actual un relieve incluso cuantitativo Hasta ahora las sociedades occidentales se habían
interrogado, sobre todo, por el peso económico de millones de pensionistas, lo que ha
provocado revisiones y dudas sobre el concepto de estado asistencial. Ahora parece que,
de improviso, los científicos y la «explosión demográfica» han suscitado una mayor
atención sobre este problema, cogiendo casi de sorpresa a los interesados y a los
responsables.
La cultura del «juvenilísimo»
La cultura de nuestro tiempo no está muy preparada para afrontar este fenómeno. En
efecto, si observamos los comportamientos de los estados nacionales, nos encontramos
con una inversión elevada en escuelas maternas, escuelas, universidades, es decir, una
inversión dirigida a los jóvenes, mientras que se verifica una brusca caída de la atención
pública hacia la misma persona cuando llega a una cierta edad. Naturalmente, esto
dentro de ciertos límites, en cuanto que los políticos de nuestros países se han esforzado
en organizar algo para los ancianos, sobre todo para aquellos que se encuentran en la
soledad y marginados. Este algo se mueve en dos direcciones: asistiendo a los más
pobres de entre ellos en centros especializados, que frecuentemente son la antecámara
del cementerio, y tratando de implicarles en algunas actividades que les mantengan en
contacto con los jóvenes.
Sin embargo, no podemos ignorar, con ojo critico hacia los modelos culturales de
nuestra época, que muy frecuentemente estas intervenciones son parciales o se resienten
de la mentalidad dominante, la así llamada «young culture», centrada en el
‘juvenilismo’, en la eficiencia física y en el hedonismo, a expensas de otros valores.
El modelo paradigmático está constituido por el individuo joven: y juventud significa
belleza, salud, vitalidad, eficiencia. Estas parecen ser las categorías para juzgar la vida
digna o no digna del hombre, los parámetros de la ‘vivibilidad’ de la existencia. El
hombre joven, por consiguiente, en
plenitud de la posibilidad psicofísica y productiva, representa el hombre «tout court».
Este modelo explica tantas cosas. Por ejemplo, la moda según la cual tantos
voluntariosos animadores sociales inducen a muchos mayores de sesenta años a hacer
piernas en bailes o a practicar «jooging» y «footing» con la seguridad de cumplir una
obra noble y apreciable. Pero ésta es solamente una respuesta parcial y, por añadidura,
con aspectos insidiosos, en cuanto que el anciano situado en esta posición es impulsado
a rechazar su edad y a recuperar la juvenilidad perdida, con la esperanza de ser
aceptado.
La sociedad puede también aceptar al viejo, pero a condición de que haga el joven, que
imite una edad que ya no tiene. Qué tristeza frente a estas situaciones, que constituyen
una barbaridad agradable, no justificable tampoco por un presunto amor a la juventud.
Es una barbaridad porque se limita una vez más a la vida en su integridad, se la divide
en épocas, reduciéndola, forzando a quien no tiene la «fortuna» de ser joven a asumir
actitudes incoherentes con la propia edad psico-física, que hacen incongruente y por
esto ridícula a la persona misma. Este tipo de actitud puede generar procesos
patológicos de rechazo de la propia edad, del propio aspecto y de la propia función, así
como de sufrimientos psíquicos, puesto que se rompe la unidad cuerpo-espíritu, el
tiempo cronológico y el tiempo psicofísico de nuestro Yo profundo. Este proceso
colectivo de desprendimiento cultural de la vejez recuerda aquél otro análogo de la
muerte.
Sobre la mujer, sobre el hombre, sobre el niño y el adolescente existe una abundante
literatura; sobre la vejez nos encontramos frente a otro tabú de la sociedad civil de hoy,
según el cual la vejez coincide con el preludio de la muerte, con la edad gris, con el afán
y el dolor, el hundimiento físico la marginación de las alegrías de la vida.¡Cuántos
jóvenes dicen superficialmente que no desean llegar a viejos! Y esto porque se imaginan
la vejez como parálisis física, sufrimiento, angustias, limitaciones, arteriosclerosis,
artrosis y cuantas cosas parecidas se ocurran.
El lenguaje refleja estas resistencias psíquicas: «los menos jóvenes», la «tercera edad»,
la «cuarta edad», son términos que casi siempre sustituyen a «viejo», «vejez»,
«ancianos». Como si este nominalismo, como si las palabras pudiesen cambiar la
esencia de las cosas. «¡La vejez no existe, es sólo psíquica!» exclaman los defensores
del ‘juvenilismo’.
La sociedad, por consiguiente, frente a este problema se comporta de modo hipócrita.
Los economistas discuten sobre la carga social de los «no activos» (todavía el
nominalismo, con connotaciones económico-productivas). Pero nos preguntamos: y los
«activos», manteniendo a los «no activos» ¿no aseguran también para sí mismos una
«tercera edad» mejor?
Enfatizar la edad juvenil puede ser también operación fácil cuando ya no se es joven:
este énfasis esconde la voluntad de no recordar que también la juventud tiene sus
problemas. La visión de la edad de oro contrapuesta a la edad gris revela plenamente su
infidelidad a la realidad y sus limites. El hombre, una vez más, angustiado por la
muerte, por la falta de una cultura global de la vida, y por consigue de la muerte, trata
de superarla, de exorcizarla, de alejarla, recurriendo a la fábula de la maravillosa edad
juvenil, en una especie de evasión colectiva y fantástica de la realidad, recreando el mito
de una moderna Arcadia. Esta dimensión cultural carga de injustas y exasperadas
expectativas, que inevitablemente conducen a dramáticas desilusiones, la vida de los
jóvenes, haciéndola todavía más injusta hacia el anciano, porque lo mortifica y no le
permite envejecer.
Dimensión existencial de la vejez
Como todas las situaciones humanas, la vejez tiene una dimensión existencial: modifica
la relación del individuo con el tiempo y, por consiguiente, su relación con el mundo y
con la propia historia; pero si esta situación esculpabilizada y negada socialmente,
sucede que la relación se parte produciendo efectos perversos que llegan hasta la ne-
gación de sí. En otras palabras: si la vejez biológica es un factor que no puede ser
condicionado ni por la historia ni por la sociedad, el destino y la situación individual del
viejo son, en cambio, un hecho social y histórico, por lo tanto determinado por la
cultura humana. Más aún, los datos fisiológicos y psicológicos se pueden influenciar
recíprocamente determinando fenómenos psicosomáticos.
El anciano es objeto de manipulación social también con la sugestión publicitaria, que
manteniéndolo dentro del circuito producción-consumo, lo modela como consumidor de
ilusiones juveniles y estéticas.
Algún estudioso ha querido comparar la vejez a una enfermedad y, partiendo de esta
hipótesis, ha creado una geriatría físico-reconstructiva. Pero he aquí que siempre y sea
como fuere nos encontramos ante un error: vejez no es enfermedad, es decir, hecho
accidental, sino ley de la evolución física, así como reconstrucción del físico reclama la
ilusión de la juventud. Ciertamente, el mejoramiento del tono físico del anciano influye
positivamente en su ‘psiche’, crea un mayor bienestar y retarda la aparición de algunos
procesos degenerativos óseos. Pero a lo que debemos oponernos no es a la terapia física
sino a los modelos subyacentes de tipo estético, no moral.
Fue Hipócrates el primero en comparar las etapas de la vida humana a la sucesión de las
estaciones de la naturaleza. Esta referencia nos hace comprender mejor el tipo de
negación y desprendimiento operado por el modelo cultural que hemos analizado: es
como si un árbo1 debiese aparentar no entrar en la exfoliación invernal, cubriéndose de
hojas simuladas, tomadas en préstamo... Se da la ilusión de inhibir el «proceso de
crecimiento», de evolución biológica, de modo artificial e indigno, poniendo en marcha
un mecanismo de rechazo que termina procurando mayores sufrimientos sí
mutilaciones, estructurando una personalidad patológica, en crisis de valores y sin
conciencia de sí.
Una vez el viejo era sabio
Conocía cosas que frecuentemente resultaban indispensables para la vida y la
supervivencia; poseía un saber que era transmitido a las sucesivas generaciones. En
África, aún hoy, cuando muere un viejo, los supervivientes exclaman: «¡Hoy se ha ce-
rrado un libro!». En otro tiempo el viejo gozaba de gran respeto y era incluso quien, por
esto, como observa el historiador P. Laslett, «exageraba la propia edad».
Pero era en un contexto social diverso. Como observa el historiador Cipolla, «Una
sociedad industrial está caracterizada por el continuo y rápido progreso tecnológico. En
esta sociedad las instalaciones se vuelven rápidamente anticuadas y los hombres no
escapan a la regla. El agricultor podía vivir aprovechando las pocas nociones aprendidas
en la adolescencia. El hombre de la era industrial está sometido a un continuo esfuerzo
de actualización y aún así queda superado inexorablemente. El viejo en la sociedad
agrícola es el sabio; en la sociedad industrial es un despojo. Se comprende entonces por
qué hoy muchos viejos terminan la vida sin función alguna y paradójicamente, como si
se hubiera realizado una ‘némesis’, se da la venganza de lo antiguo sobre lo nuevo:
pierde su función en la sociedad quien ha gozado del privilegio de producir y vivir en la
sociedad industrial, mientras quien, como los artesanos y agricultores, ha vivido en
actividades autónomas, conserva a diversos niveles (mental, familiar y social) una mejor
capacidad de tener una función también en la vejez.
Es otro hecho paradójico de nuestra sociedad tecnológica: «peso» social y porcentaje
más alto de ancianos crean contradicciones, a lo que se añade la incertidumbre sobre la
identidad y las funciones.
¿No os parece, queridos hermanos, que en esta tan decantada edad tecnológica no es oro
todo lo que reluce? ¿Que tiene razón no quien sabe utilizar los descubrimientos
técnicos, sino quien comprende la cultura del hombre integral, para el arco completo de
la existencia humana, con sus necesidades materiales, culturales y espirituales?
Cultura humanista y fe religiosa
La cultura dominante facilita la marginación porque es una cultura incompleta, parcial,
reductiva. Para salir indemnes de la trampa del mito tecnológico sirven de ayuda una
cultura humanística y la fe religiosa. La primera, con el apoyo de todas las ciencias,
denuncia lo ilusorio de pensar poder salvar el universo hombre. La segunda, la fe en
Dios, hace volver a la dignidad del hombre, a su sacralidad en todo tiempo y en todo
lugar. Sacralidad que viene sancionada por la esperanza de la resurrección:
efectivamente «El Resucitado ha liberado al hombre de las tres fuerzas antidivinas: el
pecado, la ley, la muerte…creer en la Resurrección de Cristo es afirmación de la vida
sobre la muerte, del Espíritu sobre la ley, de la Gracia que es verdad, belleza y amor,
sobre el pecado que es cerrazón, mezquindad, fealdad... vivimos sin miedo» (Vannucci).
La cultura humanista y la fe asignan al hombre una función en todo momento,
considerándolo capaz de ser él mismo: en toda época o etapa de la existencia, incluso
después de la muerte física. ¿Cómo podemos nosotros, religiosos hospitalarios,
responder de modo concreto a estos problemas, después de haber indagado las razones
de esta nueva forma de marginación?
Ciertamente no podemos pensar en cambiar totalmente la sociedad. La respuesta, muy
simple, está ya implícita en las precedentes consideraciones. La vejez presenta tres
aspectos distintos y relacionados entre ellos: aspectos biológicos, psicológicos y
sociales.
En el campo biológico hay interesantes intervenciones que realizar: desde la gimnasia
educativa, preventiva y reeducativa, hasta la cura especializada de las enfermedades y
fenómenos típicos de la edad; intervenciones que requieren colaboración y ayuda de
expertos cualificados en diversos sectores. Sin embargo, sabemos que ni siquiera ellos
son capaces de devolver completamente la salud, porque no existe la posibilidad de
alterar el hecho biológico y, por consiguiente, el destino del individuo hacia la vejez.
Ciertamente un campo de acción menos espectacular respecto al proclamado triunfo de
la medicina o de los inventos terapéuticos, pero que permite una cura más eficaz del
anciano, es el psicológico y social, centrado en la deshabituación a los modelos
introyectados por la cultura dominante.
En otras palabras, todos nosotros juntos, Hermanos de San Juan de Dios y laicos,
debemos buscar respuestas adecuadas, soluciones aptas para devolver un sentido a la
vejez, una identidad y una función al anciano. Si éste es el fin al que debemos
orientarnos, debemos concentrar la atención sobre los modos y los medios para
alcanzarlo.
Ante todo, es necesario identificar la necesidad del enfermo, remontarse a las causas y
encontrar las terapias adecuadas, que garanticen una existencia integral, según el
sistema de valores inspirados en el Cristianismo. No podemos permitir que nuestros
Centros se conviertan en estacionamientos para ancianos desadaptados.
Estar a la altura de la tarea
Para estar a la altura de la tarea se necesitan dos elementos fundamentales.
En primer lugar, el Hermano de San Juan de Dios debe asimilar una cultura de la
vida, reafirmar decididamente la propia visión religiosa de la existencia. En segundo
lugar, debe preocuparse de escuchar pacientemente al anciano, entrar en contacto con él,
día tras día, sin prejuicios.
El intercambio recíproco de informaciones, favorecido por esta experiencia cotidiana
con el enfermo, hará más constructiva la relación con los expertos laicos de las diversas
disciplinas. Además, no debemos temer afrontar nuevos conocimientos, incluso
mediante la lectura, para poder comprender mejor los delicados y complejos
mecanismos psicológicos del anciano.
A este propósito, liberémonos del complejo del humilde Hermano de San Juan de Dios
que se pone a prueba en un encuentro desigual con la cultura contemporánea. Un
religioso nuestro armado de caridad de fe, de humildad,desarrolla un servicio precioso
de amor, dejándose guiar por el corazón y por su cultura religiosa. En este viaje hacia
nuevas tierras, es cierto, no conoce con certeza las aguas en que le tocará navegar, ni los
obstáculos que encontrará. Sin embargo, dispone de los instrumentos para no perder la
orientación. Sabe que no puede combatir la vejez en su proceso físico, biológico; pero
puede actuar eficazmente en el terreno psíquico, mediante aquellas pequeñas atenciones
que hacen al sujeto sentirse a gusto, favoreciendo en él la serena aceptación de su
estado.
Depende mucho de nosotros el que nuestros huéspedes vivan su condición en paz
consigo mismos y con los otros, y no como una prisión encubierta.
Un auténtico bienestar, que puede incluso hacer pasar a segundo plano los achaques
dolorosos de la vejez, pasa a través de la recuperación del sentido de la propia edad.
En los ancianos la caída de la moral puede provocar un brusco declinar. Es también éste
un fenómeno psico-somático.
A pesar de la madurez alcanzada, la “psique” de los ancianos se revela muy frágil;
puede bastar una desilusión, un cambio de costumbres, una disminución de ciertas
funciones para provocar un trauma que origina el declinar físico. A veces, y conviene
recordarlo siempre, el trauma se origina precisamente en el paso a la vida en hospital, en
el hospicio o en la clínica: son momentos vividos frecuentemente por los ancianos como
el final real de su vitalidad, como la desaparición de la dimensión social, es decir, como
el inicio del declinar definitivo, preludio de muerte inminente. Estas caídas de moral
crean una indiferencia y una apatía que han de ser combatidas.
Si nosotros, seres mortales, no podemos alterar la fisiología humana, ni ilusionarnos de
que existan recetas milagrosas, podemos, sin embargo, recurrir a las disciplinas
psicológicas para interpretar las debilidades y las exigencias de los ancianos, para darles
respuestas satisfactorias y estimulantes.
No se trata, ciertamente, de devolverles los años perdidos, sino más bien de colaborar
para una mejor calidad de su vida, respetando su “background” socio-cultural, teniendo
presente, sin embargo, que el síndrome que hemos descrito golpea indistintamente tanto
a las personas acomodadas como a las pobres.
Más bien, si puede tener valor una distinción, es la relativa al sexo del anciano.
La mujer, en efecto, mientras está en familia, mantiene ciertas funciones suyas ligadas a
la precedente condición de madre, mantiene la relación afectiva con los hijos y nietos,
se hace útil y a menudo es responsable de la marcha doméstica.
Para el hombre, en cambio, la edad de la pensión es un trauma gravísimo: pierde la
función de soporte activo de la familia sin adquirir aquella otra típica del pasado,
cuando el anciano era reconocido como el sabio, el patriarca, el guía autorizado. Se
siente inútil, que no produce, una boca más que alimentar: estamos frente a un
fenómeno cultural y social y en este piano debemos intervenir.
A estos factores de carácter psicológico se añaden los efectos de las enfermedades
crónicas más extendidas: hipertensión, diabetes, artritis y otras. Y aquí tienen su lugar
las necesarias terapias sugeridas por la geriatría. Pero el gran problema sobre el cual
nosotros nos debemos concentrar con atenciones es el psicológico.
Restituir una función al anciano
La tarea del Hermano de San Juan de Dios es la de restituir al anciano su función. Es
necesario ser conscientes deello ante todo en primera persona, puesto que muchos de
nosotros somos ancianos o están a punto de serlo. Y entonces debemos preguntarnos:
¿cómo vivimos nuestra tercera estación? ¿Sabemos envejecer?
De la auscultación de nosotros mismos debemos extraer importantes consecuencias y
conocimientos que trasmitir. Debemos hacer partícipe al anciano de nuestros
conocimientos, de modo que aprenda a aceptar su estado. Esto puede darle serenidad y
confianza: frecuentemente el anciano tiene miedo de no ser amado y escuchado; teme
incluso que se interpreten ciertas ideas suyas como degeneraciones psíquicas debidas al
envejecimiento. Puede hacerse presente en él la tristeza de ver que en la propia vida ya
no hay lugar para los proyectos y los sueños, sino sólo para lamentos, para el fardo de
recuerdos que pesa como un pedrusco en su progresiva lejanía y mitización. Está en
nosotros el convencerlo de que la vejez es también la estación en la que se exaltan
valores como la amistad, el amor y la sabiduría.
El anciano tiene mucho tiempo libre, no estando ya cargado por las ocupaciones de la
rutina productiva; él puede, por consiguiente, dar mucho precisamente en el momento en
que cree valer poco. La edad de la vejez podría ser verdaderamente la edad de los
valores humanos, más que de las necesidades materiales.
Pero a condición de que el espíritu se mantenga joven, aceptando la vida tal como es.
Sin huidas hacia atrás o hacia adelante. Decía a este propósito Juan XXIII: “A veces veo
asomarse la tentación de considerarme viejo. Es necesario reaccionar: a pesar de las
apariencias exteriores, es necesario conservar viva la juventud del espíritu”.
Nosotros podemos ayudar al anciano también a recuperar las funciones justas, si somos
capaces de vivir nuestra edad, de convivir con nuestra vejez.
A quien me preguntase “¿Qué debo hacer para ayudar al viejo marginado, frági1, débil,
empobrecido?”, yo le respondería: dime cómo vives o cómo piensas vivir tu futura vejez
y te diré si y cómo serás capaz de ayudar a tu prójimo anciano.
En concreto, la primera cosa a realizar es tener una relación madura, adulta, que nos
prepare a la vejez. La Orden vive de los dones espirituales y humanos de sus
componentes: sin jóvenes no tendría futuro, sin ancianos no tendría guías expertos. Por
esto es deseable que entre las diversas generaciones no disminuya nunca el intercambio
de ideas, experiencias y de proyectos, en otras palabras, que no disminuya la
creatividad. Un estudio sobre las personas centenarias ha enfocado interesantes
situaciones de vitalidad psíquica.
La mayor parte de ellas hacen planes precisos para el futuro, se dedican a los
pasatiempos preferidos, tienen un agudo sentido del humor, un sólido apetito y también
una cierta resistencia física; llenan perfectamente sus jornadas con ocupaciones y
actividades y no manifiestan, al menos en apariencia, miedo a la muerte.
Otro interesante testimonio es el del gerontólogo inglés Alex Confort, que ha dicho:
“Probablemente es nuestra perspectiva cultural y no el número de las células cerebrales
lo que nos induce en la vejez a la rigidez o, al contrario, a la disponibilidad y al
cambio”.
Por consiguiente, la actividad intelectual, la capacidad de proyectar, la expresión de la
creatividad personal, los intereses en ocupaciones realizadoras, impiden un precoz y
brusco declinar mental. Y las consecuencias de esto se reflejan en el humor, en el gusto
de vivir, en una relación con ellos mismos y con la propia edad seguramente positiva.
El anciano tiene tiempo para reapropiarse de sus intereses y para descubrir otros nuevos.
Pero, una vez más, será necesario valorar estas reflexiones y estas experiencias de modo
no reductivo, es decir, en una visión integralmente humana, que no prescinda del
conjunto de valores y de los comportamientos necesarios para resolver el nudo de la
identidad y de la función de los ancianos. En otros términos, las actividades creativas y
recreativas, por importantes y necesarias que sean, no pueden ser pretexto para una
evasión, una huida del aburrimiento, de la crisis existencial. Quien quisiera brindar estos
modelos solamente para llenar los vacíos de tiempo no comprendería el núcleo del
problema. Precisamente el anciano seria el primero en darse cuenta del subterfugio y
sentiría una íntima insatisfacción.
Tampoco debemos intentar retornos imposibles al pasado, cuando el anciano mantenía
sólidas posiciones sociales; ni pensar que sea proponible como solución para todos una
reinserción del anciano en la sociedad productiva. Sin embargo, no olvidemos “usar” su
experiencia llamándolo a colaborar con nosotros cuando se necesiten intervenciones,
análisis y juicios: El puede seguramente ser útil en la relación con otros ancianos, quizá
más necesitados de asistencia que él.
Todo anciano es un microcosmos, una persona, también un conjunto de hábitos, de
pequeños ritos cotidianos personales que se han ido sedimentando a lo largo de toda la
existencia.
Donde sea posible debemos garantizar estas formas personales que alejan la penosa
imagen de quien se siente en casa ajena, privado de los propios objetos con los que ha
convivido por largo tiempo, propenso a pensar de nuevo con nostalgia en todas aquellas
cosas que le faltan. Y esto lo podemos hacer escuchándoles, conversando con ellos,
descubriéndolos poco a poco, evitando culpabilizar sus gustos y sus actitudes
(frecuentemente se pretende que sean serios, sabios, educados; pero también ellos
experimentan la misma gama de sentimientos y situaciones que nosotros), obligándoles
quizás a asumir identidades de “apariencia” para ser aceptados.
La recuperación de la función vendrá ante todo a partir del respeto por ellos:
ciertamente no podemos nosotros imponer, sobreponer nuestras ideas. E incluso antes
de que el objetivo sea alcanzado, ellos al menos descubrirán la conciencia de la propia
edad, la vivirán sin culpas o remordimientos, sin sentirse marginados. Quizás aquellas
situaciones penosas de ancianos perennemente sentados, que tienen pocas cosas que
comunicarse a no ser la exposición reciproca de los achaques o conversaciones ácidas y
chismosas, podrán ser definitivamente evitadas.
Las familias deben colaborar
Pero el intento de devolver al anciano a su función, venciendo la soledad no se logra
completamente si las familias no están implicadas en este esfuerzo colectivo. La familia
debe estar disponible para el coloquio, también para revelarnos costumbres, intereses,
pequeños hechos, que nos pueden ayudar en nuestro trabajo; debe estar disponible para
la colaboración, el encuentro, para no alejar al anciano de sus afectos que le quedan bien
presentes en la memoria.
¿Qué armonía podremos crear de nuevo si en e1 prevalece la melancolía? ¿si se siente
marginado, abandonado como un “deshecho” inútil?
Por consiguiente, entra también en nuestras tareas la sensibilización de los familiares,
con los cuales debemos tener abierto un diálogo ya de escucha interesada, ya de
consejo.
Una vez más se manifiesta aquí la riqueza de nuestro carisma.
Se trata de explotarla de manera adecuada, con las necesarias aperturas a los tiempos, no
insistiendo en viejos métodos que a veces saben solamente a paternalismo existencial y
basta, sino eligiendo relacionarse con el anciano, seguirlo, en sus temores, en sus
defensas, en sus fracasos, en sus esperanzas, en sus posibilidades: sólo así vuestra,
nuestra función servirá de algún valor.
Oh, como desearía ver a nuestros Hermanos de San Juan de Dios, viejos y jóvenes,
discutir no sobre casos clínicos, sino sobre casos humanos (y por consiguiente también
clínicos), dentro de un grupo de referencia constante en el cual las opiniones de todos
sean confrontadas para dar al religioso que sigue al anciano todas las sugerencias que la
ciencia y el corazón pueden poner a disposición.
Cómo me agradaría ver a los religiosos entretenerse sin prisa con los familiares de los
ancianos acogidos, no para dar órdenes ni para reprender, sino para adquirir
informaciones y conocimientos útiles para una mejor asistencia.
Y en fin, me agradaría ver al Hermano de San Juan de Dios en coloquio constante con el
anciano, en eldescubrimiento reciproco de la propia humanidad. Nuestras obras para
ancianos no serían casas de reposo, sino lugares de actividad, de estudio, de búsqueda,
de reflexión, de revelación del alma humana y, hasta donde es posible, de activación de
todos los recursos disponibles.
Quisiera, en resumen, que el anciano en el lecho de muerte nos pudiese decir: “¡Habéis
hecho todo lo posible, gastado más de lo necesario, a veces os habéis equivocado, no
habéis entendido, pero siempre habéis tenido el oído atento y el corazón abierto hacia
mí!”
Tengo fundadas esperanzas de que esto pueda suceder.
II
EL ENFERMO TERMINAL
Un piadoso eufemismo
Hemos observado anteriormente lo perturbador que es el problema de la pérdida de la
relación directa con el enfermo, y cómo el trabajo de humanización dentro de nuestras
estructuras debe comenzar precisamente por la recuperación no tanto de una relación de
naturaleza clínica-entre paciente y enfermero-cuanto, más bien, de una relación con el
alma de nuestro enfermo: debemos recuperar aquel complejo núcleo de afectos, de
emotividad, de actitudes del espíritu que interaccionan positivamente en el encuentro
entre dos personas mucho más que la relación entre un anónimo paciente ‘numerado” y
un aséptico profesional adscrito a su cuidado.
Sabemos también que este encuentro solicita, estimula un recíproco crecimiento
espiritual. El razonamiento se hace más arduo frente a un particular tipo de enfermo, el
moribundo, que con piadoso y casi exorcizante eufemismo viene llamado “enfermo
terminal”. Quedamos pensativos, no sólo por el desvanecerse de la vida terrena en el
misterio de la muerte con la esperanza de la resurrección futura, sino también por la
amarga constatación de lo impotente que es nuestra acción, no logrando intervenir de
modo positivo en aquel momento, el más importante de la existencia humana.
Como cristianos sabemos lo definitivo que es este paso para cada hombre, para cada
alma; sabemos qué angustias psíquicas, cuánta pena experimenta el moribundo y de qué
modo dulce y desesperado se manifiesta en él el amor por la luz, por la vida, por el
mundo que está por dejar.
Sabemos también que prepararse a la muerte es condición fundamental para afrontar sin
temores, sin lamentos o pecaminosos ensañamientos de rechazo, la prueba de este
último instante que huye. Ante la realidad de la muerte, misterio sobrehumano, no
podemos más que imponernos un grande y devoto silencio y alzar nuestros sufragios
por el alma del difunto, inclinándonos a la voluntad divina.
Pero antes, ¿qué podemos hacer? Hoy morir en un hospital es un hecho muy común y
difundido; encontramos cada vez con más frecuencia la muerte en los pasillos y en las
distintas salas, en cada momento de nuestro trabajo.
Es un fenómeno que debemos afrontar, fieles a nuestra cultura de la hospitalidad.
Nuestro huésped sufre interiormente delante de nosotros: ¿nos limitamos a orar por él o
debemos ayudarlo de algún modo a dar serenamente el gran paso?
También en este caso debemos a fijar la atención sobre los inconscientes, pero no por
eso menos erróneos y peligrosos, comportamientos que denigran la condición humana.
Un “tabú” que se ha de remover
Para un cristiano el problema de la muerte debe ser un tema fundamental. Ayudar al
hombre moribundo a mantener su dignidad, su valor y acompañarlo en aquellos últimos
momentos, con frecuencia largos, debe ser un preciso deber nuestro de asistencia y de
buena hospitalidad. También porque la muerte hoy es vista con ópticas falseadas.
Existen en la sociedad contemporánea dos tendencias opuestas: por una parte, se
rechaza la muerte como dato objetivo de la existencia humana, se la deja a un lado con
un sentido de terror mezclado con disgusto; por otra, se redescubre la muerte como un
acontecimiento inevitable. Sí, queridos hermanos, se redescubre la muerte, como si ella
no hubiese estado siempre presente en el pensamiento, en los actos, en la historia y en la
civilización del hombre. Pero detengámonos sobre algunos fenómenos que ponen en
evidencia la primera tendencia.
El hombre hoy rechaza la muerte: sabe que existe, pero se comporta como si nunca
debiese llegar, evita elconsiderarla como un suceso cierto y con esto pretende alejarla,
casi como en un ritual exorcista. En resumidas cuentas, se aparta el pensamiento de
ella. Y sin embargo la muerte se ha convertido en un fenómeno habitual cotidiano.
Pensemos en los noticiarios televisivos que con frecuencia manifiestamente sirven la
“muerte a la mesa”, en directo, hasta el punto de hacernos dudar acerca de la licitud
ética de semejantes espectáculos, justificados con el “deber de informa”. Si examinamos
los comportamientos más comunes, a los cuales nadie dedica un examen, nos damos
cuenta de que la misma cultura de la vida está basada sobre la certeza de la muerte.
Supongamos una paradoja: la inmortalidad de la vida terrena.
Si se realizara, el hombre ya no tendría los mismos comportamientos, cambiarían las
costumbres, la filosofía existencial: la edad del aprendizaje sería constante y no relegada
al período de la infancia adolescencia — juventud; la angustia de pasar el tiempo no
existiría; el tiempo y las ganas de reconstruir, de cambiar de actividad, el coraje de las
opciones y de los cambios prevalecerían sobre la tendencia a la aceptación, a la
profesionalidad definitiva y conservadora. La vida sería considerada en una perspectiva
totalmente diversa, se crearían nuevas costumbres, nuevas teorías y nuevos modos de
pensar.
Pues bien, precisamente porque esto es una paradoja, nos damos cuenta de la flagrante
contradicción presente en el rechazo de la muerte. ¿Es sólo el terror lo que hace negar la
muerte hoy? ¿O quizás antes el hombre no experimentaba miedo? Quizás una
explicación está en el hecho de que la imagen de la muerte está en claro contraste con el
hedonismo, con la vitalidad juvenil, con la estilización de la belleza, es decir, con los
modelos de consumo cultural y económico hoy tan en boga.
La muerte es vista como algo inconveniente, como un hecho fisiológico: el moribundo,
en su empobrecimiento físico, es asociado a fenómenos declarados inadmisibles por la
civilización de los desodorantes. Ya no es sublimada o heroica, como sucedía a los
personajes literarios que amaban una muerte bella, viril, patriótica, digna. El antihéroe
literario contemporáneo es el burgués, que se adapta a los pliegues de la vida, mientras
teme y huye de la muerte.
Por consiguiente, también la cultura más noble ha revisado los modelos precedentes y
los ha declarado inadmisibles en la realidad.
La confianza en la ciencia médica lleva a las familias a internar al enfermo grave en el
hospital; a veces ellas, aun frente a certezas negativas, sin esperanza, se aferran al
espejismo del “milagro científico”. Pero más frecuentemente ciertos comportamientos
encubren la incapacidad de saber enfrentarse, sufrir asistir vivir mezclados con la
muerte. En algunos casos el enfermo grave resulta un peso ya insoportable, incómodo
para los cínicos, y así se descarga sobre otros, en el intento-excusa de ofrecerle una
asistencia especializada que, en la mayor parte de los casos, se revela modesta e inútil.
He cambiado la imagen tradicional del moribundo
Una característica de nuestro tiempo es que se muere cada vez más raramente en el
propio lecho; se prefiere el hospital, ya sea por la necesidad de cuidados especializados
que frecuentemente exigen instrumentos no transportables al domicilio, o sea por una
deshabituación a la relación directa con la muerte (la verdadera, no la televisiva que
puede considerarse lejana por la buena interpretación de los actores).
La evolución sufrida por la familia hace prácticamente imposibles ciertas tareas de
asistencia. En el pasado, las familias numerosas eran capaces de repartirse mejor —
haciéndolo soportable — la carga de una larga presencia cotidiana al lado del paciente;
había también en todos sus componentes una preparación psicológica para tal
acontecimiento.
También ha cambiado la imagen tradicional del moribundo: frecuentemente es una
especie de “monstruo” prisionero en un nudo de tubos de plástico, de suero, de
electrodos, de catéteres y de sondas. Es la imagen de esta civilización, la representación
iconográfica de una época que expresa una realidad de total marginación y soledad inte-
rior. Pasó el tiempo en que el moribundo hablaba a la familia dolorosa y compungida,
pero atenta a aquella voz grave que hacía recomendaciones y frecuentemente bendecía.
La muerte era un rito de dolor que tenía el marco de una sólida esperanza. Hoy este
marco ha desaparecido casi del todo en nuestra cultura. Vale la pena interrogarse al
respecto.
En el libro de las “Meditaciones cristianas” de Giovanni Vannucci, en el capítulo de “La
Resurrección” encuentro esta interesante cita: “Escojo para estas consideraciones (sobre
la muerte del hombre) dos corrientes diversas de experiencia de pensamiento.
Comenzaré con un texto hindú de la Katha Upannishad (1000 a.C.). Nachiketas pide a
Yama, el rey de los muertos, que le revele el misterio de la muerte, de la inmortalidad.
Yama, reacio a responder, lo somente a algunas pruebas; encontrando maduro al joven,
le revela el secreto del “Yo” profundo y inmortal del hombre.
Respondiendo a la pregunta, afirma que los hombres se dividen en dos categorías: los
que se identifican con la parte física y vital de su ser, y los que, en cambio, están en
constante comunión con su “Yo” profundo y inmortal.
Para los primeros, la muerte es una interrupción, un suceso amargo e indeseado; para los
otros, es avance yascensión hacia una vida más amplia y más libre.
“El bien supremo es una cosa, lo agradable otra, cada uno arrastra al hombre a un fin
diferente.
Quien se adhiere al bien, llega a buen fin; quien elige lo agradable, malogra el objetivo.
Al hombre se presentan lo mismo el bien que lo agradable, el sabio los examina y los
distingue”.
El sabio elige el bien, no lo agradable; el necio, ávido y posesivo, prefiere lo agradable.
El mundo espiritual no se manifiesta al inmaduro y al tonto; ilusionado por la
fascinación de las riquezas, él afirma que sólo existe este mundo y ningún otro...
El hombre que se concentra sobre lo que está más allá del oído, más allá del tacto, más
allá de la vista, más allá del gusto y del olfato, sobre lo indefectible y eterno, sin
principio ni fin, más grande que las cosas grandes, permanente, se salva de las fauces de
la muerte”.
Para la otra corriente, la hebrea, elijo dos párrafos sacados respectivamente del Antiguo
Testamento y de una narración midrásica. “Vale más perro vivo que león muerto: los
vivos saben que han de morir; los muertos no saben nada, no reciben un salario cuando
se olvida su nombre. Se acabaron su amores, odios y pasiones, y jamás tomarán parte en
lo que se hace bajo el sol” (Kohelet 9, 4-6).
“Hillel dijo al joven discípulo Jacob: ‘Me siento viejo y tengo miedo de la muerte.
Cuando esté en agonía, ruega al ángel de la muerte que sea piadoso conmigo’. Jacob
respondió: ‘Acepto, con la condición de que una vez alcanzada la otra orilla me vengas
a decir en sueños cómo son las cosas del más allá’. Un mes después de la muerte, Hillel
se apareció a Jacob para decirle: ‘Gracias, hermano, el ángel de la muerte ha sido gentil
conmigo, me ha rozado con la suavidad de un ala de mariposa. ¡Si supieses qué bueno
es Dios!
Me podría pedir cualquier cosa; sin embargo, si me exigiese el retorno a la Tierra, me
negaría’. Jacob se asombró.
‘¿E1 ángel de la muerte no ha estado gentil contigo? ¿No tienes ya la prueba de que la
muerte es dulce?’. ‘Tengo la certeza de ello, pero no quisiera volver a vivir en la
Tierra’. ‘¿Por qué?’ ‘Por causa de la angustia de la muerte’.
Las dos tradiciones son el signo de dos culturas diferentes.
Para el hinduismo, la angustia de la muerte es fruto de la ignorancia: el sabio está libre
de ella, habiendo alcanzado la naturaleza inmortal del propio Sí. En cambio, en el
hebraísmo, la muerte, presente desde las primeras páginas del Génesis hasta los escritos
sapienciales, es el mayor de los males...
Esta nota característica de la religiosidad hebrea pienso que se derive de su mito central:
la “Justicia”. El hebreo está en la tierra para crear un pueblo de justos, que actúe en su
ámbito la gran
justicia divina; el pueblo de los justos será el guía de todas las otras gentes que se
dirigirán hacia la ciudad justa, Jerusalén.
De este impulso hacia la creación de un pueblo de justos se deriva la gran importancia
dada a la familia, a la tierra y a la vida en la revelación hebrea. En semejante óptica, la
muerte no podía aparecer más que como un castigo, una reparación por las culpas
cometidas y, a la vez, como un angustioso fracaso, para quien no podía ver a los hijos
de sus hijos ni gozar del cumplimiento de todas las expectativas de la justicia. El
anuncio de la Resurrección en el Hebraísmo no podía acontecer sino como su vuelco
decidido: “Quien cree en mí, tiene la Vida eterna. Quien come mi carne, tiene la Vida
eterna. Yo soy la resurrección y la Vida”. (Jn. 6,53; 11, 26).
No obstante, estas palabras a menudo han permanecido inertes en la vida de la
cristiandad. Algún raro santo ha sonreído a la muerte llamándola “hermana” o “el más
grande sacramento”.
Ordinariamente ha prevalecido el horror de la muerte...
Hoy, en cambio, en la misma cultura laica, entre los pensadores más perspicaces, se
observa una redescubierta atención por el problema de la muerte, después de años de
desinterés.
Redescubrir la muerte
A este punto, queridos hermanos, os preguntaréis el por qué de esta larga digresión.
Simple: el redescubrimiento de la muerte es importante no sólo en la perspectiva del
más allá, sino también en la del presente. Se dice: si quieres la vida, prepara la
muerte. O bien: se muere como se ha vivido. Pero no según la lógica del horror ni
tampoco siguiendo el mecanismo del rechazo, que hacen presentir y experimentar de
modo dramático y angustioso el momento de la separación.
La medicalización de la muerte, donde el enfermo resulta dominio de la medicina, es
una forma de rechazo del gran paso. Por esto hoy la mejor muerte es considerada por
muchos la “repentina e imprevista”, que, en cambio, era tan temida en el Medioevo. Y
ni siquiera “después” al difunto debe parecer tal: en las “funeral homes” (cámaras
mortuorias) americanas se le acicala para hacerlo aparecer como un casi vivo: “The
patient looks lovely now” (¡mira qué bien está!).
También el luto es rechazado, desapareciendo frecuentemente un auténtico dolor
interior y, por lo tanto, no teniendo sentido el signo externo: al contrario, quien se deja
llevar por una fuerte conmoción ¡es mirado incluso con sospecha!
Pero estos son paliativos que no cambian la sustancia. Es hora de que la muerte — que
es una sola cosa con la vida — salga de la clandestinidad y que el hombre descubra
el camino, por un tiempo perdido, hacia una cultura de la muerte y, por consiguiente, de
la vida. Y esto es posible siguiendo el camino del hombre. De cuanto se ha dicho,
efectivamente, vemos surgir un nuevo tipo de necesitado, de marginado: el enfermo
terminal. También a él la debemos garantizar atención y asistencia.
Ciertamente, frente a una persona que no tiene esperanzas de sobrevivir surgen
numerosos interrogantes. Ante todo, ¿hasta qué punto se debe prolongar el tratamiento
terapéutico? ¿Se debe permitir que se convierta en verdadero y auténtico en-
carnizamiento? ¿Quién decide la duración y modalidad de esta lucha contra la muerte?
¿Qué intervenciones son legítimas y cuá1es no? ¿Qué actitud debe tener el agente
sanitario hacia el moribundo? ¿Quién colabora con él en esta fase? En resumen, ¿qué
hacer para mantener al moribundo en una situación de máxima dignidad y de mínimo
sufrimiento, salvaguardando su derecho a vivir sin obstinarse en curas inútilmente
dolorosas, y sin abandonarlo a sí mismo? Y todavía: ¿cómo, si y cuándo advertir al
moribundo de su estado? ¿Y quién lo debe hacer?
Interrogantes dramáticos
Estamos frente a problemas dramáticos.
Muchos médicos, muchos agentes, y — ¡ay de mí!— a veces también algún Hermano
de San Juan de Dios, no saben qué hacer y terminan por abandonar a la soledad a aquél
que está afrontando el paso más importante de la vida. Es la nefasta consecuencia de
una idea de asistencia orientada solamente a la recuperación de la integridad y de la
eficiencia física, es un dejar vía libre en nosotros al rechazo de la muerte.
Un primer motivo fundamental de reflexión se refiere a determinadas actitudes en
constante difusión que amenazan al hombre precisamente en nombre de la humanidad.
Entre éstas, la más engañosa es la eutanasia, cuya práctica se insinúa de modo rastrero
en el hospital cada vez con mayor crédito. Hábiles manipulaciones culturales, sobre
todo a través de los mass-media, logran presentar la eutanasia a los ojos de la gente
como la respuesta más simple y más “humanitaria”: para eliminar el sufrimiento de
quien ya no tiene esperanza de curación, se elimina al que sufre.
Pero este falso humanitarismo ante un análisis atento revela su aspecto ambiguo.
“Muchas veces las exigencias de muerte piadosa — recuerda el teólogo B. Häring — no
son expresión de una verdadera voluntad de morir, sino más bien una llamada
desesperada para recibir mas cuidados, más atención y más solidaridad humana”.
Según los defensores de tal práctica, ésta sería una conquista humana, ratificaría “el
derecho a morir con dignidad”.
Pero, queridos hermanos, la dignidad de la muerte no consiste de ningún modo en esta
“conquista”, sino más bien en el modo de afrontar la muerte.
Inhumano es más bien la cama, inhumanos son los tubos, el cuerpo y el alma
abandonados a sí mismos, el hombre solo con sus pensamientos, sus angustias e
inquietudes. La verdadera respuesta está en afrontar este momento de sufrimiento moral
y psíquico, no en suprimir al que sufre.
Sabemos que la ciencia médica puede ayudar a afrontar bien la muerte impidiendo que
el hombre se degrade como un animal presa del dolor. El progreso en los
procedimientos de reanimación que atenúan o suprimen la sensibilidad corpórea mira
precisamente a esto.
Sin embargo, queridos hermanos, es necesario definir aquella “Tierra de nadie” que
separa la cura y mitigación del dolor de la crueldad, de la inútil experimentación hecha
únicamente por orgullo científico, que reduce el hombre a conejillo de Indias, en
definitiva, del encarnizamiento terapéutico.
Digamos, ante todo, que no es posible mantener con vida a una persona en estado
únicamente vegetativo si no existen motivos precisos separados de la experimentación.
Hoy, el tiempo de la muerte cerebral, biológica, celular; los antiguos signos basados en
el paro cardíaco y respiratorio ya no son suficientes; se mide la actividad cerebral, se
puede mantener latiendo un corazón artificialmente, se puede estimular forzadamente la
respiración. El momento de la muerte se puede prolongar a discreción del médico: no se
puede eliminar, pero sí regular la duración del fin. Es posible retardar el momento fatal
suprimiendo también el dolor.
Pero frecuentemente esta prolongación, de medio científico al servicio del hombre que
sufre, se transforma en fin.
Y es precisamente en esta zona oscura del confín entre la curación y la crueldad, entre
derecho a la vida y eutanasia, donde nuestra conciencia de religiosos debe estar alerta
para que se respete una medida que sea signo de humanidad y de ética, más allá de las
normas que cada uno de los estados determinen.
La muerte no puede ser asignada en dotación exclusiva al médico, a la técnica, a la
experimentación, porque ella representa el más antiguo misterio del hombre, sobre el
cual nosotros como religiosos no podemos eximirnos de ejercitar nuestra función
especifica de misioneros de la salvación y de guías espirituales.
No abandonar al moribundo
Pero detengámonos sobre un tercer aspecto, ya señalado.
Frente al enfermo grave, frecuentemente también nosotros perdemos las esperanzas, nos
sentimos inútiles y lo abandonamos en espera del inexorable momento.
¡Qué estrecha visión de la vida y de la muerte, qué habituación a una función de agentes
técnicos, que olvida que el término salud significa también “salvación”, es decir, vida
del alma!
Por esto hoy el hospital se ha convertido en el lugar de la muerte solitaria. Un corazón
que se para no hace ruido; no obstante, en nosotros debería suscitar un amplio eco. La
muerte, como la vida, no es un acto exclusivamente individual. También la de los otros
nos toca de cerca de algún modo.
Nos corresponde a nosotros, dentro de nuestros límites humanos que no pueden
ciertamente cambiar los destinos, eliminar el sentido de “Salvaje” en la imagen de la
muerte solitaria con tubos de plástico, que clamorosamente hace revivir el antiguo
horror del cadáver putrefacto abandonado en el campo.
¿Qué civilización sería de otro modo aquella en la que cambiasen las formas del horror,
pero no la esencia?
En un reciente Encuentro de médicos católicos celebrado en Roma se discutieron los
problemas del dolor, de la vejez, de la eutanasia. Temas fundamentales, que requieren
un planteamiento filosófico general para una seria crítica a nuestro modelo de
civilización que aporte una cultura y actitudes nuevas en este campo.
Durante el encuentro, un profesor declaró textualmente: Es necesario un nuevo empeño
en la asistencia a los moribundos. Hace falta intensificar la presencia al lado del
enfermo, teniendo en cuenta que es el moribundo quien tiene que enseñar, puesto que
vive una experiencia que los demás ignoran. Es necesaria una preparación específica en
este sentido del personal sanitario, una preparación que, sobre todo, es humana. Un mé-
dico o un enfermero no podrán asistir con rostro sereno y con equilibrio, a un
moribundo si en la propia conciencia no han integrado una visión de la vida y de la
muerte, es decir, si personalmente no han dado una respuesta a los problemas esenciales
de la vida humana”.
Mis queridos hermanos, ¡qué lección nos viene de este laico!
Nosotros, a veces, bloqueados por nuestros miedos más que por nuestros compromisos,
debilitados por nuestros fantasmas de impotencia, vamos precedidos por laicos con
sugerencias de gran valor, que deberían ser nuestras y que, en cambio, no hemos sabido
encontrar en el cauce de nuestro carisma tan rico. Decía antes que la “dignidad de la
muerte” reside también en el modo sereno de afrontarla, en aquel período (largo o
breve, consciente o semiinconsciente) de olvido de la mente antes del paso definitivo.
Pero los problemas nacen antes del momento final: desde cuando el curso del mal hace
prever un seguro desenlace fatal; es en esta fase cuando la voluntad racional aplicada a
la metodología científica entra en crisis haciéndonos desesperar e impulsándonos a
renunciar a toda ayuda ulterior. Pero nosotros sabemos que donde el conocimiento y el
método científico se paran, existe aún lugar para la fuerza superior del Espíritu.
En la fase terminal el enfermo tiene que resolver enigmas delicadísimos, está
atormentado por dudas angustiosas, sacudido por alguna vaga esperanza y destruido por
el decaimiento. Lo invade el miedo, mientras se descubre solo consigo mismo,
consciente de su unicidad. En los momentos lúcidos ve de nuevo la vida como en un
film y con el riesgo de perderse definitivamente en la pesadilla, abatido por sentimientos
de culpa, por lamentos, por amargas melancolías, por el desesperado asimiento a la
vida, por la necesidad insatisfecha de comunicación y de afecto.
En é1 se ceban delicados mecanismos psicológicos que es necesario saber reconocer y
dominar; por esto se hace necesaria la colaboración con psicólogos expertos ya que
frecuentemente la cultura personal no basta; el hombre moribundo está más necesitado
que cualquier otro, es un enfermo “difícil”, que requiere mucho tiempo y muchas
atenciones.
Raramente é1 puede alcanzar por sí solo una aceptación y una mayor serenidad si no es
ayudado por todos los que le asisten y por la misma familia. Más allá del debate sobre la
necesidad de revelar o no al enfermo grave su estado, es cierto que quien se encuentra
en situación semejante la intuye más allá de las palabras.
Su asistencia, por consiguiente, debe estar hecha de atención, incluso en los detalles. No
sirven discursos, sino una presencia afectuosa; el enfermo debe percibir que no estará
solo al afrontar aquel momento: basta una mano estrechada, que en el contacto
angustioso revela un asimiento a la vida, para dar una seguridad protectora, casi
materna, permitiendo también al paciente decir cosas urgentes e importantes para él,
quizá sus últimas palabras.
Implicar a la familia
Pero para ayudarlo de modo verdaderamente significativo, es necesario implicar a la
familia en esta presencia.
Ante todo, no es justo que sea la familia quien decida de modo autónomo si y cómo
informar al enfermo de su estado.
Es siempre oportuno que los médicos que lo atienden se reúnan con los familiares para
un intercambio de informaciones, relativas también a la psicología del paciente, en
orden a acordar juntos la forma de proceder.
De la familia podemos aprender importantes informaciones sobre la historia personal
del enfermo, que ayudan a comprenderlo mejor.
A veces, su asimiento a la vida está inspirado por “nobles preocupaciones” por la suerte
del que queda: por esto quizá la intención de confiar sus últimas recomendaciones a los
familiares, de aclarar algo del pasado, de eliminar sentimientos de culpa. Debemos
favorecer estos momentos finales de comunicación, que un tiempo formaban parte del
ritual doméstico de la muerte: el enfermo tenía reunidos a los familiares en torno al
lecho y conversaba con ellos como en un clima de cálida serenidad, de aceptación;
dejaba sus últimas recomendaciones, dividía la herencia. Los presentes se sentían como
investidos de un carisma. No es imposible volver a dar naturalidad, consuelo, amor y
aceptación cristiana a estas almas que se aprestan al paso final. Y hay en todo esto un
enriquecimiento recíproco: también el moribundo nos ayuda a nosotros. De él
aprendemos sensaciones que no conocíamos; estando a su lado verificamos nuestra
fortaleza.
En estas situaciones debemos prestar una atención especial también a los familiares del
enfermo, que sufren momentos de agitación y de tensión; frecuentemente, a falta de
noticias, se mortifican en la duda y en la angustia, también a causa de los médicos que,
por razones profesionales, son a veces evasivos y emplean un lenguaje extremamente
técnico en los diagnósticos y en los pronósticos. Una mayor comprensión de sus
exigencias, dictadas frecuentemente por el ansia afectiva, nos puede ayudar a crear un
clima de cooperación recíproca, de confianza y de cálida sinceridad, en beneficio del
enfermo.
Se debería dejar a los familiares tiempo para la visita, para que ésta no resulte
demasiado aséptica y despersonalizada, sobre todo en las salas de reanimación,
estudiando al mismo tiempo los medios adecuados para garantizar el respeto de las nor-
mas de prevención higiénica. A la oración por el alma, que es deber de todos los
religiosos, debemos saber unir un profundo sentido de piedad cristiana, bebiendo en los
recursos del corazón. Nuestra sensibilidad nos guiará en la ardua tarea de ofrecernos
como espalda sobre la cual llorar, como fuerza en la cual confiar; nuestro ejemplo
puede convencer más que mil palabras para descubrir el propio camino espiritual. De
este modo, superando la cerrada visión técnica de la derrota de la medicina frente a la
muerte, nosotros desarrollamos un modelo de asistencia superior.
El momento crucial para los familiares normalmente es el de la inminencia del deceso
de su ser querido. Imaginémonos el estado doloroso, la confusión de las decisiones, el
cansancio psíquico de estas personas, frecuentemente atormentadas por un sentido de
culpa porque no quisieran asistir al momento fatal. Nuestra presencia a su lado es to-
davía más preciosa y luminosa.
Lo mismo se dice para los familiares de los pacientes hospitalizados de urgencia, esto
es, que han pasado bruscamente del estado de salud al de enfermedad por causas
cardiovasculares, cerebrales, traumático-accidentales. El sentimiento de preocupación
por la suerte de la persona querida es en ellos igualmente vivo aunque no se encuentren
en presencia de siniestros pronósticos.
No he presentado metas imposibles. Estoy seguro de que, siguiendo el camino que es
siempre más el nuestro, la muerte en el hospital podrá recuperar la dignidad perdida.
Y el hospital podrá ser en verdad para el enfermo grave el único lugar donde le sea
garantizada una atención continua, con metodología y medios impensables en otra parte,
y al mismo tiempo un lugar de asistencia integral, que aleje los inquietantes espectros de
la soledad y el horror, dejando lugar a la resignación humana y a la esperanza cristiana.
Quisiera desde ahora invitaros a estudiar medios y fórmulas, a imaginar y proyectar,
junto a los médicos y a los enfermeros, un redescubrimiento profundo del sentido de la
vida y de la muerte. Estoy convencido de que, sobre la base también de algunas
experiencias espléndidas ya en marcha (por ej. el “Royal Hospital de Montreal” y
algunas Fundaciones, entre las cuales está una italiana), se abre un espacio enorme al
Hermano de San Juan de Dios deseoso de comprometerse de un modo nuevo en la
asistencia a los moribundos. Aprovechar este espacio es, además de un deber preciso
ligado a nuestra vocación hospitalaria, condición «sine qua non» para el desarrollo de
nuestra Orden y para un digno servicio a la Iglesia.
III
LOS TOXICODEPENDIENTES
El cáncer de los jóvenes
La imagen de un cáncer que se extiende con sus metástasis en toda la civilización
occidental será quizá hasta demasiado utilizada para señalar el problema de la droga y
de la toxicodependencia; pero seguramente es eficaz para poner en evidencia este nuevo
«mal» de la sociedad que golpea sobre todo a los jóvenes. Intentar un análisis exhaus-
tivo del problema de la droga es difícil; no obstante es necesario dar de él, al menos, una
sumaria descripción. La gravedad y la extensión del fenómeno son evidentes, más allá
de las estadísticas, cuyas elaboraciones matemáticas tienen por lo demás su trágica
evidencia.
La Organización Mundial de la Salud afirma que más de 4.000.000 de personas, en
USA, han hecho uso de varios tipos de droga. Pero el fenómeno aparece aterrador
indagado en los porcentajes relativos. El Federal Bureau of Narcotics señala que 1 joven
de cada 5 se droga y que, en todo caso el 40% de los estudiantes de escuela media
superior ha probado la droga al menos una vez; y, además, el 60% de los estudiantes
universitarios. Probar la droga al menos una vez no es aún síntoma de
tóxicodependencia, pero la realidad presenta contornos más precisos: entre los
tóxicodependientes reconocidos, más del 50% tiene una edad entre los 20 y los 30 años,
y hay un amplio porcentaje, en aumento, para los jóvenes de edad inferior.
Su extracción social es indicativa: negros (52%), mexicanos (6%), puertorriqueños
(13%); es como decir que la mayor parte de ellos pertenece a grupos étnicos sociales
marginados.
Observando el fenómeno en Europa, notamos que e1 mismo ha alcanzado dimensiones
alarmantes en Holanda, Dinamarca, Gran Bretaña, Alemania, Francia; por lo que se
refiere a Italia, a los grandes centros del Norte se ha añadido ahora la zona meridional
con sus principales ciudades y también con centros menores donde, sin embargo,
abundan los desempleados.
¿Quién es el tóxicodependiente?
Para despejar el campo de posibles confusiones, definimos la situación del
tóxicodependiente como la de quien se encuentra en un estado de intoxicación,
periódica o crónica, por el uso habitual y continuo, con síndromes de abstinencia, de
sustancias estupefacientes, naturales o producidas sintéticamente; una situación
peligrosa por el «status» psico-orgánico del sujeto que es oprimido en amplias esferas
de la personalidad. La morfina, la heroína, la cocaína, el L.S.D., incluso la metadona,
los barbitúricos y las llamadas «drogas ligeras», entre las cuales la marihuana, son las
principales sustancias estupefacientes que provocan estados definibles genéricamente
como alucinógenos.
Obviamente con reacciones diversas según el tipo de droga e incluso de individuos,
pero caracterizadas prevalentemente por somnolencia, habla acelerada, depresión del
sistema nervioso central, estados de felicidad, excitación, hiperactividad, sentido de
alargamiento del tiempo psíquico, euforia, alucinaciones. Reacciones que, en todo caso,
comportan una peligrosidad para sí mismos y para los demás. Para sí mismos, puesto
que la disminuida o alterada percepción de la realidad externa representa un evidente
factor de riesgo para la seguridad y la incolumidad; y, además, el abuso de drogas
provoca destrucción orgánica y un declinar físico que puede conducir a la fatal “over
dose”, esto es, a colapsos e insuficiencias respiratorias frecuentemente mortales.
Se puede afirmar, además, con certeza que los tóxicodependientes presentan una
patología no irrevelante respecto a las enfermedades crónicas, las hepatitis, el daño
irreparable de algunos órganos, con la aparición de nuevas enfermedades como el
S.I.D.A.
A estos problemas sería necesario añadir otros: por ejemplo, el riesgo derivado de la
droga «cortada» con sustancias nocivas; o bien la falta de toda preocupación higiénica
en el rito de los heroinómanos. Pero el razonamiento resultaría demasiado
amplio y complejo. Existe, sin embargo, una tasa de peligrosidad que afecta a la
sociedad: se comprende fácilmente cómo el estado alucinógeno, las percepciones
alteradas, la exaltación psíquica, la pérdida de los frenos inhibidores, la ausencia de
sentido de culpa y de pudor, todos estos factores produzcan una personalidad alterada,
una especie de «molécula enloquecida» de la colectividad. Las consecuencias son
conocidas: la toxicodependencia engendra necesidad económica para la adquisición de
las sustancias.
Necesidad a la cual se ligan millares de fenómenos de delincuencia, desde el pequeño
hurto con descerrajadura, hasta las agresiones violentas, incluso por poco dinero. Estas
componentes clamorosas han hecho subir el porcentaje de delitos provocando un estado
de absoluta falta de seguridad, porque el tóxicodependiente es impulsado a golpear
indiscriminadamente a cualquiera. El criterio según el cual el delincuente común no
actúa cuando «el juego no vale la vela», en este caso no cuenta en absoluto.
La intención de «criminalizar» al tóxicodependiente está bien lejos de mi pensamiento,
que de claro, pero ciertas situaciones han de conocerse sin eufemismos, en su realidad.
Así como no podemos ignorar un nuevo síntoma de barbarie que brota de ciertos
razonamientos que se están abriendo camino cínicamente: partiendo del dato de la peli-
grosidad social, se reclama la necesidad de una «enérgica» intervención pública (o
privada) para «sanear» la situación.
Factores y causas
Si fijamos la atención en el fenómeno es para captar su miseria, para indagar las causas
con la mirada puesta también en la víctima, que es el consumidor de droga.
Ciertamente, la exigencia de seguridad social es un hecho de dignidad civil, de justicia,
pero no puede ser el punto de partida para solucionar el problema. La
tóxicodependencia es un problema del hombre, en correlación con precisas dinámicas
sociales, psicológicas, culturales y con carencias espirituales. Si no se pone uno en esta
óptica es difícil elaborar una idea aceptable de la intervención terapéutica. Pensemos
solamente en el nudo de factores que influyen en las decisiones personales: los
elementos psicológicos individuales, la vida de relación con la familia, los amigos, la
colectividad, la situación social, la posición cultural. Pensemos también en la
responsabilidad enorme de aquellos modelos culturales que, en el último decenio, han
propuesto la droga como momento de libertad, de alternativa; modelos de cuño ma-
terialista y consumista caracterizados por la caída de antiguas (y en algunos casos ya
inadecuadas) ideologías, que explican la tendencia contemporánea del arrivismo, a
conseguir el éxito por los medios que sea. El panorama espiritual de nuestra época se
nos presenta árido, empobrecido de valores éticos, mientras que no parecen surgir aún
alternativas suficientemente estructuradas. Es en este vacío donde se insertan estas
tendencias deterioradas.
La dificultad de captar a tiempo la situación se explica, por otra parte, por la rapidez y la
complejidad de los cambios económicos, sociales, tecnológicos y culturales, en un
mundo en el que incluso los valores parecen haberse convertido en objeto de efímero
consumo. Aquí la droga encuentra seguramente su sitio, proponiéndose como «hija de
los tiempos», en un doble aspecto: como respuesta engañosa a las situaciones de
malestar y, por consiguiente, como medio de huída hacia la felicidad, y como propuesta
de «valor alternativo», esto es, como otro modo de vivir que no acepta el modo de vivir
común.
En la complejidad de la situación juegan también algunas contradicciones graves la
política exterior e interna de los estados nacionales acerca de los grandes valores de la
paz, la libertad y la justicia, que no son afirmados con decisión, así como la pesadilla
aberrante del conflicto nuclear. De ahí se deriva una especie de pesimismo existencial,
que induce a querer las cosas aquí y ahora, a consumir de prisa cualquier emoción;
y un «juvenilísimo» que carga de injustas expectativas la vida de los jóvenes, como mito
de éxtasis y de felicidad. Ambos no son ciertamente extraños a la difusión de la droga,
habiendo privado al hombre de certezas válidas, de la seguridad de un modelo justo, y
eliminado de los horizontes humanos fe e ideales en los que creer y esperar.
Nuestra sociedad — es decir, todos nosotros, conscientes, copartícipes de eventuales
errores, coagentes en proponerlos de nuevo — nos impulsa a superar estas ansias e
inseguridades con los psicofármacos; nos ilusiona que felicidad, realización y éxito son
asequibles con píldoras de energía eficiente, nos enseña a vencer la angustia con el alco-
hol, según la estrategia de una productividad no sometida a las necesidades humanas,
sino orientada a imponer necesidades falsas, negativas y alienantes. ¿No es quizá cierto
que las fuerzas socioeconómicas hoy se dirigen a los jóvenes (e incluso a los niños)
como a sujetos que se han de conquistar para el mercado de consumo teniendo
corno primer objetivo lo útil y no la educación?
Escasas defensas pan los jóvenes
Precisamente el joven, en fase de formación, es el sujeto más expuesto a los engaños.
En el momento en que inicia su exploración personal del mundo, haciéndose una propia
escala de valores, confrontando lo que desearía con lo que encuentra y desarrollando el
proceso de socialización, el joven no es aún plenamente capaz de decisiones razonadas.
En esta fase de estructuración de su personalidad se encuentra abierto a las novedades,
alimenta curiosidades, busca la relación con los demás, para conocerse y conocer, para
probarse, para definir su identidad. Por esto puede dejarse seducir fácilmente por
modelos aberrantes. Al final de su camino de búsqueda puede encontrar también al
distribuidor en busca de nuevos compradores.
Sus defensas serían ciertamente más eficaces si tuviese detrás una familia que fuera
para él guía, información, afecto, refugio en los momentos difíciles. Pero ya hemos
visto cómo y cuanto ha cambiado la familia, en el paso de una cultura campesina a una
cultura industrial y tecnológica. En la primera, la transmisión de valores de padre a
hijo era lenta pero ineludible y segura: el padre, depositario del saber enseñaba al hijo
las cosas del mundo y de la naturaleza. Hoy la figura del padre ha perdido este
prestigio cultural, su autoridad de guía: los conocimientos son tan amplios, rápidos y
cambiantes que impiden una asimilación del saber paterno. Frecuentemente, además,
la preparación escolar del hijo resulta incluso superior a la del padre, el cual casi
siempre por la rapidez de los cambios permanece extraño a los fenómenos típicamente
juveniles de conducta, por lo cual el hijo ya no ve más en él un interlocutor confiable y
«preparado».
Finalmente, tiene siempre mayor eficacia (también manipuladora) una forma de
transmisión de los conocimientos fuera del ámbito familiar: la realizada a través de los
mass-media, que proponen continuamente modelos culturales sumamente insidiosos
para la psicología juvenil, sobre todo a través de la publicidad.
Por no hablar del papel negativo de ciertos padres dentro de la familia «nuclearizada»,
que ha entrado en crisis como célula básica de la sociedad. Son a menudo los mismos
padres quienes acríticamente vuelven a proponer a los hijos aquellos modelos de éxito y
de comportamiento. No puede venir beneficio alguno a los jóvenes de una familia
frecuentemente amenazada en su estabilidad por separaciones, desempleo, entradas
económicas por debajo de la media general, es decir, por factores que crean
marginación y un sentido de frustración en relación con el modo de vivir de los otros.
De la frustración a la revancha no hay más que un paso. Y entonces el joven «huye»: a
las calles, a las plazas, se une a grupos para buscar lo que le falta. Y aquí encuentra la
última asechanza, en la red del amplio mercado en el que opera gente sin escrúpulos,
con conexiones a nivel internacional, un mercado del cual el distribuidor de la esquina
es sólo el «terminal».
EI potencial tóxicodependiente, debilitado familiarmente y privado de certezas morales,
sugestionado por el proceder de los de su misma edad, del «grupo», realiza así la
primera decisión para evadirse, para probar o aunque sólo sea para ser aceptado. La
droga ha llegado así hasta las puertas de las escuelas medias inferiores, lo cual eleva
grandemente el umbral de peligrosidad social del fenómeno.
El tóxicodependiente, carente de salud física y psíquica, de amor, de comprensión, de
saber, pero sobre todo de libertad, entra, por consiguiente, en la categoría de los nuevos
necesitados: es el prisionero del alma. Por esto, no asombra que se hayan ido creando
comunidades terapéuticas de inspiración cristiana que, con gran dedicación y compe-
tencia, afrontan sobre todo la dimensión personal y psicológica del tóxicodependiente.
Efectivamente, el verdadero problema no es la dependencia física, sino la psicológica: a
pesar de las aparentes expresiones de «libertad» manifestadas con ostentación por el
tóxicodependiente, él se siente esclavo hasta el punto de no creer ya en la posibilidad de
curación.
Un campo abierto a los Hermanos de San Juan de Dios
El tema requeriría bastantes más profundizaciones, pero me detengo aquí por ahora. He
hecho esta reflexión porque estoy convencido de que el Hermano de San Juan de Dios
posee, a nivel religioso y profesional, la posibilidad de acercarse adecuadamente al
problema, desarrollando el papel de guía-animador, colaborando con otras iniciativas,
siempre atento al problema humano.
Mis queridos hermanos: como he prometido, con este documento no pretendo daros
determinadas órdenes, sino proponeros reflexiones útiles para descubrir la enorme gama
de nuestras posibilidades, que ya en parte hemos desarrollado, pero que pueden
encontrar en nuestro tiempo muchas otras aplicaciones.
He indicado tres que me parecen están a nuestro alcance de forma más inmediata, y que
nosotros podemos afrontar sólo después de un examen atento de nuestras situaciones
particulares y después de haber identificado a los necesitados de hoy.
Mi objetivo principal, lo repito, era el de estimularnos a meditar, a salir de los estrechos
esquemas que nos impiden cambiar como lo exigen nuestro carisma y nuestras
Constituciones. Pretendía invitar a cada uno de nosotros a salir de nuestras
tóxicodependencias — rutinas, comodidad, seguridad, lamentos, perezas, costumbres,
miedos — para entrar en la esfera de la creatividad, para satisfacer eficazmente las
necesidades del hombre contemporáneo.
Nuestra identidad, en efecto, no se construye sobre la conservación acrítica del pasado,
sino más bien sobre la atención al presente y al futuro, sobre la pronta disponibilidad de
todos para emprender aquellas actividades, aquellas funciones, aquellas iniciativas que
requieren los tiempos, en la indefectible fidelidad al Evangelio y a nuestro santo
Fundador.