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LA JUSTIFICACION DEL ESTADO Por el Lic. Héctor GONZALEZ URIBE, Profesor de la Escuela N aciana[ de Jurisprudencia. SUMARIO: I. Planteamiento del problema. En qué consiste y necesidad de su estu- dio por la Teoría General del Estado. II. Posiciones típicas en torno del problema de la justificación del Es- tado. 1) La teoría teológico-religiosa; 2) la teoría de la fuerza; 3) las teorías jurídicas; 4) las teorías morales; 5) la teoría psicológica; 6) la teoría solidarista. III. Ensayo de solución del problema. I PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA En qué consiste y necesidad de su estudio por la Teoría General del Estado El problema de la justificación del Estado es uno de los más im- portantes que se plantean en la investigación política, como lo revelan los estudios que de él se han hecho desde la más remota antigüedad, y la preocupación de los tratadistas contemporáneos -tanto en el campo de la Teoría del Estado como de la Filosofía Jurídica y Política- por examinarlo más a fondo y resolverlo. Puede decirse que junto con el tema de la soberanía y el de los fines del Estado, con los que está íntimamente ligado, constituye el núcleo o centro vital de todo estudio científico del propio Estado. N ótase sin embargo, en muchas ocasiones, una gran de- ficiencia en el p_Ianteamiento y elucidación de este problema, ya sea por Esta revista forma parte del acervo de la Biblioteca Jurídica Virtual del Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM www.juridicas.unam.mx http://biblio.juridicas.unam.mx DR © 1949. Universidad Nacional Autónoma de México Escuela Nacional de Jurisprudencia

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LA JUSTIFICACION DEL ESTADO

Por el Lic. Héctor GONZALEZ URIBE, Profesor de la Escuela N aciana[ de Jurisprudencia.

SUMARIO:

I. Planteamiento del problema. En qué consiste y necesidad de su estu­dio por la Teoría General del Estado.

II. Posiciones típicas en torno del problema de la justificación del Es­tado. 1) La teoría teológico-religiosa; 2) la teoría de la fuerza; 3) las teorías jurídicas; 4) las teorías morales; 5) la teoría psicológica; 6) la teoría solidarista.

III. Ensayo de solución del problema.

I

PLANTEAMIENTO DEL PROBLEMA

En qué consiste y necesidad de su estudio por la Teoría General del Estado

El problema de la justificación del Estado es uno de los más im­portantes que se plantean en la investigación política, como lo revelan los estudios que de él se han hecho desde la más remota antigüedad, y la preocupación de los tratadistas contemporáneos -tanto en el campo de la Teoría del Estado como de la Filosofía Jurídica y Política- por examinarlo más a fondo y resolverlo. Puede decirse que junto con el tema de la soberanía y el de los fines del Estado, con los que está íntimamente ligado, constituye el núcleo o centro vital de todo estudio científico del propio Estado. N ótase sin embargo, en muchas ocasiones, una gran de­ficiencia en el p_Ianteamiento y elucidación de este problema, ya sea por

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no considerarlo en toda su amplitud, por no concederle sustantividad propia y confundirlo con otros problemas afines, o por dejar viva la interrogan­te que en él se contiene, por lo que las exposiciones de muchos autores no son satisfactorias. Urge, pues, aunque sea brevemente, proponer con la mayor claridad y precisión posibles los términos en que surge el pro­blema, examinar las diversas posiciones desde las cuales se ha tratado de resolverlo, y esbozar, después, la posible solución del mismo. Se conse­guirá así, dentro de las limitaciones inevitables, su mejor conocimiento.

Para poder darse cuenta de por qué se impone al investigador la cuestión de la justificación del Estado, ha de partirse de dos supuestos fundamentales : la naturaleza del Estado y la del hombre mismo. El Es­tado, agrupación política por excelencia, es, ante todo y sobre todo, un hecho social, un fenómeno que se da en la convivencia humana y que se realiza en el dominio de la cultura, esto es en el de los actos humanos que se ordenan a un fin. El· error naturalista que concibe al Estado como una formación puramente natural, como un organismo físico o biológico, sujeto a las leyes que rigen el mundo de la naturaleza, está totalmente descartado en la actualidad. Siendo, pues, un producto cultural, algo que queda comprendido en la esfera del actuar del hombre en busca de un fin, que es el de su perfección, el Estado no tiene tan sólo una realidad, configurada por una serie de factores de diversa índole -materiales, como el territorio y la población, inmateriales como el poder-, sino también un sentido, un significado, y además, un valor. De aquí se desprende, como consecuencia, que para conocer cabalmente al Estado no basta exa­minar su realidad -hecho sociológico.- sino que es preciso, además, comprender su sentido y precisar su contenido valorativo. Considerar al Estado como un simple poder que se impone, como una mera dominación de hecho, es ignorar y mutilar su verdadera naturaleza. Ahora bien, ¿en qué consisten ese sentido y ese valor del Estado? El sentido hace referen­cia, fundamentalmente, a la función social de la agrupación política supre­ma, a "su acción social objetiva", función que consiste, como lo expresa con su habitual concisión y maestría Hermann Heller, "en la organiza­ción y activación autónomas de la cooperación social-territorial, fundada en la necesidad histórica de un 'status vivendi' común que armonice_ todas las oposiciones de intereses dentro de una zona geográfica, la cual, en tanto no exista un Estado mundial, aparece delimitada por otros grupos territoriales de dominación de naturaleza semejante". El valor del Esta­do, a su vez, se refiere a la orientación específica del poder político, h los criterios que señalan la posibilidad de enjuiciamiento de ese poder en una instancia crítica superior a la de su mera realidad sociológica. Una

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vez aclarados estos conceptos, podemos decir, buscando una mayor pre­cisión metódica, que el Estado se "explica" por su sentido propio, es de­cir, a través de la función social que realiza, y se "justifica" en la medida en que realiza el valor al que está orientado. La naturaleza misma del Estado -no parcial y fragmentariamente considerada, sino en su inte­gridad-, impone pues, el estudio de su justificación.

Por otra parte, la naturaleza del hombre, su peculiar modo de ser, exige también ese estudio. El hombre, por sus constitutivos ontológicos y psicológicos, es un ser lleno de imperfecciones que busca constantemen­te superarse, perfeccionarse -cuando no lo hace quebranta la ley de su naturaleza racional- y siente, por ello, un deseo muy vivo de saber, de conocer, que a menudo se transforma en inquietud y angustia. Pero su ansia de verdad no se agota en el conocimiento de lo que las cosas "son", sino que está insatisfecha hasta que sabe "cómo" y "por qué" son esas mismas cosas. Traspasando la corteza exterior de los seres, busca siem­pre las esencias, y no conforme con averiguar las causas inmediatas in­quiere por las primeras y últimas. Por eso cabe decir que la vocación filosófica es innata en el espíritu humano. Con ésta se aúna también, esa actitud característica del hombre de inconformidad con lo que le rodea y deseo de transformar, de acuerdo con sus fines, la realidad circundante. Con cuánta razón se ha hablado de esa oposición irreductible en la con­ciencia humana entre la realidad y el ideal, entre el ser y el deber ser, y se ha dicho del hombre, utilizando bella expresión, que es "el asceta de la vida", el eterno protestante, que sabe decir "no" a la realidad, mien­tras el animal la teme y la rehuye. Bien ha dicho Heller, al considerar la proyección de esta fundamental postura humana en la historia, que "si existe una específica historia humana o historia de la cultura, se debe a que el hombre, por naturaleza, es un ser utópico, esto es, capaz de oponer al ser un deber ser y de medir el poder con el rasero del derecho". No es de extrañar, por tanto, siendo ésta la naturaleza propia del hombre, que al encontrarse frente al Estado, como sujeto de conocimiento, trate de investigar no sólo lo que el Estado es, sino además cómo es y por qué existe, y que yendo más a fondo, trate de averiguar -frente a la realidad incontrastable de un poder de dominación que se impone por encima de las voluntades individuales-, por qué debe existir el propio Estado, con ese poder coactivo. Surge así, de inmediato, por una imperiosa exigencia del espíritu, la cuestión de justificación a que nos venimos refiriendo.

Mas conviene ahora concretar los términos en que se plantea esa cuestión. El Estado, decíamos, es un hecho social, una institución hu­mana, y, por consiguiente, como todo aquello en que interviene la activi-

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dad finalista del hombre, no tiene los caracteres de regularidad de los hechos naturales, que obedecen a leyes ineluctables, sino que en su forma­ción y desarrollo influye decisivamente la voluntad, que se mueve, de ordi­nario, iluminada por la razón, pero que, por la libertad de que es~á dotada, puede escoger otros caminos que no son los que la propia razón le señala, derivándose de aquí la posibilidad de cambios y variaciones en la orienta­ción de la actividad estatal. Si las acciones humanas, pues, pueden ser enjuiciadas por la conciencia, según que se conformen o no a la recta razón, esa actividad del Estado --que no es, en el fondo, sino específica actividad humana- naturalmente puede y debe ser enjuiciada ante crite­rios superiores de valor, y justificada en la medida de su conformidad con esos criterios. Es más, hasta tal punto es importante esta cuestión para la existencia de la agrupación política, que puede decirse, con toda verdad, que "el Estado vive de su justificación", cosa que no es de ex­trañar dada la vinculación íntima que existe entre la realidad del Estado y su sentido y valor, como antes se ha visto.

El problema de la justificación puede concretarse, entonces, en las siguientes interrogaciones fundamentales : ¿por qué debe existir el Es­tado? ¿cuáles son los principios, de orden superior, que imponen la exis­tencia del Estado? O también, como dice J ellinek --aunque sin diferenciar claramente las cuestiones del sentido y del valor del Estado--: "Toda generación, por una necesidad psicológica, se formula ante el Estado esta" pregunta: ¿ Por qué existe el Estado con un poder coactivo? ¿ Por qué debe el individuo posponer su voluntad a la de otro? ¿Por qué y en qué medida ha de sacrificarse él por la comunidad?" Y precisando más,

· todavía, podemos decir con Heller que "la cuestión que el problema de la justifieación del Estado plantea no es, como se cree por casi todos: ¿por qué razón se debe soportar la coacción del Estado?" sino que "la cues­tión que ocupa el primer plano es la siguiente: ¿por qué tenemos que ofrecer al Estado los mayores sacrificios en bienes y en sangre? Pues mediante este sacrificio espontáneo y sólo en segundo término mediante la coacción conllevada, nace y perdura el Estado".

Estos son los términos escuetos del problema de la justificación, pero -al llegar a este punto se impone hacer dos aclaraciones fundamentales que precisa conocer para entender en toda su amplitud la cuestión propuesta. Es la primera la de que, cuando se habla de la justificación del Estado, de lo que se trata es de justificar la autoridad o poder coactivo, puesto que es precisamente este ~lemento el que exterioriza la acción estatal y permite reconocer su existencia en el seno de la convivencia humana -ador­nado, claro está de ciertas cualidades que lo distinguen de los demás

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poderes sociales- y es, además, el que, al ser puesto en ejercicio, señala la posibilidad de que la voluntad del Estado se imponga sobre la de los particulares y surja así la cuestión de si es justificada o no esa imposi­ción coactiva, frente a criterios y principios superiores. Por esto muchos teóricos del Estado, al tratar del problema de la justificación le llaman justificación del poder o de la autoridad, haciendo especial hincapié en el carácter filosófico-jurídico del mismo, por cuanto lo que trata de encon­trarse es "la razón última de la obediencia a las leyes impuestas por la comunidad" (Posada), o bien "el título en que apoyar la necesidad de la obediencia" (Ruiz del Castillo). Y la segunda aclaración es la de que, cuando se trata de buscar la justificación del Estado -llamémosle así por mero convencionalismo, en la inteligencia de que lo que se justifica es el poder del Estado o "imperium", que no es más que uno de los ele­mentos del mismo-, se considera al propio Estado como institución, en sus caracteres más amplios y generales, desprendido de su concreción his­tórica, en un lugar y en un momento determinados, con objeto de poder encontrar los principios básicos que rigen la materia. La justificación de los Estados particulares, no tiene interés para la teoría general del Estado, como tal, ya que deriva de los principios generales y, en todo caso, depende en gran parte de datos históricos. Por esa razón no en­cuentra cabida en un estudio de la naturaleza del presente.

Hechas estas aclaraciones indispensables, hemos de decir, para tener una visión más completa de los términos en que se plantea la cuestión de la justificación, que el poder del Estado se impone en la vida social como una necesidad natural, a fin de promover unidad en acciones diversas y heterogéneas, y conducir a los hombres al cumplimiento de su destino temporal, mediante la creación del clima moral colectivo propicio para el desarrollo de todas sus facultades. El poder estatal persigue, pues, una finalidad determinada, que es la de lograr un bien, que sobrepasa el bien particular de los súbditos, y aun el de los grupos sociales como la familia, el municipio, la provincia, la corporación profesional, las ins­tituciones culturales y morales, y recibe el nombre de bien común tem­poral o bien público temporal. Mas para poder obtener ese fin, necesita establecer un orden, y ese orden, por regla general, debe imponerse coac­tivamente, venciendo las resistencias de los hombres, porque éstos, guiados por su interés personal y su egoísmo, buscan casi siempre la satisfacción de sus propias necesidades y no miran por la de los demás. El poder estatal se explica así, plenamente, por la función que desempeña, y no es difícil comprender su necesidad sociológica. Sin embargo, la simple referencia al orden no es título bastante para legitimar, ante la conciencia

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de los hombres, la existencia de ese poder coactivo, sino que es necesario que ese orden reuna determinadas condiciones indispensables ; que sea, fundamentalmente, un orden que se ajusta a los principios supremos de la moral y de la justicia. "No es razón de que el Estado asegura un orden social cualquiera -dice Hermann Heller- sino porque persigue un orden justo se justifican sus enormes exigencias. Solamente refiriendo la función del Estado a la función del derecho es posible la consagración del Estado." He aquí aclaradas perfectamente, la función social de la autoridad, que nos explica por qué existe el Estado como institución, y la justificación moral de la misma, que nos dice por qué debe existir el propio Estado y cuál es la razón de que sus exigencias sean legítimas. N o debe confundirse nunca esa función con la justificación. "La justifica­ción moral de su pretensión -sigue diciendo el profesor de Francfort re­firiéndose al poder estatal- el derecho a los mayores sacrificios y a la coacción, no puede fundamentarse con la mera referencia a la necesidad de su función social : organización y activación de la colaboración social dentro de un territorio. Porque una función social podrá hacernos inte­ligible, explicarnos por qué existe el Estado como institución, pero no justificarnos por qué debe existir la institución Estado o, sencillamente, este determinado Estado. Toda explicación se refiere al pasado; toda jus­tificación, al futuro. Muchos autores, para hacer ver que se trata de una necesidad humana universal, afirman que siempre ha habido Estado, y algunos llegan a sostener que el Estado es más viejo que el género hu­mano. Afirmación falsa, sin duda alguna; pero, aun siendo verdadera, no nos serviría para fundamentar que siempre ha de haber Estado y mucho menos todavía para convencer a un anarquista o a un marxista de que el Estado debe existir en el futuro. Engels reconoce expresamente que el Estado es una necesidad socio-histórica de la sociedad dividida en clases, pero ello no le impide negar la legitimidad de semejante instrumento de explotación."

Ahora bien, precisados ya los términos del problema, debemos pre­guntarnos: ¿puede una cuestión como la de la justificación del Estado ser estudiada por una Teoría del Estado como la actual? Para contestar esta pregunta, debemos primero hacer somera referencia al lugar que ha ocupado esta cuestión en la evolución histórica de las especulaciones polí­ticas y hacer después algunas consideraciones acerca de su importancia para el conocimiento pleno del Estado.

El tema de la justificación, bajo diversos nombres y aspectos, ya como origen del poder público ya como legitimación del mismo -en ge­neral o bien en alguna forma determinada- ha sido preocupación cons-

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tante de los diversos escritores políticos. Desde la antigüedad más re­mota hasta nuestros días -particularmente hasta el segundo tercio del siglo diecinueve- puede decirse que no ha habido escritor de importan­sia que no lo haya tratado, y los nombres ilustres de Platón, Aristóteles, San Pablo, San Agustín, Santo Tomás, Suárez, Vitoria, Hobbes, Locke, Rousseau, Bossuet, Kant y tantos más, marcan las piedras miliarias de la ruta que en la sucesión de los tiempos va recorriendo el problema. Más adelante hemos de ver con mayor amplitud la evolución histórica de las teorías de la justificación y nos daremos mejor cuenta de cómo se han preocupado los hombres por las cuestiones que se plantean en torno de la legitimidad del poder político.

Llegó, empero, una época, que puede situarse más o menos en la segunda mitad del siglo pasado, en que la teoría política, dominada por el historicismo y positivismo reinantes, llena de horror por las cuestiones que llamaba "metafísicas" -cuyo conocimiento trascendía el ámbito de la experiencia sensible-, rehuyó tratar temas que, como el de la justifica­ción del Estado, hundían profundamente sus raíces en el subsuelo filosó­fico, y se contentó tan sólo con aquellos que podían ser conocidos con ayuda de la historia y de los métodos propios de las ciencias experimen­tales. Surgió entonces el grave error de confundir los problemas del senti­do y del valor del Estado y de creer que la simple existencia histórica del Estado -el hecho de haber perdurado a través de los siglos a pesar de las vicisitudes y cambios de personas y sistemas- era motivo suficiente de justificación de éste, y que la función social que realizaba bastaba para legitimarlo. "Toda la época que sucede a la bancarrota del derecho natu­ral -expresa Heller confirmando lo anterior-, se caracteriza por su incapacidad fundamental para entender, tan siquiera, la cuestión de la justificación del Estado, y no digamos nada de resolverla satisfactoriamen­te. El problema de la validez moral del Estado se confunde casi siempre con la cuestión referente a la razón sociológica de vigencia del poder estatal, ya que, al buscar la justificación del Estado, se nos remite a su reconocimiento por la democracia o por el espíritu del pueblo nacional, y a las ideologías legitimadoras dominantes."

Esta actitud de los escritores políticos, que no es sino la consecuencia natural de la influencia del positivismo e historicismo en todos los domi­nios de la cultura, y que dió muy malos resultados para la Teoría del Es­tado, puesto que cercenó de su esfera propia el estudio de muchos pro­blemas que siempre le habían pertenecido, coincidió con otra que produjo también resultados funestos para el progreso de dicha Teoría, y fué la de absolutización de las formas y conceptos propios del Estado de dere-

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cho liberal-burgués, lo que trajo consigo un estancamiento en los estudios debido a la creencia de que se había logrado tanto una forma política ideal como un conocimiento científico que sólo cabía perfeccionar en los detalles, pero no en el fondo, en el que se había llegado a una casi unanimidad de opiniones. Esta era la situación en que se encontraba el pensamiento po­lítico. Muy pronto, sin embargo, esa recia estructura, que se creía cons­truída Sub specie aeternitatis, empezó a sufrir fuertes ataques de los enemigos, a bambolearse, y a verse en grave peligro de un desplome total. El optimismo reinante -producto de una ilimitada confianza en la cien­cia- se cambió en angustia e inquietud y las creencias más sólidas se debilitaron, sobreviniendo una aguda crisis en las ideas e instituciones. En una palabra, en un terreno abonado por el dogmatismo científico, apareció la duda, y las cuestiones todas de la Teoría del Estado -antes indiscu­tidas- comenzaron a hacerse problemáticas.

¿Cuál fué la causa de este fenómeno? Es evidente que no fué una sola sino que fueron muchas las causas que influyeron en su aparición y desenvolvimiento. Debe señalarse, empero, como factor predominante, sin olvidarse de todos los demás que han configurado la llamada crisis del Es­tado moderno, el advenimiento de las teorías socialista y anarquista, que no conformes con criticar el orden de cosas creado por el liberalismo ca­pitalista, llevaron su ataque hasta los fundamentos mismos de la sociedad y el Estado, declarando que este último debía desaparecer por no ser más que un instrumento de explotación en poder de las clases dominantes, o por no ser, en todo caso, sino un medio inútil de coacción y de fuerza. Negóse, pues, no ya la función social del Estado, sino su justificación misma, y, por tanto, la necesidad de su existencia en el futuro. El Estado había desempeñado un determinado papel en las relaciones sociales en el pasado, pero no debía seguir existiendo cuando esas relaciones fuesen distintas y permitiesen un mejor y más libre desarrollo de la actividad humana.

Ante esta crítica tremenda -una de las peores que ha sufrido la ins­titución del Estado a lo larg¡¡¡ de su evolución histórica- la teoría polí­tica reaccionó y trató de buscar con ahinco los fundamentos últimos del Estado y los principios de su justificación moral, con objeto de demostrar, ante los impugnadores, que no se trataba de una mera construcción con­vencional y ficticia sino de una realidad que debía perdurar por estar basada en un factor que tiene el valor de una "constante", en medio de los cambios histórico-sociológicos, y es la naturaleza del hombre como per­sona. Volvióse así, con la ayuda de la filosofía -que ya para fines del si­glo pasado y principios del presente había recobrado su categoría de

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Scientia rectrix, mientras el positivismo caía en descrédito- al estudio de los temas clásicos en la ciencia política y entre ellos, esencialmente, al del poder del Estado en todos sus aspectos, incluyendo, de modo salien­te, el de la justificación moral del mismo. Por ellQ se encuentra en las obras de los más destacados teóricos del Estado de nuestros días, con mayor o menor extensión y profundidad, un análisis del tema que nos ha venido ocupando, lo que demuestra el interés indudable por el mismo y la importancia que se le concede en la actualidad.

Por otra parte, el tema mismo de la justificación, independientemen­te de la evolución que ha sufrido en el curso de la historia del pensamiento político y del lugar que ahora ocupa en las preocupaciones de los trata­distas y maestros de la Teoría del Estado, se impone al examen del inves­tigador de las cuestiones estatales, que trata de obtener un conocimiento lo más completo posible acerca de la agrupación política suprema, por una necesidad lógica, surgida de la naturaleza del propio Estado y de la de los hombres, como lo hemos visto en párrafos anteriores. En efecto, el simple análisis de la realidad del Estado no nos entrega más que un aspecto a faceta del mismo -soslayamos aquí, por no ser el lugar adecua­do, el problema de si la comunidad estatal no tiene más que un solo as­pecto, el sociológico o el jurídico, o bien varios- sin revelarnos su sentido inteligible ni su valor. N os proporciona una visión trunca. Además, aparte de la cuestión del conocimiento teórico, hay un dato existencial que no puede hacerse a un lado cuando se trata de un fenómeno tan importante como el Estado, y es el de que éste, como ya lo apuntábamos en otro lugar, '"vive de su justificación", lo que quiere decir que mantiene sus procesos vitales no sólo por la adhesión espontánea y en cierto modo irreflexiva de las grandes masas, por el consenso cotidiano de la mayoría de los súb­ditos, sino también, y sobre todo, por la fe que en su legitimidad moral conservan las minorías activas, que se encargan, generalmente, de los puestos directivos ya sea del gobierno o de los órganos de la opinión pública. Son esa adhesión y esa fe, constantemente renovadas, las que hacen vivir al Estado. Cuando cesan, el Estado mismo, en un lugar de­terminado o como institución en general, están en peligro de desaparecer. Es por eso que cada generación, "con psicológica necesidad", como dice Heller, tiene que plantearse y resolverse el problema de la justificación del Estado, para darle aliento y vigor y ponerlo en condiciones de que realice sus fines, y por eso también que una Teoría del Estado, que no quiera ignorar la naturaleza misma de lo que es su objeto propio de co­nocimiento, debe tratar ese problema.

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Verdad es -y esto vaya de paso- que la cuestión de justificación del Estado es de índole esencialmente filosófica, ya que mira a los valo­res supremos que debe realizar la comunidad política, y rebasa las posi­bilidades de los métodos empírico-causal, histórico-sociológico y jurídico, propios de una ciencia como la Teoría del Estado, pero ello no quiere decir que esa cuestión no deba ser estudiada por dicha teoría, pues aun­que el propósito fundamental de ésta como ciencia política sea "exponer todo lo que la experiencia política pueda descubrir por medios empíricos y sin apelar a la especulación lógica y metafísica" ( Heller), no puede desconocerse que hay temas, indispensables para un conocimiento pleno del Estado, para los cuales debe acudir a la filosofía, pues de otra manera no podría solucionarlos. Debe hacer apelación así la Teoría del Estado a la epistemología política, preguntándole cuáles son los modos de cono­cimiento del Estado ; a la ontología política, cuáles son los fundamentos últimos del ser de la agrupación política suprema ; a la axiología política, cuál es el valor al que el Estado debe servir; y a la ética política, cuáles son los fines que el propio Estado debe realizar. Se justifica entonces el pensamiento del maestro alemán, que nosotros acogemos: "Tan necesaria como la Teoría del Estado para la Ciencia Política, lo es la Filosofía del Estado para ambas. Es filosofía, toda actitud del pensar respecto al mun­do considerado como unidad. Sin una inserción ideal de lo estatal en la universal conexión de una concepción del mundo, aunque sólo sea como algo sobreentendido, no es posible una ciencia política" (Heller.) Esto significa, en suma, que el tema de la justificación no implica ninguna intromisión indebida de la filosofía en el campo de la Teoría del Estado, sino que goza de ciudadanía, por derecho propio, en el país de lo estatal, ya que el Estado, a menos que se conforme con quedar reducido a un mero poder de hecho, a un simple fenómeno de fuerza bruta, necesita presentar ante el tribunal de la conciencia humana, individual o colectiva, títulos de legitimidad muy claros, que demuestren que su existencia se basa en algo valioso y, por tanto, merece seguir desarrollándose, y son precisamente los criterios a la luz de los cuales va a ser enjuiciado el Es­tado los que son suministrados por el estudio del tema de que se trata, con lo que se pone de manifiesto su capital importancia y lo ineludible de su examen si se quiere adquirir un conocimiento plenario de la máxi­ma comunidad política.

En los anteriores términos, creemos haber expuesto, someramente, en qué consiste el problema cuya elucidación es materia de este trabajo y la necesidad de su estudio por parte de una Teoría del Estado que quiera

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comprender la integral naturaleza ele éste. La exposición ha sido, forzosa­mente, muy breve, porque dada la índole ele nuestra investigación --que se concreta al dominio ele la teoría estatal- no hemos querido adentrar­nos más en el análisis de un tema que, en su plenitud, corresponde a la filosofía política, que es la encargada de desentrañar los supuestos funda­mentales que condicionan y justifican la búsqueda ele los criterios valora­tivos a que debe someterse el Estado. Por eso hemos pasado por alto muchos problemas que están íntimamente relacionados con el de la legi­timidad del poder político, pero que exigen un especial tratamiento filosó­fico, tales como el del contenido de los juicios de valor acerca de dicho poder -cosa que requiere una investigación en torno del origen del co­nocimiento-, y el ele la determinación de otras cuestiones previas que plantea toda teoría axiológica. En este punto, la Teoría del Estado se contenta con aquellas soluciones a las que se ha llegado a un mayor acuer­do en la filosofía y hace la aplicación que juzga más adecuada, ele ellas, a la materia política; tal es la razón por la que no ahondamos más nues­tra investigación en cuestiones estrictamente filosóficas. Para completar esta parte del presente estudio --que no tiene más pretensión de origina­lidad que la de buscar un mayor orden en la exposición de las cuestiones que interesan a la justificación del Estado, y una mayor pulcritud en la diferenciación conceptual ele los problemas que alrededor de la misma se suscitan-, no nos resta pues, sino distinguir entre dos cuestiones que habitualmente son confundidas por los autores y que, sin embargo, son distintas tanto por el aspecto del Estado a que se refieren como por el punto de vista en que se sitúa el investigador para examinarlas. Esas cuestiones son las del origen del Estado y de la justificación del mismo.

La primera de ellas se plantea, sustancialmente, en los siguientes términos : siendo el Estado un fenómeno que se realiza en el seno de la convivencia humana, es evidente que su creación y desenvolvimiento obe­decen a una serie de factores que pudieran llamarse sociológicos y que intervienen, de manera más o menos decisiva, en su existencia. ¿Cuáles son ellos? ¿Necesidades puramente naturales, procesos de voluntad hu­mana? He allí un problema genético que requiere, en esencia, de la in­vestigación sociológica. O bien : la historia nos enseña que no siempre ha existido el Estado tal como lo conocemos en la actualidad, sino que hubo épocas en la evolución de la humanidad en que la indiferenciación social impedía la existencia de un poder único, centralizado, que se impusiera sobre los demás poderes sociales y guiase al grupo al cumplimiento de un fin superior al de cada uno de sus componentes. ¿En qué momento surgió el Estado? ¿Cómo surgió? ¿Cuáles fueron las necesidades especí-

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ficas que en las primitivas fases del desarrollo de los hombres, le dieron origen? He allí un problema de carácter histórico que a la historia o a la pre-historia toca resolver. O bien todavía: el Estado, como toda reali­dad creada, obedece a causas, y se mantiene, precisamente, por el juego de las mismas, pero el hombre no se conforma con conocer las causas puramente externas, fenoménicas, inmediatas, que lo producen, sino que, llevado de su afán de saber, inquiere por las causas primeras que han originado la institución del Estado. ¿Cuáles son esas causas? ¿La volun­tad de Dios? ¿La de los hombres, que se ha manifestado mediante el ar­tificio de la convención? ¿La naturaleza de las cosas? He ahí, básicamen­te, un problema de índole filosófica que toca resolver no a la sociología ni a la historia, sino a la filosofía política y social. Estos tres problemas, naturalmente se encuentran relacionados entre sí y es de la resolución conjunta de ellos de donde puede derivarse un conocimiento cabal acerci del origen del Estado. Debe aclararse, sin embargo, que cuando se trata del origen de la agrupación estatal, hay que distinguir el caso de la genésis del Estado en general -"cuestión relativa a las formaciones primarias de los Estados", como le llama Jellinek- y el de la formación de nuevos Estados, particulares, en el curso de la historia, en un mundo en que, generalmente, las características estatales se encuentran ya claramente de­finidas. Es sólo la primera cuestión, que la mayoría de los tratadistas encuentran muy difícil de resolver en su aspecto histórico, la que interesa a la Teoría del Estado. La otra pertenece, exclusivamente, al dominio de la historia política.

La segunda de las cuestiones propuestas, en cambio, difiere radical­mente de la primera. En efecto, lo que interesa al investigador, tratándose de la justificación del Estado, no es el origen sociológico, histórico o aun filosófico de éste, sino los títulos de legitimidad que amparan al po­der político para imponerse sobre los hombres y exigirles los mayores sacrificios en bienes de la vida, patrimoniales y no patrimoniales. Cierto es que, en ocasiones, la justificación del poder emana de su origen, par­ticularmente cuando se considera al Estado "en abstracto", pero la mayo­ría de las veces depende también de otros factores, que se refieren al ejercicio del propio poder, como veremos más adelante, y entonces no hay relación alguna de causalidad. Por otra parte, el punto de vista del estudioso varía en ambas cuestiones. Tratándose del origen del Estado se buscan datos reales, positivos, con el solo límite de la capacidad de la historia y la sociología para proporcionarlos. El terreno en que se mueve el investigador es el de la ciencia empírica. En cambio, cuando se trata de la justificación, la cuestión se sitúa en un plano distinto. Se trata de

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enjuiciar al poder estatal en una instancia crítica superior a la de su po­sitividad, y se buscan entonces criterios ideales que sirvan para confron­tar la realidad del poder con lo que debe ser, y esos criterios no puede suministrarlos la ciencia sino sólo la filosofía. Hay, desde luego, un as­pecto de la cuestión del origen del Estado que, como hemos visto, requie­re de la especulación filosófica y es la de la causa primera de la agrupa­ción estatal, pero incluso en este aspecto el objeto de estudio es diverso, pues cuando se trata de la justificación no se busca un juicio en el orden del ser -lo que cae en el dominio de la ontología- sino un juicio de valor --cosa que interesa a la axiología-, y por tanto, aunque en ambos casos se echa mano de los métodos filosóficos, sin embargo la distinción es clara e indiscutible.

En suma, los problemas acerca del origen del Estado y la justificación del mismo aunque fuertemente enlazados tienen características peculiares y deben ser tratados de distinta manera, no habiendo razón alguna para identificarlos, o por lo menos, para entremezclar muchos de sus elemen­tos. A este respecto, y para poner punto final a esta cuestión, nos adhe­rimos a la opinión de Hermann Heller, sintetizada por Recaséns Siches en los siguientes términos: "Pero la teoría del Estado así desarrollada y fundamentada, debe completarse, según Heller, con una doble considera­ción, el estudio del origen del Estado, de su por qué causal histórico, esto es, del tipo de necesidades humanas que lo engendran, y el estudio de su justificación ideal o estimativa. El primero de esos estudios busca una explicación de por qué y cómo surgen los Estados. El segundo se pregunta por el valor del Estado, se interroga acerca de si es algo legí­timo, cuándo lo es y cómo debe ser para que se halle justificado. Estas dos cuestiones se enlazan una con la otra en cierto modo, pues la justificación se inicia en la explicación y ésta se prolonga en aquélla; debido a que toda realidad social es una unión dialéctica entre ser y deber ser, entre acto y sentido, entre realidad y norma, es una peculiar textura entre am­bos ingredientes".

Con la exposición hecha en los párrafos anteriores, hemos procurado plantear en sus correctos términos el problema de la justificación del Es­tado, señalando la necesidad de su estudio por parte de una Teoría del Estado que quiera abarcar la totalidad del complejo fenómeno estatal y precisando las semejanzas y diferencias que guarda con otros problemas afines, singularmente con el del origen del propio Estado. Como una exi­gencia metódica, hemos buscado, en la medida de lo posible, no exter­nar ningún criterio de valor, sino apuntar, escuetamente, la necesidad de una , indagación estimativa respecto del ·poder político. Hemos llegado,

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empero, a un punto, en que debemos esbozar una solución; pero antes, a guisa de ilustración conveniente, es menester que nos refiramos a las diversas soluciones que se han intentado dar al problema en el curso de la historia. Para ello, y ante la imposibilidad de hacer una enumeración exhaustiva de las mismas --quizá no hay tema más explotado que el de la justificación por la literatura política- vamos a procurar reducirlas a unas cuantas, tomando, como criterio, la corriente del pensamiento que representan. Serán, pues, materia de exposición, las posiciones típicas en torno del problema de la justificación del Estado, sin que se pretenda ago­tar el catálogo de las teorías.

¿Cuáles son esas posiciones? Los autores no se han puesto de acuer­do para señalarlas. Se habla, con frecuencia, de doctrinas teocráticas y no teocráticas, con la finalidad, oculta u ostensible, de contraponer una jus­tificación religiosa o divina del poder a una justificación humana, preten­diéndose que sólo la segunda es "democrática". Otras veces, con una más aguda percepción de las cosas, se clasifican las doctrinas referentes a las condiciones de legitimidad del poder político, en democráticas y autocrá­ticas, según que funden la legitimidad en el consentimiento del pueblo o, por el contrario, sostengan que esa legitimidad emana de los gobernantes mismos. En o~ras ocasiones, se clasifican las teorías justificativas en tras­cendentes e inmanentes, según que "establezcan la suprema razón de ser del Estado en un conjunto de fuerzas y de leyes que están fuera de la so­ciedad, o bien, en un conjunto de fuerzas y de leyes que operan en la misma sociedad". (Groppali.) Así podríamos continuar la ejemplificación, que sería interminable. De entre estas clasificaciones, que contienen gran par­te de verdad, hemos de entresacar, sin embargo, ciertos elementos que creemos bastantes para configurar las teorías que en el curso de los siglos se han disputado la primacía. Esos elementos son los siguientes : la vo­luntad de Dios, la fuerza, los principios jurídicos, las normas morales, los impulsos psicológicos, las exigencias de la vida en sociedad. Cada uno de ellos ha dado lugar a una determinada teoría, que pretende basarse precisamente en esos elementos para justificar al Estado. Resultan, de ese modo, seis las más importantes teorías o grupos de teorías que obedecen a un determinado principio rector, es decir que responden a una cierta corriente de pensamiento, y cobran realidad en derredor de un elemento directivo : 1) la teoría teológico-religiosa; 2) la teoría de la fuerza ; 3) las teorías jurídicas; 4) las teorías morales; 5) la teoría psicológica; 6) la teo­ría de la solidaridad. N o son, desde luego -lo reiteramos-, las únicas, pero sí las que señalan las más típicas actitudes del espíritu humano frente

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al problema del valor del Estado, y por tal razón nos concretaremos al estudio de ellas solas.

Para mayor claridad y orden en la exposición, haremos primero una caracterización de las mismas ; expondremos después, brevemente, los rasgos más salientes de su evolución histórica; y, por último, intentaremos hacer una apreciación crítica. Trataremos con algún detenimiento las teo­rías teológico-religiosas y el grupo de las jurídicas, por estimar que son las más importantes. De las demás haremos tan sólo una indicación sus­tancial.

Il. POSICIONES TIPICAS EN TORNO DEL PROBLEMA

DE LA JUSTIFICACION DEL ESTADO

l. La teoría teológico-religiosa.

Esta teoría, partiendo del principio de la existencia de un Dios creador y providente, sostiene que todas las cosas han sido creadas por Dios y en El encuentran su primer principio y su último fin, y que, como el Es­tado, con su poder coactivo, es una realidad creada, tiene también su origen en la divinidad y se justifica en la medida en que acata sus man­damientos. Como se ve, esta teoría parte de un supuesto ontológico funda­mental, como es el de la existencia de Dios y su acción providente en las cosas humanas, que es demostrable con las solas luces de la razón natural. Sin embargo, si con esto se contentara, sería una teoría filosófica como cualquiera otra, basada en datos propios de la Teodicea, y no es así. Por su nombre mismo -"teológico-religiosa"- nos está indicando que, aun cuando se cimenta en el subsuelo filosófico, parte, al hacer sus aseveraciones, del hecho histórico, positivo y concreto, de la revelación, y que toma muy en cuenta las relaciones del hombre con Dios en que consiste la religión (de "re-ligio", "re-ligare": ligar y volver a ligar). Pero es justo aclarar que no todas las religiones positivas han intervenido de igual modo en la elaboración de esta teoría. Es el cristianismo, con sus dogmas y su moral, sus textos escritos y su tradición, el que de una mane­ra decisiva ha contribuído a darle un perfil especial en los pueblos de occidente, que son los que han elaborado ese tipo característico de cultura al que estamos existencialmente adscriptos. Por tal razón será la refe­rencia al cristianismo la que hagamos casi exclusivamente en el curso de nuestro estudio.

La justificación teológico-religiosa del Estado parte, pues, de bases ontológicas, pero encuentra su culminación en. datos proporcionados por

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una determinada religión positiva. Responde a los dos más íntimos anhe­los del espíritu humano : el afán de conocimiento y la tendencia a la unión con Dios, el motus rationalis creaturae ad Deum, que diría el filósofo medieval. Queda incluída, además, en una concepción total del mundo y de la vida, que implica la existencia de un orden divino regido por leyes que tienen vigencia tanto en el dominio de la naturaleza como en el de los actos humanos, lo que da por resultado que el poder político, merced al principio de causalidad, tenga su origen primario en Dios, y en aten­ción al ordenamiento divino que rige al universo, esté sometido a las leyes eternas promulgadas por el mismo Dios. Supone, en suma, tal tipo de justificación, una explicación trascendente del Estado y de la vida misma, independientemente de las contingencias históricas, aunque a veces haya aspirado a legitimar situaciones concretas que se han presentado en el curso de la evolución humana. Las formas que ha adoptado son muy diversas y van desde la que pretende justificar una organización teocrá­tica del Estado, en que los sacerdotes ejercen el poder político, hasta la que simplemente considera que el Estado tiene su origen primero en Dios y no puede sustraerse al orden moral, que es reflejo de la voluntad divi­na, pero en la determinación de sus formas y en la organización de su gobierno interviene decisivamente el derecho humano. V eremos esto con más detenimiento al examinar, en los siguientes párrafos, el desarrollo de la teoría en el transcurso del tiempo.

Puede decirse, sin temor a incurrir en exageraciones, que no ha habi­do pueblo alguno en el mundo que haya carecido de ideas y prácticas re­ligiosas, por primitivas que éstas y aquéllas hayan sido. Este es un dato histórico y sociológico incontrovertible, que emana de la simple observación objetiva de los hechos, y es ajeno a todo juicio de valor que se haga acerca de esos fenómenos religiosos. No es de extrañar, por tanto, que desde la más remota antigüedad el espíritu humano, acuciado por la preocupación religiosa, haya tratado de encontrar un fundamento trascendente a esa gran realidad, que se imponía coactivamente sobre las voluntades indivi­duales, forzándolas a adoptar una determinada conducta, que era el poder político. En Grecia y Roma encontramos así, al lado del hecho real de la coincidencia de la comunidad política y la religiosa, atisbos muy impor­tantes de justificación divina del Estado -como la frase de Demóstenes, recogida en el Digesto, conforme a la cual "hay que prestar obediencia a la ley por ser obra y don de Dios"- y sobre todo de la idea de la exis­tencia de un derecho natural superior al positivo, a la luz del cual podía enjuiciarse tanto la conducta de los gobernantes como de los súbditos que se rebelaban contra los mandatos que estimaban injustos . .

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Con el advenimiento del Cristianismo, la teoría teológico-religiosa recibió un fuerte y decidido impulso y tomó una orientación que muy poco había de alterarse en el transcurso de los siglos. Justo es consignar, sin embargo, que muchas de las ideas cristianas acerca del origen divino de la autoridad, se encontraban ya en germen en el pueblo de Israel, que conforme a sus tradiciones había sido escogido por Dios para que de entre sus hijos naciera el Mesías prometido, que en vida se llamó Jesús, que quiere decir "Salvador". El Cristianismo, según palabras de su propio Fundador, no vino a destruir la ley sino a darle cumplimiento, y la reve­lación cristiana no vino a ser sino la continuación y el perfeccionamiento de la revelación mosaica. Por eso hay que buscar el antecedente de mu­chos textos cristianos en los textos bíblicos del Antiguo Testamento, y es interesante para nuestro propósito citar los siguientes, que más tarde se­rían plenamente confirmados y aclarados por los escritores que produje­ron ya sus obras bajo el signo del Cristianismo: "Por mí reinan los reyes; y decretan los legisladores leyes justas. Por mí los príncipes mandan, y los jueces administran justicia" (Prov., VIII, 15-16). "Dad oídos a mis palabras, vosotros que tenéis el gobierno de los pueblos, y os gloriáis del vasallaje de muchas naciones. Porque la potestad os la ha dado el Señor; del Altísimo tenéis esa fuerza, el cual examinará vuestras obras, y escu­driñará hasta los pensamientos" (Sab., VI, 3-4). "A todas las naciones stñaló (Dios) quien las gobernase" (Eclesiástica, XVII, 14).

Reiterando estas ideas, el cristianismo, desde sus primeros momentos, insistió con toda energía en la procedencia divina de la autoridad política, y así, por labios de Jesucristo, en los momentos solemnes en que se en­contraban frente a frente las dos potestades -la divina, del Hijo de Dios, y la humana, del prefecto romano, símbolo del más alto poder en la tie­rra- expresó categóricamente: "No tendrías poder alguno sobre mí, si no te fuera dado de arriba" (Juan, XIX, 11). Esta misma idea es la que anima el texto clásico de San Pablo, apóstol de las gentes, que en el siglo primero de la era cristiana, difunde, con el ardor del neoconverso, la doc­trina de su Maestro: "Toda persona esté sujeta a las potestades superio­res: PORQUE NO HAY POTESTAD QUE NO PROVENGA DE DIOS; y Dios es el que ha establecido las que hay en el mundo. Por lo cual quien desobedece a las potestades, a la ordenación o voluntad de Dios desobedece. De con­siguiente los que tal hacen, ellos mismos se acarrean la condenación ... PORQUE EL PRINCIPE ES UN MINISTRO DE DIOS puesto para tu bien ... " (E p. a los Romanos, XIII, 1, 2 y 4).

No cabe duda, pues, que desde los más primitivos textos cristianos se encuentra expresada con toda claridad la tesis del origen divino de la

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autoridad, de donde habría de derivar la no menos importante del recono­cimiento tácito de la sustantividad del poder político y de la esencial función que desempeña en la vida de la humanidad. Y esta radical postu­ra cristiana, que no era, evidentemente, fruto de las circunstancias, fué sostenida y defendida brillantemente por los Doctores de la Iglesia, aun después de que cambiaron las condiciones y el cristianismo --cruelmente perseguido por los emperadores romanos durante los tres primeros siglos de su establecimientO- fué reconocido en forma oficial por Constantino en el Edicto de Milán, promulgado en el siglo IV (año 313). Singular- ; mente en las obras de tres grandes doctores -San Gregorio Magno, San Juan Crisóstomo y San Agustín-, encontramos referencias inequívocas a la doctrina del origen divino del poder estatal: "Confesamos que la po­testad les viene del cielo a los emperadores y reyes" (S. Greg., Epist., XI,

51). "Que haya principados, y que unos manden y otros sean súbditos, no sucede al acaso y temerariamente ... sino por divina sabiduría" (S. J. Cris., Hom. 22 in Ep. ad Rom.) "Aprendamos lo que dijo -se refiere a Jesucristo- que es lo mismo que enseñó por el apóstol, a saber, que no hay potestad sino de Dios" (S. Agustín., Tract. 116 in Jo., S). "No atribuyamos sino a Dios verdadero la potestad de dar el reino y el impe­no" (S. August, De Civ., Dei, I, S, c. 21).

Entre las obras de los escritores de esta época de transición, en que de la oposición violenta entre la iglesia y el Estado pagano se pasa a una situación conciliatoria, ningunas son tan interesantes para la mejor com­prensión del pensamiento político, y en particular de las teorías teológico­religiosas de justificación del Estado, como las de San Agustín, quien se encuentra situado en la encrucijada de dos mundos: el antiguo, que mue­re, y el cristiano, que nace a la vida pública con gran vigor, después de múltiples persecuciones e intentos de destrucción. San Agustín ( 354-430), Obispo de Hipona, escribió un libro fundamental -que sus bió­grafos colocan entre sus obras dogmático-apologéticas- intitulado De Civitate Dei, empleando para ello trece años (del 413 al 426). En él critica al paganismo y defiende a la religión cristiana del ataque que se le hacía de haber atraído sobre Roma la calamidad del saqueo por los godos, realizado en el año 410; por eso se le califica de obra apologética. Expone, además, sus teorías políticas, haciendo especial hincapié en la oposición entre la ciudad de Dios -que no es sólo el cielo, mansión de los elegidos, sino también su reflejo en el mundo, que es la iglesia, socie­dad de los verdaderos creyentes- y la ciudad de la tierra, que es la agrupación política. Concede, desde luego, la primacía a la primera, pero no desconoce lo~ derechos ni la función propia de la segunda, como mu-

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chos creen falsamente. San Agustín, fuertemente influenciado por Platón -a quien seguramente estudió durante su formación científica y filosófica, a través de las obras de Plotino, Porfirio y otros neoplatónicos- concibe al Estado como una ciudad, a la manera griega. Cree que existe en los hombres un impulso natural de sociabilidad, pero no cree que la autori­dad sea un producto de la naturaleza, sino una consecuencia del pecado de origen, por virtud del cual quedaron sometidos unos hombres a la auto­ridad de otros, cosa que no sucedía en el estado de inocencia, en que todos los hombres eran iguales y libres. Y así expresa, en el lib. XIX, c. xv de su mencionada obra, que "Dios no quiso que fuese señor el hombre del hombre". Señala, empero, el origen divino de la autoridad, a diferencia de los Donatistas, "para quienes el Estado constituye -como dice Get­tell- una institución diabólica, defendiendo la exención de las obligacio­nes civiles". Por otra parte, el Obispo de Hipona estima que el gobernan­te representa a Dios en la tierra y debe contar, por tanto, con la obediencia de los súbditos, y que el Estado tiene una misión que cumplir y en la medida en que la cumple, se justifica, y se inserta nuevamente en el orden de los fines divinos: "El Estado es obra de Dios, al dar a los hombres la paz temporal y todo lo que a ésta es necesario" (De Civ. Dei, lib. XIX).

Las doctrinas agustinianas acerca del poder político tuvieron una gran influencia no sólo en su época, sino también en siglos posteriores, sirviendo en muchas ocasiones como arma de combate en la lucha ideoló­gica sostenida entre la potestad eclesiástica y la temporal y de inspiración para formaciones políticas medievales. En la Edad Media la iglesia ca­tólica gozó de una autoridad inmensa, mientras las agrupaciones políticas, verdaderamente incipientes y embrionarias, iban creciendo y desarrollán­dose a su lado. Mas cuando se sintieron suficientemente fuertes, se en­frentaron a- la iglesia sosteniendo, entre otras cosas, la sustantividad del poder político y su independencia del religioso en cuestiones temporales, dando lugar, con ello, a una serie de querellas, tanto materiales como de ideas, que se prolongaron varios siglos, y en las que se puso nuevamente a discusión el problema del origen divino de la autoridad civil. En esas querellas, tomaron parte muy importante pensadores destacados, tanto de uno como de otro bando, pero las cuestiones debatidas no llegaron a elucidarse suficientemente, porque la discusión se mantuvo siempre en un terreno de mera interpretación de hechos históricos y textos bíblicos, sin que los contendientes se preocuparan por aclarar los supuestos teó­ricos de que partían, ni fijar un criterio objetivo de discriminación. Cabe citar en esta época -fuertemente influenciada por la dualidad de princi­pios, característica en el pensamiento medieval- teorías que como la de

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las dos espadas, nacida de una interpretación mística de un pasaje del Evangelio de San Lucas (Cap. xxn, v. 38), en que los apóstoles presen­tan a Jesús dos armas de esa naturaleza, ante su requerimiento de que vendan su túnica, si es necesario, y compren una, simbolizan las dos po­testades en conflicto y se prestan a las más disímiles interpretaciones, según que sean los partidarios del Papa o del emperador los que las hagan, tipificando así las disputas políticas en un tiempo en que nada o casi nada avanzaron las teorías relativas a la justificación teológico-re­ligiosa del Estado.

Hubo, empero, varios hechos, todavía dentro de la Edad Media, que hicieron cambiar de rumbo a las especulaciones políticas y suminis­traron a la discusión de los puntos fundamentales, bases más racionales y jurídicas. Entre ellos pueden señalarse, en esencia, la renovación de los estudios del Derecho Romano en el siglo XII ; la divulgación de las obras originales de Aristóteles, hacia principios del siglo XIII ; y las reno­vadas luchas de los poderes políticos, no sólo contra la iglesia, sino tam­bién contra el imperio, en el exterior, y los señores feudales y corpora­ciones, en el interior, que les disputaban la supremacía. Esta nueva época, a diferencia de la anterior, es fecunda para el estudio de l_os problemas del origen y justificación del poder público, al igual que el de la soberanía, y en ella se empiezan a delinear, con toda claridad, diversas corrientes de pensamiento que separan las cuestiones del poder, en sí mismo, y del sujeto o titular del propio poder, y atribuyen, generalmente, al primero, un origen trascendente, divino, en tanto que en la determinación del se­gundo, dan cabida a la intervención de la voluntad humana. Es notable también el papel que señalan a la naturaleza humana como fuente en donde se origina la autoridad política. ,

De entre todos los escritores de este tiempo -teólogos en su mayor parte- e} más destacado es, sin duda alguna, Santo Tomás de Aquino (1227-1274), y por tal motivo nos detendremos, brevemente, a explicar su doctrina política, contenida, casi toda, en sus obras "De Regimine Principum/' -que investigaciones recientes han concluido que debe lla­marse "De Regno"-, "Comentarios a la política de Aristóteles'', y la "Summa Theologica", síntesis monumental de los conocimientos filosó­ficos y teológicos de la época.

Santo Tomás -"Doctor Angélico"- pretendió conciliar, en sus obras, formando una síntesis orgánica e indisoluble, la revelación cristia­na con la filosofía del paganismo, con la mira de conseguir aquella unidad de pensamiento que fué el más vivo anhelo del hombre medieval. Siguiendo fielmente a Aristóteles, a quien probablemente conoció y comentó mejor

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que ningún otro filósofo de la Edad Media, puso de relieve la naturale­za esencialmente social del ser humano, partiendo, por una parte, de su indigencia e incapacidad para conseguir, por sí solo, todos los bienes nece-5arios para su perfeccionamiento material, intelectual y moral, y por otra, de su condición racional, que le impulsa a vivir con sus semejantes, con un movimiento de la voluntad semejante al que lo conduce al ejercicio de las virtudes. "Pero es propio del hombre --dice en su libro "De Re­gimine Principum"- el ser animal social y político que vive entre la muchedumbre más que todos los animales, lo cual declaran las necesidades que naturalmente tiene. Porque a ellos proveyó la naturaleza de alimen­tos, vestido de piel, medios de defensa, tales como los dientes, cuernos, uñas o al menos ligereza en la fuga, en tanto que al hombre sólo dió la razón, por medio de la cual puede hacerse, con el trabajo de sus manos, de cuanto necesite; pero uno solo no es suficiente para ello sino que han de unirse muchos en sociedad ... El hombre también posee el conocimiento natural de lo que necesita para vivir, pero sólo en general; para llegar a conocer las cosas particulares necesarias a la vida humana, tiene que usar de su razón partiendo de principios universales. Ahora bien, no es posible que un solo hombre alcance, con su razón, todas las cosas de este orden; luego necesita vivir en sociedad con otros muchos para ayudarse mutuamente y poder consagrarse a investigaciones racionales especializa­das: así uno a la medicina, etcétera". Y para completar y perfeccionar este razonamiento, expone en otra parte de sus obras: In omnibus hominibus incst quidam natura.lis ímpetus ad communitatcm civitatz:s, sicut et ad vzrtutes ( Comm. in Pol., l. 1, lect. !)

Queda así demostrada, en el pensamiento del Aquinatense, la natu­ral sociabilidad del hombre. Pero todavía da un paso más y demuestra que el Estado -sociedad política-, es también un producto de la natu­raleza misma, de los hombres y de las cosas. Establece, para ello, de modo previo --contrariando la tesis agustiniana- que el Estado no es fruto del pecado, sino que, en su manifestación más típica, el "dominio", habría existido aun en el estado de inocencia: "Porque siendo el hombre natural­mente un animal sociable -dice- los hombres en el estado de inocencia hubieran vivido en sociedad ; y la vida social de muchos no es posible si no hay alguno que presida dirigiendo a todos al bien común, puesto que muchos se dirigen por sí mismos a muchos fines y uno a uno solo. Por esto dice Aristóteles que cuando muchas cosas se ordenan a una sola, siempre hay una que es como la principal y directriz" (Summa Theologica, 1, q. 96, art. IV). Y agrega, corroborando sus ideas: "Si es natural al hombre que viva en sociedad con otros, es necesario que alguien

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rija la multitud. Porque existiendo muchos hombres y cada uno buscan-do aquello que le conviene, la multitud se disolvería si no hubiese quien cuidase del bien de la multitud ; del mismo modo que se disolvería el cuerpo del hombre y el de cualquier animal si no existiese en su cuerpo una fuerza de dirección que atendiese al bien común de todos los miem­bros. Esta consideración movió a Salomón a decir : "Donde no hay un gobernador, el pueblo se disipa (Prov., XI, 3). Acontece esto razonable­mente, pues no es lo mismo lo propio que lo común. Porque en cuanto a lo propio, las cosas difieren, y en cuanto a lo común se unen. Porque cosas diversas tienen causas diversas. Es pues, necesario que además de lo que mueve a cada uno a su bien propio, haya algo que los mueva al bien común ·de todos". ("De Regimine Principum", lib. 1, cap. 1)

De los anteriores textos se desprende, con toda claridad, la doctrina de Santo Tomás de Aquino acerca de la sociedad civil y del Estado, que no es otra que la del Estagirita combinada con los elementos aportados por la religión cristiana predominando las consideraciones racionales pro­pias de la filosofía. La justificación del poder, proviene, empero -y en esto se vincula el pensamiento filosófico con el teológico-- de un elemento trascendente, de Dios mismo. Non est enim potestas, nisi a Deo, dice el Angélico siguiendo a San Pablo (Ep. a los Rom., :¡cm, 1). Dios resulta así el origen de la sociedad civil y de la política, por cuanto es creador de todas las cosas, y entre ellas la naturaleza humana, con sus impulsos sociales, pero es también, por sus ordenaciones y leyes, piedra de toque de la legitimidad del poder político.

Hay otros puntos, en la teoría del Estado de Santo Tomás, que re­visten gran importancia y que ameritan una referencia somera. Se en­cuentran, entre ellos, los relativos al carácter del Estado frente a las demás comunidades sociales, el fin que persigue, el titular del poder pú­blico y los derechos de resistencia de los súbditos frente a la autoridad injusta. Haremos breve alusi,ón a cada uno.

El Estado es, ante todo, la sociedad que comprende en su seno a todas las demás. Es la única capaz de conseguir, por sí misma, el logro de sus fines, sin la ayuda de otras, r por tal razón se le llama sociedad perfecta. Ahora bien, el fin esencial que persigue esta sociedad, es dis­tinto y superior al que buscan las demás sociedades, y se llama el bien común temporal. Este bien específico constituye -para emplear la termi­nología aristotélica- la causa final del Estado y determina el sentido y amplitud de la orientación de la autoridad del mismo. Es, además un bien de naturaleza propia, que se encuentra por encima del bien de los particulares, del cual difiere no tanto cuantitativa como cualitativamente :

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Bonum commune civitatis et bonum singulare unius persona: non differunt solum secundum formalem differentiam; alía enim est ratio boni communis et boni singularis sicttt afia est ratio totius et partís. (Sum. Theol., n-n, q. 58, arts. 7 ad secundum.) De aquí se sigue que todos están obligados a acatar el bien común, que es el bien supremo en el orden temporal, pero Santo Tomás -que llega incluso, a considerar que no puede ser moral­mente bueno el hombre que no se subordina al fin de la comunidad no pierde de vista que los valores supremos que deben determinar la con­ducta de los individuos están más allá del Estado y, por tanto, cuida de hacer especial hincapié en que, al acatar el bien común, el ser humano no abdica de su bien particular sino que, al contrario, lo procura: Ille quía qua:rit bonum commune multitudinis -dice- Quaerit bonum suum quia bonum proprium non potest esse sine bono commune. (Sum. Theol., n-n, q. 47, art. ad secundum.)

Por otra parte, el Aquinatense, aunque establece con toda firmeza que el poder político viene de Dios, no cree que el mismo resida en un individuo o en una colectividad determinada, sino en el todo social. Es a la comunidad entera a la que corresponde legislar, buscando, de esta manera, el bien común. Ella es, por derecho divino natural, el titular del poder público, pero puede otorgar su representación a Úna persona in­dividual o colectiva, "Legislar -dice textualmente el Doctor Angélico­es de la competencia, o de toda la colectividad, o del príncipe o persona pública investida de su representación para su dirección y custodia. La ley propiamente tiene por objeto primario y principal el orden al bien común, y ordenar algo al bien común es propio de toda la multitud o de alguno que hace sus veces". (Sum. Theol., P· IIae., q. 90 ad tertium.) Santo Tomás, empero, no se fija tan sólo en la situación normal de la comunidad política, sino que prevé también el caso en que los gobernan­tes, extralimitándose en sus funciones, orienten su actividad no hacia el bien común, sino hacia su bien particular, o bien obtengan el poder por medios ilegítimos, constituyéndose, en ambos casos, en tiranos. Traza, entonces, las grandes líneas de su teoría acerca del derecho de resistencia de los súbditos ante autoridades injustas, en la que, independientemente de interpretaciones dudosas, sostiene lo siguiente: "Hay que decir que el régimen tiránico no es justo, porque no se ordena al bien común sino al bien privado del gobernante, como enseña el filósofo. Y por esto la ac­ción contra tal régimen no tiene razón de sedición; a no ser que se proceda tan desordenadamente contra tal régimen que la multitud venga a sufrir mayor daño con la perturbación de este régimen que el que sufría antes. El sedicioso es más bien el tirano que alimenta discordias y rebelio-

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nes en el pueblo a él sujeto, para poder dominarlo más fácilmente". (Sum. Theol., u-u, q. 62, art. 2, ad tertium.)

Tales, son, pues, los puntos esenciales de la doctrina de Santo Tomás de Aquino en materia política, brevísimamente expuestos. Podría decirse, en resumen, que en materia de justificación del poder político, el Santo sostiene que aunque éste proviene inmediatamente de la naturaleza del hombre y de las cosas, tiene su origen mediato en Dios, creador de todo lo existente, y que sólo se legitima en cuanto se ordena al bien común temporal, que no es sino la proyección en el mundo del orden eterno es­tablecido por el Autor de la naturaleza. Esto, sin embargo, se refiere al poder público en general, a la potestad en sí, abstractamente considerada. En cuanto a sus formas concretas, la determinación proviene de los hom­bres. "Dominium et praelatio --dice el Aquinatense en frase lapidaria­introáucta sunt a jure humano".

Estas ideas, expuestas en el siglo XIII, fueron después adoptadas, y perfeccionadas en algunos de sus aspectos accidentales, por esa espléndida floración de pensadores que dieron lustre a España y a la Iglesia Católica, en los siglos XVI y XVII, y combatieron -entre otras cosas, en materia política- contra las teorías diseminadas por la llamada Reforma protes­tante. Entre ellos se encuentran teólogos y filósofos, moralistas, escritores políticos y de Derecho Internacional, tales como Suárez, Molina, V ázquez de Menchaca, Soto, Báñez, Fox Morcillo, Juan de Mariana y Francisco de Vitoria. En la imposibilidad de referirnos a todos, haremQs tan sólo una somera alusión a la doctrina política de los más importantes.

En los escritos del P. Juan de Mariana (1536-1623), y singularmente t:n el más destacado, que es la obra "De Rege et Regis Institutione", apa­recida hacia 1598, se encuentran ideas elaboradas ya con anterioridad, tales como la del origen popular inmediato del poder político, aunque en otros aspectos difiera de la tradición aristotélico-tomista, en boga entre los escritores eclesiásticos, sosteniendo que el origen de la sociedad se en­cuentra en la debilidad humana y no en el impulso natural de sociabilidad de los hombres. Su especulación se dirige, sin embargo, fundamentalmente, hacia el tema del tiranicidio y el derecho de resistencia de los súbditos frente al poder injusto, defendiendo ideas sustentadas anteriormente por Santo Tomás de Aquino y el padre jesuíta Luis de Molina, aunque dán­doles una expresión más enérgica. En lo que toca al poder, que es lo que nos interesa, sostiene, en esencia, siguiendo la orientación escolástica, que " ... la potestad real se origina en la voluntad de la República". ("De Rege. Cap. VI.)

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Entre todos los escritores de esta época, destaca, empero, con brillo que supera al de los demás, en materias filosófico-jurídicas y políticas, el padre Francisco Suárez ( 1548-1617) -llamado "Doctor Eximio y Pia­doso" por el Papa Paulo V-, autor de la monumental obra denominada: "Tract(lltus de Legibus ac Deo Legislatorc" (in decem libros distributus), en la cual se hacen no sólo consideraciones jurídicas, sino también teoló­gicas, éticas y políticas.

En lo que se refiere al Estado, la doctrina de Suárez sigue, en sus lineamientos esenciales, la de Santo Tomás, expuesta en la Edad Media, pero hay, en la obra del filósofo español, una exposición más independiente de la teología y de la moral, que la asemeja a las especulaciones de la mo­derna ciencia política. La sociedad civil se funda, desde luego, en el pen­samiento del Doctor Eximio, en la naturaleza del hombre, la cual da ori­gen, merced a sus impulsos sociales, a una serie de agrupaciones que van desde las imperfectas, como la familia, hasta las perfectas, como el Estado, única comunidad capaz de satisfacer todas las necesidades temporales de los seres humanos. Surge así la autoridad, en el seno de la convivencia humana, como algo enteramente natural y consecutivo a la índole racional de los hombres, que exige un principio directivo de las actividades indi­viduales. El poder tiene su origen en Dios, como todos los poderes y todas las cosas, pero no inmediatamente, sino sólo en cuanto es Creador y Autor de todo lo existente y de la ley que lo rige. Por otra parte, aunque dicho poder procede de Dios, no es entregado directamente a hombres determi­nados, sino a la comunidad entera, que resulta, así, el titular primario de la potestad pública. "Por la naturaleza -dice Suárez- todos los hombres nacen libres, y, por tanto, ninguno tiene jurisdicción política sobre otro, ni tampoco dominio; ni hay razón alguna para que se atribuya esto por naturaleza a unos respecto de otros ... Luego la potestad de regir o domi­nar políticamente a los hombres, a ningún hombre en particular ha sido dada inmediatamente por Dios." ("De Lcgibus", lib. nr, c. n, 3.) Como corolario de lo expuesto, tiene que admitirse que si el poder político no se encuentra en un individuo determinado ni tampoco en la simple suma de personas individuales -porque "nadie puede adquirir lo que no tiene, juntándose con semejantes que carecen también de ello"-, tendrá que encontrarse, necesariamente, como decíamos antes, en la comunidad mis­ma, que es una persona moral distinta de la mera agregación de los indi­viduos, un "cuerpo místico".

Estas ideas acerca de la potestad política las completa Suárez con su teoría de los dos contratos -el "social" que da nacimiento a la personali­dad jurídica de la comunidad, y el "político" que determina el régimen de

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gobierno y sus titulares- mediante la cual justifica en forma real, con­creta e inmediata, los Estados particulares. Sintetizando la doctrina del Doctor Eximio respecto del poder estatal, y en particular del origen del mis­mo, expresa pulcramente Recaséns Siches : "El origen del Poder público, como el de todos los poderes, es Dios ; mas no de manera inmediata, de­signando a alguien, ni prefiriendo esta o aquella forma de gobierno, sino en cuanto es Autor de la ley natural, la cual exige que en la comunidad política exista un poder, y determina que su titular primario es la misma comunidad. De aquí que haya que reconocer que el poder político, de modo mediato y en último término, fluye de Dios. Pero jamás como facultad otorgada a este o aquel individuo, sino como atributo esencial de la comu­nidad. De suerte que cuando es alguien distinto de la totalidad de ésta quien ejerce el Poder, no se puede decir que lo haya recibido inmediata­mente de Dios, sino a través de la voluntad de los hombres, y dd modo que éstos dispusieron (siempre que no contradiga la Justicia). Aparece aquí la distinción entre el contrato social y el contrato de señorío ; este último es aquel por el cual la comunidad política ya plenamente constituida (por consentimiento) y, por tanto, titular del Poder Público, lo transmite a un Príncipe o varias personas. El contrato social es aquel anterior por el cual los individuos se constituyen en comunidad: y entonces reciben el poder inmediatamente de Dios."

Hemos expuesto, en pocas líneas, las principales ideas que en lo to­cante al poder político sostenían los más autorizados teólogos y filósofos españoles de los siglos XVI y xvn, mas como sólo hicimos referencia a dos de tL-'., y es interesante conocer los rasgos sustanciales de la doctrina común a todos, nada mejor podemos hacer que transcribir el resumen esen­cial que hace Hinojosa en su obra relativa a la influencia que ejercieron en su país los filósofos y teólogos hispanos anteriores al siglo XIX. Dice así : "La potestad política, en concreto, y la obediencia que le es debida, tienen su fundamento en el acuerdo de la sociedad civil, y no proceden inmediatamente de Dios. Conforme a esto, no consideraban como legítimo otro poder sino el emanado del consentimiento tácito o expreso de la so­ciedad (V. Vitoria, Relect., m, núms. 7 y 8; Soto, I, q. 1, a. 3, y IV, q. 4, a. 1 ; Malina, 11, disp. 23; Suárez, De Leg., III, c. IV), en quien origina­riamente radica la potestad suprema (Vitoria, Relect., 111, n. 7; Malina, n, disp. 22; Suárez, III, c. n y III), y la cual pudo elegir a ·su arbitrio la forma política con que quería gobernarse (Vitoria, Relect., III, n. 15; Soto, IV, q. 4, a. 1; Malina, II, disp. 23; Suárez, ni, c. III, 8, y c. Iv). El pueblo, al transmitir la potestad, es enteramente libre para conferir la

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plenitud de ella o reservarse una parte de los derechos que la constituyen." (Malina, n, disp. 23; Suárez, m, c. v, n. S y cap. xvn, n. 4.)

Las teorías de los escolásticos medievales y las de los restauradores españoles de la Escolástica (aprox. 1500-1650), nutridas intensamente de elementos populares y con un fuerte sabor contractualista, no fueron, em­pero, del agrado de todos los pensadores, aún dentro del campo católico. A ellas se enfrentó, decididamente, la doctrina del derecho divino de los reyes, que elaborada con lentitud en el transcurso de la Edad Media, co­bró mayor ímpetu y vigor en la Moderna, sirviendo de base para legitimar las pretensiones de los monarcas absolutos.

Sostiene dicha doctrina, en esencia, que los reyes reciben su poder inmediatamente de Dios y sólo a El deben dar cuenta de su ejercicio; y que, por tanto, el pueblo les debe obediencia como a representantes de Dios mismo, no pudiendo rebelarse contra ellos, estando también la Iglesia im­posibilitada a deponerlos. Es célebre, en la Historia, la forma como de­fendió estas ideas al rey J acobo I de Inglaterra, en la polémica que sos­tuvo contra los teólogos católicos Belarmino y Suárez, y se cita casi siem­pre su caso como típico de las pretensiones monárquicas frente a los de­rechos del pueblo. Jacobo I Estuardo, que gobernó entre los años 1603 y 1625, sostuvo grandes luchas en su país con los puritanos, y tratando de afianzar su autoridad real, escribió diversas obras y pronunció varios discursos en los que, inspirado por las teorías de pensadores ingleses y franceses, expuso las ideas que habrían de ser clásicas entre los absolu­tistas. Entre ellas destacan las siguientes -que cita Gettell- : "A los re­yes se les reverencia, justamente, como si fueran dioses, porque ejercen a manera de un poder divino sobre la tierra". (Discurso en el Parlamento, en 1609.) "De la misma manera que constituye blasfemia y ateísmo po­ner en tela de juicio lo que Dios puede hacer, así representa, también, gran vanidad y menosprecio que los súbditos discutan las acciones del monarca". (Discurso en la Cámara Estrellada, en 1616.) Clara se ve, desde luego, con la simple lectura de estos textos, la diferencia entre las teorías de los escolásticos y restauradores, y las de los partidarios de los derechos reales ilimitados.

En el desarrollo y expansión de la teoría del derecho divino de los reyes influyeron acontecimientos de muy variada índole y de diversa orien­tación. Por una parte, contribuyó a su madurez el hecho histórico de la consolidación del poder real tras de la ruina de las poliarquías medievales. Por otra, las doctrinas de los corifeos de la Reforma que, tratando de consolidar la autoridad de los príncipes protestantes, transfirieron al poder político la mayor parte de las prerrogativas y derechos que en la Edad

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Media correspondían a la iglesia, preconizando la potestad absoluta de dichos príncipes, desligada de responsabilidad tanto de los súbditos como del Papa. Por su parte también, contribuyeron al sostenimiento de la teo­ría las especulaciones teológicas -desde el punto de vista católico- de Bossuet y Fenelón, que apoyaron los derechos del monarca francés con argumentos tomados de las Sagradas Escrituras ("Politique tirée de fEscriture Sainte", se llama la obra fundamental del primero de los ci­tados).

Por otro lado, estas ideas favorables al robustecimiento de la auto­ridad gubernamental -que no es sino una de las formas históricas que ha adoptado la teoría teológico-religiosa de justificación del Estado- se desenvolvieron con mayor amplitud, en contraposición a las que favore­cían los derechos del pueblo, hacia fines del siglo XVIII y principios del XIX, en la época de la Restauración, en que se trató de luch~r a toda costa contra la corriente ideológica que en materia política había origi~ nado la Revolución Francesa. Es en ,este tiempo cuando se formula la teoría del "derecho divino providencial", en las obras de los tradicionalis­tas Luis Gabriel, vizconde de Bonald (1754-1840), y José de Maistre (1754-1821), que se hace consistir en que el poder viene de Dios, pero se transmite a los gobernantes por medios humanos, bajo la vigilancia de la Providencia Divina, que ordena los acontecimientos de manera que suba al poder quien debe gobernar. (Se distingue, por tanto, de la del "de­recho divino sobrenatural", expuesta por Bossuet y que, por el hecho de sostener que Dios inviste directamente a los gobernantes con el poder, es compatible tan sólo con la monarquía absoluta.) Es en este tiempo también, cuando en Alemania y en España apuntan vigorosamente las tendencias contrarrevolucionarias, que afirman dogmáticamente el origen divino de la autoridad y condenan la soberanía popular, personificadas en Stahl (1802-1861), y Donoso Cortés (1809-1853). Más tarde, estas ten­dencias vendrían a ser reforzadas por representantes de la Escuela Histó­rica como Burke y Savigny, y por autores que, como Vareilles-Sommieres en Francia y Enrique Gil Robles en España, manifestaron su desacuerdo con las tesis tradicionales de los iusnaturalistas católicos, que veían en la comunidad popular el titular primario del poder político y como fuente de legitimidad de dicho poder el consentimiento expreso o tácito del pue­blo, y establecieron la superioridad de la potestad pública que no necesita­ba de ese consentimiento para justificarse, sino que más bien lo atraía por su propia situación superior.

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Para cerrar el ciclo evolutivo de la teoría teológica de justificación, cuyas manifestaciones más características hemos ido exponiendo a lo largo de estas páginas, nada mejor que referirnos a un documento de excepcio­nal importancia -bajo el punto de vista católico-- en que se recogen las principales doctrinas de los expositores sagrados y se expone, en for­ma clara e indubitable, la tesis que sobre la materia sustenta la Iglesia Ca­tólica. Ese documento es la Carta Encíclica del Papa León XIII, intitu­lada "Diuturnum Illud" y publicada con fecha 29 de junio de 1881.

En dicha Encíclica, complementada por la que posteriormente habría de escribir el propio León XIII, el 19 de noviembre de 1885, con el nom­bre de "Inmortale Dei", se ponen de relieve las ideas católicas acerca de la autoridad y particularmente del origen divino de la misma. En la in­troducción, el Papa se refiere a las circunstancias que motivaron la Encí­clica, que son la grave zozobra y el peligro en que viven los pueblos ante los constantes ataques a la autoridad, y expresa cuál es la finalidad del documento : decir públicamente qué es lo que de cada uno exige la verdad católica en esta materia, y poner los medios para que surja la manera de atender a la salud pública. Después, en la parte medular, hace una am­plia exposición de la doctrina católica en lo tocante a la autoridad y, con gran acopio de argumentos filosóficos y teológicos, demuestra la necesi­dad de dicha autoridad en la sociedad y el origen divino de ella, llegando, sustancialmente, a las mismas conclusiones establecidas por los escolás­ticos y restauradores, con base en las doctrinas aristotélicas.

Hace hincapié, a continuación, en los frutos de esa doctrina católica, mencionando, entre ellos, los siguientes: 1) ennoblece a los gobernantes, por ser la potestad de los que gobiernan una cierta comunicación de la potestad divina; 2) eleva la sumisión al orden moral, ya que los ciuda­danos obedecerán a sus gobernantes no por temor o adulación, sino por la conciencia del deber; 3) consolida el poder, al establecer que los que resisten a la potestad política resisten a la voluntad divina; 4) limita el campo a la actividad legítima del gobernante, al decir: "Si la voluntad de los príncipes pugna con la voluntad y las leyes de Dios, ellos exceden la medida de su potestad y pervierten la justicia." "Allí donde no hay justicia, tampoco hay autoridad alguna"; S) fija límites a la obligación de obedecer, al expresar: "Todas aquellas cosas en que se viola la ley natural o la voluntad de Dios, es malo el mandarlas y el hacerlas" y, por consiguiente, tal abstención no es desobediencia; 6) define el objeto de la autoridad, de acuerdo con estas fórmulas: "La potestad política no ha sobrevenido para el provecho de algún particular." "N o conviene que el gobierno de la república se ejerza para utilidad de aquellos a quienes

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ha sido encomendado, sino de los súbditos que les han sido confiados" ; 7) asegura la paz y el orden social, ya que se quita la ocasión y aun el deseo de sediciones y han de estar en seguridad en lo sucesivo el honor y la persona de los príncipes, y la quietud y salud de las ciudades; y 8) afirma la dignidad humana, toda vez que los ciudadanos obedecen a los gobernantes, porque éstos "son, en cierto modo, una imagen de Dios, a quien servir es reinar".

Posteriormente el Papa evidencia la conducta de la Iglesia, acorde con su doctrina, durante las diversas épocas de la historia, poniendo en parangón los benéficos resultados obtenidos con la misma, y las funestas consecuencias de las doctrinas erróneas, concluyendo de allí la necesidad de la doctrina católica para restablecer la disciplina pública y pacificar los ánimos, por la razón esencial de que sólo el temor de Dios puede constituir motivo eficaz para la obediencia ya que mueve a la adhesión no sólo por la severidad del castigo sino por la benevolencia y caridad, "que son en toda sociedad de hombres la mejor prenda de seguridad".

Y para finalizar, el Pontífice habla de los peligros que amenazan a la sociedad y del mejor remedio para conjurarlos, que es la religión; y ofre­ce su apoyo a los gobernantes y a los pueblos, exhortando, a los primeros, para que ejerzan la justicia y no se aparten en lo más mínimo de sus deberes, y recordando, a los segundos, que la Iglesia fué fundada para salud de todos los hombres y los ama como a hijos, y que detesta las tiranías y es amiga y defensora de la verdadera libertad, por lo cual no debe ser vista con sospecha.

Esta es, pues, expuesta en breves términos, la doctrina católica acerca de la autoridad, tal como ha sido condensada por el Jefe de la Iglesia. Nada hay que añadir, de sustancial, en un intento meramente expositivo como el nuestro. Sin e¡:nbargo, como hay dos puntos que de manera más importante afectan a la materia de justificación estatal que estamos tra­tando, creemos necesario reproducir los párrafos de la Encíclica que los contienen. Son los siguientes : "Interesa atender en este lugar que aque­llos que han de gobernar las repúblicas pueden, en algunos casos, ser elegidos por la voluntad y juicio de la multitud, sin que se oponga ni lo repugne la doctrina católica. Con cuya elección se designa ciertamente al príncipe, mas no se confieren los derechos del principado ; ni se da el mando, sino que se establece quién lo ha de ejercer." "Ni aquí se cues­tiona acerca de las formas de gobierno, pues no hay por qué la Iglesia no apruebe el principado de uno solo o de muchos, con tal que sea justo y atienda a la común utilidad. Por lo cual, salvo la justicia, no se pro­hibe a los pueblos el que adopten aquel sistema de gobierno que sea más

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apto y conveniente a su natural o a los instintos y costumbres de sus antepasados." De aquí se obtienen dos conclusiones, que conviene tener presentes : En la doctrina católica, 1) la elección popular designa al que ha de gobernar pero no le confiere la autoridad; 2) en cuanto a las for­mas de gobierno, salvo la justicia, pueden los pueblos adoptar el sistema que les sea más apto y conforme a su modo de ser y a sus tradiciones.

Para tener un cuadro más completo de los diversos aspectos de la teoría teológico-religiosa, además de los puntos de vista católicos, creemos necesario exponer también, en lo esenCial, los del protestantismo. En el pensamiento de los principales autores de la llamada Reforma del siglo XVI

-Lutero, Calvino, Zwinglio, los anglicanos- la autoridad política tiene su origen en Dios y de El obtienen inmediatamente los príncipes su po­der. Su doctrina, por ello, puede llamarse con toda razón, del "origen divino de la investidura". Los motivos histórico-políticos que los lleva­ron a establecerla son bien claros : el deseo de emancipar a los gobernan­tes temporales de la sumisión al Papa y de brindarles un poder absoluto -responsable únicamente ante Dios- a fin de obtener una obediencia incondicionada de parte de los súbditos, que quedarían privados de todo derecho a una revuelta legítima. De esa manera se ofreció un sustento ideológico a la autoridad de aquellos monarcas que habían dado su apoyo político para la difusión de las teorías reformistas. Resumiendo en certe­ras frases esta posición doctrinal, dice Hinojosa: "De Calvino al Sínodo de Vitré, los protestantes se presentan como defensores del poder real; pero su teoría es la del derecho divino entendido al modo galicano : el rey es directamente establecido por Dios."

Con esto hemos terminado el estudio de la evolución histórica de la teoría teológico-religiosa de justificación del Estado, hecho a grandes ras­gos. Tócanos ahora, para cumplir con el programa que nos trazamos al comenzar el análisis de las posiciones típicas en tomo del problema que nos ocupa en este trabajo, intentar hacer el examen crítico de la misma.

Para ello, debemos hacer dos aclaraciones previas. Es la primera la de que sólo vamos a considerar, en la teoría enjuiciada, la orientación católica, por la doble razón de que es la más minuciosamente elaborada -contando en su haber con el mayor número de pensadores eminentes en la historia de las ideas políticas- y la de que ha ejercido y sigue ejer­ciendo un influjo más grande en el sector latino del mundo occidental, que es al que nosotros pertenecemos, como herederos directos de la cultu­ra hispánica e indirectos de la greco-romana. Y la segunda la de que va­mos a procurar apartamos de toda posición partidista -en pro o en con­tra- y juzgar las cosas y las ideas con criterio desapasionado y objetivo.

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Tal como lo dijimos al hacer la caracterización previa de la teoría teológica-religiosa, y lo hemos corroborado al exponer las diversas fases por las que ha pasado en el curso de la evolución histórica, hasta cuajar en la Encíclica "Diuturnum lllud", dicha teoría se asienta en supuestos ontológicos fundamentales, demostrables a la sola luz de la razón natu­ral, y eleva después su construcción tomando en cuenta los datos de la revelación cristiana, contenidos en las Sagradas Escrituras, en la tradición y en los escritos de los Santos Padres. Responde así a una doble necesi­dad del espíritu humano: la natural, de saber, y la religiosa de buscar el hombre a su creador y unirse con El, tratando de encontrar en su voluntad las normas supremas de su vida.

Por otra parte, esta teoría -aun cuando ha recibido elaboraciones en muy diversos sentidos, llegando en ocasiones a justificar regímenes políticos particulares, tales como la monarquía absoluta-, por obra de sus más eminentes sostenedores -Santo Tomás y el padre Suárez, entre ellos seguidos con fidelidad por el Papa León XIII- ha establecido fir­memente y sin lugar a dudas, una clara diferenciación entre lo que es la potestad política en sí, abstractamente considerada, y lo que son las personas de los titulares y las formas concretas que puede revestir. Res­pecto de la primera, afirma, incondicionalmente, su procedencia divina, por el hecho esencial de haber creado Dios al hombre con una naturaleza racional y apetitos sociales que lo impulsan a vivir con sus semejantes, y la necesidad de que en toda agrupación humana haya una autoridad que dirija a los miembros hacia un fin común. Este es el sentido de la fórmula tradicional: "Non est enim potestas nisi a Deo." La potestad -toda po­testad- viene de Dios, como de su principio primero y natural. En cam­bio, respecto de los titulares de esa potestad, la teoría no sostiene que la reciban inmediatamente de Dios, sino que afirma que su nombramiento o designación puede provenir de la voluntad y juicio de la multitud, dan­do así amplia cabida al elemento humano en el acto que origina el poder político en concreto. Y en cuanto a las formas que puede revestir la auto­ridad del Estado, la propia teoría se inclina a considerar que no hay "formas de derecho divino" -monarquías, repúblicas u otras cualesquie­ra- sino que los pueblos pueden adoptar "aquel sistema de gobierno que sea más apto y conveniente a su natural o a los instintos y costumbres de sus antepasados" (Encíclica "Diuturnum"). De aquí se desprende que el poder político se legitima no por cuanto a la designación de sus titula­res por Dios, sino por su conforrmdad con las leyes naturales, que son obra del mismo Dios, y por la realización plena del bien común temporal, que es el fin al que naturalmente se ordena.

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En estas circustancias, y salvo que se adopte una concepción materia­lista o positivista del mundo y de la vida, en que se rechace la existencia de Dios y su obra creadora, no creemos que se pueda objetar la validez y eficacia de la teoría teológico-religiosa para justificar el poder po­lítico, ya que, aun cuando apela a elementos trascendentes en forma me­diata no por ello desconoce la sustantividad propia de lo político, sino que lo legitima inmediatamente, partiendo de una base inmanente, como es el fin que el Estado realiza, que es un elemento interno y propio del mismo. Lo que ocurre es que trata de reforzar los argumentos puramente naturales, en que se basa la necesidad de la obediencia, con el principio supremo de la dependencia de todas las cosas creadas de su Creador y Dueño, logrando así que la adhesión de los súbditos a la autoridad sea no solamente externa, motivada por el temor al castigo o por la esperan­za de una recompensa, sino también interna, brotada del convencimien­to de que quien obedece al gobernante obedece a Dios mismo. Es lo que expresa, con gran precisión, Francisco Giner : "A la escuela teológica se debe en gran parte (Haller, Bonald, Stahl, Muller, etc.), la reivindica­ción de la importancia de las garantías internas y morales para la salud del Estado. Sin ellas, las puramente legales y exteriores, supuesto freno en épocas relajadas, son fácilmente eludidas por la astucia, o suprimidas por la violencia. La monarquía de Luis Felipe ofrece un acabado ejemplo de lo primero; los frecuentes golpes de Estado en casi toda la Europa moderna, de lo segundo" (Estudios jurídicos y políticos, nota, págs. 84-85, Madrid, 1875).

Este tipo de justificación, sin embargo, ha sido duramente criticado por diversos autores, y entre ellos por J ellinek, por lo que creemos con­veniente, para completar los conocimientos sobre la materia, referirnos a sus impugnaciones. El profesor de Heidelberg, tras de exponer, en sus grandes líneas, la evolución histórica de la teoría teológico-religiosa, ma­nifiesta su inconformidad con ella, por las siguientes razones esenciales : a) porque "ofrece al partido clerical bajo su forma católica, el fundamen­to teórico para su enemistad contra el Estado, por cuanto hoy, como hace siglos, niega el derecho propio e independiente de aquél" ; b) porque le falta el objetivo práctico de una justificación del Estado. "Lejos de ten­der a la conservación de éste, tienden a la destrucción del mismo" ; e) porque no puede alcanzarse, con la concepción teológica, un conocimien­to científico satisfactorio, pues deriva todo de la unidad última, con lo que queda por explicar lo individual en su peculiaridad; d) porque la pro­pia concepción supone el carácter racional del Estado, al que hace entrar, de algún modo, en los designios de la voluntad divina, pero no lo prue-

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ba, como se desprende de aquellas doctrinas teológicas que afirman el carácter no divino del Estado. .

Ninguna de estas objeciones puede prosperar. La simple lectura de la exposición que hemos hecho en páginas anteriores, es bastante para evidenciar su insustancialidad. ¿ Cómo puede, en efecto, decirse que la Iglesia Católica -o los partidos políticos que se in'spiran en sus doctri­nas-- es enemiga del Estado, cuando hoy, como hace veinte siglos, ha pugnado por fortalecer la autoridad de los gobernantes temporales, rodeán­dola del prestigio que se deriva de su origen divino? Cierto que ha habi­do épocas en la historia en que se ha puesto a discusión ese origen, pero ello no ha perdurado, sino que se ha impuesto la tendencia que reconoce la sustantividad del poder político y sus legítimos derechos. Además, en nuestros tiempos, después de las rotundas afirmaciones contenidas en la Encíclica "lnmortale Dei" (escrita por el Papa León XIII y publicada el 19 de noviembre de 1885), en el sentido de que las potestades eclesiás­ticas y civil son distintas pero no antagónicas, siendo ambas supremas en su género, cualquier aseveración en contrario peca de gratuita y de falta de seriedad, pudiendo decirse lo mismo de la que sostiene que la teoría teológico-religiosa tiende a la destrucción del Estado. Por otra parte, aunque es verdad que por medio de la concepción teológica, toma­da en su acepción más estricta no puede explicarse al Estado en su pe­culiaridad, puesto que se le considera tan sólo como parte de un todo cuyo origen está en Dios, también lo es que esa misma concepción recta­mente entendida no se basa de modo exclusivo en el principio general de causalidad, sino que recurre asimismo para explicar y justificar el po­der político, a elementos que derivan de la naturaleza de los hombres y de la sociedad, y sobre todo al fin que el Estado persigue, por lo que, considerada en la totalidad de sus aspectos, debe admitirse que sí puede servir de fundamento para un conocimiento satisfactorio del propio Esta­do y una legitimación adecuada de su poder de mando. Necesita, claro está, ser tomada en su integridad tal como ha sido definitivamente fijada por el Papa León XIII, por ejemplo para que pueda cumplir su misión, pero una vez así comprendida, no creemos que deba ser impugnada de ineficaz. Por último, no es exacto que la teoría que se discute suponga .el carácter racional del Estado sin probarlo. Por el contrario, descartada ya, desde hace siglos, la hipótesis del carácter no divino de la comunidad política, dicha teoría prueba la existencia de una base racional para el Estado mediante una serie de argumentos, predominantemente filosóficos, tomados de la naturaleza del hombre y de las cosas, engarzando esta prue-

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ba humana con la convicción del origen divino de la autoridad, al atri­buir a Dios la creación de esa naturaleza.

Son inoperantes, pues, las impugnaciones de J ellinek, y con ellas tam­bién las que para restar valor a la justificación teológico-religiosa del Es­tado, echan mano del argumento que se deriva de la insidiosa pregunta roussoniana: ¿ si el Estado viene de Dios y toda enfermedad es asimismo enviada por El, estará prohibido llamar al médico? La interrogante en­vuelve un vulgar sofisma: el Estado y la enfermedad viene de Dios, en última instancia, como todo cuanto ocurre en la naturaleza creada, pero de diverso modo, pues en tanto que el primero es querido directa­mente por Dios, por haber creado al hombre con una naturaleza sociable, que le impone la vida en comunidad con sus semejantes, para así alcanzar más fácilmente su perfección y el cumplimiento de su destino, la segunda, como todos los males físicos de la humanidad, no proviene en forma direc­ta de Dios, sino de la naturaleza caída del ser humano, que pecó y atrajo sobre sí todas las consecuencias funestas de su falta, por lo que la enfer­medad es tan sólo permitida por el Creador, en cuanto es medio para con­seguir más altos fines, y no está prohibido, ciertamente, el tratar de ali­viarla.

En resumen, la teoría teológica es apta para justificar el Estado por las diversas razones que hemos expuesto, pero ha de ser considerada en su integridad. N o basta que el poder político provenga de Dios. Es me­nester que reúna también ciertos requisitos humanos. ¿Cuáles son ellos? Es lo que trataremos de elucidar en la parte última de este trabajo.

2. La teoría de la fuer.r:a.-Como contrapartida de la teoría teológico­religiosa de justificación del Estado nos encontramos, de inmediato, con la teoría de la fuerza. La primera afirmaba que la autoridad política venía de Dios y se legitimaba en la medida en que se ajustaba a los ordenamien­tos divinos plasmados en la naturaleza ; esta última afirma, en cambio, que el Estado no es más que la manifestación de un fenómeno de fuer­za, que se produce ciegamente en la naturaleza. La prímera era predomi­nantemente espiritualista y se fincaba en valores eternos. La segunda es neta­mente materialista y atiende tan sólo a las realidades materiales.

Concretamente consiste la teoría de la fuerza en sostener que el Es­tado es el producto de la dominación de los fuertes sobre los débiles, fe­nómeno que se realiza por el sólo juego de las leyes naturales sin que para ello intervenga la voluntad humana. Por tanto, los hombres deben some­terse al Estado, como a algo inevitable.

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Esta postura ha sido sostenida, en el transcurso de la historia, por pensadores muy diversos. Desde la antigüedad clásica, fué objeto de la especulación política el hecho de la fuerza material como explicación y justificación del Estado, y ya en las obras de Platón -y singularmente en su diálogo denominado "Gorgias"- se encuentra una exposición muy clara de la teoría materialista, puesta en labios de uno de los sofistas más representativos de las tendencias de su Escuela: Calicles. Las frases de este personaje del diálogo platónico son verdaderamente típicas respecto de la actitud sostenida por los sofistas en materia política, en oposición a las tendencias socráticas. Para ellos el ideal consistía en preparar a los jóvenes para las luchas políticas, dotándolos del arma más eficaz para convencer a las multitudes, que era la retórica. Eran relativistas en filosofía y negaban la existencia de normas inmutables de moral y de derecho. En cuanto al Estado, sostenían que el fundamento del poder era la fuerza y que, dada la índole egoísta de los hombres y la desigualdad de sus re­cursos naturales, el gobierno se explicaba como el resultado de la domina­ción de los fuertes sobre los débiles, bien por el compromiso de los pri­meros para imponer su dominio o por el acuerdo de los segtindos para defenderse. En vista de estas ideas, no es de extrañar, por tanto, que Ca­lides haya sustentado, sin reparo alguno, la tesis del derecho del más fuerte como justificación del poder. "A mi juicio -dice- la naturaleza misma nos prueba que, en buena justicia, el que vale más debe llevar ventaja al que vale menos; el capaz, dominar al incapaz. Así, nos muestra por todas partes, entre hombres y animales, en las ciudades y en las fa­milias, que tal SUCede y que la marca DE LA JUSTICIA ES EL DOMINIO DEL

PODEROSO SOBRE EL DEBIL, y su superioridad, incontestable. ¿Con qué otro derecho, si no, viene Jerjes a combatirnos a los griegos, o su padre a los escitas? ¿Y cuántos casos semejantes no podríamos citar? Pues todas estas gentes obran, a mi juicio, según la verdadera naturaleza del derecho y, por Zeus, según la ley de la naturaleza, bien que tal vez sea contrario a la que establecemos nosotros y según la cual contrahacemos a los mejo­res y a los más vigorosos, tomándolos de temprana edad, como a los ca· chorros de león, para esclavizarlos a fuerza de encantamientos y mentiras, diciéndoles que es preciso no tener más que los demás y que en esto consiste lo justo y lo bueno. Pero que aparezca un hombre tan felizmente dotado como para sacudir, para romper, para arrojar lejos de sí todas estas cadenas, y seguro estoy que, pisoteando todo cuanto se ha escrito, sortilegios, encantamientos y hasta las leyes, por contrarias a la natura­leza, se rebelará, se erigirá en amo por cuanto no es nuestro esclavo, y

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entonces es cuando brillará en todo su esplendor el derecho de la natura­leza." ( Gorgias, Ed. española de Bergúa.)

En los tiempos modernos la teoría de la fuerza aparece con mucha frecuencia mezclada con otras teorías justificativas del Estado, en las obras de los escritores políticos. Cobra, también, un matiz acentuadamente antiespiritualista y antirreligioso. En el pensamiento de Hobbes ( 1588-1679), los hombres, en estado de naturaleza, llevados de su índole egoísta, combaten unos contra otros, y el único límite de sus derechos es el de su fuerza. Surge, entonces, el Estado para imponer el orden y la paz en la sociedad, siendo su origen el contrato. La fuerza, pues, pasa al Estado y en sus manos constituye la mejor garantía de vida pacífica para los indi­viduos. Otras adaptaciones de las ideas de fuerza para fundar el Estado se encuentran en los escritos de Baruch Spinoza y C. L. von Haller, citados por J ellinek en su Teoría General del Estado.

En varias otras obras de carácter político encontramos asimismo apli­caciones de la teoría materialista para fundamentar y justificar el poder político, pero para no citar sino las que han despertado mayor interés y ejercido una más grande influencia en nuestros días, hemos de referirnos tan sólo a las de los socialistas científicos, y a las de los sociólogos Gum­plowicz y Oppenheimer.

Marx y Engels -llamados en la Historia de las Doctrinas Económi­cas, y en la de las Ideas políticas, "socialistas científicos", para diferen­ciarlos de los meramente "utópicos"- partiendo de una concepción mate­rialista del mundo y de la historia, establecen que los fenómenos sociales, como todos los demás, se explican por las leyes que rigen la evolución de la materia; que el Estado no es sino una superestructura política condi­cionada por las variaciones del factor económico, habiendo aparecido cuan­do surgieron las clases en la sociedad; y que, por tanto, no es más que una simple función de la sociedad económica dividida en clases. De acuer­do con estas ideas, analizan la evolución histórica de la humanidad y se encuentran con que en todas las épocas --desde que aparecieron las clases sociales-- ha habido luchas entre las mismas, debido a que unas, más fuer­tes, han querido dominar a otras, que son más débiles, y que para ello se han servido, como de instrumento eficaz, del Estado. El Estado es, pues, como dice Engels, "el opresor de la sociedad civilizada, pues en todos los períodos ejemplares de la historia ha sido, sin excepción, el instrumento de las clases dominantes y la máquina para mantener a los sometidos en servidumbre y perpetuar la explotación de las clases". (Abundando en es­tas ideas, se encuentran numerosas citas en la literatura marx-engelsiana, pudiendo entresacarse, por su importancia, las siguientes : El poder del

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Estado moderno "no es más que un comité que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa", "una organización de la clase poseedo­ra para protegerse contra los que nada poseen" ; el Estado es "en todos los casos, especialmente, una máquina para dominar a la clase oprimida y expoliada".) Consecuencia de esto es que, una vez que las clases opri­midas -ma~as proletarias de nuestros días- cobren conciencia de su fuerza, promoverán la revolución social, harán desaparecer ese instrumento de explotación que es el Estado y sobre las ruinas del mismo establecerán la dictadura, como fase transitoria, para llegar después, como meta final, a la sociedad sin clases, en que no haya explotadores ni explotados, sino sólo trabajadores unidos por los vínculos de la más estrecha solidaridad. "El Estado, y con él la autoridad política -dice Engels- desaparecerán a consecuencia de la futura revolución social; es decir, que las funciones públicas perderán su carácter político y se transformarán en simples fun­ciones administrativas para velar por los intereses sociales". Cuando esto suceda, el Estado irá a parar al museo de antigüedades, al lado del hacha de bronce y de la rueca.

El Estado es, pues, para los socialistas científicos, una mera conse­cuencia de la sociedad dividida en clases. Ni ha existido siempre -puesto que en las primitivas organizaciones humanas no hubo clases sociales, sino que éstas aparecieron en una determinada etapa de la evolución históri­ca- ni deberá existir en el futuro, una vez que se transforme la estruc­tura social y económica y la explotación del hombre por el hombre sea sustituida por asociaciones libres e iguales. Se niega, de esta manera, la eficacia del Estado en tiempos venideros y se explica su existencia, como un mal necesario, en la actual sociedad de clases, en la que obedece a un hecho de fuerza.

Al lado de esta explicación que se funda en la lucha de clases, nos encontramos con la doctrina sostenida por Gumplowicz, que atribuye el origen del Estado a la lucha de razas ("rassenkampf"), o sea, a la "eterna lucha de los grupos, nacida de las leyes de la naturaleza", y con la teoría bio-sociológica de Oppenheimer. Esta última, basada sustancialmente en la concepción materialista de la historia, estima que el Estado, como todo lo existente, está gobernado por la fuerza del instinto de conservación, que se manifiesta en dos formas características : el hambre y el amor. En los pueblos primitivos -fundamentalmente cazadores y agricultores- no hay Estado, porque falta el elemento económico indispensable para que surja la necesidad del mismo. Sólo hasta que las tribus de pastot:es, so­cialmente diferenciadas en su interior por la distinta posición que guardan sus miembros atendiendo a sus éxitos con los rebaños, atacan a los caza-

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dores y agricultores, y logran dominar a estos últimos, que se dejan es­clavizar con tal de no abandonar sus tierras, aparece el Estado, que "tiene por forma la dominación, y por sustancia, la explotación económica de los instrumentos humanos del trabajo". Posteriormente sobreviene una evo­lución política en la que los dominados, que al principio se encuentran fuera de la ley, adquieren valor como fuente de riqueza, y de esa manera va creciendo el Estado, biológicamente, hasta llegar a un grado superior de madurez.

Otra de las teorías que acostumbra considerarse dentro del grupo que se denomina genéricamente "de la fuerza", es la de Duguit, quien sos­tiene que el Estado es el producto de la diferenciación entre gobernantes y gobernados, siendo aquéllos los detentadores de la mayor suma de poder. Sin embargo, como la doctrina del profesor bordelés, a pesar de su apa­riencia, tiene ciertas características que la diferencian de las demás que son semejantes a ella, preferimos exponerla al tratar la teoría solidarista, con la que creemos tiene mayor afinidad.

Tócanos ahora, una vez expuesta, a grandes rasgos, la evolución his­tórica de la teoría de la fuerza, hacer un examen crítico de la misma. La tarea, en realidad, no resulta muy difícil, porque salta a la vista su abso­luta ineficacia para justificar al Estado. Se trata, desde luego, de una teoría que se basa en el monismo materialista y éste, como intento de expli­cación del mundo y de la historia ha sido rechazado desde hace muchos años por la crítica filosófica, que ha reconocido la participación intensa y decisiva de los elementos espirituales -negados por el materialismo- en la trama de la vida humana, individual y social. Por otra parte, la simple exposición de las diversas doctrinas que en el transcurso del tiempo han concretado dicha teoría, revela de inmediato que el objeto que persigue no es tanto legitimar moralmente el poder político como explicar el hecho de la dominación como algo ineludible al que los hombres han tenido que someterse. Falta, así, el objetivo esencial de toda doctrina de justificación que es suministrar al Estado un criterio de valor superior al de su positi­vidad. Además, aun suponiendo que se elevara la mira y se pretendiera legitimar el poder político sobre la base de que quien dispone de la fuerza es el mejor, no se obtendría con ello ningún buen resultado, pues nunca, ante la conciencia moral de los hombres, ha podido proponerse como mo­delo de bondad al más fuerte o al más violento. El simple hecho material de la fuerza jamás ha podido satisfacer a un ente que, como el hombre, por innatas apetencias de su naturaleza, opone a todo trance la realidad y el ideal, y rechaza, como lo demuestra la experiencia histórica, toda im-

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posición que no pueda ostentar títulos superiores de legitimidad. Admitir lo contrario, sería doblegarse ante la brutalidad y el desenfreno.

La teoría de la fuerza podrá explicarnos, pues, el nacimiento de mu­chos Estados históricos y la realización de una multitud de fenómenos políticos, pero jamás podrá ofrecernos una justificación racional y moral del Estado, como institución. Aparte de esto, se muestra radicalmente in­capaz para fundar y motivar la obediencia de los hombres. En efecto, el temor al más fuerte es muy flaco apoyo para la autoridad, pues, como dice Santo Tomás: "los que con él se someten cuando ven la ocasión de escapar impunes, se levantan contra príncipes y soberanos con tanta mayor furia, cuanto mayor ha sido la sujeción impuesta por el miedo, fuera de que el miedo exagerado arrastra a muchos a la desesperación, y la deses­peración se lanza impávida a las más atroces resoluciones". (De Regim. Princ., I, 10.) De aquí resulta que la mencionada teoría no sólo no justi­fica el establecimiento y perduración del poder político, sino que, por el contrario, es un incentivo para la destrucción del Estado, pues los débiles, no encontrando un suficiente fundamento moral para que haya una vo­luntad que se imponga coactivamente sobre la de ellos, buscarán siempre la manera de eludirla y si es posible destruirla, o bien entablarán una lucha permanente contra todo poder establecido para tratar de adueñarse de él, dando origen a una agitación que impedirá el cumplimiento de los fines estatales y acarreará indefectiblemente su inutilización.

Como una confirmación de lo expuesto, queremos citar la opinión de Hermann Heller sobre la materia, que nos parece realmente decisiva, por su insuperable claridad y precisión : "La doctrina del derecho del más fuerte -dice el maestro alemán- pretende ser también una justificación moral del Estado, ya que afirma, ateniéndose a algún orden universal me­tafísico, aunque de ninguna manera cristiano, que es invariablemente cierto y seguro que aquellos que disfrutan de un rango moral supremo son siem­pre los que se hacen dueños del poder. Semejante creencia infantil en el mejor de los mundos posibles, que la historia está muy lejos de corrobo­rar, trae como resultado infalible la capitulación total de nuestra concien­cia jurídica frente al éxito político del momento. Por lo mismo que no se corresponde de cerca ni de lejos con la verdad de la historia real, de ordi­nario ·suele ser completada esta doctrina con un historicismo que se ca­racteriza por la confusión fundamental de la eficacia política y del valor moral, de la validez ideal y de la vigencia política. Luego de haber mos­trado que en la historia siempre ha prevalecido el derecho del más fuerte. se cree haber aportado la demostración de que debe ser así. Si fueran con­secuentes no deberían detenerse en este breve espacio de tiempo que co-

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múnmente llamamos historia, sino que tendrían que abordar también la prehistoria y consagrar como modelos morales a las gentes de N eanderthal y a sus antepasados. Se olvida que si existe una específica historia huma­na o historia de la cultura, se debe a que el hombre, por naturaleza, es un ser utópico ; esto es, capaz de oponer al ser un deber ser y de medir el poder con el rasero del derecho."

3. Las teorías jurídicas.-Con este nombre se designan, de ordinario, aquellas teorías que pretenden justificar al Estado mediante la apelación de un principio jurídico anterior al propio Estado y superior a él, al que debe ajustar tanto su ordenamiento positivo como su actividad material. Históricamente, este principio se ha presentado bajo diversas formas -como expresa J ellinek en su Teoría General del Estado-, ya como derecho de la familia, o como derecho patrimonial, o bien como contrato, dando lugar a una serie de teorías que toman su nombre de acuerdo con el principio que consideran básico para legitimar el poder político. Tene­mos así, entre las teorías jurídicas, tres teorías fundamentales: la patriar­cal, la patrimonial y la contractual.

Las dos primeras, ciertamente, no tienen la importancia de la tercera, ya que han sido sostenidas por un sector muy reducido del pensamiento político y su influencia ha sido muy escasa. Por tal razón, sólo nos refe­riremos a ellas someramente, reservando un estudio un poco más detenido para la última de las citadas.

La teoría patriarcal sostiene, sustancialmente, que el Estado tiene su origen en la familia y que no es sino una ampliación de la misma, por lo que el poder público debe ser respetado y venerado por los súbditos al igual que el poder del padre de familias lo es por los hijos. Se basa, pues, esta teoría, en los derechos de la familia, aplicados, en la correspon­diente escala, a esa gran agrupación familiar que se llama Estado.

Como casi todas las teorías de justificación del poder, la patriarcal tiene hondas raíces en la historia. La idea de que el Estado procedía de la familia y sus derechos se modelaban sobre los de ésta, no fué ajena al pen­samiento político en Grecia y Roma. Tampoco estuvo ausente en los textos religiosos y políticos del pueblo de Israel, en los que representaba un papel predominante la idea del origen monogámico de la humanidad y en parti­cular del pueblo escogido. Sin embargo, el momento más interesante en la elaboración de la teoría, lo señala, sin discusión alguna, la obra que escribe Sir Robert Filmer para justificar, en el siglo xvn, los derechos absolutos del rey Carlos I Estuardo, de Inglaterra, en su lucha contra el Parlamento. Sostiene Filmer, en su libro "Patriarcha, or the natural power

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of kings" ( 1680), que el origen del Estado se encuentra en la familia y que la autoridad del rey respecto de su pueblo es como la del padre con sus hijos. El poder político, como derivado de la autoridad paterria que es inalienable, debe ser absoluto dentro de cada ~stado, y corresponde exclu­sivamente al rey, que lo ha recibido, por la vía de la sucesión hereditaria, de los primitivos patriarcas, cuya línea se remonta hasta Adán, rey del género humano. Estas ideas, fuertemente teñidas de color teológico, se inspiran en la historia y en la ley natural, haciendo caso omiso de los textos de las Sagradas Escrituras, y conducen a fundar la monarquía como único régimen de gobierno de carácter divino. Por eso, al no servir de justificación sino a una forma determinada de poder, tiene muy escaso interés, y sólo se le toma en consideración por cuanto señala, contraria­mente a la concepción mecanicista y artificial de los contractualistas, un proceso evolutivo natural y orgánico al Estado.

La teoría de Filmer fué duramente impugnada por los autores in­gleses Algernon Sidney y J ohn Locke, que trataron de demostrar su absoluta falta de justificación, y ha sido rechazada por la mayor parte de los pensadores políticos, con excepción del holandés Graswinckel, que expuso ideas muy semejantes en su libro "De Jure majestatis" ( 1642), como apoyo de los argumentos que hizo valer en su polémica contra los jesuitas Belarmino y Suárez. La teoría patriarcal, empero, concebida en términos distintos a los empleados por Filmer y Graswinckel, fué prohi­jada por un autor que como Hobbes partía de supuestos contrarios a los de aquéllos al referirse al origen del Estado, y pensaba que la autoridad familiar primitiva no estaba basada en el derecho de los ascendientes sino en el acuerdo de voluntades entre padres e hijos, introduciendo de esta manera un elemento contractual en la concepción del poder político.

La teoría expuesta, en términos generales, carece de to9a importan­cia en nuestros días y sólo tiene el valor de un recuerdo histórico. Basta pensar en que ni siquiera hace relación -en su fase más elaborada- al Estado en general sino que trata tan sólo de justificar un régimen político particular, como es la monarquía absoluta, para concluir que su utilidad práctica es nula o casi nula para la actual Teoría del Estado. Por otra parte, la idea de que la agrupación estatal deriva inmediatamente d~ la unión de familias, es inexacta, pues la heterogeneidad social que ha dado lugar a la constitución del Estado es más compleja y abarca mayor nú­mero de relaciones que las simplemente familiares. Además, el poder po­lítico tiene una naturaleza propia distinta de la del poder paternal y per­sigue un fin distinto y más elevado que el de las familias : el bien público

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temporal. Por ello no cabe aceptar una tesis como la patriarcal para fundar y justificar el Estado.

Al lado de la teoría patriarcal, y tratando de justificar también desde el punto de vista jurídico al Estado, se encuentra la teoría patrimoniaL Como rasgo esencial que permite identificarla en la evolución de las teo­rías justificativas del poder político puede señalarse el de la consideración que hace de la primordial importancia de la propiedad ---considerada como un derecho anterior y superior al orden positivo del Estado- para fun­damentar la autoridad pública.

Una concepción de esta naturaleza ha tenido cabida en las obras de diversos pensadores. Y a en la antigüedad se cita a Platón y a Cicerón, como sostenedores de la misma, aunque de una manera más clara el se­gundo que el primero. En la Edad Media, el fenómeno del feudalismo, al dar nacimiento al régimen de propiedad señorial, hace reflexionar a los teóricos políticos acerca del papel preponderante representado por la dominación de la tierra en la adquisición de la autoridad, y da lugar a que se considere que los Estados se justifican con fundamento en el derecho de propiedad. En los tiempos modernos, estas ideas encuentran un desarro­llo más o menos amplio en las obras de escritores pertenecientes a escue­las muy diferentes y se citan con frecuencia los nombres de los partida­rios del Derecho natural racional y los de las teorías socialistas, como los de los principales propagadores de la teoría patrimonial. Al lado de éstos, debe citarse al autor alemán Haller, que, aun cuando se muestra enemigo del Derecho natural, acaba por caer en los mismos errores que atribuye a los jusnaturalistas, al sostener que los derechos de propiedad en que se funda jurídicamente el Estado, son superiores a él y anteriores a su cons­titución. Tal es, en breves líneas, la evolución histórica de la teoría a que nos venimos refiriendo.

Una crítica de la misma resulta, naturalmente, obvia. Basta tomar en consideración, para demostrar su ineficacia como teoría justificativa del Estado, que se basa en una visión parcial y limitada de la comunidad política, en la que ésta queda reducida a sus elementos materiales, sin parar mientes en que el Estado es, ante todo y sobre todo, una agrupación humana, que si puede aspirar a alguna legitimidad moral y a tener títulos bastantes para justificar su existencia, es sólo porque realiza determina­dos fines que pueden ser calificados de valiosos, y no porque se basa en elementos materiales, que no son sino instrumentos o auxiliares indispen­sables para el cumplimiento de su misión.

Mas entre todas las teorías jurídicas, la que sin disputa alguna ha tenido y tiene la mayor importancia, tanto por el número y calidad de los

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pensadores que la han sostenido, como por el influjo inmenso que ha te­nido en el mundo de las ideas y en el de las realizaciones políticas, es la teoría contractual. Esta teoría, como su nombre lo indica, basa la justi­ficación del Estado en un principio jurídico derivado del contrato, que no es otra cosa, en esencia, sino un acuerdo de voluntades entre dos o más personas para producir efectos de derecho. También se le llama, por ello, "justificación voluntarista", porque en la misma se concede un papel preponderante a la voluntad.

La historia de esta teoría, como la de casi todas las demás, es ver­daderamente milenaria. Ya desde la antigüedad grecorromana hay atisbos de la doctrina que sostiene que en .la voluntad del pueblo se encuentra la fuente del poder político. Esto es particularmente claro en el pensamiento de los sofistas -y en especial de Protágoras- y en el de los epicúreos, que basados en el egoísmo humano rechazaban el carácter natural del Es­tado y pensaban que se trataba de una construcción artificial nacida de un contrato celebrado entre los individuos a fin de no dañarse recíprocamente. Justo es reconocer, empero, que aun antes de que se expusieran estas doctrinas, en los textos que se refieren a la historia del pueblo de Israel se hallan consignados, con toda precisión, contratos de carácter político -tales como el celebrado por David con las tribus de Israel en Hebrón antes de ser consagrado rey (II Samuel, v, 3)- que en siglos posteriores tuvieron una importancia enorme para la elaboración ·de la doctrina del origen del poder estatal.

En el derecho romano se encuentran también textos de los que se desprende que el pueblo cedió su potestad al príncipe, tales como el pasaje de la Lex Regia, tan comentado por los glosadores, que lo consideraban como la base jurídica del poder temporal, y que dice así: uQuod principi placuit legis habet vigorem>· utpote quum lege regia quae de imperio eius lata est populus ei et in eum omnem suum imperium et potestatem con­ccssit." Alnst., 1, u 5; Dig., 1, 4.)

En el período medieval, todas estas ideas contractualistas cobran un interés extraordinario en las especulaciones políticas, particularmente a partir del siglo XIII, en que ~as aportaciones patrísticas de los primeros siglos qe la era cristiana, se ven complementadas con las de la filosofía pagana y la jurisprudencia romana, así como con las referencias constan­tes a los textos bíblicos. Mas la teoría contractual en la Edad Media tiene características peculiares que la distinguen de otras teorías semejantes en la historia del pensamiento político. En los siglos medios se apela al con­trato no para fundamentar la institución misma del Estado sino tan sólo su poder concreto : se sostiene, esencialmente, que la potestad en abstracto

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viene de Dios, que es el Creador de todo cuanto existe, pero que, en cam­bio, la determinación de la persona del gobernante y la forma de gobierno depende, de modo inmediato, de un acto de constitución humana, que queda a cargo de la comunidad. Así precisada, esta teoría contractual sir­ve de eficaz arma de lucha en la secular querella entablada entre la potes­tad eclesiástica y la civil, favoreciendo con más frecuencia a los partidarios del Pontífice Romano, que sostienen la superioridad del poder de éste basados en que emana directamente de Dios, en tanto que el de los prín­cipes seculares deriva del pueblo, mediante una cesión.

N o puede dejarse de citar, en este período, la valiosa elaboración teórico-política de Santo Tomás de Aquino, que aun cuando establece, basado en las ideas aristotélicas, que la sociedad y el Estado tienen un origen enteramente natural y que el poder público --que tiene como fin específico el bien común- reside en la comunidad entera, admite, sin em­bargo, que la propia comunidad puede delegar el ejercicio de dicho poder en una o varias personas, mediante un acuerdo expreso o tácito, que en ningún caso implica la renuncia de los derechos originarios de esa misma comunidad, resultando así, los gobernantes, simples gerentes o adminis­tradores de los derechos del pueblo. Con esta doctrina contribuye el Aqui­natense a configurar, en definitiva, la tesis filosófico-política que se viene elaborando desde varios siglos atrás y que sostiene que el poder público ejercido por una o varias personas tiene su fundamento jurídico en la sumisión voluntaria de la comunidad, expresada en forma contractual. A esta sumisión se da el nombre de pastum subjectionis o contrato polí­tico, que legitima, de manera inmediata, el poder de los gobernantes. Cabe citar también, en este punto, para completar el examen de la tesis citada, la idea que los escolásticos del siglo XIII tienen acerca de la legitimación ''a posteriori" del poder, y que consiste en que un gobierno viciado en su origen, debido a la violencia, a la usurpación, o a alguna otra circunstan­cia de esta índole, puede volverse legítimo con tal de que realice el bien común y obtenga el consentimiento expreso o tácito del pueblo.

En resumen, puede decirse, con Recaséns, que aparte de las diver­gencias "en la apreciación del carácter y efectos jurídicos del contrato po­lítico, reina casi total unanimidad entre los escolásticos y demás escritores políticos, a partir del siglo XIII, en reconocer los siguientes principios: a) soberanía popular originaria; b) que sólo mediante un contrato polí­tico, expreso o tácito, puede transmitirse el ejercicio del poder público a otra persona; e) que cuando el contrato caduque la comunidad recobra plenamente su pleno derecho de imperio ; d) que el pueblo tiene el dere­cho de resistencia pasiva y activa o rebelión contra el príncipe tiránico;

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e) que el pueblo es sujeto capaz de derecho y acción; f) que entre el prín­cipe y la comunidad popular se da una relación jurídica bilateral con dere­chos y deberes de ambas partes".

Y a en la época moderna, la te() rÍa contractual recibe un fuerte im­pulso de parte de pensadores que están adscritos a muy diversas corrientes ideológicas. Tanto son los restauradores de la Escolástica, en España, que en los siglos XVI y xvn dan extraordinario lustre a la cultura de su país y contribuyen a la difusión de las teorías políticas de Santo Tomás de Aquino -sosteniendo, con Francisco de Vitoria, que el poder político abs­tractamente considerado es de Derecho natural y la determinación de la persona que ha de ejercerlo, de Derecho positivo, por medio del pacto político; con Francisco Suárez que el poder del Estado se funda en la existencia de dos contratos, el social y el político; y con Soto, V ázquez de Menchaca, Covarrubias, Juan de Mariana y Fox Morcillo, la tesis de­mocrática de los efectos del pacto político-, como los autores que inician la nueva época, predominantemente racionalista, en la historia de la jus­tificación contractual del poder estatal, y entre los que se cuentan Juan Altusio ( 1557-1638), autor de la obra "Tratado de Política, corroborado con ejemplos de la Historia Sagrada y ProfanO:', y Rugo Grocio (1583-1645). Sin embargo, todavía no se encuentra en estos escritores una ela­boración completa acerca del contrato. El comienzo de esta tarea está re­servado a ese pensador que tan extraordinaria influencia ha ejercido en las doctrinas políticas, que es Tomás Hobbes.

Hobbes (1588-1679), autor de los fundamentales tratados De Cive (1624) y The Leviathan (1615), sigue las doctrinas del empirismo inglés y adopta la concepción mecánico-naturalística de Bacon y Descartes. Con apoyo en tales ideas y en la filosofía epicúrea, sostiene que la sociedad es un ser artificial creado por la unión de los individuos, que son los átomos sociales. Para fundamentar la comunidad política supone la existencia de un "estado de naturaleza" en que los hombres, dotados aproximadamente de iguales cualidades, de tal manera que ninguno es tan fuerte que pueda imponerse a los demás ni tan débil que deje de ser peligroso, chocan entre sí, llevados de su egoísmo y apetitos insatisfechos, dando lugar a una si­tuación de guerra general -"bellum omnium contra omnesn- en que arrastran una vida solitaria, pobre y miserable, no habiendo más límite al derecho de cada cual que el de su fuerza. Su propio egoísmo, empero, asociado al temor, obliga a los hombres a buscar la paz y para ello cons­tituyen el Estado mediante la celebración de un contrato en el que ceden, entera e incondicionalmente, sus derechos, utilizando la siguiente fórmula : "Autorizo y transmito mi derecho de gobernante a este hombre o a esta

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asamblea, con la condición de que tú transmitas el mismo derecho a los mismos y autorices todas sus acciones de la misma manera" ( Lev.). Nace de esta manera el Estado, el "Leviathán", una especie de dios, cuyo fin primordial es asegurar la paz y defensa comunes. Sintetizando estas ideas, dice con toda claridad Gettell: "Con objeto de conseguir la paz, los in­dividuos constituyen la sociedad política mediante un pacto y ceden sus derechos naturales a 'un poder común a quien se someten por miedo, y que encamina sus actos en beneficio de todos'. La persona o personas que reciben este poder es el soberano. Pero éste no es parte en la confección del contrato. Quienes hacen el contrato son los individuos en la comuni­dad social; y el soberano es consecuencia política de la conclusión del contrato. El soberano, según esto, es un agente con poderes ilimitados y autoridad plena, indiscutible y absoluta. El soberano puede delegar sus poderes sin perder nunca estas facultades, como carácter de su personali­dad. N o se puede quebrantar el contrato social ; si alguien pretendiera esto, volvería al estado de guerra primitivo, y podría ser destruído y aplastado."

Se distinguen, pues, en Hobbes, el "status naturalis", anterior al con­trato, y el "status civilis'', posterior a él. En la primera situación, los hom­bres forman una multitud, en la segunda, son un pueblo. Merced al pacto, dan nacimiento a una persona civil que es el Estado, y hay que subrayar que ese pacto, como opinan muy serios autores, es único: social y de su­jeción a la vez. Es interesante notar también que a través de la teoría del contrato, Hobbes no trata de fundamentar una forma democrática del Es­tado, sino, por el contrario, un régimen absolutista. Su finalidad es justi­ficar una situación política dada -la de Inglaterra en el siglo xvn- ya no sobre la base de datos históricos o teológicos, sino partiendo de una concepción inmanente del Estado y poniendo de relieve la necesidad de su función social.

La teoría contractual, al estilo de Hobbes, es elaborada en el conti­nente europeo por el célebre jusnaturalista Samuel Pufendorf (1632-1694), que intenta hacer una conciliación entre las doctrinas absolutistas del ci­tado escritor inglés y las moderadas de Rugo Grocio. Pufendorf parte del supuesto del estado de naturaleza, en que los hombres viven infortu­nadamente, esclavizados, víctimas del egoísmo y las pasiones, y sostiene que el Estado nace a consecuencia de un pacto voluntario que tiene por objeto evitar los males que se derivan de las imperfecciones humanas. Lo característico de su teoría es que pone en la base del Estado tres con­tratos : primeramente el social, por el cual se funda la comunidad política ; después el contrato por el que la comunidad, constituída ya en persona

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jurídica, opta por la forma de gobierno que le parece más conveniente; y en tercer lugar, el contrato propiamente de sumisión o señorío, en virtud del cual la comunidad cede su poder a la persona o personas designadas mediante el anterior convenio. En tal momento, desaparece la comunidad y no quedan más que individuos y soberano.

Dentro de una corriente de ideas distintas, recibe la doctrina con­tractualista una fuerte vigorización con J ohn Locke. Este filósofo inglés ( 1632-1704), autor de la célebre obra "Two treatises on Government", abandona en gran parte la posición empirista y trata de racionalizar la teoría del pacto. Sostiene, en esencia, en lo que a este punto respecta, que en el estado de naturaleza imperan el orden y la razón, pero que los dere­chos individuales están imperfectamente garantizados, por falta de un poder que dirija, por lo que se hace necesaria la constitución del Estado. Este recibe el poder debido a la renuncia que hacen los individuos de sus derechos, pero esa renuncia no es ilimitada, sino sólo en cuanto es nece­saria para el bien común. Por otra parte, si los gobernantes, investidos de autoridad por virtud del contrato, abusan de ella o violan el pacto, el pueblo recobra sus derechos originarios. "Conserva la comunidad -dice Locke- a perpetuidad un poder supremo de libertarse de los intentos y de los designios de toda clase de personas, aun de sus legisladores, si ellos fuesen bastante locos o bastante perversos para formar y realizar desig­nios contra las libertades y los bienes del súbdito.". ( Two treatises, pfo. 149 y Cap. xm.) Pero el rasgo más interesante de la tesis contractualista de este teórico de la revolución inglesa de 1688 es el de que, a pesar l::le que considera al contrato como un hecho histórico, atribuye una mayor importancia a su contenido y efectos, procurando elevarlos a la categoría de principios racionales. Es notable, también, su acusado perfil democrá­tico: se afirma sin vacilación que la justificación del gobierno radica en el consentimiento del pueblo.

Después de la elaboración recibida por los autores que hemos venido citando, la teoría del contrato llega a su culminación y apogeo con Juan Jacobo Rousseau ( 1712-1778). Hablar de la personalidad filosófico-polí­tica del ginebrino y de la influencia enorme que ha ejercido en el mundo de lo social y de lo estatal, nos resulta verdaderamente imposible, tanto porque para ello necesitaríamos volúmenes enteros, como porque nos sal­dríamos del tema limitado que estamos tratando. N os concretaremos, pues, a hacer una breve exposición de sus ideas acerca de la justificación del Estado. Utilizando, para ello, los pensamientos expuestos en su obra fun­damental "El Contrato Social" (1762), hemos de decir, desde luego, que lo que Rousseau trata de investigar no es el origen histórico del Estado,

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sino su justificación filosófica. Así lo expresa, con toda claridad, en la primera parte de su libro: "El hombre ha nacido libre, y no obstante, está encadenado. Se cree señor de los demás seres sin dejar de ser tan esclavo como ellos : ¿ cómo se ha realizado este cambio? Lo ignoro. ¿ Qué puede legitimarle? Creo poder resolver esta cuestión." (Cont. Soc., Lib. 19, I.) Rechaza, pues, tajantemente, la cuestión relativa al origen histó­rico de la agrupación política y señala como objeto de sus preocupaciones, el de la legitimación del poder. Se trata de encontrar cuál debe ser la organización necesaria para que el hombre conserve sus derechos natura­les sin mengua ni limitación, y a esto contesta Juan J acobo con su teoría del contrato social, que ha de resolver el problema esencial de "hallar una forma de asociación que defienda y proteja de toda la fuerza común, la persona y los bienes de cada asociado; y por la cual cada uno, unién­dose a todos, no obedezca, por tanto, sino a sí mismo, y quede así tan libre como antes". ¿Cuáles son las cláusulas del contrato? "Estas cláusu­las, bien entendidas, se reducen a una sola, a saber: la enajenación total de cada asociado con todos sus derechos a toda la comunidad; porque pri­meramente, dándose cada cual todo entero, la condición es igual para todos; y, por tanto, ninguno tiene interés en hacerla onerosa para los demás." O, lo que es igual: "Cada uno de nosotros pone su persona y poder bajo la suprema dirección de la voluntad general, y recibe en cuerpo a cada miembro como parte indivisible del todo." El Estado es, así, una salvaguarda de las libertades individuales.

Ahora bien, lo peculiar de la teoría contractualista de Rousseau es que en manera alguna considera al contrato social como un acontecimiento histórico y llega, incluso, a decir, "que probablemente no ha existido nun­ca". Con esto quiere dar a entender que el contrato es tan sólo un princi­pio de justificación ideal del Estado y que aun cuando jamás se h~ya realizado, debe suponerse su existencia a fin de que los derechos funda­mentales de los hombres sean reconocidos y queden debidamente salva­guardados. El pacto social resulta, entonces, algo que deriva de la natu­raleza humana, que brota de principios éticos universales y sirve de piedra de toque para juzgar de la legitimidad de los gobiernos concretos.

Al lado de estas ideas, es interesante anotar en el pensamiento rous­soniano las de la voluntad general y de la soberanía del pueblo con ca­rácter inalienable, imprescriptible e indivisible, pero por no tocar, de in­mediato, al tema que tratamos, tenemos que pasarlas por alto.

Después de Rousseau, la teoría del contrato ha recibido todavía una nueva elaboración en la obra filosófico-política de Kant ( 1724-1804). El filósofo alemán precisa más aún las líneas esenciales de la construcción

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del ginebrino, dándole un aspecto racional más riguroso. Para él, el con­trato social es un imperativo de la razón práctica, de tal suerte que el Estado debe ser construido de acuerdo con la idea del pacto. La voluntad general es una voluntad regida exclusivamente por la razón, y los sujetos del contrato, más que hombres considerados en su realidad fenoménica

. inmediata, son entes de razón que convienen aquello que va de acuerdo con su naturaleza racional. El pacto resulta así coactivo y por ningún mo­tivo puede alguien sustraerse de él.

Hemos llegado con esto al final de la exposición de las vicisitudes por las que ha atravesado la teoría contractualista de justificación del Es­tado, en el curso del tiempo, en la que hemos señalado, tan sólo, las po­siciones capitales. Trataremos ahora, como nos lo propusimos al iniciar la segunda parte de este trabajo, de hacer un juicio crítico de dicha teoría.

Al hacer esto, hemos de advertir, de inmediato, que la mencionada teoría ha sido objeto de muchas críticas en la Historia, por parte de muy diversos sectores de pensamiento, que han tratado de demostrar los de­fectos de que adolece. N o podemos, desgraciadamente, referimos a ellas, por no alargar, con exceso, la exposición del tema que estamos tratando. Vamos solamente a apuntar sus principales fallas. Creemos que la obje­ción fundamental que puede hacerse al contractualismo, como intento de legitimación del poder político, no puede abarcar aquellas posiciones, den~ tro del mismo, que se concretan a valorizar la actividad de los gobernan~ tes tomando en consideración la mayor o menor adhesión popular con que cuentan. Esto es, no afecta a la idea del contrato por virtud del cual los miembros de la comunidad política señalan quiénes ha de gobernar y cuál ha de ser el régimen de gobierno, porque ello no ve, directamente, al Es~ tado como institución, sino sólo a sus formas concretas. La crítica en rea~ lidad debe enderezarse contra las teorías que sostienen la existencia del contrato en la base misma de la constitución de la sociedad y del Estado, como criterio definitivo de su legitimidad.

Precisada, de este modo, la materia sujeta a crítica, nos parece evi­dente que la impugnación esencial que se puede hacer de la teoría con­tractual es la de que sacrifica, en aras de artificios y convencionalismos que no satisfacen, aquella vieja, ineluctable verdad de la naturaleza social del hombre, que lo impulsa a vivir con sus semejantes por exigencias de su propio ser, y que no necesita demostración alguna porque es tÍn dato inmediato de la conciencia. Olvida, por otra parte, que la autoridad brota de la naturaleza de las cosas y que no requiere, para ser explicada y jus­tificada, en términos generales, de acuerdos y convenciones. Cae, además, dicha teoría en el absurdo de considerar que a base de un pacto libre se

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constituye la sociedad civil y se da origen a la autoridad, sin tomar en cuenta que precisamente para que se pudiera celebrar ese pacto era indis­pensable que previamente hubieran vivido juntos los hombres, a fin de crear una serie de signos convencionales para poder entenderse, lo que prueba la existencia de un previo estado de comunidad que no podría explicarse, en manera alguna por medio del contrato.

Lo que hay de cierto en la teoría contractual es, únicamente la cons­tatación de la importancia de la voluntad humana en el proceso de consti­tución de la sociedad civil y del Estado. Pero para esto no se necesitaba recurrir al artificio de la convención, que presenta tantos inconvenientes y carece de una base exacta. Basta la simple consideración de que la ten­dencia social de los seres humanos, que potencialmente contiene todas las formas posibles de sociedad, debe convertirse en acto por virtud de ma­nifestaciones de voluntad y que las formas concretas, sociales y políticas, se originan y legitiman por la adhesión, expresa o tácita, de aquellos a quienes afectan.

4. Las teorías éticas. La teoría psicológica. La teoría de la solidari­dad.-Estas teorías revisten menor importancia que las que han sido ex­puestas y enjuiciadas en páginas anteriores, y por tal razón, únicamente haremos una somera referencia a ellas.

Dentro de las teorías éticas quedan comprendidas todas las que pre­tenden justificar al Estado demostrando, primordialmente, que es el pro­ducto de una necesidad moral de los hombres. Estas teorías han sido sos­tenidas por muchos pensadores tanto en la antigüedad como en los tiem­pos modernos, y se citan los nombres de Platón y Aristóteles, Hobbes y Wolff, Kant, Fitche y Hegel, entre los de sus principales defensores. En realidad se trata de un grupo de doctrinas que son tributarias de la teoría teológico-religiosa, puesto que la necesidad moral del Estado deriva, fun­damentalmente, del acatamiento a los mandatos divinos, pero aun consi­derándolas con cierta independencia, su apreciación debe hacerse en rela­ción íntima con aquélla, por sus estrechos nexos.

La teoría psicológica es la que finca la legitimidad del poder político en las tendencias o impulsos del ser humano, que lo llevan a formar la sociedad y el Estado. Reconoce como progenitor al filósofo de Estagira, Aristóteles, que con mano maestra puso de relieve en sus obras la natural disposición del hombre a formar sociedades, y ha sido sostenida por au­tores jusnaturalistas y por los que consideran que el Estado es una nece­sidad histórica.

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La teoría solidarista, por último, es la que sostiene ·.que la justifica­ción del poder emana del hecho mismo de la solidaridad social que im­pone cargas a los hombres y da lugar a sanciones para los reacios, origi­nándose así la necesidad de la autoridad en el seno de la convivencia humana. Entre los propugnadores de esta teoría se encuentran Bourgeois y Duguit. La doctrina de este último, que con frecuencia se considera como expresión de la idea de la fuerza, es más bien de contornos solida­ristas, porque se basa en el hecho de la solidaridad para fundamentar la regla de derecho objetivo que es la que señala límites a la acción de los gobernantes. "En la doctrina de Duguit -dice Carlos Ruiz del Castillo­no se justifica el Poder por el origen, sino exclusivamente por la función que realiza: no hay títulos de legitimidad para el Poder, sino únicamente un modo correcto de ejercerlo."

N o vale la pena hacer una apreciación crítica de estas teorías, puesto que muy poca o ninguna originalidad tienen, sino que más bien presentan algunos aspectos de las demás que ya hemos expuesto o son un conjunto de varias, por lo que les son aplicables lo que ya dijimos respecto de ellas. Por lo demás, al exponer la posible solución al problema justificativo expondremos los criterios que pueden servir para enjuiciarlas.

III. ENSAYO DE SOLUCION DEL PROBLEMA'

DE LA JUSTIFICACION DEL ESTADO

Hemos terminado ya la exposición de las posiciones típicas en torno del problema de justificación que nos planteamos en la primera parte de este trabajo y ha llegado el momento de esbozar una solución, tal como nos lo propusimos.

Para hacerlo, creemos que es conveniente, ante todo, precisar los supuestos básicos que nos han de servir para salir avantes en la empresa. Ellos son los siguientes --que podemos exponer una vez recogidos los datos valiosos de las diversas teorías justificativas-: el Estado tiene su origen en Dios, pero no inmediatamente, sino sólo en cuanto deriva de la naturaleza social del hombre, que ha sido creada por El; la autoridad es necesaria en la vida social, porque así lo requiere la índole ·racional del ser humano y el cumplimiento de los fines a que se ordena la sociedad ; la persona de los titulares del gobierno y las formas concretas del Estado no derivan inmediatamente de Dios, sino de la voluntad de los hombres.

Sobre la base de estos supuestos, vamos a tratar de contestar los interrogantes que nos planteamos en un principio y que se sintetizaban en éste: ¿por qué debe existir el Estado con su poder coactivo?

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Responder a esta pregunta equivale a determinar el valor que aspira a realizar el Estado y señalar el principio superior que lo justifica. ¿Pero cuál es el criterio que servirá para hacer esa determinación? Si meditamos detenidamente en el problema, nos encontramos con que el Estado trata de realizar un valor general, que se identifica con los valores supremos de la persona humana, y un valor específico, que es el aseguramiento del derecho.

Desde el punto de vista general, el Estado debe existir, fundamen­talmente, porque su necesidad está postulada por las exigencias mismas de la naturaleza humana. El hombre es un ser lleno de perfecciones psico­lógicas, ontológicas y morales, pero adolece también de múltiples imper­fecciones y entre ellas se encuentra la indigencia social, que lo obliga a vivir en unión con sus semejantes porque ese es el único medio ordinario de que alcance su perfección y cumpla su personal destino. Para que esto se realice, el ser humano necesita, pues, de un conjunto de medios, físicos, culturales y morales, que le ayuden a conseguir sus fines. Y esos medios son, precisamente, los que debe proporcionarle el Estado con su poder. El Estado está obligado a crear, ineludiblemente, aquellas condiciones propicias para que los hombres puedan vivir y desarrollarse. Debe fomen­tar el clima moral colectivo en que se realice la "tranquila convivencia en el orden", en que haya igualdad de oportunidades para que todos al­cancen su perfección, y ese clima es, precisamente, el del bien común.

El bien común, en el orden específicamente temporal, es el fin esen­cial al que debe ordenarse el Estado. Es la misión que está obligado a cumplir. En él se encuentra una diversidad de elementos que siguiendo al jurista belga J ean Dabin podemos clasificar en formales y materiales. Son los primeros : 1) el orden y la paz por la justicia ; 2) la coordinación de las actividades de los particulares; 3) la ayuda y eventualmente la suplencia de las actividades privadas cuando sean deficientes o falten del todo. Son los segundos, todas las necesidades humanas que entran dentro del orden temporal. Este bien, específico del Estado, no es, sin embargo, un bien supremo en la jerarquía de bienes humanos. Por encima de él está el bien eterno -fin último del hombre- al que el bien común debe estar supeditado.

Y al decir esto, nos plantamos, resuelta y definitivamente, en el plano del personalismo moderado -no exagerado, como en muchos modernos, que caen en los errores individualistas- de la tradición aristotélico-tomis­ta. Creemos, por tanto, que el hombre, en la plenitud de su ser, con su doble dimensión, individual y social, no es un medio del que el Estado se sirve para realizar sus fines, sino un fin al que el propio Estado debe orientarse. Conforme a esto ¿qué valor tiene el Estado? Tiene el valor de

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un medio para el cumplimiento de los más altos fines humanos. Su cate­goría es puramente instrumental. Es el auxiliar indispensable para que el hombre, haciendo uso de la autonomía ontológica de que está dotado -libertad- alcance su perfección temporal y -en proyección de infini­to- su último fin. La justificación moral del Estado deriva de aquí, pre­cisamente: de que realice, con máxima fidelidad, el valor que aspira a encarnar.

Desde el punto de vista específico, decíamos, el Estado tiende al ase­guramiento del derecho. Esta es su misión fundamental. Pero no, desde luego, del derecho positivo simplemente, sino de los principios jurídicos, de carácter general, que fundamentan ese derecho positivo y a la luz de los cuales este último puede ser enjuiciado. Así lo expresa, con su habi­tual precisión, Hermann Heller, con las siguientes palabras: "El Estado se halla justificado en la medida en que representa la organización nece­saria para garantizar el derecho en una determinada etapa evolutiva. En­tendemos por derecho, en primer lugar, aquellos principios jurídicos, de carácter moral, que sirven de fundamento a los preceptos jurídicos positi­vos. Estos principios jurídicos, cuya validez ideal debe ser supuesta, llevan implicada inmanentemente la exigencia de su vigencia social. Sólo como deber ser tiene sentido el deber de estos principios jurídicos; no pretenden una mera validez ideal, absoluta, sino, a ser posible, vigencia, eficacia como preceptos jurídicos positivos. Para esto es necesário que los principios jurídicos universales como, por ejemplo, los contenidos en el decálogo, sean establecidos, aplicados e impuestos como preceptos positivos por un poder autoritario. Toda la fuerza obligatoria del precepto jurídico procede del principio ético-jurídico que se cierne sobre él. Pero este principio se diferencia del precepto por su falta de seguridad o certeza jurídica, que al precepto jurídico le suministra, por una parte, la certeza del sentido, la resolutividad del contenido de la norma y, por otra, la seguridad de su cumplimiento ... Ahora bien, la certeza del sentido y la seguridad del cum­plimiento exige la presencia de un poder autoritario que pronuncie e im­ponga lo que en una situación concreta tiene que valer como derecho. La mera convicción jurídica no basta ni para lo uno ni para lo otro."

Son, pues, los principios morales del derecho, los que suministran el criterio para legitimar el poder político, y sólo ellos. El Estado "no puede ser justificado más que en la medida en que sirve. a la aplicación y efecti­vidad de los principios éticos del derecho", dice el profeso¡; de Francfort, antes citado. Pero la determinación de su origen y contenido, lo abandona la Teoría del Estado a la Filosofía del Derecho. A ella le basta admitir que existen válidamente tales principios.

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Con esto queda resuelto el problema fundamental que nos planteamos. al principio de este trabajo, aunque sólo hemos esbozado, a grandes líneas, la solución, sin entrar a un estudio detenido de la misma. Creemos estar ya en posesión de directivas seguras para enjuiciar al Estado y nada nos resta, para tener una visión más cabal del punto que hemos venido exami­nando, sino hacer hincapié en que el propio Estado, que se justifica "a priori" por su carácter natural y origen divino consiguiente, sólo adquiere un justo título ante los ojos de la moral por el cumplimiento de sus fines. y por la adhesión, expresa o tácita, que le presta la comunidad. De esta manera la teoría teológico-religiosa, que propugna el origen divino de la autoridad, necesita ser completada con datos de la teoría que ve en la vo­luntad humana la fuente de legitimidad del poder político. Las demás doctrinas particulares son de tomarse en consideración únicamenté en la medida en que complementan a las dos anteriores, que son las que ante la historia y la crítica filosófica y jurídica revisten mayor importancia.

Hemos hecho a un lado, de intento, las múltiples y graves cuestiones. que se plantean con motivo del ejercicio del poder estatal y del deber de obediencia de los ciudadanos, y particularmente el derecho de resistencia frente a los abusos del poder, por no querer extender demasiado este trabajo. También hemos dejado de tratar lo relativo a la falta de justifi­cación de las críticas dirigidas contra el Estado por teorías que, como la anarquista y la socialista, confunden la institución política con las di­versas formas reales y concretas que ha asumido en el curso de la historia, porque creemos que con la exposición de los principios justificativos del Estado pueden, fácilmente, ser refutadas. Bástanos, para terminar, expre­sar nuestra fe en el Estado, pero en un Estado que, por encima de mez­quinos intereses faccionales, sea capaz de garantizar a los hombres el' orden y la justicia, y sea así, permanentemente, instrumento cierto y efi­caz para la realización de los más altos valores de la personalidad humana.

REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS

Las diversas citas que hemos hecho en el curso de este trabajo, así como la inspi­ración general del mismo, las hemos tomado de las siguientes obras:

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