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Las Crónicas de Thambia La Leyenda de las Espadas (Libro I) Javier de Andrés Aranzábal

La Leyenda de las Espadas · 2012. 12. 4. · Xian era el hijo de Balkorft. Hacía ya varios meses que Veness, la mujer de Balkorft y madre de Xian, había muerto a consecuencia de

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  • Las Crónicas de Thambia

    La Leyenda de las Espadas

    (Libro I)

    Javier de Andrés Aranzábal

  • Primera ediciónjunio 2010

    © Javier de Andrés Aranzábal© Ediciones AtlantisC/ Camino de las Cruces, 20 local28300 (Aranjuez) MadridTel.: [email protected]

    ISBN: 978-84-92952-47-2Depósito Legal:

    Impresión:

    Impreso en España

  • Las Crónicas de Thambia

    La Leyenda de las Espadas

    (Libro I)

  • Agradecimientos

    Quiero agradecer a todos aquellos que me han ayudado a escribir este

    libro, desde los compañeros de Bubok, los cuales me han aportado infinidad

    de sugerencias y ayuda en la finalización del mismo, como a todos esos auto-

    res que a través de sus libros me han llenado la cabeza de maravillosas ideas

    con las que dar nacimiento a Thambia.

    Y, muy especialmente, quiero dedicar este libro a mi novia, Nuria.

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  • Prólogo

    El viento arremetía contra su yelmo cuando Balkorft miró hacia atrás y

    observó como sus compañeros tenían dificultades para subir por el casi desapa-

    recido sendero de la ladera. Hacía unas seis horas que habían perdido el rastro

    del kurgul que tenía atormentada a la población de Kablin por asesinar el ganado

    que les permitía sobrevivir al duro invierno.

    Balkorft y otros cinco soldados, pertenecientes al pequeño grupo que for-

    maba la defensa de Kablin, habían preparado una trampa para dar caza al sal-

    teador y, aunque tuvieron éxito en el engaño, no consiguieron dar muerte a un

    enorme kurgul de unos dos metros y medio de altura que se dio a la fuga rá-

    pidamente hacia su guarida en algún lugar de las montañas Úmrath, que pro-

    tegían a la pequeña ciudad del frío invierno y de sus gélidos vientos. Hacía

    lustros que en esas montañas no se veían esas asquerosas criaturas de cuatro

    brazos, pero en los últimos meses habían sufrido ya el ataque de un pequeño

    grupo de kurguls que mataban sin compasión a su valioso ganado.

    La tormenta de nieve que azotaba la cara sur de las Úmrath había borrado

    prácticamente el rastro del kurgul y el frío y la intensa nieve habían dificultado

    el avance del pequeño grupo perseguidor, lo que hacía replantearse a Balkorft

    la posibilidad de abandonar su presa antes de lamentar alguna pérdida, ya que

    el temporal parecía ir a peor.

    —Balkorft, deberíamos volver. Hemos perdido su rastro y el temporal

    empeora. No quiero morir congelado en esta montaña del diablo —dijo el pri-

    mero de los soldados que llegó a la posición de Balkorft.

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  • —Si volvemos, esa criatura volverá a matar a nuestro ganado y ya pasa-

    mos bastante hambre como para permitirnos que siga matando. Debemos con-

    tinuar, o lo lamentaremos —dijo Balkorft sin estar muy convencido de sus

    palabras.

    —Si no volvemos pronto, no tendremos que preocuparnos de alimentar-

    nos nunca más. Maldita sea, Balkorft, piensa en Xian.

    Xian era el hijo de Balkorft. Hacía ya varios meses que Veness, la mujer

    de Balkorft y madre de Xian, había muerto a consecuencia de una larga enfer-

    medad, y eso lo obligó a cuidar en soledad de su único hijo. Aunque con sus

    diecinueve años Xian no era ya precisamente un chiquillo, seguía siendo un

    muchacho risueño, con la cabeza llena de ilusiones y el fuerte deseo de con-

    vertirse en un gran soldado, como su padre lo fue antaño cuando sirvió a la

    guardia personal del rey Benerio, en el lejano palacio de Itaras.

    Balkorft recordaba con cariño aquellos días en los que tenía una buena

    vida, gozaba de un gran prestigio como soldado y comandaba la guardia per-

    sonal del rey. Por él, Balkorft hubiese dado la vida gustoso si hubiese tenido

    que hacerlo, porque en gran estima tenía al rey Benerio, ya que era un hom-

    bre bondadoso, honrado, que gobernaba con mano firme y justicia uno de los

    reinos más grandes de Thambia.

    Era el rey Benerio el que mantenía a raya a las fuerzas de la tiranía, en-

    cabezadas en su época por el paladín oscuro Zhelmord, permitiendo que la

    paz reinase en todo Heirmund.

    Balkorft aún recordaba la batalla de las aguas negras. En ella combatió

    junto al rey Benerio, donde consiguió batir y dar muerte al paladín oscuro,

    provocando la huida y derrota de sus leales tropas, en las que el miedo y la

    duda hicieron mella tras la muerte de su general.

    La paz llegó después de aquella batalla y el rey premió su gesta regalán-

    dole una hermosa espada creada por los mejores herreros de toda Itaras, y la

    blandía con orgullo desde entonces.

    Pero la paz no es eterna, poco a poco la oscuridad fue nuevamente abrién-

    dose paso y tras la muerte del rey Benerio, la traición hizo que Balkorft tuviese

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  • que abandonar la tierra que con su sangre había ayudado a defender, y se con-

    virtió en un proscrito condenado a muerte por el reino al que tanto había

    amado.

    —Tal vez tengas razón, compañero —dijo Balkorft apesadumbrado—.

    Volvamos a casa, intentaremos darle caza cuando pase la ventisca.

    Balkorft y sus cinco acompañantes se dieron la vuelta, no antes sin inten-

    tar por última vez encontrar una pista que les señalase el paradero de su presa.

    En ese momento, Balkorft observó algo en la nieve. Se acercó y contempló un

    pequeño pedazo de carne mordisqueada.

    —Parece una parte de nuestras piezas de ganado. No debe andar muy

    lejos, estad atentos —exclamó Balkorft como si de un susurro se tratase.

    En ese preciso instante, un poco de nieve cayó desde un pequeño risco

    que sobresalía por encima de sus cabezas y un enorme kurgul saltó desde él

    hacia el pequeño grupo de cinco soldados que escuchaban a Balkorft con

    atención.

    —¡¡Cuidado, encima de vosotros!! —gritó con fuerza Balkorft.

    Pero fue demasiado tarde. El kurgul irrumpió desde arriba en el grupo de los

    cinco hombres blandiendo una pequeña hacha en cada una de las cuatro extremi-

    dades que tenía. Cayó encima de uno de los soldados, haciéndolo rodar ladera

    abajo, y al que estaba a su derecha le incrustó una de las hachas en el cuello, tiz-

    nando la blanca nieve de un pequeño riachuelo rojizo.

    Rápidamente, los otros tres soldados desenfundaron sus espadas y ataca-

    ron a la bestia. El kurgul desvió fácilmente el primer ataque con dos de sus ha-

    chas, y el segundo lo esquivó con un rápido movimiento, no sin resultar herido

    con un pequeño tajo en el abdomen.

    El kurgul reaccionó contraatacando con dos mandobles de sus hachas

    que fueron repelidos por el escudo del soldado atacado, mientras que el otro

    se disponía a atacar nuevamente a la bestia, pero no llegó a finalizar el ataque

    y salió despedido varios metros hacia atrás debido a una patada en el pecho.

    Rápidamente la criatura saltó sobre él y dio fin a su vida con un hachazo que

    separó la cabeza del cuerpo.

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  • Balkorft llegó raudo, desenfundando su espada en su intento de ayudar al

    fallecido y atacó al kurgul con varios mandobles que obligaron a retroceder a la

    criatura. Entre los tres supervivientes acosaron a la bestia, que se veía obligada

    a retroceder, pero conseguía gracias a sus cuatro brazos armados desviar los ata-

    ques de sus oponentes. En un descuido, el kurgul consiguió dar muerte al sol-

    dado situado más a la izquierda, lo que provocó la ira de Balkorft, que intensificó

    sus ataques. Más rápidos y más poderosos, en un rápido giro de 360 grados, Bal-

    korft consiguió romper las defensas del kurgul, sacó rápidamente un cuchillo

    que guardaba en su cintura y lo hundió en el abdomen del kurgul, que chilló de

    dolor, no sin antes de un manotazo enviar a Balkorft unos cuantos metros hacia

    atrás, dejándole mareado en el suelo. La sangre de la bestia regaba la nieve, pero

    seguía plantando batalla al soldado que quedaba en pie.

    Con un buen movimiento, el kurgul consiguió desarmar al soldado y, co-

    giéndolo por el cráneo, el kurgul se lo acercó a su deforme rostro, antes de arro-

    jarlo montaña abajo con un chirrido devastador. El kurgul contempló su obra y

    cómo el soldado se despeñaba en la lejanía, y a continuación con un gesto de

    rabia se arrancó el cuchillo que Balkorft le había incrustado en el abdomen. Se

    dio la vuelta dispuesto a rematar a Balkorft, y encontró a este empuñando de

    nuevo su espada, que ahora brillaba con una pequeña aura blanquecina, y con los

    ojos cerrados parecía concentrarse.

    El kurgul gritó encolerizado, y comenzó su carga contra el soldado, pero,

    a pocos metros de distancia, Balkorft abrió de súbito los ojos de par en par y,

    alzando su espada, descargó un potente mandoble a dos manos desde el cielo.

    La criatura consiguió parar el golpe con dos de sus hachas, pero, en el mo-

    mento en que las hojas entraron en contacto, una fuerte descarga eléctrica fue

    emitida por la hoja de Balkorft, lo que hizo que el kurgul perdiese parte de sus

    fuerzas y permitió a la poderosa espada seguir su curso y amputar los dos bra-

    zos derechos del sorprendido kurgul.

    Sin embargo, este parecía ser un poderoso adversario y, a pesar de la he-

    rida mortal, tuvo fuerzas para de un manotazo tumbar a Balkorft contra la

    nieve, y salió despedida su única arma, que cayó a varios metros de distancia.

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  • La abominable criatura se situó encima de él, evitando que se levantara,

    sacó un cuchillo y se preparó para clavárselo en el cuello, pero antes su cabeza

    rodó por la nieve a consecuencia del corte que el primer soldado atacado por el

    kurgul le había dado, después de haberse repuesto y vuelto al lugar de la batalla.

    El kurgul cayó decapitado sobre la nieve, y el soldado acudió rápida-

    mente en auxilio de Balkorft.

    —¿Está bien capitán?

    —Le has dado su merecido a esa maldita criatura del demonio —ex-

    clamó Balkorft tosiendo sangre.

    El soldado intentó levantar a Balkorft del suelo para atenderle, pero se

    percató de que en su caída se había golpeado en la cabeza con una roca, y es-

    taba malherido.

    —Tengo que llevarte rápidamente a Kablin. Estás malherido.

    —¿Cuántos han caído? —dijo Balkorft apesadumbrado.

    El soldado miró a su alrededor y observó las consecuencias de la batalla.

    —Parece que somos los únicos supervivientes, capitán.

    —Mal día para tramar una trampa… Mal día —dijo apenado Balkorft

    antes de cerrar los ojos y perder el conocimiento.

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  • 14

  • CAPÍTULO 1UN MAL DESPERTAR

    La ventana de madera golpeaba el marco constantemente a consecuenciadel fuerte viento cuando Xian abrió los ojos. Se levantó y, después de soltar un

    pequeño bostezo, abrió la ventana de la habitación. Una fuerte ráfaga de viento

    y nieve entró agitando su media melena de cabellos negros como el carbón. Rá-

    pidamente cerró y aseguró bien la ventana, antes de ponerse su habitual ropa de

    trabajo y partir a trabajar al viejo molino.

    Xian era lo que la gente llamaba un fornido muchacho. Tenía una fuerte

    y potente musculatura esculpida a base de su trabajo diario en el molino. Era

    alto, rozando el metro noventa, de cabellos oscuros, con media melena que

    caía sobre sus hombros, y unos ojos verdes que brillaban con un fulgor espe-

    cial cuando los abría de par en par. Tenía un porte elegante, y rasgos faciales

    finos que le hacían ser todo un galán cuando se lo proponía y, de no haber sido

    por sus ropajes, más de uno podría haberle confundido con un noble príncipe

    de ir bien ataviado.

    Pero Xian no destacaba precisamente por sus vestiduras elegantes. Su

    ropa de diario solía ser un pantalón de color negro y una camiseta de algo-

    dón sin mangas que le quedaba ya un tanto pequeña y ceñida. Encima solía

    llevar una chaqueta de lana roja oscura para los días alejados del verano, y

    si la nieve castigaba su ciudad, se cubría con un abrigo largo de piel de lobo

    de las montañas.

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  • Abandonó su habitación cerrando la puerta tras de sí y, al entrar en el

    salón, le sorprendió no ver a su padre, por lo que se dirigió veloz a su habita-

    ción, donde comprobó que no había pasado la noche en casa.

    Xian se preguntó qué le habría pasado a su padre para no pasar la noche

    en casa, ya que no solía pasarla fuera, y menos sin avisarle. Sin embargo, no le

    concedió mayor importancia. Se preparó un gran tazón de leche, acompañado de

    unas rodajas de pan untadas con aceite, un pedazo de queso y una hermosa man-

    zana rojiza. Mientras disfrutaba de los manjares, Xian observaba las paredes

    adornadas con cotas de mallas, espadas curvadas, y escudos con bellos símbo-

    los en el centro, pertenecientes a su padre y a sus tesoros de guerra conquista-

    dos como soldado del rey. Xian siempre soñó con seguir los pasos de su padre

    y convertirse en un gran guerrero que adornara las paredes de roble de su casa

    con las armas y artefactos de guerra de sus hazañas y enemigos abatidos.

    Aún guardaba con cariño el día en el que Xian con tan sólo diez años co-

    menzó a entrenarse en el arte de la lucha con su padre. Nadie podía enseñarle

    mejor que él, y Balkorft le instruyó desde pequeño. Pero siempre le dijo:

    “Xian, no te estoy enseñando a combatir, sino a defenderte, ya que la guerra

    sólo está justificada cuando la libertad y las personas a las que amas están en

    peligro”.

    Xian aprendió de él un amplio repertorio de movimientos, tanto atacan-

    tes como defensivos, y pronto mostró un gran talento para la lucha; destacaba

    sobre todo su gran velocidad y agilidad con la espada.

    Sin embargo, el aprendizaje no fue sencillo ni mucho menos divertido.

    Tardó mucho tiempo en tocar su primera arma, ya que, según su padre, en pri-

    mer lugar tenía que aprender a respetar a su enemigo, a estudiar y analizar

    todo lo que le rodeaba antes de los combates para sacar ventaja cuando este se

    iniciase, y, sobre todo, le sometió a largas horas de meditación y relajación en

    pos de que nunca jamás las prisas o la precipitación fuesen capaces de nublar

    su buen juicio y le precipitaran a una muerte segura.

    Y cuando todo esto hubo pasado comenzó a practicar con armas, pero no

    con armas de acero, sino con palos de madera, varas de caña, o incluso los

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  • propios puños. Tuvieron que pasar tres años hasta que, con la edad de trece

    años, Balkorft le regaló por su cumpleaños una espada forjada por él mismo.

    Era de bello porte y cuidada en detalles, y en seguida supo del valor que tenía

    y lo que a su padre le habría costado forjarla. No era una poderosa arma má-

    gica con las facultades que tenía la espada de su padre, sin embargo, era ligera,

    veloz, y hecha a medida para Xian. Nardil fue su nombre desde ese día.

    Tardó tiempo en dominarla por completo, pero, según pasaron los años,

    Xian desarrolló unas increíbles habilidades con la espada; pero no fue la única

    arma que aprendió a utilizar, ya que su padre le instruyó del mismo modo en

    el tiro con arco, la embestida con lanza, o la lucha con doble espada corta. De

    cualquier modo, en nada era comparable en habilidad al manejo que llegó a al-

    canzar con Nardil, aunque en el tiro con arco también destacaba por su aguda

    puntería.

    Xian recogió la mesa y borró todo rastro de su reconfortante desayuno,

    y lo trasladó a la cocina. Aún se sentía triste al entrar en ella y remover los re-

    cuerdos en los que veía a su madre cocinando un buen estofado. Xian juró

    sobre su tumba convertirse en alguien importante, y hacer que su madre estu-

    viera orgullosa de él.

    Una vez secadas sus lágrimas, Xian cogió su abrigo y se dispuso a aban-

    donar la casa. Al abrir la gruesa puerta de madera, el viento volvió a irrumpir

    con dureza, y obligó a Xian a cerrar la puerta con la mayor celeridad posible.

    La nieve inundaba las calles y tejados de Kablin, y sus gentes se movían rápi-

    damente de un lugar a otro protegiéndose como podían de la furia de la tor-

    menta. Las calles empedradas estaban cubiertas por una fina capa de nieve, y

    las casas de entre dos o tres plantas de altura protegían de la ventisca a Xian

    en su camino hacia el norte de la pequeña ciudad donde se situaba el viejo

    molino en el cual trabajaba para ayudar en casa con lo poco que ganaba.

    Kablin no era una ciudad grande, ni mucho menos; más bien era pequeña,

    pero estaba bastante evolucionada, con buenas y resistentes casas. Situada al

    pie de las montañas Úmrath, sus gentes sobrevivían principalmente de la ga-

    nadería y de una pequeña mina de la cual extraían el mejor mármol de toda

    17

  • Thambia, que utilizaban como mercancía de cambio para las grandes ciuda-

    des y sus majestuosos palacios y mansiones.

    Antaño Kablin fue una ciudad de mayor importancia, principalmente por

    su cercanía al mar al que se podía acceder fácilmente navegando río abajo,

    donde un gran puerto naval era uno de los principales puntos comerciales del

    sur de Heirmund, garantizando un masivo comercio de especias y víveres entre

    Lordtan y Dopherine.

    Sin embargo, las guerras y el distanciamiento entre las poblaciones de las

    distintas islas terminaron por hacer que el comercio naval quedase obsoleto y

    que Kablin pasase a ser una ciudad casi olvidada.

    Xian tomó la calle principal de la ciudad en dirección norte. Esta calle

    era, con diferencia, la calle más transitada de todo Kablin. Era lo suficiente-

    mente ancha como para poder pasar cuatro carruajes al mismo tiempo, y era

    donde se desarrollaba la mayor parte de la vida comercial de la ciudad. Allí es-

    taban los edificios de mayor envergadura, y comunicaba la entrada norte con

    el centro de la ciudad, donde se encontraba la plaza de Kablin y su templo, el

    orgullo de sus habitantes, construido en honor a Azula.

    Una fuerte mano sobre su hombro sacó a Xian de sus pensamientos.

    —¿Dónde crees que vas tan rápido sin antes ir a ver a tu mejor amigo?

    —dijo con voz ronca un muchacho situado a la espalda de Xian.

    —Yo no tengo ningún amigo, al menos ningún amigo que su cara sea

    digna de ver —respondió con una sonrisita sarcástica.

    —Maldito saco de pulgas, algún día te daré tu merecido —dijo cogiendo

    a Xian por la cabeza y haciéndole alguna que otra carantoña.

    Cauros era su amigo incondicional desde su juventud. Era un año mayor que

    él y era el hijo del herrero, gran amigo de su padre. Siempre inseparables, Xian

    y Cauros pasaron su infancia escapándose de Kablin a las montañas en busca de

    aventuras, que generalmente terminaban con una gran reprimenda por parte de sus

    padres. Solían practicar juntos el arte del combate cuerpo a cuerpo, y casi siem-

    pre solía ganar a Cauros, que a pesar de ello era un gran luchador. Era algo más

    bajo que Xian, pero en cambio tenía una fuerza inigualable. De complexión

    18

  • fuerte, manejaba diestramente el hacha, y ningún muchacho en todo Kablin osaba

    plantarle cara. Tenía el pelo castaño y muy corto. Lucía unos bonitos ojos casta-

    ños y una perilla que lucía con orgullo al igual que su padre.

    —Creo que vas a llegar tarde al trabajo como de costumbre —dijo Cau-

    ros soltando a Xian.

    —No me gusta perder las viejas costumbres.

    —Pues espero que recuerdes eso y después te pases a entrenar un poco

    esa espada. Hoy estoy seguro de que el hacha vencerá a la espada.

    —Eres más lento que un oso cojo —le contestó Xian con una nueva son-

    risa—. Mientras no seas más rápido, no podrás vencerme

    —Ya lo veremos, amigo, ya lo veremos. Lo mismo te sorprendo. Luego

    nos vemos, no te retrases más.

    Y diciendo esto, Cauros emprendió su camino a grandes zancadas, de-

    jando a Xian observando a su amigo alejarse y mezclarse entre la gente que ya

    abarrotaba las calles. Cuando Xian salió por el lado norte de Kablin, pudo ver

    las Úmrath en todo su esplendor, con sus laderas totalmente blancas a conse-

    cuencia de la nevada; y al pie de las montañas, el viejo molino, con sus aspas

    girando con viveza debido a la poderosa fuerza del viento.

    “Hoy tendré bastante trabajo, será una buena jornada”, pensó Xian

    viendo el frenético movimiento de las aspas. Miró por última vez a Kablin

    antes de comenzar el último tramo del ascenso al molino. A Xian le encantaba

    contemplar su ciudad natal desde aquella posición. Los tejados de los edificios

    estaban cubiertos de nieve en su totalidad, y podía ver a sus habitantes moverse

    de un lado para otro como pequeñas hormigas a las que observara un mucha-

    cho y, en el centro, el gran Templo de Azula, que se alzaba majestuoso con sus

    campanas plateadas y la de la gran cúpula central.

    Xian se movía dando grandes zancadas entre la nieve, cuando no muy al

    norte vio descender por la ladera a una figura humana. Caminaba despacio, en-

    corvada, y arrastraba algo tras de sí que había dejado un gran surco.

    Xian se apresuró hacia la figura y según fue acercándose comprobó que

    era un soldado, uno de los compañeros de su padre, Balkorft. Lo que arrastraba

    19

  • era una pequeña tabla de madera que, atada a su cuerpo con una soga, permi-

    tía al soldado arrastrar algo de gran peso. Xian intensificó su paso, hasta que

    el soldado lo vio y le gritó.

    —Xian, rápido, necesito tu ayuda. Tenemos que llevarlo a un médico

    cuanto antes…

    Xian llegó raudo, y comprobó con horror como el cuerpo de su padre,

    Balkorft, estaba tendido sobre la tabla que el soldado arrastraba con dificultad.

    —¿Qué ha pasado? Habla, dime algo —dijo Xian cogiendo por el pecho

    al soldado, que rápidamente se lo quitó de encima.

    —No hay tiempo para explicaciones —dijo el soldado con voz firme—.

    Tenemos que llevar a tu padre ante un médico cuanto antes. Se ha golpeado en

    la cabeza, y está mal. Han sido cuatro horas de duro descenso, y no creo que

    aguante mucho más.

    Xian cogió a su padre con fuerza y se lo cargó al hombro. Los años transpor-

    tando pesados sacos en el molino habían dotado a Xian de una gran fuerza capaz

    de soportar grandes pesos. Y transportando en volandas a su malherido padre, se

    apresuró a llevarlo ante el curandero de Kablin.

    La gente se apartaba al ver a Xian avanzar por las calles del pueblo, y sus

    cuchicheos hacían al joven muchacho aumentar más si cabe su afán por llegar

    cuanto antes a la casa del curandero, situada en la zona noble de Kablin. Por

    fin llegó a una casa de gruesa piedra, de unos quince metros de altura, con una

    cobriza y gruesa puerta a la que llamó con repetidas patadas. Un hombre de

    unos cuarenta y seis años de edad abrió la puerta. Era canoso y llevaba puesta

    una bata blanca que le cubría por completo.

    —¡Dios mío!, ¿qué ha pasado? Rápido, súbelo a mi cuarto de curas y

    déjalo sobre la camilla —dijo el curandero al ver a Xian con Balkorft en sus

    hombros.

    Xian subió por unas estrechas escaleras de madera que crujían al pisar cada

    escalón, y entró en la primera puerta que quedó a su derecha al final de las es-

    caleras. Era una sala de curaciones fría e inhóspita. En el centro había una ca-

    milla, donde depositó a su malherido padre. Decenas de utensilios operatorios

    20

  • colgaban en las paredes de la sala de curas, y un gran ventanal redondo permi-

    tía penetrar a los rayos solares, que iluminaban directamente la camilla.

    Unos crujidos de madera avisaron de la llegada del curandero, que ata-

    viado con guantes entró a toda prisa en la sala.

    —Se ha golpeado la cabeza. Ha debido perder mucha sangre. No permita

    que le ocurra nada malo, por favor —contestó Xian con lágrimas en los ojos.

    Ataviado con sus guantes, examinó a Balkorft, mostrando especial inte-

    rés en la herida que tenía en la cabeza, y que había sido taponada con un trozo

    rasgado de tela.

    —¿Podrá hacer algo? —exclamó Xian nervioso.

    —Ahora no sirve de nada que estés aquí. Necesito hacer mi trabajo con

    tranquilidad. Puedes esperar abajo si eres tan amable —dijo el curandero se-

    ñalando con la vista la puerta. Allí, una dama ataviada con ropas blancas hizo

    un gesto a Xian.

    —Ven, muchacho. Vamos abajo, te prepararé algo de bebida caliente y podrás

    esperar y apaciguar los nervios —dijo la mujer con una voz dulce como la miel.

    Resignado, y viendo que era lo mejor, Xian volvió a descender los esca-

    lones siguiendo a la mujer de blanco, que lo llevó hasta una gran sala adornada

    con bonitos cuadros y exóticas plantas donde una gran mesa de roble situada

    en el centro hacía de anfitriona en grandes banquetes. Pieles de osos cubrían

    el suelo y hermosas piezas de caza colgaban de las paredes haciendo de la sala

    un lugar apacible y confortable.

    —Toma asiento, por favor. Te traeré un poco de té caliente para que en-

    tres en calor y esta fría mañana no pase factura. No te preocupes, el doctor es

    bueno; sabrá cuidar de vuestro padre, muchacho —dijo la mujer abandonando

    la sala por una pequeña puerta de madera que debía conducir a la cocina.

    Al poco tiempo, la dama volvió a entrar en la sala sosteniendo una bri-

    llante bandeja de plata con una tetera y una pequeña taza azul.

    —Aquí tienes un poco de té caliente —dijo la dama mientras servía el

    caldo caliente en la taza azul—. Bébetelo antes de que se enfríe. Te ayudará a

    calmar los nervios y a entrar en calor.

    21

  • Con una leve sonrisa, Xian cogió la taza con cuidado de no quemarse, y

    le dio tres pequeños sorbos que le ayudaron a calentarse por dentro.

    —Muchas gracias por el té. ¿Hace mucho que trabaja para el doctor? No

    recuerdo haberla visto antes por aquí —preguntó Xian mientras dejaba nueva-

    mente la taza sobre la resplandeciente bandeja.

    —Pues, la verdad, no mucho. Hace unas dos semanas que el buen

    doctor vio partir a su hija a la gran ciudad para poder seguir sus progresos

    y estudios sobre la composición de los minerales. Me ofreció un trabajo

    para poder ayudarle en sus tareas domésticas y aquí estoy. Yo tampoco te

    había visto por Kablin en lo que llevo aquí y, de haberte visto, no habría

    sido posible olvidar a un muchacho tan apuesto.

    El comentario de la mujer hizo que Xian se sonrojara y mirase hacia el

    suelo. Con su bonita melena morena, sus fuertes brazos y sus preciosos ojos

    verdes había sido siempre un objeto de deseo para las muchachas de Kablin,

    pero no estaba acostumbrado a que una mujer mucho mayor que él le lanzara

    un piropo.

    —Por favor, no te ruborices… —dijo la mujer al ver el gesto de Xian—.

    No debes malinterpretarme. Una mujer tan avanzada en edad como yo en nume-

    rosas ocasiones no sabe medir su lengua, pero debes aceptar que la belleza no

    es motivo para ruborizarse, sino de orgullo. Tienes suerte, muchacho, y suerte

    tendrá quien conquiste tu corazón. Pero mejor será que me calle, porque una

    vieja rechoncha como yo empieza ya a hablar nuevamente demasiado. Siempre

    me pa…

    La frase fue interrumpida por el sonido del doctor al abrir la puerta del

    comedor. Xian se levantó rápidamente y se dirigió al doctor.

    —¿Cómo está doctor? ¿Se curará?

    —Tu padre está despierto, chico. Quiere verte. Será mejor que subas.

    Xian se apresuró a subir los escalones de madera con destino a la sala de

    curas. Al entrar cerró la puerta y vio como su padre giraba la cabeza. Tenía un

    aparatoso vendaje que le cubría casi la totalidad de la cabeza y con una voz

    ronca le dijo a Xian.

    22

  • —Ven aquí, hijo mío, hay algo que debes saber, y creo que es el mo-

    mento de que lo sepas.

    —¿Qué tal estás padre?

    —Escúchame, Xian, no tengo tiempo que perder en estos momentos.

    Préstame toda tu atención, hijo —dijo Balkorft interrumpido por la tos.

    —Te escucho padre.

    —Muy bien. Como bien sabes, yo serví durante muchos años al rey Be-

    nerio en la lejana ciudad de Itaras. Desde allí, Benerio gobernaba con sabidu-

    ría su reino, que abarcaba desde las montañas Togard hasta el este, donde el

    océano nos separa del resto de las islas. Siempre fue un buen rey con un buen

    corazón y buscó siempre lo mejor para todos los habitantes de su extenso reino.

    Allí me convertí en un gran soldado, hasta el punto de servir directamente al

    rey y ser considerado por muchos como su mano derecha, y por él hubiese

    dado gustoso mi vida si hubiese sido necesario.

    Benerio engendró un único hijo y heredero, el príncipe y actual rey Cares.

    Cares, al contrario que su padre, era ambicioso y desde pequeño siempre in-

    citó a su padre a ampliar sus fronteras, pero su sabio padre jamás escuchó sus

    palabras, e intentó educar a su hijo a su imagen y semejanza, labor en la que

    fracasó rotundamente para desgracia de todos. —La frase se cortó nuevamente

    por la tos.

    —¿Pero qué tiene esto que ver ahora padre? Conozco perfectamente la

    gran mayoría de hechos que me estás relatando —dijo Xian tocando la frente

    de su padre.

    —No me interrumpas, y escucha toda la historia —dijo Balkorft cogiendo

    la mano de su hijo—. Como iba diciendo, cierto día el rey Benerio me envió a

    la Togard al frente de su ejército para hacer frente a un grupo de kurgul que ba-

    jaba de las montañas para cometer atroces carnicerías. La batalla resultó una

    emboscada de los kurguls y, aunque conseguimos dar caza a las abominables

    criaturas, todo mi ejército fue vencido o emprendió la huida. Yo resulté herido,

    aunque no de gravedad, y, en un despiste, resbalé y caí por una grieta entre unas

    rocas. Cuando desperté no sabía cuánto tiempo había permanecido inconsciente,

    23

  • ni sabía dónde estaba. Solo unos pequeños rayos de luz se colaban por la grieta

    situada a unos doce metros por encima de mi cabeza. No podía escalar, así que

    decidí seguir el pequeño sendero que conducía a las entrañas de la montaña en

    busca de una salida. Cuando aún no había dado ni quince pasos, tropecé con

    algo y volví a caer al suelo. Me levanté y comprobé con sorpresa que el objeto

    que había propiciado mi caída no era otro que la empuñadura de una espada

    hendida en la tierra. Cogí con fuerza la empuñadura y tiré de ella para liberar a

    la espada de su cautiverio. Al salir de él, mostró una hoja rojiza como las llamas

    de una hoguera y unas hermosas escrituras a lo largo del rojo metal. Me quedé

    fascinado ante la belleza de aquella arma, y tuve una sensación de poder y gran-

    deza al esgrimirla que jamás podría describir. Guardé la espada en unos trapos,

    y me introduje en la oscuridad de la montaña. No sé cuántos días pasaron, ni las

    penurias que me tocó sufrir, pero al fin divisé algo de claridad en la absoluta os-

    curidad y, arrastrándome por la montaña, conseguí salir de ella a través de una

    pequeña grieta. Luego, no recuerdo nada más, me desmayé y cuando volví a

    abrir los ojos estaba en una cómoda alcoba del castillo de Itaras. Por lo que me

    contaron, perdí el conocimiento, pero ante las noticias de la emboscada de los

    kurguls, el rey envió otra hueste de hombres en busca de los posibles supervi-

    vientes, y allí me encontraron, tirado en el suelo y amarrando con fuerza una es-

    pada rojiza.

    Luego me trajeron al castillo, donde me recuperé de mis heridas. La espada

    fue entregada al rey cuando yo estaba inconsciente. No sé muy bien por qué,

    pero esa espada tenía algo, algo mágico, algo extraño, que me hizo desearla con

    fuerza, y por ello fui a ver al rey para preguntarle por ella. Cuando llegué a la

    sala del trono pude escuchar una fuerte discusión. Benerio discutía de forma ai-

    rada con su hijo Cares, y el motivo de la discusión no era otro que la espada que

    yo había encontrado. Cares hablaba de utilizarla contra nuestros enemigos, que

    era una absurdez ignorar su poder y que debíamos utilizarla para doblegar a los

    reinos que se opusieran a su dominio. Naturalmente, Benerio se negó en ro-

    tundo, y le escuché decir a su hijo que esa espada no debía haber sido encontrada

    jamás. En ese momento me asomé por la puerta y vi como el rey tenía en sus

    24

  • manos la espada, cuando en ese momento Cares arrebató con un rápido movi-

    miento el arma a su padre y se la clavó en el abdomen provocándole la muerte.

    —¿Quiere decir que el actual rey fue el asesino de su propio padre? —dijo

    Xian interrumpiendo el relato.

    —Déjame terminar, hijo mío. Sí, Cares asesinó a su propio padre.

    Cuando vi lo que hizo, sin para a pensar las consecuencias que podría tener,

    desenfundé mi espada y ataqué con furia al asesino del rey. Mi espada chocó

    con violencia contra la espada roja, y entonces contemplé incrédulo como el

    acero se partía en dos ante las risas de Cares. Me preguntó si de verdad creía

    que podría detenerlo y, apuntándome con la espada, me amenazó diciendo que

    ahora el mundo conocería su verdadero poder. Me dijo que su padre era pres-

    cindible y mostró su odio hacia él porque creía que hacía años que tenía que

    haberle cedido el trono pero que no lo había hecho por desconfianza. En ese

    momento aproveché para asestarle un fuerte puñetazo y un golpe en la entre-

    pierna que le hizo caer al suelo soltando la espada. Aproveché ese momento

    para arrebatársela, y emprendí la huida ante los gritos de auxilio a los guardias

    del traidor de Cares. Fui acusado de asesinar al rey Benerio, por el que gus-

    toso habría dado mi vida, y me vi obligado a huir y convertirme en un pros-

    crito, pero algo dentro de mí me hizo entender que no podía dejar que Cares

    tuviese en su poder esa espada. Decidí esconderla, y hacerlo en un lugar tan

    seguro como para que Cares no pudiese encontrarla jamás. En mi huida des-

    esperada hacia el sur, llegué al bosque de Bedenz. Allí decidí refugiarme hasta

    que mi búsqueda se enfriase un tiempo, y fue allí donde escondí la espada.

    Pasé dos largos años en soledad en Bedenz, donde sobreviví gracias a la caza.

    Pasados esos dos lagos años, decidí abandonar el bosque y emprendí una

    nueva vida en Kablin. Allí conocí a tu madre, y allí naciste tú. Cares nunca ha

    abandonado la búsqueda de la espada, y jamás la abandonará mientras viva, al

    igual que nunca dejará de perseguirme. Afortunadamente he pasado inadver-

    tido para él durante veintidós años, y nunca fue tan inteligente como su padre.

    Quiero que busques esa espada, Xian, y quiero que encuentres las respuestas

    que yo no pude encontrar. En mi viejo baúl encontrarás un manuscrito. Ahí

    25

  • describí cómo encontrar la espada. Recógelo y emprende su búsqueda —dijo

    Balkorft mirando a los ojos de su hijo.

    —Pero, padre, no quiero irme sin ti. Esperaré a que te recuperes e iremos

    juntos.

    —¿No lo entiendes Xian? Yo no podré ir. Me muero. El golpe que me di

    ha provocado un coágulo de sangre y el doctor no puede hacer nada —le dijo

    a Xian agarrándolo de la mano con lágrimas en los ojos.

    Xian rompió a llorar y acurrucó su cabeza en el pecho de su padre.

    —No llores, hijo mío. No debes sentir pena. Mi hora ha llegado; era cons-

    ciente de ello hace tiempo. Un sueño extraño que tuve hace unos días me reveló

    mi muerte, y en ese mismo sueño volvió a aparecer la espada roja. No sé muy bien

    explicar la razón, pero las cosas deben darse como se están dando, y la espada

    debe ser rescatada de nuevo. Sea como fuese, tú eres la persona que debe hacerlo,

    y no creo que fuese casualidad ni que yo la encontrara ni que tú ahora partas en su

    busca. Tenemos que aceptar el destino, Xian. Ve a casa y trae el manuscrito, te en-

    señaré a descifrar sus explicaciones. ¡Ah!, y coge también mi espada porque quiero

    que sea tuya, tiene un gran valor y te ayudará en los momentos difíciles. Corre.

    Xian se secó las lágrimas de sus ojos y corrió a su casa en busca del ma-

    nuscrito. Por el camino no dejó de pensar en las palabras de su padre. ¿Por

    qué le había mantenido todo eso en secreto hasta hoy? ¿Por qué jamás le habló

    de la espada? Y sobre todo se preguntó qué cualidades tendría esa espada, de

    dónde había salido y por qué Cares la deseaba con tanto ahínco.

    A Xian le costaba trabajo asimilar que el rey Cares hubiese matado a su

    propio padre. Los conflictos bélicos así como su afán de conquista y gloria

    eran conocidos en todo Thambia, pero, sin embargo, desde pequeño siempre

    le habían expuesto como un rey benévolo, sabio y bueno con el pueblo.

    En cualquier caso, el muchacho sospechaba que su padre sabía mucho

    más de lo que le había contado, y por ello decidió preguntárselo a su padre en

    cuanto volviese a la casa del curandero.

    Xian irrumpió con prisas en la casa, y rápidamente se apresuró en dirección

    al baúl situado en la habitación de su padre, donde debía estar el manuscrito al

    26

  • que su padre se había referido. Allí lo encontró, en el fondo del viejo baúl donde

    su padre escondía sus bienes más preciados. Estaba enrollado sobre sí mismo, y

    atado con una fina cuerda roja. Xian cogió el manuscrito y se apresuró en llegar a

    la casa del curandero. Cuando llegó llamó a la puerta con fuerza.

    El curandero abrió la puerta, y su cara era el vivo gesto de la tristeza.

    —Lo siento, muchacho. Tu padre ha muerto.

    27

  • CAPÍTULO 2EL MANUSCRITO

    Tres noches pasaron desde que dieron sepultura a Balkorft, y fueron tresnoches en las que las lágrimas no abandonaron los ojos de Xian. Se encerró en

    su cuarto y no quiso hablar con nadie, ni siquiera con sus más allegados. No

    quiso tan siquiera ver a gran amigo Cauro, que se pasó horas delante de su

    puerta intentando que hablaran. Se sentía solo en el mundo y apesadumbrado

    después de haber perdido a su madre y ahora también a su padre. Durante tres

    días no dejó de pensar en los momentos que pasaba con su padre, en la admi-

    ración que sentía por él y en lo solo que se sentía ahora que no estaba su padre

    para guiarle en la vida. Pero después de tres noches llorando, las lágrimas pa-

    recieron agotarse. Comenzó a recordar con cariño sus batallas de aprendizaje

    con palos y cañas, aunque aún le dolían los moretones producidos por las es-

    tocadas de su padre. Era rápido como una serpiente. Xian recordó durante esos

    días cada una de las enseñanzas impartidas por Balkorft, y se dio cuenta de lo

    bien que le había enseñado e instruido. Estos pensamientos le hicieron endu-

    recerse y, en estos tres días, algo muy dentro de Xian cambió, y se dio cuenta

    de que su destino no era pasarse los días llorando en una habitación; se lo

    debía a su madre y, sobre todo, se lo debía a su padre.

    Se levantó con firmeza y se arrancó la camiseta con fuerza despedazán-

    dola en dos para luego mirarse al espejo que tenía en su habitación, y com-

    probó lo que este reflejaba.

    29

  • —¿Quién soy? —se preguntó el muchacho al verse en el espejo. Su muscu-

    loso cuerpo y sus verdes ojos, enrojecidos por las lágrimas, dieron paso a una ex-

    presión de grandeza y orgullo—. Soy el hijo de Balkorft —se dijo a sí mismo—.

    No pienso dejar que todo lo que me enseñaste caiga en saco roto. No pienso dejar

    que tu nombre sea borrado como se borran las huellas en la nieve. No pienso dejar

    que la historia te olvide. Padre, haré que te sientas orgulloso de mí y, siempre

    guiado por tus enseñanzas, viviré para hacer realidad mis sueños y los tuyos. Haré

    lo que me dijiste, padre, recuperaré esa espada y encontraré las respuestas que en

    su día no pudiste hallar. Y siempre vivirás dentro de mí, cada día, ayudándome a

    tomar las decisiones adecuadas, porque, ahí, dentro de mí es donde siempre serás

    inmortal. Has muerto en vida, pero mientras tus enseñanzas vivan en mí, nunca

    morirás padre. Ahora seré fuerte, como me pediste, y afrontaré el destino con co-

    raje y nobleza. Como querías. Como me enseñaste.

    Una vez que se retiró del espejo, salió de la habitación. Allí, tirado sobre

    el suelo, se encontraba su buen amigo Cauros dormido sobre el frío suelo; y a

    su lado, el manuscrito que su padre le había ordenado llevar a la casa del cu-

    randero. Lo recogió y se sentó en el sillón de piel en el que su padre solía sen-

    tarse a fumar mientras descansaba los pies y se calentaba al fuego de la

    chimenea. Metió unos cuantos leños en la chimenea y les prendió fuego. No

    tardó en crearse una bonita y anaranjada hoguera en la que, imitando los ges-

    tos de su padre, se calentó los pies. A la luz de la hoguera, desenrolló el per-

    gamino y contempló con curiosidad su contenido.

    —¿Qué es esto? —exclamó Xian con asombro.

    En el interior del pergamino no venía más que una frase, la cual era ile-

    gible. Parecía un lenguaje extraño, seguramente el utilizado en el reino de Ita-

    ras y hace ya decenas de años olvidado. Xian leyó con detenimiento el

    contenido del manuscrito:

    “Guesi el Nomica Zula tahas le quetanes ed talcris, y joba le tegangi ed

    radema rastraconen al jaro dapaes”.

    Debajo de ellas, parecía haber unos símbolos extraños medio borrados ya

    por el paso del tiempo que no alcanzaba tampoco a comprender. Sin embargo,

    30

  • Xian leyó varias veces la frase en busca de algún significado, pero no com-

    prendía ese extraño idioma.

    —¿Qué se supone que debo hacer ahora? —se preguntó—. No puedo

    entender este idioma, y no sé si alguien podrá hacerlo. Quisiste ayudarme,

    pero pereciste antes, padre. ¿Ahora qué hago? Sólo sé que debo buscar en el

    bosque de Bedenz, y eso suponiendo que sea su verdadero paradero. No he em-

    pezado y ya no puedo continuar, padre. ¿Qué debo hacer?

    Con lágrimas en los ojos, Xian dejó caer el manuscrito al suelo y se

    quedó observando como las llamas devoraban la madera chisporroteando y

    consumiendo todo a su paso.

    Detrás de él, aún en el suelo, Cauros dio un medio giro y soltó un par de

    ronquidos agudos para volver a un profundo sueño.

    Una leve sonrisa se esbozó en el rostro de Xian al comenzar a recordar

    sobre las llamas los recuerdos en los que su padre le enseñaba ya con diez

    años a empuñar la espada. Al principio le resultaba tremendamente difícil, y

    se tambaleaba como si fuese un martillo pesado que sostenía a duras penas

    con las dos manos.

    —Cógela con fuerza, Xian —le decía su padre—. Debes erguirte, man-

    tener la espalda recta y los pies en el suelo. Recuerda que el equilibrio lo es

    todo. Debes ser como un árbol, siempre arraigado al suelo, y luego moverte

    con agilidad, como un gato, sin perder de vista a tu adversario. No trates la es-

    pada como algo pesado, no dejes que ella te domine, o eso será tu fin. Concén-

    trate y coordina tus movimientos…

    Le costó varios años dominarla por completo, pero finalmente terminó

    siendo un excelente espadachín, pero su padre siempre le recordaba lo mismo.

    —Desconfía de tu rival, Xian, porque por muy bueno que seas, siem-

    pre podrá haber alguien más fuerte que tú. Subestimar al rival puede ser tu

    fin, pero esto puede salvarte la vida al mismo tiempo. Consigue que tu ene-

    migo piense que él es más fuerte, que tú jamás podrás con él, y cuando se

    confíe y baje la guardia, entonces debes aprovecharlo y abatir a tu adversa-

    rio. Recuerda, confiarse significa el fin, no comentas tú el mismo error. Eres

    31

  • un excelente espadachín, pero te queda mucho por aprender. Lamentable-

    mente yo no creo que pueda enseñarte más. Algún día encontrarás a alguien

    que te haga ser aún mejor.

    Los recuerdos sobre su infancia se sucedían entre las llamas, y por un

    momento Xian era feliz nuevamente. Recordaba cuando iba a cazar con su

    padre y aprendía las características de los kurguls y sus puntos débiles, o

    cuando jugaban a adivinar palabras de memoria escritas al revés, o cuando…

    —¡¡Un momento!! —dijo Xian exaltado. Palabras escritas al revés. Eso

    es. Xian recordaba perfectamente uno de sus juegos favoritos, y en las llamas

    pudo ver las imágenes de los recuerdos en las que su padre le decía una pala-

    bra escrita al revés y Xian tenía que darle la vuelta para conocer su significado.

    Eso es, puede que el pergamino… Y abrió nuevamente el pergamino mientras

    la hoguera ardía más que nunca, y se pudo ver en ella lo que parecía el rostro

    sonriente de Balkorft.

    —Debe de ser eso —dijo Xian leyendo nuevamente la frase—. Ya lo

    tengo, cada palabra está escrita al revés. Así pues, la frase ordenada del modo

    correcto quedaría así:

    “Sigue el camino azul hasta el estanque de cristal, y bajo el gigante de

    madera encontrarás la roja espada”.

    Xian quedó complacido al comprobar que la frase ya adquiría sentido,

    aunque no terminaba de comprender su significado. Pero ya sabía algo más.

    Su destino era el bosque de Bedenz, y una vez allí trataría de localizar algún

    tipo de sendero o camino azul.

    Entonces el reloj sonó. Eran las dos de la madrugada.

    —Creo que me iré a descansar. Mañana comenzaré a seguir mi destino

    si es que en verdad el destino existe.

    Xian se dejó caer en la cama abatido, ya que hacía noches que no conse-

    guía conciliar el sueño y ahora que tenía un objetivo, había abandonado la tris-

    teza que le impedía dormir. Se quedó mirando al techo de su habitación, con los

    ojos medio cerrados, y recapitulando la larga lista de cosas que necesitaría en su

    viaje. De pronto, un llanto emergió en la noche. Provenía del salón de su casa.

    32

  • Xian se sobresaltó, y se apresuró a salir de la cama y ponerse algo de ropa para

    no enfermar en la fría noche. Abrió la puerta de su habitación despacio y pudo

    ver dos siluetas en el salón. La sorpresa se reflejó en el rostro de Xian cuando

    comprobó que al darse la vuelta la primera silueta era su padre. A su lado, la

    otra silueta ataviada con una túnica verde no dejaba ver su rostro y tenía en bra-

    zos a un niño recién nacido. El niño lloraba sin parar mientras la silueta cubierta

    con la túnica lo mecía. ¿Sería su madre? Se preguntó Xian. De pronto, el tono

    del llanto cambió. La luz se hizo más rojiza y su padre se sobresaltó, y desen-

    fundó la espada. Una risa sarcástica emergió de la noche, convirtiéndose en una

    silueta borrosa. Esta silueta avanzó amenazante hacia las otras tres, blandiendo

    una espada negra. El llanto del niño paró abruptamente cuando la espada negra

    cargó contra su padre, y en ese momento Xian despertó jadeante y sudando. Es-

    taba en su cama y acababa de empezar a amanecer.

    —Todo ha sido un sueño —dijo Xian tranquilizándose mientras se secaba

    el sudor de la frente y las lágrimas que habían caído por su mejilla.

    Como ya no podía conciliar el sueño, se levantó y se dispuso a desayu-

    nar algo antes de empezar a preparar los utensilios que llevaría en su viaje.

    Cauros ya no dormía en el suelo y parecía haberse marchado, así que preparó

    un tazón de leche caliente, y posteriormente tomó algo de mantequilla untada

    sobre pan tostado y un trozo de queso fresco. Mientras comía empezó a me-

    ditar lo que necesitaba.

    Debía llevar comida, aunque tampoco mucha, debido a que no podía ir

    cargado en exceso, y podía cazar algo con su arco. La bebida tampoco era pro-

    blema, ya que durante la primera etapa del viaje podría derretir nieve, o relle-

    nar sus cantimploras con los muchos riachuelos que encontraría en las

    montañas o en los valles cercanos a ellas. Al pensar en la montaña, se dio

    cuenta de que necesitaría llevar una cuerda, que siempre es necesaria en la

    montaña, y su juego de piedras para poder prender leña y calentarse.

    Su plan en un principio era cruzar las montañas y luego tomar el río con

    alguna balsa que improvisara, remontarlo hacia el norte, ya que, a pesar de

    dar un mayor rodeo para llegar al bosque de Bedenz, por el río iría más rápido

    33

  • y le permitiría tener agua y comida abundancia gracias a la pesca. Eso le re-

    cordó que debía llevar su vieja caña de pescar.

    Una vez decidido todo lo necesario, recogió su desayuno, y pensó en lo

    que debía llevar en relación a su propia seguridad. Sería un camino peligroso

    y debía estar preparado ante cualquier eventualidad. Recordó con resignación

    que su espada había sido mellada hacía unos días en uno de sus combates de

    entrenamiento con Cauros, lo cual le dejaba sin espada. Decidió entonces

    coger la vieja espada de su padre. Él la llamaba Nenakht. Era un regalo del rey,

    que se la obsequió después de que le salvara la vida en una batalla arriesgando

    la suya propia al enfrentarse al líder de un poderoso ejército que atacó su reino

    hace ya muchos años; o al menos eso siempre le dijo Balkorft. Nenakht era pla-

    teada y tremendamente liviana. Tenía en la hoja, grabados en oro, los emble-

    mas de la guardia real de Itaras y unas gemas rojas incrustadas en la

    empuñadura. En la hoja tenía grabados unos pequeños símbolos ilegibles de

    un color algo más claro que el plateado de la hoja, y ésta a su vez reflejaba el

    rostro de Xian como si de un espejo se tratase.

    Su valor debía de ser bastante elevado, y era toda una pieza codiciada por

    cualquier guerrero debido a lo fácil que resultaba manejarla y al perfecto equi-

    librio que aportaba al guerrero que la blandiese. Xian se alegró al comprobar

    que su estado era óptimo, y estaba perfectamente afilada.

    Una vez preparada la mochila con todo lo necesario, se enfundó a Nenakht

    y en el cinturón metió su cuchillo de caza. Desmontó su viejo arco y lo acopló a

    su espalda junto con un carcaj con una treintena de flechas de plumas blancas.

    Se abrigó bien, cogió los guates de cuero que utilizaba en el molino y

    salió a la calle, no antes sin asegurar bien las ventanas de su casa y cerrar bien

    la puerta, de forma que su casa quedase segura y ahorrarse sorpresas cuando

    volviese, si es que volvía.

    Eran las seis de la mañana y aún no había casi nadie por las calles, así que

    decidió pasarse primero por el Templo de Azula antes de partir para dedicarse

    unos breves momentos de reflexión. La noche había sido fría, pero parecía

    que la ola de frío remitía y, poco a poco, el crudo invierno iba alejándose.

    34

  • Cuando llegó al templo, no pudo evitar echarle un vistazo a los adornos

    de su fachada, a los ventanales, a los demonios de piedra que decoraban sus

    tejados y cornisas y a la gran estatua con ojos de gemas azules que simboli-

    zaba a Azula y que custodiaba la entrada al templo.

    Si por fuera el tempo era bello, por dentro no había palabras para des-

    cribirlo. Se dice que el templo ya estaba ahí antes de que se crease Kablin.

    Nadie sabe quién lo creó, pero hay varios rumores acerca de ello, sin em-

    bargo ninguno ha sido probado. Lo cierto es que el tempo fue lo primero en

    ser construido, y era tal su belleza y la cantidad de gente que iba a verlo que

    alrededor de él empezó a fundarse la ciudad de Kablin. Esto explicaba por

    qué el templo tenía tantas riquezas y tanta belleza cuando Kablin en sí no era

    una ciudad rica ni próspera.

    En el interior del templo, había grandes estatuas de piedra y mármol,

    ventanales que dejaban entrar los rayos solares e iluminaban de forma per-

    fecta el camino que debían seguir los viajeros hasta el final del templo, donde

    una gran estatua de Azula se alzaba majestuosa empuñando una espada en su

    brazo izquierdo y un libro en su brazo derecho. Dice la leyenda que el libro es

    donde Azula escribió todas y cada una de las leyes que rigen el mundo, desde

    la salida del sol hasta el movimiento de las ramas de los árboles con el viento.

    La espada, en cambio, simboliza su autoridad hacia todo aquel que renegase

    de las normas escritas en el libro. El resto del templo estaba adornado con bo-

    nitas bóvedas, cuadros con marcos dorados y espléndidos murales creados en

    oro puro, o fina plata de la más alta calidad. La única razón por la que el tem-

    plo no era saqueado era por la leyenda de que Azula habitaba en él y lo prote-

    gía de todo aquel que entrara con intenciones malignas. Esta leyenda fue

    acrecentada cuando hace unos veintitrés años, según cuentan en la ciudad, un

    par de buscatesoros se colaron en el templo por la noche para intentar hacerse

    con todo lo que encontrasen de valor, y al día siguiente fueron encontrados

    calcinados y decapitados en el suelo del templo. Desde entonces nadie ha

    osado entrar en el templo con intención de profanarlo, y gracias a ello el tem-

    plo permanece abierto durante la totalidad del día y de la noche.

    35

  • Xian dedicó unos diez minutos a reflexionar en el interior del templo.

    Dedicó unas cuantas oraciones a Azula, pidiendo que cuidase de su padre

    donde quiera que estuviese y que le diese valor en este nuevo reto que se abría

    ante él.

    Una vez finalizada la oración, abandonó el templo, y en cuanto salió a la

    calle contempló que una figura le observaba desde un rincón oscuro de la calle.

    La figura avanzó. Tenía una capa negra que le cubría la totalidad de su cuerpo,

    llevaba puestos unos guantes para protegerse del frío, y en la espalda le col-

    gaba una gran hacha plateada.

    —¿No se te ocurrirá marcharte sin mí, verdad? —dijo Cauros retirán-

    dose la capucha.

    —¿Cómo sabes que me marcho?

    —¡Qué pregunta! Te conozco desde que éramos pequeños. Sé que algo

    así te rondaba la cabeza. Y hará unos veinte minutos te vi pasar por enfrente

    de mi casa, y bueno… Viendo espada en cinto, carcaj, mochila… no hay que

    ser muy perspicaz para deducir que no te vas a quedar. Por supuesto, no pienso

    detenerte, pero sí voy a acompañarte.

    —De ninguna manera —contestó efusivamente Xian acercándose a su

    amigo.

    —No pienso dejar que te marches solo. No sé a dónde vas, pero tam-

    poco me importa, pienso acompañarte.

    —No puedes marcharte. Tú tienes aquí una vida, una profesión. A mí ya

    nada me ata aquí, y tengo un asunto que cumplir.

    —No me obligues a sacar el hacha, Xian —contestó amenazante Cau-

    ros—. Estoy harto de la vida aquí. Quiero ver mundo y convertirme en un gue-

    rrero conocido en toda Thambia, ése siempre ha sido mi sueño, nuestro sueño,

    y éstos siempre han ido de la mano desde que éramos jóvenes. Mira, no sé

    cuál es ese asunto que te impulsa a salir de aquí, pero yo pienso compartir ese

    asunto contigo, sea por las buenas, o por las malas.

    Xian quedó pensativo unos instantes. Miró a su amigo y le tendió la

    mano.

    36

  • —De acuerdo, puedes venir. Pero no lo apruebo, aunque, para serte sin-

    cero, me alegra tener compañía en el viaje, así como un gran guerrero a mi

    lado. Espada y hacha son más fuertes que una sola espada.

    —¡¡Sí!! —exclamó Cauros con una gran risotada, rechazando la mano de

    Xian y dándole un fuerte abrazo que lo zarandeó por los aires.

    —Rápido, marchémonos antes de que el sol salga por completo y todo

    Kablin se entere de nuestra marcha.

    Los dos compañeros atravesaron Kablin en dirección norte lo más silen-

    ciosamente que les fue posible. Aunque el sol no había salido en su totalidad,

    ya había gente en las calles, que extrañada observaba a los dos compañeros

    para averiguar su identidad. Afortunadamente las capas con las que iban ata-

    viados les ayudaron a cubrir sus rostros y a mantenerse en el anonimato. No

    querían que nadie supiese por el momento su marcha, debido principalmente

    a que el padre de Cauros trataría de impedirla; Fenan era su nombre. Era uno

    de los mejores herreros del sur de Thambia, y gran amigo de Balkorft. Sus ha-

    bilidades tratando el acero eran conocidas por todos, y de ahí provenían las

    magníficas hachas que utilizaba Cauros, capaces de hundir las más sólidas ar-

    maduras y los mejores escudos.

    Fenan siempre trató con gran cariño a Xian, como si fuese un segundo

    hijo, y jamás aprobaría el viaje que iba a emprender; lo que llevó a Xian a

    tomar la decisión de no despedirse de él, decisión que le costó gran trabajo

    tomar.

    El tema de Cauros era más espinoso. Tenía el cariño de su padre, pero

    siempre se mostró reacio a continuar con la profesión de su padre, lo que

    decepcionaba profundamente al herrero. Pero si había algo que enervaba los

    nervios de Fenan era la facilidad de Cauros para meterse en problemas. Si

    supiese que se marchaba, lo cogería por el cráneo y lo arrastraría a casa. Por

    todo ello, ambos apresuraron su marcha para evitar problemas, y justo

    cuando el astro de fuego se mostraba al completo, los dos compañeros ya es-

    taban en lo alto de la colina desde la cual Xian contemplaba Kablin cuando

    iba a trabajar al molino.

    37

  • —¿Sabes que es posible que no regresemos? —dijo Xian con un leve

    suspiro.

    —No me preocupa. Yo estoy seguro de volver, aunque sea a rastras. Le

    demostraré a mi padre que hay vida más allá de las Úmrath y cuando regrese

    seré conocido por todos y tendrá que reconocer que tenía razón. Hasta enton-

    ces no podré volver a pisar Kablin. Si lo hago, mi padre me mata. Ahora

    mismo debe de estar leyendo mi nota por lo que deberíamos apresurarnos, no

    me sorprendería verle subir colina arriba con el martillo en alto…

    —¿Le dejaste una nota? —dijo Xian con sorpresa—. ¿Qué le has dicho?

    —Pues que me marchaba contigo, que no podía que te fueses solo, y que

    quería buscar fortuna lejos de aquí. Le pido que me comprenda y que no se en-

    fade. Pero no lo tengo yo tan claro. Es capaz de organizar un comité de bús-

    queda e ir tras nuestros pasos. Cuanto antes crucemos las Úmrath mucho

    mejor, apresurémonos.

    —Estás loco Cauros.

    —¡¡Por cierto!! ¿A dónde vamos?

    —A Bedenz.

    —¿A Bedenz? —dijo Cauros con un súbito susto.

    —Ese es mi destino, pero aún puedes darte la vuelta si lo deseas.

    —No me gusta el destino, ya que no tiene buena fama y el camino no es

    sencillo, pero no cambio de opinión. Te seguiré a donde quiera que vayas.

    —Pues vamos, nos espera un largo camino.

    Una vez dicho esto, ambos cogieron sus mochilas y emprendieron el as-

    censo a las Úmrath.

    38

  • CAPÍTULO 3A LAS PUERTAS DE LO DESCONOCIDO

    Las lenguas de fuego chisporroteaban alegres en la pequeña hoguera si-tuada en el centro del campamento. Tine las observaba atentamente absorto

    mientras jugueteaba con una de sus pequeñas espadas de mano. El pequeño

    humano se preguntaba qué misterios habría tras la pequeña puerta escon-

    dida en medio del bosque de Linisthon, el bosque sombrío. Observó al mago,

    siempre ataviado con su túnica de seda negra, y cómo este estudiaba unos

    pergaminos desde un rincón oscuro en el lado opuesto. No sabía la razón

    por la que seguía a Saigan allá donde él fuese, pero intuía que tenía algo que

    ver el hecho de que las mejores aventuras siempre las encontraba a su lado

    y eso era todo lo que el intrépido humano deseaba.

    Sin embargo, esta era una aventura especial y se dio cuenta de ello al

    notar la preocupación en el rostro del mago. Últimamente no paraba de estu-

    diar más y más manuscritos durante toda la noche, aunque eso significase el

    apenas dormir, señal de que algo gordo estaba tramando.

    Saigan era un mago portentoso de enorme talento, posiblemente, el mago

    con más talento que había conocido jamás, y eso que en los numerosos viajes

    que había realizado cuando trabajaba en el circo había conocido a un gran nú-

    mero de ellos. Lo único que detestaba de Saigan era su interés y especial ta-

    lento hacia las técnicas de la nigromancia, ya que Tine odiaba y a la vez temía

    39

  • a todas y cada una de las abominables y perversas criaturas que Saigan era

    capaz de invocar.

    El mago era un personaje peculiar, rozaba el metro ochenta de estatura,

    tenía una bonita melena morena con mechas blancas que siempre tapaba la

    capucha de la túnica en la que iba envuelto.

    Tine dejó de juguetear con su espada y se tumbó a contemplar el cielo es-

    trellado que se filtraba entre los árboles del pequeño claro donde se encontraban.

    Se preguntó si alguien los estaría observando, si alguien sería consciente de lo

    que iban a hacer y, sobre todo, si habría alguien ahí arriba capaz de manejar a su

    antojo lo que pasase abajo, aunque eso nunca preocupó en exceso al jovial hu-

    mano, debido a su nula fe y a su falta de creencia en nada que pudiese ser ajeno

    a sus propias elecciones y razonamiento.

    El viento comenzó a balancear los árboles doblándolos de un lado hacia

    el otro, comenzando a hacer casi imposible la tarea de estudio de Saigan. El

    mago enrolló los pergaminos con sumo cuidado para luego atarlos con una

    cuerda e introducirlos en su bolsa de pergaminos, donde ya descansaban otra

    docena más de papeles enrollados en cilindros perfectamente colocados.

    Tras dejar sujeta la bolsa para que no se volase con el viento, el mago se

    acercó al centro del campamento para calentarse las manos en el fuego, y con-

    templando las llamas volvió a sus cábalas. Bien sabía que lo que iba a encon-

    trar detrás de la pequeña puerta de madera no iba a ser una empresa fácil, sin

    embargo algo le inquietaba, una sensación que parecía prevenirle de algo que

    escapaba a su comprensión y que no figuraba en sus cálculos minuciosamente

    estudiados. Algo no iba bien y lo sabía, pero no tenía otra opción, le había cos-

    tado mucho llegar hasta allí y sabía que la recompensa cubriría con creces el

    esfuerzo y los quebraderos de cabeza sufridos.

    Saigan desvió la mirada para contemplar como Tine se había quedado

    dormido contemplando el cielo estrellado. Hacía ya cuatro meses que sus ca-

    minos se habían juntado, y aunque no le gustaba en exceso la compañía, sí va-

    loraba positivamente la ayuda de un habilidoso luchador como él, muy útil en

    momentos donde la magia no bastaba y hacía falta la pericia y agilidad que el

    40

  • humano mostraba con sus pequeñas espadas. Muchos despreciaban para el

    combate a Tine por su tamaño, pero en ese aspecto radicaba gran parte de su

    fuerza, ya que siempre eran subestimado por sus adversarios, que caían pronto

    derrotados ante un ser tan diestro con las armas y con una técnica y agilidad

    envidiables. Tine era sin duda un excelente guerrero y un complemento per-

    fecto en sus viajes.

    Sin embargo había una razón mucho más importante por la cual el mago

    dejaba que Tine le acompañara. El ingenuo Tine pensaría que le valoraba como

    guerrero y porque dentro de ese corazón de roca del que hacía gala Saigan había

    un hueco para su compañero, pero nada más lejos de la realidad, a Saigan le

    venía muy bien el don de nacimiento que poseía Tine de leer las mentes.

    Era una capacidad inexplicable e ilógica, sin embargo desde que era muy

    pequeño, Tine descubrió que podía escuchar los pensamientos del resto de

    personas que había a su alrededor. Al principio resultó ser un don desagrada-

    ble, debido a que los pensamientos de las personas cercanas a él se mezclaban

    y entrechocaban entre ellas hasta el punto de resultar desagradable para Tine,

    que siempre terminaba con enormes jaquecas. Sin embargo, con el tiempo,

    Tine fue evolucionando su don y controlándolo, de forma que pudiese escu-

    char esos pensamientos solo si así quería hacerlo y se concentraba para ello.

    Sin embargo su don tenía limitaciones, ya que no era capaz de leer la

    mente a todo el mundo, sino que sólo era capaz de hacerlo en mentes débiles,

    y cuanto menos inteligente fuese el ser al que quisiese leer la mente, más fácil

    le resultaba. Sin embargo, si intentaba leer mentes poderosas y bien entrena-

    das como la de Saigan, a duras penas podía entender alguna palabra en claro,

    provocándole además un intenso dolor de cabeza. Pero de todos modos, ese

    don le era de gran utilidad a Tine, y sobre todo al mago, razón por la que le per-

    mitía acompañarlo en sus viajes.

    Una vez que Saigan notó que sus manos estaban lo suficientemente ca-

    lientes, decidió irse a descansar. Sacó de sus bolsas unas gruesas mantas de

    lana y envolvió su cuerpo en ellas, acurrucándose contra un fardo mullido que

    yacía a su lado y que sirvió como improvisada almohada.

    41

  • Antes de cerrar los ojos, de los labios de Saigan salieron unas frases apenas

    ininteligibles, pero al instante, del suelo emergió un espectro de color azulado

    que comenzó a realizar la guardia mientras su amo trataba de descansar.

    42

  • CAPÍTULO 4LA DAMA NEGRA

    —Los capitanes kurgul están aquí, reina Ludianne —dijo el mensajeroarrodillándose ante el imponente trono de mármol.

    En él, la dama negra reposaba pensativa y absorta en sus propias cába-

    las mientras contemplaba sus botas.

    Ludianne alzó la vista para mirar con arrogancia a su sirviente, y con un

    gesto le indicó que hiciese pasar a sus invitados.

    Ludianne parecía tranquila, sin embargo sabía que no sería sencillo en-

    trevistarse con los kurguls, y más aún convencerlos de que se unieran al ejér-

    cito bajo su mando. Las órdenes de Cares eran claras al respecto, y aunque le

    desagradaba tener que luchar al lado de tan abominables criaturas, también

    era consciente de que era la única forma de estar seguros de la victoria.

    La dama negra se odiaba a sí misma por tener que acatar las órdenes de

    otra persona, fuese quien fuese, pero sabía que ahora no podía hacer frente al

    poder de Cares, por lo que decidió seguir la corriente al monarca durante un

    tiempo mientras esperaba un momento más oportuno.

    Su padre, el magnánimo, poderoso y señor de señores, Zhelmord, tam-

    bién conocido como el paladín oscuro, había gobernado durante lustros con

    mano de hierro en casi la totalidad de Thambia, impartiendo el terror sobre

    sus enemigos, a los que aplastaba sin miramientos en pos de la dominación

    completa de las cuatro islas de Thambia, y de él heredó la fortaleza negra, el

    43

  • orgullo de la familia, situada al noroeste de la isla de Dopherine. Alcathar fue

    su nombre y, situada a los pies de la montaña de hierro, era una de las fortale-

    zas más poderosas de toda Thambia.

    Ahora ella gobernaba las tierras que su padre antaño regase con sangre,

    pero la grandeza de su pueblo ya no era comparable a la de los tiempos del pa-

    ladín oscuro. Sin embargo, Ludianne encabezaba un pueblo de fuertes y valero-

    sos humanos crecidos y educados para la guerra, y siempre estaban dispuestos

    a seguir a su reina hasta las mismas entrañas del infierno si con ello conseguían

    la gloria en combate, y eso hacía de ellos un pueblo respetado y temido hasta por

    el mismísimo Cares, que se había garantizado tenerlos mejor como aliados que

    como enemigos.

    Sin embargo, Ludianne no olvidaba que fue el rey Benerio, el padre de

    Cares, quien venció a su padre, por lo que odiaba a Cares y en particular a

    todo el reino de Itaras con todas sus fuerzas, aunque de momento tenía que se-

    guirle la corriente y acatar sus órdenes, aunque eso le provocase una ira inte-

    rior que podría haber abrasado a un demonio del inframundo.

    Las puertas de la gran sala se abrieron y el mensajero precedió y guió a

    los visitantes hasta el pie del trono de mármol. Se trataba de dos enormes kur-

    gul ataviados con resistentes armaduras y pintados para la guerra. Uno debía

    medir alrededor de los dos metros veinte, mientras que el otro debía de ron-

    dar los tres metros.

    Las dos criaturas avanzaron orgullosas caminando por la alfombra roja

    que cubría el suelo de la gran sala. De aspecto imponente, la sala estaba deco-

    rada con enormes arcos grisáceos que se alzaban poderosos hacia el cielo y ter-

    minaban en una gran bóveda por la que los rayos solares penetraban a través

    de las cristaleras azules, inundando la sala de luces y sombras que cubrían

    cada rincón.

    Las paredes adornadas con tapices y antorchas llameantes hacían de la

    sala una lugar acogedor y elegante al mismo tiempo, y, a los lados, la guardia

    personal de la dama negra esperaba paciente e inmóvil, como si de estatuas se

    tratase, siempre esperando un leve gesto de su reina para entrar en acción. Solo

    44

  • sus ennegrecidos ojos adquirían un leve movimiento que acompañaba el ca-

    mino marcado por los nuevos invitados, a los que vigilaban recelosos y con

    desconfianza.

    Al fondo de la sala se situaba el imponente trono en el que se asentaba

    la dama negra sobre un pequeño altar, y dos estatuas demoníacas hacían un

    arco sobre la cabeza de la persona que se sentara en él. Los demonios poseían

    ojos de rubíes verdes y cada uno portaba una cimitarra oscura con la que pa-

    recían amenazar a aquel que osase contener la mirada de los pequeños demo-

    nios que protegían el trono.

    Los posabrazos, en cambio, estaban mullidos, pero terminaban enrollán-

    dose hacia abajo para finalizar con unas esculturas de garras abiertas amena-

    zantes que dotaban al trono de un imponente aspecto, desde el cual la dama

    negra contempló a los dos kurgul avanzar hasta situarse a escasos metros.

    La reina se levantó del trono y bajó los cinco peldaños que hacían gozar

    a su trono de una posición privilegiada ante cualquier invitado.

    Los kurguls pudieron entonces contemplar con todo su esplendor a la

    dama negra. De cabellos oscuros como el carbón, recogidos en una coleta, Lu-

    dianne tenía un porte elegante además de una esbelta y cuidada silueta que

    unido a su hermoso rostro hacían de ella objeto de codicia de muchos huma-

    nos pretenciosos.

    Medía alrededor del metro setenta y cinco, y sus bonitos ojos castaños

    destacaban entre unas cejas y pestañas perfectamente arregladas y cuidadas.

    La dama negra hacía honor a su nombre portando una resplandeciente ar-

    madura de placas negras creada a partir de las escamas de un línforot, y una

    katana larga se situaba envainada en el lado izquierdo de la cintura.

    La dama negra se situó delante de sus invitados para luego hacer una pe-

    queña reverencia en señal de bienvenida. Estos reaccionaron con orgullo y no

    devolvieron el saludo salvo por un pequeño gruñido que emitió el más grande

    de los dos kurgul.

    —¿Acaso los de vuestra especie son tan valientes como para venir al

    reino Negro y osar desafiar a su líder? —preguntó Ludianne enojada.

    45

  • —Estamos aquí porque Cares así lo ordena, no por voluntad propia. No

    esperéis el más mínimo gesto de respeto por nuestra parte —respondió el kur-

    gul grande dando un paso al frente.

    Ludianne estudió la situación. Esperaba algo similar, pero no tan hostil,

    y debía medir con cuidado sus palabras si deseaba salir victoriosa del enfren-

    tamiento dialéctico. Ludianne dio la espalda a los dos kurgul y con paso tran-

    quilo se dirigió hacia el ventanal de la gran sala situado a la izquierda. Desde

    el ventanal la dama negra pudo contemplar la majestuosa vista que poseía su

    fortaleza encumbrada en la ladera de la montaña Gorkvor, desde la cual se

    podía divisar casi la totalidad de sus dominios, así como la extensa ciudadela

    que hervía en deseos de volver a los tiempos gloriosos de antaño.

    Un foso de agua caliente burbujeante procedente de las mismas entrañas

    de la tierra rodeaba la fortaleza. Provocaba un vapor de agua que ascendía

    hacia el cielo y cubría la fortaleza de niebla y vaho, lo que le proporcionaba

    un excelente camuflaje ante ojos enemigos y un aspecto siniestro que atemo-

    rizaba a los corazones más valientes.

    Más al sur, la dama negra podía distinguir las forjas y los campos de en-

    trenamiento donde se forjaban armas para la batalla, y donde se aleccionaba a

    cada habitante desde bien pequeño.

    Al fondo, Ludianne podía distinguir entre la niebla la lejana línea negra

    que marcaba en el horizonte la muralla negra, una imponente muralla de veinte

    metros de altura que protegía su reino de las intrusiones enemigas. Grandes al-

    menaras y una pequeña fortaleza protegían la muralla, constituyendo la pri-

    mera defensa contra invasiones.

    La dama negra regresó despacio hacia donde se encontraban los kurguls,

    que recelosos la contemplaron con ojos inyectados en sangre. Ludianne se de-

    tuvo delante de ambos iniciando nuevamente la conversación y estudiando

    atentamente cada gesto de las horripilantes criaturas.

    —Estáis aquí por orden de Cares, como bien dices —contestó la dama

    negra mirando a los ojos al kurgul—. Y si lo estáis es porque él, del mismo

    modo, quiere que sirváis bajo mi mando en combate. Nuestro objetivo es

    46

  • común, y de nuestra colaboración nacerá una poderosa alianza que derrotará

    a cualquier enemigo que ose interponerse en nuestros planes. Sin embargo, no

    consentiré que unas criaturas inferiores tengan la descortesía de insultarme en

    mi propia casa.

    Ludianne pudo contemplar que un atisbo de rabia inundaba el rostro del

    kurgul más pequeño. Sabía que había conseguido su objetivo, y ahora debería

    rematar su plan.

    El kurgul más pequeño montó en cólera y, dando un paso al frente, gritó

    con orgullo:

    —Nosotros los kurguls no aceptamos órdenes, ni mucho menos servir

    bajo el mando de una humana. Vuestra raza es repugnante y débil en batalla,

    y más aún tratándose de una hembra. Jamás serviremos bajo el mando de una

    hembra de humano.

    Con una sonrisa pícara y orgullosa señal de haber conseguido lo pla-

    neado, la dama negra se encaró al kurgul que le había hablado y, mirándolo

    a los ojos, le retó.

    —Si tan fuerte crees que eres, y en tan baja estima tienes mi poder, ¿por

    qué no mides tu fuerza y habilidad en combate a la mía? ¿O acaso una cria-

    tura sin cerebro como tú es capaz de temer a una hembra de humano?

    Con un fuerte gruñido, el kurgul desencajó de su espalda una enorme

    hacha de dos filos que sostuvo con fuerza y firmeza gracias a sus cuatro

    poderosos brazos. Ágilmente Ludianne dio cuatro pasos atrás y desenvainó

    la katana de la vaina situada a la izquierda de la cintura y, con un gesto de

    conformidad, dio la orden a su guardia personal de que no interviniese en

    el enfrentamiento.

    La dama negra se alzaba esbelta y orgullosa a pocos metros de la abomi-

    nable criatura, y una sonrisa cruzó su rostro en señal de burla. Ludianne irguió

    la espalda y la situó en paralelo con la pierna izquierda esperando el inminente

    ataque del kurgul.

    Este blandió el hacha por encima de la cabeza y con un fuerte rugido em-

    bistió a su oponente, tratando de partirla en dos, pero, a escasos centímetros

    47

  • del rostro de Ludianne, ésta se apartó hacia un lado y dejó que su contrin-

    cante se trastabillase hacia delante. Sin embargo, el kurgul giró rápidamente

    en redondo y volvió a la carga trazando una circunferencia a la derecha con

    el filo del hacha, pero nuevamente la dama negra esquivó el golpe con una

    voltereta atrás que le permitió salir justo a tiempo del área de influencia el

    enojado kurgul.

    Ludianne volvió a erguirse, pero esta vez colocó la katana por encima de

    la cabeza en una posición perfectamente alineada, y esperó paciente un nuevo

    ataque.

    El kurgul volvió a cargar, esta vez con varios giros más rápidos pero

    menos certeros, a los que la dama negra contestó con un rápido giro a derecha

    acompañado por una rápida estocada que perforó el bíceps derecho de la cria-

    tura, que gimiendo de dolor trató nuevamente sin éxito de golpear a su habi-

    lidosa contrincante con un puntapié.

    Ludianne volvió a situarse enfrente de su enemigo con una leve sonrisa

    en el rostro. Se estaba divirtiendo un poco; hacía tiempo que no luchaba y ella,

    como todo su pueblo, amaba el arte de la lucha por encima de todas las cosas.

    Pero bajo la sonrisa confiada se escondía una astuta guerrera que tenía perfec-

    tamente estudiado al enemigo, conociendo tanto las virtudes como los puntos

    débiles, con una estrategia perfectamente definida antes de la batalla para al-

    canzar una victoria cómoda y sencilla.

    La bestia volvió a atacar con renovadas fuerzas alzando la enorme hacha

    gracias a sus brazos y la dejó caer sobre la cabeza de la dama negra, pero nue-

    vamente se apartó hacia atrás dejando que el hacha solo encontrase el suelo.

    Y cuando la criatura lanzó un nuevo ataque a la altura de la cintura, Ludianne

    saltó dejando que el hacha pasase por debajo, y en ese preciso momento apro-

    vechó para asestar un fuerte punterazo en el rostro del kurgul, que con un fuerte

    crujido se precipitó hacia atrás, hacia el suelo. Rápidamente la dama negra

    volvió a situarse en posición relajada dejando que la punta de su katana rozase

    ligeramente el mármol del salón que presidía. Con un gruñido, el enorme kur-

    gul se puso nuevamente en pie y, escupiendo sangre, maldijo a Ludianne.

    48

  • —Deja de jugar conmigo apestosa humana. Te voy a cortar en dos como

    si fueras una rata para que no puedas volver a saltar —gritó el kurgul alzando

    nuevamente el hacha.

    —Como quieras. —Fue la breve contestación de Ludianne mientras vol-

    vía a tomar la postura defensiva alzando la katana por encima de la cabeza.

    La enfurecida criatura cargó con todas sus fuerzas blandiendo el hacha, y

    haciendo una perfecta diagonal de izquierda a derecha trató de terminar con la

    vida de su oponente, pero fue ésta quien, con un rápido giro a derechas, volvió

    a esquivar el lento ataque, y dejando caer la katana rebanó uno de los fornidos

    brazos del kurgul, que con horror contempló como un chorro de sangre verde re-

    gaba el mármol del suelo. Pero antes de que la criatura pudiese asimilar la nueva

    situación, la dama negra volvió a elevar la katana hacia el cielo y seccionó otro

    brazo, que cayó junto al otro, para finalizar el ataque con un ágil giro de cintura

    y decapitar al deforme kurgul, que cayó al suelo de rodillas dejando caer la pe-

    sada hacha para generar un fuerte estruendo al chocar con el mármol.

    Ludianne enfundó la katana con elegancia, y con pequeños pero seguros

    pasos se acercó al otro kurgul hasta estar situada a poco más de medio metro.

    Entonces lo miró fijamente a los ojos y con orgullo le habló.

    —¿Tú también quieres medir tus fuerzas a las mías, o tal vez tu cerebro

    comienza a funcionar correctamente dejando ver con claridad las ventajas que

    aportaría una alianza mutua?

    —Tienes mis respetos humana —contestó la criatura agachando la ca-

    beza como muestra de sumisión—. Has combatido con fuerza y honor ganán-

    dote mi respeto y el de mi gente. Mi nombre es Argaraht, capitán de la tribu

    del cuerno gris y, si así es tu deseo, combatiremos a tu lado allí donde la dama

    negra quiera presentar batalla.

    —Bien, veo que empezamos a entendernos —contestó Ludianne mien-

    tras volvía sobre sus pasos y se sentaba nuevamente en el trono—. ¿Con cuán-

    tos de los de tu raza podré contar para los planes de batalla?

    —Creo que podré reunir alrededor de unos quinientos valientes kurgul,

    tal vez seiscientos.

    49

  • —Quinientos es un buen número para empezar, Argaraht. Sin embargo

    necesitaré a muchos más de los de tu raza en futuras batallas, porque esto es

    sólo el comienzo —contestó la dama negra.

    —No puedo reunir más guerreros, mi oscura dama. Gozo de estima y li-

    derazgo entre los de mi tribu, pero el resto de los de mi raza son ajenos a mis

    designios. Sin embargo, si tenemos éxito en nuestras próximas batallas, pronto

    habrá más tribus suplicando poder servirte, ya que lo único que anhelan es el

    combate y la guerra. Pero no lucharán para una humana si antes no os ganáis

    su respeto. Un kurgul nunca hace nada si no es por respeto o por temor —dijo

    Argaraht con un renovado énfasis—. Atemorizar a una tribu kurgul es compli-

    cado, sin embargo, ganarse su lealtad con méritos de guerra es bastante más

    sencillo.

    —Comprendo. —Fue la escueta repuesta de Ludianne, que parecía ana-

    lizar cada palabra dicha por el kurgul.

    —¿Cuál será nuestro objetivo de guerra, mi señora? —preguntó el kur-

    gul ansioso por conocer a sus futuras víctimas—. Mi tribu necesitará cono-

    cerlo para saciar su sed de guerra hasta que llegue el momento.

    —Los designios bélicos son cosa mía, Argaraht —contestó rápidamente

    Ludianne—. Sin embargo, no tengo problema en asegurarte que mi pensa-

    miento está puesto sobre el pueblo bárbaro de los Acritos, al norte del lago

    Ancarot de la isla de Heirmund. Su pueblo crea un gran obstáculo entre el

    reino de Itaras y el Sur. Siempre amenazantes, son un pueblo peligroso y por

    allí comenzaremos. Ahora puedes retirarte. Prepara a tu gente para la guerra

    porque en no más de siete días os haré llamar y tendréis que estar preparados.

    —Terminó Ludianne con un gesto de su mano.

    Y volvió entonces a sus profundos pensamientos donde todo iba tomando

    forma y cuerpo exactamente como ella planeaba.

    Argaraht abandonó la sala acompañado por el sirviente y, tras el cierre de

    las puertas, la dama negra quedó en absoluto silencio pensando cuál sería su

    próximo paso.

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  • CAPÍTULO 5EL GUARDIÁN

    Un leve puntapié despertó a Tine de su hermoso sueño en el que degus-taba exquisitos majares acompañados por bonitas y esbeltas mujeres. El pun-

    tapié certero golpeó en el costado del pequeño humano interrumpiendo su

    sueño dorado, y al abrir los ojos pudo contemplar como Saigan estaba alzado

    delante ya ataviado con su túnica de viaje.

    —Levántate ya holgazán —gruñó el mago—. Si no te das prisa, me veré

    obligado a marcharme sin ti.

    —Espera un momento, estaré listo en menos de lo que canta un gallo —con-

    testó Tine—. Deja que me prepare un leve desayuno para tener fuerzas y ense-

    guida estaré listo…

    —Tienes diez minutos, ni uno más —respondió el mago dirigiéndose

    hacia el tronco de un árbol caído, donde se sentó a esperar a su compañero.

    Tine abrió su fardo y, tras ofrecer algo de desayuno al mago, que se negó

    como de costumbre, se preparó un pequeño tentempié hecho a base de pan y

    compota de manzana que acompañó con un poco de zumo de uva que había

    comprado en el último pueblo por el que habían pasado.

    Tine pudo observar como Saigan ya había recogido casi la totalidad del

    campamento, por lo que dedujo que debía llevar horas despierto a pesar de

    que aún no había terminado de salir el sol, y eso si había dormido algo. Sea lo

    que fuese que atormentase al mago, muy pronto lo iba a descubrir, y todas sus

    51

  • respuestas estaban tras la pequeña y oculta puertecilla situada enfrente del

    campamento.

    Inconscientemente, Tine comenzó a hurgar en la mente del mago, ya que

    ardía en deseos de conocer sus planes y, sobre todo, saber lo que le preocupaba.

    No pudo obtener más que confusas palabras y, sobre todo, ruido, mucho ruido.

    Tine notó como la sangre se le concentraba en la cabeza y un leve zumbido sa-

    cudía sus oídos a la vez que las sienes eran testigos de los latidos del corazón.

    De pronto un estallido de color y ruido devolvió a Tine a su desayuno y con-

    templó como el Mago lo observaba fijamente.

    —Te he dicho mil veces que no trates de leerme la mente —le dijo Sai-

    gan cabreado.

    —Lo siento, Saigan, fue inconscientemente, ya sabes que no controlo mi

    habilidad tanto como quisiera. En cualquier caso, nunca consigo acceder a tus

    pensamientos; supongo que son demasiado complejos como para que yo sea

    capaz de captarlos.

    —De p