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8/18/2019 La Llamarada, Una Novela de La Tierra
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Actas XIV Congreso AIH (Vol. IV). Marithelma COSTA. «La llamarada» de Enrique Laguerre: un...
La llamarada de
Enrique
Laguerre
una novel de la tierra
Marithelma Costa
CITY UNIVERSITY OF NEW YORK
CUANDO EN JULIO DE
193 5 sale a la luz
La llamarada
es una obra de actualidad que, al
igual que las novelas de la tierra de la década anterior, se inscribe dentro del discurso
mimético realista y pone de manifiesto la fuerza y unicidad del continente americano, y
la lucha del hombre en su entorno natural. Enrique Laguerre sitúa los hechos en un marco
espacio temporal sumamente significativo: las plantaciones de caña de azúcar puertorri-
queñas que para esa fecha ocupan todos los llanos costeros de la Islay la Gran Depresión.
A partir de la primera edición, la novela sufre varias modificaciones, unas veces por
voluntad del autor y otras, sin su consentimiento. En esta comunicación me propongo
señalar dichas transformaciones y subrayar la necesidad de ubicar la obra en el ámbito
hispanoamericano donde surgió.
Conviene que nos detengamos en el contexto histórico de la obra para comprender
mejor su significado y valor. A partir de la invasión estadounidense, y a fin de aprovechar
el estatuto arancelario ventajoso que se le concede al azúcar puertorriqueña, en la Isla se
apuesta por una economía de monocultivos. En efecto, entre 1900 y 1910 se invierten 10
millones de dólares en la compra y arrendamiento de tierras y en la importación de
maquinaria tanto para producir electricidad, como para triturar la caña, extraer el azúcar
negra y la melaza, y transportar los productos. Las primeras compañías que se instalan en
el país son: la F ord and Company de Boston, que en julio de 1899 crea la Central Aguirre
con un capital inicial de medio millón de dólares; la South Porto Rico Sugar Co., una
corporación de Nueva Jersey que se forma en 1901 con un capital de cinco millones y un
molino en Guánica; y la Fajardo Sugar Co. que se incorpora en Nueva York con un capital
de dos millones (Silén, p. 215). Las centrales de corporaciones puertorriqueñas son más
numerosas, más chicas, y se concentran en las costas del noroeste. Hacia 1934, las más
importantes eran la Coloso (cerca de la cual vivía la familia Laguerre ), la Cambalache, la
Monserrate y la Mercedita de los Serrallés.
Desde su infancia, Enrique Laguerre, hijo de un pequeño propietario de tierras del
noroeste del país, es testigo del paulatino abandono de la ganadería y la agricultura mixta
o de subsistencia en favor del producto único, y de los efectos que conlleva esta nueva
práctica agrícola en el nivel de vida de la población. Basta recordar que si alrededor de
1898 había una cuerda de tierra sembrada de frutos alimenticios por cada seis habitantes,
hacia 1930 momento en que se redacta la obra, la proporción era de una cuerda por cada
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quince habitantes (Scarano, pp. 589-90). El país empezó entonces a depender de
productos importados como el arroz, la leche, las legumbres y las carnes enlatadas, por
los que, además de pagar impuestos, había que sufragar el transporte acatando las leyes
de cabotaje estadounidenses. Harold Ickes, Secretario del Interior de los Estados Unidos,
resumió el problema con gran claridad: «Mientras la inclusión de Puerto Rico dentro de
nuestras murallas arancelarias ha sido altamente beneficiosa para los inversionistas de
aquellas corporaciones [las azucareras], la masa de los puertorriqueños ha quedado al
margen de esos beneficios. Al contrario, éstos han visto las tierras en que antes cultivaban
cosechas de subsistencias entregadas a la producción azucarera, mientras ellos fueron
gradualmente obligados a importar todos sus alimentos habituales, pagando por los
mismos los elevados precios motivados por los aranceles. Existe hoy una más difundida
miseria e indigencia y mucho más desempleo en Puerto Rico que en cualquier tiempo
anterior de su historia» (Scarano, p. 597).
A los veintitrés años el novelista vive asimismo los efectos devastadores que tiene en
Puerto Rico la Gran Depresión. Dos datos pueden verter luz sobre las difíciles realidades
que vivían los trabajadores de la caña, y el joven autor se propone denunciar. El Informe
Brookings<que se publica en Washington y estudia los problemas económicos de laIsla<
revela que en 1930 el ingreso per capita de la población se reducía a
2 ~
diarios. A
manera de contraste, para las mismas fechas en el sur de los Estados Unidos se requerían
6 ~
diarios para alimentar un cerdo. Resulta interesante señalar que frente a la penuria
económica que se impone sobre la masa obrera tras la caída de la Bolsa de Valores y que
el autor retrata en personajes como Ventura Rondón y don José del Valle y Zárraga, los
inversores apenas se ven afectados por la Depresión. Ejemplo de ello es
el
promedio de
más de un 30 en dividendos que genera la Central Aguirre entre 1920 y 1935, cifra que
para 1929, el peor año de la crisis, sólo desciende a 27.5 (Bird, 40-43). En el país se
ponían en evidencia dos de los rasgos distintivos de la industria azucarera: sueldos de
miseria para los trabajadores y beneficios seguros para los inversionistas (Lewis, 90).
El autor había comenzado a recopilar material cuando inicia sus estudios universita-
rios en 1926, y ya estaba escribiendo la obra durante las primeras huelgas cañeras que se
desencadenan con la crisis económica y paralizan el país. Resulta especialmente
significativo que los conflictos obreros, que sitúa en la tercera y cuarta parte de la novela,
se iniciaran en el noroeste de la Isla, zona que el autor conocía muy bien pues allí había
nacido, se había criado y en ese momento, se trata de 1931, se ganaba la vida de maestro
rural.
Al acercamos a esta novela hay que tener en cuenta que
La llamarada
es una obra de
juventud, fue escrita a los veinticinco años y está marcada por la necesidad que sentía
Laguerre de probarse ante sus profesores como escritor. En efecto, en 1935 el novelista
era aún un estudiante universitario y su inseguridad, que él mismo ha descrito en múltiples
ocasiones, se combinó con su inexperiencia, para producir una primera versión de
La
llamarada con una marcada tendencia hacia estructuras verbales ampulosas y un lenguaje
hiperliterario.
Antonio S Pedreira y Concha Meléndez ambos profesores suyos le señalan de
inmediato este fallo estilístico. Nilita Vientós Gastón le critica el tono retórico, y
Washinton Lloréns declara que resulta chocante que en una novela que tiene por escenario
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un campo rudo y semi bárbaro se utilicen frases como «en la estuosidad de la tarde» o «en
las perspicuas lejanías». Laguerre no se rebela ante las críticas, sino que las acepta y en
1939 somete a la Biblioteca de Autores Puertorriqueños una versión revisada de este
clásico de la literatura puertorriqueña. En las páginas preliminares justifica las debilidades
de la primera edición como un «alarde juvenil» y proporciona dos razones adicionales que
explican el rebuscamiento verbal.
La primera coincide con su falta de experiencia y corresponde al impacto que ejercen
en él los comentarios de Tomás Navarro Tomás quien, en las clases que dictaba en la
Universidad de Puerto Rico y tomaba Laguerre, solía señalar el empobrecimiento
lingüístico de la población debido a la imposición del inglés. El aplicado estudiante
decidió contrarrestar este fenómeno nacional acudiendo a un vocabulario y a unas
estructuras gramaticales complejas que no funcionaron. La segunda se relaciona con la
concepción del lenguaje literario que aún defiende el autor. Como ha hecho público en sus
comentarios sobre los narradores de los
70
conocidos por su cultivo del coloquialismo,
para Laguerre existe una importante diferencia entre el lenguaje literario permanente y
transnacional y el hablado que se halla marcado por la transitoriedad. Este rasgo
ideológico se puede constatar en sus catorce novelas, ya que aunque en sus diálogos
reconstruye magníficamente tanto el habla jíbara como el de la población urbana, en los
pasajes narrativos y sobre todo descriptivos, utiliza un registro culto, que en la primera
versión de La llamarada rozó lo ampuloso y lo artificial.
Hasta aquí tenemos dos versiones de la novela: la edición príncipe de 1935, y la
revisada por Laguerre de 1939. En la «Advertencia» preliminar a esta segunda edición
declara «es
mi
decisión firme que La llamarada permanezca intocada»; que «vaya a los
lectores tal como fue la del 31 de julio de 1935». El problema radica en que la versión que
publica la Editorial Orión en México (en 1952) y siguieron reproduciendo la Editorial
Campos de San Juan (1958), las Nuevas Ediciones Unidas (1961) y la Editorial Rumbos
de Barcelona ( 1967), el Instituto de Cultura Puertorriqueña (para lasObras completas de
197 4) y la Editorial Cultural de Río Piedras desde 1971 hasta hoy, sí fue retocada sin el
conocimiento ni la autorización del autor.
Los cambios, que se mantienen dentro de los parámetros de las revisiones de 1939,
constituyen nuevas simplificaciones léxicas y de estilo. Un ejemplo de las primeras
aparece en la segunda sección de «Surcos abiertos» donde se sustituye el desusado
sustantivo
exfoliador
por el más común
almanaque:
«En la misma pared, un exfolia-
dor/almanaque, con el rojo dominguero de su número y el anuncio de un perfume
norteamericano». Y uno de las segundas es la supresión del fragmento descriptivo que
figura en la séptima sección del capítulo «Mientras la caña crece»: «Me figuré que eran
gens de piu traídas a estos bailes a última hora, que hacían alardes de gens de condición.
Y así es, como he averiguado más tarde». Esta ola de cambios mantuvo el espíritu de la
primera revisión y aunque no fue aprobada por el autor y sólo recientemente se enteró de
su existencia, sí ayudó a fortalecer las debilidades estilísticas de esta importante novela
del cañaveral.
A pesar de los defectos señalados, en
193
5 la obra tiene un éxito sin precedentes tanto
entre los intelectuales como entre el público lector. Antonio
S
Pedreira comunica sus
objeciones al novelista de forma privada, pero cara al público la reseña muy favorable-
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mente en el periódico El Mundo. La obra es asimismo respaldada por el premio que le
concede el Instituto de Literatura Puertorriqueña y por el hecho de que en varias escuelas
superiores se adopta como lectura obligatoria en los programas de estudio. El número de
lectores no se limita a los de la primera edición que se agota rápidamente, sino que la obra
goza de un canal adicional de difusión: la prensa periódica. En efecto, entre
193
7 y
193
8
Luis Muñoz Marín la publica por episodios en el diario La Democracia lo que la
convierte en la única novela puertorriqueña que llega al público a través de la prensa.
Cuando hacia los años cincuenta se desmonta la industria azucarera, la obra no pierde
vigencia ni lectores. Y hoy con siete editores, y treinta y tres ediciones oficiales, es la
novela puertorriqueña que más ha circulado en el país. Si en el momento en que se publica
reconstruía el día a día de los trabajadores de la caña, sesenta y siete años más tarde se ha
convertido en un documento histórico que recrea la vida en los llanos costeros durante la
Gran Depresión.
Quisiera dedicar los minutos que me quedan al segundo objetivo de esta comunica-
ción: convencerlos que esta novela no debería limitarse a ser un clásico de la literatura
puertorriqueña, sino que dada su temática, el texto llena un importante vacío en el
panorama de la literatura hispánica. Me explico. EnLa llamarada se explora el mundo de
las plantaciones de caña de azúcar de las Antillas, una realidad económica y social que se
extiende a lo largo de cuatro siglos y cuya importancia para la historia del continente no
puede pasar desapercibida.
Conviene recordar que el Caribe fue el laboratorio de la conquista. En la pequeña
corte de Diego Colón a principios del siglo XVI se empezó a gestar la colonización que
luego se expandió al resto de las Américas. Como ha declarado el autor, el archipiélago
fue un laboratorio de gente, de animales; un laboratorio botánico donde una de las
primeras plantas que se aclimata es la caña de azúcar. La gramínea prende rápidamente
y durante los siglos XVII y XVIII, el azúcar americana que se produce sobre todo en las
Antillas Menoresse transforma en la mercancía que ocupaba el primer renglón en las
transacciones comerciales; es decir el azúcar era algo análogo a lo que es el petróleo hoy.
Por ello la cuenca del Caribe, zona hoy marginal y más bien limitada a la industria del
turismo, se convierte en esos años un centro de la economía internacional.
Hacia finales del siglo XVIII se introduce un leve cambio en esta situación. La
independencia de Haití y el descenso en el rendimiento de los ingenios ingleses y
franceses (debido a la pauperización de la tierra), hacen que el foco de la actividad
azucarera se traslade a las Antillas Mayores. Y ya para la séptima década del siglo XIX,
Cuba y Puerto Rico se habían convertido en los mayores exportadores de azúcar del
hemisferio occidental. La política arancelaria que los Estados Unidos implanta en Puerto
Rico a partir de 1898 afianza esta tendencia y hace que la industria del azúcar nacional se
desarrolle de una manera desenfrenada. Ese es el momento en que como se ve en
La
llamarada
las viejas haciendas se transforman en plantaciones y los llanos costeros se
destinan de forma exclusiva a la producción de caña de azúcar.
Aunque existen otras novelas que exploran el tema cañero, resulta muy significativo
que la gran novela hispánica del cañaveral no se haya producido ni en Cuba ni en Santo
Domingo, sino en Puerto Rico. El hecho, que puede parecer un tanto sorprendente, tiene
una explicación de tipo
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histórico: a pesar de ser la menor de las Antillas Mayores, Puerto Rico fue el prototipo de
país azucarero caribeño, es decir, fue la isla donde se llevó a su extremo la economía de
la plantación. Y aunque en Cuba se producía más cantidad de azúcar y su industria era
más conocida internacionalmente, Puerto Rico era la isla de mayor especialización cañera
en proporción a su población y a la cantidad de tierra cultivable.
Los números lo explican todo. Hacia 1930 en la República Dominicana se producían
22 toneladas de azúcar por milla cuadrada de territorio, en Cuba la cifra ascendía a 122
toneladas, mientras que en Puerto Rico llegaba a 246. Si se comparan los tres países, en
la Isla se producía, por unidad de territorio nacional, prácticamente el doble del azúcar de
Cuba y diez veces más de la de Santo Domingo (Ayala p. 70). Además, el fenómeno
azucarero debía ser especialmente sofocante en un país de 100 millas de largo por 35 de
ancho y una densidad poblacional, para los años en que se redacta la obra, de 442
personas por milla cuadrada. En la misma época en Cuba había 90 personas por milla
cuadrada y en la República Dominicana sólo 75. La sensación de asfixia se combinó así
con la gran crisis económica del siglo
XX
para que en la más pequeña de las Antillas
Mayores se escribiera la más importante recreación del universo de las plantaciones y la
más sutil denuncia de las injusticias que se producen en él.
Existen tres novelas publicadas en la década de los veinte análogas a La llamarada.
Se trata de las novelas de la tierra, obras que se centran en la fuerza y unicidad de la
naturaleza americana y recrean el entorno natural y los problemas de los seres que lo
pueblan. Me refiero, por supuesto, a La vorágine (1924) del colombiano José Eustasio
Rivera donde se registra el avance de las compañías explotadoras del petróleo y el caucho
en las regiones de la selva amazónica, a
Don Segundo Sombra
(1926) del argentino
Ricardo Güiraldes, quien explora en clave poética las luchas del gaucho en las pampas,
y a Doña Bárbara (1929) del venezolano Rómulo Gallegos donde se dramatizan los
conflictos sociales de los llanos. Las tres se escriben en el sur del continente y exploran
dos de sus ecosistemas más importantes: la llanura y la selva.
Los estudiosos no suelen proponer una novela de la tierra para la cordillera andina
donde, debido a la importancia de la población autóctona, surge la novela indigenista, ni
para la América Central ni Insular. Resulta imprescindible revisar este acercamiento tan
limitado a la historia de la literatura pues, como señaló Antonio
S
Pedreira
La llamarada
representa la contribución de Puerto Rico a la novela de la tierra hispanoamericana. Y si
en Don Segundo Sombra y Doña Bárbara se exploran los problemas de las llanuras del
norte y el sur de Suramérica, y en
La vorágine
se recrea el mundo de la amazonía, en
La
llamarada se presenta la vida en uno de los ecosistemas más subestimados de Latinoamé-
rica: los llanos costeros de las islas del Caribe.
Resulta lógico que una obra que trata tan acertadamente el fenómeno de la caña de
azúcar una realidad socioeconómica que impera en las Antillas durante casi cuatrocientos
años, no siga relegada ni ignorada, sino que sea incluida en el canon de la literatura
hispanoamericana. La inclusión no sólo permite que la primera novela de Laguerre se
inscriba en un corpus y tenga obras con las que puede dialogar, sino que enriqueceel
canon mismo y evita que éste produzca una imagen parcial de la producción literaria
hispanoamericana en las primeras tres décadas del siglo XX.
Para concluir, insto a que de ustedes que conozcan la obra a relean
La llamarada
no
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sólo
como
la
tragedia del
campesinado cañero puertorriqueño
sino
en su contexto
espacial
y
temporal; es decir, como la representante caribeña de
la
novela de la tierra americana
la
cual
al publicarse seis años después de Doña Bárbara
pudo
recoger los efectos de la
Gran Depresión en
los
países donde se había impuesto
el
monocultivo. A
los
que no la
han leído todavía los animo a que lo hagan desde
la
perspectiva que
he
tratado de
presentar en
esta comunicación.
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