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1 No entraba en el guión que las cosas fueran a acabar de esta manera. En un destello de acero, sí; en una ensalada de tiros, un coro de gemidos ahogados y suspiros de angustia, mezclándose con el distan- te ulular de las sirenas, claro que sí. Un final debidamente dramático con un buen montón de cadáveres, una fútil lucha contra el destino aciago e inminente, incluso una pizca de traición, por descontado que sí. Y entonces el golpe fatal, unos breves momentos de desgarro, un último suspiro preñado de arrepentimiento por no haber hecho cier- tas cosas, y fundido a negro: el final idóneo para una vida marcada por el placer maligno. Pero no de esta manera. No con Dexter Entre Rejas, vejado e injuriado de un modo ho- rroroso, injustamente acusado de hacer unas cosas terribles que no hizo ni por asomo. No esta vez, quiero decir. Esta vez, esta vez catas- trófica y multihomicida, Dexter es tan inocente como la blanca nie- ve… o quizá la arena de South Beach sería una comparación más afortunada. Aunque, a decir verdad, nada de cuanto hay en South Beach es realmente inocente, no más que Dexter, cuyo historial de fantasiosas, funestas fechorías es, para ser justos, bastante extenso. Pero resulta que su historial no incluye nada de cuanto ha estado su- cediendo en los últimos tiempos, ¡y qué pena! No esta vez. Y no de esta manera. No encerrado en una diminuta y hedionda celda del Turner Guilford Knight Correctional Center… y en la últi- ma galería, nada menos, en el peculiar purgatorio reservado a los monstruos más inhumanos y contumaces. En un lugar donde te pri- van de todas las libertades más fundamentales. Donde en todo mo- mento están observándote, ya duermas o estés despierto. El entero mundo de Dexter se ha reducido a esta celda pequeñísima, no mucho

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No entraba en el guión que las cosas fueran a acabar de esta manera.En un destello de acero, sí; en una ensalada de tiros, un coro de

gemidos ahogados y suspiros de angustia, mezclándose con el distan-te ulular de las sirenas, claro que sí. Un final debidamente dramático con un buen montón de cadáveres, una fútil lucha contra el destino aciago e inminente, incluso una pizca de traición, por descontado que sí. Y entonces el golpe fatal, unos breves momentos de desgarro, un último suspiro preñado de arrepentimiento por no haber hecho cier-tas cosas, y fundido a negro: el final idóneo para una vida marcada por el placer maligno.

Pero no de esta manera.No con Dexter Entre Rejas, vejado e injuriado de un modo ho-

rroroso, injustamente acusado de hacer unas cosas terribles que no hizo ni por asomo. No esta vez, quiero decir. Esta vez, esta vez catas-trófica y multihomicida, Dexter es tan inocente como la blanca nie-ve… o quizá la arena de South Beach sería una comparación más afortunada. Aunque, a decir verdad, nada de cuanto hay en South Beach es realmente inocente, no más que Dexter, cuyo historial de fantasiosas, funestas fechorías es, para ser justos, bastante extenso. Pero resulta que su historial no incluye nada de cuanto ha estado su-cediendo en los últimos tiempos, ¡y qué pena! No esta vez.

Y no de esta manera. No encerrado en una diminuta y hedionda celda del Turner Guilford Knight Correctional Center… y en la últi-ma galería, nada menos, en el peculiar purgatorio reservado a los monstruos más inhumanos y contumaces. En un lugar donde te pri-van de todas las libertades más fundamentales. Donde en todo mo-mento están observándote, ya duermas o estés despierto. El entero mundo de Dexter se ha reducido a esta celda pequeñísima, no mucho

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más que una gruesa puerta de acero y unos muros de bloques de hormigón todavía más gruesos, tan solo rotos por una delgada hendi-dura que permite que la luz entre pero no deja salir un suspiro. Un angosto estante metálico con una cosa inconsistente y maltrecha en lo alto, grotescamente descrita como un «colchón». Un lavamanos, un retrete, un estante. El Mundo de Dexter.

Y sanseacabó, sin otra conexión con el exterior que la estrecha ranura en la puerta por la que me llegan las comidas Oficialmente Consideradas Nutritivas. Sin Internet, sin televisión, sin radio, sin nada que pudiera distraerme de la meditación sobre mis numerosos pecados nunca cometidos. Como es natural, puedo pedir material de lectura… pero la amarga experiencia me ha enseñado que los dos tí-tulos casi inevitables de la biblioteca son «No está permitido» y «No lo tenemos».

Deplorable, lamentable y hasta deleznable. Pobre Dexter Patéti-co, arrumbado en el aséptico basurero carcelario.

Pero, claro está, ¿quién podía compadecerse de un monstruo como yo? O, como es de rigor decir en estos tiempos en que los pleitos judi-ciales dictan la conciencia, un presunto monstruo. Y de hecho es lo que presuponen. La bofia, los tribunales, el propio sistema penitenciario y mi querida hermana, Deborah… Hasta yo mismo, si me presionan, convendré en que soy un monstruo. Y es absolutamente cierto, sin presunciones de ninguna clase, que salí por piernas del lugar donde yacía el cuerpo asesinado de Jackie Forrest, la famosa actriz, quien ca-sualmente también era conocida como la amante de un servidor. Y luego me descubrieron in flagrante sangre junto a los cadáveres de mi mujer, Rita, y Robert, el famoso actor, por no mencionar a Astor, mi hija de doce años, vivita y coleando, pero en paños menores. Ella fue la que mató a Robert «Actor Famoso» Chase, quien había hecho que se pusiera un salto de cama y luego se había cargado a Rita. Pobrecito torpón que es uno, llegué a trompicones para Arreglar las Cosas y lo que hice fue meter la pata hasta el fondo y provocar un Desarreglo profundo, oscuro, interminable y posiblemente permanente… y me libré por un pelo de convertirme en la siguiente víctima de Robert.

Mi versión de los hechos es sencilla, directa e irrefutable. Me enteré de que Robert era un pedófilo y de que se había hecho con

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Astor. Mientras andaba buscándole, acabó con Jackie. Y a modo de irónico colofón de todo este Campeonato Mundial de los Despro-pósitos, Rita —la infeliz, insensata, imposible Rita, Reina del Monó-logo Atolondrado, siempre tan Entrañable y Alocada, incapaz de encontrar las llaves de su coche aunque las tuviera soldadas al puño—, Rita encontró a Robert antes de que lo hiciera yo. Robert le sacudió en la cabeza, y el castañazo fue suficiente para matarla, mientras Robert estaba ocupado sacudiéndome a mí y planeando una escapada romántica en compañía de su Verdadero Amor, Astor. Mientras yo estaba maniatado e indefenso, Astor le clavó un cuchi-llo a Robert. Luego me desató, y así fue como terminó esta desca-charrante chaladura de aventura de Dexter el Cenutrio, Torpón sin Parangón. Si de verdad existe un dios, cosa muy dudosa en el mejor de los casos, ese Dios tiene un horroroso sentido del humor. Porque el investigador asignado al descifrado de toda esta carnicería es el inspector Anderson, un hombre que en la vida ha hecho un amigo dotado de inteligencia, ingenio o competencia. Y, posiblemente porque yo voy muy sobrado de los tres, y asimismo porque sabía que era amigo íntimo de la señorita Forrest, circunstancia en la que él tan solo podía soñar mientras se le caía la baba, el inspector An-derson me odia de una forma absoluta y total. El hombre detesta, desprecia, abomina y aborrece el mismo aire que respiro. De modo que mi simple versión de los hechos rápidamente se convirtió en una Autoexculpación, cosa que nunca es buena. De manera todavía más rápida, dejé de ser un Individuo que Investigar para convertir-me en Sospechoso, y entonces… El inspector Anderson echó un rápido vistazo a los escenarios de los crímenes y llegó a una sencilla conclusión, sin duda la única en el mundo a la que es capaz de lle-gar. Ajá, aseveró, Dexter les Dio Matarile. Caso cerrado. U otras palabras por el estilo, probablemente mucho más simplonas y me-nos elegantes, pero en todo caso conducentes a mi ascenso de Sos-pechoso a Perpetrador.

Y yo, aún conmocionado por la muerte de Jackie, mi billete de acceso a una vida nueva y mejor, y por la desaparición de Rita y toda su colección de deliciosas recetas, y por la imagen de Astor vestida con un blanco salto de cama confeccionado en seda —aún conmocio-

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nado, como digo, por la absoluta destrucción de Todo el Orden y la Seguridad inherentes al Mundo de Dexter, pasado, presente y futu-ro—, de pronto me veo llevado prácticamente en volandas, con las manos esposadas tras la espalda, y encadenado al suelo de un coche de policía, que me transporta al Turner Guilford Knight Correctional Facility, donde permanezco entre rejas.

Sin que nadie me dirija una palabra amable o una mirada de con-miseración, me conducen, todavía atado con frías cadenas de acero, al interior del enorme edificio de hormigón ornado con alambre de espi-no, hasta llegar a una estancia que parece ser la sala de espera de una estación de autobuses Greyhound en el infierno. La sala está llena a rebosar de individuos desesperados: asesinos y violadores y matones y pandilleros… ¡La gente que a mí me gusta! Pero no me dan tiempo a sentarme y departir con estos otros presuntos monstruos como yo mismo, ninguna oportunidad para intercambiar unas palabras amiga-bles con estos tan simpáticos malhechores. En su lugar me empujan hasta la siguiente sala, donde me hacen fotografías, me toman las hue-llas dactilares, me desnudan y me hacen entrega de un precioso mono de color naranja. La prenda es de ese estilo holgado que hoy está de moda, y los colores restallantes anuncian: ¡ya es primavera! No obs-tante, la fragancia envía un mensaje menos optimista, pues está a mi-tad de camino entre el insecticida y unos caramelos de limón hechos con pladur tóxico fabricado en China. Como tampoco me dan opción a elegir color ni olor, llevo con orgullo el mono naranja, cuya tonalidad al fin y al cabo es emblemática de la institución por la que me licencié y que tanto significa para mí, la Universidad de Miami.

Y a continuación, todavía festoneado con cadenas, me traen has-ta aquí, a mi nuevo hogar, la novena galería, donde me depositan sin mayor ceremonia en mi actual madriguera, tan pulcra y ordenada.

Y aquí estoy sentado en el TGK. En el talego, en el trullo, en la Trena. Una pieza minúscula en la gigantesca rueda penintenciaria, que en sí misma tan solo constituye una pequeña parte de la desco-munal y fríamente incompetente máquina que es la Justicia. Dexter ahora está siendo Corregido. Y me pregunto: ¿qué es exactamente lo que esperan Corregir? Yo soy lo que soy, de forma irredimible, irre-mediable, implacable… al igual que la mayoría de mis facinerosos

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compañeros de la novena galería. Somos unos monstruos, marcados desde el nacimiento por unas ansias prohibidas, y tales ansias son tan poco Corregibles como la necesidad de respirar. Los pájaros tienen que cantar, los peces tienen que nadar y Dexter tiene que encontrar y despellejar a los depredadores malignos y escurridizos. Por muy In-Correcto que sea, es incuestionablemente Así.

Pero ahora formo parte del Sistema Correccional y estoy someti-do a la relojería de sus caprichos y a su dureza reglamentada. No soy más que un error inCorregible a la espera de ser Corregido mientras en otros lugares rellenan, archivan y olvidan los impresos pertinentes, por mucho tiempo que les lleve hacerlo. Entre paréntesis, sí que les lleva su tiempo, o eso parece. Hay cierta menudencia de arcanos De-talles Constitucionales que repiquetea por mi pobre cerebro atrofia-do y viene a decirme algo sobre un juicio rápido, y eso que a estas alturas ni siquiera me han llamado a comparecer. Lo que parece ser un tanto irregular, ¿no? Pero no me han brindado más compañía que la de mis guardias, y estos no son muy locuaces, de forma que no tengo ocasión de trabar relación con cualquier otra persona capacita-da para responder a mis preguntas corteses sobre el procedimiento a seguir. Así que me han dejado en la ridícula situación de tener que fiarlo todo al sistema, un sistema que —lo sé de sobras— está lejos de resultar fiable.

¿Y entre tanto? Espero.Por lo menos, la vida es simple y predecible. Me despiertan a las

cuatro y media de la mañana por medio de un alegre timbrazo. Poco después, la ranura en la puerta de mi celda, sellada por una pestaña de acero mantenida en su sitio por un muelle muy grueso, se abre de mala gana, y la bandeja con mi desayuno aparece en la celda, trasla-dada al interior por la lengüeta metálica que el carrito lleva para este propósito preciso.¡Ah, cuán deliciosas viandas! Cereales, tostada, café y zumo carcelarios. Casi comestibles, ¡y en cantidad casi sufi-ciente! Puro éxtasis.

El almuerzo lo sirven de forma parecida, a las diez y media. Esta-mos hablando de un desenfreno gastronómico de nivel incluso supe-rior: un sándwich con una sustancia que lleva a pensar en el queso, cuidadosamente oculta bajo una pequeña cosa verde, mullida y es-

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ponjosa, claramente reconocible como lechuga iceberg sintética y re-ciclada. A su lado en la bandeja, algo de limonada, una manzana y una galletita.

Después del mediodía, bajo la mirada vigilante de mi pastor, Laz-lo, me permiten hacer ejercicio en solitario durante una hora en el Patio. El lugar en realidad no tiene nada de patio; no hay árboles, césped, tumbonas ni juguetes. De hecho, se trata de una superficie de hormigón en forma de cuña cuyas únicas cualidades son que está al aire libre y cuenta con un aro de baloncesto sin red. Como es natural, en esta época del año acostumbra a llover por las tardes, de modo que incluso esta pequeña cualidad viene a ser un arma de doble filo. Tam-bién descubro que tras Salir al Patio, tengo que permanecer en él la hora completa o volver a mi celda. Aprendo a disfrutar de la lluvia. Y chorreante de pies a cabeza, vuelvo a mi celda. La cena es a las cinco. A las diez apagan las luces. Una existencia simple, caracteriza-da por los pequeños placeres de a diario. Hasta la fecha, las grandes recompensas brindadas por la soledad y la sencillez, las prometidas por Thoreau, se están haciendo esperar, pero quizá vayan aparecien-do con el tiempo. Y Tiempo es lo único que tengo en cantidad.

Diez días en la cárcel. Sigo a la espera. Para un hombre de menor valía, la interminable duración de esta inexistencia opresiva podría resultar asfixiante, incluso dañina para el alma. Pero, por supuesto, Dexter no tiene alma, si es que tal cosa existe de verdad. De modo que encuentro mucho que hacer. Cuento los bloques de hormigón que hay en la pared. Sitúo el cepillo de dientes en su lugar preciso, al mi-límetro. Trato de jugar mentalmente al ajedrez y cuando no recuerdo dónde están las piezas pruebo con las damas y, luego, cuando eso fa-lla, me pongo a jugar a los chinos. Siempre gano.

Paseo por la celda. Es lo bastante grande como para permitirme dar dos pasos casi completos. Cuando me canso de esto, hago flexio-nes. Hago un poco de taichi, y mis puños se estrellan contra las pare-des a casi cada nuevo movimiento.

Y sigo a la espera. A partir de mis amplias lecturas, tengo claro que el principal peligro del confinamiento en solitario es la tenta-ción de sucumbir al espantoso peso del tedio, de hundirte en ese nirvana anulador del estrés que es la locura. Tengo claro que si lo

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hago, nunca voy a salir de aquí, nunca voy a retornar a mi segura y lúcida vida normal de feliz empleado por cuenta ajena durante el día, ni la todavía más feliz de Caballero del Cuchillo por la noche. Tengo que resistir, mantenerme aferrado a lo que pasa por lucidez en este valle de lágrimas, agarrarme con uñas y dientes a la absurda e infundada creencia de que la inocencia todavía cuenta para algo y a que Soy Inocente de Verdad… hablando en términos relativos. En este caso, por lo menos.

Tengo cierto conocimiento, basado en mi prolongada experien-cia con la Vieja Puta Justicia, de que la Realidad de mi Inocencia ejerce casi tanta influencia en mi destino como la alineación inicial del equipo de los Marlins. Pero sigo aferrándome a la esperanza, porque todo lo demás es impensable. ¿Cómo puedo afrontar aunque no sea más que una hora de todo esto si no creo que eventualmente todo va a terminar… conmigo en el exterior? La simple idea de un sinfín de sándwiches de algo parecido al queso no me resulta de ali-vio. Tengo que creer, ciegamente, irracionalmente, incluso estúpida-mente, que la Verdad un día resplandecerá, que la Justicia se impon-drá y que Dexter por fin será libre de correr riéndose hacia la luz del sol. Y, por supuesto, con una sonrisa de superioridad hacia la luz de la luna, deslizándose sin hacer ruido entre la oscuridad aterciopelada con un cuchillo y una necesidad…

Me estremezco. No tengo que precipitarme. Tengo que evitar los pensamientos de este tipo, las fantasías de libertad que distraen mi concentración del aquí y ahora y de lo que he de hacer al respecto. Tengo que seguir aquí mentalmente, tanto como físicamente, aquí mismito, en mi pequeña celda tan acogedora, y concentrarme en salir de este lugar.

Una vez más, reviso el libro de contabilidad que tengo en la men-te y sumo los números borrosos y poco claros. A mi favor: la verdad es que soy inocente, inocente por entero. No fui yo quien lo hizo. Ni siquiera en parte. Yo no fui.

En mi contra: es evidente que parece que sí que lo hice.Y lo que es peor, todo el cuerpo de policía de Miami estaría en-

cantado de ver a alguien como yo condenado por estos crímenes. La policía se comprometió de forma pública y notoria a proteger a nues-

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tros dos Famosos Actores, y fracasó en el empeño de forma aún más pública y notoria. Y si el asesino resultara ser un plausible individuo situado entre bambalinas —yo, de nuevo—, la policía quedaría libe-rada de su responsabilidad. En consecuencia, si el policía asignado a la investigación está dispuesto a forzar un poquito las cosas, es casi seguro que lo hará.

Todavía más en mi contra: el policía asignado a la investigación es el inspector Anderson, quien no va a limitarse a forzar las cosas; lo que hará será deformarlas, martillearlas hasta darles la forma que quiere y presentarlas a juicio como declaración bajo juramento. An-derson en realidad ya ha estado haciendo todo esto, y hay que decir que la legión de Peinados a la Última integrantes de los medios de comunicación han estado tragándoselo y engulléndolo, por la muy simple razón de que es simple, tan simple como ellos mismos, esto es, posiblemente todavía más simples que el propio Anderson, idea que me provoca nuevos escalofríos. Han corrido a agarrarse a mi culpabi-lidad con ambas manazas ansiosas, y —según explica Lazlo— la foto de Dexter Detenido a estas alturas lleva más de una semana ornando las primeras planas y adornando los noticiarios vespertinos. En la imagen aparezco cargado de cadenas, cabizbajo, con el rostro conver-tido en una máscara de anonadada indiferencia, y he de decir que tengo pinta de ser culpable a más no poder, incluso ante mis propios ojos. Y no hace falta añadir que, al contrario de lo que dicen las mo-ralinas y las frases hechas, las Apariencias No Engañan, no en nuestra época de Certidumbres Convincentemente Recitadas ante la Cámara. Soy culpable porque parezco culpable. Y parezco culpable porque así lo quiere el inspector Anderson.

Anderson quiere verme muerto, hasta tal punto que estará conten-tísimo de cometer perjurio para llevarme en esa dirección. Incluso si no me detestara, lo haría porque en el plano profesional odia a mi herma-na, la sargento Deborah, a quien acertadamente considera como una rival, una rival que con el tiempo puede superarle por un margen considerable. Pero si su hermano —c’est moi!— resulta ser un asesino convicto, tal circunstancia seguramente llevará al descarrilamiento de la poderosa locomotora que hasta ahora ha sido la carrera profesional de Deb, con los consiguientes beneficios para su propia carrera.

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Sumo y resto. Por un lado: Anderson, el cuerpo de policía al com-pleto, los medios de comunicación y, casi con toda seguridad, el pro-pio Papa de Roma.

Por otro lado: mi inocencia.El resultado no resulta muy alentador, que digamos.Pero seguro que tiene que haber más. Es evidente que este asunto

ni por asomo puede terminar así. De un modo u otro, por las razones que sean, ¿acaso no es absolutamente fundamental para los inmuta-bles principios del Equilibrio, la Rectitud y un PNB positivo que exista algún as en la manga pequeño pero influyente? ¿No tendría que ser verdad que alguna fuerza indeterminada pero poderosa apa-reciese y arreglase las cosas? De un modo u otro, por las razones que sean, ¿no hay algo?

Lo hay.Sin el conocimiento de las fuerzas del mal y la indiferencia que

se mueven con tan pesadísima, poderosa lentitud, existe una fuerza igual y opuesta que en este preciso instante tiene que estar haciendo acopio de todo su irresistible poderío para activar una imponente, liberadora onda expansiva de Verdad que echará abajo todo este putrefacto andamiaje y dejará a Dexter En Libertad.

Deborah. Mi hermana.Deborah vendrá y me salvará. Tiene que hacerlo.Se trata —tengo que confesarlo— de mi único Pensamiento Op-

timista. Deborah es mi Última Esperanza, el minúsculo rayo de sol que se aventura en la noche oscura y triste que es la Reclusión de Dexter. Deborah tiene que hacerlo y va a hacerlo. Me ayudará, a su único familiar con vida, el último de los Morgan. Juntos encontrare-mos el modo de demostrar mi inocencia y sacarme de esta, de mi confinamiento tan desolador para el espíritu. Deborah se presentará de forma tan despreocupada como los vientos de abril, y las puertas se abrirán a su roce. Deborah vendrá y pondrá fin a la Ignominiosa Reclusión de Dexter. Hagamos abstracción momentánea del recuer-do de las últimas palabras que Deborah me dirigió. Tales palabras estuvieron lejos de resultar solidarias, y algunos incluso las describi-rían como más bien Terminantes. Las dijo en el calor de un momento desagradable, y en absoluto hay que tomárselas al pie de la letra de

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manera permanente. Más bien hay que recordar los profundos, dura-deros lazos familiares que nos vinculan estrechamente y para siem-pre. Deborah vendrá.

El hecho de que todavía no haya venido, de que no se haya comu-nicado conmigo en forma alguna, no tendría que inquietarme en de-masía. Casi con toda seguridad es una jugada estratégica, establece-dora de una supuesta indiferencia destinada a conseguir que nuestros enemigos se confíen. Cuando llegue el momento, Deborah vendrá; no puedo dudarlo. Por supuesto que vendrá; es mi hermana. Lo que deja más bien claro que yo soy su hermano, y estas son justo las cosas que uno hace por la Familia. Yo lo haría por ella, de buena gana y hasta con entusiasmo, y por eso sé a ciencia cierta que ella lo hará por mí. Sin el menor asomo de duda, lo sé. Deborah vendrá.

Eventualmente. Más tarde o más temprano. Pero, bueno, ¿y aho-ra dónde está?

Pasan los días, que inevitablemente se tornan semanas —dos de ellas ya—, y todavía no ha venido. No ha llamado; no ha escrito. Ninguna nota secreta escrita con mantequilla y metida en mi empa-redado. Nada en absoluto, y aún estoy aquí, en mi celda ultrasegura, mi pequeño reino de la soledad. Leo, reflexiono, hago ejercicio. Y lo que más ejercito es mi saludable sensación de muy justificada amar-gura. ¿Dónde está Deborah? ¿Dónde está la Justicia? Ambas están resultando ser tan elusivas como el Hombre Honrado de Diógenes. Doy vueltas a la idea de que yo, de entre todas las personas, ahora me veo reducido a albergar la esperanza de que se haga justicia de verdad… Una justicia que, si me excarcela como tendría que hacer, cometerá una clara, escandalosa Injusticia al dejarme en libertad de volver a dedicarme a mi tan querido pasatiempo. Es irónico, como tantas otras cosas en mi presente situación.

Pero de entre todas las muchas ironías asociadas a mi actual, infeliz contratiempo, quizá la peor de todas sea que Yo, Dexter el Monstruo, Dexter el Definitivo Misántropo, Dexter el Inhumano, yo mismo me veo reducido al extremo de proferir esa tan definitiva lamentación humana:

¿Por qué Yo?

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Los días se suceden de manera indistinguible. A la rutina tediosa le sigue más rutina tediosa e interminable. Nada, en pocas palabras, Sucede que no haya sucedido ayer y anteayer y que casi con toda se-guridad volverá a suceder mañana y pasado, y así ad infinitum. No me llegan visitas, cartas o llamadas; no hay el menor indicio de que Dex-ter siga teniendo alguna forma de existencia ajena a este arrastrarse inmutable, inacabable, desagradable.

Y, sin embargo, tengo esperanza. Esto no puede continuar eter-namente, ¿verdad? Algo tiene que pasar algún día. No es posible que vaya a convertirme en un elemento fijo de este lugar, la novena galería del TGK, repitiendo a perpetuidad y de modo mecánico los mismos pequeños rituales carentes de sentido. Alguien se dará cuen-ta de que conmigo se ha cometido una injusticia monstruosa, y la máquina terminará por escupirme al exterior. O quizá el propio An-derson, abrumado por la vergüenza, entonará un público mea culpa y en persona me pondrá en libertad. Por supuesto, es más probable que me las arregle para horadar los bloques de hormigón de las pa-redes con la ayuda de mi cepillo de dientes…, pero sin duda tiene que haber algo. Y si no, más pronto o más tarde, un día para el re-cuerdo, Deborah vendrá.

Pues claro que vendrá. Me aferro a dicha certeza, que en mi men-te ha llegado a adquirir consideración de Inmutable Verdad Eterna, de algo tan incuestionable como la ley de la gravedad. Deborah ven-drá. Entre tanto tengo claro que, como mínimo, el TGK no es una prisión de verdad. Es un simple centro de reclusión, establecido para albergar de modo temporal a los provisionalmente aviesos, a la espera de que su ascenso a Enemigos de la Sociedad sea certificado de forma permanente. No pueden mantenerme en este lugar para siempre.

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Se lo menciono de pasada a mi pastor, Lazlo, mientras se dirige conmigo al patio para que me siente y disfrute de la lluvia como todos los días. No pueden, le digo, mantenerme encerrado en este lugar para siempre.

Lazlo se ríe, no de forma cruel, hay que reconocérselo, pero sí con cierta sardónica diversión propia de quien tiene mucha mundo-logía carcelaria a sus espaldas.

—El fulano que está en la celda contigua a la tuya… —dice— ¿sa-bes quién es?

—No tengo el gusto —admito. El hecho es que no he visto a ninguno de los ocupantes de las demás celdas.

—¿Te acuerdas de lo que pasó, creo que fue en 1983? —pregun-ta Lazlo.

—No muy bien —respondo.—¿Te acuerdas del fulano aquel que fue en coche al centro co-

mercial y se puso a disparar con un fusil automático? ¿El que se cargó a catorce personas? —precisa.

Sí que me acuerdo. Todos en Miami se acuerdan, tengan la edad que tengan.

—Me acuerdo.Lazlo señala con la cabeza la celda adyacente a la mía.—Es él —revela—. Sigue a la espera de juicio.Parpadeo un segundo.—Ah —exclamo—. ¿Y a mí me pueden hacer algo parecido?Se encoge de hombros.—A mí me parece que está claro.Pero ¿cómo?—Todo es cuestión de política —contesta—. Los que tienen

amigos hablan con otros que también tienen amigos y… —Hace un gesto con las manos que viene a decir: ¿y qué le vamos a hacer? Es-toy seguro de haberlo visto en Los Soprano.

—Creo que voy a tener que hablar con un abogado —comento.Menea la cabeza con tristeza.—A mí me jubilan dentro de un año y medio —indica. Y con este

aparente sinsentido lógico, nuestra conversación llega a su fin, y vuel-ven a meterme en mi tan segura celda.

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Vuelvo a resituar el cepillo de dientes y lo pienso todo mejor: quizá sí que pueden mantenerme encerrado en este lugar para siempre. Lo que les evitaría el engorro, trajín y gasto de un juicio, con el riesgo inherente de la Libertad para Dexter. Es evidente que esa sería la solución más práctica para Anderson y el cuerpo de policía. Y después, cuando vuelvo a estar sentado bajo la lluvia de la tarde, reflexiono al respecto. Para siempre parece ser muchísimo tiempo.

Pero todo tiene su final, incluso la Eternidad. Y un bonito, grisá-ceo día carcelario, indistinguible de todos los demás, mi rutina inter-minable asimismo se acaba.

Estoy sentado en la celda, disponiendo mi pastilla de jabón en estricto orden alfabético, y oigo los ruidos metálicos de la puerta que se abre. Levanto la mirada; son las once y treinta y cuatro de la maña-na, demasiado temprano para mi ducha al aire libre en el Patio. Lo que hace que esto sea un acontecimiento extraordinario, y mi ansioso corazoncito empieza a palpitar con expectación. ¿Qué puede ser? Sin duda se trata de un indulto, pues el gobernador en el último minuto ha decidido suspender mi condena al tedio… O quizá finalmente es Deborah, quien va a aparecer con expresión triunfal y los papeles de la puesta en libertad en la mano.

El tiempo se ralentiza; la puerta se abre hacia dentro a un ritmo imposiblemente perezoso, hasta que finalmente termina de abrirse por completo, se inmoviliza y me permite ver a Lazlo.

—Tu abogado está aquí —me informa.No sé bien qué decir. No sabía que tuviera un abogado… Y me-

jor para él, pues de lo contrario le hubiera denunciado por negligen-cia profesional. Y está claro que tampoco he tenido ocasión de con-seguirme uno. ¿Es posible que el pequeño comentario hecho a Lazlo le haya provocado tanta angustia sobre la enorme injusticia de la Jus-ticia como para que él haya arreglado todo esto?

Lazlo no me comenta nada al respecto ni tampoco me da la opor-tunidad de preguntarle.

—Vamos —dice.No es preciso que me lo repita. Me pongo en pie de un salto

y dejo que me conduzca por un largo y maravilloso recorrido de

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tres metros enteros de extensión. Me parece una expedición casi interminable después de la celda minúscula, y también porque me he convencido de que la Libertad Ha Llegado. De forma que avanzo sin descanso y finalmente llego ante el gran, grueso cristal blindado antibalas que es mi ventana al mundo. Al otro lado está sentado un hombre vestido con un traje gris oscuro de aspecto muy barato. Tiene unos treinta años, está medio calvo, lleva gafas y tiene pinta de sentirse exhausto, agobiado y confundido a más no poder. Su mirada está puesta en un montoncito de papeles de aspecto oficial, que hojea con rapidez, siempre con el ceño frun-cido, como si los estuviera viendo por primera vez y no le gustara lo que ve. En pocas palabras, es el vivo retrato de un abogado de oficio sobrecargado de trabajo, un hombre comprometido con unos principios pero que tiene problemas para seguir interesán-dose por los detalles específicos. Y dado que yo soy el principal detalle específico en este caso, su expresión no me inspira con-fianza.

—Siéntate —me ordena Lazlo, con cierta amabilidad.Me siento en la silla disponible y me apresuro a coger el auri-

cular telefónico de modelo antiguo que cuelga a un lado de la ven-tana.

Mi abogado no levanta la vista. Sigue hojeando los papeles hasta que, finalmente, se tropieza con una hoja que parece sorprenderle. Frunce todavía más el ceño, levanta la vista y habla. Como es natural, no oigo lo que dice, pues no ha cogido el teléfono, pero por lo menos veo que mueve los labios.

Levanto mi propio teléfono y enarco las cejas cortésmente. ¿Lo ve? Es un aparato de comunicación por señales eléctricas. ¡Una mara­villa! Le aconsejo que pruebe a usarlo un día de estos… ¿Quizá ahora mismo?

Mi abogado me mira con cierta alarma. Suelta el fajo de papeles y coge el teléfono. Casi al momento oigo su voz.

—Eh, Dieter… —dice.—Dexter —corrijo—. Con una equis.—Me llamo Bernie Feldman. Soy su abogado de oficio.—Encantado de conocerle —respondo.

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—Muy bien, escuche —me indica (de forma innecesaria, pues no estoy haciendo otra cosa)—. Voy a explicarle lo que pasará du-rante su comparecencia preliminar ante el juez.

—¿Y eso cuándo va a ser? —pregunto con profundo interés. Me doy cuenta de que repentinamente me muero de ganas de compare-cer ante el juez. Por lo menos me servirá para estar unas horas fuera de la celda.

—La ley establece que dentro de las cuarenta y ocho horas poste-riores a su detención —responde él con impaciencia.

—Llevo dos semanas y media en este lugar —le informo.Frunce el ceño otra vez, se encaja el auricular entre la oreja y el

hombro y revisa sus papeles. Hace un gesto de negación con la ca-beza.

—Eso no es posible —replica, rebuscando entre los documentos. O supongo por los movimientos de su boca que es lo que acaba de decir. No he oído que lo dijera, pues al hacer el gesto de negación con la cabeza, el auricular se ha deslizado hombro abajo y ahora oscila de su cable y se estrella contra la pared de hormigón de forma estruen-dosa, dejándome medio sordo de un oído.

Llevo el auricular a mi otra oreja. Mi abogado coge el teléfono.—Según pone aquí —observa Bernie—, a usted le detuvieron la

noche pasada.—Bernie —digo. El uso de su nombre parece ofenderle, y vuelve

a fruncir el ceño, pero pasa una hoja y sigue mirando los papeles—. Bernie, míreme —insisto, y reconozco que me siento complacido por el sonido vagamente siniestro de mis palabras. El abogado finalmente levanta la mirada—. ¿Usted me ha visto la cara antes? —pregunto—. ¿En los periódicos, en la tele?

Me contempla con atención.—Sí, claro. Pero… eso fue hace un par de semanas, ¿no?—Dos semanas y media. Y no me he movido de aquí desde en-

tonces.—Pero eso es… no entiendo cómo…Revisa de nuevo el montón de papeles, y el teléfono vuelve a

escurrírsele del hombro y a estrellarse contra la pared. Ahora estoy medio sordo de los dos oídos. Cuando Bernie termina de encajarse

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el teléfono entre la oreja y el hombro otra vez, el zumbido en mis oídos se ha reducido a niveles algo menos que sinfónicos, lo sufi-ciente para poder oírle otra vez.

—Lo siento —dice—. El expediente está incompleto. Es… ¿Lo sometieron a una evaluación psiquiátrica?

—No —admito.—Ah —replica. Parece sentirse algo aliviado—. Muy bien,

verá… creo que tendríamos que hacer mención a dicha circunstan-cia, ¿le parece? Porque después de haber matado a todas esas perso-nas así por las buenas…

—Yo no las maté, Bernie —le interrumpo—. Soy inocente.Descarta mi afirmación con un gesto de la mano.—Y luego está la cuestión de la pedofilia, ojo. Parece que tienen

pensado clasificarla como una enfermedad mental, cosa con la que siempre podemos jugar.

Me dispongo a protestar que también soy inocente de pedofilia, pero a Bernie se le cae el auricular otra vez, por lo que opto por sal-var mi sentido del oído, apartando el teléfono de mi oreja. Espero pacientemente, y el abogado lo recoge de nuevo.

—Y bien, la comparecencia preliminar ha de tener lugar en cues-tión de cuarenta y ocho horas. Es lo que marca la ley. De modo que tendrían que haber… —Vuelve a fruncir el ceño y echa mano a varios papeles sujetos con una grapa—. Claro que… mierda, esto no lo ha-bía visto antes. —Mueve los labios al leer, revisa las tres hojas una tras otra y llega al final con rapidez. Frunce el ceño con gran intensidad—. Esto no lo había visto —repite—. Mierda.

—¿De qué se trata? —pregunto.Niega con la cabeza pero, milagrosamente, sigue manteniendo el

teléfono en su lugar.—No entiendo nada —murmura—. Esto no tiene el menor…

—Bernie hojea todos los papelotes una vez más, sin que al parecer encuentre nada que le guste—. Y bien, pues vaya una mierda, esto lo cambia todo —dice casi atropellándose.

—¿De forma positiva? —pregunto esperanzado.—Todo esto… Todo este papelamen es… —Vuelve a mover la

cabeza en señal de negación.

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Esta vez estoy preparado, y con los velocísimos reflejos por los que soy justamente famoso aparto el auricular de mi oreja cuando, una vez más, a Bernie se le cae el teléfono. Incluso a tan segura distan-cia, oigo el topetazo.

Me llevo el auricular a la oreja y miro a Bernie hacer juegos mala-bares con el montón de papeles, esforzándose vanamente en ponerlos en algo parecido al orden.

—Muy bien —dice—. Voy a ver qué es lo que pasa con esto. Volveré —promete, sin que su promesa suene ni remotamente ame-nazadora.

—Gracias —respondo yo, y es que los buenos modales tienen que prevalecer incluso en las peores circunstancias. Pero Bernie ya se ha ido.

Cuelgo el teléfono y me giro. Mi fiel compañero, Lazlo, está ahí mismo y con un gesto de la cabeza indica que me levante.

—Vámonos, Dex —me ordena.Me levanto, todavía un tanto aturdido, y Lazlo me conduce de

vuelta a mi acogedor cuchitril en miniatura. Me siento en el camas-tro y, sin que sirva de precedente, no me molesta la dureza existente bajo el «colchón» grotescamente delgado. Tengo mucho que consi-derar: la comparecencia preliminar en las cuarenta y ocho horas pos-teriores a la detención, para empezar. Me suena de algo, muy vaga-mente, de algo oído largo tiempo atrás en clase de derecho penal en la Universidad de Miami. Creo recordar que se trata de uno de mis derechos más fundamentales, junto con la Presunción de Inocencia, y el hecho de que Anderson haya logrado eludir ambos resulta muy preocupante. Es evidente que las cosas están mucho peor de lo que incluso yo mismo podía imaginar.

Pienso en mi vecino de la puerta de al lado, quien está aquí desde 1983. Me pregunto si quien lo detuvo fue el padre del inspector An-derson. Me pregunto si una versión de Dexter con barba entrecana estará sentada en este camastro dentro de treinta años, escuchando cómo una futura versión de Lazlo, acaso de tipo robótico, explica a algún nuevo pánfilo sin remedio que el pobre merluzo vejestorio de Dexter lleva todo este tiempo aquí, a la espera de la comparecencia preliminar. Me pregunto si por entonces me quedará algún diente. Tampoco van a hacerme falta para comer esos sándwiches de una

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sustancia parecida al queso. Pero el hecho es que nunca está de más tener dientes. Siempre mejoran tu sonrisa, por falsa que sea. Y en ausencia de dientes, me habré pasado años y más años tirando el di-nero en tubos de dentífrico.

Juro conservar mis dientes. En todo caso, a estas alturas me inquie-ta más la posibilidad de perder la cabeza. La realidad de mi situación no es alentadora en absoluto. Estoy atrapado en una verdadera pesadi-lla, confinado en un espacio pequeño e inescapable, sin el menor con-trol sobre cosa alguna, como no sea —posiblemente— mi respiración. Incluso el respirar, y estoy bastante seguro de lo que digo, dejaría de estar bajo mi control si decidiera dejar de hacerlo. Por alguna razón inexplicable, en este lugar se muestran activos a la hora de reprimir el suicidio, por mucho que este sin duda reduciría el hacinamiento, aho-rraría dinero y facilitaría el trabajo a Lazlo y sus camaradas.

Sin salida, sin poder sobre mi propio destino, sin que se vea un final a todo esto, y ahora, en un surreal detalle de crueldad burocrá-tica, mi abogado de oficio me informa de que mis documentos no están en orden, sin informarme de lo que eso significa. Naturalmen-te doy por sentado que las implicaciones son ominosas. Sé muy bien que las cosas siempre pueden ir a peor —en la cocina pueden que-darse sin esa sustancia parecida al queso—, pero, y bien, ¿es que nunca se llega a un punto suficiente para colmar los caprichos de un Dios incluso hipotético? Por mucha tirria que le tenga a Dexter por haber quebrantado ciertas elementales Normas de Comportamien-to, ¿es que nunca va a cansarse de cubrirme de materia fecal?

No, o eso parece.Tan solo un día después, las Cosas de hecho van a peor.Una vez más, estoy sentado en mi celda, por completo ocupado

en una actividad productiva e industriosa: una siesta, para ser since-ro. He empezado a sentir la necesidad de hacer siestas, y mi almuer-zo me ha animado en ese sentido. Las deliciosas viandas del día in-cluían un sándwich de Probablemente Pollo, jalea tricolor y un líquido rojizo cuyo sabor posiblemente fue diseñado para evocar una asociación de cierto tipo con una fruta no especificada. La ex-periencia fue agotadora, y tuve que tumbarme en el camastro casi de inmediato a fin de recuperarme.

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Al cabo de un tiempo a todas luces insuficiente, vuelvo a oír los pesados ruidos metálicos de mi puerta al abrirse. Me siento en el ca-mastro; Lazlo está en el umbral. Pero esta vez sujeta unas cadenas con las manos.

—Levántate —ordena.—¿Mi comparecencia preliminar? —pregunto esperanzado.Niega con la cabeza.—La policía, que viene a verte —dice—. Date la vuelta.Sigo sus enérgicas instrucciones, y al cabo de un momento estoy

cargado de cadenas. Una vez más, dejo que el pequeño pájaro blanco de la esperanza levante el vuelo desde su percha y comience a aletear entre la negrísima oscuridad del Cielo Interior de Dexter. «La poli-cía» puede significar muchas cosas… pero una de ellas es Deborah, y no puedo dejar de pensar que mi hermana por fin ha venido.

Lazlo me saca de la celda, si bien esta vez no me lleva a la gruesa ventana donde Bernie estuvo machacándome los tímpanos. Dejamos atrás la ventana y vamos hacia la puerta de salida de la galería carce-laria. Lazlo tiene que hacer una llamada con su radiotransmisor y utilizar su tarjeta de identificación, tras lo cual hace una seña con la mano a la guardia asignada al control de las puertas. La mujer está en una cabina de paredes acristaladas emplazada en el centro de la ga-lería. En torno a las celdas hay una hilera de gruesas ventanas, a la que sigue un gran espacio de dos pisos de altura hasta llegar a la se-gunda hilera de ventanas que rodean su propia cabina. La cabina es como la torre de control de un aeropuerto, pero situada bajo techo, erguida en el centro de forma aislada, por completo inaccesible des-de aquí, a no ser que uno disponga de un bazuca y una buena esca-lera, y la posesión del uno y la otra acostumbra a estar desaconsejada en este lugar.

La mujer sentada en la cabina levanta la vista hacia Lazlo, mira la pantalla del ordenador y los monitores y, al cabo de un momento, la puerta se abre con un clic metálico. Entramos en una habitación del tamaño de un gran armario ropero, y la puerta se cierra a nuestras espaldas. Damos dos pasos y nos encontramos ante otra puerta. Laz-lo hace un gesto de asentimiento en dirección a la cámara enclavada sobre la puerta y, en un instante, esta se abre y nos encontramos en

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el pasillo. Damos cinco pasos más y llegamos al ascensor, y tan pro-longada caminata resulta mareante después del estrecho confina-miento en mi celda. Pero de un modo u otro me las arreglo para se-guir adelante, y en un par de segundos estamos en el ascensor. La puerta se cierra, y vuelvo a encontrarme encerrado entre cuatro pe-queñas paredes, relajado y aliviado al estar en un espacio más pare-cido al que ahora estoy acostumbrado, de dimensiones similares a las de mi celda. Respiro hondo, disfrutando de tanto confort.

La puerta se desliza y se abre. Lazlo me conduce al exterior, y me sorprende ver que estamos en la planta baja. Ante mis ojos se extien-de lo que parece ser el vestíbulo. Tras un cordón de guardias armados hay una pequeña multitud. No están encadenados y visten ropas nor-males, y se nota que están a la espera, ¿de entrar? Me siento como un privilegiado. No sabía que vivía en unas dependencias tan envidiadas. Incluso tenemos lista de espera.

Pero no tengo ocasión de hablarles sobre las magníficas instala-ciones y las comidas de ensueño gastronómico. Lazlo me hace salir del vestíbulo y me lleva por un corredor, dejando atrás a varios guar-dias y a unos cuantos reclusos envueltos en monos anaranjados y muy ocupados en barrer y en fregar. Estos se apresuran a apartarse de nuestro camino, como si tuvieran miedo de que les contagiara la Fie-bre del Facineroso.

Estamos hablando de un imponente periplo para el Dexter Ho-gareño por Definición. Tan largo viaje que realizar, y todo para ver a un integrante del cuerpo de policía, quien —no tengo dudas al res-pecto— tiene que ser mi hermana. Mi corazón palpita de esperanza; no puedo evitarlo. He estado esperando en exceso a que Deborah llegara para cortar las odiosas cadenas que apresan mis pálidas extre-midades. Y aquí está por fin; tan solo puede haber tardado porque ha estado encargándose de desmentir de forma irrefutable los cargos de los que se me acusa y de arreglarlo todo. No van a limitarse a conce-derme la condicional, sino que van a dejarme en libertad de una vez para siempre.

Esa es la razón por la que lucho para que mis esperanzas no se desboquen y terminen por descontrolarse, pero no tengo demasiado éxito. Casi estoy cantando cuando finalmente llegamos a nuestro des-

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tino, y este resulta ser un lugar que en absoluto me habla de la liber-tad. Se trata de una pequeña habitación encajada en lo más profundo de las tripas del edificio, con ventanas en tres de sus paredes. Veo que en el interior hay una mesa y unas sillas; está claro que se trata de una sala para interrogatorios, el lugar indicado para que un policía se re-úna con un sospechoso, y en absoluto el lugar donde una Furia Ven-gadora pudiera liberarme de mis cadenas de una vez por todas.

A través de las ventanas veo una forma más o menos humana que en nada recuerda a una Furia, aunque sí que parece tener cierto aire de cabreo permanente. Menos aún recuerda a Deborah, a la Libertad y, especialmente, a la Esperanza. De hecho, se trata de la misma en-carnación de todo lo contrario a las tres.

En pocas palabras, es el inspector Anderson. Levanta la mirada, me ve por el cristal y sonríe. La suya no es una sonrisa que despierte en mí los sentimientos más hermosos. Más bien es una sonrisa que me está diciendo, con bastante claridad, que ha llegado el momento de que muera toda Esperanza.

Muere toda Esperanza.

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