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La tumba de sus antepasados y otros relatos Rudyard Kipling Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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La tumba de susantepasados y otros

relatos

Rudyard Kipling

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Advertencia de Luarna Ediciones

Este es un libro de dominio público en tantoque los derechos de autor, según la legislaciónespañola han caducado.

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1) La edición no está supervisada pornuestro departamento editorial, de for-ma que no nos responsabilizamos de lafidelidad del contenido del mismo.

2) Luarna sólo ha adaptado la obra paraque pueda ser fácilmente visible en loshabituales readers de seis pulgadas.

3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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LA TUMBA DE SUS ANTEPASADOS

Algunas personas le dirán que si sóloquedara una hogaza de pan en toda India éstase dividiría a partes iguales entre los Plowden,los Trevor, los Beadon y los Rivett-Carnac. Esoes sólo una manera de decir que algunas fami-lias han servido en India generación tras gene-ración de la misma manera que los delfinesvan en fila uno tras otro a través del marabierto.

Veamos un caso pequeño y oscuro. Hahabido por lo menos un representante de losChinn de Devonshire en Central India1 o cercade ella desde los tiempos del teniente artificie-ro Humphrey Chinn, del Regimiento Europeode Bombay, que ayudó a la toma de Seringa-patam en 1799. Alfred Ellis Chinn, el hermano

1 Central India. Grupo de ochenta y nueveestados de India bajo la supervisión de un polí-tico británico.

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menor de Humphrey, mandó un regimientode granaderos de Bombay entre 1804 y 1813,lo que le permitió contemplar algunos buenoscombates; y en 1834 aparece John Chinn, de lamisma familia, al que llamaremos John Chinnel Primero, como sagaz administrador de unlugar llamado Mundesur durante una épocaturbulenta. Murió joven, pero dejó su impron-ta en el nuevo país, y la Honorable Junta deDirectores de la Honorable East India Com-pany resumió sus virtudes en una majestuosaresolución por la que se hacía cargo de losgastos de su tumba en las colinas de Satpura.

Fue sucedido por su hijo, Lionel Chinn,que abandonó el pequeño y viejo hogar deDevonshire a tiempo para ser gravementeherido en el Motín. Trabajó toda su vida amenos de ciento cincuenta millas de la tumbade John Chinn, y llegó a ocupar el mando deun regimiento de salvajes y pequeños hom-bres de las colinas que en su mayor partehabían conocido a su padre. Su hijo John nació

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en el pequeño acantonamiento de casas detecho de albarda y paredes de barro que sigueexistiendo a ochenta millas del ferrocarril máscercano en el corazón de una zona olvidada yferoz. El coronel Lionel Chinn sirvió treintaaños y se retiró. En el Canal su vapor se cruzócon un barco de transporte de tropas con des-tino a puerto extranjero que llevaba a su hijo aOriente, para cumplir con sus deberes familia-res.

Los Chinn son más afortunados que lamayoría de la gente porque saben con exacti-tud qué es lo que deben hacer. Un Chinn listoaprueba los exámenes del Servicio Civil deBombay y es destinado a Central India, dondetodo el mundo está encantado de verle. UnChinn torpe entra en el Departamento de Poli-cía o en el de Bosques, y antes o después apa-rece también en Central India, y eso es lo queda lugar al refrán: «Central India está habita-

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do por los bhili 2, los mair y los Chinn, todosmuy semejantes». La raza es de huesos pe-queños, oscura y silenciosa, y hasta los mástontos de ellos saben aprovechar las oportu-nidades. John Chinn el Segundo era bastantelisto, pero como primogénito entró en el ejér-cito según la tradición de los Chinn. Su deberle obligaba a entrar en el regimiento de supadre, durante su vida natural, aunque elcuerpo fuera tal que la mayoría de los hom-bres habrían pagado mucho para evitarlo.Eran irregulares, pequeños, oscuros y negruz-cos, vestidos de verde oscuro con guarnicio-nes de cuero negro; los amigos les llaman los«wuddar», por una raza de pueblos de castabaja que caza ratones para comer. Pero a loswuddar eso no les importaba. Eran los únicoswuddar, y su orgullo se basaba en lo siguiente:

2 Bhili. Grupo de tribus y pueblos de Indiaoccidental, que ocupan las tierras altas.

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En primer lugar, tenían menos oficialesingleses que cualquier otro regimiento nativo.En segundo lugar, los oficiales subalternos noiban montados en los desfiles, como es lanorma general, sino que desfilaban a pie a lacabeza de sus hombres. Un hombre que pu-diera mantenerse al paso de los wuddar cuan-do avanzaban con rapidez tenía que estar sa-no de aliento y de miembros. En tercer lugar,eran los más pukka shikarries (los más redoma-dos cazadores) de toda India. En cuarto lugar,eran ciento por ciento wuddar: los reclutasbhili irregulares de Chinn de los viejos tiem-pos, y ahora, desde entonces y para siempre,los wuddar.

Ningún inglés entraba en ese revoltijo sal-vo por amor o costumbre familiar. Los oficia-les les hablaban a los soldados en una lenguaque no entendían ni doscientos hombres blan-cos en toda India; y los hombres eran sushijos, todos reclutados de entre los bhili, po-siblemente la más extraña de las numerosas

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razas extrañas de India. Eran y siguen siendoen su corazón hombres salvajes, furtivos, re-servados y llenos de innumerables supersti-ciones. Las razas a las que consideramos nati-vos del país encontraron a los bhili como due-ños de la tierra cuando hace miles de añosentraron en esa parte del mundo. Los librosdicen que son prearios, aborígenes, dravidia-nos, etcétera 3; y, aunque dicho con otras pala-bras, así es como los bhili se llaman a sí mis-mos. Cuando un jefe rajput 4, cuyos bardospueden cantar su pedigrí hasta mil doscientosaños atrás, asciende al trono, su investidura

3 Es decir, descendían de los pueblos que habitaban In-dia antes de las invasiones arias del segundo milenioantes de Cristo.

4 Los rajput dominaron el norte de la penínsu-la india antes de la invasión musulmana, trasvarias peripecias llegaron a alcanzar cierta au-tonomía y en 1818 aceptaron el protectoradobritánico. Tras la independencia fueron englo-bados en el Rajastán.

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no se considera completa hasta que se le hamarcado la frente con sangre de las venas deun bhili. Los rajput dicen que la ceremonia notiene significado, pero los bhili saben que es laúltima sombra de sus antiguos derechos comolos más antiguos dueños de la tierra.

Siglos de opresión y masacres convirtierona los bhili en ladrones y cuatreros crueles ymedio locos, y cuando llegaron los inglesesparecían tan abiertos a la civilización como lostigres de sus selvas. Pero John Chinn el Prime-ro, padre de Lionel, abuelo de nuestro John,fue a su país, vivió con ellos, aprendió su len-gua, mató al ciervo que se comía sus escasoscultivos y se ganó su confianza, de forma quealgunos bhili aprendieron a arar y sembrar,mientras otros se sintieron tentados a entrar alservicio de la Compañía para vigilar y admi-nistrar a sus amigos.

Cuando entendieron que alinearse no sig-nificaba que fueran a ser ejecutados al instan-te, aceptaron la vida militar como un tipo de

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deporte molesto pero divertido, y se sintieronentusiasmados con la tarea de mantener bajocontrol a los bhili salvajes. Ahí radicaba elpeligro de la situación. John Chinn el Primeroles hizo por escrito la promesa de que si seportaban bien a partir de cierta fecha el Go-bierno perdonaría ofensas previas; y como sedesconocía que John Chinn hubiera roto algu-na vez su palabra -en una ocasión prometióahorcar a un bhili al que se consideraba in-vulnerable, y lo hizo delante de su tribu porsiete asesinatos demostrados-, los bhili seacomodaron lo mejor que pudieron. Fue untrabajo lento e imperceptible, del tipo que seestá haciendo hoy en toda India; y aunque laúnica recompensa de John Chinn se produjo,tal como ya he dicho, en la forma de una tum-ba a expensas del Gobierno, el pequeño pue-blo de las colinas no se olvidó jamás de él.

El coronel Lionel Chinn también les cono-cía y amaba, y estaban bastante civilizados,para ser bhili, antes de que terminara su servi-

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cio. Muchos de ellos apenas podían distin-guirse de los campesinos hindúes de castabaja; pero en el sur, donde fue enterrado JohnChinn el Primero, los más salvajes seguíanaferrados a las cordilleras de Satpura soste-niendo la leyenda de que algún día regresaríaJan Chinn, tal como ellos le llamaban. Entre-tanto, desconfiaban del hombre blanco y suscostumbres. La menor conmoción les hacíahuir para dedicarse al saqueo, y de vez encuando a la matanza; pero si se les trataba condiscreción, se arrepentían como niños y pro-metían no volver a hacerlo.

Los bhili del regimiento, los hombres uni-formados, eran virtuosos en muchos aspectos,pero necesitaban que se les complaciera. Sesentían nostálgicos y aburridos a menos quepersiguieran tigres como batidores; y su osa-día y sangre fría -los wuddar siempre matabanlos tigres a pie, era su señal de casta- maravi-llaba incluso a los oficiales. Perseguían a untigre herido con la misma despreocupación

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que si se tratara de un gorrión con un ala rota;y lo hacían en un país lleno de cuevas, grietasy fosos, donde un animal salvaje podía tener asu merced a una docena de hombres. De vezen cuando, algún hombrecillo era conducidode regreso al cuartel con la cabeza aplastada olas costillas desgarradas; pero sus compañerosno aprendían nunca a ser cautelosos: se con-tentaban con liquidar al tigre.

El joven John Chinn fue traspasado a la te-rraza del solitario comedor del rancho de loswuddar desde el asiento trasero de un carrode dos ruedas, con las cartucheras cayéndoleen cascada a su alrededor. El delgado y pe-queño muchacho, de nariz ganchuda, parecíatan desamparado como una cabra extraviadacuando se quitó el polvo blanco de las rodillasy el carro traqueteó por el brillante camino.Pero en su corazón se sentía contento. Al fin yal cabo, aquél era el lugar en donde había na-cido, y las cosas no habían cambiado mucho

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desde que fue enviado a Inglaterra, de niño,de eso hacía ya quince años.

Había algunos edificios nuevos, pero el ai-re, el olor y el brillo del sol seguían siendo losmismos; y los pequeños hombres vestidos deverde que cruzaban la plaza de armas le pare-cían muy familiares. Tres semanas antes, JohnChinn habría dicho que no recordaba una solapalabra de la lengua bhili, pero en la puertadel comedor se dio cuenta de que sus labios semovían formando frases que no entendía: tro-zos de antiguas canciones infantiles, y finalesde órdenes como las que su padre solía dar alos hombres.

El coronel le vio subir los escalones y seechó a reír.

-¡Fíjate! -le dijo el comandante-. No es ne-cesario preguntar cuál es la familia del joven.Es un pukka Chinn. Podría ser otra vez su pa-dre en los cincuenta.

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-Esperemos que sepa disparar, con toda laquincalla que trae encima -contestó el coman-dante.

-No sería un Chinn si no supiera. Miracómo se suena la nariz. Un pico Chinn de re-glamento. Sacude el pañuelo como su padre.Es la segunda edición: línea por línea.

-¡Como en un cuento de hadas, por Júpi-ter! -exclamó el comandante mirando por en-tre las tablillas de la persiana-. Si es el herede-ro legal, él... pero el viejo Chinn no podríapasar junto a ese pollo sin juguetear con él ...

-¡Su hijo! -dijo el Coronel poniéndose enpie de un salto.

-¡Bueno, que me aspen! -exclamó el co-mandante.

La mirada del muchacho se fijó en unacortina de juncos partidos que colgaba sobreun lodazal entre las columnas de la galería ymecánicamente tiró del borde para ponerlo anivel. El viejo Chinn había jurado tres veces aldía ante esa pantalla durante muchos años;

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nunca podía enderezarla a su entera satis-facción.

Su hijo entró en la antesala en medio de unsilencio quíntuple. Le dieron la bienvenida enel nombre de su padre, y después en su pro-pio nombre tras haber hecho inventario de él.Se parecía ridículamente al retrato del coronelque colgaba de la pared, y tras quitarse unpoco el polvo de la garganta, con una copa, sedirigió a su alojamiento con el típico paso cor-to y silencioso de la selva que utilizaba su pa-dre.

-Una herencia excesiva-dijo el comandan-te-. Eso viene de tres generaciones entre losbhili.

-Y los hombres lo saben -añadió un oficial-. Han estado esperando a este joven con laslenguas fuera. Estoy convencido de que a me-nos que les golpee en la cabeza se le entrega-rán compañías enteras y le venerarán.

-No hay nada como tener un padre quehaya ido por delante -añadió el comandante-.

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Entre los míos soy un recién llegado: sólo lle-vo veinte años en el regimiento y mi reveren-ciado padre era un simple hacendado. Ésa noes manera de llegar al fondo de la mente deun bhili. Pero ¿por qué el porteador que se tra-jo con él el joven Chinn huye por el campocon su hatillo?

Se asomó a la galería y lanzó un grito aaquel hombre, un típico criado de un mandosubalterno recién alistado que habla inglés yengaña a su amo.

-¿Qué sucede? -le preguntó.-Muchos malos hombres aquí. Me voy, se-

ñor-fue la respuesta-. Me han quitado las lla-ves del Sahib, y dicho que dispararán.

-Poco claro, pero convincente. ¡Cómo sevan estos ladrones del norte! Alguien le hadado un susto mortal -añadió el comandantedirigiéndose presurosamente a sus habitacio-nes para vestirse para la cena.

El joven Chinn, caminando como un hom-bre que estuviera dormido, se había dado una

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vuelta completa por todo el acantonamientoantes de dirigirse a su pequeña casa. El aloja-miento del capitán, en donde él había nacido,le retrasó un poco; después contempló el pozodel patio de armas, donde había estado senta-do muchas tardes con su cuidadora, y la igle-sia de tres por cuatro metros y medio, dondelos oficiales acudían al servicio si acertaba apasar por allí un capellán de cualquier credooficial. Le pareció muy pequeño en com-paración con el gigantesco edificio que él solíaquedarse mirando hacia arriba, pero era elmismo lugar.

De vez en cuando pasaba un grupo desoldados silenciosos que le saludaban. Podíanser los mismos hombres que le habían llevadoen su espalda cuando él iba vestido con susprimeros calzones cortos. Una débil luz ilu-minaba su habitación, y al entrar unas manosse agarraron a sus pies y una voz le hablódesde el suelo.

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-¿Quién es? -preguntó el joven Chinn sindarse cuenta de si estaba hablando en la len-gua bhili.

-Sahib, le llevé en mis brazos cuando yoera un hombre fuerte y usted un pequeño quelloraba, lloraba y lloraba. Soy su criado, comolo fui antes de su padre. Todos somos suscriados.

El joven Chinn no se aventuró a respon-der, por lo que la voz siguió hablando:

-Le he quitado las llaves a ese extranjerogordo y le he despedido; y los gemelos estánpuestos en la camisa de la cena. ¿Quién iba asaberlo, de no ser yo? Así que el bebé se haconvertido en un hombre y se ha olvidado desu niñero; pues mi sobrino será un buen cria-do o le azotaré dos veces al día.

Se levantó entonces, rechinando y tan rec-to como una flecha bhili, un hombrecillo si-miesco, reseco y de cabellos blancos, con me-dallas y órdenes en su túnica, tartamudeando,saludando y temblando. Tras él, un bhili joven

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y fuerte, de uniforme, sacaba las hormas delas botas de la cena de Chinn.

Chinn tenía los ojos llenos de lágrimas. Elanciano le entregó las llaves.

-Los extranjeros son mala gente. No regre-sará. Todos somos criados del hijo de su pa-dre. ¿Se ha olvidado el Sahib de quién le llevóa ver el tigre atrapado en la aldea de más alládel río, cuando su madre estaba asustada peroél era tan valiente?

La escena regresó a Chinn como en deste-llos de una enorme linterna mágica:

-¡Bukta! -gritó, e inmediatamente despuésañadió-: Me prometiste que nada me haríadaño. ¿Eres Bukta?

Aquel hombre se encontraba a sus piespor segunda vez:

-Él no ha olvidado. Recuerda a su pueblocomo lo recordaba su padre. Ahora ya puedomorir. Pero antes viviré y le enseñaré al Sahibcómo matar tigres. Ése de ahí es mi sobrino. Sino es un buen criado, azótele y envíemelo,

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que seguramente yo le mataré, pues ahora elSahib está con su propio pueblo. ¡Ay, Jan baba!¡Jan baba! ¡Mi Jan baba! Me quedaré aquí paraver que éste hace bien su trabajo. Quítale lasbotas, estúpido. Siéntese en la cama, Sahib, ydéjeme mirar. ¡Es Jan baba!

Adelantó la empuñadura de su espadacomo signo de servicio, honor que se prestasólo a virreyes, gobernadores, generales o alos niños pequeños a los que uno ama tierna-mente. Mecánicamente, Chinn tocó la empu-ñadura con tres dedos, murmurando ni élsabía qué. Resultó ser la antigua respuesta desu niñez, cuando Bukta, en broma, le llamabapequeño general Sahib.

El alojamiento del comandante estaba en-frente del de Chinn, y cuando oyó a su criadohablar entrecortadamente por la sorpresa,miró al otro lado de la habitación. Entonces elcomandante se sentó en la cama y silbó; puesresultaba excesivo para sus nervios el espec-táculo del más alto oficial nativo comisionado

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del regimiento, un bhili «puro», un Compañe-ro de la Orden de la India Británica, con trein-ta y cinco años de servicio inmaculado en elejército, y una graduación entre su propiopueblo superior a la de muchos nobles benga-líes, haciendo de criado para el oficial subal-terno que acababa de incorporarse en últimolugar.

Las cornetas guturales tocaron llamando ala cena unas notas que tienen detrás una largaleyenda. Primero unas cuantas notas pene-trantes, semejantes a los gritos de los batidoresdesde un refugio lejano, y luego, amplio, llenoy suave, el refrán de la canción salvaje: «¡Y oh,y oh, la legumbre verde de Mundore... Mun-dore!»

-Todos los niños pequeños estaban en lacama cuando el Sahib escuchaba ese últimotoque -dijo Bukta dándole a Chinn un pañuelolimpio. La llamada le traía recuerdos de supequeña cama bajo la red contra los mosqui-tos, el beso de su madre y el sonido de los

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pasos que se iba haciendo más débil mientrasél se quedaba dormido entre sus hombres. Seprendió el cuello de color oscuro de su nuevotraje para la cena y acudió a cenar como unpríncipe que acabara de heredar la corona desu padre.

El viejo Bukta se quedó contoneándose yretorciéndose los bigotes. Conocía su propiovalor y ningún dinero ni grado que pudieraconcederle el Gobierno le habría inducido aponer los gemelos en las camisas del jovenoficial, o a entregarle corbatas limpias. Sinembargo, cuando aquella noche se quitó eluniforme y se acuclilló entre sus compañerospara fumar tranquilamente, les contó lo quehabía hecho y ellos le dijeron que estaba muybien. Después Bukta propuso una teoría que aun hombre blanco le habría parecido locuraabsoluta; pero los susurrantes hombrecillos dela guerra, de cabeza plana, la considerarondesde todos los puntos de vista y pensaronque podía haber mucha razón en ella.

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En la cena, bajo las lámparas de aceite, laconversación recayó como de costumbre en eltema infalible del shikar; la caza mayor de todotipo y bajo toda suerte de condiciones. El jo-ven Chinn se quedó con los ojos bien abiertoscuando comprendió que todos sus compañe-ros habían matado varios tigres al estilo wud-dar, es decir, a pie, alardeando de aquello co-mo si se hubiera tratado de un perro.

-En nueve casos de cada diez un tigre escasi tan peligroso como un puercoespín -comentó el comandante-. Pero con el décimoes mejor volverse a casa enseguida.

Con eso se puso fin a la conversación ymucho antes de la medianoche el cerebro deChinn era un torbellino de historias de tigres:devoradores de hombres y de ganado dedica-dos cada uno a sus propios asuntos tan metó-dicamente como los funcionarios de una ofi-cina; tigres nuevos que acababan de llegar atal o cual distrito; animales antiguos y amiga-bles de gran astucia, conocidos en la mesa por

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apodos, como «Puggy», que era perezoso, deenormes garras, y «la señorita Malaprop», queaparecía cuando no la esperabas y emitía rui-dos femeninos. Después hablaron de las su-persticiones de los bhili, un campo amplio ypintoresco, hasta que el joven Chinn empezó asospechar que debían de estar tomándole elpelo.

-Quizás no seamos muy fieles a los hechos-dijo un oficial sentado a su izquierda-. Losabemos todo sobre ti. Eres un Chinn y todoeso, y tienes tus derechos aquí; pero si nocrees lo que te estamos diciendo, ¿qué haráscuando el viejo Bukta empiece con sus his-torias? Conoce relatos sobre tigres fantasmas,y tigres que se han ido al infierno porque hanquerido; tigres que caminan sobre las patastraseras y también el tigre de montar de tuabuelo. Es extraño que todavía no te hayahablado de eso.

-Sabes que tienes un antepasado enterradoen el camino de Satpura, ¿no? -preguntó el

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comandante, ante lo que Chinn sonrió convacilación.

-Claro que sí -contestó Chinn, que se sabíade memoria la crónica del libro de los Chinn.Era un libro antiguo y desgastado que se con-servaba en la mesa china lacada de detrás delpiano en la casa de Devonshire, y a los niñosse les permitía verlo los domingos.

-Bueno, no estoy muy seguro. Tu reveren-ciado antepasado, según los bhili, tenía untigre de su propiedad: un tigre con silla demontar sobre el que cabalgaba por el paíssiempre que le apetecía. No diría que eso seamuy apropiado para el fantasma de un exrecaudador; pero eso es lo que creen los bhilidel sur. Incluso a nuestros hombres, de losque podríamos decir que son moderadamentefríos, no les gusta batir esa zona del país sihan oído que Jan Chinn corre por ahí sobre sutigre. Se supone que es un animal manchado:no a rayas, sino emborronado, como un gatode concha de tortuga. Es muy salvaje, y signo

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seguro de guerra, peste o... o algo. Es unaagradable leyenda familiar para ti.

-¿Y cuál supone que es su origen? -preguntó Chinn.

-Pregunta a los bhili de Satpura. El viejoJan Chinn era un poderoso cazador antes delSeñor. Quizá fuera la venganza del tigre, oquizá los siga cazando todavía. Uno de estosdías puedes ir a su tumba y preguntar. Proba-blemente Bukta te ayudará en eso. Antes deque tú vinieras tenía miedo de que se diera lamala suerte de que hubieras capturado ya tutigre. Si no es así, te tomará bajo su protección.Evidentemente, de entre todos los hombrespara ti es algo imperativo. Tendrás unos mo-mentos de primera categoría con Bukta.

El comandante no estaba equivocado.Bukta vigilaba ansiosamente al joven Chinnmientras éste hacía la instrucción, y fue nota-ble que la primera vez que el nuevo oficiallevantó su voz para dar una orden toda la filase estremeció. Incluso el coronel retrocedió

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sorprendido, pues podría haberse tratado deLionel Chinn recién regresado de Devonshirecon una vida nueva. Bukta había seguido des-arrollando su peculiar teoría entre sus amigos,que era aceptada como dogma de fe entre lastropas, pues la confirmaba cada palabra y ca-da gesto del joven Chinn.

Muy pronto el anciano dispuso que supupilo tenía que poner fin al reproche de nohaber matado un tigre; pero no se contentabacon ocuparse del primero que acertara a pa-sar. Era él quien dispensaba la justicia alta,baja y media en las aldeas, y cuando los hom-bres de su pueblo, desnudos y agitados, vení-an a él para hablarle de un animal marcado,les ordenaba enviar espías a los lugares deabrevadero y matanza, para asegurarse de quela presa fuera conveniente para la dignidad deun hombre semejante.

En tres o cuatro ocasiones, los temerariosrastreadores regresaron diciendo que el ani-mal estaba sarnoso, o era de escaso tamaño, o

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era una tigresa fatigada por sus cachorros oun macho viejo de dientes rotos, por lo queBukta tenía que refrenar la impaciencia deljoven Chinn.

Finalmente localizaron un animal noble:un devorador de ganado de diez pies con unaimponente piel suelta a lo largo del estómago,de pellejo brillante y crespo por el cuello,grandes bigotes, alegre y joven. Decían quehabía destrozado a un hombre por pura di-versión.

-Dejadle que se alimente -dijo Bukta, y losaldeanos, obedientemente, le llevaron vacaspara divertirle, y para que pudiera descansaren aquella zona.

Príncipes y potentados habían ido en bar-co a India gastando mucho dinero sólo paraver animales la mitad de hermosos que aquélde Bukta.

-No es bueno -le dijo al coronel al pedirlepermiso para ir de caza-, que el hijo de micoronel, que podría ser... que el hijo de mi

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coronel perdiera su virginidad con un peque-ño animal de la selva. Eso ya podrá hacerlodespués. He esperado mucho para encontrarun tigre así. Viene del país de Mair. Dentro desiete días regresaremos con la piel.

Los que estaban a la mesa rechinaron losdientes por la envidia. Si Bukta hubiera queri-do, les podría haber invitado a todos. Pero sefue a solas con Chinn, a dos días de viaje enun carro de caza y un día a pie, hasta llegar aun valle rocoso y deslumbrante que tenía unalaguna con agua muy buena. Hacía un díaabrasador, y como era natural el muchacho sedesnudó y fue a darse un baño, dejando aBukta con la ropa. Una piel blanca resalta mu-cho sobre el telón de fondo de la selva, y loque Bukta contempló en la espalda y el hom-bro derecho de Chinn le hizo adelantarsehacia él, paso a paso, con la mirada fija.

«Había olvidado que no es decoroso des-nudarse delante de un hombre de su posi-

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ción», pensó Chinn ocultándose en el agua.«¡Cómo mira el pequeño diablo!»

-¿Qué sucede, Bukta?-¡La señal! -respondió el anciano con un

susurro.- No es nada. Ya sabe lo que pasa conmi pueblo.

Chinn se sentía molesto. La marca de na-cimiento de un color rojo apagado, algo pare-cido a una nube de crema tártara convencio-nal, se le había olvidado, pues en otro caso nose habría bañado. En su casa decían que seproducía en generaciones alternas, y que cu-riosamente aparecía ocho o nueve años des-pués del nacimiento, y salvo por el hecho deque formaba parte de la herencia Chinn, no seconsideraba hermosa. Fue corriendo hasta laorilla, se vistió de nuevo y siguieron andandohasta encontrarse con dos o tres bhili que in-mediatamente se arrojaron al suelo hundiendoen él el rostro.

-Mi pueblo -gruñó Bukta sin condescendera fijarse en ellos-. Y por tanto su pueblo,

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Sahib. Cuando yo era joven éramos menos,pero no tan débiles. Ahora somos muchos,pero de peor raza. Por lo que soy capaz derecordar. ¿Cómo lo matará, Sahib? ¿Desde unárbol, desde un abrigo que construya mi pue-blo, de día o de noche?

A pie y de día-contestó el joven Chinn.-He oído que ésa era su costumbre -dijo

Bukta para sí mismo-. Tendré noticias de él. Yentonces Sahib y yo iremos a buscarle. Yo lle-varé una escopeta y Sahib tendrá la suya. Nonecesitamos más. ¿Qué tigre va a resistirseante Sahib?

Había sido localizado junto a una pequeñapoza de agua en la cabecera de un barranco,saciado y medio dormido bajo el sol de mayo.Se acercaron a él como si se tratara de unaperdiz, y se dio la vuelta para luchar por suvida. Bukta no hizo movimiento alguno paralevantar el rifle, y mantuvo la vista fija enChinn, quien se enfrentó al rugido estruendo-so de la carga con un solo disparo -mientras

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contemplaba el ataque le dio la impresión deque habían transcurrido horasque le desgarróla garganta, golpeándole el espinazo por de-bajo del cuello y entre los hombros. El animalse encogió, se ahogó y cayó, y antes de queChinn pudiera darse cuenta plenamente de loque había sucedido, Bukta le ordenó que sequedara quieto todavía, mientras él recorría ladistancia entre sus pies y las mandíbulas re-sonantes.

-Quince pasos, y de los cortos -dijo Bukta-.No es necesario un segundo disparo, Sahib.Sangra limpiamente tal como está y no estro-pearemos la piel. Les había dicho a ésos queno les necesitaríamos, pero vinieron... por siacaso.

De pronto las pendientes del barranco sellenaron de cabezas de hombres del pueblo deBukta: una fuerza que podría haber atacadolos costados del animal si el tiro de Chinnhubiera fallado; pero sus rifles estaban ocul-tos, y aparecieron como batidores interesados,

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unos cinco o seis, aguardando la orden dedespellejarlo. Bukta observó cómo desaparecíala vida de aquellos ojos salvajes, levantó unamano y se dio la vuelta sobre sus talones.

-No es necesario mostrar que nos preocu-pamos -dijo-. Pero después de esto podremosmatar lo que queramos. Extienda la mano,Sahib.

Chinn obedeció. Estaba totalmente estabi-lizada, y Bukta asintió:

-Ésa era también su costumbre. Mis hom-bres lo desollarán rápidamente. Llevarán lapiel al acantonamiento. ¿Querrá el Sahib venira mi pobre aldea para pasar la noche, y olvi-darse quizá de que soy su oficial?

-Pero esos hombres... los batidores. Hantrabajado mucho y quizá...

-Ah, si le quitan la piel con torpeza losdespellejaremos a ellos. Ellos son mi pueblo.En el ejército soy una cosa. Aquí soy otra.

Aquello era muy cierto. Cuando Bukta sequitó el uniforme y volvió a ponerse el vestido

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fragmentario de su pueblo, dejó su civiliza-ción en el otro mundo. Aquella noche, trascharlar un poco de sus temas favoritos, se en-tregó a una orgía; y una orgía bhili no es algode lo que pueda escribirse con seguridad.Chinn, engreído por su triunfo, se metió enella, aunque se le quedó oculto el significadode los misterios. Gentes salvajes venían y lellenaban las rodillas de ofrendas. Pasó su bo-tella a los ancianos de la aldea. Éstos fueronmuy elocuentes y le pusieron guirnaldas deflores. Le dieron regalos y préstamos, no todosdecentes, se escuchaba una música infernal yenloquecedora alrededor de los fuegos, mien-tras los cantantes entonaban canciones detiempos antiguos y bailaban danzas peculia-res. Los licores aborígenes son muy fuertes yChinn fue obligado a probarlos a menudo,pero a menos que estuvieran cargados dedroga, ¿cómo es que se quedó dormido depronto y despertó al siguiente día, a mitad decamino desde la aldea?

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-El Sahib estaba muy cansado. Poco antesde amanecer se durmió -explicó Bukta-. Losmíos le han traído hasta aquí y es la hora deque regresemos al acantonamiento.

La voz suave y deferente, el paso uniformey silencioso, hacían que pareciera difícil creerque sólo unas horas antes Bukta hubiera esta-do gritando y dando cabriolas con los diablosdesnudos de los matorrales.

-Mi pueblo quedó muy complacido de veral Sahib. Nunca le olvidarán. La próxima vezque el Sahib venga a reclutar hombres, le da-rán todos los hombres que necesitemos.

Chinn guardó en secreto todo aquello, sal-vo la cacería del tigre, que Bukta adornó conuna lengua desvergonzada. La piel era cier-tamente una de las más hermosas que habíancolgado nunca en el comedor, y sería la pri-mera de otras muchas. Cuando Bukta no po-día acompañar a su muchacho en las cacerías,procuraba ponerle en buenas manos, y Chinnaprendió más acerca de la mente y los deseos

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de los bhili salvajes en sus marchas y acampa-das, en las conversaciones durante el crepús-culo o en la orilla de las lagunas, de lo quepodría haber aprendido en toda su vida unhombre sin instrucción.

Los hombres del regimiento se fueronatreviendo a hablarle de sus parientes, casitodos ellos en problemas, y a exponerle casosde costumbres tribales. Sentándose en cucli-llas en la galería, al crepúsculo, le decían conel estilo sencillo y confidencial de los wuddarque tal soltero se había escapado con tal espo-sa de una aldea lejana. ¿Cuántas vacas consi-deraría Chinn Sahib que serían una multajusta? O si llegaba una orden escrita del Go-bierno diciendo que un bhili tenía que presen-tarse en una ciudad amurallada de las llanu-ras para prestar testimonio en un tribunal,¿sería prudente no tener en consideración esaorden? Por otra parte, si la obedecía, ¿regresa-ría vivo el temerario viajero?

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-¿Pero qué tengo yo que ver con esas co-sas? -le preguntaba Chinn a Bukta con impa-ciencia-. Soy un soldado, no conozco la ley.

-¡Ja! La ley es para los estúpidos y los blan-cos. Deles una orden grande y fuerte y viviránpor ella. Para ellos, el Sahib es la ley.

-Pero ¿por qué?El semblante de Bukta perdió toda expre-

sión. Posiblemente fue la primera vez que sele ocurrió esa idea:

-¿Cómo puedo saberlo? -contestó-. Quizásea por el nombre. A un bhili no le gustan lascosas desconocidas. Deles órdenes, Sahib, dos,tres o cuatro palabras cada vez, para que pue-dan recordarlas. Con eso bastará.

Y Chinn les dio órdenes, con valentía, sintomar conciencia de que una palabra pronun-ciada con precipitación en la mesa del come-dor se convertía en la ley fija e inapelable delas aldeas que estaban más allá de las monta-ñas humeantes: que en realidad no era menosque la ley de Jan Chinn el Primero, quien se-

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gún la leyenda extendida había regresado a latierra para vigilar a la tercera generación de-ntro del cuerpo y la piel de su nieto.

No podía existir la menor duda a este res-pecto. Todos los bhili sabían que la reencarna-ción de Jan Chinn había honrado el pueblo deBukta con su presencia después de matar suprimer tigre -en esta vida-; que había comidoy bebido con el pueblo, tal como él solía hacer;y Bukta debió poner mucha droga en el licorde Chinn, pues todos los hombres habían vis-to en su espalda y hombro derecho la coléricay rojiza nube volante que los dioses supremoshabían puesto en la carne de Jan Chinn elPrimero cuando llegó junto a los bhili. Por loque respecta al estúpido mundo blanco, quecarece de ojos, era un joven y delgado oficialde los wuddar, pero su pueblo sabía que eraJan Chinn, el que había convertido al bhili enun hombre; y como lo creían, se apresuraban atransmitir sus palabras cuidando de no alte-rarlas en el camino.

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Lo mismo que el salvaje y el niño que jue-ga solitario, a quienes les horroriza que se ríande ellos o los cuestionen, el pueblo pequeñoguardaba para sí sus convicciones; y el coro-nel, que creía conocer a su regimiento, jamássospechó que todos y cada uno de los seiscien-tos hombres de pie rápido y ojos pequeños ybrillantes que estaban en posición de atenciónjunto a su rifle creían serena e inequívocamen-te que el subalterno que estaba al lado iz-quierdo de la fila era un semidiós que habíanacido dos veces: era la deidad tutelar de sutierra y su pueblo. Los propios dioses de latierra habían puesto la marca de la reencarna-ción: ¿y quién se atrevía a dudar de la manio-bra de los dioses de la tierra?

Chinn, que por encima de todo era prácti-co, vio que su apellido le era muy útil en lasfilas y en el campamento. Sus hombres no ledaban ningún problema -nadie comete faltasmilitares cuando es un dios el que se sienta enla silla de justicia-, y estaba seguro de contar

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con los mejores batidores de la región siempreque los necesitaba. Ellos creían estar cubiertospor la protección de Jan Chinn el Primero y enesa creencia eran audaces más allá de los másosados de los bhili.

Su alojamiento empezaba a parecerse a unmuseo de historia natural de un aficionado, apesar de las cabezas, cuernos y cráneos quehabía enviado a su casa de Devonshire. Elpueblo aprendió de manera muy humana cuálera el lado débil de su dios. Era ciertamenteinsobornable, pero le encantaban las pieles depájaros, las mariposas, los escarabajos y, porencima de todo, las noticias de una caza im-portante. En otros aspectos, vivía según latradición Chinn. Jamás tenía malaria. Unanoche entera sentado sobre una cabra enjae-zada en un valle húmedo, que habría produ-cido al comandante un mes entero de malaria,no producía efecto alguno en él. Tal como sedecía, «había sido inmunizado antes de na-cer».

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En el otoño de su segundo año de serviciosurgió un rumor inquieto que se extendió en-tre los bhili. Chinn no supo nada de él hastaque un oficial de su misma graduación se lodijo en la mesa del comedor:

-Tu reverenciado antepasado de la regiónde Satpura está inquieto. Convendría que lovigilaras.

-No quisiera ser irrespetuoso, pero estoyun poco harto de mi reverenciado antepasado.Bukta no habla de otra cosa. ¿Qué es lo queestá haciendo ahora el anciano?

-Recorriendo el país bajo la luz de la luna alomos de su tigre procesional. Eso es lo que sedice. Ya lo han visto unos dos mil bhili, brin-cando por las cumbres del Satpura y asustan-do mortalmente a la gente. Ellos lo creen de-votamente, y todos los tipos de Satpura leveneran en su santuario, quería decir tumba,como buenos fieles. Realmente tendrías que irallí. Debe de resultar extraño ver que tratan atu abuelo como a un dios.

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-¿Qué te hace pensar que hay la menorverdad en esa historia? -preguntó Chinn.

-El hecho de que todos nuestros hombreslo nieguen. Dicen que nunca han oído hablardel tigre de Chinn. Y eso es una mentira mani-fiesta, porque todos los bhili han oído hablar deello.

-Pero hay una cosa que pasa por alto -intervino pensativamente el coronel-. Cuandoun dios local reaparece en la tierra es siempreuna excusa para problemas de uno u otro tipo;y los bhili de Satpura siguen siendo tan salva-jes como los dejó su abuelo, joven. Eso signifi-ca algo.

-¿Que pueden tomar el camino de la gue-rra? -preguntó Chinn.

-No sabría decirlo... todavía. Pero no mesorprendería bastante.

-A mí no me han dicho ni una sílaba.-Eso refuerza las pruebas. Están ocultando

algo.

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-Bukta me lo dice siempre todo, comonorma general. ¿Por qué no me iba a hablar deeso?

Aquella misma noche, Chinn se lo pregun-tó directamente al anciano, y la respuesta lesorprendió.

-¿Por qué iba a hablar de lo que es biensabido? Sí, el tigre nublado está en la regiónde Satpura.

-¿Y qué piensan los bhili salvajes que sig-nifica eso?

-No lo saben. Aguardan. ¿Qué hay quehacer, Sahib? Diga una sola palabra y estare-mos contentos.

-¿Nosotros? ¿Qué tienen que ver las histo-rias del sur, donde viven los bhili de la selva,con los hombres de uniforme?

-Cuando Jan Chinn despierta no es mo-mento para que ningún bhili esté quieto.

-Pero no ha despertado, Bukta.-Sahib -le dijo el anciano con sus ojos lle-

nos de tierno reproche-: si él no desea ser vis-

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to, ¿por qué va a salir bajo la luz de la luna?Sabemos que está despierto, pero no lo que éldesea. ¿Es un signo para todos los bhili o so-lamente interesa a las gentes de Satpura?Sahib, diga una sola palabra que puedatransmitir a los soldados y enviar a nuestrospueblos. ¿Por qué ha salido a cabalgar JanChinn? ¿Quién ha hecho una mala acción? ¿Esla peste? ¿Es la fiebre maligna? ¿Moriránnuestros hijos? ¿Es una espada? Recuerde,Sahib, que somos su pueblo y sus siervos, y enesta vida le he llevado en mis brazos... sin sa-ber.

«Evidentemente Bukta ha bebido esta no-che», pensó Chinn. «Pero si puedo hacer algopara tranquilizar al viejo, debo hacerlo. Escomo los rumores del Motín 5 pero a pequeñaescala.

5 Motín. El motín de 1857. Conocido ahoracomo Levantamiento Nacional.

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Se dejó caer en un sillón de mimbre sobreel que había puesto su primera piel de tigre yreposó el cuerpo sobre el cojín de manera quelas garras le quedaban por encima de loshombros. Mientras hablaba, las cogía mecáni-camente colocándose por encima, a modo demanto, la piel pintada.

-Te voy a decir la verdad, Bukta -dijo in-clinándose hacia el frente, con el hocico resecodel animal sobre su hombro, mientras inven-taba una mentira plausible.

-Ya veo que es la verdad -le respondió elotro con voz trémula.

-¿Dices que Jan Chinn recorre los Satpuraa lomos del tigre nublado? Quizá sea así. Portanto el signo de maravilla es sólo para losbhili de Satpura, y no afecta a los que aran loscampos en el norte y el oriente, los bhili deKhandesh, o cualquier otros, salvo a los deSatpura, quienes por lo que sabemos son sal-vajes estúpidos.

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-Entonces es una señal para ellos. ¿Buenao mala?

-Buena, sin la menor duda. ¿Por qué iba ahacer mal Jan Chinn a aquellos a quienes con-virtió en sus hombres? Allí las noches soncalurosas; es malo quedarse tumbado en lacama mucho tiempo sin darse la vuelta, y JanChinn vigila a su pueblo. Así que se levanta,llama de un silbido a su tigre nublado y sale apasear un poco, para respirar el aire fresco. Silos bhili de Satpura se quedaran en sus aldeasy no deambularan por ahí después de la oscu-ridad, no le verían. Ciertamente, Bukta, setrata sólo de que él desea volver a ver la luzen su propio país. Transmite estas noticias alsur y di que es mi palabra.

Bukta se inclinó hacia el suelo. «¡Dios delos cielos!», pensó Chinn. «¡Y este condenadopagano es un oficial de primera categoría, yrecto hasta la muerte! Sería mejor que acabaracon esto claramente». Pero siguió hablando:

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-Si los bhili de Satpura preguntan por elsignificado de la señal, diles que Jan Chinnquiere ver cómo mantienen sus antiguas pro-mesas de vivir bien. Quizá se han dedicado alsaqueo; quizás tienen la intención de desobe-decer las órdenes del Gobierno; quizá hay uncadáver en la selva; y por eso Jan Chinn haacudido a verlo.

-¿Entonces está enfadado?-¡Bah! ¿Acaso me enfado yo alguna vez

con mis bhili? Puedo pronunciar palabras co-léricas, y proferir muchas amenazas. Tú losabes, Bukta. Te he visto sonreír por detrás.Yo lo sé, y tú lo sabes. Los bhili son mis hijos.Lo he dicho muchas veces.

-¡Ay! Somos tus hijos-dijo Bukta.-Y no otra cosa le pasa a Jan Chinn, el pa-

dre de mi padre. Quería ver de nuevo la tierray el pueblo que amaba. Es un buen fantasma,Bukta. Lo digo yo. Ve y díselo a ellos. Y espe-ro verdaderamente que con eso se calmen -añadió. Y echando hacia atrás la piel de tigre,

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se levantó con un prolongado y abierto boste-zo que dejó al descubierto sus dientes biencuidados.

Bukta salió corriendo y fue recibido porun grupo de soldados jadeantes que le inter-rogaron.

-Es cierto -dijo Bukta-. Se envolvió en lapiel y habló desde dentro de ella. Quería versu país de nuevo. La señal no nos está desti-nada; y ciertamente es un hombre joven.¿Cómo iba a pasar ociosamente las noches?Dice que su cama está demasiado caliente y elaire es malo. Va de aquí para allá porque legusta andar por la noche. Él lo ha dicho.

La asamblea de hombres de bigotes grisesse estremeció.

-Dice que los bhili son sus hijos. Sabéis queél no miente. Me lo ha dicho a mí.

-¿Pero qué hay de los bhili de Satpura?¿Qué significa la señal para ellos?

-Nada. Como ya he dicho, es sólo que salea pasear por la noche. Cabalga en ella para ver

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si obedecen al Gobierno, tal como les enseñó ahacer en su primera vida.

-¿Y si no lo hacen?-Él no dijo nada.La luz se apagó en el alojamiento de

Chinn.-Mirad -dijo Bukta-. Ahora se va. Como él

ha dicho, es un buen fantasma. ¿Cómo íbamosa temer a Jan Chinn, que convirtió al bhili enhombre? Tenemos su protección; y sabéis queJan Chinn nunca rompió una promesa de pro-tección hablada o escrita en un papel. Cuandosea mayor y haya encontrado una esposa,dormirá en su cama hasta la mañana.

Un oficial en jefe suele darse cuenta del es-tado mental del regimiento un poco antes quelos hombres; y por eso varios días más tarde elcoronel dijo que alguien había metido el mie-do a Dios en los wuddar. Como él era la únicapersona titulada oficialmente para hacerlo, lemolestó ver una virtud tan unánime.

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-Es demasiado bueno para que dure -dijo-.Me gustaría descubrir qué es lo que tramanesos tipos.

Le pareció que la explicación estaba en elcambio de la luna, cuando recibió órdenes deestar preparado para «calmar cualquier posi-ble excitación» entre los bhili de Satpura,quienes estaban inquietos, por decirlo suave-mente, porque un Gobierno paternal habíaenviado contra ellos a un vacunador mahrattaeducado por el estado con lancetas, virus parainocular y una vaquilla con el registro oficial.Según el lenguaje del Estado, habían «mani-festado una fuerte objeción a toda medidaprofiláctica», habían «retenido por la fuerza alvacunador» y «estaban a punto de olvidar oevadir sus obligaciones tribales».

-Eso significa que están aterrados y ner-viosos, lo mismo que cuando se hizo el censo -dijo el coronel-. Si hacemos que huyan a lascolinas, en primer lugar nunca les cogeremos,y en segundo lugar se lanzarán dando gritos

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al pillaje y al saqueo hasta nuevas órdenes. Mepregunto quién será el idiota abandonado porDios que está intentando vacunar a un bhili.Sabía que iba a haber problemas. Menos malque sólo utilizan cuerpos locales y podemosimprovisar algo a lo que demos el nombre decampaña para que se tranquilicen. ¡Tendríagracia que tuviéramos que disparar a nuestrosmejores batidores porque éstos no quieran servacunados! Sólo están locos de miedo.

-¿No cree, señor, que podría darme unpermiso de caza de quince días? -le preguntóChinn al día siguiente.

-¡Deserción frente al enemigo, por Júpiter!-exclamó el coronel con una risotada-. Podríahacerlo, pero tendría que darle una fecha unpoco anterior, pues se nos ha advertido queestemos dispuestos para el servicio, podría-mos decir. Sin embargo, supondremos quehizo la petición de permiso hace tres días, yahora está ya de camino al sur.

-Me gustaría llevarme a Bukta conmigo.

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-Por supuesto, claro que sí. Creo que éseserá el mejor plan. Tiene usted una especie deinfluencia hereditaria sobre esos pequeñostipos, y a usted le escucharán, cuando sólo vernuestros uniformes les volvería salvajes. Nun-ca ha estado antes en esa parte del mundo,¿no es cierto? Procure que no le envíen a labóveda familiar en su juventud e inocencia.Creo que estará usted muy bien si puede con-seguir que le escuchen.

-Así lo creo yo, señor; pero si... si acciden-talmente ellos... hacen el majadero... podrían,ya sabe... espero que comprenda usted quesólo estaban asustados. No hay un gramo decrueldad auténtica en ellos, y jamás me per-donaría si cualquiera de... se mete en proble-mas por mi persona.

El coronel asintió, pero no dijo nada.Chinn y Bukta se marcharon enseguida.

Bukta no dijo que desde que el vacunadoroficial había sido arrastrado a las colinas porlos bhili indignados, un corredor tras otro

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había ido llegando al acantonamiento pararogar, con la frente sobre el polvo, que acudie-ra Jan Chinn para explicar ese horror desco-nocido que pendía sobre su pueblo.

El portento del tigre nublado era ya evi-dente. Jan Chinn tenía que consolar a los su-yos, pues la ayuda de un hombre mortal erainútil. Bukta había suavizado el tono de lassúplicas convirtiéndolas en una simple peti-ción de la presencia de Chinn. Nada habríacomplacido más al anciano que una agitadacampaña contra los satpuras, a quienes éldespreciaba en cuanto que bhili «sin mezcla»;pero tenía un deber ante toda su nación encuanto que intérprete de Jan Chinn, y creíafervientemente que caerían cuarenta plagassobre su aldea si faltaba a dicha obligación.Además, Jan Chinn conocía todas las cosas, ycabalgaba sobre el tigre nublado.

Cubrieron treinta millas al día a pie y acaballo, alcanzando la línea del Satpura, seme-

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jante a una muralla azul, con toda la rapidezposible. Bukta estaba muy silencioso.

Poco después del mediodía iniciaron laempinada ascensión, y casi era el crepúsculocuando llegaron a la plataforma de piedraadherida al costado de una colina agrietada ycubierta por la selva en la que estaba en-terrado Jan Chinn el Primero, tal como élhabía deseado, para poder vigilar desde allí asu pueblo.

Toda India está llena de tumbas olvidadasque datan de principios del siglo XVIII: tum-bas de coroneles olvidados de cuerpos hacetiempo desaparecidos; compañeras de indiosorientales que habían ido a una expedición decaza y nunca habían regresado; comisionados,agentes, autores y alféreces de la HonorableEast India Company a cientos, a miles y dece-nas de miles. El pueblo inglés olvida pronto,pero los nativos tienen una memoria profun-da, y cuando un hombre ha hecho el bien ensu vida es recordado después de la muerte. El

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metro y medio cuadrado de la tumba de JanChinn, colocada a la intemperie, estaba cubier-to de flores y frutos silvestres, paquetes decera y de miel, botellas de alcoholes nativos,cigarros infames, cuernos de búfalo y hojas dehierba seca. En un extremo había una toscaimagen de arcilla de un hombre blanco, toca-do con una anticuada chistera, cabalgando so-bre un tigre manchado.

Bukta saludó reverentemente cuando seacercaron. Chinn se descubrió la cabeza y em-pezó a interpretar la borrosa inscripción. Porlo que pudo leer era así, palabra por palabra yletra por letra:

A la memoria de JOHN CHINN, ESQ.último recaudador de ...... in derramamiento de sangre o ... error

en el empleo de la autoridad. ... solo ...nte laconcil... y la confi... logró el ...otal sometimien-to ... un pueblo predador y sin ...ey ...

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...eñándoles a ...ar el gobierno medianteuna conq... sobre ... mentes el más perma... yracional Modo de domin...

... Gobernador General y Cons... ... alha ordenado que és... levantado... ta vida agosto, diecinueve, 184...

En el otro lado de la tumba había unosversos antiguos, también muy borrosos. Loque pudo descifrar Chinn decía:

... la banda salvajeabandonó sus cacerías y ... es la autoridad

...mendada la tendencia a ... expolioy ...tiliz... las aldeas demostró su gene...

trabajola humanid... vigilante ...techos restaur...una nación sale.. sometida sin espada.

Estuvo algún tiempo inclinado sobre latumba, pensando en aquel hombre muerto de

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su propia sangre, y en la casa de Devonshire;luego dijo mirando a las llanuras:

-Sí; es una gran obra, toda ella... incluso mipequeña parte. Debió haber sabido... Bukta,¿dónde está mi pueblo?

-Aquí no, Sahib. Ningún hombre vieneaquí salvo a plena luz del día. Aguardan arri-ba. Subamos a ver.

Pero Chinn, que recordaba la primera leyde la diplomacia oriental, con una voz apaga-da respondió:

-He venido hasta aquí sólo porque el pue-blo satpura está loco y no se atreve a visitarnuestras líneas. Ordénales ahora que meaguarden aquí. No soy un criado, sino el amode los bhili.

-Iré... iré -cloqueó el anciano. Caía la nochey en cualquier momento Jan Chinn podríallamar con un silbido a su temible corcel des-de los oscuros matorrales.

Por primera vez en su larga vida Buktadesobedeció entonces una orden legal y aban-

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donó a su jefe; pues no regresó, sino que sequedó en la meseta plana de la colina y lesllamó suavemente. Los hombres se agitaron asu alrededor, hombres pequeños y tembloro-sos con arcos y flechas que desde el mediodíales habían estado viendo a ambos.

-¿Dónde está él? -susurró uno.-En el lugar que le corresponde. Os ordena

que vayáis-dijo Bukta.-¿Ahora?-Ahora.-Podría soltar al tigre nublado sobre noso-

tros. No iremos.-Ni yo tampoco, aunque le llevé en mis

brazos cuando era un niño en esta vida.Aguardemos aquí hasta que se haga de día.

-Pero seguramente él se enfadará.-Claro que se enfadará mucho, pues no

tiene nada que comer. Pero me ha dicho mu-chas veces que los bhili son sus hijos. Bajo laluz del sol así lo creo, pero... bajo la luna noestoy tan seguro. ¿Qué locura habéis cometido

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vosotros, cerdos de Satpura, que tenéis ne-cesidad de él?

-Vino uno hasta nosotros en el nombre delGobierno con cuchillitos fantasmales y unternero mágico, para convertirnos en ganadocortándonos en nuestros brazos. Teníamosmucho miedo, pero no matamos al hombre.Está aquí, atado: es un negro; y creemos queviene del oeste. Dijo que era una orden cor-tarnos a todos con cuchillos: sobre todo a lasmujeres y los niños. No oímos que era unaorden, por lo que tuvimos miedo, y nos que-damos en nuestras colinas. Algunos de nues-tros hombres han cogido caballos y bueyes delas llanuras, y otros cazos de cerámica, ropas yzarcillos.

-¿Ha muerto alguien?-¿En manos de nuestros hombres? Todavía

nadie. Pero los hombres jóvenes van de aquípara allá por los muchos rumores que comollamas prenden en la colina. Envié mensajerospidiendo que viniera jan Chinn para que no

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empeoraran las cosas. Este miedo es lo que élpresagió con la señal del tigre nublado.

-Él dice que es otra cosa -contestó Bukta; yrepitió, ampliándolo, todo lo que le había di-cho el joven Chinn en la conversación del si-llón de mimbre.

-¿Crees que el Gobierno se echará sobrenosotros? -preguntó finalmente el interroga-dor.

-Eso no lo sé -replicó Bukta-. Jan Chinndará una orden y vosotros obedeceréis. Elresto es un asunto entre el Gobierno y JanChinn. Personalmente sé algo de los cuchillosfantasmales y los cortes. Es un encantamientocontra la viruela. Pero no sé cómo funciona.Ni es algo que te interese a ti.

-Si él se pone entre nosotros y la cólera delGobierno, obedeceremos absolutamente ajanChinn, salvo... salvo que no vamos a bajar aese lugar esta noche.

Oyeron al joven Chinn que desde abajollamaba a gritos a Bukta; pero tenían miedo y

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se quedaron quietos, esperando al tigre nu-blado. La tumba había sido terreno sagradodurante casi medio siglo. Si Jan Chinn decidíadormir allí, ¿quién podía tener más derecho?Pero hasta que llegara la luz del día, no seacercarían a aquel lugar.

Al principio Chinn se enfadó mucho, hastaque se le ocurrió que probablemente Buktatendría una razón (y ciertamente la tenía), y supropia dignidad se vería afectada si le llamabaa gritos sin respuesta. Se apoyó sobre el pie dela tumba y fumando y dormitando alternati-vamente se fue enorgulleciendo en la cálidanoche de ser un Chinn legal, legítimo y aprueba de fiebre.

Preparó su plan de acción casi como lohabría hecho su abuelo; y cuando aparecióBukta por la mañana con un generoso sumi-nistro de alimentos, no dijo nada de la deser-ción de la noche anterior. Bukta se habría sen-tido aliviado con un ataque de cólera humana;pero Chinn terminó sus manjares ociosamen-

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te, y después se fumó un puro, antes de hacerseñal alguna.

-Tienen mucho miedo -le dijo Bukta, quetampoco se sentía muy audaz-. Sólo queda darórdenes. Dicen que obedecerán si se colocausted entre ellos y el Gobierno.

-Eso ya lo sé -dijo Chinn encaminándoselentamente hacia la meseta. Allí estaban algu-nos de los hombres más ancianos, de pie enun semicírculo irre gular abierto en un claro;pero la mayor parte del pueblo, con las muje-res y los niños, se había ocultado en la espesu-ra. No deseaban enfrentarse al primer ataquede cólera de Jan Chinn el Primero.

Sentándose sobre un fragmento de rocapartida, se fumó su puro hasta el final, oyendoa los hombres respirar con fuerza a su alrede-dor. Después gritó, haciendo que todos sepusieran en pie de un salto:

-¡Traed al hombre que estaba atado!Tras un griterío y agitación apareció un

vacunador hindú, temblando de miedo, atado

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de pies y manos tal como los antiguos bhiliacostumbraban atar a las víctimas del sacrifi-cio humano. Con precaución, fue llevado antesu presencia; pero el joven Chinn no le miró.

-Dije el hombre que estaba atado. ¿Es unabroma el traerme a uno atado como un búfa-lo? ¿Desde cuándo pueden los bhili atar a lagente a su placer? ¡Cortad la cuerda!

Media docena de cuchillos presurosos cor-taron las correas, y el hombre se arrastró de-lante de Chinn, quien se apropió de su caja delancetas y tubos de virus para la inoculación.Después, barriendo el semicírculo con un de-do índice, y voz de cumplido, dijo claramente:

-¡Cerdos!-¡Ay! -susurró Bukta-. Ahora habla él. ¡Po-

bre del pueblo estúpido!-He venido a pie desde mi casa -al oír esto

la asamblea se estremeció- para aclarar unasunto que cualquiera que no sea un bhili deSatpura habría visto con ambos ojos desdelejos. Conocéis la viruela, que deja hoyos y

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cicatrices en vuestros hijos, hasta que parecenpanales de avispas. Es una orden del Gobier-no que quien sea arañado en el brazo con es-tos cuchillitos que yo sostengo en alto ha reci-bido un encantamiento contra Ella 6. Todos losSahibs han recibido este encantamiento, ytambién muchos hindúes. Ésta es la marca delencantamiento. ¡Mirad! -Se subió la mangahasta las axilas y mostró las cicatrices blancasde la señal de la vacunación sobre la blancapiel-. Venid todos y mirad.

Algunos valientes se acercaron y asintie-ron sabiamente con un movimiento de cabeza.Era evidente que allí había una señal, y sabíanbien que otras señales terribles estaban ocultaspor la camisa. Jan Chinn fue misericordiosopor no haber proclamado allí y entonces sudivinidad.

6 Ella. Se refiere a Mata, la diosa de la virue-la.

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-Todas estas cosas os las dijo el hombre alque atasteis.

-Lo hice... cien veces; pero me respondie-ron con golpes -se quejó el vacunador, frotán-dose las muñecas y tobillos.

-Pero como sois cerdos, no le creísteis; ypor eso he venido yo aquí para salvaros, pri-mero de la viruela, después de la gran locuradel miedo, y finalmente, quizás, de la cuerda yla cárcel. Aquí no hay beneficio para mí; aquíno hay placer para mí; pero en el nombre deaquel que está allí, y convirtió al bhili enhombre -en ese momento señaló colina abajo-,yo, que soy de su sangre, el hijo de su hijo, hevenido a cambiar a su pueblo. Y hablo la ver-dad, como lo hizo Jan Chinn.

Entre la multitud brotó un murmullo reve-rente y los hombres fueron saliendo de la es-pesura en grupos de dos y de tres para unirseal grupo. No había cólera en el rostro de sudios.

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-Éstas son mis órdenes. (¡Quiera el cieloque las acepten, aunque hasta ahora pareceque les he impresionado!) Yo mismo me que-daré entre vosotros mientras este hombre osaraña el brazo con un cuchillo, según la ordendel Gobierno. En tres días, quizás en cinco oen siete, vuestros brazos se hincharán, os pica-rán y quemarán. Es ése el poder de la viruelaque lucha en vuestra sangre contra las órde-nes del Gobierno. Por eso me quedaré entrevosotros hasta que vea que la viruela ha sidovencida, y no me iré hasta que los hombres,las mujeres y los niños pequeños me enseñenen sus brazos la marca que yo os he enseñadoa vosotros. Traigo conmigo dos rifles muybuenos, y a un hombre cuyo nombre es cono-cido entre los animales y los hombres. Caza-remos juntos, él y yo, y vuestros hombres jó-venes y los demás comerán y se estarán quie-tos. Ésa es mi orden.

Se produjo una larga pausa mientras lavictoria estaba en juego. Un viejo pecador de

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pelo blanco, sosteniéndose sobre una piernainquieta, dijo con voz aguda:

-Necesitamos un kowl [protección] por al-gunos caballos, bueyes y otras cosas. No fue-ron tomados según los modos del comercio.

La batalla había sido ganada y John Chinnrespiró aliviado. Los jóvenes bhili habían ata-cado, pero si se actuaba rápidamente todopodía arreglarse.

-Escribiré un kowl en cuanto los caballos,los bueyes y las otras cosas sean contados antemí y devueltos al lugar de donde salieron.Pero primero pondremos la señal del Gobier-no en los que no hayan sido visitados por laviruela -y en tono bajo añadió al vacunador-.Si muestra que tiene miedo, amigo mío, nuncavolverá a ver Poona.

-No hay vacunas suficientes para toda estapoblación-dijo el hombre-. Han matado alternero.

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-No se darán cuenta de la diferencia. Rás-peles a todos y deme un par de lancetas; yoatenderé a los más ancianos.

El viejo que había pedido la protección fuela primera víctima. Cayó ante la mano deChinn y no se atrevió a gritar. En cuanto fueliberado, trajo a rastras a un compañero, lesujetó y la crisis se convirtió, por así decirlo,en un juego de niños; pues el que había sidovacunado perseguía al que no lo había sidopara llevarlo ante el tratamiento, afirmandoque toda la tribu debía sufrir por igual. Lasmujeres chillaron y los niños escaparon gri-tando; pero Chinn se reía y ondeaba la lancetade punta rosada.

-Es un honor -gritó-. Bukta, diles qué granhonor es que yo mismo les haga la señal. Peroyo no puedo señalar a todos, el hindú debehacer también su trabajo, aunque tocaré todaslas señales que él haga para que haya una vir-tud igual en ellas. Así es como los rajputprenden a los cerdos. ¡Eh, hermano tuerto!

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Coge a esa joven y tráela aquí. No tiene queescapar todavía, pues no está casada y no lapretendo en matrimonio. ¿No quiere venir?Entonces será avergonzada por su hermanito,un muchacho gordo, un muchacho valiente.Extiende su brazo como un soldado. ¡Mira! Élno se acobarda ante la sangre. Algún día esta-rá en mi regimiento. Y ahora, madre de mu-chos, te tocaremos a ti ligeramente, pues laviruela ha estado aquí antes que nosotros. Esalgo cierto que este encantamiento acaba conel poder de Mata. Ya no habrá más rostros conagujeros entre los satpura, y así podréis pedirmuchas vacas por cada joven que se case.

Y siguió hablando y hablando de ese mo-do, con la fluencia de un vendedor que hablaa borbotones, adornándolo con proverbios decaza bhili y relatos de su propio y toscohumor, hasta que las lancetas se quedaron sinfilo y los dos vacunadores estuvieron fa-tigados.

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Pero como la naturaleza es la misma entodo el mundo, los que no habían sido vacu-nados sintieron envidia de sus camaradasseñalados, y empezaron a pelearse por ello.Entonces Chinn se declaró tribunal de justicia,dejó de ser junta médica, y realizó una investi-gación formal de los últimos robos.

-Somos los ladrones de Mahadeo7 -se limi-taron a decir los bhili-. Es nuestro destino yestábamos asustados. Cuando estamos asus-tados siempre robamos.

Simple y directamente, como los niños, re-lataron el saqueo, de todo salvo de dos bueyesy algunas botellas de alcohol que se habíanperdido -Chinn prometió re poner éstas de supropio bolsillo-, y diez cabecillas fueron en-viados a las tierras bajas con un documentomaravilloso, escrito en la hoja de un cuaderno,y dirigido a un comisario ayudante de distritode la policía. Tal como Jan Chinn les advirtió,

7 Mahadeo. Siva.

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había desdicha en esa nota, pero cualquiercosa era mejor que la pérdida de la libertad.

Armados con esa protección, los atacantesarrepentidos descendieron de las colinas. Notenían el menor deseo de encontrarse con elseñor Dundas Fawne, de la policía, de veinti-dós años y rostro alegre, ni deseaban volver avisitar la escena de sus robos. Tomando un ca-mino medio, acudieron al campamento delúnico capellán gubernamental que podía asis-tir a los diversos cuerpos irregulares en unaregión de unos cuarenta mil metros cuadra-dos, y se plantaron ante él entre una nube depolvo. Lo conocían como sacerdote, y lo queera más importante, le consideraban un buendeportista que paga generosamente a sus ba-tidores.

Cuando leyó la nota de Chinn se echó a re-ír, lo que para ellos fue un buen presagio, has-ta que llamó a los policías, quienes se llevarona un establo los caballos y los bueyes y trata-ron duramente a tres miembros de la sonrien-

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te banda de los ladrones de Mahadeo. El pro-pio capellán les trató magistralmente con unafusta de montar. Aquello fue doloroso, peroJan Chinn lo había profetizado. Se sometieron,pero como tenían miedo de la cárcel no aban-donaron la protección escrita. En el camino deregreso se encontraron con el señor D. Fawne,quien había oído hablar de los robos y no es-taba contento.

-Ciertamente -dijo el miembro de másedad de la banda cuando hubo terminado lasegunda entrevista-, ciertamente la protecciónde Jan Chinn nos ha permitido conservar lalibertad, pero es como si hubiera muchos gol-pes en un pequeño trozo de papel. Deshagá-monos de él.

Uno de ellos se subió a un árbol y metió lacarta en una grieta a doce metros del suelo,donde no podría hacer daño. Calientes, dolo-ridos pero felices, al día siguiente los diez re-gresaron junto a Jan Chinn, que estaba senta-do entre los intranquilos bhili, todos mirán-

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dose el brazo derecho, y todos aterrorizadosde que su dios no les hiciera el favor de ara-ñarles.

-Fue un buen kowl-dijo el jefe-. Primero elcapellán, que se echó a reír, nos quitó lo quehabíamos saqueado y golpeó a tres de noso-tros, tal como estaba prometido. Después nosencontramos con Fawne Sahib, que estabamuy serio y nos preguntó por los saqueos. Lecontamos la verdad y nos pegó a todos, unotras otro, y nos dijo cosas muy escogidas.Luego nos dio estos dos paquetes -en esemomento le entregó una botella de whisky yuna caja de puros- y nos fuimos. El kowl se haquedado en un árbol, porque tiene la virtudde que en cuanto se lo enseñamos a un Sahibnos azota.

-Pero de no ser por ese kowl todos estaríaisde camino a la cárcel con un policía a cadalado -le contestó Jan Chinn con severidad-.Ahora haréis de batidores para mí. Éstos se

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sienten infelices y nos iremos de caza hastaque estén bien. Esta noche haremos una fiesta.

Está escrito en las crónicas de los bhili deSatpura, junto con otras muchas cosas que noson adecuadas para aparecer impresas, quedurante cinco días, a partir del día que leshabía puesto la señal encima, Jan Chinn elPrimero cazó para su pueblo; y en las cinconoches de aquellos días la tribu se emborrachótotal y gloriosamente. Jan Chinn compró alco-hol del país de una fuerza terrible, y matójabalíes y ciervos innumerables, para que sialguno caía enfermo tuvieran dos buenas ra-zones para ello.

Entre los dolores de cabeza y los de estó-mago no tuvieron tiempo para pensar en susbrazos, pero siguieron a Jan Chinn obedien-temente por la selva, y cada día que pasabarecuperaban la confianza y hombres, mujeresy niños iban regresando a hurtadillas a suspueblos cuando pasaba el pequeño ejército.Llevaban con ellos la noticia de que era bueno

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y correcto ser arañado con los cuchillos fan-tasmales; que Jan Chinn se había reencarnadoverdaderamente como un dios de la comida yla bebida gratuitas, y que de todas las nacio-nes los bhili de Satpura eran los que primeroestaban en su favor, aunque para ello teníanque evitar rascarse. A partir de entonces, eseamable semidiós estaría relacionado en sumente con grandes comilonas y con la vacunay las lancetas de un Gobierno paternal.

-Mañana regresaré a mi casa-dijo JanChinn a sus escasos fieles, quienes no se deja-ban vencer ni por el alcohol, ni por el excesode comida ni por las glándulas hinchadas. Eradifícil que los niños y los salvajes se compor-tasen reverentemente en todo momento antelos ídolos de sus creencias, y se habían diver-tido excesivamente con Jan Chinn. Por eso lareferencia a su casa entristeció al pueblo.

-¿Y el Sahib no regresará? -preguntó el quehabía sido vacunado primero.

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-Eso habrá de verse -contestó Chinn cau-tamente.

-Pero mejor venga como hombre blanco:como el hombre joven a quien conocemos yamamos; pues como sabe muy bien, somos unpueblo débil. Si volvemos a ver su... su caba-llo... -estaban tratando de cobrar valor.

-No tengo caballo. Vine a pie con Bukta,desde allí. ¿A qué te refieres?

-Ya lo sabe... aquello que ha elegido comocaballo para la noche -los hombrecillos se agi-taban por el miedo y el temor.

-¿Caballo de noche? Bukta, ¿qué es esto úl-timo?

Bukta había sido un jefe silencioso en pre-sencia de Chinn desde la noche de su deser-ción, y agradeció una pregunta que le dabauna oportunidad.

-Ellos lo saben, Sahib -susurró-. Es el tigrenublado. El que viene del lugar en dondedurmió una vez. Es su caballo... como lo hasido estas tres generaciones.

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-¡Mi caballo! ¡Eso era un sueño de los bhili!-No es un sueño. ¿Acaso los sueños dejan

rastros de anchas garras en la tierra? ¿Por quétiene dos rostros ante su pueblo? Ellos sabende las cabalgadas nocturnas, y ellos... ellos...

-Tienen miedo, y querrían que acabara.-Si ya no tiene necesidad de él -añadió

Bukta asintiendo-. Es su caballo.-¿Entonces deja un rastro? -dijo Chinn.-Lo hemos visto. Es como una carretera de

pueblo bajo la tumba.-¿Puedes encontrarlo y seguirlo por mí?-A la luz del día... si alguien viene con no-

sotros y sobre todo está cercano.-Yo estaré cerca, y me encargaré de que

Jan Chinn no vuelva a cabalgar más.Los bhili gritaron las últimas palabras una

y otra vez.Desde el punto de vista de Chinn se trata-

ba de una caza ordinaria: colina abajo, entrerocas rajadas y agrietadas, quizás insegura siun hombre no mantenía la razón fría, pero no

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peor que otras veinte en las que había partici-pado. Y sin embargo sus hombres -se negabanabsolutamente a batir y sólo rastreaban- suda-ban con cada movimiento. Señalaban las hue-llas de unas garras enormes que, siempre coli-na abajo, iban hasta unos cientos de pies másallá de la tumba de Jan Chinn, desapareciendoen una cueva de boca estrecha. Era una ca-mino insolentemente abierto, una carreteradoméstica abierta sin la menor intención deocultamiento.

-El mendigo debe estar pagando renta eimpuestos -murmuró Chinn antes de pregun-tarse si los gustos de su amigo se encamina-ban hacia el ganado o el hombre.

Al ganado -le respondieron-. Dos vaqui-llas por semana. Se las llevamos hasta el piede la colina. Es su costumbre. Si no lo hicié-ramos podría buscarnos a nosotros.

-Chantaje y piratería -dijo Chinn-. No sé simeterme en la cueva para perseguirle. ¿Quédeberemos hacer?

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Los bhili retrocedieron cuando Chinn secolocó tras una roca, con el rifle dispuesto.Sabía que los tigres son animales tímidos, pe-ro uno que lleva tanto tiempo siendo alimen-tado suntuosamente con ganado podría resul-tar excesivamente audaz.

-¡Éste habla! -susurró uno que tenía de-trás-. También conoce.

-¡Bien, seamos audaces con ese ser infer-nal! -exclamó Chinn. De la cueva salió enton-ces un gruñido colérico, un desafío directo-.Sal pues -gritó Chinn-. ¡Sal de ahí! Veamoscómo eres.

El animal sabía muy bien que existía algu-na relación entre los bhili desnudos y oscurosy su pitanza semanal; pero el yelmo blanco dela luz del sol le molestaba, y además no legustaba la voz que interrumpió su descanso.Perezosamente, como una serpiente saciada,se arrastró fuera de la cueva y se quedó boste-zando y parpadeando en la entrada. Cuandola luz del sol cayó sobre su costado derecho,

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Chinn se sorprendió, pues nunca había vistoun tigre con esas marcas. Salvo la cabeza, lla-mativamente cruzada por rayas, era moteado:no a rayas, sino moteado como un caballito-balancín infantil con fuertes tonos de negroahumado sobre dorado rojizo. La parte delvientre y la garganta, que debían haber sidoblancos, eran anaranjados, y negras la cola ylas garras.

Su mirada se fijó despreocupada duranteunos diez segundos y luego, deliberadamente,bajó la cabeza, la mandíbula inferior cayó y seretrajo, y miró fijamente al hombre. Comoconsecuencia de ello adelantó el arco redon-deado del cráneo, cruzado por dos anchasbandas, y bajo éstas brillaban sus ojos, que yano parpadeaban; y así, mientras se quedabacon la cabeza adelantada, mostró algo que seasemejaba a una máscara de pantomima dia-bólicamente burlona. Era un acto de mesme-rismo natural que ya había puesto en prácticamuchas veces frente a sus presas, y aunque

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Chinn no fuera en absoluto una vaquilla ate-rrada, se quedó sorprendido un momento,quieto por la extraordinaria rareza del ataque.La cabeza -pues el cuerpo parecía como algoque arrastrara atrás-, la cabeza feroz y cra-neana, se fue acercando mientras oscilaba so-bre la hierba la colérica punta del rabo. Losbhili habían desaparecido a izquierda y a de-recha, dejando a Jan Chinn para que sometieraél solo a su propio caballo.

-¡Válgame Dios! -susurró-. ¡Está tratandode asustarme! -y entonces disparó entre losojos semejantes a platos, dando un salto late-ral tras el disparo.

Una masa enorme que apestaba a carroñapasó tosiendo a su lado colina arriba, y él lasiguió con discreción. El tigre no hizo intentoalguno de dirigirse a la selva: buscaba visibi-lidad y aire, con el hocico alzado, la bocaabierta, lanzando al aire la gravilla con sus tre-mendas patas delanteras.

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-¡Tocado! -dijo John Chinn viendo la fuga-.Si fuera una perdiz habría caído al suelo. Debede tener los pulmones llenos de sangre.

El animal había saltado por encima de unaroca cayendo al otro lado, fuera del alcance dela vista de Chinn. Éste vigilaba con un cañónpreparado. Pero el rastro rojizo conducía tanrectamente como la trayectoria de una flechahacia la tumba de su abuelo, y allí, entre lasbotellas de alcohol aplastadas y los fragmen-tos de la imagen de barro, acabó su vida conuna agitación y un gruñido.

-Si mi digno antepasado pudiera ver esto -exclamó John Chinn-, estaría orgulloso de mí.Los ojos, la mandíbula inferior y los pulmo-nes. Un tiro realmente bueno -silbó llamandoa Bukta, mientras pasaba la cinta métrica porencima del cuerpo, que iba quedándose rígi-do-. ¡Diez... seis... ocho... por Júpiter! Casi cua-tro... pongamos cuatro. Patas delanteras, seis...uno y medio... dos y medio. Una cola corta,además; un metro. ¡Pero qué piel! ¡Ay, Bukta!

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¡Bukta! Que vengan los hombres con los cu-chillos, rápido.

-¿Está indudablemente muerto? -preguntódetrás de una roca una voz atemorizada.

-No fue así como maté mi primer tigre -contestó Chinn-. No creía que Bukta fuera aescapar. No tenía una segunda escopeta.

-Es... es el tigre nublado -dijo Buktahaciendo caso omiso del insulto-. Está muerto.

Chinn no podía saber si todos los bhili deSatpura, vacunados o sin vacunar, se habíanacercado para ver la cacería, pero la laderaentera de la colina se llenó de hombrecillosque gritaban, cantaban y pateaban el suelo. Ysin embargo, hasta que él mismo dio el primercorte en la espléndida piel ni un solo hombresacó un cuchillo; y cuando cayeron las som-bras escaparon de la tumba teñida de rojo yhasta el amanecer no hubo manera de persua-dirles para que regresaran. De modo queChinn pasó una segunda noche al descubierto,

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defendiendo al animal muerto frente a loschacales, y pensando en su antepasado.

Regresó a los valles inferiores acompaña-do por el canto triunfal de un ejército de escol-ta de trescientos hombres fuertes, con el vacu-nador mahratta muy pegado a su lado, y lapiel toscamente secada llevada como un trofeodelante de él. Cuando el ejército, de manerarepentina y sin hacer ruido, desapareció comolo hace la codorniz entre el maíz, comprendióque estaba cerca de la civilización, y al daruna vuelta en el camino se encontró con elcampamento de un ala de su propio ejército.Dejó la piel sobre la parte trasera de un carropara que el mundo la viera y buscó al coronel.

-Tienen toda la razón -le explicó seriamen-te-. No hay un gramo de maldad en ellos. Sóloestaban asustados. He vacunado a todos y lesgustó muchísimo. Señor... ¿qué estamoshaciendo aquí?

-Eso es lo que estoy tratando de averiguar-contestó el coronel-. No sé todavía si somos

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parte de una brigada o de una fuerza policial.Aunque creo que podríamos considerarnosfuerza policial. ¿Cómo consiguió que se vacu-nara un bhili?

-Bueno, señor, he estado pensando en ello,y por lo que he podido averiguar tengo unaespecie de influencia hereditaria sobre ellos.

-Eso ya lo sé, de lo contrario no le habríaenviado: pero ¿cómo exactamente?

-Es algo de lo más raro. Por lo que he po-dido averiguar parece ser que soy mi propioabuelo reencarnado, y he estado perturbandola paz del país por cabalgar por las nochessobre un tigre. De no haber hecho tal cosa nocreo que hubieran puesto objeciones a la vacu-nación; pero las dos cosas juntas fueron másde lo que podían soportar. Y por ello, señor,les he vacunado y he matado a mi tigre-caballo como una especie de prueba de buenafe. Nunca vio una piel semejante en toda suvida.

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El coronel se tiraba de los bigotes pensati-vamente.

-Y ahora, ¿cómo demonios voy a incluireso en mi informe?

Ciertamente la versión oficial de la huidaantivacunación de los bhili no decía nada so-bre el teniente John Chinn, su divinidad. PeroBukta lo sabía, el cuerpo de ejército lo sabía, ytodos los bhili de las colinas de Satpura losabían.

Y ahora Bukta está ansioso porque JohnChinn se case pronto y legue sus poderes a unhijo; pues si falla la sucesión de los Chinn, ylos pequeños bhili se quedan solos con suimaginación, habrá nuevos problemas con lossatpura.

EL BARCO QUE SE ENCONTRÓ A SÍMISMO

Aquí estamos, ahora cautivos

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a nuestro trabajo dispuestos, sin fatiga.Ved ahora cómo es más de bendición,hermanos, dar que recibir.Mantened la confianza, do quiera que

hayáis sido hechos.Pagad lo que debéis;pues un impulso claro y el acabado de la

palanos llevarán a donde debemos ir.

La canción de los motores

Era su primer viaje, y aunque sólo se tra-taba de un vapor de carga de mil doscientastoneladas, era el mejor de los de su tipo, elresultado de cuarenta años de experimentos ymejoras en estructura y maquinaria; sus cons-tructores y propietario le tenían tanta estimacomo si se tratara del Lucania. Cualquierapuede hacer un hotel flotante que sea rentablesi se gasta el dinero suficiente en los salones ycobra por los baños privados, suites, etcétera;

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pero en estos tiempos de competencia y fletesde precios bajos cada centímetro cuadrado deun barco de carga debe estar construido paraque resulte barato, tenga gran capacidad yuna cierta velocidad uniforme. Este barco de-bía de tener unos setenta metros de largo ydiez de ancho, y había sido organizado demanera que podía transportar ganado vacunoen la cubierta principal y ovejas en la superiorsi así lo quería; pero su mayor gloria era lacantidad de carga que podía almacenar en susbodegas. Sus propietarios, una empresa esco-cesa muy conocida, lo acompañaron desde elnorte, donde había sido botado, bautizado yequipado, hasta Liverpool, donde iba a cogercarga para Nueva York, y la hija del dueño, laseñorita Frazier, iba de aquí para allá sobre laslimpias cubiertas, admirando la pintura nuevay los objetos de cobre, los elevadores abiertosy sobre todo la proa fuerte y recta sobre la quehabía roto una botella de champán cuando lepuso al vapor el nombre de Dimbula. Era una

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hermosa tarde de septiembre y el barco, tanreciente, pintado de color plomizo con la chi-menea roja, parecía realmente hermoso. On-deaba su bandera de armador y contestaba devez en cuando con el silbato a los saludos debarcos amigables que sabían que era nuevo enlos mares altos y estrechos y deseaban darle labienvenida.

-Ahora es ya un barco verdadero, ¿no escierto? -preguntó complacida al patrón la se-ñorita Frazier-. Parece que fue ayer cuando mipadre lo encargó, y ahora... ahora... ¡es tanbello!

La joven estaba orgullosa de la empresa yhablaba como si fuera el socio director.

-No es malo, no -respondió precavidamen-te el patrón-. Pero lo que yo digo es que, paraque un barco se haga, hace falta algo más quebautizarlo. Según la naturaleza de las cosas, sime sigue, señorita Frazier, sólo son hierros,remaches y planchas puestos en forma de bar-co. Todavía tiene que encontrarse a sí mismo.

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-Pensaba que mi padre había dicho que es-taba excepcionalmente bien construido.

-Y lo está -intervino el patrón riendo-. Peroeso se refiere a la manera en que lo montamos,señorita Frazier. Todo está aquí, pero sus par-tes no han aprendido a trabajar juntas. No hantenido esa posibilidad.

-Las máquinas funcionan maravillosamen-te. Las puedo oír.

-Ciertamente, así es. Pero un barco tienealgo más que máquinas. Tiene que entenderque cada centímetro de él ha de ser estimula-do a trabajar con su vecino... podríamos decirque a congeniar técnicamente.

-Y cómo conseguirá eso? -preguntó la jo-ven.

-Lo único que podemos hacer es impulsar-lo y dirigirlo; ¡pero si en este viaje tenemosmal tiempo, como es probable que suceda,aprenderá el resto por sí solo! Pues observará,señorita Frazier, que un barco no es en absolu-to un cuerpo rígido cerrado por ambos extre-

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mos. Es una estructura muy compleja de va-rias tensiones en conflicto, con tejidos quedeben dar y recibir de acuerdo con sus módu-los de elasticidad personales -en ese momentose acercaba a ellos el señor Buchanan, el pri-mer maquinista-. Le estaba diciendo ahoramismo a la señorita Frazier que nuestro pe-queño Dimbula todavía tiene que suavizarse,y que eso sólo lo logrará con una tempestad.¿Cómo van tus motores, Buck?

-Bastante bien, todo a su nivel, desde lue-go; pero aún no existe espontaneidad -en esemomento se dirigió a la joven-. Acepte ahoramis palabras, señorita Frazier, pues proba-blemente las comprenderá más tarde; el hechode que una guapa joven bautice un barco nosignifica que exista realmente un barco debajode los pies de los hombres que en él trabajan.

-Eso mismo le estaba diciendo yo, señorBuchanan -interrumpió el patrón.

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-Eso es más metafisico de lo que yo puedoentender -replicó la señorita Frazier echándo-se a reír.

-¿Y por qué? Es usted una buena escocesa,yo conocía al padre de su madre, que era deDumfries, y tiene usted derecho de nacimien-to a la metafisica, señorita Frazier, tanto comoal Dimbula -dijo el maquinista.

-Bueno, tenemos que meternos en aguasprofundas para ganarle los dividendos a laseñorita Frazier. ¿Querrá venir a mi camarotepara el té? -preguntó el patrón-. Estaremos enel muelle para la noche, y cuando regrese us-ted a Glasgie podrá pensar en nosotros car-gando el barco y conduciéndolo lejos... todoen su beneficio.

En los siguientes días estibaron unas dosmil toneladas de carga fija en el Dimbula ypartieron de Liverpool. En cuanto encontró laelevación del mar abierto, como era natural elbarco empezó a hablar. Si la próxima vez queesté usted en un vapor pega el oído al costado

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del camarote, escuchará cientos de vocecitasprocedentes de todas las direcciones, que seestremecen, zumban, susurran, chasquean,gorgotean y sollozan exactamente igual queun teléfono en una tormenta con aparato eléc-trico. Los barcos de madera chillan y gruñen,pero los de hierro palpitan y se estremecen alo largo de sus cientos de cuadernas y milesde remaches. El Dimbula estaba fuertementeconstruido, y cada una de sus piezas tenía unaletra o número, o ambas cosas, para describir-la; y cada una había sido colocada a martilla-zos, o forjándola, o había sido taladrada o en-roscada por el hombre, y había vivido durantemeses en el estruendo y el fragor del astillero.Por ello cada una de las piezas tenía su vozdistinta en proporción exacta con los esfuer-zos que había costado. Como norma general elhierro colado dice muy poco; en cambio lasplanchas de acero suave y las vigas y cua-dernas de hierro forjado que han sido someti-das a muchas flexiones, soldaduras y rema-

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ches hablan continuamente. Evidentemente suconversación no es la mitad de sabia que lahumana, pues aunque las piezas no lo sepantodas están unidas la una con la otra en unanegra oscuridad, donde no pueden saber loque está sucediendo cerca de ellas ni lo quepasará en el momento siguiente.

En cuanto se alejó de la costa irlandesauna ola atlántica hosca y de cresta gris se su-bió pausadamente sobre su proa recta y seaposentó sobre el cabrestante de vapor que seutilizaba para izar el ancla. El cabrestante y elmotor que lo movía acababan de ser pintadosde rojo y de verde, y además, a nadie le gustaque le den un chapuzón.

-No vuelva a hacer eso -barbotó el cabres-tante a través de sus dientes de ruedas.

La ola se había caído hacia un lado con ungorgoteo y una risa ahogada.

-Pero hay muchas más allí de donde yovengo -dijo una ola hermana cayendo sobre elcabrestante, el cual estaba firmemente atorni-

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llado sobre una plancha de hierro situada enel bao de cubierta inferior.

-¿Es que no os podéis estar quietos alláarriba? -preguntaron las vigas del bao de cu-bierta-. ¿Pero qué es lo que os pasa? ¡Un mo-mento pesáis el doble de lo que deberíais, y almomento siguiente ya no!

-No es culpa mía -contestó el cabrestante-.Ahí fuera hay un animal de color verde queviene y me golpea en la cabeza.

-Eso se lo cuentas a los carpinteros de ribe-ra. Llevabas en tu puesto varios meses sin quenunca te hubieras meneado así. Si no eres cui-dadoso nos deformarás.

-Hablando de deformar -intervino una vozbaja, ronca y desagradable-. ¿Os dais cuentaalguno de vosotros, me refiero a las vigas delbao, de que vuestras feísimas rodillas da lacasualidad de que están remachadas en nues-tra estructura... la nuestra?

-¿Y quién eres tú? -preguntaron las vigasdel bao.

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-Oh, nadie en particular -respondió-. Sólosomos las traviesas de babor y estribor de lacubierta superior; y si persistís en izaros ylevantaros de ese modo, sintiéndolo muchonos veremos obligadas a tomar medidas.

Las traviesas del barco son unas vigas dehierro alargadas, por así decirlo, que correnlongitudinalmente de popa a proa. Mantienenen su sitio las estructuras de hierro (lo quellamamos las cuadernas de un barco de made-ra, y ayudan también a sujetar los extremos delas vigas del bao, que van de un lado a otrodel barco. Las traviesas, por ser tan alargadas,se creen siempre las más importantes).

-Así que vais a tomar medidas, ¿no es así?-preguntó un rumor que produjo un largo eco.Procedía de las estructuras, de las que habíadocenas y docenas cada una separada porunos doscientos cincuenta metros de la si-guiente, y remachada en las traviesas por cua-tro sitios-. Pues nos parece que en ese caso vasa tener algunos problemas.

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En ese momento miles y miles de rema-ches que lo mantenían todo unido susurraron:

-Los tendréis. ¡Los tendréis! Dejad de tem-blar y quedaos quietas. ¡Sujetad, hermanos!¡Sujetad! ¡Ponches! ¿Qué es eso?

Como los remaches no tenían dientes, nopodían castañetear de miedo; pero se esforza-ron para producir una agitada sacudida querecorrió el barco de popa a proa moviéndolocomo si fuera una rata en la boca de un terrier.

Un cabeceo inusualmente fuerte, pues elmar estaba creciendo, había levantado laenorme y palpitante hélice casi hasta la super-ficie y ahora giraba en una especie de agua desoda, mitad agua y mitad aire, a mucha mayorrapidez de lo que era adecuado porque notenía agua profunda en la que trabajar. Cuan-do volvió a hundirse, los motores -que eran detriple expansión, con tres cilindros en fila,resoplaron a través de sus tres pistones.

-Eh, el de ahí fuera, ¿ha sido eso una bro-ma? Pues es inusualmente mala. ¿Cómo va-

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mos a realizar nuestro trabajo si sueltas elmango de esa manera?

-No lo solté -respondió la hélice dandovueltas en seco al final del eje-. Si lo hubierahecho, ahora seríais chatarra. El mar desapa-reció debajo de mí y no tenía nada adondeagarrarme. Eso es todo.

-¿Que eso es todo, dices? -preguntó lachumacera de empuje, que es la que se encar-ga de impulsar la hélice; pues si una hélice notuviera nada que la sujetara por detrás acaba-ría metiéndose en la sala de máquinas. (Esasujeción por detrás de la acción de la hélice esla que da el impulso a un barco)-. Sé que hagomi trabajo aquí abajo, sin que nadie me vea,pero te advierto que espero justicia. Lo únicoque pido es simple justicia. ¿No podrías im-pulsarte hacia adelante de manera uniforme,en lugar de zumbar como un tiovivo produ-ciendo calor debajo de mis cilindros?

La chumacera de empuje tenía seis cilin-dros, todos ellos revestidos de metal, y no le

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gustaba que se calentaran. En ese momento,todos los cojinetes que servían de apoyo a losquince metros del eje de la hélice cuando éstase metía en la popa susurraron:

-Justicia: danos justicia.-Sólo puedo daros lo que yo consigo -

respondió la hélice-. ¡Cuidado! ¡Vuelve otravez!

Se elevó con un estruendo mientras elDimbula se sumergía y los motores seguíanadelante furiosamente con un «chaf.. paf...chaf.. chaf, pues encontraban poca resistencia.

-Soy el más noble resultado del ingeniohumano; así lo dice el señor Buchanan -gritóel cilindro de alta presión-. ¡Esto resulta ver-daderamente ridículo! -siguió gritando salva-jemente el pistón, ahogándose, pues la mitaddel vapor que tenía detrás se había mezcladocon agua sucia-. ¡Ayuda! ¡Aceitador! ¡Ajusta-dor! ¡Fogonero! Me ahogo -añadió jadeando-.Jamás en la historia de la invención marítimale ha sucedido tal calamidad a alguien tan

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joven y fuerte. Y si yo me muero, ¿quién im-pulsará el barco?

-¡Chis, chis! -susurró el vapor, quien desdeluego ya había estado en el mar muchas vecesantes. Solía pasar sus horas de ocio en tierraen una nube, un arroyo, un macetero o unatormenta eléctrica, o en cualquier otro lugaren el que se necesitara agua-. Sólo es un pocode preparación, un poco de resistencia tal co-mo lo llaman. Estará así toda la noche. Nodigo que sea agradable, pero es lo mejor quepodemos hacer dadas las circunstancias.

-¿Y qué importancia pueden tener las cir-cunstancias? Yo estoy aquí para hacer mi tra-bajo con un vapor limpio y seco. ¡Que el vien-to se lleve las circunstancias! -rugió el cilindro.

-Las circunstancias asistirán al viento. Hetrabajado en el Atlántico Norte muchas vecesy va a ponerse feo antes de la mañana.

-Pues no es que ahora haya una calma pe-nosa -intervinieron las estructuras extrafuertes(recibían el nombre de bulárcamas) de la sala

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de motores-. Hay un impulso ascendente queno entendemos, y un torcimiento que es muymalo para nuestras fijaciones y chapas rom-boidales, y después del torcimiento viene unaespecie de tirón oeste-norte oeste que nos mo-lesta seriamente. Mencionamos esto porqueresulta que hemos costado muchísimo dinero,y estamos convencidos de que al propietariono le gustará que seamos tratados de esta ma-nera tan frívola.

-Me temo que por el momento el asuntoestá fuera de las manos del propietario -intervino el vapor deslizándose en el conden-sador-. Estáis en vuestras propias manos hastaque mejore el tiempo.

-A mí el tiempo no me importa-dijo desdeabajo una voz baja y plana-. Lo que me estárompiendo el corazón es esta maldita carga.Soy la traca de aparadura, y debo saber algopuesto que mi tamaño dobla el de casi todaslas otras.

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La traca de aparadura es la plancha másbaja del fondo del barco, y la del Dimbula erade acero suave y media casi veinte milímetros.

-El mar me empuja hacia arriba de unamanera que nunca habría esperado -gruñó latraca-, pero la carga me empuja hacia abajo, yentre los dos no sé lo que se supone debohacer.

-En caso de duda, resiste -rugió el vapordirigiéndose a las calderas.

-Sí, pero aquí abajo sólo hay oscuridad,frío y apresuramiento; ¿cómo voy a saber silas otras planchas están cumpliendo su deber?He oído decir que las chapas de amurada notienen más que ocho milímetros de espesor...yo diría que resulta escandaloso.

-Estoy de acuerdo contigo -dijo una enor-me bulárcama de la escotilla de carga princi-pal. Era más alta y gruesa que las demás, y securvaba en la mitad del barco en forma demedio arco sujetando la cubierta donde habíaestado el bao cuando la carga subía y bajaba-.

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Trabajo sin el menor apoyo, y observo que soyla única fuerza de este barco hasta donde mealcanza la vista. Te aseguro que la responsabi-lidad es enorme. Creo que el valor de la cargaen dinero supera las ciento cincuenta mil li-bras. ¡Piensa en ello!

-Y cada una de las libras depende de miesfuerzo personal -intervino una válvula detoma de aguas marina que comunicaba direc-tamente con el agua exterior y estaba asentadano muy lejos de la traca de aparadura-. Meregocijo al pensar que soy una válvula Prince-Hyde, con las mejores cubiertas de cauchoPará. Me protegen cinco patentes, esto lomenciono sin orgullo, cinco patentes diferen-tes, cada una mejor que la otra. De momentoestoy atornillada. Si me abriera, os hundiríaisinmediatamente. ¡Esto es incontrovertible!

Los objetos patentados utilizan siemprelas palabras más largas que pueden. Es untruco que han aprendido de sus inventores.

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-Eso sí que es nuevo -exclamó una gruesabomba de sentina centrífuga-. Pues yo tenía laidea de que te empleaban para limpiar la cu-bierta y cosas así. Al menos yo te he utilizadopara eso más de una vez. He olvidado el nú-mero exacto de litros, varios miles, que se mepermite arrojar por hora; pero os aseguro, misquejosos amigos, que no existe el menor peli-gro. Yo sola soy capaz de eliminar toda canti-dad de agua que pueda llegar hasta aquí. ¡Porlas Máximas Entregas, la arrojaremos!

El mar se estaba poniendo a punto. Sopla-ba un fuerte viento del oeste bajo jirones decielo verde estrechados por todas partes porgruesas nubes grises; y el viento mordía comopinzas, desgastando la espuma y convirtién-dola en encaje en los costados de las olas. -Tedigo que es eso -telefoneaba el trinquete a susrefuerzos metálicos-. Estoy aquí arriba y pue-do tener una visión desapasionada de las co-sas. Se trata de una conspiración organizadacontra nosotros. Estoy seguro de ello porque

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todas y cada una de estas olas se dirigen hacianuestra proa. El mar entero está comprome-tido en ello, lo mismo que el viento. ¡Es horri-ble!

-¿Qué es lo que es horrible? -preguntó unaola ahogando al cabrestante por centésimavez.

-Esta conspiración que habéis organizado -contestó ahogándose el cabrestante y ponién-dose de parte del mástil.

-¡Burbujas y rocío marino organizados! Hahabido una depresión en el Golfo de México.¡Excusadme!

Saltó por encima de la borda, pero susamigas se fueron pasando la historia unas aotras.

-Que ha avanzado... -dijo una ola que ele-vó sus aguas verdes por encima de la chime-nea.

-Hasta el Cabo de Hatteras... -añadió ane-gando el puente.

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-Y ahora va al mar... al mar... al mar -latercera se convirtió en tres oleadas que hicie-ron un barrido limpio de un barco, el cual sepuso boca abajo y se hundió en la oscuridadde cabo a rabo mientras las cascadas que seformaron azotaban los pescantes.

-Esto es todo lo que hay -dijo el agua blan-ca, como hirviendo, rugiendo a través de losimbornales-. En nuestros actos no hay inten-ción alguna. Tan sólo somos corolarios meteo-rológicos.

-¿Y va a ponerse peor? -preguntó el anclade proa encadenada a la cubierta, donde sólopodía respirar una vez cada cinco minutos.

-No lo sabemos, es imposible decirlo. Elviento puede soplar un poco a medianoche.Pero muy agradecida. Adiós.

La ola que hablaba con tanta cortesía reco-rrió alguna distancia y se encontró revuelta enel centro de cubierta, una especie de depresiónentre las altas amuras. Una de las planchas deamura, que oscilaba sobre goznes para abrirse

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hacia el exterior, se había abierto y con unchasqueo limpio devolvía al mar el agua quehabía entrado.

-Es evidente que me han hecho para esto -dijo la plancha volviendo a cerrarse con unchasquido de orgullo-. ¡Oh no, por favor no lohagas, amiga mía!

La cresta de una ola intentaba penetrardesde el exterior, pero como la plancha nopodía abrirse en esa dirección, el agua, derro-tada, retrocedió.

-No está mal para tener un grosor de ochomilímetros -comentó la plancha de amura-.Veo que mi trabajo está pensado para la noche-añadió y empezó a abrirse y cerrarse con elmovimiento del barco, tal como tenía quehacer.

-No podrás decir que estamos ociosas -gruñeron todas las estructuras juntas cuandoel Dimbula se subió sobre una ola grande,quedó de costado sobre la cresta y se lanzósobre la depresión siguiente, girando en el

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descenso. El agua creció enormemente bajo suárea media, por lo que proa y popa quedaronlibres sin nada que les apoyara. Entonces, unaola juguetona le empujó por la proa, y otrapor la popa, mientras el resto del agua seapartaba de debajo sólo para ver cómo actua-ba; de modo que quedó sostenida sólo por losdos extremos, y el peso de la carga y la ma-quinaria recayó sobre las vagras de pantoque.

-¡Aflojad! ¡Aflojad los que estáis ahí! -rugióla traca de aparadura-. Quiero tres milímetrosde juego limpio. ¿Me oís, remaches?

-¡Aflojad! ¡Aflojad! -gritaron las vagras depantoque-. ¡No nos empujéis con tanta fuerzacontra las estructuras!

-¡Aflojad! -gruñeron las tablas del bao decubierta cuando el Dimbula empezó a girar demanera temible-. Nos aplastáis las rodillascontra las vagras, y no podemos movernos.Aflojad, estorbos de cabeza plana.

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En ese momento dos mares convergenteschocaron contra la proa, uno por cada lado,dividiéndose en torrentes estruendosos.

-¡Aflojad! -rugió el mamparo de colisióndelantero-. Quiero recogerme, pero me en-cuentro atrapado en todas las direcciones.Aflojad, sucias virutas de forja. ¡Dejadme res-pirar!

Los cientos de planchas que están sujetoscon remaches a las estructuras, y forman lapiel exterior de un vapor, repitieron como uneco la llamada, pues cada plancha quería mo-verse y deslizarse un poco, y cada plancha, deacuerdo con su posición, se quejaba contra losremaches.

-¡No podemos evitarlo! ¡No podemos! -murmuraron los remaches a modo de res-puesta-. Estamos aquí para manteneros fijas, yvamos a hacerlo; nunca tiráis de nosotros dosveces en la misma dirección. Si nos dijeraisqué es lo que ibais a hacer en el momento si-

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guiente, trataríamos de adaptarnos a vuestrasideas.

-Por lo que yo puedo sentir, cada hierroque está cerca de mí empuja o tira en direc-ciones opuestas -dijo la plancha de la cubiertasuperior, y eso que tenía un espesor de cienmilímetros-. ¿Qué sentido tiene eso? Amigosmíos, tiremos todos juntos.

-Tira en la dirección que más te guste, contal de que no trates de experimentar sobre mí-rugió la chimenea-. Para mantenerme fija ne-cesito siete cuerdas metálicas tirando de mí endirecciones distintas. ¿No es así?

-¡Te creemos, joven! -silbaron los refuerzosde la chimenea por entre sus dientes apreta-dos, vibrando por causa del viento desde laparte superior de la chimenea hasta la cubier-ta.

-¡Absurdo! Debemos tirar todos juntos -repitieron las cubiertas-. Tirar todos juntos alo largo.

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-Muy bien, entonces deja de tirar hacia loslados cada vez que te entra agua -dijeron lostrancaniles-. Contentaos con ir graciosamentehacia delante y atrás y curvaos en los extre-mos como hacemos nosotros.

-¡No, sin curvas en los extremos! Una cur-va muy ligera y bien hecha de un lado al otro,con un buen agarre en cada rodilla, y peque-ñas piezas soldadas encima-dijeron las vigasde cubierta.

-¡Qué disparate! -gritaron las columnas dehierro de la bodega profunda y oscura-.¿Quién ha oído hablar nunca de curvas? Hayque estar bien rectos; ser una columna absolu-tamente redonda y soportar toneladas de pesosólido... ¡así! ¡Atención allí! -exclamaroncuando la mar gruesa chocó con la cubiertasuperior y las columnas se pusieron rígidaspor la carga.

-Estar rígido de arriba abajo no está mal -intervinieron las estructuras que iban en esadirección a los lados del barco-, pero también

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hay que expandirse hacia los lados. La expan-sión es la ley de la vida, hijos. ¡Abiertos haciafuera! ¡Abiertos hacia fuera!

-¡Regresad! -dijeron con un grito salvajelas vigas de cubierta cuando el impulso as-cendente del mar trataba de abrir las estructu-ras-. ¡Regresad a vuestros cojinetes, hierros demandíbulas flojas!

-¡Rigidez! ¡Rigidez! ¡Rigidez! -aporreabanlos motores-. ¡Una rigidez absoluta e invaria-ble! ¡Rigidez!

-¡Ya veis! -gimieron a coro los remaches-.No hay dos de vosotros que hayan tiradonunca así, y.. y nos culpáis de todo a nosotros.Lo único que sabemos es cómo traspasar unaplancha y agarrar por ambos lados para queno pueda moverse, no deba moverse y no semueva.

-En todo caso sólo tengo de huelgo unafracción de pulgada -dijo triunfante la traca deaparadura. Así que tenía huelgo, y todo el

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fondo del buque se sintió más tranquilo porello.

-Pues nosotros no servimos -sollozaron losremaches del fondo-. Se nos había ordenado...ordenado, que no cediéramos nunca; ¡y esta-mos cediendo, así que el mar entrará y nosiremos todos juntos al fondo! Primero se nosculpaba de todo lo desagradable, y ahora notenemos el consuelo de haber hecho nuestrotrabajo.

-No digáis que no os lo dije-susurró conso-ladoramente el vapor-. Pero, entre vosotros yyo y la última nube de la que procedo, teníaque suceder más pronto o más tarde. Teníaisque ceder una fracción, y la habéis cedido sinsaberlo. Ahora, a sujetar como antes.

-¿Y de qué va a servir? -preguntaron va-rios cientos de remaches-. Hemos cedido...hemos cedido; y cuanto antes confesemos queno podemos mantener unido el barco, y nossalgamos de nuestras pequeñas cabezas, más

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sencillo será todo. No hay remache forjadoque pueda soportar esta tensión.

-Un remache solo no está pensado paraeso. Compartidlo entre todos -respondió elvapor.

-Los otros pueden quedarse con mi parte.Yo voy a salirme -dijo un remache situado enuna de las planchas delanteras.

-Si lo haces, los otros te seguirán -silbó elvapor-. En un barco no hay nada tan contagio-so como el que los remaches empiecen a salir-se. Conocí a un chavalillo como tú -aunquetenía un grosor de tres milímetros- que estabaen un vapor -me acuerdo con certeza de queera sólo de novecientas toneladas, ahora quepienso en ello- situado exactamente en elmismo lugar que tú. Se salió en medio de unaburbuja marina, ni la mitad de mala que ésta,y entonces empezaron a hacer lo mismo todossus amigos de la misma cubrejunta, con lo quelas planchas se abrieron como la puerta de unhorno y yo tuve que ascender al banco de nie-

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bla más cercano mientras el barco se sumer-gía.

-Eso sí que resulta especialmente desagra-dable -dijo el remache-. ¿Más grueso que yo yen un vapor de la mitad de nuestro tonelaje?¡Valiente clavija delgaducha! Siento vergüen-za por la familia, señor -añadió asentándosecon mayor firmeza que nunca en su lugar,mientras el vapor sofocaba una risa.

-Ya ves -siguió diciendo con gravedad-, unribete, y sobre todo uno que esté en tu posi-ción, realmente es la única parte indispensabledel barco.

El vapor no añadió que le había susurradolo mismo a cada una de las piezas metálicasque había a bordo. No tenía sentido decir ex-cesivamente la verdad.

Todo ese rato el vendaval llegó a su peorestado, por lo que el pequeño Dimbula amura-ba y viraba, se mecía, se lanzaba mortalmentey se abandonaba como si fuera a morir, paraluego levantarse como si le hubieran picado y

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empezar a dar vueltas y vueltas por el morroen círculos media docena de veces mientras sesumergía. A pesar de la espuma blanca de lasolas estaba negro como el carbón, y para col-mo la lluvia comenzó a caer fuertemente hastael punto de que no era posible ver la manoque tenías delante del rostro. Eso no importa-ba mucho para las piezas metálicas de abajo,pero inquietaba muchísimo al trinquete.

-Ahora todo ha terminado -dijo éste contristeza-. La conspiración es demasiado fuertepara nosotros. No nos queda más que...

-¡Hurra!¡Brrrraah!¡Brrrrrrp!-rugió el vapora través de la sirena hasta que las cubiertas seestremecieron-. No os asustéis los de ahí aba-jo. Sólo soy yo que estoy lanzando unas cuan-tas palabras por si acaso algún otro barco varodando por ahí esta noche.

-No querrás decir que puede haber al-guien además de nosotros en el mar con estetiempo -dijo la chimenea con un gangueo se-co.

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-Docenas de ellos -contestó el vapor acla-rándose la garganta-. ¡Rrrrrraaa! ¡Brraaaaa!¡Prrrrp! Hace un poco de viento aquí arriba; ¡ypor las grandes calderas, cómo llueve!

-Nos estamos ahogando -dijeron los im-bornales. No habían estado haciendo otra cosaen toda la noche, pero esa fuerte cortina delluvia sobre ellos parecía ser el fin del mundo.

-No pasa nada. Será mas fácil dentro deuna o dos horas. Primero llega el viento y lue-go la lluvia: ¡Pronto podréis haceros a la velade nuevo! ¡Grrraaaaah!¡Drrrraaaa! ¡Drrrp!Meparece que el mar ya se está calmando. Si lohace aprenderéis algo sobre el balanceo. Hastaahora sólo hemos cabeceado. A propósito,vosotros, los de la bodega, ¿no os encontráisahora un poco más cómodos?

Había tantos gemidos y tensiones comosiempre, pero ahora el tono no era tan fuerte ochirriante; y cuando el barco se estremecía nose sacudía con rigidez, como un atizador algolpear en el suelo, sino que cedía con un ba-

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lanceo pequeño y flexible como un palo degolf perfectamente equilibrado.

-Hemos hecho un descubrimiento de lomás sorprendente -se decían las vagras unas aotras-. Un descubrimiento que cambia total-mente la situación. Hemos descubierto, porprimera vez en la historia de la construcciónde buques, que el tirón interior de las vigas decubierta y el empuje exterior de las estructurasnos encierra, por así decirlo, mucho mejor ennuestros lugares, y nos permite soportar unatensión que carece de paralelo en los registrosde la arquitectura marina.

Rápidamente el vapor convirtió una riso-tada en un estruendo a través de la sirena:

-Qué intelecto tan desarrollado tenéis lasvagras -dijo suavemente cuando la sirena dejóde sonar.

-También nosotros somos descubridores ygenios -intervinieron las vigas de cubierta-.Somos de la opinión de que el apoyo de lospilares de la bodega nos ayuda realmente.

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Vemos que nos ajustamos sobre ellos cuandoel peso del mar arriba resulta especialmentefuerte y singular.

En ese momento el Dámbula se lanzó sobreuna depresión que había casi a su costadoenderezándose abajo del todo con un tirón yun espasmo.

-¿Y te das cuenta, vapor, de que en estoscasos las planchas de proa, y sobre todo las depopa, aunque también mencionaríamos elsuelo que tenemos debajo, nos ayudan a resis-tir cualquier tendencia a combarnos? -dijeronlas estructuras con esa voz solemne y respe-tuosa que utiliza la gente que acaba de encon-trar por primera vez algo absolutamente nue-vo.

-Sólo soy un pobre y pequeño osciladorhinchando -contestó el vapor-, pero en minegocio tengo que resistir muchísima presión.Todo esto es de lo más interesante. Decidnosalgo más, vosotros sois tan fuertes.

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-Obsérvanos y verás -dijeron las planchasde proa orgullosamente-. ¡Preparados ahíatrás! ¡Aquí vienen el padre y la madre detodas las olas! ¡Sujetaos todos los remaches!

Atronó una imponente ola encrestada, pe-ro entre la refriega y la confusión, el vaporpudo escuchar los gritos bajos y rápidos de losmetales cuando les atacaban las diversas ten-siones, gritos como éstos:

-¡Aflojad ahora, aflojad! ¡Ahora empujadcon toda la fuerza! ¡Resistid! ¡Ceded una frac-ción! ¡Empujad hacia arriba! ¡Tirad haciaadentro! ¡Impulso a través! ¡Prestad atención ala tensión de los extremos! ¡Sujetad ahora!¡Tensad! ¡Que salga el agua de abajo... ahí va!

La ola se perdió en la oscuridad gritando:-¡No está mal para ser vuestro primer via-

je!El barco, zambullido y empapado, palpi-

taba con el latido de las máquinas de su inter-ior. Los tres cilindros estaban blancos por laespuma salada que había caído por la escotilla

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de la sala de máquinas: había una capa blancasobre las tuberías de vapor envueltas en lien-zo, e incluso estaban manchadas las piezas delatón de la zona más inferior; pero los cilin-dros habían aprendido a obtener el máximopartido de un vapor que era agua a medias, loque les permitía seguir golpeando alegremen-te.

-¿Cómo le va al más noble resultado delingenio humano? -preguntó el vapor mientrasgiraba a través de la sala de máquinas.

-Nada es gratis en este mundo de aflicción-contestaron los cilindros como si llevarantrabajando varios siglos-. Aunque es muy po-co para una culata de setenta y cinco libras.¡En la última hora y cuarto hemos hecho dosnudos! Bastante humillante para ochocientoscaballos de potencia, ¿no te parece?

-Bueno, en cualquier caso es mejor que ir ala deriva. Parecéis menos... ¿cómo lo diría?...Menos rígidos ahí atrás de lo que estabais.

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-Si te hubieran martilleado como a noso-tros esta noche, tampoco estarías muy ríg-ríg-rígido. Teóri-teóri-camente, desde luego, loimportante es la rigidez. Pero prácti-prácticamente tiene que haber un poco deceder y recibir. Hemos descubierto eso traba-jando sobre nuestros costados durante cincominutos se-seguidos. ¿Cómo está el tiempo?

-El mar se calma rápidamente -contestó elvapor. -Buen asunto -dijo el cilindro de altapresión-. A vapulearla, chicos. Nos dan cincolibras más de vapor. -Y empezó a tararear losprimeros compases de «Said the young Oba-diah to the old Obadiah))1, que ya os habréisdado cuenta de que se trata de una de las me-lodías favoritas de los motores que no hansido construidos para la máxima velocidad.Los vapores de carreras con tripulación doblecantan «The Turkish Patrol» 2 y la obertura de

1 Obadiah. Canción de una comedia musical contem-poránea.

2 La patrulla turca. Marcha contemporánea.

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«Bronze Horse» 3 y «Madame Angot»4 hastaque algo va mal, y entonces entonan la «Mar-cha funeral de Marionette»5 de Gounod, perocon algunas variaciones.

-Un buen día aprenderéis a cantar unacanción propia -dijo el vapor mientras ascen-día por la sirena en un último bramido.

Al siguiente día se aclaró el cielo y el marmejoró un poco, de modo que el Dimbula em-pezó a mecerse de un lado a otro hasta quetodos y cada uno de los centímetros de metalque llevaba se sintieron enfermos y mareados.Pero por suerte no se marearon todos al mis-mo tiempo: de haber sido así se habría abiertocomo una caja de papel mojado.

3 El caballo de bronce. Ópera de Daniel Fran-çois Esprit Auber (1782-1871).

4 Madame Angot. ópera ligera francesa popu-lar en la época.

5 Marionette. Una marcha de Charles-François Gounod (1818-93).

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El vapor silbó diversas advertencias mien-tras seguía con sus asuntos: en este mecimien-to rápido y breve que sigue a la mar gruesa escuando se producen la mayoría de los acci-dentes, pues entonces todo el mundo piensaque lo peor ha pasado y baja la guardia. Asíque charló y conversó hasta que las vigas, lasestructuras, los suelos y las vagras y todas lascosas habían aprendido a abrirse y cerrarseunos sobre otros, para soportar así aquel tiponuevo de tensión.

Tuvieron mucho tiempo para practicar,pues estuvieron dieciséis días en el mar, y eltiempo fue malo hasta cien millas antes deNueva York. El Dimbula recogió al práctico yentró en el puerto cubierto de sal y óxido roji-zo. Su chimenea era de un color gris sucio dearriba abajo; se habían perdido dos botes; tresventiladores de cobre parecían sombrerosdespués de un enfrentamiento con la policía;el puente tenía un hoyuelo en su mitad; lacabina que cubría el mecanismo de gobierno

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de vapor parecía haber sido partida con ha-chas; había una lista de reparaciones pequeñasde la sala de máquinas que era casi tan largacomo el eje de la hélice; cuando quitaron elenrejado de hierro que la cubría, la escotilla decarga delantera se deshizo en astillas del ta-maño de duelas; el cabrestante de vapor pa-recía arrancado de cuajo. En resumen, tal co-mo dijo el patrón, consiguió «una buena me-dia general».

-Pero ha perdido la rigidez -le dijo al señorBuchanan-. Pese a toda la carga fija, navegócomo un yate. ¿Recuerda ese último golpe deviento en los Banks?6 Estoy orgulloso del bar-co, Buck.

-Es muy bueno -añadió el jefe de máqui-nas contemplando las deshechas cubiertas-.Un hombre que juzgara las cosas superficial-mente diría que somos una ruina, pero noso-tros sabemos que no es así... por experiencia.

6 Banks. Las zonas de pesca de Terranova.

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Como es natural, todo en el Dimbula pare-cía bastante estirado por el orgullo, y el trin-quete y el mamparo de colisión delantero, queson seres de empuje, rogaban al vapor queadvirtiera de su llegada al puerto de NuevaYork:

-Díselo a esos grandes barcos que nos ro-dean. Parecen considerarnos como algo nor-mal.

Era una mañana tranquila, clara y glorio-sa, y en fila de a uno, con menos de un kiló-metro de distancia en los intervalos, tocabanlas bandas y los remolcadores gritaban y seondeaban pañuelos mientras el Majestic, elParís, el Touraine, el Servia, el Kaiser WilhelmHy el Werkendam salían todos majestuosamen-te al mar. Cuando el Dimbula viró el timónpara dejar paso a los grandes barcos, el vapor(que sabe demasiado como para que no leimporte hacer una exhibición de vez en cuan-do) gritó:

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-¡Oíd! ¡Oíd! ¡Oíd! ¡Príncipes, duques y ba-rones de los mares abiertos! ¡Sabed que somosel Dimbula, tras quince días y nueve horasdesde Liverpool, que hemos cruzado el Atlán-tico con tres mil toneladas de carga por prime-ra vez en nuestra vida! No hemos zozobrado.Estamos aquí. ¡Eer!¡Eer! No hemos sido des-aparejados. ¡Y hemos tenido un tiempo quecarece de igual en los anales de la construc-ción de barcos! ¡Nuestras cubiertas fueronbarridas! ¡Amorramos y cabeceamos! ¡Creí-mos que íbamos a morir! ¡Ja, ja! Pero no fueasí. Deseamos dar a conocer que hemos llega-do a Nueva York a través del Atlántico con elpeor tiempo del mundo. ¡Y somos el Dimbula!¡Somos... ja, ja, ja...!

La hermosa línea de barcos siguió adelan-te tan majestuosamente como la procesión delas estaciones. El Dimbula oyó que el Majesticdecía «¡HmpM>, el Paris gruñía «¡How!», y elTouraine decía «¡Oui!» con un poco de la vaci-lación coqueta de un vapor; y el Servia decía

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«iHaw!», y el Kaiser y el Werkendam añadían«¡Hoch!» a la manera holandesa, y eso fue to-do.

-Hice todo lo posible, pero creo que nohan quedado muy impresionados con noso-tros -explicó con gravedad el vapor-. ¿No osparece?

-Es verdaderamente desagradable -intervinieron las planchas de proa-. Podíanhaber visto lo que hemos hecho. No hay unsolo barco en el mar que haya sufrido comonosotros, ¿no te parece?

-Bueno, yo no llegaría a decir tanto -respondió el vapor-, pues he trabajado en al-guno de esos barcos y les he hecho avanzarcon un tiempo tan malo como el que tuvimosesta quincena durante seis días; y creo quealgunos de ellos apenas sobrepasan las diezmil toneladas. Por ejemplo he visto al Majesticsumergido desde la proa hasta la chimenea; yhe ayudado al Arizona, creo que era ése, paraalejarse hacia atrás de un iceberg con el que se

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encontró una noche oscura; y un día tuve queescapar de la sala de máquinas del Paris por-que allí dentro había treinta pies de agua.Evidentemente, no niego...

El vapor se calló de repente cuando unremolcador que llevaba un club político y unabanda de música, que había acudido paradespedir a un senador de Nue va York que seiba a Europa, cruzó la proa dirigiéndose aHoboken. Se produjo un largo silencio quellegó, sin pausa alguna, desde la punta delbarco hasta las hojas de la hélice del Dimbula.

Después una voz nueva y potente dijo len-tamente, como si el propietario acabara dedespertar:

-Estoy convencido de que he sido un estú-pido.

El vapor se dio cuenta enseguida de lo quehabía sucedido; pues cuando un barco se en-cuentra a sí mismo toda la conversación de lasdistintas piezas cesa para convertirse todo enuna sola voz, que es el alma del barco.

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-¿Quién eres? -preguntó riendo.-Soy el Dimbula, desde luego. Nunca he si-

do otra cosa más que eso... ¡salvo un estúpido!El remolcador, que había dado lo mejor de

sí mismo para evitar la colisión, se apartó jus-to a tiempo mientras su banda tocaba con ve-hemencia, pero poca armonía, una melodíapopular pero poco refinada:

En los tiempos del viejo Ramsés: ¿estás deacuerdo?

En los tiempos del viejo Ramsés: ¿estás deacuerdo?

En los tiempos del viejo Ramsés,esa historia tenía paresia,¿estás de acuerdo, estás de acuerdo, estás

de acuerdo?

-Bien; me alegro de que te hayas encon-trado a ti mismo -dijo el vapor-. La verdad esque estaba un poco cansado de tener quehablar con todas esas cuadernas y vagras.

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Ahora viene la cuarentena. Después iremos anuestro muelle a limpiar un poco y.. el próxi-mo mes volveremos a hacerlo.

UN ERROR EN LA CUARTA DIMEN-SIÓN

Antes de cumplir los treinta años descu-brió que no había nadie que se entretuvieracon él. Aunque en su cuenta se acumulaba lariqueza de tres laboriosas generaciones, aun-que sus gustos en materia de libros, guar-nicíones, alfombras, espadas, bronces, lacas,cuadros, láminas, estatuas, caballos, conserva-torios y agricultura eran refinados y católicos,la opinión pública de su zona quería saber porqué no asistía diariamente a los oficios tal co-mo había hecho su padre antes de él.

Por eso huyó, y a sus espaldas gritaronque era un anglomaníaco carente de patrio-tismo, nacido para consumir los frutos que

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otros habían sembrado y ca rente por comple-to de espíritu público. Llevaba monóculo; al-rededor de su casa de campo había construidoun muro con una alta puerta que se manteníacerrada, en lugar de invitar a América a sen-tarse en sus lechos de flores; pedía la ropa aInglaterra; y la prensa de la ciudad en la queresidía le maldijo durante dos días consecuti-vos por diversos motivos, desde su monóculohasta sus pantalones.

Cuando volvió a salir a la luz lo hizo enPiccadilly, donde ni las tiendas de un ejércitoinvasor llamarían la atención. Si tenía dinero ytiempo libre, Inglaterra estaba dispuesta adarle todo lo que podía comprarse con dineroy tiempo. Pagado ese precio, la nación noharía preguntas. Tomó su talonario de che-ques y las cosas acumuladas, al principio conprecaución, pues recordaba que en Américalas cosas poseen al hombre. Pero descubriócomplacido que en Inglaterra podía poner suspertenencias bajo los pies; pues clases, rangos

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y denominaciones de personas surgían, porasí decirlo, de la tierra y silenciosa y discreta-mente se hacían cargo de sus posesiones.Habían nacido y habían sido educados con eseúnico propósito: ser siervos del talonario decheques. Cuando éste terminaba, desaparecí-an tan misteriosamente como habían apa-recido.

La impenetrabilidad de esta vida reguladale irritaba, y se esforzó por aprender algo delaspecto humano de esas gentes. Se retiró frus-trado, decidido a que le formaran sus domés-ticos. En América, lo nativo desmoraliza alcriado inglés. En Inglaterra, el criado educa alamo. Wilton Sargent se esforzó por aprendertodo lo que le enseñaron con el mismo ardorcon el que se había esforzado su padre paraarruinar, antes de ser capturado, el ferrocarrilde su tierra natal; y debió de haber algunagota de la antigua sangre de bandido del fe-rrocarril que le hizo comprar, por un pedazode pan, Holt Hangers, cuyo prado de cuarenta

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acres, como sabe todo el mundo, desciendeaterciopeladamente hasta las cuatro vías delFerrocarril Gran Buchoman. Los trenes pasa-ban casi continuamente, produciendo unzumbido de abeja durante el día y un aleteode potentes alas durante la noche. El hijo deMerton Sargent tenía buenas razones paraestar interesado por ellos. Poseía capital ma-yoritario en varios miles de millas de vía -víano permanente1- construidas en planes total-mente diferentes, sobre las que las locomoto-ras silbaban eternamente en los pasos a nivel2,y los coches-salón3 de fabuloso costo e inquie-tante diseño patinaban en curvas que el Gran

1 Via no permanente. En Estados Unidos la ne-cesidad de construir ferrocarriles que recorrie-ran grandes distancias significó con frecuenciaque la calidad de la vía era inferior a la de Ingla-terra.2 Pasos a nivel. Porque no había puertas.

3 Coche-salón. Vagones más que lujosos queincluían hasta sillones giratorios.

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Buchonian hubiera considerado insegurasincluso en una vía de construcción4. Desde elborde de su prado podía divisar los metalessobre cojinetes5 cayéndose, rígidos como unacuerda de arco, sobre el valle del Prest, tacho-nado por la larga perspectiva de las señales debloqueo6, estribadas con piedra y llevadas,muy por encima de todo posible riesgo, sobreun terraplén de doce metros.

Por sí mismo se habría construido un co-che privado, y lo habría guardado en la esta-ción de ferrocarril más próxima, AmberleyRoyal, situada a cinco millas. Pero aquellos en

4 Vía de construcción. Vía temporal construida para eltransporte de hombres y materiales para el trazado de lavía permanente.5 Metales sobre cojinetes. Los metales son los raíles, ysobre cojinetes porque se montan sobre cojinetes de aceroatornillados sobre las traviesas.6 Señales de bloqueo. Señales que rigen el sistema debloqueo, mediante el cual la línea se divide en secciones yningún tren puede entrar en una sección hasta que éstaestá libre.

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cuyas manos se había puesto para su forma-ción inglesa sabían muy poco de ferrocarriles,y todavía menos de coches privados. De losferrocarriles sólo sabían que era algo que exis-tía dentro del plan de las cosas dispuestaspara su conveniencia. Y en cuanto al cocheprivado consideraban que era «claramenteamericano»; y con la versatilidad de su razaWilton Sargent había decidido ser algo másinglés que el inglés.

Lo logró hasta un punto admirable.Aprendió a no redecorar Holt Hangers, aun-que lo caldeó; a dejar solos a sus invitados; aevitar las presentaciones superfluas; a aban-donar los modales, que tenía en abundancia, yretenerse de un modo que sólo podía conse-guirse tras grandes esfuerzos. Aprendió a de-jar que otras personas, contratadas con esosfines, atendieran los deberes por los que se lespagaba. Y gracias a un peón caminero de lafinca aprendió que todo hombre con el que élentrara en contacto tenía una posición fija en

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la esfera de la realidad que Wilton haría bienen conocer previamente. Y el último misteriode todos, aprendió a jugar bien al golf7; ycuando un americano aprende el significadomás íntimo de la frase «Sin presión, lentamen-te hacia atrás, manteniendo la mirada en lapelota», para cualquier propósito práctico haperdido su nacionalidad.

La otra parte de su educación se produjoen los niveles más agradables. ¿Estaba intere-sado por cualquier cosa concebible existentearriba en el cielo, o bajo la tierra, o en lasaguas que había debajo de la tierra? Ensegui-da se presentaban en su mesa, guiado por lasmanos seguras en las que se había dejado caer,exactamente aquellos hombres que mejorhabían hablado, hecho, escrito, explorado,excavado, construido, lanzado, creado o estu-

7 Golf. En los tiempos de Kipling se conside-raba que el golf era un deporte muy inglés, queapenas se jugaba en Estados Unidos.

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diado acerca de esa cosa: pastores de libros eimpresos del Museo Británico; especialistas enescarabajos, cartuchos y dinastías egipcias;viajeros e invasores en el corazón de tierrasdesconocidas; toxicólogos; buscadores de or-quídeas; autores de monografías sobre herra-mientas de pedernal, alfombras, el hombreprehistórico o la música de principios del Re-nacimiento. Acudían y hablaban con él. No lehacían preguntas; tenían tanto interés comoun alfiler por saber quién o qué era él. Sólopedían que fuera capaz de hablar y escucharcortésmente. Su trabajo lo hacían en otra par-te, fuera de su vista.

También estaban las mujeres.Nunca americano alguno ha visto Inglate-

rra como yo la estoy viendo -dijo para sí mis-mo Wilton Sargent. Y después pensó, sonro-jándose bajo las ropas de cama, en los díasllamativos y degenerados en los que acudía asu despacho bajando por el Hudson en su yatede vapor de alta mar de mil doscientas tone-

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ladas, y llegaba escalonadamente a BleeckerStreet sujeto a una correa de cuero entre unalavandera irlandesa y un anarquista alemán.Si alguno de sus huéspedes le hubiera visto,habría exclamado: «¡Qué claramente america-no!», y.. a Wilton no le interesaba ese estilo. Sehabía educado para dar un paseo inglés, ypara tener, siempre que no la elevara, una vozinglesa. No gesticulaba con las manos; se sen-taba en mitad del mayor de sus entusiasmos,pero no podía liberarse del shibboleth8. Solíapedir salsa Worcestershire, y ni siquieraHoward, su inmaculado mayordomo, consi-guió quebrar esa costumbre.

8 Shibboleth. Costumbre, frase o uso del len-guaje que distingue a los miembros de una clasesocial, profesión... el término, hebreo, procededel Antiguo Testamento y lo utilizaban los gi-leaditas como prueba contra los efraimitas, queno sabían pronunciar el sonido «sh».

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Se había decretado que completara sueducación de una manera salvaje y maravillo-sa, y que yo participara en ello a toda costa.

En más de una ocasión Wilton me habíapedido que acudiera a Holt Hangers con elpropósito de enseñarme lo bien que le iba lanueva vida; y en cada ocasión había afirmadoyo que carecía de dobleces. Su tercera invita-ción fue más informal que las anteriores yhacía mención de un asunto del que deseabaen gran manera mi simpatía o consejo, o am-bas cosas. Cuando un hombre empieza a to-marse libertades con su nacionalidad puedecometer infinidad de errores; por eso acudíesperando algo especial. En Amberley Royalme aguardaban un carrito de dos asientos ydos metros y un mozo de cuadras vestido conla librea negra de Holt Hangers. En Holt Han-gers me recibió una persona elegante y reser-vada que me condujo hasta mi lujoso dormi-torio. No había otros invitados en la casa yaquello me hizo pensar.

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Wilton entró en mi habitación media horaantes de la cena y, aunque su rostro estabaenmascarado por la gruesa cortina de unaindiferencia muy trabajada, pude darme cuen-ta de que no se sentía tranquilo. Con tiempo,pues entonces era casi tan difícil de conmovercomo cualquier otro de mis compatriotas, ex-traje la siguiente historia, simple en su extra-vagancia y extravagante en su simplicidad.Por lo visto Hackman, del Museo Británico,había estado con él unos diez días antes fanfa-rroneando sobre escarabajos. Hackman pa-recía tener la capacidad de llevar antigüeda-des realmente valiosísimas en el anillo de lacorbata y en los bolsillos del pantalón. Por lovisto había interceptado algo dirigido al Mu-seo Bulak9 que, según decía él, era «Un autén-tico Amen-Hotep: un escarabajo de la reina de

9 Museo Bulak. El museo de antigüedades deEgipto estuvo en Bulak, un barrio de El Cairo,entre 1858-1890.

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la Cuarta Dinastía»10. Y Wilton había compra-do a Cassavetti, cuya reputación está por en-cima de toda sospecha, un escarabajo delmismo escarabeido y lo había dejado en suestancia de Londres. Aventurándose, aunqueconocía a Cassavetti, Hackman afirmó que erafalso. Se produjo una larga discusión de sabioversus millonario en la que uno decía: «Sé queno es posible», a lo que contestaba el otro:«Pues yo puedo demostrarlo y lo demostra-ré».

A Wilton le pareció necesario, para la sa-tisfacción de su alma, acudir en ese mismomomento a la ciudad, de la que le separabancuarenta millas, para traer el escarabajo antesde la cena. En ese punto fue cuando comenzóa tomar atajos, con resultados desastrosos.

10 Cuarta Dinastía. Hubo cuatro faraonesllamados AmenHotep, pero pertenecieron todosa la dinastía decimoctava. Quizás Kipling estu-viera pensando en Amen-Hotep IV

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Como la estación de Amberley Roya] estaba acinco millas de distancia, y el enjaezar los ca-ballos era cuestión de tiempo, Wilton habíadicho a Howard, el inmaculado mayordomo,que hiciera señales al siguiente tren para quese detuviera; y Howard, que era un hombrecon más recursos de los que habría considera-do su amo, cogiendo la bandera roja del no-veno agujero que cruzaba el fondo del pradohizo con ella vehementes señales al primertren en sentido ascendente, deteniéndolo. Apartir de ahí, el relato de Wilton se volvió con-fuso. Parece ser que intentó subir al indignadoexpreso, y que un guarda se lo impidió conmayor o menor fuerza, tirando de él en reali-dad hacia atrás desde la ventana de un vagóncerrado. Wilton debió de chocar contra el sue-lo con cierta vehemencia, pues tal como admi-tió las consecuencias fueron una pelea abiertajunto a las vías en la que perdió el sombrero yacabó siendo arrastrado hasta el furgón deequipajes, donde le dejaron sin aliento.

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Había intentado dar dinero a aquel hom-bre, y estúpidamente lo había explicado todosalvo su nombre. Se aferró al hecho de no darsu nombre, pues tuvo una visión de los gran-des titulares de los periódicos de Nueva York,y sabía bien que ningún hijo de Merton Sar-gent podía esperar piedad a ese lado de lasaguas. Con gran asombro de Wilton el guardase negó a aceptar el dinero diciendo que eraun asunto que le correspondía atender a laCompañía. Wilton insistió en su incógnito ypor ello encontró a dos policías esperándoleen la estación término de St. Botolph. Cuandoexpresó el deseo de comprar un sombreronuevo y telegrafiar a sus amigos, los dos poli-cías, a una sola voz, le advirtieron de que cual-quier cosa que dijera podría utilizarse comoprueba contra él; y aquello impresionó tre-mendamente a Wilton.

-Eran tan infernalmente corteses -me dijo-.Si me hubieran golpeado con la porra, no mehabría importado; pero todo era «Por aquí,

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señor» y «Suba las escaleras, por favor, señor»hasta que me metieron en la celda... me ence-rraron como a un borracho ordinario y tuveque pasarme una noche entera en un inmundoy pequeño cubículo a modo de celda.

-Eso le sucedió por no darles su nombre yno llamar a su abogado -repliqué yo-. ¿Y quéle cayó?

-Cuarenta chelines o un mes -contestó deinmediato Wilton-. A la mañana siguiente,muy hermosa, nos atendieron bien pronto.Nos juzgaban a tres por minuto. Una joven desombrero rosa, que habían traído a las tres dela mañana, fue condenada a diez días. Imagi-no que fui afortunado. Al guarda debí dehacerle perder el sentido, pues explicó al patoviejo que había en el estrado que yo le habíacontado que era un sargento del ejército yestaba recogiendo escarabajos en la vía. A esose llega cuando uno trata de explicarle algo aun inglés.

-¿Y usted?

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-Oh, no dije nada. Quería salir. Pagué lamulta, compré un sombrero nuevo y antes delmediodía de la mañana siguiente estaba aquí.En la casa había muchas personas, les contéque había sido detenido por la fuerza y empe-zaron a recordar compromisos en otros luga-res. Hackman debió de haber visto la pelea enla vía y con ella hizo toda una historia. Su-pongo que pensaron que yo era claramenteamericano... ¡el diablo les confunda! Es la úni-ca vez en mi vida que he parado un tren conuna bandera, y no lo habría hecho de no habersido por ese escarabajo. A sus viejos trenes noles hará daño que los detengan de vez encuando.

-Bueno, ahora todo ha terminado -dije yocasi sofocado por la risa-. Y su nombre no sal-drá en los periódicos. Resulta bastante tras-atlántico si piensa en ello.

-¿Terminado? -gruñó salvajemente Wil-ton-. Sólo acaba de empezar. El problema conel guarda fue algo común, un ataque ordina-

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rio... simplemente un pequeño asunto crimi-nal. Pero la detención del tren con una bande-ra pertenece al derecho civil y tiene un sig-nificado totalmente distinto. Ahora van detrásde mí por eso.

-¿Quiénes?-El Gran Buchonian. En el tribunal había

un hombre observando el caso en nombre dela Compañía. Le di mi nombre en una esquinatranquila antes de comprarme el sombrero,y... ahora va a venir a cenar; después le conta-ré los resultados.

El relato de sus desventuras había puestoa Wilton Sargent de muy mal genio, y no creoque mi conversación le hubiera apaciguado.En el curso de la cena, impulsado por un ata-que de maldad pura, me detuve con amorosainsistencia en determinados olores y sonidosde Nueva York que van directamente al cora-zón de un nativo que se encuentre en el ex-tranjero. Wilton empezó a preguntarme mu-chas cosas acerca de sus amigos de otro tiem-

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po: hombres del Club de Yates de NuevaYork, del Storm King o del Restigouche11,propietarios de ríos, ranchos y barcos para sutiempo de ocio, señores de ferrocarriles, delqueroseno, del trigo y el ganado en sus despa-chos. Cuando llegó el momento de la cremade menta, le di un cigarro peculiarmente gra-siento y atroz, de la marca que venden en elbar del Pandemonium, decorado con mosai-cos, iluminado con luz eléctrica y adornadocon caros cuadros de desnudos, y Wilton mas-ticó su extremo varios minutos antes de en-cenderlo. El mayordomo nos dejó a solas y lachimenea del cenador de tablas de roble em-pezó a soltar humo.

-¡Ésta es otra! -exclamó trasteando salva-jemente el fuego, y yo sabía a qué se refería.

11 Storm King... Restigouche. El Storm King esuna montaña que da al río Hudson, en donde selevantan grandes mansiones; Restigouche es unrío canadiense famoso por la pesca del salmón.

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No se puede tener calefacción por vapor en lascasas en las que durmió la reina Isabel. En esemomento, el traqueteo uniforme de un trencorreo nocturno que bajaba por el valle merecordó el asunto.

-¿Y qué hay del Gran Buchonian?-Venga a mi estudio. Eso es todo... por el

momento. Tenía ante mí una pila de corres-pondencia del color de los polvos Seidlitz12,quizás de más de veinte centímetros de alturay de aspecto muy profesional.

-Usted mismo puede verlo -me dijo Wil-ton-. Ahora podría coger una silla y una ban-dera roja e irme a Hyde Park a decir las cosasmás atroces sobre su Reina y predicar la anar-quía y todo eso, ya sabe, hasta quedarme ron-co: y nadie prestaría la menor atención. La

12 Polvo de color Seidlitz. Es decir, azul yblanco. Eran polvos laxantes que iban en dossobres, uno de papel azul y otro blanco, queluego tenían que mezclarse.

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policía -¡malditos sean!- me protegería si tu-viera problemas. Pero por algo tan insignifi-cante como detener con una bandera un sucio,pequeño y aserrado tren -que además cruzami finca- se me cae encima toda la Constitu-ción Británica como si hubiera vendido bom-bas. No lo entiendo.

-No más que el Gran Buchonian... aparen-temente -en ese momento estaba yo revisandolas cartas-. En ésta el superintendente de tráfi-co escribe que es absolutamente incomprensi-ble que cualquier hombre pueda... ¡por el Diosde los cielos, Wilton, usted lo ha hecho! -exclamé soltando una risita mientras seguíaleyendo.

-¿Qué es lo que le parece divertido? -preguntó mi anfitrión.

-Parece ser que usted, o Howard en sunombre, detuvo el tren del norte de las trescuarenta.

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-¿Y eso tenía que saberlo yo? Todos se lan-zaron a acuchillarme, desde el maquinistapara arriba.

-Pero es elde las tres cuarenta-el «Induna»-, seguramente habrá oído hablar del «Induna»del Gran Buchonian.

-¿Cómo diablos voy a diferenciar un trende otro? Pasan cada dos minutos.

-Cierto. Pero sucede que era el «Induna»,el único tren de toda la línea. Tiene un crono-metraje de cincuenta y siete millas por hora.Empezó a principios de los años sesenta ynunca ha sido detenido...

-¡Lo sé! Desde que llegó Guillermo el Con-quistador, o el rey Carlos se ocultó en su chi-menea. Es usted igual que el resto de los bri-tánicos. Si ha estado funcionando bien todo eltiempo, ya era hora de que lo detuvieran conuna bandera una o dos veces.

El americano que había en Wilton empe-zaba a rezumar y sus manos, pequeñas y hue-sudas, se agitaban con inquietud.

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-Suponga que hubiera detenido el EmpireState Express o el Western Cyclone.

-Supongamos que lo hubiera hecho. Co-nozco a Otis Harvey.. o al menos lo conocía.Le habría enviado un telegrama y él habríaentendido que mi caso era como el de un«ground-hog»13. Eso es exactamente lo que lesdije a esos fósiles de la Compañía Británica.

-¿Entonces ha estado respondiendo a suscartas sin consejo legal?

-Por supuesto que sí.-¡Ay, por mi santo país! Siga, Wilton.-Les escribí diciéndoles que me sentiría

muy feliz de ver a su presidente y explicárselotodo en tres palabras; pero eso no puede ser.Por lo visto su presidente debe de ser un dios.Estaba demasiado ocupado y -bueno, puedeleerlo usted mismo- quería explicaciones. El

13 Ground-Hog. Eran vaqueros que vivían en EstadosUnidos lejos del campamento principal, en los bosques.Posiblemente pararían los trenes haciéndole una señal porvivir demasiado lejos de una estación.

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jefe de estación de Amberley Royal -que comonorma general se arrastra ante mí- quería unaexplicación, y rápidamente. El jefe supremode St. Botolph quería tres o cuatro, y el pro-minente jefazo supremo que se dedica a en-grasar las locomotoras quería una por cadadía. Les dije -llegué a decírselo unas cincuentaveces- que detuve su santo y sagrado tren por-que quería abordarlo. ¿Es que piensan quequería tomarle el pulso?

-¿No les diría eso?-¿Lo de tomarle el pulso? Por supuesto

que no.-No, lo de «abordarlo».-¿Y qué otra cosa podía decir?-Mi querido Wilton, ¿de qué le sirven la

señorita Sherborne, los Clay y todo el trabajoque ha hecho durante cuatro años para con-vertirse en un inglés, si en la primera ocasiónen la que se siente desconcertado vuelve a sulengua vernácula?

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-Estoy harto de la señorita Sherborne y detodos los demás. América es lo bastante buenapara mí. ¿Qué otra cosa tenía que haber di-cho? ¿«Por favor» o «terriblemente agradeci-do» o qué?

Ahora no había ninguna posibilidad deequivocarse con su nacionalidad. El lenguaje,el gesto y el modo de andar que tan cuidado-samente le habían enseñado había desapare-cido junto con la máscara prestada de la indi-ferencia. Era un hijo legítimo del Pueblo jo-ven, cuyos predecesores eran los indios pielesrojas. Su voz se había elevado hasta convertir-se en el graznido alto y gutural de los de suraza cuando actúan movidos por la excitación.Sus ojos, muy juntos, mostraban a intervalosun miedo innecesario, una sensación de mo-lestia irrazonable, vuelos del pensamientorápido y sin propósito, el deseo infantil devenganza inmediata y el patético asombroinfantil que te hace golpearte la cabeza contrala mesa perversa. Y sabía que en el otro lado

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estaba la Compañía, tan incapaz de entendercomo Wilton.

-Podría comprarles sus viejas vías tres ve-ces -murmuró jugueteando con un abrecartasy moviéndose con inquietud de aquí para allá.

-¡Espero que no les haya dicho eso!

No respondió, pero conforme seguí leyen-do las cartas me di cuenta de que Wilton de-bió de decirles muchas cosas sorprendentes.El Gran Buchonian había pedido primero unaexplicación por la detención de su Induna, yhabían encontrado cierta ligereza en la expli-cación presentada. Aconsejaron entonces al«Señor W Sargent» que su abogado viera a suabogado, o sea cual sea la frase legal conve-niente.

-¿Y no lo hizo? -le pregunté mirándole fi-jamente.

-No. Me estaban tratando exactamenteigual que si hubiera sido yo un chico jugue-

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teando con las vías de cables14. No había lamenor necesidad de ningún abogado. Cincominutos de charla tranquila habrían bastadopara arreglarlo todo.

Regresé a la correspondencia. El Gran Bu-chonian lamentaba que debido a la presión delos negocios ninguno de sus directores pudie-ra aceptar la invitación del señor W Sargentpara tratar y discutir la dificultad. El GranBuchonian señalaba que no había ningúnánimo subyacente a su acción, ni era el dinerosu objetivo. Su deber era el de proteger losintereses de su ferrocarril y dichos interesesno podrían ser protegidos si establecía un pre-cedente por el cual cualquiera de los súbditosde la Reina pudiera detener un tren en mitadde su recorrido. Después (dando un salto en lacorrespondencia que concernía a no más decinco jefes de departamento), la Compañía

14 Vías de cables. Las vías de un coche que semueve tirando de cables.

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admitía que había alguna duda razonable encuanto a los deberes de los trenes expreso entoda crisis, y que la materia estaba abierta adiscusión mediante proceso legal hasta que seobtuviera un decreto autorizado... de la Cá-mara de los Lores si era necesario.

-Esto termina conmigo -exclamó Wiltonque estaba leyendo por encima de mi hombro-. Sabía que acabaría chocando con la Constitu-ción Británica. ¡La Cámara de los Lores... Diosmío! Y además, no soy uno de los súbditos dela Reina.

-Vaya, tenía idea de que se había naciona-lizado. Wilton se sonrojó al explicar que mu-chas cosas tenían que cambiar en la Constitu-ción Británica antes de que él sacara sus pape-les.

-¿Qué le parece todo esto? -preguntó-. ¿Nose ha vuelto loco el Gran Buchonian?

-No lo sé. Ha hecho usted algo que nadiepensó nunca en hacer, y la Compañía no sabequé pensar al respecto. Ya veo que le ofrecen

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enviar un abogado y otro funcionario de laCompañía para hablar del asunto informal-mente. Y aquí hay otra carta que sugiere quelevante un muro de cuatro metros, con vidrioscortantes arriba, al fondo del jardín.

-¡Hablando de insolencia británica! Elhombre que me recomienda eso (otro orgullo-so funcionario) dice que «¡obtendré un granplacer de ver crecer el muro día a día»! ¿Hasoñado alguna vez con un descaro semejante?Les ofrecí dinero suficiente para comprar unanueva serie de coches y para pagar la pensióndel maquinista durante tres generaciones;pero por lo visto no es eso lo que quieren. Es-peran que vaya a la Cámara de los Lores yobtenga un decreto, y que entretanto vayalevantando muros. ¿Es que están todos locosde atar? Cualquiera pensaría que he converti-do lo de detener trenes en una profesión.¿Cómo diablos voy a distinguir su viejo Indu-na de un tren correo? Detuve el primero que

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pasó, y ya me encarcelaron y multaron poreso.

-Eso fue por golpear al guarda.-No tenía derecho a tirar de mí hacia fuera

cuando ya casi me había metido por una ven-tana.

-¿Qué va a hacer al respecto?-Su abogado y el otro funcionario (¿es que

no pueden confiar en sus hombres si no losenvían por parejas?) vienen aquí esta noche.Les dije que como norma general estoy ocu-pado hasta después de la cena, pero que pue-den enviar a todo el directorio si eso les tran-quiliza.

Hay que tener en cuenta que las visitasdespués de la cena, por negocios o por placer,son una costumbre de las ciudades america-nas más pequeñas, y no de Inglaterra, dondeel final del día laboral es sagrado. ¡Ver-daderamente Wilton Sargent había levantadola bandera a rayas de la rebelión!

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-¿No es hora ya de que lo humorístico dela situación empiece a divertirle, Wilton? -pregunté.

-¿Qué tiene de divertido el hecho de ator-mentar a un ciudadano americano sólo por-que el pobre diablo resulta ser millonario? -entonces guardó silencio un rato antes de pro-seguir-: Desde luego. ¡Ahora me doy cuenta! -exclamó dándose la vuelta y mirándome a losojos con excitación-. Está tan claro como elbarro. Estos tipos me están tendiendo la pipapara despellejarme.

-¡Pero dicen explícitamente que no quierendinero!

-Eso es nada más que una pantalla. De ahíque se dirijan a mí como W Sargent. Sabenperfectamente quién soy yo. Saben que soy elhijo del viejo. ¿Cómo no pensé en ello antes?

-Un momento, Wilton. Si se subiera arribade la cúpula de San Pablo y ofreciera una re-compensa a cualquier inglés que pudiera de-cirle quién o qué fue Merton Sargent, no

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habría veinte hombres en todo Londres quepudieran ganarla.

-Eso no es más que provincianismo insu-lar. No me importa un centavo. El viejo habríaarruinado el Gran Buchonian antes del des-ayuno como aperitivo. ¡Dios mío, y yo me voya dedicar a ello totalmente en serio! Les ense-ñaré que no pueden intimidar a un extranjerosólo porque haya detenido uno de sus treneci-tos de hojalata, yo... que he gastado cincuentamil libras al año aquí, por lo menos, durantelos últimos cuatro años.

Me alegré de no ser su abogado. Volví aleer la correspondencia, sobre todo la cartaque le recomendaba -creo que casi tiernamen-te- que construyera un muro de ladrillo decuatro metros de altura al final de su jardín, ymientras la estaba leyendo se me ocurrió algoque me llenó de pura alegría.

El lacayo introdujo a dos hombres, vesti-dos de levita y pantalón gris, recién afeitados,graves en su manera de andar y de hablar.

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Eran casi las nueve, pero daba la impresión deque acabaran de salir del baño. No pude en-tender el motivo de que el más alto y de másedad de ellos me mirara como si tuviéramosun acuerdo, ni por qué me estrechó la manocon una calidez nada inglesa.

-Esto simplifica la situación -dijo en vozbaja, y mientras yo le observaba susurró a sucompañero-: Me temo que le seré de muy po-ca utilidad por el momento. Quizás sería me-jor que el señor Folsom hablara del asunto conel señor Sargent.

-Para eso estoy aquí -dijo Wilton.El hombre de leyes sonrió amablemente y

dijo que no veía razón alguna por la cual ladificultad no pudiera arreglarse con dos mi-nutos de conversación tranquila. Su actitud,cuando se sentó frente a Wilton, era de lo mástranquilizadora. Su compañero me condujo alfondo del escenario. El misterio se estaba pro-fundizando pero le seguí dócilmente y escu-ché decir a Wilton tras una risa de inquietud:

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-He tenido insomnio por este asunto, se-ñor Folsom. ¡Por el Dios del cielo, a ver si loarreglamos de una manera u otra!

-¡Ah! ¿Ha sufrido mucho por esto última-mente? -me preguntó mi hombre con una tospreliminar.

-En realidad no podría decirlo -contestéyo.

-Entonces supongo que sólo últimamentese ha hecho cargo del asunto.

-Llegué esta tarde. Y exactamente no estoya cargo de nada.

-Entiendo. Simplemente para observar elcurso de los acontecimientos... por si acaso... -añadió con un asentimiento de cabeza.

-Exactamente -pues la observación, en to-do caso, es mi profesión.

Volvió a toser ligeramente y entró en elasunto.

-Bueno... se lo pregunto sólo como infor-mación... ¿le parece que las alucinaciones sonpersistentes?

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-¿Qué alucinaciones?

-Entonces son variables. Resulta bastantecurioso, porque... ¿pero debo entender que eltipo de alucinación varía? Por ejemplo, el se-ñor Sargent cree que puede comprar el GranBuchonian.

-¿Escribió él tal cosa?

-Hizo la oferta a la Compañía... en mediahoja de papel. ¿Pero quizás ha llegado al otroextremo y cree que está en peligro de empo-brecerse? El curioso ahorro al utilizar mediahoja de papel demuestra que alguna idea deése tipo puede haber pasado por su mente; ylas dos alucinaciones pueden coexistir, aun-que no es común. Como usted debe de saber,la alucinación de grandes riquezas -el deliriode grandeza, creo que lo llaman nuestros ami-gos franceses- es por norma general persisten-te, con exclusión de todas las demás.

En ese momento oí en el otro extremo delestudio la mejor voz inglesa de Wilton:

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-Mi querido señor, he explicado ya veinteveces que quería tener ese escarabajo a tiempopara la cena. Imagine que se hubiera olvidadodel mismo modo de un importante documen-to legal.

-Ese toque de astucia es muy significativo-murmuró el que me había tocado de compa-ñero cuando Wilton insistió en la pregunta.

-Me encanta haberle conocido, desde lue-go; pero si hubiera enviado a su presidente acenar aquí podría haberlo arreglado todo enmedio minuto. Por ejemplo podría haberlecomprado el Buchonian mientras sus fun-cionarios me enviaban esto -añadió Wiltondejando caer pesadamente la mano sobre lacorrespondencia azul y blanca, produciendoun sobresalto en el abogado.

-Pero hablando con franqueza -respondióel abogado-. Si me permite decirlo así, resultaabsolutamente inconcebible, incluso en el casode los documentos legales más importantes,que cualquiera pueda detener el expreso de

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las tres cuarenta, el Induna, nuestro Induna,mi querido señor.

-¡Clara y rotundamente! -exclamó micompañero antes de añadir en voz baja diri-giéndose a mí-: observará de nuevo la persis-tente alucinación de riqueza. A mí me llama-ron cuando él nos escribió eso. Puede ver quees totalmente imposible que la Compañía sigahaciendo pasar sus trenes a través de la pro-piedad de un hombre que en cualquier mo-mento puede tener la fantasía de sentirse en-cargado por la divinidad de detener todo eltráfico. Sólo con que nos hubiera enviado a suabogado... pero como es natural, él no haríaeso bajo ninguna circunstancia. Una pena...una gran pena. Es tan joven. Pero dicho sea depaso resulta curioso, ¿no es cierto?, observarla convicción absoluta en la voz de los que sesienten afectados de manera similar -diría queresulta conmovedor-, y su incapacidad paraseguir una cadena de pensamientos conexos.

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-No puedo entender lo que quiere -le esta-ba diciendo Wilton en ese momento al aboga-do.

-No necesita tener más de cuatro metrosde altura... es una estructura realmente desea-ble y le permitiría plantar perales por el ladosoleado -decía el abogado con un tono de voznada profesional-. Hay pocas cosas tan agra-dables como contemplar, por así decirlo, laspropias vides e higueras cargadas de frutos.Considere el beneficio y el entretenimientoque obtendría de ello. Si usted pudiera encon-trar la manera de hacerlo, nosotros podríamosdisponer todos los detalles con su abogado, yes posible que la Compañía se hiciera cargo departe de los costos. Confío haber expuesto elasunto en su meollo. Si usted, mi querido se-ñor, se interesa por levantar ese muro, y tienela amabilidad de darnos el nombre de susabogados, me atrevo a asegurarle que no vol-verá a oír nada más del Gran Buchonian.

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-Pero ¿por qué iba yo a desfigurar mis tie-rras con un nuevo muro de ladrillo?

-La piedra gris resulta extremadamentepintoresca. -Piedra gris entonces, si así loquiere usted. Pero ¿por qué diablos deboconstruir las torres de Babilonia tan sólo por-que he detenido uno de sus trenes... una solavez?

-La expresión que utilizó en su tercera car-ta fue la de que deseaba «abordarlo» -me dijomi compañero al oído-. Eso fue muy curioso...una alucinación marina impresionada, por asídecirlo, sobre otra terrena. En qué mundo tanmaravilloso se debe mover... y seguiráhaciéndolo hasta que caiga la cortina. Tanjoven, además... ¡tan verdaderamente joven!

-Bueno, si quiere que se lo diga en el inglésmás claro, ¡que me aspen si pienso construir elmuro según sus órdenes! Puede usted presen-tar batalla en toda la línea hasta llegar a laCámara de los Lores y volver a salir de ella, yobtener sus decretos a toda prisa si lo desea -

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exclamó Wilton acalorándose-. ¡Cielos, amigomío, sólo lo hice una vez!

-Por el momento no tenemos garantías deque no vuelva a hacerlo, y dado nuestro tráfi-co, y haciendo justicia a nuestros pasajeros,debemos exigir alguna forma de garantía. Nodebe servir como precedente. Nos podríamoshaber ahorrado todo esto sólo con que noshubiera enviado a su representante legal -dijoel abogado mirando con aire suplicante a sualrededor. Habían llegado a un punto muertoabsoluto.

-Wilton -dije yo-. ¿Puedo intervenir ahora?-Como guste -respondió Wilton-. Por lo

visto no sé hablar inglés. Pero no pienso le-vantar muro alguno -añadió arrellanándoseen su silla.

-Caballeros -dije deliberadamente, puespercibí que la mente del doctor giraba conlentitud-. El señor Sargent tiene importantísi-mos intereses en el principal sistema ferrovia-rio de su país.

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-¿Su país? -preguntó el abogado.-¿A esa edad? -preguntó el doctor.-Ciertamente. Los heredó de su padre, el

señor Sargent, que es americano.-Y orgulloso de serlo -añadió Wilton, co-

mo si fuera un senador del Oeste que pisarapor primera vez Europa.

-Mi querido señor -dijo el abogado levan-tándose a medias-. ¿Por qué no dio a conocera la Compañía este hecho, este hecho vital, alprincipio de nuestra correspondencia?Habríamos entendido. Habríamos sido indul-gentes.

-¡Malditas sean las indulgencias! ¿Es quesoy un piel roja o un lunático?

Los dos hombres parecían haber adoptadouna actitud de culpabilidad.

-Si el amigo del señor Sargent nos hubieradicho tal cosa al principio -dijo el doctor congran seriedad-, podríamos haber evitado mu-chas cosas.

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¡Ay! Había convertido yo a ese doctor enun enemigo para toda la vida.

-No tuve la oportunidad -contesté-. Ahorabien, desde luego, podrán entender que unhombre que es propietario de varios miles demillas ferroviarias, como es el caso del señorSargent, es posible que trate el ferrocarrildándole menos importancia que cualquierotra persona.

-Desde luego; desde luego. Y es america-no; eso hay que tenerlo en cuenta. No obstan-te, se trató del Induna. Pero puedo compren-der plenamente que las costumbres de nues-tros primos del otro lado del agua difieren enestos particulares de las nuestras. ¿Siempredetiene así los trenes en los Estados, señorSargent?

-Lo haría si alguna vez se presentara laocasión; pero hasta el momento jamás lo hehecho. ¿Piensa convertir el asunto en unacomplicación internacional?

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-No tiene por qué preocuparse más por elasunto. Vemos que no es probable que estaacción suya establezca un precedente, que eralo único que temíamos. Ahora que entiendeusted que no podemos reconciliar nuestrosistema con ninguna detención repentina, es-tamos plenamente seguros de que...

-No pienso quedarme el tiempo suficientepara detener otro tren -añadió Wilton pensati-vamente.

-¿Entonces regresa usted con nuestros fa-miliares del... esto... otro lado del gran charco,tal como lo llaman?

-No, señor. El océano: el océano del Atlán-tico Norte. Tiene tres mil millas de anchura ytres millas de profundidad en algunos luga-res. Ojalá fueran diez mil.

-Personalmente no me gustan nada losviajes marítimos; pero considero que todoinglés tiene el deber de estudiar una vez en suvida la gran rama de nuestra raza anglosajonadel otro lado del océano -dijo el abogado.

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-Si alguna vez llega a ir, y detiene algúntren de mi sistema, yo... llegaré a entenderlo -dijo Wilton. -Muchas gracias... ah, gracias. Esusted muy amable. Estoy convencido de queme divertiría inmensamente.

-Hemos pasado por alto el hecho de quesu amigo propuso comprar el Gran Buchonian-me susurró el doctor.

-Posee entre veinte y treinta millones dedólares: de cuatro a cinco millones de libras -respondí sabiendo que no servía de nada darexplicaciones.

-¿Tanto? Es una riqueza enorme, pero elGran Buchonian no está en el mercado.

-Quizás no quiera comprarlo ahora.-Sería imposible bajo cualquier circunstan-

cia -dijo el doctor.-¡Qué característico! -murmuró el abogado

revisando mentalmente los hechos-. Siempreentendí en los libros que sus paisanos eranapresurados. Y usted pensaba recorrer cuaren-ta millas hasta la ciudad y regresar, antes de la

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cena, para conseguir un escarabajo. ¡Qué in-tensamente americano! Pero habla usted exac-tamente como un inglés, señor Sargent.

-Ése es un fallo que puede remediarse. Só-lo hay una pregunta que me gustaría hacerle.Dijo usted que era inconcebible que cualquierhombre detuviera un tren en su sistema.

-Y lo es... absolutamente inconcebible.-Se refiere a cualquier hombre cuerdo, ¿no

es así? -Eso es lo que quería decir, desde lue-go. Salvo con la excepción...

-Muchas gracias.Los dos hombres se fueron. Wilton se de-

tuvo cuando iba a llenar una pipa, cogió encambio uno de mis cigarros y permaneció ensilencio durante quince minutos. Despuéspreguntó:

-¿Tiene usted una lista de los barcos quezarpan de Southampton?

Lejos de las alas de piedra gris, los oscuroscedros, los caminos de gravilla impolutos ylos prados de color salsa de menta de Holt

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Hangers corre un río llamado Hudson, cuyasdescuidadas orillas están cubiertas por lospalacios de los que tienen riquezas que vanmás allá de los sueños de la avaricia. Allí,donde la sirena del Haverstraw, un remolca-dor de barcazas de ladrillos, responde al piti-do de las locomotoras de ambas orillas, encon-trará con una instalación completa de luz eléc-trica, bitácoras de níquel plateado y un órganoaccionado por vapor que hace sonar el silbatoal yate de vapor Columbia, de mil doscientastoneladas y de alta mar, en su muelle privado,que lleva a su oficina, a una velocidad mediade diecisiete nudos que podrán atestiguar lasbarcazas, al americano Wilton Sargent.

EL DIABLO Y LA MAR PROFUNDA

«Todos los suministros son muy escasos ypreciosos, y no hay facilidad ni para las repa-raciones más pequeñas».

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Sailing Directions1

Su nacionalidad era británica, pero no en-contrará su bandera de armador en la lista denuestra Marina Mercante. Era un barco decarga movido a hélice y aparejado como unagoleta2 de hierro y novecientas toneladas queexteriormente no se diferenciaba en nada decualquier otro vapor volandero que recorrieralos mares. Pero con los vapores sucede lomismo que con los hombres. Hay quienes acambio de una retribución navegan extrema-damente cerca de los malos vientos; y en elactual estado de decadencia del mundo esaspersonas y esos vapores tienen su utilidad.Desde el momento en que el Aglaia fue botado

1 Sailing Directions. Conocidas también como«Pilots», contenían información para navegan-tes y eran publicadas por el Almirantazgo.

2 En ocasiones se aparejaba los vapores de laépoca para que pudieran navegar a vela si falla-ban los motores.

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en el Clyde3 -nuevo, brillante e inocente, conun litro de champán barato goteando por latajamar-, el destino y su propietario, que tam-bién era el capitán, decretaron que tuvieratratos con cabezas coronadas en situaciónapurada, presidentes fugitivos, financieros deuna capacidad que traspasaba los límites esta-blecidos, mujeres para las que resultaba impe-rativo un cambio de aires y potencias menoresen el campo del incumplimiento de la ley. Sucarrera le condujo a veces a los Tribunales delAlmirantazgo, donde las declaraciones jura-das de su patrón llenaron de envidia a sushermanos. El marino no puede decir ni come-ter mentiras frente al mar, ni enfrentarse equi-vocadamente a una tempestad; pero tal comohan descubierto los abogados, compensa lasoportunidades perdidas cuando regresa atierra firme con una declaración jurada encada mano.

3 Clyde. Río de Escocia en el que abundaban los astilleros

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El Aglaia figuró con distinción en el impor-tante caso de salvamento del Mackinaw. Fue laprimera vez que se apartó de la virtud yaprendió a cambiar de nombre, aunque no decorazón, y a atravesar corriendo los mares.Con el nombre de Guiding Light fue muy bus-cado en un puerto de Sudamérica por la pe-queñez de haber entrado en él a toda máquinacolisionando con un pontón de carbón y con elúnico buque de guerra del Estado. Regresó almar sin más explicaciones a pesar de que des-de tres fuertes le estuvieron disparando du-rante media hora. Como el Julia M’Gregor es-tuvo implicado en el acto de haber recogidode una balsa a determinados caballeros quedeberían haber permanecido en Numea4, peroque prefirieron desagradar a las autoridadesde otra esquina del mundo. Y como el Shah-in-Shah había sido pillado infraganti en mar

4 Numea. Capital de Nueva Caledonia, dondehabía una colonia penitenciaria.

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abierta, indecentemente repleto de municiónbélica, por el guardacostas de una inquietapotencia en problemas con su vecino. Esa vezcasi se hunde, y su casco acribillado permitióobtener grandes beneficios a abogados emi-nentes de los dos países. Una estación mástarde reapareció como el Martin Hunt, pintadode un color pizarra apagado, con la chimeneade azafrán puro y los botes de azul de huevode golondrina, dedicado al comercio en Odes-sa hasta que le invitaron (y no se podía recha-zar la invitación) a mantenerse alejado total-mente de los puertos del Mar Negro.

Había navegado sobre muchas olas de de-presión. Las cargas podían desaparecer de lavista, los sindicatos de marinos arrojar llaves ytuercas contra los capitanes, y los estibadoresunir sus fuerzas a los anteriores hasta que lacarga perecía en el muelle; pero el barco de losmúltiples nombres iba y venía atareado, aler-ta, pero siempre disimuladamente. Su patrónno se quejaba de los tiempos difíciles, y los

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oficiales portuarios observaban que su tripu-lación firmaba una y otra vez con la regulari-dad de los contramaestres de los vapores tras-atlánticos. Cambiaba de nombre según lo exi-giera la ocasión; pero su tripulación, bien pa-gada, no cambiaba nunca; y un amplio por-centaje de los beneficios de sus viajes se gasta-ba con mano generosa en la sala de máquinas.Nunca molestaba a los aseguradores maríti-mos, y raras veces se detenía para hablar conun puesto de avisos sobre cargamentos, puessu negocio era urgente y privado.

Pero su comercio llegó a su fin y fue asícomo pereció. Una paz duradera se extendiósobre Europa, Asia, África, América, Austra-lasia y Polinesia. Las potencias trataban unascon otras más o menos honestamente; los ban-cos pagaban a sus depositarios; los diamantesde precio llegaban con seguridad a las manosde sus propietarios; las repúblicas estabancontentas con sus dictadores; los diplomáticosno pensaban que hubiera nadie cuya presen-

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cia les incomodara lo más mínimo; los monar-cas vivían abiertamente con las esposas conlas que se habían casado. Era como si la tierraentera se hubiera puesto la mejor camisa ypechera de los domingos; y los negocios ibanmuy mal para el Martin Hunt. La duradera yvirtuosa calma se tragó entero al Martin Huntcon sus costados de color pizarra y la chi-menea amarilla, pero vomitó en otro hemisfe-rio al vapor ballenero llamado Haliotis, negroy oxidado, con una chimenea del color delestiércol, una desordenada serie de suciasbarcas blancas y un enorme horno o estufapara hervir grasa de ballena en el hueco de lacubierta de proa. No podía caber duda de quesu viaje había sido un éxito, pues pasó porvarios puertos no demasiado bien conocidos yel humo del quemador de grasa de ballenaensuciaba las playas.

Enseguida se marchaba, a la velocidadmedia de un vehículo londinense de doble eje,y penetraba en un mar semiinterior, cálido,

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quieto y azulado, de los que probablementetienen el agua mejor conservada del mundo.Se quedaba allí algún tiempo, y las grandesestrellas de aquellos suaves cielos le veíanjugar a las cuatro esquinas entre islas dondenunca han existido las ballenas. Todo aqueltiempo olía abominablemente, y aunque apes-taba a pescado, no se trataba de ballenas. Unanoche la calamidad descendió sobre el barcodesde la isla de PygangWatai, y huyó con latripulación burlándose de una gruesa cañone-ra pintada de negro y marrón que resoplabamuy por detrás. Conocían hasta la última re-volución la capacidad de cada barco que cru-zaba aquellos mares y ellos deseaban evitar.Como norma, un barco británico con buenaconciencia no escapaba nunca del barco deguerra de una potencia extranjera, y tambiénse consideraba una ruptura de la etiqueta de-tener y registrar barcos británicos en el mar. Elpatrón del Haliotis no se detuvo a comprobarestas cosas, sino que siguió hasta la caída de la

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noche a la vigorosa velocidad de once nudos.Pero había pasado por alto una cosa solamen-te.

La potencia que mantenía una carísimapatrulla de vapores moviéndose arriba y abajopor aquellas aguas (ellos ya habían esquivadoa los dos barcos regulares de la patrulla conuna facilidad que les producía desprecio)había comprado recientemente un tercer barcoque hacía catorce nudos y tenía fondo limpioque le ayudaba en ese trabajo; y es por eso queel Haliotis, que navegaba velozmente de este aoeste, con la luz del día se encontró en unaposición desde la que no pudo evitar ver cua-tro banderas que, casi tres kilómetros másatrás, transmitían el mensaje siguiente: «¡Pón-ganse al pairo o afronten las consecuencias!»

El Haliotis ya había hecho su elección y lamantuvo, y el final llegó cuando suponiendoque su calado era más ligero trató de escaparhacia el norte por encima de un amigable ba-jío. El obús que llegó traspasando el camarote

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del primer maquinista tenía unos ciento vein-ticinco milímetros de diámetro e iba cargadode arena, no de explosivo. Había tenido laintención de cruzar su proa, y por eso derribóel retrato enmarcado de la esposa del primermaquinista, y era una joven muy hermosa,sobre el suelo, astilló la tarima del lavabo,cruzó el pasillo que conducía a la sala de má-quinas, chocó con el enjaretado, cayó directa-mente delante del cilindro delantero y se par-tió fracturando casi los dos pernos que unía labiela con la manivela delantera.

Lo que pasó después es digno de conside-ración. El cilindro delantero ya no tenía nadaque hacer. Entonces el vástago del pistón, li-berado, sin nada que lo contuviera, ascendiómucho y partió la mayor parte de las tuercasde la cubierta del cilindro. Volvió a bajar lle-vando detrás todo el peso del vapor y el piede la biela desconectada, tan inútil como lapierna de un hombre con el tobillo torcido,salió hacia la derecha y golpeó a estribor la

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columna de apoyo de hierro forjado del ci-lindro delantero, rompiéndola limpiamente aunas seis pulgadas por encima de la base, ydoblando la parte superior hacia fuera, unastres pulgadas, hacia el costado del barco. Y labiela quedó rota. Al mismo tiempo, el cilindroposterior, que no había sido afectado, siguiórealizando su trabajo e hizo girar en su si-guiente revolución la manivela del cilindrodelantero, que golpeó la biela ya estropeada,doblándola a ella y también la cruceta del vás-tago del pistón, esa pieza grande que se desli-za suavemente arriba y abajo.

La cruceta del vástago se salió lateralmen-te de las guías y además de añadir más pre-sión a la columna de apoyo de estribor ya ro-ta, rajó por dos o tres sitios la columna deapoyo de la izquierda. Como no había ya nadaque pudieran mover, los motores se levanta-ron con un hipo que pareció elevar el Haliotiscasi medio metro por encima del agua; y lostripulantes de la sala de máquinas, abriendo

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todas las salidas del vapor que pudieron en-contrar en la confusión, llegaron a cubiertaalgo escaldados pero tranquilos. Por debajo delas cosas que estaban sucediendo había unsonido: un traqueteo, gruñido, ronroneo, aje-treo y golpeteo seco que no duró más que unminuto. Era la maquinaria que se estaba ajus-tando, con la excitación del momento, a ciencondiciones alteradas. El señor Wardrop, conun pie sobre el enjaretado superior, inclinó eloído lateralmente y gruñó. No se puede pararen tres segundos, sin desorganizarlos, unosmotores que están trabajando a doce nudos. ElHaliotis se deslizó hacia delante rodeado poruna nube de vapor, chillando como un caballoherido. No había ya nada que hacer. El pro-yectil de ciento veinticinco milímetros y cargareducida había arreglado la situación. Y cuan-do tienes las tres bodegas repletas de perlasperfectamente conservadas; cuando has lim-piado el Tanna Bank, el SeaHorse Bank y otroscuatro bancos de un extremo a otro del Mar

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de Amanala -cuando has cosechado el corazónmismo de un rico monopolio gubernamentalhasta el punto de que cinco años no bastaránpara reparar tus malos actos-, debes sonreír yaceptar lo que suceda. Pero mientras una lan-cha partía del buque de guerra el patrón re-flexionó que había sido bombardeado en altamar con una bandera británica, en realidadvarias de ellas pintorescamente dispuestas porencima, y trató de encontrar consuelo en esepensamiento.

-¿Dónde están esas condenadas perlas? -preguntó imperturbable el teniente de navío altiempo que subía a bordo.

Estaban allí y era imposible ocultarlas.Ninguna declaración jurada podría deshacerel terrible olor de las ostras podridas, o lostrajes de buceo, ni las escotillas desde las quese veían los lechos de concha. Estaban allí porun valor aproximado de setenta mil libras; yhasta la última de las libras había sido cazadafurtivamente.

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El buque de guerra estaba molesto, pueshabía utilizado muchas toneladas de carbón,había sometido a presión sus tubos de calde-ras, y lo peor de todo, había dado prisa a susoficiales y tripulantes. Cada miembro de latripulación del Haliotis fue arrestado y vueltoa arrestar varias veces, según iba subiendo abordo cada nuevo oficial; después, lo que con-sideraron equivalente a un guardia marina lesdijo que se consideraran prisioneros, y final-mente fueron sometidos a arresto.

-Eso no está nada bien -dijo con amabili-dad el patrón-. Sería mucho mejor que noslanzara una sirga...

-¡Silencio: está usted detenido! -fue la res-puesta.

-¿Y adónde diablos espera que escapemos?Estamos indefensos. Tendrá que remolcarnosa algún lugar y explicar por qué nos dispara-ron. Señor Wardrop, estamos indefensos, ¿noes así?

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-Arruinados de un extremo a otro -dijo elresponsable de la maquinaria-. Si nos pusié-ramos en marcha, el cilindro delantero caeríay traspasaría el fondo. Las dos columnas estánlimpiamente cortadas. No hay nada que sujetenada.

Metiendo ruido, el consejo de guerra deci-dió ir a ver si las palabras del señor Wardroperan ciertas. Éste les advirtió que la vida de unhombre corría peligro si entraba en la sala demáquinas, por lo que se contentaron con haceruna inspección distante a través de la delgadanube de vapor que aún quedaba. El Haliotis seelevaba a lo largo, y la columna de apoyo deestribor estaba ligeramente triturada, como unhombre que rechina sus dientes ante un cuchi-llo. El cilindro delantero dependía de esafuerza desconocida a la que los hombres lla-man la obstinación de los materiales, que devez en cuando sirve para equilibrar ese otropoder desconsolador, la perversidad de losobjetos inanimados.

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-¿Y ven? -exclamó el señor Wardrop me-tiéndoles prisa-. Los motores no valen ni suprecio en chatarra.

-Les remolcaremos -respondieron-. Des-pués lo confiscaremos.

El buque de guerra iba escaso de personaly no veía la necesidad de subir al Haliotis a susapreciados tripulantes. Por ello se limitó aenviar a un subteniente, a quien el patrónmantuvo borracho, pues no deseaba que laoperación de remolque fuera demasiado sen-cilla, y porque además tenía una escasamentevisible cuerdecilla colgando de la popa de subarco.

Empezaron a remolcarlos a una velocidadmedia de cuatro nudos. Era muy difícil moverel Haliotis, y el teniente de artillería que habíadisparado el proyectil de ciento veinticincomilímetros se sintió complacido al pensar enlas consecuencias. Quien estaba atareado erael señor Wardrop. Utilizó a todos los tripulan-tes para apuntalar los cilindros, sirviéndose de

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palos y bloques, desde el fondo y los costadosdel barco. Resultaba un trabajo arriesgado,pero todo era mejor que ahogarse al final deuna cuerda de remolque; y si el cilindro delan-tero hubiera caído, se habría abierto caminohasta el lecho marino, llevándose detrás elHaliotis.

-¿Adónde vamos, y cuánto tiempo nosremolcarán? -preguntó al patrón.

-¡Dios lo sabe! Y este teniente está borra-cho. ¿Qué cree que puede hacer?

-Existe una mínima posibilidad -susurró elseñor Wardrop, aunque nadie podía escuchar-les-; existe una mínima posibilidad de reparar-lo, si alguien supiera hacerlo. Con aquellasacudida le han retorcido las mismas tripas;pero afirmo que con tiempo y paciencia existela posibilidad de que vuelva a echar vapor.Podríamos hacerlo.

-¿Quiere decir que está mínimamentebien? -preguntó el patrón cobrando nuevoánimo en su mirada.

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-Oh, no -contestó el señor Wardrop-. Si vaa salir al mar de nuevo necesitará tres mil li-bras en reparaciones como poco, y apartecualquier desperfecto que tenga en la estruc-tura. Es como un hombre que se haya caídocinco tramos de escaleras. Durante meses nopodremos saber lo que ha sucedido; pero sa-bemos que nunca volverá a ponerse bien sincambiarle el interior. Debería ver los tubos delcondensador y las conexiones del vapor con elmotor auxiliar, por hablar sólo de dos cosas.No me asusta que ellos vayan a repararlo. Loque temo es que roben piezas.

-Nos han disparado. Tendrán que explicareso.

-Nuestra reputación no es lo bastante bue-na como para pedir explicaciones. Aprove-chemos lo que tenemos y demos las gracias.En esta alarmante crisis no querrá que los cón-sules se acuerden del Guidin'Light, ni del Shah-in-Shah, ni tampoco del Aglaia. Durante estosdiez años no hemos sido otra cosa que piratas.

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Para la Providencia no somos ahora sino la-drones. Deberíamos estar muy agradecidos...si regresamos.

-Bueno, si existe la menor posibilidad...haga lo suyo... -dijo el patrón.

-No dejaré nada que ellos puedan atrever-se a coger -contestó el señor Wardrop-. Hága-les difícil el remolque, pues necesitamos tiem-po.

El patrón no interfería nunca en los asun-tos de la sala de máquinas, y el señor War-drop, que era un artista en su profesión, sededicó a su terrible e ingrato trabajo. Su telónde fondo eran los costados oscuros de la salade máquinas; su material los metales de podery fuerza, ayudándose de vigas, tablones ycuerdas. Hosco y torpe, el buque de guerra lesremolcaba. Detrás de él, el Haliotis zumbabacomo una colmena poco antes de enjambrar.Con tablones adicionales que no eran necesa-rios la tripulación fue cerrando el espacio alre-dedor del motor delantero hasta que se ase-

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mejó a una estatua recubierta por el andamia-je, y los extremos de los puntales interferíantoda visión que deseara tener un ojo desapa-sionado. Y para que la mente desapasionadapudiera perder rápidamente su calma, lospernos bien hundidos de los puntales habíansido envueltos desordenadamente con cabossueltos de cuerdas, produciendo un estudiadoefecto de la más peligrosa inseguridad. Des-pués el señor Wardrop se dedicó al cilindroposterior, que como recordará no se habíavisto afectado por la ruina general. Con unmartillo de fundidor suprimió la válvula deescape del cilindro. En los puertos alejados esdifícil encontrar esas válvulas, a menos que,como el señor Wardrop, se tengan duplicados.Al mismo tiempo, sus hombres quitaron lastuercas de dos de los grandes pernos de suje-ción que sirven para mantener fijos los moto-res sobre su lecho sólido. Un motor que sedetenga violentamente en mitad de su funcio-namiento puede hacer saltar fácilmente la

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tuerca de un perno de anclaje, por lo que eseaccidente parecería algo natural.

Pasando junto al tubo de la chimenea, qui-tó varias tuercas y pernos de acoplamiento,tirando al suelo éstas y otras piezas de hierro.Quitó hasta seis pernos del cilindro posteriorpara que pudiera ajustar con su vecino, y re-llenó con algodón de desecho las bombas desentina y alimentación. Hizo después un pa-quete ordenado con las diversas piezas quehabía recogido de los motores -cosas peque-ñas como tuercas y vástagos de válvulas, todocuidadosamente engrasado- y se metió con élbajo el suelo de la sala de máquinas, dondesuspiró, pues estaba grueso, mientras pasabade una boca de entrada a otra del doble fondo,escondiéndolo en un compartimento subma-rino bastante seco. Cualquier jefe de máqui-nas, sobre todo en un puerto poco amigable,tiene derecho a guardar sus piezas de repues-to donde prefiera; y el pie de uno de los pun-tales del cilindro bloqueaba toda entrada a la

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sala donde habitualmente se guardan las pie-zas de repuesto, incluso aunque la puerta nohaya sido cerrada ya con cuñas de acero. Enconclusión, desconectó el motor posterior,puso el pistón y la barra de conexión, cuida-dosamente engrasados, donde resultarían másinconvenientes para un visitante casual, quitótres de los ocho manguitos de la chumacera deempuje, ocultándolos donde sólo él pudieravolver a encontrarlos, rellenó a mano las cal-deras, cerró con cuñas las puertas deslizantesde las carboneras y descansó de sus trabajos.La sala de máquinas era un cementerio y nohacía falta la alegría de las cenizas elevándosepor la claraboya para empeorarla.

Invitó al patrón a que contemplara su obraterminada.

-¿Ha visto alguna vez una ruina como és-ta? -preguntó con orgullo-. Casi me asusta amí meterme bajo esos puntales. ¿Qué cree quenos harán?

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-Será mejor esperar a que lo veamos -contestó el patrón-. Ya será bastante malocuando llegue.

No se equivocó. Los días agradables en losque fueron remolcados terminaron demasiadopronto, aunque el Haliotis era arrastrado de-trás como un foque muy pesado en forma debolsa; y el señor Wardrop dejó de ser un artis-ta de la imaginación para convertirse en unomás de los veintisiete prisioneros metidos enuna cárcel llena de insectos. El buque de gue-rra les había remolcado hasta el puerto máspróximo, no hasta el cuartel general de la co-lonia, y cuando el señor Wardrop vio el tristepuertecillo, con su desordenada línea de jun-cos chinos, un remolcador que era de locos, yel cobertizo para la reparación de buques, quebajo la responsabilidad de un filosófico mala-yo pretendía ser unos astilleros, suspiró y sa-cudió la cabeza.

-Hice muy bien -comentó-. Ésta es la mo-rada de los ladrones y los provocadores de

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naufragios. Estamos en el otro extremo de latierra. ¿Piensas que lo sabrán alguna vez enInglaterra?

-No lo parece -contestó el patrón.Fueron conducidos por tierra firme, con lo

que llevaban puesto, con una escolta generosay los juzgaron de acuerdo con las costumbresdel país, que aunque excelentes, estaban unpoco desfasadas. Allí estaban las perlas; allíestaban los que las habían cogido furtivamen-te; y allí se sentaba un pequeño pero ardorosogobernador. Consultó un momento y despuéslas cosas empezaron a moverse velozmente,pues no deseaba mantener mucho tiempo enla playa a una tripulación hambrienta, y elbuque de guerra ya se había marchado. Conun movimiento de la mano, escribirlo no eranecesario, los envió al blakgang-tana, el país deatrás, y así la mano de la ley los apartó de lavista y el conocimiento de los hombres. Cami-naron hacia las palmeras y el país de atrás selos tragó, a todos los tripulantes del Haliotis.

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La paz profunda seguía asentada en Euro-pa, Asia, África, América, Australasia yPolinesia.

El disparo fue el causante. Deberían haberseguido su consejo; pero cuando unos milesde extranjeros saltan de alegría por el hechode que en alta mar se haya disparado a unbarco bajo bandera británica, las noticias via-jan rápidamente; y cuando resulta que a la tri-pulación de ladrones de perlas no se le hapermitido el acceso a su cónsul (no había nin-gún cónsul a varios cientos de millas de esepuerto solitario), hasta la más amigable de laspotencias tiene derecho a hacer preguntas. Elgran corazón del público británico latía fu-riosamente por los acontecimientos de unafamosa carrera de caballos, y no desperdicióun solo pálpito por causa de accidentes dis-tantes; pero en algún lugar de las profundida-des del casco de la nave del Estado hay unamaquinaria que con mayor o menor precisiónse hace cargo de los asuntos exteriores. Esa

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maquinaria empezó a girar, ¿y quién se sintiósorprendida sino la potencia que había captu-rado el Haliotis? Ésta explicó que los gober-nadores coloniales y los buques de guerralejanos son difíciles de controlar, y prometióque con seguridad castigaría ejemplarmente alGobernador y al barco. En cuanto a la tripula-ción, que se decía había sido obligada a servirmilitarmente en climas tropicales, la presenta-ría en cuanto fuera posible y se excusaría siera necesario. Pero no hacían falta excusas.Cuando una nación se excusa con otra, millo-nes de aficionados que no tienen la menorpreocupación terrenal por la dificultad se lan-zan a la refriega y ponen en dificultades alespecialista más preparado. Se pidió que bus-caran a los tripulantes, si todavía estaban vi-vos -hacía ocho meses que no se sabía nada deellos- y se prometió que todo quedaría olvi-dado.

El pequeño Gobernador del pequeñopuerto estaba contento consigo mismo. Veinti-

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siete hombres blancos formaban una fuerzamuy compacta para lanzar a una guerra queno tenía principio ni fin: una lucha de selva yempalizadas que titilaba y ardía sin fuego a lolargo de años húmedos y calurosos en unascolinas situadas a cien millas de distancia, yera la herencia de todo oficial fatigado. Pensa-ba que había ganado méritos ante su país; y sialguien hubiera comprado el desventuradoHaliotis, amarrado en el puerto bajo su gale-ría, la copa de su felicidad estaría llena. Con-templó las hermosas lámparas plateadas quese había llevado de sus camarotes, y pensó enlo mucho que se podría haber sacado. Perosus compatriotas de aquel húmedo clima notenían espíritu. Contemplaban la silenciosasala de máquinas y agitaban la cabeza. Ni si-quiera el buque de guerra quiso remolcarlocosta arriba, donde el Gobernador creía quepodría repararse. Resultaba una mala ganga;aunque las alfombras de los camarotes eran

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innegablemente hermosas, y a su esposa lehabían gustado los espejos.

Tres horas más tarde los cablegramas lerodeaban como proyectiles, pues aunque él nolo sabía estaba siendo ofrecido como sacrificiopor sus inferiores ante la piedra de molino dearriba, y sus superiores no tenían la menorconsideración hacia sus sentimientos. Decíanlos cablegramas que se había excedido muchoen su poder, y no había informado sobre losacontecimientos. Por tanto debía presentar alos tripulantes del Haliotis -y al enterarse deeso se cayó hacia atrás en su hamaca-. Envia-ría a buscarlos, y si fracasaba subiría su digni-dad sobre un caballo y él mismo iría a buscar-los. No tenía el menor derecho a obligar a ser-vir en una guerra a los ladrones de perlas. Portanto él era el responsable.

A la mañana siguiente los cablegramas de-seaban saber si había encontrado a los tripu-lantes del Haliotis. Tenían que ser encontra-dos, liberados y alimentados -él era el que

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tenía que alimentarlos- hasta que pudieran serenviados al puerto inglés más cercano en unbuque de guerra. Si se ataca demasiado tiem-po a un hombre con grandes palabras lanza-das por encima de los mares, suceden cosas.El Gobernador envió rápidamente a buscar asus prisioneros que estaban tierra adentro, ytambién eran soldados; y nunca hubo un re-gimiento militar más ansioso de reducir sufuerza. Ningún poder salvo la muerte seríacapaz de conseguir que aquellos locos lleva-ran puesto el uniforme. Ellos no lucharían,salvo con sus semejantes, y por esa razón elregimiento no había ido a la guerra, sino quese había quedado tras la empalizada, razo-nando con los nuevos soldados. La campañade otoño había sido un fracaso, pero allí esta-ban los ingleses. Todo el regimiento marchabadetrás para defenderlos, y los velludos enemi-gos, armados con cerbatanas, se regocijabandesde el bosque. Habían muerto cinco de lostripulantes, pero allí en la galería del Gober-

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nador estaban veintidós hombres marcados enlas piernas con las cicatrices de las mordedu-ras de sanguijuelas. Algunos llevaban haraposde lo que en otro tiempo habían sido pantalo-nes; los otros utilizaban taparrabos de alegresdibujos; y allí estaban de una manera hermosapero simple en la galería del Gobernador; ycuando éste salió ellos le cantaron. Cuandohas perdido setenta mil libras de perlas, tupaga, el barco y todas tus ropas, y has vividoen esclavitud durante ocho meses más allá delas más ligeras pretensiones de civilización,sabes lo que significa la verdadera indepen-dencia, pues te has convertido en el más felizde los seres creados: en un hombre natural.

El Gobernador les dijo a los tripulantesque eran malvados y ellos le pidieron comida.Cuando vio cómo comían, y recordó que hastadentro de dos meses no se esperaba que llega-ra ninguna patrullera perlífera, suspiró. Perolos tripulantes del Haliotis se tumbaron en lagalería y dijeron que eran pensionistas de la

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bondad del Gobierno. Un hombre de barbagris, gordo y calvo, cuya única prenda era untaparrabos verde y amarillo, vio el Haliotis enel puerto y bramó de alegría. Los hombres seamontonaron en la barandilla de la galeríaechando a un lado a patadas las largas sillasde caña. Señalaban, gesticulaban y discutíanlibremente, sin vergüenza. El regimiento mili-tar se sentó en el jardín del Gobernador. ElGobernador se retiró a su hamaca -era tansencillo morir asesinado encontrándose acos-tado como en pie- y sus mujeres chillarondesde las habitaciones cerradas.

-¿Ha sido vendido? -dijo el hombre de labarba gris señalando al Haliotis. Era el señorWardrop.

-Imposible -contestó el Gobernador sacu-diendo la cabeza-. Nadie vino a comprarlo.

-Sin embargo ha cogido mis lámparas -intervino el patrón. Sólo le quedaba una per-nera de los pantalones, y recorrió con la vistala galería. El Gobernador gimió. Podían verse

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claramente los catres del barco y la mesa deescribir del patrón.

-Lo han limpiado, claro está -dijo el señorWardrop-. Tenían que hacerlo. Iremos a bordoy realizaremos un inventario. ¡Mire! -exclamólevantando las manos por encima del puerto-.Vivimos... allí... ahora. ¿Apenado?

El Gobernador exhibió una sonrisa de ali-vio.

-Se alegra de eso -dijo reflexivamente unode los tripulantes-. No me extraña.

Bajaron atropelladamente hasta el puerto,con el regimiento militar resonando detrás, yse embarcaron en lo que encontraron, queresultó ser el barco del Go bernador. Despuésdesaparecieron sobre las amuradas del Halio-tis y el Gobernador rezó para que encontraranalguna ocupación en su interior.

El señor Wardrop llegó del primer salto ala sala de máquinas; y mientras los demásacariciaban las añoradas cubiertas, le oyerondar gracias a Dios porque las cosas estuvieran

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tal como él las había dejado. Los motores es-tropeados se encontraban sobre su cabeza ysin tocar; ninguna mano inexperta había enre-dado con los puntales; las cuñas de acero de lasala de materiales se habían oxidado; y lo me-jor de todo era que las ciento sesenta tonela-das de buen carbón australiano de las carbo-neras no habían disminuido.

-No lo entiendo -decía el señor Wardrop-.Cualquier malayo conoce el uso del cobre.Podrían haber quitado las tuberías. Y tambiénlos juncos chinos podrían haber llegado hastaaquí. Es una intervención especial de la Pro-videncia.

-¿Eso es lo que piensa? -preguntó desdearriba el patrón-. Aquí sólo ha habido un la-drón, que dicho sea de paso se ha llevado to-das mis cosas.

En esto el patrón no decía toda la verdad,pues bajo las maderas de su camarote, adondesólo se podía llegar con un cincel, había unpoco de dinero del que nunca sacó ningún

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interés: su ancla de respeto para barlovento.Estaba todo en soberanos limpios que valíanen el mundo entero, y podían ser más de cienlibras.

-Pues de lo mío no ha tocado nada. Demosgracias a Dios -repetía el señor Wardrop.

-Se ha llevado todo lo demás: ¡mire!Salvo en la sala de máquinas, el Haliotis

había sido sistemática y científicamente des-tripado de un extremo al otro, y había podero-sas evidencias de que una guardia poco lim-pia había acampado en el camarote del patrónpara regular el saqueo. Faltaba la cristalería,los platos, la loza, la cubertería, los colchones,las alfombras y las sillas, todas las barcas y losventiladores de cobre. Estas cosas habían sidorobadas junto con las velas y todos los apare-jos metálicos que no pusieran en peligro laseguridad de los mástiles.

-Todo eso lo habrá vendido -dijo el patrón-. Las otras cosas supongo que estarán en sucasa.

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Habían desaparecido todas las guarnicio-nes que podían desatornillarse o arrancarsecon una palanca. Las luces de babor, estribor ydel tope; los enjaretados de cubierta; las vi-drieras deslizantes de la cabina de cubierta; elarca de cajones del capitán, con las cartas ma-rinas y la mesa de dibujo; fotografías, apliquesy espejos; las puertas de los camarotes; loscolchones de goma; las barras que cierran lasescotillas; la mitad de los cables que sujetan lachimenea; las defensas de corcho; la piedra deafilar y la caja de herramientas del carpintero;piedras de arenisca para limpiar la cubierta,escobillones y barrederas de caucho; todas laslámparas de camarotes y despensa; los apara-tos de cocina en bloc; banderas y el armario debanderas; relojes y cronómetros; la brújuladelantera, la campana y el campanario delbarco estaban también entre los objetos perdi-dos.

Había muchas marcas en las tablas de cu-bierta, donde habían colocado las grúas de

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carga. Y una de ellas debió de caerse, pues labarandilla de la amurada estaba aplastada ydoblada, y las planchas laterales estropeadas.

-Es el Gobernador -dijo el patrón-. Lo haestado vendiendo a plazos.

-Vamos allí con llaves y palas y los mata-mos a todos -gritaba la tripulación-. ¡A él loahogamos y nos llevamos a la mujer!

-Entonces nos dispararía ese regimiento denegros y mestizos... nuestro regimiento. ¿Quépasa en la orilla? Nuestro regimiento haacampado en la playa.

-Estamos aislados, eso es todo. Vaya a verlo que quieren -añadió el señor Wardrop-.Usted lleva pantalones.

A su manera simple, el Gobernador era unestratega. No deseaba que los tripulantes delHaliotis volvieran a pisar tierra firme, ni deuno en uno ni en grupos, y proponía convertirel vapor en un barco de convictos. Desde elmuelle le explicó al patrón, que se había acer-cado con la barcaza, que aguardarían y segui-

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rían aguardando exactamente donde estabanhasta que llegara el buque de guerra. Si unode ellos ponía pie en tierra firme el regimientoentero abriría fuego, y no tendría escrúpulospara utilizar los dos cañones de la ciudad. En-tretanto les enviarían comida diariamente enun barco con una escolta armada. El patrón,desnudo hasta la cintura y remando, sólo pu-do apretar los dientes; y el Gobernador apro-vechó la ocasión y se vengó de las palabrasmás amargas de los cablegramas diciendo loque pensaba de la moral y la costumbre de lostripulantes. La barcaza regresó al Haliotis ensilencio y el patrón subió a bordo con los pó-mulos blancos y la nariz azulada.

-Lo sabía, y ni siquiera nos darán buenacomida -dijo el señor Wardrop-. Tendremosplátanos por la mañana, al mediodía y por lanoche, y un hombre no puede trabajar sólocon fruta. Eso lo sabemos.

En ese momento el patrón maldijo al señorWardrop por introducir en la conversación

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cuestiones secundarias y frívolas; y los tripu-lantes se maldijeron uno a otro, y al Haliotis, alviaje y a todo lo que conocían o eran capacesde recordar. Se sentaron en silencio sobre lascubiertas vacías y los ojos les ardían en la ca-beza. A ambos lados, el agua verde del puertoparecía reírse de ellos. Miraron tierra adentro,hacia las colinas en las que se recortaban laspalmeras, las casas blancas por encima de lacarretera del puerto, a la fila de embarcacionesnativas que había junto al muelle, a los solda-dos sentados e imperturbables alrededor delos dos cañones, y finalmente, hacia la barraazul del horizonte. El señor Wardrop estabasumido en sus pensamientos y trazaba líneasimaginarias con las largas uñas de sus dedossobre las planchas.

-No puedo prometer nada -dijo por fin-.Pues no sé lo que puede o no haberle sucedi-do. Pero aquí está el barco, y aquí estamosnosotros.

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Esa frase fue recibida con algunas risas deburla, que hicieron fruncir las cejas al señorWardrop. Se acordaba de la época en que lle-vaba pantalones y era el primer maquinistadel Haliotis.

-Harland, Mackesi, Noble, Hay, Naugh-ton, Fink, O'Hara, Trumbull.

-¡Sí, señor! -el instinto de la obedienciadespertó como respuesta a la llamada de lasala de máquinas. -¡Abajo!

Se levantaron y acudieron.-Capitán, tendré que pedirle a los demás

hombres cuando los necesite. Sacaremos misrepuestos y quitaremos los puntales que nonecesitemos, y luego lo arreglaremos. Mishombres recordarán que están en el Haliotis...bajo mis órdenes.

Fue a la sala de máquinas y los demás sequedaron mirando. Estaban habituados a losaccidentes del mar, pero esto iba más allá desu experiencia. Ninguno que hubiera visto lasala de máquinas creía que todo aquello que

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no fueran nuevos motores de cabo a rabo pu-diera mover el Haliotis desde donde estabaamarrado.

Sacaron los repuestos de la sala de máqui-nas y el rostro del señor Wardrop, rojo por lasuciedad de las bodegas y por el esfuerzo dearrastrarse sobre el estómago, estaba ilumina-do por la alegría. Los materiales de repuestodel Haliotis habían sido inusualmente com-pletos, y veintidós hombres armados con ga-tos de husillo, poleas, jarcias, tornillos de ban-co y una forja podían mirar directamente a losojos a Kismet5 sin pestañear. Los tripulantesrecibieron la orden de sustituir los pernos deanclaje y de la chumacera del eje, y de volver acolocar los manguitos de la chumacera de em-puje. Cuando terminaron el trabajo, el señorWardrop les dio una conferencia sobre la ma-nera de reparar máquinas de pluriexpansiónsin la ayuda de repuestos y los hombres se

5 Kismet. La voluntad de Alá, el destino.

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sentaron junto a la fría maquinaria. La crucetadel timón agarrotada en las guías les atraíaterriblemente, pero no les servía de ayuda.Pasaban los dedos desesperados por las grie-tas de la columna de apoyo de estribor, y re-cogían los cabos de las cuerdas que rodeabanlos puntales mientras la voz del señor War-drop se elevaba y caía, hasta que la rápidanoche tropical se cerró sobre la claraboya de lasala de máquinas.

A la mañana siguiente empezó el trabajode reconstrucción.

Se había explicado que el pie de la barrade conexión se había salido cayendo sobre elpie de la columna de apoyo de estribor, quehabía agrietado a ésta y dirigido hacia el late-ral del barco. El trabajo parecía más que inútil,pues barra y columna daban la impresión dehaberse fundido en una sola cosa. Pero ahí laProvidencia les sonrió por un momento sir-viéndoles de estímulo para las fatigosas se-manas que les esperaban. El segundo maqui-

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nista, más inquieto que lleno de recursos, gol-peó al azar con un cortafríos el hierro forjadode la columna, y una laminilla metálica gris ygrasienta salió volando desde abajo del pieaprisionado de la barra de conexión, mientrasesta última se apartaba lentamente, ascendía ycon un fuerte ruido caía en algún lugar deloscuro foso del cigüeñal. Las placas directricesde arriba seguían incrustadas en las guías,pero habían dado el primer golpe. Pasaron elresto del día limpiando la manivela de carga,situada inmediatamente delante de la escotillade la sala de máquinas. Lógicamente habíanrobado la lona alquitranada, y ocho mesescalurosos no habían mejorado el funciona-miento de las piezas. Además, el último ata-que de hipo del Haliotis parecía -o se lo habríaparecido al malayo del cobertizo de repara-ción de barcos- haberlo levantado todo de suspernos dejándolo caer sin precisión por lo querespecta a las conexiones del vapor.

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-¡Si tuviéramos una grúa de carga! -exclamó el señor Wardrop lanzando un suspi-ro-. Sudando podemos quitar a mano la cu-bierta del cilindro; pero sacar la barra del pis-tón no es posible sin utilizar vapor. Bueno, sino sucede nada más mañana habrá vapor.¡Burbujeará!

A la mañana siguiente los hombres que es-taban en tierra contemplaron el Haliotis a tra-vés de una nube, pues era como si las cubier-tas estuvieran humeando. Hacían pasar elvapor por las tuberías resquebrajadas y vi-brantes para que funcionara el motor auxiliardelantero; y cuando no conseguían tapar unagrieta con estopa, se quitaban los taparrabospara colocarlos encima, y medio quemados ydesnudos como su madre les trajo al mundo,lanzaban juramentos. El motor auxiliar fun-cionó, pero a qué precio, al de una atenciónconstante y un servicio furioso; funcionó losuficiente como para que una cuerda metálica(hecha con un estay de la chimenea y otro del

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trinquete) fuera introducida en la sala de má-quinas y atada a la cubierta del cilindro delmotor delantero. Éste se elevó con bastantefacilidad y a través de la claraboya se sacó a lacubierta; fueron necesarias muchas manospara ayudar al dudoso vapor. Entonces sepusieron a tirar dos grupos cada uno de unextremo de la cuerda, como en una pruebadeportiva, pues era necesario llegar al pistón yal vástago del pistón agarrotado. Quitaron dosde los salientes de los anillos de empaqueta-dura del pistón, por medio de unas asas losatornillaron en dos fuertes pernos de anilla dehierro, doblaron la cuerda metálica y pusieronmedia docena de hombres a golpear con unariete improvisado el extremo del vástago delpistón, donde éste asomaba por el pistón,mientras que el motor auxiliar tiraba haciaarriba del propio pistón. Tras cuatro horas detrabajo matador, se deslizó de pronto el vásta-go del pistón y este último se levantó con unasacudida, golpeando a uno o dos hombres y

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haciéndoles caer en la sala de máquinas. Perocuando el señor Wardrop afirmó que el pistónno se había partido, gritaron de alegría y nopensaron en sus heridas; y detuvieron in-mediatamente el motor auxiliar pues no eracosa de jugar con su caldera.

Día a día les llegaban los suministros porbarca. El patrón volvió a humillarse ante elGobernador y obtuvo la concesión de obteneragua potable de los astilleros malayos delmuelle. Esa agua potable no era buena, pero elmalayo se avenía muy bien a suministrarcualquier cosa que él tuviera si le pagaban porello.

Ahora que las mandíbulas del motor de-lantero estaban, por así decirlo, desnudas yvacías, comenzaron a descalzar los puntalesdel propio cilindro. Sólo en ese trabajo em-plearon la mayor parte de tres días: unos díascalurosos y pegajosos en los que las manosresbalaban y el sudor corría por encima de losojos. Cuando la última cuña fue martilleada

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en su sitio ya no había un gramo de peso so-bre las columnas de apoyo; entonces el señorWardrop revolvió el barco entero buscandochapa para calderas de diecinueve milímetrosde espesor. No había mucho donde elegir,pero lo que encontró significó para él más queel oro. En una mañana de desesperación todoslos tripulantes, desnudos y delgados, jálaronhasta poner más o menos en su sitio la colum-na de apoyo de estribor, que como se recorda-rá se había roto limpiamente. El señor War-drop los encontró a todos dormidos allí dondehabían terminado el trabajo, y les concedió undía de descanso sonriéndoles como un padremientras él trazaba señales de tiza encima delas grietas. Al despertar les esperaba un traba-jo nuevo y más fatigoso: pues encima de cadauna de esas grietas había que poner, trabajan-do en caliente, una plancha de diecinuevemilímetros de chapa de calderas, taladrando amano los agujeros para los remaches. Durantetodo ese tiempo se alimentaron de frutas,

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principalmente plátanos, con un poco de sa-gú6.

En aquellos días los hombres caían des-mayados sobre el taladro de carraca y la forjade mano, y allí donde caían se les dejaba amenos que su cuerpo estuviera en el caminode los pies de sus compañeros. Y así, un par-che sobre otro, y otro parche más grande so-bre todos los demás, se remendó la columnade apoyo de estribor; pero cuando ellos pen-saron que todo estaba ya seguro, el señorWardrop afirmó que aquel noble trabajo deparcheo no serviría nunca de apoyo a los mo-tores cuando estuvieran funcionando: todo lomás sólo podía mantener aproximadamentelas varillas de guía. El peso muerto de los ci-lindros debía sostenerse sobre postes vertica-les; por tanto un grupo haría la reparación en

6 Sagú. Fécula que se obtiene de la médula dela planta tropical cicadácea del mismo nombre(Cycas circinalis).

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dirección a la proa, sacando con limas losenormes pescantes del arca de proa, cada unode los cuales tenía unos setenta y cinco milí-metros de diámetro. Arrojaron carbones ca-lientes sobre Wardrop y amenazaron con ase-sinarle; eso aquellos que no se echaron a llo-rar, pues estaban dispuestos a llorar a la me-nor provocación. Pero él les amenazó con ba-rras de hierro con el extremo candente y losmiembros del grupo se marcharon y al regre-sar traían con ellos los pescantes del ancla.Durmieron dieciséis horas por la fatiga, y a lostres días había dos postes en su sitio, atorni-llados desde el pie de la columna de apoyo deestribor a la parte inferior del costado del ci-lindro. Ahora faltaba la columna del conden-sador, o de babor, que aunque no estaba tanagrietada como su compañera también habíasido fortalecida en cuatro sitios con parches deplancha de caldera, y necesitaba postes. Paraese trabajo quitaron los candeleros principalesdel puente, y enloquecidos por la faena no se

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dieron cuenta, hasta que todo estuvo en susitio, de que las redondeadas barras de hierrotenían que ser aplanadas de arriba abajo parapermitir que las limpiaran los balancines de labomba de aire. Ése fue el olvido de Wardrop,y lloró amargamente delante de los hombrescuando dio la orden de desatornillar los pos-tes para aplastarlas con el martillo y la llama.Ahora el motor roto estaba firmemente apun-talado, por lo que quitaron los puntales demadera de debajo de los cilindros y los subie-ron al puente, de donde los habían sacado,agradeciendo a Dios ese mediodía de trabajocon la madera suave y amable, en lugar decon el hierro que había penetrado en sus al-mas. Ocho meses en el país de atrás, entre lassanguijuelas, a una temperatura de treintagrados centígrados y en una situación dehumedad resultan muy malos para los ner-vios.

Se habían dejado para el final el trabajomás duro, lo mismo que los muchachos se

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dejan la prosa latina, y aunque estaban agota-dos el señor Wardrop no se atre vió a darlesdescanso. Había que enderezar la varilla delpistón y la varilla conectora, y eso era un tra-bajo para un astillero oficial con todas lasherramientas. Se entregaron a ello animadospor un pequeño gráfico del trabajo hecho y eltiempo utilizado que escribió el señor War-drop con tiza sobre el mamparo de la sala demáquinas. Habían transcurrido quince días -quince días de trabajo matador-, y la esperan-za se abría ante ellos.

Es curioso que ningún hombre sabe cómose enderezaron las varillas. La tripulación delHaliotis recuerda esa semana muy oscura-mente, como un paciente de malaria recuerdael delirio de una larga noche. Dicen que habíafuegos por todas partes; el barco entero era unhorno que se consumía, y los martillos nuncaestaban quietos. Pero no podía haber más deun fuego, pues el señor Wardrop recuerdaclaramente que no se llevó a cabo ningún en-

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derezamiento si no se hacía ante sus propiosojos. Los tripulantes también recuerdan quedurante muchos años unas voces daban órde-nes que ellos obedecían con su cuerpo, mien-tras que la mente la tenían fuera, en todos losmares del mundo. Les parece que estuvieronen pie días y noches deslizando lentamenteuna barra hacia atrás y hacia delante por en-cima de un brillo blanco que formaba partedel barco. Recuerdan un ruido intolerable ensus cabezas ardientes procedente de las pare-des de la trampilla de calderas, y se acuerdande haber sido salvajemente golpeados porhombres cuyos ojos parecían dormidos.Cuando su turno había terminado, trazabanlíneas rectas en el aire de manera ansiosa yrepetida, y en sus sueños, llorando, se pregun-taban unos a otros:

-¿Está recta?Por fin, aunque no se acuerdan de si eso

sucedió durante el día o durante la noche, elseñor Wardrop empezó a bailar torpemente,

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al tiempo que lloraba; y también ellos bailarony lloraron, y se fueron a dormir totalmentecrispados; y al despertar dijeron los hombresque las varillas estaban enderezadas, y nadierealizó trabajo alguno durante dos días, salvoel de tumbarse en la cubierta y comer fruta. Elseñor Wardrop descendía de vez en cuando,acariciaba las dos varillas y, según le oyeron,cantaba himnos.

Después ese problema mental desaparecióde él, y al final del tercer día de ociosidad hizoen la cubierta un dibujo con tiza, con las letrasdel alfabeto en los ángulos. Señaló que aun-que la varilla del pistón era más o menos re-cta, la cruceta de la varilla -lo que se habíaincrustado lateralmente en las guías- se habíavisto sometida a una gran presión y habíarajado el extremo inferior de la varilla. Iba aforjar e introducir un manguito de hierro for-jado sobre el cuello de la varilla del pistóndonde ésta se unía con la cruceta, y desde elmanguito uniría una pieza de hierro en forma

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de Y cuyos brazos inferiores estarían atorni-llados a la cruceta. Si necesitaban algo más,podría utilizar la última chapa de caldera.

Así pues, volvieron a encender las forjas ylos hombres a quemarse el cuerpo, aunqueapenas sentían el dolor. La conexión, una vezterminada, no era hermosa, pero parecía lobastante fuerte: al menos tan fuerte como elresto de la maquinaria; y con esa tarea los tra-bajos llegaron a su fin. Lo único que faltabaera conectar los motores y conseguir comida yagua. El patrón y cuatro hombres trataron conel constructor de barcos malayo, sobre todopor la noche; no era el momento de regatearacerca del precio del sagú y el pescado seco.Los demás se quedaron a bordo y reemplaza-ron el pistón, la varilla del pistón, la cubiertadel cilindro, la cruceta y las tuercas con laayuda del fiel motor auxiliar. La cubierta delcilindro apenas estaba hecha a prueba de va-por, y el ojo de la ciencia podría haber visto enla varilla de conexión una curvatura algo se-

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mejante a la de una vela de árbol de Navidadque se hubiera fundido y después hubierasido enderezada a mano sobre una estufa,pero tal como decía el señor Wardrop:

-No chocó con poca cosa.En cuanto la última tuerca estuvo en su

lugar, los hombres tropezaban unos con otrosen su ansiedad por llegar al virador de mano,la rueda y el tornillo sin fin con el que se pue-den mover algunos motores cuando no hayvapor a bordo. Casi arrancaron la rueda, peroera evidente hasta para el ojo más ciego quelos motores se movían. No giraban en sus ór-bitas con el entusiasmo que debería hacerlouna buena máquina; la verdad es que gemíanno poco; pero se movían y se detenían de unaforma que demostraba que seguían recono-ciendo la mano del hombre. Entonces el señorWardrop envió a sus esclavos a las tripas másoscuras de la sala de máquinas y las carbone-ras, y les siguió con una lámpara encendida.Las calderas estaban bien, pero no les haría

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daño un poco de rascado y limpieza. Pero elseñor Wardrop no quería que nadie realizarasu trabajo con excesivo celo, pues tenía miedode lo que podía dejar al descubierto el siguien-te roce de una herramienta.

Cuanto menos sepamos ahora, creo quemejor para todos. Me entenderéis cuando digoque esto no es en ningún sentido un trabajooficial de ingeniería. Como su único vestido aldecir esto eran su barba gris y sus cabellos sincortar, le creyeron. No preguntaron demasia-do acerca de lo que encontraban, pero pu-lieron, engrasaron y rascaron hasta obtener unfalso brillo.

-Un lametazo de pintura tranquilizaría mimente -dijo quejosamente el señor Wardrop-.Sé que la mitad de los tubos del condensadorestán descoyuntados; y que el eje de la héliceDios sabe hasta qué punto estará alejado de susitio, y que necesitamos una nueva bomba deaire, y que el vapor principal filtra como sifuera un colador, y que hay algo peor cada

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vez que miro; pero... la pintura es como laropa para un hombre, y la nuestra casi ha des-aparecido totalmente.

El patrón desenterró un poco de pinturarancia y de calidad inferior de ese verdehorrible que se utilizaba para las cocinas delos barcos de vela, y el señor Wardrop lo ex-tendió pródigamente para darles a los moto-res estimación propia.

La suya estaba regresando día a día, puesllevaba continuamente el taparrabos; pero lostripulantes, que habían trabajado bajo sus ór-denes, no se sentían como él. La finalizacióndel trabajo satisfizo al señor Wardrop. Acaba-ría por hallar la manera de huir a Singapur ydesde allí regresar a casa, sin tomar venganza,para enseñarles sus motores a los hermanosde profesión; pero los demás y el capitán se loimpedían. Todavía no habían recuperado elrespeto de sí mismos.

-Sería más seguro hacer lo que usted lla-maría un viaje de prueba, pero los mendigos

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no pueden elegir; y si los motores respondenal mecanismo de movimiento manual, lo pro-bable... y sólo digo que es una probabilidad...lo probable es que se sostengan cuando me-tamos el vapor.

-¿Cuánto tiempo necesitará para meter elvapor? -preguntó el patrón.

-¡Dios lo sabe! Cuatro horas... un día...media semana. Si puedo elevar la presión asesenta libras no me quejaré.

-Pero primero asegúrese; no podemospermitirnos navegar media milla para luegodetenernos.

-¡Por mi cuerpo y mi alma que estamoscontinuamente a punto de derrumbarnos,antes y después! Sin embargo, podríamos al-canzar Singapur.

-Pararemos en Pygang-Watai, donde po-dremos hacer algo bueno -fue la respuesta enuna voz que no permitía discusión alguna-. Esmi barco, y... he tenido ocho meses para pen-sar en ello.

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Nadie vio partir al Haliotis, aunque pudie-ron escucharlo. Salió a las dos de la mañana,tras cortar las amarras, y ninguno de los tripu-lantes sintió placer cuando los motores ento-naron un canto atronador que se escuchó en lamitad de los mares y resonó entre las colinas.Al escuchar la nueva canción, el señor War-drop se limpió una lágrima.

-Está farfullando... simplemente farfullan-do -susurró-. Es la voz de un maníaco.

Y si los motores tienen alma, tal comocreen sus dueños, tenía toda la razón. Habíagritos y clamores, sollozos y ataques de risa,silencios en los que el oído entrenado ansiabauna nota clara, y torturantes duplicacionesdonde sólo debería haber existido una vozprofunda. Por el eje de la hélice descendíanmurmullos y advertencias, y un corazón en-fermizo vibraba sin llegar a decir claramenteque la hélice necesitaba una recolocación.

-¿Cómo lo hace? -preguntó el patrón.

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-Se mueve, pero... pero me está rompiendoel corazón. Cuanto antes lleguemos a Pygang-Watai, mejor. Está enloquecido, y estamosdespertando a la ciudad.

-¿Es casi seguro?

-¡Qué me importa lo seguro que sea! Estáloco. ¡Escuche eso, ahora! Con certeza que nohay nada que choque con nada, y los cojinetesestán bastante fríos, pero... ¿no lo oye?

-Si funciona, no me importa una maldición-dijo el patrón-. Y también es mi barco.

Avanzaba dejando atrás una brazada dehierbas. Desde un movimiento lento de dosnudos se arrastró hasta conseguir una triunfalvelocidad de cuatro. Todo lo que pasara deahí hacía que los puntales se estremecieranpeligrosamente, y llenaba de vapor la sala demáquinas. La mañana apareció cuando ya nose veía la tierra, pero sí resultaba visible unrizo bajo la proa. Se quejaba amargamente ensu interior, y como si la hubiera atraído el rui-

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do, apareció sobre el mar morado una proa7,curiosa y parecida a un halcón, que se colocóal costado deseando saber si el Haliotis iba a laderiva. Es sabido que incluso los vapores delhombre blanco se averían en estas aguas, y loshonestos comerciantes malayos y javaneses aveces les ayudan a su peculiar manera. Peroese barco no estaba lleno de damas pasajeras yoficiales bien vestidos. Por la amurada apare-cieron hombres blancos desnudos y salvajes -algunos llevaban barras de hierro con el ex-tremo al rojo vivo y otros enormes martillos-,se lanzaron sobre aquellos inocentes e inquisi-tivos desconocidos y antes de que nadie pu-diera decir lo que había sucedido se habíanapropiado de la proa, mientras los propieta-rios legales nadaban en el mar. Media hora

7 Proa. También llamada prao, es una embar-cación malaya de poco calado, muy larga y es-trecha.

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más tarde, la carga de sagú y de trepang8 de laproa, así como una brújula dudosamente in-clinada, estaban en el Haliotis. Más tarde lasdos enormes velas triangulares de rejilla, consus vergas de setenta pies, siguieron el caminode la carga y se colocaron en los mástiles des-nudos del vapor.

Se levantaron, se hincharon, se llenaron, yel vapor vacío mejoró visiblemente cuando elviento las empujó. Daban una velocidad decasi tres nudos, ¿y qué otra cosa podían de-sear aquellos hombres? Pero si antes habíaparecido abandonado, con esta nueva adqui-sición parecía horrible. Imagine a una respe-table criada vestida con las mallas de una bai-larina dando tumbos borracha por las calles yasí tendrá una débil idea del aspecto de esebarco de carga de novecientas toneladas, bue-nas cubiertas, aparejado como una goleta,

8 Tripang. Llamado también Cohombro demar. Los chinos lo utilizan como comestible.

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tambaleándose con su nueva ayuda, vocife-rando y desvariando sobre el profundo mar.El maravilloso viaje prosiguió con vapor yvela; y los tripulantes, con la mirada brillante,miraban por encima del pasamanos y parecíandesolados, desgreñados, con el pelo sin cortary desvergonzadamente vestidos hasta un pun-to que traspasaba el límite de la decencia.

Al final de la tercera semana avistaron laisla de Pygang-Watai, cuyo puerto es el puntoen el que da la vuelta una patrulla perlífera.Allí se quedan las cañoneras durante una se-mana antes de regresar siguiendo el mismorumbo. En Pygang-Watai no hay pueblo, sólouna corriente de agua, algunas palmeras y unpuerto seguro para descansar hasta que hayaterminado el primer ataque violento del mon-zón del sudeste. Los tripulantes contemplaronla playa baja de coral, con su montón de car-bón encalado dispuesto para el suministro, lasabandonadas chozas de los marineros y el astasin bandera.

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Al día siguiente no existía el Haliotis tansólo una pequeña proa balanceándose bajo lalluvia cálida en la desembocadura del puerto,mientras los tripulantes observaban con ojosdeseosos el humo de una cañonera en el hori-zonte.

Meses más tarde, en un periódico inglésaparecieron unas líneas informando de queuna cañonera de una potencia extranjera sehabía deshecho en la desembocadura de unlejano puerto al chocar yendo a toda veloci-dad contra un barco sumergido.9

9 Charles Carrington en su estudio sobre lavida y la obra de Kipling, se refiere alas dificul-tades de comprensión de los textos de este autoren algunos casos, y hace referencia con respectoa este relato tanto a la dificultad de la termino-logía de piezas mecánicas de un vapor como,más expresamente, al final de este relato. De laspartes del relato que se concentran en el temade la terminología, dice que «a su manera, sonun triunfo del virtuosismo»; del resto dice que

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GATO MALTÉS

Tenían buenas razones para sentirse orgu-llosos, y mejores razones todavía para estarasustados; todos y cada uno de los doce: puesaunque se habían abierto camino, partido a

«está tan comprimido, tan podado y recortado,que nunca he sido capaz de descubrir qué es loque sucede al final». Parece evidente, sin em-bargo, y así lo hace constar en nota a pie depágina Constantine Phipps, autor de la intro-ducción y las notas de la edición de Penguin deThe Day's Work, que, en contra del deseo delprimer maquinista, que hubiera preferido re-gresar con el barco para enseñar los motoresarreglados a sus compañeros, el capitán ha de-cidido llevarlo a la isla, por la que sabe pasará elpatrullero que les había disparado, y hundirlo ala entrada con la idea de provocar el naufragiode éste.

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partido, entre los equipos inscritos en el tor-neo de polo, aquella tarde se enfrentaban a losArchangel en la final. Los Archangel partici-paban con media docena de caballos cada ju-gador, y como el partido se dividía en seispartes de ocho minutos, eso significaba uncaballo de refresco después de cada descanso.El equipo de los Skidar, aun suponiendo queno hubiera habido accidentes, sólo podía pro-porcionar un caballo de recambio, y dos a unoes una proporción bastante escasa. Además,tal como señalaba Shiraz, el sirio de color gris,se enfrentaban a lo mejor y más escogido delos caballos de polo del norte de la India: ca-ballos que habían costado más de mil rupiascada uno, mientras ellos eran un lote baratosacado a menudo de carros de campo por susamos, pertenecientes a un regimiento nativode infantería que era honesto, pero pobre.

-El dinero significa andadura y peso -observó Shiraz al tiempo que se frotaba tris-temente el sedoso y negro hocico entre sus

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bien ajustados protectores-. Y según las reglasdel juego tal como yo las conozco...

-Ah, pero no estamos jugando a las reglas-contestó Gato Maltés-. Estamos jugando elpartido, y tenemos la gran ventaja de conocer-lo. Con que lo pienses sólo mientras das unazancada, Shiraz, te darás cuenta de que hemossubido desde la última a la segunda posiciónen dos semanas, contra todos esos tipos; y hasido así porque jugamos con nuestra cabezaademás de con las patas.

-Eso me hace sentirme chiquita y desgra-ciada todo el tiempo -intervino Kittiwynk, unayegua de color pardusco que tenía una fronta-lera roja y las patas más limpias que ha poseí-do nunca un caballo viejo-. Ésos nos doblan entamaño.

Kittiwynk echó una mirada a la concu-rrencia y suspiró. El duro y polvoriento cam-po de polo de Umhalla estaba cubierto de mi-les de soldados vestidos de negro y blanco,por no contar los cientos y cientos de carrua-

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jes, coches altos de cuatro caballos y cocheci-tos de dos ruedas y dos asientos, las damascon parasoles de brillantes colores, los oficia-les con uniforme y sin él y la multitud de na-tivos situados detrás; sumémosles los orde-nanzas que montados en camellos se habíandetenido para ver el partido en lugar de llevary traer cartas desde la estación, y los tratantesnativos de caballos que correteaban por allísobre yeguas biluchi de delgadas orejas bus-cando la oportunidad de vender algunos caba-llos de polo de primera clase. Después estabanlos caballos de los treinta equipos que se habí-an inscrito en la Copa Abierta del Norte de laIndia: casi todos los caballos dignos y valiososque había desde Mhow hasta Peshawar, desdeAllahabad hasta Multan: valiosos caballosárabes, sirios, árabes, de campo1, originariosde Decán, Waziri y de Kabul, de todos los co-lores, formas y temperamentos que pueda

1 Caballo de campo. Caballos del norte de India.

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imaginarse. Algunos de ellos estaban en esta-blos con techo de esterilla, cerca del campo depolo, pero casi todos tenían encima la silla consu dueño, que habían sido derrotados en par-tidos anteriores y se dedicaban a trotar deaquí para allá y a decirse unos a otros cómo,exactamente, debía jugarse.

Era una vista gloriosa, y el ir y venir de lospequeños y rápidos cascos, así como los ince-santes saludos de los caballos que se habíanconocido anteriormente en otros campos depolo o en pistas de carreras, bastaba para vol-ver loco a cualquier cuadrúpedo.

Pero los miembros del equipo de Skidarprocuraban no conocer a sus vecinos, aunquela mitad de los caballos que había en el campoestaban deseosos de conocer a los pequeñosque habían llegado desde el norte y, hasta elmomento, habían barrido.

-Déjame pensar-le dijo a Gato Maltés uncaballo árabe y suave de color dorado que eldía anterior había jugado muy mal-: ¿No nos

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conocimos en el establo de Abdul Rahman, enBombay, hace cuatro estaciones? Recordarásque aquella estación gané la Copa Paikpattan.

-No pude ser yo -contestó cortésmente Ga-to Maltés-. Entonces me encontraba en Malta,tirando de un carro de verduras. Yo no corro,sólo juego.

-¡Aah! -contestó el árabe levantando la co-la y marchándose con trote fanfarrón.

-Concentraos en vosotros mismos -dijoGato Maltés a sus compañeros-. No vamos a irfrotándonos el hocico con todos esos mestizosde culo de ganso del norte de la India. Cuan-do hayamos ganado esta copa, todos daránsus herraduras con tal de conocernos.

-No ganaremos nosotros la Copa -intervinoShiraz-. ¿Cómo te sientes?

-Tan rancio como la cena de ayer, sobre laque corría una rata almizclera -contestó Pola-ris, un caballo gris de hombros bastante pesa-dos, y los demás miembros del equipo estu-vieron de acuerdo con él.

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-Cuanto antes olvidéis eso, mejor-dijo ale-gremente Gato Maltés-. En la gran tienda hanterminado peleados. Ahora nos llamarán. Silas sillas no os están cómodas, cocead por de-lante. Si el bocado del freno no os resulta có-modo, cocead por detrás y haced que los sai-ses2 sepan si las protecciones están bien colo-cadas.

Cada caballo tenía su sais, su mozo decuadra, que vivía, comía y dormía con él, yhabía apostado en el partido mucho más de loque podía permitirse. No había posibilidadalguna de que nada saliera mal, y para asegu-rarse de ello cada sais estuvo enjabonando laspatas de su caballo hasta el último minuto.Tras los saises se sentaban todos los miembrosdel regimiento de Skidar que habían conse-guido permiso para asistir al partido: la mitadde los oficiales nativos y cien o doscientoshombres oscuros y de barba negra con las

2 Saises. Mozos de cuadra en indostaní.

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gaitas del regimiento que pasaban nerviosa-mente los dedos por los voluminosos instru-mentos llenos de cintas. Los Skidar eran unregimiento de los que se consideraban pione-ros, y las gaitas constituían la música nacionalde la mitad de sus hombres. Los oficiales nati-vos llevaban manojos de palos de polo, mazoslargos con mango de caña, y como la tribunase había llenado después del almuerzo, secolocaron de uno en uno o por parejas en dife-rentes puntos del campo para que si a un ju-gador se le rompía un palo no tuviera quecabalgar mucho hasta conseguir uno nuevo.Una banda de la caballería británica atacó conimpaciencia «If you want to know the time,ask a pleecman!»3, y los dos árbitros, vestidoscon guardapolvos ligeros, empezaron a mo-verse sobre dos pequeños y excitados caballos.Salieron entonces los cuatro jugadores del

3 If you ... Canción de music-hall de E. W Ro-gers.

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equipo del Archangel, y sólo de ver sus her-mosas monturas Shiraz volvió a gemir.

-Espera a que los conozcamos -dijo GatoMaltés-. Dos de ellos juegan con anteojeras, loque significa que no pueden ver si se salen delcamino por su propio lado, pues podrían lan-zarse contra los caballos de los árbitros. ¡Ytodos llevan riendas blancas de tela que conseguridad se estiran o resbalan!

-Y además los jinetes llevan el látigo en lamano en lugar de en la muñeca -intervinoKittiwynk, dando brincos para perder la rigi-dez-. ¡Ja!

-Es cierto. Ningún hombre puede manejarde esa manera el palo, las riendas y el látigo -añadió Gato Maltés-. Me he caído en cadametro cuadrado del campo de Malta, y tendríaque saberlo. Para demostrar lo satisfecho quese sentía, hizo temblar su cruceta de color sal-picado; pero su corazón no estaba tan ani-mado. Desde que había llegado a India en untransporte de tropas y había sido traspasado,

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junto con un rifle viejo, como parte del pagode una deuda por apuestas de carreras, GatoMaltés había jugado al polo, y había predica-do sobre este deporte al equipo de Skidar ensu pedregoso campo de polo. Un caballo depolo es como un poeta. Si nace amando el jue-go, puede convertirse en jugador. Gato Maltéssabía que los bambúes crecen sólo para quecon sus raíces puedan hacerse pelotas, que seles da grano para mantenerles fuertes y enbuenas condiciones, y que a los caballos se lesherraba para impedir que resbalaran en ungiro. Y además de todas esas cosas, conocíatodos los trucos y estratagemas del juego máshermoso del mundo, y llevaba dos estacionesenseñando a los demás todo lo que sabía osospechaba.

-Recordad que debemos jugar unidos, y quedebéis jugar con vuestra cabeza -repitió porcentésima vez cuando se acercaron los jinetes-.Y pase lo que pase, seguid a la pelota. ¿Quiénsale primero?

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Les pusieron las cinchas a Kittiwynk, Shi-raz, Polaris y a un bayo corto y alto de tre-mendas corvas y sin una cruceta de la quefuera digno hablar (le llamaban Corks); y lossoldados del fondo lo contemplaron todo fi-jamente.

-Quiero que estéis tranquilos -dijo Lut-yens, capitán del equipo-. Y sobre todo que noempecéis a datos pisto.

-¿Ni siquiera si ganamos, capitán Sahib? -preguntó uno de los jactanciosos.

-Si ganamos, podréis hacer lo que os plaz-ca -contestó Lutyens con una sonrisa mientrasse deslizaba el lazo de su palo por la muñeca yse dirigía a galope corto hasta su posición.

Los caballos de los Archangel se sentíanun poco por encima de sí mismos por la multi-tud multicolor que tan cerca estaba del campode juego. Sus jinetes eran excelentes jugado-res, pero formaban un equipo de jugadores deprimer orden, en lugar de un equipo de pri-mer orden, y ahí estaba toda la diferencia del

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mundo. Pretendían sinceramente jugar juntos,pero es muy difícil que cuatro hombres, cadauno de ellos el mejor que ha podido elegir elequipo, recuerden que en el polo no se com-pensa el juego con la manera brillante de gol-pear la pelota o cabalgar. Su capitán les grita-ba las órdenes llamándoles por su nombre, yresulta curioso que si pronuncias en público elnombre de un inglés, éste se siente azorado ymalhumorado. En cambio Lutyens no les dijonada a sus hombres, porque ya todo se habíadicho anteriormente. Montó a Shiraz, puesjugaba de «defensa», para defender la porte-ría. Powell montó a Polaris como defensa me-dio, y Macnamara y Hughes jugaban de de-lanteros montando a Corks y Kittiwynk. Pu-sieron la dura pelota de raíz de bambú en elcentro del campo, a unas ciento cincuentayardas de los extremos, y Hughes cruzó elmazo, con la cabeza hacia arriba, con el capi-tán del Archangel, quien creyó adecuado ju-gar de delantero aunque desde esa posición

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no se puede controlar fácilmente el equipo.Cuando cruzaron los bastones de caña se es-cuchó un pequeño clic en todo el campo, yentonces Hughes hizo una especie de movi-miento rápido de muñeca que le permitió dri-blar con la pelota unos metros. Kittiwynk seconocía ese golpe desde antiguo, y lo siguiócomo un gato persigue un ratón. Mientras elcapitán del Archangel daba la vuelta a su ca-ballo, Hughes golpeó con toda su fuerza y alinstante siguiente Kittiwynk había partido, yCorks le seguía de cerca avanzando ligera-mente con sus pequeñas patas como gotas delluvia sobre cristal.

-Tira a la izquierda-dijo entre dientes Kit-tiwynk-. ¡Viene hacia nosotros, Corks!

El defensa y el medio de los Archangelcaían sobre él cuando estaba al alcance de lapelota. Hughes se inclinó hacia adelante con larienda suelta y recortó hacia la izquierda casibajo las patas de Kittiwynk, que se apartó conuna cabriola para dejar pasar a Corks, el cual

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vio que si no se daba prisa traspasaría los lími-tes. Ese salto largo dio tiempo a los Archangelpara girar y enviar a tres hombres a través delcampo para neutralizar a Corks. Kittiwynk sequedó donde estaba, pues conocía el juego.Corks se encontró con la pelota media fracciónde segundo antes de que llegaran los demás yMacnamara, quien con un golpe hacia atrás laenvió a través del campo hacia Hughes, elcual vio el camino libre hasta la portería de losArchangel y metió la pelota antes de que na-die supiera muy bien lo que había sucedido.

-Eso sí que es suerte -comentó Corks mien-tras cambiaban de campo-. Un gol en tres mi-nutos con tres golpes y sin ninguna cabalgadadigna de mención.

-No creas -contestó Polaris-. Les hemos en-fadado demasiado pronto. No me extrañaríaque intentaran adelantarnos a toda velocidadla próxima vez.

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-Entonces retén la pelota-dijo Shiraz-. Esoagota a cualquier caballo que no esté acos-tumbrado.

En la siguiente ocasión no hubo un galopesencillo a través del campo. Todos los Ar-changel se cerraron como un solo hombre,pero allí se quedaron, pues Corks, Kittiwynk yPolaris consiguieron colocarse de alguna ma-nera encima de la pelota ganando tiempo en-tre los golpes de los mazos mientras Shirazdaba vueltas por el exterior aguardando unaoportunidad. -Podemos pasarnos haciendoesto todo el día-dijo Polaris mientras empuja-ba con sus cuartos traseros el costado de otrocaballo-. ¿Hacia dónde crees que estás empu-jando?

-Yo... me dejaría llevar con un ekka4 si losupiera -le respondió un caballo jadeante-. Ydaría la comida de una semana para que mequitaran las anteojeras. No puedo ver nada.

4 Ekka. Arreo de caballo en indostaní.

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-El polvo es bastante malo. ¡Fiu! Ése casime da en el corvejón. ¿Dónde está la pelota,Corks?

-Debajo de mi cola. Al menos un hombrela está buscando allí. Esto sí que es bueno. Nopueden utilizar los mazos y eso les vuelvelocos. ¡Dale al de las anteojeras un empujón yse irá para otro lado!

-¡Eh, no me toques! No veo. Me... creo queme voy a retirar -dijo el caballo de las anteoje-ras, pues sabía que si no puedes ver alrededorde tu cabeza no te puedes preparar contra losgolpes.

Corks observaba la pelota que estaba en elpolvo, cerca de sus patas delanteras, mientrasMacnamara le daba golpecitos cortos de vezen cuando. Kittiwynk, agitando su cola corta-da por la excitación nerviosa, se abrió caminofuera de la escaramuza.

-¡Ho! La tienen -resopló-. ¡Dejadme salir! -y diciendo esto galopó como una bala de riflepor detrás de un caballo alto y desgarbado de

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los Archangel, cuyo jinete estaba levantandoel mazo para dar un golpe.

-Hoy no, te lo agradezco -dijo Hughescuando el golpe por poco dio en su mazo le-vantado, y Kittiwynk empujó con los hombroslos cuartos traseros del caballo alto, enviándo-le a un lado mientras Lutyens, montando aShiraz, volvía a enviar la pelota al lugar dedonde había venido, y el caballo alto resbala-ba y se salía por la izquierda. Kittiwynk, al verque Polaris se había unido a Corks en la per-secución de la pelota terreno arriba, ocupó ellugar de Polaris, y entonces pitaron el final deese tiempo.

Los caballos del Skidar no perdieron tiem-po en cocear ni en soltar bufidos, pues sabíanque cada minuto de descanso significaba ungran beneficio, por lo que trotaron hasta lasbarandillas y sus saises, quienes enseguidaempezaron a rascarlos, cubrirlos con mantas yfrotarlos.

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-¡Fiu! -exclamó Corks poniéndose rígidopara obtener todo el placer de las cosquillasque le producía el enorme rascador de vulca-nita-. Si jugáramos caballo contra caballo, do-blaríamos a los del Archangel en media hora.Pero ellos sacarán animales de refresco, yotros de refresco, y otros mas después... yaveréis.

-¿Y a quién le importa? -preguntó Polaris-.Hemos ganado a primera sangre. ¿Se me estáhinchando el corvejón?

-Así lo parece -contestó Corks-. Has debi-do de recibir un latigazo bastante fuerte. Queno se te ponga rígido. En media hora te nece-sitarán de nuevo.

-¿Cómo va el partido? -preguntó GatoMaltés.

-El campo está como tu herradura, salvodonde han echado demasiada agua -contestóKittiwynk-. En esos sitios es resbaladizo. Nojuegues por el centro, que ahí hay una ciéna-ga. No sé cómo se comportarán los cuatro

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nuevos caballos, pero hemos mantenido lapelota retenida y les hemos obligado a sudarpor nada.

-¿Quién sale ahora? ¡Dos árabes y un parde caballos de campo nativos! Eso está mal.¡Qué consuelo da lavarte la boca!

Kitty hablaba con el cuello de una botellade agua de soda forrada de cuero entre losdientes, tratando al mismo tiempo de mirarpor encima de su cruz. Eso le daba un airemuy coqueto.

-¿Qué es lo que está mal? -preguntó GreyDawn, cediendo ante las cinchas y admirandosus hombros bien asentados.

-Que vosotros, los caballos árabes, no ga-lopáis lo bastante rápido como para mantene-ros calientes... eso es lo que quería decir Kitty -le contestó Polaris co jeando para demostrarque su corvejón necesitaba atención-. ¿Juegasde «defensa», Grey Dawn?

-Eso parece -contestó Grey Dawn mientrasse le subía encima Lutyens. Powell montó a

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Rabbit, un caballo de campo bayo muy pare-cido a Corks, pero con orejas parecidas a lasde un mulo. Macnamara montó a Faiz Ullah,un caballito árabe de color rojo, cola larga, yde patas traseras cortas y hábiles, mientrasHughes montó a Benami, un animal viejo, decolor marrón y malhumorado, que se apoyabaen las patas delanteras más de lo que deberíahacerlo un caballo de polo.

-Parece que a Benami le gusta esto -comentó Shiraz-. ¿Cómo estamos de humor,Ben?

El veterano caballo se marchó cojeando sinresponder, y Gato Maltés contempló los caba-llos nuevos del Archangel que saltaronhaciendo cabriolas al campo de juego. Erancuatro animales negros y hermosos con gran-des sillas y lo bastante fuertes como para co-merse al equipo entero de Skidar y galoparcon la comida en el estómago.

-Otra vez anteojeras -dijo Gato Maltés-.¡Buen asunto!

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-¡Son corceles... para las cargas de caballe-ría! -exclamó Kittiwynk con indignación-.Nunca volverán a conocerlos 13-35.

-Pues todos han sido medidos con justiciay han obtenido sus certificados -intervino Ga-to Maltés-. Si no, no estarían aquí. Tenemosque aceptar las cosas tal como vienen y man-tener la vista fija en la pelota.

Empezó el juego, pero esta vez los Skidarfueron acorralados en su propio campo, y loscaballos que miraban el partido no lo aproba-ron.

-Faiz Ullah está escurriendo el bulto, comode costumbre -comentó Polaris con un gruñi-do burlón.

-Faiz Ullah se está comiendo el látigo -añadió Corks. Podían escuchar la cuarta de

5 Trece-tres. Trece manos, tres pulgadas (algo menos deun metro treinta centímetros hasta el hombro), la alturamáxima autorizada para los caballos de polo en aqueltiempo. Desde entonces se ha abolido la limitación dealtura.

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polo de correas de cuero golpeando el troncobien redondeado del caballito.

Entonces les llegó desde el campo de juegoel agudo relincho de Rabbit:

-No puedo hacer solo todo el trabajo -gritaba.

-Juega y no hables -relinchó Gato Maltés; ytodos los caballos se agitaron de excitaciónmientras los soldados y mozos de cuadra seaferraban a la barandilla y gritaban. Un caba-llo negro con anteojeras había sobrepasado alviejo Benami y le interfería de todas las mane-ras posibles. Podían ver a Benami agitando lacabeza de arriba abajo y haciendo vibrar elbelfo inferior.

-Va a haber una caída enseguida -comentóPolaris-. Benami se está poniendo envarado.

El juego osciló de arriba abajo entre unaportería y la otra y los caballos negros se fue-ron sintiendo más confiados cuando compro-baron que aventajaban a los otros. Golpearonla pelota fuera de una pequeña escaramuza y

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Benami y Rabbit la siguieron; Faiz Ullah secontentó con quedarse tranquilo por un ins-tante.

El caballo negro de las anteojeras subiócomo un halcón, seguido por dos de los suyos,y los ojos de Benami brillaron al emprender lacarrera. La cuestión era cuál de los caballosaventajaría al otro; los jinetes estaban deacuerdo en arriesgar una caída por una buenacausa. El negro, enloquecido casi por las ante-ojeras, confiaba en su peso y genio; pero Be-nami sabía cómo aplicar su peso, y cómo man-tener el genio. Se encontraron produciendouna nube de polvo. El negro acabó de costadoen el suelo, sin aliento en el cuerpo. Rabbit ibacien metros arriba por el campo llevando lapelota y Benami se había parado. Había resba-lado casi diez yardas, pero se había cobradosu venganza y se quedó sentado haciendoruidos con el hocico hasta que se levantó elcaballo negro.

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-Eso es lo que te pasa por meterte por enmedio. ¿Quieres más? -preguntó Benami antesde volver a meterse en el juego. No se consi-guió nada porque Faiz Ullah no galopó, aun-que Macnamara le pegaba siempre que teníaun segundo libre para hacerlo. La caída delcaballo negro impresionó muchísimo a suscompañeros, de manera que los Archangel nopudieron aprovecharse del mal comporta-miento de Faiz Ullah.

Tal como dijo Gato Maltés, cuando termi-nó el tiempo y regresaron los cuatro resoplan-do y sudando, tendrían que haber coceado aFaiz Ullah alrededor de todo el campo deUmballa. Si no se portaba mejor en el siguien-te tiempo, Gato Maltés prometió arrancarle alárabe la cola de raíz, y comérsela.

No hubo más tiempo para hablar, puesordenaron salir al tercer grupo de cuatro caba-llos.

El tercer tiempo de un partido suele ser elmás caliente, pues cada equipo piensa que los

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otros deben estar agotados; y la mayor partede las veces un partido se gana en ese tiempo.

Lutyens montó a Gato Maltés palmeándo-lo y abrazándolo, pues lo valoraba más quecualquier otra cosa en el mundo. Powell mon-tó a Shikast, un pequeño canalla de color grissin pedigrí ni buenas costumbres fuera delpolo; Macnamara montó a Bamboo, el másgrande del equipo, y Hughes a Who's Who,alias El Animal. Se suponía que tenía sangreaustraliana en sus venas, pero parecía un per-cherón y podías golpearle en las patas con unapalanca de hierro sin hacerle daño.

Salieron para encontrarse frente a la flordel equipo del Archangel, y cuando Who'sWho vio sus patas elegantemente protegidas ylas pieles hermosas y satinadas, sonrió tras subrida ligera y bien ajustada.

-¡Válgame Dios! -exclamó Who's Who-.Vamos a darle un poco de juego de patas.Esos caballeros necesitan un buen frotado.

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-Sin morder -advirtió Gato Maltés, puesera conocido por todos que en una o dos oca-siones Who's Who se había olvidado de esaregla.

-¿Quién dijo nada sobre morder? No estoyjugando a el saltador6. Estoy jugando el parti-do.

Los Archangel bajaron como lobos acorra-lados, pues se habían cansado del fútbol yquerían jugar al polo. Y recibieron más y más.Poco después de empezar el tiempo, Lutyensgolpeó una pelota que se acercaba a él conrapidez, y la elevó en el aire, como sucede aveces con una pelota, produciendo el sonidodel aleteo de una perdiz asustada. Shikast laoyó, pero al principio no pudo verla, aunquemiró para todas partes y también hacia el aire,tal como le había enseñado Gato Maltés.Cuando la vio hacia adelante y por arriba,

6 El saltador. Juego consistente en hacer saltar fichas deplástico, presionándolas en los bordes, para que caigandentro de una copa.

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avanzó con Powell tan rápido como pudo.Entonces fue cuando Powell, en general unhombre tranquilo y juicioso, se sintió inspira-do y jugó un golpe que a veces tiene éxito enuna tranquila y larga tarde de entrenamiento.Cogió el mazo con ambas manos7 y po-niéndose en pie sobre los estribos golpeó lapelota en el aire a la manera de Munipore. Seprodujo un segundo de asombro paralizanteantes de que los cuatro graderíos del campo sepusieran en pie lanzando un grito de aproba-ción y complacencia cuando la pelota salió vo-lando (había que ver a los asombrados Ar-changel agachándose en la silla para salirse dela trayectoria de vuelo y mirándola con la bo-ca abierta), y las gaitas reglamentarias de losSkidar sonaron desde las barandillas en cuan-to los gaiteros recuperaron el aliento.

7 Ambas manos. Son muy pocos los caballos a los que seles puede dejar sueltos sin llevar las riendas con la mano.

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Shikast percibió el golpe, y al mismotiempo oyó que se desprendía la cabeza delmazo. Novecientos noventa y nueve caballosde cada mil habrían perseguido preci-pitadamente la pelota llevando encima unjinete inútil tirándole de la cabeza, pero Po-well le conocía, y él conocía a Powell; en cuan-to sintió moverse ligeramente la pierna dere-cha del jinete por encima de la gualdrapa, sedirigió hacia un lado desde el que un oficialnativo agitaba frenéticamente un mazo nuevo.Antes de que terminaran los gritos, Powellestaba armado de nuevo.

Sólo una vez en su vida había oído GatoMaltés ese mismo golpe, jugado entoncesdesde sus propios lomos, y se había aprove-chado de la confusión que pro vocó. Esta vezactuó por experiencia y, dejando a Bambooque defendiera la portería por si se producíaalgún accidente, pasó entre los otros comouna centella, con la cabeza y la cola bajas, yLutyens erguido sobre él para aliviarle. Avan-

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zó antes de que el otro equipo se enterara delo que estaba sucediendo y casi se golpeó lacabeza entre los postes de la portería de losArchangel cuando empujó la pelota, metién-dola, tras una carrera en línea recta de casiciento treinta metros. Si había una cosa de laque Gato Maltés se enorgulleciera más que decualquier otra era de esa especie de carrerarápida con la que sabía cruzar como un rayola mitad del campo. No era de los partidariosde llevar la pelota alrededor del campo, a me-nos que uno estuviera siendo dominado clara-mente. Después les dieron a los del Archangelcinco minutos de fútbol, y un caballo caro yrápido odia el fútbol porque estorba a su tem-peramento.

En esa manera de jugar Who's Who de-mostró ser mejor incluso que Polaris. No per-mitía ningún movimiento hacia el exterior,sino que se metía gozosamente en la escara-muza como si tuviera el morro introducido enun comedero y estuviera buscando algo agra-

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dable. El pequeño Shikast saltaba sobre la pe-lota en cuanto ésta quedaba al descubierto ycada de vez que un caballo del Archangel laseguía se encontraba a Shikast encima y pre-guntando qué sucedía.

-Si sobrevivimos a este tiempo, no me pre-ocuparé -dijo Gato Maltés-. Vosotros no osagotéis, dejad que suden ellos.

Y entonces, tal como explicaron despuéslos jinetes, los caballos «se cerraron». Los Ar-changel les sujetaron delante de su portería,pero eso les costó a sus caballos todo lo queles quedaba de temperamento; los animalesempezaron a cocear, sus jinetes a repetir cum-plidos, y los primeros se lanzaron contra laspatas de Who's Who pero éste apretó los dien-tes y se quedó donde estaba, mientras el polvose elevaba como un árbol por encima de laescaramuza hasta que terminó aquel ardorosotiempo.

Encontraron a los caballos muy excitadosy confiados cuando llegaron junto a sus saises,

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y Gato Maltés tuvo que advertirles que seacercaba lo peor del partido.

Ahora nosotros salimos por segunda vez, yellos trotan con caballos de refresco. Creeréisque sois capaces de galopar, pero descubriréisque no es posible, y os sentiréis apenados.

-Pero dos goles a cero es una gran ventaja-dijo Kittiwynk haciendo cabriolas.

-¿Cuánto se tarda en meter un gol? -preguntó a modo de respuesta Gato Maltés-.Por favor no salgáis con la idea de que el par-tido está casi ganado sólo porque ahorahayamos tenido suerte. Os acorralarán contrala tribuna si pueden; no debéis darles la opor-tunidad. Seguid a la pelota.

-¿Fútbol, como de costumbre? -preguntóPolaris-. El corvejón se me ha hinchado tantoque parece casi del tamaño de un morral.

-No les dejéis que vean la pelota si podéisevitarlo. Y ahora dejadme solo, que he de des-cansar todo lo que pueda antes del últimotiempo.

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Bajó la cabeza y relajó todos los músculos.Shikast, Bamboo y Who's Who imitaron suejemplo.

-Será mejor no mirar el partido -dijo-. Noestamos jugando y nos agotaremos si nos po-nemos ansiosos. Mirad al suelo y pensad quees la hora de irnos.

Hicieron todo lo que pudieron, pero resul-taba difícil seguir su consejo. Los cascos re-tumbaban sobre el suelo, los mazos golpeabancampo arriba y abajo y los gritos de aproba-ción de las tropas inglesas indicaban que losArchangel estaban presionando fuerte a losSkidar. Los soldados nativos situados tras loscaballos gemían y gruñían, murmuraban yfinalmente escucharon un prolongado grito yun estruendo de hurras.

-Uno para los Archangel -dijo Shikast sinlevantar la cabeza-. Está a punto de acabareste tiempo. ¡Ay, por mi padre y mi madre!

-Faiz Ullah, si esta vez no juegas hasta elúltimo clavo de tus herraduras, te derribaré a

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patadas delante de todos los demás caballos -dijo Gato Maltés.

-Y yo haré todo lo que pueda cuando metoque el turno -añadió enérgicamente el caba-llito árabe.

Los saíses se miraban seriamente unos aotros mientras frotaban las patas de los caba-llos. Ahora era cuando de verdad estaban enjuego las grandes bolsas, y todo el mundo losabía. Kittiwynk y los demás regresaron con elsudor goteándoles por encima de los cascos ycon las colas contando tristes historias.

-Son mejores que nosotros -comentó Shi-raz-. Sabía lo que iba a pasar.

-Cierra tu bocaza -le interrumpió GatoMaltés-. Todavía llevamos un gol de ventaja.

-Sí, pero ahora juegan dos árabes y dos ca-ballos nativos -intervino Corks-. ¡Faiz Ullah,acuérdate! -añadió con voz cáustica.

Cuando Lutyens montó en Grey Dawnmiró a sus hombres y comprobó que no teníanbuen aspecto. Estaban cubiertos por franjas de

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polvo y sudor. Las botas amarillas estabancasi negras, las muñecas enrojecidas y llenasde bultos, y los ojos parecían haber profundi-zado cinco centímetros en la cabeza, aunque laexpresión de la mirada era satisfactoria.

-¿Bebisteis algo en la tienda? -preguntóLutyens, y los miembros del equipo negaroncon la cabeza, pues estaban demasiado secospara poder hablar.

-Muy bien. Los Archangel lo hicieron, yestán muchísimo más agotados que nosotros.

-Pero tienen caballos mejores -contestóPowell-. No me sentiré apenado cuando estotermine.

El quinto tiempo fue triste en todos los as-pectos. Faiz Ullah jugó como un pequeño de-monio rojo; Rabbit parecía estar al mismotiempo en todas partes, y Benami se lanzabarecto hacia cualquier cosa que se interpusieraen su camino, mientras los árbitros, montadosen sus caballos, giraban como gaviotas alre-dedor del cambiante juego. Pero los Archan-

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gel tenían las mejores monturas y no permitie-ron a los Skidar jugar al fútbol. Golpearon lapelota arriba y abajo de lo ancho del campohasta que Benami y los demás fueron supe-rados. Entonces avanzaron y una y otra vezLutyens y Grey Dawn fueron capaces pormuy poco de alejar la pelota con un golpe lar-go cortante. Grey Dawn se olvidó de que eraun árabe y dejó de ser gris para volverse azulcon sus galopes. La verdad es que se olvidódemasiado, pues no mantenía la vista en elsuelo como debería hacer un caballo árabe,sino que sacaba el morro y se lanzaba a la ca-rrera espoleado por el honor del partido.Habían regado el campo una o dos veces enlos descansos, y un aguador descuidado habíavaciado todo su odre en un lugar cercano a laportería de los Skidar. Estaba cercano al ex-tremo del campo y por décima vez GreyDawn corría tras una pelota cuando sus cuar-tos traseros resbalaron en el barro y cayó dan-do vueltas, lanzando a Lutyens, que por poco

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no chocó contra un poste. Además, los triun-fantes Archangel consiguieron su gol. Enton-ces terminó el tiempo, con empate a dos goles;a Lutyens tuvieron que ayudarle a levantarsey Grey Dawn se levantó con los cuartos tra-seros magullados.

-¿Qué daños ha habido? -preguntó Powellrodeando con el brazo a Lutyens.

-Desde luego la clavícula -contestó Lut-yens entre dientes. Era la tercera vez que se larompía en dos años, y le dolía.

Powell y los demás silbaron.-Terminó el partido -dijo Hughes.-Espera un momento. Todavía nos quedan

cinco buenos minutos y no es mi mano dere-cha -dijo Lutyens-. Les vamos a superar.

-Quería saber si estás herido, Lutyens -preguntó el capitán de los Archangel llegandoal trote-. Aguardaremos si quieres poner unsustituto. Me gustaría... quiero decir... la ver-dad es que tus hombres se merecen este parti-do, si hay algún equipo que lo merezca. Nos

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gustaría darte un hombre, o alguno de nues-tros caballos... o algo.

-Eres muy amable, pero creo que jugare-mos hasta el final.

El capitán de los Archangel se le quedómirando un rato.

-Eso no está nada mal -dijo antes de regre-sar a su campo, mientras Lutyens pedía pres-tado un pañuelo a uno de sus oficiales nativospara hacerse con él un cabestrillo. Entoncesllegó al galope uno de los Archangel con unagran esponja de baño y le aconsejó a Lutyensque se la metiera bajo la axila para aliviar elhombro, y entre todos le ataron científicamen-te el brazo izquierdo, y uno de los oficialesnativos se adelantó con cuatro vasos alarga-dos que siseaban y burbujeaban.

El equipo miró a Lutyens con aspecto pa-tético y éste asintió. Era el último tiempo y yanada importaría mucho. Se tragaron la bebidade color dorado oscuro, se limpiaron el bigotey recuperaron la esperanza.

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Gato Maltés había metido el morro por de-lante de la camisa de Lutyens como intentan-do decirle lo apenado que se sentía.

-Lo sabe -comentó con orgullo Lutyens-. Elbribón lo sabe. Ya he cabalgado con él sin lle-var brida... por diversión.

-Ahora no es por diversión -añadió Po-well-. Pero no tenemos un sustituto decente.

-No -dijo Lutyens-. Es el último tiempo ytenemos que marcar nuestro gol y ganar. Con-fiaré en Gato.

-Si te caes ahora te vas a hacer daño -dijoMacnamara.

-Confiaré en Gato -repitió Lutyens.-¿Habéis oído eso? -preguntó con orgullo

Gato Maltés a los otros caballos-. Merece lapena haber jugado al polo durante diez añospara oír que digan eso de ti. Y ahora, hijosmíos, vamos. Cocearemos un poco para de-mostrar a los Archangel que este equipo no hasufrido.

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Y cuando entraron en el campo de juegoGato Maltés, tras convencerse de que Lutyensestaba cómodo sobre la silla, coceó tres o cua-tro veces, y su jinete rió. Llevaba las riendascogidas de alguna manera entre las puntas delos dedos de su mano vendada, sin pretenderen ningún momento fiarse de ellas. Sabía queGato respondería a la menor presión de lapierna, y para comprobarlo, pues el hombro ledolía mucho, hizo girar al caballo formandoun ocho cerrado entre los postes de la porte-ría. Eso produjo un rugido entre los hombresy los oficiales nativos, a los que les encantabadugabashi (los trucos con caballos), tal comoellos lo llamaban, y las gaitas, con muchatranquilidad pero en tono de burla, entonaronlos primeros compases de una conocida me-lodía de bazar titulada «Frescamente Fresco yNuevamente Nuevo», como advertencia a losotros regimientos de que los Skidar estaban enforma. Todos los nativos se echaron a reír.

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-Y ahora recordad que es el último tiempo-dijo Gato cuando ocuparon su lugar-. ¡Y se-guid la pelota!

-No es necesario decirlo -contestó Who'sWho.

-Dejadme continuar. Todas las personasque hay en los cuatro lados del campo empe-zarán a amontonarse... como hicieron en Mal-ta. Oiréis que la gente grita, se adelanta y esempujada hacia atrás, y eso va a incomodarmucho a los caballos del Archangel. Pero siuna pelota cae en los límites, id por ella y quela gente se las arregle para apartarse. En unaocasión fuimos por la pelota de cuatro en fon-do y la sacamos de entre el polvo. Apoyadmecuando corra y seguid la pelota.

Hubo una especie de murmullo de simpa-tía y sorpresa cuando se inició el último tiem-po y empezó exactamente lo que había previs-to Gato Maltés. La gente se amontonó cerca delos límites y los caballos del Archangel mira-ron hacia los laterales, cuyo espacio se estaba

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estrechando. Si sabéis cómo se siente un hom-bre obstaculizado en el tenis -y no porquequiera salirse corriendo del campo, sino por-que le gusta saber que podrá hacerlo en casode necesidad-, comprenderéis cómo se sientenlos caballos cuando juegan encajonados entreseres humanos.

-Voy a chocar contra uno de esos hombressi me salgo-dijo Who's Who lanzándose comoun cohete tras la pelota; y Bamboo asintió sinhablar. Estaban jugando hasta la última pizcade sus fuerzas y Gato Maltés había dejado laportería sin defender para unirse a ellos. Lut-yens le había dado todas las órdenes para quepudiera llevarle de regreso, pero era la prime-ra vez en su carrera que el pequeño y sabiocaballo gris jugaba al polo bajo su propia res-ponsabilidad, e iba a aprovecharla al máximo.

-¿Qué estás haciendo aquí? -preguntóHughes cuando Gato cruzó por delante de él ycorrió tras un Archangel.

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-Gato se encarga... ¡preocúpate del gol! -gritó Lutyens, e inclinándose hacia adelantegolpeó la pelota de lleno y la siguió, obligandoa los Archangel a dirigirse a su propia porte-ría.

-Sin fútbol -dijo Gato-. Mantened la pelotacerca de los límites y obstaculizadles. Jugad enorden abierto y empujadles hasta los límites.

La pelota voló formando grandes diagona-les a uno y otro lado del campo, y siempre quese detenía y un golpe la acercaba a los límites,los caballos del Archangel se movían con rigi-dez. No les gustaba dirigirse contra un murode hombres y carruajes, aunque de haber ju-gado en campo abierto podrían haber giradosobre una moneda de seis peniques.

-Empujadles hacia los lados -dijo Gato-.Mantenedles cerca de la multitud. Odian loscarros. Shikast, oblígales a mantenerse poreste lado.

Shikast con Powell se situó a la izquierday a la derecha tras la pelea de una escaramuza

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abierta, y cada vez que golpeaban la pelotaalejándola Shikast galopaba sobre ella en unángulo tal que Powell se veía obligado a gol-pearla hacia los límites; y cuando la multitudse había apartado de ese lado, Lutyens envia-ba la pelota a otro, y Shikast se deslizaba des-esperadamente tras ella hasta que llegabansus amigos para ayudarla. En esa ocasión setrataba de billar, no de fútbol: billar en el agu-jero de una esquina; y los tacos no estabanbien entizados.

-Si nos cogen en medio del campo se aleja-rán de nosotros. Driblad la pelota hacia loslados -gritó Gato.

Así que la driblaron a lo largo de los lími-tes, donde un caballo no podía acercarse haciasu lado derecho; los Archangel estaban furio-sos y los árbitros tenían que olvidarse del jue-go para gritar a la gente que retrocediera,mientras varios policías montados intentabantorpemente restaurar el orden, siempre muycerca de la escaramuza, y los nervios de los

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caballos del Archangel se tensaban y se rom-pían como si estuvieran hechos de tela de ara-ña.

En cinco o seis ocasiones un Archangelgolpeó la pelota llevándola hacia el centro delcampo, y en cada ocasión el atento Shikastdaba a Powell la oportunidad de devolverla, ytras cada retroceso, cuando se había asentadoel polvo, los espectadores podían ver que losSkidar habían avanzado algunos metros.

De vez en cuando los espectadores grita-ban «¡Apartaos! ¡Fuera del lateral!»; pero losequipos estaban demasiado atareados paraprestar atención y los árbitros hacían todo loque podían para mantener a sus enloquecidoscaballos lejos de la lucha.

Finalmente Lutyens erró un golpe corto yfácil y los Skidar tuvieron que regresar volan-do, atropelladamente, para proteger su porte-ría, siguiendo a Shikast. Powell detuvo la pe-lota con un golpe de revés cuando no estabani a cuarenta y cinco metros de los postes de

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la portería, y Shikast dio la vuelta con un tirónque casi hace caerse de su silla a Powell.

-Ahora es nuestra última oportunidad -dijo Gato girando como un abejorro clavadocon una aguja-. Tenemos que sobrepasarles,adelante.

Lutyens sintió que el caballito respirabaprofundamente y, por así decirlo, se encogíabajo su jinete. La pelota daba saltos hacia elmargen derecho, y un Archangel cabalgabahacia ella azuzando al caballo con las dos es-puelas y el látigo; pero ni espuelas ni látigoharían que su caballo se estirara al acercarse lamultitud. Gato Maltés le pasó bajo su mismohocico, recogiendo bruscamente los cuartostraseros pues no había un centímetro que des-perdiciar entre éstos y el bocado del otro caba-llo. Fue una exhibición tan clara como la delpatinaje artístico. Lutyens golpeó con toda lafuerza que le quedaba, pero el mazo le resbalóun poco en la mano y la pelota salió hacia laizquierda en lugar de quedarse junto al mar-

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gen. Who's Who estaba muy lejos, y pensabaconcentrado mientras galopaba. Zancada azancada repitió las maniobras de Gato, conotro caballo del Archangel, quitándole la pelo-ta de debajo de la brida y salvando a su opo-nente por media fracción de centímetro, puesWho's Who se encontraba detrás. Entonces selanzó hacia la derecha mientras Gato Maltéssurgía por la izquierda; y Bamboo sostuvouna trayectoria media exactamente entre ellos.Los tres estaban haciendo una especie de ata-que en forma de flecha ancha gubernamental8;sólo había un Archangel para defender la por-tería, pero inmediatamente detrás de ellos losotros tres Archangel corrían todo lo que podí-an y con ellos se mezcló Powell, impulsando aShikast en lo que pensaba era su última es-peranza. Hace falta un hombre muy bueno

8 Flecha gubernamental. La señal con la que seidentificaban las propiedades del Gobierno entodo el Imperio.

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para resistir el empuje de siete caballos enlo-quecidos en el último tiempo de una final decopa, cuando los hombres corren como si lesfuera en ello la vida y los caballos están deli-rantes. El defensa del Archangel falló el golpey se apartó justo a tiempo para dejar pasar eltropel. Bamboo y Who's Who acortaron lazancada para dejar espacio a Gato Maltés, yLutyens consiguió el gol con un golpe limpioy suave que se escuchó en todo el campo. Perono había manera de detener a los caballos.Traspasaron los postes de la portería en unamultitud mezclada, juntos ganadores y per-dedores, pues la velocidad había sido terrible.Gato Maltés sabía por experiencia lo que su-cedería, y para salvar a Lutyens giró a la dere-cha con un último esfuerzo que le magulló untendón trasero más allá de lo que era posiblecurar. Al hacerlo oyó que el poste derecho serompía al chocar contra él un caballo: se agrie-tó, se astilló y cayó como un mástil. Estabaserrado por tres partes por si había algún ac-

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cidente, pero aun así hizo volcar al caballo,que chocó con otro, el cual chocó contra elposte de la izquierda y entonces todo fue con-fusión, polvo y madera. Bamboo estaba tum-bado en el suelo viendo las estrellas; un caba-llo del Archangel rodaba a su lado, enfadadoy sin aliento; Shikast se había sentado comoun perro para no caer sobre los otros y se des-lizaba sobre su cola cortada en medio de unanube de polvo; Powell estaba sentado en elsuelo, golpeándolo con el mazo y tratando deanimar a todos. Los demás gritaban con lo queles quedaba de voz, y los hombres que habíansido derribados también gritaban. En cuantolos espectadores vieron que nadie había salidoherido, diez mil nativos e ingleses gritaron yaplaudieron, y antes de que nadie pudieradetenerlos los gaiteros del Skidar entraron enel campo arrastrando detrás a todos los hom-bres y oficiales nativos, y marcharon arriba yabajo tocando una salvaje melodía del nortellamada «Zakhme Bagan», y entre el estrépito

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de las gaitas y los agudos gritos de los nativosse podía escuchar a la banda de Archangelque martilleaba «Son unos chicos excelentes»y luego reprochaban al equipo perdedor:«¡Ooh, Kafoozalum! ¡Kafoozalum! ¡Kafoo-zalum!»

Además de todas estas cosas, y otras mu-chas, había un comandante en jefe, y un ins-pector general de caballería, y el principaloficial veterinario de toda India que, en piesobre un coche del regimiento, gritaban comoescolares; y brigadieres, coroneles, comisiona-dos y cientos de hermosas damas se unían alcoro. Pero Gato Maltés estaba con la cabezaagachada, preguntándose cuántas patas lequedarían; y Lutyens vio a los hombres y a loscaballos apartarse de los restos de los dos pos-tes y palmeó muy tiernamente a Gato.

-Diría yo... -dijo el capitán del Archangelescupiendo un guijarro que llevaba en la boca-. ¿Aceptarías tres mil por ese caballo... tal co-mo está?

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-No, muchas gracias. Tengo la idea de queme ha salvado la vida -respondió Lutyensdescabalgando y tumbándose en el suelo cuanlargo era. Los dos equipos estaban también enel suelo, lanzando sus botas al aire, tosiendo yrespirando profundamente, mientras llegabancorriendo los saises para llevarse los caballos,y un aguador oficioso rociaba a los jugadorescon agua sucia hasta que se sentaron.

-¡Por mi tía! -exclamó Powell frotándose laespalda y mirando los tocones de lo que habí-an sido dos postes-. ¡Esto sí que fue un parti-do!

Aquella noche, en la cena de gala, volvie-ron a jugarlo, un golpe tras otro, cuando laCopa del Abierto se llenó y pasó alrededor dela mesa, y se vació y volvió a llenar, y todoshicieron los discursos más elocuentes. Hacialas dos de la mañana, cuando debía llegar elmomento de cantar un poco, una cabeza pe-queña, sabia y gris miró por la puerta abierta.

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-¡Hurra! Que entre -dijeron los Archangel;y su sais, que estaba verdaderamente feliz,palmeó a Gato Maltés en el costado, y cojean-do entró bajo el resplandor de la luz y los bri-llantes uniformes, buscando a Lutyens. Estabahabituado a los comedores, los dormitorios yotros lugares en los que no solían entrar ca-ballos, y en su juventud había saltado unamesa de comedor por una apuesta. Por eso secomportó con gran cortesía, comió pan untadoen sal y fue acariciado por toda la mesa, mo-viéndose cautelosamente. Los hombres bebie-ron a su salud porque había hecho más porganar la Copa que cualquier otro hombre ocaballo que pisara el campo.

Tenía gloria y honor suficientes para el re-sto de sus días, y Gato Maltés no se quejó de-masiado cuando el cirujano veterinario dijoque ya no serviría más para el polo. CuandoLutyens se casó, su esposa no le permitió se-guir jugando, por lo que se vio obligado a con-vertirse en árbitro; y su caballo en esas ocasio-

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nes era un gris salpicado con pulcra cola depolo, cojo, pero desesperadamente rápidosobre sus patas, al que todo el mundo conocíacomo el Pasado Pluscuamperfecto PrestísimoJugador de Polo.

MI DOMINGO EN CASA

Si el Ase-sino Rojopiensa queasesina,

o si elasesinadopiensa quees asesinado,

no cono-cen bien lasmaneras su-tiles que

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yo man-tengo, tras-paso y cam-bio.

Emerson1

Fue el deslizamiento irreproducible de laR, cuando me dijo que era su «fy-ist» primeravisita a Inglaterra lo que me indicó que era unneoyorquino de Nueva York; y cuando en elcurso de nuestro largo y perezoso viaje haciael oeste desde Waterloo se extendió acerca delas bellezas de su ciudad, yo, asumiendo igno-rancia, no dije una palabra. Me sentía sor-prendido y complacido por la cortesía deaquel hombre, que había dado al maletero deLondres un chelín por llevarle la bolsa menosde cincuenta metros; había investigado ple-namente el compartimento de aseo de primera

1 Emerson. La cita pertenece a «Brahma», deR. W Emerson (1803-82).

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clase que el London & South-Western propor-ciona a veces sin cargo adicional; y ahora, mi-tad con respeto y mitad con desprecio, perototalmente interesado, contemplaba el orde-nado paisaje inglés envuelto en su paz domi-nical, mientras yo observaba que la sorpresacrecía en su rostro. ¿Por qué los coches delferrocarril eran tan cortos y envarados? ¿Porqué los coches de carga estaban cubiertos conuna lona alquitranada? ¿Qué salario podíaobtener ahora un ingeniero? ¿Dónde estabanlos populosos habitantes de Inglaterra, de losque tanto había leído? ¿Cuál era la posición detodos aquellos hombres que recorrían los ca-minos en triciclos? ¿Cuándo llegaríamos aPlymouth?

Le dije todo lo que sabía y mucho de loque ignoraba. Él se dirigía a Plymouth paraayudar en la consulta de un compatriota quese había retirado a un lugar lla mado The Hoe-¿estaba en la parte alta de la ciudad o en labaja?- para recuperarse de una dispepsia ner-

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viosa. Sí, él era médico, y no podía entenderque nadie en Inglaterra pudiera tener un tras-torno nervioso. Jamás había soñado que exis-tiera una atmósfera tan tranquilizadora. Inclu-so el fragor profundo del tráfico londinenseresultaba monacal en comparación con el dealgunas ciudades que él podía nombrar; y elcampo... bueno, era el paraíso. Confesó que lapermanencia en él acabaría por volverle loco;pero unos cuantos meses era la cura de des-canso más suntuosa que conocía.

-A partir de ahora vendré todos los años -dijo complacido mientras pasábamos entredos setos de dos metros y medio de altura deespinos blancos y rosados-. Estoy viendo to-das aquellas cosas sobre las que había leído.Evidentemente, no impresionan igual. ¿Puedosuponer que es usted de esta zona? ¡Qué pai-saje tan acabado! ¡Qué logrado! Debió de na-cer así. En cambio, donde yo solía vivir... ¡va-ya! ¿Qué sucede?

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El tren se detuvo bajo el brillo del sol enFramlynghame Admiral, una estación com-puesta exclusivamente por el tablero con elnombre, dos andenes y un puente por encima,que incluso carecía de la habitual vía muerta.No sabía que ni el más lento de los trenes lo-cales se hubiera detenido allí antes, pero endomingo todas las cosas son posibles para elLondon and SouthWestern. Podíamos escu-char el zumbido de la conversación en los co-ches, y apenas algo más fuerte el de los abejo-rros en los setos floridos de la orilla. Mi com-pañero sacó la cabeza por la ventanilla y olfa-teó complacidamente.

-¿Dónde estamos ahora? -preguntó.

-En Wiltshire -contesté yo.

-¡Ah! En un campo como éste un hombrepodría escribir novelas con la mano izquierda.¡Bien, bien! Así que éste es el condado de

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Tess8, ¿no es así? Tengo la sensación de estardentro de un libro. Y el conduc... el revisortiene algo en mente. ¿Qué estará diciendo?

El revisor, con espléndidas insignias y cin-turón, recorría con grandes zancadas el andéncon el paso oficial de reglamento, y con la vozoficial de reglamento decía en cada puerta:

-¿Algún caballero tiene un frasco de medi-cinas? Un caballero ha tomado por error unfrasco de veneno (láudano).

Entre cada uno de los cinco pasos contem-plaba un telegrama oficial que llevaba en lamano, refrescaba la memoria y decía su frase.La mirada soñadora del rostro de mi compa-ñero -que se había escapado con Tess- desapa-reció con la velocidad de un cierre automático.Según la costumbre de sus compatriotas, sehabía levantado nada más conocer la situa-ción, de un salto cogió la bolsa que tenía en la

8 Tess. Heroína de la novela homónima de Thomas Har-dy, publicada en 1891, cuatro años antes de que escribieraesta historia.

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repisa superior, la abrió y pude escuchar elruido que hacían los frascos al chocar entreellos.

-Entérese de dónde está ese hombre -dijobrevemente-. Tengo aquí algo que le curará...si todavía es capaz de tragarlo.

Rápidamente recorrí los coches buscandoal revisor. En un compartimiento trasero habíaun clamor: la voz de alguien que vociferabapidiendo que le soltaran y los pies de alguienque daba patadas. Con el rabillo del ojo vi aldoctor neoyorquino que se apresuraba haciamí llevando en la mano un vaso azul de losaseos lleno hasta los topes. Encontré al revisorrascándose la cabeza en actitud poco oficialjunto a la máquina, y murmurando:

-Bueno, puse un frasco de medicinas enAndover, estoy seguro de que lo hice.

-De todas maneras será mejor que lo vuel-vas a decir -exclamó el maquinista-. Las órde-nes son órdenes. Dilo otra vez.

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Una vez más el revisor retrocedió, mien-tras yo, deseoso de atraer su atención, trotabatras él.

-En un minuto, señor... en un minuto -dijolevantando un brazo que podría poner enmarcha todo el tráfico en el ferrocarril deLondon and South-Western-. ¿Algún caballerotiene un frasco de medicina? Un caballero hatomado por error un frasco de veneno (láuda-no).

-¿Dónde está ese hombre? -pregunté que-dándome boquiabierto.

-Trabajando. Aquí están mis órdenes -meenseñó el telegrama con las palabras que teníaque decir-. Debe de haber dejado su frasco enel tren llevándose otro por error. Ha puestoun telegrama desde el trabajo, y ahora quepienso en ello estoy casi seguro de que dejé unfrasco de medicina en Andover.

-¿Entonces el hombre que tomó el venenono está en el tren?

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-Dios mío, no, señor. Nadie tomó venenode esa manera. Se lo llevó con él, en sus ma-nos. Ha puesto un telegrama desde el trabajo.Mis órdenes son preguntar a todos los quehay en el tren, y lo he hecho, y ya llevamoscuatro minutos de retraso. ¿Sube, señor? ¿No?¡Coja el siguiente!

No hay nada, a menos que pensemos qui-zás en la lengua inglesa, que sea más terribleque el funcionamiento de una línea de ferro-carril inglesa. Un instante antes parecía quefuéramos a pasarnos toda la eternidad enFramlynghame Admiral, y ahora observaba lacola del tren desaparecer en la curva siguien-te.

Pero no estaba solo. En el único banco quehabía en el andén inferior se hallaba sentadoel peón caminero más grueso que había vistoen mi vida, suavizado y más amable (puessonreía generosamente) por el licor. En susenormes manos acariciaba un vaso vacío mar-cado por fuera con las letras «L. S. W R.»; y

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manchado interiormente con franjas de sedi-mento azul grisáceo. Delante de él, y con unamano apoyada en su hombro, estaba el doctor,y cuando me acerqué lo bastante para oírles,escuché que el médico le decía:

-Sea paciente y reténgalo uno o dos minu-tos más y se encontrará tan perfectamentecomo nunca en su vida. Me quedaré con ustedhasta que mejore.

-¡Dios mío! Pero si estoy muy cómodo -contestó el peón caminero-. Nunca en mi vidame sentí mejor.

Volviéndose hacia mí, el doctor dijo envoz baja:

-Podría haber muerto mientras ese estúpi-do del conduc... del revisor decía su frase.Pero le he curado. Eso hará efecto en unoscinco minutos, pero está como pasmado. Noveo de qué manera podremos obligarle ahacer ejercicio.

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En un primer momento sentí como si mehubieran aplicado en el estómago inferior treskilos de hielo picado en forma de compresa.

-¿Cómo... cómo lo hizo? -le pregunté conla boca abierta por la sorpresa.

-Le pregunté si estaría dispuesto a beberalgo. Estaba echando un trago fuera del co-che... imagino que por la fuerza de su consti-tución. Dijo que iría casi a cualquier lado poruna bebida, de modo que le atraje hasta elandén y le subí a él. Ustedes los británicos songente de sangre fría. El tren se ha ido y a nadieparecía importarle un comino.

-Lo hemos perdido -dije.Me miró con curiosidad.-Vendrá otro antes de la puesta de sol, si

ése es su único problema. Dígame, mozo,¿cuándo pasa el siguiente tren?

-A las siete cuarenta y cinco -dijo el únicomozo pasando por la compuerta y perdiéndo-se en el paisaje. Eran las tres y veinte de unatarde calurosa y somnolienta. La estación es-

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taba absolutamente desierta. El peón habíacerrado los ojos y asentía.

-Está mal -dijo el doctor-. Me refiero alhombre, no al tren. Tenemos que hacerle pa-sear, pasear arriba y abajo.

Con la máxima rapidez que me fue posiblele explique lo delicado de la situación y el doc-tor de Nueva York se puso de un color verdebronce. Después blasfemó ampliamente co-ntra todo el tejido de nuestra gloriosa Consti-tución maldiciendo la lengua inglesa, sus raí-ces, ramas y paradigmas, pasando por susmás oscuros derivados. Tenía el abrigo y labolsa en el banco, junto al durmiente. Avanzóhasta allí cuidadosamente y pude ver la trai-ción en su mirada.

No sé por qué razón el retraso le indujo aponerse el abrigo de primavera. Dicen que unruido ligero despierta a un durmiente con másseguridad que uno potente, y apenas se habíapuesto el doctor las mangas cuando el gigantedespertó y con la calurosa mano derecha suje-

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tó el cuello forrado de seda. Había rabia en surostro... rabia y la comprensión de emocionesnuevas.

-No... no me siento tan cómodo como an-tes -dijo desde lo más profundo de su interior-. Esperará conmigo, lo hará -añadió respirandopesadamente a través de los labios entrecerra-dos.

Si hay una cosa que más que ninguna otrahubiera mencionado el doctor en su conversa-ción conmigo era el esencial acatamiento de laley, por no decir la amabilidad, de sus compa-triotas, tan equivocadamente considerados. Ysin embargo (aunque en realidad quizás nofuera más que un botón que le molestaba) vique movió la mano hacia atrás, hacia la caderaderecha, agarró algo y volvió a sacarla vacía.

-No va a matarle -le dije-. Probablementele presentará una demanda legal, si es queconozco a los míos. Será mejor que le dé algode dinero de vez en cuando.

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-Si se mantiene tranquilo hasta que el ma-terial haga su trabajo -respondió el doctor-,todo irá bien. Si no... me llamó Emory, JulianB. Emory, 193 de Steenth Street, esquina aMadison y...

-Me siento peor que nunca -exclamó depronto el peón-. ¿Para... qué... me... dio... la...bebida?

Aquello parecía tan puramente personalque me retiré a una posición estratégica en elpuente, y cuando me encontré en su centroexacto, miré hacia la lejanía.

Pude ver la carretera blanca que recorríalas estribaciones de la llanura de Salisbury, sinla menor sombra una milla tras otra, y unpunto a media distancia que era la espalda delúnico mozo de estación que regresaba a Fram-lynghame Admiral si es que tal lugar existía,hasta las siete cuarenta y cinco. Resonó sua-vemente la campana de una iglesia invisible.Escuché el susurro de las hojas del castaño de

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indias situado a la izquierda de la vía y el so-nido de unas ovejas que se acercaban.

La paz del nirvana se extendía sobre la tie-rra, y meditando en ella, con los codos apoya-dos en la caliente viga de hierro de la pasarela(cruzar las vías por cualquier otro medio sig-nificaba una multa de cuarenta chelines),comprendí como nunca antes lo había hechode qué manera las consecuencias de nuestrosactos prosiguen eternamente a través deltiempo y a través del espacio. Si dejamos aun-que sea la más ligera impresión en la vida deun compañero de mortalidad, el contacto denuestra personalidad, como las ondas de unapiedra arrojada en el agua, se amplía y amplíaen círculos interminables a lo largo de eoneshasta que ni siquiera los remotos dioses pue-den saber cuándo cesará su acción. Había sidoyo quien silenciosamente puso ante el doctorel vaso del compartimento de aseo de primeraclase que ahora se aproximaba veloz a Ply-mouth. Y sin embargo, al menos en espíritu,

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estaba un millón de kilómetros alejado de eseinfeliz hombre de otra nacionalidad que habíadecidido introducir un inexperto dedo en elfuncionamiento de una vida aje~ na. La ma-quinaria le arrastraba arriba y abajo por elandén soleado. Parecía como si los dos hom-bres estuvieran aprendiendo a bailar juntos lapolca y la mazurca, y el tema central de sucanción, expresado por una voz profunda, era:«¿Para qué me dio la bebida?»

Vi el destello de la plata en la mano deldoctor. El peón la cogió y la metió en el bolsi-llo con la mano izquierda; pero ni por un ins-tante su poderosa mano derecha abandonó elcuello del abrigo del doctor, y conforme seaproximaba la crisis se elevaba más y más suvoz estruendosa: «¿Para qué me dio la bebi-da?»

Bajo las grandes maderas sujetas con per-nos de treinta centímetros de la pasarela fue-ron acercándose hacia el banco, y comprendíque el momento culminante estaba próximo.

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El material estaba haciendo su trabajo. El ros-tro del peón caminero se fue poniendo poroleadas azul, blanco y nuevamente azul hastaque se asentó en un fuerte amarillo de arcillade río y... entonces cayó.

Pensé en la voladura del Hell Gate3; en losgéiseres del parque de Yellowstone; en Jonás yla ballena; pero el original en vivo que obser-vaba desde muy cerca, desde arriba, sobrepa-saba a todo aquello. Se tambaleó hasta el ban-co, el fuerte asiento de madera sujeto con gra-pas de hierro a la piedra duradera, y se aferróa él con la mano izquierda. Se sacudió y es-tremeció lo mismo que se estremecen los pilo-tes del rompeolas ante la fuerza de los maresque se abalanzan sobre la tierra; tampoco fal-tó, cuando recuperó el aliento, «el grito de una

3 Puerta del Infierno. El arrecife más peligrosoentre Long Island y Great Barn Island, voladopara hacer más segura la navegación.

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playa enloquecida arrastrada por la ola»4 Se-guía aferrando con la mano derecha el cuellodel doctor, por lo que los dos se estremecíanen un mismo paroxismo, vibrando juntos co-mo péndulos, y yo, alejado, me agitaba conellos.

Fue algo colosal... inmenso; pero para cier-tas manifestaciones la lengua inglesa se quedacorta. Sólo el francés, el francés de cariátide deVictor Hugo, lo habría podido describir; y yogemía y reía, repasando y rechazando rápi-damente los adjetivos inadecuados. La vehe-mencia de la agitación se agotó a sí misma y elpaciente medio se arrodilló sobre el banco.Ahora llamaba con voz ronca a Dios y a suesposa, lo mismo que el toro herido pide alrebaño ileso que permanezca. Curiosamente,el lenguaje que utilizaba no era malo: ésehabía desaparecido de él con el resto de lascosas. El doctor le enseñó oro. Lo cogió y lo

4 Cita de "Maud", poema de Tennyson.

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retuvo. Lo mismo que retuvo la fuerza con laque le sujetaba el cuello del abrigo.

-Si soy capaz de soportarlo -bramó el gi-gante con desesperación-, le aplastaré... a us-ted y sus bebidas. ¡Me muero... me muero...me muero!

-Eso es lo que piensa usted -dijo el doctor-.Verá como le hace mucho bien -y convirtiendoen virtud una necesidad imperativa, añadió-:Me quedaré a su lado. Si me dejara libre unmomento le daría algo que le arreglaría.

-Ya me ha arreglado, condenado anarquis-ta. ¡Le ha quitado el pan de la boca a un traba-jador inglés! Pero seguiré sujetándole hastaque esté bien o haya muerto. Nunca le hicedaño. ¿Suponía que estaba un poco cargado?Ya me bombearon una vez en Guy's5 con unbombeo estomacal. Aquello pude entenderlo,pero no esto, y me está matando lentamente.

5 Guy's. El hospital de Guy, Londres.

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-Se encontrará bien dentro de media hora.¿Por qué supone que querría yo matarle? -preguntó el doctor, que procedía de una razalógica.

-¿Cómo voy a saberlo yo? Cuéntelo en eltribunal. Le darán siete años por esto, ladrónde cuerpos. Que eso es lo que es... un malditoladrón de cuerpos. Pero le aseguro que enInglaterra hay justicia; y también mi sindicatole perseguirá. No nos gusta que hagan trucosa nuestra gente. Condenaron a diez años auna mujer por mucho menos que esto. Y ten-drá que pagar cientos y cientos de libras,además de una pensión a la parienta. Ya loverá usted, falso médico. ¿Dónde está su licen-cia para hacer tal cosa? ¡Le cazarán, se lo ase-guro!

Observé entonces lo que antes ya habíavisto con frecuencia, que un hombre que sólotiene un miedo razonable a un altercado conun desconocido sufre verdadero pavor ante elmismo hecho en una tierra extranjera. La voz

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del doctor se asemejaba en su tono al de unaflauta en su exquisita cortesía cuando respon-dió:

-Pero le he dado muchísimo dinero...cinc... tres libras, creo.

-¿Y de qué valen tres libras a cambio deenvenenarme? En Guy's me dijeron que ob-tendría veinte... quedándome frío sobre lapizarra. ¡Ay! Ya vuelve.

Por segunda vez pareció como si le corta-ran los pies y el banco se movió hacia adelantey atrás mientras yo apartaba la mirada.

Aquel día de mediados de un mayo inglésestaba en el punto mismo de la perfección. Lasmareas invisibles del aire habían cambiado ytoda la naturaleza volvía el rostro, con lasombra de los castaños de indias, hacia la pazde la noche próxima. Pero quedaban horastodavía, yo lo sabía -larguísimas horas deleterno crepúsculo inglés- para que acabara eldía. Me sentía bastante contento de estar vi-vo... de abandonarme a la deriva del tiempo y

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el destino; de absorber una gran paz a travésde mi piel y amar a mi país con la devociónque tres mil millas de mar situado en mediohacían florecer plenamente. ¡Y qué jardín delEdén era esta tierra fertilizada, recortada yhúmeda! Cualquier hombre podía acampar encampo abierto con mayor sensación de hogary seguridad que la que podían aportarle losedificios más majestuosos de las ciudades ex-tranjeras. Y la alegría se debía a que todo erainalienablemente mío: el seto cuidado, la ca-rretera inmaculada, decentes casas de piedragris, sotos apretados, bosquecillos como bor-las, espinos con manzanas y árboles bien cul-tivados. Un ligero soplo de viento -que espar-ció copos de espino sobre los brillantes raíles-,me trajo un débil aroma como a coco fresco, loque me permitió saber que la aulaga doradaestaba floreciendo en algún lugar que yo noveía. Linneo dio gracias a Dios poniéndose derodillas la primera vez que vio un campo deaulagas; y dicho sea de paso, también el peón

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estaba de rodillas. Pero no se encontraba re-zando, sino que simplemente tenía náuseas.

El doctor se vio obligado a inclinarse sobreél, con el rostro hacia la parte posterior delasiento, y por lo que pude ver supuse que elpeón había muerto. De ser así, era el momentoapropiado para irme; pero sabía que mientrasun hombre se confía a la corriente de las cir-cunstancias, aceptando lo que en ella viene sinrechazarlo nunca, no puede sucederle dañoalguno. El que es atrapado por la ley es aquelque ha inventado y planificado, nunca el filó-sofo. Sabía que cuando la obra fuera interpre-tada el propio destino me conmovería desdeel cadáver; y sentí mucha pena por el médico.

En la distancia, posiblemente en la carrete-ra que conducía a Framlynghame Admira],apareció un vehículo y un caballo: esa antiguacalesa que aparece en casi todos los puebloscuando es necesario. Aquello avanzaba, sinque yo hubiera pagado por ello, hacia la esta-ción; tendría que pasar por el callejón profun-

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do, por debajo del puente del ferrocarril, ysalir por el lado del doctor. Yo estaba en elcentro de las cosas, y por eso todos los ladoseran semejantes para mí. Aquí estaba pues mimáquina de la máquina6. Cuando llegara su-cedería algo, o pasaría cualquier cosa. Por lodemás, me poseía mi alma profundamenteinteresada.

El doctor, junto al asiento, giró todo lo quese lo permitió su posición acalambrada, con lacabeza sobre el hombro izquierdo, y se llevó lamano derecha a los labios. Eché hacia atrás misombrero y elevé las cejas a modo de pregun-ta. El doctor cerró los ojos y asintió dos o tresveces lentamente con la cabeza, haciéndomeseñas para que acudiera. Descendí precavi-damente, tal como me había indicado por lossignos. El peón estaba dormido, tras haberse

6 Máquina de la máquina. Una referencia a lacalesa, jugando con la expresión Deus ex machi-na.

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vaciado totalmente; pero su mano seguía afe-rrando el cuello del doctor, y al más ligeromovimiento (el doctor estaba realmente muyacalambrado) se apretaba mecánicamente,como la mano de una mujer enferma aprietala de un observador. Se había dejado caer,sentándose casi sobre los talones, y con la caí-da había arrastrado al doctor hacia la izquier-da.

El doctor llevó la mano derecha, que teníalibre, a su bolsillo, sacó unas llaves y agitó lacabeza. El peón murmuró entre sueños. Silen-ciosamente metí la mano en mi bolsillo y sa-qué un soberano, sosteniéndolo entre el índicey el pulgar. Pero el médico volvió a agitar lacabeza. No era el dinero lo que su paz reque-ría. Su bolsa había caído desde el banco hastael suelo. Miró hacia ella y abrió la boca, for-mando una O. La cerradura no era difícil, ycuando la hube dominado el índice derechodel doctor estaba cortando el aire. Con inmen-sa precaución saqué de la bolsa un cuchillo

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como los que utilizan para cortar tajadas depata. El doctor frunció el ceño y con los dedosíndice y corazón imitó el movimiento de unastijeras. Volví a buscar y encontré un diabólicopar de tijeras de hojas curvas capaz de sa-quear el interior de un elefante. Entonces eldoctor levantó lentamente el hombro izquier-do hasta que la muñeca derecha del peónquedó apoyada en el banco y se detuvo unmomento cuando el volcán que parecía apa-gado retumbó de nuevo. El doctor descendiómás y más, arrodillándose junto al costado delpeón, hasta tener la cabeza a la misma altura ydelante del enorme puño peludo, y entoncesdejó de sentir tensión en el cuello del abrigo.Entonces se me hizo la luz.

Empezando un poco hacia la derecha de lacolumna vertebral, corté una enorme medialuna en su nuevo abrigo de primavera bajan-do tanto como me atreví por el costado iz-quierdo (que equivalía al lado derecho delpeón). Pasando rápidamente desde allí hasta

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la parte posterior del asiento, y trabajandoentre las tiras, corté la parte delantera del fo-rro de seda por el lado izquierdo del abrigohasta que se unieron los dos cortes. Con pre-caución, como la tortuga caja de Carolina desu páramo natal, el doctor se fue alejandohacia la derecha con la actitud de un ladrónfrustrado que sale de debajo de una cama, y sepuso en pie ya liberado con un hombro negrosobresaliendo en diagonal a través del gris desu estropeado abrigo. Volví a colocar las tije-ras en la bolsa, la cerré y se la entregué en elmomento en el que las ruedas de la calesasonaron huecas bajo el arco del ferrocarril.

Pasó a medio metro de la puerta de la es-tación y el doctor lo detuvo con un silbido. Ibacinco millas más allá a llevar a casa desde laiglesia a alguien -no pude oír el nombre- cuyocaballo se había herido las patas. Su destinoresultó ser precisamente el lugar de todo elmundo que el doctor más ardientemente de-seaba visitar, y prometió al conductor todo el

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oro del mundo por que le llevara junto a unaantigua novia suya... llamada Helen Blazes.

-¿Viene también? -preguntó metiendo elabrigo en la bolsa.

Era tan evidente que la calesa había sidoenviada exclusivamente al doctor, y nada másque a él, que no me preocupé por ello. Com-prendí que nuestros caminos se separaban yademás tenía yo la necesidad de reír.

-Me quedaré aquí -respondí-. Es una zonamuy bonita.

-¡Dios mío! -murmuró tan suavementecomo si estuviera cerrando una puerta, y yosentí que era una oración.

Entonces desapareció de mi vida y me en-caminé hacia el puente del ferrocarril. Necesi-taba pasar de nuevo junto al banco, pero elportillo estaba entre nosotros. La marcha de lacalesa había despertado al peón. Se arrastrósobre el asiento y con ojos malignos vio alconductor manejando el látigo por el camino.

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-El hombre que va ahí dentro me envene-nó -gritó-. Es un ladrón de cuerpos. Volverácuando me haya enfriado. ¡Aquí está mi prue-ba!

Agitaba su parte del abrigo, y yo seguí micamino porque estaba hambriento. El pueblode Framlynghame Admiral se encontraba aunas buenas dos millas de la estación, y sacu-dí la sagrada tranquilidad de la tarde a cadapaso que daba en ese camino gritando y voci-ferando, apoyándome en los lados del setoverde cuando me encontraba demasiado débilpara sostenerme. Había allí una posada -unabendita posada con techo de paja y peonias enel jardín- y pedí una habitación de la parte dearriba de las que servían para que los Fores-ters 7 celebraran sus cortes, pues no se mehabían quitado del todo las ganas de reír. Unamujer asombrada me trajo jamón y huevos, y

7 Foresters. La Antigua Orden de los Fores-ters, una de las primeras Sociedades de Amigos.

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yo me asomé junto al parteluz y reí mientrascomía. Estuve sentado mucho tiempo por en-cima de la cerveza y el humo perfecto quesubía, hasta que cambió la luz en la tranquilacalle y empecé a pensar en las siete cuarenta ycinco y en todo el mundo de Noches arábigasque había abandonado.

Al bajar pasé a un gigante vestido de pielde topo que casi se daba con el bajo techo dela cervecería. Tenía muchos platos vacíos de-lante de él, y más allá había una pequeña par-te de la población de Framlynghame Admiral,ante quienes desplegaba un maravilloso relatode anarquía, robo de cadáveres, sobre sobor-nos y el Valle de las Sombras, de donde aca-baba de salir. Y tanto como hablaba comía, ytanto como comía bebía, pues había muchoespacio en él; después pagó regiamente,hablando de la justicia y la ley, ante la cualtodos los ingleses son iguales, y todos los ex-tranjeros y anarquistas son chusma y lodo.

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De camino a la estación pasó junto a mídando grandes zancadas, su elevada cabezapor encima de los murciélagos de vuelo bajo,los pies firmes sobre el metal de la carreteraapisonada, los puños cerrados y respirandocon fuerza. Había un hermoso aroma en elaire -el olor a polvo blanco, ortigas maceradasy humo, que trae lágrimas a la garganta de unhombre que sólo raras veces contempla supaís- un olor que era como los ecos de la con-versación perdida de los amantes; el aromainfinitamente sugestivo de una civilizacióninmemorial. Fue un paseo perfecto; y dete-niéndome a cada paso, llegué a la estaciónjusto cuando el único mozo encendía la últimade varias mechas de lámpara de aceite y lasponía en el farol para después despachar bille-tes a cuatro o cinco habitantes del lugar que,no sintiéndose felices con su paz, habían con-siderado apropiado viajar. No era un billete loque el peón parecía necesitar. Estaba sentadoen el banco machacando iracundo con los pies

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un vaso hasta convertirlo en fragmentas. Mequedé en la oscuridad del extremo del andén,interesado como siempre, gracias al cielo, porlo que me rodeaba. Percibí una vibración deruedas en el camino. Al acercarse éstas se le-vantó el peón, cruzó a grandes zancadas lacompuerta y puso una mano en la brida delcaballo, que hizo a éste levantarse sobre laspatas traseras. Fue providencial que regresarala calesa y por un momento me pregunté si esque el doctor se había vuelto tan loco comopara regresar allí.

Aléjese, está borracho -dijo el conductor.-No lo estoy-contestó el peón-. He estado

aguardando aquí horas y horas. Salga de ahí,canalla.

-Continúe, conductor -dijo una voz inglesaclara y tensa que yo no conocía.

-Muy bien -añadió el peón-. No quiso es-cucharme cuando fui cortés. ¿Saldrá ahora?

En el costado del vehículo había un aguje-ro, pues el peón había arrancado la puerta de

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sus goznes y se había metido dentro. Unapierna con una buena bota le recompensó, ydespués salió no con placer, sino saltandosobre un pie, un inglés rechoncho y de cabe-llos grises de cuyos brazos cayeron libros dehimnos, aunque su boca entonaba un serviciototalmente distinto.

-¡Ven, maldito ladrón de cuerpos! Creíasque había muerto, ¿verdad? -rugía el peón. Yel respetable caballero fue incapaz de hablarpor causa de la rabia.

-Hay un hombre que está asesinando al te-rrateniente -gritó el conductor, lanzándosedesde el pescante sobre el cuello del peón.

Para hacerles justicia hay que decir que loshabitantes de Framlynghame Admiral, tantoscomo había en el andén, acudieron a la llama-da con el mejor espíritu feudal. El mozo deestación fue el que golpeó al peón en la narizcon la máquina de picar billetes, pero fueronlos tres viajeros de tercera clase los que se aga-rraron a sus piernas y liberaron al cautivo.

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-¡Buscad un policía! ¡Encerradle! -dijo elhombre ajustándose el cuello; todos a una lemetieron en la habitación del farol y giraron lallave, mientras el conductor se quejaba por laruina de su vehículo.

Hasta ese momento el peón, cuyo únicodeseo era el de justicia, había mantenido untemperamento noble. Pero entonces se pusofrenético ante nuestros asombrados ojos. Lapuerta de la habitación había sido generosa-mente construida y no cedía un centímetro,pero arrancó la ventana de sus goznes y lalanzó hacia el exterior. El mozo cantó el dañoen voz alta y los otros, armándose con herra-mientas agrícolas del jardín de la estación,empezaron a agitarlas sin cesar delante de laventana, mientras se mantenían de espaldas almuro, y decían al prisionero que pensara en lacárcel. Hasta ese momento éste apenas res-pondió, por lo que ellos pudieron entender;pero viendo que se le impedía la salida, cogióuna lámpara y la lanzó a través de la ventana

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rota. Después salió él de un salto y se marchó.Con una velocidad inconcebible, los demás,quince en total, le siguieron como cohetes enla oscuridad, pero con todo esto (que él nopodía haber previsto) perdió la rabia frenéticacuando despertó el brebaje mortal del doctor,bajo el estímulo del ejercicio violento y de unacomida excesiva, produciendo la última ex-hibición cataclísmica, y entonces... oímos elsilbato del tren de las siete cuarenta y cinco.

Todos estaban realmente interesados en laparte de ruina que podían ver, pues la esta-ción olía a aceite y la máquina pasó por enci-ma de los cristales rotos como un terrier porun huerto de pepinos. El revisor quería escu-charlo y el terrateniente hizo su versión delbrutal asalto, mientras por todas las ventanasde los coches sobresalían cabezas y yo busca-ba un asiento.

-¿Qué es ese alboroto? -preguntó un hom-bre joven cuando entré yo-. ¿Un borracho?

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-Bueno, los síntomas, por lo que ha capta-do mi observación, se asemejan más a los delcólera asiático que a cualquier otra cosa -respondí lenta y juiciosamente de manera quecada palabra pudiera tener su peso en el plandesignado de las cosas. Hasta ese momento,como observará el lector, yo no había tomadoparte en esa guerra.

Era un inglés, pero recogió sus pertenen-cias tan rápidamente como lo había hecho elamericano, muchísimo antes, y saltó sobre elandén gritando:

-¿Puedo ser útil en algo? Soy médico.Desde la habitación de los faroles escuché

el gemido de una voz fatigada:-¡Otro maldito doctor!Y el tren de las siete cuarenta y cinco me

acercó un paso más a la eternidad por el ca-mino que está gastado, cosido y canalizadopor las pasiones, las debilidades y los inter-eses encontrados del hombre, que es inmortaly dueño de su destino.

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GLOSARIO DE TÉRMINOS INDIOS

Accha, achchha: Muy bien.Baba: Padre, abuelo, asceta, niño. También

es un título de respeto.Bakri:: Cabra.Bhistee: Acarreador de agua.Chota: Poco.Conjee: Agua de arroz.Ek dum: Inmediatamente.Guru: Maestro religioso.Izzat.- Honor, fama.Kotwal:Oficial de policía, magistrado.Kubber-kargaz. Periódico.Lascar: Marino.Mahajun: Prestamista.Mata: (1) Madre; (2) viruela.Nullah: Curso de agua, barranco, lecho de

río.Pagal.~ Loco.Poojah: Devoción, veneración.

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Pukka:: Bien hecho, adecuado, maduro.

Sahib: Señor, amo.

Sais: Mozo de cuadra.

Serang:: Contramaestre, patrón de un bar-co pequeño.

Tamasha: Función pública, entretenimien-to, lío.

Tar: Telegrama.

Tez: Fuerte, caliente, ardiente.