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1 La vida es puro teatro A Paqui Noguerol Se me pide que hable de mi teatro. Esto es algo que no he hecho hasta ahora, que me he resistido a hacer, que no sabría cómo hacer... pero para lo que casualmente la amistad con el doctor Franz Kafka me ha preparado. En ese trato he percibido que hay un Kafka que no es ni el consultor jurídico del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del reino de Bohemia, ni tampoco el escarabajo en que se convierte Gregorio Samsa, sino que se mueve entre ambos, gestionando, por así decir, la locura de Kafka. Por lo que entiendo que no he de hablar ni de mi persona biológica, es decir esta que está aquí ante ustedes; ni de mi persona zoológica, que es en la que uno se convierte para los otros (y a veces para uno mismo) proyectándose en lo que uno hace, sino de la que gestiona mi locura permitiéndome la vida. La vida en ese estado impuro que propicia el teatro. De las tres palabras del título: vida, puro, teatro (psyche, kátharos, theatron en griego), la más tóxica sería katharos, pureza. Pero también la que cura, si recordamos la alusión a las propiedades curativas del tumor de Arquíloco. O el escolio de las Ciprias que indica que “habrá de curarte lo que te ha herido.” Esto es así, claro, cuando se mantiene el enigmático equilibrio entre estas tres palabras. Pero cuando se cierran los teatros, por ejemplo, como está ocurriendo ahora mismo en Salamanca con el Juan del Enzina, entonces ese equilibrio se pervierte dominando la pureza de kátharos, ya que históricamente el cierre de los teatros es síntoma del auge del puritanismo. La vida en estado puro es, por consiguiente, letal para el hombre, para el anthropos, el-que-mira-lo-que-vio, el hombre que se construye a sí mismo una polis en la que diversos y disímiles destinos puedan ser vividos, destinos todos religados,

La Vida Es Puro Teatro

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La vida es puro teatro

A Paqui Noguerol

Se me pide que hable de mi teatro. Esto es algo que no he hecho hasta ahora, que me he resistido a hacer, que no sabría cómo hacer... pero para lo que casualmente la amistad con el doctor Franz Kafka me ha preparado. En ese trato he percibido que hay un Kafka que no es ni el consultor jurídico del Instituto de Seguros de Accidentes de Trabajo del reino de Bohemia, ni tampoco el escarabajo en que se convierte Gregorio Samsa, sino que se mueve entre ambos, gestionando, por así decir, la locura de Kafka. Por lo que entiendo que no he de hablar ni de mi persona biológica, es decir esta que está aquí ante ustedes; ni de mi persona zoológica, que es en la que uno se convierte para los otros (y a veces para uno mismo) proyectándose en lo que uno hace, sino de la que gestiona mi locura permitiéndome la vida. La vida en ese estado impuro que propicia el teatro.

De las tres palabras del título: vida, puro, teatro (psyche, kátharos, theatron en griego), la más tóxica sería katharos, pureza. Pero también la que cura, si recordamos la alusión a las propiedades curativas del tumor de Arquíloco. O el escolio de las Ciprias que indica que “habrá de curarte lo que te ha herido.” Esto es así, claro, cuando se mantiene el enigmático equilibrio entre estas tres palabras. Pero cuando se cierran los teatros, por ejemplo, como está ocurriendo ahora mismo en Salamanca con el Juan del Enzina, entonces ese equilibrio se pervierte dominando la pureza de kátharos, ya que históricamente el cierre de los teatros es síntoma del auge del puritanismo.

La vida en estado puro es, por consiguiente, letal para el hombre, para el anthropos, el-que-mira-lo-que-vio, el hombre que se construye a sí mismo una polis en la que diversos y disímiles destinos puedan ser vividos, destinos todos religados, vinculados, por acciones templadas, morigeradas, purgadas del exceso de la dominante pretensión.

Vida, pureza y teatro. De las tres palabras más comunes con que contaba el griego antiguo para decir vida--- bíos, zöe y psique--- quisiera para los efectos de esta conferencia enfatizar psique. La primera alude, por así decir, a la vida biológica, la que rige al organismo; la segunda, zöe, vendría a ser la vida animal, la que nos une a la naturaleza toda como un ser vivo más. Psique, en cambio, es la vida con la cual habrá el hombre, el anthropos, de forjarse un destino propio que lo diferencie, separándolo, de su genealogía y de su naturaleza, de la fisis colectiva y milenaria en la que está inmerso. De la despiadada vorágine de los tiempos también: los actuales, verbigracia. En la tragedia se utilizan los tres términos indistintamente, pero hay un momento en que Eurípides usa psique para indicar el valor que tiene la vida en tanto destino propio, ese destino que no nos viene dado de gratis y por el que hay que batirse a muerte... con uno mismo, con nuestra genealogía, con la fisis colectiva de la época que nos ha tocado en suerte. Sucede en su Orestes. Eurípides dice en una misma frase tres

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palabras: cremat, filía, psique, para intimar que la amistad que con la vida trabamos es nuestro mayor bien. La vida es el mejor amigo del hombre. Esta vida: bíos. Es decir, la vida del cuerpo, de los órganos del cuerpo, siendo la psique, el alma, un órgano más del cuerpo pues tiene en él su asiento. Si el cuerpo fuera un ojo, el alma sería la vista, se dice en el De anima. Vida vivida en zöe, es decir, acogida por la naturaleza, vinculándonos a la vida de las plantas, de los ríos, del mar, de la tierra, de las estrellas. Todo ello es vida, la gran vida que es zöe, en la cual brota, germina, nace como una planta más nuestro bíos, y en él, cautivo en él que dirían los órficos primero, enterrado en él que diría Platón después, estaría psique, esa tenue llamita. Nuestra vida más íntima, la de nuestra persona, la que nos hace ser como somos. Y la que nos plantea un reto: ser el que somos, a pesar a veces de nuestra biología, de la zoología imperante.

Nadie es más que nadie, dice el refrán castellano, al cual habría quizás que añadirle su coda griega: nadie es más que hombre. En esta línea está contenido todo el conocimiento realmente necesario para el hombre, ese que habría de significarse con la frase “Conócete a ti mismo”. Entérate de que eres hombre. De que eres mortal. ¿Y qué quiere decir que se es mortal? Pues, por lo pronto, que no se es inmortal. Inmortales sólo serán los dioses. Allí empieza y termina la teología griega. Hasta allí llega el dogma, si es que puede llamarse así, de la religión griega. A ello sigue necesariamente: De nada demasiado. Vale decir: entérate de tus límites. No te pases. Morigérate. Témplate. Mídete. Sobre todo, y ante todo, no pretendas alcanzar a los dioses, alcanzar la inmortalidad, vencer a tu gran vencedor: el tiempo. Cronos, el que pinta Goya zampándose a sus hijos. El tiempo que pone sus verdes huevos en tu bíos, en el zöe que contiene a tu bíos como contiene la tierra a los mares o el espacio sideral a los planetas. Si no te mides frenando esa compulsión que te impulsó a salirte de tu ración pretendiendo igualarte con los dioses, enloquecerás. De enloquecerte se ocuparán los dioses: Apolo, Dionisos, Atenea, Afrodita. De vernos cara a cara con nuestra propia locura, con nuestra demencia, se ocupará la tragedia. ¿Y cómo me mido? ¿Cuál será el metrónomo que me haga seguir la melodía de mi bíos al ritmo natural de zöe sin perder el paso? Pues la psique. La vida que espera en mí a ser vivida de una determinada manera, a un cierto aire, con un diseño ignoto que me ha sido dado descubrir y animar... y que nadie va a descubrir y animar por mí. Vida que está por hacer, por venir al mundo, por estrenarse en el aquí y ahora, mientras que bíos y zöe están desde siempre ahormadas orgánicamente a su constante movimiento natural.

Psique es, pues, vida en bruto, en piedra, en blanco... a la espera de hacerse vida de hombre: a la espera de que el andros, el antropoide, el animal racional la haga vida de anthropos, de hombre irracional que actúa reflexionando sobre esa su acción, mirando-lo-que-vio. Rectificando. Frenando. Cambiando. Haciéndose psíquicamente otro. Activando psíquicamente su bíos en zöe. Y al activar su bíos en zöe construye polis: ese espacio para la vida de la psique; en armonía, sí, con su biología y con la naturaleza (naturaleza de la cual forma parte, también), pero diferenciadísima de éstas. Allí, en ciudad, imperará la psique sobre el bíos y el zöe: allí cumplirá con un horario que no será el biológico, luchando con monstruos que no serán naturales, monstruos físicos, sino psíquicos: pasiones como la ira, la envidia, los celos, el amor,

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todos ellos ingredientes del potaje anímico que se trocará en entrega o servidumbre a un quehacer que lo distinguirá separándolo de los demás. Ciudad construida por hombres que arrostran con esa su particular manera de hacer lo que de bello y bueno cada uno hace. Quehacer o servidumbre que se definirá en actos y palabras, o en actos mudos, actos plenos de un silencio más poderoso y seductor que el canto de las sirenas. Pienso no sólo en el artista, en el poeta, en el músico, en el pintor, sino también y sobre todo en el cocinero, en el carnicero, en el arquitecto, en el conductor de autobús. Nadie es más que nadie. Si no llego a ser nadie habré perdido mi vida, dice Rafael Cadenas. Si no llego a ser poeta habré perdido mi psique... y con ella se irán al traste bíos y zöe. Y me enterrarán en vida. Así de fácil.

Hacer con psique polis (polis universitaria, por ejemplo), con acciones ciudad (ciudad universitaria), ciudad hecha por hombres--- no nacida de la tierra ni llovida del cielo--- fue, para el griego antiguo y sigue siendo para nosotros, sus semíticos descendientes, necesidad imperiosa. Así lo sintió el griego en un principio. En esa acrópolis-psiqué, en esa ciudad de la vida, ciudad de esta vida--- no de la vida que vendrá, de la vida prometida que nos caerá del cielo como maná al pisar la venenosa y movediza tierra prometida--- el griego vislumbró tres espacios: el dedicado a los dioses o templo (Partenón); el dedicado al diálogo (ágora) y el dedicado a la escucha y el reconocimiento (teatro). Huelga decir que estos tres espacios eran religiosos en el sentido griego de la palabra pues religaban al hombre al vincularlo con el misterio... de la vida y, claro está, de la muerte. Si en los tres se trataba de tú a tú con la muerte, en el teatro se plantaba con su cuerpo todo cara a cara con la muerte: espacio consagrado al dios Dionisos (dios de la salvaje y bruta vida de la naturaleza o zöe), que también es Hades como recoge Heráclito de una vieja tradición. Es decir, dios de la paradoja que hace de muerte vida. Vida y muerte ahormadas sobre el escenario al convocarlas el actor, el agón, el hombre que lucha por su psique, que padece con su psique--- el alma está hecha para sufrir, no así el cuerpo o soma, y cuando ella no sufre el cuerpo enferma ---; hombre que se morigera y se templa a través del alma desvelando así con sus acciones el curso de su destino, el sentido de su vida, sentido que le viene dado por su manera peculiarísima de hacerse hombre, de entregarse a esa servidumbre que es el quehacer que lo distingue haciéndolo ser quien es.

En el teatro la tragedia producía una caída en cuenta, caída en cuenta que movía al hombre al reconocimiento, y ese reconocimiento provocaba en él una transformación. Por arte de la tragedia, por arte de la muerte a la que se ofrecía en empalabradas acciones, el hombre se veía a sí mismo y veía cómo estaba haciendo las cosas que hacía. Ello lo morigeraba, templándolo. La intencionalidad de esa templanza estaba en llevarlo poco a poco y a través del trato con la muerte, a valorar la vida, esta vida, en toda su amplitud: bíos, zöe y psique juntas y a la una. Temple que surgía de una purificación o catarsis. Pero con ese fin: el de amigarlo con la vida. Sin teatro, sin tragedia más bien, el hombre se queda con una vida psíquica disminuida, psi-cótica, en polis desvastada, llevando una vida vegetativa, al albur de lo animal natural... vida en estado puro, mortífera para el anthropos.

¿Quién detiene a la vida para que ésta nos diga hacia dónde nos está llevando? A bíos, a la vida biológica, no es posible detenerla sin poner en peligro la

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existencia misma; ni a zöe tampoco--- si se detiene el sol las Erinias procederán a ponerlo de nuevo en movimiento, dice Heráclito. Es justo que así sea: que la vida sea indetenible. Este es el oscuro sentido de la justicia. Ni bíos ni zöe nos frenarán cuando nos aceleremos atropellando y atropellándonos. Psique es la única vida capaz de detenerse, de ralentarse, de frenarse a sí misma enlenteciendo su paso sobre el escenario, sobre el lienzo, sobre el papel. La que puede hacernos cesar de sopetón para que nos horroricemos y nos apiademos de nosotros mismos, de nuestros desmedidos actos. Durante un rato. Un par de horas, quizás. Quizás cuarenta minutos ya que los conserjes de la naturaleza esperan para que sigamos el movimiento indetenible que hacia no se sabe qué intacta noche de mudo horror perpetuo nos lleva despeñados. ¿Quién nos mostrará la ruina antes de que se produzca la destrucción que a nuestras espaldas fraguan nuestros propios actos para que nos espanten?

El mito nos acecha por los cuatro costados del universo atrayéndonos con su infernal magnetismo, el infernal magnetismo de lo idéntico para que volvamos a repetir lo vivido y repetirnos dolorosamente. Esto es tan posible, que está siempre a punto de acontecer. De hecho es lo que históricamente, geográficamente, ha venido aconteciendo. Se cierran los teatros. Ensordecemos. Nada hay, entonces, más destructivo que la vida, la pura vida, nada más letal, decíamos. Los mitos, el mito, es vida en estado puro: su tejido, el tejido del mito, preserva la devastadora bacteria de la muerte en su cenagoso patrón repetitivo. Así en cada órgano del cuerpo, de la vida del cuerpo, de la bíos: en el hígado, el estómago, los riñones, los intestinos, el corazón, el cerebro, se repite el patrón repitiendo en la noche sanguinolenta del cuerpo movimientos idénticos, reacciones químicas exactas, que permiten la vida... facilitando su desgaste, es decir, la muerte. Desde que nacemos llevamos la muerte metida en el cuerpo, labrando su trama en el tejido de la vida. Su diseño final, su más acabada obra, será volvernos polvo. Igual sucede en la naturaleza. Hacia la destrucción tienden sus movimientos telúricos, sus deshielos, sus conflagraciones. Si pudiésemos esperar el tiempo suficiente--- ¿mil años? ¿Miles de años? ¿Miles de millones de años?--- la presenciaríamos. Pero tenemos tanto menos. Tenemos dos horas, si acaso, dice Aristóteles, que es lo que dura la tragedia. Cuarenta minutos, que dicen los conserjes de Geografía e Historia. Nos acabarán echando de la vida la geografía y la historia. Nos echarán de la ancestral capillita de la psique apagando la sutil llama. De la vida íntima en que se fragua nuestro propio destino. Caemos en cuenta. Es todo. Es un horror, pero es suficiente para transformarnos. Transformación y caída en cuenta que no se volverían a dar más de esa manera después de Esquilo, Sófocles y Eurípides, pues no lograron escribir tragedias William Shakespeare, Racine o García Lorca por más que lo hayan querido y necesitado. Sólo Valle-Inclán supo arrostrar con el esperpento de no tener tragedia. Entonces, no nos queda más que poner la psique en la picota. Esa es la manera. Ponerlo todo allí, en lo que hacemos, para sacrificarlo. Que derrame su negra sangre intangible sobre el escenario de nuestro vivir para que nos purifique limpiándonos de la estupidez, de la miserable arrogancia, de la loca pretensión... antes de que lleguen los niños de la guerra para devorarnos el corazón. Para arrancarnos del pecho el inútil trofeo: esa víscera que no para, que no se detiene, que no puede detenerse sin que nos alcance la noche intacta de horror perpetuo, y comérsela. Que antes nos la detenga en vilo audible la palabra de la tragedia.

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Esto es lo que he estado haciendo desde 1999 con las tragedias y los dramas que me ha sido dado servir, escuchándolos atentamente, transcribiéndolos fielmente, y dejándome en ellos todo lo que de la muerte he ido percibiendo y padeciendo, veo ahora, con un sólo fin: propiciar una caída en cuenta, caída en cuenta que permita el reconocimiento, reconocimiento que traiga consigo la transformación de un vivir y con ella la valorización de la vida, el más grande bien al cual amigarnos. Ello se percibe en la presencia que tiene la muerte desde El último minotauro hasta Penteo (2002) cuando pareciera producirse un movimiento inverso que se dirige hacia la apreciación de la vida, vida en estado impuro tras haber sido sometida a la palabra y la acción trágica como parecieran demostrar Helena (2003), Yocasta y Orestes (2004). Todas estas piezas tienen en común su fin práctico pues han sido forjadas de tal manera que sean útiles para sobrevivir... para que la psique viva sobre bíos y zöe, sus hermanas de sangre, sus tóxicas hermanas envidiosas, sus ávidas enterradoras, pero sin las que la llamita de la psique, esa llamita que está siempre a punto de apagarse, no se habría encendido nunca.

Dominicos, 25 de noviembre de 2004.

Esta conferencia fue leída el jueves 25 de noviembre de 2004 en la Capilla de la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Salamanca, auspiciada por Actividades Culturales.