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56 56 56 56 56 LETRAS HUMBERTO VINUEZA Hemos llegado a la ciudad Para Lía y Francisco, entrañables; con quienes compartí el espacio y el tiempo, el suelo y el aire, el silencio y el latido de la ciudad maya de Copán. Hemos llegado a la ciudad cuyo enigma radica en mostrarse deshabitada su nombre consta en el mapa de los sitios que ya a nadie acogen ni despiden como antaño sucedía entre el ir y venir del encadenamiento de las imprescindibles continuidades estamos solos en la ciudad que otrora congregó a millones de habituales ciudadanos en sus flancos donde cesó la equitativa repartición de la verdad y los pensamientos que ante la marea del cielo se pensaron o nunca se pensaron por varias generaciones y se blasfemó contra los zoomorfos patronímicos de los dioses y se dudó del color de su esencia en contraste con su albedrío indeleble de ser y no ser hay un zócalo de las convergencias temporales en el cual todo ha ocurrido o igual que antes ya nunca ocurrirá Revista Casa de las Américas No. 262 enero-marzo/2011 pp. 56-58

LETRAScasadelasamericas.org/publicaciones/revistacasa/262/letras.pdf · 58 Se congeló la armonía... Se congeló la armonía de los viejos edificios y sobre ellos levantaron otros

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L E T R A S

HUMBERTO VINUEZA

Hemos llegado a la ciudad

Para Lía y Francisco, entrañables;con quienes compartí el espacio y el tiempo,el suelo y el aire,el silencio y el latido de la ciudad maya de Copán.

Hemos llegado a la ciudadcuyo enigma radica en mostrarse deshabitada

su nombre consta en el mapa de los sitiosque ya a nadie acogen ni despidencomo antaño sucedía entre el ir y venirdel encadenamiento de las imprescindibles continuidades

estamos solos en la ciudad que otrora congregóa millones de habituales ciudadanosen sus flancos donde cesó la equitativa repartición de la verdady los pensamientos que ante la marea del cielo se pensarono nunca se pensaron por varias generacionesy se blasfemó contra los zoomorfos patronímicos de los diosesy se dudó del color de su esenciaen contraste con su albedrío indeleble de ser y no ser

hay un zócalo de las convergencias temporalesen el cual todo ha ocurridoo igual que antes ya nunca ocurriráRe

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ahí el amor del mundo se acumula y se convierteen el viento que fielmente forma parte de las ruinasy no se resigna a la elasticidad del abismoni a las pérdidas.

Quien asiste al brillo de la estrella...

Quien asiste al brillo de la estrella de la mañanapuede perder para siempre el uso de la vista y la razóno quedar fascinado por su centelleo al borde del abismo

nunca se sabe si es el chispazo de la sabiduríay no la incandescencia de los locos

nada es más engañoso que una luzque desaparece a causa del fulgor de otra

por eso existen jeroglíficos que esconden la huelladel desprendimiento del espíritudel despalabraje de la letra

y a veces tambiéndel anuncio del comienzo de todos los finales.

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Se congeló la armonía...

Se congeló la armonía de los viejos edificiosy sobre ellos levantaron otros nuevos para consistir el sueloy alcanzar el firmamento construidosobre las ruinas de los cielos precedentesy del primero que recibió su precedenciaél solo por sí mismo

cada arriba en su lugarcada abajo en el sitio de la espalda de otroy este sobre los dorsos sucesivosdonde antes se creó la sabiduríay se talló el centro del enmarañamiento original

se junta el comienzo con lo que concluyela palpitación con su prórroga vivientela fiesta de ensemillar hacia adentro con la de fructificarhacia todos los costadosy de unir el fósil de abajo con la osamenta viva de arriba

un edificio sobre otrola luz debajo del azar

¿qué hago yo en la contigüidad del corazón del cosmosy del encuentro de los vientos? c

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1

Baalbek: columnas romanas no empotradas aún se alzan hacia elcielo. Templos, el espiritual y el secular. Desde un tiempo en el quelo espiritual y lo secular eran de una pieza, no hechos para combatirseuno a otro en hambre insensata, vergüenza fabricada.

Un arco de piedra, dirigido hacia ninguna parte ahora. ¿A dóndellevaba a sus constructores hace dos mil años? ¿Cómo se movíansus personas de un lado a otro? ¿Tránsito, transgresión, un movi-miento armonioso, o soportar las contradicciones que nos permitenser humanos?

Un gran edificio desafía la erosión del tiempo: un templo queostenta grafiti inscrito por musulmanes, cristianos, judíos: siglos deviajeros impelidos a dejar su marca sobre la piedra. La gente dellugar visita, libre de curiosidad. Siempre ha sido su paisaje.

No hay que cometer el error de pensar que las piedras son in-sensibles o no les importa. Las piedras viven, respiran, se conocena sí mismas –y nos permiten conocerlas si aprendemos a poneratención.

Baalbek: su escombro de grandeza caída ahora en peligro deconvertirse en las ruinas que quedaron del velorio de la invasión.Baalbek: mirando sobre el Valle de Bekaa, donde a las bombasisraelíes no les importa si golpean a la mujer que yace en una camade hospital, al hombre que ara su campo, al niño que corre a casadesde la escuela, a un coche lleno de refugiados que buscan segu-ridad, o a estos muros milenarios.

Para inmovilizar Hezbollah, dicen ellos, para derrotar su amena-za terrorista. Pero aquí Hezbollah es la mujer que yace en una cama

MARGARET RANDALL

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de hospital, el hombre que ara su campo, el coche lleno y todos esos niños que corren a casadesde la escuela.

Las piedras testifican.Cantan su estrato de memoria.

2

La solidaridad siria es llamada influencia indebida o intrusión por aquellos que no saben nada decómo la gente permanece conectada más allá de divisiones coloniales, por medio de fronterasimpuestas desde afuera. Cuando el bombardeo comienza, una mujer en Damasco envía a su espo-so a la frontera. Trae a quien encuentres, le dice, a cualquier familia que necesite nuestra ayuda.

La familia que trae él de regreso son cinco mujeres y un niño pequeño. Familia como existepor todo el mundo: individuos que comparten un hogar, cuidan uno del otro.

Habiendo escapado del fuego israelí, esta familia ahora trata de escapar del departamento desus rescatadores, del calor del verano en Damasco, durmiendo en el techo. El niño quiere unmuñeco G.I. Joe: su imaginación de niño dibuja esa representación de poder y bravura, lo que seenseña a desear a los niños pequeños en cualquier país.

La ironía no existe para él.El chico en un tejado de Damasco, jugando con su G.I. Joe, ha encontrado lugar en mi

garganta. Acostado en una posición fetal, alojado donde trato de respirar, un recordatorio per-manente de aquello en lo que nos hemos convertido.

Cada mañana, cuando las noticias del día anterior irrumpen en nuestros titulares controlados,cada noche, mientras lucho por digerir los reportes más recientes sobre la muerte –docenas ocientos de libaneses a un solo israelí, aunque cada vida perdida sea un crimen– él está ahí,buscando en mis ojos, su sonido de niño pequeño respirando vida y guerra en su nuevo juguete.

Nuestros medios hablan del miedo y el dolor israelí. El dolor libanés es una reflexión –ofrecidacomo prueba ritual de la imparcialidad periodística–. El duelo sobre la muerte y la destrucciónlibanesa es llamado antisemita. Y qué hay del derecho de Israel a existir, siempre preguntan.

3

Esta mañana Eduardo Galeano hace las preguntas:

¿Hasta cuándo los horrores se seguirán llamando errores? Esta guerra, esta carnicería deciviles, se desató a partir del secuestro de un soldado. ¿Hasta cuándo el secuestro de unsoldado israelí podrá justificar el secuestro de la soberanía palestina? ¿Hasta cuándo elsecuestro de dos soldados israelíes podrá justificar el secuestro del Líbano entero? // Lacacería de judíos fue, durante siglos, el deporte preferido de los europeos. En Auschwitz

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desembocó un antiguo río de espantos, que había atravesado toda Europa. ¿Hasta cuándoseguirán los palestinos y otros árabes pagando crímenes que no cometieron? // Hezbollah noexistía cuando Israel arrasó el Líbano en sus invasiones anteriores. ¿Hasta cuándo nos se-guiremos creyendo el cuento del agresor agredido, que practica terrorismo porque tienederecho a defenderse del terrorismo? // Iraq, Afganistán, Palestina, Líbano: ¿Hasta cuándose podrá seguir exterminando países impunemente?

4

En los Jardines Beiteddine las runas han sido restauradas. Hasta este último asalto israelí lamúsica se escuchaba en un festival anual. Artistas y audiencias de todo el mundo se deleitabancon la hospitalidad de la cultura libanesa. Aquí un pequeño museo despliega el arte del mosaico,fragmentos diminutos de color se juntan en armonía artera. Algo más grande y más hermoso quela suma de sus partes: imágenes enfocándose.

En Beirut una sinagoga judía ha sido restaurada. En el Líbano chiítas y musulmanes sunitas,cristianos, judíos y otros han vivido durante siglos en paz. No son la creencia ni la devoción loque vuelve a una persona contra otra, sino la arrogancia del nacionalismo, la locura de la avari-cia, la enfermedad del odio racial y el horror del asesinato como la única solución imaginada.

La muerte de la imaginaciónes siempre la muerte de la posibilidad.

He recordado un libro que encontré hace muchos años. I Never Saw Another Butterfly erauna colección de dibujos y poemas de los niños condenados de Terezienstadt, o Terezín. Esteparticular campo de concentración nazi albergaba a artistas e intelectuales, determinados a man-tener vivos a los jóvenes entre ellos instándolos a recordar mariposas, seguridad, alegría.

Los niños de hace medio siglo, niños que pronto morirían anhelando ver una última mariposa.Niños hoy, niños que por poco escaparon de la muerte o aún pueden morir muy pronto, anhelanun modelo de juguete del cómplice del asesino. Las mentes y los corazones de niños: inocentes,o absorbiendo las mentiras que justifican su muerte.

¿Evidencia de modernidado perversión?

5.

Las piedras antiguas de Baalbeck estratifican la memoria sobre la memoria, se aferran a laseguridad con una mano, al peligro con la otra. Como aquellos que la habitaron entonces o

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visitan sus habitaciones ahora miran la diferencia, cruzan caminos, se abren o se cierran a símismos, revelan las elecciones que nos traen vida o muerte.

En Petra, Delphi, Copán, Palenque y Kiet Seel, quiero creer que la gente escogió toleranciasobre celos, amor sobre miedo, vida sobre muerte criminalmente inducida.

Quiero creer que a un G.I. Joe sobrevivirá siempre una mariposa.

Traducido del inglés por María Vázquez Valdez

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Pertenecíamos a una esquina del barrio sur, es decir, chicos po-bres, hijos de rusos, italianos, criollos sin destino. Ella, «la amantede Ingenieros», nos enseñó el inglés. Ahora que envejecí, que pue-do mirar con el ojo miope a la distancia, perfecto el crecimiento delos depósitos de sal en el corazón de los hombres, la estoy viendoen el cruce de la calle adoquinada saludar con su acento catalán.Cualquiera de los del barrio sabíamos diferenciar a gallegos, cata-lanes, madrileños y vascos. El gallego tenía acento a planchadorade ropa; el vasco hablaba desde un olor picante a tarro de la leche;un madrileño limaba las zetas; el catalán venía con el acento de ella.Maestra particular, retornaba a su pieza al atardecer, con sonrisapara nadie y para todos, presente y distante, como si un dios hubie-ra mandado una rama de alhelíes en un formulario de telegrama.

No es que pareciera feliz, pero llevaba una paz desconocida albarrio.

Aquel día jugábamos con una pelota de vejiga de vaca reciéninflada. Me dio vergüenza el olor fuerte, a podrido, de nuestra pe-lota, frente a ella, impecable, hermosa con una flor en el gabán,pero tampoco quería dejar de jugar. En el barrio la llamaban así, «laamante de Ingenieros», aunque su nombre fuese Milagros de Alba.Sabía yo el significado de amante, pero nada de ese Ingenieros.Por mi madre y sus amigas supe que se la juzgaba mal, como curve,

EDUARDO ROSENZVAIG

La amanteEn cada momento de la vida humana, la per-sonalidad sentimental es la confluencia detodos los episodios amorosos. Por eso, al seramado, cada amante cosecha el trabajo de losque le precedieron.JOSÉ INGENIEROS

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que así llamaban los judíos polacos a las mujeres de vida ligera. Me enojé, me ofendí muchísimocon las amigas de mamá. Pero, curiosamente, se pronunciaba el nombre del amante varón conrespeto. El zapatero me contó que ese Ingenieros había sido el fundador del socialismo en elpaís, y filósofo y médico e historiador ya muerto pero con los universitarios del mundo leyendosu libro El hombre mediocre.

Volviendo yo una tarde con caña de azúcar arrancada a los trenes, ella, delicada, la másdelicada de un barrio desfigurado por los fracasos, nos vio mientras caminaba con un paraguasrojo. Nos invitó a los cuatro chiquillos a su habitación, que seguía un largo corredor, apenas unpoco más amplio que un conventillo. El lugar se veía impecable y nos sentamos a la mesa ensilencio. Cama oculta por un biombo y foto de niña en Barcelona, junto a sus padres. A su lado,un florero con rosas de papel. La biblioteca, vidriada, con tantos libros como no los había vistoen mi vida, encuadernados y en orden. Olía a jazmín. Se quitó el sombrero y puso tazas conservilletas individuales. La cocina era a kerosene y tardó mucho en encenderse. La pieza, hela-da, pronto se entibió con la hornalla que seguía encendida. Yo tomaba mirándola de reojo.«¿Queréis aprender inglés?», pronunció en su timbre de voz cascada, de inarmónica seducción.Cuando dijimos que no teníamos cómo pagarle, contestó que los pobres también tienen derechoal idioma de Shakespeare. «Además, me encantáis vosotros, chavales, porque sois como lahora en que nace, tibio, el olor de las panaderías...».

El primer día de clases íbamos como al cinematógrafo. Cada quien con su cuaderno y pluma,además, ella colocó un tintero, tras quitar del centro los jazmines. Desde entonces, los atardeceresen su piecita eran mi fiesta. Yo corría con la excitación de ir hacia el organillo del ciego, a unteatro de marionetas, dejándome crecer ramas, follaje, para sentarme a su mesa, yema de neónsumergida en una pecera. En la foto sobre el bargueño aparecía un reloj detenido, por supuesto,a la hora de la toma. Estaba absurdamente seguro de que ella esperaba un beso mío, estábamossolos, pero golpearon a la puerta. Abrió a un paisano con el que platicó rápido en el umbral.Reconocí a un gallego porque era la fonética de las planchadoras de ropa. Al cerrar la puertaestaba descompuesta. No sabía cómo comportarme, y le acerqué una silla. «Ha comenzado laguerra allá», confesó tomándose la frente. En ese momento hubiera querido ser su amante, suhijo, no sabía qué. Me fui. Pero aquella guerra es el recuerdo más espantoso de mi infancia,porque acabó con el inglés. Nos reunió, nos felicitó por los dos años en que jamás faltáramos aclase, sirvió un chocolate, y contó que las tardes las ocuparía organizando la solidaridad con laRepública española. Llegaban a su departamentito muchas mujeres a quienes ella dirigía, pero sedijo que las otras, las contrarias del barrio, fueron quienes arrojaron en los corredores la octavi-lla: «¡Cuidad a vuestros esposos, que os dirige la amante de Ingenieros!». Mi madre y susamigas la apoyaban, mientras sus cuatro exalumnos recogíamos miles de papelitos metálicos delos cigarrillos, para entregarlos a ella, apilados para la Solidaridad. Pasaba yo horas buscandoen los basureros, en las veredas o creando una red de fumadores que me guardasen los papeli-

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tos. Visitaba almacenes por tapitas de cerveza o gaseosas de limón, para quitar el látex deadentro para la Solidaridad. Una vez llegó un poeta bajito a despedirse, partía a España. Él serecitaba en el corredor, solo, dándole a ella la mano, sobre la noche de su muerte, vociferaba,que transcurridas las veinticuatro horas del plazo para resucitar, le quitaran los últimos zapatos, yentraría al cielo con los pies, dijo, «como el día en que vinimos al mundo...».

Adultos ya, hechos ciudadanos de otros barrios «decentes», cursábamos la Universidad ygozábamos de nuestra sólida base en el anglo que nos diera ella, me preguntaba dónde estaríaMilagros porque habíamos perdido contacto. ¿Qué fue del milagro al alba? Yo, que no había sidopoeta, pero seguía la carrera de ingeniero civil, un día, con los otros tres exdiscípulos, llegamoshasta el corredor del barrio con una torta. Nos atendió un estudiante, «¡Ni idea!», contestó a lapregunta por la mujer. Rondamos por las calles hasta que alguien informó que sí, «¿La amante deIngenieros? ¡Sí! No tenía jubilación ni pensión, porque era maestra particular; pasó unos mesescon hambre y, sola, decidió nomás internarse en el Hospicio de Mujeres».

La encontramos en el hospicio, bella y pulcra, un domingo. Daba al contexto deprimente dellugar, algo de confitería, como uno de esos grandes frascos episcopales cargados de caramelos.Desde entonces solíamos llevarle dulces. Alguna flor. Una tarde en que fui solo, me hizo sentarjunto a sí tomándome las manos. Yo las tenía frías. Sentí que me hablaba de lo no dicho. «Lecontaré de los amantes mediocres y los retardados sentimentales, como el marido de madameBovary», pronunció con suavidad. Abrió la novela, y leyó cómo él vive blando en una especie decontinua somnolencia, vagamente satisfecho de vivir, hasta el día en que una profunda herida loinicia en el dolor, y que por esa herida se escurre gota a gota toda su vida. Levantando la cabeza,dijo: «Ni siquiera es despreciable ese hombre; es vulgar simplemente, incapaz de ser un amante».Después sacó de una cajita el último ejemplar de una novela que ella había escrito, publicadaaquí en Tucumán, firmada como Autor Anónimo, y me la regaló.

Hasta el domingo siguiente me propuse conocer más de José Ingenieros. Fui a la BibliotecaCentral. Había muerto a los cuarenta y ocho años y uno de sus muchos libros, siempre transgreso-res, fue sobre el amor burgués y la monogamia. Porque ambos estaban basados –decía– en elrégimen de la propiedad privada, pero no en el amor. Pedí a la bibliotecaria ese Tratado del amor,publicado después de su muerte, con el que había revolucionado las clases de filosofía en BuenosAires. El libro llevaba una dedicatoria impresa por la segunda página: «A Eva Rutemberg, la esposaelegida por mi corazón, para compartir mi sacrificio de constituir un hogar modelo». ¿Y Milagrosdónde? Imaginé a los dos amantes paseando en la misma dirección, por veredas opuestas, calle depor medio, en Buenos Aires. Ella vendría a esta provincia tropical, por ir a cualquier sitio, luegode que la meningitis se llevara al genio en unas horas de 1925. La anónima, la sin dedicatoria en ellibro porque no constituía parte del hogar modelo, se mantuvo consecuente hasta el final.

Pero el Tratado del amor estaba subrayado con lápiz en varios capítulos, en particular el deWerther, el héroe de Goethe, presentado como el genuino miedo a amar, la personificación

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de las angustias del amante indeciso de todos los tiempos, el que para ser feliz ensaya cuantosmedios conducen a la infelicidad; el que tiembla de querer y muere de amar; el amor sin lacertidumbre de ser correspondido. A pie de página había unas anotaciones con lápiz. Los lecto-res de la biblioteca levantaron la cabeza cuando pronuncié un ¡no! en voz alta. (Era la letra deMilagros, yo la conocía de memoria. Incluso a mis diez años la había intentado copiar). Regreséa la primera página donde viera una firma en tinta del antiguo propietario del libro: «EvaRutemberg». La caligrafía, cuidada, como para que no existan confusiones. La viuda mandó laedición a la amante. La amante leyó el texto que luego donó a la biblioteca. Para deshacerse deél, o para que lo leyera yo...

Ese domingo, en el hospicio, me sentó otra vez a su lado. «La propiedad privada engendró almismo tiempo el privilegio de clase y el privilegio de sexo», pronunció como si supiera que yohabía leído el libro. Sí, contesté. «¿Usted sabe que cuando Evita estuvo días pasados en laciudad quise conocerla, hablar con ella, y no pude?». ¿Y qué le hubiera dicho? «No sé...». Huboun largo silencio en el que pude repasar una página del Tratado del amor, curiosamente nomarcada con su lápiz. El amado sostuvo allí que la imperfección de la familia monógama no secorrige con la unión libre. La unión libre remplaza deberes y derechos de los cónyuges porobligaciones morales, pero que esto en la sociedad actual se convierte en un nuevo privilegio afavor de los varones, decía. Una causa más de inferioridad para la mujer y los hijos. Por eso laamante –imaginé– no pudo tener con él un hijo, ni siquiera una pensión. Tampoco reclamó anadie por las lagunas. Fue consecuente hasta el final, hasta alojar su desamparo en el hospicio.Simplemente por seguir amando a su amado. No era una viuda, seguía siendo una amante.Observé la fotografía colgada de la niña en Barcelona, de sus padres y, al costado, ese reloj depared detenido en mi infancia. c

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Todavía era un rumor.Y sin embargo, lo primero que hicefue buscarla y contarle los deditosde las patas abiertas;acariciarle el lomo, la barriga;asomarme a sus ojos de fuego inmemorial,tratando de arrancarle el vaticinioque desmintiera aquel y cualquier otro rumor.Estaba quieta entre mis manos frías,ella es volición canicular.Le temblaba el impúdico hociquillode casandra doméstica,negándose al augurio de la consumación.Pensé en aquella noche tumultuosa de Chelsea.Bebíamos y tú mirabas a los cuatro lados,como un endemoniado, diciéndome: «hasta aquí,me siguen los sabuesos babeantes de la muerte».Temías que te conocieran por el tufo a prisión.«Por el sabor a fuga», te dije, y nos marchamoscuando empezaban a gritar:HURRY UP, PLEASE, IT’S LATE.IT’S TIME, PLEASE, HURRY UP.

El hombre que estuvo conversando con nosotrosnos invitó a su casa.¿De qué hablamos? ¿Acaso lo recuerdas todavía?¿De fugas y prisiones, de prisiones y fugas?

PABLO ARMANDO FERNÁNDEZ

Un punto de luz

Para Roque Dalton, in memoriam.

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La noche de noviembre en su mitad más densanos acogía en una casa extraña,presidida por tres rostros de niñasque eran el mismo en un cuadro colgado en la pared.En la repisa del crepitante hogardescubriste, entre otros fetiches,su cola larga, su hociquillo abierto,las patitas, las manos que se arrastrancomo fuego devastador.La muerte suele tender sus trampas en el agua.Pudiste habértela quedado, Roque,cuando nuestro anfitrión la puso entre tus manosen el momento de la despedida.Volvías a tu país y preferiste dejar en casala salamandra de amarillo cobre,antigua como un dios.

Ánima de la tierra,no permitas que tiendanal errante emboscadas.Ánima de los vientos,apacigua el impulsoque dispersa al romero.Ánima de las aguas,traza sobre la marrumbo directo al litoral.Salamandra del fuegoque otros hombres atizanal oírle en la nochede la costa o el bosque,la voz que dicta el cantopara que nunca faltenel calor y la lumbrea los huesos sepultosdel hombre Juan González,poeta Roque Dalton.

La Habana, 1975 c

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Ramón elogia mi coraje.Como buen irlandés, dice.Es un hombre encorvado y casi calvo, al que le falta un ojo; un

viejo. Yo también. Soy, de alguna manera, un profesor de inglésjubilado que vive en San Vicente y se acerca una o dos veces porsemana a la plaza del pueblo a jugar o ver jugar al ajedrez.

Un mate, propone. Yo cebo.Yo sé quién es usted, vuelvo a decir.Ceba el mate con cuidado mientras me dice, como casualmente,

mirá tú, che. También dice que tengo suerte: que él no está segurode saber quién es. No subraya nada, solamente lo deja establecido.

Entre los árboles que rodean la plaza se puede ver el cielo grisá-ceo, las luces pálidas de este mediodía de otoño. Desde acá es fácilamar, siquiera momentáneamente, a San Vicente. Y es una formainconcebible de amor lo que nos ha reunido.

Así que me tomo un mate largo.Ceba bien usted, Ramón, para ser alguien que mezcla el tuteo en

su vocabulario, le digo.Sonríe. Casi no le quedan dientes pero es su sonrisa, la sonrisa

de las fotos de Salas: en el corte voluntario de caña, aquella otradetrás del tabaco. Está más viejo –mucho más viejo que yo aunquehaya nacido un año después–, pelado, le falta un ojo, pero no mequedan dudas: es él.

ENRIQUE FERRARI

Ese nombre

Se pierde, porque cualquier movida que unohaga es mala. Se pierde, no por lo que hizo elcontrario, sino por lo que uno está obligado ahacer.R.W.

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¿Y cómo sabe quién soy?, me pregunta, la bombilla ahora en su boca desdentada.Usted no se acuerda de mí, digo, pero nos conocimos allá, en la Isla. Pienso que no puede

reconocerme: yo también estoy disfrazado de viejo, un viejo profesor de inglés jubilado.Yo era gente de Segundo, agrego.Pienso que lo soy todavía, que siempre seré uno de los hombres de Segundo.Segundo, repite como si bostezase, como si la voz fuera la sombra de una sombra, como si en

la sola sonoridad de la palabra estuviese implicada toda la historia: la subida a la sierra, los matescompartidos y las charlas, el regreso y las cintas perdidas y la vuelta. También después el triunfo,y entonces yo, los días afiebrados de la teletipo y los corresponsales. Hasta el final, sin sombrani huesos, en algún lugar del monte salteño.

Segundo, decimos los dos o uno de los dos. Toma mate con ira, con tristeza, sin remordimiento.¿Cómo sabés quién soy? que no me dijiste, vuelve a preguntar.Porque tú supones que yo soy uno de los tipos que a veces creo ser, explica, pero mis

recuerdos son confusos. Hay también allá, acá, gritos, una celda oscura, preguntas, golpes, unaescuela de provincias.

Acá, allá, repite anulando de golpe la distancia, regresando o no partiendo nunca, clavado aesa isla que no es esta plaza, no es el mate largo y espumoso que ceba.

No le digo que podría reconocerlo en cualquier lado, aunque esté avejentado, aunque losaños que estuvo guardado vaya uno a saber dónde y que lo convirtieron en este anciano temblo-roso con vaya uno a saber qué formas de tortura, lo disimulen bastante. Enumero, en cambio,mis sospechas: el arco sobre las cejas, el nombre, las extrañezas de su acento que es argentinotambién.

Vuelve a sonreír: y si no se ofenden las ilustrísimas señorías de Latinoamérica, dice o yo creoque dice.

¿Jugamos?, pregunta después.Tú conoces más o menos bien este juego, ¿no?, concede.Pienso que fundé mis sospechas también en su estilo ajedrecístico. Algo me hablaba en su

juego. La forma de lanzarse, la disolución de los límites entre ataque y defensa. Recuerdo querecordé: no existen líneas de fuego determinadas, las líneas de fuego son algo más o menosteórico. Y también: tablas contra Filip en el Ministerio de Industria en el 62 y contra Najdorf elmismo año; victoria frente a Ortega en el 61, en veintiuna movidas. Todo parecía coincidir. ¿O esmi mente que quiere ver el fantasma de ese nombre recorriendo esta Buenos Aires que solo seemociona con las gambetas del pibito que debutó el año pasado en Argentinos y los goleselectrizantes de Leopoldo Jacinto Luque?

Más o menos, respondo. Y abro con Cf3.Él juega d5. Pregunta por sus manos: qué creo que hay bajo los guantes, qué creo que le pasó

a sus manos.

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Yo tengo sospechas, dice, recuerdos que no sé si son tales.También eso, digo.e3.Los movimientos torpes, robóticos, me dan a entender alguna clase de prótesis mecánica.

Digo que para justificarse la Agencia tiene que haberle cortado las manos.La Agencia, me interrumpe y mueve mecánicamente la mano –el guante de cuero marrón,

gastado– hasta el tablero. Juega e6.Ojalá yo estuviera tan seguro, pero algo se jodió en la relojería, dice y se golpea dos veces la

cabeza.Sí –d4– pero piense: ya estamos a finales de marzo y nunca lo vi sin guantes, Ramón.Fines de marzo. 25. Pienso que ya pasó un año. Un año. Y casi siete meses desde que Vicky

se fue. Aprieto las tres copias de la Carta en mi bolsillo. Recuerdo a la compañera que tengo queir a buscar, la cita posiblemente envenenada. Aprieto también el revólver en mi cintura.

Lo que no entiendo es cómo está usted acá, digo.Puedo imaginarme pero, agrego.Sí, sí, le dice más al mate o al tablero que a mí, la mirada del único ojo perdida de pronto.Juega Cf6.No niega nada. También eso entonces. Ramón tiene una mueca de fierro en la cara nocturna,

dolorida.Un Ford verde para en la esquina de la plaza. Los dos lo miramos y en nuestros ojos se

debaten la neutralidad y el odio. Juego Ad3. Sabemos, pienso, que no es para nosotros, que nopuede ser para nosotros, que cuando llegue el Ford que nos está destinado no nos va a dartiempo de mucho. Pienso en Paco aceptando regalado a Mendoza con la pastilla lista, en Juanque quizá no llegue a irse por el río, de nuevo en Vicky –el camisón, la Halcón y la risa en laterraza, en su elección–, pienso en el ridículo 22 que tengo en la cintura y que solo garantiza que,si tiro a tiempo, no me agarren vivo. No digo nada.

Él: g6.Yo: 0-0Mirá a tu alrededor, dice mientras el único ojo que le queda en la cara se le extravía hacía

afuera, ¿tú crees que si soy quien tú imaginás que soy sirve para algo decirlo ahora, acá?Mirá, repite. Señala con la quijada el baúl del Ford que se aleja.¿Y si no es?, me pregunto, ¿y si no es más que un viejo maltratado, con algunos tornillos

flojos, un acento extrañísimo y un vago parecido con ese otro al que no quiero dar por muerto?,¿y si yo también estoy perdiendo el sentido de realidad?

Parece que me escucha.Si soy, y te juro que no lo sé, dice, ¿no sirvo más muerto?Juega Ag7.

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Muerto, pienso. Comparo al muerto heroico con este viejo desdentado, tuerto, un poco locoque juega al ajedrez con guantes de cuero marrón. Disipo la comparación agitando la cabeza.Juego b3.

¿El Gigante sabrá?, intento.Se ríe.Ni tantito así, dice con todo y el gesto.Hay que escribirlo, entonces. Publicarlo.Algún día, si soy quien vos suponés, y yo también, a veces, en ciertas pesadillas.Ahora, me exaspero porque sé que mi tiempo se acaba.La guerra es larga, responde sin apuro.Usted pensaba que había que apurarse.Sí, pero ya ves.0-0.Silencio.Miro al tablero como a un extraño. Recuerdo la hora, la cita, la compañera sola, desespera-

da, con dos hijos y sin contactos, a Lila que me espera para tomar el tren.Juego Ab2, pero enseguida me arrepiento y le ofrezco tablas aunque ya no sea mi turno.

Acepta.Hablo sabiendo que voy a irme con todas las preguntas sin hacer: si no volvemos a vernos, le

digo, sepa que fue un gusto haber charlado con usted otra vez.Claro, claro, me responde como si de pronto hubiera dejado de entender mis palabras. Como

si ya no tuvieran, para él, sentido o importancia.Me alejo un paso y otro. Varios metros. Entonces paro en seco y vuelvo. Todavía está frente

al tablero, observando cómo quedaron distribuidas las piezas. Cuando me ve volver juega b6.Hay que despertarlos, digo, recuerde: no siempre hay que esperar que se den todas las

condiciones.Su nombre, pienso, ese nombre.No, dice bajando la voz, no alcanza, no sirve; no así.No sé si habla conmigo o con el juego. Somos dos viejos en una plaza de un pueblito de la

Provincia de Buenos Aires frente a un tablero de ajedrez. Solo dos viejos. Dos viejos solos.Siento crecer la desesperación y hago un último intento.

¿Cómo, Comandante, cómo?Levanta el guante de cuero marrón y señala al cielo gris. Yo casi presiento lo que va a decir.

Adivino que el movimiento de la mano demarca un espacio de trescientos treinta mil kilómetroscuadrados en algún lugar de Asia. Señala, su mano, sonrisas ambiguas, pisadas nocturnas en laselva húmeda, espaldas maternas cargando obuses, una bandera roja flameando sobre Huébajo una lluvia incesante de napalm; pero también soldados –rubios y negros– soldados gringos

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en cualquier caso, volviendo a casa dentro de una bolsa de plástico, bajo una bandera de rayasy estrellas; la derrota mayúscula, las grietas que empiezan a abrirse en el mayor imperio querecuerde la humanidad.

Hay que crear uno, dos, tres, dice.Muchos. c

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El renombrado crítico de arte estaba en las de siempre: debía en-tregar sus tres cuartillas para el semanario. ¡Trabajo envidiable! Todomundo buscaba su columna, los galeristas y los agentes lo corteja-ban, los famosos y los aspirantes le coqueteaban; novias tenía desobra; sus líneas de comparecencia rutinaria le habían ganado unlugar de lujo, asiento de terciopelo en el balcón central del mundillodel arte neoyorkino. Ganaba buen dinero. ¿De qué podía quejar-se? Nada es perfecto, y él sí tenía de qué lamentarse.

La mosca en su sopa era que, para entregar sus tres cuartillassemanales, necesitaba escribirlas. Cada vez le costaba más hacer-lo. Él no era un animal literario –«¡que dios me libre!»–, los libros(novelas, poemas, ensayos) que sus colegas alababan le aburríansoberanamente. Lo de él eran las artes visuales –«oiga bien: ¡vi-sua-les!»–, no las cuartillas, y menos que ningunas otras las que éltenía que entregar cada ocho días. No era un mero capricho irra-cional, su tirria tenía una justificación intelectual (cierto que más fla-ca que una vaca de hambruna), «a quién le interesa hoy algo que nosea una imagen, la era de los mensajes y los entretenimientos escri-tos son historia». Con ese lema, que traía bajo el brazo desde queera estudiante en Columbia University, había ido del tingo al tango.Aunque la expresión no va demasiado porque la verdad es que nohabía ido a ningún lado, o en todo caso nada más al tango, sin pelode tingo.

Descartó el tingo también desde esa universidad. Porque cuan-do la preparatoria y la licenciatura había sentido que iba a ser un

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La guerra de los uniformes

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escritor, leía con voracidad, garrapateaba en libretas páginas que después tachaba de pe a pa, yllegó a publicar poemas, si es que eran poemas –le avergonzaban esos textillos ridículos,pretenciosos, oscuros, arrogantes–. Fundó una revista literaria con su novia de entonces, unamujer de verdad preciosa, aunque ahora pensara «¿y quién no a los veintiuno?». El nombre de larevista fue BIOY, por Bioy Casares. Un buen día, la susodicha novia y coeditora llegó con unanueva: lo dejaba por otro joven escritor, quien, aunque no fuera un Bioy Casares, también erarico, lleno de encanto y enamoradizo, un bioycito. Cuando «la maldita» quiso volver a su lado,porque su relativamente bioy la mandó por un tubo, él ya no tuvo con qué corazón tenderle lamano; la revista que habían fundado naufragó o se fue a la porra –corta vida: un número únicosobresaliente– y, según los amigos de esos tiempos, junto con ellas dos (mujer traicionera yúnico número de la revista BIOY) se evaporó su amor por la literatura. Cuando llegó a Columbiase dio cuenta de que se le había quemado esa barca para siempre.

Más que ningún otro detalle de esa época, recordaba su departamento el día de la mudanza.Ella salió de casa cargando en su maleta los libros más queridos de los dos, sus pocas prendasde vestir y la pecera.

Lo de la pecera le dolió particularmente, por su contenido, que en sí no era sino pura chatarra,la compraron de segunda mano, desde un principio fue opaca, rayada. Un amigo le contó que enun par de semanas habían muerto de hambre todos los pececitos, desde los despreciables guppys,hasta los valiosos bettas. No dudó que fueran víctimas caídas en la batalla amorosa, pero en loque no creyó fue en la teoría del amigo, «los mató de hambre», porque, aunque en casa él habíasido el que les daba de comer a los peces y ella solo contemplara en su infatigable ir y venir a losanimalitos, él estaba convencido de otra explicación más convincente. Había comprendido quela forma de mirar de ella, tan sugerente, tan inquietante, quería decir otra cosa, una gana dedestrucción y violencia que su bella (o no bella pero entonces veintiunañera) tenía a flor de piel.Estaba convencido de que la dicha los había estrangulado uno por uno, que ni siquiera se loshabía comido. Siguiendo un instinto que desde luego la avergonzara, los había asesinado con unaferocidad femenil: ahorcándolos entre dos dedos, un dulce apachurre con sus uñas pintadas.

Las uñas pintadas seguían idénticas. Un día por casualidad le tocó viajar con ella en el asientode al lado de un avión hacia París. Uñas iguales, pero en todo lo demás una vieja horrible, conaspecto de tortuga de acuario astroso. Las uñas, por cierto, postizas. En aquel lejano entonces,Bioy Casares había sido su gran compañero de ruta, primero en las buenas (el amor por ciertotipo de literatura, la hechura de su revista con su grupo de amigos, la complicidad con la fémina),luego en las malas (cuando el tipejo ese bien vestido y delgadito, haciéndose el bioy, le hurtó a lanovia al primer descuido). Pero de ahí en adelante, no solo abandonó a Bioy y a todos losposibles bioycitos: dejó Ciudad de México, se mudó a Nueva York, hizo la maestría y luego eldoctorado en Historia del Arte, comenzó a publicar sus «miradas» (que no textos, nótese, nuncapensaba en sus escritos como si fueran lo que son) y se consagró como crítico de arte. Porque

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a lo suyo podemos llamarle consagración, mientras que los destinos de la traidora y del falsobioy no fueron sino deslizarse insensiblemente por carreras grises. Aunque calificarlas de griseses inapropiado porque hay que ver lo que Jasper Johns hace con los grises, lo sabe muy biennuestro crítico. Grises no va. Tampoco podría decirse que fueran entre azul y buenas noches,porque para eso no faltan pintores. Más bien carreras invisibles, parece más preciso –a menosque se piense que Velázquez pinta el espacio invisible haciéndolo palpable en el fondo del retratode Pablo de Valladolid, pero como para nuestro crítico de arte esta expresión le pareceríademasiado literaria, dejemos sus carreras en «invisibles».

Volviendo a nuestro tema, el caso es que poco después de aquel pasaje en su vida sentimen-tal, que se tomó tan a pecho, ya no hubo para él nada de tingo. Dejó para siempre sus ilusionesliterarias. Él no era un escritor, era un crítico de arte que tenía que escribir para cumplir con sulabor, desgraciadamente, porque lo que a él le gustaba era ver y hacerse de una opinión propia.Detestaba a la gente que vive con el uniforme puesto en su criterio. Uniforme ajeno, por supues-to, porque si es de hechura propia no se puede llamar así.

No pensaba que un día se había puesto el uniforme bioy, y que por usarlo le habían volado ala mujer. Pero en todo caso, uniforme o no, escribir era ahora para él un tormento, aunque lapalabra no va del todo porque más que nada le aburría y eso sí que le sabía mal, pensaba que la vidaes demasiado corta, o demasiado larga, para aburrirse.

Quedaría cómodo ponerse aquí un uniforme ajeno y decir, como los amigos mexicanos denuestro crítico de arte, que su deserción literaria ocurrió por la historia de los guppys, los bettas, latraidora, la revista BIOY y el bioycito. Porque, como ya se dijo (hasta el cansancio), según ellos,la tirria y el desprecio de nuestro crítico por la literatura y sus hacedores tenían su origen en aquelabandono de la un día bonita del que él nunca se repuso. Pero aunque se intente vestir esteuniforme, no va. Sus amigos están equivocados. Cualquiera que hubiera tenido un mirador másidóneo o una mirada más perspicaz sabría que las razones para dejar de escribir fueron otras, si esque a lo irracional uno puede llamarlo razón. Su desilusión tenía otra fuente: un libro del propioBioy. En los días de la tormenta sentimental desatada por el torrencial romance de la exbonita conel ex-a-punto-de-ser-glorioso-según-ella, nuestro crítico de arte tuvo un sueño. Lo más perturba-dor podría haber sido que no era un sueño propio, que soñaba lo que había leído que otro soñara.

En el sueño, visitaba el lupanar de mujeres ciegas que Bioy menciona en La invención deMorel. Cuando el personaje, un prófugo de la justicia, pasa por Calcuta, se va de putas con elmercader italiano que le pasó el tip del sitio ideal para refugio (una de las islas Billings donde–no hace mucho sentido– campea una epidemia de alcances fatales). Las meretrices ciegaspodrían ser sobrevivientes de aquel mal sin nombre, rescatadas a medio proceso y puestas atrabajar para pagar los gastos de la misión de salvamento. Pero este podrían la verdad es quesale sobrando. Eran putas, punto. No sobrevivientes ni nada. Después, en el libro de BioyCasares, ya refugiado en la isla maravillosa, el prófugo sueña con este lupanar.

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En el lupanar del sueño de nuestro crítico de arte, una mansión de lujo oriental, lo recibíandiez hermosas mujeres preciosamente vestidas. Se detenía frente a una, los ojos de ella pasaban delargo, como si él fuera transparente. Trasponía la puerta reservada para los del servicio, des-cendía las escaleras que lo llevaban al sótano húmedo, mal iluminado, donde oía el lamentar deunas mujeres. Seguía estas voces, llegaba a una habitación en la que ardía una chimenea yencontraba enfrente de esta a las diez bellas que había visto arriba, desnudas y con los ojoscubiertos por parches quirúrgicos. Nuestro crítico entendía: les habían abierto los ojos parasacarles el nervio de la luz. Olía a sangre, a menstruación, a sudor, a sexo triste. Atrás de ellas,vestidos en batas azules, con tapabocas colgándoles del cuello y guantes de cirugía, estaban losperpetradores, los que habían practicado el corte. Reconoció a la mayoría: eran escritores oaspirantes a escritores: ahí estaban sus amigos –incluida la hoy exbonita– acompañados deStevenson, Cervantes, Stendhal, Balzac, Wells, Wallace Stevens, una chica que él supuso seríaScherezada, Borges y, por supuesto, Bioy. Cada uno de ellos empuñaba en su derecha enguantadaun par de tijeras, las puntas coloradas de sangre. Uno –que no reconoció en el momento– ledijo: «Esto es lo que hacemos, te llamamos para iniciarte en el oficio, ¿quieres como nosotrosfabular?», mientras agitaba las tijeras tan cerca de él que temió se las clavara. Echó a correrardiendo en miedo, traspuso la puerta, subió las escaleras hacia el primer piso. Despertó en unestado de suma agitación. Aún no se serenaba cuando cayó en la cuenta de que el que habló eraJoseph Conrad. Lo identificó y se reprendió con dureza: «¿Cómo puede ser que no lo hayasreconocido?».

No comprendió el sueño. ¿Qué hacían sus autores predilectos metidos en un sótano donde seprivaba de la vista a las putas? La trama le repugnaba. No pasó su desazón hasta que se dijo queel sueño escondía una iluminación. Sus ojos se abrieron: decidió dejar la literatura de una vez portodas.

De alguna manera lo había conseguido. Vivía entre imágenes, entre ojos, él mismo convertidocompletamente en un ojo intacto.

Pero el fastidio era que, a pesar de su renuncia, seguía atado a aquellas tijeras que detestara,tenía que escribir cada semana sus tres cuartillas. El suyo era un ojo que lloraba lágrimas de tinta.El lloratintas hoy había tocado fondo.

El día no podía haber salido peor. O sí, pero la fatalidad posible cayó en otro. Nuestro críticode arte salió de su departamento en el Upper West Side a las seis en punto de la mañana paratomar el subway, con la intención de llegar antes de que abrieran las puertas del laboratoriomédico. Quería ser el primero para los exámenes –tan rutinarios como sus cuartillas, aunquemucho menos enfadosos–, quería desafanarse cuanto antes y poder escribir sus líneas sin inte-rrupción, de un tirón; si las hacía poco a poco le tomaba días, se distraía con esto y lo otro, se levolvía un infierno. Había que apurarlas como emulsión de Scott; no solo el aceite de hígado debacalao pasa mejor si se traga de un golpe.

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Así que se desmañanó miserablemente, salió a la calle, entró al subway, oyó la tonadilla queanuncia el cierre de las puertas, bajó las escaleras al andén corriendo como un bólido, se lanzó alvagón y traspuso la entrada, justo para quedarse por un instante prensado entre las dos lengüetasde rígido hule negro. Durísimas, por cierto; el golpe sobre la mano derecha le arrancó un quejido,como era zurdo había lanzado al frente el brazo izquierdo, doblado el otro y ahí estaba la mano,prensada entre su chamarra de cuero negro y el hule de las puertas, qué imagen. Las puertas sevolvieron a abrir, dio un paso al frente, y cerraron atrás de él de inmediato. Se sobó la mano, ledolía, «siquiera no es la izquierda». Qué manera de empezar el día, corriendo, «pinche ciudad,pinche mil veces, me debiera regresar a Querétaro». El tren arrancó, él comenzó a contar, segúncostumbre. No podía evitarlo. Años atrás usó la segundeada por los ataques de ansiedad, ya teníaquién sabe cuánto sin sentirlos, pero lo de echar mano de los números se le había quedado, uno,diez, once, doce… Había asientos vacíos, eligió el que le gustaba, al lado de la ventana, lo ocupósin dejar de llevar la cuenta, veinticinco. El tren frenó. Veinticinco segundos eran suficientes parasacar los vagones de la estación, ya estaban en donde el retiemble sus centros la tierra, ¿por quéen Manhattan siempre se siente un ligero temblor? Muy ligero aquí, más calma chicha que sacudi-da telúrica. La voz del altoparlante: ha ocurrido un accidente en la 34, paciencia, we’ve beenmoving shortly. El dolor de la mano, «espero no haberme roto algo, quebrado un ligamento».

Para colmo, en quién sabe cuántos segundos, porque dejó de contar en el instante en que eltren paró, pero que en todo caso no fueron muchos, los pasajeros se echaron a leer como si sehubieran puesto de acuerdo; los que no lo tenían ya en las manos, sacaron de sus bolsos yportafolios una revista o el periódico, el Vanity Fair, el New Yorker. Todos leían malditosmedios impresos como ese al que debía entregar hoy sus malditas tres cuartillas. «¿De qué lasvoy a hacer? Jasper Johns, sí, pero no he visto la exposición en la galería privada, no me lapuedo saltar». Esto le hizo ilusión. Ir de galerías. Pero ya se conocía: si iba, se distraería, pasaríael día vagando, y cuáles cuartillas. No iba a escribir del señor Johns, definitivamente. Solo queno tenía ningún otro candidato, quería escribir del dicho aunque sabía que más bien lo que se leantojaba era irse de vago. Abrió su propia copia del periódico, sacó la sección de arte, alzó losojos un minuto y frente a él vio que un miserable había tenido el arrojo de sacar su malditosemanario justo frente a sus narices. Esto fue la gota que derramó el vaso. Iría de galerías yescribiría las cuartillas, hoy mismo las dos cosas, ¡punto!

De pronto, lo que nunca –aunque parezca un recurso vulgar del escritor de este cuento–, el trense echó en reversa. Dos decenas de años tomándolo y esta era la primera vez que el remedio alos males era la marcha atrás (no porque fuera la peor solución, cuántas veces no había pensado«pero si acabamos de dejar el andén, tres metros atrás y nos sacan»). Lo único bueno fue que,por lo inusual, los pasajeros abandonaron de golpe sus lecturas. Casi todos: el de enfrente noseparó los ojos de su semanario, y esto le dio una rabia tan grande que le costó trabajo noaventarle un puñetazo.

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Cuando llegaron al andén, la voz del conductor les anunció la interrupción del servicio. Cami-nó hacia la calle hombro a hombro con los demás pasajeros –el empecinado lector de su suple-mento sin parar de leer, dejándose guiar por los otros, «qué tanto le ve este güey»– hacia laparada de autobuses –no iba a pagar taxi para unas cuadras en la Avenida, absurdo–. Noesperó gran cosa, pero los buses iban a paso de tortuga, como el metro no está en servicio vanatestados. Cuando llegó al laboratorio, ya había seis personas esperando antes que él, y las seisleyendo.

Por fin llegó su turno. Al quitarse la ropa en el vestidor, cuando la guardaba en la bolsa deplástico transparente que acomodaría en un lócker, descubrió un desgarrón en la espalda de suchamarra, su predilecta, de cuero finísimo, «¡malditas puertas!», ¿cómo se había hecho?, notuvo tiempo de explicárselo, vio con la imaginación el golpe de las dos lengüetas negras, el jalónque dio para zafarse de las puertas antes de que se abrieran, «¡mierda!, ¡mierda!», si hubieratomado un taxi, pensó, pero por qué iba a tomar un taxi, pensó también, idea absurda. Alvestirse, volvió a revisar la zeta pintada en su preciosa prenda, maldijo una vez más, y másenfáticamente.

Un poco más de una hora después terminó con el procedimiento y salió a la calle. Paró en ladeli de la esquina a comprarse «un café americano y un panecillo de zanahoria y nuez». Latelevisión estaba encendida, Canal 1, noticias locales. En la pantalla, el reportero explicaba elorigen del trastorno en las líneas del subway: un joven de identidad desconocida corrió paraalcanzar el tren en el momento en que las puertas se cerraban. Pasó el umbral, solo que no atinódel todo: en lugar de trasponer una de las puertas, saltó entre dos vagones. El tren arrancó en eseinstante, sonó la alarma, paró de inmediato, pero fue demasiado tarde. El joven susodicho per-dió una pierna, fue arrollado y murió ipso facto. Entrevistaron a varios testigos. No cabía dudade que fuera un accidente. Una empleada de MTA, ¿tal vez la conductora del tren?, lloraba amoco tendido. Un pasajero explicaba con lujo de detalles cómo lo había visto correr hacia eltren: «Un hombre joven, cabello corto, muy guapo», dijo, «vestía chamarra de cuero negro».Era suficiente.

Salió de la deli con el café y el panecito en la mano. Se detuvo frente al tráfico, dio un sorboa su café. Respiró hondo. ¿Cómo pudo ese «hombre joven» aventarse entre los dos vagones?Algo no hacía sentido. Recordó: entre uno y otro vagón, el tren trae o rejillas o cordeles, comolos que rodean las alfombras rojas de los estrenos de cine, a los que no iba porque no era críticode filmes sino de arte.

¿Saltó? ¿Se aventó? ¿Quién era el «hombre joven»?¿Qué tipo de chamarra era su «chamarra de cuero negro»? ¿No sería más bien una bolsa de

plástico negro, uno de los chicos de delivery que fuera corriendo como un desesperado sin parar,sin la ropa apropiada para los fríos del invierno, acostumbrados a viajar en camiones de redilas,entrenado por el cruce de la frontera en manos de coyotes imprudentes?

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Otro trago al café, otra apreciación del tráfico, al que la verdad no había gran cosa que verle.Por esto no le interesaban gran cosa los fotorrealistas obsesionados con el paisaje urbano. Losautomóviles no tenían cara ni cuerpo. No iba a tomarse ahí el café de pie, y además estaba elpancito. Caminó hacia el cafetín que estaba a cosa de media cuadra. Lo rehuía porque siempreexhibían películas, y sabía que corría el riesgo de engancharse, «y adiós cuartillas». Entró. Sesentó. Pidió otro café, a fin de cuentas el que traía en las manos era horrendo, y estaba frío. Enla pantalla corría la penúltima escena de una peli que conocía bien: Los zapatos rojos, la hermo-sa jovencita Page, calzando sus zapatos de baile, corre, corre, llega a un balcón y se arroja altren. Después, la escena final, esa sí inverosímil: le pasa el tren encima, pero la bella no fallece,solo se lastima las piernas.

Le encantaba esa película, pero no hoy. Cruzaron por su mente más meditaciones acerca delque se aventó entre los dos vagones que aquí, lector, le ahorro.

Se bebió el café frío, mordisqueó el pancito, se echó a andar. Debía escribir sus tres cuartillasy el tiempo estaba corriendo. ¿Pero con qué ánimo? Entró a una papelería elegante, compró unalibreta para tomar notas, y tomó un taxi hacia la galería Matthew Marks, donde estaba la expo-sición Dibujos de Jaspers Johns, 1997- 2007. Todavía no abría. Esperó pensando en nada. Lachica que llegó a abrir la galería lo reconoció y lo dejó pasar veinte minutos antes de la hora deapertura. Encendió las luces. Lo dejó solo. Nuestro crítico de arte recorrió la exposición sindetenerse. Regresó a las tres piezas que le habían llamado la atención. Pero ahí, no.

Buscaba en los dibujos una puntada, algo imprevisto que le regalara, si no las tres, por lomenos la última cuartilla completa. Quería publicarlas antes de que abriese la expo del MOMAa la que no tenía ninguna intención de prestar su pluma. La próxima semana escribiría sobre elretrato de la joven de Parmigianino –lo visitó en Nápoles, en el Capodimonte–, que estaba porllegar a la ciudad.

Volvió a los últimos dibujos colgados en la pared del fondo. No eran realmente interesantes,o realmente no eran interesantes. Se paró frente al menos llamativo de todos. Era un dibujohumilde, pero le gustaba esa ausencia de arrogancia, esa especie de inocencia, casi candor.Estaba firmado en San Martín, la isla del Caribe, donde míster Johns tiene una casa, descrita aldetalle –una casa blanca, sin un solo detalle, con solo un lienzo inmenso del propio pintor, encolores estridentes– en el Times. Mirándolo, el crítico no pudo evitar la asociación: en esa isla,Stuveysant, gobernador de la entonces Nueva Ámsterdam, perdió la pierna cuando intentabaarrebatarle la posesión a los españoles. Esta pierna perdida lo llevó al chico que, vestido comoél y corriendo como él, tomó la puerta equivocada y perdió pierna y vida. Y se le llenó la cabezade silencios.

«Ahora», pensó para sí, «a escribir mis tres cuartillas». c

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Dolosa noche se anuncia en la oquedadcubierta línea del ojo. Espesa:«Grieta no es signo». Muertecon muerte arroba, madre, y veranea.«¿El brillo, las hojas?». Arroba perfumede la tierra y tierra madresucinta en la oquedad. La noche arroba.

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Qué es lo que traen sequías más vientossobre la superficie. No es el verano ensordecidono / nada hacia la alcantarilla. Se ubican quéquiénes sobre los límites. Columpiándose al fintenues qué les pudiera sin mucha precisión cruda la mejoría. Haber gustadola dilatada conversión / conversación. La nada.

RITO RAMÓN AROCHE

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«Féretro el día»

Cuando vengan por el mismo camino / Vinieranpor un mismo hemisferio. Dejarían de hablarde esta emoción obras del arco estrías.«La luna mira, hijo, mira, la luna está de agua».Movidos sobre un muro de piedras antelo deslumbrante a un tiempo / ahora carcomido.Piel de un pájaro sombras en los embarcaderos.

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