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Leyenda - David Lynn Golemon

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LEYENDAEl Grupo Evento lo

forman los científicos,intelectuales y militaresmás brillantes deEstados Unidos. Sutrabajo es hallar laverdad que se ocultatras los mayores mitosno resueltos del mundo.Esta vez, Jack Collins ysu equipo se atreverán adestapar un aterradorsecreto de la civilizacióninca, enterrado en lomás oscuro de la cuencadel Amazonas. Laúltima expedición que se

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adentró en lasprofundidades de esterío fue aniquilada.Ahora el Grupo Evento,empleando unatecnología devanguardia diseñada porel ejército de EstadosUnidos, viajará a losconfines de la Tierrapara darle un nuevosentido a un desastreantiquísimo y enterraruna leyenda parasiempre… O morir en elintento.

Traductor: Ester Mendía Picazo

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Autor: David Lynn GolemonISBN: 9788490181119

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Leyenda DavidLynn Golemon

Traducción de Ester MendíaPicazo

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El autor

David Lynn Golemon sirvió en el ejércitode Estados Unidos, en OperacionesEspeciales, y ese paso, así como el pasadomilitar de gran parte de su familia, adquiereuna dimensión central en su imaginario

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narrativo.Una de sus inspiraciones para su primera

novela y para crear el Grupo Evento surgió delos persistentes rumores en las filas del ejércitode la existencia de una organización secretadel gobierno federal. Con sus novelas pretendellevar al mundo un mensaje crucial: cadaleyenda, cada mito posee una base real, queforma parte del conocimiento colectivo de lahumanidad y de la que debemos aprender parano repetir errores pasados.

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Para mi familia,Steve, Scott y Ric.

Los pocos cada vez somos menos.

Para mis tías y mi madre, las cuatro hermanas

del Apocalipsis, viviendo a lo grande en lostiempos de la depresión y conquistando en

tiempos de guerra. El mundo se ha convertidoen un lugar peor con vuestra ausencia.

Para Katie Anne, Brandon Lynn, Shaune

David y Cindy Michelle, mis hijos.

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Agradecimientos

ME gustaría aprovechar para darle lasgracias a mi editor, Pete Wolverton; sin Pete ysu consejo todo estaría perdido. También aKatie de Thomas Dunne, siemprerespondiendo a las mundanas preguntas de losignorantes.

Finalmente, a la Marina de EstadosUnidos, por sentar la pauta entre las FuerzasArmadas estadounidenses en lo que se refierea profesionalidad y previsión. A la marina delocéano azul y agua marrón, sin cuyacooperación este libro no habría sido posible.

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Prólogo

FRANCISCO Pizarro «La búsqueda de las riquezas de la tierra

los trajo hasta las aguas de la leyenda, y laavaricia del hombre vino y destruyó lainocencia, y el ancestro se alzó de lasprofundidades para consumirlos.»—PadreEscobar Corintio, sacerdote católico de laexpedición de Francisco Pizarro

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Introducción

CUENCA del río AmazonasVerano de 1534 d. C., a cincuenta y seis díasde Perú.

Los españoles dispararon una salva de

fuego de mosquete en el infinito verdor de laselva, sin saber si su plomo había impactadoen algo más sustancial que los helechos o elmusgo. Incluso antes de que la suave brisaque llegaba al suelo del pequeño valle sehubiera llevado el acre humo, los soldados sehabían girado para continuar con su huida,cuatro o cinco cada vez, mientras un númerosimilar recargaba y cubría su repliegue. Elcapitán se aventuró a mirar atrás paraasegurarse de que todos sus hombres habían

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abandonado sus posiciones sin percances yechó a correr para alcanzarlos.

Cuanto más se adentraban en la selvacircundante, más densa se volvía esta,atorando eficazmente su ruta de escape conun enredado natural de lianas y arbolillos.Sobre ellos, el sol estaba quedando lentamentecubierto por los árboles, que parecían crecerjuntos creando un falso techo, aunque este noofrecía la inviolabilidad de la protección. El ríose revelaba la única vía de escape despejada.

El capitán no tenía más que dos opciones:permanecer ahí y mantenerse firmes contraflechas y dardos, con lo que se perdían másvidas, o adentrarse en el río, donde estaríanmás expuestos pero, aun así, podrían ganarmás tiempo que luchando contra la cada vezmás densa vegetación que los rodeaba.

—¡Al agua, hombres! ¿Por qué osdemoráis? ¡Hemos de seguir el río, es nuestraúnica ruta!

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—¡Mirad, mi capitán! —dijo el tenienteTórrez señalando al cielo.

Cuando el capitán Hernando Padilla alzó lamirada, los ojos se le abrieron de par en parante el horror que se presentaba ante él.Imponentes, se alzaban sobre los españolesdos estatuas de piedra de unos veinte metrosde alto que superaban a los gigantescosárboles a cada orilla del río. La expediciónnunca había visto nada parecido. Las tallasposeían cuerpos humanos, pero las cabezas noeran ni de hombre ni de ninguno de los diosesincas que los soldados habían contempladohasta el momento. Tenían los labios gruesos,y los profundos grabados de las rocasrepresentaban escamas ahí donde deberíahaber habido carne. Las cabezas de ambasfiguras gigantescas miraban desde arriba a losintrusos con los grandes ojos de un pez. Eranantiguas deidades de piedra, guardianes de lasaguas asfixiadas de vegetación del oscuro río

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que se extendía al otro lado. Las lianasentraban y salían de la roca fisurada yerosionada por el tiempo como serpientesemergiendo de agujeros.

—¡No son más que imágenes de piedra depaganos! —gritó Padilla—. Que estoshombres entren al agua ahora, teniente.

Justo cuando terminó de pronunciar laorden de avanzar, una flecha rebotó en suarmadura, por detrás, y salió despedida haciael aire. El capitán, que a punto estuvo deperder el equilibrio al inclinarse, maldijo y serepuso rápidamente. Unos pequeños dardoscomenzaron a impactar contra el banco dearena y el agua en movimiento que rodeaba alos españoles. Los indios estaban otra vezencima de ellos, no solo disparando susprimitivas flechas, sino lanzando desde largascerbatanas pequeños proyectiles con la puntacubierta con el veneno de unas ranas exóticas:los mismos artefactos que los soldados habían

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visto usar pasmosamente bien a los nativosdurante el tiempo que habían pasado con latribu. Sabían que con que un solo dardoatravesara su piel expuesta, sufrirían una lentaagonía que acabaría en muerte. Los hombresno necesitaron ni más persuasión ni másamenazas y así, bajo la mirada de las enormesconstrucciones de piedra que los flanqueaban,se adentraron apresuradamente en lasvoraginosas aguas y se dirigieron hacia lassombras del cañón.

Los españoles avanzaron entre inmensosárboles que cortaban el cielo. Marcharondurante gran parte de la tarde resistiendo losesporádicos ataques de los sincaros queemergían de la densa maleza por debajo de losárboles, y entonces los indios desaparecieronabruptamente dentro de la selva. Habíapasado cerca de una hora desde la últimaemboscada, pero los españoles seguíanesperando que se produjera el siguiente ataque

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en cualquier momento. Mientras marchaban,el cielo que se extendía ante ellos ibaquedando cubierto lentamente por la selva ypor los imponentes árboles de ambas orillasdel río. Con un volumen en continuo aumentooyeron los más agradables sonidos de la vidaanimal; un velo de normalidad volvía arodearlos después de su estampida. Hasta esemomento no habían reparado en ningúnindicio de vida más que en el de sus propiosgritos e imprecaciones durante los asaltos a losque se habían visto sometidos en las últimashoras.

Finalmente se abrieron paso a través de losembravecidos rabiones que habían aparecidode pronto. La brutalidad de las aguasaterrorizó a los hombres, que tuvieron lasuerte de avistar un pequeño terreno de playapor el que pasar.

El capitán los hizo detenerse y apoyó suextenuado cuerpo contra el tronco de un gran

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árbol. Las espantosas imágenes del asesinatode tantos inocentes daban vueltas en sumente, amenazando con volverlo loco. Bajó lacabeza, avergonzada por lo que habían hecho.El propio Pizarro le había dado las órdenes deadentrarse en esas tierras del este, hastaentonces desconocidas, y ahora las palabrasde esa orden resonaban en su memoria: «Nohay que ver a los indios como aliados. Han deser subyugados mediante acción e intimidaciónabierta hasta que se descubra la fuente deloro. Si no se puede mantener esta forma deproceder, se solicitará ayuda de inmediato. Lalocalización de El Dorado prepondera sobrecualquier otra consideración».

Pero Padilla, al ver que los indios erangentiles y amables con los visitantes, habíacambiado sus tácticas y había intentadoobtener ventaja a su modo, ignorando lasórdenes del lunático acerca de las tierras deleste.

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Furioso, se quitó el casco y, con rudeza,se limpió el sudor de la cara. El pesado hierrono tardó en escurrirse de entre susresbaladizos dedos y cayó al verde suelo de laselva. El español lo ignoró y, en su lugar, miróhacia el cielo intentando desesperadamentepenetrar el profundo dosel de vegetación yvislumbrar un atisbo del bendito sol. Peroestaba oculto, apartado del mundo igual que lagracia divina quedaría apartada de su almapara siempre.

Durante tres meses habían padecido losinfiernos de las montañas peruanas y de laselva brasileña para terminar solos en la zonamás dejada de la mano de Dios que laexpedición había visto nunca, y solo el buencarácter de sus hombres, agradecidos por estarlejos del esclavista Pizarro, había mantenido lapaz de su pequeña compañía. Entonces, unanoche, llegaron a un valle de lo másasombroso, lleno de flores exóticas, de árboles

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altos repletos de hojas y del bendito sol. Eraahí donde habían encontrado a los sincaros,los indios enanos que habitaban el hermosovalle. En un principio los pequeños se habíanacercado a ellos con temor, pero Padilla,yendo contra las órdenes, se había ganado suconfianza con el tiempo mediante el comercioy la buena y sincera disposición de sushombres. Trataron a los sincaros con respetoy educación y los pequeños de la aldea,hombres y mujeres, fueron poco a pocoacogiendo a los altos extraños como amigos.

Estas tribus prehistóricas estabancompuestas por gente recia y fuerte y, segúnsus historias y leyendas, así había sido desdeque el imperio del oeste los había esclavizado.Habían obtenido su libertad gracias a losdioses del río, que cien años atrás habíanasestado a sus amos incas un brutal golpe,liberando finalmente a los pequeños. Ante lapregunta de cómo lo habían logrado los dioses

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del río, el más anciano de la aldea solíaresponder simplemente que los incas habíanobtenido el secreto de los sincaros mediante elasesinato y la esclavitud, y que incluso habíanintentado encadenar a sus deidades y ponerlasen contra de la tribu en su búsqueda de lasriquezas terrenales. Pero los dioses del río nose convertirían en esclavos de los hombres yse rebelaron, y ahí los incas encontraron sufin. Llegados a ese punto del relato, el ancianosonreía al repasar las escépticas miradas de losespañoles. Los incas no habían vuelto jamás alvalle y ahora era el capitán el que tendría queganarse la confianza de esa extraña yapasionante gente para conocer el secreto queprimero había atraído y después alejado a losincas de esas tierras.

La efímera armonía entre españoles eindios duró exactamente veinte días; unos díasfelices que los soldados emplearon en suprovecho aprendiendo el sencillo modo de

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vida de los sincaros. Pasaron largas jornadasalimentando la anhelada confianza y, acambio, los hombres de Padilla ayudaron aesa trabajadora gente a aprender las extrañascostumbres de sus altos visitantes. Lossoldados, por ejemplo, los asombraron con elextraño polvo negro que hizo que el fuego conel que cocinaban saltara hacia los cielos enforma de lluvia de humo y chispas.

Hubo otras cosas de menor importancia,claro: los gritos de deleite de jóvenes ymayores por igual al ver unos pequeñosespejos, dejar que los sincaros tocaran susarmaduras, las cuales les crearon un fuerteimpacto al creer que se trataba de una pielmágica. Los españoles se habían mostradopacientes cuando los niños les tiraban de labarba y los críos, a su vez, se reían mientrasellos les hacían cosquillas. Padilla y sussoldados también se alegraron de compartirsus raciones de cerdo y arroz, y de comer los

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extraños, aunque deliciosos, platos que lossincaros colocaban minuciosamente ante ellos.Había sido durante una de esas cenas cuandolos españoles se enteraron de que susanfitriones nunca se habían aventurado a salirdel valle. Incluso su esclavitud y cautiveriohabía tenido lugar allí, lo cual le indicó alcapitán que lo que los soldados buscabanestaba, efectivamente, cerca.

La confianza entre ambos pueblos erapalpable, tal y como Padilla había dicho quesucedería. Muy lentamente, los sincaros de laaldea comenzaron a fiarse de los españoles y amostrar pequeños cachivaches de oro que,con gran cautela y esmero, habían ocultadodurante los primeros días de su encuentro. Eloro no solo empezó a aparecer en forma depequeños brazaletes, figuras de culto ycollares, sino también suelto, en saquitos decuero que llevaban colgados alrededor delcuello, rebosantes de polvo de oro del afluente

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del Amazonas. Había resultado difícilmantener a sus hombres a raya una vez vieronaquello, y Padilla lo logró únicamenteprometiéndoles El Dorado que Pizarro, sinequivocarse, había supuesto que estaba ocultoen ese territorio cubierto por un manto verde,a pesar de lo que dijeran los incas. Siaguardaban al momento propicio, lo másprobable era que ese cordial pueblocompartiera con ellos la ubicación de la fuentede su oro sin que fuera necesario presionarlosdemasiado y, lo más importante para Padilla,sin derramamiento de sangre.

El capitán sospechaba que los problemasllegarían provocados por la codicia de sushombres, pero en lugar de eso vinieron de unsoldado al que tendría que haber vigilado másde cerca. Joaquín Suárez, una bestia dehombre que había abusado de la hospitalidadde la principal compañía de conquistadorescon su vil y grosera actitud, se había unido a

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la expedición gracias al padre Corintio, y trasla perversa violación y asesinato de una niñainca cerca de la nueva ciudad española deEsposisia. El sacerdote lo había alejado dePizarro todo cuanto había podido, sabiendoque ese animal habría sido ejecutado alinstante si la noticia del crimen hubiera llegadoa oídos del generalísimo. El capitán solíareflexionar sobre cómo uno podía masacrarimpunemente aldeas completas e inclusoraptar y matar al monarca reinante, pero elsimple asesinato de una niña bien merecía unacondena a muerte, porque nada engendrabamás repulsión que el hecho de provocarle lamuerte deliberadamente a un inocente. Demodo que el acusado, Suárez, primo lejanodel padre Escobar Corintio, fue enviado lejoscon la única expedición que partía ese añopara mantenerlo así fuera del alcance dePizarro.

Durante esos muchos días de viaje,

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adentrándose en esas desamparadas zonas delmundo, Suárez se había quejado de que se lehabía tratado con mezquindad por el asesinatode la niña inca. Después de todo, pensaba,tampoco es que fuera una hija de Dios. Noobstante, obedeció las órdenes que se ledieron. Se mostraba callado y meditabundo lamayor parte del tiempo, y hasta se movía concautela y prudencia entre los otros hombres dela expedición, que miraban al enorme soldadocomo si fuera un paria. Suárez siguiócomportándose bien incluso después de que eloro empezara a aparecer, pero ahora Padillase culpaba a sí mismo por haber olvidado elcorazón negro de la bestia.

La noche anterior, Suárez había tomadovino español con un líder de la tribu, en contrade las órdenes expresas de no darle nadafermentado a los indígenas. Los hombrespodían aceptar la extraña cerveza que lossincaros elaboraban, pero los soldados no

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debían ofrecerles a los indios nada denaturaleza alcohólica procedente de suspropias provisiones.

Tras una hora bebiendo, Suárez habíalogrado emborrachar al anciano, pero inclusoasí fue como si el anciano conocieraexactamente las intenciones del español y senegó a decir nada sobre de dónde extraía eloro su pueblo. Suárez, enfurecido por lanegativa del anciano a hablar, había acabadotorturándolo por lo que sabía.

Horas después, cuando los otros hombresde la tribu encontraron el cuerpo desgarradode su tan amado líder, atacaron a los soldadosdormidos con saña y sin previo aviso. Laagresión fue tan encarnizada que la defensa delos españoles resultó inútil. Padilla y sushombres lucharon y perdieron a dieciséis desus mejores soldados y la mayor parte de susarmas de fuego. Entre las bajas se encontrabael sobrino de Pizarro, Dadriell. Los sincaros

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habían perdido a cuarenta o más, sobre todomujeres y… que Dios los perdonara… niños.

Ahora los supervivientes de su antesgloriosa y ahora maldita expedición se habíanocultado en una gran cuenca verde alimentadapor un muy profundo afluente del Amazonas,a por lo menos diez leguas del lugar de lamasacre de la noche anterior. Esa gran laguna,que más bien tenía las proporciones de unpequeño lago, yacía ante ellos. Habíanvadeado la orilla del afluente siguiendo lostraicioneros rabiones para acceder a eseescondido edén, flanqueado por árboles tanaltos que se extendían y doblaban sobre lasoscuras aguas.

Era un escenario que el capitán Padillajamás había imaginado ver en su vida. Erademasiado hermoso, un paraíso en el quenadie querría que se desatara una batalla si lospequeños elegían atacarlos ahí.Verdaderamente era un lugar que Dios había

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esculpido la última vez que pisó esta tierra.Las ramas de los árboles pendían sobre elagua y suaves plantas crecían por todas parteshasta la apacible laguna. Las paredes de lo quetenía que ser un antiguo volcán extinto sealzaban por tres lados y se asomaban sobre elagua creando tres salientes.

Flores de toda clase brotaban por doquier,y alimentaban a las abejas que delicadamentese movían de especie a especie sin molestarseni preocuparse en ningún momento por larepentina invasión de los españoles. Lasextrañas flores que crecían con solo pequeñasmotas de luz del sol eran grandes, y tambiénlas más aromáticas que Padilla había olido ensu vida.

La antigua cuenca volcánica no solo eraalimentada por el afluente del Amazonas, sinotambién por una gigantesca cascada que caíadesde lo alto, en el otro extremo de la laguna.Pero esa no era la característica más notable

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del pequeño valle. Allí, flanqueando cada ladode las aguas que caían de la catarata, habíaunas columnas. Con algo menos de cuarentametros de alto, estaban talladas en la roca ysostenían un arco que se desvanecía dentro dela blanca cascada del río. Unas lianasatravesaban las agrietadas y erosionadascolumnas; en distintos puntos habían separadopor completo la piedra, haciendo que parecieraque las columnas fueran a derrumbarse encualquier momento.

Y ahí estaba él, intentando decidir sioponer resistencia o persistir en la insensatezde seguir adentrándose en el terreno verde quese extendía más allá de la laguna. Loshombres sabían, por la presencia de esasgigantescas columnas, que ahí podría haberalgo, pero habían perdido todo interés en lasriquezas y solo querían ver cosas que lesresultaran familiares. Incluso volver al lado dePizarro era preferible a esa locura.

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Tal vez los sincaros tomarían la decisiónpor él y los dejarían tranquilos, y entonces elcapitán le comunicaría personalmente al idiotade Pizarro que la expedición no había servidode nada, y que lo único que aguardaba a loshombres en los lejanos valles del Amazonasera la muerte.

Mientras Padilla plasmaba suspensamientos en su diario personal, el mapaque había hecho de sus viajes se cayó de entrelas últimas páginas, donde lo había colocado.Cuando se agachó para recogerlo, vaciló unmomento al verse de repente tentado a dejarque se pudriera en el suelo. Pero entoncespensó en sus hombres, lo recogió y volvió ameterlo en su cuaderno.

Su idea de abandonar el mapa para quenadie pudiera repetir su periplo quedó rota porla chillona carcajada del mismo hombre quetanto horror había causado en las últimas docehoras. Semejante muestra de júbilo después

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del derramamiento de tanta sangre no eraapropiada. El capitán miró a sus hombres.Joaquín Suárez estaba arrodillado junto alagua, con el pelo empapado después dehaberse limpiado la sangre de su cuerpo y dela armadura. Los soldados que lo rodeaban sequedaron mirándolo y sacudieron la cabeza.La total indiferencia de Suárez hacia que elhorror que él mismo había desencadenado lesindicaba que era un peligro para toda laexpedición.

Padilla se agachó para recoger su casco yfue entonces cuando advirtió que un extrañovisitante había llegado a su improvisada zonade descanso. Unos ojos enormespermanecieron ahí durante un breve instanteantes de que lo que quiera que fuese esosaliera corriendo entre el denso follajeutilizando la selva para ocultarse mientras seadentraba en silencio en las aguas de la laguna.El capitán miró a su alrededor, preguntándose

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si sus hombres habían visto lo que él, peroestaban ocupados lavándose o tumbados sobrela acolchada hierba. Algunos de los soldadosmás experimentados incluso estaban derodillas rezando. Volvió a mirar hacia lamaleza en busca de algún signo que le indicaraque la pequeña criatura había estado allí, perono vio ni rastro. Enseguida llegó a laconclusión de que no había sido más que untruco de su abrumada mente y del oscurecidosuelo de la selva, pero de pronto oyó elsusurro de los matorrales que tenía detrás y sellevó la mano a la espada.

—Mi capitán. —Iván Rodrigo Tórrez, suamigo y segundo de a bordo, salió de la densavegetación de la selva—. Los indios handesaparecido. —Se quitó el casco y su largocabello negro cayó libremente, algoapelmazado por el sudor—. Estábamosvigilándolos desde un claro aaproximadamente media legua de aquí y al

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minuto se habían internado en la selva yhabían desaparecido. El rastro que hemosdejado al acceder al valle es tan obvio quedeben de saber dónde estamos. —Respiróhondo y miró a su alrededor mientras sesoltaba la armadura—. Supongo que volverán,así que he situado a los hombres en unaposición excelente para una emboscada, perono han venido hasta el momento.

Padilla le dio una palmada en el hombro asu viejo amigo.

—Mejor así. No puedo continuar conesto. —Bajó la mano y miró a su alrededor,hacia la zona oscurecida bajo la densa frondade árboles—. Lo único que me apetece esquedarme a descansar aquí durante un mesantes de volver e informar de esto tanespantoso que hemos hecho. —Se quitó lagola de su armadura y la apartó de suempapado jubón—. Puede que vaya nadandohasta alcanzar el único lugar de aquí donde dé

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el sol y me quede allí a esperar que el Señorme lleve. —Miró la imponente cascada ydespués el centro de la gran laguna y lasbrillantes motas de luz que iluminaban lasazules aguas haciéndolas resplandecer.

—A mí, al igual que a la mayoría de loshombres, me placería rajarle el cuello a Suárezpor habernos traído esta maldición —dijoTórrez furioso.

—Ahora no puedo pensar en eso, amigomío, estoy agotado. Además, al final seré yoquien sea juzgado por esta debacle, no Suárez.

—Seguro que el comandante Pizarro no osculpará por los actos de este maniaco.

—Pizarro no es un hombre corriente ytiene muy poca paciencia, o ninguna, con laincompetencia. Os puedo asegurar que seréjuzgado duramente por haber perdido a susobrino, así como por haber desperdiciado laoportunidad de encontrar la fuente del oro delos incas. Por mi fallo, de aquí a un año los

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sincaros habrán sido ejecutados oesclavizados. —Suspiró—. Tuve la arroganciade creer que podría hacerlo de otro modo; soyun idiota.

Unas fuertes risotadas volvieron a surgirde la zona de la playa. Cuando los dosoficiales se giraron y fueron hacia sushombres, unos broncos aullidos se oyerondesde la laguna. Al entrar en el pequeño clarosorprendieron a Suárez sujetando algo en elaire mientras los otros soldados se reían acarcajadas y varios incluso se daban palmadasen la espalda. Cuando se fijarondetenidamente en el extraño objeto que elsoldado estaba lanzando al aire, advirtieronque parecía un pequeño mono. EntoncesPadilla supo que era la misma criatura quehabía descubierto momentos antes mirándolodesde el matorral. El capitán pudo verclaramente al pequeño animal y su moderadasemejanza con sus inquietos compañeros que

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vivían en los árboles. En su diario habíaanotado muchas variedades distintas de monosy otras extrañas formas de vida animal, peroesa poseía algo que la diferenciaba de todaslas que hubiera registrado antes en sus muchosviajes. En esta expedición había adquirido unextenso conocimiento sobre el gran número deespecies que habitaban ese nuevo continente,por lo que sabía que el animal que Suárezsujetaba en las manos despreocupadamentedebía de ser muy especial.

—Capitán, tenemos un prisionero. Estepequeño payaso ha intentado robar mi mochilacon el último pan que nos quedaba —dijoRondo Córdoba, el intendente, mientrasseñalaba hacia la pequeña criatura con la queestaba jugando Suárez.

Padilla y Tórrez se unieron al resto de loshombres para mirar de cerca a la criatura. Eraun mono, o lo que parecería un mono sin pelosobre el cuerpo. Los rasgos faciales se

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acercaban a los de un hombre, si no fuera porlos labios, que enmarcaban muchos dientesafilados y eran gruesos, el superior muchomás grande que el inferior. Las orejas no eranmás que pequeños agujeros a ambos lados desu cabeza, y la cola era como la fusta de uncapataz y se sacudía hacia adelante y atrásrápidamente. Padilla se figuraba que al animalestaba poniéndolo nervioso que Suárez loestuviera lanzando al aire. Distinguió unaspequeñas protuberancias de piel como espinasque le salían del lomo cada vez que loarrojaba hacia arriba.

—¡Deja de atormentar a esa criatura,idiota ignorante! —le ordenó a gritos elcomandante.

Suárez se detuvo, se quedó un momentomirando furioso a su capitán y a Tórrez y, sinapartar la mirada de los dos hombres, conarrogancia volvió a lanzar al animal al aire. Loatrapó y después posó la mirada en el capitán

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en un silencioso gesto desafiante. Padilla sacósu espada y apuntó al cuello del enormesoldado, hundiendo el filo tanto que pronto lasangre estaba resbalando por la superficie deacero. Tenía los ojos clavados en los deSuárez y la sombra de una sonrisa rozaba suslabios. Disfrutaría deslizando la afilada hojadentro de la garganta del causante de la difícilsituación en la que se encontraban, por muchoque necesitaran a todos los hombres quepudieran tener en ese momento.

—Como puedes ver, bastardo, nuestrocapitán hoy está de mal humor —dijo Tórrezsonriendo mientras observaba a Padilla y a unaparentemente impertérrito Suárez.

El hombretón ignoró la espada y la heridadel cuello y siguió sujetando con fuerza alanimal. Rápidamente pasó a agarrar delpescuezo a la criatura, que emitía sonidos deasfixia. Ahora le temblaba la cola conpequeños movimientos que, más que

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oscilantes, eran espasmódicos.Padilla hundió la hoja más aún en el cuello

del hombre y la arrogancia de hacía uninstante quedó reemplazada por un gesto depreocupación al ver que los hombres que lorodeaban ya no se reían y que solo habíaexpresiones de expectación ante su, al parecer,inminente muerte.

En todo momento los ojos del animalestuvieron fijos en los de Padilla. Era como sila pequeña criatura supiera que era el motivode la confrontación y estuviera esperando alsiguiente movimiento de su salvador. Mientrasla espada se mantuvo en su sitio, Suárezdepositó lentamente a la criatura sobre lablanca arena que formaba la pequeña playa yel animal con aspecto de mono saliócorriendo, no hacia la selva ni el agua, sinodetrás del capitán. Después, comenzó a darsaltos y a escupir a Suárez a la par quefarfullaba, como si estuviera insultando al

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enorme soldado. Cuando el gigantón se pusoderecho, Padilla no retiró la espada sino que lahundió más todavía, produciendo unsatisfactorio chorro de sangre que cayólentamente por la brillante superficie del aceroy goteó sobre los pocos metros de pura arenablanca.

—Puede que necesitemos a este idiota,capitán —dijo bien alto Iván Tórrez para quetodos pudieran oírlo—. Aunque lo llevemosante la justicia a nuestro regreso, necesitamossu fuerza para luchar o para huir de este lugary, Dios mediante, incluso podría redimirse enalgún punto de esta pesadilla. —Puso la manosobre el brazo del capitán mientras le lanzabaa Suárez una mirada de desdén.

Sin apartar los ojos de su víctima, Padillabajó lentamente la espada y con la mismaparsimonia limpió la sangre del filo en lamanga roja del enorme hombre. Después,muy despacio, volvió a introducir el arma en

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la ornamentada vaina que llevaba a uncostado.

El mono sin pelo seguía aferrado a lapierna del capitán y chistando a Suárez.Padilla se agachó y, utilizando ambas manos,levantó al animal con cuidado y lo examinó.Estaba respirando por sus pequeñas fosasnasales y por su boca abierta, pero tambiéntenía lo que parecían las agallas de un pezjusto donde su pequeño cuello se unía a lacabeza, tres hileras de suave piel dispuestas alo largo de la línea de la mandíbula, que seabrían y se cerraban mientras buscaban aireque lo mantuviera con vida. Tenía algo que seasemejaba a unas aletas por los brazos y unaespinosa aleta dorsal, de nuevo como la de unpez, que le recorría el lomo.

—Este es el animal más sorprendente quehe visto en todos nuestros viajes —dijo Padillacon voz suave mientras los grandes ojosnegros de la criatura parpadeaban, no con

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unos párpados como los de él, sino con un parde traslúcidas membranas.

—Creo que se parece a mi suegra —bromeó Tórrez al darle una palmada en laespalda al capitán en un intento de mitigar losensombrecidos ánimos.

Los hombres se rieron y Padilla tambiénsonrió, incluso a pesar de dirigirle a Suárezuna recelosa mirada.

—¡Capitán, mirad! —gritó uno de loshombres.

Padilla bajó a la pequeña criatura y secentró en el punto al que señalaban sussoldados en las calmadas aguas de la laguna,donde otro ejemplar similar a un monosujetaba entre sus garras un pez que seresistía. La criaturilla que estaba entre losespañoles salió corriendo apresuradamentehacia el recién llegado, caminando con laspatas arqueadas y sobre sus pies con forma deremo, y comenzó a parlotear en alto. La

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segunda criatura miró al frente y lanzó elpescado disimuladamente hacia el grupo deespañoles; el pez aterrizó en la arena y rodósobre sí mismo antes de quedarse quieto.Sobre la suave piel del gran barbo podíandistinguirse las marcas de unas pequeñasgarras.

Mientras los soldados lo observaban todoasombrados, más y más animales selevantaron con indecisión y salieronanadeando del agua para arrojar más pecessobre la pequeña orilla. Los hombres se rieronnerviosos.

—¿Tal vez sea una ofrenda? —preguntóRondo al grupo.

—¡Recoged los peces, nodesperdiciaremos este regalo de nuestrosnuevos amigos! —ordenó Padilla—.Recogedlos todos para que podamos dar decomer también a los hombres que estánprotegiendo el perímetro.

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Cuando los soldados avanzaron pararecoger lo que les habían ofrecido, no sefijaron en que en mitad de la laguna estabanapareciendo unas grandes burbujas que,lentamente, formaron un círculo bajo la luzdel sol para después desvanecerse en uninstante. Tampoco se percataron del repentinosilencio que invadió los árboles que losrodeaban mientras los pájaros en sus altosnidos enmudecían, aunque sí que vieron a laspequeñas criaturas mirarse entre síparloteando y dirigiéndose con aparentedeliberación hacia el agua. El primer ser, elque Padilla había salvado del sanguinarioSuárez, estaba mirando atrás mientras sealejaba de los recién llegados para volver a subello mundo. Los hombres que contemplaronel extraño éxodo llegaron a pensar que alanimal lo entristecía marcharse.

Padilla se giró de espaldas a la laguna yquedó asombrado ante la cantidad de peces

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que había en la arena. Contó alrededor de diezespecies distintas, pero solo una en particularcaptó su atención y se agachó paraexaminarla. Llamó a Tórrez para quepresenciara esa maravilla. El pez tenía unasescamas enormes y unas aletas muy extraña ssobre el vientre bajo, además de una colagruesa y aparentemente fuerte. Esas nadacorrientes aletas parecían tener pequeñosapéndices como pies en las puntas. La bocaera grande y llena de unos dientes de aspectoletal; la mandíbula le salía hacia delante, enabsoluto parecida a la de ningún pez quehubiera visto antes, y casi similar a la de unabarracuda, aunque mucho más pronunciada.Mientras los dos oficiales examinaban elextraño pez, que estaba tendido de lado, suojo pareció darse la vuelta y mirarlos al mismotiempo que se le abrió y cerró la boca.Rápidamente se irguieron y miraron a loshombres, que empezaban a encender hogueras

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para cocinar y protegerse durante la inminentenoche. Padilla volvió a agacharse ante el granpez. Le pareció reconocer algo en susoscurecidas y gruesas escamas; alargó la manoy las rozó con delicadeza. El pez se movió porun momento y después se quedó quieto.Padilla se aproximó los dedos a la cara y,cuando los frotó entre sí, pequeños copos deoro cayeron suavemente sobre las puntas desus desgastadas botas.

El capitán estaba tumbado bajo uno de losmuchos árboles, bellos y ancestrales, querodeaban la zona, con sus impresionantesraíces sobresaliendo de la tierra como losbrazos de un gigante atravesando la tela deuna camisa. Sus pies embotados descansabanjunto al pequeño fuego, para que la gruesa pielse secara lo mejor posible. Tenía su diarioentre las manos y acababa de terminar deanotar las observaciones de ese azaroso día.Su última entrada, escrita antes de haber

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cerrado el cuaderno, dejaba constancia de quela batalla con los sincaros se debió a su propianegligencia.

Se había planteado no dejar evidenciaescrita del oro encontrado en las escamas delpez, pero nunca había omitido nada de susobservaciones y no empezaría a hacerloahora. Pizarro se quedaría asombrado al leeracerca de una fuente de oro tan abundanteque salía a la superficie sobre los lomos de lospeces. El capitán sacudió la cabeza ante laidea mientras se guardaba el diario en sujubón.

Tórrez estaba tendido junto a Padilla,jugando con uno de los extraños animales conaspecto de mono.

—¿Qué creéis que son, mi capitán? —lepreguntó el teniente ofreciendo un pequeñopedazo de panceta al visitante posado en supecho, que sacudía la cola como un cachorritofeliz. Sus pequeñas garras finalmente

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atravesaron la pieza de carne y se la metió enla boca. En tanto sonreía al hombre yfarfullaba algo, sus fauces y sus pequeñasagallas se movían frenéticamente.

—Creo que son una rama de los monos ouna especie muy próxima que vive en el agua,pero seguro que no es un diseño de Dios —respondió Padilla y se rió—. Aunque, ¿quiénconoce la mente de Dios más que el mismoDios? —Observó a Tórrez y al animal unmomento—. Lo que es verdaderamenteasombroso es que puedas ver esas pequeñasagallas moviéndose como las de un pez, peroluego compruebes que su respiración es suave,casi como si estuviera tomando aire mediantelas dos formas. Debe de resultarles difícil vivirfuera del agua durante largos periodos.

—Mi capitán, nosotros necesitamos losmismos mecanismos para poder respirar abordo de esos apestosos buques que tenemos.

—Sí, si aquí nuestro amigo Rondo se llena

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el estómago de judías y grasa de cerdo, elbarco entero corre el peligro de morir asfixiadoo de explosionar como un mosquete —bromeó Padilla.

Los dos hombres se quedaron en silencioun momento mientras escuchaban elreconfortante sonido de los soldadoscharlando, hablando de cosas que no eran nimuerte ni esa desventurada misión. EntoncesPadilla miró a su amigo.

—Cuando llegamos al río, en las lindes delvalle… ¿qué os parecieron los monolitos depiedra?

—Esperaba que el tema no surgiera unavez fuera de noche, o que incluso no llegara asurgir en ningún momento —respondió Tórrezal dejar con cuidado a la pequeña criatura enel suelo y ver cómo salía corriendo—. Encuanto a lo que pensé en su momento… Meaterrorizaron. —Miró a Padilla y vio que elcapitán estaba estudiándolo—. Me conocéis,

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no temo a ningún hombre ni a nada con lo queme haya enfrentado hasta ahora, pero esasestatuas me pusieron los pelos de punta, apesar de que he ridiculizado a nuestroshombres por eso mismo.

—Los vigilantes de este valle, dioses de lalaguna, así es como los he llamado en midiario. Eran unas tallas muy antiguas,sospecho que incluso más que algunos de losasentamientos incas que hemos encontrado enPerú.

—Su antigüedad no es lo que mepreocupa, mi capitán, sino las formas en sí.Os confieso que odiaría toparme con una deellas mientras estoy bañándome.

Padilla se rió a carcajadas, y estaba apunto de añadir un comentario cuando unagudo y ensordecedor grito rasgó la noche quelos envolvía. Las pequeñas criaturas quehabían estado jugando en la arena chillaron aloír el ruido y salieron corriendo hacia el agua,

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salpicando a su alrededor cuando sesumergieron en busca del resguardo de lalaguna. Padilla y Tórrez se pusieron en pie enun segundo; Iván ya tenía la espada en lamano.

—¿Qué es eso? —gritó Padilla a sushombres cuando entraron en el círculo de luzproyectado por el fuego. Los soldados estabanfuriosos, gritando mientras señalaban hacia lapequeña orilla.

Un hombre estaba apartado de los demássosteniendo el fláccido, y claramente inerte,cuerpo de una de las criaturas anfibias. Losujetaba por su cuello roto y el animal colgabacasi deforme bajo la luz del fuego.

—¡Maldito bastardo! —vociferó uno delos hombres—. ¿Por qué has tenido que hacereso?

El soldado que estaba allí de pie mirando atodos no era otro que Suárez. El enormehombre se mantuvo en su sitio mientras los

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miraba fijamente, casi retándolos a moversehacia él. No llevaba armadura y su camisaescarlata resplandecía bajo la luz de la lumbrecomo si estuviera ensangrentada.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntóPadilla a pesar de conocer muy bien larespuesta.

Uno de los soldados dio un paso al frente,un chico de tan solo veinte años que señalabaal hombre.

—Ese bastardo lo ha hecho sin másmotivo que las ansias de matar.

—Me ha mordido y puedo matar todo loque se me antoje, ya sea hombre o animal —respondió Suárez, aún mirando al grupo enlugar de a su oficial superior y sacudiendo elcuerpo sin vida de la inofensiva criatura.

—Ese hombre está loco, mi capitán;deberíamos matarlo como haríamos con unperro que tuviera la rabia —chistó Tórrez alacercarse a Suárez y olvidando sus anteriores

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palabras de contención. Su espada apuntabadirectamente al pecho del enorme soldado.

—Te ha mordido por accidente; eres tú elque ha apartado el pan y ha dejado que susdientes mordieran tus dedos —dijo otrohombre mientras los demás le daban la razóna gritos.

—Suárez, ya has causado demasiadosproblemas y eso va a terminar aquí y estanoche —expresó Padilla con rotundidad y sinemoción alguna. Alargó la mano e hizo que suteniente bajara la espada—. Es miresponsabilidad. Manteneos al margen, amigomío.

—No debéis entrar en combate armado,mi capitán. No podemos arriesgarnos aperderos. Yo lo haré.

Suárez arrojó a la arena a la criaturamuerta, retrocedió tres pasos hacia el agua y,lentamente, desenvainó su espada.

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—Acabaré enseguida con cualquiera quese me acerque —dijo agitando la espada en elaire.

El resto de los soldados pusieron lasmanos sobre sus espadas y pistolasdemostrando su disposición para acabar conSuárez. Se asegurarían de que no les trajeramás males.

—¡Quietos todos! —gritó Padilla alavanzar mientras desenvainaba su espada sinapartar la mirada de Suárez—. Este es undeber de vuestro capitán.

De pronto, unas pequeñas explosiones deagua erupcionaron de la laguna mientrasdocenas de pequeñas criaturas salían hacia lasuperficie y algunas, incluso, saltaban porencima del agua hasta un metro.Apresuradamente nadaron hasta el otroextremo de la laguna y antes de que loshombres supieran a qué dirigían su mirada, losrápidos y ágiles animales estaban trepando por

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los árboles y los grandes arbustos de la orillacontraria. Parlotearon dirigiéndose al agua delque acababan de salir y se quedaron ensilencio. Fue entonces cuando los hombres sedieron cuenta de que los sonidos de losanimales en la noche profunda habían cesado,como si toda la selva hubiera enmudecidomientras los dos españoles se miraban.

Suárez había retrocedido adentrándose enel agua mientras esperaba a que Padillaavanzara, pero él se había girado ante laruidosa huida de la laguna por parte de laspequeñas criaturas.

—Rondo, llevaos a cinco hombres yseguid la orilla a ver qué podéis encontrar.Algo los ha asustado —ordenó Tórrez.

Rondo señaló a cinco hombres. Sesepararon del grupo y comenzaron a caminarlentamente por la estrecha orilla,abrochándose la armadura y desenvainandosus espadas. Rondo cargó sus dos pistolas y se

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situó a la cabeza del pequeño grupo deespañoles. Caminaron con cautela hastadesaparecer alrededor de unos matorrales enuna curva que hacía la laguna.

Mientras Padilla avanzaba hacia Suárez,estaba tan sereno como la noche que losrodeaba y lentamente apuntó su espada haciael recio pecho del otro hombre. Suárez sonrióy se adentró más en el agua a la vez quemovía su espada formando un lento ydeliberado arco, como partiendo la superficiede la laguna con un silbido de la hoja. Cuandovio cuánta furia había grabada en el rostro dePadilla, retrocedió un poco dentro de lasoscuras aguas.

Los hombres que permanecieron en elcampamento se quedaron paralizados al oír algran hombre gritar aterrorizado cuando loagarraron por debajo del agua. Le tiraron delas piernas con tanta fuerza que un momentoestaba gritando y al siguiente ya había

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desaparecido. Suárez salió a la superficiebrevemente, chapoteando y tan impactado quese le habían salido los ojos de las órbitas;después, volvieron a tirar de él antes dedejarle emitir un segundo grito de dolor oterror ante lo que estaba sucediendo.Desapareció por completo bajo la ondeantesuperficie y nada, aparte de burbujas y dosrápidas sacudidas de su resplandecienteespada, marcó su camino hasta las puertas dela muerte.

—En nombre de Dios, ¿qué ha sido eso?—gritó Tórrez mientras corría hacia la orilla.

De pronto, los boquiabiertos soldadosvieron nuevas burbujas y una puntiagudaestela con forma de uve a lo largo de lasuperficie mientras algo viajaba deprisa haciael extremo opuesto de la laguna, en direcciónal lugar al que Tórrez había enviado a Rondoy a los cinco hombres. Los sonidos dechapoteos y, a continuación, de gritos de

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terror rompieron la quietud de la noche antesde que se oyeran dos fuertes detonacionescuando Rondo disparó sus pistolas. Yentonces, entre los gritos de los hombres y elagonizante eco de los disparos, todosescucharon un sonido que se llevarían consigoa la tumba. El rugido fue como un intenso ecodel peor demonio enfurecido salido de suspesadillas. El espantoso sonido reverberó ehizo que los recorriera un escalofrío.

Los gritos de los seis españoles sedesvanecieron con la misma velocidad con laque habían surgido y en un instante la nochevolvió a ser tranquila.

Tórrez apareció al lado de un impactadoPadilla que apretaba su armadura entre susmanos. El capitán envainó su espada y se laechó a la espalda. Después volvieron a mirarhacia el punto en el que los hombres habíandesaparecido justo momentos antes. La oscurafigura de un hombre emergió de entre los

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arbustos y avanzó tambaleándose, obviamenteherido. Dos soldados corrieron hacia él y lollevaron hasta el brillante círculo proyectadopor la luz del fuego. Había profundos cortesen el rostro y los brazos del hombre, como silo hubiera atacado un tigre. Las perforacionesde su armadura eran profundas e irregulares yle faltaba el ojo izquierdo. Gritaba, pidiendoque todos oyeran que el diablo se había alzadode entre las aguas.

Padilla echó a correr y se arrodilló junto asu soldado. Se estremeció al revisar las heridasdel joven, de las peores que había visto en suvida. El resto de los hombres se giraron haciala laguna y observaron atemorizados. La selvavolvía a estar muda a su alrededor. El capitánoyó al hombre carraspear las mismas palabrasde antes, aunque con un final diferente: «Eldemonio se ha alzado de entre las aguas y havenido buscando su ofrenda.» Y entonces elúnico ojo que le restaba al soldado quedó

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privado de vida cuando su dolor terminó y laoscuridad lo cubrió.

Padilla no vaciló al ordenar a sus hombresque ocuparan sus puestos. Los centinelashabían entrado en el campamento con lasespadas desenvainadas y las pistolas listas.Algo que había en la laguna, y que no querríavolver a ver ni oír, les había arrebatado a sietehombres en siete minutos. Se marcharía deese lugar, se retiraría, y jamás se aventuraríade nuevo en la selva. Volverían junto aPizarro y le contarían que eran unos cobardesy que podía castigarlos como le viniera engana. Con mucho gusto Padilla padecería loque fuera con tal de no volver allí.

—Esta noche partimos hacia el oeste y nosdetendremos solo cuando volvamos a estarbajo la luz del sol de Dios —anunció.

Que el diablo se quede con su casa,pensó y rezó para que ningún otro hombreencontrara nunca ese lugar, ya que era un

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paraje en el que los humanos no debían estar.Le entregaría al padre Corintio el mapa quehabía trazado del valle y le advertiría de queese era, sin duda, el patio donde salían a jugarlos demonios.

Con los centinelas apostados en suspuestos, Padilla ordenó a sus soldados queavanzaran, pero justo cuando, nerviosos,dieron el primer paso, la noche estalló a sualrededor. En esa ocasión, el sanguinarioanimal los atacó no desde el agua, sino desdeel matorral. Debía de haber seguido el rastrodel soldado que había escapado. La oscuridadque rodeaba a los hombres, que no dejaban degritar, quedó desgarrada por el poderoso yenfurecido grito de la bestia mientras atacaba.Padilla sintió la calidez de algo golpeándole lacara y, a continuación, el sabor a cobre de lasangre llenó su boca.

—Capitán, al agua mientras tengamostiempo. ¡Replegaos, hombres, al agua y

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nadad! —gritó Tórrez a la par que empujabaal conmocionado Padilla hacia la fría laguna—. Podemos llegar al sendero del otro lado.

Padilla seguía forzando la vista en laoscuridad mientras lo arrastraba Tórrez. Fueahí cuando la bestia se acercó a una de lashogueras y golpeó a un soldado con su manode extraña forma. El soldado se quedó ensilencio mientras las garras le rasgaban la caray le atravesaban el peto. Bajo la horrorizadamirada de los españoles, el animal recibió unataque por detrás con una espada, y despuésuna bala salió de una pistola. La bestia no sedetuvo, a pesar de que Padilla vio la balahundirse en la zona superior del pecho delanimal, haciendo saltar en el aire escamas ycarne roja. El monstruo soltó un grito de furiay rápidamente alargó la mano para atrapar eincapacitar esa que blandía la espada. Sindificultad, aquella fiera alzó al hombre porencima de su cabeza y después lo arrojó con

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fuerza contra uno de los grandes árboles comosi no pesara más que un leño.

Otro español corrió hacia el sendero por elque habían accedido al valle y fue entoncescuando Padilla captó la verdadera velocidadde la criatura. Sin ningún esfuerzo, adelantó alsoldado y lo atacó por delante, lanzando suimpresionante peso contra el hombre yechándolo al suelo.

—Fijaos en el tamaño de ese demonio —farfulló Padilla mientras Tórrez lo empujabapara meterlo más en el agua—. ¡Es unhombre!

Padilla salió de su estado de conmocióncuando la fría agua cubrió su cabeza. Tiró delas correas que sujetaban su armadura y,rápidamente, se la quitó. El pesado hierrocayó al fondo mientras él se abría paso haciala superficie. Cuando su cabeza emergió, vio aTórrez delante de él nadando con todas susfuerzas hasta el otro extremo de la laguna.

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Siguió a su teniente mientras los gritos delresto de sus hombres continuaban sobre laorilla.

Padilla comenzó a perder fuerza en susbrazos al cabo de diez minutos de nadardesesperadamente y a ciegas por la laguna.Ahora tenía los oídos llenos del sonido de suspropios esfuerzos y del bramido del agua que,frente a él, brotaba de la cascada. Sacudíaviolentamente los brazos y las botas, que lellegaban hasta la rodilla, se le habían llenadode agua. Le resultaba muy difícil mantener elimpulso necesario para propulsarse haciadelante. Cuando su cabeza se hundió bajo lasuperficie como consecuencia de suagotamiento, comenzó a tragar más y más deesa extrañamente fría y dulce agua. Sintiócómo iba hundiéndose y le pareció oír gritoscuando comenzó a rendirse y a dejar que elagradable agua lo envolviera.

Resultaba reconfortante porque ahora no

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tendría que mirar a la cara ni a Pizarro ni aninguno de los hombres que habíansobrevivido y podría acompañar a esos que nolo habían logrado en su viaje final hacia elperdón por los males que les habían causado alos inocentes sincaros. El capitán Padillaincluso esbozó una sonrisa cuando suspulmones tomaron la última bocanada, no deaire, sino de agua. De súbito sintió una manoagarrándolo desde arriba e incluso tirándole dela barba mientras lo sacaba del agua. Se lepusieron los ojos en blanco al intentar tomaruna única y bendita bocanada de aire, peroencontró que tenía los pulmones llenos.

—¡Capitán, capitán! —gritaba Tórrez.Padilla sintió el suelo bajo él cuando le

dieron la vuelta con fuerza y su espalda segolpeó como si fuera un yunque. Notó cómole chascaba la columna cuando ejercieronsobre él una fuerte presión. Tórrez lo habíasalvado y conducido hasta la orilla y estaba

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intentando desesperadamente sacarle el aguade los pulmones.

—¡Respirad, mi capitán, no me dejéisaquí, en este funesto lugar!

Padilla vomitó la ahora cálida agua de suestómago y sus pulmones, y el dolor lo golpeócon intensidad cuando intentó sustituir ellíquido con el preciado aire. Sintió su cuerposacudirse cuando los pulmones lentamente sellenaron con el oxígeno que necesitaba. Unfuerte gemido escapó de sus temblorososlabios y después, lentamente, tomó aire denuevo.

Padilla se giró e intentó sentarse, pero nolo logró. Rápidamente, otras manos lo asierony lo pusieron de pie. Miró y vio que los dossoldados eran Juan Navarro, un ayudante decocina, y Javier Ramón, un herrero. Seencontraban a escasos metros de la cascada.Padilla alzó la mirada y vio de dónde caía elagua. Tosió intentando limpiarse la garganta

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de lo que quedaba del líquido que habíaingerido. Tórrez estaba en el borde de lapequeña orilla mirando al otro lado de lalaguna.

—Los gritos de nuestros hombres hancesado —dijo sin girarse mientras Padilla seacercaba. Juntos, vieron los menguantesfuegos de su destrozado campamento titilar enla oscuridad al otro lado de la laguna.

Al cabo de un instante, Tórrez agarró a sucapitán por los hombros y lo apartó de ladistante escena de destrucción. Mientrascaminaban hacia el muro de roca que ascendíadesde la laguna y bordeaba la cascada, Tórrezsupo que estaban observándolos.

—Mirad —dijo en voz baja para no atraerla atención de los otros hombres.

Padilla examinó el punto que Tórrez habíaindicado. Otra estatua, tallada en el muro, losmiraba desde arriba. Se parecía a la bestia queacababa de atacarlos y a las dos imágenes que

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protegían el afluente. Desde su posición alotro lado de la laguna no habían podidoadvertir su presencia. Esa era más grande yestaba sola. ¿Cómo habían podido no verladurante el día? Padilla no lo sabía.

Ambos se giraron al oír un fuerte chapoteoen el agua; el ruido procedía de sucampamento destruido y ahora podíanapreciar las ondulaciones y la gran estela queavanzaba hacia su extremo de la laguna.

—Capitán, teniente, hay una cueva sobreel nivel del agua bajo la cascada —dijoNavarro al acercarse—. Resulta increíble,pero… Hay escaleras.

Tórrez se giró hacia la escarpada roca quetenían ante ellos y que contenía solo la figuratallada del animal que ahora se habíaconvertido en su dios justiciero. Despuésrecorrió la orilla con la mirada hasta la alejadaselva. Seguro que fuera lo que fuera esacriatura que iba tras ellos, saldría a la

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superficie antes de que pudieran llegar hastalos árboles. Miró a su alrededordesesperadamente y empujó a Navarro.

—¡Llévanos a esa cueva, soldado! —gritómientras tiraba de Padilla.

Los tres hombres se unieron a Ramón, elherrero, que estaba indicándoles que seapresuraran; había visto al demonio submarinoavanzando bajo el agua hacia su rincón de lalaguna. Cuando llegaron a la cascada, el rugidoacabó con toda conversación. En vano,Tórrez miró el punto donde el agua caía en lalaguna y entonces lo vio. La cueva no era másque una oscura silueta contra el lateral delacantilado, pero allí estaba. Se alzaba unostres metros sobre el agua y desaparecía en lasprofundidades. No vio otra opción. Hundió lacabeza en el agua y los otros, incluyendo aPadilla, lo siguieron. Tuvieron que bajar muyhondo para evitar el aplastante chorro de aguade la cascada cuyo vórtice los arrastraba más

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hacia las profundidades mientras luchaban porllegar hasta la oscura y ominosa cueva.Cuando desaparecieron, la criatura modificósu curso bajo el agua y nadó hacia los rápidosde la cascada.

Dos meses después, se salvó del río a unúnico superviviente. En un principio, losespañoles que lo habían encontrado pensaronque se trataba de un indio, pero pronto sedieron cuenta de que ese hombre habíaformado parte de la expedición del capitánPadilla. Los hombres se habían esforzado porllevar al superviviente de vuelta a Perú, apesar de intuir que no lo lograría. Se informóal padre Corintio y el superviviente, trassaberlo, se había aferrado milagrosamente a lavida. El hombre estaba al borde de la muertepor hipotermia y por padecer una extrañaenfermedad a la que nunca se habíanenfrentado los hombres del campamento. Suúnica posesión era un libro que habían

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confundido con una Biblia, y que elsuperviviente sostenía fuertemente contra supecho herido. Cada vez que intentabanquitarle el libro, el hombre se lanzaba como untigre para protegerlo. Incluso probaron asepararle los dedos después de que se hubieradesmayado, pero había sido inútil.

Cuando el padre Corintio llegó al pequeñopuesto de guardia con un grupo de soldadosde la guardia personal de Pizarro, el hombreseguía con vida aunque esperaba al sacerdoteen su lecho de muerte. Durante horas el únicosuperviviente de la expedición habló conCorintio. El sacerdote escuchó sininterrumpirlo en ningún momento mientrasexaminaba las heridas del soldado y lo atendíaen su extraña enfermedad. Y a la vez que elhombre hablaba, jadeando por un dolorinterno y debilitándose a cada palabra quelograba susurrar entre sus dientes apretados,metió la mano en su jubón y sacó dos

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pequeños objetos. Uno era una gran pepita deoro. El otro era un extraño mineral verde, unasustancia parecida a la tiza incrustada en unapiedra. Resultaba extrañamente cálida al tacto.El soldado se acercó a Corintio, lo suficientecomo para que el sacerdote pudiera sentir laelevada temperatura que despedía su rostro.El hombre agonizante profirió una advertenciaapenas audible acompañada de un fétidoaliento. El padre Corintio llevaba una bellacruz chapada en oro, no solo por razonesestéticas, sino para darle más fuerza a subarata base de metal. Era una de esas que laiglesia tachaba de arrogantes, pero era unobsequio ceremonial que su difunta madre lehabía entregado el día que había tomado losvotos. Estaba hermosamente grabada y erademasiado grande, y la mujer había invertidosus exiguos ahorros para regalársela. Corintiose quitó la cruz y desprendió la parte inferior.El interior del colgante era hueco y fácilmente

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introdujo las muestras del pequeño mineral.Volvió a colocar la parte trasera sobre la cruzy se la colgó al cuello.

Fue mucho después del amanecer cuandofinalmente el padre Corintio salió de lapequeña cabaña portando el libro.

—¿Cómo está, padre? —preguntó uno delos soldados—. ¿Hay noticias de nuestrosamigos? ¿Está vivo el capitán Padilla?

—El soldado ha muerto. Se llamaba IvánTórrez.

—¿El teniente Tórrez? Conocemos a esehombre y no se parecía a este en absoluto —dijo otro soldado. Un buen número demiembros de la escolta militar se habíaaproximado para oír al sacerdote.

—La peste puede modificar los rasgos deun hombre hasta el punto de hacer que nopudierais reconocer ni a vuestro propiohermano.

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Los hombres se apartaron aterrorizados.Esa única palabra fue suficiente para hacerque les fallaran las rodillas y que los valientesconquistadores se estremecieran. No losabían, pero esa era otra enfermedad mortalpor completo.

—¿Y qué hay de la expedición, padre?¿Os ha dado la ubicación de su paradero?

—El capitán Padilla y sus hombres sequedarán donde están. Preparad a vuestroshombres para levantar el campamento yenterrad al teniente Tórrez bien profundo.Honradlo. Fue un hombre valiente —dijo alinclinar la cabeza y santiguarse. El diario dePadilla, que contenía la siniestra ruta quehabía trazado la expedición maldita, lo llevabaaferrado fuertemente a su pecho.

Despacio, se apartó de los asombradoshombres. El sacerdote sabía que tendría que odestruir el diario y el mapa, que despertaríande nuevo la avaricia de los hombres

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haciéndoles seguir la dirección de Padilla, oenterrar ambas cosas tan hondo que nadiepudiera encontrarlos jamás. El diario era laúnica prueba de las maravillas que el capitánhabía descubierto bajo la catarata de esalaguna perdida, pero por hombres comoFrancisco Pizarro, el contenido jamás debíallegar a ver la luz del día. Y es que la muerteera lo único que obtendrían aquellos que seaventuraran en esa oscura laguna y, por ello,el padre Corintio se aseguraría de que el papacompartiese su decisión.

Unos meses antes de la muerte deFrancisco Pizarro, el general ordenó que seenviara una última expedición para intentarseguir la ruta del fatídico viaje del capitánPadilla. Los españoles únicamente hallaroncascos, armaduras oxidadas, ropa podrida yespadas rotas sobre un camino que se extendíadurante cincuenta kilómetros a lo largo delAmazonas, lo cual fue clara evidencia de una

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escaramuza con un enemigo que habíadesaparecido dentro de la selva. El senderoque conducía hasta el profundo afluente quedaba a esa pequeña y bella laguna jamás selocalizó. En cuanto a los hombres del valientegrupo de Padilla, la partida nunca encontrórastro ni de ellos ni del oro que habíanbuscado. Pizarro, en el poco tiempo que lequedaba, siguió ansiando El Dorado, pero alfinal otra generación de exploradores yaventureros tendría que llevar a cabo labúsqueda.

Rumores sobre la expedición perdida delcapitán Padilla se filtrarían a través de los añose incluso unos cuantos viejos artefactos fueronapareciendo de vez en cuando a medida que laselva entregaba, de mala gana, sus secretosdigeridos. Lo que fuera que vivía en esaolvidada laguna esperaría pacientemente a quelos hombres volvieran a aparecer por susdominios.

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Territorio de MontanaJunio de 1876 El capitán Myles Keogh se encontraba a la

cabeza de las tropas C, I, y L segúnavanzaban hacia el río. El capitán Yates habíamarchado con las tropas E y F para reforzarsu asalto a la aldea en un punto llamado DeepCoulee. Solo Dios sabía cuál era la situaciónde Reno y sus compañías, y el capitánBenteen seguía fuera, haciendo unreconocimiento de la zona sur. Imaginaba queBenteen se perdería toda la batalla.

Las órdenes de Keogh habían sidosimples: cruzar el río y atacar el extremo nortede la aldea. A unos noventa metros del bordede la ribera, enseguida descubrieron para suhorror que lo que creían que era el final delenorme campamento indio era, en realidad, lamitad. El fornido capitán irlandés detuvo la

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acometida justo cuando un centenar deindígenas hostiles llegó hasta la ribera paraentremezclarse con el ya confundido cuerpode tropas. En mitad del asalto inicial, se giró yespoleó a su gran caballo en dirección a lasbajas colinas seguido por las tres compañías.No había visto que, río abajo, otro grupo decheyenes, liderado por el guerrero LameWhite Man, ya había cruzado Medicine TailCoulee y había avanzado sin ser visto. Algotarde, Keogh advirtió que los enemigos sehabían anticipado a su ruta de retirada al estey la habían cortado.

Al dar la orden de girar al sur, suscompañías fueron atacadas de pronto desde ellateral de una colina que había ocultado a otrogrupo de cheyenes. Keogh tiró bruscamentede las riendas, aunque no antes de que seis desus soldados de caballería, que iban a lacabeza, se hubieran lanzado hacia las filas encontinuo avance de los indios. Estos hicieron

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caer al suelo a sus hombres y sus caballos enun frenético ataque que rápidamente ocultó sumasacre en una cada vez mayor nube depolvo. Inmediatamente, el capitán indicó a sustres compañías que giraran al norte, con laesperanza de poder abrir paso a sus unidadesentre los grupos de asaltantes, pero enseguidacomprobó que no había camino por el quehuir del asalto cheyene. Seguir avanzando sologarantizaría que los hicieran pedazos, así que,en la locura del momento y empujado por lacomplicada situación en que se encontraban,ordenó a sus hombres que desmontaran; unaorden de último recurso para una unidad decaballería porque los privaría de la únicaventaja de que disponían: la velocidad de uncaballo. Pero Keogh no tenía elección.Recordaba una exitosa resistencia a pie enGettysburg hace trece años bajo las órdenesdel general Buford. Aguantarían hasta quellegaran refuerzos.

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Mientras los que quedaban de lascompañías I, L y C desmontaban, flechas ybalas comenzaron a encontrar su letal camino.Keogh sacó su revólver Colt y se dispuso adar órdenes de resguardarse detrás de todo loque pudieran encontrar. Cuando los caballosrecibían disparos, los hombres se arrojabantras sus cuerpos para protegerse. Keogh,sentado intencionadamente en la montura,disparaba sosegadamente al enjambre deguerreros esperando poder inspirar a sushombres para reunir el valor que necesitaríanese oscuro día. Ahora los enemigos estabanatacando en masa, sin más táctica que golpeary replegarse. Cada vez que avanzaban, losindios dejaban, al menos, a diez de sushombres muertos o agonizantes.

—Capitán, ¿no deberíamos intentaralcanzar al general? —gritó su ayudante.

—Hoy un objetivo es tan bueno comootro cualquiera; esta noche todos cenaremos

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en la misma mesa —gritó con su acentoirlandés mientras lanzaba dos disparos rápidosy saltaba de su caballo.

Keogh perdió toda esperanza de recibirrefuerzos cuando miró hacia la colina y vioque el capitán Yates y sus hombres tambiénestaban huyendo a toda prisa. En ese punto elcapitán no había visto a Custer entre ellos, yaque el polvo había empezado a oscurecer suvisión. Disparó su última bala a un guerreroque no podía haber tenido más de trece años ylo lanzó a casi un metro de distancia cuando labala impactó en su pecho.

Mientras abría su cartuchera para sacar elúltimo cilindro desmontable, un rastreadorcheyene, con la intención de tocar a suenemigo, lo cual era signo de gran valor en sutribu, se abalanzó sobre él con una vara largay de rayas rojas. Él fácilmente esquivó lapunta emplumada y agarró la vara del valordejando caer su pistola. Acercó hacia sí al

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indio tirando del palo y comenzó a golpearlocon su enguantado puño derecho. Al alzar lamano para asestarle otro golpe, una balaalcanzó al guerrero en la parte trasera de lacabeza. Keogh soltó la vara y después vio quehabía sido un soldado de diecinueve años elque había acudido en su ayuda. El capitánapenas había agachado la cabeza en un gestode agradecimiento cuando una flecha atravesóal joven soldado por el cuello y el chico cayó.En ese mismo momento, una bala rasgó lafrente de Keogh atravesando su sombrero decaña y casi lo derribó. El sombrero saliódisparado de su cabeza y acabó en la tormentade polvo levantada por los indios, que nodejaban de moverse en círculos.

El capitán Keogh sacudió la cabeza paraaclarar su visión sin darse cuenta de que lasangre que brotaba de su herida le habíanublado el ojo derecho. Volvió a sacudir lacabeza intentando encontrar a su caballo,

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Comanche. El gran ruano, tan disciplinadocomo siempre, estaba en el centro de las trescompañías con las riendas colgando. Keoghechó a andar mientras procuraba poner enorden sus ideas. ¿Dónde estaban, por cierto?¿En el Big… no… en el Little Bighorn? Sí,¡eso era!, el río Little Bighorn. No dejó dedarle vueltas a ese nombre en su cabeza,concentrándose en esas palabras y luchandopor mantenerse consciente hasta quefinalmente llegó hasta su montura.

En lugar de agarrar las riendas deComanche, comenzó a desatar los arreos.Metió la mano y sacó una larga cadena de unacaja de acero. Apenas podía ver y quiso envano limpiarse la sangre del ojo. Sintió lacadena a través de sus gruesos guantes yquedó satisfecho al tocar a San Cristóbal;junto a él estaban sus preciadas medallaspapales y después, por fin, tocó la cruz. Era elmás grande de los cuatro objetos. Se colocó la

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cadena alrededor del cuello y deslizó los dedossobre la cruz una vez más. Esperaba que lavisión de la sagrada cruz y de las dos medallasevitara que los enemigos mutilaran sus restos.Ahora respiraba aceleradamente y sintió comosi estuviera perdiendo la batalla contra laconsciencia. Comanche se sacudió y relinchócuando una bala alcanzó su lomo. Elmovimiento hizo que el capitán diera unavuelta y fue entonces cuando tuvo lasensación de que las cosas se ralentizabancomo si simplemente estuviera soñando todoese desastre.

Tras una consistente pared de polvo, unguerrero llamado Caballo Loco y cientos desioux estaban poniendo fin a una batalla queperseguiría al Ejército de Estados Unidosdurante cien años y enviaría a las grandesnaciones indias a un futuro poco prometedor.

Antes de que Keogh tocara el suelo, vio elestandarte de su compañía caer. La letra «I»

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bordada en rojo cayó al suelo y allí se quedó.El capitán tocó el suelo justo cuando dosflechas impactaron en la amarilla hierba juntoa su cabeza, arrojándole tierra a la caramientras él yacía entrecerrando los ojos frenteal sol. Ni siquiera reaccionó cuando unatercera lo alcanzó en el costado. Agarró confuerza la cruz contra su pecho, rezó y esperó.

En dieciséis kilómetros a la redonda, lascompañías C, I y L, doscientos sesenta ycinco hombres de la unidad de batalla de élitedel Ejército de Estados Unidos, el Séptimo deCaballería, encontraron su destino con bala,lanza y flecha. Sobre una colina que dominabael punto donde un estúpido hombre de largamelena rubia y ataviado con una chaqueta deante cayó al suelo, seguido por su banderaazul y roja, el capitán Myles Keogh se aferró asu cruz y murió. Y con su muerte se llevóconsigo un secreto de cientos de años deantigüedad que se perdió junto con el resto del

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Séptimo en el valle de Little Bighorn.

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Primera parte

LOS seguidores

«Algunas cosas que han sido creadas por lamente y la mano de Dios han sido emplazadas

en los lugares más inaccesibles de nuestromundo por una razón. No las busquéis,

porque un día puede que sean desatadas sobreel mundo de los hombres y los mínimos yhorribles errores de nuestro señor Dios se

convertirán en los herederos de la Tierra.»—Padre Emanuel D’Amato Arzobispo de

Madrid, 1875

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1

MADRID, EspañaEn la actualidad La mujer caminaba de un lado a otro de la

pequeña y abarrotada oficina y se detuvo uninstante para mirar al anciano sentado en lasilla giratoria detrás de un antiguo escritorio decaoba. El hombre vestía una camisa de batistay un peto vaquero. Las gruesas gafas de careyse le deslizaban sobre la nariz y él se las subíadistraídamente hasta colocarlas en su sitio.Manipuló con cuidado la vieja carta, uncompendio de órdenes para ser exactos, y conel necesario respeto que uno tenía que mostrarante documentos de esa antigüedad. La mujerse secó el sudor de la frente y entonces, sin

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pensarlo, se echó atrás su melena rubia y sehizo una coleta que sujetó con una gruesagoma. Después se giró para mirar por laventana de cristal de quinientos años queaportaba una visión borrosa y sesgada delmundo exterior.

San Jerónimo el Real era una de lasiglesias católicas más antiguas de España y enese momento se encontraba cerrada por unamás que necesaria reforma de ingeniería. Labella construcción gótica databa del año 1503y ya había pasado por muchas restauraciones,pero en esa ocasión era un trabajo quepermitiría que el edificio se sostuviera sobresus cimientos originales durante otrosquinientos años. Los golpes y el sonido de losmartillos neumáticos retumbaban en la antiguaedificación mientras fuera, en las calles,muchos de los habitantes más mayores deMadrid pasaban por delante y se santiguaban amodo de reverencia hacia la iglesia.

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—Mi estimada profesora, esta carta —elhombre deslizó el dedo índice sobre la tintaseca— podría ser una brillante falsificación,¿no lo había pensado?

La mujer se apartó de la ventana paramirar al arzobispo de Madrid. El anciano dejócon cuidado la carta sobre la mesa y,suavemente, juntó las dos páginas alineándolassobre el vade con un pequeño toque. La mujerse fijó en la delicadeza con la que el hombremanipulaba las páginas y supo que élconsideraba que eran auténticas. Fue hastauna silla, abrió su pequeño maletín y sacó unordenador portátil. Tecleó un comandorápidamente y dejó el ordenador sobre elescritorio del arzobispo, teniendo laprecaución de no rozar el antiguo texto que lehabía llevado para que lo examinara.

—La firma de la carta ha sido identificadacomo la del padre Enrico Fernaldi, escribientede los archivos del Vaticano. La letra fue

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verificada por los archivos del Vaticano y loque ve es una copia de esa verificacióntomada de los textos de no menos que otrosveintisiete documentos de aquella época,incluyendo la carta de autorización de dospáginas que acaba de examinar y que data delaño 1873.

El arzobispo Lozano Santiago, elconservador de setenta y dos años de esa yotras veintiuna propiedades del Vaticano,sonrió y levantó la mirada de la pantalla delordenador que contenía la imagen de la mismafirma que aparecía en la carta del Vaticanoque tenía ante él.

—La felicito por la trampa que me hatendido con tanta facilidad, profesora Zachary.Muy inteligente.

La doctora Helen Zachary, presidenta deldepartamento de Zoología de la Universidadde Stanford, también sonrió.

—No pretendo faltaros al respeto, su

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eminencia —respondió sabiendo que labendición del hombre dependería de esaprueba. Como guardián de uno de los secretosmás protegidos del Vaticano en el mundo, esehombre resultaba formidable.

—Que la carta y las órdenes que contieneparezcan auténticas no implica que suspalabras contengan la verdad —dijo élmientras bajaba con cuidado la tapa delportátil—. Después de todo, se sabe que devez en cuando la santa Iglesia ha utilizado elsubterfugio a la hora de tratar secretos deEstado, una pequeña vanidad para algo tantabú como la información que está ustedbuscando.

—Los artefactos, que son claramentedescritos y mencionados en la orden, seenviaron desde el Vaticano en 1875, despuésde que uno de los escribientes civiles fueraarrestado por la Guardia Suiza por haberintentado sacarlos clandestinamente del

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subsótano del archivo en noviembre del añoanterior, en 1874. Como dice en esa carta alpapa Pío IX, y cito textualmente: «Lanecesidad de ocultar los objetos es imperiosa;su presencia no hará más que generarcorrupción en hombres buenos y decentes».Por esa razón la misión de ocultar losartefactos se le confió solo a los caballeros delVaticano, los medallistas papales, y por esomismo también, según esa carta que acaba deleer, el papa Pío IX ordenó que se enviara eldiario aquí a Madrid y se ocultara en estamisma iglesia. El mapa sería enviado tan lejoscomo fuera posible y quedaría en las lealesmanos de un caballero de la Orden Sagrada.Ese lugar era Estados Unidos, pero elcaballero al que le fue confiada encontró undesafortunado final y el mapa se perdió parasiempre.

El arzobispo deslizó su gran silla y selevantó sin mucha dificultad. Para tratarse de

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un hombre acostumbrado a la grandiosidad entodos los aspectos, parecía cómodo con ropade obrero.

—No me parece usted una fanáticacazatesoros. —Se acercó a la parte delanteradel escritorio y, con cuidado, levantó la cartade dos páginas del Vaticano—. Estaba segurode que el campo de la zoología tendía a laadquisición del conocimiento a un nivelmenos… avariento.

—Le aseguro que no soy una cazatesoros.Mi campo es el estudio de la vida animal, noperseguir la leyenda de Padilla.

El arzobispo miró la carta una vez más ydespués se la entregó a Zachary. La solamención de la expedición perdida del capitánPadilla, una historia que se había transmitidomediante el boca a boca de español a español,y que estaba plagada de relatos de oro ymisterio, del legendario El Dorado, fuesuficiente para que dejara de hablar de

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inmediato.—He de felicitarla, como poco, por su

persistencia a la hora de desenterrar undescubrimiento tan excepcional como undocumento del Vaticano tan importante comoeste.

Helen le quitó de las manos las páginasamarilleadas por los años.

—Me las ha… —vaciló un momento—prestado un amigo de Estados Unidos quecolecciona cosas muy antiguas.

—Y tanto —dijo él—. Me interesaríasaber cuántos documentos secretos quepertenezcan a la Iglesia tiene ese amigo. Puedeque la Interpol también comparta micuriosidad.

Helen quería desvincularse de la fuenteque le había proporcionado la carta; esequebradero de cabeza era lo último quenecesitaba. Y la mera idea de que la Interpolle siguiera el rastro a su fuente casi daba risa.

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—Entonces, ¿está de acuerdo en que esuna orden auténtica? —preguntó ella.

—Aunque lo fuera, jamás divulgaríainformación alguna sobre el diario o el mapade Padilla, mi querida profesora. Ni aunquedicho conocimiento estuviera en mi posesión,jamás permitiría… quiero decir, la Iglesiajamás permitiría que semejante imprudenciavolviera a manchar su historia y mucho menospor cazatesoros como usted o quien sea queestá respaldándola. —Le dio la espalda—.Diría que tiene un compañero en estecometido, ¿no es así?

Helen bajó la mirada un instante y cerrólos ojos. Sostenía con delicadeza las finas ypreciadas páginas entre sus manos.

—Sí que tengo un socio que me financiarápor los motivos que me llevan a seguiradelante y esos motivos no son ni el oro ni lagloria, sino un descubrimiento mucho mayor.

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El arzobispo se giró y se quedó mirandocon dureza a la mujer de treinta y seis años.Estaba bronceada y era llamativa, con unosojos verdes encendidos de pasión.

—Tal vez es hora de que me cuente larazón por la que quiere ver el diario. —Alzóun dedo cuando la sonrisa de Helen volvió aasomar—. No estoy admitiendo que tenga esamaldita cosa ni que se halle en posesión de lasanta Iglesia.

—Créame, su eminencia, nunca lo habríamolestado si la búsqueda del mapa de Padillahubiera tenido éxito, pero me temo que estáperdido de verdad.

Él frunció el ceño.—¿Está segura?—Sí —respondió como lamentándose

mientras se dirigía al otro extremo del pequeñodespacho—. Me temo que está perdido parasiempre.

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—Es una pena, ciertamente, pero comosabe, la leyenda dice que Padilla había logradoguardar muestras de la mina de oro máspingüe de la historia. ¿También se hanperdido?

—No tengo ningún interés en esa parte dela leyenda, solo en el hecho de que el padreEscobar Corintio guardó el mapa y lasmuestras en dos contenedores separados delos cuales no se ha encontrado nuncadescripción alguna.

—Por alguna buena razón, tal vez, ya queincluso su carta del Vaticano dice que abriresos contenedores haría que una maldiciónrecayera sobre esos que desafiaran loscandados del Vaticano.

Helen llegó al otro extremo del despachoy, con cuidado, levantó un recipiente dealuminio. Lo dejó sobre el escritorio evitandorozar el portátil.

—No creía que la Iglesia católica le diera

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credibilidad a tan ridícula superstición.—No es más que una historia que se

cuenta. No creemos en maldiciones, al menos,no oficialmente. Incluso Satán ha quedadorelegado, no es más que un demoniominúsculo en las enseñanzas de hoy en día.

—Entonces, ¿es una historia que serecuerda como una mera leyenda, o una quese lee en un diario escrito por un conquistadorde España que lleva muerto mucho tiempo?—preguntó Helen sonriendo igual que sonreíaél.

Él sacudió un dedo.—Está pescando otra vez, profesora, pero

este pez no es tan fácil de atrapar.Ella se giró y levantó los cuatro cierres de

la caja de aluminio. Un ruido seco se oyócuando el contenedor hermético se abrió.

—No hay duda de que usted sí que es unpez difícil de atrapar, su excelencia —dijo

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asintiendo hacia la caja de aluminio—,posiblemente tanto como lo sería este pez. —Abrió la caja y se apartó para que el arzobispopudiera ver su contenido.

Él se quedó paralizado de inmediato y vioque le costaba respirar. A pesar de ser unsimple acto reflejo, no podía entrarlesuficiente aire en los pulmones. Abrió los ojosde par en par y se santiguó. A su alrededorcontinuaban los sonidos de las obras dereforma, pero para el arzobispo fue como siya no se oyeran.

—Por nuestro señor Jesucristo —murmuró invadido por la vieja doctrinaeclesiástica.

Helen Zachary ni sonrió ni habló. Mostrarel contenido del recipiente era su últimorecurso para conseguir la ayuda del arzobispo.Y no solo eso, sino algo mucho másimportante: su confianza. Después de todo,ella solo estaba pidiéndole que desobedeciera

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una orden papal para ayudarla.—Como he dicho, los tesoros que busco

no tienen nada que ver con el oro o lasriquezas del hombre. Es conocimiento lo quebusco. Necesito su ayuda. El rumor de unaextraña y exótica vida animal descrita en eldiario podría estar conectado con este objeto.

—Este… este fósil… ¿qué antigüedadtiene?

Helen miró los restos óseos de la mano. Sehabían empaquetado cuidadosamente en unasuave espuma. Los cuatro dedos eran largos,de al menos cuarenta centímetros desde lapalma hasta la punta. El pulgar tenía la mitadde longitud y el hueso era grueso y de aspectofuerte. Tres de los dedos terminaban enpuntas corvas de aspecto muy letal. Las otrasgarras se habían perdido debido a suantigüedad. Pedazos de carne petrificada aúneran visibles.

—Me temo que apenas puede calificarse

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como un fósil, su excelencia. Hemos estimadosu edad en solo setecientos años, décadaarriba década abajo, situándolo en el marcocronológico de la expedición de Padilla.

—¿Es posible? No, no. No puede ser.Helen, lentamente y con cuidado, volvió a

colocar la tapa sobre el recipiente de aluminioy lo cerró. Después, pulsó un pequeño botónsituado sobre la tapa una, dos y tres vecespara expulsar el aire que había entrado en lacaja protectora y, por lo tanto, expulsando asícualquier contaminante que pudiera habersecolado. Cuando concluyó, colocó elcontenedor sobre el suelo y se giró hacia elarzobispo.

—La leyenda de la expedición de Padilla ylos rumores que rodearon su desapariciónpuede que no hayan sido una mera leyenda, osolo una historia para asustar a los niños por lanoche. Este es el tesoro que estamosbuscando. ¿Puede imaginarse lo que

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podríamos descubrir en ese lugar si podemosencontrar la ruta? Si ha leído el diario, ¿existeuna extraña y maravillosa criatura como estadescrita por Padilla?

Despacio, el arzobispo fue hasta su silla.Estaba sumido en una vorágine de emociones,ya que siempre se había enorgullecido de seruna entidad progresista en su iglesia. Nuncafue alguien que se alejara de los datos realesde la ciencia, sino uno de los pocos que sabíanque la auténtica verdad de este mundo nopuede más que fortalecer la fe de una personaen la existencia de Dios y su hijo Jesucristo.Pero eso era algo con lo que nunca habíacontado, una prueba de que el hombre habíanacido de otra cosa que no era la imagen deDios. Se quitó las gafas y las dejó sobre elescritorio. Las palabras que tantas veces habíaleído a lo largo de los años y que le habíanproducido escalofríos…, ¿eran palabras quetrazaban un dibujo de criaturas reales y no

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solo los delirios de imaginaciones demasiadoentusiastas? La leyenda de Padilla la contabanmillones de personas de todo el mundo; cadarelato hablaba de maravillosos escenarios ytodos describían la horrible bestia que protegíaun mágico valle.

—Tengo que examinar ese diario. Se losuplico —dijo Helen al sentarse en una silla.Posó las manos sobre sus rodillas al echarsehacia delante—. Sé que una de sus muchaspasiones es aprender sobre nuestro pasado;incluso tiene un doctorado en HistoriaUniversal por la Universidad de Venecia. Poreso tiene que ver que este fósil puede ser unaprueba de que no nos hemos desarrolladosolos, que hemos tenido parientes quecrecieron junto a nosotros.

Santiago se quedó inmóvil en su silla y sefrotó los ojos; le había surgido un repentinodolor de cabeza.

—¿Lo enviaron en 1875 a San Jerónimo el

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Real para que estuviera protegido? —preguntóella sin rodeos y cerrando los ojos como siestuviera rezando.

Él tragó saliva y se aclaró la voz.Helen alzó la mirada hacia los ojos

marrones del hombre. La mirada de ella ahoraera de expectación.

—No permitiré que el diario deje de serpropiedad de la Iglesia. Puede hacer doscopias de las páginas que busca; tal vez leaporten suficiente información descriptiva depuntos de referencia como para permitirleubicar la zona que desea encontrar. El restodel diario no es para sus ojos, ni siquieraaunque pueda serle de utilidad. Hay una razónpara que esta información esté enterrada enesta iglesia. Y, ya que el mundo ha perdidoirrevocablemente las muestras del mapa y deloro, parecería que no tengo más opción queayudarla. No seré un obstáculo para elconocimiento. —Él se fijó en su expresión—.

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¿Impresionada? Al principio yo también loestaba, pero entonces pensé que esto no tienepor qué quebrantar la fe, solo demuestra queDios sigue siendo misterioso y que suscaminos son inescrutables. Pero eso nosignifica que el conocimiento no pueda seralgo peligroso.

Helen cerró los ojos de nuevo y juntó lasmanos, sin escuchar realmente la advertenciade Santiago, pero contuvo toda muestra verbalde alegría cuando vio la expresión deconsternación del arzobispo al levantarse de lasilla.

Ella también se levantó, temblando deemoción al saber que su búsqueda del diariodel capitán Hernando Padilla había llegado asu fin. El resto que le había mostrado alarzobispo había tenido el efecto por el quehabía rezado.

—Me temo que puede haberse topado conalgo que Dios ha considerado adecuado

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ocultar en un lugar inaccesible por algunarazón, y, por lo que he visto en esa caja,profesora, sería muy sensato, a pesar de sujuventud, que olvidase este asunto.

—Si no le importa que le pregunte, ¿porqué está dispuesto a ayudarme?

Él volvió a girarse hacia ella con el ceñofruncido.

—He leído el diario de principio a finmuchas veces. —Vio la expresión de la mujer—. ¿Le sorprende que tuviera curiosidad porlas viejas leyendas? Pero no es solo la meracuriosidad lo que me guía, sino el hecho deque hay otras cosas en esa selva además de sumisterioso animal que debo conocer deprimera mano. Usted será mi mensajero,porque habrán de tomarse ciertas decisionessobre este misterioso mundo en el que se va aadentrar, y me ayudará a adquirir lainformación que necesito para tomar esasdecisiones. Ese es el trato y, solo por esa

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razón, la ayudaré.Antes de que ella respondiese, el arzobispo

ya había abierto la maciza puerta de roble y sehabía marchado.

El hotel Preciados de Madrid tenía unalujosa decoración del siglo XIX en lashabitaciones y zonas públicas con estilo avant-garde del siglo XX. A las diez en punto de lanoche, esas zonas públicas estabanabarrotadas de turistas y hombres de negociosque disfrutaban de una cálida noche deverano.

Helen Zachary llevaba en su habitaciónuna hora, después de haber regresado de sucita con el arzobispo Santiago, y estabasentada en el borde de la gran cama, muypensativa. Miró su maleta, hecha y preparadapara el momento de irse. Solo un instanteantes había adelantado su vuelo a Nueva Yorky ahora tenía reserva para salir a las tres de lamañana. Dentro de su cuidadosamente

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empaquetada maleta, y metidas entre unasinocuas páginas de su libreta, llevaba lasfotocopias de las dos páginas que le habíanpermitido ver del diario del capitán HernandoPadilla. Lo cierto era que había empezado atemblar cuando el arzobispo le había puestosobre las manos el viejo diario. El libro habíaresultado cálido al tacto y fue como si el pesode los días descritos dentro de sus páginas lehubiera caído directamente sobre los hombros.Sin leer el relato escrito por una mano que unavez fue fuerte, Helen sabía que el diariocontaba detalles de maravilla y horror. Cuandolo abrió, el arzobispo se lo había quitadorápidamente para pasar a las tan codiciadaspáginas que describían la ruta que debíatomarse para encontrar la recóndita laguna y lacascada ubicadas en un pequeño valle. Noconfiaba en ella lo suficiente como parapermitir que leyera accidentalmente nada másque esas dos páginas.

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Mientras permanecía sentada calculandocuánto tardaría en empezar a organizar lasmillones de cosas necesarias para coordinar ellanzamiento de la expedición, alguien llamó ala puerta y el ruido la sobresaltó y la sacó desus pensamientos.

—¿Sí? —preguntó.No hubo respuesta al otro lado de la

gruesa puerta. Helen se levantó y volvió apreguntar al inclinarse hacia la mirilla.

—¿Sí?—Esto es Madrid, doctora Zachary, no

Teherán —respondió una voz—. Aquí esseguro abrir la puerta.

Tragó saliva, aliviada al reconocer la voz,y rápidamente quitó la cadena y descorrió elcerrojo de la puerta tras la que encontró a unhombre alto con un traje negro, camisa blancay corbata rojo escarlata. Su cabello rubioestaba peinado hacia atrás y él estabasonriendo.

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—Doctor Saint Claire, ¿cómo ha podidosaber en qué hotel me alojaba? —Abrió máspara dejarlo pasar.

—Profesora, su cuenta de gastos y sustarjetas de crédito han sido expedidas pornuestro amigo común en Bogotá. Créamecuando le digo que no ha sido nada difícillocalizarla. —Entró en la habitacióntranquilamente y de inmediato se fijó en lamaleta.

—Me ha pillado desprevenida. Ni siquierahe tenido tiempo de llamarle con lamaravillosa noticia.

—Entonces, ¿su misión en Madrid ha sidofructífera? —preguntó él sin ocultar suagitación.

—Sí, el arzobispo me ha permitido copiarla ruta del diario.

—Helen, me gustaría saber cómo ha sidosujetar el diario, algo tan escurridizo para

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nosotros.—Oh, Henri, ha sido indescriptible, como

sostener la propia historia entre tus manos.El hombre alto sonrió y le agarró las

muñecas.—Sabía que sería así. Dígame, ¿ha tenido

que mostrarle el fósil?Helen Zachary cerró los ojos un momento

y después sonrió y los abrió.—Sí, se ha quedado impactado, aunque

también tenía algún conocimiento sobre lafauna acuática. Llevaba razón en eso, ¿cómolo supo?

—Siempre hay que saber qué es eso quehará que los demás se pasen a tu lado deltablero de juego. —Le soltó las manos y miróa su alrededor—. Vaya, parece que ya hahecho las maletas aunque, según misinformaciones, no se marcha hasta mañana.

—Sí, se me ha ocurrido adelantar el vuelo

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a casa todo lo posible. No quiero malgastar eltiempo. Pretendo agilizar las cosas. Si nosdamos prisa, podemos evitar la época delluvias en Brasil —mintió.

Él se giró y la miró fijamente con sus ojosazules. Sonrió mostrando sus dientes, peroHelen vio que esa sonrisa no llegó a reflejarseen sus ojos.

—Entonces, es una buena noticia. Puedevolver a Estados Unidos conmigo. El Bancode Juárez Internacional Económica tiene unavión privado repostando mientras hablamos.Podemos volar directamente a California sinhacer escala en Nueva York.

Helen, desconcertada por un momento,reaccionó rápidamente e intentó mostrarsecomplacida.

—Es maravilloso, cuanto antes mejor.¿Cree que habrá problemas con la financiacióninicial para la expedición ahora que sabemosadónde vamos?

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—En absoluto, teniendo en cuenta lo quebuscamos. Joaquín Delacruz Méndez y subanco jamás me han negado la financiación deun proyecto. —Miró su maleta—. Helen, ¿noolvida algo?

Ella se giró y sacó su chaqueta delarmario.

—Creo que no.—Las copias, boba. ¿Puedo verlas?Ella respiró hondo y comenzó a recitar las

líneas que había memorizado por si le hacíanesa misma pregunta antes de volver a casa.

—Sé que puedo parecer una paranoica,pero para no correr riesgos, me he enviado amí misma las copias por correo certificadojunto con el fósil, Henri. No quería tenerproblemas en la aduana ni con las copias nicon el objeto. —Fue hacia la maleta donde,con tanto cuidado, había guardado la libreta.

—Es muy prudente, ¿pero no le dije antes

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de que se marchara que alguien se ocuparía delas aduanas en Nueva York? —Enarcó la cejaizquierda.

—Se me pasó por completo. —Alzó lamaleta y se encogió de miedo por dentrocuando él se la quitó de las manos.

—Bueno, ya es demasiado tarde parapreocuparnos por eso. Para cuando regrese deBogotá, las copias ya habrán llegado yentonces podremos examinarlas juntos ytrazar nuestra ruta. —Fue hacia la puerta y laabrió sujetando con firmeza la maleta deHelen. La dejó salir primero y después cerró yla siguió, sin apartar los ojos de su nucamientras recorrían el lujosamente decoradopasillo. Sintió que lo estaba engañando, perose mordió la lengua.

—¡Menuda aventura nos espera, Henri!—Sí, y tanto, mi querida profesora. Una

gran aventura —respondió el hombre al queHelen conocía como Henri Saint Claire. Su

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nombre real era coronel Henri Farbeaux ymantuvo su falsa sonrisa mientras llevaba suequipaje. El coronel Farbeaux, un ladróninternacional de antigüedades, era buscado porla policía y los gobiernos de muchas nacionesdel mundo, y todos sabían que ese hombrepodía ser un desalmado adversario. Pero porel momento estaba satisfecho de ser conocido,simplemente, como el socio capitalista deHelen Zachary.

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2

PALO Alto, CaliforniaTres semanas después Las oficinas de Helen en el campus de la

Universidad de Stanford estaban a oscuras, aexcepción del pequeño santuario al que ellallamaba «hogar», cuando no estaba haciendotrabajo de campo. Apenas podía llamarseoficinas a esas habitaciones. El aula estabaocupada por equipos y asientos para susalumnos, junto con numerosas muestras de sutrabajo fuera de la universidad. Su espaciopersonal se encontraba copado por unapequeña mesa de laboratorio y unos mapas detodos los tamaños imaginables clavados encada centímetro de la pared. Todos mostraban

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regiones de América del Sur conocidascariñosamente para sus muchos estudiantescomo «el fin del mundo». Algunos conteníanleyendas escritas a mano que decían «Aquíhay dragones», a modo de broma por sustendencias hacia la criptozoología. Henri SaintClaire miraba por encima del hombro deHelen hacia el mapa tendido sobre el escritorioque mostraba la ruta que ella había planeadoconcienzudamente.

—Entonces, ¿entraremos en la cuencadesde la zona de Brasil y no seguiremos laruta original de Padilla? Creía que seguiría laruta del español precisamente para asegurarsede que no se desvía.

—Lo habría hecho, pero su expediciónoriginal fue a través de los Andes y de muchoscientos de kilómetros de selva tropical queahora podemos evitar yendo por Brasil enlugar de por Perú. La mezcla de selva ybosque es tan densa que incluso la fotografía

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espacial es incapaz de penetrarla, y no me fíode ir navegando, ¿y usted? —Señaló variasimágenes en color sacadas de fotografías delServicio Geológico de Estados Unidos—.Sabemos que el afluente está ahí, ahoratenemos la prueba. Es posible entrar en elvalle y en la laguna desde el este; que no sepueda ver, no significa que no esté ahí.Además, por experiencias pasadas sabemosque es imposible obtener permiso del gobiernoperuano para cruzar su territorio. Ahora bien,siempre que seamos honrados, Brasil ofreceayuda de manera gratuita, estipulandoúnicamente que el gobierno tengarepresentación en la expedición paraasegurarse de que no ocurre nadacontraproducente.

—Eso también es un motivo depreocupación, no solo para mí, sino tambiénpara nuestra fuente de financiación, el señorMéndez. Nos tomamos la seguridad muy en

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serio, Helen. Después de todo, no es que estéexactamente empleando solo sus propiosfondos para esta empresa, sino también los delBanco de Juárez. No debería permitirse quenos acompañen extraños.

—Me temo que no hay más remedio. —Examinó con exagerado interés la rutamanuscrita tal cual la había trazado HernandoPadilla—. Brasil ha visto cómo unadesmesurada cantidad de antigüedades hansalido de su país. Insisten en que haya unoficial de Aduanas presente en la expedición y,créame, no permitirán ningún cambio en supolítica de actuación. —Dejó la lupa sobre lamesa y miró a Henri a los ojos.

Él sonrió.—Entonces así se hará. Eso hace que el

número de miembros del equipo ascienda acuarenta y seis, entre estudiantes, profesores yguías.

Farbeaux volvió a mirar las copias de las

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páginas del diario que había examinadometódicamente tras su regreso de Colombia.Coincidía en que la ruta propuesta por Helenera, en efecto, la mejor según la descripcióndel capitán español.

—Muy bien, profesora Zachary, apruebola ruta que ha elegido y le comunicaré miconformidad al señor Méndez tras mi regresoa Bogotá para el pago final de los fondos de laexpedición. Helen, ha hecho un trabajoespléndido. Tanto trabajo de investigación, lapista del diario perdiéndose una y otra vez…Pero su tenacidad y su fe en el proyecto porfin han tenido su recompensa.

—Gracias. Si no hubiera contado con laayuda que usted me ofreció de maneragratuita, no habría salido tan bien. —Leofreció una copa de champán—. Por unanueva… o debería decir… vieja forma de vidaque esperamos sacar a la luz —brindó.

—Por la historia y por las cosas perdidas

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—respondió él brindando con su copa, que acontinuación depositó sobre la mesa evitandorozar los nuevos mapas en los que Helenhabía trabajado. Enrolló la copia que ella lehabía hecho para poder llevarla a Bogotá yentregársela a su financiador.

—Entonces, nos vemos en Los Ángelesdentro de cinco semanas.

—Helen, este es un viaje que no meperdería por nada del mundo —dijo élmientras le daba un golpecito en el hombrocon el mapa enrollado.

Helen vio a Henri subir a su cochealquilado y marcharse. Se rió suavementecuando se giró y volvió a entrar en su pequeñodespacho. Se sentó junto a la pequeña mesade laboratorio que utilizaba como escritorio ymiró el mapa que acababan de estudiar juntos.Utilizó el dedo índice de su mano derechapara trazar suavemente el curso del ríoAmazonas que había descrito. Luego empleó

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ambas manos para hacer una bolita con lacopia del mapa y la tiró a la papelera de laesquina. Hizo lo mismo con la copia de laspáginas del diario de Padilla. Le había llevadotres días enteros planear la ruta falsa que lehabía entregado a Saint Claire, y otros dosdías dibujarla y crear las páginas falsificadasdel diario. Pero sabía que había merecido lapena, ya que el bueno del profesor SaintClaire se había tomado en serio su espléndidaimitación y su falsa ruta.

Después, Helen se sirvió otra copa dechampán y con ella en la mano caminó hastalos archivadores que abarrotaban el despacho.Dejó la copa encima, abrió con llave elsegundo cajón y cogió un mapa doblado y unapequeña carpeta. Llevó el mapa, la carpeta yla copa a la mesa y se sentó. Desplegó elmapa auténtico y extrajo de la carpeta lasverdaderas copias que había hecho del diario.

Sonrió y dio un trago. Después, se sacó el

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móvil del bolsillo y comenzó a marcar losnúmeros que había memorizado y que, porrazones de seguridad, no había grabado en laagenda del teléfono.

—Aquí Robert.—¿Está todo listo en San Pedro? —Helen

dio otro sorbo a la copa.—Ahora estamos cargando el equipo más

grande. El espacio de la cubierta se quedaráalgo justo, pero nos las arreglaremos.Habremos terminado en unas horas.

—¿Qué pasa con la estudiante deposgrado sustituta, la que encontraste enBerkeley? ¿Se ha presentado?

Tras una breve vacilación, su ayudante,Robby, respondió.

—Sí, señora. Llegó hace una hora y ya haocupado su sitio. Creo que quedará más quesatisfecha con ella. Es una de las másbrillantes en su campo. Sabe de animales.

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—Bien. Mira, estaré allí en unas treshoras, voy a coger un vuelo para el LAX. Miabogado debería llegar aproximadamente a lamisma hora que aterrice mi vuelo, así que porfavor asegúrate de acompañarlo hasta lasoficinas del barco y de decirle que yo llegaréenseguida, ¿de acuerdo?

—Hecho, doctora. Bueno, ¿cómo le haido su última reunión con el tipo del dinero?

—Mejor de lo que me esperaba. Nos hadado el segundo cheque y ha partido haciaBogotá para recoger la tercera parte de nuestrafinanciación. Es una pena que no vayamos anecesitarla, pero eso lo mantendrá alejado yfuera de nuestro camino hasta que zarpemos.¿Ya han llegado nuestros nuevosbenefactores?

—Sí, están aquí los seis; ese tal doctorKennedy y otros cinco. ¿Qué quiere quehagamos con todo el material geológico deHenri Saint Claire, los magnetómetros y otros

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equipos de excavación?Ella dio un largo sorbo al champán y

sonrió mientras lo tragaba.—Dejadlo en el muelle con una nota que

diga: «Embustero, te va a crecer la nariz».—Hecho, doctora. Nos vemos en nada.Helen cerró su teléfono y dejó de sonreír.

Odiaba engañar a alguien como Henri SaintClaire, pero no tendría que haber fingidoquerer formar parte del proyecto porqueanhelase descubrir uno de los mayoresmisterios de todas las eras. Estaba en elproyecto simplemente por avaricia, por la suyapropia y por la del gánster que se hacía llamar«banquero».

—No irá tras el mítico El Dorado en esteviaje, doctor Saint Claire. Allí adonde nosotrosvamos, usted no puede seguirnos —dijo parasí al guardar el verdadero mapa y las páginasde Padilla en su maletín. A continuación, selevantó y salió para adentrarse en la noche.

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La Casa Blanca, ala oeste El consejero de Seguridad Nacional estaba

sentado en su escritorio frente a una pantallade ordenador dividida en cuatro secciones conimágenes distintas. En la esquina izquierdaaparecía el general Stanton Alford,comandante general del Cuerpo de Ingenierosdel Ejército de Estados Unidos. En la partesuperior derecha, el contralmirante ElliottPierce, del Servicio de Inteligencia Naval deEstados Unidos; justo debajo de él, elsemblante serio del general Warren Peterson,del Servicio de Inteligencia del Ejército deEstados Unidos. Y a su izquierda, el generalStan Killkernan, de Inteligencia de las FuerzasAéreas de Estados Unidos. Se encontraban ahípara discutir sobre un informe que la CIA y,antes que ellos, la Oficina de ServiciosEstratégicos, había tenido guardado desde los

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días previos a la segunda guerra mundial. Losoficiales de Inteligencia reunidos no se estabantomando bien los recientes acontecimientos.

—Si el Estado Mayor Conjunto o elpresidente albergan la más mínima sospechade lo que hemos hecho, lo vamos a tener muynegro y empezando por usted, señorAmbrose. Lo último que he oído es que elpresidente no está demasiado satisfecho conlos generales que hay por aquí. Creo que eltítulo del libro que hemos abierto ante elmundo en los últimos días se llama Traición.No solo hemos proporcionado un materialvedado a una nación extranjera, sino queahora estamos robando armas para emplearlasen suelo de un país amigo. Todo este plan senos está yendo de las manos —dijo el generalPeterson al mirar a la cámara desde suubicación en el Pentágono.

—No tenemos más elección que enviar elarma y el equipo a Suramérica como

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precaución. ¿Y si se redescubre el antiguoyacimiento? El material anterior a la guerrasolo podría relacionarse con nosotros si seencontrara algún vínculo con la antiguaincursión, algo que condujera al almacéndonde se reunió el material. Pero aparte deeso, el único modo de que algo pueda llevarleshasta nosotros es si uno de ustedes se asusta yse echa atrás. Caballeros, si esa profesora sacaa relucir esa zona de Brasil, todo el malditoasunto se hará público —contestó furioso elconsejero de Seguridad Nacional.

—Estoy de acuerdo —dijo Stanton Alford—. Después de todo, puede que ni siquieratengamos un yacimiento que haya quedestruir. No creo que esa tal profesoraZachary lo descubra nunca. Demonios, nisiquiera sabemos dónde está. Solo tenemos elmaterial, no la ubicación donde se encontró.Los Cuerpos de Ingenieros fueron el únicodepartamento que documentó la incursión de

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1942 y ese informe estuvo enterrado en losArchivos Nacionales. Y ya que el antiguomaterial viajó a Iraq y ya no está en este país,no se puede rastrear hasta llegar a nosotros, amenos que este informe de Ingeniería que datade los años de la guerra se descubra en losArchivos Nacionales, pero nos encargaremosde controlar y vigilar ese informe.

—¿Y qué pasa con la fuente de Zachary?Ni siquiera sabemos con seguridad cómoconsiguió la información.

Alford estaba cansándose del debate.—La única otra mención de la mina es un

rumor y una insinuación de la posibleexistencia de un diario de quinientos años deantigüedad. Mi departamento mantuvo bajo supoder las muestras del ejército durante setentaaños. Jamás se le entregó a la comisiónreguladora, ni el antiguo Departamento deGuerra lo clasificó nunca como un arma. Asíque propongo que procedamos con cautela y

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enviemos a nuestro equipo con la expedición.Como he dicho, lo más probable es que esaloca no encuentre ni una maldita cosa. Estáutilizando los datos de hace quinientos años deun conquistador, ¡por el amor de Dios! Escomo buscar una aguja en cinco mil pajares.Solo podría haberse topado con la descripciónde la ubicación en la base de datos de losArchivos Nacionales. La teoría del diario esridícula.

—¿Y si localiza el yacimiento? ¿Sugiereque la respuesta es eliminar la expedición deZachary al completo con su alternativainfalible, una bomba atómica y unos cuantosseals? —exclamó furioso el general Peterson.

—Mis hombres no dejarán que la cosallegue tan lejos. He trabajado antes con esteequipo de ataque en particular y son muybuenos. Ningún ciudadano estadounidenseresultará herido. Eso puedo garantizárselo —dijo con tono de seguridad el contralmirante

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Pierce—. Además, ¿y si esa mina aún existe?Jamás podríamos permitir que una nación deltercer mundo tuviera acceso a la caja dePandora, ¿verdad? Colocamos el arma tácticaen el interior de la mina y que se derrumbe.Problema resuelto.

—Hay demasiadas malditas variables,Elliott. Colar ahí un equipo, delante de lasnarices del Estado Mayor Conjunto y delpresidente. Ni siquiera me atrevo a mencionarcómo reaccionaría Brasil ante semejanteintrusión. ¿Y ese arma táctica que va a enviar?No quiero ni imaginar qué procedimientos deseguridad se han violado para semejanteengañifa. ¡Esto es una puta locura y yo no meenrolé para matar ciudadanosestadounidenses!

—General Peterson, ya está decidido.Acordamos unánimemente, usted incluido,que la ubicación del yacimiento de Padilla nose haría pública jamás. En cuanto al

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material…, si se descubre en Iraq, no es muyprobable que pueda ser rastreado hastanosotros porque ni se refinó ni se extrajo aquí.El único modo de que salga a la luz es queaparezca alguna referencia sobre el mismo. Sí,esa profesora, en su desquiciante ahínco porencontrar la ubicación de la laguna de Padilla,descubrió una relación, pero fue algo fortuito.La otra referencia a la zona está en las viejasleyendas de Padilla de las que se burla lacomunidad científica y que no se toman enserio. La ubicación y lo que se extrajo de allíestán enterrados en lo más hondo de lasmemorias de los supervivientes de la incursióninicial, la de los años cuarenta, si es quealguno sigue vivo hoy. Usted estuvo deacuerdo con la distribución del material tantocomo nosotros, y la agresión se detuvo.

—Como he dicho, se nos ha ido de lasmanos, hemos de…

—Tendrá su puesto en el gobierno

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después de las próximas elecciones, igual queyo. La misión está en marcha y ese arma enparticular que tanto le preocupa, si es que sellega a utilizar, se introdujo en el inventarionaval como un arma inactiva y destruida, demodo que nadie la echará en falta. Sea comosea, dudo mucho que alguien deba sereliminado. Bueno, eso es todo, ocúpense desus asuntos y dejen que el contralmirantePierce y yo nos ocupemos de la letra pequeña.Que pasen un buen día, caballeros.

Ambrose no esperó a que se expresaraninguna otra preocupación que pudieraprovocar la división del grupo; siempre eramejor actuar directamente para que no hubieravuelta atrás.

El delgado consejero de SeguridadNacional se giró y sacudió la cabeza mientrascogía de nuevo el informe matinal deInteligencia sobre la actividad fronteriza entreIrán e Iraq. Sonrió al ver la frase en cursiva: A

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las 03.45 de esta mañana, hora de verano delEste, la imagen del satélite ha verificado laretirada absoluta de todas las divisiones decombate iraníes de la frontera con Iraq.

Soltó el informe sobre su escritorio, fuehasta el perchero y se puso la chaqueta deltraje para informar al presidente delcomunicado matutino. No pudo evitarpreguntarse qué precio había que pagar por lapaz. Levantó el teléfono e hizo una llamada.

—¿Sí? —respondió una voz cansada.—Felicidades por su misión en Irán. ¿Qué

tal va su desfase horario?—Estoy demasiado agotado como para

pensar en ello, pero les hemos dejado a esosmalditos iraníes algo sobre lo que reflexionar.Puede que Iraq no tenga la bomba que eviteque los invadan, pero ahora ellos poseen algoigual de aterrador. Bueno, ¿qué tal esaexpedición sobre la que me informó, la de laprofesora Zachary?

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—Lo tenemos cubierto; no saldrá ningúndescubrimiento asombroso de esa zona delmundo. Y si alguien más husmea en losmismos archivos que la última persona, se nosalertará. El informe está controlado ypodremos rastrearlo hasta la terminalinformática que se esté usando. A veces tienesus ventajas ser amigo de los jefes deInteligencia.

—Bien. ¿Algo más antes de queinformemos al presidente y a la prensa sobrenuestro triunfo diplomático?

—No, todo va bien. Pronto hablaré connuestros colegas en Brasil para ultimarnuestras posiciones en lo que respecta a estaexpedición, si nuestro amigo de los Seal nocumple con lo que se le ordenó.

—Sé que a veces es desagradable tratarcon gente así, pero el fin justifica los medios.Pongámosle fin de una vez por todas a larelación con la mina y sigamos adelante con el

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verdadero asunto que tenemos entre manos.—Estoy de acuerdo. Disfrute de todos los

elogios de nuestro actual presidente por suconmovedor ejercicio de diplomacia. ¡Si élsupiera cómo estaba ayudándonos con laselecciones! Este último golpe diplomáticodebería de ponerle en lo más alto de lasencuestas. Paz en nuestros tiempos, ¿eh? —Se creía muy listo por estar citando a NevilleChamberlain.

—A veces me pregunto si todo esto hamerecido la pena. Ya sabe lo que se dice: nose puede meter al genio en la lámpara.

Después de colgar el teléfono, el consejerode Seguridad Nacional volvió a guardar elinforme de la mañana en el archivador con elborde rojo y frunció el ceño. Sabía que laventa de sus almas al diablo era el precio quelos seis conspiradores acababan de pagar porla «paz en nuestros tiempos».

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San Pedro, California Cuando Robby Hanson cerró el teléfono

móvil, miró a su alrededor y, al ver que nadieestaba observándolo, se giró hacia el voladizode la segunda cubierta y le indicó a la chicaque se acercara. Ella sonrió y salió de entre lassombras.

—¿Qué ha dicho? —preguntó la chica deveinte años.

—No sospecha nada. Con tal de realizarsu crucero de ensueño por el Amazonas, a laprofesora Zachary no le importa quién vengaen este viaje. Además, no es que estemosmintiendo al decir que eres una estudiante deposgrado de la Universidad de Berkeley,¿verdad?

La chica sonrió y se acercó para besar aRobby en los labios.

—Tenía que venir. ¿Cómo iba a perderme

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el viaje de mi vida?—Sí, pero ¿en cuántos problemas me voy

a meter yo por esto? Recuerda que fui yo elque te ayudó a escaquearte de tuguardaespaldas. Cuando tu padre lo descubra,le va a dar algo. —Robby sacudió la cabeza,volvió a besar a la chica y la apartó de él—.Ve a tu camarote y empieza a familiarizartecon tus compañeros de viaje, pero que no tevea nadie hasta que consignes tu equipo. Ah,por cierto, Kelly, te llamas Cox. Leanne Cox.¡Joder, estoy muerto! —murmuró.

Ella batió las pestañas, agarró su nuevomacuto y fue hacia la escotilla que conducía ala cubierta inferior. Después, se detuvo y segiró.

—¿No irás a decirme que mi prometidosecreto le tiene miedo a mi padre?

Robby sonrió y empezó a anotar marcasde verificación en su manifiesto.

—¿Por qué iba a tenerle miedo a uno de

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los hombres más poderoso del mundo? ¡Claroque no, señorita Cox!

Farbeaux decidió ir conduciendo desdeLos Ángeles hasta Palo Alto. Tomar laautopista 1 lo relajó y permitió que su menteasimilara la misión y pensara. Había guardadoel mapa de Helen Zachary dentro de uncontenedor cilíndrico y lo había metido en elmaletero. Mientras silbaba, sacó del bolsillo desu chaqueta una cruz española que habíapertenecido al padre Corintio. La última vezque el sacerdote de Pizarro había visto la cruzfue en 1534. Su calidez irradiaba hacia sumano mientras la miraba. ¡Qué astuto habíasido Corintio al unir las dos muestras delmineral de ese modo tan ingenioso! La cruzhabía caído por casualidad en manos deFarbeaux el año anterior, cuando se la habíaofrecido como pago por unos serviciosprestados un antiguo cliente. Había sufridovarios cambios según había ido pasando por

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las sucesivas generaciones de la familiaCorintio: se le habían añadido joyas y un finobaño de oro. Pero la sorpresa que encontró enel interior de aquel compartimento oculto fueun impresionante golpe de suerte.

Farbeaux sabía que las riquezas quepodían hallarse en esa casi olvidada lagunaestaban cerca de pertenecerle, en parte graciasa esa cruz y a los secretos que le habíarevelado. Un mito de quinientos años deantigüedad, una vieja leyenda que se negaba amorir, pronto se convertiría en una realidadque bien merecía mucho más que todos lostesoros perdidos que se le habían arrancado ala tierra.

San Pedro, CaliforniaCuatro horas después Tras su llegada al puerto, Helen estaba

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haciendo una última comprobación del equipo,embalado y sujeto con correas por toda lacubierta del Pacific Voyager. Solo esperabaque hubiera suficiente espacio en elremolcador fluvial Incan Wanderer y lagabarra Juanita cuando transfirieran el equipoen Colombia. Kennedy y su equipo tenían trescajas más de las que ella les había permitidollevar. En su tablilla sujetapapeles hizo unamarca de comprobación junto a cada espacioque indicaba el peso de sus cajas. Frunció elceño al sumarlo todo.

—Robby, ¿dónde está el doctor Kennedy?—le preguntó a su más brillante estudiante deposgrado.

Él le lanzó una cuerda enrollada a una delas jóvenes que surtían la expedición de Heleny señaló hacia la popa del Pacific Voyager.

Helen se mordió el labio y le entregó latablilla con la lista de embarque.

—Dale esto al capitán —dijo al girarse

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hacia la popa—. Dile que nos pasamos casiciento cuarenta kilos, pero que aun asíestamos dentro de su capacidad de carga.

—Hecho, doctora. —Él la observó unmomento, preguntándose si tal vez deberíaacompañarla a ver a Kennedy y sus hombres,pero decidió que si alguien podía con esostipos era la doctora Zachary. A continuación,su mirada buscó a Kelly. Estaba en lacubierta, consignando el equipo de su cámara.Las gafas de pasta y el cabello teñido noocultaban su belleza, pero sí que lograbanocultar su identidad. Supuso que a todos en elbarco les costaría reconocerla.

Helen se aproximó a Kennedy y a sussocios, que formaban un corrillo cerca de unode los grandes tojinos de la popa. Estabansumidos en una conversación cuandoKennedy alzó la mirada y la vio caminandohacia ellos. Asintió y sus hombres se dieron lavuelta y se marcharon, pero no antes de que

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Helen advirtiera que uno de ellos se llevabaparcialmente la mano a la frente. Los ojos deKennedy se dirigieron al hombre en cuestiónque, de inmediato, bajó la mano y siguióalejándose. Helen se preguntó a qué veníatodo eso.

—Profesora Zachary, ¿preparados parazarpar? —preguntó Kennedy mientras seacercaba a ella.

—Debo asistir a una reunión, peropodremos salir en unos veinte minutos. —Sesubió la cremallera de su abrigo azul oscuro—.Doctor, según la lista de embarque, tiene trescajas con las que ni se contaba ni han pasadola inspección, y el peso de esas tres cajas nossitúa por encima de nuestro límite, lo cual meobliga a preguntarme si pretendía introducirlassin que yo lo supiera.

Kennedy, un hombre de unos veintiséisaños, con el pelo rubio y cortado al cero, serió.

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—Mi compañía farmacéutica nos haenviado dos ordenadores y un analizador defluoruro en el último momento. Nadaimpresionante, en realidad es algo bastanteaburrido.

—Entonces, ¿no le importara si lasinspecciono, verdad?

—En absoluto, haré que se las abran. Nocreo que nos retrase más de dos horas. Es unverdadero fastidio porque están muy bienembaladas, pues su contenido es sumamentedelicado, pero no queremos incumplir lasreglas. Señor Lang, puede desembalar elanalizador y los ordenadores y volcar las cajaspara…

—No será necesario, doctor —dijo Helen,irritada ante el posible retraso. Estaba nerviosay no confiaba en Henri Saint Claire. Era comosi fuera a presentarse de pronto en el muelle yatraparlos antes de que pudieran hacerse a lamar—. Su compañía farmacéutica se ha

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ocupado de una porción de la factura quequedaba pendiente para financiar este viaje,pero, por favor, no dé por sentado que eso leotorga el derecho a evadirse de mi autoridad.—Se dio la vuelta y se alejó.

—Jamás se me ocurriría —le respondió ala vez que ella se retiraba—. Valoramosmucho esta oportunidad de examinar la faunade esa nueva e inexplorada zona de lacuenca… —Cortó su ensayado discursocuando la mujer no se detuvo y no dejó demirarla mientras Helen recorría la pasarelahasta las oficinas del barco.

Helen entró en el despacho y se quitó elabrigo al mismo tiempo que sus ojos sehabituaban a la luminosidad del interior.Finalmente vio al hombre sentado en laesquina con una de sus largas piernas cruzadapor encima de la otra.

—Sinceramente, creía que ibas a tenermeesperando toda la noche en este apestoso lugar

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—dijo él mientras se levantaba.—Imagino que has estado en sitios peores.

—Ella lo saludó con un abrazo.—Para que conste, querida mía, tu padre

y yo partimos de este mismo puerto hace unmillón de años con destino a ese paraíso alque conocemos como Corea. —La soltó y lamiró—. Jovencita, pareces agotada.

—Es algo que va conmigo. —Le dio unapalmadita en el pecho y se sentó en el bordedel escritorio que ocupaba el centro deldespacho.

—Entonces, ¿por fin has recibido laanhelada subvención para este enigmáticoviaje de investigación? ¿Estás contenta?

—Lo estaré si es que llegamos a salir deaquí —contestó mientras miraba al viejoamigo de su padre y abogado de la familia.Lamentaba tener que mentirle sobre laprocedencia del dinero, pero logró zafarse desu sentimiento de culpa—. Tengo una misión

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secreta para ti, Stan.—Ooh, parece muy misterioso —dijo él,

divertido.—Ni te imaginas —respondió ella. Si él

supiera…—. Eres el único en quien puedoconfiar para pedirle esto sin que me obligue aresponder un montón de preguntas estúpidas.

—A mi edad, he aprendido a formular solopreguntas pertinentes, nunca preguntasestúpidas. ¿Qué quieres que haga?

Helen se levantó y fue hacia la puerta. Seagachó y sacó la funda de aluminio quecontenía el fósil. Le entregó la funda alabogado.

—Si por alguna razón no he vuelto paraprincipios de septiembre, ni te he llamado porel teléfono vía satélite para esa fecha, necesitoque lleves esta muestra a Las Vegas y se laentregues a un amigo.

Stan cogió la funda y miró a la hija de su

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antiguo camarada.—Es una broma, ¿verdad?Helen se metió la mano en el bolsillo y

colocó un sobre encima del contenedor.—La dirección está aquí dentro, junto con

el nombre de mi amigo. También hay uninforme sobre la expedición. Mi amigo poseelos recursos necesarios para averiguar cómollegar hasta mí, así que por razones deseguridad y por tu propia conveniencia, no lehe dejado instrucciones sobre cómoencontrarme. Stanley, ¿harás esto por mí?

No dijo nada al principio, mientras ibahacia el escritorio y dejaba el contenedorencima.

—¿En qué te has metido, Helen? ¿Adóndedemonios vas y por qué tienes que dejarmeuna lista de instrucciones tan enigmática?

Ella sonrió y volvió a darle una palmaditaen la solapa izquierda.

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—Te preocupas demasiado; es solo unaespecie de competición, la carrera por elpremio.

—¿Y qué premio es ese?—Uno grande, Stanley. —Se puso de

puntillas y lo besó en la mejilla—. Es peligrosoúnicamente porque se trata de un lugar muyremoto. Tengo cincuenta personasacompañándome, así que no estoy metida enesto sola. ¿Lo harás por mí?

Él estaba a punto de responder cuando labocina del barco sonó e interrumpió surespuesta. Hizo una mueca y, una vez el ruidohabía cesado, alguien llamó a la puerta yKimberly Denning, una estudiante de tercero,asomó la cabeza.

—El capitán ha dicho que deberíamosaprovechar esta marea o tendremos queolvidarnos de partir hasta mañana —dijoKimberly y se marchó.

Helen agarró su abrigo y se lo puso.

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—¿Me deseas suerte? —le preguntó aStan.

—Sí. Solo me gustaría saber qué estástramando.

Ella sonrió y se giró hacia la puerta,alzando la mano para decir adiós.

—Lo único que te diré es que, cuandoregrese, nadie volverá a ver el mundo delmismo modo.

La puerta se abrió y Helen se marchó.Stan cogió el sobre blanco de encima delcontenedor al ir hacia la ventana. Helen se girócuando alcanzó el final de la pasarela y sedespidió con la mano. Él alzó el sobre y sedespidió también. Los alumnos formaban unafila junto a las barandas y decían adiós a susfamiliares, que aguardaban la partida en elaparcamiento. A la derecha de Helen,apartado de ella y de sus alumnos, había ungrupo de hombres observándolo todo. No

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estaban despidiéndose de nadie, solo apoyadoscontra la borda de acero mientras latripulación del barco soltaba amarras. Stan lovio zarpar del muelle con la bocina sonando.Se produjo una explosión en la popa cuandolos motores arrancaron y el Pacific Voyager seabrió paso hacia mar abierto.

Stan se apartó de la ventana y miró elsobre que tenía en la mano. Entrecerró losojos y se situó junto a la lámpara delescritorio. La femenina letra de Helen seextendía por el papel blanco en fluidas líneas.Stan miró por la ventana y pudo ver las lucesdel Pacific Voyager, pintado de azul,alejándose. Después, fijó su atención en elnombre y la dirección del sobre. Lo leyó enalto: «Doctor Niles Compton, casa deempeños Gold City, 2120, avenida DesertPalm, Las Vegas, Nevada».

—¿Una casa de empeños? —se preguntó.Se metió el sobre en el abrigo y volvió a

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mirar por la ventana, poniendo ahora suinterés en los familiares y amigos de losalumnos de Helen mientras arrancaban suscoches y salían del pequeño aparcamiento. Alinstante, y sin saber por qué, se le puso lacarne de gallina al ver los coches marcharse.No creía en premoniciones ni en las otrasextrañas ciencias que ocupaban los periódicos,pero sí que tenía la sensación de que acabaríaentregando ese sobre en la casa de empeñosde Las Vegas, y de que las familias que habíanvisto partir a sus seres queridos en la nochejamás volverían a verlos vivos.

Cogió el contenedor de aluminio y seencaminó hacia la puerta. Se permitió echaruna última ojeada hacia el puerto, pero lasluces del barco se habían desvanecido en lasaguas del Pacífico.

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Segunda parte

EL viento divino

«El hombre ha llegado al límite muchas vecesen su breve historia. Por lo tanto, hemos de

dar gracias a Dios por que siempre hayahabido un ser humano que podía mirar másallá de la nacionalidad, el color y la religiónpara examinar la verdad de lo que veía a su

alrededor y gritar: ¡Basta ya!»—De lasmemorias de Garrison Lee, senador de Maineretirado y antiguo director del Grupo Evento

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3

OKINAWA, JapónEn la actualidad Sarah McIntire, alférez del Ejército,

sostenía en su mano la porosa roca de lavapara que todos la vieran. Después le guiñó unojo a Vincent Fallon, profesor de EstudiosAsiáticos de la Universidad de Riverside, yasintió con la cabeza.

—Entonces, ¿esta zona de la cueva ya sehabía excavado antes? —preguntó.

El capitán de corbeta Carl Everett selevantó y observó la reacción de los demás. Seencontraba en servicio destacado de la Marinade Estados Unidos, sirviendo en su sexto añoen el altamente secreto Departamento 5656,

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conocido por unos cuantos del gobierno deEstados Unidos como el Grupo Evento. Elestrictamente controlado Grupo se fundóoficialmente durante la era de TeddyRoosevelt, pero los brazos históricos seremontaban hasta Abraham Lincoln.

Carl observó detenidamente a SarahMcIntire. Ella era el único miembro del Grupoque estaba de servicio allí, aparte de él. Sehabían infiltrado en la excavación arqueológicade la universidad tres semanas antes y Carl seesperaba que esa misión se convirtiese en unabúsqueda infructuosa. Pero según Sarah, queera una geóloga excelente, era muy probableque la investigación realizada por el doctorFallon fuera acertada, lo cual significaba quepodrían tener un desastre biológico entremanos y que la misión de infiltrar laexcavación podría elevar en un cien por cienel nivel de peligro.

Sarah tiró la chamuscada roca al suelo de

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la gigantesca cueva y miró a Carl. Sabía quesería más que eficiente a la hora de ofrecerlesseguridad a los estudiantes y profesores de esaexcavación, pero eso no evitaba que desearaque el comandante Jack Collins, jefe deSeguridad del Grupo Evento, estuviera allítambién. Las antiguas cuevas formadas por lalava eran oscuras y evocaban poderosamenteun conflicto pasado que había sido brutal encuanto al dolor humano que había provocado.

—No solo hay marcas de detonación en lapiedra y formaciones de roca de lavaalrededor, sino que la solidez del muro traseroindica desprendimiento. En términos profanos,profesora, ese muro una vez estuvo abierto aeste lado de la cueva y desde entonces ha sidosellado apresuradamente. —Colocó uno de losproyectores para mostrar el desprendimientoque acababa de examinar—. Sospecho quenuestro señor Seito tiene razón, que hay otracámara detrás del desprendimiento, justo

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donde dijo que estaría.Carl miró al anciano sentado en una gran

piedra. Tenía los ojos cerrados y estabameciéndose lentamente de adelante atrás. Elintérprete estaba de pie a su lado, en silencio,mientras atendía al análisis de la cueva. Elanciano murmuró algo y después el estudiantede lingüística japonés de la Universidad deKioto sonrió y lo tradujo.

—El señor Seito dice que la memoria lefalla en muchos temas, pero que nuncaolvidará lo que ocurrió durante sus últimosdías en esta isla.

Carl agachó la cabeza hacia el ancianoque, a regañadientes, había explicado endetalle los últimos y terroríficos días enOkinawa. Les había contado con absolutaclaridad que era uno de los hombres quehabían sellado esa misma cueva en 1945 yque, con mucho gusto, había destruido esoque el profesor Fallon buscaba

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desesperadamente. El viejo soldado japonéshabía cerrado los ojos al relatar cómo habíacolaborado en el ritual suicida del comandantede la isla, Tarazawa.

—He de recordarle, profesor Fallon, que silo que se busca está ahí, ha de ser protegidoinmediatamente por mi gobierno —dijo elseñor Asaki, un oficial del gobierno deOkinawa, mientras, con cuidado, se abríacamino sobre la piedra suelta. Se detuvo anteel profesor, se quitó las gafas, y las limpió conun pañuelo blanco.

Carl se mantuvo en silencio mientras elprofesor asentía y respondía.

—Todos somos bien conscientes de susórdenes, señor Asaki, y con mucho gustoentregaremos cualquier hallazgo junto con elnavío en cuanto verifiquemos que formabaparte de la flota de guerra de Kublai Kan, perono antes; ese fue el trato que hicimos conTokio.

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Asaki no dijo nada, pero agachó la cabezarápidamente, y después le hizo una seña alhombre que tenía apostado en la entrada de lacueva para que permitiera que la científicaaccediera a la excavación.

Sarah sonrió y comenzó a apartarse delgrupo para seguir con su inspección. No pudoresistirse a decir, mientras le daba unapalmadita en el hombro al oficial de Marina alpasar por delante:

—Oh, vaya, la señorita Personalidadacaba de entrar, Carl. Creo que anda loquitapor ti.

Carl no respondió, pero Sarah pudo verloestremecerse ante la mención de la mujer quelos dos detestaban. El marine vio a las dosmujeres cruzarse y saludarse con un gesto decabeza por cortesía. Su saludo fue, comopoco, gélido. La mujer era Andréa Kowalski.Había sido reclutada por el doctor Fallon ytenía credenciales de los Centros para el

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Control y la Prevención de Enfermedades deAtlanta. A diferencia de Sarah y de él, estabaallí legítimamente y no de manera encubierta.Se trataba de una persona de estatura mediapero, exceptuando aquello, esa mujer se salíade la media. Era un bombón. Llevaba sumelena pelirroja recogida en una cola decaballo y el traje de neopreno con lacremallera bajada y atado a la cintura. Suúnico defecto, por lo que él podía ver,consistía en un pequeño detalle: esa mujer erauna auténtica zorra.

—Creo que su amiga es extremadamentegrosera —comentó Andréa a Carl al unirse algrupo en la entrada a la excavación.

—A ella usted también le cae muy bien —respondió Carl apartando la mirada yguiñándole un ojo al viejo soldado japonés.

—Sé que es geóloga y que se la necesitaen este cometido, pero ¿a qué se dedicabausted, señor…?

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—Déjalo ya, Andréa, sabes que se ocupade la logística. Acuérdate, es el que consiguiótraer de una pieza todo ese equipo delaboratorio tan bueno —expresó el profesorFallon elevando la voz—. Ahora te sugieroque vayas y te prepares. Sarah dice quepodremos atravesar la pared en una hora sitenemos suerte.

Después de lanzarle a Carl una últimamirada inquisitiva, Andréa se giró y comenzóa preparar su equipo.

—Maravillosa la analista que haencontrado, doctor. Tiene la personalidad deun murciélago vampiro. —Carl sonrió yagachó la cabeza hacia Seito, cuya sonrisa sindientes parecía indicar que comprendía elinsulto dirigido a la especialista en virus.

Cuando el anciano se sentó, su menteregresó a la época de aquellos terribles últimosdías en Okinawa, al hallazgo original de lo queahora buscaban, y a las horribles

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consecuencias que podrían haber cambiado elcurso de una guerra que había terminadohacía setenta años. Seito se estremeció ante elrecuerdo y, al mirar el cavernoso cerco que lorodeaba, no pudo evitar volver a ver y sentiraquellos días…

Okinawa, Japón14 de mayo de 1945 Los Hellcat F4F estadounidenses,

procedentes de nada menos que cinco velocesportaviones de ataque, habían estadobombardeando la cadena de islas Ryukuydesde mediados de marzo. Durante las últimassemanas las incursiones habían ido ganandointensidad conforme los estadounidenses sepreparaban para la invasión del últimotrampolín antes de la arremetida final a lagarganta del Imperio del Japón.

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El almirante Jinko Tarazawa, en su díaconsejero de confianza del almirante IsorokuYamamoto, llevaba dos años viviendo en ladeshonra por su fracaso a la hora de contenerla resistencia estadounidense en el Pacífico enun punto crucial de la guerra conocido luegocomo la batalla de Midway. Se le habíaculpado de ello junto a su comandante,Chuichi Nagumo, y como resultado ahoraestaba al mando de la defensa de la isla enlugar de luchar y morir por su amada Marina.Un héroe del imperio solo tres años antes porsu coliderazgo al planear el mayor ataquenaval desde que lord Nelson dominaba losmares y ahora se veía lejos de Hawái y dePearl Harbor. Su deshonra fue tremenda.Quedar relegado a refugios fortificados enlugar de dirigir uno de los últimos grupos debatalla de la Marina del Imperio del Japón erademasiado humillante como para podersoportarlo.

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Mientras el almirante estaba de pie con losbrazos a la espalda mirando al mar, su oficialde Inteligencia se le acercó y le entregó unmensaje. Lo leyó rápidamente y se lo devolvióal capitán de la Marina imperial. El mensajepenetró hasta lo más profundo de su mente yse quedó allí generando una nueva oleada dedesesperanza. La estimación del afiliado navalcon base en España había informado a Tokiode que los norteamericanos estaban reuniendola más grande fuerza invasora que una naciónhabía congregado jamás. Más de mil barcosde guerra pronto estarían apuntando sus armasy enviando a jóvenes a las orillas de esa isla.Tarazawa rápidamente asintió para indicarle alsoldado que volviera a sus deberes, cerró losojos y rezó por la seguridad del emperador, yaque sabía que ese sería el último ataque antesde que los estadounidenses invadieran Japón.

Cuando el estrépito de la excavación de lascuevas sacudió la isla volcánica, vio varios

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aviones de combate Hellcat sobrevolando elterritorio y provocando rápidas erupciones defuego antiaéreo de su artillería oculta.

Tarazawa fue interrumpido por otromarine, un teniente de rostro lozano que llegócorriendo y sacudiendo las manos y queincluso olvidó saludar a su comandante.

—Señor, tengo un informe de losingenieros navales del norte de la isla.

—¿Qué sucede? ¡No puedo salir corriendode aquí cada vez que sufren un pequeñoderrumbamiento! Dígales que empiecen atrasladar las existencias médicas y a los civileslo antes posible; no hay tiempo.

Tarazawa se quedó sorprendido alcomprobar que el joven seguía allí,desobedeciendo su orden.

—Le suplico indulgencia, almirante.—¿Qué pasa?—La cueva que da más al norte, señor…

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El ejército y los ingenieros navales hanencontrado algo que debe ver.

La curiosidad de Tarazawa se despertóante la insistencia del chico.

—¿Qué han encontrado que le tiene ensemejante estado, teniente Seito?

El joven de diecinueve años se quitó sugorra azul y comenzó a mover los piesnerviosamente.

—Al derribar la pared de la cueva noshemos topado con otra cámara, una cámaraque llevaba muchos, muchos, años sellada,almirante.

—Pues eso es bueno, ¿no? Significa queno tendrán que expandir esa cueva enparticular tanto como creían en un principio.

—Señor, han descubierto… Quiero decir,que han encontrado un barco dentro. ¡Unbarco muy antiguo! —dijo el chico,emocionado.

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—A menos que el barco del que habla seaun nuevo portaviones con aviones de combatea bordo, no sé de qué forma esto podríainteresarme, joven —contestó Tarazawafrunciendo el ceño.

El chico se quedó apocadomomentáneamente, pero se animó al recordarun detalle:

—¡Señor! El coronel Yashita dice que esnuestra salvación, por lo menos esa es lainformación que ha recibido de unos cuantostrabajadores chinos a los que ha pedido queexaminaran el navío.

El almirante se quedó mirando al joven ysacudió la cabeza, sin comprender nada, aexcepción de que ese estúpido coronel delejército no se ceñían a sus órdenes de acelerarla expansión de las cuevas. ¿Y ahoradesviaban de sus obligaciones a la mano deobra prisionera? Rápidamente Tarazawadecidió que visitaría la cueva y tendría una

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charla con ese soldado en particular. Esa faltade respeto hacia sus órdenes llegaría a su fin siejecutaba al oficial, aquello serviría de ejemplopara el resto. Tal vez era viejo y estabadeshonrado, pero seguía siendo un guerreroque se regía por el código bushido.

Una hora después, el almirante Tarazawaentró en la cueva e inmediatamente pudo verque ese elemento de la naturaleza había sidocreado por grandes flujos de lava en sucamino al mar. Tardó veinte minutos más enencontrar el camino en la semioscuridad,evitando chocar con más de doscientostrabajadores chinos y coreanos que limpiabanrestos del interior, antes de ver luz en la partetrasera de la monstruosa cueva.

Allí, unas luces amarillentas jugueteabansobre la silueta del casco de un barco muyantiguo. El almirante pudo ver personal delejército arrastrándose cuidadosamente por susantiguas cubiertas. Incluso habían erigido unos

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andamios de madera, a pesar de que lamadera escaseaba y que, precisamente porello, era crucial. Tarazawa se detuvo en seco;estaba que echaba humo.

—¿Cuánto tiempo lleva paralizado eltrabajo en este lugar? —preguntó con un tonode voz bajo y controlado mientras lerechinaban los dientes.

El teniente Seito se quitó la gorra deluniforme antes de hablar.

—Trece horas, señor.Tarazawa cerró los ojos y agachó la

cabeza. Después, se forzó a sonreír paracalmarse mientras respiraba hondo. Abrió losojos al brillante espectáculo que tenía ante sí ycaminó lentamente hacia el pequeño hombreque, ajeno a su presencia, estaba ocupadovociferando órdenes desde un gran escenariode roca de lava.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó elalmirante en voz alta para que se le pudiera oír

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por encima de los generadores portátiles.El coronel Yashita había sido veterano de

muchas campañas en China antes de serdestinado a Okinawa y había tenido quepadecer muchos ultrajes de oficiales de altorango que lo consideraban un cerdo arrogante,pero no toleraría ninguna interferencia de unalmirante deshonrado. Apenas respondió conuna sonrisita burlona.

—¡Le he hecho una pregunta, coronel! —dijo Tarazawa al encaramarse al andamioinferior debajo de la roca en la que estabasubido Yashita. Los trabajadores dejaron sulabor y escucharon.

—Por si no lo sabe, almirante, estoyesforzándome en salvar nuestro imperio y anuestro amado emperador, y usted, ahoramismo, ¡está demorando esta gran labor!

—¡Explíquese! Tengo miles de hombrestrabajando hasta caer rendidos para tener lasdefensas preparadas y usted permanece aquí,

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en lugar de dedicarse a preparar un hospitalcomo se le había ordenado. Retrasainnecesariamente la construcción por unataque de delirios. ¡En las próximas semanasno estará luchando contra unos chinosindefensos, coronel, sino contra unos marinesnorteamericanos endurecidos por la lucha yunos soldados que sí devuelven los ataques!

—Muy bien, complaceré al almirante. —Con calma, Yashita ordenó a sus hombres quevolvieran al trabajo—. ¿Había visto antes estaclase de barco? Tiene una amplia experiencia;debería reconocer su diseño. Yo no hetardado más que un instante. —Se balanceóhacia atrás apoyado en sus talones mientras sejactaba—. Soy licenciado en Historia eIngeniería por la Politécnica de Londres —dijorecordándole a Tarazawa su opulentaprocedencia.

Tarazawa miró al coronel y rápidamenteobservó el deteriorado barco. Las bordas eran

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profundas y su cubierta estaba inclinada alextremo. La popa del navío era alta y estabacoronada por una baranda de madera. Notenía mástil ya que, junto a la vela, habíasucumbido a los años. Sabía lo que era esenavío y de dónde procedía, pero no podíaimaginar por qué estaba ahí, en Okinawa, nicómo había terminado atrapado en una cuevaque, como poco, haría siglos que no veía elocéano.

—Es un junco chino, por supuesto. ¿Hadetenido las obras de uno de nuestrosimportantes hospitales subterráneos por esto?

Yashita se dio la vuelta como si no hubieraoído la pregunta. Se detuvo para colocarse laespada de samurái enfundada en negro quellevaba en el cinturón.

—Este barco, según mis trabajadoreschinos, dos de los cuales eran profesores en elcontinente, perteneció a un enemigo de Japón,un enemigo tan invencible como parecen ser

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los norteamericanos, aunque estos, al igualque los chinos, sufrirán cuando intenten quesus marines desembarquen en nuestro suelo.

—¡Déjese de acertijos, coronel, y expliquepor qué está desobedeciendo mis órdenes! —dijo Tarazawa al acercarse de formaamenazante a Yashita.

—Este navío formó parte de una invasióna nuestra madre patria hace unos setecientostreinta años, almirante. —Miró a Tarazawacon su gorra marrón firmemente ladeada sobresu cabeza afeitada y su única estrella de plataresplandeciendo bajo la luz—. Sí, veo queahora lo entiende —añadió cuando Tarazawaechó cuentas y pareció quedarse perplejo—.El año que está buscando es el 1274 y elnombre que ha extraviado en su avejentadamente es Kublai Kan.

Tarazawa reaccionó al instante.—¡Imposible! La flota de ataque se hundió

o fue arrastrada por la tormenta a cientos de

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kilómetros al norte de Okinawa. Este navío nopuede pertenecer a la gran flota china del Kan.¡De nuevo está haciéndonos perder el tiempo!

—Mis historiadores chinos y yotendríamos que disentir, almirante. Este barco,según las fechas que hemos revelado, estuvointegrado en la flota destruida por el vientodivino.

—El viento divino —repitió Tarazawa.—Sí, almirante. El kamikaze, el viento

divino producido por los dioses, el mismoviento que sopló para acabar con la invasiónde Kublai Kan en 1274. Y ahora, eldescubrimiento de este barco, que quedóseparado de la flota principal por una tormentahace unos setecientos años, será la respuesta amillones de plegarias. Con la diferencia de queeste será nuestro propio viento divino, el quese llevará con él la vida de todos losnorteamericanos que entren en nuestras aguas.¡Esta guerra será nuestra! —gritó Yashita y

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comenzó a reírse.Cuatro horas después, una vez que el

segundo turno de obreros se había marchadode la nueva excavación, Tarazawa estabasentado en la zona de carga del viejo barco. Elteniente Seito y uno de los obreros chinos sehabían sentado junto a él. Una vieja lámparade aceite situada entre ellos proyectaba unfantasmagórico brillo sobre los rostros de lostres hombres. Llevaban así las últimas treshoras después de haber examinado lasextrañas tinajas de porcelana que los obreroshabían encontrado en el interior del navío. Lastinajas tenían un metro de alto y habíaalrededor de treinta. Todas permanecíanselladas herméticamente con arcilla, vidrio deporcelana y cera de abejas. La naturaleza desu contenido había sido un misterio para loschinos durante la primera mitad del díadespués de que Yashita hubiera llevado loscontenedores hasta la bodega. Las únicas

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pistas que tenían sobre el contenido eran lasmarcas de arcilla seca alrededor del cuello decada vasija que explicaban el uso de dichomaterial. Tarazawa y los demás no conocíanel nombre exacto de la extraña arma queKublai Kan había pretendido emplear contrasus ancestros, pero enseguida supieron que eraletal.

Cuando se abrió uno de los cierresherméticos, el obrero chino no vio que partedel polvo se había adherido al sellador. Elanciano chino parpadeó y sintió el polvopenetrando en los poros de su piel.Inmediatamente convulsionó una vez ydespués otra, más violentamente. Tosió, fueun profundo sonido de fluidos que degeneróen una avalancha de sangre y moco. Parecíaque los ojos iban a salirse de sus órbitas y laspupilas se le giraron, mostrando el blanco deunos ojos que rápidamente se inyectaron ensangre.

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El almirante y Seito retrocedieronhorrorizados mientras el hombre se deshacíapor dentro. Tarazawa observó conaterrorizada fascinación cómo el hombreinfestado cayó a la cubierta de maderapodrida, tosió otro coágulo de sangre yfinalmente murió.

—¿Qué hemos destapado? —preguntó elalmirante en voz alta mientras Seito y élcorrían hacia la improvisada escalera queconducía a la cubierta superior. Subieron lomás deprisa posible para ponerse a salvo.

El teniente Seito, con su joven rostroarrugado de horror por lo que acababan depresenciar en el viejo y petrificado navío, bajóla cabeza antes de volver a levantarla conesperanza en sus jóvenes ojos. Seito era unode los hombres más brillantes de la MarinaImperial. Se había incorporado al servicio elaño anterior. Él, como muchos de su clase,además era realista y sabía, por mucho que

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dijeran los fanáticos y conservadoresmiembros del gobierno, que Japón habíaperdido la guerra. Solo esperaba que aúnquedara gente en su patria después de que losbombardeos cesaran. Era uno de esos a losque los idiotas llamaban «derrotistas», uno delos que deseaba un cese inmediato de lashostilidades fuera cual fuera el precio, inclusoaunque el emperador tuviera que abdicar yadmitir su falsa divinidad.

—Esta horrible plaga, esta sustancia, nodebería ser tan potente después de siete siglos.¿Y bien? —le preguntó Tarazawa al más viejode los chinos que, solo momentos antes, habíaescapado al destino de su compatriota.

—Ya que se encuentra en forma de polvo,el Kan debió de haber planeado dispersar esasustancia en los vientos si su invasión acababaen desastre.

Por encima de ellos, sobre los andamiosimprovisados que se extendían desde la

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cubierta en la que se encontraban, oyeron elregreso del coronel Yashita y sus hombres y, acontinuación, el ruido sordo del sistema depoleas al caer contra el andamio y las partesmás fuertes de la antigua cubierta.

—Ha venido a llevarse la carga de labodega del barco —dijo Seito, que se quitó lagorra para secarse el sudor de la frente—. ¿Vaa permitirlo?

Tarazawa se levantó y cogió el farol.—La intención del coronel Yashita es la

salvación de la guerra, y es ignominioso por elsimple hecho de que no haría más queprolongar este conflicto por motivos egoístasy, probablemente, mataría a cientos de milesde norteamericanos generando una respuestade represalia que podría terminar con lacivilización japonesa. Hay que impedir queesto suceda.

—¿Qué está diciendo, señor?Tarazawa no contestó. Simplemente miró

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a los obreros chinos y al teniente y despuésbajó la intensidad del farol hasta que se apagó,dejándolos a ellos y al Imperio del Japónsumidos en la oscuridad.

Okinawa, JapónEn la actualidad Cuando los obreros japoneses contratados

en la isla apartaron las últimas rocas, elprofesor Fallon ordenó que se detuvieran. Lespidió a los isleños y a la mayor parte de losestudiantes de Riverside que salieran de lacueva por razones de seguridad. Después deoír el relato del viejo soldado Seito la semanaantes, no quería correr ningún riesgo. Losdocumentos que había descubierto en Pekínhace veinte años, con la ayuda del gobierno

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chino durante uno de sus periodos máscordiales, ya le anunciaban que más allá deaquel muro podía encontrarse con un granhallazgo arqueológico como el junco chino,pero también con una de las sustancias máspeligrosas conocidas por el hombre.

Sarah encabezaba el grupo formado porlas seis personas que se habían quedado pararetirar la última de las rocas volcánicas. Comola preparada geóloga que era, buscaríainestabilidad en la roca cuando se despejara laentrada. Estaba acompañada por la doctoraKowalski, que portaba un dispositivo al quellamaban «inhalador». Mediría y analizaría laspartículas del aire e inmediatamente laalertaría si alguna de las sustancias se hubieraaerotransportado después de que Tarazawasellase la excavación en el año cuarenta ycinco. Ambas mujeres llevaban trajesquímicos herméticos. Carl Everett se preguntósi su animosidad estaba traspasando sus

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pequeños sistemas de comunicación mientrasremovían la última piedra.

—Apártese, señora McIntire, si no leimporta. Tengo que hacer una buena lectura—dijo Andréa Kowalski.

Sarah estaba a punto de responder cuandooyó a Carl aclararse la voz desde unos metrosde distancia y decidió retroceder como lehabían ordenado.

Andréa manejaba con destreza la sondacon forma de micrófono. La introdujo conprecaución por la abertura del tamaño de unapuerta, con cuidado de no tocar la piedra. Unavez estuvo dentro, colocó una fina plancha deacero sobre el agujero y pulsó un botón sobreel pequeño cuadro de mandos del inhalador.En la oscuridad de la cueva, el dispositivo conaspecto de micrófono se separó con unpequeño sonido. Los pesados resortes delinterior se engarzaron y enviaron doscientospequeños dardos en todas las direcciones.

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Cada dardo tenía la punta cubierta detungsteno y el pequeño tallo estaba hecho delipcoclorinida, que con el impacto lanzabahumedad al aire, activando al instantecualquier cantidad de cualquier sustancia quepudiera estar encastrada en la roca extrusiva.Las cabezas de tungsteno eran unidades deradio en miniatura que transmitirían cualquierhallazgo al panel de control del dispositivo. Delos doscientos dardos, algunos encontraron laroca, otros la arena, y otros se hundieron enlas sombras. Andréa, muy despacio, levantó elmedidor de partículas y realizó una lecturavirtual. El dispositivo era tan sensible queinmediatamente analizó todos los elementosaerotransportados en la vieja excavación.

Los demás, que estaban observando elprogreso de Andréa, pudieron ver a la mujercon su traje químico amarillo relajarlentamente los hombros a medida que lospequeños dardos le devolvían su vital

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información sobre la calidad del aire en lacueva. Sin embargo, ninguno de ellos se diocuenta de lo tensa que se había puesto.

Carl finalmente respiró hondo sin nisiquiera percatarse de que había estadoconteniendo el aire. Se relajó cuando la viosacar la pequeña plancha de acero del agujero.

Andréa retiró un pequeño objeto redondode su cinturón, se apoyó contra la abertura ylanzó el pequeño dispositivo tan lejos comopudo. El objeto redondo era un dispositivo deanálisis portátil de un solo uso. Una vezarrojado, se separaría en cinco seccionesdistintas y sus componentes leerían el aireinterior del confinado espacio. Era tan precisoque registró las trazas de cordita ytrinitotolueno que se habían utilizado en 1945,unos sesenta años antes.

Andréa se quitó la capucha.—Todo limpio; solo hay una lectura

extraña que no puedo descifrar, pero no es

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tóxico.—¿Qué es? —preguntó el profesor Fallon,

preocupado.—Trazas de sangre.Los demás comenzaron a desprenderse de

sus equipos protectores.—No hagan eso, por favor. Que no haya

nada en el aire no significa que no vayamos alevantar trazas al entrar. Los dardos solocubren alrededor de un diez por ciento de lacueva, lo cual deja un noventa por ciento conla capacidad de transportar algo que podríamatarles a todos —dijo desganadamente alcolocarse la capucha de nuevo.

Al girarse y entrar en la cueva, el profesorFallon y Carl y los otros dos miembros delequipo de excavación levantaron la luz portátilque utilizarían en la fase inicial de larecuperación. Sarah fue la primera en seguir alespecialista de los Centros para el Control y laPrevención de Enfermedades y encendió su

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linterna una vez estuvo dentro. En unprincipio, lo único que pudo ver con la luz fuepolvo flotando y la espalda de Andréa, queestaba ondeando otra sonda de metalconectada a su lector, en esta ocasiónasegurándose de que sus pisadas no iban aprovocarles la muerte a cada movimiento quehicieran. Entonces la luz de Sarah captó laforma geométrica de unos andamios demadera a través de las motas de polvo.Envuelto en la penumbra se alzaba un barconegro. Aún visible en su lateral, podíaapreciarse lo que parecía un dragóndescolorido tallado en la oscura madera.Recorría toda la longitud del barco y su colase enroscaba alrededor de la popa. Cuando loenfocó con su luz, advirtió que la mitadinferior del navío estaba muy deteriorada. Lostablones podridos que conformaban su cascoempezaban a desmoronarse, haciendo que lacubierta superior se hundiera hacia el interior

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de la embarcación.—Al director Compton le habría

encantado ver esto.Sarah dio un respingo ante el sonido de la

voz de Carl.—¡Por Dios! No hagas eso —lo reprendió

—. Me has dado un susto de muerte. —Aunque tiene razón, pensó. Niles Compton, eldirector del Grupo Evento, vivía paradescubrimientos como ese, y le habríaencantado guardarlo en una de las cámarasacorazadas del Grupo para estudiarlo más afondo. Sarah dejó de lado ese pensamiento yvolvió a centrarse en lo que debía; después detodo, estaban ahí para asegurarse de que lasantiguas leyendas sobre ese barco no eranciertas. Esa era la única razón por la que sehabía infiltrado en esa excavación de launiversidad.

—Puede que tengamos entre manos unasituación peligrosa —dijo Andréa desde los

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andamios más bajos.—¿Peligro? —preguntó Fallon al mirar el

barco, ansioso por demostrar que suinvestigación no erraba y por erigirse endefensor de la historia de Seito acerca de unaantigua embarcación enterrada en una cueva.

—El junco va a desplomarse sobre símismo. Si esa cubierta superior cede, aplastarálo que sea que este barco transportaba y, si suteoría y lo que recuerda el viejo Seito están enlo cierto, podríamos contaminar todoOkinawa.

—Antes de que lo descubramos, doctores,sugiero que traiga aquí al anciano y lehagamos más preguntas —dijo Carl despuésde acceder al andamio superior que daba a lacubierta principal del junco chino.

—No está autorizado, señor Everett —respondió Fallon mientras avanzaba concuidado hasta donde se hallaba él.

—¿Qué tienes ahí arriba, Carl? —le

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preguntó Sarah desde abajo.—La razón por la que el equipo de la

doctora Kowalski estaba recogiendo trazas desangre seca —respondió Carl cuando elprofesor se unió a él.

—Por Dios, ¿qué demonios es eso? —exclamó Fallon al ver lo que Carl estabamirando.

—¿Va a mantenernos en suspense o va aactuar como un profesional? —dijo Andréadesde el nivel inferior.

—Creo que nuestro viejo teniente Seitotiene que contarnos por qué aquí arriba haytres esqueletos con uniformes del ejércitojaponés —respondió inexpresivo.

Todos quedaron asombrados una horadespués, cuando el viejo, junto con suintérprete (ahora ataviados con trajes deprotección química amarillos), se inclinó antelos restos de los tres esqueletos sobre el

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andamio superior.—¿Quiénes son? —le preguntó Carl al

soldado.El anciano se puso recto con la ayuda del

intérprete. Pudieron oírlo tomar oxígenoprofundamente, casi hiperventilando, y acontinuación comenzó a hablar en su japonésnativo.

—Ha dicho —tradujo su intérprete— quelamenta decir que se trata del coronel Yashitay dos de sus soldados. Asesinados de undisparo por la espalda por él mismo y por elalmirante Tarazawa.

—Quería excavar en el buque, ¿verdad?—preguntó Carl—. Yashita quería utilizarlocomo si aún fuera viable.

El anciano comprendió la pregunta sinnecesidad de intérprete y asintió. Después,añadió algo, pero demasiado bajo como paraque los demás pudieran oírlo.

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—El señor Seito dice que fue un acto detraición por su parte y por parte del almirante,pero que volvería a hacerlo. Ya había habidodemasiadas muertes. Sellaron la cueva y en suinforme atribuyeron a un derrumbamiento ladesafortunada pérdida del coronel y de sushombres.

El grupo quedó en silencio. Carl asintióhacia el anciano y Sarah le dio una palmadita aSeito en la espalda.

—¿Dónde está la doctora Kowalski? —preguntó de pronto Fallon.

Carl miró a su alrededor; no veía a Andréapor ningún lado y de inmediato oyó el sonido,al mismo tiempo que lo hicieron los otros.Había ruidos provenientes del interior de laantigua bodega de carga.

—¡Maldita sea! —exclamó Carl al subirrápidamente a la cubierta superior. Su pieatravesó la madera podrida como si hubierapisado un suelo de cristal y, al intentar

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liberarlo, vio a los demás que ascendíanapresuradamente por el viejo andamio demadera. Alzó el brazo rápidamente—.¡Alejaos! Esta jodida cosa estáderrumbándose, yo…

Fue todo lo que alcanzó a decir, ya que supeso fue suficiente para romper el resto de esasección de la cubierta. Al principio sintióingravidez y después el estómago se le subió alpecho cuando comenzó a caer. Se produjouna momentánea oscuridad y entonces unbrillante destello de luz. Notó que algo suavedetenía su caída. Oyó un fuerte gruñido y uninsulto que sonó a francés antes de sentircómo él mismo, y lo que fuera que habíaamortiguado su golpe, caían al fondo de labodega.

—¡Idiota patoso, podría haberme roto elequipo! —gritó Andréa debajo de él—. ¡Opodría haberme destrozado a mí! ¡Apártese!—le ordenó mientras lo empujaba.

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Cuando los dos se pusieron en pie, ella, sindecir nada, enfocó algo con su linterna y loque vio la dejó paralizada al instante.Extendiendo la mano, le indicó que no semoviera. Carl alzó su linterna y se quedóperplejo al ver, al menos, treinta grandescontenedores amarilleados por el paso de losaños y de casi un metro de alto apoyados unoscontra otros y aún amarrados con lo quequedaba de las podridas cuerdas que loshabían sujetado unos setecientos años atrás.Los recipientes tenían un dragón rojo, yadescolorido, pintado en ambos lados.

—¡Joder! —murmuró Carl.—Si lo que quiera que hay dentro sigue

siendo viable, puede que todos estemosjodidos —dijo Andréa mientras miraba lostreinta y dos contenedores de un armamisteriosa que, según la leyenda china, era el«aliento del dragón».

Dos horas más tarde, después de que el

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grupo de excavación hubiera ayudado aAndréa a montar su equipo fuera del casco deljunco, esperaron ansiosos a que ellaconfirmara sus peores temores. Losestudiantes de posgrado y el profesor Fallonsabían que si la carga seguía siendo un agenteactivo pulverizado, no tendrían ningunaoportunidad de examinar el antiguo junco.

Carl, al fin, reunió todas las piezas delrompecabezas: el año anterior, un laboratoriochino de setecientos años de antigüedad habíasido desenterrado durante una excavaciónarqueológica fuera de Pekín. Cuando unaunidad infiltrada del Grupo Evento descubrióque los estudiantes de la Universidad de Pekínhabían encontrado pruebas de una instalaciónbiológica adelantada a su tiempo en cientos deaños, la noticia había impactado a losvirólogos del Grupo Evento. Se habían halladotrazas de agentes químicos dentro de losrestos de los hornos. Rudimentarios

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microscopios, compuestos de ocho o nuevediferentes lentes de cristal que proporcionabanla ampliación necesaria para estudiar laexpansión de la enfermedad también fuerondesenterrados cerca, en una excavaciónaparte, que igualmente fue investigada por elGrupo. Esos dos elementos, uno junto al otro,pintaban un cuadro histórico que sacudiría loscimientos de la ciencia moderna si se corrierala voz. Después, el departamento de CienciasComputacionales de Evento descubrió que,unos setecientos años antes, las fuerzasinvasoras de Kublai Kan intentaron soltar en elaire un compuesto pulverizado. Taleshallazgos fueron pasando por la cadena demando hasta que el presidente dio permiso, aregañadientes, para que en la excavación deFallon pudieran participar Carl y Sarah porrazones de seguridad nacional, tras hacersepatente que el doctor Fallon había encontradoel lugar mientras estudiaba los informes de

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supervivientes en Shanghái que hablaban deun misterioso naufragio en la isla de Okinawa.

Aún con su traje químico, Andréa instalóuna pequeña mesa de trabajo dentro de labodega de carga del navío chino. Carl instalóuna improvisada luz y se quedó de pie junto ala doctora mientras ella llevaba a cabo suanálisis. Carl era el único miembro del equipoal que permitió entrar y únicamente porque yaestaba ahí. Hasta el momento había empleadocon mucho cuidado un taladro especial paraperforar la cera de abeja y la porcelana. Sinextraer el taladro, colocó un anillo de goma enla broca y la fijó al sellador de cera antes deretirar la broca del contenedor y de la junta degoma. Tras extraer la herramienta,rápidamente cubrió la junta de goma con untapón de goma. A continuación, respiró hondoy se sentó. De los instrumentos que habíareunido en su pequeña mesa, cogió un tuboque contenía una sustancia química de color

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claro y lo agitó hasta que el líquido se volvióámbar. Después, colocó la punta de la sondaen su interior.

—Si es usted un hombre religioso, señorEverett, ahora es el momento de rezar paraque, sea lo que sea esta cosa, se hayadeteriorado a lo largo de los siglos y hayaquedado inactiva. Si no, me temo quetenemos por delante mucho que limpiar.

Carl no respondió; había permanecidocallado durante todo el procedimiento. Desdeque había caído por la cubierta podrida,mantenía los ojos bien abiertos mientrasreflexionaba sobre algunas cosas. Habíaestudiado el informe de la doctora Kowalskique Niles Compton había reenviado desde lalocalización del Grupo en Nevada y en él nose mencionaba el hecho de que la buenadoctora hablara francés. La información noparecía importante, pero los informes estabanelaborados por la Agencia de Seguridad

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Nacional y no pasaban nada por alto. Aun así,ahora estaría alerta por si había otrosdescuidos.

Cuando Andréa separó lentamente elpequeño tapón de goma de la junta,rápidamente volvió a sellarlo con la sondatelescópica que, con mucho cuidado, fueintroduciendo en el contenedor de porcelana.Carl pudo oír su breve y controladarespiración mientras mantenía el brazo firme.Insertó la sonda dentro del contenedor hastaque encontró resistencia y entonces la soltó ysacudió las manos como si se le hubieranquedado dormidas.

—Lo que quiera que haya ahí dentro se haendurecido con los años. Y eso es bueno;significa que puede que ya no haya polvo yque será más fácil moverlo si resulta que sigueactivo.

—Me produce vértigo que me diga eso,doctora —dijo Carl con la mirada fija en

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Andréa y el contenedor.Andréa frunció el ceño bajo su máscara y

quitó su analizador portátil de la mesa. Agarródos pequeños cables eléctricos que salían de lasonda de acero que había introducido en elcontenedor de porcelana y los conectó a suordenador portátil. Después, cogió el tubo degoma de un octavo de pulgada de la sonda ytambién lo insertó en un lateral del analizador.A continuación, tomó una buena bocanada deoxígeno y comenzó a teclear unos comandos.De pronto, el analizador emitió tres pitidos enuna rápida sucesión y el indicador de laesquina superior derecha se puso rojo.

—Bueno, eso no tiene muy buena pinta —dijo Carl.

Andréa no respondió. Lentamente, bajó elanalizador y dejó la sonda en el contenedor.Se levantó con cuidado, se apartó lentamentey sintonizó la radio que llevaban en la mangaamarilla de su traje químico.

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—Bueno, ¿qué es? —preguntó Carlmientras Andréa se alejaba del contenedor.

—¿Profesor Fallon? No entiendo del todocómo lo hicieron los chinos hace setecientosaños, pero lograron…

—Doctora Kowalski, señor Everett,¿serían tan amables de reunirse con nosotrosaquí en el andamio, por favor? —ordenó unavoz familiar—. No quiero tener que ponermedesagradable con sus colegas.

Andréa miró a Carl.—¿Lleva un arma consigo, señor Everett?

—susurró Andréa al introducir la mano en unpequeño bolso que llevaba colgando delcostado y sacar una pistola automática Berettade 9 mm.

Carl enarcó las cejas bajo su máscara.—¿Ir armado es lo normal en los Centros

para el Control y la Prevención deEnfermedades? —preguntó él mientras sacaba

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una Colt automática del 45.—¿Es Asaki ese que ha hablado, el capullo

del gobierno de Okinawa? —preguntó Andréaen voz baja.

—Sí, y creo que no me gusta nada su tono—respondió Carl preparado para laconfrontación.

—Señor Everett, si está armado, porfavor, deje su arma sobre la cubierta superiorantes de venir o me temo que aquí nuestrosamigos harán algo desagradable —le advirtióAsaki.

Carl le indicó a Andréa que se guardara lapistola en el traje químico. Sin vacilar, ellarápidamente despegó el velcro, se bajó lacremallera y se guardó su Beretta; fue casicomo si se hubiera esperado la orden de Carl.

—Podemos quitarnos los trajesprotectores por ahora, no hay rastro departículas aerotransportadas —gritó Carl.

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Se quitó la capucha y la máscara, tiró la 45por el agujero que había hecho al atravesar lacubierta con la caída y se giró hacia Andréa.

—Entonces, ¿con qué agencia está,doctora? Con la Agencia de SeguridadNacional, con la CIA o con alguna otra? —susurró.

—Por favor, vengan a la cubierta para quepodamos terminar —ordenó Asaki—. La másmínima estupidez y les haremos daño a susamigos, empezando por los estudiantes.

Carl respiró hondo y esperó a Andréa.Mientras pasaba por delante de él, ella se

quitó la capucha y la máscara y se sacudió sumelena pelirroja. Se detuvo un instante, lojusto para coger sus gafas de la pequeña mesa.Después, se giró y miró a Carl mientras se lasponía.

—En respuesta a su pregunta, señorEverett, supongo que podría decir que conocea mi marido, o exmarido, para ser más

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precisos. Verá, señor Everett, yo también séque usted no es un miembro de seguridadcontratado por la Universidad de Riverside,sino que en realidad es el número dos deldepartamento de Seguridad de lo que seconoce en círculos muy privados como elGrupo Evento —susurró—. Me llamoDanielle Serrate, antes señora de HenriFarbeaux. Y ahora me temo que debemoshacer lo que nos dicen antes de que maten auno de esos chicos inocentes.

Por un momento, Carl no pudo moverse.Se esperaba algo, pero no la exmujer delenemigo número uno del Grupo. Ahora sabíapor qué había maldecido en francés cuando lapilló desprevenida. El coronel Henri Farbeauxhabía sido como una piedra en el zapato parasu organización durante quince años. Farbeauxera mucho mejor recabando informeshistóricos de lo que la mayoría de las nacionescreían. Aunque despiadado en su búsqueda de

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antigüedades y tecnología, no necesariamenteen ese orden, era un hombre que rivalizabacon el director del Grupo, Niles Compton, encoeficiente intelectual, razón por la que era tanpeligroso y por la que, al menos, cinco paísestenían una sentencia de muerte contra él.

—No me extraña que sea usted tan zorra—farfulló él para sí cuando comenzaron asubir.

Inmediatamente, Carl asimiló la situación ysupo que, desde un punto de vista militar odefensivo, iba a ser como un hombre con unasola pierna en un concurso de dar patadas enel culo. Por el modo en que los malos estabandesplegados dentro y alrededor de la cueva,podía ver que no tenía posibilidades. Asakihabía desplegado a sus hombres en seis zonasdiferentes, donde mantenía retenido al equipode campo en el interior de la cueva. Carl sabíaque Asaki debía de tener más hombres, tantoen la cueva más grande como fuera. Sarah y

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el profesor Fallon y el viejo soldado Seitoestaban junto al representante de Okinawa,que obviamente no era Asaki, a menos quefuera algo peor y estuviera desempeñando undoble deber como matón y burócrata.Además, a su lado y sujetando su propia Colt45 estaba el intérprete del anciano.

—Por favor, dé un paso a un lado y dejeque la doctora Kowalski se una a nosotros,señor Everett. Tenemos mucho que hacer ymuy poco tiempo para hacerlo —exhortóAsaki mientras agitaba una pequeña pistola.

Carl permitió que la recién desveladaDanielle Farbeaux, o como ella decía, Serrate,saliera de detrás de él. Aún no estaba segurode que ella no estuviera metida también en loque sucedía ahí.

—Muy bien, como pueden ver, las cosasno son lo que parecen. Su situación ha pasadode una de descubrimiento a una decooperación. Hagan esto y les aseguro que

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nadie resultará herido —dijo Asaki losuficientemente alto como para que todos looyeran; su voz se transportó con facilidad porla pequeña cueva.

—Es usted… una… deshonra —dijo Seitocon un titubeante inglés.

Asaki ignoró al anciano y le indicó aDanielle que se acercara.

—A ver, doctora, ¿con qué clase deagente biológico estamos tratando?

—Aún no he completado mi análisis.—Creo que miente, pero no tema,

doctora, tenemos gente para eso; extraeremosel arma primero y después…

Andréa lo interrumpió.—Si comete un solo error, podría

condenarse a una muerte horrible —dijo alsituarse directamente sobre los restos y eldestrozado uniforme del coronel del ejércitode la segunda guerra mundial. Tenía un pie

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posado sobre la espada samurái del coronel—.¿Por qué hacen esto?

—El hombre al que está pisando tantranquilamente es mi abuelo. Mi verdaderoapellido es Yashita —dijo el hombre al queconocían como «Asaki».

Carl ahora comprendía, al menos, parte delo que estaba sucediendo. ¿Quién se lo habríaimaginado?

El hombre del gobierno apuntó a Seito.—Fue asesinado por este hombre y por el

cobarde y deshonrado almirante Tarazawaporque no tuvieron la fortaleza de salvar laguerra como mi abuelo había deseado hacercon este regalo de los dioses. Pero hoy lasviejas heridas se sanarán y mataré dos pájarosde un tiro.

Seito escupió a Yashita. Sarah, al ver lafuria que atravesó el rostro de Yashita, sesituó delante del anciano soldado sin pensarlo.Entonces una extraña calma invadió la cara del

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representante del gobierno, que sonriómientras se limpiaba de la mejilla y del cuelloel esputo del anciano.

—Como he dicho, para cuando termine eldía mi sentido de la justicia habrá quedadosatisfecho.

—¿Qué haría con un agente biológicoalguien como usted? ¿Vendérselo al mejorpostor? —preguntó Carl aún con las manosalzadas.

—Nada tan mundano, se lo aseguro.Ustedes los norteamericanos siempre piensanen el dinero. ¡Dinero, dinero, dinero! —gruñó—. La guerra nunca terminó para muchos denosotros, señor Everett. Al igual que miabuelo antes que yo, soy un patriota y sigomuy activo en la guerra contra su país, comolo están muchos otros en todo el mundo. —Dio un paso al frente y señaló hacia abajomientras diez hombres vestidos con trajesquímicos verdes empezaban a subir. Todos

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llevaban grandes bolsas con cremallerahermética—. Cuando hayamos completado elanálisis del arma, se extenderá por todo elmundo. Todo elemento que forme parte denuestra causa contra Occidente recibirá unbote. ¿Quién iba a pensar que el gran ypoderoso Kublai Kan acudiría a ayudarnos?Esto servirá para vengar la destrucción de mipaís y la masacre sinsentido de cientos demiles —dijo mientras veía a Carl dar unamedrentador paso adelante—. Por favor, sigaavanzando, señor Everett, y podemosempezar con esto ahora mismo, si así lo desea—añadió al apuntar a Sarah con su pistola.

Los hombres de Yashita empujaron a Carly a Danielle para que ellos dos abrieran paso,motivo por el que ambos chocaron. Elmovimiento que se produjo obligó a Carl aagarrarla para evitar que ella cayera por elandamio y lo situó directamente sobre la viejaespada samurái.

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Yashita gritó en japonés y los hombressituados abajo llevaron a los estudiantes a lacueva exterior. Después, alcanzó el últimoandamio, se puso la capucha protectora y semetió en la bodega para ver los contenedorespor sí mismo.

El intérprete y los tres hombres de Asakicondujeron a Sarah, a Fallon y al ancianojunto a Carl y Danielle.

—¿Estáis bien? —preguntó Carl.—¡Nunca me he sentido más impotente en

toda mi vida! —dijo Sarah furiosa.—Esto es un poco distinto a sus limpias

aulas de Nevada, ¿verdad, alférez McIntire?—preguntó Danielle.

Sarah no respondió al sarcasmo deDanielle; por el contrario, enarcó las cejas almirar a Carl.

—Resulta que nuestra doctora Kowalskies Danielle Serrate, la antigua señora de Henri

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Farbeaux.Sarah no se molestó en ocultar su asombro

y bajó los brazos provocando una bruscareprimenda por parte de sus captores.Rápidamente, volvió a subirlos y después serió.

—No me extraña que sea tan zorra —dijoella repitiendo el anterior comentario de Carl.

Veinte minutos después, los hombresarmados les permitieron bajar los brazos y lesordenaron que se sentaran sobre la chirriantemadera de los escalones. Carl tuvo laprecaución de posar su trasero justo sobre lavieja espada del coronel, por muy incómodoque fuera.

—¿Trabaja para la Comisión Francesa deAntigüedades? —preguntó Sarah.

—Sí, mi presencia aquí no está autorizada.Me enteré de que mi exmarido habíaempezado a investigar y estudiar sobrepeligrosos biorriesgos; tenía un exhaustivo

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informe sobre la invasión de Kublai Kan, elcual mencionaba este buque en varios pasajes,así que pensé que podría presentarse aquí.

—¿Se ha tomado tantas molestias paraseguirle el rastro a su exmarido? ¿Tantasganas tenía de reconciliarse? —le preguntóSarah.

—Mis intenciones eran algo más oscuras,pequeña Sarah. Iba a eliminarlo —respondióDanielle fríamente.

—Antes trabajaba para su departamento.¿Qué diría su director de todo esto? —lepreguntó Carl.

Danielle lentamente se giró hacia Carl yesbozó una sonrisa forzada.

—Yo soy la directora de mi departamento.Sarah y Carl se miraron.—¿Quiénes son todos ustedes realmente?

¿Hay alguien que sea quien dijo que eracuando firmó? —preguntó furioso Fallon.

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Pobre Fallon, pensó Sarah. ¿Qué podíadecirle, que trabajaba para la organización mássecreta del gobierno norteamericano? ¿Que loque ella hacía era recolectar datos históricos yanalizarlos, catalogarlos, y aprender de ellospara asegurarse de que su país no cometía losmismos errores dos veces? ¿Que era untrabajo que requería que se infiltrara enexcavaciones desarrolladas por universidadesy que trabajara para empresas privadas paraobtener información sobre absolutamentetodo? ¿Que estaba ahí para proteger a losnorteamericanos, y en ocasiones al mundo, desí mismos, porque lo que ellos no sabían eraque la agencia de su gobierno lo sabe todo,desde la verdad de la religión hasta la verdadde los OVNIS?

—Profesor Fallon, lo único que podemosdecirle es que estamos aquí para ayudar —respondió Sarah.

—Estoy seguro de que eso lo reconfortará

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—dijo Yashita mientras subía del interior de laantigua bodega. Se quitó la capucha protectora—. Una cosa que deberían saber, todosustedes, es que no quedan más héroes en suporción del mundo, solo robots que obedecenlas órdenes de Washington y de otrasentidades agonizantes.

—Quizá queden uno o dos en Occidente—apuntó Danielle sonriendo.

Al instante, unos gritos salieron de lacueva más exterior. Yashita pareció confuso yordenó a sus tres hombres que fueran ainvestigar. Cuando se dispusieron a descenderpor el andamio, Danielle se bajó la cremallerade su traje protector, sacó su Beretta ydisparó, aunque no alcanzó a Yashita, quesaltó desde los escalones de arriba y rodó alaterrizar. Cuando intentó levantarse, unatremenda explosión sacudió la caverna, tirandoa todo el mundo al suelo. Los hombres contrajes químicos comenzaron a salir de la

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bodega del barco por las escaleras que habíaninstalado para descender, y desenfundaron suspistolas. El intérprete empezó a gritar órdenesy los hombres giraron sus armas hacia loscautivos.

—¡Oh, mierda! —gritó Carl. Le propinóuna patada con su bota de goma al hombreque tenía más cerca y lo derribó. Rápidamentele arrebató el revólver, un Colt de pequeñocalibre, y disparó a la máscara protectora deotro secuaz de Yashita. Al hacerlo se diocuenta de que varios de esos fanáticos caíanpor el andamio, derribados por algo no visto nioído. Su peso añadido sobre la maderapodrida fue demasiado para la estructura, quese rajó y se plegó sobre sí misma. Un instanteantes, Carl vio a uno de los esbirros deYashita agujereado mientras caía hacia atrás, ala bodega. Y entonces sucedió, todos cayeron.

Se oyeron gritos procedentes de todas laszonas de la cueva. Carl estaba tendido en el

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casco, aturdido y con Danielle sobre él,luchando por quitarse de encima cientos dekilos de madera podrida. Podía oír a Sarahdesde alguna parte gritar que Yashita estaba ala izquierda. De pronto sintió cómo lo alzaban;sintió unas manos bajo él y entonces,quienquiera que fuera que estaba ayudándolo,desapareció en el polvo y el humo. Acontinuación oyó a Sarah gritar otra vez.

Cuando el andamio comenzó aderrumbarse, ella había intentado arrebatarleel arma al intérprete, que se había disparado.Notó un punzante dolor en el hombro.Después, el hombre había disparado a Seito aquemarropa. Ella volvió a gritar para advertirloy vio al viejo soldado saltar a la derecha yapartar los escombros del andamio paraabrirse paso. Sarah empezaba a desprendersede toda esa madera podrida que la rodeabacuando vio a Yashita de pie a su lado,disparando a alguien en la cueva inferior. Se

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preguntó si los estudiantes se habrían liberadoy habían desatado esa pesadilla. De prontosintió que alguien la levantaba… nada menosque Yashita. Estaba sangrando por la boca yzarandeándola.

—¿Quiénes son? —gritó.Debajo de ellos, Carl finalmente alzó a

Danielle, le arrebató la Beretta y despuésintentó salir de entre los escombros quecubrían el suelo de la cueva. Cuando doshombres apuntaron hacia él, supo que nopodría levantar la pistola a tiempo, pero antesde que pudiera intentar disparar, una ráfaga debalas los alcanzó y los derribó. Fue entoncescuando Carl se fijó en que alguien ataviadocon un traje negro de Nomex, una capucha denylon y una máscara antigás salió de unafloramiento de la roca. Estaba a punto degritar cuando oyó otros gritos más fuertes trasellos. El hombre de negro echó a correr y Carly Danielle lo siguieron rápidamente.

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—¡Quiero que salgan de aquí! ¡Si no medejan pasar, la muerte de esta mujer recaerásobre sus conciencias, no sobre la mía! —volvió a gritar Yashita. El cañón de su pistolaasestaba la sien de Sarah, que parecía másfuriosa que asustada.

El hombre de negro actuó como si nohubiera oído nada; avanzó lentamente y susubfusil Ingram no se movió ni un milímetro.Carl intentó detener al comando, pero elhombre le apartó la mano con facilidad.Detrás de unas gafas negras y un dispositivode visión nocturna sobre la máscara antigás,los ojos del hombre apuntaban directamente aYashita. Carl sabía que si el comandodisparaba, Yashita podría reaccionar con unacto reflejo y matar a Sarah de todos modos.

De pronto se escuchó un fuerte grito enjaponés y una figura salió de la oscuridad. Elbrillante filo de un cuchillo provocó un destelloy la mano de Yashita que sujetaba la pistola se

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apartó de la cabeza de Sarah. Esta quedórociada de sangre cuando se liberó del otrobrazo de su captor. En ese momento todomovimiento cesó y las miradas se posaron enSeito. Sostenía en alto la espada samurái y porsu pecho caía sangre manchando el plásticoamarillo de su traje químico. Con un grito defuria, bajó la espada sobre Yashita,partiéndolo en dos desde el cuello hasta elcentro del pecho. El anciano vio a su enemigoabatido y permaneció donde estaba, ensilencio, sin mover la espada y con sus ojosmarrones clavados en el hombre muerto quetenía ante sí. Después, lentamente, su artríticamano soltó la espada y él se dejó caer sobresu costado derecho.

El hombre de negro echó a correr con suarma aún apuntando a la cabeza de Yashita.Al no percibir movimiento, rápidamente fuehacia Sarah y, con un poderoso brazo, lalevantó. Danielle y Carl corrieron hacia Seito.

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Él inmediatamente vio el agujero de bala en elpecho del anciano y resopló exasperado.Después, se agachó y levantó la cabeza deSeito. Danielle, apenada, tomó la mano delhombre.

Había siete comandos en total. Seis deellos habían llevado a Fallon y a losestudiantes a la entrada de la cueva; todosestaban bien, por lo que Carl podía apreciar.

—Ha tenido que volver a jugar a lossoldaditos, ¿eh? —le dijo a un moribundoSeito.

—Ese… hombre… no tenía… honor.Carl asintió.Seito sonrió al mirar al hombre del traje

negro de Nomex e intentó decir algo en inglés,pero no lo logró. Por eso graznó unas cuantasfrases en japonés, cuyas palabras apenas pudopronunciar al final. Después, sus ojos secerraron y murió.

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—Me pregunto qué habrá dicho —dijoCarl apartando de los ojos del hombre unmechón de pelo cano.

—Ha dicho que había oído la opinión deYashita sobre que ya no quedaban héroes —tradujo Danielle.

El hombre de negro se quitó su dispositivode visión nocturna, la máscara antigás y lacapucha de un solo movimiento. Jack Collins,el director de Seguridad del altamente secretoGrupo Evento y jefe de Carl, miró a Seito.

Danielle frunció el ceño.—Ha dicho que Yashita se equivocaba;

donde haya buenos hombres, siempre habráhéroes.

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EN total hubo dieciséis muertos entre losmiembros del Ejército Rojo Japonés,incluyendo a su líder, Tagugi Yashita, elhombre más buscado de Japón. La vergüenzasufrida por el gobierno japonés por tener a unconocido y buscado terrorista instaladocómodamente, y protegido, en el gobiernocivil de Okinawa sería algo debatido durantemuchos años. Pero Yashita había utilizado lainfluencia de su familia para actuar de lamanera más clandestina posible, esperando lahora propicia mientras dirigía los asaltos a laburocracia de Japón desde la seguridad de suposición gubernamental, incluso recibiendonotificaciones de avances contra elmovimiento ERJ. Sus actividadesatemorizarían al gobierno durante muchos

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años.La unidad de Fuerzas Especiales del

Ejército japonés, que había planeado y llevadoa cabo el asalto a la cueva, le había permitidoal general Jack Collins el acceso a la operaciónsolo porque años atrás Jack había ayudado aentrenar a sus oficiales en el difícil arte delasalto encubierto. La información que Jack leshabía proporcionado fue también un factordecisivo a la hora de lograr acompañarlos, conlos militares japoneses creyendo por completoque él aún era miembro del 5.º Grupo deFuerzas Especiales de Fort Bragg. Pero pocosabían sobre el hecho de que llevaba el últimoaño y medio en servicio destacado para elDepartamento 5656.

La unidad de asalto japonesa ahora estabatrabajando codo con codo con eldepartamento de Guerra Química de la islapara una segura manipulación y retirada delagente pulverizado. En total, casi

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cuatrocientos kilos del polvo desconocido seencontraban en la bodega del viejo junco.

Sarah McIntire fue hacia Jack y no dijonada; simplemente le agarró la muñeca unmomento y se la apretó con fuerza. Collins leguiñó un ojo.

—¿Cómo cojones sabías lo que pasabaaquí? —preguntó Carl yendo hacia Jack tanpronto como se había asegurado de que Fallony sus estudiantes estaban a salvo fuera.

Collins le puso el seguro a su subfusilIngram y se lo echó al hombro sin apartar lamirada de Sarah en ningún momento.Después, finalmente, miró a su alrededor yencontró a la persona con la que quería hablar:Danielle Serrate.

—Porque hace dos días una mujer llamóal director Compton a su línea privada delGrupo. Sabemos que no fue Sarah porqueresultaba imposible contactar contigo o con elseñor Everett por radio… Podéis

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comprobarlo, sospecho que las hanmanipulado…, y ya que podemos descartar alos alumnos del doctor Fallon porque nisiquiera saben que existimos, hemos desuponer que fue usted, señorita…?

Carl sacudió la cabeza.—Jack, es Danielle Serrate, la directora de

la Comisión de Antigüedades del gobierno deFrancia.

Danielle dio un paso al frente, con lacremallera de su traje químico bajada y laparte superior atada a la cintura. Carl vio quetenía unos grandes arañazos en los brazos,pero aparte de eso, había superado lashostilidades con unos daños mínimos.

—El gobierno de Estados Unidos está endeuda con usted, pero si puedo preguntarlo,¿por qué nos ha llamado? Los comandosfranceses habrían estado encantados desumarse a la refriega —preguntó Jack.

Ella le puso el seguro a su Beretta y se

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guardó la pistola.—Mi gobierno no sabe nada de esta

operación. Estoy de permiso por asuntospersonales.

—Bien, ¿ya podemos saber su verdaderonombre?

—Jack, su apellido de casada es Farbeaux—respondió Carl en voz baja.

—Ya no me siento vinculada a miexmarido, señor Everett. Creo que le heinformado de eso antes.

—Bueno, la cosa se pone emocionante —dijo Jack girándose hacia Carl—. Esoexplicaría cómo encontró el número privadodel director Compton. —Se giró hacia lafrancesa—. Señora Serrate, ¿puedo ofrecerlenuestra hospitalidad y la oportunidad deexplicarse?

—Me temo que no puedo permitirle queme lleve ante las autoridades japonesas, ya

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que eso incrementaría notablemente elvolumen de las explicaciones que tendría quedarle a mi gobierno.

—No hay problema; ahora nos trasladarána un lugar seguro. Creo que podemos dejar algobierno japonés al margen.

—No es la clase de hospitalidad queesperaba después de haberles ayudado asalvar todas estas vidas.

—Eso es lo que me produce curiosidad,señora. ¿Por qué iba la exmujer de unenemigo a ponerse en contacto con nosotrosen lugar de utilizar sus propios recursosnacionales? Capitán de corbeta Everett,acompañe afuera a nuestra salvadora. Creoque nuestro transporte ha llegado —dijo Jackcuando les llegó el sonido de un helicóptero enel exterior de la cueva.

El Seahawk MH-60 gris voló bajo paraevitar convertirse en un punto de luzdesconocido en cualquier radar aéreo. El

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helicóptero de la Marina pasó a solo unospocos metros por encima de los mástiles delos buques de pesca japoneses. Jack Collins,Sarah McIntire, y Carl Everett, aún deincógnito, estaban sentados tranquilamente,sin hablar. Su tapadera como miembros deArmas Especiales de la Marina seguía intacta,una historia respaldada por Niles Compton ypor el presidente de Estados Unidos. Daniellehabía visto informes sobre los tres entre losarchivos de su marido recuperados en laredada de su casa de Los Ángeles. Sabía queSarah era una nueva alférez del Ejército deEstados Unidos, la nueva directora deldepartamento de Geología. Sarah había sidoparte integral de otras operaciones misteriosasen el desierto norteamericano el año anterior.Lo mismo sucedía con Jack Collins; serumoreaba en los oscuros lugares donde losgobiernos se reúnen que era el sargento quien,en realidad, había dirigido la extraña misión

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que había hecho frente a un OVNI. Daniellesolo había escuchado rumores, pequeñosextractos sobre el evento provenientes de laespeculación de Inteligencia.

La persona que más le interesaba era elcapitán de corbeta Carl Everett, un antiguoseal. En la actualidad la Inteligencia francesasospechaba que era el número dos deldepartamento de Seguridad del Grupo, pordebajo de Collins. Ese hombre era una bestia,pero, aun así, la intrigaba. Tal vez era por suinmediato rechazo hacia ella, no lo sabía, peroaprendería todo lo que pudiera sobre él. Setrataba de un hombre que mostraba susemociones y por eso podía resultarle muy útilen el futuro.

Mientras lo pensaba, el Seahawk comenzóa subir a gran velocidad. Danielle se colocó losauriculares y se inclinó sobre su asiento haciael comandante Collins.

—¿He de asumir que van a llevarme a un

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pequeño barco pesquero de la CIA junto a lacosta y que me interrogarán en su barquito detortura, tal vez? —preguntó enarcando la cejaderecha.

Carl gruñó y se giró sacudiendo la cabeza.Sarah se rascó la nariz. Jack Collins se inclinóhacia delante y, muy serio, señaló hacia laventanilla.

—No, señora, ni tortura, ni CIA, nidefinitivamente barco pequeño —respondiósin apartar de ella sus ojos azules.

Danielle se giró hacia donde elcomandante estaba señalando y quedóasombrada por primera vez en muchos años.Intentó que no se le notara mientras miraba elobjeto más grande que había visto en su vidasin estar anclado al suelo. El portaviones claseNimitz avanzaba, por lo menos, a treinta ytantos nudos. Su impresionante proa levantabaal aire los verdes mares mientras surcaba elPacífico a doscientos diez kilómetros de la

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costa de Okinawa.El jefe de la tripulación del Seahawk bajó

su micrófono para poder hablar con los demása bordo de la versión naval del Blackhawk.

—Señora, por favor, siéntese paraaterrizar y bienvenida al USS GeorgeWashington.

Las dependencias del capitán a bordo delGran George, como los hombres llamabancariñosamente al barco, eran espaciosas yestaban muy bien equipadas para tratarse deun buque de guerra de Estados Unidos. Elcapitán se había excusado y les habíapermitido a los miembros del Grupo Eventoque emplearan el camarote más grande yseguro del barco para interrogar a la ciudadanafrancesa. El capitán del Gran George no secreía que fueran miembros especiales de lasFuerzas Navales; se olía que eran de la CIA.

Cuando los ayudantes de la cantina lesllevaron café y una pequeña bandeja de

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sándwiches, Jack se tomó su tiempo paraquitarse de encima su equipo de asaltoNomex. Tendría que darle las gracias alequipo Seis de los Seal, que estaba a bordo,por el préstamo. Sarah les sirvió el café atodos y se sentó en una de las sillasacolchadas que rodeaban la mesa dereuniones. La doctora del barco se habíaocupado de su brazo y los analgésicos que lehabían administrado estaban relajándola.

Alguien llamó a la puerta del camarote y elteniente de la Marina J. G. Jason Ryan entró.Sonrió a todo el mundo y se dirigió hacia Jack,que estaba limpiándose las manos con unatoalla. Le estrechó la mano.

—Me alegra ver que habéis salido de unapieza, comandante —dijo Ryan al girarse parasaludar también a Carl y a Sarah.

—¿Es que estás reencontrándote conviejos amigos? —preguntó Jack mientras sesentaba y se acercaba su taza de café—.

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Señora Serrate, es Jason Ryan, solía salirvolando de estos portaviones con los quejuega la Marina. Ahora trabaja para mí y parael Grupo.

Danielle dio un sorbo de café y asintióhacia el hombre, que agarró una silla y sesentó junto a Sarah, a quien le guiñó un ojo.

—Por cierto, Jack, el capitán ha dadopermiso a la señora Serrate para volar en unahora a bordo de un C-2A Greyhound endirección al Aeropuerto Internacional deNarita, en Tokio. El director Compton hareservado un vuelo en primera clase desde allíhasta París para nuestra invitada. —Jasonmiró a la pelirroja Serrate—. El director queríaque le diéramos las gracias de su parte poradvertirnos de que el señor Yashita no eraquien parecía ser.

—¿Puede explicar cómo lo supo? —lepreguntó Jack.

—Me topé con el nombre de Yashita en el

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archivo de mi exmarido. Decía que era unhombre sin escrúpulos, conocido por la gentede Okinawa como «señor Asaki». Por eso,cuando nos presentaron a aquel hombre en laisla, no fue tan difícil atar cabos y llamé a sudirector. Ahora, ¿van a soltarme? —preguntómirando a Ryan y a Jack.

—Por lo que sabemos, ni la Interpol, ni elFBI ni ningún otro Servicio de Inteligenciaextranjero la busca. En otras palabras, señoraSerrate, no podemos relacionarla con ningunade las ilegalidades de su marido.

—Para dejarlo clarísimo, no podemosarrestarla por estar casada con un cretino y unasesino —añadió Carl, mirando directamente aDanielle y esperando una reacción.

Jack se aclaró la voz. Contempló cómo lafuria iba aumentando en el rostro de lafrancesa.

—La pregunta del millón de dólares,señora Serrate, es: ¿qué hacía usted ahí, en

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primer lugar?Danielle dejó su taza sobre la mesa.—Hace varios meses me enteré del interés

de mi exmarido por los rumores en torno aeste lugar de Okinawa y por varias otraslocalizaciones por todo el mundo dondecirculaban extraños comentarios sobre barcosy ciudades perdidos. Un interés por cualquierzona del globo donde pudieran encontrarseleyendas sobre antiguos alquimistas o cienciaavanzada, si lo prefieren. ¿Por qué? No lo sé,ya que los asuntos de mi mari… miexmarido… son suyos. Pero se ha convertidoen una vergüenza para mi gobierno, para midepartamento y para mí. Puesto que susactuales intereses están alejados de susactividades habituales, creo que quizá se hayamezclado con elementos sucios que puedenresultar preocupantes tanto para su gobiernocomo para el mío.

—Bueno, pues cuéntenos lo que tiene —

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dijo Jack sabiendo que había una grabadora enfuncionamiento recogiendo todo lo que estabadiciendo la francesa.

—Pensé que habría venido aquí tras estenavío. Hemos localizado un piso franco enMéxico y otro en Los Ángeles, dondeencontramos varios artículos de investigaciónque trataban de una antigua arma dedestrucción masiva oculta en ese antiguojunco —respondió ella antes de dar un sorbode café—. Esperaba que apareciera aquí paraque así yo pudiera ponerle freno a sufraudulenta afiliación con mi gobierno, ydeseaba hacerlo ante sus más fervientesenemigos, como muestra del compromiso demi departamento en esta cooperación.

—¿Estuvieron casados mucho tiempo? —preguntó Carl, de pie y dirigiéndose hacia lacafetera de plata para servirse otra taza.Después, se acercó y rellenó la de Danielle.

—Me casé con él cuando yo tenía

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dieciocho años.—Por favor, continúe, señora Serrate —

dijo Jack.—Mi marido ha sido bastante… —Buscó

la palabra adecuada—. Ha sido unsinvergüenza durante un tiempo y estáinmerso en una búsqueda muy desconcertantey por una razón que aún no puedocomprender. Incluso poseía un informe muycompleto de una investigación científica sobreuna oscura leyenda acerca de una expediciónespañola en Brasil hace unos quinientos años;un proyecto de investigación muy caro.

—¿Tiene algo más en lo que pueda estartrabajando? —le preguntó Sarah.

—Al parecer ha encontrado un nuevofinanciador y ha estado en tratos con undocente norteamericano sobre un proyecto.Esperaba que se tratara del profesor Fallon ydel yacimiento de Okinawa, pero ahora metemo que estoy en un punto muerto.

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Jack miró el reloj.—Me temo que se nos acaba el tiempo.

Señor Ryan, ¿acompañaría a la señora Serratehasta la cubierta de vuelo, por favor? —Miróa la directora de la variante francesa, si bienuna variante mucho más débil, de su propiaorganización—. ¿He de entender que existe laposibilidad de cooperar con su agencia enlugar de perjudicarnos en el futuro con unacompetencia perniciosa?

Danielle se levantó y colocó su silla.—Eso no depende de mí, ni de ustedes,

sospecho. Corren tiempos peligrosos y lagente no confía mucho en los demás en estosdías cargados de violencia. Pero les prometolo siguiente: hasta donde pueda, y en lo queconcierne al coronel Farbeaux, les facilitarétanta información como me sea posible siafecta a su gobierno. Empezaremos con eso.

—Empiece entonces —dijo Carl mirándolaa los ojos—. Aunque no nos haremos

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ilusiones.—Antes de que se vaya, ¿puede ahora

hacernos partícipes de qué era eso que habíadentro de aquellos contenedores? —preguntóJake mirándola fijamente.

Danielle le devolvió la mirada. Estabaclaro que ese hombre era bueno en su trabajo.Sabía que ella había sido consciente en todomomento de lo que habían tenido entremanos.

—La forma más virulenta de ántrax que seha producido nunca, suficiente para matar a lamayor parte de un continente si se liberase.

—Creo que podría habernos informadoantes —dijo Carl furioso mientras observaba ala francesa.

Danielle le devolvió la misma mirada deodio y después se giró para seguir a Ryanfuera del camarote. Carl la vio marchar sinañadir nada más y, asqueado, apartó de sulado su taza llena de café.

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—Ya te he dicho que le gustabas —dijoSarah medio en broma.

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5

LA expedición ZacharyCampamento base, afluente Aguas Negras —¿Ha visto a la profesora? —gritó

Robby.Kennedy miró y comprobó que les

faltaban dos hombres. El ataque del animal sehabía producido en mitad del cambio deposiciones dentro de los laberínticos túneles.

—No, la última vez que la vi estaba…estaba herida. Es lo único que sé, chico.Espero que mis dos hombres se encuentrencon ella —dijo en voz alta sobre el estruendodel agua precipitándose. Apuntó con sulinterna desde la posición de Robby hasta eltúnel por el que se habían sumergido en el

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último momento antes de que la criaturahiciese que se derrumbase el techo sobre lossupervivientes. Un segundo después habíaoído el disparo de un arma automáticaproveniente del otro lado de la rocadesprendida.

Robby, Kelly y otros tres habían llegadode alguna parte y corrían en direccióncontraria, por la que otro pequeño grupo habíaescapado corriendo.

—Chico, ¿hay algún modo de salir ahí denuevo? —preguntó Kennedy, dejando ver consu linterna los arañazos y la mugre quecubrían el rostro de Robby.

—Sí, pero conduce a otro túnel y ya sabelo que nos espera allí, ¿verdad? —Se quedómirando un momento al hombre, fijándose porprimera vez en los profundos tajos quesurcaban su traje de neopreno—. Ey, ustedsabe qué clase de bestia merodea por aquí,¿verdad? —repitió—. Han hecho algo para

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cabrearla, ¿a que sí? Pero ¿quién coño sonustedes? ¡Por su culpa estamos muertos! —gritó el chico.

—No, a menos que pueda hallarsesimultáneamente en dos lugares a la vez —respondió Kennedy—. No se encuentra en lalaguna porque estoy segurísimo de que esacabronaza continúa en este lugar, connosotros, en alguna parte.

Robby estaba a punto de añadir quesospechaba que había más de una bestia,cuando oyeron el bramido primitivo delanimal. El sonido se filtraba por los espaciosdel corrimiento de la roca que la bestia habíaprovocado en su intento de matar a Kennedyy los suyos. Era un gruñido que ponía lospelos de punta.

—Vamos a salir de aquí de una puta vez,podría aparecer en cualquier sitio. Debe deconocer este túnel tan bien como se conoceesa jodida laguna. —Robby se giró y señaló a

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dos mujeres y a un hombre para queavanzaran—. Venga, chicos, iremos con eldoctor Kennedy. Tiene un plan —mintió.Después, cuando los contó a todos, advirtióque le faltaba uno—. ¿Dónde está Kelly? —gritó.

—¿Quién es Kelly? —preguntó una de laschicas mientras gimoteaba de dolor por unposible brazo roto.

—Quería decir Leanne, ¡Leanne Cox! —Robby recordó su nombre falso.

—La hemos perdido en alguna parte ahíatrás —respondió la chica—. Estaba enfadadaporque quería volver y encontrar a Helen. Ycreo que ha vuelto. —La aterrorizada chica nodejaba de mirar a Rob y hacia atrás, temiendoque algo aguardase tras ella, esperando aatacar.

—¡Oh, Dios, no! —dijo él y se giró parafulminar con la mirada al hombre del traje deneopreno—. Mire, Kennedy, sáquenos de

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aquí como pueda. ¡Debo encontrar a esachica!

A Kennedy no le gustó tener que llevarequipaje de más, pero ¿qué podía hacer?¿Dispararles? No, se necesitaban los unos alos otros si querían escapar de ese valle.Cuando un furioso Robby pasó por su ladoempujándolo, Kennedy se fijó en que a la otrachica superviviente le había salido unaerupción en la piel. Cuando lo rozó, notó quetenía fiebre. Dios, pensó. ¿Otra más? Lachica tenía la mirada como perdida cuandoalargó la mano hacia Robby. Sus ojos, queantes eran azules, ahora estaban cubiertos depus semitransparente. Kennedy cerró los ojospara no verlo. Esa chica, Casey creía que sellamaba, sería el séptimo miembro de laexpedición en caer envenenado. Por lo quesabía, todos estaban infectados, él incluido;había empezado esa mañana con vómitos,igual que los demás. Cuando los tres

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supervivientes de la laguna siguieronavanzando delante de él, recargó su fusil MP-5 y los adelantó, situándose a la cabeza.

La mitad de la expedición, con tres de sushombres, había quedado atrapada en la orilla,en el campamento base. Les había asignado alos hombres la misión de vigilar a losmuchachos enfermos que habían comenzadoa encontrarse mal por lo que parecía unagrave erupción, seguida rápidamente porfiebre y temblores. La mayoría de losenfermos se habían estabilizado en una fasede diarrea y vómitos acusados, cuando laprofesora anunció que había llegado elmomento de marcharse. Fue consciente de laresponsabilidad que tenía con los integrantesde su equipo después de que hubieransoportado burlas no solo de ella, sino tambiénde Robby. Recordó que se enfrentaban,además de a los animales de ese valle dejadode la mano de Dios, a una enfermedad

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invisible que atacaba a cualquiera que sehubiera aventurado a descender hasta losniveles inferiores de la vieja mina.

El campamento base fue atacado antes deque pudieran avisar a los equipos que habíadentro de las interminables catacumbas dondeestaban reuniendo las últimas muestras queHelen se había propuesto llevarse. Yentonces, sin que hubieran pasado siquieradiez minutos del ataque en la orilla, el animal,o animales, los había atacado en la mina.Había arremetido contra el grupo en conjuntoy después contra cada grupo dispersado por lamina, de uno en uno. Tras las separación delgrupo más grande, quedaron reducidos apedazos. Ahora, por lo que Kennedy sabía,ese era el último grupo. Resultaba terribleaceptarlo, pero tenía que hacerlo. Estaba solo,soportaba un equipaje de más y sabía que nopodría salir de allí vivo. Debía moverse, y lomás rápido posible, porque le daba la

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sensación de que las criaturas que vigilabanese lugar no estaban matándolos simplementepor el hecho de estar allí. Los perseguían ycazaban por haber traspasado alguna especiede regla ancestral y suponía que los cazadoresserían despiadados a la hora de asegurarse deque nadie salía del valle.

Vieron un fulgor ante ellos cerca de doshoras después. Los cuatro se quedaronparalizados, casi temiendo hacerse ilusiones deque fuera real, ya que ninguno se habíaesperado volver a ver la luz del día.

—De acuerdo, no podemos escapar deaquí corriendo y llamando la atención. Chico,¿qué pasó con la gabarra y con el barco?¿Quedó alguno encallado?

—No, el barco se hundió como una roca yla gabarra se mantuvo a flote duranteaproximadamente una hora, pero luego acabóhundiéndose también —susurró Robby—.Algunas cosas salieron a la superficie,

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recuperamos lo que pudimos y lo llevamoshasta la orilla, pero entonces… entonces lacriatura nos atacó. La mayoría no tuvieronoportunidad. A los enfermos los sorprendió ensus camastros y los mató rápidamente.Algunos corrieron hasta el agua, donde losatacó algo más, un animal de mayor tamañocon el cuello largo. No sé qué les pasódespués de que empezaran los gritos. Intentécontactar por radio con la profesora y conusted, pero no obtuve respuesta.

Kennedy miró al chico. Se había quedadoimpresionado con Robby desde el inicio de laexpedición; era una pena que no pudierapermitirle vivir.

—No sabíamos qué hacer desde que ustedentró en la mina hace dos días, así queviajamos al norte a lo largo de la laguna hastaque vimos eso. —Robby señaló la entrada.Podían avistar la pequeña cascada que cubríala boca de la antiquísima cueva y que la

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ocultaba a la perfección de la naturaleza.Siendo mucho más pequeña que la grancascada que ocultaba la entrada principal a lamina, esta pasaba desapercibida fácilmente.

—Escucha, viste lo que había en la mina,¿verdad? ¿No tengo que deletreártelo?

—He visto suficiente como paraasegurarme de que usted y esos con los quetrabaja estén entre rejas durante una jodidatemporada. —Robby escupió las palabrascomo si supieran amargas y entonces se diocuenta de que se le había soltado la lengua conel hombre equivocado.

Kennedy metió la mano dentro de su trajede neopreno y sacó sus chapas deidentificación. En la cadena había una llave deaspecto extraño. Era gruesa, después fina ydespués gruesa otra vez. Tenía unos quincecentímetros de largo y unos dos de ancho, yera casi redonda según subía en espiral hastasu extremo con forma de bulbo. La alzó para

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examinarla y se aseguró de que no estabadañada.

—Escucha, uno de nuestros contenedorestenía una funda de goma amarilla alrededor ymedía unos noventa centímetros de alto ysesenta de ancho. ¿Era una de las cajas que tugente y tú rescatasteis del barco? Seguro quesalió a flote cuando el barco se hundió.

Robby pensó un momento sin dejar demirar la extraña llave.

—Sí, creo que fue una de las que sacamosa la orilla. ¿Qué es? —La llave le hizo olvidarsu repentina furia hacia Kennedy.

—Mira, se acabaron las vacaciones. Eshora cortar por lo sano e intentar salir de aquísiguiendo esa vieja senda que tu profesoraencontró hace unos días.

La chica que estaba detrás de Robby dioun paso al frente. Se le quebró la voz y miró asu alrededor, nerviosa.

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—Ese contenedor sobre el que estápreguntando…

Kennedy miró a la asustada chica.—¿Sí?—No sé cómo, pero juro que estaba en la

cámara principal, junto a las cascadas. Me dicuenta cuando…

Kennedy agarró a la chica por susdelgados brazos y la zarandeó suavemente.

—¿La caja está en la mina? ¿Estás segura?Robby apartó las manos de Kennedy de

los brazos de la chica. Después se situó entreella y el hombre, que ahora tenía unaenloquecida expresión.

—Ya basta, pero ¿qué coño le pasa?—Sácalos de aquí lo mejor que puedas,

chaval. Yo tengo que ir a buscar esecontenedor.

—¿Y qué hacemos con todos los demás?—preguntó Robby, intentando mantener la

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voz baja para que los otros no pudieran oírlo.No dejaba de pensar en Kelly y en loimpotente que se sentía atrapado ahí dentro.

—Chaval, no hay nadie más. He visto aese animal de cerca y no creo que tuviera niun solo pelo de misericordioso en ese enormecuerpo. Tal vez la criatura más pequeña sí,pero no ese gigante hijo de puta.

—¿Cómo ha podido burlarnos así? —gimoteó Robby.

—He visto sus ojos. No se parecían anada que hubiera visto antes —respondióKennedy mientras sacaba el cargador mediovacío de su arma automática e insertaba otro—. Es más listo que nosotros, chico. Él juegaen casa y nosotros somos el equipo visitante.Según Zachary, su especie lleva en el mundomuchísimo tiempo, desde luego más quenosotros, por lo menos setenta millones deaños más. —Atrapó la llave con su manoderecha y se enroscó la cadena alrededor de la

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muñeca una y otra vez, hasta que estaba tanapretada que le dolió.

—No nos ha atacado hasta que ustedentró en la mina; incluso entonces permitióque se extrajera oro para el examen. ¿Quéocurrió para que cambiaran las cosas?

Kennedy sabía exactamente lo que habíapasado, pero no sería él quien le facilitase lainformación. Lo que quedaba del equipo deZachary no había estado en la cámaraprincipal, así que lo que había allípermanecería en secreto. Jamás deberíanhaber extraído las muestras. Él era el únicoresponsable. Básicamente había matado atodos esos chicos que habían enfermado ytambién a sus propios hombres en los ataquesque siguieron. Y no solo eso, sino que habíapuesto en peligro su misión, y sus jefes noeran demasiado comprensivos con losfracasos.

Casey, la chica enferma, de pronto gritó, y

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Robby y Kennedy se sobresaltaron. Señalabauna sombra que había pasado por fuera, pordelante de la catarata iluminada por el sol. Losdos hombres miraron, pero no vieron nada.No obstante, Kennedy no dejó de apuntar consu arma en esa dirección. Estaba a punto debajarla cuando un repentino y agudo grito casile hizo apretar el gatillo. Robby reaccionó ybajó el cañón de la pistola cuando uno de losanimales pequeños pasó corriendo por elhúmedo túnel procedente de la laguna.

—No, es uno de los gruñones —dijo ycogió a la pequeña criatura cuando saltó a susbrazos. La profesora, en broma, les habíapuesto ese nombre por los pequeños pecesque llegaban en ocasiones a las playas del surde California utilizando sus patitas.

—Malditas cosas, ¿por qué tienen quegritar tanto? —preguntó Kennedy sacudiendola cabeza.

Robby acarició al escamoso animalillo

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entre los ojos y lo calmó.—No sé, aún no lo he averiguado —

respondió con un triste gesto. Kelly se habíaenamorado de esas extrañas criaturas y teníamuchas teorías sobre su evolución. ¡Dios!Rezaba por que hubiera escapado de lamasacre de algún modo.

De pronto, la pared de la mina detrás deCasey se partió y se desmoronó. El bramidode la criatura grande entumeció sus mentesmientras atacaba a Casey y después al hombrey a la chica del brazo roto. El hombre que ibavestido como Kennedy, con un traje deneopreno negro, fue propulsado de un golpecontra la pared de la roca, y en ese momentola pequeña criatura abandonó los brazos deRobby. Kennedy disparó a las bestias, perosus balas solo tocaron muro, puesto que él fuelanzado hacia atrás por el impacto de la roca alcaer. Intentó mover las piernas, pero las teníaatrapadas bajo, al menos, una tonelada de

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roca. Alzó el MP-5 y volvió a disparar,sabiendo que el polvo oscurecía su objetivohasta el punto de que no podía estar seguro desi le había dado a algo. Los gritos de lasegunda mujer quedaron interrumpidos depronto, como si hubiera bajado el volumen desu voz de golpe.

—¡Sal de aquí, chaval! —le gritó Kennedya Robby, que había esquivado las rocas y sehabía puesto a salvo saltando hacia el túnel dela mina—. ¡Encuentra otra salida!

Robby se giró y no vaciló; echó a correrpor el pequeño río de agua que cubría el suelodel túnel. Al entrar en la oscuridad, sintió a lapequeña criatura pisándole los talonesmientras las diminutas garras chapoteaban enel agua. Dobló una esquina y la luzdesapareció súbitamente cuando entró en lagruta que jamás recibía la iluminación delexterior. Habría cogido una de las viejasantorchas colocadas a lo largo del viejo túnel,

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pero le aterrorizada encender una y que esoatrajera al otro despiadado animal.

De repente, la caverna quedó iluminadapor una larga ráfaga de disparos automáticos ala que, inmediatamente, siguieron unos gritos.Había sido Kennedy. Gritó y continuógritando a la vez que el ruido de las rocas alser apartadas llegaba a los oídos de Robby.Entonces Kennedy enmudeció y Robby noesperó a oír más. Se volvió y corrió, ahoradetrás de la pequeña criatura. Después,empezó a llorar y creyó que jamás sedetendría.

Al doblar una curva que lo llevó a losconfines de la mina a la que los españoleshabían llamado El Dorado, oyó el triunfalalarido del animal salvaje cuando, comoprotector del valle, proclamó otra vez susuperioridad frente al intruso.

La segunda expedición al valle oculto de lalaguna había encontrado el mismo final que la

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primera.La criatura rugió nuevamente cuando la

oscuridad engulló a Robby, envolviéndolocomo una manta, y lo envió lejos del dios delrío.

La calma llenó el hermoso valle en cuantolos pájaros cantaron sus canciones y laspequeñas criaturas sin pelo esperaron a que sudios volviera a quedarse en silencio.

Madrid, España El arzobispo bostezó mientras intentaba

colocarse sobre el hombro la tira del peto sinque se le cayera el té. Aún no habíaamanecido, así que encendió los focos que sehabían colocado alrededor de la iglesia paraque los obreros vieran dentro de la oscuraedificación. Cuando sus ojos se ajustaron a labrillante luz, vio el feo andamio con forma de

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esqueleto que habían erigido y sacudió lacabeza. Sus ojos se posaron en el techopintado con frescos donde los restauradoresde arte habían estado trabajando para repararlas magníficas pinturas empleando elespantoso andamiaje. Dio un sorbo de té y sefijó en algo que se salía de lo habitual a esashoras. Bajó la taza y entrecerró los ojos traslos gruesos cristales de sus gafas. Un hombreestaba sentado en uno de los bancosdelanteros que miraban hacia el altar. Teníalos brazos extendidos y apoyados sobre elrespaldo del largo banco de madera.

—¿Santos? —preguntó el arzobispopensando que se trataba del capataz de losobreros.

La figura no se movió.El arzobispo Santiago estaba a punto de

repetir aquel nombre cuando una mano seposó sobre su hombro. Se llevó tal susto quese le derramó el té y, al girarse, vio a un gran

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hombre con perilla detrás de él.—Por favor —dijo el hombre señalando

hacia el otro que estaba sentado—, tiene unaspreguntas que hacerle, su eminencia. —Laspalabras fueron pronunciadas con el acentodel español del Nuevo Mundo, que Santiagoinmediatamente reconoció.

Vacilante, el arzobispo siguió al granhombre hacia la parte delantera de la iglesia y,al acercarse, observó que la figura del bancovestía un traje negro y estaba sentada con lapierna derecha cruzada sobre la izquierda. Eldesconocido miraba la magnífica figura delCristo esculpido que la iglesia había recibidocomo obsequio del Vaticano veinte años atrás.Santiago captó peligro en ese hombre.

—Es una pieza maravillosa. ¿No es deFanuchi? —preguntó mientras seguía mirandoal Cristo representado sobre la cruz.

—Una obra modesta de Miguel Ángel —respondió Santiago, que se sentó, tal y como

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le había sugerido su gran acompañante con ungesto de su, igualmente grande, mano.

—Asombroso, una obra de Miguel Ángelque no ha sido catalogada nunca —afirmó eldesconocido al girarse para mirar al arzobispo.Estaba sonriendo—. Debe de tener amigos enlas altas esferas, su excelencia.

—No es más que una pieza modesta —respondió Santiago—. ¿Está aquí pararobarla? —preguntó dejando la taza de tésobre el asiento que tenía al lado.

El hombre se rió y apartó los brazos delrespaldo del banco de madera.

—Por muy magnífica que sea la obra, no.Estoy aquí por un asunto absolutamentedistinto.

El arzobispo ahora vio que tres intrusosmás se habían deslizado hasta la luz desde laoscuridad de la madrugada.

—¿Y cuál es?

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—La visita que tuvo hace un par demeses, la de una tal profesora Helen Zachary.Ella es la razón por la que he venido a visitarlea esta magnífica iglesia. Necesito quecomparta conmigo la información que lecedió.

Santiago pudo apreciar que el hombre, sise pusiese de pie, sería alto. Tenía su cabellorubio bien peinado y lo vio quitarse,distraídamente, un hilo del pantalón.

—Me temo que no alcanzo a entendercuál podría ser su interés en una conversaciónprivada que tuve con la señora Zachary.

El hombre sonrió y se inclinó hacia elarzobispo, una vez más posando su manoderecha sobre el banco, mientras susurraba:

—El diario, su eminencia. Copió dospáginas del diario del capitán Padilla. Pordesgracia, mi antigua compañera era muyhábil con las falsificaciones y falsificó lascopias que me dio. Ahora además me ha

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traicionado y se ha marchado a la tierra de laaventura sin mí.

—Le diré lo mismo que le dije a la señoraZachary, ¿señor…?

—Farbeaux, Henri Farbeaux. Y, porfavor, no se moleste en negar que accedió a supetición, eso sería malgastar un tiempo muyvalioso, tanto el mío como el suyo, a juzgarpor cómo van sus obras de reforma. El tiempoes algo que ni mi benefactor ni yo tenemos enabundancia. Así que, por favor, responda concuidado y sea preciso. ¿Está dispuesto aayudarnos a mis hombres y a mí a conseguirel diario del capitán Padilla? Como he dicho,responda con cuidado —le advirtió, según sedesvanecía su sonrisa.

Santiago miró a Farbeaux y después a loshombres, que observaban con calma cómo sedesarrollaba todo aquello. No tuvo duda deque estaba metido en problemas y supuso quesu única esperanza era entretenerlos lo

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suficiente hasta que llegaran los obreros.—He visto esa expresión cientos de veces,

su excelencia. Le traiciona el modo en queaprieta la mandíbula y los ojos no parpadean.Está pensando en retrasar la respuesta hastaque acuda la ayuda, pero le aseguro que todoesto no habrá sido más que un recuerdo paracuando eso suceda. Un recuerdo o unanoticia, usted decide.

Santiago oyó a uno de los grandes intrusosgolpear algo y, cuando se giró hacia el ruido,vio que había un cubo de disolvente de veintelitros volcado y abierto. El líquido transparenteestaba extendiéndose sobre el suelo cubiertocon lonas blancas.

—San Jerónimo el Real —dijo Farbeaux almirar al arzobispo directamente a los ojos—.Una estructura bella y famosa. Sería una penaperder una iglesia tan maravillosa por uninfausto accidente como un incendio. Peroesas cosas pasan cuando se hacen obras de

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reforma tan grandes. Se cometen descuidos eimprudencias. —El hombre rubio se levantó yse abotonó la chaqueta del traje—.Personalmente, odiaría asistir a una tragediasemejante, pero si estos muros no contienen lainformación que busco, esto se transmutará enalgo de lo más preocupante, y me vuelvopropenso a los accidentes cuando estoypreocupado. Ahora, el diario, por favor. Esamujer ya me lleva un mes de ventaja.

Santiago se quedó horrorizado ante lo quesucedía a su alrededor. El olor del disolventehabía llegado a su nariz y, a juzgar por laexpresión del rostro que tenía frente a él, suposin ninguna duda que ese hombre llevaríaadelante su amenaza. Si se tratara solo de suvieja y correosa vida, desafiaría al intruso,pero ¿la iglesia? No podía ponerla en peligro.

—Su eminencia, el tiempo es un factorclave aquí, tanto para usted como para mí. Deverdad detesto amenazar algo tan magnífico

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como este templo, pero lo quemaré sindudarlo. ¡Necesito ese diario!

—Por favor, tengo el diario, puedellevárselo, pero no destruya la iglesia.

Farbeaux ordenó a sus hombres quelevantaran el cubo de disolvente, le pusieran latapa y limpiaran lo que se había vertido. Elarzobispo nunca supo que Farbeaux jamáshabría dado la orden de quemar unaconstrucción de quinientos años deantigüedad. Eso, para él, habría sido unsacrilegio. Farbeaux no estaba en el mundopara pulverizar la belleza; había nacido paraposeerla. Por suerte, el arzobispo no diríanada sobre el robo del secreto del Vaticanoporque amaba esa iglesia y la mera amenazade que le prendieran fuego lo mantendría ensilencio. No habría necesidad de violencia, nisiquiera aunque el benefactor de Farbeaux lehubiera dado la orden de hacer lo contrario.Lamentó incluso haber recurrido a la

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intimidación cuando ayudó al anciano alevantarse, pero sabía que así era el mundo.Y, además, el premio que perseguía resultabademasiado valioso y estaba dispuesto a hacerlo que fuera para obtenerlo.

Sonrió al anciano y comprobó que loshombres que le habían asignado hacían lo quese les había dicho. Sabía que les habían dadoórdenes de ayudar a eliminar a todo el quesupiera del mapa, pero él se aseguraría de queel arzobispo evitara cualquier «accidente».

Farbeaux miró alrededor de la desiertaparroquia para asegurarse de que era el últimohombre en marcharse. Le había asegurado alarzobispo que ese exquisito edificio no sufriríadaño alguno y, después de todo, era unhombre de palabra.

Siguió a los otros hasta las tres furgonetasy se dirigieron al aeropuerto. Cuando el últimovehículo salió por el camino de grava, unhombre con un sedán alquilado bajó del

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asiento del conductor y miró para asegurarsede que el equipo no volvería. Su bigote finocomo un lápiz tenía pequeños trocitos decaramelo por arriba y por abajo. El hombre sequitó las gafas polarizadas que llevaba, secolocó su cazadora verde y pasó por delantede los ahora abandonados camiones y delmaterial de los obreros. Tranquilamente, seencaminó hacia el pie de la impresionanteiglesia y encontró una entrada cubierta solopor una gruesa cortina de plástico. Cuandoapartó el plástico del marco de la puerta, semetió la mano en la cazadora y se adentró enlas frías sombras de la pequeña alcoba queconducía hacia la zona trasera de laconstrucción. Al comprobar que allí no habíanadie, rodeó con brío varias pilas de libros quese habían bajado de las estanterías y fue hastauna puerta que decía «Despacho». Se acercóintentado descubrir algún movimiento.Únicamente oyó el zumbido del aire

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acondicionado. Alargó la mano y giró el pomode bronce. Advirtió movimiento e,inmediatamente, sacó una pistola de 9 mmcon un largo silenciador negro.

El orondo hombre, vestido con un monode trabajo y ocupado eligiendo libros del sueloalrededor de un gran escritorio, no oyó que lapuerta se abría. El intruso se fijó en queparecía estar llorando. Se giró y miró atráspara asegurarse de que nadie se habíapercatado de que había entrado en sudespacho. Cuando se volvió de nuevo, elprelado se había levantado y estaba allí,mirando hacia la puerta donde él seencontraba. Abrió más la puerta. El arzobispoSantiago colocó sobre el escritorio los librosque tenía en la mano y después, lentamente,se santiguó al ver el objeto con el que loamenazaba.

El alto y delgado asesino sabíaexactamente a quién tenía delante y lo

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enfureció que esa tarea hubiera recaído sobreél, un hombre criado bajo la fe católica. Elfrancés no había cumplido con las explícitasórdenes que había recibido de matar aleclesiástico de manera que pareciera unaccidente y ahora, como tenían poco tiempo,eso ya no se podría hacer.

—Me prometieron que nada le sucedería ami monasterio —dijo Santiago al meterse lamano por dentro del peto para tocar sucrucifijo.

—Y nada le sucederá a su iglesia,reverendísimo —respondió fríamente enespañol el hombre al alzar la pistola consilenciador.

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6

CENTRO del Grupo EventoBase de las Fuerzas Aéreas de Nellis,

Nevada Un kilómetro y medio por debajo de las

arenas de la base de las Fuerzas Aéreas deNellis, los directores de departamento delGrupo Evento se encontraban sentadosalrededor de una mesa de reuniones en elsubnivel siete. El resumen de la situación sehabía desarrollado prácticamente sincomentarios de los jefes de departamento, yaque solo Niles Compton, el director delGrupo, formuló preguntas. La conversación sehabía centrado en la ayuda que habíanrecibido de la mujer francesa y en si eso

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podría haber sido un intento, por su parte, desuprimir tiranteces entre los ArchivosNacionales de Estados Unidos y suequivalente francés, la Commision desAntiquités, que había pasado muchos añosbajo las órdenes de un director corrupto y suayudante, el coronel Henri Farbeaux. Elgobierno francés no sabía nada sobre el GrupoEvento y el Departamento 5656, ya quecreían que el Grupo no era más que unadivisión de los Archivos Nacionales. Porrazones que jamás podría comprender, Nilessospechaba que el coronel Henri Farbeauxhabía hecho partícipe de su existenciaúnicamente a su exmujer. Sabía que elhombre habría obrado así por propio interés,pero, pese a todo, la respuesta a por quéFarbeaux no le hablaba del Grupo al gobiernofrancés era algo que se le escapaba.

—Entonces, la persona que me llamó pormi línea privada era la nueva directora. Y ¿es

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la exmujer de Farbeaux? —preguntó NilesCompton—. Parece que le debéis la vida —lesdijo al capitán de corbeta Everett y a la alférezMcIntire.

Carl y Sarah asintieron sin decir nada.—¿Y dijo que estaba buscando a Farbeaux

para matarlo? —le preguntó a Jack Collins.—«Eliminarlo» fue la palabra que empleó

—respondió Jack.—Supongo que eso es lo que se puede

llamar «diferencias irreconciliables» —dijoNiles sin mucha gracia.

Los demás pensaron que Niles estabaintentando suavizar la reunión, pero el intentófalló cuando vieron sus ojos de preocupación.

—El ántrax, ¿hemos elaborado un informesobre cómo lo fabricaron los chinos hacesetecientos años, antes de que fuera posible?—preguntó Virginia Pollock, directora adjuntade Ciencias Nucleares.

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—No hay nada oficial todavía por partedel gobierno japonés, aunque Sarah sí quetuvo oportunidad de hablar con DanielleSerrate un poco antes de que nosmarcháramos de la isla.

—¿Te proporcionó alguna teoría? —preguntó Niles, girándose y mirando a lanueva alférez.

—Bueno, es una teoría en ciernes, perocree que utilizaron sangre humana,posiblemente infectada intencionadamente conlos anticuerpos del ántrax portados por elganado. Resulta verdaderamente asombrosoque en esa época conociesen la extremapeligrosidad de la enfermedad infecciosa conla que estaban tratando. De cualquier modo,nuestra señora Farbeaux, o Serrate, si lopreferís, cree que los antiguos chinosdesarrollaron un modo de sintetizar elorganismo del ántrax en la sangre animal eincubarlo con material humano dentro de

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hornos de arcilla. Recientemente, justo a lasafueras de Pekín, se han hallado restos en unyacimiento, en la casa de un alquimista, quecontaba con un laboratorio muy rudimentario,equipado con microscopios de ocho y docelentes, una tecnología impresionante para laépoca. Los chinos no quisieron correr riesgosy, para evitar esparcir el ántrax, demolieron ellaboratorio y lo enterraron para siempre… oeso creían. Una vez que se probó el ciclo deincubación, suponemos que con conejillos deindias humanos, mezclaron la sangre seca connada más que almidón de arroz, convirtiendopor lo tanto el ántrax en polvo a modo desustancia bacterial aerotransportada para suuso como arma, algo muy ingenioso paraaquel momento. Solo Dios sabe cuánta gentemurió en su fabricación. Los japonesespueden darle gracias al cielo por la tormentaque apartó aquel barco de su rumbo y envió alresto de la flota de ataque de Kublai Kan al

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fondo del mar.—¿Y la antigua señora Farbeaux creía que

su ex iba detrás del ántrax? —preguntó Niles.—Según ella, sí. Parece ser que nuestro

amigo ha ampliado sus miras, que ahoraincluyen material apto para su uso en armasen lugar de solo antigüedades —respondióJack—. Dijo que era solo uno de tantos sitiosque él había investigado, pero como tenían untestigo que mantenía que el junco chino estabaen realidad enterrado en una cámara volcánicaen Okinawa, se tomó unos días de permisocon la esperanza de que estuviera allí porqueera el sitio más viable hasta la fecha.

—Bueno, le enviaré al presidente la cintade la entrevista a la señora Serrate y él, a suvez, puede pedirle al FBI y a nuestros amigosde Seguridad Nacional que vigilen a nuestraamiga francesa.

Niles miró a sus jefes de departamento.—De acuerdo, recordad que tenemos una

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reunión mañana sobre el viaje de investigacióna Iraq promovido por la Universidad deTennessee y la Politécnica de California. Asíque necesito los nombres del personal delGrupo que hayan sido asignados por losdepartamentos pertinentes. —Miró sus notas—. Esas sois tú, Bonnie —dijo señalando a laprofesora Bonnie Margate del departamentode Antropología—. Y tú, Kyle. —Miró a KyleDoherty, del departamento de Historia—.Jack, necesito un mínimo de cuatro hombresde Seguridad en este viaje. No hace falta unatapadera, ya que se trata de Iraq; lesproporcionaremos credenciales delDepartamento de Estado y de los ArchivosNacionales. Estarán allí para ayudar algobierno iraquí en el yacimiento, ¿de acuerdo?

Jack asintió.—Vosotros dos —continuó Niles

señalando a Sarah y a Carl, sentados en elotro extremo de la larga mesa de reuniones—.

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Si Jack está de acuerdo, podéis descansardurante una semana. Habéis hecho un trabajoexcelente ahí fuera. Seguro que habéis salvadounas cuantas vidas. No olvidéis haceros unbuen chequeo en el departamento de Medicinapara asegurarnos de que no os habéis traídoencima un poco de ese polvo facial de KublaiKan. Gracias, eso es todo.

El grupo congregado en la sala deconferencias se dirigió hacia la puerta cuandola reunión se disolvió.

—Jack, ¿tienes un minuto? —preguntóNiles.

Jack volvió a dejar su maletín y sus notasen la mesa. Las hojas de roble de plata de suuniforme destellaron bajo la luz cuando retiróla silla y se sentó.

—Claro —respondió.—Lo que está pasando con Farbeaux me

preocupa. ¿Por qué iba a cambiar de interesescuando lo único que hacía era ir detrás de

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antigüedades? No tiene mucho sentido.—Yo tampoco puedo entenderlo. He

hecho algunas estimaciones en el viaje deregreso a casa: el ántrax, incluso aunque soloel treinta por ciento hubiera sido eficazdespués de tantos años, habría alcanzado unvalor de quinientos millones de dólares en elmercado libre.

—Dios mío, Jack, ¿tendrá un compradordispuesto a pagar ese precio? —preguntó Nilesasombrado.

—Esa suma habría eliminado a elementosde bajo presupuesto que se hacen pasar porterroristas, pero la llegada del dinero deOriente Medio ha llenado las carteras de loslíderes del Ejército Rojo Japonés y de otroscuantos, así que pueden permitírselo. Además,no nos olvidemos de los chicos de Osama, asíque sí, hay quienes están dispuestos a pagaruna barbaridad por una mierda como esa. Situviéramos más tiempo para esta operación

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podríamos haberle pasado esta información alFBI mediante otro canal y ellos podrían haberorganizado una operación encubierta y cazar aun buen puñado de indeseables —dijolamentándose.

—¿Qué querrá Farbeaux, por el amor deDios? —preguntó Niles, rehusando hablarsobre la oportunidad perdida.

Jack, aún sentado, se limitó a sacudir lacabeza.

—Puedes apostar tu pensión de jubilacióna que nada bueno, Niles.

Bogotá, ColombiaFarbeaux estaba sintiendo los efectos del

desfase horario. Se sentó y escuchó laacalorada perorata de Joaquín DelacruzMéndez, director del Banco de JuárezInternacional Económica, mientras el hombrecaminaba de un lado a otro. Eran los únicosen la espaciosa sala de juntas.

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—Lo hecho, hecho está, amigo mío; gritarno hará que la profesora vuelva con nosotros.Nos lleva cinco, casi seis, semanas de ventaja,pero a pesar de eso, si nos movemos rápido,podemos llegar a la zona en una cuarta partede ese tiempo. Es muy positivo que nofuéramos tras ella con los documentos queteníamos a mano. Habríamos dado un largorodeo por Brasil en lugar de tomar la rutadirecta atravesando Colombia por el norte. Nopuedo creer que haya pasado por delante denuestras narices cruzando su propio país.

Méndez no respondió ante el apenasdisimulado insulto de haber tenido a laprofesora Zachary y a todo su equiposiguiendo una ruta que los había llevado ainternarse en su propia nación. Se contuvo. Sutemperamento se había intensificado en losaños que siguieron al colapso del más grande ymás organizado de los cárteles de drogascolombianos. Cárteles en los que había

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forjado un inmenso imperio financiero a basede manejar el dinero de las transacciones dedrogas. Mientras esos a los que servía eranrastreados y asesinados metódicamente oencarcelados, él se había mantenido a salvoentre bambalinas, colaborando en unascuantas capturas y emboscadas por parte delgobierno, para su propio beneficio.

—¿Y qué pasa con su equipo?—Hace una semana me tomé la libertad

de solicitarle reemplazos a Estados Unidoscuando descubrí que la buena profesora noshabía traicionado. Podemos prepararnos parapartir en tres días. Con el equipo que dejó enel muelle, en San Pedro, con su pequeña notaadjunta incluida, deberíamos tener suficiente.Le garantizo que, una hora después de quelleguemos al yacimiento, lo que sea queZachary haya encontrado acabará en nuestrasmanos.

—Se le ve muy seguro de sí mismo para

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tratarse de un hombre al que esa mujer haengañado con tanta facilidad —dijo Méndezcon una socarrona sonrisa que hizo que supoblado bigote resultara cómico.

Farbeaux se vio tentado a decirle loridículo que estaba, pero después se lo pensómejor. Mientras miraba la lujosamenteequipada sala de juntas y las antigüedades queél personalmente había reunido para Méndez,recordó lo despiadado que podía ser esehombre.

—Estimo que como máximo habrá llegadoal yacimiento hace once días. Su interés resideen aspectos externos de El Dorado, así quehabrá invertido mucho tiempo explorandozonas fuera de la mina, buscando su leyendadel anfibio.

—¿Está seguro de eso? —preguntóMéndez al pensar en las riquezas quepoblaban la leyenda de El Dorado; la mina quehabía abastecido a los grandes imperios incas

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y mayas del oro que habían empleado durantemiles de años.

—Amigo mío, jamás le he defraudado.Todos los tesoros que tiene aquí y en su casame los debe a mí. Ya que confió en mí paraque se los consiguiera, confíe en mí cuando ledigo esto.

—El año pasado quedé muy satisfechocon su trabajo y con los muchos objetos bellosy maravillosos que ha recuperado para nuestrobeneficio mutuo. Arriesgaré toda mi fortunapor la posibilidad de descubrir El Dorado. Ydespués, con mucho gusto, la cambiaré por elmineral, si es que verdaderamente está allí. Sies que es ahí donde se oculta el auténtico ElDorado.

Farbeaux pensó en Méndez y en su últimocomentario. Sí, estaba seguro de que habíaoro en ese pequeño valle y, según ladescripción de Padilla de la mina, tenía quetratarse del legendario El Dorado. Pero, a

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diferencia de él, a Méndez ya no le interesabael oro. El colombiano andaba detrás de algomucho más oscuro y menos brillante. Méndeziba detrás del regalo que nunca se acaba, y eseregalo no tenía nada que ver ni con diamantesni con oro.

—Tiene razón, amigo mío, nunca hahabido nada como esto, como todo esto —dijo Farbeaux mientras señalaba lasinestimables antigüedades de las civilizacionesinca y maya—. Nada se puede comparar conlo que nos aguarda.

Méndez caminó hasta la gran ventana quese alzaba sobre Bogotá, se puso las manosdetrás de la espalda y se balanceó haciadelante y hacia atrás, pensativo.

—Muy bien, doy mi aprobación para suexpedición —dijo sin girarse.

—Excelente, la pondré en marcha ahoramismo —respondió Farbeaux.

—Hay una cosa más. Yo le acompañaré.

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El francés se quedó desconcertado unmomento, aunque no lo demostró, y despuéssonrió.

—Ya sea aquí o allí, ¿importa dóndereciba lo que le van a dar? Por supuesto, esusted bienvenido.

Cuando Farbeaux se marchó, Méndez segiró y vio las grandes puertas dobles cerrarsetras él. A continuación, fue hacia la larga mesay pulsó un botón de la consola que teníadelante de su gran silla.

—¿Sí? —respondió una voz.—Soy Méndez, he dado mi aprobación

para la operación en Suramérica.—¿Qué quiere que haga? —preguntó la

voz.—Quiero micrófonos en el teléfono de esa

tal profesora Zachary en Stanford y quieroque tengan vigilado su despacho. Tengocuriosidad por saber si su ausencia ha

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despertado curiosidad desde fuera.—Sí, puedo hacerlo.—¿Algo más? —preguntó Méndez.—Sí, jefe,1 parece que su amigo francés

acaba de hacer otra gran adquisición de equipoque no guarda relación con los artículos sobrelos que le habló y que incluía ultrasonidos ydemás dispositivos robados de un cargamentoperteneciente al Laboratorio Nacional deHanford. Este hecho y su error al negarse a nodejar rastros de su presencia en Madrid mehacen suponer que tiene sus propios planes. Elsimple hecho de que ese cargamento procedade allí ya resulta sospechoso, ¿verdad?

—Lo suficiente como para quemantengamos vigilado a nuestro amigo —respondió Méndez pensativo, justo antes decortar la conexión con Los Ángeles.

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7

CASA de empeños Gold CityLas Vegas, Nevada 5 de septiembre El abogado de familia, Stan Stopher,

estaba sentado en su Chevrolet alquilado y seaseguró de que la dirección era correcta. Miróel sobre y el nombre y coincidían con lo queaparecía en el viejo cartel de neón delante deledificio. Abrió la puerta del coche y salió alcalor de Las Vegas, que lo golpeó como sialguien acabara de abrir la puerta de un horno.Fue hacia el maletero, sacó la caja de aluminioy después vaciló. Ese acto de entregar la cajaera equivalente a admitir que posiblemente no

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volvería a verla nunca. Sabía que estabametida en problemas, pero no alcanzaba aentender por qué ella enviaba el fósil a unacasa de empeños.

Cerró el maletero, fue hasta la puerta yempujó hacia abajo el viejo picaporte. Seabrió fácilmente. No se fijó en que lascámaras colocadas en la entrada y otras tresmás al otro lado de la calle seguían todos ycada uno de sus movimientos. Sintió elbendito golpe del aire acondicionado en lacara, refrescando al instante su sudorosafrente. Soltó la caja y se quitó las gafas de solcuando sus ojos se acostumbraron a laluminosidad de la tienda; a continuación,volvió a coger la caja y siguió un estrechopasillo hacia la trastienda. Dos chicas jóvenesestaban echando una ojeada a la zona decedés usados, pero aparte de ellas, en la casade empeños no había más clientes. Un granhombre negro estaba sentado detrás del

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mostrador leyendo un periódico, con susmusculosos brazos apoyados sobre el cristal.Al menos para un ojo inexperto estabaleyendo, pero Stan era un hombre observadory vio cómo esa mirada se fijaba en su delgadaconstitución antes de que el hombre cerrara elperiódico y lo mirara con descaro. Posó lamano izquierda sobre el mostrador de cristal,pero la derecha desapareció.

—Ey, ¡hola! —dijo el hombre negro—.¿Qué tiene? Espero que no sean elepés devinilo, ya no hay manera de librarme de ellos—dijo señalando la maleta de aluminio.

Stan dejó la resplandeciente caja sobre elmostrador y sonrió.

—No. Jamás vendería mi colección dediscos para fonógrafo.

—Oh, en ese caso, ¿en qué puedoayudarlo? —preguntó el dependiente. Sudiestra aún seguía oculta.

—Bueno… —Stan introdujo la mano en el

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bolsillo de la camisa y sacó el sobre y sutarjeta de visita—. Una buena amiga mía meha pedido que traiga esto —dijo dándole unapalmadita al contenedor y entregándole latarjeta al dependiente.

El dependiente miró con detenimiento lacaja de aluminio y pisó un pequeño botón rojoque había en el suelo, junto a su pie.

—Ya veo, señor… —ojeó la tarjeta devisita— Stopher. Empecemos con quién es suamiga y después pasaremos a ver qué hay enla caja.

En ese momento, otro hombre salió dedetrás de una cortina situada tras el mostradory sin mirar, simplemente silbando, fue haciaun expositor de gafas de sol. Comenzó aponer los precios de las gafas con una pistolamarcadora.

—Bueno, la caja pertenece a una muybuena amiga mía, la profesora Helen Zachary.Es directora de Zoología en la Universidad de

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Stanford y lo que hay en la caja es únicamentepara el destinatario.

—¿Y quién es?Sin mirar el nombre, lo repitió, puesto que

ya lo había memorizado.—El doctor Niles Compton. ¿Es ese buen

doctor el dueño de este establecimiento? —preguntó Stan.

—Es el dueño del edificio, nosotrosestamos de alquiler. Se lo entregaré, siempreque no sea una bomba —dijo el dependiente ysonrió. El hombre que estaba marcando elprecio de las gafas, no. Los dedos de su manoderecha estaban tocando ligeramente unapistola automática Beretta metida en la partedelantera de su camisa.

—No, me temo que no es nada tanemocionante como una bomba.

—Bueno, pues entonces se lo daremos.¿Puedo ayudarle en algo más? ¿Tal vez quiera

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ampliar su colección de elepés?—No, gracias, ya me he fijado en que sus

precios son un poco elevados. —Después, sequedó tremendamente serio—. Mire, tengoque saber adónde va a ir esta caja. Se trata deuna muy buena amiga mía y me preocupasobremanera.

—Señor, si le han dado instrucciones dedarle este paquete al doctor Compton, puedeapostar a que le ayudaremos. Seguro quealguien contactará con usted lo antes posible.

El abogado no quedó satisfecho, peroconfió en el hecho de que Helen debía desaber lo que estaba haciendo.

El sargento Will Mendenhall vio al ancianosalir de la tienda. Miró la tarjeta y después alcabo Tommy Nance, del Cuerpo de Marinesde Estados Unidos.

—Más vale que examinemos esto porrayos X —dijo Mendenhall levantándose desu taburete, donde había tenido al alcance la

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automática del 45 enfundada, detrás delmostrador. Cuando fue a echar mano de lacaja de aluminio, oyó el clic de una M-16 a laque se le estaba poniendo el seguro detrás dela cortina—. Vigile la tienda, cabo, e intenteque esas dos chicas compren algo.

El cabo Nance se colocó el cuello de lacamisa y se dirigió hacia las chicas con unaamplia y resplandeciente sonrisa.

—Hola —dijo del modo más encantadorque pudo.

La más alta se giró y sonrió, dejando veruna boca ocupada por un aparato corrector.No podía tener más de catorce años. El interésde Nance decayó y se mantuvo ocupadoetiquetando artículos durante los siguientesveinte minutos, mientras escuchaba a las dosmenores reír y tontear con él. A veces vigilarla puerta es una auténtica mierda.

La trastienda de la casa de empeños GoldCity no era distinta en apariencia a los cientos

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de otras que había dentro de los límites de laciudad de Las Vegas. Almacenados allí habíaartículos etiquetados como «Fianza» y otrosque se habían quitado de las estanterías por nohaberse vendido. Era la puerta del fondo laque conducía al despacho que ocultaba almago detrás de la cortina.

El sargento Will Mendenhall estabasentado y miraba la caja de aluminio mientrassacudía la cabeza. Acababa de terminar dehablar con el capitán de corbeta Carl Everett,que había ordenado que siguieran al abogado.Un equipo formado por dos hombres seencontraba en ese momento muy cerca deStanley Stopher, escoltándolodisimuladamente hacia donde fuera que sehospedara, solo por si lo necesitaban poralguna razón. Cuando Mendenhall habíaexplicado el resultado de la radiografía, elprotocolo de seguridad se había activadoinmediatamente. La caja y el sobre dirigidos al

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director Compton descansaban sobre la mesadel comandante de guardia.

Mendenhall oyó llegar el ascensor desde elnivel más bajo y el falso muro se deslizó haciaun lado. Él se giró y se levantó al ver que nosolo había llegado Carl, sino también elcomandante Collins.

—¿Así que tenemos el esqueleto de unamano en una caja? —preguntó Jack.

—Sí, señor, no me lo esperaba —respondió Mendenhall con una sonrisa.

—¿Y nuestros rastreadores mantienen elcontacto con nuestro amigo el abogado?

—Sí, señor, acaban de informar. Alparecer, el señor Stopher se dirige alaeropuerto McCarran. ¿Quiere que lo sigan?

Jack apretó los labios y pensó.—Haré que el equipo de campo de la

Universidad de California del Sur lo siga losuficiente como para asegurarse de que es

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quien dice ser.Jack miró la caja y, a continuación, leyó el

encabezamiento del sobre. Después, giró elmonitor del ordenador hacia Carl y él. Laimagen de la radiografía seguía ahí y laexaminó.

—No hay más que la caja de aluminio,hueso y espuma, con una junta de goma duraalrededor de la tapa y un suave neopreno parael vacío atmosférico. ¿El ordenador es cienpor cien fiable en esto?

—Sí, señor.—Aun así, ¿cómo es posible que alguien

pueda entrar aquí desde la calle y saber queesto es un portal al Grupo? —preguntó Carl.

—Probablemente no supiera que es unportal, pero un antiguo miembro del Grupo lehabrá dado instrucciones de entregar elartículo en esta dirección —se aventuró adecir Mendenhall.

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Tanto Jack como Carl dejaron de hablar ymiraron al sargento.

—O tal vez no —dijo Mendenhall, algoavergonzado por haber interrumpido a los dosoficiales.

Jack miró a Mendenhall y después a Carl,que le dio una palmada al sargento en elhombro.

—Mira, Will, siempre que veas a tussuperiores pasando por alto lo obvio, estásinvitado a hacer que parezcan y se sientancomo unos idiotas —dijo Carl.

—Sí, señor.—Pues venga, juguemos a los carteros y

repartamos el correo —dijo Jack al meterse elsobre en el bolsillo y levantar la caja.

Centro del Grupo EventoBase de las Fuerzas Aéreas de Nellis,

Nevada

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Dos horas después de haber entregado la

extraña caja y el sobre al director Compton,Jack se encontraba con Sarah en el primernivel de la cámara acorazada. Estabasupervisando la instalación del nuevo sistemade seguridad de escáner ocular que separchearía en el superordenador Cray, elEuropa, que permitiría al nuevo sistemafuncionar completamente en cada una de lasonce mil cámaras acorazadas de los tresniveles del almacén de artefactos. SarahMcIntire estaba al cargo de la instalación, dadasu experiencia con las paredes de granito quelos rodeaban, porque de nada serviría tener underrumbamiento en ese nivel. Ese nivel enparticular era uno de los primeros excavadosen 1944, cuando las cuevas que había bajoNellis fueron expandidas para albergar elnuevo hogar del Grupo Evento, según loordenado por el presidente Roosevelt.

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Jack probó el último sistema instalado enese nivel colocando el ojo derecho junto a lalente bordeada con goma. El panel de cristalcolor humo situado a la derecha reflejó sunombre, rango y servicio matriz. Entonces elEuropa, que sustituía al sistema informático devoz sexi del viejo Cray, le dijo a Jack quepodía acceder a la Cámara 2777 justo cuandola puerta de acero inoxidable de cinco metrosse abrió con un suave zumbido.

—¡Joder! —exclamó Jack cuando lafamiliar voz femenina le dio acceso. La últimavez que había trabajado con el Europa, la vozelectrónica se había programado con un nuevosistema de audio masculino, limpio, funcionaly, por supuesto, nada sexi. Alguien habíasintetizado intencionadamente la antigua vozfemenina que, escalofriantemente, recordaba ala de Marilyn Monroe.

—¿Qué pasa? —preguntó Sarah al entrarcon una carpeta después de comprobar los

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estratos de la pared y del techo por milésimavez.

—Voy a partirle en dos el culo a PeteGolding del centro de Informática. Alguien hacambiado el programa de audio del Europa yle han vuelto a poner esa voz de mujer.

—Corría el rumor de que iban a hacerlo.A nadie le gustaba la voz masculina. Sonabademasiado como… —Sarah se contuvo antesde decirlo y se mordió el labio inferior—.¿Quiere algo para comer?

—¿Sonaba demasiado como qué? —preguntó Jack estrechando la mirada.

Sarah sonrió mientras fingía estarescribiendo algo en su carpeta.

—Alférez, mientras escribe, puede de pasoapuntarse en mi lista negra si no responde a mipregunta.

—De acuerdo, todo el mundo creía quesonaba como usted. Era espeluznante.

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—¿Como yo? No sonaba como yo…¿Quién ha dicho que sonaba como yo? No erayo —protestó.

Mendenhall se unió a ellos.—El último sensor está en este nivel,

comandante —dijo al lanzar un destornilladoral aire y recogerlo.

—Sargento, ¿sonaba como yo el sistemade audio del Cray?

Mendenhall se detuvo en seco.—Vaya, no he quitado el plástico protector

del monitor. Ahora mismo vuelvo y…—No irá a ninguna parte; responda a mi

pregunta.—Era raro, comandante. No estoy de

broma. Era como el Gran Hermano que todolo ve… y… bueno… era… raro —dijo con lacabeza gacha, mirándose las botas.

—Se lo he dicho.Jack estaba a punto de añadir algo cuando

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la voz de Alice Hamilton salió del altavozencastrado en el marco de la puerta de lacámara.

—Comandante Collins, ¿podría, por favor,presentarse en la sala de reuniones? Por favor,comandante Collins, a la sala de reuniones.

—Ey, ¿no era esa Alice? —preguntóSarah emocionada.

Jack no respondió en un principio. Miró aSarah y después a Mendenhall.

—Aún no hemos terminado con todo estode la impresión de voz. Quiero saber quiénhay detrás de esto.

—¿Quiere que seamos unos chivatos ydelatemos a nuestros camaradas? Ya nos dijoaquí el sargento que buscaría a los… —Sedetuvo al ver a Jack sonreír—. ¿Qué?

—Alférez, acaba de decirle quién estáimplicado —dijo Mendenhall con la barbillaagachada.

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—Y dígale al capitán de corbeta Everettque también hablaré con él —dijo Jack aldarse la vuelta para marcharse.

Sarah se estremeció y cerró los ojos y elsargento hizo una mueca de disgusto.

—¡Mierda! —exclamaron Mendenhall ySarah al mismo tiempo.

Alice Hamilton, la semijubilada directorade Administración del Grupo Evento, saludó aJack en la puerta, justo como había hechohacía un año, cuando él había llegado allí porprimera vez. Estaba sonriendo y parecía algomás joven de los ochenta y un años que teníaen realidad. Llevaba el pelo recogido en sutípico moño y sostenía contra su pecho superpetua carpeta. Jack se acercó y la abrazó.

—Alice, había olvidado cuánto iluminaseste lugar con tu sonrisa —le dijo mirándolade arriba abajo—. ¿Qué demonios estápasando? ¿Es que has encontrado la fuente dela eterna juventud?

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—Oh, vamos, déjalo ya —respondió ellaruborizada.

—¿Cómo está el senador, va bien?—Es un ogro, se pasa el día en su estudio

caminando de un lado para otro. Supongo queNiles te ha dicho que lo llama cada pocos díaspara preguntarle cómo marcha todo.

Jack solo había trabajado con el antiguodirector del Grupo en una misión previa a queel presidente lo retirara, pero en ese breveperiodo el antiguo miembro de la OSS ysenador de Maine había dejado una marcaindeleble en la vida de Jack. Ese hombre era,para ser francos, brillante.

—Niles dijo que estaba deseando hacerpartícipe al senador; seguro que no le suponeninguna molestia. Bueno, ¿qué te trae poraquí?

Alice frunció el ceño y miró alrededor dela zona de recepción. Niles aún no habíasalido de su despacho para dar comienzo a la

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reunión, y por eso a ella se le ocurrióaprovechar el momento e informar a Jack.

—Jack, tenemos una situación muy graveen Suramérica. Un antiguo miembro delGrupo ha ido y se ha… perdido. No se sabenada de esta mujer desde hace varios días.Tendría que haber contactado con su sociohace setenta y dos horas, pero él nunca recibióesa llamada.

—Continúa —dijo Jack mientras caminabacon ella.

—Bueno, resulta que hace quince años elsenador le pidió a esta profesora que semarchara. Se había obsesionado con algo conlo que se encontró y no podía dejar de pensaren ello. La llevó casi hasta la locura, e inclusollegó a «tomar prestados» ciertos archivos delgrupo, de los archivos privados del senador, yaccedió a otras áreas, no estamos seguros de acuáles, pero debieron de tratarse de unasintrusiones graves para que Garrison actuara

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con ella tan duramente como lo hizo. FueNiles quien puso al corriente de aquellasituación al senador, hace tantos años;básicamente fue él el responsable de que elGrupo la despidiera.

Jack se detuvo y miró a Alice. Enarcó lascejas mientras esperaba la culminación de lahistoria.

—Era la prometida del director Compton,Jack. Llevaban dos años prometidos. Me temoque Niles está muy involucradoemocionalmente en esta situación, pero nopodemos descartarlo porque es probable quela profesora se haya topado con algo que habuscado durante mucho tiempo. Tienes lapotestad de decirle que no a Niles por razonesde seguridad, si es que pretende ir tras ella.Escucha bien lo que argumente antes dedecidirte.

En ese instante, Niles Compton salió de sudespacho con su nueva ayudante detrás. Vio a

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Jack y a Alice y asintió mientras avanzabahacia la gran sala de reuniones. Su ayudantepuso los ojos en blanco mientras intentabaseguirle el ritmo. Jack le indicó a Alice quefuera delante de él y la siguió hasta la sala.

Cinco miembros del escalafón más alto delGrupo Evento estaban presentes en la salajunto a una persona que Jack no conocía.Todos tomaron asiento cuando Niles se aclaróla voz. El director cogió un mando a distanciay pulsó un botón. Una gran pantalla detelevisión fue descendiendo del techolentamente detrás de él.

El grupo de consulta Número Uno estabaformado por Jack, como encargado de laseguridad del departamento; Niles, comodirector, y Alice porque ella conocía dememoria la mayoría de los doscientos noventay ocho mil archivos y contenidos de lascámaras acorazadas y podía acceder a suimpresionante memoria en cualquier

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momento. Después estaba Virginia Pollock, ladirectora del Departamento 5656; PeteGolding, del departamento de CienciasInformáticas, y, por una razón que los demásno ignoraban, Heidi Rodríguez, deldepartamento de Zoología.

—Eximí a Mathew Gates de esta reuniónporque el asunto no tenía nada que ver con losidiomas, al menos, no por ahora. Sí que le hepedido a Heidi que se uniera a nosotrosporque durante las dos últimas horas ha estadomuy ocupada ayudándome con algunasinvestigaciones y puede hablar desde un puntode vista científico. —Niles señaló a ladiminuta mujer de pelo oscuro y unoscuarenta años que sonrió y asintió con lacabeza hacia los demás a modo de saludo.

Niles pulsó un botón del mando a distanciay una imagen tridimensional apareció en lapantalla tras él. La imagen estaba asistida porun pequeño plato multicolor que actuaba

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como una lentilla tridimensional. Generabauna imagen clara y precisa que habría sido laenvidia de Hollywood.

—¡Por Dios! ¿Qué es eso? —preguntóPete.

—Es un fósil que el exmarido del antiguomiembro del Grupo, Helen Zachary, enviódesde Perú hace quince años cuando trabajabacomo consultor de construcciones para elgobierno peruano. Estaban dragando yensanchando tres afluentes del río Amazonaspara ampliar las posibilidades de comercio a lolargo del río —respondió Niles. En la pantallaque había tras su espalda, una imagen a todocolor del fósil giró trescientos sesenta gradoslentamente.

Virginia Pollock se aclaró la voz.—¿Sí, Virginia? —preguntó Niles.—No vamos a empezar con esto otra vez,

¿verdad? Quiero decir…

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—Sé lo que quieres decir. Para los que nolo sepáis, Helen Zachary fue expulsada delGrupo por su obsesión por este fósil —dijo élfrunciendo el ceño en dirección a Virginia—.Las cosas han cambiado. Helen ha recibidonueva información sobre la expedición dePadilla —añadió mirando a su alrededor.

—Podéis conocer la leyenda de esaexpedición en los informes que tenéis delante;dado lo urgente de la situación, no noscentraremos en los aspectos históricos de lamisma en esta reunión. Debemos continuar —dijo Alice.

—Helen utilizó los archivos que habíarobado del primer complejo del Grupo enVirginia, donde están almacenados nuestrosviejos datos y equipos. Partiendo de esosarchivos dedujo dónde pudo ocultarse el diariode Padilla en los archivos del Vaticano en1874. Parece que uno de los archivos conteníaun viejo informe de la OSS del estudio

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realizado por un Cuerpo de Ingenieros delEjército sobre la región de la cuenca delAmazonas y su historia desde finales de losaños treinta hasta los cuarenta. Empleó esainformación para rastrear una o dos fuentesconocidas que describen la ruta exacta de laexpedición española. Resumiendo, puede quehaya localizado el valle y la misma lagunadetallada en las vivencias de esa expediciónrecogidas en el diario.

—¿Le dejó la ruta, doctor Compton? —preguntó Jack.

Niles sonrió y se quitó las gafas.—Helen es una mujer muy compleja,

Jack. No confiaba en nadie para su búsquedadel origen del fósil. —Se rascó el puente de lanariz y continuó—: La leyenda de Padilla secompone de muchas partes; el diario y losmapas perdidos eran solo dos de las historiasque surgieron en aquella época. Tal y comoHelen nos informó hace unos años, descubrió

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que el Vaticano le había echado las zarpas aldiario, a un supuesto mapa que Padilla habíatrazado por si se perdía el diario, y a dosmuestras de algo, probablemente oro, quepodría haberse llevado consigo elsuperviviente.

—Entonces, si ella había descubierto esoen los viejos archivos, ¿por qué el Grupo nose movilizó ante su petición? —preguntó Jack.

—Porque al final, incluso recopilados susdatos, todo era circunstancial, no habíapruebas fehacientes. En conclusión, la leyendade Padilla no es más que eso, una leyenda,una historia que ha pasado de boca en bocasobre la cual ni un solo hecho ha sidoreconocido oficialmente.

»Hace quince años, el Grupo se dividió encuanto a opiniones sobre la autenticidad de laleyenda. Nuestro mejor antropólogo fuecategórico y firmó que la profesora estabatratando con hechos y no con un mito. Su

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departamento pudo verificar finalmente quePadilla existió realmente y que se leconsideraba uno de los mejores oficiales dePizarro. Los archivos que fueron robadostambién detallaban el rescate en Brasil de ungrupo de doctores de Princeton y de laUniversidad de Chicago en 1942. No sé quépudo sacar de ellos. El equipo de la OSSestuvo dirigido por nuestro senador GarrisonLee.

—Como he dicho, no es más que unaimaginativa leyenda —dijo Virginia al apartarel archivo—. ¿Qué sabemos sobre este fósil?

—Dejaré que Heidi responda la pregunta.Por favor, sea breve, doctora.

—Bien —contestó Heidi Rodríguez allevantarse e ir hacia la pantalla—. Intentaréabreviar mis conclusiones, aunque si hay algoque este espécimen no admite, es unaexplicación abreviada. Para comenzar,diremos que la edad del fósil se establece entre

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los cuatrocientos ochenta y los quinientosochenta años —dijo—. Con un margen deerror de cien años más o menos.

—¿Qué? —preguntó Virginia mientrasmiraba la imagen de la pantalla.

—Sí, nuestros métodos de datación defósiles han mejorado mucho desde que HelenZachary estuvo aquí. Pero, claro, ellasospechó su edad de todas formas, por laleyenda. —Heidi levantó un puntero—.Ahora, si miran aquí pueden reconocer eltejido seco y endurecido; lo más probable esque se trate de algún tipo de cartílago a lolargo del tercer nudillo de cada dígito, inclusodel pulgar. Parece haber sido tejido escamadoque se expandía de dígito a dígito y entre eldedo índice y el pulgar.

—¿Qué está diciendo? —preguntó Pete aldejar de mordisquear su lápiz.

—Estoy diciendo que la criatura a la queperteneció esta mano tenía dedos palmeados.

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Y eso, damas y caballeros, es un hecho, nouna leyenda —dijo mirando a Virginia.

—Helen ha desaparecido. Partió haciaSuramérica hace cinco semanas y ni haregresado ni ha telefoneado informando de suestado. —Niles levantó la carta que Helen lehabía dejado—. En esta carta confirma que eldiario estaba en posesión de la archidiócesis deMadrid y que había recibido la ayuda de unhombre. —Consultó sus notas—. Un tal señorHenri Saint Claire, un adinerado francés.Hemos consultado ese nombre en nuestrosarchivos y, he aquí, que un viejo amigoutilizaba ese alias en particular, el coronelHenri Farbeaux.

El silencio fue la primera reacción a larevelación de Niles. De todas las personas delmundo que podrían haber aparecido, nadie sehabía esperado eso.

—Parece que la doctora Zachary se codeacon mala gente —dijo Jack finalmente.

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—Sí, eso parece —respondió Niles—.Tengo una llamada pendiente a nuestrasupuesta nueva amiga en Francia. La señoraSerrate ha accedido a hacernos una visitaaquí, en Estados Unidos, por si puede sernosde ayuda. No me gusta que el nombre de esteindividuo haya surgido en dos ocasiones encuestión de semanas, y ahora, con ladesaparición de Helen, temo que haya podidotoparse con algo que escapa a susconocimientos y aptitudes. —Le entregó lacarta a Alice—. Cuéntales a todos lo queHelen tenía que decir.

—Leeré solo la información pertinente —dijo ella abriendo la carta.

—Léela en su totalidad; no te dejes nada—respondió Niles al dejarse caer en su silla.

Alice miró al hombre y leyó:Mi queridísimo Niles: Sé que esto debe

resultarte impactante, pero eres la únicapersona del mundo a quien puedo recurrir.

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Agárrate los machos, ¡he descubierto la rutade Padilla! Tengo la ubicación exacta del valley parto hacia allí hoy mismo. Imagínatelo,después de todos estos años, el valle que todoel mundo me dijo que no existía, ¡estará porfin frente a mis ojos! Ojalá vinieras conmigo,pero sé que sería difícil para ti por muchosmotivos. Admito que te hice mucho daño,pero debo pedirte algo, mi querido Niles. Metemo que me he granjeado varios enemigos enla búsqueda de mi capitán Padilla, aparte delsenador y de ti mismo. Puede que me estésiguiendo gente. Uno de mis antiguospromotores, un tal señor Henri Saint Claire,podría ir tras el diario o descubrir el rastro delas medallas papales que me condujeron hastael arzobispo. Si recibes esta carta, eso significaque tengo problemas. No puedo darte detallesde la ruta que me conducirá hasta elyacimiento por si le quitan esta carta a quiense la di, pero puedes empezar por el arzobispo

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de Madrid. A partir de ahí, no deberías detener problemas para localizarme (eso espero).Los otros objetos que la leyenda asegura queaparecieron junto con el diario de Padilla sehan perdido para siempre. Les seguí la pista através de medallistas papales implicados enocultarlos con autorización papal en 1874 y sécon seguridad que uno de esos artículos ya noexiste. El otro sigue enterrado en los archivosdel Vaticano, de donde nunca ha salido. Perogracias a esos viejos y polvorientos archivosque conservaba el senador, y que me temoque robé, descubrí la última y mejor pieza, eldiario en sí, oculto en España. Pienso en ticada día, Niles. Por favor, perdónamedespués de tantos años. Siempre te querré,Helen. Todo el mundo en la sala se miró,aunque ninguno miró a Niles y él parecióagradecer esa pequeña muestra de piedad. Sesoltó la corbata y se levantó.

Virginia se aclaró la voz, como siempre

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hacía cuando tenía algo que decir.—Parece aportar mucha información,

cualquiera podría seguirle la pista.—No. Tenemos los archivos en las

antiguas instalaciones del Grupo en Arlington,así que nadie más que nosotros puedeobtenerlos —dijo Niles.

—Si Farbeaux está implicado, eso haceque esta… esta situación sea delicada, y mequedo corta. Está claro que, dado su historial,iría detrás de… —Abrió el archivo y hojeó laspáginas hasta encontrar la que buscaba. Sepuso las gafas y leyó—: El Dorado de lasAméricas. Si es una leyenda o no, es algo queno importa. Entre Farbeaux intentandoconseguir lo que sea que hay allí y esos chicosdesaparecidos, siento que debemos ir. Si esque podemos, claro está —concluyó Virginia,que cerró el archivo y miró expectante a Niles.

—¿Jack? —preguntó Niles, conteniendo elaliento porque sabía que la autoridad del

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departamento de Seguridad podía vetar ladeclaración de un Evento. Sabía que podíapasar por encima de cualquier voz de la salaexcepto de la de Jack; la suya era la única queNiles no podía acallar por las pérdidas depersonal de Evento en el pasado. Eldepartamento de Jack era su única garantía demantener esas pérdidas al mínimo.

—Estoy de acuerdo, peroindependientemente de la necesidad quetengas de darte prisa, tenemos muchosproblemas que solucionar primero, y el menorde ellos es adónde demonios vamos a ir.

—Eso no me preocupa tanto como lo quenos encontraremos una vez nuestra gentellegue allí —dijo Pete al levantarse.

Alguien llamó a las puertas dobles de lasala de reuniones y la nueva ayudante de Nilesse levantó para abrirlas. Se echó a un lado yentró un cabo con su mono de trabajoribeteado en rojo del departamento de Señal y

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Comunicaciones.—He supuesto que, por razones obvias, el

primer paso era enviar un grupo a Madrid parahablar con el arzobispo —dijo Niles—. Aquí,el cabo de primera Hanley iba a concertarnosuna cita.

En lugar de anunciar algo a los directoresde departamento reunidos, el soldado fuedirecto a Niles y le entregó un endeble papelantes de salir de la sala. Niles lo leyó ydespués los miró a todos.

—Bueno, ¿quién irá a España? —preguntóVirginia.

Compton le entregó el papel amarillo aAlice y se quitó sus gruesas gafas.

—Parece que vamos a tener que hacerlo alas malas —dijo Alice al quitarse las suyas,que quedaron pendiendo de una cadena de oro—. Al parecer, al arzobispo Santiago loasesinaron ayer.

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La noticia fue recibida con silencio ymiradas de consternación.

Fue Alice la que lo rompió.—Eso no encaja en absoluto con el perfil

del señor Farbeaux. No es un asesinoimpasible, solo se cobra vidas como algonecesario para salvar la suya propia y elarzobispo no habría supuesto ningunaamenaza.

—Creo que vamos a tener que revaluarciertos hechos aquí. Ahí fuera hay algo queestá llevando a la gente al extremo, así queempecemos con un papel en blanco y dejemosatrás nociones preconcebidas —dijo Jackmirándolos a todos, uno a uno.

—Tendremos que empezar aquí, ennuestros archivos. La respuesta está ahí,Helen Zachary la encontró, y nosotrostambién la encontraremos. Cancelaré lasobligaciones de todo el mundo y volveremos areunirnos. —Niles miró su reloj—. A las

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nueve y cuarenta y cinco de hoy, declaro unEvento. Iré a hablar con el presidente.Discúlpenme —terminó.

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Tercera parte

LOS exploradores

«La advertencia del capitán Padilla, descritaen este diario, es que el edén que ha

descubierto, como el edén antiguo, sigueestando prohibido para hombres que temen aDios y esos que entren en él recibirán el más

raudo de los castigos.»—Padre EscobarCorintio Representante de la Iglesia católica dela expedición de Pizarro en una carta al papa

Pío IX

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8

AFLUENTE Aguas Negras Robby se encontraba solo y lo único que

sabía era que estaba a punto de desmayarse.El calor en los niveles más bajos de la mina sehacía casi insoportable. Agotado, dejó que supropio peso trabajara por él y se dejó caer porel húmedo muro. Su exhausto cuerpo se posósobre las rudimentarias y centenarias vías demadera que atravesaban los antiguos pozos demina como una serpiente ondeante y retorcidade millones de kilómetros.

En las últimas cuarenta horas, en lostúneles se había hecho un silencio sepulcralmientras él se había abierto paso en laoscuridad para acabar descubriendo

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únicamente que no estaba trepando, sinodescendiendo más y más hacia lasprofundidades de la enorme mina. La cascada,diseñada hacía un milenio por unas misteriosasmanos que nadie había visto, fluía por lostúneles junto a la vieja pista de transporte ylos carros de madera cargados. Robby sehabía tomado su tiempo en examinar esosextraños canales y había descubierto que sehabían tallado en el mismo suelo de roca de lainmensa estructura. Supuso que los canales seutilizaban para transportar cargas mucho máspesadas o grandes a los niveles más profundosde los túneles. Pero ahí radicaba el enigma:¿por qué enviar el oro a dos áreas distintaspara su procesamiento? Había descubiertorocas dentro de uno de los viejos carros deminerales; estaban atravesadas por grandesvetas de oro. Esos carros se encontrabansobre vías que conducían desde lo más hondohasta los niveles más altos. Había procurado

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seguir esas vías hacia arriba, pero, la mayoríade las veces, acababan metiéndose porpequeñas aberturas hacia pozos cerrados ytemía quedar atrapado en uno. Por mucho queinsistiese, acabaría perdiendo la vía. Antes depoder darse cuenta, ya estaba bajando otravez. Desorientado y confuso, había decididodejar de insistir y seguir los canales haciaabajo.

Cuando intentaba respirar más despacio,un ruido captó su atención. Se adentró en laoscuridad para ver qué lo rodeaba y volvió aoírlo. Sonó como un susurro. Y entonces, depronto, una luz resplandeció desde el fondo dela siguiente curva. El corazón comenzó apalpitarle con fuerza. Ahora podía ver alreflejo de una gran llama naranja en el aguadel canal.

Se quedó quieto.—¡Ey!Escuchó dos chillidos, como si su voz

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hubiera sobresaltado a alguien. Cerró los ojospara dar las gracias cuando la llama al otrolado de la curva comenzó a avanzar hacia él.

—¿Quién anda ahí? —gritó.—Robby, ¿eres tú?—¡Oh, Dios! ¿Kelly? —gritó y luchó por

mantenerse en pie.Lo siguiente que supo fue que lo estrechó

la imagen más hermosa que había visto nunca.Kelly lo besó por la cara y lo abrazó hasta

que él tuvo que apartarse para poder respirar.—Estás vivo, ¡no puedo creerlo! —

exclamó ella al mirarlo de arriba abajo. Lachica que sostenía la antorcha era DeidreWoodford, la ayudante de la profesoraZachary, que no pudo más que sonreír ante elreencuentro.

—¿Y los demás? ¿Cuántos más vienencon vosotras?

—En nuestro grupo somos unos doce —

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respondió Kelly mirando nerviosa a sualrededor—. Vamos, tenemos que volver.Solo podemos estar fuera veinte minutos cadavez.

—¿De qué… de qué estás hablando? —lepreguntó mientras ella tiraba de él.

—Me llevará demasiado tiempoexplicártelo, Robby, pero para que lo sepas,somos los invitados de los dueños de ElDorado.

Tiraron de él hasta que llegaron a una grancámara y, al adentrarse en la luz que arrojabanvarias antorchas, Robby dejó escapar un gritoahogado ante el espectáculo que se lemostraba.

—Impresionante, ¿verdad? —le preguntóKelly mientras lo conducía alrededor de unagran gruta de agua limpia y transparente queocupaba el centro de una enorme cuevanatural.

—¡Fíjate en eso! —Robby avistó más de

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un millar de estatuas a tamaño real de la bestiaque habían visto y que los había atacado.Formaban líneas a lo largo de los muros,como si las hubieran colocado para que supetrificante y fría mirada vigilara el interior dela cavidad. Entre cada estatua había unapequeña abertura y en algunas de esasaberturas titilaba la luz del fuego. Estabacontemplando alrededor de quinientasdependencias que, en algún momento, habíanalbergado a los esclavos que trabajaron en esamina.

—Vamos, tenemos que entrar antes deque la criatura vuelva. Casi es la hora delalmuerzo —dijo Kelly al mirar su reloj—.Cada doce horas, como un reloj. Y la muycabrona nunca llega tarde.

—¿De qué cojones estás hablando? —preguntó Robby cuando lo condujeron hastauna de las cavidades. Vio que pieles deanimales muy viejas, junto con telas

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extrañamente tejidas, cubrían las bocas deesas raras salas con aspecto de dormitorio.

—¿La cosa que nos atacó en la orilla?—¿Sí?—Creía que intentábamos escapar del

valle y de estas minas —respondió Kelly.Encendió otra antorcha y con esa luz pudo verque él no estaba siguiéndola—. Robby, esacriatura es nuestro carcelero. Lo hanentrenado para que nos mantenga aquí, paraque trabajemos y para impedir cualquierintento nuestro de abandonar la mina. —Seagachó para recoger algo y se lo puso a Robbyen la mano derecha—. Toma, debes de estarhambriento.

Él se dio cuenta de que le había dadopescado cocinado. Se lo metió en la boca y, alhacerlo, se dio cuenta de cuánto tiempo habíapasado desde la última vez que había comido.Esa carne blanca le supo tan buena comocualquier otra cosa que pudiera haber comido

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en los mejores restaurantes. Cuando terminó,se acercó a Kelly y la besó.

Robby no podía encontrarle unaexplicación lógica a lo que ella le estabacontando. Los puntos que debían de estarconectados parecían flotar frente a sus ojos yentonces, con la luz de las antorchas,descubrió las antiquísimas pinturas rupestrescreadas por una cultura primitiva,posiblemente por los indios sincaros. Allíestaba su historia, para que él la leyera ypudiera, por fin, encontrarle a aquello algo desentido. Mientras Kelly le sostenía la antorcha,descubrió una larga y brutal historia deesclavitud y masacres representada por unamano muerta hacía mucho tiempo.

Fue ahí cuando una llamada deadvertencia sonó desde fuera, en la gruta.

—¡Que viene!Rápidamente, Kelly dejó la antorcha sobre

el suelo y la pisó hasta apagarla. Después,

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agarró la mano de Robby y lo llevó hasta laboca de la pequeña cueva. Le puso el dedoíndice sobre los labios cuando él comenzó adarle forma a una pregunta y señaló hacia lasemioscuridad de la gigantesca cueva.

Fue entonces cuando Robby lo vio. Lacriatura estaba justo en el borde del agua,observando a la gente dentro de sus cavernas.La bestia gruñó tres, cuatro, cinco veces. Eraenorme. Sus largos brazos, musculosos ynervudos, pendían a sus lados. Entonces, lasaguas de la gruta erupcionaron con un fuerteruido y el agua salpicó cuando los pequeñosmonos anfibios rompieron la superficie delgran lago subterráneo. Robby los contemplómientras accedían con dificultad a la orillarocosa y se fijó en que cada uno portaba unacarga: uno, dos o tres peces moribundos entresus garras. Uno a uno, los monos arrojaron unaleteante puñado hacia los humanos queaguardaban dentro, atemorizados. Después,

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los anfibios volvieron a meterse chapoteandoen la extraña gruta y se escabulleron. Ladescomunal bestia miró a su alrededor ylentamente retrocedió hasta quedar cubierta deagua y desaparecer.

—Si salgo viva de aquí, tengo materialpara una tesis acojonante —dijo Kelly con unasonrisa y, al advertir la mirada confusa en elrostro de su prometido, añadió—: ¿Es que nolo entiendes? Es la hora del almuerzo para losesclavos y nuestro guardia y su entrenadoequipo nos han traído la comida.

Él no acertó a decir nada, aunque sumente funcionaba a toda máquina. ¿Esascriaturas prehistóricas estaban adiestradas paravigilar y mantener alimentados a los esclavoshumanos? Pero ¿por qué?

—Veo las preguntas amontonarse en esamente de Stanford que tienes, así que dejaque alguien de Berkeley, California, alguien dela verdadera educación superior, te lo

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explique. A mí no me costó tanto tiempocomprenderlo. ¿Por qué iban los antiguosamos de los esclavos sincaros a pasar por lasdificultades de preparar a la fauna autóctonapara que actuara como carcelera cuando ellosmismos podían vigilar a sus esclavos? Larespuesta es simple: no querían morir pormiles, como lo hacían sus esclavos. Meapostaría el máster que tengo a que no solo lossincaros estuvieron al borde de la extinción,sino que otras cinco o seis tribus a lo largo dela historia de El Dorado fueron masacradashasta que ni una sola sobrevivió en este lugar.

—¿Por qué? ¿Por el oro? —preguntóRobby incrédulo.

Kelly agachó la cabeza y tomó a Robby dela mano para conducirlo hacia la enormecueva. Después, se giró y les pidió a lossupervivientes reunidos que apagaran susantorchas. Cuando lo hicieron, poco a poco lacavidad fue quedándose a oscuras.

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—No entiendo…—Observa —dijo Kelly al girarse hacia las

paredes.Cuando los ojos de Robby se hicieron a la

oscuridad que lo rodeaba, lo primero que viofue cómo las muchas estatuas de las criaturasempezaban a despedir un tenue brillo. Acontinuación, las paredes que los rodeabancobraron vida con una luminiscencia verdeque fue aumentando en intensidad. Después,según iba abriendo la boca asombrado,descubrió largas vetas de mineral atravesar losestratos de roca. Resplandecían como situvieran un fuego interno.

—No, Robby, no murieron extrayendo eloro, murieron excavando eso de la tierra. Y,¿por qué iban los dueños de los esclavos aarriesgar sus propias vidas vigilando lo quepodían hacer los anfibios altamenteevolucionados de esta laguna?

La gigantesca cueva ahora estaba bañada

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en el suave brillo que emanaba de la piedratallada y de las vetas de un extraño mineralque recorrían la piedra como ríos de fuegoverde. Entonces, de pronto, Robby loentendió. Todo encajó y comprendió qué eralo que estaba mirando. Sintió que lo recorríaun escalofrío, y supo cuál sería su destino.Kelly le puso voz.

—Si no escapamos de la hospitalidad denuestros guardianes pronto, diría que todostendremos una muerte larga y angustiosa.

Centro del Grupo EventoBase de las Fuerzas Aéreas de Nellis,

Nevada Los veintiocho representantes de

departamento habían recibido notificación delEvento convocado y, así, el Grupo entró enacción. En el Departamento 5656, cuando se

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convoca un Evento oficial significa que haacaecido una grave eventualidad que puedealterar el curso de la historia, algo que podríaafectar la vida de la gente del presente, unsuceso que podría incluso llegar a someterse alexamen del presidente, o algo que queda másallá de una mera investigación conducida porun equipo de campo.

Pete Golding, de Ciencias Informáticas,estaba al cargo de desarrollar el trabajo deinvestigación en distintas áreas, incluida laplanificación de los Eventos. Tanto el episodiode Padilla como la incursión de 1942 ahoraentraban en esa categoría. Tenía lacolaboración de la ayudante de direcciónVirginia Pollock. La sección Informáticatrabajaría durante tres turnos en un esfuerzopor destapar todos los hechos que pudieransobre la leyenda de la expedición de Padilla y,lo más importante, sobre las enigmáticas pistasque Helen había dado en su carta en cuanto a

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los medallistas papales y el mapa perdido.Niles había decidido participar en lainvestigación de Pete trabajando por sucuenta.

Las labores de Comunicaciones tambiénserían desviadas al centro informático porqueestarían utilizando el satélite KH-11 delGrupo, cifrado como Boris y Natasha, parapeinar la cuenca del Amazonas desde Brasilhasta los Andes peruanos. Inmediatamentecomenzaron con la eliminación de cualquiercosa al oeste de las montañas, por razonesobvias. Los técnicos, los mejores especialistasreclutados de las corporaciones másavanzadas de Estados Unidos, tomaríanimágenes de alta resolución de la selva tropicaly de la jungla de la cuenca, y tal vez, con unpoco de suerte, descubrirían algo que acotaríala búsqueda del afluente que conducía al valleperdido descrito en la leyenda. Pero, por elmomento, las únicas descripciones eran relatos

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ficticios de autores italianos escasamenteconocidos que llevaban mucho tiempomuertos y que decían haber visto el mapa o eldiario, algo muy poco probable, ya que losrelatos variaban en extremo, tanto en susdatos como en sus descripciones.

Los tres departamentos que se ocupabande la religión tendrían mucho trabajo paraintentar destapar todo lo que pudieran de losarchivos del Vaticano. El sistema informáticoCray, el Europa, camparía a sus anchas por elformidable sistema catalogador, ysupuestamente seguro, IBM Hielo Rojo delVaticano. El Europa era un sistema que Crayhabía desarrollado para solo cuatro agenciasfederales: el FBI, la CIA, la Agencia Nacionalde Seguridad, y encubiertamente, como unfavor al antiguo director del Grupo Evento,Garrison Lee, el Departamento 5656. El Crayera capaz de irrumpir, de atravesar la puertatrasera de cualquier sistema del mundo,

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incluido el supuestamente impenetrableprocesador central Hielo Rojo. Pete Goldingllamaba «zalamería» a lo que el Europa hacía.Los tres departamentos centrados en lareligión intentarían colarse en el sistema delVaticano mediante zalamerías y descubriríantodo lo que pudieran sobre el diario, el mapa,y las supuestas muestras de oro que siemprehabían sido parte integrante de los rumores entorno a esa historia. Resultaría una labor másque intimidante tratándose de la sagradaIglesia romana, el cuerpo más experimentadodel mundo a la hora de ocultar secretos.

Heidi Rodríguez, con su departamento deZoología, se había unido a las divisiones deEstudios Paleolíticos, de Arqueología y deOceanografía para desvelar cuanto pudieransobre las especies de animales que podríanhaber existido en el pasado y que ya no eranviables o que se habían extinguido. Heidi yahabía cometido herejía en sus tres

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departamentos al solicitar la ayuda de undepartamento sobre el que nadie hablaba enlas divisiones científicas. Ese extraño grupo seubicaba en el nivel más profundo deldepartamento, el nivel treinta y uno. Algunosdecían que el director Compton los enterró tanprofundamente para que nadie pudieracontaminar los laboratorios de las ciencias«reales». Pero Niles conocía, más que nadie,la importancia de ese departamento e insistíaen su valor.

Niles había creado el departamento deCriptozoología hace tres años como unrecurso ante el desaparecido grupo de CienciasAnimales y nadie, absolutamente nadie másque el director y Heidi, los tomaban en serio.Su deseo de descubrir información sobre elmonstruo del lago Ness, el Bigfoot, y loshombres lobo, entre otros estudios irrisorios,era un chiste continuo en los nivelescientíficos superiores. El departamento estaba

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presidido por un viejo y loco profesor dezoología llamado Charles HindershotEllenshaw III.

Los tres departamentos llevaban reunidosquince minutos exactamente cuando estallóuna discusión entre los miembros deldepartamento de Cripto y el de Paleontología.Will Mendenhall, que ese día estaba al mandode la seguridad del complejo, intentó, juntocon Heidi Rodríguez, poner orden en elequipo, pero Mendenhall terminó mirando sinmás al presidente del departamento de Cripto,y quedó hipnotizado por la larga, despeinada yblanca barba del hombre. Finalmente, Heidi ledio un codazo para animarlo a hablar.

—Bueno, ¿de qué trata todo esto? —preguntó Mendenhall con los ojos aúnposados en Ellenshaw.

Todo el mundo empezó a hablar a la vez.Gestos desaforados y dedos acusatoriosrodearon al sargento Mendenhall.

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—¡De uno en uno, por favor!—No tenemos por qué quedarnos aquí

para que esta gente nos insulte cada dosminutos; somos tan valiosos para estasinstalaciones como ellos —dijo una joven congruesas gafas mientras miraba fijamente alprofesor Keating.

—El hecho de que su ciencia estérecibiendo reconocimiento nacional gracias ala televisión no le convierte en una fuentecientífica viable.

—La teoría del doctor Ellenshaw, quedefiende que una especie de vertebrados seapartó de las influencias externas y tiene supropio ecosistema, ¡es viable!

—¡Eso es material de películas de serie B!—respondió Keating bruscamente.

Mendenhall sacudió la cabeza. Va a ser undía muy largo, pensó.

Niles estaba sentado en el centro de

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contacto directo del Europa. El sistema estabainterconectado por todo el complejo, pero eraahí donde una persona podía interactuar conel sistema Cray cara a cara. Según PeteGolding, interactuar con el sistemadirectamente ayudaba tanto al técnico como alCray porque era una plataforma deaprendizaje binario que podía pensar a añosluz por delante de su interrogador y sentir lalínea de interrogación para razonar unasolución por su cuenta.

Por motivos personales, el director queríatrabajar solo, separado de los demás.Previamente había intentado distanciarse delposible aprieto en que se encontraba Helen ypermitir que su gente trabajara sin querercontrolarlos a todos. Deseaba continuar consus propias obligaciones, las cuales eranmuchas, pero no tardó en descubrir que seguíarecurriendo a Helen, a su rostro, a su aspectoal despertar por las mañanas hacía tantos

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años. Pensó que estar solo lo ayudaría aconcentrarse, sobre todo mientras conversabacon algo tan poco sentimental como unpuñado de chips de silicona de nuevageneración.

Su primera línea de interrogatorio fuesimple. Comenzaría por investigar laindicación que les había facilitado Helen en lacarta en torno a los medallistas papales.

—¿Qué tenemos hasta el momento? —preguntó Niles al recostarse en su silla.

«Según los informes recogidos de archivospúblicos e instalaciones clandestinas, la sumatotal de medallistas papales vivos en el año1875 d. C. era de seiscientos setenta y uno»,respondió el feminizado sistema de audio delEuropa.

—¿Y eso eliminando a España e Italiacomo hogar de esos medallistas?

«Sí.»

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Niles tardó en reaccionar. Sabía queestaba yendo directo al grano; después detodo, lo único que tenían que seguir eraninformes escritos de rumores que seremontaban al año 1534. Al igual que Pete,suponía que ya que el diario lo habíaentregado a España el propio padre Corintio,podían descartar esa nación como uno de loslugares donde ocultar el mapa o las supuestasmuestras de mineral. Y, estaba claro que, yaque Helen había dicho que esos medallistaspapales habían nacido fuera, también podíandescartar Italia, el hogar del Vaticano. Ahoraera sencillo, solo quedaba buscar en el restodel mundo.

—Accede a la red del Vaticano —dijoNiles.

«Ya se ha obtenido acceso mediante eldepartamento de Ciencias Informáticas conautorización de P. Golding.»

Así que Pete ya había empezado a

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examinar los archivos. Niles sabía que debíadejar a Pete, ya que él sabía moverse porEuropa y también conocía toda la seguridadque rodeaba al Vaticano, pensada para evitarque alguien hiciera exactamente lo que estabanhaciendo ellos.

—¿Existe alguna correlación entre SanJerónimo el Real, en Madrid, España, en1874, y los medallistas papales? —preguntóNiles, puesto que le interesaba verificar elhecho de que uno de esos caballeros, enefecto, le hubiera entregado el diario al reinode España para que lo salvaguardaran.

«Formulando.»Niles estaba pensando en eliminar

coincidencias de su obvia conjetura.«El clérigo católico Sergio de Batavia,

medallista papal en 1861 por actos efectuadosmientras servía en el ejército con el batallónde San Patricio durante su estancia en Irlanda.Se le pidió que se uniera a la guardia del papa

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en 1862 como recompensa por los serviciosprestados en Castelfiardo, Ancona. Se leconcedieron las medallas Pro Petri Sede yOrden de San Gregorio de los Santos Pedro yGregorio por su coraje. Cuando su serviciopara el papa Pío IX llegó a su fin, se leconcedió la dirección de San Jerónimo el Real,en Madrid, España.»

—Me pregunto qué probabilidades hay deque fuera a él a quien le entregaron el diariopara protegerlo —dijo Niles pensando en vozalta.

«¿Esa pregunta está formulada para que elEuropa la conteste?», preguntó la vozfemenina.

Niles dejó escapar una pequeña carcajada.—No, a menos que puedas calcular las

probabilidades.«Formulando.»Niles se bajó las gafas y miró el enorme

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visor de cristal líquido, que se apagó por unmomento dejando la sala sumida en laoscuridad. No podía creerse que el Europafuera a calcular las probabilidades.

«El número de receptores de medallaspapales que recibieron órdenes para España enel año 1861, según los archivos del Vaticano,fue de cuatro. Las probabilidades calculadasson tres a una.»

—Muy bien, lo suficientemente bajascomo para apostar por alguna —dijo Niles—.Pregunta: ¿Cuántos receptores de la ordenpapal pertenecían al batallón de San Patricio?

«Seis recibieron la orden de Pro PetriSede, dos la orden de San Gregorio y dosrecibieron ambos honores.»

Rápidamente, Niles releyó la carta deHelen y comprobó los hechos que ella habíamencionado sobre que el sendero queconducía al mapa se encontraría investigandoa los caballeros a los que se les otorgaron las

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medallas papales. Dobló la carta y miró a lapantalla. Helen le había dado un punto departida para intentar encontrar algo que, segúnella había dicho, no era recuperable, pero erala única pista real que tenían sobre suparadero.

Las últimas palabras pronunciadas por elEuropa seguían ahí, escritas sobre la granpantalla. Niles se bajó la cremallera de su trajede laboratorio y dejó que le entrara algo deaire.

Frunció los labios mientras pensaba. Lasprobabilidades apuntaban a que el mapa y eldiario habían estado en manos de hombres enlos que el papa Pío IX confiaba, lo quesignificaba que seguramente el papa losconociese en persona. Así que los medallistaspapales parecían ser el camino apropiado de lainvestigación y así era como Helen habíaseguido la pista del diario, y supuestamente,también del mapa. Y ya que jamás tendrían

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acceso al diario, gracias a Farbeaux, estaríaobligado a seguir el mismo camino que Helen.La leyenda decía que el diario estaba separadode las muestras de oro y del mapa, puesto quese habían enviado en direcciones distintas: eldiario a España, el mapa al Nuevo Mundo, ylas muestras a los archivos del Vaticano,donde permanecieron bajo candado y llave. Eldiario y el mapa habían tomado caminosdistintos en 1874. Se quitó las gafas ymordisqueó la patilla.

—Pregunta: ¿Cuántos medallistas papalesseguían vivos en el continente americano en1874?

«Formulando.»Niles sabía que era una apuesta arriesgada,

pero tenía esperanza.«Según los archivos públicos, setenta y

cinco medallistas en Estados Unidos, dieciséisen Canadá, veintiuno en México y uno enBrasil.»

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—Pregunta: ¿Cuántos sirvieron con elbatallón de San Patricio y recibieron ambasmedallas papales?

«Formulando.»Niles volvió a ponerse las gafas y miró la

pantalla.«Cuatro receptores de ambas medallas

papales además fueron veteranos del batallónde San Patricio», respondió el Europa. «Unreceptor en Canadá, uno en México, uno enBrasil y uno en Estados Unidos.»

Niles se puso recto en su silla. No podíaser tan fácil.

—Pregunta: De los cuatro, ¿cuántosocupaban un puesto en el Vaticano en 1874?

«Formulando.»Niles esperó.«Ningún receptor en el Vaticano en

1874.»Se sintió decepcionado, pero decidió

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probar otra vez.—Pregunta: De los cuatro, ¿cuántos

estaban vivos en 1874?«Formulando», dijo el Europa cuando la

pantalla volvió a iluminarse.Niles empezó a levantarse, sintiendo que

su investigación no estaba yendo a ningunaparte.

«Según los informes de defunción deCanadá, del censo general de ciudadanos deMéxico, del censo oficial de Brasil y de losinformes de estado y territoriales de EstadosUnidos, un miembro seguía vivo en 1874»,respondió el Europa.

Niles miró la respuesta impresa en lapantalla con esperanzas renovadas.

—Pregunta: ¿Cuál era el apellido delreceptor?

«Formulando.»Niles sabía que tenía que ser un sacerdote,

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probablemente de la misma orden de SanPatricio que la del padre español a quien sehabía enviado el diario. Mientras observaba,podía oír a través del cristal que tenía frente aél los sistemas robóticos del Europa activandoprogramas a una velocidad asombrosa. Por logeneral, le encantaba observar al sistema Crayen acción, pero ahora mismo solo estabahaciendo que se pusiera más nervioso.

«Todos los informes de identidad delmedallista eliminados del disco duro delantiguo sistema el 18/11/1993. No quedanmás archivos en los archivos centrales.»

—¿Qué? ¿Quieres decir que lainformación fue borrada del antiguo sistemaCray? —inquirió Niles mientras se levantabafurioso de un brinco.

«Afirmativo. Todos los informes de losarchivos, exceptuando los datos censales de1874 de medallistas papales del Vaticano,fueron eliminados del sistema de archivos de

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Nellis.»—¿Usuario autorizado de la última

búsqueda de datos sobre este asunto encuestión? —preguntó Niles, a pesar deconocer ya la respuesta.

«Profesora Helen M. Zachary, el18/11/1993, autorización…»

—¡Maldita sea! ¡Nos has dejado en uncallejón sin salida! —exclamó apretando losdientes.

«Europa no ha logrado comprenderadecuadamente la pregunta y/o orden. Porfavor, reformúlela.»

Niles no respondió al confuso Europa;salió bruscamente de la sala sabiendo quepodían haber perdido su única oportunidad deencontrar al equipo de Helen.

Alice se sentó y escuchó la conversacióntelefónica entre Niles y el senador GarrisonLee.

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—Lo único que recuerdo sobre algunos deesos viejos archivos con los que la doctoraZachary salió corriendo es lo quepersonalmente puse en uno de ellos en 1942.En el momento del robo no entendí, aparte delhecho obvio de que era sobre Brasil, el porquéde su interés en él; el archivo no era más queun informe a posteriori sobre la recuperaciónde algunos científicos de Estados Unidos. Elresto eran informes sobre el ejército y elCuerpo de Ingenieros de alguna operación decampo de Suramérica que carecía de interéspara la OSS y, más tarde, para el GrupoEvento. Nuestro cometido era sacarlos, nadamás; no estábamos cerca del Amazonascuando se produjo el rescate.

—Si no estabais cerca del Amazonasdurante el rescate, ¿cómo pudo Helen haberseencontrado con algo que la ayudara con esosarchivos? Lo de las pistas de los medallistaspapales… puedo verla eliminándolas como un

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modo de trazar sus actos, pero este archivotuyo de la OSS, no lo comprendo —dijoNiles, inclinándose hacia el micrófono quetenía sobre su escritorio. Esperaba que Lee,por haber sido uno de los mejores agentes deSalvaje Bill Donovan de la OSS durante laguerra, pudiera encontrar un modo de ayudar.

—No tengo ni idea, Niles. Tal vezdescubrió algo en los documentos del Ejércitoque fueron expedidos junto con el informe, nolo sé. Y ahora que sabemos con seguridad queel informe fue eliminado de nuestros antiguosarchivos Cray junto con cualquier pista sobreel medallista, puede que nunca lo descubras.Pero, claro, aunque ella supiera que habíacubierto su rastro, sabe que tú puedesdestaparlo. Cómo, es la pregunta.

—Tal vez los hombres que rescataste en1942 te dijeron algo que pudiera arrojar unpoco de luz sobre el tema, Garrison —sugirióAlice.

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—Lo siento, viejita, pero la Inteligencia delEjército y de la Marina les cerró la boca a esoschicos sobre sus actividades ahí abajo.Aunque sí que hay una cosa: se suponía quedebíamos sacar a más gente de la querescatamos finalmente. Y mientrasintentábamos salir de aquel maldito agujero,los hombres que rescatamos no estabandemasiado bien. Se encontrabanconmocionados y dos de ellos estuvieron alborde de la muerte por hipotermia. La únicarazón por la que los encontraron fue porquedejaron la radio encendida y el Ejércitotrianguló su posición. Fue ahí cuando losmilitares pidieron ayuda al contingente de laOSS en Suramérica para que los ayudara arecuperar al equipo. Eso es todo lo que tengopara ti, Niles, aunque hay algo más.

—¿Y qué es? —preguntó Niles.—Este problema en Suramérica, con el

informe sobre ese asunto en particular de los

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caballeros papales eliminado de nuestrosarchivos… ¿adónde acudirías para obteneralgo tan antiguo? Recuerda, el archivo originalfue transcrito de qué a qué…

—De archivos en papel a archivoselectrónicos —respondió Niles, conociendo deinmediato la respuesta al acertijo del senador.Las instalaciones originales del Grupo Evento,construidas por el entonces presidenteWoodrow Wilson, pasaron a ser unasinstalaciones de almacenaje para todos susarchivos en papel originados antes de 1943.Todos habían sido introducidos en el sistemaoriginal Cray en 1963. Y ese sistema seencontraba en Arlington, Virginia, en un lugaroculto bajo el cementerio nacional.

—Ahí tienes la pista, chico. No hay formade que Helen pudiera haber accedido a esasinstalaciones, y ella sabía que vosotrospodíais. Fue lo suficientemente inteligentecomo para saber dónde estaban almacenados

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los archivos de papel, en un sistemainformático de circuito cerrado. Lo sabía ysabía que vosotros tendríais acceso a ellos.Recuerdas dónde están las instalaciones,¿verdad? —preguntó el senador jocosamente.

Por supuesto que Niles lo sabía y tuvo quesonreír ante el viejo subterfugio. Imagináoslo,tener al Grupo Evento original albergado enunas instalaciones subterráneas no distintas delcomplejo actual. Woodrow Wilson habíaautorizado la construcción del primercomplejo en 1916 y lo había ubicado dondenadie pudiera sospechar nunca.

—Sí, señor, lo recuerdo.—Bien, pues ten cuidado con los

fantasmas. Y acuérdate de lo primero que teenseñé sobre el Grupo, Niles. ¿Cómoestamos…?

—Solos. Y no confiamos en nadie, ydamos por hecho que todo el mundo va trespasos por delante de nosotros. Me acuerdo.

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—Bingo. Pero hay un hombre en el que sípuedes confiar, ya sabes quién.

—Jack —respondió con una pequeñasonrisa.

—Así es, cuéntaselo todo. Dale todos losdetalles, porque no me gusta cómo huele todoesto desde que me hablaste de tu amigofrancés.

—Lo haré, y gracias.—Siento no haber podido ser de más

ayuda, señor director —dijo Garrison al otrolado del teléfono.

—Bueno, supongo que lo único quepodemos hacer es seguir observando con elBoris y Natasha y esperar que el satélite lleguecon algo. Mientras tanto, iré al Complejo Unoa ver si puedo encontrar un archivo enconcreto. Gracias, Garrison.

—De nada, Niles; por cierto, dile a esaanciana que traiga a casa leche de verdad y no

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esa mierda de soja —dijo al colgar.

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9

BOGOTÁ, Colombia El edificio del Banco de Juárez era una

monstruosidad de cristal y acero quedesentonaba en uno de los barrios más pobresde Bogotá. Se alzaba sobre las barriadas comosi fuera una oscura torre sacada de las páginasde un tenebroso cuento.

Henri Farbeaux se encontraba en el pisotreinta y dos mirando por el ventanal de cristalque le ofrecía una vista panorámica de laciudad que se extendía bajo él. Estaban muypor encima de la mugre y la pobreza queimpregnaba la ciudad.

—Bueno, ¿preparados?Farbeaux se giró para ver a Joaquín

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Delacruz Méndez de pie junto a su puerta. Elregordete banquero iba vestido de maneraridícula con un traje marrón oscuro conbolsillos tipo explorador en la parte delantera.La ropa estaba impecablemente planchada yllevaba unas botas de trabajo nuevas. Congran esfuerzo, Farbeaux evitó sonreír. Élllevaba unos Levi’s y una camisa vaquera demanga larga. Sus botas negras estaban algodesgastadas y eran resistentes al agua.

—Sí, estamos preparados. Hemos recibidolos suministros y, mientras hablamos ahora,los están cargando. Nuestro helicóptero nosespera en el tejado.

—Excelente, ¿y qué pasa con el barco?—Hemos alquilado el Río Madonna, un

barco bastante digno que lleva veinte añossurcando esas aguas. Su capitán es un hombreque sabrá guardar silencio en cuanto a ciertosaspectos de nuestro viaje. Su familia llevageneraciones trabajando en el río —respondió

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Farbeaux al apartarse de la ventana y coger sucortavientos. Lo que no mencionó fue cuántole costaría a Méndez el silencio del capitán.

—Las armas y mi personal de seguridad,¿ya están listos?

—Todo listo —dijo Farbeaux.—Muy bien.—Pues vamos, entonces.—Sí, por favor, adelante. Me reuniré con

usted arriba. Tengo que tomarme miDramamina para el vuelo hasta Perú —dijoMéndez; fue una mentira que brotó fácilmentede sus labios.

Farbeaux agachó la cabeza, captando elembuste. Sabía que nunca tomabaDramamina, ya que aquel hombreprácticamente vivía de avión en avión.

Méndez vio al francés marcharse y levantóel teléfono.

—¿Sí, señor?

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—¿Alguna actividad en Stanford?— N o , jefe,2 estamos vigilando cada

minuto del día. El teléfono suena, sin que locojan, y nadie más, aparte de los conserjes, haentrado en el despacho de la profesora.

—Si en el futuro se produce algunaactividad, emplea tu propio juicio en cuanto alpeligro que pueda suponer y ajusta tu reacciónde acuerdo a ello. No quiero que me molestéisde ningún modo una vez estemos en el río,¿entendido?

—Sí, señor, entendido.—Bien —respondió, colgó y se frotó las

manos. Solo pensar en El Dorado y en ser élquien descubriera su ubicación oculta, despuésde que los hombres llevaran siglos buscándolodesde Alaska hasta Argentina, era algoabrumador. Los amos de la droga del pasadojamás habrían pensado que semejantesriquezas fueran posibles. Y eso, junto con la

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nueva información que el francés tenía en suposesión sobre una posible fuente de nuevaenergía en la misma mina, era demasiado. No,nadie podía tener la visión que tenía él. Él erael único hombre que siempre había tenidoimaginación para soñar con cosas tan altas.Cosas tan altas que exigían que él tuviera lasfuerzas de seguridad más sofisticadas y unequipo de operaciones secreto contratado demanera privada por toda Suramérica, ademásde por la mayor parte del mundo. Sí, laaventura que siempre había anhelado yaestaba cerca y los misterios de Padilla prontoserían suyos.

Centro del Grupo EventoBase de las Fuerzas Aéreas de Nellis,

Nevada—Así están las cosas ahora mismo: ya que

soy el único que no tiene ningunainvestigación asignada, me llevaré al señorRyan y pondré rumbo a Virginia para ver qué

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podemos destapar en los viejos archivos. YEverett, también tengo un trabajo para usted.Debe reunirse con la que fuera señora deFarbeaux en San José y escoltarla hastaStanford. Una vez en Palo Alto, tendrá accesoal despacho de la profesora Zachary para verqué puede descubrir. Tal vez haya dejadoalguna pista allí.

Carl quería protestar por tener que ser élquien escoltara a Danielle, pero se mordió lalengua.

—Sí, señor —respondió.Llamaron a la puerta de la sala de

reuniones y un cabo vestido de azul entró y leentregó una nota a Niles, que la desdobló y laleyó antes de pasársela a Alice.

—Se han añadido más patatas al guiso —dijo mirando a su alrededor—. Hemosrevisado las imágenes de seguridadrecuperadas de la empresa naviera de SanPablo, responsable de trasladar a Helen y a su

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gente. Ahora sabemos que el punto de partidade Helen fue Colombia; desde ahí todo lo quepodemos deducir es que fue al sur, o bienhacia Brasil o hacia Perú. Pero hemosdescubierto algo más. Parece que ha podidocontar con una segunda fuente de financiaciónde alguien que debemos suponer que la haacompañado en el viaje.

—¿Una segunda fuente? —preguntó Jack.—Según el manifiesto del barco, obtenido

de una copia archivada en sus oficinas, losartículos cargados a bordo incluían varios queno pertenecían ni a Helen ni a su equipo, sinoque fueron contratados por alguien noperteneciente a la lista original del equipo yque no aparece en los informes de launiversidad. Ese hombre se apellida Kennedy;a él y a otros cinco se les asignaron doscamarotes a bordo del Pacific Voyager.

—Helen, ¿en qué te has metido? —murmuró Alice sacudiendo la cabeza.

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Una hora después, Niles hizo que lesllevaran el almuerzo a la sala de reuniones,donde trazaron detallados planes sobre quién yqué equipo se necesitaría para una expediciónsi el Grupo Evento diese con la ruta dePadilla.

—Antes de que nos pongamos con lo queel Boris y Natasha ha o no ha encontrado, yantes de que Carl tenga que marcharse —dijoNiles mirando el reloj—, quiero hablar deltransporte fluvial. Quiero un navío seguro, sies posible, no un transporte de río local.Quiero algo que pueda estar disponible y listoen un día, el día en que partamos, si es que lohacemos. Jack, capitán de corbeta Everett,¿alguna idea?

—Será mejor que se lo diga el marinero —respondió Jack mirando a Carl.

Carl dejó de juguetear con su plato deensalada de patata y alzó la mirada.

—Pues resulta que quizá tenga al hombre

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que puede proporcionarnos algo parecido —dijo pensativo—. Es un tanto excéntrico, peroes un diseñador increíble. Construíaembarcaciones de asalto para la Marina yparticipó en el desarrollo del hidrodeslizadorhasta que fue cancelado por el Departamentode Defensa. Creo que el ejército lo ocultó enalguna parte de Luisiana para que desarrollaraembarcaciones fluviales experimentales.Aunque, principalmente, lo llevaron allí paraque no se metiera en problemas.

—En cuanto complete su misión en PaloAlto, desvíese de vuelta a casa y averigüemás. ¿Algo que pueda añadir sobre esehombre? —preguntó Niles mientras anotabaen su libreta.

—Bueno, sé que puede necesitar unempujoncito porque, como acabo de decir, essingular. Pero se le pueden dar órdenes. Siguesiendo suboficial mayor en la Marina. No hanencontrado a nadie con suficientes huevos

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como para jubilarlo, así que sigueconstruyendo barcos. Tal vez usted podríamover algunos hilos oficiales y lograr sucooperación —dijo Carl.

—Bien, lo haré. Salga y dele su nombre aEllen —respondió Niles—. Será mejor que semarche para ir a encontrarse con nuestraamiga francesa.

—Sí, señor —respondió Carl mientrasasentía hacia los que rodeaban la mesa y ledaba una palmadita en el hombro a Jack.

Cuando Carl se marchó, Niles apartó elplato con su sándwich de jamón y se acercólas últimas imágenes recibidas del satélite.

—De acuerdo, Pete, ¿qué demonios nosestán diciendo el Boris y Natasha?

—Bueno, el KH-11 está posicionado losuficientemente bien como para poder verPerú y Brasil —respondió Pete desde sudespacho en Comp Center—. Tendríamosque reprogramarlo para acceder a las áreas

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que necesitamos observar, pero el Europa hadestapado algunos datos secretos de laAgencia de Seguridad Nacional tomados dossemanas antes de que la profesora Zacharypartiera de Los Ángeles, y eso ha confirmadolo que ya sabemos. Como se puede apreciar—utilizó un puntero para tocar el monitor—,la zona de que se sospecha es, en su mayorparte, selva tropical sin explorar, con copas deárboles tan espesas que no dejan ver nada.Las imágenes por radar —señaló un grupo deimágenes— recogen lo que podríamos esperar:miles de kilómetros de un sinuoso río,afluentes, y lagunas, eso sin mencionar cientosde cascadas. Para averiguar cuál de esas zonases nuestro objetivo, podríamos tener la mismasuerte lanzando un dardo a las imágenes; nosdaría igual.

Niles sacudió la cabeza. Le entraron ganasde apartar de su lado las copias en papel quetenía de las imágenes y lanzarlas hasta el otro

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lado de la mesa, pero se contuvo. El Boris yNatasha no era la respuesta. Se levantó y seestiró, y después sus ojos se posaron en elvídeo de seguridad mostrado en una de lasgrandes pantallas. Se quedó paralizado. Susmirada vagaba por la granulada imagen. Acontinuación, fue corriendo hacia su panel demandos de la mesa y comenzó a teclear algo.Los demás lo observaron mientras los marcosen blanco y negro empezaban a proyectarseen sentido contrario. Dejó de teclear cuandoaparecieron las imágenes de dos personas a laderecha de Helen Zachary y Kennedy. Pulsóunas cuantas teclas más y después apretó elbotón del intercomunicador.

—Pete, ¿recibes la imagen en el monitoruno-diecisiete?

—Vamos a ver… sí… la veo, ¿los vídeosde seguridad del muelle?

—Sí, ¿puedes hacer que el ordenador teaumente ese recuadro? Céntrate en esos dos

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muchachos a la derecha, junto a la barandadel barco.

—Sí, seguro que el Europa puede limpiarlas imágenes —respondió Pete a través de losaltavoces de la sala.

Mientras observaban, las imágenes seoscurecieron, se volvieron a iluminar y esasdos personas aparecieron ampliadas. Lacalidad ahora era mucho mejor.

—Otra vez, Pete, ahora céntrate en lachica, en la imagen de la derecha —ordenóNiles mientras se aproximaba al monitorgrande.

La imagen de la pantalla volvió afragmentarse y se recompuso línea a líneahasta que el rostro sonriente de una jovencubrió la mayor parte de la pantalla.

Sin girarse hacia los demás, Niles dijo:—Todos pueden marcharse, excepto el

comandante Collins.

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Se farfullaron algunas preguntas, perotodos dejaron sus almuerzos, recogieron susnotas y salieron de la sala de conferencias.Incluso Alice se retiró, a pesar de conocerdemasiado bien al director como para saberque Niles había captado algo que lo habíacogido desprevenido y lo había dejadoasombrado.

Jack se levantó y fue hacia donde seencontraba Niles.

—Comandante, ahora mismo tenemos unanueva prioridad.

—¿Cuál es?—La chica, su nombre no aparecía en el

manifiesto del barco, por lo menos no sunombre real —dijo al acercarse al monitorpara verlo más de cerca—. Si es quien creoque es, este Evento ha tomado una nuevaperspectiva, una que nos parecerá unapesadilla.

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10

AEROPUERTO Internacional de San JoséSan José, California Carl reconoció inmediatamente a Danielle

Serrate. Llevaba su melena pelirroja recogiday sus rasgos, aunque ahora iba un poco másmaquillada, seguían siendo equiparables a losde una modelo. La mujer vio a Carl y, poralguna razón, él agradeció que lo hubierareconocido. Iba vestido con unos pantalonesanchos y una camiseta azul de manga corta.Se acercó a ella y le quitó la maleta de lamano.

—Señora Serrate, está usted… un pocomás limpia.

—Tiene usted una gracia muy singular,

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capitán —contestó ella mirándolo de arribaabajo.

—Así soy yo, singular y gracioso —respondió él, yendo hacia la puerta—. Si no leimporta, señora, tenemos un día muy ocupadopor delante.

—¿Puedo preguntarle cuál es nuestrodestino? —lo interrogó ella, alcanzando elpaso del, mucho más alto, oficial.

—Puede preguntarlo —sentenció élmientras le hacía una señal al cabo de laMarina Sánchez, que los acompañaría hastaStanford. Levantó la puerta del maletero yguardó el equipaje de la mujer. Se detuvo—.¿Hay algo que le gustaría sacar de suequipaje? —se interesó, con la mano aún en lapuerta del maletero.

Ella sonrió y abrió la puerta trasera delChevrolet alquilado.

—No, tengo todo lo que podría necesitar—dijo con elocuencia al entrar en el

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automóvil.Carl cerró el maletero de un golpe y fue

hacia el otro lado del coche. Se subió. Surespuesta significaba que no iba armada, asíque él no insistió en el hecho de que seríailegal que portara un arma, aunque estuvieraoculta en su maleta. Después de todo, a él nole gustaría que alguien le arrebatara susjuguetitos si estuviera de visita en Francia.

—Una vez más, le preguntaré por nuestrodestino. —Miró a Carl por encima de susgafas de sol.

Él le dio unas palmaditas en el hombre alcabo Sánchez indicándole que condujera.

—A la Universidad de Stanford —dijobrevemente—. Y quiero que sepa que me hanobligado a presentarme voluntario para estamisión.

—Yo también estoy deseando pasar algode tiempo con usted, capitán.

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Carl pudo ver la sonrisa burlona deDanielle en el reflejo de la ventanilla.

Centro del Grupo EventoBase de las Fuerzas Aéreas de Nellis,

NevadaEl profesor Charles Hindershot Ellenshaw

III estaba inmerso en sus pensamientos.Llevaba los últimos veinte minutos mirando lamisma tomografía computarizada. Habíacomparado las últimas imágenes con las de lamuestra de material del microscopioelectrónico y no podía comprenderlo. Lapelícula se veía borrosa alrededor del tercerdedo del fósil, como si tuviera algún defecto,pero había pasado lo mismo en las primerasimágenes que había tomado. De no estarseguro, habría pensado que alguien estabagastándole una broma.

—Heidi, ¿puedes mirar esto? —preguntópasándole la imagen.

Heidi Rodríguez tomó la radiografía y la

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revisó.—Parece que la película está mal. ¿Es una

imagen del tercer dígito de la garra?—Sí, lo es, pero me ha ocurrido igual en la

primera imagen que he sacado. Observa —dijo al mostrarle la otra imagen—. Y puedesecharle un vistazo también a esto —añadióseñalando un monitor conectado con elmicroscopio electrónico.

Heidi miró la película y el monitor.—Lo único que veo es hueso, profesor.

¿Está viendo usted algo distinto? —lepreguntó acercándose más.

—Justo ahí, eso no es hueso —respondióél utilizando un lápiz para señalar un objetonegro que no podía apreciarse a simple vista.

—Tierra o arena, tal vez.—Está justo en la zona donde no ha salido

la tomografía. Es como si se hubiera limpiadotoda esa extensión.

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—¿Una interferencia?—No lo sé, probablemente no sea más

que una coincidencia. Parece como uncontaminante externo, arena, seguramente.Debió de posarse ahí post mórtem. Perovamos a sacar alguna imagen más. Si continúasaliendo borrosa la misma zona, puede indicaralgún error en el funcionamiento del escáner,o que nuestro viejo amigo ha estado jugandocon isótopos radioactivos.

Alzó la mirada, pero vio que Heidi noestaba sonriendo ante su pequeño chiste. Alcontrario, estaba mirando el monitor conrenovado interés.

—No hay ningún fallo ni en la imagen nien la máquina —dijo Heidi mirando más decerca la imagen—. Y tiene razón, profesor, loúnico que podría provocar este efecto es… —se detuvo—. La radioactividad.

Universidad de Stanford

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Palo Alto, California Una hora y media después de recoger su

carga en San José, Carl esperó mientras unconserje los dejaba a Danielle y a él entrar enun aula que había quedado vacía durante elverano tras la marcha de Helen Zachary y decasi un cuarto de sus alumnos. Eldepartamento de Seguridad de la universidad,tras examinar la identificación falsa de Carl, nohabía dudado en cooperar. Sí, claro, la tarjetade identificación del FBI era absolutamentereal, pero la Oficina de Investigación Federalno tenía la más mínima idea de que elpresidente hubiera autorizado al Grupo Eventoa expedírselas a personal no perteneciente aella.

—No hay cosa más espeluznante que unaclase sin alumnos —dijo Danielle al mirar a sualrededor y ver las mesas de laboratoriovacías.

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—Sobre todo una con un puñado deesqueletos de animales —añadió Carl mediosonriendo—. Aquí está el despacho de laprofesora. —Intentó girar el pomo, peroestaba cerrada con llave.

Danielle dio un paso adelante y apartó aCarl. Sacó un pequeño artilugio, extendió susfinas sondas parecidas a un alambre y lointrodujo fácilmente en la cerradura de lapuerta. Tras toquetear un poco, se oyó unclic. Giró el pomo y la puerta se abrió.

—¿Siempre lo lleva encima?—Toda mujer debería tener uno —

respondió ella mientras entraba en el despachoy encendía la luz.

Carl sintió como si, de pronto, su pequeñainvestigación hubiera sufrido un cambio delíder.

Varios archivadores estaban abiertos.Danielle se fijó en una de las cerraduras y

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llamó al estadounidense.—¿Qué le parece? —le preguntó.Se fijó en las pequeñas muescas en al

acero cromado de la cerradura alrededor delmecanismo de apertura.

—La han forzado. Alguien ha desplumadoeste lugar.

—Totalmente de acuerdo. Lo que fueraque su profesora tuviera aquí, ahora está enmanos de otro —dijo ella mirando los mapasde la pared—. Sus intereses por Suraméricaquedan más que claros con esto —añadiómientras deslizaba un dedo sobre elAmazonas.

Carl abrió su teléfono móvil para llamar aNiles, pero apenas había cobertura. Cerró elmóvil, levantó el auricular del teléfono quehabía sobre la mesa del despacho y esperó aoír el tono de señal. Rápidamente, marcó elnúmero nueve y un nuevo tono le dijo quetenía una línea externa. Después, colocó un

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instrumento del tamaño de una copa sobre elauricular. Danielle lo reconoció, era undescodificador programado.

—No puedo recibir señal aquí dentro, asíque debo tener cuidado con lo que digo. No esuna línea segura, al menos no desde nuestrolado. —Everett había tardado varios segundosen cerrar su teléfono móvil, el tiemposuficiente para que los malos hubieranrastreado el número si la señal estabapinchada.

—Ustedes, los norteamericanos, siempretan paranoicos —dijo Danielle mientras alzabauna copa de champán y la observaba concuriosidad.

En el aparcamiento del edificio de Cienciashabía cuatro hombres sentados en unafurgoneta. El vehículo estaba lleno de equiposde monitorización de última tecnologíaadquiridos mediante una corporación falsa. Sialguien hubiera estado interesado, las facturas

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podrían haberse rastreado fácilmente hasta elBanco de Juárez. Cada hombre monitorizabauna zona del despacho, que estaba pinchado.

—Tengo una línea externa abierta en elteléfono del despacho —dijo en español unode los hombres.

—Contacta con el capitán Rosolo —respondió otro hombre.

La puerta lateral se abrió de pronto,iluminando el interior y sobresaltando a losencargados de la comunicación. Nerviosos, seapresuraron a levantarse en presencia de sucapitán.

—No os mováis de vuestros puestos.¿Qué estáis monitorizando? —preguntó elcapitán al sentarse frente a un ordenador ycomenzar a teclear—. Supongo que estaréisconectados con las cámaras de seguridad delaula.

Los cuatro hombres se quedaronatribulados al ver que Rosolo había estado tan

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cerca de ellos y no pudieron ocultar suagitación. El capitán tenía fama de poseer unaimplacable crueldad.

—Hay dos personas en el despacho de laclase. Una de ellas es un hombre grande y laotra es una mujer —respondió nervioso elsupervisor—. Hemos captado el móvil delhombre, aunque como no tenía cobertura, hautilizado la línea fija del despacho. Pero unavez salga del edificio, podremos rastrearlos asu móvil y a él.

El monitor del ordenador conectó con lacámara de la zona de la profesora dentro deledificio. Por desgracia, solo mostraba el aula,no el despacho. Rosolo tecleó algo y el vídeorebobinó hasta que se pudo ver claramente alas dos personas. No reconoció al hombre,pero lo de la mujer era otra historia.

—Poned la conversación del hombre —ordenó.

Carl estaba hablando con Jack y con

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Virginia.—Han desplumado este lugar —dijo Carl.Después, en vez de una voz al otro lado

de la línea, se oyeron varios clics, pitidos yruido estático que llenó el aire alrededor delaltavoz de la furgoneta.

—La otra parte de la conversación estácodificada —anunció Rosolo mientras cogíaunos auriculares para escucharlo mejor.

—Ajá, sí, podemos hacerlo. ¿Hancontactado con el Departamento de la Marina?Necesitaré refuerzos en Nueva Orleans. Comoya dije, el suboficial está como una chota —explicaba Carl.

Más pitidos y chirridos.—¿Se ha informado al director? —

preguntó.Respuesta codificada.—¿Ya ha partido hacia Virginia?De nuevo los ruidos.

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Ahora Rosolo supo, por el sonidoamortiguado, que el hombre estaba hablandocon una mano puesta sobre el micrófono delteléfono. Aun así, pudo entender claramentequé le estaba diciendo a la mujer deldespacho.

—Creen que pueden recuperar el mapa dePadilla. El director aterrizará allí en unas treshoras —fue el comentario mascullado.Después, Carl retomó su conversacióntelefónica—. Sí, señor, contactaré con usteddesde Nueva Orleans.

Rosolo soltó los auriculares cuando laconexión llegó a su fin. Miró la imagencongelada de la mujer en la pantalla delordenador y, después, tomó una decisión.

—Contactad con el equipo B y decidlesque preparen el avión con un plan de vueloabierto listo para partir en cualquier momento—ordenó sin mirar a sus hombres—. Decidlesque nos marcharemos en unos treinta minutos.

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Ahora que tenemos pinchado el móvil de estehombre, sabemos lo que él sabe. No va detrásdel mapa, así que esa mujer y él no seránnuestro objetivo esta vez. Esperaremos a verqué descubren en Virginia. Informad a nuestroequipo en el Aeropuerto Internacional de SanJosé de que estén preparados para partir deinmediato si descubren algo que merezca lapena.

Los cuatro hombres se pusieron a trabajarmientras Rosolo le asignaba un nombre dearchivo a la imagen de la mujer del monitor.Rápidamente, introdujo una dirección decorreo electrónico segura, adjuntó la imagen yla envió. Después, cogió un teléfono porsatélite y marcó un número. Abrió la puerta dela furgoneta y bajó.

—Señor Méndez —dijo cuandorespondieron a su llamada a casi cinco milkilómetros de distancia.

—Sí, capitán.

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—Le he enviado una información que espreocupante por motivos de seguridad.Compruebe su correo en cuanto pueda, perohágalo cuando esté solo.

—Sí, así lo haré —respondió Méndez.—Parece que la exmujer de nuestro amigo

está de misión oficial en el despacho de HelenZachary. Va con un hombre que acaba deconversar con alguien utilizando un teléfonocodificado y encriptado por una línea segura.Por lo tanto, hemos de suponer que esto noactúa a nuestro favor.

—Estoy de acuerdo. ¿Alguna cosa más?—preguntó Méndez.

—Sí, una noticia muy grave.Quienesquiera que sean estas personas, puedeque hayan encontrado el mapa de Padilla.

—No podemos permitir que ese mapacaiga en manos de alguien que ponga enpeligro nuestra búsqueda. Supongo que yaestará pensando en cómo ocuparse de un

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asunto tan inquietante.—Ya he dado la orden. Puede que lleve

tiempo, pero si localizan el mapa, nosotrosllegaremos poco después. —Rosolo colgó y lelanzó el teléfono a uno de los técnicos quehabía dentro de la furgoneta. Después, caminóhasta la entrada del edificio de Ciencias yesperó.

Pasaron solo cinco minutos antes de queoyera pasos y voces por las puertas dobles. Secolocó la corbata y abrió la puerta derecha.

—Oh, disculpen —dijo al chocarse contrala mujer y apartarse.

Danielle sonrió educadamente y Carl y ellacruzaron la puerta. En ese momento Rosolo,que hacía como si siguiera alisándose la ropa,muy hábilmente enganchó un diminutolocalizador en la chaqueta de la mujer.Mientras sostenía la puerta un momento, segiró para ver a Danielle y al hombre salir deledificio. Una vez estuvo seguro de que ya se

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habían marchado, regresó a la furgoneta.El capitán Rosolo, jefe de Seguridad de

Operaciones Clandestinas para el Banco deJuárez Internacional Económica, se aseguraríade que nadie se interpusiera ahora que el señorMéndez se dirigía hacia el yacimiento de orode Padilla.

Si no demostraban ser más ingeniosos allí,el rastro hasta ese mismo destino para esasdos personas terminaría en Nueva Orleans.

Cementerio nacional de ArlingtonArlington, Virginia El director Niles Compton seguía algo

mareado y el teniente de grado júnior JasonRyan apenas podía evitar reírse de él. Eldirector había vomitado de un modo nadaceremonioso en algún punto sobre Kentuckydurante su vuelo hacia la base de las Fuerzas

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Aéreas de Andrews; a los soldados de lasFuerzas Aéreas asignados como su tripulaciónde tierra no les haría ninguna gracia tener quelimpiarlo. Pero Niles había querido llegar allílo antes posible, y, se daba la coincidencia deque hacía solo dos días Ryan había sidotransferido del Super Tomcat de la Marina alF-16 B biplaza de las Fuerzas Aéreas quehabían utilizado para llegar a Virginia. A Nilesno le había hecho ninguna gracia la eleccióndel avión, pero aun así y a regañadienteshabían tomado uno prestado de las existenciasde la base aérea de Nellis. Mientras estuvieronen el aire, el director había mirado a Ryancada pocos minutos para ver si lo sorprendíariéndose. Sabía que, cuando descendieran,tendría una charla con él sobre la maniobra deltonel volado que había ejecutado. El trayectoen coche hasta Arlington fue gélido, pordecirlo suavemente.

Según se acercaban con el coche verde del

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gobierno a la cabina de seguridad delcementerio nacional, bajó la ventanilla,dejando que el caliente y bochornoso aire deverano entrara en el interior y se mezclara conel aire acondicionado. Mostró su tarjeta de laMarina y Niles la suya de los ArchivosNacionales, que indicaba que era elequivalente a un general de cuatro estrellas. Elguardia les indicó que podían pasar. En lugarde tomar el camino principal que los llevaría alaparcamiento del cementerio, Ryan siguió lasindicaciones de Niles y condujo directamentehasta la vieja mansión. Al acercarse a la casasobre la colina, Niles se emocionó al volver averla, no solo por su significado histórico, sinoporque sabía que era el primer complejo delGrupo Evento, el lugar que albergó losprimeros descubrimientos de los días de laformación del Grupo por parte de TeddyRoosevelt bajo la administración de WoodrowWilson.

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La mansión del siglo XIX parecía estarfuera de lugar entre las más de doscientascincuenta mil tumbas militares que seextendían a su alrededor. Cuando comenzó suedificación, en 1802, se había pretendido quela propiedad fuera un recuerdo viviente deGeorge Washington. Había sido levantada porGeorge Washington Parke Custis, el nietoadoptivo del primer presidente, y habíaterminado convirtiéndose en el hogar de unode los hombres más queridos de la historia deEstados Unidos, Robert E. Lee, y de suesposa, Mary Anna Custis. Habían vivido enla casa hasta 1861, cuando estalló la guerracivil. Durante la consiguiente ocupación deArlington, varias bases fueron construidassobre el terreno de mil cien acres, incluido loque más adelante sería Fort Meyer. Lapropiedad fue confiscada con el tiempo,aludiéndose la razón oficial de impuestossobrevenidos, aunque mucha gente influyente

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lo vio como un castigo para Robert E. Lee porsu participación en la rebelión. Se convirtió enun cementerio en 1864.

Tras pasar por delante de la fachadarepleta de columnas de la mansión, siguieronel camino hasta la parte trasera de lapropiedad. Vieron varios guardias de losParques Nacionales observándolos.Condujeron directamente hasta la caseta demantenimiento instalada junto a la zonatrasera de los jardines y accedieron por suspuertas dobles. Una vez dentro, las puertas secerraron automáticamente y varias lucestenues se encendieron a su alrededor. Ryaniba a soltarse el cinturón de seguridad, peroNiles lo detuvo agarrándolo del brazo mientrasuna voz procedente de un altavoz oculto lesdaba una orden.

—Por favor, permanezca dentro de suvehículo, teniente Ryan.

Ryan sonrió y miró a su alrededor. No

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veía a nadie.—¿Así que vamos a tener más rollo

espeluznante del Grupo Evento? —le preguntóa Niles.

Niles se encogió de hombros y soltó elbrazo de Ryan.

De pronto, Ryan sintió que se le encogía elestómago cuando el sucio suelo de la caseta demantenimiento comenzó a hundirse. No pudoevitar un cierto mareo al ver los laterales de ungigantesco y oscuro hueco de ascensor por elque el vehículo descendió con rapidez hacia elinterior de la colina de Virginia.

—No le gusta, ¿verdad, señor Ryan? Puesse hace mucho más difícil cuando no sabesque esto va a pasar y un listillo empieza ameterse contigo y a burlarse. ¿Se le harevuelto un poco el estómago?

—De acuerdo, siento lo del tonel volado.No volveré a hacerlo. Ya sé lo que quieredecir.

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Niles sonrió en la oscuridad que losenvolvía.

Finalmente, el ascensor se detuvo aquinientos metros por debajo del suelo.Cuando se vieron las luces del nivel Uno,Ryan distinguió a dos hombres ataviados conmonos de trabajo del Grupo Evento esperandoal coche. Después, los dos guardias deseguridad se acercaron para abrirles laspuertas, invitando a Niles y a Ryan a poner elpie en el primer complejo del Grupo Evento,construido en 1916.

—Bienvenidos al almacén, señor.—Gracias, caballeros. Les presento al

teniente de grado júnior Ryan; es uno de losoficiales de su departamento de Seguridad.

Ryan asintió y miró a su alrededor paraexaminar el primer nivel. Los muros decemento se veían blancos y limpios bajo losfluorescentes del techo, como si estuvieran

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bien cuidados.Un cabo se acercó y anotó los nombres de

los visitantes en una carpeta.—¿Adónde irá hoy, director Compton?—A los archivos. Supongo que el viejo

Cray sigue funcionando.—Sí, señor. El señor Golding lleva una

rutina de mantenimiento de lo más estricta.—Bien, bien.—¿Pasará por el nivel Diecisiete?—No, hoy no iremos de visita, estamos

aquí solo para labores de investigación —respondió Niles, aunque le habría encantadomostrarle a Ryan algunos de los primerosdescubrimientos del Grupo Evento. No ya elArca de Noé, que habían trasladado a lasinstalaciones de Nellis, ni tampoco otrosgrandes hallazgos como ese, sino lospequeños, tales como el cuerpo, con armaduray todo, de Genghis Kan o el cadáver

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momificado de Cochise, el jefe apache al quese creía que los suyos habían ocultado en unlugar secreto. Solo las muestras de la pesteoriginal de la Edad Media habrían bastadopara aterrorizar al pobre Ryan. Pero esotendría que esperar por ahora, ya que apenasles quedaba tiempo.

—Muy bien. Por aquí, señor —dijo elcabo.

Niles y Ryan avanzaron detrás de los doshombres de seguridad. Recorrieron un pasillotras el cual los rodeaban los secretos demundos pasados.

Astillero de la Marina de Estados Unidos(Fuera de servicio)Nueva Orleans, Luisiana Mientras Carl conducía entre los viejos

muelles, podía ver los escombros de la historianaval de su país: barcos de combate,

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destructores y fragatas estaban siendodesmantelados y vendidos para reciclaje. Nohabía nada más triste para un marine queasistir a ese final tan ignominioso que habíanencontrado tan magníficos barcos.

Tras llegar a Nueva Orleans seencontraron una ciudad aún afectada por losestragos del huracán de 2005. La gente habíaregresado para intentar reconstruirla y que laBig Easy volviera a ser lo que una vez fue. LaMarina de Estados Unidos había colaboradollevando allí los barcos para que losdesguazaran, aliviando así el alto desempleode la dañada ciudad.

Mientras Carl contaba los númerospintados en los laterales de los edificios, vioque la mayoría ahora estaban cerrados y enestado de ruina. Habían quedado sin reparar ala vez que la Marina de Estados Unidos habíadejado toda la zona del muelle fuera deservicio. Ahora, la Marina estaba en proceso

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de entregar toda esa extensión de terreno a laempobrecida ciudad.

—Ahí está —dijo Danielle señalando eledificio que se erguía a su derecha.

Carl aparcó su coche de alquiler en unespacio atestado de fragmentos de viejosbarcos y esqueletos de embarcaciones de todotipo. Algunos pertenecían a la Marina,mientras que otros eran inclasificables yprácticamente chatarra. Escucharon un tenueaporreo de una música heavy metal saliendodel interior del edificio que habían estadobuscando.

—¡Qué lugar tan horrible para que suMarina envíe a un hombre! ¿Ha dicho que fuesuboficial de su unidad en los Seal? —preguntó ella.

Carl se acercó hasta una gran puerta deacero y llamó varias veces, provocando unfuerte ruido que ellos mismos oyeron resonarpor dentro.

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—Sigue siendo suboficial y también el hijode puta más ruin que me he encontrado en mivida —respondió girándose hacia Danielle—.Él ya era un seal antes de que serlo fueraconsiderado glamuroso. Participó en el asaltoal campamento Son Tay, en Vietnam, en losaños setenta, cuando yo aún no había nacido.

—¿Fue ahí donde sus Fuerzas Especialesintentaron liberar a sus prisioneros de guerra?

Él se quedó impresionado por susconocimientos.

—Así es —respondió golpeando de nuevola puerta de acero, aunque sin apartar lamirada de la mujer.

—Hice mi tesis sobre el colonialismo y laimplicación francesa en el sudeste asiático,especialmente en Vietnam. Parecesorprendido.

—Lo admito, puede que la hayasubestimado.

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—Primer punto para el enemigo —dijoella mirándolo fijamente a los ojos.

Carl se apartó de la enorme puerta deacero y echó un vistazo a su alrededor.

—¡Largo de aquí, cabrón, esto espropiedad del gobierno! —gritó una voz alotro lado de la puerta.

—Sin duda es el suboficial Jenks, nuncatiene una buena palabra para nadie —dijo Carlvolviendo a acercarse a la puerta—. Cuidadocon esa boca, suboficial. ¡Está dirigiéndose aun oficial de la Marina de Estados Unidos!

—¡Me importa una puta mierda! ¡Por mícomo si es eres el mismísimo John PaulJodido Jones! ¡Largo de aquí! Este es miproyecto y dejo entrar a quien yo quiero.

Danielle se tapó la boca con la mano paraocultar su sonrisa.

—Ya le había dicho que no es,precisamente, el padre Flanagan —dijo Carl

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en broma antes de girarse hacia la puertacerrada—. De acuerdo, suboficial, ¿y si ledigo que aquí fuera hay una señora que tieneque utilizar el baño? Se ha pasado tres horas ymedia metida en un avión.

—¿Señora? ¿Es guapa?Carl se giró para mirar a Danielle.—Preciosa —contestó girándose

rápidamente de nuevo hacia la puerta.Solo hubo silencio al otro lado durante

unos dos minutos y, después, pudieron oír elzumbido de un motor eléctrico y la música dedentro saliendo a todo volumen por la puertaque se estaba abriendo. Welcome to theJungle, de los Guns N’ Roses, hizo que Carlretrocediera un paso.

Alguien bajó la música. Cuando sus ojosse hicieron a la oscuridad del interior, sevieron ante una gigantesca lona que colgaba delas viejas vigas y cubría la mayor parte delinterior del edificio. Un hombre con un sucio

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mono de trabajo se acercó a ellos después debajar unas escaleras. Estaba limpiándose susgrasientas manos con un trapo rojo.

—¿Quién cojones eres y dónde está esamujer? —En ese momento el hombre vio aDanielle—. Hay que joderse, ¡pero si teníasrazón! ¡Está buenísima!

—La Marina nunca logró domar esa suciaboca que tiene, ¿eh? —dijo Carl.

El suboficial lo miró y entonces, depronto, reconoció a Carl.

—¡Que me zambullan en mierda deballena! ¿Sapo?

Carl se puso colorado ante la mención desu apodo, pero de todos modos agarró alsuboficial y lo abrazó.

—Capitán de corbeta Sapo para usted,baboso cabrón.

Los dos hombres se abrazaron y se dieronpalmaditas en la espalda mientras Danielle

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observaba. Después Jenks apartó bruscamenteal joven.

—¡Ey! No te habrás vuelto gay y quieresrollo, ¿verdad, chico? Podría jurar que me hasagarrado el culo —dijo sonriendo a Carl ydespués a Danielle.

—No, no, y eso no resulta políticamentecorrecto por su parte, suboficial Jenks. —Señaló a su acompañante—. Es Danielle, es…—vaciló un segundo—, es una amiga.

Jenks la miró de arriba abajo y sus ojos seposaron en su pecho más de lo necesario.Siguió sonriendo, aunque no le tendió la manopara estrechársela.

—Como he dicho antes, está buenísima —dijo simplemente. Miró a Carl con gestoacusatorio—. Y además es una espía. Puedoolerlo. Deberías vigilar con quién te juntas,Sapo —dijo con una palmada en el brazo aCarl. Y, sin más, se dio la vuelta.

Carl miró a Danielle.

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—Tiene olfato para la gente —susurró ydespués llamó a Jenks, que volvía a limpiarselas manos con un grasiento trapo—. No esuna espía, suboficial, trabaja en lo mismo queyo.

Jenks se detuvo, pero no se giró.—¿Y eso es…?—Digamos que sigo en la Marina y que

nosotros somos los buenos. Dejémoslo ahí,¿de acuerdo?

Finalmente, Jenks se giró y lo miró a losojos.

—De acuerdo, Sapo, eres un buen tío.Ahora, ¿qué cojones quieres?

—Hemos venido a ver su proyecto —respondió Carl.

—Pues no vais a verlo, así que largaos.Joder, ni siquiera está terminado yprobablemente no lo estará antes de que laMarina nos mande a la mierda, al proyecto y a

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mí.—A lo mejor yo puedo ayudarle con eso,

Jenksy, pero déjenos ver esa maldita cosa.Jenks apoyó la mano izquierda sobre su

cadera, se quitó su sucia gorra blanca y sepasó una todavía pringosa mano derecha porsu casi rapado pelo gris. Después, metió lamano en el bolsillo de su mono y sacó elchicote de un puro. Carl sonrió, ya que esaseran señales de que el hombre estabarelajándose.

—De acuerdo, pero no vas a quedártela.Todavía tengo importantes preocupacioneslogísticas aquí; no estará preparada paramaniobras en río… ¡joder!… puede quenunca… —Echó a andar hacia la gigantescatela asfáltica que cubría tres cuartos deledificio—. A menos que lleves encima uncheque por valor de unos cinco millones ymedio de pavos.

Carl siguió a Jenks y Danielle se puso a su

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lado.—¡Qué mono! ¿Así que su apodo era

Sapo?—Sí, y no quiero hablar de ello —

respondió al rodear una gran caja vacía quetenía estarcido un logo rojo intenso con variaslíneas pintadas encima que representaban unabrillante luz. Decía: «Dispositivo láser.Manipular con cuidado».

—Venga, ¿por qué le pusieron ese apodo?—preguntó ella sonriendo e ignorando lamirada de curiosidad que Carl estabalanzándole a la caja vacía.

—Porque este estúpido cabrón pegaba unsalto de casi dos metros cada vez que laartillería detonaba a su alrededor durante lasmaniobras, por eso —respondió Jenksmientras empezaba a apartar la lona. Entoncesse detuvo y miró a Danielle—. Pero aun asíha sido el mejor puto seal que he entrenado enmi vida y, por lo que oigo, es el mejor que ha

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habido, así que al parecer ya ha solucionadoese pequeño problema que tenía con losruidos fuertes cuando era un chaval. —Tirócon fuerza de la lona—. ¿No es verdad, Sapo?

Carl sonrió avergonzado, pero su sonrisase desvaneció cuando la lona se descorrió yvio por primera vez el proyecto del suboficial.

—¡Dios mío! —fue todo lo que Daniellefue capaz de pronunciar.

—¡Joder! —farfulló Carl al entrar en eltaller de las maravillas del científico loco yadmirar una resplandeciente joya oculta enuna ciudad que había estado a punto dedesaparecer brutalmente del paisajeestadounidense.

El navío parecía algo sacado directamentede una película de ciencia ficción. La proaestaba rodeada y compuesta de cristal aexcepción del armazón. Tenía el aspecto deun barco en la popa, pero ahí era dondeterminaba la semejanza. De no ser por la

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forma del fuselaje, con sus tres cascos, laembarcación parecería más bien un elegantesubmarino. Medía casi cuarenta metros delargo y estaba dividida en compartimentos deunos siete metros. Algunas zonas seencontraban abiertas por arriba en la parte delmedio, como una cubierta superior conasientos alrededor de las bordas. Tenía unaalta torre de observación en el centro que sealzaba casi trece metros en el aire y queincluía las bóvedas del radar y de la antenasobre la cofa de vigía. El barco era de unblanco brillante. Hacia la popa se podía leer«USS Profesor» en cursiva y enfatizado conuna gran ilustración del ojo de una mujer conuna ceja perfecta y hermosamente arqueadaencima. Unos grandes ojos de buey,rectángulos de casi dos metros de gruesocristal, recorrían el largo de cada sección,tanto sobre la línea de flotación como pordebajo. En la parte inferior de cada sección

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había cuatro pequeñas protuberancias queparecían los reactores acuáticos de una lanchamotora.

Carl subió al andamio para poder mirardentro de la proa de cristal y descubrir algo delpuente de mando. Había grandes asientos parael capitán y el segundo comandante. El interiordel puente permanecía a oscuras a excepciónde unas resplandecientes luces.

—Es una preciosidad, Jenks —dijo Carladmirando el casco de grafito.

El suboficial sonrió y después miró aDanielle.

—Sí que lo es —añadió ella enseguidamientras Jenks gruñía satisfactoriamente por larespuesta de esta última—. Pero ¿por qué leha puesto el nombre de «Profesor»?

—No lo sé, porque ha sido construidopara enseñar, supongo… Además, era unavieja canción de Jethro Tull que me gustaba,así que pensé que quedaba bien —respondió

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bajando la cabeza y esperando que ellos serieran ante la mención del viejo grupo de rock.

—¿Es una embarcación fluvial? Es larga yparece demasiado grande para navegar porcanales estrechos —dijo Carl mientras bajabadel andamio de metal.

Jenks dio unos golpecitos en el casco decomposite.

—Deja que te diga algo, Sapo. Estepequeño tiene un calado de solo dos metros.Navega alto, pero es capaz de cargar concuatro mil quinientos kilos de lastre de agua.Está equipado con una sección en el centroque se adentra más hondo en el aguadesplegando su casco cuatro metros y mediocon fines de observación. Cuenta con unsumergible biplaza y una campana deinmersión. En la zona de popa hay quincesondas radiocontroladas para investigaciónsubacuática. Dispone de espacio paracincuenta y una personas. Su cocina es la

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mejor equipada de los buques de la Marina.Está totalmente sellado y no le falta el aireacondicionado. Su zona de Electrónica atesoratecnología más avanzada y cuenta con treslaboratorios a bordo y espacio para uno más sidespejamos algunas áreas de almacenaje. Se leha dotado de un pozo activo cercado de cristalque contiene diecinueve mil litros de agua yestá completamente oxigenado. Las seccionespueden ser maniobradas separadamentemediante hidropropulsores independientes,para equipararse a los ajustados girosimplicados en el pilotaje fluvial, gracias a lasjuntas de goma expandibles entre lassecciones; y los hidropropulsores se controlancon ordenadores tan precisos que el barcopuede girar por completo su proa y besarse elculo. Se puede desmontar y trasladar acualquier parte del mundo y estar en el agualisto para la acción en veinticuatro horas. Cadasección es lo suficientemente ligera como para

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que un helicóptero Blackhawk o un Seahawkpueda transportarla.

—¡Es lo más impresionante que he vistonunca! —exclamó Carl.

—Se ha llevado diez años de mi vida yahora la Marina está intentando engañarme —gruñó Jenks mientras deslizaba la manocariñosamente sobre el lateral del Profesor.

—Es una increíble plataforma científica —dijo Danielle.

—Sí, pero dudo que alguna vez tengaoportunidad de ver el agua —contestó elsuboficial con desánimo.

Carl fue directo a él y sonrió.—Suboficial, tenemos que pedirles

prestados a usted y a él.—Mira, Sapo, necesita cerca de otras dos

toneladas de componentes electrónicos.¡Joder, necesita toda el sistema de navegacióny de cartografía! Así que, a menos que puedas

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darme un cheque por valor de unos cincomillones y medio de dólares y que logres queel Departamento de la Marina y el presidentede Estados Unidos te entreguen el barco, creoque vas a tener que navegar el puto río sinremos, chico. Además, yo paso de doblegarmeante esos cabrones. No puedes quedártelo.

—Bueno, suboficial, yo solo navego losríos que me dicen, así que sea lo que sea loque cueste y lo que necesite, lo tendré aquíhoy mismo, además de la gente que haga faltapara instalarlo —respondió Carl mientrassacaba el móvil.

Jenks lo miró a él y después a Danielle,que sonrió y asintió, indicándole que Carlhablaba en serio.

—Suelta el teléfono de los huevos —dijo—. No soy la puta que crees que soy, Sapo.¡La respuesta es no!

Carl dejó de marcar.—Ahí adonde nos dirigimos, vamos a

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necesitar un barco de la hostia. Es suoportunidad de poner a esta preciosidad enacción y demostrar lo que puede hacer. Letienen aquí metido para evitar que moleste,suboficial, lo cual significa que no creen quetenga nada más que ofrecerle a la Marina.

—¿Crees que puedes manejarme? Seguroque te tienes algo guardado. Soy capaz deprenderle fuego a esta cosa…

—Ahí abajo hay jóvenes, estudiantes deuniversidad, suboficial. Hace semanas que nose sabe nada de ellos. Lo necesitamos. Ynecesitamos al Profesor. —Danielle miró aJenks y al momento la expresión del viejosoldado se relajó y sus ojos volvieron apasearse por sus pechos, como un imán yendoal acero.

—Jóvenes, ¿eh?—Algunos de la misma edad que su nieta.Jenks se dirigió a Carl.

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—Eso es un golpe bajo, Sapo. —Furioso,tiró la colilla de su puro—. Bueno, ¿vas ahacer esa llamada a no? ¡Necesito muchamierda para terminar este carcamán!

Carl telefoneó.Danielle volvió a mirar al Profesor

esperando que el navío fuera todo lo queJenks había dicho que era. Necesitarían todaslas ventajas posibles allí adónde iban.

En cuanto a Carl, él era más pragmático.Solo esperaba que el reluciente y blanco barcoexperimental flotara.

Complejo número Uno del Grupo EventoArlington, Virginia Niles miraba el viejo centro informático

empleado por el Grupo Evento. El complejocontenía archivadores y estantes hechos amedida que almacenaban un millón o más de

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informes de sucesos históricos, míticos, olegendarios: todo, desde la ubicación de laAtlántida hasta las increíbles historias de losyetis; desde la bestia mitológica del Himalayahasta las presuntas antiguas fuerzas de poderdescubiertas por Egipto tres mil años atrás.

—¡Vaya un buen centro informático tienenaquí, señor director! Aunque un pocoanticuado, ¿no? —preguntó Ryan deslizandouna mano por uno de los viejos archivadores.

—La información abarcada en estosarchivos, teniente Ryan, representa el todo denuestro mundo antiguo y nuestro mundomoderno. Hechos e historias, incluso rumores,están almacenados aquí. El conocimientocombinado del mundo antiguo dio inicio aestas instalaciones.

—¿Y espera que encontremos algo aquí,señor? —preguntó Ryan mientras se limpiabael polvo de las manos.

—Lo cierto es que tenemos al

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Bibliotecario, uno de los primeros Crayinstalados en un complejo del gobierno —dijoNiles mientras se dirigía a un pequeñocubículo—. En un principio era una de esasmáquinas Univac que actualizábamos de vezen cuando, pero acabamos modernizándonosen 1980 y lo convertimos en un sistema quellamamos, como no podía ser de otro modo, elBibliotecario.

Niles empleó una llave para abrir la puertadel cubículo situado en mitad de la zona dealmacenaje, del tamaño de un gimnasio. Lasala era oscura, fría y húmeda, y persistía unolor a moho que hizo que la nariz de Ryan seencogiera.

—Aquí huele como si el Bibliotecario lashubiera espichado, señor.

Niles ignoró el comentario y encendió lasluces de arriba, iluminando así el pequeñoordenador cuyos altavoces estaban montadosa ambos lados del gran escritorio. Solo había

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una silla y Niles se sentó en ella. Ryan miró asu alrededor y decidió cruzarse de brazos yesperar.

—El sistema de audio lo instalamos Pete yyo para facilitarles las búsquedas a loshistoriadores del grupo. Me temo que esta vozno es tan femenina como la que tenemos parael Europa, pero es bastante pintoresca.

Ryan vio a Niles ajustar un micrófonodelante de él y pulsar un botón con el queactivó un pequeño pero apropiado monitorque salió del lado derecho del escritorio.

—Esperemos que lo que borró laprofesora Zachary del Europa siga aquí.

—Hola, Bibliotecario —dijo Niles almicrófono.

El monitor cobró vida junto con losaltavoces.

«Buenas tardes, doctor Compton, ¿oprefiere que me dirija a usted como director

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Compton?», preguntó una voz masculinahaciendo referencia a su ascenso desde laúltima vez que habían hablado.

A Ryan le resultaba perturbador, como lavoz de HAL de 2001: Odisea del espacio, elmismo ordenador que se volvió loco y mató atodo el mundo.

—Doctor Compton me parece bien.Bibliotecario, ¿puedes acceder a mi últimoingreso en tu sistema hermano, el Europa deNevada?

«Sí, doctor Compton. Sí que puedo.Disfruto interconectándome con el Europa.»

—Ya me lo imagino —farfulló Ryan.El PentágonoEl contralmirante Elliott Pierce estaba

estudiando un informe de Inteligencia sobre lacontinuada retirada de divisiones acorazadasiraníes de la frontera con Iraq cuando alguienllamó a su puerta. Le indicó a esa persona que

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entrara y le entregaron una nota.—Esto acaba de llegar de Transmisiones,

señor.Pierce cogió la nota y le dijo al soldado

que se retirara. Mientras leía el comunicado lecambió la cara. Inmediatamente levantó elteléfono y marcó un número de la CasaBlanca. El consejero de Seguridad Nacionaldel presidente contestó al primer tono.

—Ambrose —dijo la voz.—Tenemos un problema —respondió

Pierce en voz baja porque se sentía unmentiroso.

—¿Qué?—La bandera roja que colocamos en el

informe de los Archivos Nacionales que utilizóla doctora Zachary, y que estáintercomunicado con nuestra base de datos,acaba de ser activada.

—¡Por Dios santo! ¿Quién lo ha hecho?

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—Dice que la terminal 5656, pero noexiste una terminal 5656, según nuestrosinformes de Inteligencia.

—Entonces, puede que sea un fallotécnico —contestó el consejero de SeguridadNacional con tono furioso.

—No creo tanto en las coincidencias, ¿yusted? —preguntó con aire de suficiencia.

—Bueno, ¿qué puede hacer?—Mi equipo de Transmisiones ha logrado

rastrear la ubicación del terminal. No se lo vaa creer.

—No tenemos tiempo para estas cosas.¿Dónde está?

—En el cementerio nacional de Arlington;en las instalaciones de mantenimiento de lamansión, nada más y nada menos.

—Maldita sea, ¿qué demonios estápasando aquí?

—No lo sé, pero será mejor que enviemos

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a alguien allí o la cosa podría ponerse muyfea.

—¿Tiene acceso a civiles externos quepuedan ocuparse de esto?

—Sí, y están de camino. Pueden estar allíen veinte minutos con equipo que podríarastrear esta terminal informática fantasma.¿Va a decirle algo de esto?

—Joder, no. Ocúpese usted y ya está. Élya tiene bastante en la cabeza. Esta noche leespera una reunión con el presidente sobreuna aparición en una gala de recaudación defondos para su campaña. Elimine esteproblema del modo que pueda,¿comprendido?

—Nos va a salir demasiado caro. Si noscogen, nos colgarán por esto.

—Entonces aquí lo que importa es…¿qué? Que no nos cojan. Y no informe a losdemás sobre lo que ha pasado. Por la razónque sea, ya están empezando a echarse atrás.

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Elimine al que esté husmeando en ese archivo.El director de Inteligencia Naval colgó el

teléfono y sacó un pequeño libro negro de uncajón de su escritorio. Quien fuera que habíaaccedido a esa terminal de ordenador nolistada, no viviría lo suficiente parabeneficiarse de ello.

Complejo Número Uno del Grupo EventoArlington, Virginia—De acuerdo, Bibliotecario, ¿has

interconectado con el complejo de Nellis?«Sí, doctor Compton. El Europa está en

línea.»—Bien, Europa, identifica las tres últimas

consultas de Compton, Niles, director deDepartamento 5656.

«Sí, doctor Compton. Formulando»,respondió una voz femenina. «Las últimas trespreguntas formuladas por el director Comptonal Europa en el complejo de Nellis fueron:

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pregunta número uno, número de los cuatromedallistas papales aún vivos en Norteaméricay Suramérica en 1874; pregunta número dos,¿cuál era el nombre del receptor?; y preguntanúmero tres, ¿qué?, ¿quieres decir que lainformación fue borrada del antiguo sistemaCray?»

—De acuerdo, Europa, gracias.Bibliotecario, ¿has localizado esos informes?

«Sí, doctor Compton», respondió la vozparecida a la de HAL.

—Responde a la primera pregunta:¿Cuántos receptores de la medalla papalseguían vivos en Norteamérica y Suraméricaen 1874? —preguntó Niles; le estabanempezando a sudar las manos.

«Buscando», respondió el Bibliotecariocuando la pequeña pantalla se iluminó a laderecha de Niles.

Niles se movía impaciente, esperando noestar buscando en vano.

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«Según los informes de defuncióncanadienses, el censo general de ciudadanosde México, el censo oficial de Brasil y losinformes estatales y territoriales de EstadosUnidos, un miembro seguía vivo en 1874»,respondió el Bibliotecario.

Niles leyó la respuesta duplicada plasmadaen la pantalla con renovadas esperanzas; era lamisma respuesta que el Europa le había dadoen Nellis, así que el archivo debía de estarintacto después de su traslado inicial al sistemanuevo.

—Pregunta: ¿Cuál era el nombre delúltimo receptor?

«Buscando, doctor Compton», respondióel Bibliotecario.

—Supongo que ya está, ¿no? —preguntóRyan. Él también estaba nervioso y se acercóal monitor.

—Podría suponer la vida o la muerte para

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mucha gente perdida ahí abajo en elAmazonas —dijo Niles mordisqueándose ellabio inferior y esperando a que el ordenador,mucho más lento que el Europa, vomitara lainformación deseada. De pronto, la voz seactivó y el monitor recobró vida con un brilloverde.

«Nombre del receptor restante: Keogh,Myles Walter. Profesión, miembro delEjército de Estados Unidos. Nacido en 1840,County Carlow, Irlanda. Receptor de lospreviamente descritos honores papales yveterano del batallón de San Patricio porservicio armado al Vaticano.»

El nombre que el Bibliotecario habíapronunciado le resultaba familiar; Niles estabaseguro de que lo había oído antes. Y tambiénRyan.

—Ey, ese nombre me suena… —señaló elteniente.

—Pregunta —dijo Niles interrumpiendo a

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Ryan mientras lentamente se sentaba en susilla. En voz baja, casi como si tuviera miedode realizar la consulta, añadió—: ¿Fecha ylugar de la muerte?

«Buscando.»Niles miró la pantalla de cristal líquido y

esperó, con Ryan apostado a escasoscentímetros de su hombro.

«La muerte tuvo lugar en la actual CrowAgency, Montana, Estados Unidos, el 25 dejunio de 1876.»

A Niles se le cayó el alma a los pies.—Pregunta: ¿Cuál era la unidad con la que

servía Keogh y el nombre histórico del lugarde la muerte?

«Buscando», dijo el Bibliotecario con suvoz de loco.

Cuando la respuesta apareció en lapantalla, Niles bajó el volumen de losaltavoces según la historia viajaba hacia él,

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acabando con toda esperanza de encontrar elmapa si es que Myles Keogh lo llevabaconsigo cuando murió. De ser así, tal y comohabía dicho Helen en su carta, el mapa sehabía perdido para siempre.

—¡Mierda! ¡Estamos jodidos! —murmuróJason Ryan al mirar la pantalla.

Escrita en el monitor estaba la respuestadel Bibliotecario a sus dos últimas preguntas.

«Lugar de la muerte: valle del LittleBighorn, Montana, territorio estadounidense.El capitán Myles Keogh servía con la unidadoperacional, Compañía I, Séptimo deCaballería de Estados Unidos.»

Centro del Grupo EventoBase de las Fuerzas Aéreas de Nellis,

Nevada Niles se conectó mediante conferencia

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telefónica desde el centro en Arlington, a casicinco mil kilómetros de distancia, cuando elequipo de Nellis se reunió para que los pusieraal tanto de lo que Ryan y él acababan de sabergracias al Bibliotecario. Jack y Virginia estabansentados a la mesa de reuniones con PeteGolding. Alice ocupaba su asiento habitualjunto a la silla vacía de Niles.

—De acuerdo, Pete, Virginia, ¿habéistenido oportunidad de comprobar mis datos deesta mañana? —preguntó Niles.

—Sí —respondió Virginia cogiendo susnotas—. Sin consultar tu investigación, comonos pediste, hemos rastreado a los medallistaspapales por nuestra cuenta y hemos dadoexactamente con la misma información hastallegar a la fecha del robo de Helen.

—¿Puedo preguntar de qué estáishablando? —preguntó Jack.

—Lo siento, Jack. Deja que te ponga alcorriente rápidamente. Como todos sabemos,

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han robado el diario de Padilla de laarchidiócesis de Madrid. Conocemos bien aquien se lo ha llevado, pero lo del mapaparecía un callejón sin salida hasta que lohemos relacionado con un sacerdote españolque, en 1874, fue un medallista papal yveterano del batallón de San Patricio. Noentraré en eso, pero basta decir que, según lacarta que me envió la profesora Zachary, esteera el modo de destapar la verdad sobre elparadero del mapa. Lo hemos relacionado conlos otros veteranos de aquella época con losque el Vaticano tuvo contacto directo,hombres en los que se podía confiar, yabreviando, creemos que el mapa nos conducehasta nuestro propio país. Pero adónde y aquién se le envió se ha convertido en el mayormisterio —dijo Niles mecánicamente por elaltavoz del teléfono.

El director se tomó los siguientes diezminutos para explicar la mala noticia sobre el

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mapa. Las cuatro personas sentadas alrededorde la mesa de reuniones sacudieron la cabeza,sabiendo que las probabilidades de que elmapa fuera su salvación habían menguado derepente.

—He empezado a hacer llamadas desdeaquí y he logrado contactar con losdescendientes de Keogh que actualmenteviven en el estado de Nueva York. Nadie haoído nada sobre el mapa. Lo que fuera que sellevó con él a Little Bighorn no se encontrabaentre los objetos personales que sedevolvieron a su familia. Exhumaron sucuerpo del campo de batalla y lo trasladaron aNueva York, donde lo sepultaron con susmedallas papales y su uniforme —dijo Niles—. Las medallas se recuperaron porqueseguían sobre su cuerpo tras la batalla quelibró junto con las tropas del general AlfredTerry. También se sabía que llevaba una grancruz en el momento en que el regimiento

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partió del fuerte Abraham Lincoln en elterritorio de Dakota. Este hecho se mencionaen varias notas biográficas, y no solo loseñalan otros oficiales, sino incluso LibbyCuster, la viuda del general. Ella le habíaentregado personalmente a Keogh un paqueteque le había llegado desde Nueva York porcorreo antes de que comenzara la aciagacampaña. Incluso dijo que era una cosagrande y estrafalaria que estaba mejor colgadaen una pared y no alrededor del cuello de unhombre.

—¿Qué crees, Niles? ¿Es esa cruz algoque el Vaticano podría haberle confiado aKeogh? —preguntó Jack.

—Sí.—¿Y los informes de objetos recuperados

de Little Bighorn o los relatos indios dematerial saqueado nunca han hecho menciónde una gran cruz? —preguntó Jack.

—Le he pedido a Alice que accediera a la

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base de datos del Servicio de ParquesNacionales. Alice, ¿tienes algo? —preguntóNiles.

—Ahora mismo estamos esperando loslistados arqueológicos actualizados por elServicio de Parques Nacionales. Handesenterrado muchas cosas desde el granincendio de matorrales que hubo en losochenta. Hace solo cinco semanasconcluyeron la última campaña y aún no hanpublicado sus hallazgos —dijo Alice tomandoun respiro—. Pero hay probabilidades de quealgún guerrero se hubiese apropiado de lacruz, ya que ese objeto les era muy familiar, adiferencia de las medallas papales que se sabíaque el capitán habría llevado.

—Entiendo. Avisadme cuando tengáisinformación sobre las excavaciones —dijoNiles—. Ahora quiero que todas las divisionesde Historia, y digo todas, peinen lo quetenemos sobre Little Bighorn por si

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destapamos algo sobre el mapa desaparecido.Solo por si acaso aparece y sigue en Montana,quiero que te dirijas hacia allí ahora mismo,Jack. Llévate a alguien que sepa algo sobre labatalla de Little Bighorn, porque me temo quetengo al departamento de HistoriaNorteamericana dividido en dos ayudando alos de Estudios Latinoamericanos. Además,debemos avanzar con esto porque, de locontrario, esos chicos pueden morir.

—Sí, señor.—Y tengo la persona perfecta para que te

acompañe, Jack —interpuso Alice—. Es unaexperta en la batalla de Little Bighorn. Fue eltema de su tesis.

Jack miró su reloj y vio que faltaba muypoco para que terminara la clase de geología.Se asomó a la ventana del aula y se imagino laira de la profesora cuando se enterara de queél ya había entrado en su casa para guardar suequipo de campo y así acelerar el proceso.

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Ajena a todo eso, Sarah McIntire estabaexplicando algo con entusiasmo. Empleaba undiagrama virtual que estaba proyectadoholográficamente sobre un pequeño podio enel centro de la clase. Mientras hablaba, eldiagrama tridimensional de una cámarasubterránea giraba con colores verdes, azulesy rojos. Jack entró en el aula y, al ver que ellahabía puesto mala cara ante la intrusión, leindicó a Sarah que continuara. Los cincuentay dos alumnos, en su mayoría personal militar,se giraron para mirarlo y no pocos ojos sequedaron posados en el hombre que estabaconvirtiéndose en una leyenda en el Grupo.

—Ahora, como he dicho antes, no osdejéis engañar si una habitación dentro de unatumba carece de salidas aparentes. Losantiguos diseñadores solían tener salidas deemergencia que solo ellos conocían. A lamayoría no les hacía gracia quedarseatrapados antes de terminar su trabajo.

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Sarah señaló en el holograma una paredcon apariencia consistente que estaba perfiladade azul.

—La llave de estas rutas de escape suelenencontrarse en alguna especie deornamentación, como esta encontrada en VR-63.

Jack sabía que VR-63 equivalía a «Vallede los Reyes, número 63», una tumba halladahacía más de sesenta años en el Valle de losReyes de Egipto, no lejos de donde HowardCarter había descubierto la fabulosa tumba delrey Tutankamón.

—Como veis —continuó cuando, comopor arte de magia, el holograma se amplió paramostrar un símbolo en una pared que en sumomento había sido un soporte paraantorchas—, este se descubrió por puracasualidad.

La imagen se agrandó de nuevo y, alhacerlo, el objeto que tenía la forma de la

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cabeza de un chacal se giró y el frente se soltóde la pared.

—¡Sorpresa, sorpresa! —exclamó Sarah—. La cubierta estaba ocultando una palancaque accionaba una entrada alimentada porgravedad.

Mientras los alumnos lo observabanasombrados, el holograma láser enseñabacómo bajaba una palanca del interior del muroque, a su vez, activaba una emisión de arenaque iba a parar a un gran contenedorenterrado en el muro. A medida que ibaaumentando de peso por la arena (cincotoneladas, explicó Sarah), la puerta de escapeoculta del interior de la tumba cerrada sealzaba. Una vez estuvo arriba, apareció unaescalera, resaltada con láser verde, queconducía hasta el exterior de la tumba.

—Así que, como veis, nunca penséis quelos antiguos eran tan tontos como para dejarseencerrar en un rincón; siempre tenían una

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salida de emergencia. Esta tecnología no solose descubrió en el antiguo Egipto, sinotambién en muchos otros lugares de todo elmundo: en Perú, en América Central o enChina.

Sonó una suave campana y Sarah alzó lamirada.

—De acuerdo, es todo por hoy. Nosvemos la semana que viene y, recordad,quiero más ejemplos de los increíbles sistemasde palanca hallados en otras zonas, no solo entumbas. Quiero el equivalente para la épocaactual.

Se oyeron unos cuantos quejidos, pero lamayoría de los alumnos se marcharon de clasesabiendo más que cuando habían entrado.Todos los miembros del Grupo Evento teníanque hacer cursos universitarios avanzadospara poder seguir en el Grupo y, de cualquiermodo, la mayoría se ofrecía voluntariamentepara asistir a ellos.

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Jack asintió hacia los alumnos que lesonrieron y saludaron según iban saliendo declase.

—Corre el rumor de que eres muy duraponiendo deberes —dijo él.

Sarah recogió sus notas y apagó elholograma.

—No tan dura como me gustaría. Pero yatienen tareas habituales aquí y no puedousurparles todo su tiempo.

—Bueno, profe, pues yo tengo una tareapara ti. Ya tienes las maletas hechas, vamos.

—¿Adónde vamos, comandante Collins?—le preguntó mofándose un poco de él.

—A jugar a indios y vaqueros, alférez —cogió su maletín y la agarró del brazo.

—¿Qué?—Vamos a Montana. Alguien cree que

sabes algo sobre Little Bighorn.—De acuerdo. —Sarah se detuvo y lo

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miró estrechando los ojos—. Espera unminuto, ¿quién me ha hecho las maletas?

Jack le guiñó un ojo y la sacó del aula. Cementerio nacional de ArlingtonArlington, Virginia Mientras Niles y Ryan estaban subidos en

el sedán verde en el trayecto de vuelta a lasuperficie, el joven teniente advirtió que eldirector estaba muy pensativo. El suelocamuflado y sucio que tenían sobre ellos seabrió para permitir que el impresionanteascenso completara su recorrido hasta lasuperficie, donde los recibió un cabo. Lossaludó con la mano y a continuacióndesapareció dentro de un pequeño cubículo demantenimiento que hacía también lasfunciones de oficina de seguridad. Ryanarrancó el coche cuando las grandes puertas

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dobles se separaron y el luminoso brillo del solde la tarde volvió a llenar el interior. Saliómarcha atrás para quedar sobre el camino degrava de la parte trasera de la mansión. Conun último saludo al guardia, puso el coche enmovimiento en dirección a la zona delanterade los jardines. Al pasar frente a dos hombresque vestían unos ligeros cortavientos, Ryantuvo la extraña sensación de que estabanobservándolos. Levantó la mano y ajustó elretrovisor a tiempo de ver a los dos hombresgirarse y alzar también sus manos, aunqueellos no iban a ajustar ningún retrovisor.Inmediatamente, Ryan vio los subfusiles.Empujó con fuerza al director Compton haciala izquierda, agarrándolo de su abrigo, y seapoyó contra él. Justo cuando los dos tocaronel asiento, las balas atravesaron la luna traseray entraron en el vehículo. Ryan sintió cristalvolando mientras, a ciegas, pisó con fuerza elacelerador y salieron disparados por la

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carretera hacia el cementerio en sí. Niles tuvoel sentido común de mantenerse agachado.

—¿Cuántos? —preguntó sin hacer amagode levantarse.

—¡Tres! —contestó gritando Ryan porencima del ruido de más balas que impactabancontra la piel metálica del coche. Al levantar lacabeza para ver hacia dónde girar el volante,divisó una camioneta Dodge verde oscura condos hombres delante y uno detrás que sedeslizó hacia un lado en un intento deadelantarlos. Ryan viró bruscamente el volantea la izquierda y giró el coche evitando, pormuy poco, chocar contra un gran árbol.Intentaba retroceder por donde habían venido.Estaba empezando a preguntarse dóndeestaban los hombres del Servicio de Parquescuando descubrió a uno de ellos tirado sobrela hierba a escasos metros de sus ruedasdelanteras—. ¡Cinco! —chilló, corrigiendo loque acababa de decirle a Niles.

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Más balas retumbaban contra el coche enmovimiento y la ventanilla del copiloto estallócuando un arma de más calibre surgió de laparte trasera de la camioneta que losperseguía.

—Joder, ¡esto va a durar muy poco si novienen a ayudarnos! —gritó Ryan al volver adeslizarse en su asiento. Al hacerlo, pisó afondo el acelerador y, de nuevo, por pocoevitó llevarse por delante algunas crucesblancas que marcaban el lugar de descanso desoldados y políticos fallecidos. Metió la manobajo el asiento y sacó la única arma quetenían, una vieja Colt 45 que llevaba encimasolo porque las reglas de Jack decían queningún hombre de Seguridad salía desarmadoen misión de campo. Así que eligió el armacon que se había licenciado en la Marina, lavenerable Colt.

—¡Un momento, señor! —gritó al hacerun giro de ciento ochenta grados con la mano

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derecha en el volante y con la izquierdamanejando la automática del 45 por fuera dela ventanilla. Comenzó a apretar el gatillo lomás rápido que pudo con la esperanza deacertar a la camioneta que se acercaba; variasbalas se incrustaron en el parabrisas y una odos alcanzaron su objetivo, derribando alhombre subido en la plataforma de lacamioneta. Las balas impactaron en suasaltante con tanta fuerza que lo hicieron salirvolando del vehículo. Ryan se quedóasombrado al verlo botar como una pelota degoma hasta que su cuerpo chocó contra unade las cruces blancas y se detuvobruscamente, salpicando de sangre el aire querodeaba el monumento conmemorativo ymanchando de rojo el poste blanco.

—¡Ja! Le hemos dado a uno —gritó Ryaneufórico, arrastrado por una momentáneasensación de triunfo.

Niles se incorporó para mirar.

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—¡Cuidado! —gritó al ver a los primerosdos hombres. Estaban de pie en la carretera,impactados, viendo que el coche estabaacelerando hacia ellos otra vez.

Ryan giró el volante a la derecha justo atiempo, pues los dos hombres volvieron aabrir fuego. Varias balas alcanzaron elparabrisas y rajaron el cristal de seguridad.Una de las balas pasó junto a su cabeza, aescasos centímetros de su cráneo.

Niles le quitó a Ryan la pistola de la manoy la sacó por la ventanilla rota. Estabamaldiciendo, soltando barbaridades; ya estabafurioso por la futileza de su búsqueda porordenador y, sobre todo, por el ultraje de queles estuvieran disparando en ese lugar sagrado.

—¡Hijo de puta! —gritó al gastar lasúltimas cuatro balas del Colt.

Ryan echó un vistazo por la ventanilla y sequedó asombrado al descubrir a un hombreagarrarse la cara y echarse contra el otro,

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haciendo que la bala fallara el objetivo. Peroentonces sucedió algo increíble. Ryan no vioel árbol y chocaron contra él. Fue solo unraspón en la parte trasera derecha, perosuficiente para hacer que el coche sedetuviera. Al mismo tiempo, la camionetaverde oscura fue derrapando hacia ellos. Ryanse imaginó que todo habría terminado en unsegundo cuando arrancó el motor y no se oyómás que el clic del solenoide. El coche estabamuerto y ellos pronto lo estarían. Mientras lopensaba, la camioneta de pronto se desvió, ala vez que fuertes sonidos se oían a lo lejos.La luna delantera de la camioneta estalló y elhombre sentado en el asiento del copiloto seagarró el pecho justo cuando su cara sedesintegró en un granizo de balas de grancalibre. El conductor de la camioneta pisó losfrenos y giró el gran vehículo, deteniéndosesolo para recoger al hombre que estaba de piey cargando con su compañero. Esperó lo

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suficiente para que lo metiera en la partetrasera y, después, salió desbocado hacia elportón delantero.

Ryan cerró los ojos y el silencio creció entorno a él. Oía el sonido del motor enfriándosey la fuerte respiración de Niles, pero eso eratodo. Miró a su alrededor e hizo un recuentode los daños. Zarandeó al director hasta queNiles le lanzó una mirada perdida.

—¿Está bien, señor? —le preguntó Ryan,muy nervioso.

—¿Cómo lo hace Jack? Quiero decir, es laprimera vez que me disparan —dijo Nilesmientras posaba la pistola sobre el asientocubierto de cristal.

—Seguro que él lo odia tanto comonosotros, señor.

Ante la mirada de ambos, varios guardiasde Arlington y los marines encubiertos delGrupo se dirigieron al coche. Ryan abrió lapuerta, que chirrió y se desplomó sobre la

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hierba. Al segundo, la mano negra del cabo,que momentos antes los había despedido,estaba ayudándolo a salir del coche paradespués auxiliar al director.

—Malditos bastardos, ¿verdad?—Sí —respondió Ryan—. Querían por

todos los medios que no nos marcháramos deaquí.

El cabo le hizo un rápido reconocimiento aNiles.

—Pues unos minutos más y podríanhaberles dado residencia permanente aquí.

Niles seguía con la mirada perdida. ¿Cómodemonios podía alguien enviar a un equipo aun sitio secreto, y cómo demonios sabían queél estaba allí?

—Tenemos que regresar, cabo.Consíganos un medio de transporte, por favor—ordenó Niles—, antes de que el Servicio deParques Nacionales empiece a hacer preguntas

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sobre nosotros.—Sí, señor —respondió el cabo y salió

corriendo hacia la caseta de mantenimiento.—Señor Ryan, alguien de Washington

sabe lo que está pasando aquí.—Sí, y me encantaría descubrir quién.

Podría hacer que nos armaran ese F-16 sinproblema y…

—Admiro sus sentimientos, pero ¡hemosde volver con el Grupo lo antes posible!

Tres horas después, Ryan y Niles estabanen el F-16 sobrevolando Nebraska cuandorecibieron una transmisión desde el centro deInformación del grupo. El director se quedósorprendido al oír la voz de Jack al otro lado.

—Comandante, creía que se dirigían aMontana.

—Recibido, doctor. Nos hemos retrasadocon la esperanza de rastrear la identidad delhombre al que el teniente Ryan ha disparado

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en Arlington.—¿Y? —preguntó Niles a nueve

kilómetros de distancia.—Niles, el cuerpo había desaparecido para

cuando nuestro equipo de Seguridad llegó allí.Alguien se nos ha adelantado.

—¿Con quién coño estamos tratando?Comandante, hablaremos cuando lleguemos;no haga nada hasta que yo no esté allí ydespués ya pensaremos cómo actuar.

—Recibido. Por cierto, el señor Ryan meha dicho que puede que usted los hayasalvado a los dos con su buena puntería.

—¡Estaba muerto de miedo! —dijo Nilesen voz baja.

—Todas las batallas las libran hombresasustados que preferirían estar en otra parte,señor director. Y eso mismo dígaselo a Ryan.Bien hecho.

Ryan sonrió bajo su máscara.

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Una alabanza del César. Complejo EventoBase de las Fuerzas Aéreas de Nellis,

NevadaCuatro horas después Niles se había dado una ducha y estaba

sentado en la sala de reuniones con Alice,Jack, Pete Golding y Virginia Pollock. Elcapitán de corbeta Everett estaba al teléfonodesde Nueva Orleans. El director les informósobre los detalles de su viaje y del intento deasesinato en el cementerio. Después de quetodos estuvieran al corriente, alguien llamó a lapuerta. Un oficial de Transmisiones entró y leentregó a Niles una hoja de papel. Niles laleyó y alargó la mano para coger el mando adistancia. Pulsó un botón y una gran pantallade cristal líquido salió del techo y se posó en

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la cabecera de la mesa de reuniones. Después,pulsó otro botón y los números 5156aparecieron en la pantalla. Y entonces, depronto, allí se dibujó un rostro, borroso en unprincipio. Una mujer sonrió a la cámara y seechó a un lado para que se asomase unhombre mayor.

—¿Director Compton? —preguntó elhombre—. No puedo verlo, ahora mismotenemos todos los monitores ocupados. Aquíestá todo el mundo muy nervioso yconmovido —dijo el hombre canoso al girarsey mandar callar a los que tenía detrás.

—Yo puedo oírlo y verlo, Nathan —leaseguró Niles al emocionado profesor antes dedirigirse a los demás en voz baja y decirles—:El doctor Allan Nathan, experto en historianorteamericana, ha combinado el trabajo en sudepartamento con los estudios antropológicospara ver qué se puede averiguar sobre losproyectos arqueológicos de Little Bighorn.

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—Bien, bien. Acabamos de recibir lasimágenes del Servicio de Parques Nacionalesde los objetos que han recuperado en suúltima excavación. —Nathan desapareció de lapantalla durante un momento, aunque su vozaún podía oírse—. Les estoy enviando lasfotografías.

Al momento, unas ciento cincuentapequeñas imágenes de objetos llenaron lapantalla de cristal líquido. Algunos sereconocían fácilmente, como puntas de flecha,un revólver Colt de la Marina oxidado al quele faltaba la empuñadura de madera, una botaque se había deteriorado hasta el punto de quele faltaba la piel de la zona del empeine,botones y hebillas de cinturón con las siglas«US» grabadas en relieve, y lo másinquietante de todo, huesos. Huesos de dedos,un hueso pélvico y lo que se podía reconocerfácilmente como un fémur.

La sala quedó en silencio mientras todos

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miraban las imágenes.—El Servicio de Parques ha tenido suerte

esta vez, ya que las fuertes lluvias hanremovido incluso más mantillo que losincendios hace unos años. Ahora bien, loemocionante de esto, señor director, es elhecho de que por primera vez se hanconcentrado a conciencia en el área 2139. —Mientras el profesor hablaba, las imágenes delos artefactos iban desapareciendo de lapantalla y una recreación del campo de batallaocupó su lugar. En la imagen, en un puntojusto al norte de Last Stand Hill, donde Custery sus compañías habían encontrado suespantoso destino, había un círculo amarillo.Dentro del círculo, una leyenda con las letras«C», «I» y «L»—. Aquí es donde el capitánMyles Keogh opuso resistencia junto al restode las tres tropas o compañías. Hemosencontrado bastantes artefactos además de lascarcasas de bronce y cobre de unas granadas,

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que indican, por cierto, que las tres compañíashabían ofrecido una resistencia tremenda; elServicio de Parques descubrió treinta y sieteartículos militares y civiles en este grupo, quese supone habían llevado hasta Little Bighornlos soldados del Séptimo de Caballería.

Niles se levantó y se acercó a la pantalla.Jack Collins permaneció sentado y estuvoanotando los detalles de lo que estaba diciendoel departamento de Historia. Nunca habíaestudiado la batalla de 1876 en profundidad,solo desde el punto de vista táctico en WestPoint y sin llegar a pensar jamás, ni intentarimaginar, cómo tuvo que haber sido luchar ymorir allí.

—Según los testigos, principalmente unoscuantos cheyenes del norte y sioux, Keogh ysus hombres lucharon con valentía, con elcapitán manteniéndose firme en el centro de lasoldadesca, que había desmontado de loscaballos. Algunos dicen que esa imagen de él

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fue la razón errónea por la que Custer siemprehabía sido representado de ese modo, pero losindios americanos juran que fue Keogh, y noCabello Amarillo,3 el que estuvo dirigiendo lalucha más dura.

—Profesor, por favor ¿podemos repasarlas proezas del Séptimo en un momento másapropiado? —dijo Niles con impaciencia.

—Sí, por supuesto, solo intentaba crear elmarco idóneo para ustedes. —Ahora lasfotografías del total de artefactos recuperadosquedaron reemplazadas por el mapa delcampo de batalla—. Estos artículos serecuperaron dentro de las áreas defendidas porlas tres compañías de Keogh. —Al decir eso,las imágenes comenzaron a desaparecer hastaque solo quedaron treinta y siete artefactos—.Tenemos varios artículos aquí que podríanhaber contenido el mapa: dos alforjas delejército, diez talegas de piel, en su mayoríapara guardar tabaco, y tres botellas. También

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hay varias cruces cristianas, pero el artículomás interesante es esta caja de aquí.

Un círculo amarillo se posó sobre una cajade metal oxidada y abollada. Mientras laobservaban, el objeto giró ciento sesentagrados para mostrar la parte trasera bajo lasviejas bisagras. En el centro apenas se podíandistinguir tres letras. La primera estabaprácticamente borrada por el óxido y lo quepodía verse con claridad era «W. K.».

Nathan continuó.—La primera inicial ha desaparecido, pero

quedan una «W» y una «K». ¿Ven a lo queme refiero? Esta puede que sea la mejor pistaque tenemos, ya que podría haber pertenecidoo a Myles Walter Keogh o a un sargentollamado John William Killkerman y vinculadocon la Compañía «L». Las probabilidades sondel cincuenta por ciento.

—¿Han contactado con el Servicio deParques Nacionales y han preguntado si la

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caja de metal contiene algo? —preguntó Niles,intentando controlar su emoción.

—Esa es la mala noticia, me temo. Dicenque aún no han examinado los objetos, quesolo los han sometido de momento al limpiadoinicial y la fase fotográfica. Actualmente estánexpuestos en el campo de batalla, antes de quese lleve a cabo algún trabajo forense.Solicitamos acceso, pero la Universidad deMontana nos los denegó porque era suexcavación y el Servicio de Parques nos dijocon la boca pequeña algo sobre unaresponsabilidad compartida.

—Gracias, profesor Nathan. Dígale a sugente que puede que nos hayan salvado elculo esta vez, y prosigan con su investigación.Mandaré a alguien allí. ¿Puede prescindir dealguien para que vaya de acompañamiento? —preguntó Niles.

Hubo silencio al otro lado de la línea yentonces Nathan dijo:

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—Sí, puedo prescindir de mí mismo. Miequipo tiene cosas que hacer y yo no hagomás que ponerme en medio.

—Bien, le proporcionaré seguridad y otrovoluntario que sepa algo sobre Little Bighorn.Una vez más, gracias, profesor. Prepáresepara partir en una hora.

Niles volvió a su silla algo más deprisa delo que la había abandonado. Respiró hondo ymiró a Jack.

—Comandante, creo que es hora de quevaya a Montana.

—Me llevaré a Mendenhall y a JasonRyan para no tener que hablar demasiado conel profesor Nathan.

—Llévese a Mendenhall, pero leagradecería que dejara aquí al señor Ryan.Necesito que él haga algo y que usted loplanifique antes de que se marche.

—De acuerdo. Alice, ¿has dicho que

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tenías un candidato que sabe algo sobre LittleBighorn?

—Sí, director. Una tal alférez McIntire —respondió Alice mirando a Jack.

—Bien, recoja sus cosas y avise aMendenhall y a la alférez. Tendrán untransporte en la base dentro de treintaminutos. Y cuide de Nathan porque no es unhombre de acción que digamos.

Jack asintió y fue hacia la puerta.—¿Jack? —dijo Niles vacilante, con el

teléfono a medio camino de la oreja.—¿Sí?—Ryan y usted vuelvan inmediatamente

después de haber informado a McIntire y aMendenhall de sus planes de viaje. El señorRyan también viajará, aunque un poco más alsur. Y mientras permanezcan en el campo debatalla, tengan cuidado, no sabemos quiénmás va detrás del mapa. Si Farbeaux está

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metido en esto, las cosas podrían ponerse feasmuy rápido, y no necesitamos perder mássoldados en Little Bighorn.

—¿Tiene algo para Ryan que yo debasaber? —preguntó Jack.

—Quiero que actúe de enlace con unelemento de rescate en Panamá. Aún no sécómo, pero necesitamos algo ahí.

—Buena idea. Tenemos que encontrar unmodo de darles información en tiempo realsobre lo que está pasando si podemos llegarahí abajo.

—¿Jack? —Carl, al teléfono desde NuevaOrleans, no había dicho nada hasta esemomento.

—¿Sí?—Ten cuidado, colega. Ahí fuera hay

tipos malos intentando deteneros. El ataquecontra Niles y Ryan confirma que van enserio.

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—Lo haré, y tú y la señora Serratemanteneos en contacto y tened cuidado;puede que también vayan tras vosotros.¿Habéis empezado a recibir el equipo quehemos comenzado a enviaros de nuestrosalmacenes?

—Sí, el suboficial está disfrutando comoun puerco en el fango. Ahora mismo lotenemos trabajando con nuestros técnicos enla instalación del primero de nuestros regalos.

—Muy bien, capitán de corbeta Everett,nos vemos en cuanto volvamos de Montana.

Jack le guiñó un ojo a Alice y salió de lasala de conferencias bastante seguro de queLittle Bighorn no podría llevarse a mássoldados estadounidenses.

Diez minutos más tarde, Niles le habíaexplicado a Jack los planes que el presidente yél tenían para Jason Ryan. Jack se habíamostrado de acuerdo y se había marchadoenseguida para dirigirse al departamento de

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Transmisiones a solicitar el equipo requeridopara la válvula de seguridad suramericana deNiles, dejando a Ryan de pie frente a la mesadel director. El plan dependía de que Ryan ysu equipo se encontraran con una plataformaexperimental que podría o no usarse. Eracuanto tenían y emplearla sería una apuestaarriesgada, pero Niles aún quería algo, lo quefuera, preparado por si Jack y su equipo setopaban con algún problema ahí abajo.

—Hay aquí un trabajo para usted,teniente.

—Sí, señor.—He visto su informe de entrenamiento y

veo que Jack le ha tenido muy ocupado, ¿noes así?

—Sí, señor, es un…—Veo que está al día con sus prácticas de

salto, ¿es cierto?Ryan miró a Niles y se quedó un poco

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desconcertado. En efecto, había terminado susprácticas de salto, pero había descubiertoenseguida, después de que lo lanzaran sobre elPacífico el año anterior tras un percancenaval, que no se le daban demasiado bien losparacaídas.

—Cierto… eh… sí, señor. El informe escorrecto.

—Bien. ¿Saltos de alto nivel?Ryan cerró los ojos y recordó las risas de

Jack y Carl cuando hizo los tres saltosrequeridos de gran altitud sobre el desierto deNevada. Además, recordó haber estadogritando durante unos tres kilómetros por elcielo antes de darse cuenta de que eso no leserviría de nada.

—Sí, doctor Compton. Saltos de granaltura.

Niles sonrió ante lo nervioso que estabaRyan. Después, le pasó un sobre amarillo quecontenía sus órdenes de viaje, por las cuales

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debía presentarse en Fort Bragg, Carolina delNorte, en el oficialmente inexistente complejodel equipo de operaciones Fuerza Delta.

—Con el aparato en el que va a volar, hade tener entrenamiento en saltos de gran alturapor razones de una eventual emergencia.

Ryan leyó sus órdenes y después miró aNiles. Empezó a decir algo y se detuvo,aunque al instante decidió formular la preguntade todos modos.

—¿No voy a colaborar en eso del ríoAmazonas?

—No, señor Ryan, colaborará en «eso»de las Operaciones Negras.

Veinte minutos después, Alice asomó lacabeza por la puerta de su despacho.

—El presidente, por el teléfono rojo.Niles asintió y Alice desapareció. Vaciló

antes de tocar el teléfono situado en la esquinaderecha de su mesa. Tenía delante el informe

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sobre la comprobación de la comparaciónfísica que el Europa había completado de lachica de la imagen tomada en San Pedro, y lanoticia había confirmado sus peores temores.Por eso ahora tendría que hablarle a un padrepreocupado de su hija desaparecida. Deseabapoder habérselo dicho antes, pero porentonces solo tenían conjeturas en cuanto a suidentidad. Ahora estaban seguros. Unaprecisión del noventa y seis por ciento era elmáximo nivel de certeza que podía aportar elordenador, y eso significaba que Kelly estaba,en efecto, en el Amazonas con Helen. Sepreparó para lo que venía a continuación ylevantó el auricular del teléfono rojo.

—Señor presidente, tengo varios asuntossobre los que ponerle al corriente, peroprimero he de hacerle unas preguntas, si no leimporta, y le pido que permanezca atento alordenador para recibir un correo electrónicocon datos adjuntos.

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—Muy bien, Niles. Pregunte y envíeme elcorreo electrónico. Lo único que tengo quehacer es seguir de cháchara con nuestroestimado secretario de Estado. Esto nuncatermina.

—Señor presidente, ¿se encuentra su hijamayor en Washington pasando las vacacionesde verano?

—¿Kelly? No, está en Berkeley. Porcierto, me tiene contento. Mandó a paseo a suequipo de seguridad para ir a ver a un chicoallí. Llamó y me dijo que no me preocupara;rastreamos la llamada y se había hecho desdeuna cabina en Los Ángeles. Por aquí es unsecreto, pero tengo a unos trescientos agentesdel servicio secreto y al FBI intentandoencontrarla antes de que la prensa lo descubra.¿Por qué me pregunta por ella?

Niles le envió la imagen al presidente.—¿Es esa chica su hija, señor?El presidente miró fijamente la imagen

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aumentada.—¡Maldita sea! ¿Dónde está?—Esa fotografía se tomó en el mismo

barco en el que zarpó la profesora Zacharyhace un mes.

Silencio tras la impactante noticia ydespués:

—Enviaré al secretario de Estado a Brasilpara ver si pueden cooperar y mandar algunastropas a la zona. Mientras tanto, Niles, ¡pongaen marcha a su gente!

La comunicación se cortó ahí y Nilescolgó el teléfono. Deslizó los dedos sobre sucalva cabeza.

—Este trabajo es cada vez máscomplicado —murmuró.

Abrió un gran mapa de Suramérica en elmonitor del ordenador. Alzó la mano y tocó elcurso del río Amazonas. El plástico de lapantalla táctil estaba frío. Cuando cruzó el

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flujo del gigantesco río, sus dedos trazaronunas líneas rojas que respondieron a su levepresión y entonces vio que ahí por dondedeslizaba el dedo, la línea lo seguía haciéndoledarse cuenta de lo mucho que esa gráfica separecía a un rastro de sangre.

Apartó la mano enseguida y miró lospuntos que habían sido sus dedos extendidos.El flujo rojo no era solo del color de la sangre,sino que además tenía la forma de cuatrolargas garras.

San José, California El hombre estaba sentado en el

compartimento delantero del Learjet.Escuchaba por un único auricular y sonreíamientras captaba exclusivamente la parte de laconversación de Everett. Pero con eso bastó.El capitán Juan Rosolo, antiguo comandantede la división de Seguridad Interna delgobierno colombiano e infiltrado para el cártel

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de droga de Cali, tenía el lugar de destino parasu patrulla especial de hombres. Se aseguró deque el equipo al que enviaría a Montanacomprendiera cuál sería el precio del fracaso.La búsqueda del mapa terminaría esa nocheincluso a costa de sus vidas, bien de manos deese comandante Collins o de él mismo.

Ochenta kilómetros al sur de Billings,

MontanaTres horas después —¿Dónde estás, Jack? —preguntó Niles

por el teléfono de seguridad codificado.—Ahora mismo estamos a unos ocho

kilómetros del campo de batalla en US 212;hemos aterrizado en el aeropuerto de Logan,en Billings, alrededor de las seis cuarenta.¿Por qué? ¿Qué pasa? —preguntó Jackmirando hacia Mendenhall, que estaba

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conduciendo. Sarah y el doctor Allan Nathanestaban en el asiento trasero debatiendo losméritos del despiadado método de ataque detres puntas del general Sheridan empleadopara la campaña contra los indígenas en 1876.

—Jack, estoy preparándome para llamar alpresidente. Hemos recibido una noticiainquietante sobre una pareja de pasajeros abordo del Pacific Voyager. Son empleados delDepartamento de Defensa, Jack, es todo loque diré por esta línea. Ahora más que nunca,tened cuidado; estáis muy lejos de la ayuda.

—Advertencia recibida y apreciada, Niles.Gracias.

La comunicación se cortó y Jack cerró sumóvil. Durante un momento nadie hablómientras Mendenhall salía de la autopista en lasalida del campo de batalla. Jack alargó lamano y encendió el aire acondicionado antesde cerrar los ojos, pensativo.

—Mire esto, comandante —dijo

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Mendenhall señalando fuera de la ventanilla, alo lejos. Los pasajeros del asiento trasero sequedaron también en silencio, ya que habíanvisto la misma imagen contra el cada vez másoscuro cielo del este.

Un escalofriante mutismo se apoderó delcoche de alquiler mientras avanzaban por lapista asfaltada. «Conciencia histórica» no erael término que Jack emplearía; era otra cosa.Se sentía así en muy raras ocasiones, pero loreconocía. Miró las lápidas cuya blancuraresplandecía y que descansaban sobre unapequeña elevación del terreno, con las másaltas en el centro recibiendo el sol de últimahora de la tarde. Tenía una sensación depérdida, o más concretamente, la sensación deestar cerca de un suceso, de un momento enel tiempo que sobrepasa a la mera historia.

El campo de batalla de Little Bighorn eraun lugar que será recordado para siempre. EnLast Stand Hill, un hombre llamado Custer

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cayó junto a doscientos sesenta y cinco de sushombres. Fue también el sitio dondeinnumerables indígenas habían luchado ymuerto por su derecho a existir.

Sarah y Nathan sabían, más allá de todaduda, que tenía que ser uno de los lugares máscautivadores del mundo. Un pequeñoescalofrío recorrió la espalda de Sarahmientras el automóvil pasaba por unguardaganado de acero que cruzaba el ríoLittle Bighorn.

—Siempre había oído decir a la gente queeste emplazamiento era espeluznante y ahorasé a qué se referían —dijo Sarah mientrasobservaba las lápidas desdibujarse por lacolina.

—No sé si esos soldados tuvieron quehaber estado aquí, comandante —dijoMendenhall mirando por la ventanilla.

Jack no hizo ningún comentario, porquecreía que el sargento tenía razón. Los

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soldados no tuvieron que haber estado allí, nientonces ni ahora.

Varios coches se cruzaron con ellos por lasinuosa carretera. Al entrar por el portón,pudieron ver a más de veinte nativosamericanos meter pancartas en la parte traserade camionetas y furgonetas mientras sepreparaban para marcharse. Unos cuantosincluso saludaron cuando los adelantaron conel coche.

Al cruzar el portón en dirección a laoficina de turismo, no se percataron de quedos grandes todoterrenos esperaban a unkilómetro y medio de distancia, a un lado de lacarretera y fuera de la zona de acampada deautocaravanas.

Jack, Mendenhall, Sarah y el doctorNathan recorrieron el camino después deaparcar junto a la oficina de turismo. Ahoraeran cerca de las siete y media y la zonaestaba desierta con la excepción de una

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camioneta verde que tenía el emblema delServicio Nacional de Parques en la puerta.

Jack probó primero con la puerta delmuseo del campo de batalla y comprobó queestaba cerrada con llave. Se acercó y miró porel cristal, así pudo ver que el edificio estabavacío. Había materiales de construcción portodas partes, como si la oficina de turismo y elmuseo estuvieran preparándose para unaexpansión más que necesaria. Sin embargo,los obreros se habían marchado hacía horas.

—Hola, lo siento, el museo cierra a las seislos días laborables —dijo un hombreavanzando hacia ellos. Llevaba un sombrerode guarda forestal y un uniforme colortostado.

Jack dio un paso adelante y le estrechó lamano.

—Soy Jack Collins; creo que mi jefe se hapuesto en contacto con usted desdeWashington —dijo, y se percató

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inmediatamente de que el hombre estabaarmado.

—¿Es usted el comandante? —preguntó elguarda estrechándole la mano.

—Así es.—Esperábamos que llegaran antes de la

hora de cierre, comandante. Mis compañerosestán cerrando los portones ahora mismo y losdemás recorriendo la zona de Reno Hill paraasegurarse de que nadie se queda dentro.

—Escuche, tenemos que ver lasexposiciones. Es muy importante —aseguróJack soltando la mano del hombre.

—Seguridad Nacional, le he oído decir asu jefe. ¿En qué departamento ha dicho quetrabajan?

—En el Instituto Smithsoniano, y la señoraMcIntire y el doctor Nathan vienen enrepresentación de los Archivos Nacionales —respondió Jack con una mentira que se le

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escapó con facilidad de los labios.—Bueno, mi jefe de Washington dice que

les deje pasar, así que supongo que lesdejaremos. Pero debo pedirles que nadietoque nada del museo. Solo pueden mirar,¿está claro? —preguntó examinándola.

Asintieron.—Bueno, pues en ese caso, bienvenidos a

Little Bighorn. Soy el guarda del parque,McBride y, si nunca han estado aquí, van allevarse una agradable sorpresa —dijoorgulloso mientras sacaba un gran llavero desu bolsillo.

McBride abrió la puerta que guardaba elpasado de Custer, de sus hombres y de losindios norteamericanos que habían infligido lamayor y más sorprendente derrota al ejércitoestadounidense en la historia del Oesteamericano, y los demás lo siguieron adentro.

Había otro guarda situado en el portóndelantero despidiéndose y bromeando con un

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grupo de protestantes cheyenes del norte queformaban parte del reavivado MovimientoIndio Americano, hombres a los que el guardadel parque había llegado a conocer por sunombre, ya que muchos acudían allí a diariopor turnos para mostrar al público sudescontento con la situación actual de losasuntos indios en Washington, cuya presencia,como siempre, era a efectos prácticosinexistente y de escaso valor. El guarda se riócon ellos; se había hecho muy amigo dealgunos. Unos cinco eran miembros de susdepartamentos de policía del consejo tribal yllevaban chapas dentro de sus abrigos. Cuandoel guarda comenzó a cerrar el portón, sedetuvo al ver dos grandes todoterrenosMercury bajando por el camino asfaltado quecasi atropellaron a dos cheyenes cuandopasaron por su lado, los cuales respondieroncon miradas cargadas de furia y soltandoimproperios. El guarda se detuvo con el

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portón parcialmente abierto y salió a recibir alos visitantes. Alzó la mano cuando el primervehículo se detuvo junto a la puerta.

—Lo siento, chicos, volvemos a abrirmañana a las ocho de la mañana —dijo alacercarse a la ventanilla del copiloto.

La ventanilla descendió y el guarda se topóde frente con un hombre de poblado bigote. Elguarda vio la pistola con silenciador cuando elhombre la alzó y le apuntó a la mejilla. Lapuerta trasera del todoterreno se abrió y lometieron dentro. Lo dejaron inconsciente ysolo con la ropa interior. Un hombre deaproximadamente el mismo tamaño y peso sevistió rápidamente con el ridículo uniforme deguarda y bajó del vehículo. Abrió el portón ylos dos coches entraron en el parque; después,el hombre cerró el portón con las llaves queseguían colgando del cerrojo. A continuación,el impostor fue hasta la camioneta del guarday siguió a los dos vehículos en dirección a la

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oficina de turismo.La extraña escena que se había

desarrollado en el portón principal no habíapasado desapercibida. Quince indios cheyenessituados a no más de doscientos cincuentametros sabían que el parque quedaba cerradoa los visitantes por la noche. Además, tambiéneran conscientes de que un lugar queconsideraban sagrado estaba llenándose denuevo de hombres blancos y eso era una muymala noticia.

Cuando los cuatro visitantes entraron en elsalón de exposiciones, McBride encendió laluz y el museo cobró vida a su alrededor.Había magníficas representaciones de todaslas tribus que habían tomado parte en labatalla, además de maniquíes vestidos conuniformes del Séptimo de Caballería y otrosataviados auténticamente como los indios delas llanuras. Guardados en vitrinas, habíaartefactos aportados por numerosas fuentes

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que habían ido llegando después delveinticinco de junio de 1876. Había bridas decaballos, varios rifles oxidados y rotos yrevólveres Colt. Balas y cañones de todos loscalibres estaban expuestos junto con unoschifles para la pólvora de los viejos fusiles dechispa empleados por algunas tribus. Puntasde lanza y puntas de flecha rotas estaban bienprotegidas detrás del cristal. Habíareproducciones de la bandera del regimiento,la bandera azul y roja que lucía dos sablescruzados elegidos personalmente por Custer.Jack observó atentamente esos artículos y segiró hacia McBride.

—Las piezas que nos interesan son loshallazgos recientes de la excavación que acabade concluir.

—Ah, sí, esos son trasladados al almacéntodos los días para que se pueda seguirtrabajando con ellos hasta el mediodía. Es elprecio que tuvimos que pagar para poder

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tenerlos expuestos. Por aquí están. —Señalóuna puerta en la parte de atrás del museo.

—Esto sí que es un negocio próspero; nome lo esperaba, para ser sincera —dijo Sarahasombrada.

McBride se detuvo con las llaves en lamano y se giró hacia Sarah.

—Hace mucho tiempo descubrimos quehay algo que se ha posado en la acumulativapsique norteamericana sobre la batalla que seprodujo aquí, ya sean indios o de otrasculturas. Es difícil saberlo, porque ha habidomuchas otras derrotas bastante másdevastadoras en este continente para elejército norteamericano —dijo al introducir lallave en la cerradura y abrir la puerta—, peropor alguna razón la batalla de Little Bighornpersigue a este país, tal vez no porque fuera laúltima ofensiva de Custer y sus soldados, sinoporque quizá resultó la última para loshombres y las mujeres contra los que luchó.

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Puede que estas tribus ganaran la batalla, peroeso los condenó a ir deambulando y, por lotanto, los destruyó. Lo que yo creo es que losnorteamericanos siempre han apoyado a losdesfavorecidos y este emplazamiento lesrecuerda lo que le hicimos a esta gentemaravillosa. Además, todos los hombres, tantode un bando como de otro, al menos en estelugar, tuvieron que ser los más valientes de sutiempo. Se les puede sentir aquí. Incluso se lespuede ver cuando estás solo.

Sarah sabía de qué estaba hablando elguarda; sabía que todos lo habían sabidodesde el momento en que habían visto laslápidas en Last Stand Hill. Ese lugar estabavivo y todos podían sentirlo.

McBride encendió las luces y acompañó alcuarteto hasta una habitación que tenía mesasde examen desde un extremo a otro. Losartefactos que habían ido a estudiar seencontraban en distintas posiciones sobre la

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mesa; los habían dejado tal cual cuandohabían cerrado el laboratorio hasta el díasiguiente. Jack y los demás lo miraron todocon asombro.

—Ahí los tienen. Los últimos hallazgos.Son cosas increíbles, eso seguro —dijoMcBride.

Los ojos de Jack se posaroninmediatamente en la vieja alforja desgastadapor el tiempo. La parte baja se veíacompletamente podrida bajo una lámparacircular. Se acercó y encendió la luz antes decoger una silla y sentarse.

—¡Ey! ¡He dicho que no podían tocarnada! —gritó McBride.

—Tranquilo, jefe, no hemos venido aestropear nada —dijo Mendenhall al agarrar elbrazo del hombre, sujetándolo, mientras quecon la otra mano le quitaba hábilmente supistola de 9 mm.

—¿Qué coño es esto? —protestó

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McBride.—Creo que ya le han dicho que se trata de

un asunto de Seguridad Nacional —dijoMendenhall.

—De verdad, no vamos a estropear nada—apuntó Sarah en un intento de calmar alguarda.

—¡Madre mía! —fue todo lo que el doctorNathan pudo decir al ver la pistola queMendenhall le había quitado a McBride.

Jack seguía observando por el cristal deaumento.

—¿Han encontrado algo en esta alforja?—Miró al guarda, al que Mendenhall manteníainmovilizado.

—No, aún no la han examinado.Jack asintió y respiró hondo. Se inclinó

hacia delante y observó de nuevo la viejatalega de cuero. Agarró un par de pinzasgrandes y, con delicadeza, alzó una pequeña

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esquina de la solapa. La tela se rasgó y Jackmaldijo.

—¡Va a destruirla! —gritó furioso elguarda.

Nathan dio un paso al frente y le quitó laspinzas a Jack.

—Creo que podemos verla por rayos X,sargento. Eso debería mostrarnos el contenidocon bastante claridad. —El profesor Nathan,con mucho cuidado, llevó la talega a la zonade rayos X del laboratorio, situada detrás deuna pantalla.

—Como un elefante en una cacharrería —farfulló Sarah al acercarse a la mesa paraexaminar la vieja caja de acero que se habíarecuperado junto con la alforja.

Jack se encogió de hombros ante elreproche de Sarah.

Hicieron falta cinco minutos para queNathan tomara las imágenes de la alforja.

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Informó:—Los únicos objetos que quedaban en las

alforjas eran más que probablementeorgánicos, tal vez raciones de campaña que losindios no encontraron. Nada que se acerqueremotamente a una cruz, me temo. No habíarestos de metal en el cuero e incluso losremaches se habían corroído.

—¡Joder! —Jack se giró hacia Sarah.Estaba dándole la vuelta a la caja de metal

y Jack vio que era la misma caja de lasfotografías que les habían mostrado en elcomplejo. Las iniciales «W. K.» estaban en laparte trasera, entre las oxidadas bisagras.

—Ábrela —ordenó Jack.—No pienso abrir esto. No puedo hacerlo

sin cargármela —protestó.—Pues entonces, ¿por qué no la suelta?

—preguntó McBride, furioso por el destrozoque esa gente podía causarle a los valiosos

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descubrimientos que él se encargaba deproteger.

—Estamos buscando una cruz, ¿por quéno nos ayuda?

—Porque mi contrato no dice nada sobreayudar a vándalos y ladrones —le respondió aSarah. Después, dio media vuelta y se pusofrente a Mendenhall, que hizo girar laautomática del guarda en su dedo índice antesde, rápidamente, volver a meterla en lapistolera de McBride.

—Ahí tiene, guarda, un gesto de confianzay de buena voluntad. Si destruye la cajabuscando la cruz, puede dispararme —dijoMendenhall mirando a Jack, que asintió con lacabeza.

McBride miró a otro lado, pensativo.Después miró a Will Mendenhall y acercó sumano derecha a su pistolera, aunque se quedóa medio camino. Entonces agachó la cabeza yse relajó.

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—¡Joder! —exclamó Sarah. La habíapuesto en evidencia. Soltó la caja.

Jack sacudió la cabeza y apretó los labios.—Bueno, eso es todo. Eran los únicos

objetos relacionados con Keogh.McBride se aclaró la voz.—No me pregunten por qué voy a decirles

esto —dijo acercándose a la mesa de examenque tenía más cerca. Mendenhall miró alsargento, que se encogió de hombros—, peroesos no son los únicos objetos que el capitánKeogh llevaba encima en el momento de sumuerte. —Alargó la mano y levantó el pañonegro que cubría una cruz cristiana colocadaen la mesa para su examen.

A Sarah se le aceleró el corazón cuandovio lo que tenían delante. Era una cruz grande,de unos dieciocho centímetros por diez deancho que no se parecía a ninguna de lascruces que habían visto en las fotos durante lareunión del Grupo Evento.

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—Esa no aparecía ni en las fotografías nien el informe que hemos recibido —dijo Jack.

—Bueno, no la han catalogado hasta estatarde.

—¿Qué le hace pensar que era de Keogh?—preguntó Sarah.

—Tras su descubrimiento, la han limpiadoy examinado los expertos —respondióMcBride dirigiéndose a Jack—. Lleva sunombre en letras pequeñas en el travesaño dela misma cruz. Además, nuestros historiadorestambién saben que es de Keogh porque hayvarios relatos que coinciden en que tenía unaigual que le entregaron justo antes deabandonar el fuerte.

Jack se quedó mirando a McBride duranteun momento mientras recordaba la historia deLibby Custer que Niles había mencionado.Sabía que el hombre tenía que estar diciendola verdad porque no solo era guarda del

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parque, sino que también era guía turístico y,para ello, debía acumular muchosconocimientos sobre la batalla y los extrañosaspectos que la rodearon.

Se acercó y miró la cruz de cerca. Lalevantó, le dio la vuelta y… ¡cómo no!Grabado detrás estaba el nombre: «MylesKeogh, por el servicio papal».

—¡Joder!Sarah se alzó de puntillas para verla; se le

pusieron los ojos como platos y, con cuidado,apartó la cruz moteada de óxido de los dedosde Jack. ¿Por qué no la han visto losexpertos del Servicio de Parques?, sepreguntó mientras miraba la base.

—El papa y su gente de documentacióneran muy astutos. —Les indicó a los demásque se aproximaran mientras sentía que se leponía la carne de gallina. Lentamente, giró lasección final de la cruz y todos la oyeroncrujir entre sus dedos. McBride se estremeció

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pensando que la había roto. Despuésescucharon un pequeño ¡pop!, como si sehubiera descorchado una botella.

—¿Le gustaría hacer los honores, guardaMcBride? —le preguntó Sarah mientrassostenía la cruz.

Él sacudió la cabeza rápidamente. Noquería tener nada que ver con el nuevodescubrimiento que había hecho esa mujer,quienquiera que fuera.

Sarah miró a Jack.—Tú primero, Sherlock —respondió él.Con cuidado, Sarah le dio un toque a la

parte superior de la cruz mientras los demás seinclinaban despacio. Nathan tenía la bocaabierta, como si eso fuera a ayudar a liberar loque hubiese ahí dentro. Ella le propinó otrogolpecito, pero no pasó nada. Le dio una vezmás y, de nuevo, nada. La sacudió más fuertecontra la mesa de acero inoxidable y todospudieron ver el extremo de un papel

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amarillento. Sarah tragó saliva y soltó la cruz.Cogió un par de pinzas y unos guantes antesde levantar aquel objeto y utilizar las pinzaspara tirar del extremo del papel que asomaba.Salió con la misma facilidad que si lo hubieranmetido allí ayer mismo. Dejó las pinzas y lacruz y, con cuidado, desdobló el papel. Estecrujió por los pliegues, pero Sarah continuó.Partículas de una fibra muy antigua flotabanalrededor del mapa. Cuando por fin estuvoabierto, todos soltaron un suspiro colectivo dealivio.

El mapa medía veintiocho centímetros pordieciocho. Su letra cursiva y sus ilustracioneseran meticulosas. Sarah respiró hondo y dejóescapar un pequeño grito que sobresaltó a losdemás y que hizo que Nathan agachara lacabeza como si un fantasma hubiera intentadoatraparlo.

—Lo siento —dijo ella.—¿Qué es? —preguntó McBride.

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—Solo un mapa de quinientos años deantigüedad que fue escrito por un hombremuy valiente —respondió con orgullo.

Mientras lo examinaban, pudieron ver queresultaba muy detallado y que mostrabaclaramente la ruta hasta el valle y la gigantescalaguna. Incluso tuvieron que sonreír al ver quela zona estaba marcada con una pequeñaequis. Después, todos advirtieron una cosa enla parte baja, cerca del punto que marcaba lalaguna y con una letra más redonda que laotra: una advertencia que Padilla había escritopara que cualquiera pudiera leerla. Pordesgracia, todos menos el guardacomprendieron el sencillo españolinmediatamente.

«Aguas negras satánicas.»—¿Qué dice? —preguntó McBride justo

cuando el sonido de un helicóptero penetró enla estructura de madera.

Sarah lo miró y, después, miró a los

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demás.—Traduciéndolo por encima, «las aguas

negras de Satán» —respondió un segundoantes de que las balas atravesaran la puerta,alcanzándola a ella y al guarda McBride.

Jack y Mendenhall sacaron sus pistolas yse echaron al suelo antes de que los ecos delataque se hubieran desvanecido. Jack fuearrastrándose hasta Sarah, que estabaparalizada en el suelo, donde había caído yhabía intentado, en vano, cubrir al guarda delparque. Cuando descubrió sangre formandoun lago cada vez más ancho alrededor de losdos cuerpos, su propia sangre se le heló en lasvenas.

Mendenhall realizó tres rápidos disparos;dos de ellos se incrustaron a ambos lados de lapuerta y otro la atravesó después de desviarsede Sarah y McBride. El sargento no podíacreer lo que estaba viendo cuando el profesorNathan se quedó allí de pie mientras las balas

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impactaban contra las paredes de la sala deexamen y, después, echó a andar lentamentehacia la parte trasera de la sala de examen,como si no estuviera sucediendo nada fuera delo normal. Al parecer, el repentino estallido deviolencia había desarticulado el procesomental del profesor y creía que con marcharsede allí se detendría todo. Y Mendenhall vio loque lo había provocado: por la barbilla deNathan goteaban sangre y masa encefálica.

—¡Agáchese, profesor, por el amor deDios! —gritó al efectuar dos disparos más através de la puerta cerrada.

—¡Sarah, Sarah! —gritó Jack por encimade los disparos.

Le dio un vuelco el corazón cuando ella segiró y rodó bajo la mesa de laboratorio dondeél estaba tendido.

—¡Dios! ¿Estás bien?—Sí, una me ha alcanzado en el hombro.

No es una herida muy grande, aunque me

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escuece muchísimo. Pero al guarda McBridelo ha alcanzado una en la cabeza.

—¡Joder! —exclamó Jack. Alzó la miraday vio los pies de Nathan avanzandolentamente hacia la puerta trasera—. ¡Nathan,agache el culo! —gritó.

—¡Está en shock, comandante! —gritóMendenhall.

Más disparos automáticos detonaron ytrozos de pared empezaron a volar a sualrededor al mismo tiempo que todavía másbalas impactaban contra las mesas de examen.

Nathan seguía avanzando hacia la puertade acero; Mendenhall se levantó y respondióal ataque. Seis balas salieron de su Beretta eimpactaron contra la pared que separaba lasala de examen del museo mientras intentabacubrir al abstraído profesor. Después, fuecomo si el infierno saliera a través del falsotecho cuando más balas penetraron el tejadodel edificio. Un arma de gran calibre acababa

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de abrir fuego desde el helicóptero que nopodían ver.

Jack rodó hasta que su cuerpo chocócontra el de McBride. Sintió la sangre aúncaliente del guarda calándose por su camisa ypor el cortavientos. Rápidamente, giró alhombre y le quitó la pistola. Era una Berettacomo la suya. Miró el cinturón de McBride,abrió una de las bolsas de cuero y sacó doscargadores de munición de 9 mm. Le pasó elarma y los cargadores a Sarah, queinmediatamente comprobó la recámara delrevólver y le quitó el seguro. Sin levantarse,Jack estiró el brazo y comenzó a palparalrededor de la mesa hasta que sus dedosencontraron lo que estaban buscando: el mapade Padilla. Rápidamente, se lo guardó en elbolsillo y casi lo partió en dos al hacerlo.Después, volvió a rodar. Agarró a Nathan delpie, le tiró de la pierna y lo enganchó delcinturón hasta hacer que el profesor cayera de

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espaldas.—¡Ahora quédese aquí abajo, Nathan,

joder! —susurró Jack al darle dos patadas a lapuerta—. Es una puerta de acero y estácerrada con llave. ¿Qué le pasa?

Más fuego entró por la puerta principal yalcanzó los costosos equipos que cubrían lasparedes.

—Will, coge el móvil y mira a ver sipuedes contactar con el sheriff del condado.No podemos quedarnos aquí —dijo Jack aldisparar cinco veces contra la cerradura de lapuerta de acero. Se quedó satisfecho cuandoel cromo se desintegró bajo la acometida delas 9 mm.

Con una mano temblorosa, Nathan selimpió la sangre de la mejilla y de lamandíbula.

—Yo… yo… no pensaba…, yo solo…Jack ignoró las divagaciones del profesor

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mientras volvía a dar una patada a la puertaque, en esa ocasión, se abrió dejando pasar elaire fresco. Fueran quienes fueran susatacantes, debieron de haber oído la puertaabrirse porque Jack oyó pisadas saliendo atoda prisa del interior del museo. Primero Jackinstó a Sarah a escapar por la puerta ydespués, rápidamente, se levantó y cargó conel profesor. Miró a Mendenhall, que tiró suteléfono móvil después de que las balas lohubieran destrozado, casi arrancándoselo de lamano. A continuación, disparó los cincoúltimos proyectiles desde la puerta de acero.Al salir, sacó el cargador vacío e insertó elúnico que le quedaba.

El aire fresco avivó a Jack según corríandesde la oficina de turismo hacia elaparcamiento. De no haber sido por Sarah, sehabrían topado con varios hombres corriendohacia ellos desde el aparcamiento de grava:Jack había empujado a Nathan sobre la hierba

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al ver a Sarah dejarse caer en posición dedefensa. Unos visores láser los apuntaban bajola luz del crepúsculo cuando él mismo,después de tenderse bocabajoinmediatamente, inició el tiroteo; una balaacertó al hombre que corría en primeraposición y Mendenhall le disparó dos veces.Sarah se giró, quedando tumbada bocarribahacia la oficina de turismo, y realizó tresrápidos tiros a cinco hombres que salíancorriendo de allí. Para asombro de Jack, doscayeron; uno, agarrándose la pierna y el otro,desplomándose sobre la grava que rodeaba eledificio antes de yacer inmóvil.

—¿Has podido contactar con alguien antesde que se rompiera el móvil, Will? —preguntóJack.

—No había cobertura. ¡Me temo queestamos bien jodidos, comandante! —gritóMendenhall.

Jack disparó cinco veces más en la

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dirección de sus atacantes. Derribó a uno y,por lo que pudo ver en la penumbra yexceptuando al que acababa de herir, aúnquedaban cinco más saliendo de la oficina deturismo y, por lo menos, otros tres del grupoprocedente del aparcamiento. Inmersos en unaoscuridad cada vez más intensa, Jack disparódos veces y Mendenhall una antes de que,bajo órdenes de Jack, se giraran a la vez ysalieran corriendo, Jack con el ancianoprofesor cogido del brazo y ayudándolocuanto pudo. Como brotando del crepúsculo,se produjeron más detonaciones que oyeron yvieron dejando marcas en la hierba que loscircundaba. Entonces captaron el sonido delhelicóptero proveniente de algún punto al otrolado de una colina y dirigiéndose hacia dondese encontraba Jack, que pudo distinguirmunición trazadora impactando contra lagrava que lo rodeaba antes de que elhelicóptero negro desapareciera por una

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pequeña elevación.—Sarah, ve hacia la ladera, a esa valla de

hierro. ¡Deprisa, tenemos que ponernos acubierto! —gritó Jack al girarse rápidamente ydisparar a las figuras que los perseguían en lanegrura. En esa ocasión no vio a nadie caer,pero Mendenhall, que había disparado almismo tiempo que Jack, derribó a otro de losque los perseguían.

Sarah estaba sin aliento para cuando llegóa la valla externa que circunvalaba Last StandHill. Al abrir el portón, que no estaba cerradocon llave, se giró y vio a Jack seguido por elprofesor. Pudo apreciar que tambiénMendenhall los seguía. Se agachó y lanzó seisdisparos a la noche, haciendo que losacosadores vacilaran momentáneamente. Alinstante, las siluetas de los asesinos seencorvaron. Aprovechando que Sarah estabacubriéndolo, Mendenhall pudo correr casitreinta metros hasta el cementerio, que estaba

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abierto. Llegó al punto donde se hallaban Jacky Nathan y se agachó detrás de la primeralápida que encontró. Después se alzó y, trasdisparar cinco veces más hacia las tinieblas,oyó un satisfactorio grito cuando una de lasbalas de 9 mm alcanzó su objetivo.

—¡No me quedan balas! —gritó al extraerel cargador vacío.

Sarah le lanzó uno de los cargadores de laBeretta que le sobraban y Mendenhall locolocó. Jack expulsó el suyo e insertó elúltimo que le quedaba. Esa era la únicamunición que tenían ya. El helicópteroapareció por encima de la colina y Jack loidentificó como un Bell ARH, el últimohelicóptero de ataque que había salido almercado. Quienesquiera que fuesen esos tiposestaban bien financiados. Jack sabía que elARH estaba equipado con un FLIR, unsistema de infrarrojo de localización deobjetivos, lo cual significaba que, por muy

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oscuro que estuviera, podían ubicarlos ymatarlos. De nuevo, el pájaro negro descendióhacia ellos disparando y a punto estuvo dealcanzar a Sarah y al profesor mientras lasbalas desconchaban las tumbas de piedra quelos envolvían. Pudo sentir el viento cuando elpiloto, en un gesto de arrogancia, voló losuficientemente bajo como para levantar unanube de hierba seca.

—Cubríos y elegid vuestros objetivos;puede que todo este ruido atraiga al resto deguardas del parque —dijo rápidamente allanzar dos disparos.

Collins fue respondido con una ráfagaconstante de disparos automáticos queimpactaron contra la lápida tras la que seocultaba. Una vez pasó, se giró en busca deSarah y no le sorprendió ver que se habíamovido y había ocupado posiciones justodetrás de él. La lápida que la cubría, y queademás marcaba una tumba carente de cuerpo

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donde se leía «Boston Custer», en el centro«Civil» y, finalmente, abajo del todo, «Cayóaquí el 25 de junio de 1876». Mientras loveía, tres balas impactaron contra ella ylevantaron la parte superior de la piedra. Sarahse irguió y disparó. Tras ellos se encontraba laalta lápida erigida en honor de todos loscaídos. La verde hierba que la rodeaba depronto se levantó cuando una larga ráfaga debalas la arrancó. Jack maldijo, se enderezó ydisparó cinco veces a la oscuridad. Alcanzó ados hombres, que cayeron gritando, yretrocedió justo a tiempo cuando la lápida trasla que se encontraba se desintegró. Rodó hastaotra sintiendo cómo se le clavaban piedras enla espalda y en el pecho. El rugido de laturbina del Bell ARH anunció su presencia alvolar bajo por encima de sus cabezas.

—¡Joder! —gritó.Mendenhall lanzó un grito cuando una bala

rebotó en una lápida y esquirlas de piedra

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impactaron en su frente.—¡Joder! —repitió.Jack miró a su alrededor buscando a

Nathan, que estaba gateando apresuradamentepara ocultarse detrás de la lápida más grande,donde las balas habían levantado la hierba unmomento antes. Después desvió la atenciónhacia la ofensiva que llegaba por delante. Vioa cinco hombres corriendo en zig zag hacia elcementerio. Apoyó la espalda contra la lápiday cerró los ojos. Estaba intentando pensar encómo darles tiempo a Sarah y a Nathan paraescapar cuando, de pronto, se oyeron gritos yunos fuertes disparos detonaron detrás deellos, desde el otro extremo del cementerio. Acontinuación, el sonido de varios disparosretumbó a la derecha de sus atacantes. Doshombres cayeron agonizantes cuando losbalazos horadaron su carne. Jack logrólevantarse y disparar a los hombres quecorrían; derribó a uno y le pareció haber

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herido a otro. Mientras observaba, sumido enla confusión, el helicóptero ARH se acercó ybruscamente se giró en dirección al sur.

—¿Quién coño está ahí? —preguntóMendenhall.

Se oyeron más gritos en la noche según seabría fuego, ahora, por la izquierda. Quienfuera que había ido en su ayuda tenía a susatacantes sumidos en un infierno de fuegocruzado. Se produjeron varios estallidos y, acontinuación, el sonido de un megáfono.

—Les habla el Servicio de Parques deEstados Unidos, ¡bajen sus armas!

Los asaltantes no escucharon y abrieronfuego en la dirección de la voz amplificada.Jack aprovechó los destellos de los fogonazosy derribó a un hombre más, aunque ahí acabótodo, se quedó sin munición. De pronto, másgritos hicieron que se le helara la sangrecuando más disparos cayeron sobre loshombres restantes. Y así, tan repentinamente

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como había dado comienzo su rescate,terminó. Se produjo ese escalofriante silencioque viene después de un tiroteo y que vacontra toda razón. Súbitamente, el campo seiluminó cuando se encendieron los focos delcementerio. Varias camionetas llegaron y elmegáfono volvió a oírse.

—¡Los del cementerio, suelten sus armasy levanten las manos!

Jack tiró su Beretta al suelo y se levantó.—¡No disparen! Comandante Jack Collins,

Ejército de Estados Unidos, en el campo debatalla por asuntos de Estado!

—Sí, claro, eso ya lo veremos —contestóuna voz sin la ayuda del megáfono.

Jack, Mendenhall y Sarah se levantaron,no como Nathan, que aún no estaba encondiciones de hacerlo; parecía que la granlápida de piedra y la valla de alrededor leresultaban cómodas. Vieron a un hombre deconstitución grande, ataviado con una camisa

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tostada y unos pantalones verdes, caminarhacia la luz. Lo seguían dos guardas más y,para sorpresa de Jack, unos quince nativosamericanos.

—¡Joder! —fue todo lo que Jack acertó adecir.

Los indios llevaban pistolas y seguían a losguardas en dirección al cementerio mientrasmás hombres vigilaban a los atacantes, queyacían en la hierba muertos, o casi.

Lentamente, se vieron rodeados por sussalvadores y Jack tuvo que sonreír a losmanifestantes, no pudo evitarlo.

—¿Puedo preguntar qué tiene tantagracia? —le interrogó el guarda más grandemientras lo cacheaba.

Jack miró a los indios, que asentían consus cabezas y que le daban mil vueltas alguarda porque ellos sí que entendían la graciaque había encontrado Jack en toda esa

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situación. Fue uno de ellos el que, finalmente,lo comentó. Con una escopeta doblada sobreel codo, el hombre dio un paso al frente; unsombrero negro de vaquero oscurecía las doslargas trenzas del policía cheyene.

—Sonríe por la ironía, guarda Thompson,porque la última vez que tuvimos rodeado aun oficial del ejército norteamericano en estemismo lugar no estábamos de humor comopara salvarle el culo de las balas.

—Me alegra que esta vez hayan estado demi parte —dijo Jack al alargar la mano haciael manifestante del Movimiento NativoAmericano.

El hombre se la estrechó.—A lo mejor han tenido suerte de no

identificarse antes de que detuviéramos losdisparos —respondió el hombre sonriendo.

Y ese simple gesto y comentario puso fin ala segunda batalla de Little Bighorn.

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Dos horas después, Jack, Mendenhall,Sarah y el profesor Nathan estaban esposadosy sentados en una gran sala frente al sheriffdel condado y un agente de la oficina local delFBI de Billings, Montana.

Los cuatro habían dicho poco, aparte dedarles las gracias a los indios que los habíansacado de un gran aprieto. El agente del FBIcaminaba de un lado a otro de la sala frente aellos, deteniéndose de vez en cuando paramirar a alguno. Ellos sonreían y lo estudiabantambién, frustrando al hombre hasta elextremo. Ahora estaba observando a Nathanporque el profesor había apartado la mirada ytal vez eso era señal de que le había dado ensu punto débil. El federal estaba a punto desacarlo de la sala e interrogarlo a solas cuandoel teléfono sonó y el sheriff del condadocontestó con gesto aburrido.

—Interrogatorios —dijo—. Es para usted.—Le acercó el teléfono al agente del FBI.

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—Agente especial Phillips. Sí, así es,tenemos dos guardas de Parques Nacionalesmuertos y… bueno, sí, pero escuche, señorCompton, no sé quién se cree que… ¿Sí? ¿Midirector? —preguntó tragando saliva condificultad—. Sí, señor; no, señor…entiendo… Sí, señor, Seguridad Nacional,pero… pero… sí, señor, inmediatamente —dijo al devolverle el teléfono al sheriff y sinlevantar la vista de sus brillantísimos zapatos.Después, se colocó la corbata, pese a que nole hacía falta, y se dirigió al sheriff.

—Suéltelos.—¿Qué? ¿Con qué autoridad…? —

protestó el sheriff.—Con la autoridad del director del FBI y,

por encima de él, con la del presidente deEstados Unidos. ¿Necesita más nombres? —dijo furioso—. Ahora, quíteles las esposas.

Jack miró a Sarah y a Mendenhall yenarcó las cejas.

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—¿Puedo usar su teléfono, sheriff?El estupefacto sheriff del condado le pasó

el teléfono a Jack.—Y seguro que, encima, es a larga

distancia —farfulló.Jack marcó el número apresuradamente y

esperó mientras conectaba con la líneaprotegida del Grupo. Tras una serie de tonos yde ruido estático, obtuvo respuesta.

—Compton —dijo la voz.—Soy Collins. Esta línea no es segura.—Confirmado, línea telefónica no segura.

Ahora, ¿estáis bien? ¿Sarah, Will, Nathan?—Sí, estamos bien. Niles, tenemos el

objeto en nuestro poder —dijo al apartarse delsheriff.

—¡Gracias a Dios!—Escucha, la gente que nos ha atacado…

La oficina del sheriff y el FBI los hanidentificado como colombianos. ¿Le dijiste a

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alguien más que estaríamos aquí en Montana?—Al capitán Everett, ¿recuerdas? Estuvo

presente en nuestra conferencia desde suubicación en Nueva Orleans —respondióNiles, quien de inmediato comprendió adóndequería llegar Jack.

—¿Utilizó Everett una línea fija?—Sí, su móvil no tenía cobertura. El final

de su conversación no estaba cifrado.—Debían de tenerla pinchada, lo que

llamamos un SATAG en el teléfono. Esosignifica que puede que le hayan seguido lapista hasta Nueva Orleans y que, mediantenuestra conferencia, nos hayan seguido anosotros hasta Montana. ¿Dónde está Carlahora?

—Preparando el transporte de laexpedición en Nueva Orleans —respondióNiles.

—Llámale y dile que utilice solo su móvil

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seguro y que tenga cuidado con las visitas.Envíale más seguridad; puede que haya máscompañía dirigiéndose donde está él cuandolos mandamases descubran que sus hombresaquí han fracasado.

—Hecho, Jack. Volved a casa.Complejo EventoBase de las Fuerzas Aéreas de Nellis,

NevadaNiles realizó las llamadas pertinentes y el

compartimentado Grupo Evento entró enacción para prepararse rápidamente y enviarun grupo de rescate al Amazonas. Losdepartamentos se sometieron a una gran laborde logística para proporcionarle al equipo todolo que pudieran necesitar para la exploracióndel valle perdido de Padilla y para buscarsupervivientes de la expedición de HelenZachary. El equipo que Everett habíasolicitado solo podía abastecerse con materialdel Grupo Evento parcialmente; el resto tuvo

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que llegar desde empresas como Raytheon,General Electric, Laboratorio Hanford,Institución Brookings y Cold Spring Harbor enLong Island. La expedición se aprobóoficialmente como una operación de rescate,pero aun así se llevaría a cabo unainvestigación científica.

Un equipo de técnicos del Grupo Evento,formado por sesenta hombres y mujeres, yase había puesto en camino hacia Luisianausando transporte de las Fuerzas Aéreas paraayudar al suboficial mayor Jenks a terminar deequipar al Profesor para su misión fluvial. Nohabría tiempo para una travesía de prueba.

El departamento de Inteligencia del Grupolo preparó todo para que la operación pasarapor una misión topográfica financiada demanera particular para acotar lasprofundidades del río Amazonas y enviada porel gobierno peruano, que era una tapaderaformidable para entrar en Brasil, el cual había

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denegado en firme el acceso a su territorio alpersonal del ejército norteamericano.

Niles y Alice estaban ocupados en eldespacho, coordinando toda la documentacióncon un equipo de ayudantes, y la cosa nomarchaba demasiado bien.

—El presidente —dijo Alice sosteniendo elteléfono rojo.

—Señor presidente, gracias por asegurar lacolaboración de la Marina, le estamos muyagradecidos. —Niles vio a Alice salir de lahabitación.

—Tengo el informe del FBI sobre esasfotografías que su gente ha enviado desde SanPedro —dijo lacónicamente el presidente—.Al parecer, el hombre llamado Kennedy, quepor cierto es su verdadero nombre, es un sealde la Marina estadounidense y otro ha sidoidentificado como un capitán de las FuerzasAéreas llamado Reynolds. Los demás todavíaestán por identificar.

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—¿Han explicado la Marina y las FuerzasAéreas la razón de infiltrarse en unaexpedición patrocinada por la universidad ycon un montón de jóvenes a bordo?

—Hasta el momento no han dicho nada,solo que están llevando a cabo una exhaustivainvestigación interna para descubrirlo. Y a mí,ahora mismo, no me basta.

—¿Quiere decir que no saben lo que estáhaciendo su gente de Operaciones Especiales?

—Hasta el momento han encontradoinformes que muestran que Kennedy yReynolds estaban prestando un servicio ajenoen el oeste. Me apuesto mi bulldog. Miconsejero de Seguridad Nacional, Ambrose,obtendrá resultados.

—Aquí alguien está fuera de control y hayvidas en juego…

—Joder, Niles, ¡ya sé qué vidas hay enjuego!

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—Sí, señor, discúlpeme. Puede que esoschicos estén perdidos o luchando por su vidaahí abajo, y tengo un equipo preparándosepara actuar. ¡Debo saber en quién podemosconfiar!

—De acuerdo, Niles, ni usted ni yopodemos perder la perspectiva aquí. Aunquemi propia hija está en peligro, me temo quetengo las manos atadas hasta cierto punto. Nopuedo arriesgarme a que se produzca unaguerra abierta solo porque ella se hayaescapado. Piense en esto: independientementede qué razón tengan Kennedy y esos otroshombres para estar metidos en esa expedición,¿no le tranquiliza un poco pensar que por lomenos tienen un seal con ellos?

Niles estuvo lento al responder, ya que nose sentía cómodo con la participación militarpor mucho que hubiera gente de OperacionesEspeciales dándoles a Helen y a los chicosmayores oportunidades de sobrevivir. Por eso

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decidió responder sinceramente.—Me haría sentir mejor si no llevaran

perdidos una semana.—Seguiré insistiéndole a Ambrose, aunque

será una tarea difícil, ya que no sabe nada dela existencia del Grupo.

—Lo comprendo.—Ahora, su teniente Ryan se dirige a Fort

Bragg. El equipo Proteus estará esperándolojunto con su patrulla Delta. Recuerde, Niles,aunque puede que la vida de mi hija esté enpeligro, solo le he dado el visto bueno a lamisión de respaldo Proteus. Una vez más,destaco el hecho de que no puedo permitirmeuna incursión militar de tropasnorteamericanas en una nación amiga, nisiquiera aunque sepamos que es una misión derescate; no la aprobarán. Lo lamento, oProteus o nada.

—Señor presidente, yo…

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—No —el presidente lo interrumpió—, nopodemos meter tropas norteamericanas ensuelo amigo sin ser invitados. Demasiadascosas pueden salir mal. Si su plan de respaldofunciona, el Proteus debería darle alcomandante Collins un buen margen si hacefalta.

—Señor, esa maldita plataforma dearmamento no ha funcionado bien desde quecomenzaron las pruebas; estamos corriendoun riesgo terrible con la operación Mal Perdercomo nuestro único recurso. ¿Y si hay uncombate cuerpo a cuerpo ahí abajo? ElProteus no podrá ayudar de ningún modo enesa situación.

—Lo siento, Niles, pero tiene que servir,la mala prensa últimamente nos ha creado unapésima fama. No es que vaya a sacrificar aninguno de esos chicos ni a mi propia hija porrazones políticas, pero no puedo permitir queunos muchachos norteamericanos mueran en

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un intento de rescate que, con toda seguridad,sería desafiado por tropas brasileñas. Dígale alcomandante Collins que encuentre a nuestragente y que vuelva de una pieza y, Niles, porfavor, traiga a mi hija a casa. Siento que elProteus sea el único recurso ahora mismo,pero puede pasar por civil mientras que unavión del ejército no.

Niles miró la pantalla sabiendo muy bienque el presidente tenía razón. El peso de sacara esos chicos de ese mundo verde y hostilrecaía completamente sobre los hombros delGrupo Evento.

Washington, D. C. Ambrose condujo hasta Foggy Bottom. El

Departamento de Estado estaba cerrado hastael día siguiente, así que no tuvo que soportarmolestas miradas que lo vieran subir losescalones de tres en tres.

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Dos guardias lo acompañaron hasta eldespacho del secretario de Estado. Al entrar,Ambrose vio que el secretario estaba ocupadoanotando algo en un papel. Para tratarse dealguien de solo cincuenta y dos años, elcabello del miembro del gabinete contaba conmuchas canas en las sienes. Ambrose habíavisto antes ese mismo día que el presidente loalababa en televisión por su inquebrantablepostura ante la crisis que había frustrado enIraq. Sin duda, era el hombre del momento.Pero, cuando Ambrose dejó su maletín en elsuelo y tomó asiento, comprobó que elhombre que pronto se convertiría en elpróximo presidente de la nación más poderosade la tierra estaba furioso.

—¿He de suponer que su conversacióncon el presidente ha sido esclarecedora, señorsecretario? —preguntó Ambrose.

El alto hombre sentado detrás delornamentado y ostentoso escritorio por fin

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alzó la mirada.—¿Cómo demonios ha podido pasar esto?—¿Cómo íbamos a saber que su hija

estaba en ese barco?—Esa pequeña zorra no ha sido más que

un tremendo grano en el culo desde que elpresidente juró el cargo y su presencia enBrasil podría hacer que nuestro inestablecastillo de naipes se nos caiga encima.

Ambrose tragó saliva mientras escuchabaal hombre que era famoso en el mundo enteropor su capacidad para conservar la calma, unhombre que planeaba las repercusiones de lossucesos sin esperar nunca que fueranfavorables.

—No se sabe nada de ellos desde…—No importa, idiota. Incluso aunque toda

la expedición estuviera muerta, ¿cree por unjodido minuto que el presidente dejará elcuerpo de su hija abandonado en la puta

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selva? —Se levantó y le arrojó el bolígrafoque había estado utilizando a Ambrose, y estese agachó cuando rebotó en su hombro—. Yahora va y me dice que ha autorizado no una,sino dos fuerzas navales a dirigirse al sur.¡Órdenes de navegación de las que usteddebería haberme informado!

—Ha consultado directamente con elsecretario de la Marina. No he sabido nadahasta hace un momento. Mire, podemosconvencerlo para que se le quite la idea de laslabores de rescate, podemos aconsejarle queno lo haga. Soy su consejero de SeguridadNacional, joder, y usted es el secretario deEstado.

—Ese cabrón me ha dado órdenes, me hadado órdenes de ir a Brasil. Quiere caminos deentrada para que podamos abrir el paso parauna operación de rescate por parte de losMarines, nada menos, o para que los militaresbrasileños puedan llegar allí.

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A Ambrose le habían puesto al tanto de loque el presidente iba a decirle al secretario, asíque no le sorprendieron esas órdenes.

—Es el presidente el que estásolicitándolo, así que, ¿por qué no lo presentausted como una amenaza? Al presidenteSouza no le hará mucha gracia. Caldee lasituación lo suficiente hasta el punto de queresulte imposible proceder. ¿Qué va a hacerél? ¿Invadir una nación amiga por sucaprichosa hija, que probablemente ya estémuerta?

—Sí, joder, usted trabaja para ese cabrón.¡Adora a su hija, por molesta que sea! —gritóel secretario mientras se dirigía hacia laenorme ventana detrás de su mesa—. Y ahorasabe lo del equipo que los jefes de Inteligenciaenviaron con el grupo Zachary, ¡y quepueden, o no, haber eliminado al mismo grupoque el presidente quiere que rescatemos!

—Pues entonces mejor aún que hagamos

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estallar todo esto, que cubramos nuestro rastropara que nadie pueda descubrir nuestraimplicación ni en Iraq ni en lo que sea quehayan sacado de ese jodido valle ahí abajo.Con suerte, Kennedy habrá hecho volar porlos aires esa puta cosa y habrá enterrado todoy a todo el mundo para siempre.

El secretario de Estado, con la miradaencendida, se giró hacia Ambrose.

—Si alguna vez se sabe lo más mínimo deesto, las elecciones estarán perdidas.Recuerde, aún estoy atado a los faldones delpresidente, me guste o no.

—Eso no me preocupa tanto —dijoAmbrose al levantarse.

—Oh, ¿y eso por qué?—Si se filtra lo más mínimo de lo que

hemos hecho, nos van a colgar a todos portraición, porque el peligro que usted no supover cuando confiamos en los jefes deInteligencia es que ellos, en efecto, sí que

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cubrirán su rastro tanto como puedan. Y porsi no lo sabía, Donald, ellos tienenposibilidades de hacerlo mientras que nosotrosseríamos a los que les caería la tierra encima.Buena suerte en Brasil, señor secretario. Harélo que pueda desde la Casa Blanca.

—Si tan buenos eran en su trabajo, ¿a quéviene el fiasco de Arlington?

—Eso fue trabajo contratado. Tiene quefijarse en la jerarquía militar. Los hombrescon los que tratamos están hambrientos depoder, y ese poder reside en ir trepando por laescalera corporativa. Este plan suyo consistíaen ayudarlos a hacer justo eso. No les harágracia si notan que la cosa está calentita —dijoAmbrose antes de abrir la puerta y marcharse.

El secretario de Estado vio la puertacerrarse y se dejó caer en la silla. Sabía que,prácticamente, tendría que dar comienzo auna guerra en Suramérica para confundir lasituación y hacer que ese valle en el

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Amazonas, dejado de la mano de Dios, sedesvaneciera del radar de cualquiera.

Entonces se le ocurrió. El presidente jamásconfiaría en una única opinión. Este, al igualque él mismo, siempre razonaba en losmismos términos que los de un maestro delajedrez, pensando en cinco y diezmovimientos por delante. Ese hijo de putatendría ya, por lo menos, una segunda opciónproyectada. Lo cual significaba que si suspesquisas diplomáticas fallaban, el presidentepodría incluso tener un equipo armado entierra o en aire para una operación de rescate.¡Joder, o incluso más opciones! ¿Un intentode rescate ilegal y velado llevado a cabo aespaldas del gobierno brasileño? El secretariose dio cuenta de que tenía una salida; unaoperación así constituiría la invasión de unpaís amigo. Él tenía su principal baza en lasFuerzas Aéreas brasileñas y alertaría a esehombre de que podría llegar a necesitarlo.

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Levantó el teléfono y llamó a recepciónpara que hicieran volver a Ambrose. Teníauna instrucción más que darle al consejero. Loúnico que necesitaba era conocer la ubicaciónde ese maldito valle. Sin duda, las autoridadesbrasileñas agradecerían la información de queo bien su espacio aéreo o su territorio estaba apunto de correr un serio peligro.

Y eso, sospechaba, podía hacer que lasituación se pusiese fea, y toda esa confusiónpodía convertirse en su mejor baza.

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Cuarta parte

AGUAS Negras «El hombre siempre ha temido eso que no

puede comprender, que no ha conquistado,que no ha podido domesticar, que no hapodido hacer suyo. Cuando el hombre seenfrenta a lo desconocido, sus mayoresmiedos y, me atrevo a decir, emociones, seafianzan. Y, al final, la muerte de la inocenciasiempre es nuestra respuesta a ese miedo.»

Charles Hindershot Ellenshaw III,

criptozoólogo

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11

BARCO de Estados Unidos John C. StennisCVN 74, 225 kilómetros al este de PerúVeintiocho horas después Tras casi siete años enteros de guerra

continuada, el USS John C. Stennis habíarecibido misteriosamente la orden de partir desu puerto en San Diego, California, con solo lamitad de sus aviones de combate, mientrasque los que no estaban en la lista para volarfueron almacenados abajo, en sus hangares.La tripulación del barco, de algo más de cincomil personas, se mostraba curiosa ante laextraña embarcación tendida sobre la cubiertade vuelo en once piezas distintas de seccionesde tres metros. Sabían que pronto se

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enterarían, ya que otro barco de guerra sehabía unido a ellos a primera hora de esamañana. El USS Iwo Jima, un navío decombate de la Marina, estaba hasta arriba dehelicópteros de la Marina de Estados Unidos ylos rumores decían que esos helicópteros sellevarían el extraño embalaje de la cubierta delStennis.

El Departamento de la Marina no queríacorrer riesgos y por ello otro grupo de batallade portaaviones se encontraba a trescientosveinte kilómetros al este del Stennis paraayudar ante cualquier emergencia, ya queestaban escasos de aviones de combate. ElUSS Nimitz iba a su lado, haciendo que latripulación a bordo del gigantesco barco sesintiera un poco mejor tras las apresuradasórdenes de zarpar que habían recibido.

Las secciones envueltas en Styrofoam setransportaron por aire desde Luisiana hastaLos Ángeles, donde fueron transferidas a

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Blackhawks UH-60 del Ejército y desde ahí alStennis, a doscientos sesenta kilómetros deSuramérica. Eso anularía la necesidad de volarsobre territorio terrestre y marítimo extranjero,al igual que la necesidad de solicitar permiso alos gobiernos que cada vez se mostraban máscuriosos y desconfiados. El plan fue trazadopor Niles Compton, haciendo uso de laautoridad del presidente, y la misión fueclasificada como una prueba de campo porparte de una empresa privada; una empresaque resultaba ser el Grupo Evento.

El suboficial Jenks y el equipo de apoyodel Grupo seguían trabajando con los motoresy los componentes electrónicos del Profesor.La tarea se hizo más complicada aún porhaber tenido que salir precipitadamente deNueva Orleans a California y después habertenido que instalarlo todo con el barcoseparado en once secciones. El suboficial yahabía amenazado las vidas de casi todo su

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equipo y algunas del de Stennis. De hecho, sinpensarlo, Jack había hecho ademán de sacaruna pistola, que en ese momento resultó nollevar encima, cuando Jenks se le habíaencarado por algo sobre lo que él no teníacontrol. En realidad, Jenks se quedóavergonzado cuando descubrió que JackCollins estaba ejerciendo como jefe de laexpedición y que era básicamente el hombreque salvó a su barco de convertirse en unmontón de chatarra. Por todo eso, Carl lohabía visto hacer algo que el suboficial nuncaantes había hecho: se había disculpado ante elcomandante.

Carl se unió a Danielle en la plataforma deTransmisiones que daba a la cubierta devuelo, y agradeció el aire del mar.

—Esto es lo que más echo de menos delservicio en el mar —dijo él—. El aire. Nopuedo encontrarlo en el desierto.

Ella sonrió y siguió observando la

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actividad que se desarrollaba debajo, en elProfesor.

—Hola —dijo Sarah al unirse a ellos.—¡Vaya! ¡Pero si es Salvaje Bill McIntire!

—exclamó Carl en broma.—Muy gracioso —respondió ella dándole

un pequeño puñetazo en el brazo.—En serio, Jack ha dicho que en Little

Bighorn te las apañaste como una auténticaprofesional.

—Bueno, señora Serrate, ¿ya le haasignado Jack alguna tarea? —preguntó Sarahal dirigirse a la francesa.

—Sí, al parecer ayudaré al grupo deCripto del profesor Ellenshaw; los tres loharemos —respondió—. Y, por favor,llámame Danielle. Después de todo, vamos aser camaradas de a bordo. —Sonrió, aunquemirándola con tanta intensidad que casi laapabulló.

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Sarah no respondió. Había algo en esamujer que no le cuadraba, pero no sabía qué.Claro que podría ser el hecho de que laatracción entre Danielle y Carl era evidentepara cualquiera que tuviera ojos y que eso lehiciera preguntarse si sentía celos por su mejoramiga, que había muerto hacíaaproximadamente un año; la amiga a la queCarl había amado y que había muerto en unamisión no muy distinta a la que ahora estabanllevando a cabo. ¿Y ahora la exmujer delcoronel Henri Farbeaux, un enemigo al quecualquiera del Grupo querría atrapar aunquepara ello tuviera que renunciar a su sueldodurante cinco años, aparecía precisamenteofreciendo su ayuda? Sarah no se tragaba loque esa intrusa estaba vendiéndoles, nisiquiera aunque lo hicieran su director eincluso Jack.

—Tengo entendido que tú dirigirás tupropio equipo científico —dijo Danielle.

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Sarah asintió y se echó atrás para poderver al otro lado de Carl.

—Sí, un equipo de Geología de dospersonas, aunque formaremos parte delequipo adjunto de Ciencias Globales deVirginia.

Danielle estaba a punto de añadir algocuando se abrió la escotilla de acero.

—El comandante dice que nos necesitanen la sala de oficiales. El profesor Ellenshawquiere hablar con el Grupo —dijo Mendenhallal asomar la cabeza por la escotilla. Aún teníala frente cubierta por una venda comoconsecuencia de las esquirlas de piedra que lohirieron dos días antes durante el tiroteo.

Carl iba a decir algo, pero Sarah alzó lamano y lo detuvo.

—Ya hemos oído lo de tu mote para eldepartamento de Cripto de Ellenshaw, así queno lo digas —dijo anticipándose al chiste.

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—¿Qué dices? ¿Que están a punto deinformarnos los del departamento deHorripizoología?

Sarah volteó los ojos, sin más.El profesor Charles Hindershot Ellenshaw

III les informó acerca de la mano de unesqueleto, aunque allí no había evidencias queapoyaran ninguna conclusión en cuanto a losorígenes o la morfología del animal. Sí quetenía muchas teorías y se había preparado afondo para cualquier contingencia, pero aunasí carecía de información real queproporcionarles, aparte del hecho de queconsideraría un crimen herir a semejantesespecies si es que verdaderamente existían.Jack lo cortó en cuanto empezó a divagaracerca de los derechos de los animales y de loespecial y única que esa criatura tendría queser para estar viva en el mundo moderno.

El informe de Sarah fue más concreto ytenía un propósito. El oro, si es que existía, no

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se tocaría. La mina, si es que existía, seríazona vedada porque así lo había ordenado elpresidente. El equipo de Geología seguiría alpie de la letra las órdenes que había recibido.Con la ayuda del comandante Collins y de suequipo de seguridad, si la mina en realidadcontenía depósitos de oro, tal como decía laleyenda, sería tratada como propiedad deBrasil.

—Comandante —dijo Mendenhall alentrar en la sala de oficiales—, loshelicópteros del Iwo están empezando aalinearse y están casi preparados para llevarseal Profesor.

Los helicópteros transportarían lassecciones del barco hasta una pequeña aldeade Río Feliz, en el Amazonas, a unos cientosesenta kilómetros al oeste de la fronteraperuana. Ahí era donde el Grupo Evento daríacomienzo a su expedición, ahorrando untiempo muy valioso al atravesar volando un

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hueco en los Andes e ir directamente a lafuente, la confluencia del Aguas Negras que sealimentaba del río Amazonas. La ruta eraexactamente tal y como el capitán Padilla lahabía trazado en el mapa y también,supuestamente, igual que la había descrito enel diario.

El presidente había proporcionado lainformación tanto al gobierno peruano como albrasileño de que estaban experimentando conunos nuevos procedimientos y un software decartografía, y que los dos gobiernos serían losbeneficiarios de esos nuevos dispositivosexperimentales y de los mapas subacuáticosmás precisos; algo que el equipo llevaría acabo como procedimiento de rutina decualquier modo.

Fue impresionante ver a los helicópterosSeahawk, la versión para la Marina de losBlackhawk, alinearse en el aire junto a la popadel John C. Stennis y, uno a uno, ir

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acercándose mientras Jenks supervisaba laensambladura de las secciones del Profesor.Once Seahawks en total transportarían lassecciones hasta la aldea, donde las partesformarían un todo, y el equipo al completorezaba para que ese trasto flotara. Los deHallazgos se encontraban sobre la cubiertacuando la última sección, la proa, forrada conun plástico que se ajustaba a su forma, se alzóen el aire. Después, el último helicópterosuspendido se acercó y con asombro vieroncómo el Osprey MV-22 de la Marina, unaaeronave de alas cortas y robustas y rotoresbasculantes, aterrizaba lentamente sobre lacubierta de vuelo del Stennis, con sus dosimpresionantes hélices generando un zumbidodesde su posición en el extremo de las cortasalas. Antes de que se dieran cuenta, unsegundo Osprey aterrizó detrás del primero.

—¡Odio estas cosas! —gritó Carl al oídode Danielle.

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—¿Por qué? ¿Porque tienen un diseñoinnovador? —preguntó ella sujetándose sugorro tipo militar ante el viento que levantabanlos Osprey.

—No, ¡porque un piloto marine estáconduciendo esos diseños innovadores!

Mientras cargaban sus bolsas y artículospersonales, Jack se giró y miró hacia el puentede vuelo, desde donde el capitán del Stennisles decía adiós. Jack le devolvió el gesto. ElStennis se mantendría apartado de la costamientras la misión estuviera en progreso por sise metían en problemas.

Y de esta manera la tercera expedición seencaminó al valle de Hernando Padilla, dondeuna bella laguna estaba preparada paraderramar sus secretos. Lo que ellos no sabíanera que otro grupo ya estaba acercándose a laslegendarias aguas negras.

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EL río Amazonas45 kilómetros al este del afluente Aguas

Negras El helicóptero se había reunido con

Méndez, Farbeaux y la tripulación del barcoalquilado, el Río Madonna. Su capitán habíamaniobrado con precisión el gran remolcadorfluvial de diez camarotes para recibir a lospasajeros del helicóptero. El primero habíasido el capitán Juan Rosolo, un hombre al queHenri Farbeaux detestaba por considerarlo unasesino de emboscada de la más baja calaña, ylos hombres que lo siguieron a la cubiertaprobablemente no fueran mejores. Esedesarrollo de la situación resultaba de lo más

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inquietante, pero era algo que Farbeaux habíapermitido.

Rosolo se presentó inmediatamente anteMéndez y los dos conversaron en voz alta, losuficiente como para que Farbeaux supieraque Rosolo le había fallado a su superior.Méndez, con la delicadeza de un martillo dedemolición, había soltado una lista de susimproperios preferidos y Farbeaux se alegróde estar en la proa del barco y mantenersealejado de eso. Aun así pudo oír a Rosoloacercarse tras la intimidante actitud deMéndez.

—¿Qué pasa, perro guardián? —preguntóFarbeaux sin girarse hacia el hombre.

—No me llame así, señor.4 A mi jefe legustaría verle en la popa —dijo Rosolo conuna sonrisa burlona.

Farbeaux observó por un momento lasprofundas aguas del Amazonas antes de

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girarse y pasar por delante de Rosolo,rozándolo.

El práctico fluvial, el capitán ErnestoSantos, le lanzó al francés un rápido saludo devisera cuando cruzó el puente. Ese capitánparecía saber lo que se hacía. Su reputación,junto a su propia afirmación, de conocer cadacentímetro del Amazonas era bien sabida portodos a bordo. Decía que su familia y élllevaban generaciones surcando el río.

Sin embargo, cuando finalmente lerevelaron su destino después de haberzarpado, el capitán de barba descuidada sehabía mostrado muy callado y hosco. Habíaprotestado en vano diciendo que el AguasNegras no tenía una entrada en ese punto delrío, que el único modo de acceder seencontraba a varios cientos de kilómetros aleste, y que incluso ese acceso solo eranavegable durante la temporada de lluvias. Elargumento se diluyó en cuanto le entregaron

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en metálico una tarifa excesivamente alta porel alquiler.

Farbeaux se acercó al pequeño saliente depopa donde Méndez estaba esperando yRosolo llegó por detrás y lo rozó ligeramente,devolviéndole el gesto que antes Henri lehabía dirigido a él un momento antes.Farbeaux ignoró a Rosolo y se sentó junto a lapequeña mesa donde Méndez estabaexaminando algunas fotografías.

—Ah, Henri, aquí nuestro amigo se hatraído unas noticias bastante perturbadoras deEstados Unidos. Como sabe, teníamosvigilado el despacho de la profesora Zachary yalgunos peces se colaron en nuestra red. —Lemostró a Farbeaux una fotografía de Danielle.El francés apenas le echó un vistazo, despuésmiró a Méndez, que le pasó otra de veinte porveinticinco y con acabado brillante—. Ibaacompañada por este hombre —dijo,observándolo para ver su reacción. Y no

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quedó decepcionado; inmediatamente,Farbeaux cogió la segunda foto.

—El hombre de los túneles —dijo en vozbaja.

—¿Cómo dice? —preguntó Méndezacercándose.

Farbeaux estudió la fotografía unmomento más y la dejó caer en la mesa.

—El año pasado me encontré con estehombre en una situación nada usual en eldesierto norteamericano. Creo que se llamaEverett.

—Capitán de corbeta Carl Everett de laMarina de Estados Unidos, para ser másprecisos —apuntó Rosolo—. He sido incapazde descubrir su puesto actual u obligaciones,pero según informes de la Marina, antespertenecía a los Seal y fue un miembro muycondecorado —dijo mirando fijamente al altofrancés.

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—Creo que ya no trabaja para losmilitares, sino para lo que se describe como un«gabinete de expertos». Esta organizaciónescoge entre los militares a toda su gente deSeguridad y solo se rodea de los mejores. —Se giró hacia Rosolo—. Y usted, perroguardián, si de verdad supiera algo sobre lasunidades de Operaciones Especiales de laMarina norteamericana sabría que un hombrenunca deja de ser un seal, sino que siempre loes.

—Aspectos semánticos aparte, esto esbastante preocupante, ¿no cree, Henri? —preguntó Méndez mientras sacaba másfotografías y se las mostraba a Farbeaux.

—Estas se tomaron en un parque nacionalde Montana. ¿Reconoce a alguna de estaspersonas? —tanteó Rosolo.

Farbeaux miró las cuatro fotos. Estabangranuladas y tomadas desde cierta distanciacon una lente telescópica a través de la

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ventanilla de un vehículo.—A estos dos nunca los había visto —dijo

fijándose en el primer plano de Mendenhall—.Pero este de aquí —añadió pasándole aMéndez la foto del sargento negro— puedeque trabaje con Everett, el soldado seal.

—Entonces todo el rompecabezas encaja.Nuestro amigo el señor Rosolo oyó unaconversación de Everett a través de unteléfono protegido y cifrado en la que decíaque esa gente estaría en Montana buscando elmapa de Padilla. Para resumir la historia,Rosolo intentó impedir que recuperaran algoque los trajera hasta aquí y, siento decir quefracasó miserablemente y que solo logró matara dos empleados de Parques Nacionales y fueincapaz de recuperar o destruir el mapa. —Los ojos de Méndez se posaron directamenteen su asesino.

—¿Encontraron el mapa?—Hemos de suponer que sí, y que sin

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duda se guiarán por él —respondió Méndezdando un golpe en la mesa, furioso.

—La organización en cuestión es bastantetenaz cuando se trata de llegar al fondo decualquier asunto. La experiencia me ha hechoaprender que sus recursos son asombrosos ysus bolsillos se encuentran bien nutridos,incluso más que los de usted.

—Bueno, parecen ser todo lo que ustedadmira en ellos. Estuve a punto de ordenarque atacaran a su exmujer y a su hombretónen Nueva Orleans, pero ¿qué sentido tendríacerrar el portón una vez que tu perro ya haescapado?

Farbeaux cerró los ojos y se obligó arelajarse.

—Les diré esto para que les quede muyclaro. Nadie va a ponerle la mano encima aDanielle, nunca. ¿Estamos de acuerdo? —Susojos azules no mostraron temor ni por uninstante y esa mirada paralizó a Rosolo,

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después de que el asesino se hubiera levantadopara mirar a Farbeaux tras la no tan veladaamenaza a su jefe.

—¿Ah, sí? —preguntó Méndez.Farbeaux se recostó en su silla.—Soy yo el que pondrá fin a su vida. Ni

usted ni mucho menos él —añadió apuntandohacia Rosolo.

—Esperemos que eso suceda después deesta excursión para que así pueda tomarse sutiempo con esta problemática mujer, porqueese es el derecho de todo marido, ¿verdad? —dijo Méndez intentando romper la tensión quehabía creado.

—Si conozco a esa gente como creo,puede que ya estén de camino hacia aquí.Claro que su jefe de Seguridad ya lo sabría sise hubiera quedado allí y hubiera hecho eltrabajo por el que le paga, en vez depresentarse aquí, en el único lugar del planetadonde no hace falta.

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—Esa gente necesitará semanas parareunir los medios necesarios para seguirnoshasta aquí. ¡Tardarán en llegar! —dijo Rosolo—. Y yo voy donde me dicen, y me han dichoque venga aquí.

Farbeaux sacudió la cabeza ligeramente yentonces sintió la suave vibración bajo suspies, que fue subiendo hasta sus brazosmucho antes de que el sonido llegara a susoídos. Vio los gestos de preocupación en losrostros de los dos colombianos y, de no serporque se jugaba mucho, la imagen le habríaresultado muy cómica.

—Será mejor que le diga al capitán queaumente la velocidad de este barco y que llevea esta expedición hasta su destino porquevamos a tener compañía pronto. Muchacompañía —dijo Farbeaux levantándose—. Ysi yo fuera usted —añadió mirando a Méndez—, echaría a este imbécil por incompetente,porque la gente que acaba de decir tan

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orgulloso que tardará en venir acaba de llegar.—El francés miró al cielo y fue retrocediendohasta meterse bajo la cubierta del puente ydesaparecer.

El capitán Santos, gracias a su destreza (oal instinto requerido por un contrabandista ytraficante de armas), rápidamente condujo lagran embarcación bajo la fronda de árboles ydejó que la proa se hundiera en el barro,haciendo al barco detenerse y ocultándolo almismo tiempo de cualquier ojo que pudieraespiarlos desde arriba.

Las tranquilas aguas del río se mecieroncon el sonido de los helicópteros que lassobrevolaban. A través de los densos árbolesque abarrotaban la ribera, Farbeaux pudo veralgún tipo de cargamento colgando de unoscables unidos a los helicópteros de color gris ylas palabras «Marina de los Estados Unidos»estarcidas en pintura gris oscura. A los oncehelicópteros los seguían dos aeronaves de

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aspecto extraño que sobrevolaban elAmazonas. Los Osprey MV-22 sacudieron laselva al pasar sobre ella bramando con susafamados rotores basculantes que lesproporcionaban una velocidad mayor de laque ningún helicóptero del mundo pudieralograr. El francés se fijó en que estabanvolando casi a ras, demasiado cerca del suelo,lo cual posiblemente significaba que teníanque mantenerse bajo el radar. Y esto, a suvez, indicaba que tal vez los intrusos no teníanpermiso oficial para entrar en Brasil.

Pero a pesar de todo, el Grupo Eventoestaba allí, y Henri Farbeaux observó sullegada desde las sombras, con impotencia.

Centro del Grupo EventoBase de las Fuerzas Aéreas de Nellis,

Nevada

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Niles y Alice acababan de recibir la noticiade la llegada del grupo a una zona cercana alafluente, al Aguas Negras. El director estabahablando con el presidente mientras Aliceescuchaba y tomaba notas. Los otrosayudantes de Niles estaban ocupados en elcentro de Comunicaciones, monitorizando eltráfico de radio todo lo que podían antes deque la expedición entrara en territorio dondese perdía la señal. El director Compton, juntocon Pete Golding, el centro de Informática yel laboratorio de Jet Propulsion en Pasadena,estaban en proceso de reprogramar al Boris yNatasha, y una vez eso estuviera hecho, elsatélite se habría movido mil seiscientoskilómetros al sur a un punto situadodirectamente sobre la laguna y el valle.Cuando hubieran localizado el punto, no soloesperaban establecer comunicación por satélitecon el equipo del Amazonas, sino que tambiéncreían que era posible obtener imágenes de

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vídeo de Jack.—Niles —dijo el presidente—, los jefes de

Inteligencia de las tres ramas están reuniendotoda la información que pueden encontrar,pero nadie sabe por qué Kennedy y sushombres habrían estado en ese barco. Laopinión colectiva es que trabajaban ajenos aórdenes de la Marina y de las Fuerza Aéreas,posiblemente por cuenta propia. Heconsultado con el FBI y dicen que hanverificado que hubo un tiroteo en elcementerio y que algunas de las lápidasresultaron gravemente dañadas, aunque no seencontraron cuerpos.

—Con su permiso, señor, me gustaríaempezar a trabajar yo mismo en esto y en laconexión con Kennedy, si le parece bien,claro.

—Me parece bien. Hay por aquí algunosque creen que pueden hacer lo que les plazca.Descubra quiénes son, y ahora hábleme de los

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progresos del equipo de rescate.—Tenemos gente competente sobre el

terreno y moviéndose río arriba, señorpresidente. Creo que sabremos más a estamisma hora mañana. El comandante Collinsconoce cuáles son las prioridades en estasituación. Le he puesto al tanto de lo de suhija. —Niles se detuvo—. Jack traerá a esoschicos a casa, y puede que sea para bien queen su expedición estén esos seals, cualquieraque sea la razón de su presencia. No losimagino permitiendo que se les haga daño ainocentes.

—Estoy de acuerdo —dijo el presidente—. Manténgame informado sobre lo quesucede ahí fuera mientras pueda. —Vaciló—.Aquí está en juego algo más valioso que el oroo unos animales prehistóricos. —Se aclaró lavoz—. Tengo las coordenadas de por dóndepasará el Proteus. Maldita sea, ha depermanecer mucho tiempo en el espacio aéreo

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brasileño. Espero que no los vean más quecomo un vuelo comercial.

—Es un riesgo que debemos asumir. ElProteus es el único apoyo de Jack si apareceel matón del colegio.

—No creo que podamos protegerlo porencima de la zona objetivo.

—Si se meten en problemas, el Proteustiene su caza de escolta. Serán capaces demantenerlos a salvo de cualquier hostilidadhasta que salgan del espacio aéreo brasileño.

El presidente tardó un momento enresponder y después le dijo a Niles:

—Si permito la entrada de un caza deescolta en el espacio aéreo brasileño ahoramismo, y si ellos, intencionada oaccidentalmente disparan contra cualquieratacante, será interpretado como un acto deguerra. El presidente de Brasil ya estáagobiándome a través del secretario deEstado.

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Niles se apocó. Ahora el Proteus volaríaen espacio aéreo hostil sin su tan necesitadaprotección de los cazas. La misión de respaldono era tal. Las probabilidades de quefuncionara eran alarmantemente pocas y lasprobabilidades de que pudieran llegar a la zonacorrecta de la selva eran más escasas aún.

—Hablaremos pronto, Niles. Avíseme encuanto sepa algo del comandante Collins, porfavor.

Niles miró a Alice.—Jack tiene que encontrar a Helen y a

esos chicos vivos.—¿Sabes, Niles? —Lo miró directamente

a los ojos—. Creo que deberías desahogarte ycontarme qué es eso que os tiene tanasustados al presidente y a ti.

—¿Cómo ha podido el senador ocultartealgo alguna vez?

—Estoy esperando.

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—Los alumnos de Helen… bueno, unaalumna en particular… —Niles sacudió lacabeza—. Engañó a sus guardias del serviciosecreto y se subió a ese barco con Helen y losdemás. Es la hija mayor del presidente, Kelly.

Confluencia del afluente Aguas Negras y el

río Amazonas La sección de la popa fue la última en

colocarse con la ayuda de los buceadores de laMarina enviados por el barco de reparaciónCayuga, del grupo de batalla del Stennis.Soltaron el cable y el Seahawk de la Marinade Estados Unidos se separó de las espesascopas de los árboles y sobrevoló en círculos ala espera de la orden de recoger a los diezbuceadores.

En el agua, el suboficial Jenks, ataviadocon unos pantalones cortos y una camiseta,introdujo los últimos pernos de ensamble por

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las bridas que unían cada sección a las gruesasy expandibles juntas de goma que le daban alProfesor la flexibilidad que necesitaría paranavegar el afluente. La goma era tan gruesaque un hombre solo no podía doblarla, perocon los poderosos propulsores hidráulicos delProfesor, las juntas entre las secciones seestiraban con facilidad, como si fueran unagoma elástica.

Los técnicos del departamento deLogística del Grupo elegidos para la primerafase de la misión estaban ocupados extrayendocon una bomba el agua que se habíaacumulado en los pantoques del Profesordurante su montaje. Tres hombres deldepartamento de Ingeniería ayudaron a Jenkscon el arranque inicial de los dos enormesmotores diesel. El resto de la tripulaciónestaba ocupada preparando al Profesor parasu viaje. Dos Seahwaks habían explorado elafluente Aguas Negras hasta donde habían

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podido antes de perder el rastro del río cuandoeste pasaba bajo el denso dosel de árboles. Auno de los pilotos le había parecido ver algobajo la fronda, pero al pasar de nuevo sobre laembarcación Río Madonna, no vieron nada.Los helicópteros de la Marina avanzaronochenta kilómetros antes de que su indicadorde combustible les avisara de que tenía quevolver al punto de encuentro.

Sarah y Jack le quitaron las correas alequipo en los laboratorios de investigaciónmientras Carl y Danielle ayudaban a losprofesores Ellenshaw y Nathan a llenar elinmenso tanque que, con suerte, mantendríacon vida a los especímenes. Mendenhallestaba con el resto del equipo de Seguridad,formado por el cabo Henry Sánchez, elsoldado de primera Shaw, el especialista dequinto grado Jackson, el especialista WalterLebowitz y el sargento Larry Ito. Concuidado, estaban cargando las baterías del

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pequeño sumergible biplaza y llenando lostanques de combustible del Profesor condiesel de los contenedores de goma, de casinueve mil quinientos litros, que un tercerOsprey MV-22 había dejado sobre la orilla delrío. El resto de la tripulación estabacompuesto por quince ayudantes delaboratorio cuyos jefes de departamento eranVirginia Pollock, la doctora Heidi Rodríguez,la doctora Allison Waltrip, jefa de Medicinadel Grupo Evento, y el profesor Keating, delequipo de Antropología. Los ayudantescargaron las provisiones de comida, agua yotros artículos esenciales para su viaje.

Jenks colocó el último perno expandible ylo fijó con una llave dinamométrica. Después,le lanzó la herramienta al buzo situado sobre laredondeada popa, justo encima del emblemadel barco que estaba pintado a ambos ladosdel saliente. El ojo de la bella mujer, cuyoverde resaltaba contra el blanco casco,

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destacaba sobre el río teñido de verde. Contodo completado excepto el encendido de losmotores, el buzo avisó al último de losSeahawks para que recogiera a los hombresque quedaban y que regresarían al grupo debatalla del Stennis. Unos cuantos aldeanos deRío Feliz se reunieron y se mostraron bastanteemocionados al ver helicópteros sobrevolandola zona, algo raro para muchos de ellos. Pero,con mucho, lo que atrajo al mayor número decuriosos fue el propio Profesor. Ahí estaba,anclado a la orilla del Amazonas, con suresplandeciente casco blanco brillando bajo elluminoso sol y las ventanas tintadas de lacabina del timonel destellando. Los aldeanosnunca habían visto una embarcación cuyaproa superior fuera toda de cristal. Podíandistinguir las figuras moviéndose dentro y sequedaron asombrados por la cantidad de genteque ocuparía el barco. Jack había ordenadoque se repartieran barritas de chocolate y unas

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cuantas provisiones médicas a los mayores dela aldea como gesto de buena voluntad por lasmolestias que los norteamericanos estabancausándoles a las familias.

Jenks observó cómo sacaban a los últimosbuzos. Un único Seahawk patrullaríasiguiendo una pauta circular hasta que elProfesor estuviera en camino. El suboficialsubió una escalera de la sección cinco, en elcentro de la embarcación de treinta y seismetros, y vio a un equipo de tres hombres delcentro de Informática terminar de conectar elmecanismo de comunicaciones. Se habíaquedado impresionado con la abundancia y lacalidad de todo lo que el Sapo Everett habíallevado. No sabía exactamente quiénes eranesas personas, pero solo tenía que explicarlesuna vez cómo hacer las cosas y al momentose ponían manos a la obra. Allí, en el centrodel barco, se sintió satisfecho al ver la antenadel radar funcionando en lo alto del palo

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mayor, de casi catorce metros, que seinclinaba hacia la popa formando unaerodinámico ángulo.

—¡Menudo diseño el que tiene usted aquí,suboficial! —dijo Tommy Stiles, uno de losniños prodigio de Pete Golding del centro deInformática que se había unido al grupo dosaños antes, después de haber ejercido comotécnico a bordo del crucero de misiles AegisUSS Yorktown. Stiles sería el técnico de radary comunicaciones del Profesor. Otro hombre,Charles Ray Jackson, sería su técnico desonar y detección submarina. Había llegado alGrupo Evento a través del «servicio desilencio» después de haber pasado su últimoaño a bordo del USS Seawolf. Asintió; estabade acuerdo en que era una barco fantástico, almenos en apariencia.

—¿Sí? Bueno, me da un pellizco en elputo culo y me pone la carne de gallina saberque he podido complaceros, nenazas —dijo

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Jenks al abrir la escotilla de aluminio ycomenzar a bajar los escalones—. ¿Qué coñosabréis vosotros? —farfulló con el puro entrelos dientes.

Stiles miró a Jackson, que estabaenroscando el cable coaxial restante paraguardarlo, y Jackson se encogió de hombros.

—Como en los viejos tiempos.—¿Es que a todos los suboficiales les dan

un curso sobre cómo ser el mayor cabronazode la Marina?

—¡Qué va! Nacen así —respondióJackson.

Jenks se situó junto a la silla del capitán ymiró su iluminado y totalmente digitalizadocuadro de mandos. La palanca en el lazoizquierdo del asiento no era necesaria paramaniobrar el barco, que funcionaba medianteseñales de entrada al ordenador principal, queinterpretaba lo que el capitán estabaordenando y accionaba los motores eléctricos

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apropiados que hacían funcionar loshidropropulsores en la popa del barco,eliminando así la necesidad de cables. Elsistema era conocido en todo el mundo como«pilotaje por mando eléctrico». Jenks miró aJack. Ambos estaban sudando profusamente;las áreas cerradas del Profesor resultabanabrasadoras debido a la falta de aireacondicionado mientras la fuente de energíaprincipal estaba desconectada.

—Bueno, supongo que será mejor quecomprobemos si esta jodida cosa va a arrancar—dijo Jenks—. ¿O vamos a empezar esteviajecito atendiendo a todo el mundo porgolpes de calor, eh, comandante?

—Estaría bien comprobar si funciona,suboficial —dijo Jack.

—Claro que funcionará, ¡joder! Aunque,¿qué va a saber de eso un comandante delEjército? ¿En qué coño estaba pensando alpreguntar a un pisaterrones? —Se sentó en el

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asiento del capitán—. ¿Estáis listos ahí atrás?—preguntó en cuanto se colocó losauriculares.

—¡Todo listo! —respondió Mendenhallnervioso. Lo habían nombrado ayudante demecánica para ese pequeño safari; él y otrosmiembros del equipo de Seguridad estabanhaciendo doblete como maquinistas, paradisgusto del suboficial. El ruido decalentamiento de motores se oyó por elsistema de intercomunicación del barco desdela sección de Ingeniería en el últimocompartimento del barco.

—Sapo, ¿estás ahí? —preguntó Jenks.—Aquí —respondió Carl por su sistema

de comunicación.—Bien. Si esos motores no arrancan, dale

fuerte en la cabeza con el extintor a eseenorme sargento negro; es él quien haconectado el motor de arranque.

—Porrazo en la cabeza. Entendido,

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suboficial —respondió Everett sonriendo a unserio Mendenhall.

—De acuerdo. —Jenks alargó el brazo ylevantó una cubierta de plástico que ocultabaun botón rojo con una palabra brillantegenerada por ordenador: «Arranque»—. Allávamos —dijo al pulsar el botón y apretar conmás fuerza su puro entre los dientes.

De pronto se oyó un intenso rugido portodo el Profesor cuando los motores gemelosarrancaron. Los indicadores y mandosdigitales estaban iluminados en azul y verde yel tacómetro leía que los motores iban a milrevoluciones por minuto. Unos indicadoresrojos mostraban los puntos críticos delfuncionamiento del barco, como el estado delmotor, el combustible, la temperatura en cadazona del barco junto con el estado de laescotilla y el lastre. Las zonas verdes y azules,las no críticas, como el estado de la batería, elamperaje, el indicador de velocidad, la

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profundidad del agua y la anchura del río, seiluminaron y el ordenador principal comenzó agenerar sus constantemente cambiantes cifrase indicadores. Una gran pantalla en el centrodel cuadro de mandos permitía al piloto veruna representación virtual generada porordenador de la zona que se correspondíadirectamente con la parte delantera del barco;solo con pulsar el interruptor podía cambiar auna versión de pantalla dividida que mostrabatodos los lados, incluyendo la popa, e inclusola zona bajo el agua. Unos sensores y undispositivo sonar transmitían automática yconstantemente señales que el ordenadorinterpretaba para generar una imagen de todolo que rodeaba al Profesor.

—¡Joder! —dijo el suboficial dándole unapalmada en el trasero al comandante—. ¿Quéle parece eso? ¡Este hijo de perra estárespirando!

—Su risa era contagiosa; Jack pudo oír los

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vítores de cientos de hombres y mujeres portodo el barco mientras sentía a los poderososmotores cobrando vida.

—¿Lo ve? A ellos también les encanta —exclamó Jenks al quitarse el puro y sonreírampliamente.

Jack le guiñó un ojo.—O eso o es que se alegran de que

funcione el aire acondicionado —dijo al correrla puerta semitransparente y salir de la cabina.

Jenks, cuya sonrisa fue desvaneciéndose,vio a Jack marcharse.

—¡Bah! ¡Qué sabrá él! —farfulló. Pulsóun conmutador de palanca en el brazo derechode su silla de mandos—. Listos en la popa y laproa para levar anclas —anunció su potentevoz por el barco a través de los altavocesinstalados en cada sección.

Carl pulsó un botón instalado en la paredde la sala de máquinas y pudo oír la manivela

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que controlaba las anclas tanto de proa comode popa. Después se oyó un satisfactorio cliccuando la manivela se detuvo. Levantó elpulgar dándoles a Mendenhall y a Sánchezuna señal de aprobación.

Carl se reunió con Sarah y con losdoctores Nathan y Ellenshaw en el pie de lagran escalera de caracol en la sección cuatroque conducía a la cubierta superior y másexterior del Profesor. Subieron y Carl abrió lagran burbuja de cristal acrílico. Salieron alcalor. Una sección de tres por tres metrossituada en el centro del barco, a popa de latorre de radio y radar, les permitió acceder auna vista del río. Tres secciones más adelante,vieron a Jack y a Virginia aparecer en lacubierta y sentarse en uno de los muchosasientos resistentes a la intemperie que cubríanla borda.

Sintieron al Profesor temblar cuando Jenksle aplicó más potencia y el barco lentamente

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se alejó de la orilla. Fue retrocediendo hastaque su gran popa se situó en el canal principaldel Amazonas y después oyeron el cambio detransmisión y el Profesor casi saltó por encimadel agua. Su cuerpo de tres cascos avanzóelegantemente, abriéndose paso en lasverdosas aguas en su travesía inaugural por elrío más famoso del mundo, de camino a unafluente que solo existía para el mundomoderno en las leyendas.

Dos horas después, Collins, Everett yMendenhall estaban fuera de la cabina cercadade cristal mientras Sarah estaba sentada conJenks en el asiento del copiloto, hablando,cómo no, sobre el barco del suboficial.

El cabo Sánchez, que para gran disgustode Mendenhall se había presentado voluntariocomo cocinero de la expedición, les llevó unabandeja con café. Les pasó dos tazas por lapuerta a Jenks y a Sarah y después dejó labandeja en la mesa central del departamento

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de Navegación.—Creo que no le caigo bien al suboficial

—dijo limpiándose las manos con un paño.—A ese hombre solo le cae bien este de

aquí —respondió Carl dándole unaspalmaditas al lateral de composite del barco.

—Pues no es normal —gritó Sánchez almeterse por la escotilla para volver a sucocina.

Jack volvió a la gran mesa de cristal.Habían escaneado el mapa de Padilla y lohabían pasado al ordenador de navegaciónprincipal. Ante ellos, y detalladamente,estaban los elementos que le habían añadido almapa colocando colores de terrenos conocidosy otros rasgos sacados de imágenes del satéliteRorsat del Servicio Geológico de los EstadosUnidos. El visualizador podía mostrar suposición actual y gracias a él podrían ver susituación en el mapa generado por ordenadordurante todo el camino. Durante las siguientes

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horas esperaban tener la telemetría conectadacon el laboratorio Jet Propulsion de Pasadenapara que les dieran acceso a imágenes en vivoprocedentes del Boris y Natasha.

Carl giró una bola de acero encastrada enel marco lateral de la mesa del mapa y sedeslizó por la imagen del río desde su posiciónactual. Mientras daba un sorbo al café, estudióla zona más preocupante. El mapa de Padillamostraba solo el tortuoso río; en los mapasmás científicos que se habían superpuestosobre el del español, solo había árboles yselva. Desde arriba, no había río, ya que habíadesaparecido bajo las copas de los árboles.Una línea por ordenador marcaba dóndedebería de estar el afluente según el mapa dePadilla que había debajo.

—Hay muchas variables, como laanchura, la profundidad y otros factores, quepodrían detenernos en seco —dijo Carl.

—Bueno, supongo que entonces veremos

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si el Profesor es tan mágico como el suboficialcree que es —contestó Jack.

—Me parece que lo será —apuntóMendenhall—. Lleva razón. Tiene algo,¿verdad?

Tanto Carl como Jack miraron al sargento,pero no comentaron nada.

—Eso no significa que me guste o no, soloque ha construido un barco fantástico —dijoMendenhall a la defensiva—. Creo que iré acomprobar el cuarto de armamento y elequipo de buceo —dijo, sintiéndose como untraidor por alabar a su capitán. Cogió su café yse disculpó.

—¿Qué está pasando en Navegación?¿Algún cambio en el curso? ¿Seguimosesperando ese corte fantasma en el afluenteAguas Negras?

Jack pulsó el botón de comunicación yseleccionó «Cabina».

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—Ningún cambio en el curso; segúnPadilla, el afluente está oculto, parece unacurva normal. Así que manténgase a laderecha de la corriente central —dijo Jack alsoltar el botón.

Cuando los dos hombres miraron lapantalla vieron el corte. Estaba marcado porun grupo de árboles que habían crecido tantoen la época del español que Padilla habíahecho una cruz negra a través del dibujo delsol. Carl murmuró algo.

—¿Qué era eso? —preguntó Jack.—Supongo que ahí es donde nos caemos

por el precipicio del fin del mundo.Jack no respondió. Se limitó a asentir.Tres horas después, y con Carl al timón,

Jenks y la mitad del equipo estaban cenandoen la abarrotada sala de estar de la seccióncuatro. Con sus solo siete metros de ancho, elProfesor se hallaba escaso de espacio paramoverse. Sarah, Virginia, y Jack se habían

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sentado tan lejos como podían del suboficialpara evitar cualquier encanto innecesario queél pudiera añadirle a su conversación. Todosestaban disfrutando de las vistas del río de unmodo único: las portillas inferiores seencontraban bajo el agua y el verde río fluíaante ellos como un enorme acuario.

—¿Estamos preparados por si nostopamos con nuestro amigo francés? —preguntó Virginia declinando la olla de jamóny queso de Sánchez y optando, en su lugar,por una taza de café y una ensalada.

—Todo depende de las circunstancias,supongo. No es ningún idiota; esperará hastaque sienta que tiene ventaja o el factorsorpresa de su lado. Supongo que aguardará aque hayamos hecho la mayor parte deltrabajo. Por lo que sé, es su patrón deactuación.

Sarah escuchó, pero no hizo ningúncomentario, así que Jack supo que estaba

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pensando en algo.—¿En qué piensas?Ella dejó el tenedor en el plato y suspiró.—Es por Danielle y por el hecho de que se

presentara en la excavación de Okinawa. Sitanto interés tenía en seguir a su exmarido,¿por qué utilizarnos a nosotros? Quiero decirque cuenta con otros recursos a sudisposición, tantos que nosotros deberíamosser irrelevantes.

—Bueno, ya has oído su explicación. Noquería traer a su propia gente por razonespersonales —dijo Virginia.

—No me lo trago —insistió Sarah.Jack le lanzó una mirada que ella conocía

demasiado bien.—No es solo que no me guste, ni que su

anterior apellido fuera Farbeaux. Es por elmodo en que su agencia se ha vuelto tancooperadora precisamente ahora. Además, ha

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pasado poco tiempo desde la muerte de Lisa ycreo que es una mala influencia para Carl.

—Oh, así que es eso: no crees que Carlsea hombre suficiente para evitar un líoamoroso. ¿O es que estás celosa por Lisa? —preguntó Jack.

—Escucha, Jack —dijo y advirtió su errorun segundo después de haber dejado quesaliera de su boca—. Quiero decir,comandante, olvide eso… Es solo que tal vezal teniente Ryan le habría ido mejortrabajando con ella, en lugar de Carl —dijocogiendo su tenedor para indicar que daba porfinalizada su intervención en esa incómodaconversación.

—Por cierto, ¿dónde está Jason?Normalmente va pegado a Carl y a ti como uncachorrillo —comentó Virginia.

—Le he asignado otro proyecto —respondió Jack rápidamente—. Y Ryan es elúltimo hombre que querrías alrededor de una

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mujer francesa —bromeó esperando desviar laconversación del paradero del teniente.

—Suboficial Jenks, comandante, vengan alpuente, por favor —dijo Carl por elintercomunicador—. Estamos acercándonos ala zona donde nuestro español dijo queempieza el río Aguas Negras.

Jenks y Jack pasaron por delante deDanielle en la escalera de cámara que unía lazona de navegación con la cabina. Sonrieron yasintieron a modo de saludo. Ella les devolvióel gesto. El suboficial se detuvo y ladeó lacabeza para admirarla por detrás antes deentrar en la cabina para relevar a Carl.

—¿Te ha estado haciendo compañía lafrancesita, Sapo? —preguntó Jenks al tomarasiento.

—¡Qué va! He estado solo aquí arriba —respondió Carl.

En lugar de entrar en la cabina, Jack giró ymiró a su alrededor en el compartimento de

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navegación. Fue hacia la mesa del mapa. Elordenador con el mapa de Padilla estabaencendido y Jack recordaba haberlo apagadoantes, así que supuso que Carl debía dehaberlo conectado al ocupar el puesto deJenks. Se asomó a la cabina y vio que el mapatambién aparecía en el monitor situado entrelos dos asientos. Everett debió de haber usadoprimero la mesa de cartografía y despuéshaber conectado el programa con la cabina.

—Tenemos un riachuelo cerca y cuatrometros y medio de agua bajo nuestra quilla,así que todavía no hay ningún problema —dijo Jenks.

—Estaba pensando —preguntó Jack—,¿qué habría hecho al capitán Padilla tomaresta ruta en particular en lugar de seguir por elrío principal?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Carldesde el asiento del copiloto.

—No tiene sentido, tuvo que haber algo

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que sus exploradores hubieran visto y que hizoque Padilla eligiera esa ruta en lugar delAmazonas, una peculiaridad en el río, tal vez,o un objeto hecho por el hombre. No me loimagino abandonando el río principal demanera arbitraria.

—Entiendo lo que quieres decir, pero notengo ni idea. De ser como sugieres, otros enlos quinientos años posteriores habrían visto lomismo y se habrían aventurado a ir por elafluente —dijo Carl—. Así que, lo que fueraque lo atrajo hasta él…

—Ya no está —terminó Jack por él.—Bueno, este va a ser un viajecito corto,

chicos. Mirad —dijo Jenks al disminuir lamarcha.

—¡Pero qué…! Debemos de habertomado la ruta equivocada —exclamó Carl.

De pronto, una gran pared de roca situadaante ellos hizo que el Profesor pareciera

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diminuto. Una cascada caía creando unahermosa escena, pero eso era todo. El afluenteterminaba tras solo dieciséis kilómetros.

Jenks miró la imagen por sonar.—Es profundo. Hemos pasado de cuatro

metros y medio bajo la quilla a casi once —informó. Lanzó un fuerte pitido al fondo paralograr una imagen más clara del mismocuando las ondas sonoras rebotaron—. Haypeñascos y porquería en el fondo y variosbancos de peces bastante grandes, pero eso estodo. Esperad un minuto, mirad esto —dijoseñalando la imagen generada por elordenador. Utilizó un cursor y retrocedió unpoco—. Es una roca con forma extraña.

—Se parece mucho a una cabeza,¿verdad? —comentó Carl.

Jack se inclinó y asintió. El peñasco, siacaso se trataba de eso, parecía una cabeza,con orejas, nariz y todo.

—Bueno, a veces las ondas sonoras

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engañan, es una roca con forma extraña, nadamás.

—Suboficial, esas quince sondas porcontrol remoto TRW que tiene… Creo quemerecería la pena utilizar una para comprobarqué es. Apuesto a que se trata de algoimportante —dijo Jack sin dejar de mirar laimagen generada por el sonar.

—Está apostando unos cinco mil pavos,comandante —respondió Jenks al meterse unpuro nuevo en la boca—. Solo tengo cincoprogramadas y operativas; ha habidoprioridades en el trabajo asignado los dosúltimos días.

Jack lo miró.—Usted es el jefe, yo solo soy un esclavo

de galera —dijo Jenks—. Sapo, en tu panel demandos, pulsa el botón que dice UDWTRCompartimento 3, ¿vale? Vamos a ver si os heentrenado bien estas últimas horas en laoperación de nuestro Perro Fisgón.

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Carl encontró el botón y lo pulsó. En algúnpunto por debajo oyeron un breve chirridoque venía de alguna parte. Después, unpequeño panel de mandos apareció en elreposabrazos de la silla de Everett. Estabaequipado con una pequeña palanca. Jenksalargó el brazo y conectó el monitor principalque había entre ellos a otro canal, plagado deinterferencias estáticas.

—Ahora, levante la pequeña cubierta deplástico.

Carl vio la cubierta junto a la palanca y lalevantó. Debajo había un botón rojo que seiluminó cuando se levantó la cubierta.

—Púlsalo, Sapo —ordenó Jenks.Carl pulsó hasta que hizo clic. Oyeron un

chorro de aire y vieron burbujas alzarse a lasuperficie ante ellos.

—¡Ey, ey, cuidado, vas a chocarla contrala orilla. ¡Gírala, gírala! —gritó Jenks con

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fuerza.—¡Mierda! —exclamó Carl al ver en el

monitor que la pequeña sonda con forma detorpedo estaba dirigiéndose hacia aguas menosprofundas. Agarró la pequeña palanca y la giróa la izquierda. El ángulo en el monitor cambióy la brújula digitalizada en el cuadrante inferiorde la pantalla giró de este a norte y de norte asur.

—De acuerdo, Sapo, ahora te dirigesdirectamente a nosotros; gira la parte de arribade la palanca, es tu mando para controlar lavelocidad. ¿Sapo? ¡Despacio, joder!

La imagen se giró justo hacia el Profesor;el barco de tres cascos era claramente visible yla sonda redujo la velocidad.

—Joder, chico, más despacio, ¿vale?Ahora, presiona la palanca hacia abajo. Esocontrola la inmersión de la sonda; aprieta haciaabajo para hundirla, y tira hacia arriba para…

—¿Subirla? —preguntó Carl.

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—Ya sabía yo que te hicieron oficial poralguna puta razón, Sapo.

Carl giró la sonda de nuevo hasta quecomenzó a alejarse y después hizo que launidad radiocontrolada de un metro veinte, yapodada Fisgón, que TRW había desarrolladoespecialmente para la Marina, descendiera enespiral dejando tras de sí su casi invisible cablede alimentación y control de fibra óptica.

—Aprendes rápido. Ahora intenta nometerte en el fango. Podemos recuperarla yutilizarla otra vez. Comandante, dígale a esechico, Mendenhall, que vaya al saliente depopa y se prepare para subir la sonda a bordo,pero que no se caiga por la borda porque esacosa pesa.

Jack lo hizo utilizando elintercomunicador.

En el monitor la imagen se volvió másoscura. Una luz justo debajo del morro del

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Fisgón apareció gracias a un sensor reóstatoinstalado que se iluminaba automáticamenteen la oscuridad. La sonda iba sumergiéndosemás a cada giro que daba y las pequeñasaletas del dispositivo de flotabilidad cero laobligaban a que lo hiciera formando unaespiral. Jenks consultó la profundidad.

—Tres metros hasta el fondo, dos ymedio, dos… Calma, Sapo —dijo viendo elindicador de la profundidad e ignorando laimagen. La sonda bajó la velocidad.

—Dejad que diga que para ser un afluentesin salida, me está costando muchísimodominar esta cosa. Cada vez que me dirijo aleste, quiere seguir avanzando. Hay unacorriente jodidísima ahí —dijo Carl mientrasforcejeaba con la pequeña palanca.

Por la ventanilla, Jack pudo distinguiralguna clase de espesa vegetación detrás de laancha cascada. Después centró su atención enla pantalla del ordenador.

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—De acuerdo, estás a un metro veinte;nivélala y muévete tres grados a la derecha.Eso debería colocarte sobre nuestra roca —dijo el suboficial.

El Fisgón se giró a la derecha un segundoy después se puso recta a las órdenes de Carl.La luz no recogía nada más que agua turbia yalgún que otro pez.

—¿Dónde coño está? —preguntó Jenks.La luz captó una silueta más oscura

delante del Fisgón. Carl movió la sonda haciadelante, girándola hacia la cada vez más fuertecorriente. Finalmente la luz iluminó lo queparecían unos grandes dientes. Después, laboca y la nariz, unas grandes orejas afiladas yunos ojos que los miraban a través delmonitor. La cabeza tenía, al menos, tresmetros de alto y parecía como si hubieraincluso más enterrado bajo el fango.

—Suboficial, ¿podemos mandar estaimagen a los laboratorios de ciencias?

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—Sí, claro —respondió Jenks al pulsar elbotón llamado «Monitores de barco»—. Yaestá, ahora todo el barco puede ver al futurosuegro de Sapo —dijo riéndose.

Jack pulsó el intercomunicador.—Doctores, miren sus monitores. ¿A

alguien se le ocurre algo?La sonda efectuó un giro completo

alrededor de la enorme cabeza captando otrospequeños detalles: las plumas que recorríanunos poderosos brazos, el pecho hecho de unapiedra distinta a la del resto del cuerpo.Alrededor de su circunferencia, solo la mitadde la piedra quedaba por encima del fango y ellodo del fondo del río. El resto desaparecía enlas tinieblas.

—¿Pueden ver si la figura sujeta algo ensu mano derecha? —preguntó la voz delprofesor Ellenshaw por el altavoz instaladojunto a la cabeza de Jack.

El Fisgón se sumergió unos metros más.

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La sonda se deslizó por la gran barriga de laestatua y quedó sobre el fango. Las imágenesrevelaron que, en efecto, aparecía sujetandoalgo.

—¿Qué opinan? —preguntó Carl.—¿Una horqueta? —sugirió Jenks

ajustando el brillo del monitor.—No, eso no, pero se acerca —dijo Jack

al pulsar el interfono—. Profesor, tenemos untridente en la mano derecha y un hacha en laizquierda que se cruza sobre su cintura. Todolo demás está bajo el fango.

—Bien, bien, caballeros. Acaban dedemostrar más allá de cualquier duda que almenos, en algún momento los incas pasaronpor aquí y que les resultó lo suficientementerelevante como para dejar un gran amuletosagrado. Es el dios inca Supay, dios de lamuerte y señor del inframundo. También es elseñor de todos los tesoros subterráneos —dijoEllenshaw con un tono misterioso.

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—Yo también creo que es Supay —añadióel profesor Keating desde uno de loslaboratorios.

—Estoy de acuerdo; lo que tenemosdelante de nosotros es exactamente eso,Supay —apuntó la voz del profesor Nathan—.Dios del inframundo.

—Qué bonito —farfulló Jenks.Jack estaba escuchando, pero al mismo

tiempo estudiando los muros del precipicioque se alzaba ante ellos. Había muchos ygrandes salientes, así que era totalmenteposible que la estatua se hubiera roto o quehubiera caído desde uno de ellos tal vez porun terremoto o por la erosión.

—Creo que habría sido una guía o, almenos, una razón suficiente para que laexpedición de Padilla se desviara —dijo Carlaún mirando al monitor.

—Pero ¿adónde coño fue? —se preguntó

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Jenks—. Tal vez salieron trepando de aquíhasta el otro lado de los acantilados y tomaronel afluente en otro punto.

Jack no se pronunció; siguió mirando losmuros que rodeaban al Profesor. Salió de lacabina y volvió a la sección de navegación.Allí sacó otros mapas, eligió el que quería, ycliqueó con el ratón en un lateral del panel demandos. Apareció un mapa del ServicioGeológico y en él Jack localizó la zona dondeestaban gracias a su transpondedor deposicionamiento global. Trazó el curso delpequeño afluente que tenían sobre ellos, elmismo del que se había creado la catarata, ylo siguió. Conducía hacia el Amazonas. Envióel mapa al monitor del panel de mandos yvolvió a la cabina.

—No creo que treparan ningún acantilado;el pequeño afluente responsable de lascataratas que tenemos delante, el SantosNegrón, no es más que un río de ciento

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sesenta kilómetros de largo que ni siquiera estan viejo. Se originó por unas inundacioneshace menos de cinco años. Creo que Padillase ciñó a este afluente; tuvo que ser el úniconatural que existiera hace quinientos años.

—¿Y cómo avanzaron su gente y él?¿Bajo el agua? —preguntó Carl.

—Si no fue bajo el agua, ¿por qué no bajoel suelo? ¿O ambas cosas? —preguntó Jack.

Carl y Jenks no dijeron nada; miraronfijamente hacia las antiguas cataratasartificiales.

—Pero ¿qué probabilidades hay de queestas aguas hubieran cubierto por accidente laruta que tomó Padilla?

Jack se giró hacia Danielle Serrate, queestaba detrás de él apoyada en la escotilla.

—Fue algo fortuito —dijo Jack—. Elnuevo afluente correría por donde la lluviahubiera creado un foso más allá de donde el

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gobierno brasileño hubiera controlado lainundación. Una vez llegó a este punto en unatierra sin acotar, no les importó qué nuevosafluentes se crearan.

—Apuesto por eso —dijo Danielle.—Eso es lo que creo que deberíamos

hacer —dijo Carl al agarrar con firmeza lapalanca del Fisgón y alzar su morro. Laimagen del monitor cambió y se volvió másbrillante según la sonda emergía de lastinieblas del fondo hacia la superficie. Jack ledio una palmadita a Carl en el hombro. ElFisgón corrió hacia el este en dirección a lascataratas que ahora empezaban a mecer lasonda de izquierda a derecha con laturbulencia del agua que caía. Carl dirigió lasonda tres metros más abajo y el monitor sellenó de espuma blanca y burbujas cuando elimpacto del afluente que caía de arribasacudió la superficie plana bajo la sonda. Carlajustó la orientación y envió al Fisgón tres

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metros más abajo, aún creyendo que elimpacto del agua podría dañar la sonda TRW.De pronto, el Fisgón se adentró en unas aguasmás oscuras, pero más quietas, donde se topócon una obstrucción, lo cual hizo que saltarauna alarma.

—¡Eh, vaquero, te has estampado conalgo! A ver si puedes echarla un poco atrás —dijo Jenks.

—Suboficial, ¿cuánto se puede acercar alas cataratas? —preguntó Jack.

—Puedo colocarla justo debajo si quiero;esa catarata que más bien parece unamanguera no podría abollar este casco decomposite.

En el monitor, el Fisgón había retrocedidocon éxito y se había elevado cinco metroshacia la superficie.

—¿Qué es eso? —preguntó Danielle.El suboficial encendió los motores del

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Profesor y comenzó a acercar el barco haciala catarata.

—Son arbustos, plantas de agua y lianas,una gruesa cortina de todo ello —describióCarl—. Hay un muro de esa amalgama detrásde las cataratas. Es lo que ha detenido alFisgón. ¡Joder! Puede que tengas razón, Jack.

—¿Razón en qué? Vamos, ¿en qué tienerazón? —preguntó Jenks cuando el Profesorse giró lentamente hacia la turbulencia delagua.

—Cree que sabe dónde y en qué puntonuestro intrépido capitán Padilla desaparecióen la historia, suboficial —dijo Carl al sacar alFisgón a la superficie, junto al Profesor—. Yfijaos en el centro, ahí; lo han atravesado hacepoco. ¿Veis que ha crecido nueva vegetación?Sospecho que esa zona debilitada nos dice quela profesora Zachary también ha pasado poraquí.

—Que Mendenhall suba la sonda a bordo;

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la chica hoy se ha ganado el pan —dijo Jenks.Jack ordenó que se subiera al Fisgón.—Bueno, imagino que querréis que pase al

Profesor por ahí —comentó Jenks.—Probablemente nos llevaría un día

abrirnos paso por ahí a base de hachazos, ypuede que unos cuantos salgan gravementeheridos con la fuerza de la cascada —dijoJack al inclinarse para ver la catarata quetenían delante.

—¿No estarían más dañadas las lianas ylas plantas si la profesora Zachary hubierapasado por aquí hace menos de tres meses?—preguntó Carl.

—Chavalito, esto es Suramérica; el índicede crecimiento de las plantas aquí abajo sepuede medir por minutos, no por días mimeses —respondió Jenks.

—Bueno, pues entonces vamos —insistióDanielle.

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—A menos que crea que su chico nocuenta con los medios suficientes para abrirsecamino por ahí, suboficial —dijo Carl sinmirar a Jenks.

El hombre apretó el puro entre los dientes.—¿Los oficiales creéis que podéis jugar

conmigo así? ¿Creéis que podéis utilizar esamierda que os enseñaron en la escuela deoficiales, o en West Point o en Psyops, paraprovocarme y hacer que me atreva aatravesarlo? —preguntó mirando a Jack.

—En absoluto —respondió este.Jenks miró los mandos digitales del panel

que tenía frente a él y no dijo nada. Mientrasque los demás creían que se lo estabapensando, en realidad ya estaba calculando latolerancia de presión del casco de compositedel Profesor. Se quedó en silencio durante dosminutos enteros.

—Comandante, Sapo, pidan ayuda yarríen las velas y el estay; estamos demasiado

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altos como para pasar por esa abertura.Además, vamos a ponerle mucho en el culo aeste chico. —El suboficial vio las expresionesde confusión de Jack y Danielle—. Cargamoscon un montón de lastre; tenemos que irbajos, peligrosamente bajos, para que pase porlo que sea que hay ahí delante —explicó—. Yaun así no hay una puta garantía de quepodamos hacerlo. Puede que atravesemos laabertura y que nos encontremos un camino sinsalida a los cincuenta metros.

—O siendo más optimistas —dijo Carl allevantarse de la silla del copiloto—, podríamoscaernos por el borde del mundo.

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13

DOS horas habían pasado desde que se diola orden de bajar la torre de radar y el estay.Collins, Mendenhall y Everett estaban en lacubierta superior del sector cuatroempernando la torre retráctil que ahora estabatendida sobre dos secciones enteras, mientrasel resto de la tripulación se encontraba abajo,preparándose para un complicado viajecito sise encontraban con algo que no fuese un túnelque condujese al misterioso final del río AguasNegras.

Jack había sido el primero en darsecuenta, pero siguió trabajando. FueMendenhall el que se aclaró la voz conintención de hablar.

—Lo veo, sargento —dijo Jack—. Siga

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trabajando como si no los viese.—¿Cuánto tiempo llevan ahí? —preguntó

Carl al hacer el último nudo a la torre.—Que yo sepa, unos veinte minutos. No

me habría dado cuenta si no hubiera visto elreflejo del sol en sus gafas.

—Con la torre abajo tenemos el radardesconectado, así que no podremos confirmarquiénes son —dijo Carl poniéndose derecho.

—Probablemente ese barco y esa gabarraque descubrimos en el río al llegar estamañana. ¿No sentís que nuestro amigoFarbeaux está cerca?

—Yo, sí —dijo Mendenhall.—Venga, que comience el espectáculo —

contestó Jack al ir hacia la escotilla.—Preparaos —dijo Jenks por el interfono

al arrancar los dos motores Cumming—.¿Todo verde en el panel de control, Sapo?

Carl comprobó el estado de las escotillas y

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ventanas. Todas las escaleras de cámara entresectores estaban iluminadas en verde, lo quesignificaba que se encontraban cerradas yseguras.

—Todo verde, suboficial.—Comandante, baje ese asiento del

mamparo y abróchese el cinturón. La cosa seva a poner movidita y no le necesito sobre miregazo en el momento equivocado —dijoJenks al encender su puro y situar al Profesorhacia las cataratas—. Todo el mundo,abrochaos los cinturones independientementede en qué sector estéis. Podéis seguir nuestroprogreso por la cámara de proa. Promete serel programa de televisión más visto del año.—Se rió a carcajadas mientras avanzaba a dosnudos.

En el compartimento de Ciencias, Sarahmiró a Virginia e hizo una mueca.

—Ese tío me pone un poco nerviosa —dijo.

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—¿Un poco? —preguntó Virginia.—Allá vamos —dijo el suboficial cuando

tiró lentamente de los dos aceleradores y dejóque el impulso de proa lo llevara hacia lacascada. De pronto, el barco se sacudió conviolencia de un lado a otro, igual que el Fisgónhabía hecho dos horas antes. El sonido delagua golpeando el casco resultabaensordecedor, y en todo momento Jenks tuvouna sonrisa de oreja a oreja según llevaba alProfesor hacia la oscuridad.

Carl encendió las luces exteriores a la vezque el agua cubría las ventanas acrílicas de laproa. Jack se estremeció cuando recibieron laprimera sacudida de agua; pensó que el morrode cristal se hundiría, aunque el barcoatravesó las cataratas sin problema. Elestruendo se extendió por toda la longitud delProfesor a la vez que la tripulación sentía quese iba adentrando, centímetro a centímetro.Pero entonces la vegetación y las lianas lo

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atraparon y lo hicieron detenerse bruscamente.El suboficial mordió su puro y aceleró. ElProfesor se tambaleó contra las plantas y lamaleza acuáticas, provocando un sonidosimilar al de un rasponazo cuando el cascoentró en contacto con ellas.

—¡A la mierda la pintura! —gritó Jenks alvolver a acelerar.

—¡Techo bajo! —gritó Carl por encimadel estrépito producido por el agua al sacudirel casco.

—Mil trescientos kilos más de lastre —ordenó el suboficial con calma.

Carl activó las bombas de lastre y, aunqueno pudo oír cómo se ponían enfuncionamiento, quedó satisfecho alcomprobar en el panel digital que la distanciaentre la quilla y el fondo estaba disminuyendo.

—Ha bajado un metro —informó Carl.Al otro lado de las ventanas, la tripulación

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podía ver las verdosas aguas chapaleando aunos quince centímetros por encima de losmarcos sellados.

Jenks aplicó más potencia cuando elProfesor se esforzaba por salir de la maleza.Sus motores estaban removiendo el aguamientras intentaba impulsarse.

—¡Cincuenta por ciento de potencia!El Profesor parecía estar atascado, y a la

vez que ellos observaban la situación por losmonitores, cada miembro de la tripulaciónesperaba o bien que el barco avanzara haciadelante o que el capitán diera marcha atrás.

—¡Setenta y cinco por ciento de potencia!—gritó Jenks y empujó los aceleradores haciala marca de tres cuartos, pero las plantas, lasraíces y las lianas seguían aferrándose al cascocomo los tentáculos de un pulpo, negándolesla oportunidad de avanzar.

—¡Los motores están sobrecalentándose!—gritó Carl.

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—Que no haya noticias nuevas es unabuena noticia. Déjate de chorradas, ¡vamos aponerlo a toda potencia! —gritó Jenksempujando al máximo los aceleradores dobles.

Con los cinturones abrochados y en susasientos, Mendenhall y Shaw se encontrabanen el compartimento de máquinas y el sudorles caía por la cara. El calor prevalecía pese alaire acondicionado y la sección estabavolviéndose insoportable poco a poco. Elruido de los motores era tan fuerte que loshombres no podían conversar. De pronto, algoestalló y un pequeño incendio se inició cuandouna junta falló y el gasóleo salió a la cubierta.

—¡Fuego! —gritó Mendenhall, pero Shawtenía los oídos tapados y no pudo escucharlo.El sargento se soltó el arnés y corrió hacia elextintor. Descargó su contenido calmando lasllamas momentáneamente. Mendenhall arrojóel extintor vacío y cogió otro a la vez que losmotores parecían forzarse al máximo yendo a

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toda potencia.De pronto, y muy despacio, las lianas

comenzaron a separarse con fuertes estallidosy ruidos, como si estuvieran rasgándose. Aunasí, el suboficial mantuvo los motores amáxima potencia. Y entonces, al instante, yahabían pasado. Por fuera de las portillas de lacabina vieron las lianas y las plantas pasar anteellos deslizándose mientras el Profesor entrabaen la gigantesca cueva como si lo hubieranlanzado con un tirachinas. Sus luces enfocaronmuros de roca según entraba en la cavidad.

—¡Suspensión de motores! —gritó Jenks—. ¡Sapo, los reactores delanteros, para estaputa cosa antes de que nos estampemoscontra la pared!

Carl embragó los dos hidropropulsoreshidráulicos delanteros y les aplicó velocidadmáxima. El Profesor comenzó a perdervelocidad. Entonces, antes de poder darsecuenta, el gran barco se había detenido. Todo

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estaba en silencio a excepción de lospropulsores delanteros. Carl los apagó. Losviajeros se vieron en una cueva gigante situadaen mitad de una gruta subterránea y con el ríoconduciendo hacia el este.

—Así que este es el extremo este perdidodel Aguas Negras —dijo Jack al accionar elintercomunicador—. De acuerdo todo elmundo, hemos pasado. Bienvenidos alafluente Aguas Negras del capitán Padilla.

Antes de comenzar a recorrer el largopasillo de oscuridad, Jenks inspeccionó la salade máquinas y declaró el motor número unofuera de servicio. Mendenhall, Shaw, él y elprofesor Charles Hindershot Ellenshaw III,que los había asombrado a todos por suafición a la mecánica y que se ofreció aprestar sus servicios, comenzaron a cambiar lajunta principal del motor número uno y areemplazar el combustible que se había salido.Mientras tanto, tirarían del motor número dos,

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ya que Jenks no pensaba que fueran anecesitar velocidad de momento. Inspeccionóel resto del Profesor y, aparte de unas cuantasjuntas de goma de las ventanas por las quehabía filtraciones, había rebasado la cataratasin problemas. Y así, diez minutos más tarde,se encontraban avanzando bajos en el agua auna velocidad de cinco nudos y atravesando lapenumbra que parecía devorar al barco.

Farbeaux estaba admirado por lo queacababa de presenciar a través de los cristales.Esa nave de aspecto extraño había superado lacatarata.

—Esta gente nunca deja de sorprenderme—masculló al devolverle al capitán losprismáticos—. Y pensar que nuestra viejaamiga, la profesora Zachary, también laencontró y la salvó… Sin duda, les debemosun respeto, ¿no cree, señor?

—Entonces, ¿qué tiene planeado hacer?—preguntó Méndez contrariado.

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—Esperar dos horas y durante ese tiempoprepararnos para seguirlos. Capitán, alerte a sutripulación y reduzcamos el contorno del RíoMadonna para poder entrar en la cueva; lagabarra queda baja en el agua, así que nodebería presentar ningún problema —dijoFarbeaux al marcharse del puente de vuelo.

— S í , señor —respondió el capitán ycomenzó a dar órdenes a su tripulación dediez hombres.

Méndez se sintió mejor al ver queFarbeaux estaba al cargo de todo, ya que esole daba el beneficio de no tener que coordinarla complicada situación, pero aun así poder sercrítico si tenía que serlo. Se sentó con Rosoloy con su equipo de doce guardaespaldas.

Farbeaux fue hasta la banda de babor delRío Madonna, se quedó junto a la borda yencendió un cigarrillo. Estaba teniendo esasensación familiar que lo invadía cuando lascosas no estaban bajo su absoluto control.

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Sentía que había más elementos implicados delos que se había esperado. Al mirar a sualrededor y ver la selva que los rodeabaempezó a sentirse como una pieza pequeña deun rompecabezas mucho más grande, unpuzle que podía volverse peligroso si no era élquien lo resolvía primero.

Complejo EventoBase de las Fuerzas Aéreas de Nellis,

Nevada Alguien llamó a la puerta de Niles. Se

rascó los ojos y miró su mesilla de noche.Solo eran las diez de la noche y fue entoncescuando se dio cuenta de que se había quedadodormido con la ropa puesta. Sacudió la cabezay cogió las gafas.

—¿Sí?—Siento molestarte, Niles, pero será

mejor que veas esto; el Boris y Natasha está

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trabajando y ha encontrado algo —dijo PeteGolding desde el otro lado de la puerta.

—Está abierta, Pete —le anunció alencender la lamparita de noche y posar lospies, todavía con calcetines, sobre el sueloenmoquetado. Se levantó y fue hasta elescritorio donde aún seguía intacto el trabajodel día.

Pete entró con varias fotografías en lamano.

—¿Tienes el ordenador encendido? —preguntó.

—Sí, ¿por qué?—Bien, porque así no tendremos que

utilizar estas imágenes que aún estánhúmedas.

Pete se acercó al ordenador de Niles einmediatamente tecleó unos comandos y suacceso de seguridad antes de girar el monitorhacia el director.

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—Son de hace solo veinte minutos y sehan tomado en el primer pase del Boris yNatasha.

Niles miró el monitor, que mostraba unatoma nocturna que el satélite KH-11 habíaobtenido desde su nueva posición. Podía verel río con un oscuro relieve y muchos objetospequeños y brillantes. La imagen, claramentetomada con infrarrojos, mostraba unoscincuenta cuerpos calientes moviéndose por elrío en la única sección en cincuenta kilómetrosque tenía un claro a través de la inmensafronda de árboles.

—¿Dónde está esta gente? —preguntóNiles.

—En las coordenadas exactas que elcomandante dio esta tarde. Jack dice quesospechaba que estaba siguiéndolos un barcocon una gabarra enganchada, que por cierto hadesaparecido, pero no sabe nada de la gentesobre el terreno. Y mira esto —dijo al teclear

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otro comando.La imagen comenzó a redimensionarse.

Unos cuadrados blancos aparecieron sobremás cuadrados blancos y comenzaron aarremolinarse. Natasha había ido ampliando laimagen hasta que Niles pudo distinguirclaramente a los hombres que caminaban a lolargo del río en la oscuridad.

—¡Joder!—Sí, son tropas; incluso puede

distinguirse la mayor parte de su equipo —dijoPete.

—¿Con quién coño estamos tratando?—Podría ser cualquiera, pero yo diría que

son los peruanos probablemente —seaventuró a decir Pete al apartarse de la imagenque había estudiado durante la última hora.

—Para tratarse de un jodido valle secreto,mucha gente parece conocerlo —dijo Nilespasándose una mano por su cabeza calva—.

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Tenemos que ponernos en contacto con Jack.—Lo hemos intentado, pero no tenemos

nada desde que Jack informó de que iban acruzar la catarata.

Niles se dejó caer en la silla y apartó losinformes del día.

—Contacta con el teniente Ryan —dijoNiles al mirar su reloj—; su equipo de docehombres y él deberían haber llegado ya aPanamá. Dile que la operación Conquistadorya está en alerta máxima.

—Hecho, Niles —contestó Pete al recogerlas fotos, aunque se lo pensó mejor y volvió adejarlas en la mesa del director antes de salirdel despacho.

Niles observó el monitor brevemente, sacódel montón la foto que seguía más húmeda yla miró. Esperaba que Jack pudiera establecercontacto cuando salieran de la cueva, si es quesalían. Porque si ni siquiera podían, al menos,mandarle una señal al Boris y Natasha, se

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quedarían sin oportunidad de recibir ayuda.Mientas Niles contemplaba las imágenes,

sabía que se avecinaban muchos problemas.Joder, también problemas desde una

fuente que probablemente ya estaba allíesperándolos, como había sucedido con lasexpediciones de Zachary y de Padilla.

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14

BAJO tierra. Afluente Aguas Negras, Brasil El Profesor estaba navegando en la

oscuridad a una velocidad de tres nudos.Hasta el momento llevaban tres horas en lacueva y se habían quedado asombrados conlas tallas que habían documentado y quecubrían los muros de roca: representacionesde hombres salvajes en diferentes poses decaza, dioses y guerreros incas, y bestias ypeces extraños. Hasta el momento habíancatalogado trescientas figuras distintas. Laobra se había llevado a cabo meticulosamentey mostraba en detalle cómo tenía que habersido la vida para aquellos que viajaron por elantiguo túnel antes que ellos.

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Carl se encontraba al timón en el puentede mando acompañado por Jack, que ayudabacon las sondas y como centinela buscandosalientes de roca, que casi los habían hechomigas en dos ocasiones. El Profesor seguíanavegando bajo en el agua con el lastre extraque habían cargado, ya que el techo solo sealzaba tres metros sobre ellos y en algunospuntos no alcanzaba ni el metro. De vez encuando veían murciélagos revoloteando,acercándose y alejándose de los focos.

Jenks se encontraba en la sección sietepara ayudar al equipo científico con el módulode observación expandible, que se bajaría paradarles unas vistas de su nuevo territoriosubacuático.

El centro de la sección estaba ocupado poruna gran estructura en forma de caja hecha ensu mayoría de cristal y aluminio. Habíaasientos para seis tripulantes en el interior deesa embarcación de trece metros de largo, y

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estaba totalmente equipada con pequeñascámaras, tanto de fotografía como de vídeo.Jenks acompañó a Danielle, al doctor Nathan,a Sarah, a Mendenhall, a Heidi Rodríguez y alprofesor Ellenshaw hasta el módulo deobservación y se aseguró de que la presiónhidráulica estaba alta. Después, se quitó elpuro de la boca.

—Bueno, sospecho que van a sentirse unpoco mareados cuando descienda. La secciónes telescópica, así que en realidad no estaránfuera del barco, solo debajo de él.¿Preparados?

Los seis pasajeros asintieron y se giraronhacia el cristal que, por el momento, nomostraba más que un casco externo decomposite.

Jenks pulsó un botón delintercomunicador.

—Sapo, vas a sentir como un tirón segúnsumerjamos la sección en el agua; el

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ordenador del Profesor debería estabilizarsedespués de unos treinta segundos, así que note preocupes, ¿vale?

—Vale, suboficial; ahora mismo tenemosunos doce metros bajo la quilla. Avisaremoscon tiempo si nos hundimos más de siete —dijo Carl desde la cabina.

—De acuerdo, chicos y chicas, agarraoslos traseros —dijo Jenks al levantar la cubiertadel interruptor y pulsarlo.

El zumbido de los hidráulicos sonó desdelos motores incorporados en los lados delProfesor cuando la sección comenzó adesplegarse. Los pasajeros se sujetaron a losreposabrazos de sus asientos y alzaron lamirada según descendían. Los rostros deJenks y el resto del equipo científico seoscurecieron al oír el estruendo del agua alpasar. Volvieron a girarse hacia el cristalcuando la pequeña plataforma con aspecto debarco entró en el río. Mendenhall estaba

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sentado en el asiento delantero y, por ello, erael que más cerca estaba del aerodinámicofrontal con forma de arco. Unos escasosquince centímetros de acrílico lo separaban dela verdosa agua que estaba despidiendo laplataforma. Primero bajaron un metro ymedio; después, otra sección comenzó adeslizarse desde el casco del Profesor y laplataforma descendió otro metro y medio. Acontinuación, los focos se encendieron y elmundo submarino se iluminó alrededor deellos con lúgubre detalle.

—Dios mío, esto es genial —dijo Sarah.Sobre ellos, una sección insonorizada se

deslizó encima de la parte superior de laplataforma sumergida, aislándola de la luz y elruido procedentes del Profesor y de latripulación de arriba.

Sobre sus cabezas, peces de agua dulce detodas las especies se precipitaban a sualrededor, algunos curiosos ante las criaturas

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extrañas que estaban mirándolos, lo suficientecomo parar mirarlas a ellas también.

—Joder, atentos a eso; es el puto barbomás descomunal que he visto en mi vida.Fijaos en su color —dijo Mendenhall.

Por fuera del cristal de la puntiaguda proa,un barbo albino con una gran boca que era,por lo menos, lo suficientemente grande comopara tragarse a un hombre, pasaba nadandopor allí, pero se alejó precipitadamente alsituarse en el centro de uno de los focos.

—Estamos invadiendo su casa —apuntóDanielle al ver las negras paredes de la cuevapasar ante ella.

—Mirad ahí —dijo Ellenshaw—. EsSupay, el dios del inframundo inca.

Al otro lado de las ventanas acrílicaspodían ver una estatua de por lo menos docemetros de largo. Estaba tendida bocarriba. ElProfesor la esquivó sin problema y ellospudieron admirar esos ojos sesgados de

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serpiente, que parecía como si estuvieranfijándose en el extraño navío que le pasabapor encima.

—¡Profesor, mire! —gritó Danielle.—¡Dios mío! ¡Por favor, que alguien

empiece a grabar esto! —gritó Ellenshaw alsituarse frente a un celacanto de agua dulce,un pez que se creía extinto desde hacía másde sesenta millones de años. Más de unaespecie de agua salada se había encontrado enla costa de África, pero ese era el primerespécimen vivo que Ellenshaw había visto ensu vida, a excepción de las extrañas imágenesde uno que se habían grabado hacía cuatroaños. Estaba a escasos centímetros de su cara.

—Las cámaras están funcionando,profesor —gritó Jenks por el intercomunicadordesde arriba.

—Esto es asombroso —dijo al alzar lasmanos hacia el cristal. El enorme pez nadabatranquilamente, con sus fuertes apéndices tipo

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aletas que hacían que se moviera como unnadador con sus manos.

—Esta especie es distinta a la encontradaen el mar, ¡fijaos! Debe de pesar noventa kilosy encima está en agua dulce. ¡Fascinante! —exclamó Ellenshaw—. Profesor Keating, ¿estáviendo esto? —preguntó por elintercomunicador.

—Y tanto. Es absolutamente pasmoso.Cuando Sarah se unió a ellos junto a la

ventana, el pez prehistórico de pronto semovió con la velocidad de una serpienteatacando a una víctima. Se golpeó contra elcristal e hizo que todos los que estaban dentrocayeran hacia atrás y se estamparan contra losasientos o bien sobre la cubierta. Se alejó ydespués volvió a arremeter contra el cristal.Repitió el agresivo acto tres veces más y, encada una de ellas, fue ganando más velocidad.Después, el pez de metro y medio pareciódecidir finalmente que ya bastaba y se alejó

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por las turbias aguas.—Vaya, ha sido una pasada; no es

exactamente algo que meterías en el acuariode tu casa, ¿eh? —dijo Sarah mientrasMendenhall la ayudaba a levantarse.

—¿Lo hemos grabado? —preguntóEllenshaw.

El altavoz cobró vida y Jenks respondió:—Lo tenemos todo. Ha estado

cerquísima, creía que iba a hacer un agujeroen esa ventana.

—Es verdad que ha sido extremadamenteagresivo —dijo emocionado un despeinadoEllenshaw.

—Sí —apuntó Mendenhall, mirando alprofesor como si hubiera perdido la cabeza.

—Bueno, chicos, ya basta por ahora, esdemasiado peligroso permanecer aquí abajo.Vamos a subir —advirtió Jenks.

El techo se deslizó hacia atrás mientras

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ellos volvían a sus asientos. La seccióninferior se replegó sobre la primera y estadentro del casco principal. Los seis miembrosde la tripulación salieron con la sensación deacabar de escapar de otro mundo.

—Espero que podamos conseguir unespécimen mientras estemos aquí. Seríamaravilloso —dijo Ellenshaw dándole unapalmadita en el hombro a Mendenhall.

El sargento le sonrió, como inquieto, luegose giró hacia Sarah y puso los ojos en blanco.

Más tarde, mientras Jenks estaba al timónen el puente de mando, el Profesor de repentesalió de la cueva hacia la noche estrellada. Fuetan brusco que ni siquiera se dio cuenta hastaque la luz de la luna iluminó el puente demando. Alargó la mano y le dio una palmadaal cabo Walter Lebowitz, que había estadodurmiendo y que se suponía que tenía queayudarlo.

—¡Despierta, cabeza bote! —gritó Jenks,

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y se encendió un puro.Por un momento, el cabo no sabía dónde

estaba y la claridad de la luna lo confundiótras pasar tantas horas dentro de la oscuracueva. Miró a su alrededor, hacia la selva quese desbordaba desde la orilla.

—Ve a despertar al capitán de corbetaEverett y al comandante Collins. Diles quehemos salido de la cueva y que tenemos queparar, vaciar los tanques de lastre ycomprobar el estado del barco. Nospondremos en marcha otra vez dentro de…—Miró el cronómetro digital del cuadro demandos—. Dos horas. ¿Entendido, cabo?

—Sí, suboficial.—Entonces, ¿por qué no te mueves,

chico? —bramó Jenks.Lo vio irse y apagó las luces exteriores,

sumiendo al mundo exterior en la oscuridad,de no ser por la luz de la luna. Las luces de lacabina de mando se apagaron, y solo el brillo

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azul verdoso del panel de control iluminaba aJenks. Alargó la mano para reducir la marchay apagar los motores antes de conectar elpiloto automático. Los reactores que seaccionaban eléctricamente mantendrían alProfesor en el centro del afluente conpequeños ajustes en sus propulsores.Únicamente los reactores delanterosfuncionarían a tiempo completo para evitarque el barco se alejara con la corriente.Después, giró el manillar que decía «Evacuarlastre» y un fuerte zumbido, producido por elaire que se escapó, recorrió el barco ydespertó a casi todo el mundo. Unas grandesburbujas de aire y agua rodearon al Profesorcuando los tanques se vaciaron y el casco delbarco se alzó después de que hubiera estadomedio hundido ante la necesidad de avanzarbajo en el agua.

Cuando Jenks se relajó y miró adelante, loúnico que pudo distinguir fue más oscuridad

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conforme el afluente pasaba bajo elinterminable dosel de copas de árboles unavez más. Sospechaba que esa sería la últimaubicación por un tiempo en la que elcomandante podría establecer contacto conalguien en casa.

—Hola, ¿puedo acompañarlo? —lointerrogó una voz femenina.

Jenks se giró y vio a esa mujer con pintade científica y largas piernas acercándose ysentándose en el asiento del copiloto.

—La doctora Pollock, ¿verdad? —aventuró Jenks al abrir su ventana lateralcorredera y tirar los restos de su puro al río.

Virginia vestía unos vaqueros Levi’s y unjersey de cuello alto negro.

—Sí, ¿cómo está, suboficial?—Estoy bien, ¿qué puedo hacer por

usted? —preguntó posando la mirada en supecho antes de volver a mirarla a los ojos—.

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¿De visita por los barrios pobres o qué?—Bueno, estaba en la cocina esperando a

que me sirvieran un café y se me ha ocurridoque podría venir aquí delante y ver al ogro enpersona, para juzgar por mí misma y saber sies usted el hosco cabronazo que todo elmundo afirma que es —dijo enarcando unaceja mientras se quitaba las gafas.

—Bueno, ¿y lo soy?—Aún no lo sé, aunque le he oído desde

la cocina gritarle a ese pobre marine. Ustedparece creerse un tipo duro y desagradable,pero todavía no me he formado una opinión.

Él miró a la alta mujer más fijamenteincluso que antes, o demasiado para lorequerido por la buena educación. Arrugó unojo mientras intentaba comprender de qué ibala doctora.

—¿Cambiaría algo que le diera una patadaen el culo? —preguntó él bruscamente.

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—Tal vez sí —respondió Virginia—, pero¿por qué no mejor se toma un descanso y meinvita a un café? Después podremos hablar deese lado suyo que nadie ve. —Se levantó yabandonó el puente de mando.

Jenks la siguió con la mirada cuando ellasalió por la escotilla de cristal en dirección alcompartimento de navegación. Buscó un puro,pero entonces se lo pensó mejor y se levantópara ir tras ella. Se detuvo lo suficiente paramirarse en la gran ventana junto a la mesa denavegación al entrar en la sección dos ydecidió que no estaría mal hacer un viajecitoal cuarto de baño. Tenía los ojos inyectadosen sangre y el aliento le olía como si acabarade volver de un permiso en Shanghái. Él no losabía, pero Virginia Pollock sentía debilidadpor las causas perdidas y, sin duda, esesuboficial era una.

Cuando rompió el alba, con la antena enalto y funcionando y el radar girando para

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satisfacción de Jenks, Jack intentó contactarcon el complejo Evento. Tenían un claro en lafronda de árboles de unos veinte metros y poreso esperaba que el Boris y Natasha sehubiera movido según lo planeado. PeteGolding respondió con la misma claridad,como si estuviera hablando desde la orilla delrío. Jack informó de que habían penetrado lacatarata y habían encontrado el afluente justoahí donde indicaba el mapa. Después, Pete ledio paso a Niles.

—Jack, deberíamos poder veros en unahora o así a través del Boris y Natasha.Cuando os veáis en territorio de densas copas,utilizaremos el radar espacial para seguir elrastro del Profesor mediante su señal de calor—dijo Niles.

—De acuerdo. Ahora estamos en marcha;nada impactante de lo que informar, demomento.

—Jack, tenemos dos problemas. Uno, el

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presidente no, repito, no permitirá que Ryan ylos Delta pisen Brasil. Es una cuestión políticay no hará esa llamada.

—Bueno, con suerte podremos con lo quesea que nos lance Farbeaux.

—Ese es el problema número dos; tenéiscompañía en camino, además del francés.

—El barco y la gabarra, ya lo sabemos.Probablemente sea él —respondió Jack.

—No, Jack. El Boris y Natasha hacaptado a un grupo armado de unos cincuentahombres a pie entrando en la zona de lascataratas. Y tengo más buenas noticias; elbarco y la gabarra que os seguían no aparecenpor ninguna parte; sospecho que os habránseguido hasta el afluente.

—¿Has alertado a Ryan sobre nuestrorespaldo? ¿La operación Mal Perder sustituiráa la Conquistador? —preguntó Jack.

—Hecho, está al tanto del plan dos. El

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equipo Delta actuará como seguridad mientrasel Proteus esté en territorio de Panamá, peroeso no es definitivo, Jack. Están teniendoproblemas para activar el sistema. Recuerda,todo el programa es experimental y la malditaplataforma podría explotar en mitad deSuramérica, así que tened cuidado. Si la cosase pone fea, saca a tu equipo de ahí y mételosen la selva, si hace falta. ¿Están claras lasórdenes, comandante?

—Entendido; ve a dormir un poco, Niles—dijo Jack y cerró el enlace de comunicaciónpor satélite. Le dio una palmadita a TommyStiles en la espalda—. Gracias. Se ha oídoclarísimo.

—¿Va todo bien? —se interesó Sarah.Él le guiñó un ojo.—Sí, ha sido solo una llamada preventiva.

Informa a todo el mundo de que de ahora enadelante estaremos en estado de alerta alcincuenta por ciento.

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Carl, Sarah y Danielle se acercaron paraobservar en el navegador la versión generadapor ordenador del mapa de Padilla. Carldeslizó un dedo a lo largo de la orilla delafluente, introdujo las coordenadas en unpequeño teclado, y el punto de luz queindicaba la posición del Profesor apareció enrojo, bajo el denso toldo de árboles.

—Según el mapa, la aldea sincaro dePadilla estaba solo a unos tres kilómetros ríoarriba, lo cual situaría a la laguna y al valle nomuy lejos.

—Ni siquiera podemos informar denuestra posición desde que el cielo hadesaparecido —dijo Sarah.

—Sí, nunca he visto árboles así. ¿Cómopueden crecer tanto como para tapar todo elcielo?

—Agua, lluvia constante. Cada uno luchapor su derecho a recibir la luz del sol y loconvierten en una batalla por la supremacía —

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dijo Danielle—. Cada uno compite por el solestirándose sobre el vecino y creando así unefecto de paraguas gigante que no permite quelo atraviese nada.

Los motores del Profesor sonaban como eltriste canturreo de una nana constante. Lamayor parte del equipo se había ido a dormiral entrar en la oscuridad de la selva tropical,pues sabía que en unas horas dormir seríadifícil. Jenks llevaba el timón con Virginia, queestaba disfrutando mucho porque el suboficialpermitía que utilizara los mandos de la cabinatras haberse mostrado asombrada por loreceptivo que era el gran barco. Mientrascopilotaba el navío, se reía con casi todo loque Jenks decía. El suboficial nunca habíasonreído tanto como durante el tiempo quepasó con Virginia.

Carl seguía inclinado sobre la mesa denavegación con Sarah y Danielle cuando oyó aJenks y a la científica reírse a carcajadas; no

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sabía que Virginia tuviera una risa tanprofunda y espontánea. Se levantó y miró alas dos mujeres de la mesa.

—¿A alguien más esto le resultainquietante? —preguntó.

Washington, D. C. Ambrose había recibido órdenes de

ponerse en marcha. No le gustó y sabía que elsecretario estaba exagerando la situación antesde que hubiera, siquiera, necesidad de hacerlo.Levantó el teléfono y marcó los números quehabía memorizado.

—Sí.—General, ¿cómo está, amigo mío?El hombre que se encontraba en Brasil se

puso derecho en su silla y tragó saliva condificultad mientras intentaba sacar voz.

—Estoy… estoy bien, señor.

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—De acuerdo. ¿Está preparado por suparte para lo que hace falta?

—Sí, sí que lo estoy.—Bien. Puede enviar su unidad de tierra

al río para seguir a mis compatriotas ya. Si seencuentra la zona en cuestión, puede soltarlos.No se permitirá a ningún elemento extranjerosalir de su país. General, ¿está claro?

—Sí5… eh… sí, lo comprendo.—¿Son suficientes diez barcos, general?—Son la mejor fuerza de asalto del sector

privado, señor. Harán su trabajo.—Bien, bien. Su recompensa será

generosa, tal como prometimos, tantoeconómica como políticamente. ¿Tiene a sufuerza aérea preparada por si acaso?

—Es un elemento que preferiría noutilizar…

—Solo se empleará si surge algoimprevisto; no se preocupe, amigo mío.

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La conexión se cortó y el general se quedósujetando el teléfono, consternado por habersemetido en ese peligroso juego de traición.

Afluente Aguas NegrasDieciséis kilómetros a popa del Profesor Méndez había aguardado su tiempo. Era

un hombre paciente cuando se trataba dematar y ahí era donde sus antiguos socios enel negocio de la droga habían fracasado aescala monumental. Los objetivos y lugaresdel asesinato tenían que elegirse con unaexperta precisión y nunca, jamás, se debíatomar la decisión apresuradamente. Méndez ysus operarios sabían cuándo era el momentode atacar. ¿Por qué cargar con la culpa de unasesinato cuando puedes hacer que la gente secrea que alguien más está haciendo el trabajosucio?

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En la oscuridad pudo ver al francés en lacabina del timonel hablando con el idiota delcapitán. Santos era un fastidio del que prontose libraría junto con Farbeaux. Encendió unpuro y la llama de la cerilla momentáneamenteiluminó sus rasgos cuando miró a Rosolo.Méndez asintió y después se giró hacia la popadel barco.

El capitán Rosolo se aseguró de queFarbeaux continuaba ocupado con Santos, ydespués siguió a su jefe hasta la borda en elotro extremo del barco. Una vez allí, sacó unpequeño cilindro del bolsillo de su abrigo yencontró el gatillo. Alzó el artefacto,desviándolo del Río Madonna, y lo apuntóhacia un pequeño claro de una fronda deárboles por donde podían verse las estrellas.Por atrás, podían distinguir claramente lagabarra y cómo parecía estar cortando ensilencio el río en dos blancas partes. Rosolo segiró y le hizo una señal a uno de sus hombres

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situado justo debajo de la cabina del timonel.El hombre levantó una radio portátil y lasintonizó con la frecuencia del Río Madonna.Después, con la rueda del volumen girada almáximo, pulsó el botón que desactivaba lasupresión de ruidos e interferencias. Dentro dela cabina, oyeron la radio encenderse con elmás atroz de los chirridos. Al mismo tiempo,Rosolo tiró de la cuerda del extremo del tuboy una brillante llamarada atravesó el pequeñoclaro de las copas de los árboles. La suavebrisa rápidamente se llevó el revelador humodel barco hacia la selva, justo cuandoFarbeaux apareció en el puente paraamonestar al hombre de abajo por haberhecho tanto ruido con la radio. Rosolo sonrió,pero el francés no los miró. Luego volvió aentrar en el ahora silencioso puente de mando.

—Bien hecho, amigo mío —dijo Méndezdándole una calada a su grandísimo puro justocuando la bengala sonó a noventa metros por

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encima de los árboles.A ciento cincuenta metros por encima de

los árboles y la densa jungla, el piloto guía deuna escuadrilla de dos helicópteros de ataqueAérospatiale Gazelle, antes propiedad delejército francés, estaba volando en círculos. Elbrillante destello de la bengala salió de la selvadescribiendo una trayectoria en forma de arcoy los dos pilotos supieron que tenían unamisión. Eran mercenarios contratados porMéndez y su especialidad era el asesinato envuelo.

El piloto del Gazelle guía, movido por lacodicia, había renunciado a contratar a unoficial de armas para esa bien pagada ocasión.Los dos pilotos no compartirían surecompensa con nadie. Después de todo, soloiban tras un lento barco fluvial. Podíanocuparse del ataque ellos solos.

Llamó a su copiloto y le dio instruccionesantes de conectar el radar FLIR. El sistema de

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infrarrojos se activó y mostró el frescor de laselva y de los árboles. Después, mientrascruzaban el sinuoso y desconocido afluente,pudieron ver el objetivo que buscaban. Estabamarcado claramente a través de las copas delos árboles como una brillante luz roja queavanzaba lentamente bajo ellos. Esos tontosjamás sabrían qué les había acertado. Retiró lacubierta de seguridad de su gatillo montado enla palanca de control y seleccionó sus armas.Había optado por no llevar los misiles quehabía almacenado en Colombia porque sentíaque sería un desperdicio, ya que no podríanatravesar los árboles. Sin embargo, las balasde 20 mm no tendrían ese problema porque seabrirían paso a través de cualquier maderaprotectora que rodeara a su objetivo.

El piloto guía sonrió al llevar a su Gazellea potencia máxima y se dirigió hacia la oscurajungla que tenían abajo. Su objetivo aún no losabía, pero estaban a punto de ser destruidos

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desde el cielo por un rayo. USS Profesor Jack se levantó de la mesa de navegación.

Un ruido familiar había entrado en supensamiento y se había desvanecido. Miró aCarl, que estaba observando la taza de caféque tenía cerca del borde de la mesa. Undiminuto temblor estaba haciendo que eloscuro café brillara trémulamente en la tenueluz de la cabina. Jack alargó la mano hacia elintercomunicador.

—Suboficial, ¿ha encendido algún sistemaen los últimos treinta segundos?

—Es tarde, comandante, no es elmomento de utilizar un equipo que nonecesitamos —respondió Jenks.

—Apague los motores —dijo Jack al mirara Carl y a Sarah.

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De pronto, el barco se quedó quieto.Mientras escuchaban y sus rostros cambiabande color bajo las luces de las pantallas denavegación, Jack ladeó la cabeza. Lo oyóinmediatamente y volvió a tocar elintercomunicador.

—Suboficial, reinicie los motores y esperea que yo le avise; puede que tengamoscompañía.

—Joder, no somos un barco de guerra,comandante. Ya se lo he dicho.

—Suboficial, cierre la boca y estépreparado.

—¿Qué crees, Jack? ¿Los brasileños? —preguntó Sarah.

Esta finalmente oyó el suave zumbido delos motores desde fuera y le asombró que losdos oficiales lo hubieran oído por encima deladormecedor zumbido del Profesor.

—No, Brasil utiliza los Kiowas y los viejos

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Hughies que les vendimos. —Jack cerró losojos y se apoyó en la mesa para escuchar másatentamente—. Son Gazelles. Helicópteros deataque construidos por los franceses.

—Joder, ¿estás seguro? —preguntó Carl alacercarse al teléfono.

—Me harté de oír a esos pequeñoscabrones en África y en Afganistán.

—Will, ve a la taquilla de armas y preparaun equipo de fuego en la cubierta —dijo Carlpor teléfono.

Colgó el receptor justo cuando cuarentabalas de 20 mm impactaron contra elProfesor. Jack tiró a Sarah al suelo cuando lasbalas perforaron el fino casco de composite yse perdieron bajo el agua. Jack no se molestóen utilizar el intercomunicador en esa ocasióny gritó hacia la cabina.

—¡Mueva el culo, suboficial!La orden fue innecesaria, puesto que

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Jenks ya había acelerado al máximo alProfesor. El gran barco se fue hacia el centrodel afluente y comenzó a zigzaguear demanera evasiva. Sabía exactamente lo queestaba pasando y cómo neutralizar en parte laofensiva que les llegaba desde arriba.

A su alrededor oyeron los gritos de losdoctores y profesores despertadosbruscamente por el ruido y el terror queproducían las grandes balas que alcanzaban alProfesor. El personal militar estaba haciendotodo lo posible por colocarlos detrás de losequipos y bajo las mesas cuando los alcanzóotra ráfaga. Las balas rastreadoras atravesaronel fino casco con facilidad e impactaron contrael equipo. El estrépito era absolutamenteespeluznante.

—¡Quédate aquí! —le gritó Jack a Sarah—. Vamos, Carl. No podremos aguantarmucho.

Los dos hombres se levantaron y corrieron

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hacia la escalera de caracol de la siguientesección, agachándose cuando más balasblindadas los alcanzaron. Las rastreadoras defósforo rojo provocaron fuegos en el interiordel barco según atravesaban el casco con lamisma facilidad que un chico agujerea una latade refresco. El sonido del cristal rompiéndosey de los extintores explotando resonó por todoel barco, mientras Jenks daba bandazos deorilla a orilla.

Mendenhall, Sánchez e incluso el profesorEllenshaw ya estaban en la cubierta. Elprofesor, de pie sobre el suelo de goma,estaba pasando cargadores para los dos M-16utilizados por los dos hombres de seguridadmientras disparaban a ciegas contra los árbolesen la dirección del sonido de las turbinas quepasaban sobre sus cabezas.

—¿Cuál es la situación, Will? —gritó Jackal lanzarle a Carl uno de los M-16 queMendenhall había apilado en la cubierta. El

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capitán de corbeta no perdió el tiempo; tiró dela palanca de carga y abrió fuego contra unode los helicópteros de asalto que volaban bajo.Sus propias rastreadoras suturaron el cielo ydesaparecieron en las ramas de los árboles.

—Creo que hay dos, pero no es seguro.Nuestro fuego defensivo no está atravesandolos árboles. ¡Nos van a patear el culo! —dijoMendenhall al insertar otro cargador mientrasmás balas atravesaban los árboles. Al principiodieron al agua y después se sucedió el horribleruido de las balas alcanzando el casco delProfesor. Uno de los laboratorios de Cienciasresultó gravemente dañado. Miró a Ellenshawque, aterrorizado y con su cabello blancodespeinado, se alzó para pasarle otro cargadorcompleto—. ¡Joder, profesor, permanezcatendido hasta que le pida uno! —gritóMendenhall empujando con un pie a ese locopara que se tumbara sobre la cubierta.

Jack oyó un grito cuando uno de los

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Gazelle descendió. Señaló justo delante delpunto donde debería estar el helicóptero yCarl, Mendenhall y Sánchez intervinieron.Unas brillantes y blancas balas rastreadorassalieron hacia las copas de los árbolestrazando un arco y, horrorizado, Jack advirtióque un noventa por ciento de las ligeras balasde 5,56 mm rebotaba en las ramas y troncosde los árboles, sin llegar a cruzar el cielo niimpactar contra las naves que los atacabandesde arriba.

—¡Joder! —exclamó cuando los rodeómás fuego tras los nuevos disparos de losGazelle. La escena parecía sacada de unapelícula de ciencia ficción con esas hileras debalas de 20 mm que parecían armas láseraguijoneando el agua y el barco. Loshelicópteros estaban señalando la zona conmuerte y destrucción mientras eran inmunes ala ofensiva que se les devolvía.

Abajo, el suboficial sabía que no tenía

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tiempo para poner a cubierto a su patito, queparecía avanzar lentamente, en fila, como enlas casetas de tiro de las ferias. Gritó confrustración mientras más balas resonaban porsu barco.

—¡Por Dios, ya basta! —gritó al agarrar ladelgada mano de Virginia y colocar los dedosde la mujer alrededor del acelerador y delmando del timón situados en su reposabrazos—. Agarra el volante, muñeca; no dejes dezigzaguear todo lo que puedas, pero noestampes a este chico contra la orilla. Siguemoviéndote pase lo que pase. —Abandonó suasiento y, antes de salir de la cabina, seagachó y besó a Virginia en la mejilla—.Ahora mismo vuelvo, preciosa, ya es hora deque aparezca la jodida caballería.

Virginia no oyó ni una palabra de lo quehabía dicho Jenks. Tenía los ojos abiertos depar en par y estaba demasiado ocupadatemblando, lo cual aumentaba su posibilidad

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de supervivencia, ya que el Profesor sezarandeó cuando ella sacudió los caprichososmandos. Ni siquiera se dio cuenta de que elsuboficial le había dado un beso en la mejilla.

Sobre la cubierta, el equipo de Seguridadsabía que estaban librando una batalla perdida.Jack y Carl tenían claro que los tiradores quesobrevolaban la fronda de árboles tenían unsistema FLIR y que estaban utilizando lapropia señal de calor del barco para que losguiara entre los árboles.

—Daría mi huevo izquierdo por un Stingerahora mismo —dijo Carl al vaciar un cargadorde veinte balas contra las ramas, esperandoque al menos tres o cuatro de ellas pudieranabrirse camino entre los árboles.

Jack quiso patearse a sí mismo por nohaber incluido alguna especie de defensa aéreaen su pequeño arsenal de armas, automáticasen su mayoría.

De pronto, se abrió fuego desde la cubierta

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superior de la proa cuando Sarah, Danielle yalgunos científicos comenzaron a disparar conarmas de la taquilla de esa zona. Ahora habíanueve M-16 disparando a ciegas contra lascopas de los árboles.

—Buena chica —farfulló Jack al insertarotro cargador.

En ese momento, una larga hilera derastreadoras rojas de 20 mm atravesó losárboles y creó una larga línea de agujeros porla proa. Oyeron un grito; una de las ayudantesque trabajaban con el profesor Keating habíachillado cuando una de las balas habíaimpactado en su brazo. Jack pudo oír el dañoque las balas estaban causando en el interiordel Profesor mientras quien fuera que seencontraba al timón en ese momento estabadirigiendo al barco hacia el centro del afluente.

A unos escasos treinta metros por encimade la línea de árboles, los dos Gazelle dieron lavuelta. Su objetivo resultaba mucho más

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evasivo de lo que les habían hecho creer.Méndez solo había dicho que encontrarían unbarco fluvial, pero esa embarcación estabamoviéndose como si fuera una patrullera. Y,además, estaban recibiendo muchos disparosdesde abajo. Hasta el momento el Gazelle queiba en primera posición había sentido variosimpactos de armas pequeñas contra sufuselaje de aluminio. Quienquiera queestuviera abajo había organizado a lavelocidad de la luz una defensa contra suataque y el volumen de fuego era asombroso.

Méndez le comunicó por radio al segundoGazelle que tendrían que ejecutar unamaniobra de tijera y atacar a su objetivo desdedos direcciones distintas, para que el barcorecibiera un fuego cruzado que, por lo menos,lo dejara inhabilitado. Él concentraría el fuegoen la proa y su piloto de apoyo se ocuparía dela popa, alcanzando posiblemente elcompartimento del motor y deteniendo, así, al

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evasivo navío. Después, podrían ametrallar albarco a su antojo.

Los dos Gazelle de fabricación francesaalcanzaron una altitud de sesenta metros y sesepararon. Comenzarían con su ronda asesinaen dos minutos. Se alinearían con loshelicópteros con la ayuda del FLIR y daríancomienzo a su asalto en cuanto se encontrarana novecientos metros del objetivo, para darle asu munición una mayor oportunidad de partiren dos a su enemigo.

Jenks se abrió paso hacia la sección denavegación y el sonar del barco. Varias balasestuvieron a punto de acabar con su carreracuando impactaron en el casco y sacudieron lazona de la cocina, lanzando ollas y sartenespor todas partes. Vio a tres técnicos delaboratorio escondidos detrás de uno de lossillones de la sala de estar y, en lugar decompadecerse de las dos mujeres y el hombre,comenzó a darles patadas cuando intentaban

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alejarse a rastras.—¡Sacad vuestros putos culos de ahí y

defendeos, jodidos idiotas! ¡Que os mováis,he dicho! —Les soltó un último grito a lostécnicos que se arrastraban y después se giró yfue hacia su asiento de la consola denavegación.

Los técnicos rápidamente se levantaron ycorrieron hacia la escalera que conducía a lacubierta superior. Debieron pensar que lasprobabilidades de sobrevivir a las balas ahífuera eran más elevadas que las que tendríansi tenían que enfrentarse al suboficial.

Jenks alargó el brazo y levantó una taparoja transparente que tenía un símbolobrillante. Se giró en su silla, pulsó variosinterruptores denominados Dwael, y vio queun monitor situado sobre el panel de sonar ycomunicaciones se encendía.

—Si estos hijos de puta quieren jugar conla tecnología, jugaremos con la puta tecnología

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—farfulló al pulsar el sistema de rastreo FLIRque había instalado en el último minutocuando se lo habían ofrecido los técnicos delGrupo Evento en Nueva Orleans. Se habíainstalado para detectar movimiento animaldonde el espeso follaje bloqueara todos losdemás sistemas sensoriales, pero ahorautilizaría el sistema infrarrojo de búsquedaavanzada y el Dwael para crear un armaabsolutamente nueva, un aguijón para el viejoProfesor. El láser de aguas profundas realzadocon argón era un nuevo sistema utilizado paraobtener lecturas precisas en cañonesprofundos de vías fluviales desconocidas,como la supuesta laguna hacia la que sedirigían. Pero la mayoría de los civiles ymilitares desconocían que, si se conectaba apotencia máxima, podía emplearse como uninstrumento de corte muy eficaz. El principalproblema era proporcionarle al sistemasuficiente combustible de los generadores del

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Profesor para que pasara de ser un sistemalocalizador de profundidad a un arma letal. Elsuboficial, sin embargo, conocía su barco.Alargó la mano y encontró la conexión depotencia principal para los muchos sistemasdel Profesor y después aisló las estaciones dela consola del sonar y del generador. Tiró contoda la fuerza que pudo reunir de latransmisión principal, haciendo que se soltarael cable de la caja y que saltaran todos losinterruptores de emergencia, excepto los de lossistemas que había aislado, lo cual provocó unfallo en la rejilla de potencia del barco.Simplificando: el suboficial mayor lo habíadesenchufado.

En la cubierta superior, Jack y los demásseguían disparando cuando oyeron a losGazelle acercándose y cargando contra elProfesor desde arriba. Animó a todo el mundoa apuntar hacia el ruido. Sabía que era unacausa perdida, pero tenían que intentar algo.

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De pronto, se oyó una bocina y la voz deJenks salió por el altavoz de la torre.

—¡Todos, dejad lo que coño estéishaciendo! ¡Tumbaos sobre la cubierta ymantened los ojos cerrados!

Jack y Carl les gritaron a todos que seagacharan. Oyeron un motor y, antes de queJack se tirara sobre la cubierta de goma, viouna pequeña sección del Profesor alzarse porestribor. Un largo brazo cilíndrico se activóhidráulicamente y giró su cabeza de cristalsegún el brazo iba extendiéndose. Se parecía aun bolígrafo con una bombilla pegada a lapunta. Inmediatamente, Jack lo reconoció.Recordó sus días en el terreno de pruebas deAberdeen, concretamente los sistemas de lásercon argón en los que habían estadotrabajando, una versión más grande de lo queacababa de ver saliendo del casco delProfesor. Pero sabía que allí lo habíanutilizado con fines no militares como mejoras

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de velocidad y radar, herramientas de medidacon precisión milimétrica. ¿Qué pretendía elsuboficial?

Oyó los generadores bajo la cubiertaacelerados al máximo justo cuando Virginiallevó al Profesor al centro del afluente, denuevo. Y entonces los motores se apagaron. AJack se le erizó el vello de los brazos yempezó a captar el olor del ozono en el aire amedida que la electricidad alcanzaba unapotencia monumental. La corriente estabaempezando a escapar y todos los que estabanen la cubierta sufrían escalofríos.

—¡Joder, abajo! —gritó Jack cuando loshelicópteros que sobrevolaban los árbolessoltaron su artillería.

Las balas comenzaron a dar en el agua aunos doscientos setenta metros del Profesor.Las rastreadoras rojas caían en unaimpresionante línea recta mientras los dosGazelle se dirigían al barco detenido. Y

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entonces, de pronto, se oyó un fuerte crujidoproveniente de todas partes. La masa delProfesor golpeó contra el agua cuando Jenkssoltó la energía que había acumulado en elláser, lanzando un recto rayo de luz blancaque se abrió paso quemando la espesa frondade árboles en un microsegundo. Cuando llegóa su objetivo, dio comienzo el proceso decorte.

El piloto guía vio algo explotar desdeabajo; al tener su objetivo cubierto por losárboles, pensó que habría dado, con todaseguridad, a uno de los tanques decombustible de los enemigos. Pero entonces,de pronto, los árboles desaparecieron con unfuerte destello y se quedó ciegomomentáneamente ante la brillante luz blanca.El rayo alcanzó a su piloto de apoyo en elcentro del Gazelle, dividiendo el helicóptero endos con un corte limpio y lanzando lascuchillas de sus rotores en todas las

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direcciones. El intenso rayo blanco incendió elcombustible y los restos del helicópterocayeron entre los árboles hasta el río.

El guía inmediatamente soltó el gatillo alvirar su Gazelle para alejarse de quien leshabía disparado desde abajo. Desconocía lanaturaleza de ese arma y tampoco queríaquedarse a descubrir de primera mano quéhabía acabado tan repentinamente con la vidade uno de sus empleados. Al mirar tras él, laluminosidad del rayo había disminuido,aunque seguía buscando a su segundoobjetivo. El piloto aceleró al máximo e intentógirar, pero el rayo, si bien con menosintensidad, se giró con él. Sin dificultad leseccionó la cola. El helicóptero empezó a darvueltas fuera de control. Fue hacia los árbolesy el piloto cerró los ojos, esperando lainevitable y aplastante muerte que loaguardaba en cuestión de segundos.

Jack sabía que habían tenido suerte. El

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Profesor, aún sin energía y dejándose arrastrarpor la corriente, pasó flotando por delante dealgunos de los restos del primer Gazelle. Alver los escombros en llamas hundiéndose enlas oscuras aguas, tuvo su prueba de quealguien había tratado de detenerlos a todacosta para evitar que llegaran a la laguna.

A dieciséis kilómetros a popa del Profesor,a Farbeaux le había parecido ver el destello delfuego de artillería entre las copas de losárboles. Fue hasta la proa del Río Madonna ymiró hacia la oscuridad. Enseguida, el capitánSantos se unió a él.

—¿Usted también lo ha visto, señor?—He visto algo.—Ah, tal vez haya sido solo un relámpago

de calor. Es un fenómeno común en el río. —Santos observó la reacción de Farbeaux y elcapitán se quedó satisfecho al observar sugesto de extrañeza.

—Tal vez —respondió, se giró y vio que

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Méndez y su matón no se habían movido delsaliente de popa. Estaban sentados en silencioen su pequeña mesa, contemplando la nocheque los rodeaba, y la única prueba visual deque estaban allí era el suave brillo del puro deMéndez, que incluso ocultaba la sonrisa de sucara.

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HICIERON falta seis horas para parchearlos agujeros del Profesor. Mientrassupervisaba las reparaciones, Jenks se habíatomado las palmaditas de felicitación quehabía recibido en la espalda tan bien como sehabía esperado: farfullando sobre el lentotiempo de reacción de la tripulación y diciendoque podían haber defendido su barco muchomás rápido de lo que lo habían hecho. Pero, adecir verdad, se había quedado asombradopor la celeridad con que el comandante habíaorganizado la defensa. Por ello, ahora mirabaal oficial del Ejército con un poco más derespeto.

La buena noticia era que los motores noestaban dañados, por lo que partieron ríoabajo tan pronto como arreglaron los

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desperfectos más graves del casco. El restodel tiempo lo pasaron recolocando las piezasdel interior del barco.

De guardia sobre la cubierta a primerahora de la mañana, y después de que sehubieran llevado a cabo las reparaciones másimportantes, Mendenhall, Sánchez y Sarahvieron las bajas ramas pasar inquietantementecerca de sus cabezas. Habían vuelto a arriar latorre de la antena desde que entraron en laselva tropical, porque, de lo contrario, a esasalturas ya la habrían perdido. El zumbido delos motores, junto con la luz anticolisión sobrela cubierta de proa a popa, arrulló a los vigíasque luchaban por mantenerse despiertos.

Sarah estaba sola en la sección tres, justoen la parte posterior de la sección denavegación, cuando se fijó en que una ramade un árbol colgaba muy baja. Mendenhall lailuminó por un momento para que Sarahpudiera verla. Después, apartó la luz y la

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apagó para ahorrar energía. Sarah se acercócuando la gran rama se encontraba a menosde treinta centímetros de su cabeza y fue ahícuando sintió algo tocándole la gorra yquitándosela. Pensó que no había agachado lacabeza lo suficiente, que se le habíaenganchado en la rama, hasta que se giró y viola gorra suspendida ahí mientras unospequeños dedos oscuros la sujetaban y lagiraban. Abrió los ojos como platos a la vezque Mendenhall se reía a carcajadas.

—¡Creo que un mono acaba de robarte lagorra! —gritó él desde lo alto de la seccióncuatro.

Mendenhall seguía riéndose, entonces aSarah le devolvieron la gorra roja, que agarróantes de que cayera por la borda.

—No debía de valerle —dijo el sargentocon una risita.

De pronto, un pequeño brazo le quitó a élsu gorro militar de la cabeza y Mendenhall,

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instintivamente, se agachó, pero brazo y gorrohabían desaparecido entre los árboles.

—Supongo que ha pensado que el tuyo lequedaría mejor —dijo Sarah con una ampliasonrisa.

Mendenhall maldijo. Encendió el foco yapuntó a los árboles, por detrás de él y a sualrededor. A continuación, lo apagó corriendo.

—Sarah, esto no es ninguna broma; haycomo cien… cosas de esas en los árboles.

Sarah se puso la gorra sin dejar de sonreír.—¿Monos?Antes de que él pudiera responder, la

cubierta estaba inundada de pequeños objetosque reconocieron inmediatamente como floresexóticas, plátanos, y bayas de toda clase.Después, la noche estalló en parloteos, perono con un sonido parecido al de los monos, otal vez sí, pensó Sarah, sino como si losanimales de los árboles estuvieran riéndose; su

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conversación quedó interrumpida por brevesrespiraciones entrecortadas. Inmediatamente,Sánchez avisó a Mendenhall para queiluminara en su dirección porque tenía algo enel pelo. Al hacerlo, Sarah y él se quedaronboquiabiertos al ver la luz caer sobre unacriatura de piel brillante y cuatro patas quetenía la cola enroscada alrededor del cuello delcabo. Estaba deslizando sus pequeñas manospor su abundante y oscuro cabello ychapurreando algo mientras parecía queestuviera haciéndole mimos a Sánchez.

—¿Qué cojones es esta cosa? —gritó élcon miedo a moverse—. Huele a pez.

Sarah no podía creerse lo que estabaviendo. El animal tenía unos noventacentímetros de largo y parecía un mono, conla excepción de que no tenía pelo en elcuerpo. Comenzó a respirar con ciertadificultad cuando alargó el brazo con cuidadopara pulsar el botón del intercomunicador.

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—Suboficial, apague los motores —dijo.Sin hacer preguntas, Jenks apagó los

motores y la noche se sumió en el silencio.Sarah ahora podía oír a la criatura sentadasobre la cabeza del marine arrullando yemitiendo una especie de gorjeo. Casi sonabacomo si estuviera cantando mientrasacariciaba el cabello de Sánchez.

Sarah aún tenía el botón delintercomunicador apretado y, sin apartar losojos de la extraña escena que estabaproduciéndose tres secciones atrás, encontróel botón que comunicaba con los laboratoriosde Ciencias. Esperaba que alguien siguieratrabajando allí.

—¿Hay alguien en Ciencias? —preguntócon un tono apenas audible.

No obtuvo respuesta. Pero entonces laescotilla que tenía encima se abrió y Virginiaasomó la cabeza.

—El suboficial quiere saber si hay algún

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problema; ha dicho que no puede contactarcon tu intercomunicador —dijo la mujer albajar a la cubierta, pero entonces se percatóde que Sarah seguía presionando el botón delintercomunicador y miró hacia donde ellaestaba mirando. Se quedó paralizada—. ¡Oh,Dios mío! —susurró y, sin girarse, apartó eldedo de Sarah del botón—. Tenemos unvisitante, suboficial. Todos están bien.

—¿Un visitante? —preguntó él.—Esta cosa tiene escamas y sus dedos

están húmedos y palmeados —dijo Sánchezsin moverse.

—Tranquilo, cabo, no creo que seaagresivo —logró decir Sarah.

La pequeña criatura alzó la mirada ante elsonido de las voces de los humanos y ladeó lacabeza. Chapurreó algo en voz baja y alargó lamano hacia una rama para saltar de la cabezadel cabo y desaparecer entre la fronda. Subalanceante cola fue lo último que vieron

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antes de que se esfumara por completo.Sarah se agachó y recogió del suelo una

ramita que aún tenía bayas. Arrancó una y sela comió.

—Está buena —dijo.—No está muy bien hacer eso, no es muy

científico, Sarah —dijo Virginia al coger unabella especie de orquídea que nunca anteshabía visto. La olió y se la puso en el pelo,encima de la oreja—. Que el cabo Sánchezredacte un informe con su descripción de loocurrido, incluso de lo que ha sentido. ¿Deacuerdo, Sarah? —añadió con voz distante—.¡Qué animal tan asombroso!

Sarah vio a Virginia volver a entrar por laescotilla y después miró a Mendenhall.Mientras lo observaba, una pequeña manosalió de entre los árboles y volvió a ponerle sugorro en la cabeza. Él se agachó y unas risitasse oyeron alrededor del barco.

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Los motores gemelos arrancaron y elProfesor comenzó a avanzar de nuevo. Ahoralos tres vigías ya no tendrían problemas paramantenerse despiertos.

La mayor parte de la tripulación que seencontraba fuera de servicio, veintemiembros, estaba en la estrecha sección decomedor del Profesor desayunando jamón yhuevos mientras escuchaban a Mendenhall ySarah bromear con Sánchez sobre su extrañoencuentro en las oscuras horas de la mañana.

—¿Y estas criaturas no eran en absolutoagresivas ni tímidas? —preguntó Ellenshawcon su blanco pelo alborotado como si unrastrillo se lo hubiera revuelto.

—Bueno, pregúntele al cabo, él ha tenidounas vistas mejores que Will o que yo —respondió Sarah mientras se bebía el café condificultad. Incluso horas más tarde, aún eradifícil no reírse.

Sánchez la miró, pero tuvo que sonreír.

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—No, no me ha dado exactamente lasensación de que fueran tímidos —dijo al darun bocado a la tostada.

—Y está claro que parecían de naturalezaacuática. ¿Vio las membranas entre suspequeños dedos? —preguntó Heidi Rodríguez.

—Las vi y las sentí —respondió el cabo,de pronto sin ganas de comerse la tostada—.Y olía a… bueno, olía a pescado.

Mientras hablaban, oyeron los motores delProfesor apagarse.

—Se solicita que toda la tripulación sereúna con el comandante Collins en la cubiertasuperior —dijo la voz de Jenks por elintercomunicador.

Sarah miró por la gran ventana allevantarse y fue la primera que lo vio.

—¡Por Dios, fijaos en eso! —dijo al salircorriendo de la zona del comedor en direccióna la escalera más cercana para subir a la

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cubierta.Los otros miraron por la ventana antes de

seguir a Sarah apresuradamente.Jack y los profesores Nathan y Pollock

estaban en la cubierta con los otros miembrosde la primera guardia. Virginia estaba ocupadatomando fotografías y Nathan tenía unavideocámara para documentar laimpresionante imagen que se alzaba ante ellosy que recibía la iluminación de los proyectoresexternos del barco.

Sarah se unió a Jack y se cubrió los ojos,protegiéndose del intenso destello.

—Increíble —dijo simplemente.—¿Qué coño se supone que son? —

preguntó Jenks al reunirse con ellos despuésde activar los sistemas automáticos delProfesor.

Delante de todos, a ambos lados delafluente, había dos estatuas de unos

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veinticinco metros. Eran antiguas y estabancubiertas de lianas y otras plantas que crecíande las grietas de su piedra.

—No se parecen a ningún dios inca quehaya visto —dijo Nathan sin dejar de filmar.

—Están talladas directamente en el granitodel acantilado —añadió Virginia cuando segiró para fotografiar la efigie de la orillaopuesta—. Son idénticas representaciones dela misma… de la misma deidad —dijosacando cuatro fotografías.

—Fijaos en las manos —apuntó Jack.Las grandes manos de las tallas estaban

palmeadas, como las de las pequeñas criaturassobre las que había informado Sarah en suguardia nocturna. Las estatuas tenían escamascomo las de un pez y un cuerpo con formahumana, impresionante, y denotaba fuerza. Lacabeza era lo más asombroso de todo. Susrasgos eran los de un pez, pero con la hechurade una cabeza humana. Varias hileras de

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aletas se extendían hacia abajo, desde el cuelloy la cabeza, y le cubrían sus anchos hombros.Los labios eran gruesos y fruncidos como losde un pez; la nariz se reducía a dos pequeñosagujeros y apenas se podían distinguir lasagallas que recorrían cada lado de lamandíbula en cuatro líneas distintas. Pero elrasgo más increíble era el modo en que lostalladores de esas antiguas estatuas habíanrepresentado los ojos. Aunque poseíanaspecto humanoide, tenían las pupilas oscurasde los tiburones.

—Joder, mirad lo que llevan en la manoizquierda —dijo Nathan al bajar la cámara.

La mano izquierda de cada estatuasostenía con fuerza un pequeño cráneohumano. Unas largas garras se hundían en elhueso en una inquietante y sanguinariailustración por parte de los escultores.

—¿A qué escala dirías que está, Charles?—preguntó Virginia a Ellenshaw, que lo

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miraba todo asombrado.—Si se trata un cráneo de un adulto

humano con un tamaño preciso, diría que losdioses representados aquí medirían entre dosmetros y medio y dos metros ochenta,aproximadamente. De pie, por supuesto.

—Habría sido un nadador impresionante—dijo Jack—. Mirad sus pies.

Los pies con garras eran muy largos yanchos y también tenían membranas. Laspoderosas patas estaban surcadas por largasaletas por la zona posterior que desaparecíanen la roca del acantilado. Los brazos tambiéncontaban con aletas y se extendían desde laparte trasera de los antebrazos hasta lasmuñecas.

—En resumen, que no es algo con lo queme gustaría toparme ni en el agua ni fuera —dijo Sarah rodeándose con los brazos.Recordó la mano fosilizada, igual que losdemás en ese momento.

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—Esto debe de significar que estamoscerca del valle y de la laguna —interpuso elprofesor Keating.

—¿Qué le hace pensar eso, profesor? —preguntó Jenks.

—Que las estatuas se colocaron aquí amodo de advertencia. Están protegiendo algo—respondió mirando a Jenks—. Y no se meocurre qué otra cosa podrían proteger aquí amenos que sea la laguna de Padilla.

El suboficial se metió el puro en la boca yapretó los dientes.

—Pues entonces vamos a ver qué es tanjodidamente importante como para quealguien esculpa una estatua de su suegra en losacantilados. —Sonrió a Virginia—. Debe deser algo bueno, sea lo que sea —añadiómientras se giraba para bajar y poner alProfesor en marcha otra vez.

Los otros treinta y tantos miembros de latripulación permanecieron en la cubierta

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observando las grandes estatuas que dejaronatrás cuando volvieron a zarpar río abajo. Lamayoría tuvo que girarse una última vez, yaque no podían comprender que esos diosesincas nunca antes hubiesen sido catalogados nidocumentados; al fin y al cabo había lagos portodo Perú, y su costa era extensa. ¿Por qué undios del agua ahí y por qué uno tan distinto delas achaparradas representaciones de otrasdeidades incas?

Jack fue el único que se fijó en que lossonidos de la selva y del bosque habíanregresado según subían por el río. Lo que máslo inquietó fue el hecho de que nadie sehubiera dado cuenta de cuándo habían cesado,pero entonces comprendió por qué: lostripulantes del Profesor se habían quedado tanasombrados con las gigantescas estatuas queno se habían percatado de que habían salido ala luz del sol cuando la fronda de árboleshabía cedido terreno a las tallas. Ahora que

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habían vuelto a entrar en una zona delafluente cubierta de árboles, habían regresadolos sonidos de la vida. ¿Por qué se habíandetenido los sonidos de los pájaros y de losanimales cuando estaban frente a las estatuas?

Jack se giró y fue hacia Carl, que estabaobservando el río con los prismáticos.

—Carl, ve con Mendenhall y sacad unascuantas pistolas del armario. Dádselas alpersonal de seguridad y también a Sarah y aJenks.

—Entendido, Jack. ¿Has visto algo que note haya gustado? —preguntó Carl pasándolelos prismáticos.

—Sí, dos cosas, ambas de unosveinticinco metros y que representaban algode lo que puede que tengamos parte en modofosilizado, y esas cosas no parecían estardándole la bienvenida a nadie a esta zona delrío.

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16

EL Profesor seguía sumido en lasemioscuridad al mediodía. De vez en cuando,motas de brillante luz del sol se filtraban enforma de rayos tan deslumbradores comoláseres. El opresivo calor y la imagen de esasextrañas estatuas habían inquietado a latripulación hasta el punto de que la mayoríaestaba perdida en sus pensamientos. Antes deque hubieran embarcado, cada departamentolos había puesto al tanto de todo lo que sesabía sobre la expedición de Padilla y ahoraciertas páginas de esos informes destacaban delas demás como una obra maestra. Cadahombre y cada mujer a bordo del Profesorrecordaba el fósil y su edad aproximadaobtenida de las pruebas del carbono 14 que sehabían llevado a cabo. Aunque no era oficial,

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la estimación de solo quinientos años eraahora una curiosidad y asustaba un pocoporque cuanto más veía uno ese extrañomundo, más podía creer en la existencia decasi todo.

Jack estaba leyendo un manual detecnología sobre el funcionamiento de unapequeña carga que podía utilizarse enprofundidades de hasta sesenta metros y queestaba llena de hidro-rotenone, untranquilizante empleado por los investigadorescientíficos y desarrollado en Brasil paraprogramas subacuáticos de pesca condevolución. Se operaba exactamente igual conlas cargas del tamaño de granadas de mano,con la diferencia de que estos pequeñoshuevos plateados disponían de un pequeñointerruptor que podía utilizarse paraseleccionar varias profundidades y detonaruna carga que dispersaría el hidro-rotenone enun arco de nueve metros bajo el agua.

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—¿Más juguetitos? —preguntó Sarah alsentarse junto a Jack bajo el falso crepúsculocreado por las copas de los árboles.

Soltó el manual y miró a Sarah, ataviadacon unos pantalones cortos y una camisa azulsin mangas. Estaba recién duchada y olía arepelente de insectos.

—Me encanta ese perfume —dijo él aldarle una palmadita en la pierna.

—Es el último grito en Nueva York ahoramismo. —Miró la mano de Jack un instante,lamentando que él no pudiera dejarla posadasobre su pierna.

El Profesor había alcanzado los seis nudosy la brisa creada por la velocidad extraresultaba agradable. Oyeron risas provenientesde unas cuantas secciones más al fondo,donde la mayor parte del equipo científico seencontraba reunido en la cubierta, tomando elaire después del almuerzo. Mendenhall estabade guardia junto a Jenks, y Sánchez y Carl

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estaban aprendiendo los puntos clave de laoperación sumergible en la sala de máquinas.Jack alzó la cabeza y preguntó dónde estabaDanielle Serrate.

—La última vez que la vi estaba en labiblioteca informática haciendo algo —respondió Sarah—. ¿Por qué? ¿Es qué estásempezando a preguntarte qué motivos tienepara haber venido con nosotros?

—Sí, cuesta creer que su presencia aquísolo esté motivada por su exmarido, pero alser la directora de su agencia y estarsancionada por su gobierno tras la ayuda queha ofrecido, no me importaría saber cuálesson sus motivaciones reales.

—¿El hecho de que Carl esté acercándosea ella influye en tu modo de pensar?

—Everett es adulto, sabe cuidar de símismo, creo. Ha pasado un año desde queperdió a Lisa y es hora de que empiece adarse cuenta de que hay otras mujeres en el

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mundo. Además, ¿le has oído hablar tanto enel último año?

—Sí, yo…El mismo objeto de su conversación los

interrumpió y Danielle se asomó por laescotilla abierta.

—Jack, ¡mira allí! —dijo al llegar a lacubierta y apoyarse contra la borda.

El comandante se levantó y Sarah y él sesituaron cada uno a un lado de Danielle.Inmediatamente, Jack vio lo que la mujerestaba señalando y se giró para correr hacia elintercomunicador del barco, donde aporreó elbotón.

—Apague los motores, suboficial —dijoantes de pulsar el botón marcado como «Ing»y añadir—: Carl, ¿sigues en Ingeniería?

—Sigo aquí —respondió.—Busca a alguien e id al saliente de popa;

utilizad un bichero y recoged esos cuerpos —

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dijo apresuradamente.Jack oyó los motores detenerse. Corrió

hacia la escotilla y bajó las escaleras decaracol. Rápidamente, fue hacia la sala demáquinas en la popa. Las dobles puertasestaban abiertas hacia el saliente de popa. Unade las sillas desmontables salió volandocuando los hombres maniobraron paracapturar con los ganchos los cuerpos queflotaban en el agua. Cuando se unió a ellos,vio que estaban hinchados.

—¡Joder! —gritó al alargar el brazo y abrirla baranda. Los cuatro hombres se esforzaronal máximo por subir a bordo los dos cuerpospor el saliente de popa y justo sobre las letrasnegras que decían «Profesor».

—¡Oh! —exclamó Carl cuando los invadióel olor. Con delicadeza, giró el más grande delos dos cuerpos y vio que era un hombreataviado con un traje de buceador. Elneopreno estaba estirado al máximo y se había

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rajado en la parte alta de los brazos y en losmuslos. Tenía la cara hinchada y deformada,pero eso no impedía ver las profundas heridasinfligidas en su rostro.

Jack oyó ruido detrás de ellos y vio aVirginia y a la doctora Allison Waltrip, jefa deMedicina del Grupo, corriendo hacia laspuertas dobles. Virginia contuvo un grito, peroWaltrip inmediatamente se agachó sobre lasdos formas inmóviles. Los tres marines dieronun paso atrás y se giraron hacia el calmadorío. La doctora pasó del cuerpo más grande almás pequeño. Con cuidado, lo giró y vio queera una chica que no podía haber tenido másde veinte o veintiún años. Ese cadáver estabahinchado como el otro, pero no presentabaheridas aparentes. Tenía los ojos abiertos,espantados, y cubiertos por una sustancialechosa que hizo que Virginia se giraraparcialmente antes de recordar suprofesionalidad. La doctora Waltrip comenzó

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a palpar el cuerpo en busca de alguna herida.La chica iba vestida con unos pantalonescortos y una blusa que a Jack le recordaron ala ropa que llevaba Sarah. La doctora deslizólos dedos por el cabello de la joven y sedetuvo.

—Herida de bala en la sien. Creo queestaba muerta antes de caer al agua, pero nopuedo estar segura sin una autopsia.

Después, volvió a centrar la atención en elhombre del traje de neopreno.

—Sus lesiones son considerables. Lasheridas de la cara no habrían puesto en peligrosu vida —giró al hombre—, pero estas heridasson lo suficientemente profundas como paraque varias arterias en la espalda esténseccionadas y los pulmones dañados. —Palpólas lesiones abiertas haciendo que todos seestremecieran un poco. Al pasar los dedos poruno de los cortes más grandes, extrajo algo ylo alzó hacia la luz de la cubierta. Era

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redondeado y estriado y parecía brillar con elefecto de un arcoíris.

—¿Qué es, doctora? —preguntó Carl.—No lo sé. —Lo miró más de cerca—.

Parece casi un folículo capilar por debajo, ¿loven? —Lo alzó para que todos pudieranexaminarlo.

—Creo que sé lo que es —dijo Heidi alacercarse y quitarle a la doctora el objeto.

—¿Qué? —preguntó Carl.—Parece exactamente una escama de pez;

una escama grandísima, pero una escama.Jack se acercó a la baranda y miró al agua.—Doctora Waltrip, ¿en dos horas podría

saber cómo han muerto?—Puedo intentarlo —respondió.Jack se dirigió al intercomunicador del

saliente de popa e informó a Jenks de queanclarían en mitad del afluente durante doshoras mientras se llevaba a cabo la autopsia de

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los dos cuerpos. Después, vio a los hombrestrasladar los cadáveres a los laboratoriosmédicos de la sección siete.

Cuando se marcharon, Jack alzó la miradahacia el dosel de árboles de selva tropical y viomotas de luz desvaneciéndose en el cielo.Después de albergar la esperanza de acceder ala laguna antes de que cayera la noche, ahoratenía que reconsiderarlo dadas lascircunstancias. Tal vez tendría que ordenarque permanecieran anclados durante mástiempo, ya que la idea de entrar en la lagunade Padilla en una total oscuridad no resultabanada atrayente. A pesar de haber halladocadáveres, la urgencia de llegar al lugar enbusca de posibles supervivientes se habíaconvertido en un asunto discutible. Ahoratendría que pensar en la seguridad de suequipo como su única prioridad.

Jack no podía sacarse de la cabeza laimagen de la joven que habían recogido del río

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y que, al ponerse esa ropa, jamás se habríaimaginado que moriría con ella. Del mismomodo que estaba seguro de que Sarah jamáshabría pensado algo semejante al ponerse unaropa similar aquella mañana.

Observó el agua y la quietud de la orillaante él. Tocó el arma de 9 mm que llevaba enun costado. De todos los lugares a los que lohabían destinado en su carrera, ese era el quemás lo había inquietado. ¿Era por la ausenciade luz solar directa? ¿Por las criaturas quepermanecían ocultas en la vasta fronda degigantescos árboles? Jack sabía que nuncahabía sido un hombre de premoniciones, yaun así sentía, estaba seguro, que era un lugarvedado para los hombres.

Al darse la vuelta para marcharse, unmovimiento en la orilla captó su atención. Sequedó quieto y no se volvió para mirar, sinoque utilizó su visión periférica. Detrás de losdensos matorrales que alineaban la orilla,

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había varios pequeños indios observando alProfesor situado en mitad del río. El únicosonido que captó fue el casi silenciosozumbido de los propulsores del navío mientrasforcejeaban contra la corriente. Los ruidos dela selva habían desaparecido y el silenciollenaba la última hora de la tarde. Los rostrosde los indios se veían pálidos en contraste conla oscuridad que los rodeaba y fue entoncescuando Jack decidió dejarles saber que estabaviéndolos. Se giró y alzó una mano, pero elgesto pasó desapercibido, ya que los indios sehabían desvanecido entre el follaje. Mientrasestaba allí sintiéndose como un estúpido, losgraznidos de los pájaros e incluso el rugido deun puma llenaron el aire cuando el sonidovolvió a rodearlo.

Varias personas se encontraban fuera dellaboratorio médico, en la sección seis,esperando noticias de la doctora Waltrip. Heidiy Virginia habían sido elegidas por la doctora

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como sus ayudantes en la morgue. Jack estabasentado junto a Sarah, Danielle, Carl, Keatingy el doctor Nathan, todos ellos ansiosos porconocer los resultados del examen médico delos dos cadáveres. Se mantenían en silencio.

Jack no había dicho nada sobre los indiosque había visto en la orilla, ya que sentía queesa información no le sería de ayuda a nadie;el descubrimiento de la deidad de los sincarosya había sido el tema de conversación durantecasi un día y medio. Una cosa que sí hizo fuesolicitar no solo que a los militares se lesdieran revólveres, sino también dos rifles porguardia. No tenía nada en contra de lapequeña tribu de nativos del río, pero hastaque descubriera las razones detrás de ladesaparición, ¿por qué correr riesgos? A pesarde todo, tenía la sensación de que la gente quehabía visto no era la responsable de esas dosmuertes; parecían curiosos, nada más. Deconversaciones previas con historiadores del

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Grupo, los profesionales que habían estudiadolas leyendas, había sabido que esa pequeñagente tenía todo el derecho a, por lo menos,sospechar de cualquier extraño que pasara porel río.

La puerta se abrió y Virginia fue la primeraen salir. Estaba pálida y parecía aturdidacuando pidió un café. Allison Waltrip salióquitándose los guantes y metiéndolos en unabolsa de plástico. Después, le pasó la bolsa aVirginia para que tirara los suyos y esta asintiócon la cabeza. A continuación, aceptó el caféque estaba ofreciéndole Danielle, que tambiénle tendió una taza a la doctora Waltrip. Ladoctora la aceptó dándole las gracias con ungesto de la cabeza.

—Jack, tenemos que enterrar estoscuerpos —dijo la doctora Waltrip—.Carecemos de instalaciones que nos permitanconservarlos aquí. —Se giró—. Capitán decorbeta Everett, ¿es marine, verdad?

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—Sí —respondió Carl.—Este hombre —alzó una bolsa de

plástico— también pertenecía a la Marina.Teniente Kyle Kennedy.

—No me suena —dijo Carl al tomar labolsa de plástico y examinar las cadenasmilitares.

—Tiene tatuada una pequeña focajugando con una pelota en su antebrazoderecho.

Carl se subió la manga.—¿Se parece a esto? —preguntó

mostrando su tatuaje de una foca de lasFuerzas Especiales.

—Exacto, aunque este tatuaje tenía uncuatro debajo, no un seis —respondió ladoctora.

—El equipo Seal Cuatro con base en SanDiego; son una fuerza de asalto excelente ybien entrenada. Pero nunca he oído nada

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sobre un tal Kennedy y conozco a la mayoríade ese equipo.

—Comandante, Virginia está al tanto delcontenido de su informe y dice que puedopreguntarle; tengo entendido que participó enoperaciones secretas y ha sido adiestrado paratoda clase de… —se detuvo y miró a Virginia.

—Flecha Rota —respondió Virginia.—Sí. Escenarios con operaciones de

Flecha Rota, preparados para enfrentarse aese tipo de cosas.

Jack parecía incómodo hablando de esocon tanta gente cerca, sobre todo conDanielle.

—Es verdad. Estoy cualificado paradesarmar o… ¿Por qué lo pregunta? —Soloesperaba que la gente no supiera que lalocución «flecha rota» era utilizada por losmilitares para designar una pérdida de armanuclear.

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—¿Puede identificar esto? —La doctoraWaltrip le entregó una segunda bolsa deplástico—. El teniente lo sujetó con tantafuerza en su mano derecha que he tenido quearrancárselo.

Jack tomó la bolsa y observó, mirando aCarl un instante antes porque sintió sus ojospuestos sobre él.

—La llave de una cabeza explosiva tácticaM-2678 —dijo de un modo apenas audible.

—Por Dios, Jack, ¿qué han traído esosidiotas? —preguntó Carl.

—Ni siquiera puedo llegar a imaginarmepor qué se creían que iban a necesitar unabomba atómica táctica aquí fuera —respondióJack cuando la sección quedó en silencio.

—Un misterio más que añadir a nuestralista —dijo la doctora Waltrip—. La chica notenía más de diecinueve años. Como he dichoahí fuera, murió como consecuencia de unposible disparo autoinfligido en la sien

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izquierda. Había quemaduras de pólvoraalrededor de la herida y partículas de pólvoraincrustadas en su mano izquierda, indicaciónde que estaba sosteniendo el arma que lamató. Era una bala de 9 mm. —Le entregóotra bolsa a Jack.

—Podría ser militar, pero quién sabe.La doctora Waltrip asintió.—Tenía las plantas del pie cortadas, como

si hubiera estado corriendo sobre unasuperficie áspera y en las heridas de sus pieshe encontrado esto. —Les mostró un pequeñotarro con bastoncillos de algodón en suinterior. Lo acercó a la luz y todos vieron elbrillo—. Diría que es oro lo que he encontradoen las lesiones, en el pelo, en la ropa, en lasfosas nasales y en los pulmones. Heencontrado lo mismo en casi cada parte delcuerpo.

No hubo preguntas, no se dijo nada. Carlle devolvió las chapas a la doctora.

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—Las guardaré en la caja fuerte del barco.Ahora, como he dicho, tenemos que enterrarestos cuerpos muy pronto. Se estándescomponiendo rápido.

—Las heridas, doctora, ¿y lo de lasmarcas en el submarinista? —preguntó Jack.

—Estaba guardando lo mejor para el final,comandante. Virginia, muéstrales la escama,por favor.

Virginia se metió la mano en el bolsillo desu bata y sacó una caja de plástico que le pasóa Jack.

—Sin la secuencia completa de ADN, queHeidi está realizando ahora mismo, no puedodecir mucho. Es una escama de una especiede agua dulce, pero según los datos quetenemos, no pertenece a las aguas de estemundo. Ni siquiera tenemos un informeprehistórico de que haya existido un fósil conescamas así. Fijaos en los profundos surcos de

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edad que recorren la escama. Pensé que soloservirían para indicar la edad, como los anillosde un árbol o los cuadrados del caparazón deuna tortuga, pero cuando la he examinado, heencontrado que la escama es casiimpenetrable. He utilizado un escarpelo y nohe podido cortarla. El folículo que había unidola escama a su huésped era casi humano. Ladiminuta muestra de sangre del folículo escomo la nuestra, e incluso la he marcadocomo O negativo. —Alzó una mano cuandotodos comenzaron a protestar—. No tengorespuestas, ninguna. Todo lo que hemosdescubierto no hace otra cosa que generar máspreguntas que respuestas. Ha sido Virginia laque ha encontrado algo que hace que meatreva a pedirle al comandante que lleve unequipo armado a la orilla cuando se entierrenlos cuerpos. Enséñaselo.

Virginia le quitó la caja de plástico a Jack yla acercó a la luz. También resplandeció con

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oro.—Como pueden apreciar, al igual que la

chica, está cubierta de partículas de oro, másconocidas como polvo de oro. Hemosexaminado tanto el oro de la escama como elde la chica y hemos encontrado que es oroprocesado. No oro en su estado natural; ya lohabían calentado y fundido. El microscopio deelectrones lo ha verificado —dijo aúnsosteniendo la escama junto a la luz—. Estaspartículas provenían de lingotes, tal vez derestos dejados en los moldes que se utilizaron.Pero la escama… —vaciló.

—¿Qué? —preguntó Sarah.—Agárrense. Estaba contaminada… con

una fuente de uranio enriquecido,probablemente procedente de una bombaatómica dañada que, según la llave representae indica, podría estar aquí abajo. Pero hay unextraño factor en juego; la muestra de sangrede la escama no reflejaba efectos a largo plazo

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de ello. La criatura de donde proviene estaescama parece ser inmune a la radiación.

—Eso es imposible —dijo Keating, a sulado.

—Es mi campo de trabajo, profesor —contestó ella en voz baja—. Sé perfectamentelo que es y no es posible, y el envenenamientopor radiación es un absoluto; no hay especiesanimales inmunes. Pero si pudiéramosdescubrir por qué esta especie en particular síque es, o era, inmune, sería un descubrimientoque beneficiaría a la raza humana de un modoincreíble.

—¿Por qué? ¿Para que pudiéramos hacerla guerra nuclear no solo probable, sinofactible, darles a los gobiernos el permiso paracargarse a todo el mundo limpiamente y sinpreocupaciones? —argumentó Keating.

Virginia bajó la escama y miró al doctorKeating.

—No, en absoluto, me sorprende que

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pueda pensar que consideraría una teoría tanterrible —dijo mirando a Keating hasta que éldesvió la mirada y sacudió la cabeza—. Peroestaba pensando, profesor, que tal vezpodríamos ahorrarles a cientos de miles depersonas que padecen cáncer el ultraje de losefectos de los tratamientos por radiación. Talvez evitar que una niña vomite cada vez quela ciencia moderna intenta ayudarla o evitarque se le caiga el pelo, además de acabar conel dolor que produce la quimioterapia. Se tratade eso, no de hacer factible una guerranuclear.

—Mis disculpas, Virginia, ha sido uncomentario que no te correspondía —dijoKeating apretando cariñosamente su hombroderecho.

—Muéstrales el otro artículo, Virginia, larazón por la que el equipo de enterramientonecesita ir armado y tener mucho cuidado —señaló la doctora Waltrip.

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Virginia cerró los ojos un momento ypensó. A continuación, introdujo la mano en labata de laboratorio y extrajo una fotografía.

—La he aumentado por ordenador. La hesacado de las dos estatuas que los incascolocaron en la orilla —dijo al acercar denuevo la escama a la luz y mostrar lafotografía para comparar—. ¿Veis las escamasde las estatuas? Aparecen grabadas de maneratenue en la piedra. Ahora fijaos en los surcosde esta escama —añadió aproximando la cajade plástico a la luz— y comparadlos con loque una raza que ya no existe talló hacecientos o, quizá, miles de años.

—¡Joder! —exclamó Carl.—Los surcos son idénticos. ¿Por qué iban

los talladores incas a duplicar algo en susestatuas que podían conocer simplementeviéndolo? —preguntó Sarah.

—Tal vez porque estaban tallandobasándose en una experiencia real y las

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estatuas que tallaron eran de un animal real —respondió Virginia pasando la escama y lafotografía.

—Supongo que Helen Zachary estabatrabajando en algo relacionado con ese fósil —apuntó Jack.

—Sí, aunque quizá no haya conseguidopermanecer con vida lo suficiente para recibirfelicitaciones por ello —contestó Danielletocando el brazo de Carl.

Les había llevado una hora más dejar aJack y a un grupo en tierra para dar sepulturaa los muertos. Durante el tiempo que tardaron,los sonidos de la selva cesaron como unamuestra de respeto ante lo que estabasucediendo. Los cuerpos fueron enterradosrápidamente. Unas grandes rocas se colocaronsobre ellos para evitar que los depredadores seacercaran y después Jack urgió al grupo avolver a bordo. En todo momento sintió losojos de los sincaros, o quienesquiera que

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fueran los indígenas de la actualidad, sobreellos.

—Carl —dijo justo antes de llegar a laimprovisada rampa.

El capitán de corbeta se detuvo y examinólos alrededores en la semioscuridad. El sudorle caía por la cara cuando miró al comandante.

—Esa llave —dijo Jack.—Sí, es preocupante, Jack.No hizo falta añadir nada porque Carl

estaba tan bien entrenado en cuestión debombas atómicas como Jack. Sabía quecuando giras una llave de activación en una delas cabezas para armarla, la mitad inferior dela llave se suelta; eso es lo que conecta elcircuito, crea un puente, y permite así que seactive la cabeza explosiva. Después, lo únicoque tienes que hacer es fijar el tiempo o pulsarun botón.

—La llave está intacta, ¿verdad, Jack?

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Collins se metió la mano en el bolsillo parasacar la llave de activación. La alzó y Carl vioque la sección inferior tenía un borde, como silo hubieran arrancado.

—Oh, joder.—Odio decirlo, pero tenemos una bomba

atómica activa en algún lugar de esa laguna.Los dos sabían que una vez se había

completado el circuito de activación, no podíacerrarse. Tendría que ser desarmadomanualmente.

—De acuerdo, los dos estamos entrenadosen operaciones de Flecha Rota. Podemosdesarmarla —dijo Jack.

—Sí, ya, pero ¿dónde cojones está? Unmono cabreado podría activar esa puta cosasolo con mirarla fijamente.

—Nuestras prioridades han cambiado unavez más, marinero.

A bordo del Profesor, todo el mundo

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seguía en la cubierta a excepción de DanielleSerrate. Estaba sola en la sección denavegación, sentada allí, sin más. La pantallaprincipal de la mesa estaba oscura y en esemomento ella la utilizaba como un mantelitopara el café. Se encontraba tan sumida en suspensamientos que no oyó a Sarah entrar.

—Bueno, ¿cómo lo lleváis Carl y tú? —preguntó Sarah al sentarse en uno de lossillones junto al mamparo exterior.

—Eres una mujer curiosa, ¿verdad?—Solo porque aprecio a Carl y padezco

de instinto maternal, especialmente cuando setrata de él. Necesita que alguien lo cuide,como la mayoría de los hombres, supongo —dijo Sarah.

Danielle la miró un buen rato sin decirnada. Después, sonrió.

—Yo no tengo ese instinto maternal.¿Otros instintos? Sí. Ese en particular, no.

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Sarah le devolvió la sonrisa y se apartó dela mesa.

—Apuesto a que tiene otros instintos,señora Farbeaux… Vaya, lo siento. Odio esto—dijo sacudiendo la cabeza y dándose unapalmadita en la cabeza—. Señora Serrate,quería decir. Pero apuesto a que se trata, másbien, de un instinto de supervivencia.

—De esa clase y de muchas otras, miquerida Sarah —respondió Danielle al ver aSarah marcharse. Se levantó, derramando sucafé en el proceso, y después se forzó acalmarse. Miró a su alrededor buscando untrapo y, al no encontrarlo, miró hacia la zonade la cabina y entró en silencio.

El Río Madonna, cinco kilómetros río

abajo El gran barco estaba viajando a cinco

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nudos, igual que la última velocidad queconocían del Profesor. Al capitán le habíallevado más tiempo del que se habíaimaginado volver a erguir el palo mayor y lasantenas después de salir de la cueva, y desdeentonces, había tenido que hacer numerosasreparaciones ya que, sin darse cuenta, habíadañado su casco en la oscuridad de la cueva.Fue su habilidad como capitán fluvial lo queevitó que chocara contra una de las dentadasparedes. El francés había sido de grandísimaayuda, ya que había colaborado en el puente,informando de las profundidades y haciendocorrecciones del curso del barco. El hombre,en efecto, sabía bien cómo sobrevivir ensituaciones difíciles, pero ese tonto de Méndezy sus hombres eran otra historia. Se habíanacobardado en la absoluta oscuridad de lacueva y eso era algo que el capitán nuncaolvidaría. De ahí en adelante, habría quevigilar a los colombianos.

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Hasta el momento habían tenido un soloaccidente en esa extraña travesía. Al hacer unsondeo físico después de que el calón llevarafallando una hora, a uno de sus hombres se lehabía enredado la cuerda de la sonda al anclay se había sumergido para soltarla mientrasdos hombres lo sostenían por los tobillos y élse balanceaba de un lado a otro. El agua depronto había erupcionado violentamente y elhombre había empezado a gritar. Cuando loshombres lo sacaron, un largo rastro de sangresalpicó la pintura blanca al alzarlo. Le habíanarrancado la mano por completo. Uno de loshombres, Indio Asana, criado en el corazón dela cuenca del Amazonas, había dicho que elgran pez que lo había hecho no se parecía aninguno que él hubiera visto antes en el río,con una gran y prominente mandíbula y unacola que parecía tan fuerte como para partiren dos una tabla de cinco por diez. Dijo quetenía aletas en ella a diferencia de cualquier

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otro que hubiera visto, y ya que fue Indio elque lo había dicho, el capitán no dudó de suveracidad.

—Capitán, he recibido una señal a casicinco kilómetros delante de nosotros —dijo elencargado de radio y sonar desde su pequeñamesa en la parte trasera de la cabina deltimonel.

—Señor Farbeaux, una señal de losnorteamericanos: alguien nos ha localizado conuna búsqueda por sonar activo.

A Farbeaux le sorprendió que el capitántuviera idea de lo que implicaba eso.

—¿Está seguro?—Sí, mi equipo, aunque no es lo último en

la Marina de Estados Unidos, señor, esbastante adecuado para nosotros, lossuramericanos bebedores de ron —dijosonriendo a través del humo de su puro.

—No pretendía ser irrespetuoso, capitán.

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¿A cuánta distancia diría que se originó labúsqueda?

—Mi operario dice que a cinco kilómetrosrío arriba, señor —respondió al girar el grantimón y dirigirse hacia la orilla, anticipándose ala orden del francés.

—Será mejor que nos retrasemos un poco;puede que hayan parado por alguna razón.Anclemos por un momento, ¿está de acuerdo,capitán?

— S í , señor, de hecho ya lo estamoshaciendo —contestó el capitán al enderezar eltimón y llevar al Río Madonna hasta la orillasur del afluente.

Santos ordenó que se bajaran las anclas deproa y de popa y se apagaran los motoresgemelos. Varios hombres corrieron hacia popay, con largos postes, detuvieron el impulso dela gran gabarra remolque que transportaba elequipo del francés. Una vez quedó satisfecho,observó cómo Farbeaux se dirigía a la cubierta

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de popa a informar del retraso a su majestad,el señor Méndez. Los gritos y la cólera ante lainesperada parada se desatarían en cualquiermomento y el capitán sonrió al preguntarsecuánto tardaría Farbeaux en meterle una balaen la cabeza a ese idiota.

También se preguntó quién habríaactivado accidentalmente el botón de sonaractivo del barco norteamericano,advirtiéndolos a ellos de que el extraño barcose había detenido más adelante. Muyoportuno, pensó y se rió, feliz de que elfrancés estuviera de su lado. Pero cuandomiró río arriba su sonrisa se desvaneció. Enalgún punto más adelante había una lagunaajena a las risas de cualquier tipo, y que,según se rumoreaba, era un lugar de purodolor, y él estaba siguiendo a ciegas a esefrancés hacia el corazón de ese oscuro lugar.El capitán se sacó una extraña medalla dedebajo de su camisa, la besó y volvió a

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ponerla en su sitio. Después, apagó la luzsuperior y se quedó sentado en la oscuridad,escuchando los familiares sonidos que habíaoído desde su infancia. Más adelante, en elrío, aguardaban las leyendas, como lo habíanhecho durante miles de años, para serrecibidas en las codiciosas manos del hombre.De nuevo, el capitán se sacó el medallón de lacamisa y se santiguó.

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Quinta parte

EL mundo perdido «Mirando sumido en esa oscuridad

permanecí largo rato, atónito, temeroso,dudando, soñando sueños que ningún mortalse hubiera atrevido jamás a soñar.»

Edgar Allan Poe

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17

CUANDO el Profesor lentamente bordeóuna larga curva, las calmadas aguas de prontose enfurecieron y se volvieron blancas conespumosos rápidos. Jenks maldijo y diomarcha atrás. La tripulación, mitad de guardia,mitad dormida en sus literas, salió propulsada.Los que estaban de guardia perdieron elequilibrio y aterrizaron en cubierta, mientrasque los demás maldijeron cuando se golpearonla cabeza contra las luces del techo. Otroscuantos se cayeron de sus literas.

Jenks vio que estaba librando una batallaperdida cuando el río se apoderó del Profesory lo lanzó hacia delante como si estuvierasobre una ola. Unas espumosas aguas cayeronpor encima de su proa de cristal y dio laimpresión de que acabaría sumergido bajo el

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río. Maldijo de nuevo cuando sintió unrepentino golpe bajo el casco y el barco sealzó más de medio metro en el oscurecidoespacio que formaba el impenetrable dosel deárboles. Encontró los interruptores deemergencia que controlaban los protectoressubacuáticos de las portillas y los pulsó todostan rápido como pudo. No pudo oír el ruidohidráulico que indicaba que los protectores deacero estaban deslizándose.

Jack fue avanzando por las seccioneshasta que llegó a la cabina y se dejó caer sobreel asiento.

—¿Qué tenemos aquí, suboficial? —preguntó al colocarse el arnés sobre loshombros y ajustarlo.

—Rápidos salidos de la nada, sin previoaviso; no ha habido ningún cambio en lacorriente que indicara que tendríamos unasaguas tan bravas más adelante.

Bajo su mirada, el Profesor chocó contra

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una gran roca saliente y rebotó hacia el centrodel ahora loco afluente. Giró veinte grados aestribor y pudo oír improperios de la genteque caía contra la cubierta. Jack alargó lamano, conectó el micrófono 1 y se dirigió alos que estaban situados en la parte trasera.

—¡Que todo el mundo se abroche loscinturones! —gritó por encima del ruido de losrápidos.

Jenks empujó la palanca hasta la derecha,intentando enderezar al Profesor, que volvió agolpearse contra la orilla izquierda. Lasalarmas comenzaron a sonar. Había riesgo deincendio en la sección de Ingeniería y variasescotillas abiertas. Una alarma de daños seoyó en la sección cinco, anunciando queestaba entrando agua.

—¡Hijo de puta! Espero que estos chicosestén preparándose ante esa alerta de incendio—dijo al llevar los motores a potencia máximay marcha atrás.

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El Profesor no respondió mientras sedesplazaba hacia el centro del afluente.

—¡Estamos en una inclinación muypronunciada! —gritó Jack después de mirar elcalibrador.

—Imposible. No había corriente, ¡a menosque estemos cayendo en algún puto agujero!—gritó Jenks.

Otras alarmas sonaron indicando que elProfesor tenía problemas en la sección ocho.

—¡Suboficial, tenemos un gran agujero enla sección siete, entre esta y la sección ocho!—gritó Carl por el intercomunicador.

—Encárgate tú, Sapo, aquí estamos muyocupados —respondió Jenks cuando elenorme barco dio contra una roca en el centrodel afluente y volvió a elevarse antes de caeren las blancas aguas, esparciendo una cantidadenorme de líquido y dejando la cabina tresmetros bajo la turbulenta agua. De nuevo, elProfesor tocó con violencia la orilla derecha.

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En esa ocasión chocó contra la roca. Todosoyeron el horrible crujido del material decomposite cuando se enderezó y viró a babor.

Igual de pronto que las aguas bravasaparecieron, desaparecieron, y el Profesor sequedó trazando un lento círculo en mitad deun afluente mucho más ancho. Los reflectoresiluminaron las orillas gemelas al girar hacia laribera y, después, al situarse frente al río.Jenks activó los reactores de estribor y elProfesor redujo la velocidad de su giro, perouno de los reactores debía de estar dañadoporque no desaceleró lo suficientementerápido. Al final, el enorme barco chocó contrala arenosa orilla y eso hizo que dejara de darvueltas. Jenks hizo lo mismo con los reactoresde popa y el barco detuvo el giro provocado alrebotar contra la orilla y que lo habríamandado en la dirección contraria. Jenks pulsóel interruptor para activar el sistemaautomático de mantenimiento de posición,

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esperando que aún funcionara después delviaje en montaña rusa que había hecho elbarco. El Profesor no se diseñó para hacerrafting por aguas rápidas. Todo estaba encalma mientras oía los propulsores trabajandoen alternantes estallidos de agua. Finalmente,el Profesor se detuvo por completo. Las lucesde todas las secciones de popa se habíanapagado y la tripulación estaba navegando solocon la tenue luz de emergencia alimentada porbatería.

—Comandante, en la parte posterior deesta sección encontrará la caja de fusibles.Arregle ese interruptor para que podamos verlos daños que hay, ¿de acuerdo?

Jack se desabrochó el arnés de seguridad yfue hacia la popa, donde enseguida encontró elpanel cubierto de cristal y lo abrió. Tresgrandes interruptores habían saltado. Pulsó elprimero y después los otros dos. Las lucessuperiores volvieron y pudo sentir cómo todos

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suspiraron aliviados. Oyó a Jenks por elintercomunicador.

—Ingeniería, ¿cuál es vuestra situación?—Un minuto, suboficial, aún estamos

colocando algunas piezas por aquí —le gritóMendenhall.

Jack fue a comprobar cómo estaban losdemás. Encontró a Sarah y Danielle ayudandoal cocinero con un pequeño incendio que sehabía generado en el horno. Los ventiladoresdel techo estaban despejando el humo ysupuso que lo tenían controlado, así que siguióavanzando. En la sección ocho vio que Carl,Sánchez y los profesores Ellenshaw y Keatingestaban sellando el marco que rodeaba una delas ventanas subacuáticas. Mientrastrabajaban, tenían unos cinco centímetros deagua rodeándoles los tobillos.

—¿Está controlado? —preguntó Jack.Carl lo miró y asintió. Tenía un buen corte

en la frente.

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—Cúrate eso, Carl —le dijo Jackseñalándose la frente. Después, se marchó.

El resto del departamento de Cienciasestaba bien, a excepción de unas cuantaslesiones sin importancia y daños en el equipo.Era la sección de Ingeniería la que preocupabaa Jack, donde un metro y medio de aguacubría las dos plataformas de los motores.Mendenhall estaba arrodillado trabajando conel motor número dos.

—¿Qué tienes, Will? —le preguntó Jack.Mendenhall se sentó en el agua y lo miró.—El motor dos se ha desarmado,

comandante. Tardará un tiempo en funcionar.El eje que lo comunica con el reactor principalha quedado doblado como una galleta de esascon forma de lazo y por lo menosnecesitaremos cinco días para repararlo.

Jack se acercó al intercomunicador y llamóa Jenks.

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—Suboficial, hemos perdido el númerodos y necesita una extensa reparación. Elnúmero uno parece estar bien, pero tendremosque tomárnoslo con calma.

—Ahora mismo no lo necesitamos —respondió Jenks.

—¿Por qué? Podemos llevarlo a pocosnudos —contestó Jack.

—No lo necesitamos por ahora. Dígales alos chicos que trabajaremos con el númerodos en los próximos días, mientras su gente dacon lo que ha venido a buscar.

—¿De qué está hablando, suboficial?—Comandante, hemos encontrado su

jodida laguna —dijo Jenks con tranquilidad.Había quince personas en la cubierta

superior mirando lo que solo podía describirsecomo un mundo perdido. La inmensa cascadaera tal como la describía la leyenda. El aguacaía desde un manantial situado a varios

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metros en el aire. El centro de la gran lagunaestaba moteado por la luz del sol más brillanteque pudiesen recordar, mientras que losmárgenes del agua permanecían en una casiabsoluta oscuridad. El caos provocado por lagigantesca catarata generaba su propio sistemade vientos y corrientes que refrescaban a losque estaban en la cubierta y los liberaban delimplacable calor y de la humedad. Rodeandola laguna había unas amplias riberas que seextendían desde el agua como las arenas queuno podría encontrarse solo en los más lujososhoteles de Waikiki. Pero, con mucho, el rasgosobresaliente de todo ese escenario era elgigantesco arco de piedra que se alzaba por loslados de la catarata y que parecía contar conuna prolongación bajo las aguas. Dos deidadesde piedra hacían guardia a cada lado,flanqueando la cascada. Eran similares a lasextrañas estatuas que habían visto antes, perocon un estilo más ornamentado. Las manos de

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ambas deidades agarraban con fuerza dosimpresionantes lanzas de treinta metros.

—Nunca en mi vida había contempladoalgo tan hermoso como esto —dijo Danielle alacercarse a Carl.

—Es una pasada.—De acuerdo, necesito ir acompañado

para mayor seguridad —dijo Jack—, y vamosa empezar a organizarnos. Con toda estabelleza natural, se me ha pasado una cosa. Elbarco de Zachary no está por ninguna parte.

La admiración de la laguna y del boscosovalle se detuvo en cuanto Jack mencionó elnavío desaparecido. Lo que había sido unaimagen impactante de pronto pasó a ser algoominoso para todos. En algún lugar de lajungla un papagayo chillaba, y el Profesorescoró a estribor, oscilando hacia la luz del solen el centro de la laguna.

La mayoría de los equipos científicos sedividieron en grupos de reparación. El equipo

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de Seguridad preparó una zódiac de gomapara explorar la orilla en busca de algo quepudiera ayudarlos a localizar a la profesoraZachary y a su equipo. Jack había intentadoestablecer una trasmisión por satélite con elBoris y Natasha, pero el plato transmisor sehabía soltado de la montura en lo alto del palomayor. Tommy Stiles había sido el elegidopara repararlo.

Jack, Mendenhall, Carl, Sánchez, Jacksony Shaw desamarraron la zódiac hinchable.Carl estaba al timón y viró la barca hacia laoscuridad de la laguna en dirección a la riberamás ancha situada en el lado este. El motorEvinrude de setenta y cinco caballos quebró elsilencio de la laguna y de los rocosos murosque la rodeaban. Revolucionó al máximo elmotor los últimos diez metros y alejó la barcatodo lo posible hasta la arenosa orilla,elevando el motor del agua cuando la zódiacllegó a la orilla.

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Jack fue el primero en salir con su M-16apuntado hacia la absoluta oscuridad del límiteforestal. Los demás se unieron a él y siguieronsu ejemplo. La extrema quietud acompañó elsilencio de todos ellos mientras oteaban lazona que los rodeaba. Jack miró atrás, hacia lasilueta, y la iluminación interior del Profesor,que permanecía en el centro de la lagunaalumbrada por el sol. Miró el reloj; lesquedaba aproximadamente una hora de luzsolar. Si es que a esto se le puede llamar luzsolar, pensó.

—Formación en línea recta, caballeros.Carl, tú sitúate en la retaguardia.

Jack echó a andar por la orilla y siguió lamarca del caudal hasta el sur. Cada tresmetros inspeccionaban la laguna. Mendenhallsacó de su mochila una pequeña vara con loque parecía una bombilla en el extremo y laclavó en la arena; se dedicó a colocar unadetrás de otra y alineó la valla láser de aviso

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temprano para poder protegerse de algo quepudiera entrar en el agua desde la zona detierra. Según avanzaban, oyeron los sonidosdel bosque cuando recobró vida. El graznidode los pájaros y el charloteo de los monos lespermitió relajarse, ya que al menos esos eranruidos que podían identificar. Siguieroncolocando sus alarmas de perímetro a lo largode los siguientes cuarenta minutos. Aunquehabían cubierto solo la mitad del perímetro allado este de la laguna, sería una mitad quepodrían ignorar básicamente durante laincipiente noche, ya que nada que superara lostreinta centímetros de alto podría traspasar elláser que unía cada polo con el anterior y elposterior en la cadena.

—De acuerdo, vamos a volver atrás demomento —dijo Jack decepcionado por nohaber visto nada, y sin una sola prueba de queallí hubiera habido alguien en algún momento.

Sánchez estaba mirando en la

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semioscuridad cuando tocó con el pie unobjeto enterrado en la arena. Se agachó y viouna pieza de metal oxidada que resaltaba en ladorada playa. Tiró de ella, pero no se movió.Después, quitó la arena de alrededor de laoxidada prominencia. Mendenhall se unió a élcuando los demás se detuvieron y los doshombres tiraron hasta que finalmente el metalsalió y ellos cayeron sobre la arena mientrasSánchez sostenía una forma curvada.

—Mirad esto —dijo asombrado.Le faltaba la empuñadura y pudieron ver

los restos de tela trenzada que en su momentohabría cubierto el mango. La hoja de la espadaestaba casi intacta, pero el una vez afiladoborde estaba comido por el óxido.

—¡Joder! ¿Cuántos años creéis quetendrá? —preguntó Sánchez.

—Yo diría que unos quinientos setenta ytantos —respondió Jack—. Venga, volvamos.Puedes llevarte tu premio y enseñárselo a los

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expertos.Sánchez sacudió suavemente en el aire la

espada española, impresionado con sudescubrimiento.

Durante el regreso, Jack y Carl,especialmente, mantuvieron los ojos puestosno solo en el bosque, sino en la lagunatambién. Sin embargo, fue Mendenhall el quelo vio primero.

—Oh, no.Jack se detuvo y observó la zona justo

dentro de los límites forestales hacia dondeMendenhall estaba mirando. El comandante seestremeció y echó a andar hacia allí.

Esparcidos por todas partes estaban losrestos de la expedición Zachary. Jack contó almenos catorce cuerpos e indicó a sus hombresque se dispersaran y comenzaran a analizar ladantesca escena. La gente parecía haber sidoatacada por un animal. Los restos estaban porahí, tirados como muñecos raídos entre los

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escombros de las tiendas y los suministros.Chicos y chicas. Así era como lo veía Jack.Solo eran niños.

—Por Dios, comandante —fue todo loque Mendenhall pudo decir.

Sánchez contempló horrorizado lo quetenía ante él. Todos habían visto bajas antesen los conflictos del Golfo, pero nada podíacompararse con eso. Sánchez miró la espadaque había estado sosteniendo como si fuera unpremio y dejó que se deslizara de entre susdedos.

—Antes de que los enterremos, debemostraer aquí a los científicos para que les echenun vistazo —dijo Jack—. Venga, a movernos.La lista de embarque nos informa de que haymás gente que esta. Puede que tengamossupervivientes.

Aunque sonó decidido, Jack cada veztenía menos confianza en encontrar a alguienvivo.

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Jack ya había publicado la lista de losequipos para la guardia nocturna y mantuvo elestado de alerta en un cincuenta por ciento.Tras regresar de la orilla y entregarle el aceroespañol a los científicos, el barco bullía con elconocimiento de que Padilla había estadoefectivamente en el valle, que la leyenda ya noera leyenda, sino realidad. Jenks había hechosonar la bocina de navegación en tresocasiones por si había supervivientes de laexpedición de Zachary ocultos en la selva.Sonó en intervalos de dos minutos, pero nadieapareció. Desde la fuerte intrusión de sonido,la selva que rodeaba la laguna había adoptadoun inusual silencio.

Virginia y los demás habían recuperado elcuerpo de uno de los estudiantes paraexaminarlo, mientras que a los demás loshabían enterrado apresuradamente en la arena.Sarah había expresado la opinión de que loscuerpos no habían sufrido más destrozos por

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parte del animal que los había matado graciasa la protección de las pequeñas criaturas quehabitaban las aguas de la laguna. Lospequeños monos habían observado desde lassombras de los árboles cómo los hombreshabían ejecutado su espantosa labor de reuniry enterrar los restos. Se oyeron variosmurmullos y suspiros procedentes de lascriaturas mientras los cuerpos eran cubiertospor la arena.

Las reparaciones del Profesor progresarona buen ritmo a lo largo de la noche. Lo únicoque quedaría después sería la reparación delmotor número dos. Montarlo y sustituir el ejellevaría más de tres días enteros, pero Jenksno veía ningún problema en volver a ponerlo atrabajar a pleno rendimiento. Necesitarían esemotor para cruzar los rápidos fuera de lalaguna, y fue solo cuestión de suerte quetuvieran un eje de repuesto en el almacén delbarco.

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—¡Preparados con las bombas de lastre!—gritó Jenks al pulsar el botón y comenzar allenar los tanques de lastre del Profesor parahacerlo descender en el agua y que susventanas inferiores pudieran tener unasmejores vistas de la laguna.

La tripulación oyó el sonido de las bombassegún el agua iba entrando en los cuatroinmensos tanques que rodeaban el cascointerno del barco y todos miraron a lasventanas cuando el enorme barco comenzó ahundirse en el agua. Ahora exactamente lamitad de la embarcación estaba por debajo dela superficie de la extraña laguna. El salientede popa se encontraba solamente a quincecentímetros sobre la línea de flotación y suspuertas traseras permanecerían cerradasmientras estuviera ahí. Los reflectoressubacuáticos lograban, con mucho, disipar laoscuridad alrededor y por debajo del barco,además de avivar la majestuosidad de lo que

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contenía la laguna. Peces de todas clases seacercaban y pasaban por delante de las luces,tan curiosos ante su presencia como la que latripulación sentía por los peces. Sarah mirabapor encima del hombro de Carl. Los pecesentraban y salían de su ángulo de visión,acercándose a los grandes ojos de buey, y sequedó asombrada al advertir que no le teníanmiedo a esa rara embarcación.

—¿Cuándo tienes pensando dejarnosentrar en la mina, Jack? —preguntó Virginiaquitándose unos guantes de goma al acceder ala sala.

—No hasta que el Profesor vuelva a estaral cien por cien, por si de pronto tenemos quesalir echando leches —respondió.

—Pero Jack…Miró a Virginia y ella se encogió de

hombros, consciente de lo fútil de suargumento. Añadió:

—Llevas razón; tal vez mañana podamos

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meter alguna sonda.—Quiero examinarla tanto como los

demás, Virginia, pero solo porque puede queaparezca gente recluida ahí. Sin embargo, noperderé a nadie porque no hayamos tomadolas precauciones pertinentes. El satélite sigueabajo y, sí, aunque tengamos que gastar todaslas sondas que transportamos, mañanabuscaremos supervivientes. ¿Qué hasencontrado en la autopsia?

—Bueno —respondió Virginia al sentarseen uno de los grandes sillones—, las lesionescorresponden al ataque de un animal salvaje.Grandes laceraciones en el torso y la cabeza.La causa de la muerte fue una hemorragiamasiva. Me temo que, sin más equipo, nosvemos limitados en cuanto a las pruebas quepodemos realizar. —Se excusó y se marchó alver al suboficial atravesar el pasillo exterior.

Jack la vio marcharse y sacudió la cabeza.—Espero que todo el mundo comprenda

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que no podemos irrumpir en esa cueva, omina, hasta que sepamos a qué demonios nosestamos enfrentando aquí.

—Virginia está ansiosa, igual que todosnosotros, por encontrar a esos chicos. Sabeque tienes que esperar. Creo que estás siendoduro contigo mismo. Esperar es lo correcto —dijo Sarah.

Jack miró a Sarah y a Carl, que supo enqué estaba pensando. Carl asintió y Jackhabló.

—Sarah, ¿recuerdas lo de esa llave debomba que encontramos?

—¿Qué pasa con ella?—La llave se utilizó. En algún lugar ahí

fuera, o tal vez dentro de la mina, tenemosuna bomba. Me temo que nuestras prioridadeshan cambiado. Por razones quedesconocemos, alguien quería destruir estelugar. Aunque hay que encontrar a los

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chavales, si están vivos, ahora tenemos unarma nuclear activa en juego.

No sabía si le gustó conocer esainformación.

—Sí, entiendo.En la cubierta superior, Virginia se unió a

Danielle y al suboficial mientras veían lasestrellas salir directamente sobre ellos. Lossonidos de la noche por fin habían regresadodespués de la acometida de la sirena: losinsectos y la fauna salvaje dejaban que se losoyera de nuevo, y eso hizo que la tripulaciónque estaba fuera se sintiera mejor. No habíanada peor que el silencio.

—Maravilloso —dijo Virginia al alzar lamirada hacia el espacio vacío que les concedíael centro de la laguna.

—Ni humo ni luces de la ciudad que lasoscurezcan —apuntó Jenks al dejar de miraral cielo para mirar a Virginia. Se había afeitadoy se había puesto una camiseta limpia para la

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guardia de la noche.—Creo que iré a ver qué hace el sargento

Mendenhall en la popa —dijo Danielleexcusándose.

Jenks se contuvo cuando comenzó afijarse instintivamente en los ajustadospantalones cortos de Danielle mientras ella sealejaba. Se giró hacia Virginia y se sacó de laboca la colilla de su puro.

—Bueno, doctora, aquí te tengo…Virginia interrumpió su comentario.—A mí también me gustas, suboficial, y

seguiremos con esto cuando volvamos a casa.Jenks abrió los ojos de par en par mientras

miraba a la alta mujer.—¡Que me jodan y me vaya al infierno!

—farfulló.El cabo Sánchez estaba encargado de la

guardia de la torre y se sintió arrullado por eldelicado movimiento del barco. Apoyó los

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codos en la baranda justo encima de laplataforma del radar que se extendía haciafuera desde la vela. El suave zumbidoeléctrico también ayudó a inducir el sueño queestaba sintiendo mientras observaba lasblancas arenas de la orilla a casi doscientosmetros de distancia. Lentamente, se giró yexaminó el otro lado de la laguna; estabatranquilo. Respiró hondo y agradeció larefrescante brisa que lo invadió, aunque nosabía cómo había podido atravesar la densafronda de árboles. Pero, fuera como fuera, eraagradable. Se giró hacia la orilla que habíanvisitado esa tarde y observó. Alzó losprismáticos de visión nocturna y escaneóprimero la playa y después el límite forestal.La cerca láser que habían colocado estaba enfuncionamiento y brillaba. Un leve sonidocaptó su atención. Giró las lentes y miró a laizquierda de donde habían dejado la zódiac.No vio nada. Miró la caja de la alarma de

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aviso conectada por radio a la línea de láser.De los treinta sensores, todas las luces verdesestaban encendidas formando un semicírculo;nada había cruzado la línea desde la selva.Pero mientras miraba de nuevo por losprismáticos, no advirtió que una gran línea deburbujas brotaba al tiempo que algo se movíay se alejaba de la zona de la cascada. Estabaalzándose desde las profundas aguas ydirigiéndose al Profesor.

Jack y Carl dejaron a Sarah y fueron haciala popa a preparar las sondas teledirigidas queutilizarían al día siguiente para la inspección dela mina. Jack quería soltarlas esa noche ante lapresión de encontrar cualquier supervivientedel equipo de Zachary, pero Jenks teníarazón, la luz del día era mejor. No teníasentido perder las sondas que les quedaban enuna búsqueda nocturna.

Tras acceder a la zona de Ingeniería,vieron al profesor Ellenshaw y a Nathan

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llenando los tanques de aire de emergencia dela campana de inmersión para tres tripulantesque aguardaba en su armazón de acero juntoal sumergible. Su cable y sus mangueras deaire se encontraban en un gran bidón de acero.Había herramientas dispuestas en una grantela sobre la cubierta, ya que habían estadotrabajando con las monturas rotas del motor.El sistema de megafonía del barco se activó.

—Comandante, aquí Jackson. Tengo unobjetivo dirigiéndose a nosotros a unos tresnudos, parece estar a unos seis u ocho metrosde profundidad. Según la lectura deldispositivo, es muy grande.

Jack estaba a punto de agarrar elintercomunicador cuando el Profesor fuesacudido hacia estribor. Carl perdió elequilibrio y cayó a la cubierta, y Ellenshawcasi quedó aplastado por la campana deinmersión cuando se soltó de su armazón deacero y giró hacia la pasarela. Jack se lanzó y

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apartó al profesor justo cuando la campanachocó contra el mamparo de popa con unfuerte estruendo metálico. El Profesorfinalmente se enderezó cuando los gritoscomenzaron a oírse desde la cubierta superior.

—¡Joder! —exclamó Carl al mirar por laventana de popa.

Jack recobró el equilibrio y miró hacia loque Carl estaba mirando. Casi bloqueando porcompleto la ventana de metro y medio deancho había una oscura masa ondulante decolor blanco grisáceo que parecía tener un finopelaje cubriendo una áspera piel. La ventanasituada bajo el nivel del agua se veía oscura yeso significaba que la anchura de lo que fueraque había golpeado al Profesor era enorme.

El barco se sacudía de lado a lado demanera frenética.

—Hay otro aquí… no, un momento, ¡haydos! —dijo jadeante Ellenshaw desde suposición en la cubierta donde Jack lo había

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echado al suelo—. ¡Dios mío, no puede ser!—¡Agárrese, va a embestirnos! —gritó

Carl.Jack se preparó como pudo y abrió la

escotilla trasera doble. Cuando la puerta seabrió, el agua entró a la vez que el Profesorera sacudido otra vez. En esa ocasión, elcasco salió por completo del agua por el ladode popa cuando el animal golpeó la parte bajadel enorme barco. Una vez más, todos los quese encontraban en cubierta acabaron en elsuelo. Jack cayó por la escotilla hacia lacubierta exterior del saliente de popa cuando elángulo del barco se volvió tan extremo que sevio, de pronto, bajo el agua. Una vez más, elbarco se calmó por un instante y él se pusoderecho, respirando hondo cuando la popa delProfesor salió del agua tras el impacto.

—¡Fijad la jodida campana! —les gritóCarl a Nathan y a Ellenshaw.

Cuando Jack se giró pudo oír gritos y

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varios sonidos explosivos, que no podían serotra cosa que disparos, provenientes de lacubierta superior. El barco recibió un golpe yse agitó de nuevo. Al girarse y fijar las puertasde cristal para contener la inundación en lasala de máquinas, vio una cola, puntiaguda yveloz, pasar por delante de su cara al chocarcontra la cubierta del saliente de popa yaplastar la baranda de aluminio que la cercaba.Entonces la cola desapareció y volvió asumergirse en el agua. Intentó llegar hasta laescalera que conducía a la cubierta superior.Simultáneamente se oyeron varios disparosmás entre los gritos. Finalmente, Jack pudoagarrarse al primer escalón y se impulsó haciaarriba mientras sonaban más disparos yalaridos.

Por fin pudo ver lo que estaba pasando enla cubierta superior, y la imagen que lo recibiófue una que parecía sacada de una pesadilla.Mendenhall estaba de pie y disparando su M-

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16 por encima de la borda, pero la velocidadde los animales del agua los convertía en unosobjetivos terribles. Danielle se encontraba enla cubierta, a los pies del sargento, queintentaba mantenerse recto, cuando Jack llegódesenfundando su 9 mm.

Un animal que parecía un plesiosauro,supuestamente extinto, movió su alargadocuello rápidamente de atrás adelante, abriendoy cerrando unas brutales fauces apuntadashacia la gente que ocupaba la cubiertasuperior. La bestia era pequeña, al menoscomparada con los fósiles venerados en losmuseos. Apresuradamente, Jack estimó queno parecía medir más de seis metros de largo,que en su mayoría eran cuello. El cuerpo sesacudía y la cola chocó contra el Profesor enun intento de acabar con el gran objeto quetenía delante. Jack vio animales más pequeñosnadando y sumergiéndose alrededor del másgrande. La obvia diferencia entre estas

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criaturas y otras similares que la gente podíahaber visto en la mayoría de los museos era elhecho de que parecían tener un armazón másendurecido sobre su torso. El caparazón verdebrillante resplandecía cuando el agua caíalibremente por él.

El plesiosauro cubierto de pelo se lanzabahacia delante en el agua con una velocidadincreíble. Jack oyó otro grito y más disparosdesde algún punto de la proa.

—¡Tiene acorralados al suboficial y a ladoctora Pollock! —gritó Mendenhall cuandodisparó, al ver a su objetivo despejado. Labala del sargento rozó la oscura piel de labestia, que siseó desviando sus amarillos ojosde su presa hacia la popa del barco. De nuevo,estampó su brillante cuerpo contra el Profesor,casi poniéndolo bocabajo. No creían quepudiera enderezarse tras ese fuerte impacto,pero lentamente comenzó a ladearse hacia ellado correcto.

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—¡Cuidado! —gritó Jack al derribar aMendenhall sobre Danielle. La gruesa ypoderosa cola del animal se había alzadodesde el agua y había vapuleado a susadversarios desde atrás.

Jack se preparó, aunque sabía que erademasiado tarde. La cola lo golpeó en elpecho y lo levantó casi dos metros en el aire.

Sarah estaba quieta en la cocina y gritócuando las luces de arriba se hicieron pedazos.Alzó la mirada cuando la luz se apagó, peroaun así pudo ver el casco hundirse haciadentro por la presión que el monstruo estabaejerciendo contra él. La ventana superior secombó y se agrietó. Después, olió a fuego enel momento en que el interior del Profesor sequedó a oscuras.

Finalmente Carl llegó a la cubierta superiordesde el centro del navío después de abrirsecamino como pudo entre la oscuridad y elagua. Cuando vio a la bestia por primera vez,

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se le abrieron los ojos como platos, pero esono evitó que disparara su arma a labamboleante cabeza del plesiosauro. Seencontraba solo dos secciones por detrás deJenks y Virginia cuando la oyó gritar y alsuboficial maldecir. Vio el destello de tresdisparos cuando Jenks disparó desde dondecubría a Virginia bajo la borda. En lo alto, unM-16 abrió fuego con tres disparos, uno de loscuales acertó a uno de los animales de aguadulce en la curvatura de su cuerpo donde supiel rozaba el Profesor, justo por encima de lalínea de flotación. Sánchez había abierto fuegodesde la cofa de vigía. El sargento volvió adisparar, en esa ocasión falló y dio en el agua,aunque después perforó el cuerpo de una delas cuatro criaturas más pequeñas y concaparazón.

El plesiosauro sacudió su inmensa cabezay la golpeó contra la sección en la que seencontraba Jenks, aplastando el casco de

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composite y haciendo que el suboficialperdiera su arma al abalanzarse sobre Virginiapara protegerla.

De pronto Carl oyó disparos provenientesdel agua; vio los destellos a unos dieciochometros del barco. Varias de las balasalcanzaron a la bestia, propia de una pesadilla,justo detrás de la cabeza, sacudiéndolaviolentamente. El dinosaurio y sus pequeñoscompañeros dirigieron su atención hacia sunuevo adversario y fue entonces cuando Carlencendió el reflector, alimentado por batería,para ver quién había disparado. Era Jack, quese mantenía a flote en el agua. Carl vio alcomandante disparar dos veces más contra elgrueso cuerpo de la criatura, cuyos ojosamarillos brillaban de pura rabia. Agachó sulargo cuello y su cabeza e inmediatamenteagitó las aletas delanteras en el agua. A medidaque el animal se alejaba del barco, Carl sequedó asombrado al descubrir lo que parecían

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unos regordetes dedos saliendo de lasaberturas con aspecto de aleta. La bestia iba apor Jack. Apresuradamente, Carl disparóvarias veces, como hicieron todos lostripulantes armados en la cubierta superior.Incluso Jenks estaba ahora de pie y disparabasalvajemente hacia la inmensa forma que semovía agitadamente en el agua.

—¡Joder! —gritó Carl. Finalmente Sarahlogró llegar hasta la cubierta superior mientrasél vaciaba su 9 mm en el animal prehistórico—. ¡Nada hacia él, Jack! —gritó, aun viendoque Jack jamás lo conseguiría.

Sarah contuvo un grito al advertir que unode los pequeños animales había llegado hastaJack, que desapareció bajo el agua. Carl bajósu arma, saltó por encima de la barandasuperior, y se lanzó de cabeza hacia laenturbiada laguna. Mendenhall hizo lo mismoen la popa. Sarah no pudo evitarlo, le fallaronlas piernas y se desplomó contra la borda. El

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profesor Keating salió por la escotilla y acudióa su lado. Los demás miraron cómo conespantosa lentitud, igual que en un sueño, elagua se arremolinaba alrededor de la pequeñabestia. Vieron a Carl salir a la superficie yescudriñar a su alrededor y a Mendenhallvolver a sumergirse. Pero cuando los doshombres se metieron bajo el agua, elmovimiento se detuvo. El animal más grandeahora se encontraba en el punto hacia dondeJack había sido arrastrado. Cuando Jenksapuntó al agua con el gran reflector, vio unascuantas burbujas y cuatro largas estelassaliendo de un círculo de sangre que ibaexpandiéndose cada vez más.

La noche quedó en silencio y lo único quepudieron oír fueron los fuertes chapoteos deCarl y Mendenhall, pero incluso ese sonidocesó cuando los dos se dieron cuenta de queJack y los animales habían desaparecido. Yentonces un silencio absoluto se extendió por

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el agua a excepción del suave murmullo de lalaguna al chocar contra el Profesor.

En menos de doce horas en ese mismositio, el Profesor había sufrido daños en dosocasiones. El golpeteo al que lo habíasometido la familia de plesiosauros fuesustancial, aunque Jenks anunció que eraposible repararlo. Sin embargo, su informe dela situación cayó en oídos sordos ya que latripulación se encontraba hundida tras saberque habían perdido a Jack. En el laboratoriode Ciencias, Virginia y la doctora Waltripintentaban convencer a Sarah de que tomar unsedante no la convertiría en menos mujer antelos ojos de nadie. Aun así, ella se negó yabandonó el laboratorio furiosa.

Aturdida, pasó por delante de todoscorriendo hasta la escalera de caracol situadaen el centro del navío; Jenks la siguió y lasujetó del brazo en el primer escalón, aunquese lo soltó al verle los ojos.

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—Cuidado ahí fuera, jovencita —le dijo, yle entregó su M-16.

Ella lo cogió y subió las escaleras, empujóla escotilla y salió a la noche. Vio aMendenhall apoyado contra la borda y seacercó. Él se quedó asombrado al ver a quiéntenía al lado y la observó durante un minutoantes de girarse hacia el agua.

—Lo que habéis hecho Carl y tú… Osmetisteis en el agua para sacar a Jack,quiero… quiero agradecerte que lo intentaras—dijo conteniendo las lágrimas.

—Solo he hecho lo que habría hecho él sihubiera sido yo el que estaba en el agua —respondió sin mirarla—. Nos entrenó parareaccionar sin pensar, pero nunca nos enseñócómo actuar si fracasábamos…

Sarah puso la mano sobre la de él, pues derepente se había dado cuenta de que ella noera la única que lamentaba la pérdida de Jack.Sabía que el sargento miraba a Jack como a

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un padre y que para Carl era su mejor amigo.Por su parte, el capitán de corbeta se habíasumido en la tarea de reparar el barco para nopensar en lo sucedido. Sarah sabía que ellatambién necesitaba hacer su trabajo y decidióque había llegado el momento de seguir. Ledio una palmadita a Mendenhall en el hombroy se dio la vuelta.

Se acercaba el alba cuando a Carl lodespertó Shaw, que había hecho doble guardiaen la cubierta mientras los demás reparaban elbarco. Vio la expresión de miedo en el rostrodel cabo e inmediatamente se levantó de sulitera.

—¿Qué pasa?—Señor, creo que uno de esos animales

ha salido a la superficie y está flotandoalrededor del barco. He sentido que algo nosgolpeaba hace un minuto y, cuando he miradoabajo, ahí estaba, grandísimo. Puede quetengamos una oportunidad de matar a ese

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cabrón. También he reparado el sistema deaviso por láser. Algo ha desactivado la cercaen algún momento de la noche.

Carl se levantó de un salto, sin molestarseen calzarse, y corrió hacia la taquilla de armas.Jenks, que llevaba toda la noche despiertoreparando el casco desde dentro, lo vio pasarcorriendo y lo siguió. Rápidamente, Carl sacóun rifle Barrett del calibre 50 y se lo entregó aJenks. Después, le lanzó dos granadas demano a Shaw y cuando vio a Mendenhallbajar adormilado por la escalera le entregótambién dos granadas. Agarró una lata defosforoso blanco y corrió hacia la escotilla delcentro. El resto del barco estabadespertándose por el ruido que hicieron loshombres al subir las escaleras corriendo.

Carl alcanzó la borda y se quedósorprendido al ver el grueso cuerpo del granplesiosauro contra el casco. Su cuerpo sehundía y se alzaba fácilmente con el

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movimiento de la laguna. Siguió con la miradala longitud completa de la bestia, quedesapareció en la oscuridad del agua hacia lapopa del Profesor.

—La hostia, es un hijo de puta biengrande —susurró Jenks.

Carl no respondió. Estaba observando algoextraño que parecía estar envuelto alrededorde la zona central del cuerpo de ese animal decuello largo. Al mirar hacia delante vio lamisma cosa en dirección a la proa, donde lacabeza desaparecía en las profundidades de lalaguna.

—Está muerto. —Le pasó a Mendenhalllas dos granadas que tenía en la mano ydespués, sin ninguna explicación, saltó antesde que los que estaban a bordo pudierandetenerlo.

—¿Estás loco, Sapo, puto oficial demierda? —gritó Jenks.

Mientras observaban horrorizados, Carl

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salió a la superficie y se dirigió hacia elplesiosauro. Dio lentas brazadas y, aunquesospechaba que esa gigantesca bestia estabamuerta, alzó la mirada y con la mano hizo ungesto emulando una pistola. Jenks apuntó a laparte más gruesa del animal con el rifle segúnCarl se acercaba.

—¡Tiene compañía, capitán! —gritóMendenhall.

Carl vio a cuatro de los animales máspequeños alejarse del cadáver del grande; fuecomo si hubieran estado allíintencionadamente. Ellenshaw había explicadoantes por qué creía que los animales decaparazón verde eran las crías del más grande,y que al no reconocer el barco por lo que era,la madre se había enfrentado al Profesorcomo si fuera una amenaza para ellos. Y, así,como un maestro, les había enseñado lalección sobre por qué la bestia había atacadoal buque.

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Carl se quedó observando un momento,pero los pequeños plesiosauros noreaparecieron. Siguió acercándose hacia elcuerpo flotante. Lentamente, alzó la mano ytocó la áspera piel del asombroso animal antesde darle unas palmaditas. No se movió. Yentonces descubrió lo que había llamado suatención desde la cubierta superior. La bestiahabía quedado empalada, y por supuestoinmovilizada, sobre los hidropropulsores delProfesor. Se giró y nadó hacia la zona de lacabina, donde también estaba brutalmenteenganchada a los propulsores delanteros.

—¿Qué cojones pasa, Sapo? —preguntóJenks. Otros miembros de la tripulaciónhabían salido a la cubierta.

—Se ha golpeado contra los propulsorescon tanta fuerza que ha quedado empalada.

Las condiciones bajo el Profesor habíanempeorado, tal como quedaba expuesto bajola difusa luz de primera hora de la mañana.

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Ahora el agua estaba turbia, aunque por lomenos Carl encontró el largo cuello de labestia ahí donde se hundía bajo el agua.Deslizó la mano sobre él hasta que se leresbaló súbitamente. La cabeza del animalhabía quedado seccionada por completo. Hilosde carne salían del tronco y unas largas rajasdeslucían la oscura y ligeramente velluda pieldel animal. Carl miró a su alrededor y depronto sintió que no estaba solo. Dio unapatada hacia la superficie de la laguna y, alhacerlo, inmediatamente nadó hacia laescalera.

—¿Qué coño está pasando, Sapo? —repitió Jenks.

—Algo quería que supiéramos que esteanimal estaba muerto. Le han arrancado lacabeza del cuerpo.

Los demás comenzaron a hablar, peroSarah simplemente miraba hacia la cataratapreguntándose quién… o qué… había

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vengado la muerte de Jack.Las pequeñas manos se movían y los

murmullos eran imparables. Le arrojaron algode tierra e incluso le metieron unas cuantasbayas en la boca. Después de la fruta vino elagua fría, que no solo le salpicó toda la cara,sino que le hizo atragantarse al pasar por lasbayas y colarse en su garganta. Jack tosiómientras recuperaba la consciencia. Al escupirlo último que le quedaba de laextremadamente dulce fruta y vomitar comoun vaso de agua salobre, miró lentamente a sualrededor. El bosque lo rodeaba con laoscuridad y los ruidos a los que se habíaacostumbrado, aunque los chillidos de losmonos y los graznidos de las muchas ydistintas especies de pájaros amenazaron conabrumar sus sentidos recién despertados.

Cuando se calmó un poco le pareció poderver la laguna a través de los árboles. Se palpóel pecho y las piernas y comprobó que no

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tenía ningún hueso roto. El tobillo derechoparecía dañado, pero al levantarse pudoapoyar todo su peso sobre él. Fue ahí cuandovio que su bota estaba destrozada y que unasmarcas rodeaban la gruesa suela de goma.Parecían marcas de dientes. Le estabacostando mucho evocar lo sucedido, y loúnico de lo que se acordaba era de que seahogaba y lo metían bajo el agua, y eraincapaz de salir a tomar aire. Rememoró lasensación de haberse soltado y de que loagarraran de nuevo, y luego una sensación develocidad, de ser arrastrado a lasprofundidades para que, de pronto, losoltaran. Ahora sí recordaba que el agua ibavolviéndose más cálida a su alrededor trasproducirse una tremenda explosión demovimiento en torno a él. A continuación,otro vago recuerdo de un animal que no teníaderecho a existir. El plesiosauro comenzó amaterializarse en su confundida mente. Ahora

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se acordó de haber caído al agua y haberdisparado al gran animal cuando este chocócontra el barco.

Jack comprobó el estado de su tobillodando unos cuantos pasos. Entonces recordólas bayas que le habían metido en la boca yvio que las había escupido sobre el herbososuelo. Miró a su alrededor y se preguntó quiénhabía intentado darle de comer. Estabapensando justo en eso cuando un puñado depequeñas bayas rojas impactó en su cabeza yen sus hombros. Alzó la mirada y descubrióun pequeño y brillante brazo desaparecer entrelas ramas del árbol. Sin apartar la mirada delárbol, bajó la mano, recogió una de las bayasy se la metió en la boca. Masticó y tragó ysiguió mirando arriba. Fue ahí cuando oyó unaespecie de charla a la altura del suelo, frente aél, y se giró en esa dirección. Al mirar vio salirde la maleza a varias de las pequeñas criaturascon aspecto de mono que Sarah había dicho

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que había visto acariciando al pobre Sánchez.Le pareció que estaba alucinando. Sacudió lacabeza y los vio avanzar arqueando las patas.Tenían las extremidades delanteras más largasque las traseras y parecían tambalearsemientras caminaban. Su piel parecía suave, sinningún pelo visible. Unas escamas cubrían suscuerpos e incluso en la oscuridad pudodistinguir las aletas que bordeaban susantebrazos y sus patas. Unas pequeñas agallasse metían hacia dentro y hacia fuera a lo largode su mandíbula, y sus minúsculos labiosestaban separados, mostrando unos dientescortos y puntiagudos, en absoluto parecidos alos de un mono.

—Bueno, ¿qué tenemos aquí? —Supropia voz le sonó extraña.

Las cinco pequeñas criaturas se detuvieronen seco al oírlo hablar. Se miraron los unos alos otros como si el sonido proveniente de esehombre los asombrara.

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Ahora Jack se fijó en sus diminutas manosy, en efecto, como Sarah había dicho, teníanmembranas entre los dedos y lo mismo pasabaen sus extremadamente grandes pies. Teníanun apéndice con aspecto de aleta en lo alto desus cabezas que subía y bajaba segúntomaban aire por sus cortas narices.

—Supongo que tengo que daros las graciaspor las bayas y el agua, ¿no?

La criatura que tenía más cerca se girópara mirar a sus compañeros y después miróde nuevo a Jack. Ladeó la cabeza y de prontocorrió los aproximadamente diez metros quehabía hasta los árboles y desapareció; losdemás la siguieron inmediatamente. Jack losvio marcharse y se preguntó qué los habríaasustado. Escuchó atentamente y oyóchapoteos en la laguna. Se giró en esadirección y fue entonces cuando descubrió lashuellas. Eran enormes y provenían del agua.Había otro grupo de pisadas que volvían por

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donde habían ido las primeras. Las enormeshuellas palmeadas que salían de la riberaparecían indicar que eso a quien pertenecíanhabía arrastrado algo.

—¿Qué cojones…? —farfulló al agacharsepara tocar una de las impresiones en el suelo.Sacó su Beretta de 9 mm. ¿Había sido él alque habían arrastrado?

Oyó voces y escudriñó la laguna de nuevo.Siguió el rastro de las grandes huellas conforma de abanico hasta el agua, bajo labrillante luz del sol, y descubrió la surrealistaimagen del Profesor anclado en el centro de lalaguna. Varias personas abarrotaban lacubierta superior mientras miraban a unhombre en el agua. Jack se acercó y gritó.

A bordo del Profesor, la tripulaciónacababa de abrir una de las ventanas dellaboratorio para meter a Carl cuando un gritolos sobresaltó a todos. Sarah miró hacia dondelos demás estaban señalando y el corazón casi

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se le salió del pecho. Jack estaba de pie en lapequeña ribera con las manos en las caderas.Después, se llevó las manos a la cara y lascolocó alrededor de su boca.

—¿Puede alguien coger una barca y venira sacarme de aquí? —vociferó. Se oyerongritos y risas por toda la cubierta superior.Carl se sumergió y nadó hasta el otro lado delProfesor para subir a la barca de goma.Arrancó el motor rápidamente, fue hacia ellado opuesto a toda velocidad y cruzó lalaguna.

Al llegar a la orilla con la zódiac, saltóincluso antes de que se hubiera detenido deltodo. Estrechó la mano de Jack y lo guió hastala barca. Sarah estaba tan eufórica que ni sedio cuenta de que los demás estaban dándolepalmaditas en la espalda y los hombros.Incluso Danielle Serrate le sonrió.

Una hora después, Jack estaba aseado,tenía el tobillo vendado y el estómago lleno de

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huevos revueltos y salchichas por cortesía deHeidi Rodríguez. Sarah estaba sentada a sulado y no dejaba de acercarle comida a la caramientras él contaba su extraña historia. Lafelicidad de la mujer contagió al resto de latripulación una sensación de júbilo y alivio.

—No es por romper los buenos ánimosque tenemos ahora, pero ¿cómo ha podidosobrevivir ese animal? —preguntó Jack.

Keating comenzó a responder, perodecidió pasarle el testigo a un emocionadoEllenshaw.

—Bueno, comandante, una de las cosasque debemos considerar es el hecho de queesta laguna, este valle, ahora debenconsiderarse como se consideraría una isla.Un lugar separado del resto del mundo. Y,como una isla que se ha mantenidoimperturbable, la vida animal e incluso suecosistema habrá evolucionado casicompletamente carente de interferencias

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externas. La comida indígena sería la claveprincipal para cualquier especie y sucrecimiento. Si este plesiosauro, o sea lo quesea, y sus crías tienen un amplioabastecimiento de, digamos, monos y peces, ytanto la vida de la laguna como de la tierra estan abundante como hemos visto en unentorno tan pequeño, habría menoscompetencia para esa comida. Lo mismopodría decirse de otras formas de vidaasociadas con esta laguna. Es obvio que estaespecie se situaría en la cúspide de esa cadenatrófica.

Los demás miraron a Ellenshaw como siacabara de hablar en latín.

—Tal vez otro ejemplo sería Madagascar,en la costa de África. Hace muchos, muchos,miles de años se separó del continente y porconsecuencia las especies de esa isla sedesarrollaron de un modo muy distinto al desus primos del continente. ¿Por qué? Porque

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estaban aislados. Los pájaros, por ejemplo,dejaron de volar porque no tenían nada quetemer en ese nuevo entorno.

—Hasta que el hombre intervino en la isla—interpuso Keating—. Después, muchas deesas increíbles especies autóctonas seextinguieron, como el pájaro dodo, que sedaba en Madagascar y que ahora ya no existe.

El grupo se quedó absorto y en silenciomientras Keating les recordaba que, aunque lamadre animal que había atacado al Profesorhabía sido una asesina, no podía compararsecon la implacabilidad del hombre. Elincómodo silencio se prolongó hasta queDanielle lo rompió con preguntas.

—Pero ¿cómo puede un animal escapar dela extinción que ha matado a sus primos delcontinente? Si no recuerdo mal mis clases debiología, ¿el plesiosauro no era de aguasalada?

—En cuanto al hecho de que haya

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escapado de la extinción, el argumento es quemuchas variedades de animales marinospueden haber escapado del destino de susprimos por el simple hecho de disfrutar de unacomida más abundante en una ubicación enparticular —respondió Keating mientrasEllenshaw asentía sacudiendo enérgicamentela cabeza de arriba abajo.

—Y el hecho de que esta variedad deplesiosauro esté viviendo en agua dulce indicaque puede que las criaturas hayan dejado laszonas más duras de los océanos para asentarseen unas aguas menos peligrosas que se puedenencontrar cerca de la tierra firme. Puede quenunca lo sepamos. Tengo una nueva teoríasobre el animal que nos ha atacado porque mehe fijado en el armazón. Creo que una de lasrazones por las que no se extinguió es el hechode que… —Ellenshaw se detuvo como paradarle dramatismo al momento—. Creo queesta especie en particular es lo que hoy

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conocemos como la tortuga marina gigante.—¡Oh, venga ya! ¿Cómo puedes

especular tan a la ligera?Y con eso se estableció una discusión

entre los dos científicos.Ignorándolos, Sarah le preguntó a Jack:—¿Cómo demonios has podido matar a la

madre?—No he sido yo —respondió él antes de

meterse media salchicha en la boca.—Jack, algo la ha matado. Le ha

arrancado la cabeza y después ha clavado sucuerpo al lateral del barco —dijo Carl.

El comandante se giró y miró hacia el ladotintado de la ventana. La abrió y respiróhondo. Observó el agua y después se fijó en lapequeña ribera en la que había estado hacíasolo una hora.

—Algo me ha salvado de esa criatura y meha arrastrado hasta esa playa. Era algo grande

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—dijo al girarse hacia los demás. Tomó lamano de Sarah sin importarle que lo vieran—.Yo estaba prácticamente muerto, elplesiosauro me tenía y no podría haberescapado solo. Los pequeños tiraron de mícon tanta fuerza que me torcieron el tobillo yme llevaron hasta lo más profundo del agua.Cada vez que intentaba salir a la superficie,me arrastraban más al fondo. Y entonces algose acercó al animal a una velocidad increíble.Solo vi un violento golpe y al momento mesoltaron. Había sangre en el agua; pudesaborearla. No sabía si era mi sangre o la dealguien o la de algo. Y entonces, antes depoder llegar a la superficie, me agarraron deltobillo y tiraron de mí de nuevo. Lo único querecuerdo después de eso es la sensación dedesplazarme por el agua. Y entonces, lo quefuera que me salvó del animal me dejó en laarena, y es todo lo que recuerdo hasta que mehe despertado con uno de los pequeños peces

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mono de Sánchez intentando darme de comer.—Entonces, ¿qué había en el agua que te

ha salvado, Jack? —preguntó Virginia.—No lo sé, pero según las huellas que

había en la arena donde me he despertado, esenorme. Sus pies se parecían a los de lasestatuas que hemos visto.

—¡Dios mío! —gritó Charles HindershotEllenshaw III—. ¡Es real! ¡La leyenda de lacriatura que camina erecta es real! —Suasombro fue suficiente para interrumpir sudiscusión con Keating.

El Río Madonna estaba anclado yFarbeaux creía que el capitán deberíaconsiderarse afortunado de que fuera así.Cuando los norteamericanos apagaron elradar, Farbeaux se preguntó el motivo y depronto el capitán Santos puso los motores enposición de marcha atrás y situó al RíoMadonna en mitad del canal. Allí, el capitánhabía enviado un pequeño grupo para

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reconocer el río. Llevaban fueraaproximadamente una hora cuandoinformaron de que había unos rápidos frenteal barco. Por poco, Santos había evitadoreducir a añicos el Río Madonna, claro queMéndez estaba furioso por ello y había subidoa la cubierta amenazando a todo el que secruzaba en su camino. Pero el capitán sonrió yvio la frialdad con que lo trató Farbeaux alignorarlo por completo. El francés parecíaestar satisfecho con la espera y el capitánquería saber por qué.

—Me temo que este perpetuo y falsocrepúsculo está afectando su capacidad deentender lo que quiero decir, señor —dijoFarbeaux—. Los norteamericanos están allí ynosotros no. ¿Quiere llegar allí disparando ytomando a la fuerza lo que podemos lograr sincorrer riesgos y solo manteniéndonos alacecho?

Méndez dejó de caminar de un lado a otro

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en la popa del barco. Miró hacia la gabarraanclada detrás de ellos y reflexionó unmomento.

—Ojalá pudiera hacer algo, lo que sea —gruñó.

—Eso me gustaría también a mí, pero soyun hombre paciente. Los norteamericanos nopueden marcharse sin pasar por aquí; situvieran que replegarse, nosotros se loimpediríamos. Además, amigo mío, losminerales llevan allí desde el principio de lostiempos. No se irán a ninguna parte.

Méndez tomó una decisión.—Como siempre, tiene razón. He de

aprender a ser como usted, pero tiene queentender que es difícil para un hombre comoyo. —Se giró para mirar a Farbeaux—. ¿Cuáles su plan?

—Esperaremos a la medianoche yutilizaremos nuestro equipo de buceo conreciclador, que no dejará burbujas delatoras en

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la superficie. Simplemente bucearemosalrededor de los norteamericanos yexploraremos la mina. ¿Está preparado paranadar, señor Méndez?

—Sí, es un buen plan. Pero he depreguntarle, para calmar mi curiosidad, ¿porqué no colocar una carga de munición en laparte baja de ese barco y mandarlos al fondode la laguna?

—¿Y qué pasaría si quedaransupervivientes, señor? ¿Y si tres o cuatro deesos hombres altamente capaces sobreviven?Me inclino a pensar que no estarían de muybuen humor porque habríamos intentadomatarlos, ¿no cree?

Méndez se limitó a observar a Farbeaux.Odiaba que le explicaran las cosas como sifuera un díscolo colegial.

—Conozco a esa gente a la que quiereasesinar tan deprisa, señor. Poseen sobradasaptitudes para hacer pedazos a sus hombres.

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—Miró hacia Rosolo—. Primero vamos aaveriguar si tenemos alguna razón parasemejante inclemencia, ¿de acuerdo?

Méndez se relajó y finalmente sonrió.—Por eso los hombres como yo pagamos

elegantemente por hombres como usted,amigo mío. Porque ustedes razonan a otrosniveles.

Farbeaux asintió y fue hacia el puente demando.

En cuanto se dio la vuelta, Méndez dejóde sonreír y se dirigió a Rosolo.

—Tú colocarás la carga y mandarás alfondo de la laguna a la gente que tanto admira.Asegúrate de que no detone hasta quenosotros estemos bien dentro de la mina.

El capitán Rosolo sonrió.—Sí, jefe.6—Parece un hombre preocupado por un

problema, señor —dijo Santos cuando

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Farbeaux cerró la puerta del puente de mando.—No hay duda de su habilidad para

observar. Y, por supuesto, claro que tengoproblemas. El señor Méndez es un idiota, encambio usted, capitán Santos, no creo que losea. —Lo miraba fijamente a los ojos—. Y yaque ninguno de los dos somos tontos, dígamecómo un capitán de río, uno que ha dicho quenunca ha viajado por este afluente enparticular, sabía que habría rápidos másadelante.

Santos esbozó una amplia sonrisa.—Nací con un desarrollado sentido del

peligro, señor. Mi madre siempre estabasantiguándose y diciéndome que yo era de lacasa de Satán. Siguió diciendo eso hasta el díaen que me envió a Bogotá con las monjascatólicas. Después, cuando no supieron quéhacer conmigo, me mandaron más lejos aún aestudiar en el seminario. Pero, señor, el río…siempre estaba gritándome que regresara. Así

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que ya ve, siento al río y conozco al río y susmuchos estados de ánimo.

Farbeaux se rió.—Posee un don, de acuerdo, señor, pero

es un don para contar historias. Tenga cuidadoen el futuro, capitán, y oculte esa extraña…habilidad que posee; alguien más podríasospechar.

Santos vio a Farbeaux salir de su puentede mando. Se santiguó, besó y acarició sumedalla antes de volver a guardarla bajo lacamisa. Después, fue hacia la ventana y se fijóen los hombres de la cubierta. Abrió un cajóny, sin dejar de mirar, sacó una Colt del 38,especial para la policía.

—Sí, señor, los vigilaré muy de cerca.Pero a usted, más todavía —dijo alcomprobar las balas que tenía en la pistola.

Ciudad de Panamá, PanamáJason Ryan se encontraba en el gigantesco

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hangar viendo a un Boeing 747 - 400deslizarse por la pista después de aterrizarbajo el ardiente sol de la tarde. Ryan vestíaropa informal, al igual que su escolta Deltaformada por dos hombres. Cada uno ibaarmado con una Beretta 9 mm. A medida queel gigantesco avión se acercaba, pudieron oírel chirrido de sus cuatro grandes motoresreduciendo su velocidad. Sus tonos decamuflaje falsificados los habían pintado lasFuerzas Aéreas estadounidenses y losdiseñaron partiendo de los colores azul, blancoy rojo. Las palabras «Correo federal urgente»estaban escritas en un lateral y en sugigantesca cola.

Ryan no podía apreciar apenas diferenciacon un avión civil de transportes, aunque síque se fijó en las extrañas protuberancias en elmorro del 747. No había ventanas; era unaaeronave larga y sellada. El Boeing se deslizólentamente hasta la parte delantera del hangar,

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donde se apagaron los motores. Un granvehículo amarillo pasó a gran velocidad einmediatamente el personal de tierra enganchóel morro y comenzó a tirar de él.

—¿Entonces, este es el Proteus? —preguntó mirando el avión mientras loconducían dentro. La gran puerta del hangarcomenzó a bajar una vez que la cola de cincopisos de altura hubo pasado por completo.

Cuando el avión se detuvo, se colocó unapasarela bajo la puerta de la tripulación y estase abrió. Varios hombres salieron. Eran de lapolicía aérea y dos se adelantaron corriendo.Los otros cuatro se quedaron atrás con dosametralladoras MP-5, de aspecto letal,apuntando hacia las oficinas del hangar y otrasdos apuntando hacia Ryan y sus hombres. Losdos que avanzaron primero solicitaron que seidentificasen. Uno de los hombres los examinódetenidamente y dudó sobre la tarjeta de laMarina de Ryan hasta el punto de ponerle

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nervioso por un momento. Luego el hombreles devolvió las tarjetas, se giró e hizo unaseñal hacia el gigantesco avión. Veintemiembros de las Fuerzas Aéreas de EstadosUnidos comenzaron a descender por lapasarela.

—¿Quién de ustedes es Ryan? —preguntóel hombre más grande que el teniente habíavisto nunca en uniforme militar. Era uncoronel negro y su voz resonó por todo elhangar.

—Teniente de grado júnior Ryan, señor—respondió Ryan al entregar de nuevo suidentificación militar.

—Bueno, me han dicho que usted tienelos datos del objetivo y que es pequeño.

—Sí, señor, ¿cree que puede alcanzarlo?—preguntó Ryan guardándose su tarjeta.

—Hijo, no hemos alcanzado ni una jodidacosa en treinta y un intentos, y eso que dos delos objetivos de prueba eran un océano, ¡un

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océano! Joder, la última vez casi hacemosvolar por los aires la puta cola de esta cosa —dijo con una media sonrisa.

Ryan miró hacia los dos hombres delta ycerró los ojos.

—Asegúrense de llevar los paracaídas degran altitud por si acaso, tengo la sensación deque la operación Mal Perder podría nofuncionar.

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JACK, Virginia y Carl habían llegado a laconclusión de que, tras una inspección de lamina, independientemente de si encontraban ono a los estudiantes perdidos, habría que darpor finalizada la expedición por razones queincluían una posible situación de alarmanuclear en el valle. Jack sabía que tendría quealertar a Niles y después llevar hasta allí,como fuera, todo un equipo militar paraconducir una adecuada misión de búsquedadel arma, si es que existía ese arma. Peroentre el descubrimiento de una unidadoperacional secreta, que había sidoclandestinamente adjuntada al equipo deZachary, y el hallazgo de una llave nuclearactivada, las probabilidades de que a esaexpedición en particular le fuera a ir muy mal

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enseguida eran muy altas. Jack les hablaría alos demás del asunto nuclear después deregistrar la laguna y la mina en busca desupervivientes de la expedición perdida.

Antes de enviar un equipo bajo la cataratay al interior de la mina que, según indicaba elmapa de Padilla, se encontraba allí, primerotenía que saber si había salida en caso deemergencia. Gracias a las lecturas del sonar, elequipo científico había determinado que todoel valle estaba acribillado de cuevas y túnelesdebido a antiguos ríos de lava. Había pozos demina abiertos mediante voladura claramenteindicados en sus lecturas.

De modo que Jack ordenó que la campanade inmersión y el sumergible salieran a acotarlos muros de la laguna e intentaran descubrircualquier vía de escape, al igual que posiblesrestos del barco y la gabarra de Zachary. Instóa la gente a darse tanta prisa como lespermitieran los protocolos de seguridad;

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incluso Jenks había reducido su larguísimalista de comprobaciones de ambasembarcaciones.

El sumergible, según Jenks (que lopilotaría), era rápido y manejable.Acompañaría a la campana de inmersión queya estaba colocada para las auscultaciones delsonar que tenían que hacer. En cuanto acualquier forma de vida agresiva que pudieranencontrar bajo el agua, el suboficial le aseguróa Jack que el sumergible podría ocuparse consu cargador completo de arpones neumáticos.Treinta y cinco en total se habían colocado enuna pistola giratoria delante del piloto y eranoperados desde el interior del entorno seco delsumergible.

Jack no quería parecer protector enexceso, pero hizo que Jenks le asegurara quela campana quedaría protegida, ya quecontendría un cargamento que se estabavolviendo cada vez más preciado para él:

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Sarah. Ella era la elección lógica para esainvestigación a fondo, puesto que sabía québuscar en los estratos de roca de lava queconformaban las paredes de la laguna. Paraobservar la vida submarina, «Charlie el Loco»Ellenshaw, como habían llegado a llamarlo asus espaldas, por supuesto, acompañaría aSarah junto con el profesor Keating, que noperdería a Ellenshaw de vista. Mendenhall sehabía presentado voluntario para ir con Jenksen el sumergible biplaza.

Dentro de sus limitaciones de tiempo,Jenks había comprobado a fondo los dossistemas y se había asegurado de quefuncionaban bien. La campana era el másseguro de los dos, ya que iba conectada alProfesor todo el tiempo mediante una especiede cordón umbilical. El sumergible era muchomás complejo y peligroso, ya que estabaabsolutamente separado del barco y podíaestar sumergido durante más de cinco horas

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con el oxígeno que tenía a bordo. Laembarcación con forma de torpedo eraconocida como un «buzo seco»; en otraspalabras, la tripulación estaría totalmenteenclaustrada con su propia atmósfera. Jenks lehabía puesto el nombre de Yoyó Uno a lacampana de inmersión porque parecía unyoyó unido a una cuerda. El sumergible poseíael potente nombre de Tortuga.

—Bueno, supongo que ya está —dijo alsalir del Yoyó Uno—. Dejaos puestos lostrajes térmicos; con lo hondo que vais a bajar,os quedaréis más fríos que el culo de unpocero.

—¿Que qué? —preguntó Ellenshaw, sincomprender el comentario.

Jenks miró al profesor de cabelloalborotado y se sacó de la boca el puro paradecir algo, pero se lo pensó mejor y se limitó asacudir la cabeza.

Jack estaba nervioso mientras Carl y él

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escuchaban al bromista suboficial. Sabía que anadie le hacía gracia la decisión de retrasar laincursión inicial en la mina, pero quería todaslas vías de acceso acotadas antes dearriesgarse a perder las sondas que lesquedaban, e incluso una vida. Habían llevadoa cabo pruebas en las profundidades de lalaguna, pero aún tenían que descubrir elfondo. Creyeron haberlo alcanzado una vez,pero las sondas del tamaño de pelotas debéisbol se habían alojado momentáneamenteen un saliente y después se habían soltado,hundiéndose en la oscuridad de la lagunaaparentemente sin fin.

Sarah había anunciado durante una de laspruebas que, tras la frialdad inicial, a loscuarenta y cinco metros el agua comenzaba acalentarse a una velocidad asombrosa. Ella lollamó «la capa térmica de la laguna», donde laactividad volcánica estaba calentando el aguay forzando que saliera por antiguas válvulas de

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vapor. Virginia también les había entregado losresultados de las cinco sondas que habíanlanzado. A un nivel de sesenta metros, elporcentaje de fluoruros en el agua aumentabaen un quinientos por ciento, lo cual resultabaextraño y aun así no suponía peligro, a pesarde que jamás se había topado con semejantescantidades de fluoruro y no podía encontrarleexplicación al fenómeno.

—Comandante, no podrá ver al Tortuga,pero el interior del Yoyó estará en estemonitor; puede pasar de vistas externas ainternas. Pero Sapo y usted mantengan losojos bien puestos en las bombas y en loscables de energía de la campana por encimade todo, ¿está claro? —preguntó Jenks.

—Claro —respondió Jack al girarse haciaSarah y los dos profesores.

—Me encuentro un poco fuera de miterreno aquí —comentó Sarah.

—Tonterías, pequeña alférez. Está

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húmedo, nada más, pero por lo demás escomo cualquiera de sus cuevas —dijo Jenks alcolocarse el traje de neopreno—. Ahora,suban a bordo y tomen asiento. Lo único quetienen que hacer es llevar a cabo lasauscultaciones, sacar fotografías y observar.—Miró a Keating y a Ellenshaw, que dio unpaso atrás, acobardado ante su intensa mirada—. Y digo «observar», nada de tocarinterruptores y pulsar botones, y nada depreguntar qué es esto y qué es aquello. Lapequeña alférez está al mando ahí abajo,¿entendido?

—Sí, suboficial, ni botones ni interruptores—dijo Ellenshaw al asentir con la cabezagirada ligeramente hacia la izquierda, comoqueriendo dar a entender que sería Keating, yno él, el que pulsaría botones y tocaríainterruptores.

Jenks pasó a centrar su miradaexclusivamente en Keating, que también dio

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un paso atrás sin comprender el porqué de esaactitud del suboficial, ya que no había visto alhombre de pelo blanco indicarle que era élquien causaría problemas.

—De acuerdo, vuestro carruaje aguarda,señoras —dijo Jenks señalando y haciendouna media reverencia hacia la escotilla abierta.

Sarah y Jack se miraron antes de que ellasubiera los tres peldaños de la pequeñaescalera y entrara en la campana. Enseguida lasiguieron Keating y Ellenshaw, que estabanfarfullando algo sobre el hecho de que loshubiera llamado «señoras». Jenks bajó laescotilla y giró una pequeña rueda que la cerróherméticamente. Los pasajeros desaparecieronbajo la moldura que mantenía al Yoyó en sulugar. Jenks le dio dos palmadas alredondeado casco y tiró de una palanca quesoltó la campana de su moldura. Acontinuación, utilizó una pequeña bomba demano para abrir hidráulicamente la gran

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escotilla por debajo del Yoyó y que, aldescender, permitió que entrara un pequeñoreguero de agua. Se vació rápidamente y élutilizó el controlador del torno para empezar abajar la campana. Se detuvo cuando lacampana estuvo completamente hundida, y sepuso los auriculares.

—¿Me reciben, Yoyó? —gritó.—Alto y claro —respondió Sarah.—Se quedarán ahí hasta que el Tortuga

esté en el agua, ¿de acuerdo?—De acuerdo.El suboficial se quitó los auriculares y se

los pasó a Carl antes de girarse hacia unnervioso Mendenhall.

—De acuerdo, sargento, metámonos eneste altamente experimental, no certificado, yprobablemente más peligroso sumergible quese hayan construido nunca.

Mendenhall no respondió; simplemente

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miró a Jack y a Carl y después, lentamente,siguió a Jenks hacia la elevada cabina demandos acrílica del Tortuga.

El Yoyó descendía a cuatro metros porminuto mientras el Tortuga zumbaba enespiral a su alrededor en busca de signos deescapes de agua que se harían notar mediantelas pequeñas burbujas que emanarían de sucasco de titanio. Mendenhall se sintió mareadopor un momento cuando el Tortuga, con unalongitud de casi cinco metros, giró en círculosalrededor de la campana de inmersión.

Sarah tomó auscultaciones de sonar activode las paredes mientras descendían. Los dosprofesores miraban a través de sus ojos debuey individuales de quince centímetros degrosor, por los que vieron numerosos peces ytomaron notas de sus especies y de laprofundidad a la que los habían divisado.

Sarah estaba apuntando anomalías en sugráfico cuando vio que el sonar había captado

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el gran cuerpo de un pez dirigiéndose haciaellos. Se colocó los auriculares y se acercó elmicrófono a los labios.

—Yoyó a Tortuga, tenemos un granbanco de peces acercándose a estribor;mantengan los ojos bien abiertos —dijo alecharse atrás y señalar la ventana deEllenshaw. Colocó la mano sobre sumicrófono—. Ahí fuera —susurró.

—De acuerdo, Yoyó, a lo mejor podemosllevarnos la cena, solo tendríamos que freírla—contestó Jenks.

Sarah no respondió. Alargó la mano yactivó el sonar para seguir el rastro del bancode peces de manera continuada. De prontoEllenshaw dejó escapar un grito ahogado eincluso el reservado Keating resopló.

—Eso no son peces, parecen pequeñosbuceadores —dijo Jenks por la radio.

Sarah se inclinó hacia delante y vio el aguaalrededor de la campana abarrotada de

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pequeños monos anfibios. Habría cientos deellos acercándose y alejándose de las lucesexteriores. Sarah se rió al verlos jugar yKeating dio un salto atrás cuando uno seaproximó a la ventana, se quedó junto almarco un instante y después se alejóprecipitadamente. Ellenshaw observaba conabsoluta fascinación mientras tomaba notasfrenéticamente. Tenía la boca abierta, estabaen el mundo de sus sueños.

—Jack, Carl, ¿estáis captando esto?—Sí, acabamos de enviar las imágenes de

vuestra cámara al laboratorio —respondióJack.

—¿Cogemos uno? —preguntó Jenks.—¡No! —gritaron Sarah y Jack al mismo

tiempo, casi interrumpiéndose el uno al otro.—Suboficial, no estamos aquí para

agredir, solo para observar, ¿está claro? —dijoJack.

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—Claro, comandante —respondióapesadumbrado el suboficial.

Mientras observaba, un gran grupo de losanfibios se separó del grupo principal y rodeóal Tortuga. Mantenían el nivel de flotaciónutilizando sus pies y manos palmeados.Tenían las colas en constante movimiento, loque les proporcionaba una tremendavelocidad. Jenks se rió cuando uno se situófrente al sumergible y el casco lo golpeó;después, se agarró al borde de la cabina ymiró a los dos hombres que había dentro.Mendenhall tuvo que sonreír ante la cómicaexpresión del animal que, claramente, sepreguntaba qué lo había golpeado. El monofarfullaba incluso debajo del agua, haciendoque una gran cantidad de burbujas saliera desu pequeña boca.

En la campana de inmersión, las pequeñascriaturas estaban intentando mirar dentro paraver a los extraños que habían accedido a su

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mundo submarino. Sarah no dejaba de sonreíry dar golpecitos en el cristal y los anfibiosrepetían sus movimientos, golpeando tambiénellos el cristal con sus pequeñas garras.

Un fuerte zumbido salió de su portátil. Enla gráfica del sonar vio que había registradouna anomalía en la pared opuesta de la laguna,muy por debajo del hueco que había detrás dela catarata. Rápidamente anotó la cueva en elgráfico y marcó las coordenadas. Después,cuando estaba a punto de girarse hacia su ojode buey, el ordenador volvió a sonar y revelóun punto de luz rojo acercándose a ellos acuatrocientos cincuenta metros de distancia.En ese momento exacto los pequeños anfibiosrompieron filas y se esparcieron por todas lasdirecciones. Ella volvió a mirar el sonar,atestado de puntitos rojos según las criaturasse alejaban. Su apresurada retirada cubrió elpunto rojo que antes estaba ahí.

—Ey, ¿qué ha hecho Ellenshaw? ¿Es que

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ha dejado que le vean el pelo? —bromeóJenks por la radio.

Sarah no respondió, había captado elpunto de luz de nuevo unos cien metros máscerca que antes. Fuera lo que fuera, erarápido.

—Suboficial, tenemos compañía y seacerca deprisa desde la zona norte de lalaguna. Creo que viene del área de lascataratas.

Jenks no respondió cuando detuvo elmovimiento en espiral del Tortuga y lo giróhacia la posible amenaza.

Sarah siguió mirando hasta que el punto deluz, de pronto, se precipitó bajo ellos. Seacercaba a veinticinco nudos, calculórápidamente.

—Jack, puede que el responsable se dirijahacia aquí —dijo nerviosa por el micrófono—.Sea lo que sea, está bajo las embarcaciones, aunos noventa metros, y sigue sumergiéndose.

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No es lo suficientemente grande como paraser uno de los plesiosauros.

Los dos profesores se desabrocharon loscinturones e intentaron mirar por los ojos debuey hacia lo que tenían debajo, más allá delas luces exteriores.

—Ustedes dos, ¡abróchense otra vez! —les gritó más alto de lo que había pretendido.

—Comandante, ¡empiece a elevar lacampana! —gritó Jenks al girar el Tortugaunos cien grados. Activó sus alerones tipoavión y aplicó propulsión. Su motorhidropropulsor respondió de inmediato.

—Recibido, elevando —respondió Jack.Sarah sintió el torno elevador accionarse.

La profundidad de la campana comenzó acaer, tal y como indicaban los medidores deprofundidad. Vio que el objetivo seencontraba a solo unos noventa metros y cadavez menos profundo. Jenks no podría situarse

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a tiempo.Mientras Keating buscaba movimiento

fuera de su ojo de buey, de pronto la portillaquedó ocupada por una espantosa cara. Dioun salto atrás al ver a la criatura mirando elinterior de la campana. Sarah se quedóparalizada un instante cuando contemplóaquello que había asustado al profesor a travésdel cristal.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ellenshawcon la voz entrecortada. El animal habíanadado rápidamente hasta su ojo de buey yahora estaba frente a él.

La criatura tenía unos grandes ojos negrosy miraba con lo que para Sarah era meracuriosidad. Las escamas que le cubrían elcuerpo eran gruesas y parecían ser exactas a lamuestra encontrada en el cuerpo del seal. Laboca se le abría y cerraba mientras sus agallasse movían a cada lado, justo por debajo de lamandíbula. La mitad inferior trasera de su

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cabeza tenía una larga hilera de espinas que segiraban hacia abajo, y cuando esa extrañahilera de espinas parecidas a aletas se activó,se abrieron en forma de abanico como unescudo protector. Las grandes protuberanciascon forma de mano de la criatura se sacudíanhacia delante y atrás en un intento demantener su posición frente a la portilla.

—¡Por Dios! —gritó Jenks por la radio—.¿Qué cojones es eso?

—Deténgase y manténgase ahí, suboficial.No es agresivo, al menos aún no —gritó Sarah—. Jack, para el elevador —dijo contranquilidad. Justo un momento despuéssintieron una pequeña sacudida cuando lacampana se detuvo sobre la capa en la quecomenzaron a recibir luz desde la superficie.

—¡Miren, es medio humano! ¡Tiene queser eso! Se puede sentir y ver su inteligencia—dijo Ellenshaw.

—Estoy de acuerdo, está estudiándonos

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—añadió Keating, asombrado por la imagenque había ante ellos—. Profesor, ¿por quétendrá las espinas recorriéndole la base de lacabeza?

—Su suposición académica sería tanbuena como la mía, querido amigo. Tal vez setrate de una protección o simplemente unaherramienta de apareamiento empleada poreste animal.

De pronto, la criatura se alejó del ojo debuey y se sumergió más hondo para volver aaparecer frente a Sarah, que hizo lo que pudopor no reaccionar ante su repentina llegada. Lagran cabeza se ladeó, sacudiendo las grandesespinas que parecían casi trenzas. Estando tancerca, Sarah se fijó en que las espinasterminaban en unas afiladas púas. La bestiaabrió su boca y ella pudo ver dentro unosdientes muy pequeños. La cara no teníaescamas; sus rasgos eran suaves y de un tonoverde blanquecino en comparación con su

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cuerpo, que era de un verde más oscuro conreflejos plateados y dorados.

—Jack, dime que estás grabando esto —dijo.

—Lo tenemos. Eso debió de ser lo que mesalvó y mató a ese plesiosauro. Mendenhall,asegúrate de que sacas imágenes de cuerpoentero de esta cosa.

—Grabando con la cámara delantera —respondió el sargento.

La criatura fue nadando de una portilla aotra observando a los ocupantes de lacampana con inmensa curiosidad. No dejabade intentar tocarlos, aunque el cristal se loimpedía. Después, lentamente comenzó aretroceder, primero agitando sus dedospalmeados y después sacudiendo suspoderosas patas. Se acercó a las burbujascreadas por el Tortuga y nadó en círculos a sualrededor.

—Tranquilo, suboficial —advirtió Sarah

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—. Solo está mostrándole la mismacuriosidad.

—Sí, claro, ustedes tenían una valla detitanio de casi ocho centímetros a sualrededor, pero esta monstruosidad podríahundir este ataúd de aluminio solo condesearlo mucho.

—¿En serio? —preguntó Mendenhall sinmoverse cuando la bestia se detuvo y loobservó a escasos centímetros.

La criatura pasó una mano sobre la cabinay la apartó con brusquedad. Jenks redujo lapotencia y el Tortuga se quedó suspendido aunos cincuenta metros del Yoyó. El monstruode nuevo tocó la cabina de cristal justo porencima de la cabeza de Mendenhall, y elsargento tuvo que controlarse para noagacharla cuando el animal, de más de dosmetros y medio, hizo ademán de cogerlo. Peroentonces, con la misma velocidad con la quehabía aparecido, se alejó en la oscuridad de la

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laguna.—Esa cosa es cinco veces más rápida que

el Tortuga, comandante. Suba la campana ysáquela de aquí. Nosotros nos quedaremoshasta que esté a bordo. Tenga cuidado ytómeselo con calma —dijo Jenks.

Jack volvió a pulsar el interruptor parasubir al Yoyó, más feliz que nunca deobedecer una orden del viejo suboficial.

Mientras el Tortuga giraba lentamentealrededor de la campana, el Yoyó fue alzadopoco a poco. Sarah representó gráficamente lacueva, con su ángulo inclinado hacia abajo,que el sonar había captado muy por debajo dela catarata. Tal vez era un conducto de lavaprehistórico, pero sin verlo de primera manono podía estar segura. Por otro lado, el aguaque salía de ese conducto en particular estabatreinta grados más fría que la de la laguna aesa profundidad.

Los dos profesores estaban debatiendo

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sobre la existencia del animal que acababan dever cuando un temblor recorrió la campana.Sarah se aferró a su carpeta llena de cálculos yEllenshaw y Keating dejaron de lado sudiscusión y dirigieron su mirada al redondeadotecho.

—Nuestro visitante ha vuelto. Joder, ¡estátocando los cables umbilicales! —anunció elsuboficial.

La criatura primero tiró del cable de aceroy después del tubo de oxígeno de goma, yluego de los dos a la vez. Al principio lossacudió suavemente, pero después con másfuerza.

Sarah y los dos profesores se zarandearonen sus asientos cuando la campana se movióde un lado a otro. Después, de pronto, dejó demoverse.

—Está bajando por el cable hacia lacampana —gritó Jenks.

La criatura apareció en la ventana de

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Ellenshaw y después se alejó rápidamente.Entonces Keating dejó escapar un pueril gritode pánico cuando esa cosa súbitamente sesituó frente a él. El mitad hombre, mitadanimal, colocó una mano en el cristal y ladeósu gran cabeza. Los gruesos labios sesepararon mientras sus agallas se movían yesos ojos negros se estrecharon batiendo trespares de párpados.

—Esto no me gusta nada. Estecomportamiento no es común en un animalsalvaje. Debería mostrar curiosidad ymarcharse.

—Estoy de acuerdo, esto no es normal —dijo Keating.

—¡Vaya, ahora sí que se ponen deacuerdo! —apuntó Sarah exasperada cuandola bestia alzó una mano palmeada y golpeó elcristal delante de Ellenshaw—. Oh, oh —exclamó Sarah mientras la bestia lo golpeabaotra vez—. Jack, ¡sácanos de aquí!

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La campana, inmediatamente, comenzó asubir.

—¡Está aporreando el casco! —gritóJenks.

La criatura golpeó el cristal, después lacampana de titanio y rápidamente sacudió laspatas. Volvió a alzarse hacia el cordónumbilical y comenzó a tirar de los cables en unenloquecido frenesí.

—Ya está, va a matarlos —dijo Jenks aldarle potencia al Tortuga.

Mendenhall agarró los dos asideros en laparte superior de la cabina y se hundió en suasiento por la repentina aceleración cuandoavanzaron hacia el Yoyó a toda velocidad.

La bestia seguía subiendo, pero de repentese vio sacudida por la ola de presiónprovocada por el avance del Tortuga. Detuvosu ataque y se quedó allí un momento, viendocómo la amenaza se acercaba a ella. Después,nadó hasta la campana, yendo de ventana en

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ventana para examinar el interior. Entonces unestallido de burbujas salió de su boca cuandose acercó a la portilla junto a la que estabaEllenshaw y la golpeó con fuerza, sacudiendola campana de lado a lado. Finalmente, cesó elataque y desapareció en la oscuridad en unremolino de burbujas.

—Esto hace que buscar al Bigfoot sequede en nada, ¿verdad? —comentó untembloroso Keating con risa nerviosa.

Ellenshaw ignoró el comentario y siguiódividiéndose entre mirar por su ventana o porel monitor situado sobre la campana,intentando desesperadamente localizar a labestia de nuevo.

—De acuerdo, Jack, la hemos perdido devista. Súbenos —dijo Sarah antes de quitarselos auriculares lentamente y recostarse en suasiento.

Veinte minutos después, Sarah estaba devuelta en el Profesor trazando un gráfico de la

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cueva subacuática que el sonar había captado.—Puede que sea un conducto de lava

extinto, pero mirad esto —señaló el gráficoextendido en la gran mesa. Notaron que aún letemblaba la mano ligeramente tras suencuentro en el agua—. ¿Veis loperfectamente redondeada que es? Tiene unoscuatro metros y medio de diámetro, creo. Nosé, Jack, pero si tuviera que dar una opinión,diría que esa cueva es artificial y que no es, enabsoluto, un conducto de lava.

—Alférez, si puedo decir algo, laprofundidad de su gráfico indica que eseconducto se encuentra a más de ciento veintemetros por debajo de la superficie de la lagunay por ello resulta imposible que el hombrehaya podido excavarla —dijo Danielle al mirara Sarah y Carl y, finalmente, a Jack.

—No, si contamos con que en algúnmomento esta laguna no estuvo aquí —contestó Sarah, con la vista fija en los ojos de

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la francesa.—¿Qué estás diciendo? —preguntó Jack.—Tengo una teoría, y no es más que una

teoría, pero creo que tal vez esto antes fueuna mina a tajo abierto, una formación naturaldescubierta y utilizada por los incas, o tal vezpor otra civilización. He tenido tiempo parapensar en ello y creo que esta laguna es unrasgo geológico natural. Una caldera, uncráter, de un volcán que no está del todoextinto, pero que es lo suficientemente estableporque el flujo de lava y los conductos devapor actúan como una válvula de escape depresión natural, sin permitir nunca que laspresiones volcánicas lleguen hasta el punto deerupcionar. Esto no es más que unasuposición, pero no creo que este punto, queantes era activo, haya erupcionado en unosdoce o quince millones de años. Y tal vez,solo tal vez, el afluente y el río sobre la lagunaque crea la catarata fluyeran alguna vez en

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todas las direcciones. Creo que en unmomento posterior fueron desviados hastaaquí para llenar un lago hecho por la mano delhombre, esta misma laguna.

—¿Qué pruebas hay que avalen una teoríatan disparatada?

Sarah no respondió a la pregunta deDanielle de inmediato. Alargó la mano ycolocó un cedé en uno de los reproductoressituados junto a la mesa de navegación. Pulsóun botón y apareció una imagen subacuática.

—La ausencia de luz afecta a la calidaddel vídeo, pero sacamos estas imágenes albajar antes de que apareciera nuestro visitante.¿Veis esa pared? Se encuentra a unos treintametros por debajo de la cascada y a sesentasobre la entrada de la cueva o conducto delava. Ahora, mirad esto —dijo mientrasutilizaba un lápiz para trazar una línea queinicialmente solo ella pudo ver. La punta dellápiz zigzagueó según ella lo deslizaba por la

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pantalla.Jack y Carl no lo vieron en un principio,

pero entonces Jack se fijó en una formaciónque la naturaleza jamás podría haberreproducido.

—¿Una escalera?—Bingo.—¡Joder! —exclamaron Carl y Danielle al

unísono ante un patrón demasiado precisocomo para que no lo hubiera realizado lamano del hombre.

—He de disculparme, alférez. Tenía unateoría válida —dijo Danielle al contemplar lapared de roca—, pero ¿por qué iban aconstruir una escalera debajo del agua?

—Tengo que volver a bajar, Jack —dijoSarah.

Jack se puso derecho y se rascó la frente.—Supongamos que tienes razón, que este

conducto es un portal hecho por el hombre.

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Creo que tenemos suficiente para continuar.—Pero si tenías dudas sobre si entrar en la

mina sin una ruta de escape, ¿por qué le hacesentir más seguro una cueva subacuática? —preguntó Danielle.

—Apuesto a que la cueva es una salidaviable desde las minas. Los antiguos tenían lacostumbre de hacer cosas imposibles, señoraSerrate. Por lo que sabemos, hay una zona depresión justo al otro lado de esa entrada queretiene el agua y mantiene seco el túnel.

—Como en las plataformas subacuáticas—apuntó Carl.

Jack se limitó a asentir con la cabeza ymiró el reloj. Ya eran más de las tres de latarde, pero quería unas cuantas respuestasmás. Pulsó el intercomunicador.

—¿Suboficial?—Sí —respondió Jenks desde la zona de

Ingeniería.

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—¿Preparado para llevar al Fisgón depaseo para averiguar qué ha pasado aquídurante todos estos siglos?

Farbeaux vio a Méndez embutir su gordocuerpo en el traje de neopreno mientrasRosolo colocaba una bolsa de nailoncauchutada en su cinturón de inmersión y seaseguraba de que estaba bien enganchada. Losotros hombres estaban sentados con sus trajesde buceo ya puestos y comprobando susrecicladores. En total sumaban dieciséishombres, incluyéndolo a él. Suficiente, pensóFarbeaux, para prácticamente garantizar undesastre mientras recorremos una distanciatan larga bajo el agua hasta la mina.

Santos permanecía asomado por laventana del puente de mando con su granpuro colocado en una comisura de susonriente boca. Farbeaux fue hasta el ladocontrario del barco, adonde el resto de latripulación estaba llevando algunos de los

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suministros empaquetados desde la gabarraanclada. Por el rabillo del ojo le pareció quealgo que se movía, pero cuando volvió amirar, el movimiento no se repitió.

El comandante del elemento de asaltollevaba días tras el Río Madonna. Había sidoun recorrido difícil de seguir, pero el coronelse había criado en la frondosa selvaamazónica de Brasil. Observó cómo sushombres lo preparaban todo mientras seadentraban en la selva.

—¿Listos?El hombre pequeño se acercó al coronel,

aunque permaneció en las sombras.—Listos.—Las radios funcionarán sin problema

debajo de esta puta fronda de árboles, así quemonitorícenlo todo. Haré una señal cuandollegue el momento de que los hombres entrenen la laguna, ¿está claro?

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—Sí, pero mis hombres no estánhabituados a viajar por el agua. Nos sentimoscómodos sobre el terreno; nuestroentrenamiento se ha basado en el asalto portierra.

El coronel pareció furioso por unmomento, aunque después se calmó.

—Mis órdenes eran traer a sus hombreshasta el punto de asalto y dejar que hicieraneso por lo que les han pagado; así que inflaránsus barcas cuando pasen los rápidos yentrarán en la laguna. Calculo que solotendrán que enfrentarse a un tercio de losnorteamericanos, el resto ya estará dentro dela mina.

—¿Qué pasa con esos idiotas del barco?Representan una amenaza para mis hombres,¿no?

El coronel miró hacia el Río Madonna, enmitad de la oscuridad. Los hombres queestaban a bordo hacían mucho ruido mientras

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se preparaban para entrar en el río.—Puede que les faciliten el asalto.

Sospecho que sus propósitos son contrarios alos de nuestros amigos norteamericanos. Encualquier caso, ellos también han de sereliminados. Nadie sale de este valle vivo; esasson mis órdenes y, por lo tanto, las suyastambién. Los que le han contratado seránimplacables si fracasa en ese punto.

—Hacemos lo que nos han pagado porhacer. He trabajado muchas veces para sugeneral y jamás le he fallado. Mataremos atodas las personas de la laguna y despuésdejaremos a los demás encerrados en la mina.Pero la situación ha cambiado, ¿verdad? Noshablaron de los norteamericanos, pero sugeneral nunca dijo nada sobre este segundogrupo. Esto duplicará el precio, de lo contrarioya puede utilizar a sus propios militares paraestos asesinatos.

El coronel se mostró exasperado.

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—Se le pagará el precio que demanda,pero estaré con usted para asegurarme de quesu contrato se cumple.

El mercenario asintió y les ordenó a sushombres que siguieran adelante con sus botesde goma.

—Pronto su general tendrá muchosnorteamericanos muertos.

A bordo del Río Madonna, Farbeaux sesituó en el saliente de popa y comenzó apreparar su equipo. Aún tenía la extrañasensación de que no estaban solos. La selva alotro lado del barco estaba tranquila, pero él nodejaba de levantar la mirada a cada rato paraexaminar la zona todo lo que le permitía sulimitado campo visual.

El reciclador que tenía era grande yvoluminoso, pero solo tendría que llevarlohasta pasados los rápidos. Después, en esepunto, los hombres de Méndez y él entraríanen la laguna sin que los vieran. Al meter su 9

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mm y cinco cartuchos de repuesto en unafunda de plástico, su mano rozó la gran cruzque llevaba en la mochila. Respiró hondo y laestrechó entre sus dedos. La sacó hacia ladébil luz del saliente de popa. Uno de suscontactos, que sabía que ese objeto lo habíaencontrado el gobierno de Estados Unidos enlos años treinta, la robó. Cómo la obtuvo elgobierno era algo que Farbeaux desconocía,pero ahora era suya, y eso incluía también losextraños objetos que la cruz guardaba. Era larazón por la que estaba ahí. Sacudió el granobjeto y quedó satisfecho al oír las dosmuestras que llevaba dentro deslizándosesobre el falso fondo. Había sido un ingeniosodiseño del padre Corintio, el mismo hombreque era responsable de uno de los primerosencubrimientos políticos del Nuevo Mundo. Alsujetar la cruz y sentir su calidez interna, supoque el sacerdote que acompañó a Pizarro ensus incursiones había superado a su época en

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cuanto a sabiduría. Con lo que tenía en lamano, Farbeaux era consciente de que, sinlugar a dudas, podía cambiar el equilibrio delpoder mundial para siempre. Pero sería élquien tuviera la potestad de la elegir, no unbanquero chupasangre mucho más vil que loshombres a los que una vez sirvió.

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Sexta parte

EL infierno de Padilla «Abandonad toda esperanza vosotros que

entráis aquí.»

El Inferno de Dante

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19

LA Casa Blanca El presidente escuchó con dificultad a

Niles mientras le daba el último avance sobrela incursión del Grupo en el afluente delAmazonas. Cada vez le resultaba más difícilconcentrarse en las palabras que estabadiciendo el director. Le había contado a laprimera dama la complicada situación en quese encontraba su hija; no podía seguirocultándoselo, era incapaz de mentir sobrealgo que se le reflejaba en la cara en cuanto laveía.

—Se le han pasado las últimascoordenadas al Proteus para que tengan unaidea general de por dónde tendrán que orbitar.

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Niles repitió la longitud y la latitud.—¿Algo más?—Aún no, señor presidente. Pete Golding

y yo hemos estado reuniendo la informaciónque tenemos sobre Padilla y las subsecuentesexpediciones a esa zona. Pronto tendremosjunto a nosotros a un destacado miembro delServicio de Inteligencia. Es un hombre que yaha cumplido los noventa, el doctor AllanFreeman, un profesor jubilado de laUniversidad de Chicago, que podrá decirnospor fin qué estaba haciendo por ahí abajo en1942.

El presidente apenas pudo prestar atencióna esos detalles.

—¿Cuándo entrará Collins en la mina?—Ya han iniciado la incursión.El consejero de Seguridad Nacional estaba

sentado con el presidente en uno de los dossillones dispuestos frente a su escritorio a la

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espera de que el presidente continuara, peroeste permanecía en silencio, frotándose la sienderecha con los dedos.

—Señor, ¿qué decía? —preguntó NathanAmbrose.

El presidente alzó la mirada y parecióperdido por un momento, como si noreconociera el rostro que estaba mirándolo.Después sacudió la cabeza, como si seacabara de despertar.

—Lo siento, Nathan. Me has pillado, ¿eh?—¿Está sucediendo algo que no me haya

contado?El presidente lo miró y no dijo nada.Ambrose soltó su libreta sobre la mesa de

café y se echó hacia delante.—¿El secretario de Estado ha hecho algún

avance con respecto a su petición de ayuda aBrasil?

—No, por alguna razón Brasil está

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actuando como si la expedición Zachary fuerauna tapadera para alguna otra cosa. Estáncontestando con evasivas al secretario.

—¿Ha hablado con el presidentebrasileño?

—No, el secretario Nussbaum me informóayer de que el presidente no hablará conmigodirectamente, sino solo mediante la oficinaoficial del secretario. Incluso ha amenazadocon recurrir al Consejo de Seguridad de lasNaciones Unidas.

Ambrose no pudo más que admirar alsecretario; tenía los cojones que hacían faltapara gobernar ese país. Mantener distanciadosa los líderes de ambos países no podía másque ensombrecer a un ya de por sí confusoEstado.

La puerta del despacho se abrió y entró unoficial del servicio secreto.

—Señor, la primera dama se encuentra decamino a la recepción.

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El presidente se levantó y se dirigió a suescritorio mientras se ceñía el nudo de lacorbata y se abotonaba la chaqueta.

—Lo siento, continuaremos con esto mástarde.

—Señor, soy su consejero de SeguridadNacional. Tiene que decirme qué está pasandoaquí.

El presidente se colocó la corbata ydespués se estiró las solapas.

—Ya están ocupándose de ello, pero si lascosas se complican más, le pondré al día.

—Señor, estamos movilizando gruposenteros alrededor del Pacífico. Ha cerrado elespacio aéreo panameño durante tres horas sinuna explicación oficial y el secretario deEstado está intentando esquivar un conflictocon un vecino cordial con el que esta mañanano existía ningún problema.

—Más tarde, Nathan —dijo el presidente

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apretando los dientes. Los músculos de sumandíbula se tensaron visiblemente bajo supiel cuando miró a su consejero antes de pasarpor delante de él, rozándolo.

Ambrose vio a su jefe marcharse y contóhasta tres. Corrió hacia el teléfono y alzó lamirada para asegurarse de que las puertasestaban cerradas. Había decidido correr unpeligroso pero necesario riesgo tres horasantes, mientras el presidente estaba con laprimera dama. Había colocado un discretomicrófono dentro del auricular del teléfono, unpequeño obsequio de un amigo del otro ladodel río. Desenroscó la tapadera, se guardó elpequeño artilugio en su bolsillo y volvió aponer la tapa. Después se alejó del escritorio yal instante la puerta se abrió y entró un agentedel servicio secreto.

—Señor Ambrose, sabe que esta es unazona prohibida cuando el presidente no seencuentra en ella.

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—Sí, estaba recogiendo mis papeles; elpresidente se ha marchado tan de repente…—El consejero de Seguridad Nacional terminósu tarea y cerró su maletín. Mientras, elagente le había estado sujetando la puerta,cosa que lo puso nervioso.

Una vez en su despacho, Ambrose decidióque la información de la diminuta grabadorano podía esperar. Tenía que saber qué estabapasando. Se sacó el pequeño objeto redondodel bolsillo y lo colocó dentro de un artilugioque se parecía a un iPod. Rápidamente, pulsóel botón de «Play» mientras se colocaba elauricular. Una voz que no reconoció leexplicaba al presidente un plan que Ambroseno podía creerse. Según escuchaba, ibaanotando las coordenadas que Niles Comptonle había proporcionado en su últimaconversación telefónica. Debía transmitir esainformación al secretario lo antes posible. Elconsejero de Seguridad Nacional tenía que

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detener esa misión a toda costa. ¿Cómohabían podido los militares poner en marcha elProteus sin que él se enterara?

Diez minutos más tarde, después de quehubiera sondeado varias fuentes militares paraconfirmar la existencia del Proteus y susrecursos, telefoneó a la Embajada de EstadosUnidos en Brasil. La llamada al número demóvil privado fue contestada por el secretariode Estado norteamericano.

—Espero que hayan hecho lo queesperábamos, señor gran consejero.

A Ambrose no le gustó el tono con que elsecretario le estaba hablando últimamente.Más adelante tendrían que discutir sobre elpapel de cada uno en ese melodrama.

—Cree que el presidente ya tiene gente enBrasil, pues bien, puede que lo hayaconfirmado ahora mismo.

—¡Vaya! El consejero de SeguridadNacional del presidente de Estados Unidos se

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ha encontrado con algo que concierne a losmilitares y que se suponía que tenía que habersupervisado en primer lugar. Estoyasombrado. Le diré que yo también tengogente sobre el terreno gracias a nuestrosamigos de las Fuerzas Aéreas brasileñas.

Ambrose cerró los ojos y esperó a que elsarcasmo del secretario siguiera su curso.Mentir a los dos presidentes debía de estarpasando factura, y eso estaba reflejándose enel temperamento del miembro del gabinete.

El consejero continuó:—No puedo confirmar el intento de

rescate, pero creo que puede que hayaencontrado su modo de protegerse frente a susmercenarios. Y está justo en el camino queusted quería seguir. Para ayudar la unidad detierra en la cuenca del Amazonas, elpresidente ha ordenado una operaciónProteus.

—¿Esa mierda en plan «guerra de las

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galaxias» que montaron los de las FuerzasAéreas? Creía que se le había dado carpetazoal proyecto.

—Y así fue, pero las Fuerzas Aéreasforzaron un poco la situación y consiguieronque se les construyera un prototipo antes de lacancelación.

—Entonces, ¿qué tiene esto que ver con loque necesito?

—Piense, señor secretario. Para que elProteus tenga algún valor, tienen que estar deservicio.

Hubo silencio al otro lado del teléfono yAmbrose no pudo contener una sonrisillaburlona. Tener la sartén por el mango a lahora de hablar con el secretario era unasituación que le gustaba mucho.

El consejero de Seguridad Nacionaldecidió decirlo claramente.

—Han de entrar en el espacio aéreo de

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Brasil para completar su misión contra lafuerza que usted ha organizado. Sin embargo,ahora estoy en posesión de las coordenadas enlas que se encontrará el Proteus. Estoy segurode que al presidente de Brasil no le harádemasiada gracia comprobar que su territoriono solo es invadido, sino que su espacio aéreose halla comprometido. Una vez bajen de eseavión, no se podrá ayudar al equipo en tierracuando más lo necesiten, y a ver cómo sale deesa el presidente. Creo que ha echado a perdertodos los esfuerzos diplomáticos que usted hallevado a cabo, ¿no es así?

—Sí, y creo que usted se ha ganado unpuesto en mi nuevo gabinete, señor Ambrose.Me pondré en contacto con nuestro amigo delgobierno brasileño y conseguiré que nosgarantice su actuación.

—No le costará mucho, teniendo encuenta lo que cuelga sobre su cabeza ahoramismo.

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—Recuerde, señor consejero, seguimoshablando de norteamericanos en ese avión y lagente en tierra. Solo espero que no hayamosido demasiado lejos.

—Según estimo, señor secretario, yahemos ido demasiado lejos. Hemos subidoexactamente los trece peldaños del patíbulo. Ycon sus declaraciones oficiales a ambos ladosconfundiendo el tema de un rescate, pensaríaque es seguro decir que los pocos escalonesque quedan hasta la soga de la horca ya estánahí. No veo otra elección aquí.

—Deme las coordenadas. Afluente Aguas Negras Jack tenía varias operaciones funcionando

al mismo tiempo: Charles Ray Jackson seencontraba en el sonar en una búsquedaconstante de su amigo subacuático. Tom Stiles

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estaba en lo alto del palo mayor terminandolas reparaciones del plato de comunicacionespor satélite y Mendenhall y Sáncheztrabajaban en la operación Mal Perder: en laoscuridad que rodeaba la laguna, estabanfijando pequeñas células de calor quefuncionaban con batería a una cuerda denailon unida a unos globos Mylarsemitransparentes que elevarían con la ayudadel tanque de helio que Sánchez había llevadoen una mochila mientras los hombresavanzaban nerviosos alrededor del perímetrode la laguna. Los globos alzarían un paqueteque emitía una indicación de alta temperaturamediante el uso de bobinas de calor en elcilindro de treinta centímetros de largo.

—Espero que esos monos no intententocar esto. El comandante se ha mostradomuy categórico ante la necesidad de que secoloquen ya y estén operativos a tiempo —dijo Mendenhall mirando intranquilo los

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árboles que los rodeaban.Sánchez presionó la válvula de escape y el

gran globo se llenó de helio. Después se leunió el transpondedor de calor y lentamentedejó que la cuerda de nailon se deslizara entresus dedos. Ya iban por el trece; cada unodebía colocarse lo más cerca posible de lafronda de árboles. Para cuando terminaran,tendrían cincuenta globos en suspensión hastauna altitud de sesenta metros por encima delos árboles más altos. Una vez eso estuvierahecho, el equipo utilizaría la zódiac para viajarhasta la orilla y amarrar cada globo a las raícesde los árboles. De ese modo toda la lagunaquedaría rodeada por los elementos deemisión de calor.

Dentro de la sección de Ingeniería, Jenksestaba preparando al Fisgón 3 para su viaje alinterior de la mina. La sonda medía un metrosesenta de largo y tenía un proyector de luz yuna cámara desplegables en cada uno de sus

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cuatro extremos. Pero el problema de empleartanta energía para la iluminación y las cámarasera que la duración de la batería del Fisgón 3era inferior a una hora.

Agarró el intercomunicador.—A ver, ¿estáis ahí?—Aquí Everett en el sonar. Cuando

quiera, suboficial.—Adelante, Sapo, sal de la puta agua y

dame lecturas para incorporárselas al Fisgón.Fuera, en el agua, una ola de sonido se

produjo a causa del fuerte ruido metálico delsonar. La señal reverberó en los muros de laroca hasta que encontró el camino de vuelta alProfesor, donde quedaron registrados eltamaño de todas las obstruccionessubacuáticas y la distancia hasta ellas. Denuevo sonó ese ruido metálico, y otra vezmás. Quince veces, en intervalos de diezsegundos, el sonido retumbó alrededor de lalaguna e incluso dentro de la mina.

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Afluente Aguas Negras Robby observaba al animal desde una

cavidad de la cueva mientras se movíaalrededor de la oscura caverna central. Pudover al anfibio girarse y mirarlo. Sabía que labestia era consciente de que la observaban.Parecía agitada cuando había regresado hacíaescasos minutos para arrear a otros miembrosde la expedición hasta el interior de la cueva:dos estudiantes que llevaban a un tercero conellos. En la semioscuridad no había podidodistinguir de quién se trataba. Había oídomuchos chillidos del animal, pero finalmentehabía logrado su objetivo y las tres mujereshabían entrado en otra de las alcobasexcavadas para esclavos. Después Robbyhabía oído gritos de alivio de la gente que yaestaba dentro ante la repentina reunión.

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Pero ahora la bestia recorría la cueva ycada cierto tiempo alzaba la cabeza hacia eltecho y la ladeaba. Parecía estar escuchandoalgo. Después, la bajó y miró directamente aRobby, atravesándolo con la mirada a unostreinta metros de distancia. Gruñía y sacudíala cabeza en su dirección, como si fuera élquien le provocase el malestar que claramenteestaba sintiendo.

—¿Has visto a quién han traído? —lesusurró Kelly por detrás.

Robby no apartó la mirada del animal.—No, los han metido demasiado rápido.

Mira, se comporta de manera extraña. Debede estar pasando algo.

Kelly observó a la bestia, que movió lacabeza de nuevo de un lado a otro y elevó lamano derecha hacia el techo como si intentaraagarrar algo que no estaba allí.

—Dios mío, está escuchando algo yparece aturdida. O eso o el sonido la molesta.

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¿Ves como está sacudiendo la mano? Ondassonoras.

La criatura de pronto colocó ambas manosa cada lado de su cabeza y emitió un bramidoque retumbó por las paredes de la cueva.Miraba directamente a Robby y a Kelly,bramó de nuevo, y dio un amenazador pasohacia ellos. Entonces, bruscamente, se giró yavanzó hacia la gruta antes de desaparecerbajo el agua cristalina.

Rob se movió alrededor de la cueva, perono pudo oír nada. Kelly comenzó a gatearpara salir de la alcoba tras el animal.

—Robby, ¿notas eso?Robby se quedó quieto, pero ni notó ni

oyó nada.Kelly salió a gatas y se levantó. Corrió

todo lo deprisa que le permitió la oscuridadhasta el extremo de la gruta y después volvió aponerse a cuatro patas. Tenía las palmas

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extendidas sobre el suelo de la cueva.—¿Qué estás…?—Shhh…—Vamos, ¿qué…?—Baja y palpa por aquí —dijo ella al

acercar la mano al agua. Después, de pronto,arrimó la oreja derecha a la piedra mojada delsuelo y finalmente Robby hizo lo mismo—.¿No lo oyes? —preguntó, aunque Robby nosabía qué estaba escuchando ella.

Kelly, sonriendo, se sentó.—¿Por qué estás sonriendo?—Creo que tenemos compañía en la

laguna, puede que sean nuestros rescatadores.Él miró a Kelly y después, de nuevo, al

suelo de la cueva. Lo que fuera que ella habíasentido u oído, a él se le escapaba. Había unsonido constante, pero desconocía qué era.

—Sonar activo. ¡Alguien está sondeandola laguna!

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Ahora Robby lo entendía todo. Lasensación que recorría sus dedos y el latidoconstante de sonido que había notado era elsonido del sonar que se trasmitía desde elexterior de la laguna acústicamente hasta lagruta mediante el mejor material conductorque existía: el agua.

—¿Qué pasa? —preguntó Kelly al verle lacara.

—Ese animal no parecía muy contentocuando se ha ido de aquí. También sentía laspulsaciones del sonar.

—¡Joder!—Sí. Espero que quien sea que está ahí

fuera esté prestando atención porque nuestroamo está a punto de hacerles una visita.

—Bueno, está lista —dijo Jenks por elintercomunicador cuando tiró de la palancaque abría la pequeña escotilla de dos puertasen el fondo, cerca del pantoque. Con un tornointrodujo al Fisgón 3 en la turbia laguna y, a

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continuación, volvió a la sala de estar principaldonde todos estaban reunidos para ver lasprimeras imágenes del interior de la mina. Enla sala de Radar y Comunicaciones, Jacksonse inclinó hacia delante en su asiento para vermejor y accidentalmente pulsó el interruptorde «Alarma de contacto del sonar», unsistema de advertencia audible que permitíaque se avisara al operador del acercamiento dealgo moviéndose hacia el Profesor. Cuando elinterruptor se accionaba accidentalmente,convertía la tarea programada del sonar en unbarrido común a simple vista.

A seis metros por debajo de la quilla delProfesor, la criatura nadaba de espaldasmientras miraba hacia arriba, hacia el fondodel barco. Cada ciertos minutos alzaba unamano y la pasaba por el casco para después,rápidamente, alejarse. Cuando el Fisgón 3 sehundió en el agua, la bestia nadó rápidamentehacia la escotilla abierta, pero se detuvo

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cuando las puertas se cerraron en silencio. Lamano tocó la suave estructura con forma detorpedo del Fisgón. Cuando la sonda no hizomás que quedarse en flotación cero, el anfibiole dio una palmadita y volvió a golpearlacuando el artefacto hundió su morro y seniveló de nuevo. La bestia se aburrió y sepuso a nadar a lo largo del fondo, alzándosede vez en cuando para mirar por las ventanasdel Profesor. Finalmente llegó hasta una alotro lado de la cual varias personas seencontraban sentadas. Examinó los rostros decerca y fue alterándose cada vez más por loque veía. Un segundo animal más pequeño seacercó y el mayor, el más agresivo, loespantó. Incluso varios de los plesiosauros seacercaron movidos por la curiosidad y fueronahuyentados abruptamente. Salierondisparados hacia las profundidades de lalaguna.

Se oyó un murmullo de nerviosismo

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cuando Jenks se dirigió al panel de controladicional que había instalado en la sala.Virginia ya estaba allí y él le sonrió al sentarsea su lado. Jack estaba apoyado contra elmamparo y Sarah sentada frente a él, junto ala gran ventana subacuática. Carl y Danielle sehabían acomodado a su lado. Cuando Jackasintió, Jenks se giró hacia los mandos y pulsóun interruptor. Los cuatro monitoresdispuestos alrededor de la sala cobraron vidajunto con la pantalla colocada delante deJenks. La cámara del morro de la sonda seconectó al mismo tiempo que lo hicieron lasluces y vieron las brillantes aguas verdes de lalaguna iluminarse en un diámetro de casicuatro metros alrededor del Fisgón 3, a la vezque la pequeña embarcación se movía de unlado a otro bajo la superficie.

—Allá vamos —dijo el suboficial al llevaral Fisgón hacia las profundidades. Virginia ledio una palmadita en la pierna y colocó las

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manos sobre su regazo.El Fisgón trazó un semicírculo bajo el

barco y salió por el lado opuesto antes dedirigirse hacia las cataratas. Según seacercaba, el agua iba picándose más, pero elsuboficial mantuvo el curso y la profundidad,ajustando solo la velocidad con el aceleradorpara compensar una corriente que estabaempezando a empujar la sonda hacia el centrode la laguna. Entonces el Fisgón comenzó amoverse hacia delante, de nuevo, y supropulsor se afianzó en la corriente. Paraconservar la energía, Jenks dejó encendidasúnicamente la luz delantera y la cámara, queahora solo captaba agua blanca a medida quese aproximaba a la catarata de sesenta metros,cuya agua caía contra la superficie de lalaguna. Bajó el morro del Fisgón cuando elagua se volvió más agitada y envió más hondoal dispositivo para que pudiera avanzar conmayor facilidad bajo la catarata. Ellenshaw

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estaba tan nervioso que comenzó a frotarse lasmanos hasta que Heidi se las sujetó y paró.

A pesar de su profundidad, el Fisgón 3 sevio en un aprieto al llegar a la cascada. Sumorro volvió a hundirse cuando el agua quecaía libre sobre el dispositivo creó unaturbulencia a diez metros de profundidad. ElFisgón se giró a la derecha, su morro subió einmediatamente perdió flotación cuando todoel peso de la cascada golpeó contra su cuerpode plástico endurecido. Casi parecía como siunas fuerzas sobrenaturales estuvieranmanipulando la sonda. En realidad, unacascada natural la estaba zarandeando. Jenksno se encontraba demasiado preocupado, yaque se hallaba concentrado en el panel quehabía frente a él, donde tenía lecturas develocidad, profundidad y uso de energía. Semantuvo firme y entonces redujo la velocidadal ver que el vórtice de presión del aguacomenzaba a disminuir. La mayoría de la

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gente congregada en la sala respiró aliviadacuando el Fisgón logró rebasar la cascada paraadentrarse en aguas más calmadas.

—Suboficial, ¿podemos obtener unalectura de calón de la profundidad del aguadonde está ahora mismo? —preguntó Sarah.

Jenks tocó un interruptor. La pantalla desu panel por control remoto pasó de «Sonarpasivo» a «Sonar activo».

—Solo puedo utilizarlo unas cuantasveces, así que haremos un escaneo rápido desus alrededores. Miren los monitores y enellos aparecerá la lectura.

Desde dentro de los confines del barco,todo el mundo sintió y oyó el poderoso sonidodel sonar surcando el agua.

Fuera, por debajo del barco, el animal sellevó sus grandes manos a la cabeza ycomenzó a sacudirse violentamente al captarel fuerte ruido. Después, se calmó y movió lacabeza de lado a lado una vez el sonido se

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redujo a nada.—Allá vamos. Parece que tenemos

veinticinco a estribor, treinta y siete a babory… bueno, es un canal profundo, así que elnúmero sigue subiendo —dijo Jenks.

Las cifras de la lectura del sonar separecían a las que habían recibido delProfesor cuando había sondeado la laguna. Elagua parecía no tener fondo, a excepción dedos grandes salientes a ambos lados delFisgón. Aparte de esa pequeña anomalía, lasparedes de pura roca parecían extendersehacia abajo infinitamente.

—Estoy convencida de que es unacaldera; lo que estamos mirando es un pozode lava que recorre cientos de miles de metrosbajo la superficie —dijo Sarah—. No hay otraexplicación.

—Puede ser que acabemos de encontrar lapuerta principal y el largo pasillo al infierno —bromeó Jenks.

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La desafortunada broma fue recibida conun silencio sepulcral. Ya fuera una caldera o elinframundo, la pregunta seguía siendo sialguno de los estudiantes continuaba vivo.

Farbeaux y Méndez se encontraron consus hombres en el otro extremo de los rápidos.La laguna se extendía más allá del quiebro y elfrancés acababa de ver el barconorteamericano en el centro de la laguna, bieniluminado y tentador dentro de esa maravillaoculta.

—Ahora lo dejaré claro: vamos a utilizar laorilla para cubrirnos y eludir a losnorteamericanos. Pasaremos desapercibidosentre los ruidos de la orilla si están utilizandoel sonar como medida de seguridad.

Los hombres asintieron, e incluso Rosoloadmiró el enfoque del francés. ¡Qué pena queno fuera a seguirlo! Tenía un desvío quehacer.

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Méndez, rotundo y ridículo en su brillantetraje de neopreno, fue dirigiéndose a cadahombre hablándoles en español. Farbeauxentendió una o dos frases. El colombianoestaba prometiendo que tendrían más dinerodel que jamás habían soñado si su misióntenía éxito. Farbeaux sospechaba que lasminas estaban, efectivamente, llenas de oro,pero ¿cuánto podrían sacar antes de que elgobierno brasileño actuara para quitarles loque habían encontrado? Ese idiota de Méndezcreía que podía comprar a cualquiera, acualquier gobierno, pero ¿por qué iba ungobierno a aceptar su lamentable pago cuandopodían tener la totalidad del mayor hallazgo deoro de la historia? El codicioso colombiano nopodía seguir con vida una vez llegaran a ElDorado. Lo que menos necesitaba el francésera que las autoridades brasileñas tuvieran uncompleto conocimiento de los otros tesorosque estaban ocultos en filones bajo el suelo y

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hasta los que les conduciría el oro. No, nopodía permitirlo.

Se colocó la máscara en la cabeza y seaseguró de que su reciclador funcionabacorrectamente. Alzó la mano, la bajólentamente hacia el agua y se lanzó. Losiguieron Méndez y sus hombres. El último enentrar en el agua fue el capitán Rosolo, quenadaría con ellos hasta el barco.

—Lo de la derecha parece un salientebastante ancho, de unos diez metros, creo —dijo Jenks cuando el Fisgón entró en la cuevasituada detrás de la cascada. La luz captó lasquietas aguas y el suboficial gritó que, enefecto, dentro había una corriente de unos tresnudos.

—Eso significa que las aguas de aquídeben de evacuar en alguna parte —supusoSarah.

El Fisgón subió cuando Jenks tiró haciaarriba de la palanca, y la cámara pasó de

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mostrar un sólido marco verde de agua a unavariante más oscura de la misma cuandoapuntó a la superficie del canal.

—¡Girando hacia la derecha! —gritó Jenksal desviar al Fisgón en esa dirección justocuando la sonda subió hasta cuatro metros.

Carl señaló la pantalla.—¡Mirad eso! El saliente del que estaba

hablando ha sido labrado…—¿Eso de ahí son escalones? —

interrumpió Virginia.En el monitor, la cámara captó primero

uno y después dos escalones que se alejabanen la distancia a ambos lados del Fisgón. Esosdos primeros escalones conducían a untercero, a un cuarto y así sucesivamente.

Jack se acercó más al monitor.—Suboficial, ¿puede conseguirme una

imagen de las zonas más altas de la caverna?—Sí, ¿ha visto algo?

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Jack se limitó a mirarlo, no le respondió.Jenks ajustó la cámara derecha y echó un

kilo y medio de lastre a la pequeña sonda,ladeándola a la izquierda y elevando el ángulode la cámara. Cuando las luces desaparecieronen la oscuridad, la cámara captó otra imagenque hizo que todo el mundo se quedara con laboca abierta. Una vez más, el silencio llenó lacabina. En la pantalla se apreciaban pilares endistintos niveles y, tras ellos, unos muros conun trabajo de talla muy elaborado.

—Fíjense en esos muros y cómo se metenhacia dentro según se acercan a lo alto de lacascada —señaló Virginia con asombro.

—Una pirámide —dijo Keating mientrasobservaba la imagen en movimiento de lacámara—. Es una jodida pirámide escalonada.

—Es como si estuviéramos viéndola desdedentro afuera —añadió Heidi acercándose.

Cada nivel del interior se iba haciendo máspequeño cuanto más se aproximaban a la

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cúspide. Cada pilar que alineaba su respectivonivel servía como un fuerte soporte para cadaplanta según iban alzándose hacia la fuente dela cascada. Unas gigantescas aberturas seveían más allá de los pilares, indicando quehabía portales en el interior de la propia mina.

—Esto es una proeza de ingeniería —dijoKeating.

—Los incas debieron de convertir elinterior de una cueva natural, o de unconducto de lava, en un interior arquitectónicomás reconocible. Después de todo, no podíansacar nada de aquí sin rezar y sin que su diosSupay autorizara la retirada de su tesoro —dijo Sarah antes de mirar a todo el mundo—.Pero son solo suposiciones, por supuesto. —Un silencio siguió a sus palabras.

—Creo que es la mejor teoría quetenemos hasta el momento —dijo finalmenteVirginia.

La cámara siguió proporcionando

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imágenes de la vasta extensión de la mina.Debido a la profundidad a la que seencontraba el Fisgón y a que solo la lentederecha se asomaba a la superficie, su visiónestaba limitada. Pero para Jack esainformación, junto con lo que Sarah habíarecopilado anteriormente con la campana deinmersión, indicaba que los pozos de la minano solo se elevaban con la pirámide, sino queademás se adentraban en la tierra, mucho másallá del nivel de la laguna.

—Emergiendo —dijo finalmente Jenks,ansioso por ver la pirámide con mejor luz.Todo el mundo se inclinó hacia delante en susasientos mientras el Fisgón salía a la superficie—. Encendiendo todas las luces y cámaras —añadió, y rápidamente pulsó los interruptoresde las otras tres cámaras y los tres juegos deluces.

En el monitor, la imagen de la pantalla seseparó en cuatro ángulos de cámara distintos.

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Uno mostraba la larga escalera que salía delagua y se prolongaba durante otros quince oveinte escalones por encima de la superficiedel canal de entrada. Los escalonesterminaban en lo que parecía una gigantescaroca plana de unos sesenta metros de largo.

—¿Una plataforma? —se preguntó Heidien voz alta.

—Casi, Heidi —respondió Jack sindescruzar los brazos—. ¿Quieres decírselo tú,marinero? —Se giró hacia Carl.

El capitán de corbeta, sentado junto aDanielle, se levantó de su asiento y señaló a laimagen de uno de los monitores instalados enla pared.

—¿Ven que esto se eleva del agua enforma de un robusto cuadrado de piedra conescalones que terminan en el centro y quecomienzan de nuevo a ambos lados de estaplataforma? Ahora, fíjense en el borde de estagigantesca piedra… ¿lo ven? —Señaló diez

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salientes distintos que bordeaban laplataforma. Parecían un conjunto de toroscornilargos con cada cuerno saliendo hacia laderecha e izquierda y midiendoaproximadamente un metro—. Sonabrazaderas y lo que estamos viendo aquí esun muelle.

Todos asintieron. Era un muelle de sesentametros con proyecciones de dos puntasempleadas para amarrar barcos. Las escalerasse alzaban desde cada lateral del muelle paraque los nadadores accedieran al canal ybajaran de él.

—¿Cree que podemos amarrar ahí,suboficial? —preguntó Jack.

—Resultará complicadísimo atravesar esacascada, no son como las más pequeñas quehemos atravesado antes. Me parece que no,comandante. Creo que acabaría hechopedazos.

—Sospecho que puede haber un

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mecanismo ahí dentro que altere la dirección yla fuerza de la cascada para alejar la furia delagua de los barcos que entran y salen —apuntó Heidi—. Así fue como los antiguosreunieron su tesoro.

Jack se limitó a asentir. En la pantalla vioal Fisgón retrocediendo por el muelle para quelas cuatro luces apuntaran a zonas más altas.Varios objetos oscurecidos se hicieron visiblesen lo alto de la plataforma, silueta que losviajeros habían llegado a conocer muy bien.Dos altísimas estatuas de Supay, el dios incadel inframundo, se elevaban majestuosamentea cada lado del inmenso muelle. Las esculturasmiraban al Fisgón desde arriba con ojosbeligerantes de párpados caídos, que podíanestar hechos de oro macizo, o eso les pareciócuando la luz de la sonda jugó sobre ellas. Eltrabajo de artesanía era mucho másmeticuloso que el realizado en las dos tallasque habían dejado atrás, en la entrada del

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afluente. La roca estaba tachonada conpiedras preciosas de todas las formas ytamaños; rubíes y esmeraldas bordeaban losbrazos y las muñecas de los gigantes. Eltridente y el hacha también estaban fabricadoscon oro, y parecían incluso más letales que losde fuera. Entonces la luz captó algo en elvientre de una deidad. La estatua de laderecha había sido objeto de un actovandálico. El profesor Keating expresó su ira agritos, haciendo que todos los que estaban allíse sobresaltaran.

—¿Qué clase de tomadura de pelo es esta?—gritó al acercarse al monitor y levantarse lasgafas.

Mientras los otros miraban la imagenatentamente, más de uno se quedóboquiabierto. Las maldiciones se oyeron portoda la sala, aunque si Jack no hubiera estadotan asombrado, se habría reído. En el vientrede la gigantesca deidad había un grafiti que

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había viajado desde los muelles de losastilleros de Brooklyn, en Nueva York, hastaÁfrica, pasando por toda Europa y Japóndurante la segunda guerra mundial, pues fueutilizado como marcador universal en todoslos lugares por donde habían pasado las tropasestadounidenses.

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«Kilroy estuvo aquí.»—Bueno, ¿cuánto tardarán en descifrar

este mensaje? —preguntó Jenks riéndose,aunque por dentro estaba tan impactado comotodos los demás.

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—Después de los días invertidos y delpeligro que hemos corrido para encontrar laruta de Padilla, ¿nos topamos con esto? —exclamó Heidi furiosa.

—Alguien de nuestro gobierno ha sabidodurante todo este tiempo que esto estaba aquí—dijo Virginia levantándose—. ¿Québuscaban? ¿Oro?

Jack alargó la mano y seleccionó elinterruptor del intercomunicador.

—¿Stiles?—¿Sí, señor?—¿Qué tal funciona el transmisor?—Lleva conectado cinco minutos,

comandante. Acabo de terminar —respondióStiles desde el palo mayor.

—Bien. Ponme en contacto con el Grupo,lo antes posible —dijo al ver la inestableimagen procedente del Fisgón 3.

—Ahora mismo —fue la rápida respuesta.

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—No puede tratarse del oro —fue todo loque Jack dijo al girarse hacia la sala de laemisora.

Rosolo se había separado de la larga filade hombres una vez rebasaron el barconorteamericano. Se había desviado fácilmentesin que lo vieran y había nadado hacia el grancasco, que brillaba con la luz que emanaba delinterior. Tendría que andarse con cuidadopara evitar las ventanas subacuáticas. Llegó apopa y lentamente alcanzó la zona central delbuque para analizar el diseño. Colocó la manocontra el casco y pudo sentir la actividaddentro incluso con los guantes puestos. Nonecesitó una linterna, ya que el agua estabatan iluminada que parecía como si él estuvieradentro de una gigantesca esmeralda. Hurgó ensu bolsa y sacó una bomba lapa de casi kilo ymedio. La colocó contra el casco y presionópara fijar las ventosas de succión situadas enla parte trasera del explosivo. Después

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retrocedió hasta la popa, donde habíasupuesto que estarían los motores del barco, ycolocó otra bomba ahí. Fue al fijar eltemporizador en tres minutos cuando sintiómovimiento a su alrededor. Era como si algohubiera pasado nadando a gran velocidad,aunque al voltearse no vio nada.

Jackson se había girado de la ventanacuando el comandante había solicitado uninforme de situación sobre las reparaciones dela radio. Ya no estaba mirando afuera, así queno pudo ver ni a Rosolo ni a la criaturaacercarse. Ni siquiera se fijó en que habíacambiado involuntariamente el programa de laalarma del sonar, la tan especializada pieza deequipo naval que habían activado previamentepara advertir de la proximidad de una amenazasubacuática.

—Aquí el Profesor llamando a Compton,director del Grupo —dijo Stiles por el granteléfono de mano antes de soltar el

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instrumento y conectar el sistema decomunicación con el altavoz para permitir quelos ocupantes del barco mantuvieran unaconferencia.

—Jack, ¿dónde demonios habéis estado?—preguntó Niles.

—Bueno, hemos tenido algún que otroproblema con la fauna del lugar; se hancargado nuestra emisora.

—El Boris y Natasha captó vuestraimagen durante casi todo el día y despuéstuvimos un fallo del circuito y la perdimos.Pero antes de perderla, vimos a quien nosparecía Stiles en el palo mayor trabajando convuestro disco. ¿Ha habido suerte con esoschicos, Jack?

—Negativo, pero hemos descubierto algoque necesitamos que compruebes.

—¿Qué es?Con esas dos palabras Jack oyó cómo la

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esperanza se había esfumado de la voz deNiles. No haber encontrado supervivientes noera lo que el director había querido oír.

—Espera a recibir una fotografía por fax.Creo que te parecerá interesante.

Stiles colocó una imagen de veinte porveinticinco del grafiti hecho en el vientre de laestatua de veinticuatro metros de Supay ypulsó el botón de enviar.

Instantes después, Niles respondió furioso.—De acuerdo, quiero que Carl y tú

desembarquéis del Profesor y que continuéissolos con la búsqueda. Que todos los demássalgan de ahí, Jack. Alguien nos ha tendidouna trampa. O el presidente está mintiéndomedescaradamente o alguien está mintiéndole aél, pero no pienso correr riesgos. Alguien sabíalo que había allí y no nos avisó… ni avisó aHelen. ¡Saca de ahí a tu gente ahora!

—No he tenido oportunidad de hablarte delos dos cuerpos que hemos descubierto al

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entrar —dijo.—¿Qué cuerpos?Jack se tomó los siguientes minutos y le

habló de Kennedy y de la llave de activaciónde la bomba. Huelga decir que Niles estaba apunto de explotar sin necesidad de que seinsertara ninguna llave nuclear.

La criatura observaba la actividad delbarco a través del ojo de buey. Sarah entró enla sala después de que Jack hubiera salido paraponerse en contacto con Niles. El animal sequedó quieto al reconocer su rostro de lacampana de inmersión. Sarah se dio la vueltay se marchó, desapareciendo por la escotilla.La criatura se puso nerviosa una vez más ysacudió su impresionante cabeza. Después, sesumergió y pasó por debajo del barco hastallegar al otro lado. Pero el animal no estaba,en absoluto, cautivado por Sarah; todo locontrario, estaba interesado en ella porque nopodía entender cómo había pasado de

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encontrase en la campana de inmersión aencontrarse en el Profesor.

Un repentino movimiento captó laatención de la bestia en la zona de popa delcasco. Una forma negra era apenas visible allí.La bestia advirtió que estaba viva…y que eraun intruso. Sacudió las patas y lasimpresionantes aletas de sus pies formaron unvórtice invisible a través del agua cuando saliódisparada por la laguna a una velocidadfantástica.

El hombre sintió movimiento cuando pasópor delante de él, pero la criatura ya lo habíarodeado y estaba girándose. El animal sequedó quieto un momento. Observó al intrusoalzarse medio metro en el agua hasta que pudomirar dentro de una de las ventanassumergidas. Fue ahí cuando el anfibio se lanzópor el agua directamente hacia Rosolo que,dotado de un instinto de ladrón como parasaber cuándo algo no iba bien, se volvió justo

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antes de que la bestia atacara y, con los ojoscomo platos, desesperadamente intentóalejarse nadando.

—El seal Kennedy tenía consigo una llavede activación nuclear y, según la autopsia,estaba contaminado por radioactividad. Asíque quienquiera que fuera el que los mandóaquí con un arma táctica, lo más probable esque les diera órdenes de volar la mina.Necesito que descubras por qué arriesgaronlas vidas de esos chicos de esa forma.

—Llevo horas investigando a Kennedy yhasta el momento ni Pete ni yo hemosencontrado nada.

—Tiene que ver con lo que sea que hayen la mina. No puedo creerme que corrieran elriesgo de provocar un incidente nuclear solopara proteger el oro. Descubre de quién eseste juego en el que nos hemos vistoimplicados y detenlo. Puede que nosencontremos en un gran apuro.

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—Haré lo que pueda, pero, por ahora,saca a tu gente de ahí, Jack, ¿entendido?Sácalos. Pero a Carl y a ti debo pediros que osquedéis para rescatar al equipo de Helen, si esque es factible.

Sarah, que había escuchado esa parte de laconversación, le dio una palmadita a Jack enla espalda y salió de allí para volver a entraren la sala de estar.

De pronto, Jackson se fijó en que el sonarestaba mal programado.

—¡Comandante, tenemos contacto, rumbo2,9,7 a treinta y dos nudos y acercándosedeprisa! —dijo al conectar de nuevo la alarmasonora.

—Niles, puede que aquí tengamos unproblema. Intentaré volver a contactarcontigo. Parece que nuestro amigo animal va ahacernos otra visita.

—¿Animal? ¿Quieres decir que esasjodidas historias son reales? Es el colmo, Jack,

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¡salid de…!La comunicación con Niles se cortó

cuando el Profesor sufrió una sacudidaprovocada por una explosión en el centro delbarco. La detonación hizo que todo el mundocayera al suelo. El Profesor inmediatamentecomenzó a escorar a babor, recibiendo dostoneladas de agua por minuto cuando su cascode composite se partió y se combó justo en lasección donde todos estaban reunidos, la salade estar.

La criatura agarró a Rosolo por el cuello ylo golpeó contra el hidropropulsor del motornúmero dos, dejándolo sin sentidomomentáneamente. Él intentó superar elpánico cuando notó los dedos palmeados de labestia cerrarse de nuevo alrededor de sucabeza, y justo cuando su atacante volvió agolpearle la cabeza contra el puntal, el mundosubacuático se vio sacudido por una violenciaque el animal no había conocido hasta ese

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momento. Soltó al colombiano y se alejó,agarrándose la cabeza como para protegersede la onda de presión que parecíaaporreársela. Rosolo, extremadamenteafortunado, salió disparado como una ramitaen las enturbiadas corrientes que seapoderaban de las aguas que rodeaban alProfesor. Las bombas que había colocado lesalvaron la vida. Sacudió la cabeza y fue haciala orilla y la mina que se encontraba detrás.

Mendenhall y el cabo Shaw estabantrabajando en el motor dañado cuando laexplosión los hizo elevarse del suelo. Una granpieza del casco de composite explotó en la salade máquinas y alcanzó a Shaw en el pecho.Como una sierra circular, le atravesó el cuerpohasta la columna vertebral. Mendenhall sacó lacabeza del agua, que rápidamente estaballenando las sentinas, y se alzó sobre el sueloenrejado. Miró a su alrededor en busca deShaw y comprobó que estaba muerto. Al

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sargento lo había protegido de los restos quehabían salido volando el motor dañado en elque estaban trabajando. Sin embargo, aunquesacudió la cabeza como para aclararse lasideas, sabía que se había quedadoparcialmente sordo, ya que no había oídonada después de la fuerte explosión. Buscó elorigen de la explosión y vio un agujero de casidos metros de diámetro en el lado de popa,mitad por encima y mitad por debajo de lalínea de flotación.

—¡Ayudadme antes de que noshundamos! —gritó.

En ese momento Sánchez entró por laescotilla y la cerró. Miró a su alrededor y vioel cuerpo de Shaw flotando y a Mendenhallluchando con la campana de inmersión, que sehabía soltado de su soporte.

—¡Ayudadme! —repitió Mendenhall.Sánchez se movió rápidamente por el

agua, cada vez más alta, y auxilió al sargento

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al darse cuenta en un instante de lo que estabaintentando hacer.

La campana estaba sacudiéndose haciaatrás y hacia delante frente al casco dañado.Sánchez y Mendenhall necesitabanliteralmente insertar la campana en el agujeromás pequeño en el lateral del barco paradetener el anegamiento. Sánchez supoinmediatamente que el sargento no podríatener suficiente juego con la longitud del cableumbilical como para alcanzar la zona dañada,y cruzó el agua hasta el control principal.

Mendenhall duplicó sus esfuerzos parahacer que la campana de una tonelada siguierabalanceándose mientras Sánchez intentabaacompasar su movimiento. Se acercaba alagujero y se balanceaba hacia atrás quedandosiempre a unos treinta centímetros deencajarse en él. Cuando pensó que lo teníacontrolado, Sánchez pulsó el botón dedescenso que accionaba el torno elevador,

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pero no pasó nada. Después se dio cuenta deque el torno estaba moviéndose, pero muylentamente. La campana volvió a balancearsehacia atrás y en esa ocasión, cuando se echóhacia delante con el empuje de Mendenhall,pulsó el interruptor de liberación deemergencia del torno. Se soltó de los cablesumbilicales y cayó contra el casco. Por elagujero volvió a salir un estallido de agua unaúltima vez cuando la campana se ajustó ybloqueó con éxito gran parte de la zonadañada.

—¡Ha funcionado! —gritó Mendenhall ydespués vio a Sánchez comenzar a meter todolo que podía encontrar en los huecos donde lacampana no había llegado a bloquear el aguaque entraba a chorros.

Seguían hundiéndose, pero ahora tendríantal vez veinte minutos más de vida si lograbanponerse en marcha.

En mitad del navío se había desatado un

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auténtico infierno. Jenks luchaba por mantenerla cabeza por encima del agua, pero tenía elpie atrapado bajo uno de los sofás; pensó quese habría roto la pierna tras el fuerte golperecibido al caerle encima un monitor. Gritó ymaldijo cuando el profesor Keating pasóflotando por su lado, cabeza abajo, segúnsubía el agua. Sabía que su querido barcohabía recibido un golpe letal y que lo másprobable era que se hundiera con él. Siguióluchando, pero tenía el pie atrapado. Cada vezque movía la pierna, gritaba de dolor yfrustración.

A casi un metro, Virginia salió a lasuperficie. Brotaba sangre de su nariz rota, yen un principio pensó que le faltaba un brazo.Sintió alivio al levantarlo y ver que seguíaunido a su cuerpo, aunque tenía un buencorte. Notó una mano en el otro brazo y vio aDanielle salir, tosiendo y escupiendo agua. Viocuerpos de los miembros de la tripulación

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lanzados como juguetitos para la bañera por lafuerza de la marea que se colaba por el cascodañado. Tres de los técnicos de laboratorioestaban muertos, sin duda; se encontrabanjusto donde la explosión había desintegrado elmaterial de composite. Después, sintió pánicoal ver a Jenks y cómo el agua empezaba acubrirle la cabeza.

—¡Suboficial! —gritó y empujó a Daniellehacia delante—. ¡Ayúdame con él!

Las dos se sumergieron y agradecieronque las luces siguieran encendidas. Virginia sehundió más y Danielle se situó más arribacuando ambas tiraron de la pierna rota deJenks. Él gritaba, pero el pie se liberó dedebajo del sofá y los tres salieron a lasuperficie.

Cuando el suboficial resurgió escupiendoagua sucia, inmediatamente pudo evaluar lagravedad de la situación. El agua entrabademasiado rápido, lo cual le decía que pasara

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lo que pasara había ocurrido principalmentebajo la línea de flotación. Vio a Ellenshawintentando abrir el cerrojo del siguientecompartimento.

—¡No, profesor, no! —gritó Jenks porencima del ruido del agua entrante—.¡Deténganlo! No podemos inundar las zonasde popa. ¡Puede que ya esté colándose elagua!

Danielle avanzó rápidamente para agarraral hombre, que se giró impactado y por unmomento no pudo más que señalar en silenciohacia el ojo de buey de la escotilla.

—Esa sección está llenándose, ¡Sarah estáahí! —gritó finalmente.

Danielle apartó al profesor y miró por laventanilla. Sarah estaba tendida contra una delas portillas más dañadas, que estaba rajada ydejando pasar el agua. Parecía inconsciente; elagua, aunque no llenaba esa sección con lamisma rapidez que la sala de estar, subía

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lentamente hasta llegarle al cuello.—Suboficial, tenemos que entrar ahí —

dijo Danielle.Jenks, muy dolorido y ayudado por

Virginia, fue caminando despacio por el aguaque le llegaba al pecho para verlo por símismo y asomarse a la portilla.

—De acuerdo, la escotilla del otro lado deesa sección está sellada; inundaremos solo esazona. ¡Vamos, a por ella!

La francesa tiró del pomo y la escotillasalió hacia fuera con fuerza. La habitación seinundó inmediatamente y Sarah se hundió.Danielle nadó hasta ella y alargó el brazo haciala joven alférez. Su mano entró en contactocon su pelo y tiró; sacó a Sarah de la secciónde popa y la arrastró hasta la zona de la salade estar.

Jenks les gritó a Virginia y Ellenshaw quelo trasladaran hasta la cabina de mando.

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—¿Y qué pasa con los demás? —preguntóVirginia.

—Están muertos, doctora, ¿es que no love? Ahora, muévanse o nos hundiremos.

Cuando Virginia siguió su mirada, pudover que el Profesor estaba inclinándose almenos cuarenta grados a babor. Esa imagenfue suficiente para que empezara a tirar deJenks hacia la escotilla sellada que conducía ala sala de Comunicaciones.

Cuando Danielle llegó a la sala de estar,llevando bajo los brazos a la joven, vio que elpecho de Sarah se alzaba y hundía cada vezmás deprisa según iba despertándose. En esemomento, la sección del casco se rajó por lazona previamente dañada por la explosión yDanielle se vio apedreada por piezas afiladascuando la criatura rasgó el casco y se acercópor el agua que le llegaba hasta el cuello. Ellagritó. Virginia, Ellenshaw, y Jenks se giraronjusto cuando la bestia alcanzó a Danielle y a

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Sarah. Danielle le dio una patada, pero alhacerlo, soltó a Sarah y pudo ver, conimpotencia, que la bestia la agarraba de unbrazo y la alzaba por encima del agua. Elanimal bramó mientras intentaba atrapar aDanielle; fue un sonido gutural, pero losuficientemente fuerte como para que todos sequedaran impactados cuando la luz de arribacaptó sus rasgos verdosos y dorados. Incapazde alcanzar a la francesa, hundió a Sarah bajola superficie y la sacó por la brecha del casco.

Jenks se sintió absolutamente impotente alver que Sarah era arrastrada por la bestia yVirginia gritaba con furia al empujar, sin lograrnada, al suboficial con el brazo que no teníadañado. Danielle solo pudo quedarse mirandoal punto donde la bestia había estado uninstante antes.

Jack salió como pudo de la sala deComunicaciones después de atenderapresuradamente las heridas de Stiles. Jackson

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había muerto cuando una caja de alimentaciónse había soltado de su montura y lo habíagolpeado en la cabeza, pero Stiles seguíagimiendo de dolor por una sacudida eléctricaque le recorrió el cuerpo cuando la radioestalló. Varias piezas de cristal y acero lehabían alcanzado la cara.

A continuación, fue hasta la escalera decámara y vio a Carl, o por lo menos, suspiernas. El capitán de corbeta estaba atrapadobajo la mesa de navegación, que se habíavolcado, e intentaba salir de allí. Jack le dijoque se quedara quieto.

—Deprisa, Jack, ¡esta cosa va a cortarmelas piernas!

Jack agarró la gran mesa y la levantó todolo que pudo, pero una esquina se había salidode la montura y se había hundido en lacubierta, donde el agua estaba rezumandoalrededor del marco de acero. En esemomento, otro fuerte sonido se oyó cuando

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de pronto el Profesor escoró diez grados más,haciendo que el peso de la mesa cambiara losuficiente para que Carl pudiera liberar suspiernas.

—¡Suéltala! —gritó cuando retrocedióhacia el mamparo.

Jack soltó la pesada mesa y dio un saltoatrás rápidamente hacia suelo seco justocuando el bloque electrónico tocó el charco deagua. Después comenzó a correr hacia Carl aloír un golpeteo proveniente de la escotillacerrada que tenía detrás.

—La sala de estar, Jack. ¡Hay genteatrapada allí! —dijo Carl cuando intentabaponerse de pie solo. Jack avanzó hasta lapuerta a medida que el agua que entraba pordebajo de la mesa iba extendiéndoserápidamente.

La mano de una mujer estaba golpeando elcristal de la portilla de la puerta de aluminio.Jack vio que era Virginia; al otro lado de la

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puerta, el agua estaba salpicándole la barbilla.Agarrado a su brazo estaba el suboficial, queapenas lograba mantener la cabeza por encimadel agua.

—¡Carl, entra en la cabina y prepáratepara cerrar esa puerta! —gritó el comandante—. Tengo una idea. Llama a la sección deIngeniería y pregunta si los motores siguen porencima del nivel del agua.

Carl fue cojeando hacia la cabina lo másrápido que pudo y probó con elintercomunicador del mamparo, pero seprodujo un cortocircuito en cuanto pulsó elbotón de plástico. Por los altavoces del techoapenas pudo distinguir una voz que gritaba ypensó que podría ser Will Mendenhall, aunqueno estaba seguro. Entonces, elintercomunicador se apagó. Ahora lo únicoque sabía era que ahí había alguien vivo queaún no se había ahogado. Rápidamente seasomó por fuera de la cabina y comprobó que

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la proa del Profesor estaba empezando alevantarse del agua.

—Jack, estamos hundiéndonos. ¡No sé sies la popa o si el centro está tan inundado queestá doblándose por los empaques!

A Jack le pareció oír a Carl gritar, pero loignoró mientras intentaba abrir la escotilla dela zona de estar. Vio que apartaban a Virginiay después se encontró con el rostro furioso delsuboficial. Estaba sacudiendo la cabeza yseñalando detrás de Jack, que apenas podíadistinguir la voz de Jenks mientras gritaba«¡Váralo!». El viejo marino rápidamenteseñaló el agujero que había generado laexplosión e hizo el gesto de nadar. Por fin,Jack lo entendió: los supervivientes de la saladeberían escapar por la zona dañada y nadar.Se estremeció, no le gustó el plan, pero elsuboficial tenía razón. No podría cerrar laescotilla por la presión del agua tras ella, yaunque pudiera abrirla, la cabina de mando se

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inundaría y eso aseguraría el naufragio delProfesor. Rápidamente se dio la vuelta y fuehacia la cabina.

—Francesita, Ellenshaw y usted nadenhacia la brecha —le gritó a Danielle elsuboficial. Al profesor le estaba costando ungran trabajo mantener la cabeza por encimadel agua, pero obedeció—. De acuerdo,mejillitas —le dijo a Virginia guiñándole un ojo—, espero que puedas aguantar la respiración,porque ahora esta sección está bajo lasuperficie de la laguna y el barco se doblacomo una caña de pescar.

—No me iré sin ti, Jenks —dijo Virginia,que tomó una bocanada de agua comorecompensa por haber hablado.

—Ves demasiadas películas. No soy unhéroe. Sígueme, muñeca —le ordenó alsumergirse bajo el agua justo cuando esta llegóhasta las luces del techo, provocando uncortocircuito y lanzando una cascada de

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chispas sobre la superficie ondulante.Virginia se sumergió con él y

accidentalmente tomó otra bocanada deasquerosa agua al toparse con el cadáverdestrozado del profesor Keating. Lo apartó ynadó, intentando desesperadamente salir deesa pesadilla en la que se hallaban inmersos.

Jack pasó por delante de Carl, que estabaapoyado en el mamparo intentando averiguarqué estaba haciendo él.

—¿Qué pasa con esa gente? —gritó Carlseñalando hacia la zona de estar inundada.

—Van a salir por otro lado. El suboficialnos ha dicho que varemos al Profesor antes deque naufrague. —Pulsó el botón de arranquey rezó por que el motor funcionara. Alinstante oyó un suave rugido por todo el barcoy la embarcación se impulsó hacia delante.Pesaba, ya que al menos tres seccionesestaban completamente anegadas. Despuésintentó girarla utilizando el mando del timón

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de su reposabrazos. No pasó nada; el Profesorseguía yendo recto hacia el lado derecho de lacascada.

—¡No está girando! —dijo Jack frustradoal accionar el mando de nuevo hacia laizquierda, aunque el Profesor seguíadirigiéndose a la derecha.

—Los propulsores principales deben deestar dañados; no se mueven. Tenemos queponer esto en tierra donde sea, Jack.

El comandante pensó.—¡La mina! Podemos meterlo en la mina

y vararlo allí, ¡es nuestra única oportunidad!—Mierda —exclamó Carl al sentarse en el

asiento del copiloto y abrocharse el arnésapresuradamente—. ¡Vamos, Jack, vamos! —gritó al apoyarse contra el cristal.

Jack aceleró todo lo que pudo y elProfesor, con dificultad, avanzó con la partecentral bajo el agua y la popa asomando, y

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con los hidropropulsores y el timón dañadoprácticamente bajo la superficie. Le costabaver ya que el barco estaba inclinándose haciaarriba por los dos extremos. El Profesorcomenzó a coger impulso y Jack sintió queempezaba a girar hacia la derecha mientras elagua que había en él inundaba otras secciones.

—Oh, joder, ¿puedes al menosposicionarlo en el centro de la catarata? —preguntó Everett con toda la calma que pudo.

—¡No tenemos dirección!Jack tiró de los obturadores, pero ya era

demasiado tarde. El Profesor estaba bajo lacascada y el peso y la fuerza del agua hicieronque su proa se hundiera bajo un tumulto deespuma. Entonces sintieron el impacto cuandoel barco chocó contra el muro exterior de laentrada a la cueva, desgarrando el lateralderecho del cristal de la cabina y lanzando unatonelada de agua al puente de mando quegolpeó a Carl con tanta fuerza que lo dejó

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aturdido durante un instante. De pronto seprodujo un impacto en la cubierta cuando elpalo mayor se desprendió de su montura. Jacksolo pudo rezar por que no hubiera nadie niencima ni cerca. La caída de la torre se oyó algolpear contra la cubierta superior de lasúltimas cinco secciones, creando unaimpresionante brecha en la superestructuracuando el peso de la torre de aluminio labalanceó de un lado a otro. Entonces elProfesor cruzó la cascada y se adentró en laoscuridad de la mina. Inmediatamente golpeóel muro de roca del interior de la cueva y sulateral derecho se rasgó en unos quincemetros.

Jack sintió el motor apagarse y después elpanel de control que tenía delante comenzó aechar chispas. Aun así, y como consecuenciaúnicamente de la inercia, el Profesor avanzómás, golpeando de nuevo el muro de piedra yhaciendo que Jack cayera en la consola

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central. Sintió cómo la quilla rozaba el suelo ysu proa se alzó en el aire cuando el barco diocontra el primero de los escalones de piedradel lado derecho del antiguo muelle. Rebotó aun lado y después el peso de sus seccionesinundadas la giró de nuevo, haciendo quechocase su parte inferior contra los escalones.En esa ocasión su impulso la lanzó haciadentro y fuera del agua y, por un momento,Jack pensó que el Profesor, con sus veintiunatoneladas, pasaría sobre el último de losescalones de piedra y se subiría al muelle,pero entonces se deslizó hacia atrás unosquince metros para finalmente alojarse sobrelos escalones con solo su sección de popa enel agua.

—Esto le va a dejar una buena marca —dijo Carl al quitarse el arnés.

Jack se quedó sentado un momento pararecuperar el aliento y, al hacerlo, sintió unafría corriente proveniente de la ventana rota

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en el lado derecho.—El suboficial y la Marina pueden

descontármelo de mi sueldo —dijo aldesabrocharse el arnés—. Vamos, capitán decorbeta Everett. A ver a cuántas personas hematado con mi forma de conducir.

Farbeaux acababa de entrar en la cascadacuando oyó dos explosiones bajo el agua.Buceó hasta que el agua se hubo calmado ydespués salió a la superficie. Ahora, Méndez,él y los catorce hombres del colombianoobservaban desde arriba cómo el barco de losnorteamericanos se había posado sobre losescalones que iban desde el canal hasta unpunto justo debajo de la descomunal estatua.Apretó los dientes y supo exactamente lo quehabía pasado.

—Cuando llegue Rosolo, voy a matarlo —dijo sacando una 9 mm y apuntando aMéndez.

Sus hombres lo vieron y sacaron sus

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propias armas.—Por favor, por favor —dijo Méndez

apartando las manos de ambos costados de surotundo cuerpo—. No hay necesidad de esto.Si Rosolo lo ha hecho, es todo suyo, pero sino pensamos con claridad no cumpliremoscon lo que hemos venido a hacer —mintió. Segiró hacia sus hombres—. Bajad las armas. Esuna orden.

Farbeaux seguía con la pistola levantada.—No irá a decirme que ha actuado sin

ajustarse a las órdenes de su jefe.—Creo que al final habríamos tenido que

acabar matándolos, pero no lo he ordenado eneste momento. Además, los norteamericanosestán acabados. Ahora estarán demasiadoocupados intentando sobrevivir como paraentrometerse.

Farbeaux vio desde su posiciónprivilegiada que el barco estadounidense aúntenía energía. Guardó su pistola y se agachó

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para coger una pequeña mochila antes deapartar de una patada su traje de neopreno yel reciclador.

—Síganme y no hagan ningún ruido. Nadade linternas hasta que yo lo diga. Tengo quedescubrir si tenemos que bajar a la mina osubir.

Cuando Farbeaux se dio la vuelta, Méndezresopló y les indicó a sus hombres queavanzaran. Rosolo tendría que encontrarlospor su cuenta. Pero, claro, conociendo a suhombre, primero terminaría el trabajo quehabía empezado, posiblemente antes de que sereuniera con ellos otra vez.

Por el momento, El Dorado aguardaba yMéndez no podía esperar a tener surecompensa.

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20

CIUDAD de Panamá, Panamá Ryan cogió el teléfono que le entregaba

uno de los delta, ahora asignado comomiembro de Seguridad para la operación MalPerder.

—Aquí Ryan.—Teniente, hemos tenido un grave

problema con la expedición; ya no parecenestar en la laguna. El Boris y Natasha estácaptando un espacio vacío donde antes seencontraba el Profesor. Además, ha tomadoimágenes de esos cincuenta y tantos hombresque han cruzado los rápidos. Parece quepretenden acceder a la laguna. Escuche, señorRyan, Jack logró colocar los emisores de calor

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antes de que esto sucediera, así que tendráuna zona objetivo iluminada. ¿Está su equipopreparado para desplegarse? —preguntó Niles.

—Señor, deberíamos pensarnos bien lo deenviar a nuestro equipo a tierra. Todo estedespilfarro de medios no está dando más queproblemas.

—A trabajar, Ryan. El presidente dice queno habrá incursión por tierra, de ningunamanera, así que o es la operación Mal Perdero nada. Tenemos que quitarles de encima eseelemento terrestre desconocido.

—Sí, señor —respondió.—Ahora, mire, la CIA ha confirmado que

ahí fuera no hay ni unidades brasileñas niperuanas, así que los que están dirigiéndosehacia allí tienen que ser de los malos.Acribíllenlos, señor Ryan, ¿me ha oído?Proteja a nuestra gente. ¡Vamos, a volar! —YNiles colgó.

Ryan devolvió el teléfono y miró al

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sargento delta justo antes de sobresaltarse aloír una alarma. Dos hombres subieron laescalera corriendo hacia el transformado 747portando extintores.

—¡Joder! ¿Y ahora qué pasa? —preguntómientras el humo empezaba a salir por laspuertas dobles del avión.

Centro del Grupo EventoBase de las Fuerzas Aéreas de Nellis,

Nevada Niles estaba sentado tras su mesa,

frotándose las sienes. Se quitó las gafas y ledio un golpe a la mesa con la mano.

—¿Estás seguro de que has oído unaexplosión justo antes de perder lacomunicación? —preguntó Pete Golding.

Niles no alzó la mirada. Simplementeasintió, sin molestarse en emplear la voz.

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Respiró hondo y empujó hacia Pete la imagende la gigantesca estatua y el grafiti de suvientre; el hombre se quedó con los ojos comoplatos.

—¿Todo esto es una burla?—Pete, necesitamos que el Europa

desentierre algo, y digo «desentierre». Alguienmás conocía la existencia de la laguna dePadilla y quiero averiguar quién nos hamentido y por qué. ¿Puedes ayudarme?

Pete analizó la foto una vez más y unabombillita se le encendió en la cabeza conrespecto al familiar encabezamiento del dibujoque todos los demás habían pasado por alto.Alzó la mirada.

—Sí, puedo ayudar.—Tengo a un hombre volando para

entrevistar al único superviviente de laexpedición de 1942. Al menos debería poderdecirnos detrás de qué iban.

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—Pues pongámonos con ello. Podemoscubrir mucho terreno hasta que nos informe.

Niles no dudó en aprovechar laoportunidad de estar haciendo algo, lo quefuera, aunque la sensación de que les habíantendido una trampa seguía ahí… y de queJack y los demás habían caído en ella.

El Profesor se encontraba posado sobrelos escalones de piedra. Sus compartimentosinundados estaban vaciándose gracias a loscincuenta grados de inclinación hacia baborque había adquirido al situarse sobre laescalera. La estatua se alzaba imponente sobreel diminuto barco que yacía destrozado a suspies.

El comandante salió a gatas de la cabinade mando a través del marco de una ventanarota y después ayudó a Carl a escapar.Descendieron lentamente por la proa y sedeslizaron hasta la piedra que había debajo.Jack encendió la linterna y la movió a su

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alrededor. Carl hizo lo mismo mientras corríanhacia la popa y fue como si su luz quedaraabsorbida por la oscuridad que rodeaba alProfesor. Cuando miraron a su alrededor, unextraño y fuerte crujido sonó desde lo queparecía una gran distancia, e incluso pudooírse por encima de la cascada que caía en elcentro de la pirámide.

—¿Qué es eso? —preguntó Everett alapuntar hacia arriba con la linterna.

—Oh, oh —exclamó Jack.De pronto el aire que los rodeaba pareció

estar vivo. Unos gigantescos murciélagoshabían decidido que la intrusión de ruido yvibración provocada por el Profesor habíasido demasiado. Salieron en enjambre comoabejas furiosas y rodearon a Jack y Carl, quese agacharon para protegerse, tendiéndosesobre los húmedos escalones y cubriéndose lascabezas mientras los murciélagos los arañabanfrenéticamente. Si solo uno de los animales los

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hubieran golpeado, les habría roto algúnhueso. Y entonces, de pronto, del mismomodo que había comenzado la invasión, losmurciélagos desaparecieron.

—¡Menos mal! —dijo Carl al levantarse—. ¿Adónde han ido? —preguntó al apuntararriba con la linterna una vez más.

—Supongo que hacia la cascada. Debe dehaber otra entrada ahí arriba que dé al río quecrea la cascada. Venga, vamos a sacar anuestra gente del Profesor.

Cuando Jack alumbró con la linterna lasección de Comunicaciones, vio que Stilesestaba de pie, intentando reanimar a Jacksonque, claramente, no viviría. Sacudió la cabezay siguió en silencio. Carl apuntó al cristal consu linterna y maldijo al ver al marine muerto.Después siguió a Jack hasta la hilera deventanas. No parecía haber nadie en lasección de Navegación, tal y comosospechaban, y continuaron hasta la sala de

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estar. Sus luces inmediatamente captaron trescuerpos flotando en el agua, que les llegabahasta la cintura. Jack reconoció a Keatinginmediatamente. Estaba flotando bocarriba ygirando lentamente según el agua salía de lasección dañada. Por el aspecto de su cuerpo,había muerto como consecuencia de laexplosión; le faltaban el brazo derecho y lamitad de la cabeza. Jack movió la luz y vioque la doctora Waltrip estaba tendida sobre elsargento Larry Ito, que parecía haberintentado protegerla. Pero la explosión loshabía matado a los dos. Tragó con dificultadal no ver a Sarah. Esperaba que estuviera conel suboficial y los demás que lo hubieranlogrado.

Carl miró en el interior de la sala y gritó alver los cuerpos. Movió la linterna a sualrededor, esperando descubrir a alguien más,a alguien respirando.

—Somos un equipo de rescate de mierda,

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Jack.El comandante no respondió. Ahora tenía

la luz apuntando a la entrada de la mina. Elagua se arremolinaba con la violencia de lacatarata y en esa vorágine de espuma no vio anadie. Los supervivientes del Profesor estabansolos y en la oscuridad.

Sarah despertó e inmediatamente comenzóa toser. Procuró salir de una inconsciencia queamenazaba con doblegarla como un comainducido. Se giró, vomitó agua y luego unfluido con un sabor espantoso. Intentóincorporarse del suelo, extremadamentecaliente y húmedo, pero volvió a caer haciaatrás. Sabía que se había hecho daño enalguna parte, pero no podía pensar con lasuficiente claridad como para distinguir dónde.Volvió a erguirse, pero se desplomó gritandode dolor cuando se dio cuenta de que tenía lamuñeca derecha fracturada. Fue ahí cuandopensó con la suficiente claridad como para

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recordar que no se la había roto con laviolencia inicial de lo sucedido en el barco: sela habían roto cuando estaban tirando de ellapor el agua.

Utilizó la otra mano para alzarse de lacaldeada piedra y, al mirar a su alrededor en laoscuridad, apenas pudo distinguir las largasvolutas de vapor que salían del suelo y de losmuros de piedra. Una extraña luminiscenciaestaba también emanando de esos muros,proporcionando luz suficiente para que seviera la mano cuando la alzó, casi como siestuviera contemplando las cosas a través dela lente tintada en verde de un visor nocturno.Se acercó la muñeca a la cara y vio que lazona dañada ya estaba hinchándose. Sí, estabarota.

Fue entonces cuando se percató de quepodía oír el agua correr y captar el frescoaroma de la vegetación. A continuación oyóun ronco bramido y al retroceder contra el

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muro, impulsándose con el trasero y la manoque no tenía lesionada, rozó con los dedos unobjeto que no estaba hecho de piedra. Loagarró: era una especie de poste. Pero cuandointentó utilizarlo para sostenerse y mantenerseen pie, comenzó a ladearse. Se soltó, aunquedemasiado tarde, ya que el poste cayó al suelocon un fuerte sonido metálico y de cristal roto.Tuvo que bajar la mirada dos veces porque nodaba crédito a lo que vio. A menos que Padillahubiera estado siglos adelantado a su tiempo,alguien se había adelantado a Helen Zacharyal encontrar El Dorado. A los pies tenía un piede foco, viejo, oxidado y con sus tres patas ysus seis lámparas de alto voltaje. Sus ojossiguieron un cable de alimentación hasta otropie, que estaba erecto. El cable lo conectabacon otro más.

—¿Qué co…? —farfulló al ver, bajo esaartificial luz verde, que había seis pies de focoen total. Estaban dispuestos en un semicírculo

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apuntando hacia dentro del perímetro de casitreinta metros donde los habían colocado.Ahora el grafiti captado por la cámara delFisgón 3 comenzaba a cobrar sentido.

Sarah miró a su alrededor, pero no pudover ningún generador al que estuvieranconectadas las luces. Siguió un grueso cablehasta un muro y desde ahí hasta una aberturaque tenía unos dos metros de diámetro. Eracomo si la hubieran excavado de la roca.Acercó su pie con precaución y subió unescalón elevado y después otro y otro más.Lentamente retrocedió por los escalones porlos que había subido, puesto que aún no sabíasi quería adentrarse en esa dirección con todaesa oscuridad, ya que por lo menos ahí podíaver gracias a la extraña fosforescencia.Movida por la curiosidad, deslizó la mano porel muro y se la acercó a la cara. Tenía losdedos cubiertos de una especie de tritionatural. Toda la mano le brillaba suavemente

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mientras se la limpiaba con la pernera delpantalón.

—¿Qué coño está pasando aquí? —bramó.

Miró con más atención y pudo ver que laspartículas brillantes eran en realidad escriturasantiguas; de hecho, toda la pared teníaincrustaciones del mineral, pero solo partes deella estaban talladas creando un relieve.Posiblemente los antiguos habían escrito ahísu historia. Se preguntó si se trataría deescritura inca.

Sus ojos se posaron en un objeto másoscuro incrustado en una pared. Al acercarse,comprobó que era una antorcha. La tocó ydecidió que estaba hecha de metal, de hierrotal vez. Intentó sacarla de su montura, peroparecía pegada por cientos de años de mugre.Duplicó sus esfuerzos y cuando finalmente lasoltó, casi perdió el equilibrio con el impulso.Alguna especie de sustancia combustible

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permanecía en su extremo. Buscó en susbolsillos y dio con el mechero que siemprellevaba por si, como siempre había dicho amodo de broma, alguna vez acababa en unacueva subterránea y sin linterna. Encendió elmechero y lo acercó al extremo de la viejaantorcha de hierro. Se prendió y ella la apartópara examinar lo que la rodeaba.

Todo a su alrededor eran extrañasimágenes y jeroglíficos. Dibujos de animales eimágenes de gente pequeña llenaban lasparedes. Pudo ver que las representacioneshumanas llevaban cadenas y cargaban peso enla cabeza y los hombros, mientras que losamos incas permanecían al lado conamenazadores látigos y palos. Pero másamenazadoras aún eran las calaveras.Recorrían toda la cámara hasta la altura de lacabeza. Había por lo menos mil clavadas en lasólida roca. La antorcha también reveló unaslosas de piedra, como literas, cubriendo el

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suelo. En la caverna se sucedían lashabitaciones con amplias zonas de asiento. Asu alrededor, unas antiguas cadenas cubríanlas paredes, la mayoría rotas, pero otras conaspecto de haberse usado recientemente.Sarah vio restos de una hoguera, que llevabamucho tiempo apagada, en el borde de unaprofunda gruta. El viejo suelo de piedra estabasuavemente desgastado por las incontablespisadas de esclavos muertos hacía muchotiempo.

Movió la antorcha siguiendo por lasparedes la larga historia de los que tenían quehaber sido los indios sincaros y sus amosincas. Algunas imágenes mostraban montonesy montones de oro siendo extraído de eselugar. Otras, extraños minerales verdes queeran arrancados de las profundidades de unosgigantescos fosos. Estaba estudiando unocuando un chorro de vapor salió de un murosituado a seis metros a su derecha. Se agachó,

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tocó el húmedo suelo y quedó asombrada porlo caliente que estaba. Apartó la mano yvolvió a tocarlo, en esa ocasión mássuavemente. Entonces supo que habíaactividad sísmica ahí abajo. Eso explicaba elincremento de la temperatura del agua cuantomás en el fondo de la laguna se estaba.

Alzó la antorcha de nuevo para examinarlas paredes. Había imágenes de muchas de lascriaturas que habían visto en la campana deinmersión y que permanecían de pie comoguardianes ante las imágenes de pequeñoshombres y mujeres. Deben de ser lossincaros, pensó al tocar con delicadeza losrelieves.

En su cabeza se formó una imagen clara:las bestias eran entrenadas en esos nivelessubterráneos para vigilar y alimentar a lossincaros. Fuera lo que fuera lo que se extraíade esa mina, resultaba demasiado peligrosocomo para que los incas lo supervisaran. Por

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eso entrenaban a las bestias para ser loscapataces de los sincaros.

Centró la atención en las calaveras quebordeaban las paredes. No solo eranpequeñas, supuestamente de los sincaros, sinoque además había huesos más grandes ycalaveras pertenecientes a las extrañascriaturas. Así que el destino de los capatacesera el mismo que el de los esclavos. Lamuerte.

Al darse la vuelta, alumbró con la antorchael canal central, que también estaba tallado enla piedra y parecía tener unos seis u ochometros de profundidad. Sarah sospechaba queesos canales se extendían desde lo alto de lapirámide, originándose desde el río quealimentaba las cataratas internas, de nivel ennivel y transportando el mineral de uno a otro.

Incluso vio un desmoronado aparejo depoleas para luchar contra la gravedad del canalsegún el mineral era alzado, lo cual indicaba

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que se encontraba en la zona más profunda deEl Dorado. Toda la mina debía de haberquedado inundada por esos canales. Era elmétodo más ingenioso que había visto en suvida para trasladar el mineral de un lado aotro.

Algo gruñó en la oscuridad junto al aguaque se movía y Sarah levantó la antorcha enesa dirección. Abrió los ojos como platos alver a la gran criatura alzarse desde el canalartificial y nadar por la gran gruta que ocupabatodo el centro de la enorme cueva. Llegó a unnivel de agua poco profundo y se levantó, consus más de dos metros y medio de altura.Tenía esos grandes y fuertes brazosextendidos a lo largo de sus costados.

Sarah tragó saliva con dificultad y miró ala criatura; recordaba sus enormes ojos negrosdel incidente en la campana de inmersión. Seestremeció al mover su muñeca rota yentonces la asaltó un recuerdo.

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—Me has sacado del barco, ¿verdad?La bestia movió las patas al cambiar su

peso de una a otra, y las agallas que tenía aambos lados de la mandíbula se movieronhacia dentro y hacia fuera a la vez que suboca se abría y se cerraba, obviamenteintentando respirar suficiente aire para tenerfuerza en tierra. Sarah se dio cuenta de que,aunque la criatura era anfibia, sus pulmonessubdesarrollados no debían de ser capaces demantenerlo durante largos periodos fuera delagua.

—¡Cómo le gustaría a Ellenshaw echarteun vistazo! Creo que se volvería loco —murmuró.

Al ver al animal de cerca, sin las aguasoscuras de la laguna interfiriendo, pudocomprobar que era una mutación enorme deun cíclido de agua dulce, una llamativa especieque cualquiera podía comprar en un acuario.

Sarah estudió a la criatura, que no dejaba

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de balancearse, a la vez que el animal laobservaba a ella, sumamente intrigado, peroeso no implicaba que ese magnífico ser no lediera pavor.

La bestia bramó dos veces y después,lentamente, comenzó a alejarse hacia aguasmás profundas. Confiando en que no laatacaría, Sarah se giró hacia las imágenes queparecían brillar contra la luz y siguióestudiándolas. Se fijó detenidamente en elmineral que las criaturas extraían de lasprofundidades de la mina y se preguntó quésería. ¿Esmeraldas, tal vez? Acercó más laantorcha a la pared y vio el punto querepresentaba la zona donde ubicaban a losmuertos. Vio que tanto los sincaros como lascriaturas eran depositados unos al lado de losotros, como si fueran iguales en sus miseriasy, finalmente, en sus muertes.

—Cabrones —dijo al pensar en lasriquezas que los incas habían sacado de ahí a

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costa del trabajo y del dolor de otros.Se giró y vio las burbujas provocadas por

la bestia al alejarse de la cámara.—¡Yo no soy una esclava y no vais a

retenerme aquí! —gritó al girarse hacia laentrada con escalones.

De pronto se detuvo porque le parecióhaber oído un grito contenido y un suspiro yse dio la vuelta para seguir el sonido hasta suorigen; provenía del muro opuesto. Alzó laantorcha y pudo distinguir una pequeñaabertura en la base de la cámara excavada. Laluz revelaba unas espinas de pez y cosaspodridas esparcidas por el suelo de la cueva.Entonces vio lo que le había parecido que erafuego emanando de una de las pequeñascavidades. La luz parecía provenir de detrásde una especie de tela.

Se estremeció ante el olor procedente delmuro con cavidades. Se levantó la empapadacamisa para taparse la nariz y la boca y

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caminó hacia la más grande de las salas.Lentamente y con cuidado apartó la piel deanimal podrida y los ojos se le abrieron comoplatos. Ahí, unos yacentes, otros sedentes,alrededor de una especie de estanque naturalde magma que bullía en una pequeña calderacon un fuerte olor a azufre, estaban los restoshechos pedazos de la expedición de Zachary.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó.Farbeaux detuvo a los hombres cuando el

pozo de mina comenzó a girar en espiral conun ángulo mucho más inclinado. Alzó lalinterna y alumbró las calientes y húmedasparedes. Después apuntó a Méndez, querespiraba entrecortadamente. Sus hombresestaban igual de sudorosos y faltos de aliento.Solo llevaban veinte minutos moviéndosecuando se detuvieron por primera vez.

—Dígame, ¿está cansado, señor? —preguntó Farbeaux sonriendo.

—Cansado, con calor, y empezando a

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creer que en esta mina no hay nada más queviejas estatuas —respondió Méndez furioso.

—Entonces tal vez no le interese esto —dijo al apuntar con su gran linterna hacia unaveta de oro de siete centímetros que surcabacomo un rayo la fría pared.

A Méndez se le pusieron los ojos enblanco cuando soltó su pequeña mochila ycorrió hacia la veta. La frotó con los dedos,como con cariño, y sus hombres también.Había desaparecido de inmediato cualquiersigno del cansancio que hubiesen mostradoantes.

Farbeaux levantó su mochila yrápidamente efectuó una lectura en el pequeñodispositivo que tenía dentro. Sonrió y alzó lamirada.

—Ahora puede darse por satisfecho coneste pequeño depósito o podemos ir al lugardonde de verdad comienza El Dorado.

Méndez sonrió, como si estuviera

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totalmente rejuvenecido. Descolgó sucantimplora del cinturón y bebió agua.

—Guíenos, amigo mío. Allá donde vaya,lo seguiremos.

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21

CENTRO del Grupo EventoBase de las Fuerzas Aéreas de Nellis,

Nevada Una vez más, Niles se encontraba junto a

Pete Golding en la limpia sala que albergaba elsistema principal del Europa, elsuperordenador Cray. Habían estadobuscando en las bases de datos del Ejército deEstados Unidos y del Cuerpo de Ingenierosdurante la última hora, pero no habíanencontrado nada.

—Oro… El Ejército no habría estadobuscando oro con la segunda guerra mundialestallando por todo el globo. No tiene sentido.Así que, ¿qué otro motivo habría para que un

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equipo especialista bajara allí? —preguntóPete recostándose en su silla y estirándose.

—Estoy de acuerdo, malgastar tiempo yesfuerzos y emplear a los militares y a la OSSpara salvar a buscadores de oro… no me lotrago. No, teniendo en cuenta cómo estaba laguerra en 1942. Aún íbamos perdiendo,¿recuerdas?

—Bueno, pues a ver, intentemos accederpor la puerta de atrás. El senador dijo que notenía los nombres de la gente a la que la OSSrescató en 1942, ¿verdad? Pero sí que dijo dedónde eran: Chicago y Princeton. Empecemospor ahí.

Niles se inclinó hacia delante.—De acuerdo, Pete, vamos allá.—Europa, una pregunta: Durante la

guerra, desde 1940 hasta 1942, ¿hubo algunaexpedición patrocinada por alguna universidadnorteamericana a Brasil o a la cuenca delAmazonas?

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«Formulando», respondió la voz femeninadel Europa. «Desde 1940 hasta 1942, no huboningún patrocinio académico norteamericanode ninguna expedición a Suramérica.»

—Un gran comienzo —dijo Pete.Niles sacudió la cabeza, pero siguió

haciendo preguntas.—Europa, otra pregunta: ¿Hubo algún

informe de personas desaparecidas en laUniversidad de Chicago o de Princeton enaquellos mismos años? Corrección; expande labúsqueda hasta 1945.

«Formulando», dijo el ordenador alcomenzar a penetrar el sistema de seguridad,no solo de los informes de la universidad, sinode los departamentos de policía y de lasagencias federales de toda la nación.«Veintidós informes de personasdesaparecidas de ambas universidades duranteesos años. Más tarde se informó de que

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veintiún casos quedaron resueltos. Unopermaneció abierto, en Princeton, presentadoen junio de 1945.»

—Demasiado tarde —dijo Niles.Los dos hombres seguían sentados,

pensando. Se habían topado con un muro yno sabían cómo atravesarlo.

«Europa ha detectado un patrón en suspreguntas. Pregunta: ¿Sus parámetros debúsqueda actuales incluyen muerte accidentalde personal universitario en territorioextranjero?»

Niles miró a Pete. El sistema Cray estabadiseñado para interactuar con sus operadoresy advertirlos si pudiera haber algo que sehabían pasado por alto en la búsqueda quellevaban a cabo.

—Ahora sí, gracias a ti, Europa. Continúa,por favor —dijo Pete.

«En el año 1942, un avión fletado por la

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Universidad de Chicago desapareció en laselva amazónica. Hubo dos supervivientes dela Universidad de Chicago y se informó de unsuperviviente de la Universidad de Princeton.»

—Espera un minuto. ¿No acabas de decirque no hubo expediciones a Brasilpatrocinadas por las universidades duranteesos años? —preguntó Pete.

«El incidente correspondiente al informeno pertenecía a ninguna acción patrocinadapor ninguna universidad.»

—Vamos, ¿quién lo financió? —preguntóNiles perdiendo la paciencia.

Pete miró a Niles como si hubiera perdidola cabeza.

—Nombra al patrocinador, Europa —ordenó Pete sin dejar de mirar a Niles.

«El avión en cuestión fue fletado por lasFuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidosy el estudio geográfico fue financiado por el

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Ejército de Estados Unidos y el Cuerpo deIngenieros de Estados Unidos.»

—¿Pero qué cojones es esto? —preguntóPete.

«Europa no comprende la pregunta.»—No te pregunto a ti, le pregunto a Niles.—Pregunta: ¿Puede el Europa identificar

los departamentos implicados en ese vuelo dela Universidad de Chicago? —preguntó Niles.

«Formulando.»Niles se levantó cuando algo lejano y

olvidado comenzó a juguetear con sumemoria.

«El departamento de Física de laUniversidad de Chicago y el de CienciasTeóricas de la Universidad de Princeton»,respondió enseguida el Europa.

Niles comprendió la imagen que estabaempezando a formarse con las piezas delrompecabezas que tenía ante sí, y ahora el

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pasado volvía a él según el Europa ibajuntando las piezas de ese puzle: algo en loque no quería pensar. Se frotó la cara con lasmanos, irritado, pero siguió formulando suspreguntas.

—Pregunta: ¿Quiénes eran los directoresde esos departamentos en las dosuniversidades en 1942?

«El director del departamento de Cienciasy Física de la Universidad de Chicago duranteesos años en cuestión era el profesor EnricoFermi. El director de Ciencias Teóricas de laUniversidad de Princeton durante los años encuestión era el profesor Albert Einstein.»

—¿Qué he hecho? —preguntó Niles.—¿Qué estás diciendo, Niles? —replicó

Pete mientras miraba incrédulo los nombresque aparecían en la pantalla.

—Puede que haya matado a todos losmiembros de esa misión de rescate, Pete.

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En la pantalla, con grandes letras azules,estaba la respuesta del Europa al misterio de laexpedición perdida de Padilla: Enrico Fermi yAlbert Einstein.

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Séptima parte

ESPECIES de Dios «La liberación del poder atómico lo ha

cambiado todo, excepto nuestra forma depensar… La solución a este problema resideen el corazón de la humanidad. Si hubierasabido esto, me habría dedicado a larelojería.»

Albert Einstein

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22

HICIERON falta treinta minutos para sacara Mendenhall y a Sánchez de la sala demáquinas. Encontraron el cuerpo de Lebowitzinmovilizado bajo el palo mayor, que se habíadesplomado sobre la cubierta. El profesorEllenshaw había quedado atrapado bajo unade las literas de la sección seis y habíannecesitado una sierra de metales para liberarlo.Heidi Rodríguez tenía una herida con muy malaspecto en la frente y pensaron que ya no sedespertaría hasta que, de pronto, se incorporóy gritó que estaba ahogándose. La habíanencontrado en la sección siete bajo una mesade acero inoxidable volcada entre tubos delaboratorio rotos y equipo técnico. Los focosde lo que quedaba de las luces de la cubiertailuminaban la entrada y el muelle y las

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escaleras sobre donde se encontraba elProfesor.

No había rastro ni de Jenks ni de Virginia.Danielle y Ellenshaw habían aparecidodespués de escapar de la zona de Ingeniería ydijeron que se habían separado de los otrosdos. Ellenshaw explicó nervioso cómoDanielle le había salvado la vida y casi matadoal mismo tiempo al hacerlo sumergirse bajo lacatarata para evitar que resultase aplastado.

Danielle ahora estaba vendándole la frentea Heidi con una gasa que había sacado de laenfermería y estaba hablándole condelicadeza. Jack hizo recuento de los muchoscuerpos que habían recuperado del área derecreo y de la zona de Ciencias, y fueronveinticuatro en total. Los dos jóvenesayudantes de Ellenshaw estaban tendidos en lacubierta junto con cinco miembros del equipode Seguridad del Grupo, incluyendo a Shawny a Jackson. Carl se acercó por detrás y le

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puso una mano en el hombro.—Jack, he comprobado los agujeros que

nos han hecho y proceden de dos cargasdistintas, sin duda artefactos explosivos.Tenemos quemaduras en el casco y estabadoblado hacia dentro. Diría que ha sido unacarga de entre un kilo y medio y dos, y lomismo ha pasado en la sección de Ingeniería.

El comandante seguía mirando los cuerposcubiertos y en un principio no respondió. Carlestaba a punto de hablar otra vez cuandoDanielle se aproximó a ellos.

—Espero que Sarah esté a salvo —dijo.Jack se giró hacia la mujer y con la mirada

le pidió que contara todo lo que sabía.—Comandante, la bestia se la ha llevado

cuando nuestra sección se ha inundado. Nosagarró a las dos, yo logré soltarme, pero Sarahno. Lo siento.

—¿Por qué iba a entrar el animal en el

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barco?—Puede que le suene extraño, pero tengo

la sensación de que estaba intentandoayudarnos. No me pregunte por qué, es solouna intuición. —Y con eso se dio la vuelta.

—Jack, ¿estás bien? —le preguntó Carlpasándose las manos sobre sus piernasheridas.

—¡Will! —gritó Jack ignorando lapregunta.

—Sí, comandante —respondióMendenhall desde donde estaba ayudando acurar las heridas de Ellenshaw y Stiles.

Jack se acercó a una de las ventanas,ahora atravesadas por una gran cantidad degrietas. Utilizando una linterna, rompió e hizocaer lo que quedaba de cristal. Metió la manoy sacó dos radios de mano del compartimentode Comunicaciones y rápidamente comprobólos ajustes y la carga. Le lanzó una aMendenhall.

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—Tengo un trabajo para ti, y esjodidamente peligroso.

Mendenhall miró a Jack y a Carl y sonrió.—Sí, señor.Jack simplemente asintió, nunca hasta

entonces más orgulloso del hombre al quehabía prometido hacer oficial, y entonces se leocurrió algo.

—Sargento Mendenhall, por la presentequeda ascendido al rango provisional dealférez del Ejército de Estados Unidos ante lapresencia hoy de…

—El capitán de corbeta Carl A. Everett,de la Marina de Estados Unidos —apuntó Carlcon toda seriedad.

—Y ante la pendiente aprobación yrecomendación del director del Departamento5656, el doctor Niles Compton, se le notificade dicho ascenso en campaña. ¿Entendido,alférez Mendenhall?

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Mendenhall adoptó una expresiónsolemne.

—Sí, señor, entendido. Ahora ya me hadado el azúcar, así que creo que estoypreparado para la medicina.

Jack agarró a Mendenhall del hombro y lollevó lejos de los demás.

—Mira, Will, necesito que salgas ahí fueray accedas a tierra alta. Eso significa queencuentres un modo de salir de la laguna yque trepes hasta el otro lado de la cascada. Nosé si la radio me alcanzará aquí dentro, perouna vez en posición, tienes que vigilar lalaguna. Coge un par de visores nocturnos einforma mediante el canal; y tu alias esConquistador.7Has de decirle que la operaciónMal Perder está en marcha y tienes quedisparar a voluntad siempre y cuando veas unelemento armado accediendo a la laguna, yasea por tierra o por barco. Esperamos que seapor barco. Dile a Jinete de la Noche que

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ejecute, ejecute, ejecute. Tres veces,¿entendido, Will?

—Sí, señor, tres veces. ¿Y después qué?—¿Y después qué? Mete el culo detrás de

una roca bien grande y reza para que elcuerpo achicharrado del señor Ryan no teaterrice encima.

Mendenhall se limitó a mirar alcomandante.

—No, ahora en serio. Si la operación MalPerder funciona, mantente agachado hasta quesepas que es seguro y, créeme, lo sabráscuando lo sea.

—Sargento, ¿quiénes son esos hombresque vienen?

—Tenemos que dar por hecho que son losmalos. El Boris y Natasha los captó ayerdirigiéndose hacia aquí. Van excesivamentearmados y Niles y el presidente no saben nadade ellos.

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—Sí, señor, lo haré lo mejor que pueda.—Buena suerte, alférez.Carl se acercó al comandante y juntos

vieron cómo su nuevo oficial introducía suradio en una gran bolsa de plástico y se laguardaba por dentro de la camisa.

—De acuerdo, capitán Everett,pongámonos en marcha y veamos si podemosencontrar a alguien vivo aquí dentro.

Sarah acababa de entrar en la pequeñacueva cuando captó el sonido de un chapoteodetrás de ella y rápidamente retrocedió atiempo de ver cómo, primero Virginia ydespués Jenks, eran sacados del agua por lacriatura, que comenzó a caminar arrastrandopor la dura roca a la pareja que no dejaba devomitar agua y toser. Los soltó delante de ellay luego se dio la vuelta para regresarlentamente al agua, donde desapareció.

Sarah ayudó a Virginia a ponerse de pie yla abrazó. Después, quiso servir de apoyo a

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Jenks para que este se levantara, con su piernaherida, antes de que él rechazara su ayuda yvolviera a sentarse.

—Dios, ¡cuánto me alegro de veros! —dijo llorando—. Vamos, Virginia, tengo algoque enseñarte.

—No te preocupes por mí; solo está rotapor dos partes. ¡Bah! No es nada —dijo Jenksmirando su pierna.

Virginia ignoró al suboficial mayor y siguióa Sarah hasta la más grande de las entradas dela cueva. Sarah echó atrás la cubierta y alargóhacia el interior la mano con la linterna.Inmediatamente, Virginia entró, con cuidadode evitar la burbujeante caldera de magma enel centro de la sala.

—¿Helen Zachary? —Se arrodilló ycolocó la mano sobre el rostro marcado yachicharrado de su vieja compañera del GrupoEvento—. Dios mío, ¿qué ha pasado?

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El joven que tenía al lado se movió y abriólos ojos. Alargó la mano hacia el pequeñoflujo de agua que recorría el muro de la cuevay se limpió la cara. Después, comenzó asollozar, despertando así a las otras nuevepersonas que dormían a lo largo de las ásperasparedes.

—Gracias a Dios —dijo entre lágrimas.—¿Qué ha pasado? ¿Por qué estáis aquí?

—le preguntó Sarah.—La… criatura nos trajo aquí. Ha

estado… alimentándonos, conservándonoscon vida.

—¿Cómo te llamas? —le preguntóVirginia.

—Rob, quiero decir, Robert Hanson.Era… soy… el ayudante de la profesoraZachary.

—Bueno, has hecho un buen trabajo almantener a tu gente unida —dijo Sarah.

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—Kelly, Kelly, ven aquí —dijo Robby enla oscuridad de la cueva.

Bajo la mirada de Sarah, una joven seacercó y se sentó junto al ayudante, que nodejaba de llorar. Sonrió a Sarah.

—Dios, ¡cuánto nos alegramos de verlas!—dijo la chica con lágrimas en los ojos.

—Tenemos que sacarla de aquí —dijoRobby.

—Estamos aquí para rescatar a todo elmundo —respondió Sarah.

—No lo entiende. —Cogió la mano deKelly—. Es la hija del presidente.

—¿Qué? —preguntó Sarah en voz alta,sobresaltando a todos los que se habíandespertado y que estaban acercándose poco apoco a sus rescatadores para asegurarse deque eran de verdad.

—¡Déjalo ya, Robby! Yo no soy másimportante que los demás.

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—De acuerdo, de acuerdo, ya podréisexplicarnos esto más tarde —dijo Sarah—.Ahora mismo, el plan es sacaros a todos.

Mientras tanto, Virginia examinó a Helenrápidamente sin gustarle lo que vio. El rostrode la profesora estaba cubierto de laceracionesy había perdido mucho pelo. Tenía una fiebretan alta que Virginia, instintivamente, apartó lamano antes de llegar a tocarle la frente.Mostraba marcas negras en la cara y el cuelloy parecía casi como si el párpado izquierdo sele hubiera derretido sobre el ojo.

—Dios mío, si no supiera que esimposible, diría que esto es…

—Envenenamiento por radiación —respondió Robby, fracasando miserablementeal no lograr ser tan valiente como pretendía delos otros; se echó a llorar de nuevo mientrastocaba la mano de Helen.

—¿Envenenamiento por radiación? —preguntó Sarah.

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—La mina está llena de uranio, uranioenriquecido que se acerca al plutonioextremadamente caliente. Dios, se le hadisparado la fiebre, está descontrolada —dijoel chico al rozar la frente de Helen.

—¿Los demás? ¿Están bien? —preguntóVirginia.

—Sí, en su mayoría no tienen más queunos arañazos y mucho miedo. Hay unosanimales que nos traen peces para comer,pero es como si estuvieran reteniéndonos aquípor alguna razón —sollozó—. Aunque, por lomenos, el pequeño parece mantener alejada ala otra criatura de nosotros.

—¿Otra criatura? —preguntó Sarah.—Sí, es una grande que no tiene rasgos

humanos como la pequeña. Odia todo lo querespire aire, cree la profesora. —Kelly miró aHelen—. Cree que la pequeña es salvaje yvive en la laguna, mientras que la grandeproviene de las criaturas que trabajaban en la

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mina, que trabajaban extrayendo el mineral.Pensaba que las usaban para mantener a losesclavos a raya, para que estuvieran aquíacorralados. Los malditos incas utilizabantanto a los sincaros como a los animales parahacer lo que ellos no podían… extraer eluranio caliente.

—En el mundo natural no existe el uranioenriquecido; es imposible en el orden naturalde los elementos —dijo Virginia al tomarle elpulso a Helen. Cerró los ojos y pensó uninstante, tratando desesperadamente deencontrarle algo de sentido a ese momentoextremadamente raro—. De acuerdo, admitoque los elementos y la situación pareceríancontradecir la asunción natural de laimprobabilidad —añadió al alargar la mano ycoger agua para echársela a Helen por lafrente—. Tenemos uranio calentado hasta unatemperatura extrema por la actividad sísmicade la caldera… y recuerda, Sarah, hemos

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captado concentraciones de fluoruroinusualmente altas en el agua de la laguna,claramente liberadas por la arcilla u otro tipode suelo de este valle; es posible transformarese mineral en…

—Plutonio apto para armas, gratis —terminó Sarah por ella, recordando los pies defoco que había en la cueva y el grafiti en labarriga del Supay—. Por Dios, todo el quehaya accedido a este nivel de la mina estácontaminado. Si no salimos pronto de aquí,sobre todo ellos —asintió hacia Rob y losdemás—, estamos jodidos.

—Eso es justo lo que creía la profesora —dijo Kelly mirando a Sarah a los ojos.

Jack y los demás comenzaronapresuradamente a sacar suministros delProfesor porque la embarcación jamásvolvería a ver el agua sin Jenks allí parasupervisar sus tan necesitadas reparaciones.Era demasiado inestable sobre los escalones

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de piedra como para retrasarse al sacar lossuministros.

Aunque estaban ansiosos por entrar en ElDorado en busca de supervivientes, Jack yCarl instalaron una iluminación provisionalsobre el impresionante muelle que los incashabían tallado en la roca. Las maravillas que laluz reveló iban más allá de lo que uno pudieracreer. Todos los dioses incas estabanrepresentados a lo largo de los altos muros yde las muchas columnas. Los túneles y tirosde mina estaban apilados unos sobre otros enuna espiral sin fin en dirección a lo alto de unagigantesca cascada interior que caía hacia elsuelo en el centro de la gran mina y cuyarociada mantenía el interior de estaconstantemente húmedo. Los pilares quebordeaban cada nivel estaban tallados en laroca. Cuántos cientos de años, o posiblementemiles, había tardado en excavarse ese tiro demina era algo que se escapaba a su

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imaginación.Según iban aventurándose en el interior de

la vasta expansión del pabellón y dejaban atráslas intensas luces para adentrarse en lassombras, vieron cajas y cajas de racionesmilitares, bidones de combustible, equipoembalado y otros suministros. Cada caja demadera tenía escrito con letras negras laspalabras: «Ejército de Estados Unidos».

Jack miró a Carl y enarcó las cejas.—Mira esto.Formando filas contra el muro exterior de

piedra de la cámara principal había lo queparecían tumbas. Unas gruesas piedrasestaban dispuestas capa sobre capa creandouna gran protuberancia en el suelo de piedra.En total había veintitrés. Unas lápidas salíande las rocas y en cada una había enganchadauna pequeña cadena con una placa deidentificación. Jack agarró una y la alumbró.

—Sargento técnico Royce H. Peavey.

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—Bueno, supongo que eso explica quiénesfueron los artistas del Kilroy, pero ¿quécojones estaban haciendo aquí, Jack?

—Toda esta jodida cosa me huele muymal, pero no podemos detenernos a especular,debemos continuar. —Jack le echó un últimovistazo a un grupo de norteamericanos quehabían llegado muy lejos para acabarfinalmente en un lugar terrible.

—Supongo que primero empezaremos enel punto más bajo de la mina y que luegoiremos subiendo —dijo Carl al apartarse delalijo de suministros militares de setenta añosde antigüedad y de los hombres a los quetenían que haber alimentado.

—¿Los canales? —preguntó Jack mientrasseguía a Carl de vuelta al destrozado Profesor.

—Supongo que podemos reunir el equipode buceo que necesitamos si eres listo,pisaterrones.

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—Ahí lo tiene, capitán de corbeta Everett,usted primero.

—¿Crees que Sarah sigue viva?—Sí, y apuesto a que Jenks y Virginia

también lo están.Carl miró hacia las tumbas.—Es una suerte que tengas aquí a la

Marina, Jack. Por lo que se ve, a los delEjército no os fue muy bien por estos parajesen el pasado.

Farbeaux ordenó detenerse al grupocuando oyó voces. Ladeó la cabeza a laderecha y escuchó de nuevo. Nada más quesilencio fue lo que encontró cuando mandócallar a los hombres que tenía detrás. Habíapasado cerca de una hora desde que habíahecho al grupo descender una pronunciadapendiente en los túneles. Farbeaux habíapensado que la rampa había sido una especiede resbaladero empleado para deshacerse de lachatarra y de otros materiales innecesarios de

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la mina. La rampa, tan pronunciada como era,conectaba con casi todos los subniveles segúndescendía por la mina.

Méndez y sus hombres estabanempezando a quejarse porque habían dejadoatrás vetas y vetas de oro, cada depósito másgrande que el anterior. Sabía que cada uno deesos idiotas, incluyendo al propio Méndez,había cogido muestras y se las había echado albolsillo.

Vio sus bolsillos abultados a través de suvisor nocturno y sonrió antes de sacar sumochila de nuevo y efectuar otra lectura. Loshombres que tenía detrás, sumidos en suavaricia, no se dieron cuenta de lo que estabahaciendo; estaban centrados en sacar todo eloro que pudieran.

Apagó la máquina y se quitó el visor.Sobresaltó a los hombres al encender unalámpara de haz ancho y apuntar con ella unaveta muy extensa y verdosa de mineral que se

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extendía de lado a lado junto a otra de oro.Volvió a conectar el contador Geiger enminiatura, acercó la sonda y el aparato sevolvió loco emitiendo un sonido parecido alcantar de los grillos. Cerró los ojos y apagó lamáquina. Había encontrado lo que había ido abuscar en lo profundo de la mina. Tras añosesperando y recibiendo muestras de mineralesde ese hombre del Vaticano, tras añosbuscando el diario de Padilla, de pronto ahorael filón estaba ahí, preparado para que losacaran de la tierra y lo vendieran al mayorpostor.

—¿Qué era ese instrumento que estabautilizando, señor? —preguntó Méndezmientras se secaba el sudor de la frente con unasqueroso pañuelo.

—¿Esto? —Farbeaux alzó su mochila—.Bueno, digamos que me está indicando dóndese encuentra el mayor de los hallazgos, algoque a usted no debería interesarle. Pero se lo

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explicaré brevemente; ahora mismo, vayamosa buscar eso que tan emocionado le tiene,amigo mío. Su oro.

—Pero ya hemos encontrado suficienteoro para toda una vida solo en esta sinuosarampa que ha descubierto. ¿Por qué seguir?

—Amigo, puede llenarse los bolsillos hastaque el peso le aplaste los huesos, o puedeseguirme hasta los niveles más bajos yencontrarlo ya excavado, fundido y,posiblemente, apilado para usted, listo para sertransportado. Pero usted mismo… Llévese loque tiene ahora y espere meses mientrasintenta meter aquí más equipos para extraer eloro para, posiblemente, terminar viendo cómoel gobierno brasileño se lo lleva antes de queusted tenga oportunidad de robarlo, o sígamey encuéntreselo todo listo para llevar. Si lohace a mi modo, al menos ahora obtendrá loque pueda transportar con el barco, y no loque pueda caberle en los bolsillos… —Volvió

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a mirar la serpenteante rampa y, dirigiéndosede nuevo a Méndez, añadió—: Lo cual meparece bastante ridículo, por cierto.

Méndez no supo cómo reaccionar ante lasuave reprimenda. Estaba empezando a odiaral francés. La actitud de Farbeaux desde queentraron en la mina había cambiado; era comosi ya hubiera conseguido lo que pretendía yahora tratara a su benefactor con desdén.Mientras se vaciaba los bolsillos del oro quehabía reunido, vio a Farbeaux seguir bajandopor la pronunciada rampa de eliminación dedespojos. Se aseguraría de que el hombre lemostrara respeto, como habían hecho en elpasado muchos de los que se habían cruzadocon él.

Farbeaux encontró la salida de la rampaque quería. La lectura de su contador llegabacasi al máximo. El mineral era más fuerte enuna amplia cámara marcada por dos columnasque señalaba la entrada a un ancho pasillo.

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Las columnas tenían las mismas tallas de lasextrañas criaturas que habían marcado las dela entrada al afluente, pero esos dioses estabanrepresentados acuclillados mientras susimpresionantes brazos y patas se aferraban alo alto del marco de piedra y protegían laentrada al pasillo empleado para extraer el oroy otros minerales de los niveles más bajos.

El grupo siguió bajando por el gran tiro demina, dejando atrás el antiguo camino trazadopor los sincaros, mientras trabajaron azotadoscon fustas para llevarles a los incas su tesoro.El canal que recorría la longitud del túnelobviamente se había utilizado para llevarpequeños barcos amarrados mediante cuerdas,empleados como un antiguo sistema deacarreo. Los hombres incluso encontraronrestos de los barcos en zonas de la excavaciónde túnel a túnel, algo muy ingenioso paraaquellos tiempos, y efectivo a su modo.

Una sala dentro de la entrada de piedra

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que había sido excavada en un lateral del túnelolía a peligro. Farbeaux apuntó dentro con sulinterna y vio que la habitación albergaba unpequeño depósito de costales blancos. Uno sehabía desintegrado con los años y había caídoroto sobre el suelo de piedra. El polvo de ororesultaba inconfundible bajo la luz por suresplandor y su brillo. Miró a su alrededor yvio lo que parecía ser una palanca. Tambiénse fijó en unos pequeños agujeros quebordeaban el portal de entrada y por los quegoteaba agua. Hacía un calor extremo ahídentro. Alumbró de nuevo la palanca, unpequeño mango que salía del muro interior dela sala y que se encontraba a un brazo dedistancia de la entrada.

—Que sus hombres no entren en esta sala—dijo girándose hacia Méndez.

—He visto lo que hay ahí dentro, señor.Es exactamente lo que veníamos buscando —respondió desafiante el colombiano—. Jesús,

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Hucha, entrad y sacadme uno de esos sacos—ordenó.

Farbeaux se apartó.—Se lo he advertido, señor.Dos hombres en el centro de la larga línea

dieron un paso hacia la entrada. Jesús avanzóvacilante y, bajo la mirada de Farbeaux, dejóque su pie izquierdo se posara sobre el falsosuelo justo frente a la entrada a la vez que sucompañero lo seguía. La piedra se hundiópoco más de un centímetro, algo apenasperceptible incluso para Farbeaux, que sabíaqué buscar. El rectángulo de piedra que estabahundiéndose en el suelo activó un pequeñotubo de bronce dentro de la gruesa baldosa.Unos pequeños tapones de piedra salierondisparados de la entrada y de otros puntos delinterior de la sala con un fuerte «¡pum!», locual provocó que todos los que estaban fuera,en el túnel, se estremecieran ante lasdetonaciones parecidas a escopetazos. Jesús y

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Hucha se vieron de pronto atrapados en unalluvia de agua hirviendo que debía de procederdirectamente de la cámara de magmasepultada dentro de la pirámide. De inmediatocayeron al suelo de piedra, gritando yretorciéndose. Rodaron por el suelo, pero portodas partes donde intentaban escapar delabrasador y estruendoso vapor, este losencontraba desde las muchas y antiguastoberas que había dentro. Finalmente y unavez había quedado claro lo que sucedía pordesobedecer sus órdenes, Farbeaux introdujola mano y tiró del fulcro. El vapor se redujo ala nada casi inmediatamente.

—¿Sabía que la sala era una trampamortal? —preguntó Méndez con tonoacusatorio.

—Sí, por eso he dicho que no entraranadie.

Jesús y Hucha estaban muertos, aunqueuno de los cuerpos no parecía creérselo

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todavía, ya que se giró dejando la cara delhombre pegada al suelo. Se les habíanderretido las botas y en varias zonas de sucuerpo los huesos asomaban por la ropa.

—Ha ido demasiado lejos, ¡debería haberdicho algo!

—Y lo he hecho. He dicho «no entren enesta sala». —El francés miró hacia loshombres de Méndez—. Por favor, hagan loque yo diga y no terminarán como suscompatriotas. Aquí hay muchos peligros quepueden matarlos, y lo harán, de muchasmaneras horribles. —Farbeaux miró al interiorde la sala, donde ahora los cuerpos estabanrojos y descarnados; solo su ropa habíasobrevivido al infierno líquido que los habíadevorado—. Creo que presenciar esto es elmejor aprendizaje que podríamos tener. Ya lohan visto, ahora sigan mis instrucciones —dijocon frialdad al girarse y seguir por el camino.

Los colombianos no dijeron ni una palabra

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porque todos podían oler la piel hervida.Méndez vio a Farbeaux detenerse y

observar el profundo canal durante unmomento. Estaba harto del tiránicocomportamiento que ese hombre habíaadoptado dentro de la mina, además dedoblemente preocupado porque Rosolo no loshabía alcanzado. Sin apartar la mirada delfrancés, indicó a sus hombres que avanzaran.

Jack siguió al más experimentado Carl porel canal hasta atravesar la cascada sin dejar demirar a su alrededor desesperadamente enbusca de algún rastro del animal que se habíallevado a Sarah. Siguieron el muro durantecasi veinte metros y empezaron a buscar unacceso. Sabían que Sarah había detectadovarias entradas utilizando la sonda de lacampana de inmersión. Jack casi se chocó conCarl cuando él se detuvo de pronto. Ahí, unospocos metros delante, en las negras aguas, laluz de Carl estaba iluminando a la criatura que

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se mantenía en la laguna girando rápidamentesus manos palmeadas en el agua y dandosuaves patadas con sus pies. Sus oscuros ojoslos observaron durante un momento ydespués, de pronto, el animal se volteó y saliódisparado hacia la pared. Jack agarró a Carl yseñaló el punto donde la bestia se habíaesfumado por una pequeña abertura de laroca. Se reactivaron sus sentidos y sedirigieron hacia el lugar por el que habíadesaparecido el animal.

Sin que ellos lo supieran, otro par de ojoshabía observado a la criatura y a los oficialescuando se encaminaron hacia la entrada másinferior de la mina.

El capitán Rosolo, tras haber sobrevividoal ataque de la bestia a la que acababa de verhacía un momento, se giró y salió buceandoen la dirección contraria. Desde las dosexplosiones de sus bombas lapa, se habíatomado su tiempo para estudiar la disposición

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subacuática de la laguna. Ahora que estabaterminando, se había percatado de lacompañía que tenía en el agua y había visto alos dos estadounidenses entrar en la lagunadesde la cascada.

Nadó hacia la entrada de El Dorado;suponía que había llegado el momento de daruso al seguro de vida del grupo americano y elfrancés, algo que haría encantadísimo.

Helen Zachary se despertó e intentó abrirlos ojos, pero la infección la obligaba amantenerlos pegados; además, tenía el ojoizquierdo chamuscado por la naturalezaextrema del mineral que había manipulado.

A Jenks estaban curándole la pierna tresde las estudiantes de la expedición que sealegraban de poder hacer lo que fuera. Elsuboficial mayor no dejaba de sonreír y dereconfortar a las chicas diciéndoles que habíamás gente allí y que, sin duda, estabanbuscándolos, todo ello sintiendo un espantoso

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dolor mientras las jóvenes intentabanatenderlo torpemente. Cada cierto tiemporespiraba hondo, invadido por las espantosasoleadas de dolor que le provocaban al tocarlo,y alzaba la mirada para guiñarle un ojo aVirginia, que estaba orgullosa del modo en queel hombre había intentado animar a todos losde la cueva.

—Ese hombre… Kennedy —balbuceóRobby llorando—, vino aquí porque alguienquería asegurarse de que no se extraía nada deese mineral, pero fue él quien cogió muestras.Fue la gente de Kennedy la que provocó a lacriatura que vive en la pirámide; atacó a suequipo y después a nosotros cuandointentamos ayudar. No sé por qué, pero esacosa actuó como si estuviera aquí paraimpedir que se saque algo de esta mina. Merefiero al mineral; no tenía nada que ver con eloro, solo con ese jodido mineral. Y entoncesfue la profesora Zachary la que descubrió el

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porqué. Estaba comunicándose… bueno,aunque de un modo rudimentario… con lamás pequeña, con la que nos ha tenido ocultosdesde que la otra se volvió loca.

—Eh… nos… estamos… relacionados.Sarah y Virginia vieron que Helen estaba

intentando incorporarse.—Oh, no, no hagas eso, Helen, no te

muevas, estás muy enferma —dijo Virginiaposando una mano en el pecho de Helen yempujándola suavemente hacia abajo.

—¿Virginia? —susurró—. ¿Tú y… aún…me odiáis?

—Déjalo ya, nadie del Grupo… —Secontuvo antes de decirlo—. Nadie te haodiado nunca, Helen, nadie.

Una lágrima cayó lentamente del ojoderecho de Helen y se deslizó sobre suhinchada mejilla.

—Niles —susurró.

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—Cariño, ha sido Niles el que nos haenviado aquí —le respondió Virginia al oído.

Una triste sonrisa surcó la expresión deHelen justo antes de que perdiera elconocimiento.

—¿Qué ha querido decir con eso de que lacriatura y nosotros estamos relacionados? —preguntó Sarah.

Robby puso un paño húmedo sobre lafrente de Helen, se sentó y lo explicó.

—Antes de que la oscura bestia hundierael barco y volcara su furia en esos tipos que sellevaron las muestras del mineral, la doctoraZachary llevó a cabo una secuencia completade ADN de las dos criaturas. No había ni unasola diferencia, ni entre ellas ni entre nosotros.

—Eso es imposible. Por lo que he visto,esa cosa es un anfibio —contestó Virginia.

Robby se encogió de hombros.—No importa lo que usted crea; esos

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animales una vez fueron como nosotros. Ladoctora dijo que eligieron volver al agua,mientras que nosotros elegimos quedarnos entierra.

—¿Y dices que se ha comunicado con él?—preguntó Sarah.

—Según una especie de diario de paredpintado por los sincaros, a quienes la bestia ylos de su especie salvaron una vez de unaciago futuro, la especie más oscura antes eraesclava junto con los indios. Y eran las únicascriaturas, tanto humanas como de otro tipo,que podían extraer el uranio sin enfermar. Lasmás pequeñas, según la doctora, eran salvajes,los incas nunca las domesticaron, y por esonos toleran más que la oscura. La doctora dijoque los animales tenían una resistencia natural,pero no una completa inmunidad al mineral.Guardaba relación con una terapia deinmersión total, un modo natural de lucharcontra la enfermedad por radiación. Ya que

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las criaturas extraían el mineral bajo el agua,no morían tan rápidamente como nosotros,que caminamos sobre la tierra.

—¿Pero para qué necesitaban o querían elmineral los incas? —preguntó Virginia.

—La doctora nos explicó que lo utilizabanpara calentar sus gigantescos potes defundición. Según ella, descubrieron que eramás eficaz que intentar aprovechar losaspectos volcánicos naturales de la mina.Sobra decir cuánta gente murió durante sureinado por esta zona. Tal vez Pizarro teníarazón; ¿quién puede decir quién jodió a quién?—dijo amargamente—. A los sincaros no lesdio pena que conquistaran a sus amos yapuesto a que esas criaturas también se hanalegrado bastante.

—¿Cuántas hay? —preguntó Sarah,verdaderamente preocupada.

—Kelly, tú estabas ahí cuando laprofesora transcribió sus notas. ¿Qué dijo

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sobre el número de animales?Kelly estaba demacrada como el resto,

pero esbozó una sonrisa que le indicó a Sarahque tenía mucho valor.

—Dijo que los animales son una especielongeva, pero Helen cree que esas dos podríanser las últimas de su especie. La salvaje, lacriatura verde y dorada, es muy protectoracon todo lo que hay en el valle. Nos salvó demorir de hambre.

—Pero ¿qué…?—Cualquier otra pregunta podrá hacerse

mejor fuera —dijo una voz grave con acentofrancés desde la entrada de la cueva,interrumpiendo la pregunta que Virginia estabaa punto de formular—. Así que, por favor,salgan deprisa ya que mi socio, como unestúpido, ha tirado de la anilla de una granadade mano y está preparado para lanzársela —terminó Farbeaux mientras miraba conreprobación a Méndez por la estupidez que

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había cometido.Todos se levantaron con excepción de la

profesora herida y de Jenks, que solo pudomirar a su alrededor, con frustración, en buscade un arma.

—¿Estos tipos no van con ustedes? —preguntó Robby al empezar a seguir al resto.

—No —respondió Sarah.—Por favor, señor, encuentre la anilla y

vuelva a colocarla en la granada enseguida —ordenó Farbeaux mirando al variopinto grupode supervivientes y, después, al sombríosemblante del colombiano.

Méndez gruñó al volver a colocar la anillaplateada en la granada. Se la lanzó a uno desus hombres y se giró hacia las doce personasharapientas que tenía ante él.

—Coronel Farbeaux, ¿verdad? —preguntóSarah.

—A su servicio —respondió el francés

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complacido verdaderamente por un momentomientras miraba a Sarah—. La señoritaMcIntire, ¿no es así? ¿Qué tal le fue porOkinawa, querida? Una experiencia con la queaprendió mucho, ¿tal vez? —Se giró y lesordenó en español a varios de los hombresque encendieran las antorchas que recorrían lapared.

Sarah no respondió, aunque sí que sepreguntó cómo ese maniaco podía saber quehabía estado en Japón recientemente… Peroentonces, le pareció conocer la respuesta. Nohacía falta un cerebro como el de NilesCompton para averiguarlo.

Farbeaux sonrió al pasar por delante deSarah y Virginia y se asomó a la pequeñacueva. Frunció el ceño al ver a Helen, ydespués se puso recto y volvió al lado delgrupo. Méndez y sus hombres habíanencontrado otras antorchas y la zona quedóiluminada de un modo que resaltó las pinturas

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de la pared y las tallas.—¿Helen está grave? —preguntó él.—Se está muriendo, coronel, así que no

intente dejarnos aquí. Tenemos que llevarla aun hospital —respondió Virginia bajando lasmanos.

Farbeaux miró a los norteamericanos y aMéndez y cerró los ojos.

—¡Por favor, mantenga las manos en alto,señora!8—bramó Méndez.

—¡No! —contestó Virginia con

rotundidad.—Haz lo que dice —farfulló Jenks desde

dentro de la pequeña cueva. Estabamirándolos por la entrada mientras seguíatendido en el suelo.

—Cierre la boca, suboficial, esta gente hapasado por demasiadas cosas; vamos asacarlos de aquí —anunció Virginia.

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—Me temo que nadie puede salir de aquí—dijo Méndez al indicarles a sus hombres queavanzaran.

Farbeaux metió la mano en su mochila ysacó una pequeña botella que le lanzó aVirginia. Ella la miró con desconcierto.

—Potasio y yodo. Reducirá la velocidadcon la que se propague la infección, pero metemo, por la pinta que tiene la profesora, queno servirá de mucho, aunque tampoco le harámás daño. Debe de haber recibido unos cincomil rads, una exposición inmensa.

Virginia, furiosa, le lanzó de vuelta labotella a Farbeaux.

—Métasela por el…—Es demasiado tarde para la profesora

Zachary —dijo Sarah situándose rápidamenteentre Virginia y el francés—, pero tengocuriosidad por saber por qué se le ha ocurridotraer el único fármaco que podría servir parauna exposición menor, coronel.

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Farbeaux enarcó la ceja izquierda mirandoa Sarah y por el rabillo del ojo vio a Méndezponerse nervioso.

—Supongo que no se creerá que se tratade una cuestión de suerte, ¿o quizá sí?

—Me parece que no, coronel.—A mí también me gustaría saber por qué

ha tomado esa precaución médica sin informara su financiador, señor —dijo Méndez aldesenfundar su Beretta de 9 mm y apuntar aFarbeaux. Sus hombres hicieron lo mismo consus subfusiles Ingram—. Insisto en que mediga por qué está aquí en realidad.

El francés estaba a punto de respondercuando vio cierto movimiento en el agua. Laestela estaba avanzando muy deprisa,claramente causada por algo justo bajo lasuperficie del canal. Méndez vio que elfrancés dejaba de observarlo para mirar algoque el colombiano no pudo detectar.

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De pronto, la criatura estaba allí; habíasalido disparada del agua como una bala de uncañón. Los dos primeros de los mercenariosde Méndez nunca llegaron a saber qué losatacó. Al ser los que más cerca estaban de lagruta, sin darse cuenta fueron arrastradoshacia las enturbiadas aguas mientras todo elmundo allí presente vio un chorro de agua yuna fina bruma roja arremolinándose dondeun instante antes habían estado los doshombres.

Farbeaux no vaciló cuando losmercenarios fueron arrancados de la tierra delos vivos en un microsegundo y saliócorriendo hacia una abertura en la paredopuesta que Sarah había descubierto antes.Demasiado tarde, Méndez fue consciente delo que intentaba hacer Farbeaux, y su pausadotiempo de reacción pareció más lento aún encontraste con la rápida y violenta muerte dedos de sus hombres. Como un loco disparó al

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francés, que seguía corriendo, y tres balas de9 mm impactaron a la derecha de la aberturasin alcanzar a Farbeaux por escasoscentímetros, ya que él había desaparecido porlos empinados escalones.

Justo entonces la bestia volvió a salir de lagruta. Una oleada de agua acompañó a lacriatura cuando saltó casi dos metros porencima del muro de la gruta y aterrizó dentrodel círculo de los hombres armados, queempezaron a disparar. Sarah ignoró el ruido ylos balazos mientras aprovechaba laoportunidad de apoderarse del Ingram delhombre que tenía a su izquierda. Pero justocuando creía que lo lograría al cogerlodesprevenido, el colombiano sintió sumovimiento y se giró hacia ella.

Jenks intentó desesperadamente mover supierna herida, pero el dolor fue tan intenso quesupo que solo tenía un momento parareaccionar y ayudar a la diminuta oficial del

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ejército. Mientras salían disparos a escasosmetros de Méndez y sus hombres, que sedefendían contra la maníaca criatura en mediode todos ellos, Jenks sujetó su destrozadapierna con las dos manos y con un grito semovió y agarró por los tobillos al hombrearmado junto a Sarah. Sobresaltado, elhombre disparó su Ingram hacia el techo depiedra.

Sarah reaccionó casi igual de deprisa,dando un puñetazo al rostro del hombremientras perdía el equilibrio. Cayó al suelojusto delante de la entrada a la pequeña cuevay Sarah dejó que su impulso la hiciera caersobre él. Jenks seguía gritando de dolorcuando los dos fueron rodando hacia él.

Bajo la mirada de espanto de Méndez, labestia golpeó a sus hombres con unospoderosos y largos brazos. Unas garras de casiveinte centímetros rasgaron carne y hueso, yel caliente aire quedó instantáneamente

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salpicado de sangre y tendones. Impactadopor lo que estaba viendo, apuntó, a ciegas,hacia la sangrienta escena con su Beretta.Disparó dos veces y alcanzó a uno de sushombres en la espalda. Entonces le entró elpánico y corrió hacia la abertura por la queacababa de ver desaparecer al francés. Tresde sus hombres siguieron a su jefe hacia elinterior de esa pared.

Sarah se había hecho con la pistolaIngram, pero el colombiano, ligeramenteaturdido, se recuperó enseguida del golpesufrido al aterrizar sobre la piedra. CuandoSarah alzó el arma e intentó apuntar desdedonde se encontraba tendida, otro grito y eltacón de una bota con los cordones desatadosse estampó contra el rostro del mercenario.Jenks comenzó a temblar después de habergolpeado de nuevo al hombre con su piernarota. Acto seguido, se desmayó del dolor,mientras Sarah soltaba un grito de triunfo y

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rodaba para liberarse del colombianoinconsciente.

Robby, Kelly y Virginia hicieron todo loposible por evitar que el resto de estudiantesresultaran heridos cuando las balascomenzaron a volar en todas las direccionesprovenientes de los aterrorizados hombres.Varias alcanzaron su objetivo, ya que la bestiagritó y bramó de dolor. Pero eso no detuvo ala enorme criatura, que atrapó al hombre quetenía más cerca. Con total facilidad, lo levantópor encima de su cabeza y lo lanzó contraotros cuatro como si fuera un muñeco depeluche.

Desde su posición en el suelo, Sarah vioque uno de los hombres que tenía cerca, trashaber gastado su cartucho, habíadesenvainado un machete muy grande y deaspecto letal y lo había alzado sobre sucabeza. Al bajarlo, Sarah disparó el gatillo.Más adelante agradecería el ajuste de disparo

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de tres balas del Ingram porque con elnerviosismo presionó y mantuvo el gatilloapretado. Dos de las tres balas alcanzaron alhombre en la espalda justo en el momento enel que su machete se clavó en el pecho delanimal. La hoja se hundió cuando el impulsoque había tomado el agresor lo hizo caercontra la enfurecida criatura. La sangrebrotaba del animal cuando agarró al hombreque tanto daño le había causado y saltó con élal interior de la gruta.

Rápidamente, Sarah miró al siguientehombre, preocupada por que su lentitudpudiera haber matado a la criatura que habíaacudido a su rescate tan repentinamente.Cuando estaba a punto de apretar el gatillootra vez, una gran bota golpeó el corto cañóndel arma, que cayó al húmedo suelo. Alzó lamirada: otro de los mercenarios que quedabanestaba de pie ante ella con su humeante armaapuntando directamente a su frente. Ahora

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que parecían haberse librado del animal, elhombre se regodeaba de tener bajo su bota auna Sarah que no dejaba de resistirse.

Robby vio lo que estaba a punto desuceder y se acercó a los dos. Otro de lospistoleros supervivientes rápidamente golpeó aRobby y lo tiró al suelo. Varias de lasaterrorizadas chicas comenzaron a gritarmientras él se deslizaba por la piedra.

Sarah sabía que el suboficial no podríaderribar a ese hombre, pero en lugar de estarasustada ante su inminente muerte, se mostrófuriosa cuando su atacante acercó su calientearma a su cara. De pronto él se sacudió conexpresión de consternación. Su cuerpo volvióa sacudirse y cayó hacia delante, golpeándosela cara contra la entrada de la cueva ydesplomándose muerto sobre el suelo. Sarahsintió la suave lluvia de sangre del hombresalpicando su rostro, pero su horror dio pasoal asombro cuando dos figuras salieron de la

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gruta. Llevaban trajes de neopreno negros yavanzaban apuntando dos fusiles de asaltoXM-8.

Ahora, balas de 5,56 mm comenzaron aimpactar contra los restantes hombres. Cincode ellos cayeron sin ni siquiera llegar a saberqué los había alcanzado y las balas casi lesabrieron la frente. Otros tres, además del quehabía estado a punto de matar a Sarah, almenos lograron girarse hacia sus repentinosverdugos. Pasar del ataque de un aterradoranimal a esa nueva amenaza los dejó atónitos.Más balas de XM-8 acertaron en su objetivofácilmente. Uno de los asesinos sacó unagranada de mano de su cinturón, tiró de laanilla y estaba a punto de arrojarla hacia losnuevos demonios humanos cuando tambiénrecibió una bala que le rebotó en el cráneo. Lagranada cayó al resbaladizo suelo y Virginia,pensando con celeridad, la recogió y la lanzóhacia el exterior por la abertura del canal. Se

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coló por la abovedada entrada, detonandojunto al arco del lateral derecho. La metrallase instaló en la suave piedra empapada deagua.

Sarah, a casi diez metros de Virginia y delos demás, se dio cuenta de lo que ocurría.¡Los estaban salvando! Las dos figuras quesurgieron del agua estaban cerca de ser losmejores francotiradores del mundo. JackCollins y Carl Everett fueron metódicos segúnfueron matando un hombre tras otro conlimpios disparos en la cabeza. Sarah sabía queno se arriesgarían a dañar el entorno que losrodeaba ni a los alumnos, que estaban tancerca, aunque sí que serían implacables a lahora de ocuparse de la amenaza que allíquedaba. Jack y Carl jamás permitirían que unenemigo sobreviviera para volver a hacerledaño a la gente, y menos cuando habíajóvenes de por medio. Los cuatro hombresrestantes, que intentaron correr hacia la

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abertura de la pared, solo llegaron a serconscientes del repentino impacto en la partetrasera de sus cabezas cuando sus cuerpos sedesplomaron.

—¡Despejado! —gritó el más pequeño delos dos hombres en el fortuito y resonantesilencio.

—¡Despejado! —respondió el más alto.Jack y Carl movieron sus armas

silenciadas de un lado a otro mientras cubríanvisualmente el interior de la cueva que losrodeaba. Allá donde iban sus ojos, los seguíanlos cañones de sus armas. Varias de las chicasde la expedición Zachary gritaron cuando unode los humeantes cañones apuntó hacia ellasantes de seguir desplazándose.

—¡Ya está Jack, han caído todos! ¡Losmalos han caído! —gritó Sarah alzando unbrazo al aire.

Lentamente, los dos hombres salieron delas profundidades de la gruta. Habían accedido

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desde el lateral derecho de la laguna yendo aparar directos al tumulto provocado por elataque del animal. Habían visto cómo habíaestallado la violencia sobre ellos mientras labestia se movía como un rayo. No podíansaber quién estaba siendo atacado o quiénestaba dentro de la gran cámara por la quehabían salido a la superficie. Después de quela bestia desapareciera, rápidamente evaluaronla situación y Jack comunicó gesticulando conla mano cuál sería el plan. El antiguo miembrode las Fuerzas Especiales y exmarine sealhabía comprendido exactamente cómoproceder. Ahora se encontraban sobre elcaliente suelo examinando la destrucción quelos rodeaba.

—¡Joder, Sapo, habéis tardado un huevo,cabrones! —dijo Jenks estremeciéndose dedolor mientras Virginia, una vez más,intentaba ponerle derecha la pierna rota.

—Creíamos que ese hombre-pescado te

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habría atrapado —dijo Carl mientrasexaminaba al primer mercenario con el queSarah había forcejeado. El hombre estabamuerto, sin duda.

El capitán de corbeta se levantó mientrasJack y Sarah volvían junto al grupo. Carl lepuso el seguro a su XM-8 y se la enganchó asu cinturón con lastre. Se bajó la cremallera dela mitad superior del traje de neopreno porqueel calor allí era extremo.

—Suboficial, ya veo que han encontrado aalgunos de los chicos que vimos en loscartones de leche —dijo al mirar al demacradogrupo que tenía frente a sí.

—Jack, Helen está con ellos. Está ahídentro —señaló Sarah.

Lentamente, Jack se quitó la capucha deltraje, fue hacia la pequeña cueva y se agachó.Alumbró con su linterna a la única personaque allí había. Helen Zachary se movió y giróla cabeza hacia él.

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—Profesora Zachary, soy el comandanteJack Collins. Niles le envía recuerdos y quiereque vuelva a casa ahora —dijo al entrar. Searrodilló y le tomó la mano. Inmediatamentereconoció la naturaleza de la enfermedad queafligía a Helen.

Ella intentó sonreír, pero su evidente dolorse lo impidió.

—Dele a Niles… mis disculpas… no… nocreo que pueda… prometer nada —murmuró,y Jack le apretó la mano.

—Le diré que ha hecho lo que se propuso,profesora. Nos ha demostrado su teoría sobreuna especie que nos era desconocida.

En esa ocasión la mujer logró sonreír,justo cuando Virginia entró en la cueva. Elcalor de dentro, provocado por el conducto delava, hacía que fuera casi insoportable estarallí, pero Helen temblaba de frío.

—No le hagan daño a las criaturas… sonlas últimas de su especie… no quedan…

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más… misterios… déjenlas tranquilas.Corriendo, Virginia se agachó y tocó la

cabeza de Helen. La triste y temblorosasonrisa se mantuvo mientras la profesora lapalpaba.

—Dígale… a Niles… que lo quiero… yque… estoy…

Helen dejó de respirar y se quedó quieta.La sonrisa había abandonado su rostro, ya quesu último pensamiento había sido disculparsecon Niles Compton.

—Se ha ido —dijo Virginia al soltarle lamuñeca a Helen. Respiró hondo y se secófuriosa unas lágrimas que se deslizaban por sucara.

Jack agarró la mano de Virginia y lasostuvo durante un breve momento.

—¿A cuántos de estos animales nosenfrentamos, Virginia? Carl y yo creemos quehabía uno en la laguna; no podía haber estado

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en dos lugares al mismo tiempo.—No lo sé, tal vez solo dos.—¿Hay dos? —preguntó Jack soltándole

la mano.—Helen creía que uno es salvaje, pero el

otro nos salvó y atacó a esos cabrones. Laprofesora descubrió que sus ancestros habíantrabajado en la mina como esclavos; los incastal vez fomentasen la locura en ellos paraaumentar la crueldad de las bestias —dijoRobby cuando Kelly y él entraron en lacavidad. Se le llenaron los ojos de lágrimas alver que Helen estaba muerta.

—Espera ahí, chico, esto no ha terminadoaún —dijo Jack al sacar su 9 mm del interiorde su traje de neopreno y lanzársela a Robby,que la atrapó y miró al comandantedesconcertado.

Carl sacó otra arma y se la dio a Sarah.—Coged un par de esos Ingram y unos

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cuantos cartuchos; esos tipos ya no losnecesitarán.

Jack se levantó y salió de las antiguasdependencias de los esclavos seguido porRobby y los demás. Miró los rostros de cadaestudiante; esos chicos habían sufrido mucho.Fijó la mirada en Kelly. Estaba claro que lachica se encontraba bien. Respiró hondo,aliviado de tener una preocupación menos.

—La profesora querría que siguieraissiendo valientes un rato más —dijo mientrasveía a Sarah recoger las armas de los hombresmuertos que los rodeaban—. Ha muerto feliz,así que recordad lo que hizo aquí, en estelugar. Contadles a los demás lo que encontró yhacedles creer con el mismo fervor y nivel decompromiso que ella tuvo. Haced que sesienta orgullosa. Ahora, antes de queintentemos salir de aquí, tenemos que saberqué está pasando; ni al capitán de corbetaEverett ni a mí nos gustan las sorpresas.

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Robby contuvo las lágrimas al abandonarla pequeña cueva.

—Este lugar… no es bueno. Nadie debenunca encontrar esta mina.

Jack miró a Robby y a Virginia, que sesituó al lado del suboficial mayor.

—La zona está contaminada, Jack. Susmuros están cubiertos de uranio que se haenriquecido de manera natural, hay toneladasy toneladas. Esto es prácticamente un armanuclear —dijo Virginia al señalar las brillantesparedes llenas de tritio que los rodeaban—. Escomo si surgiera de un reactor; es imposible,lo sé, pero Jack, está aquí dentro y estáempezando a matarnos a todos mientrashablamos.

Rápidamente, Jack apartó a Carl a unlado, lejos del grupo. Susurró:

—Si esa bomba está dentro de esta mina anivel del mineral y estalla, será la mayorbomba atómica del mundo. Mataría a la mitad

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de este hemisferio si se activa con undispositivo termal nuclear.

—Y la cosa se va poniendo cada vezmejor —susurró Carl con ironía.

Jack se giró y encontró la cara que estababuscando.

—Tú, ¿te llamas Robby, verdad?—Sí, señor —respondió el chico dando un

paso adelante.—Kennedy, ¿te suena ese nombre?—Sí, señor. Creo que sabía de este lugar

incluso antes de que nosotros llegáramos aquí,no me pregunte cómo, pero lo sabía.

—Hijo, ¿trajo un maletín, deaproximadamente un metro veinte de alto yuno de fondo? Podría haber contenido undispositivo de flotación, ya que ibais a trabajarcerca del agua. Lo más probable es que elmaletín fuera amarillo.

—Sí, casi nos mató haciendo que lo

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buscáramos después de que la criaturahundiera el barco y la gabarra.

Jack metió la mano dentro del traje deneopreno, sacó la llave de detonación quellevaba enganchada a su placa deidentificación y se la enseñó a Robby y a losdemás. No le hizo falta preguntar nada, puestoque a Robby se le abrieron los ojos comoplatos, y fue entonces cuando supo que elayudante de la profesora al menos había vistola llave en una ocasión.

—Esto es una llave para un arma militar.Sé que se ha utilizado ya porque, una vez quela llave se gira en el dispositivo, un extremopequeño y bulboso se desprende y permiteuna conexión eléctrica. Vuestro señorKennedy encontró el dispositivo y lo armó.Ahora, piensa, hijo. ¿Sabéis alguno dónde lohizo?

—Estábamos separados; nunca vimos elmaletín después de que el barco y la gabarra

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se hundieran. —Robby estaba empezando amostrarse desesperado cuando dio un pasoadelante con Kelly detrás y susurró alcomandante—: Señor, ella es Kelly. —Miró asu alrededor, hacia esas caras que losobservaban—. Es la hija…

—La hija del presidente. Lo sabemos,chico. Ahora mismo tenemos que sacar a todoel mundo de aquí. —Jack miró fijamente a losojos del muchacho—. ¿De acuerdo?

—Sí, señor.—Ahora tenemos…Las palabras de Jack quedaron

interrumpidas cuando un fuerte sonidoretumbó por el suelo del lugar.

La metralla de la granada había penetradoen la caliza empapada de agua de la entradasubacuática y había originado varias grietasque se habían expandido lentamente en losúltimos minutos hasta que la presión de lalaguna exterior fue demasiada como para que

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esa antigua obra de ingeniería pudierasoportarlo. El muro y la entrada abovedadacedieron a la vez y un torrente de agua entróen el canal, llenándolo rápidamente.

—Jack, esa abertura fue diseñada por losincas para contener la laguna mediante unamedición precisa de la abertura contra lapresión de la profundidad de fuera. El sistemaha fallado y ya no puede contener el agua. Ajuzgar por el grosor de las paredes, tenemosunos tres minutos antes de que no haya formade salir de aquí —dijo Sarah mientrasempezaba a empujar a todo el mundo hacia lamisma abertura por la que se había esfumadoFarbeaux.

Jack se asomó a la pequeña cueva despuésde lanzarle a Virginia su XM-8 y, acontinuación, agarró a Jenks y se lo echó alhombro.

Cuando Carl y Sarah comenzaron a corrercon los demás hacia las escaleras situadas

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justo dentro de la pequeña arcada, se oyó unfuerte crujido. Horrorizados, vieron que unalarga fisura se abría en el centro de la pared,justo atravesando los antiguos dibujos talladospor los sincaros y cortando las imágenes endos. La grieta fue ensanchándose y cuandollegó al pequeño arco, hizo que se derrumbara.Unas grandes piedras del interior de laabertura rodaron y cayeron a la cámaraprincipal, haciendo imposible su intento deescapar. Todos se detuvieron en seco cuandoel agua chocó contra sus piernas al traspasar laparte alta del canal.

—¡Joder, esto no tiene buena pinta! —susurró Jenks cuando Jack y él vieron lo queacababa de pasar.

A modo de signo de exclamación a sucomentario, la gruta estalló cuando el suelo seabrió y un géiser de agua de la laguna salió,añadiendo su volumen al del fallido canal. Elgrupo conducido por Carl y Sarah se topó con

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Jack, Jenks y Virginia.Jack se quedó impactado al ver a Sarah

soltar las dos armas que llevaba y correr haciael muro del fondo de la caverna excavada. Lavio deslizar las manos por la pared como sibuscara algo. El agua le llegaba a Jack por lasrodillas y seguía subiendo.

—No habréis traído equipo desubmarinismo para todos, ¿verdad,comandante? —preguntó Jenks, bocabajo,colgado como estaba del hombro de Jack.

—¡Carl, pásame esa antorcha! —gritóSarah mientras los demás la mirabanabsolutamente desconcertados. Entre los gritosde Sarah, el insoportable bramido del agua ysu inminente muerte, los alumnos se quedaronparalizados de terror.

Carl agarró una de las antorchas de lapared y se la lanzó a Sarah, que la atrapóhábilmente con una mano y se giró para seguirpalpando la pared. Solo le había llevado un

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momento darse cuenta de que tenían unaúnica esperanza de escapar y estaba rezandopara no equivocarse. Había sido el recuerdode su última discusión en clase lo que la habíahecho ponerse en acción.

Jack se sentía impotente mientras lamiraba y el peso de Jenks sobre su hombro sehacía más notable a cada momento quepasaba.

—¡Robby, Kelly, tú y los demás id allí yayudadla con lo que sea que está haciendo! —ordenó.

Robby y los otros diez jóvenes,incluyendo a Kelly, corrieron hacia la pareddel fondo y solo tuvieron que esperar uninstante a que Sarah se lo explicara. El aguaahora les trepaba por la cintura y Jack tuvoque modificar la postura de Jenks, ya que sucabeza quedó sumergida momentáneamentebajo la acuática embestida.

—¡Una hendidura, un grosor distinto de la

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piedra, algo que no parezca parte de la pared!—gritó Sarah a los alumnos por encima delbramido del agua.

Los diez alumnos de Helen Zachary, ahoraacompañados también por Virginia y Everett,comenzaron a palpar la pared y algunosincluso sumergieron la cabeza bajo el aguapara tocar las piedras de abajo. El tiempopasaba rápido. El agua ya le llegaba a Jack porel pecho. El suboficial se mantenía alzado,agarrándose con fuerza al traje de neoprenodel comandante.

—¡Joder, más vale que alguien encuentrealgo, aunque sea que se lo saque del culo,porque si no vamos a quedarnos aquí muchotiempo! —les gritó Jenks a los alumnos.

Jack estaba siguiendo con la mirada labúsqueda de los alumnos cuando sus ojos seposaron en una antorcha de hierro. Estabaencendida, pero no fue eso lo que llamó suatención. Era más grande que las demás que

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rodeaban la cámara y tenía unos grabadosprofundos en la base. Cuando sus ojos seacostumbraron a la intensa luz, Jack distinguióla silueta de un águila, ¿o era un halcón?Sujeta por las garras de ese gran pájaro seencontraba la imagen tallada de un hombre.

—¡Sarah, la antorcha! —gritó.Sarah alzó la mirada y, por un momento

confundida, se giró hacia la antorcha que ellaestaba sujetando. Jack, con las manosocupadas en agarrar a Jenks, apuntó con labarbilla hacia la antorcha más grande de lapared. Ella localizó el punto e inmediatamentefue hacia allá. El agua ahora le llegaba a laalférez por los hombros, al igual que lessucedía a algunos de los alumnos de menorestatura. Rápidamente examinó las tallas y, sinprevio aviso, tiró de la antorcha hacia abajo.Nada.

—¡Carl, aquí! Tira de la antorcha. ¡Creoque es un fulcro!

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—¿Un qué? —preguntó él al correr haciaSarah seguido por Robby.

—¡Tira, joder, tira! —gritó Sarah mientrassaltaba para mantener la cabeza por encimadel agua.

Carl tiró. Nada. Robby añadió su peso,pero la antorcha seguía sin moverse. Sarahestaba empezando a pensar que se habíaequivocado cuando, en un segundo esfuerzode Robby y Carl, la antorcha se deslizó haciaabajo y su cabeza encendida se hundió en elagua con un silbido. Sarah vio que la piedrasituada inmediatamente a la derecha de laantorcha bajada de pronto, y se deslizaba casiun metro dentro del muro. Echó a nadar y sealzó.

—Carl, debería haber un mango de piedraen la cavidad. Solo se mueve hacia un lado…¡tira de él! —dijo cuando su cabeza se hundióbajo el agua.

Él estaba dividido entre sacar a Sarah del

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agua y hacer lo que le había dicho. Introdujola mano en la abertura de la pared justocuando el agua comenzó a llenar la cavidad.Palpó la piedra y sus dedos dieron con unalosa que sobresalía. Medía unos veinticincocentímetros de alto y quince de ancho yestaba hecha de piedra, tal y como Sarahhabía dicho.

—¿Qué cojones…? —dijo cuando Sarahapareció tras él y se agarró a su hombro.

—¡Tira!Carl obedeció y el mango de la antigua

palanca se movió con facilidad, como si lahubieran engrasado justo el día antes.

Un tremendo estruendo se oyó incluso porencima de la furia del agua cuando unasección de pared de tres metros por dos ymedio se abrió a su izquierda y se llenó deagua inmediatamente. Sarah les gritó a todosque entraran en esa nueva y más grandecavidad. Carl ayudó a los alumnos a acceder a

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ella mientras Jack y Virginia avanzaronlentamente, cargando con Jenks. Mientras,una erupción destruyó el suelo cuando una delas calderas, agrietada por el agua fría, explotócon un fuerte bramido. Otra válvula másalejada también saltó cuando el fuego y elagua ya no pudieron tolerarse más el uno alotro.

Con gran esfuerzo, Jack logró finalmenteacceder a la cavidad justo cuando Sarahcomenzó a golpear una pequeña piedra a laderecha de la entrada. Era más pequeña quelas demás y Sarah esperó que fuera lacorrecta.

Carl estaba diciéndoles a los alumnos quese pegaran a la pared del fondo del callejón sinsalida, de seis metros por seis, en el que ahorase encontraban atrapados y que se dejasenalzar por el agua justo cuando Sarah gritó defrustración. Sacó la Beretta que Carl le habíadado.

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—¡Tapaos los oídos! —gritó antes dedisparar a la piedra.

La bala impactó en la roca, rajándola, ycayó al agua. Sarah soltó la pistola y se agarróa la pequeña abertura que había creado.

—¡Gracias a Dios! —gritó al meter lamano. Rápidamente encontró el segundofulcro y rezó porque los incas hubieran sidounos ingenieros tan eficientes como siemprehabía oído. Tiró.

De pronto, y para asombro de todos losque estaban dentro, se quedaron sumidos en laoscuridad cuando el muro sobre el marco de laentrada se vino abajo. El impacto de la piedraen el agua provocó un torrente que lanzó atodo el mundo contra las paredes y el suelo.Algunos, Jack y Jenks incluidos, perdieron elequilibrio y se hundieron momentáneamente.En un segundo, todo quedó en silenciomientras salían a la superficie escupiendo ytosiendo. Las aguas dentro de la cámara

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pronto se calmaron y cuanto había se sumióen la oscuridad.

—A los de Disneylandia les encantaríaesta atracción —dijo Carl mientras ayudaba auna de las chicas a mantenerse a flote.

—¿Estáis todos bien? —gritó Jack.Hubo respuestas afirmativas y negativas,

aunque el comandante se dijo que si podíanhablar era que estaban vivos.

—La atracción no ha terminado.Esperemos que todo funcione y que no noshayamos salvado de morir ahogados paraacabar sepultados.

Mientras lo escuchaban, el suelo bajo suspies sumergidos comenzó a retumbar yentonces un suave brillo verde fue iluminandoel interior de la cámara. Pedazos de tritio,activados por la luminosidad de la luz de lasantorchas antes de que la puerta sederrumbara, habían iniciado la reacciónnecesaria para reunir su energía interna y

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comenzar a iluminar. Jack encontró a Sarahjusto cuando el temblor bajo sus piesalcanzaba su punto álgido.

—Esto no va a ser agradable —dijo Sarahmirando a Jack.

—¿Qué está pasando? —preguntóVirginia, que comenzó a sentir que el agua y elsuelo estaban calentándose—. ¿Qué es estacosa?

—Es lo que los incas utilizaban como rutade escape en caso de derrumbe. La mina debede estar llena de ellos.

—No me gusta cómo suena esto —dijo elmalherido Jenks.

—¿Llena de qué? —preguntó Carl alagarrar a Sarah.

—Creo que estamos en un ascensor.—¿Un qué? —preguntaron varias

personas a la vez.—¡Un ascensor! —replicó Sarah.

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En ese momento el estruendo cesó yoyeron un gran zumbido mientras el agua quelos rodeaba se volvía insoportablementecaliente. Después, en un instante, unaexplosión sacudió la cámara y la fuerzacentrífuga los mandó a todos al fondo.

Cinco mil años atrás, los incas habíantemido quedar atrapados en las cuevas muchomás de lo que temían cualquier otro posibledesastre. Por eso habían ideado la plataformade escape más ingeniosa que jamás habíadiseñado el mundo antiguo. Habían tomado untúnel, formado de manera natural, que seextendía hacia lo alto de su pirámide excavaday habían barrenado otro túnel bajo el suelo dela caverna más baja. Una vez alcanzado elflujo de lava hirviendo a seiscientos metrospor debajo, los incas habían cerrado el pozo acosta de las vidas de miles de esclavos. Lacámara se había construido siguiendo unasespecificaciones precisas dentro del túnel

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natural, y se había terminado de un modo quehabría hecho que un futuro cantero se sintieraorgulloso. El lacre creaba un conducto naturalque se acercaba, para aquella época, a lo quehoy sería un cierre hermético. Sarah habíaoído historias sobre esta tecnología avanzadapor parte de la Universidad de California delSur tras una gran excavación en las ruinas delyacimiento de Chichén Itzá, en el norte deYucatán. Había recordado lasespecificaciones… y ahora rezaba pidiendoque a los incas les hubiera salido bien. Y asíhabía sido.

La cámara se desplazó hacia arriba por elinterior de la gigantesca pirámide a cientotreinta kilómetros por hora y cada vez adquiríamás velocidad. El incremento de presión bajola cámara se había desatado cuando Sarahhabía activado el fulcro y eso, a su vez, habíahecho que diez toneladas de hierro cayeransobre las tapas de piedra que, hacía cinco mil

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años, habían sellado los diseñadores originalesde los ascensores. La liberación inmediata detanta presión y vapor bajo el aparato deescape no tuvo dificultades para hacer subir lacámara de piedra por el pulido túnel. El únicoproblema que se les había pasado por alto alos incas había sido el del frenado. Ni Sarah,ni su profesor, ni muchos otros que habíanestudiado el sistema en aulas de todo elmundo habían sido capaces de hallar unasolución a esa cuestión. Se suponía que yaque ni el túnel ni la cámara eran perfectos, lapresión se iría disipando, pero habíacontroversia con esa teoría. Nadie habíalogrado ofrecer una explicación lógica a cómopodía controlarse. En esencia, ahora mismopodían estar viajando en un tren sin frenos.

Según aumentaba la fuerza centrífuga,todos salieron a la superficie del agua que ibabajando al colarse por las diminutas grietas dela cámara. Podían sentir la velocidad aumentar

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mientras el ascensor ascendía bramando porlas desconocidas partes de la pirámide.

—¡Joder! —exclamó Kelly al abrazarse aRobby.

—¡Odio esto! —anunció el suboficial.De pronto, la cámara se ladeó cuando el

ascensor comenzó a ascender por la empinadae invertida pendiente del interior de la granpirámide. Todo el mundo gritó cuando elángulo cambió y perdieron el equilibrio. Jenkschilló de dolor en el momento en que Jackperdió el equilibrio y ambos cayeron al suelo.El ángulo de ascenso se estabilizó finalmentecuando la cámara subió hacia los niveles másaltos de El Dorado.

—¡Estamos parando! —gritó Sarah.Bajo el suelo de la cámara, la presión iba

disminuyendo según ascendían. Los ingenierosincas habían calculado la longitud de la ruta deescape en oposición a la distancia a la que laonda presurizada podía viajar por el túnel, una

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fórmula sencilla que la mayoría habríaconsiderado imposible. Y lo habría sido,incluso para los incas, si cientos de sincaros nose hubieran utilizado como conejillos de indiasen su desarrollo experimental de proporciónpeso-presión.

Sin previo aviso, un tremendo yensordecedor silbido atravesó las paredes depiedra de la cámara. Fuera, mientras elascensor pasaba por el tercer nivel desde lacúspide, otro fulcro se desplazó y abrió unaserie de válvulas de piedra en el túnel. Vapor ypresión disminuyeron rápidamente en uncalculado logro de ingeniería diseñado paraevacuar del túnel la presión que quedabadespués del empujón hacia la cima. Al mismotiempo que la violenta frenada en seco hizoque todos cayeran al suelo, el paso de lacámara los llevó a toparse con una serie deprotuberancias de piedra que se desprendierony permitieron que unos leños con resorte,

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tallados y cubiertos de resina milenaria a modode conservante, salieran del túnel a través deunos agujeros taladrados. Seis de estosbrotaron bajo la cámara y la detuvieron justodespués de rebotar en el techo de piedra.

La pared que se había cerrado paradejarlos enclaustrados se separó y fue a pararcontra una gran cámara donde se habíaposado el ascensor. El polvo se arremolinabapor todas partes mientras se oían toses yllantos. Desde algún punto más arriba, la luznatural se filtraba en la cámara más alta de lapirámide. En ese momento, Jack se levantó ytiró de Jenks.

—¡Rápido, Carl, saca a todo el mundo! —gritó el comandante.

Ahora los demás oyeron lo que él habíaoído procedente del túnel: madera astillándose.Se produjo un pánico generalizado cuando losalumnos empezaron a correr, a arrastrarse, y adejarse arrastrar por otros para escapar del

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ascensor mientras el sonido se volvía cada vezmás fuerte. Justo cuando Sarah salió por lapuerta, el ascensor dio un enorme bandazo ydesapareció por el túnel.

Mientras todos se miraban impactados, elsilencio supuso una bendición.

—Creo que los frenos han cedido —dijoSarah con voz débil antes de tumbarsebocarriba hacia la cúspide, tallada en un estilomuy elaborado, de la pirámide, a sesentametros de distancia.

Pero, claro, fue la brusquedad del hombredolorido lo que rompió el hielo de terror quehizo estremecerse a la compañía. Jenks seincorporó y, apoyado en un codo, miró a sualrededor y dijo:

—¡Los putos incas no saben diseñar unamierda!

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LA tenue luz en lo alto de la pirámide sehabía desvanecido hasta la nada mientras Jackrecogía las antorchas, las encendía y lasrepartía.

El nuevo nivel en el que se encontrabantenía la temperatura más fresca con la que sehabían topado desde su llegada al interior deEl Dorado. Jack había examinado el puntomás alto del vértice y había encontrado lasválvulas principales a través de las cuales lagravedad alimentaba el sistema del canal de lamina. La cúspide de la pirámide debía deasomar desde el río de arriba, ya que susventanas se hallaban sobre la superficie. Eltorrente de agua entraba por una alcantarilladesde la cascada y se vaciaba en otra grangruta en el centro del suelo. La velocidad de la

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corriente era ajustable, como pudo apreciar,mediante un sistema de esclusas controladasdesde esa sala. Un gran mango estabainstalado en un muro de piedra que a su vezestaba unido a la puerta de una presa. El flujode agua que entraba en la gruta era suave yconstante, y creaba una corriente de entreocho y diez kilómetros por hora que fluía porel sistema de canal alimentado por la propiagravedad.

—Debe de haber cerca de quinientoskilómetros de canales internos dentro de lamina. La estructura no se parece a nada quese haya descubierto con anterioridad. Unequipo podría pasarse toda una vida aquídentro y no llegar a descubrir nada —dijo lavoz de una mujer.

Jack se giró y vio a Sarah acercándose.Ella también estaba admirando la obra deingeniería del dique del interior del muro.

—Bueno, pues tú has descubierto lo

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suficiente para salvarnos el culo ahí abajo —contestó él poniendo una mano en el muro.

—Ha sido cuestión de suerte —respondióella al colocar, también, una mano en la presa—. Debe de haber miles y miles de litros deagua dentro de este muro. En su apogeo, losincas debieron de tener cientos de barcos deltesoro surcando este sistema.

—Ahí mismo hay ocho —dijo Jackmoviendo la antorcha para que Sarah pudieraver los extraños barcos cerca del canal—. Ymás allí, aunque no parecen estar en tan buenestado.

Sarah observó que varios barcos estabandispuestos a lo largo de la pared y queparecían seriamente dañados.

—Pero creo que con un poco de suerte,estos pueden aguantar —continuó Jack.

—¿Estás pensando en utilizar los canalespara volver al Profesor?

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—Tú y los demás, sí, pero Carl y yotenemos que buscar algo.

—¿La bomba?—Sí. —Sin decir nada más, echó a andar

hacia el grupo.El interior ahora estaba bien iluminado

por, al menos, treinta antorchas que o estabanen las manos de la gente o en sus apliquesalrededor de toda la sala.

—Creo que esta habitación no era otracosa que un modo de controlar el agua de loscanales. Tenemos que bajar y la única formaes usar lo que tenemos —anunció Jack—.Puede que nos lleve horas, o incluso días, salira pie. Pero con los canales podemos seguiruna dirección y esa dirección es hacia abajo.El Profesor está ahí abajo y también lo está lasalida. No tenemos elección.

Los alumnos se miraron y asintieron,mostrándose de acuerdo en que podría ser elúnico modo.

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—Venid todos y elegid el barco queparezca estar en mejor estado. Son lossuficientemente grandes como para que enuno quepáis todos.

Carl no estaba prestando atención porqueestaba mirando alrededor de la gigantesca salade agua con Virginia detrás. La cavernosazona tenía varias entradas talladas en losmuros de piedra. Iría una a una y se asomaríacon la antorcha y la XM-8 porque estabacansado de sorpresas y quería conocer mejorlo que los rodeaba.

—¿Carl?—Sí —le respondió a Virginia al salir de la

quinta sala en la que había entrado a mirar.—Este sitio me da escalofríos.Él miró los tensos rasgos de Virginia bajo

la luz de la antorcha.—¿Quieres decir aparte del simple hecho

de estar aquí atrapados en una pirámide de

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probablemente diez mil años de antigüedad,diseñada a la inversa, y construida dentro deuna montaña rodeada por una laguna queparece sacada de las páginas de un libro dehistoria jurásica? ¿Por qué iba eso a ser menosaterrador que estar aquí, en el ático de un sitioque probablemente mató a miles de indiosinocentes?

Virginia puso los ojos en blanco.—Listillo —dijo sin dejar de mirar a su

alrededor nerviosa—. Me refiero a si puedessentirlo. Es como si hubiéramos entrado en uncementerio.

—Mira, vuelve con el suboficial mayor,parece convertirse en medio humano cuandoestás cerca, doctora. Yo echaré un vistazo aestas otras salas.

—No me trates como si fuera una niñapequeña, Carl —dijo al girarse y ponerse pordelante de él hasta acceder a la siguiente sala.

Mientras Carl sonreía y la seguía, su nariz

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captó algo que antes no estaba allí. Metió laantorcha en una sala con escalones quedescendían en espiral. Por un momento lepareció haber oído algo. Escuchó con másatención, pero supuso que solo habría sido elsonido del canal retumbando por los muros.

—Esto debía de ser el camino de bajadade los aldeanos.

Virginia no respondió.Carl retrocedió y la vio quedarse

paralizada en el arco de piedra de la siguientecámara. Él alzó su arma y avanzó. Condelicadeza, apartó a la doctora y metió laantorcha. Tragó con dificultad ante lo que allívio. Virginia tenía razón: ese nivel ponía lospelos de punta por una razón. Entró en lahabitación y movió la antorcha a su alrededor.Había entrado en un mausoleo.

—Ve a por Jack y Sarah.El comandante entró en la sala y vio lo

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que había hecho a Carl detenerse en seco. Elmarine había encendido varias de lasantorchas del interior y estaba agachado,examinando parte del tesoro de la sala. No eltesoro de El Dorado, sino el tesoro quemarcaba el paso del tiempo a lo largo de lahistoria.

—Oh, Dios mío —dijo Sarah acercándosea Jack.

Había cuerpos tendidos por el suelo,esqueletos en todas las posturas imaginables.Artefactos de la historia de El Doradoacompañaban a esos humanos del pasado ensu viaje adonde fuera que el viaje de cadaalma los llevara. Había pecheras de armadurade conquistadores apiladas junto a una caja deraciones de comida de la segunda guerramundial. Una oxidada arma Thompson yacíajunto a la caja. Había espadas tiradas portodas partes, lanzas y hachas de piedra. Perocon mucho, los más extraños y estrafalarios

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artefactos eran los cuerpos. Estabandispuestos en todas las posiciones, pero Jackse fijó en algo muy intrigante: todos estabanencadenados a la pared con manillas debronce.

—El animal.El mayor se giró hacia Virginia. Carl y

Sarah la miraron con curiosidad y despuésSarah bajó la mirada hacia el cuerpo de unsoldado norteamericano que tendría unossesenta años de antigüedad. Los restosestaban en muy buen estado gracias a lasequedad de esa cámara en particular. Teníasus dos huesudos brazos alzados, como engesto de rendición, y sujetos por las cadenas.El cuerpo junto a él era el de un conquistador,con su jubón rojo aún pegado a su huesudocuerpo y las cuencas de los ojos vacíasmirando inexpresivamente a los intrusos.

—Los cuerpos se trajeron hasta aquí postmórtem. Su sangre ha manchado las piedras

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de alrededor. La bestia los colocó aquí y losencadenó para que no escaparan de la mina yha seguido haciendo su trabajo durante siglosy siglos.

—Eso es algo exagerado, doctora —dijoCarl.

—No deja de ser un animal, comandante.No tiene concepto de muerte, ya seainminente o de otro tipo, la suya propia o la deotro animal. Solo hace eso para lo que loentrenaron.

—Y lo entrenaron para traer esclavos quese habían escapado —dijo Sarah al agacharsejunto a otro grupo de huesos—. Comandante,aquí tenemos un soldado.

Cuando Jack y los demás se acercaron a laesquina donde estaba Sarah, pudieron ver unesqueleto encadenado por un solo brazo. Elhombre, siglos antes, cuando aún estaba vivo,se había soltado la mano derecha de la manillaque pendía sobre él. Bajo la luz de la

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antorcha, Jack pudo ver que el hombreagonizante había utilizado una bola de plomo,una bala de mosquete que ahora yacía junto asus huesudos dedos, para grabar algo en elsuelo de piedra. Sarah había descubierto lasprimeras letras y supuso lo demás. Jack seinclinó y con un soplido apartó capas de polvode las letras restantes.

—Joder —exclamó Carl por encima delhombro de Jack.

—Capitán Hernando Padilla, 1534 —leyóen voz alta el comandante.

—¿Qué dice el resto? —preguntó Virginia.Cuando Jack, con delicadeza y respeto,

apartó los huesudos dedos del conquistador desu última palabra, la bala de mosquete rodó yse coló en una grieta del suelo, donde sequedó. Respiró hondo y sopló sobre la palabrarestante.

—«Perdonadme»9 —murmuró Sarah y se

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levantó para alejarse—. Aunque estabamoribundo, se avergonzaba de lo que habíahecho.

Jack le dio una palmadita en el hombro aCarl después de que este le preguntara elsignificado de esa palabra en inglés. Lerespondió y se apartó, lamentando la muertede un soldado amigo hacía tanto tiempo y enun lugar en el que no quería estar. No sediferenciaba de ningún hombre del mundo.

Carl miró el esqueleto y la armaduratendida a su lado. Esos arañazos, esasmuescas… No podía llegar a imaginar eladmirable viaje que ese soldado había hecho,el horror de perder a todos los de sucompañía. Sacudió la cabeza y se pusoderecho justo cuando oyó a Virginia tomaraire profundamente. La mujer habíacomenzado a retroceder lentamente ante algo.

—Comandante, eso que buscaba… ¿Dequé color era el maletín en el que estaba?

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—Debería ser amarillo y…Las palabras de Jack quedaron

interrumpidas cuando oyó un suave pitidoprocedente de la esquina de la que Virginiaretrocedía. Y entonces vio el maletín. El armaestaba sobre una pila de otros objetos de laexpedición Zachary. La bestia debía dehaberla depositado ahí junto con el resto decosas que había encontrado. Era como si elanimal llevara a su nido, a su casa, todo lo quetuviera un material brillante y colorido. Era unladrón.

El capitán de corbeta se unió alcomandante y ambos miraron la funda queprotegía el arma nuclear de cinco kilotones.

—Jack, creo que hemos encontrado lo queestábamos buscando.

Jack se acercó y, con facilidad, destapó lafunda protectora. Había enviado a Sarah y aVirginia a instar a los demás a darse prisa conlos preparativos para huir de allí.

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—Joder —exclamó al ver la pantalla de leden la cubierta de aluminio del arma.

—Parece que por fin tenemos buenasuerte —dijo Carl mirando por encima delhombro de Jack.

—La cuenta atrás está parada en treintaminutos. Sí, puede que hayamos tenidosuerte. Kennedy giró la llave, pero no puso enmarcha el contador. Creo que podemos estarleagradecidos a esa criatura por esto.

—Sí, recuérdame que le dé las gracias sinos la encontramos —bromeó Carl.

Jack cerró la funda y asintió hacia Carlpara indicarle que sujetara el otro extremo.Con cuidado, la levantaron del suelo y decamino afuera, se detuvieron para contemplarlos restos de los soldados del pasado.Después, Jack miró a Carl y sacudió lacabeza.

—Asegurémonos de que no terminamoscomo estos colegas.

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—Siempre me ha gustado tu manera depensar, Jack.

Salieron de la cámara iluminada y entraronen el pasadizo más oscuro. Acababan de pasardelante de la sala que tenía las escaleras quedescendían cuando, de pronto, se vieronflanqueados por dos hombres con armasautomáticas. Uno salió de la cámara principaly el otro estaba oculto en la oscura entrada yapareció cuando pasaron por delante. Elhombre del fondo les indicó que continuaranhasta el interior de la sala principal.

Al entrar en la iluminada sala de agua,Jack vio que Sarah estaba allí con Virginia ylos estudiantes. Todos parecían abatidos yaterrorizados.

—Esto parece la semana de regreso alhogar. El comandante Jack Collins y elingenioso capitán de corbeta Everett. Estoyverdaderamente asombrado. Ustedes dos soncomo el sabor de un vino malo. No hay

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manera de quitármelos de encima.—Lo siento, Jack —dijo Sarah.—No vuelva a hablar, señora —dijo

Méndez alzando el arma, preparado paragolpear a Sarah.

Jack se tensó y a punto estuvo de soltar lacabeza explosiva cuando las palabras deFarbeaux los detuvieron, a él y a Méndez.

—¡Basta! No se golpea a una dama porestar preocupada, señor Méndez.

Méndez, con la mano paralizada a mediocamino, se giró hacia el francés y vio, para suasombro, que Farbeaux no estaba mirándolo aél, sino al comandante norteamericano.

Jack también lo miraba, y asípermanecieron durante treinta segundos.

—¿Qué hay en esa funda? ¿Oro? —preguntó Méndez mientras les indicaba a sustres hombres que se la arrebataran a losnorteamericanos.

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—Yo no lo haría, colega —dijo Carlcuando le libraron del peso de la cabezaexplosiva.

Jack, que seguía observando al francés,dejó que le quitaran el mango de la funda.

Los dos hombres, mientras el terceroseguía apuntando a los dos estadounidenses, leentregaron la funda a Méndez. La mirada decodicia del hombre fue una mirada que lahistoria ya había visto en millones deocasiones cuando hombres avaros creían queestaban a punto de obtener un filón deriquezas.

—¿Oro, reliquias? ¿Qué hay dentro? —preguntó al acercarse al contenedor dealuminio amarillo con intención de levantar loscierres de la tapa.

—¡No!Méndez miró a Farbeaux, que le dijo a

Jack:

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—Explique por qué no debería abrir lafunda, comandante.

—Por su actitud, veo que ya lo haimaginado, pero prefiero no decirle nada a estecerdo —respondió Jack con voz tranquila. Porel rabillo del ojo captó el gesto de desdén deMéndez y aguardó a que el hombre gordo semoviera en su dirección.

—Creo que lo que tiene aquí es un modode sellar El Dorado para siempre, ¿tengorazón? —Farbeaux introdujo la mano en sumochila, extrajo un grueso guante, volvió ameter la mano y sacó un pedazo de piedraverdosa. Estaba surcada por una sustanciablanca y caliza. Se la mostró a Jack—. Paralibrar al mundo de la fuente, de esta fuente. —La habitación se quedó en silencio mientrastodos miraban lo mismo.

—El genocidio no parece ser parte de sucurrículum vítae, coronel —dijo Jackfinalmente.

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—La venta de este material siempre hasido mi manera de llegar a fin de mes. Comose suele decir, a nadie le gusta ser menos queel vecino.

Farbeaux se guardó la muestra enriquecidade uranio en su mochila y se quitó el guante.

—Lo que hay en la funda de aluminio,señor, es una cabeza nuclear de cincomegatones. Lo que los norteamericanosllaman cariñosamente Backpack Nuke. Estáfabricada por Armas Nucleares Hanford, en elestado de Washington, y diseñada para ladetención de tropas menores en campos debatalla. Pero serviría muy bien para derribar…digamos… una pirámide.

Méndez rápidamente se apartó de lafunda.

—Puede que mi amigo colombiano sea unpoco lento a la hora de captar las cosas,comandante, pero el hombre sí que entiendelo que es la muerte en todos sus aspectos.

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Ahora, como estaba diciendo, este material esmuy valioso. Incluso en esta forma tan básica,es capaz de crear un arma de…

—Una bomba sucia,10 el dispositivonuclear de un pobre; sigo sin tragármelo,coronel. No es propio de usted.

—Ustedes también se beneficiarán deesto, y usted también… —comenzó a decirMéndez furioso.

—Señor, por favor, quédese calladomientras hablamos los adultos. —Farbeauxsonrió al mirar a Méndez y a Collins—.Abastecer a los demás de un material así nome convierte en un asesino, pero admito quetiene razón hasta cierto punto, comandanteCollins. Capitán de corbeta Everett, sureputación le precede, señor. Por favor, no déun paso más hacia el arma de ese idiota —dijoFarbeaux al sacar su 9 mm y apuntar alcapitán.

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Carl dejó de acercarse hacia uno de loscolombianos que, todavía asumiendo lasituación, no se había fijado en quién seaproximaba. El hombre reaccionó por fin y loechó atrás.

—Como iba diciendo —continuó Farbeauxposando los ojos momentáneamente en Carlpara luego dirigirlos lentamente hacia Jack—,el material lo ha comprado y pagado unantiguo empresario de minas y sus motivosson los mismos que los que tiene su país: laeliminación de ciertas células terroristas por elmundo. Una fuente imposible de rastrear dematerial radioactivo que puede ser enviada amontañas y valles de remotos lugaresincivilizados. Así que, como ve, nuestro fin esel mismo.

—Me temo que ha juzgado mal a losestadounidenses, coronel. Aún hacemos cosaspor las malas, aunque algunos dirían que esuna forma estúpida de hacerlo, pero introducir

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radiación en la atmósfera para acabar contodo, además de con los terroristas… Bueno,hay que marcar el límite en alguna parte.

Farbeaux vio a Jack mirar hacia el oscuropasillo por el que habían llegado y esbozó unamueca al darse cuenta de que el comandanteestaba haciendo tiempo. Y, en efecto, Jackhabía visto algo que, sin duda, mantendríaocupados a Méndez y a sus hombres durantelos siguientes minutos.

—¡Es usted increíble! —gritó Farbeauxjusto cuando la criatura salió de las intensassombras del pasillo.

Farbeaux disparó dos veces cuando elanimal derribó al primer colombiano, al quegolpeó con sus garras, pero las balas delfrancés hicieron poco por detener a la bestiaen su avance hacia el interior de la cámara.

—¡Metedlos en el barco! —gritó Jackhacia Carl, que había eliminado al hombre enel que había puesto el ojo en un principio,

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simplemente agarrándolo por el cuello.Después de recoger del suelo el Ingram que sele había caído a ese mismo hombre, corrióhacia los atemorizados estudiantes y comenzóa ayudar a Sarah y a Virginia a empujar elprimer barco que se encontraron en el canal.

Varias balas más alcanzaron a la criatura,que bramaba de dolor. Cayó sobre una rodillay cada vez se mostraba más débil, tanto porese ataque como por el anterior.

Rápidamente, Jack corrió hacia la funda yla abrió. Los brillantes números seguíandetenidos en los treinta minutos. Se agachó,sacó su cuchillo y estaba a punto de detener eltemporizador para siempre golpeando lapantalla cuando una bala impactó en un lateralde la funda. Unas cuantas chispas saltaron dela funda del arma y, en ese momento, unosnúmeros aparecieron a la derecha de losminutos. Los segundos comenzaron a contar ylos dígitos de los minutos pasaron a marcar

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veintinueve. La cuenta atrás se había activado.Los diseñadores del arma habían colocado unaprotección en caso de fallo en la cabezaexplosiva que no permitiría que un enemigointentara destruirla haciendo lo que acababa depasar. El impacto de una bala en la fundaactivaría cualquier orden previamente dada alordenador central.

El comandante se apartó rodando de lafunda y se puso de pie cuando loscolombianos dejaron de disparar al animal ydirigieron las armas hacia él. Unas cuantasbalas rebotaban en el suelo y las paredesmientras Jack corría hacia el barco que loaguardaba. En el camino recogió una XM-8 ydisparó a la presa que contenía el flujo deagua. Las balas golpearon, produciendoúnicamente astillas en un principio, pero luego,a medida que se vaciaba el cargador de laXM-8, la piedra se agrietó y se desintegró. Alinstante, la presa estalló dentro del muro y un

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torrente de agua se coló por el sistema decanal.

Farbeaux observó horrorizado cómo laprimera oleada de agua chocaba contra lafunda de aluminio antes de llegar al canal. Elarma fue arrastrada por el torrente hacia elcanal mientras los estadounidenses zarpabanen uno de los barcos.

Jack subió al barco con las otras catorcepersonas dentro y cayó sobre Jenks, que gritóde dolor.

—¡Estoy harto de estos viajecitos enmontaña rusa! —protestó Jenks mientras losestudiantes que lo rodeaban gritabanaterrorizados. El gran barco se coló por eltúnel principal y desapareció en la oscuridad.

Brasilia, capital de Brasil El jefe del Estado Mayor brasileño colgó el

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teléfono, se levantó y se dirigió a la ventanaabierta de su residencia. El hombre con el queacababa de hablar le había llamado por sulínea privada. Le había vendido su alma aldiablo, al estadounidense que pronto sería elpresidente de Estados Unidos. Su futuro loestaban planeando otros que no eran de supaís, pero el trato que había hecho con eldiablo extranjero estaba cerrado y él tenía quecumplir con su palabra. Ahora había unaorden complementaria que se sumaba a esapor la que se habían enviado a cincuentamercenarios al valle para detener a la fuerzade rescate estadounidense. Tenía que matarpara proteger a su fuerza de asalto.

Volvió a su mesilla de noche, levantó elteléfono y llamó a la Força Aérea Brasileira(FAB), la Fuerza Aérea Brasileña. Dijo quequería que los aviones-caza despegaran deinmediato. Le dio al oficial de guardia lasórdenes y las coordenadas que le había dado

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el estadounidense y, una vez hecho eso, colgóel teléfono y se puso en contacto con la líneapresidencial para comunicarle al presidenteque el espacio aéreo de Brasil estaba siendoinvadido por fuerzas militares de EstadosUnidos y que su deber era derribar esosaviones.

Base de las Fuerzas Aéreas de AnápolisBrasil Dos cazas Dassault Mirage 2000C se

alzaron en el aire rumbo al oeste.Acostumbrados a atacar objetivos terrestresque consistían en puntos de producción ydistribución del mercado de la cocaína, los dospilotos se quedaron asombrados al saber queles habían ordenado interceptar y derribar unavión identificado como perteneciente a unaaerolínea civil que había invadido el espacioaéreo brasileño. Diez minutos después de

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activar el dispositivo de postcombustión, eljefe del Estado Mayor los informópersonalmente de que el invasor en cuestiónera en realidad una variante militar del Boeing747 estadounidense y que las intenciones de lanave eran hostiles.

La Casa Blanca El presidente estaba en la planta de arriba

con la primera dama a la espera de recibirnoticias de Nevada cuando el consejero deSeguridad Nacional llamó. El presidente, sinchaqueta, bajó y fue directamente al despachode Ambrose en el ala oeste, pero se encontrócon él en el pasillo antes de poder llegar aldespacho.

—Señor presidente, tal vez sería mejorque me informara de la operación que se estádesarrollando en Brasil, ya que parece que ha

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dejado de ser secreta.—¿Qué quiere decir? —preguntó al

quitarle a Ambrose un pedazo de papel.—Las Fuerzas Aéreas brasileñas han

enviado dos caza Mirage y se dirigen al oeste.Fort Huachuca, en Arizona, ha captado unaconversación por radio que dice que tienenórdenes de derribar un 747 que sobrevuela suespacio aéreo con intenciones hostiles.

El presidente leyó la nota escrita a manopor Ambrose mientras hablaba con la estaciónde Inteligencia de Arizona. Cerró los ojos yrespiró hondo.

—Póngame con el secretario de Estado.—Ya está al teléfono, señor.El presidente pasó por delante de Ambrose

y entró en su despacho. Levantó el auricular yal otro lado encontró al secretario esperando.

—¡Vaya a la residencia presidencial y hagaque rescindan esa orden ahora! —gritó furioso

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el presidente olvidando toda formalidaddiplomática. Su paciencia estaba empezando aagotarse después de haber pasado horasconsolando a su mujer por lo de su hija.

—Señor presidente, Brasil insiste en quetiene todo el derecho a derribar esa nave y lohará si no sale de su espacio aéreo.

—¡Al infierno con eso! Dígale que el aviónestá ahí para respaldar una operación derescate y que no tiene intención de hacer dañoa ningún civil brasileño. Solo están ahí porlabores de apoyo.

—Intentaré de nuevo ponerme en contactocon él —mintió el secretario. Sabía que elpresidente había ordenado a los grupos decombate a bordo del Nimitz y del John C.Stennis que se retiraran y que, bajo ningúnconcepto, acudieran en ayuda del Proteus.

El presidente colgó y se dirigió a Ambrose.—¿Cómo han conseguido las Fuerzas

Aéreas brasileñas información sobre el

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Proteus?—¿La plataforma de armas? —preguntó

Ambrose como si no supiera a qué se refería.—Alguien les ha pasado la información.

Descubra quién, ¡deprisa! Además, póngameen línea directa con COMMSURPAC. Nopuedo dejar a esos chicos ahí sin nada que losproteja.

Ambrose nunca antes había visto a esehombre perder el control. Lo vio darse lavuelta y dirigirse rápidamente al DespachoOval. Si solicitaba protección para el Proteus,se armaría una bien gorda y tendría queresponder por un abierto acto bélico.

Se relajó al comprobar que el plan delsecretario tomaba forma.

Afluente Aguas Negras El recién nombrado alférez Will

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Mendenhall tragó con dificultad al ajustar elaumento de su visión nocturna. Diez barcas degoma tipo zódiac entraron en la laguna por ellado opuesto de la catarata desde donde élhabía tomado posiciones. Apartó la manoderecha y la sacudió, intentando recuperar lasensibilidad en ella después de haber escaladoel lateral de la cascada. Se había servido de labóveda toscamente labrada que cubría lacascada en gran parte del camino, y despuéstuvo que utilizar la fisonomía natural delterreno para ascender el resto. Se había hechocortes y arañazos en las manos con laspuntiagudas rocas y los arbustos, pero por finlo había logrado, solo cinco minutos antes dever a la primera barca. Bajó los prismáticos ymiró el reloj; eran las cinco y cuarto de lamañana. Esperaba que Ryan estuviera en supuesto porque, de lo contrario, el equipometido en la mina iba a tener muchacompañía. Ni el Jinete Nocturno ni el

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comandante habían respondido a sus primerastres llamadas.

Rápidamente, Mendenhall se quitó la radiodel cinturón y se aseguró de que la frecuenciaestaba en el canal 78. Después, respiró hondo.

—Jinete Nocturno, Jinete Nocturno, aquíConquistador, ¿me recibe? ¡Corto y cambio!

Operación Mal PerderEn algún punto sobre Brasil El transformado 747 - 400 estaba

cruzando los claros cielos a casi nueve milmetros. El piloto llevaba a la radio una hora.Intentaba convencer a las autoridades civilesbrasileñas con la explicación de que teníandificultades con el timón de dirección y queestaban dando vueltas mientras su ingenierode vuelo comprobaba sus sistemas hidráulicos.Escuchaba sus furiosas quejas, pero ¿qué otra

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cosa podían hacer? ¿Dejar que un avión detransporte fletado por una influyentecompañía internacional como Federal Expressse estrellara porque no querían concederlesmás tiempo en su espacio aéreo?

Dentro, los técnicos estaban maldiciendo ygritándose unos a los otros mientrastrabajaban rabiosos con el sistema que sesuponía no estaría operativo en otros tres añosmás. El sistema de láser de alta energía y clasemegavatios de oxígeno químico iodado habíafuncionado mal en cuatro ocasiones ese día,provocando incendios en dos de esosincidentes.

Ryan estaba viendo el desarrollo de esefracaso junto a dos de los seis miembros de suequipo Delta cuando un comandante de lasFuerzas Aéreas le dio unos golpecitos en elhombro.

—Tenemos a Conquistador por radio.Está preguntando por el Jinete Nocturno Uno

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—dijo el comandante por encima del ruido.Ryan asintió y lo siguió.—Dígale a esos monos que están de

servicio —le dijo al comandante deltarefiriéndose a los técnicos de láser—. Yrecuérdeles que hay vidas norteamericanas enjuego.

Ryan accedió a una zona separada queestaba cerrada y tranquila. Se inclinó sobre elasiento eyectable del operador de radio, con laprecaución de no rozar el tirador de eyección.Agarró unos auriculares y pulsó el botón delcable largo.

—Conquistador, aquí Jinete Nocturno,cambio.

—Jinete Nocturno, tenemos criminalesacercándose a nuestra posición, ¿estáisrastreándonos? Cambio.

Ryan se inclinó y susurró al oficial desatélite, un teniente coronel que estaba

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mirando una imagen infrarroja en tiempo realdescargada del Boris y Natasha.

—Ahora mismo contamos cincuenta ycuatro objetivos y diez embarcaciones. Lainformación ya se ha pasado al ordenador dealcance de objetivos —dijo el teniente coronel.

—Recibido, Conquistador, estamosrastreando, cambio.

—Que empiece la música, JineteNocturno, están en nuestros regazos.¡Operación Mal Perder en marcha! ¡Ejecuten,ejecuten, ejecuten!

Ryan sabía que era Will Mendenhall el queestaba en la radio, así que decidió arriesgarse.

—Conquistador, busque una ubicaciónsegura. No me fío de esta cosa. Cambio.

—Ya nos han advertido, Jinete Nocturno,cojan a los malos. El Conquistador salecorriendo. Cambio y cierro.

Ryan asintió hacia el teniente coronel que

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estaba al mando de la operación y de buscarobjetivos. Su sistema se basaba en el Boris yNatasha, cuyas cámaras infrarrojas estabanposadas sobre el anillo de emisores de calortransportados por globos que rodeaba lalaguna. Una vez se tomara nota de lascoordenadas y de la ubicación exactas, el KH-11 se conectaba a las fuentes de calorindividuales de los hombres en el interior de lazona objetivo o, más precisamente, su calorcorporal. El láser de oxígeno químico iodado,COIL, emplearía la reacción del gas de clorocon el peróxido de hidrógeno básico líquidopara producir moléculas de oxígeno de fasegas electrónicamente estimuladas. El oxígenodespués transferiría su energía a los átomos deyodo que emitirían radiación a 1,315 micras,generando un rayo que cortaría limpiamente elacero macizo… Eso, contando con quefuncionara…

El teniente coronel avisó a los técnicos de

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láser, que trabajaban para Northrop-Grumman, para que lo activaran en treintasegundos. Después ajustó el espejo situado enel interior del cañón abierto para dispersarcincuenta y cuatro rayos de alta energía queapuntarían incluso a objetos en movimiento; elespejo se separaría y haría rebotar el rayoprincipal, que se dividiría a su vez en rayosasesinos individuales… Todo ello en teoría,claro.

—Preparados para iniciar —dijo.Ryan frunció el ceño al ver los objetivos

acercándose cada vez más a la catarata.«Preparados para iniciar» suele significar«Preparados con los extintores de fuego»,pensó al cerrar los ojos y rezar en silencio porsus amigos.

Fuera del centro de Órdenes, la redeléctrica subió al máximo cuando losgeneradores principales se activaron.Alcanzaron el cien por cien de energía sin

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explotar, por lo menos en aquella ocasión. Almismo tiempo, en la pantalla de objetivos,diez círculos iluminados rodeaban cadaobjetivo en la superficie de la laguna.

Fuera del 747, una gran portilla se abrió enespiral a cuatro metros por debajo de la cabinadel piloto. El piloto cerró una persianaconstruida especialmente para protegerlos dela intensa luz que saldría por la portilla aescasos metros de donde ahora seencontraban su copiloto y él.

—Prepárense, sistema al cien por cien deenergía y objetivos localizados. ¡Lancen elCOIL!

Jason Ryan se estremeció cuando no pasónada.

—¿No se debería haber producido unaavalancha de energía ahora mismo? —gritófurioso.

Fuera de la cabina insonorizada y en lacabina del piloto, este vio trece alarmas que

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empezaron a iluminarse al momento. Lasparpadeantes luces rojas mostraban pérdida deenergía en los principales sistemas del 747.Los cuatro gigantescos motores estabanperdiendo energía y el morro del enorme 747 -400 comenzó a hundirse. Inmediatamente, elpiloto informó de la emergencia.

Ryan se agarró a uno de los ordenadores yse quitó los auriculares.

—¡Joder! ¡Vamos a perder a gente ahíabajo!

El teniente coronel al mando del COILgritó:

—¡Estamos a punto de perder el avión,señor Ryan!

—¡Es que hay que perder este pedazo demierda! Puta tecnología, podemos hacer unosvideojuegos fantásticos, pero no podemoshacer que un instrumento militar funcione paralo que lo han diseñado, ¡joder!

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Las palabras de Ryan quedaron anuladaspor un fuerte silbido cuando el gigantescoBoeing comenzó a caer del cielo.

Mendenhall iba a probar con la radio paraintentar contactar con Ryan otra vez cuando,de pronto, la noche que lo rodeaba se iluminócon balas rastreadoras de gran calibreprocedentes de la laguna. Alguien en una delas zódiacs lo había captado con la visiónnocturna. Balas del calibre 50 alcanzaban lasrocas y los arbustos que lo rodeaban mientraslevantaba su 9 mm con una mano y accedía ala radio con la otra. Disparó a la laguna a lavez que intentaba contactar con el JineteNocturno.

Ryan seguía aferrándose a la mismaconsola, con la diferencia de que ahora teníaun ángulo que decía claramente que el 747 sedirigía a la cubierta. Mantenía la calma, ya quehabía pasado por una experiencia similardurante sus últimos días en la Marina. Solo

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tienes que saber cómo actuar, pensó.Uno de los técnicos de Northrop-

Grumman sabía lo que había sucedido. Lohabía sospechado durante la últimacomprobación y se había preparado para ello.La consola de mando principal estabaconectada a la red de energía del Boeing ycuando el ordenador de objetivos envióelectrónicamente la orden al COIL, todo elsistema se vino abajo. Abrió el panel, encontrólos cables que necesitaba y tiró de ellos. Sesoltaron y después tiró del cable de comandoy lo conectó a través de otro circuito deenergía. Rápidamente volvió a conectar elcable de entrada del acelerador de la cabina demando y de inmediato se vio recompensadopor el ruido de los cuatro motores de laGeneral Electric funcionando a toda máquina.Golpeó el intercomunicador.

—Energía restablecida a los sistemas delavión. ¡Energía restablecida al sistema de

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objetivos COIL! —El técnico se deslizó hastadejarse caer al suelo contra uno de losmamparos del interior. Joder, van a rodarcabezas cuando se enteren de que habíanconectado uno de los sistemas de armas através del sistema de energía de laplataforma. ¡Mierda!

Ryan sintió el morro elevarse a medidaque la energía de los motores indicabaclaramente que estaban ascendiendo denuevo.

—¡Jinete, nos están disparando, cambio!—Ryan finalmente pudo oír la llamada depreocupación de Mendenhall.

Estaba a punto de dar la orden de dispararuna vez más cuando el oficial de intercepciónpor radar, situado en la parte delantera del747, gritó por los auriculares:

—Tenemos dos aeronaves no identificadasa ochenta kilómetros y acercándose conrapidez. Ha sido una aproximación sigilosa por

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su parte. Son de las Fuerzas Aéreas brasileñasy nos están ordenando que salgamos de suespacio aéreo porque, de lo contrario, abriránfuego.

—¿Tiempo para la secuencia de disparodel Proteus? —gritó Ryan por la radio.

—Cinco minutos para subir la energía —respondió el teniente coronel mientras volvía aapuntar rápidamente a los barcos esparcidos.

—¡Joder, en dos minutos seremos unabola de fuego!

Los dos caza Mirage 2000 por fin vieronlas luces anticolisión del 747 después de que elgigantesco avión descendiera hacia la selvasituada debajo. Ajustaron su patrón paratomar posiciones unos dos metros por detrásde la gran nave. El caza que iba en primeraposición preparó sus armas. Sus órdenes eranclaras: derribar a los norteamericanos.

Utilizó su pulgar para seleccionar su arma,dos Pirañas MAA-1 fabricados en Sudáfrica,

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un misil aire-aire de corto alcance guiado porinfrarrojos que busca las emisiones de calordel objetivo que salen principalmente de losmotores. Inmediatamente recibió orientaciónde las cabezas buscadoras de los dos misilesposados sobre los carriles de lanzamiento bajolas alas y a la espera de la señal eléctrica quelos lanzaría a su letal camino.

—¡Joder, nos apuntan con misiles, Ryan!—gritó el piloto por la radio.

—¡Me importa una mierda, tenemosórdenes! ¡Ahora, vuelva a situarnos enposición y dispare la puta arma antes de queperdamos a gente ahí abajo!

Los pilotos de los caza brasileñosquedaron aliviados al ver el gigantesco avióncomenzar a alejarse por el este. Despuésvieron y siguieron al 747 con la esperanza deque estuvieran a punto de salir de la zona pordonde habían venido. No sabían que estabaempezando a trazar un largo y lento círculo

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mientras recuperaba sus objetivos. Cuando elpiloto advirtió que estaban dando comienzo aotro ataque, enfureció ante la decepción yrápidamente volvió a activar la posición dedisparo del caza, fabricado en Francia. Sabíaque al 747 le quedaban diez minutos para unamuerte segura mientras se giraba lentamente.

La Casa Blanca Ambrose asintió hacia el agente del

servicio secreto apostado fuera del DespachoOval y entró. El presidente estaba de pie juntoa su escritorio con las manos apoyadas encimafirmemente.

—¿Qué está pasando?El presidente no respondió. Miraba abajo

pensativo mientras los músculos de sumandíbula se tensaban y aflojaban. Entoncessonó el teléfono.

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—El presidente de Brasil le devuelve sullamada —dijo la secretaria desde la oficinaexterior.

—Señor presidente, ¿qué está haciendo?—preguntó Ambrose nervioso.

—Algo que debería haber hecho desde elprincipio —respondió al levantar el teléfono.

Ambrose se quedó paralizado: estaballamando al presidente de Brasilpersonalmente, pasando por delante delsecretario de Estado.

—Señor presidente, gracias por atender millamada. Tengo que pedirle que detenga susfuerzas. El avión en cuestión se encuentra enmisión de apoyo a una operación de rescatesolamente. No hay intenciones hostiles por suparte.

Ambrose lentamente soltó una carpetasobre la mesa de café situada frente a uno delos sillones y se sentó. Cerró los ojos mientrassentía cómo su carrera, e incluso su libertad,

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se le escapaban de las manos.—Sí, el secretario Nussbaum le ha

explicado las circunstancias que rodeaban…El presidente se quedó en silencio mientras

la conversación continuaba de maneraunilateral. Escuchó atentamente durante unostres minutos y entonces, furioso, dio unpuñetazo al escritorio. Le dio las gracias alpresidente de Brasil y colgó. Después, pulsóun botón de su intercomunicador.

—¡Pásame con el almirante Handley delcuartel general COMSURPAC en PearlHarbor, ahora!

El color que emanaba de las cabezasbuscadoras de los Pirañas le dijo una vez másal piloto que sus misiles recibían la señal decalor del 747. Estaba a punto de lanzar elarma cuando su copiloto comenzó a gritarcomo un loco.

—¡Tenemos dos objetivos entrantes

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aproximándose desde el oeste! Se acercanrápido desde baja altitud. ¡Han debido de estarorbitando en nuestro espacio aéreo por algunaparte!

El jefe de vuelo apartó el dedo delpercutor y comenzó a mirar al oeste. Tardó unmomento en encontrar el resplandor deldispositivo de postcombustión de los dosaviones enemigos, pero cuando los vio supoque habían cubierto su acercamiento volandoal nivel de la fronda de árboles. Mientraspensaba eso oyó el aviso de que su cazaestaba siendo captado por los radares-arma delenemigo. Un segundo más tarde, el tono sevolvió más intenso y constante, y fue ahícuando supo que a su Mirage le apuntaba unmisil enemigo.

—Aviones-caza brasileños, aquí avión-caza de la Marina de Estados Unidos al oestede su posición. Les solicitamos que sedistancien del avión experimental de Estados

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Unidos que ahora mismo se ha salido de sucurso. Su vuelo es un accidente, repito, esaccidental. Tenemos órdenes de proteger lapropiedad de Estados Unidos a toda costa.¿Me recibe, jefe de vuelo brasileño?

Se oyeron vítores dentro de la espaciosaárea del Proteus cuando se anunció que loscaza brasileños se habían alejado. Ryanescuchó al operador de comunicacionesinformarlos de que los caza habían recibidoórdenes del jefe del Estado Mayor brasileñollamando fuera de Brasilia.

—¡Joder! —exclamó uno de los Deltasacudiendo la cabeza—. ¡Alguien le ha dicho aalguien que somos los buenos!

—Coronel, ¿cuánto tardará en darme laposición del objetivo? —preguntó Ryan.

—Tenemos una, pero parece que nuestrosobjetivos están demasiado cerca de su zona deno disparo. Casi están fuera del aviso porcalor.

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—¡Dispare, joder!, ¡dispare!El 747 empezó a sacudirse y a vibrar.

Oyeron el generador principal a máximapotencia, y fue ahí cuando Ryan supo que laplataforma entera iba a explotar.

Afluente Aguas Negras Mendenhall oyó el clic cuando el percutor

de sus armas tocó una cámara vacía. Esperabahaber agujereado algunas zódiacs y con esepensamiento llegaron veinte balas de calibrepesado. Con sus rastreadoras rojas de fósforo,horribles a la vista, se dirigían hacia suposición.

Se tumbó hacia atrás y buscó otrocargador cuando el cielo se iluminó con unresplandor verde que lo dejó paralizado.Mientras miraba hacia arriba asombrado,cincuenta y dos rayos láser fluorescentes

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cruzaron el claro aire de la noche con unsilencio letal. Parecía como si formaran losradios de una rueda cuando impactaron ydespués se movieron como gigantescosagitadores mezclando un combinado.

Las zódiacs que iban en primera posiciónexplotaron cuando el COIL realizó ajustes ensu objetivo. Los hombres quedaron partidosen dos por los láseres verdes que losalcanzaron y les atravesaron la ropa y lacarne. Ni siquiera tuvieron tiempo dereaccionar cuando el láser mató a la mitad delelemento de asalto en cuestión de 1,327segundos.

El cielo se había convertido en ungigantesco molinillo de luz verde, que acabócon los primeros veintitantos hombres antesde que llegaran a saber siquiera que los habíanatacado. Will Mendenhall estabaconmocionado cuando el ataque terminóincluso antes de que él hubiera acabado de

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asimilarlo. Se frotó los ojos por el repentinodestello y miró al agua. No vio nada más quegoma flotando y hombres muertos. Sinembargo, las últimas cinco zódiacs se habíandado la vuelta e intentaban desesperadamentellegar hasta el otro extremo de la laguna.Después de ver la muerte de sus camaradas demanos de algo que jamás entenderían,pensaron que lo que hacía falta era un ataquemás sigiloso.

Mendenhall se dio la vuelta y se sentósobre la pequeña roca. Observó hundirse losúltimos restos de las barcas del elemento deasalto bajo las calmadas aguas de la laguna sinsospechar en ningún momento que pudierahaber supervivientes.

El sistema había operado casi a laperfección. Con la excepción del ciclo dedisparo corto, que permitió que las barcas deataque situadas detrás escaparan, el láserfuncionó según lo esperado por primera vez

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después de unas trescientas pruebas delaboratorio y sobre el terreno. Los técnicossabían que pagarían por ello más tarde porqueel generador había sufrido un cortocircuito,había provocado otro incendio, y el cañón deespejo de noventa centímetros se habíaderretido bajo el intenso calor. Pero ahoramismo el grupo más grande de lerdosnorteamericanos reunidos jamás en el aireestaban saltando de alegría y chocando loscinco hasta que el teniente coronel salió de lasala de objetivos y les gritó que pararan.

—Por si lo han olvidado, acaban de matara un montón de hombres con esta jodida cosa.¡Ahora vamos a ver si podemos ayudar a losnuestros activando de nuevo este puto sistemapara alcanzar al resto de los malos!

Los técnicos inmediatamente se quedaronen silencio mientras él salía furioso.

Ryan se acercó a los veinte técnicos deNorthrop-Grumman.

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—Escuchen, eran hombres, pero tambiéneran los malos y se dirigían a matar a algunosamigos míos y posiblemente a un grupo deestudiantes. Así que quédense con eso cuandovuelvan a casa. Lo han hecho realmente bien—dijo y se marchó.

El altavoz que tenían sobre sus cabezaschirrió. Era el comandante.

—De acuerdo, hemos tenido un fallo defuncionamiento en la secuencia de fuego y lamitad del elemento de ataque se ha perdido.Ahora mismo están llevando sus barcas hastala ribera opuesta de la laguna. Las imágenespor satélite indican que están reagrupándose.Todos nuestros sistemas están dañados…

La explosión salió de la altamenteprotegida sala de sistemas del generador. Elgas escapó por el fino aluminio del 747formando una horrenda bola de fuego. Elgigantesco avión se sacudió y la tripulaciónque no llevaba los cinturones puestos cayó al

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suelo cuando el Boeing perdió y ganó altitud.Un estruendoso viento se coló por el interiordel avión mientras su integridad fallaba a sietemil seiscientos veinte metros y la repentinadescompresión hizo que quince de los técnicosque no llevaban el cinturón encontraran lamuerte al caer por el agujero de tres metros dediámetro.

Ryan se quedó atónito y a punto estuvo dedesmayarse, primero por haberse estampadocontra el suelo y después por haber chocadocontra el techo del 747. El impacto hizo que eloxígeno que le quedaba se le saliera de lospulmones. Sin dejar de parpadear, pudo oír aalgunos hombres gritar mientras luchaban porcontrolar el avión y después a otros cuandointentaban alcanzar a los que se deslizabanhacia el gran agujero. Un fuerte brazo detuvoel desplazamiento de Ryan hacia la brecha.

De pronto sintió una máscara de oxígenosobre su sangrante cabeza y el primer chorro

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de aire pasando por su tráquea mientras unosbrazos lo sujetaban contra el suelo. Sacudió lacabeza e intentó centrar la mirada. El sargentodelta estaba allí, zarandeándolo e intentandohacer que el marine se levantara.

El 747 estaba cayendo. Ryan sintió elmorro del gran avión en un ángulo que noengañaba. Vio al menos dos técnicos máscolándose por la sección dañada del generadorjunto con papeles y equipo, a la vez que latremenda presión le arrancaba el aire alfuselaje.

—Todo el personal, preparados paraeyectar. Tenemos un fallo total del avión.Equipo Delta, cuando gritemos «¡Eyectar,eyectar, eyectar!», vuelen la escotilla de carga.

—¡Oh, mierda! —gritó el sargento queestaba sujetando a Ryan—. ¡Equipo Delta,prepárense para un salto de gran altitud!

—¡No! —dijo Ryan al ponerse de pie.Cuando el avión se situó por debajo de los

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cinco mil cuatrocientos metros y el interior del747 se estabilizó de algún modo, el sargento legritó:

—¿Pero qué cojones pasa? Nuestroequipo va a estrellarse de todos modos. ¿Esque tiene planeado vivir para siempre?

Ryan comenzó a colocarse el paracaídas.—Bueno, tal vez habría estado bien vivir

un año más.Mendenhall estaba empezando a

descender por la pronunciada inclinacióncuando vio el brillo en el cielo de la nochesobre él. Se quedó boquiabierto al contemplaruna llama que salía de un objeto que seprecipitaba desde gran altitud. Cerró los ojos yrezó porque no fueran el teniente Ryan y elresto del Proteus.

Mientras los asientos eyectores de lo quequedaba de tripulación salían del siniestrado747 de dos en dos o de uno en uno, el equipo

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Delta, seguido de Ryan, pulsó el botón dealarma de la enorme puerta de carga en ellateral derecho del avión. Tras la breveexplosión de la puerta, se prepararon para elestallido de aire y se pusieron en fila de dospara la salida de los paracaídas de gran altitud.El único problema era que se estabaconvirtiendo muy rápidamente en un salto debaja altitud a medida que el descenso del 747se volvía cada vez más pronunciado.

—¡Por Dios! ¿Qué pasa con la cola?—Oh, sí, señor Ryan, no se dé contra la

cola —dijo el sargento detrás de su máscara.Apartó al teniente de la puerta y lo llevó hastael doloroso viento de la hélice.

Salieron como si fueran papeles tiradospor la ventanilla de un coche que sedesplazaba a toda velocidad. El primer equipode dos hombres que salió de la escotilla decarga voló por encima del estabilizadortrasero. El resto cayó esquivando, con suerte,

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el tonelaje de aluminio. La tripulación, quehabía saltado unida a sus asientos eyectores,tuvo una salida del avión mucho más suave.El elemento delta haría todo lo posible porseguir a la tripulación de la fuerza aérea del747 y al resto de técnicos civiles hasta elsuelo.

Mientras caían hacia la negra selva, sabíanque aterrizarían, al menos, a ochocientosmetros de la laguna. El 747, ahora devoradopor las llamas que lo hacían parecer unmeteorito descendiendo, impactó contra laselva a cinco kilómetros, haciendo un corte enel oscuro paisaje.

Ryan lo vio precipitarse contra las altascopas de los árboles. El sargento habíaexplicado a qué altitud debía abrir susparacaídas, pero él había perdido su altímetrode muñeca en algún punto durante laconmoción de escapar del avión en llamas. Sele habían caído los guantes y tenía los dedos

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helados. Al alargar la mano hacia la cuerda deapertura supo que no sería capaz de tirar atiempo; el suelo estaba acercándose a él comoun tren aproximándose a toda velocidad y susdedos no podían sentir esa maldita cosa.

Cerró los ojos a la espera del impacto quele aplastaría los huesos cuando sintió quealguien le daba un puñetazo a su traje de salto.Después oyó abrirse el paracaídas y depronto, cuando la seda negra se extendió sobreel denso aire, su velocidad disminuyó. Intentómirar hacia arriba, aunque sabía que habíasido el sargento el que le había salvado la vida.

Ryan abrió los ojos e intentódesesperadamente quitarse el casco y lamáscara de la cara. El mundo se habíaconvertido en un lugar brumoso y extrañodesde esa nueva posición. Sabía que estabacolgando cabeza abajo porque la sangre quesalía de sus oídos parecía estar palpitandocomo si tuviera el corazón acelerado. El frío

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oxígeno que fluía dentro de su máscara fuesuficiente para empañar el cristal y eso loaterrorizó más que nada: el hecho de no poderver en qué clase de peligro se encontraba.

Intentó moverse y sintió algo soltarse ensus pies, ahí donde estaban enganchados conel paracaídas negro. No quería arriesgarse autilizar la radio, que seguía conectada a sumáscara, por miedo a no estar en territorioamigo… y dudaba mucho que lo estuviera.Oyó que la tela del paracaídas se rasgaba y ledio un vuelco el corazón cuando descendiómedio metro más hacia el suelo. Por fin sesoltó la mano y el brazo derechos y se arrancóla máscara de oxígeno de la cara.

Ryan inhaló el caliente y húmedo aire delpequeño valle. Giró la cabeza cuando en ladistancia oyó el graznido de los pájaros y elsonido de una cascada. Después, miró abajo ycerró los ojos. No se encontraba a más de unmetro del suelo de la selva. Era un milagro,

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había ido a caer en uno de los pocos espaciosabiertos cercanos a la laguna. Corriendo, sequitó el arnés y se soltó. Cayó al suelo con loshombros porque, en el último momento, lospies se le engancharon con el arnés.

—Muy bien, señor Ryan —susurró unavoz saliendo de la oscuridad.

Ryan llevó la mano hacia su Beretta de 9mm.

—Tranquilo, teniente, tranquilo. Soy delos buenos. Pero tenga cuidado, hay otrostipos por aquí. Los he visto cuando hemosentrado. Ahora, vamos, tenemos unos amigosa los que hay que bajar de unos árboles.

Ryan vio salir al sargento Jim Flannerylentamente de entre unos arbustos, mientras seextendía la pintura de camuflaje por la cara.Terminó y le lanzó el tubo a Ryan.

—Píntese de negro, teniente.—¿Ha visto a alguien más? —preguntó

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Ryan mientras se esparcía la pintura por lacara.

—Aún no, pero cuando los veamos esperoque hayan bajado con más equipo que yo. Lohe perdido todo menos mi cerbatana.

Ryan sabía que estaba hablando de lamisma arma que tenía él, una pésima 9 mm,que no era lo más indicado para enfrentarse aarmas más pesadas.

El sargento delta dejó su arnés y su cascoen el arbusto. Se colocó un pañuelo negro yverde en la cabeza y le guiñó un ojo a Ryan.

—Bueno, sospecho que aquí empezamosnuestra defensa de la laguna. Vamos a por elresto de la caballería.

Ryan asintió; sus ojos eran la única partevisible de su cuerpo en la oscuridad de la selvaque los rodeaba.

—Bien, imagino que Proteus ha vuelto a laoperación Conquistador —farfulló al situarse

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detrás del más experimentado delta.—Supongo que se puede decir eso.

Esperemos encontrar a muchos másconquistadores de los que tenemos ahora.

—Sí, y tal vez a unos cuantos con armasde verdad.

El sargento asintió y los dos hombres sedispusieron a dar con el resto del equipo de lacondenada operación Proteus.

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24

LA pirámide El primer giro en el canal casi acabó con

ellos cuando el barco impactó con fuerzacontra el muro y los quince ocupantes dieronbandazos por la gran embarcación. Lacorriente estaba ganando velocidad a medidaque más y más agua los golpeaba por detrás.La presa se había vaciado por completo sobreellos y ahora se encontraban viajando a unavelocidad de vértigo hacia una muerte oscuray desconocida.

Mientras Jack intentaba centrarse y el aguacaía sobre él, se aventuró a mirar arriba desdela parte delantera del barco. La oscuridadestaba, de nuevo, adoptando una tonalidad

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verde. Los arquitectos incas habían empotradograndes piedras de tritio en las paredes parailuminar el rastro del tesoro, así que ahora porlo menos podía ver vagamente el giro en elsistema que los haría pedazos. Jack sabía quedebían intentar controlar su descenso comofuera.

Se dirigió a los rostros cargados de pánico.—Mirad, tenemos que empezar a cambiar

el peso en esta… —El barco volvió aprecipitarse en otra curva y Jack quedócubierto de agua cuando el barco rebotó enotro canal y descendió por un camino másinclinado aún. Se mantuvo sentado y se agarróa los lados—. Miradme. Cuando levante lamano derecha, situaos todos en el ladoderecho y viceversa, porque de lo contrarioacabaremos chocando contra un muro aochenta mil kilómetros por hora.

No esperó a que nadie asintiera o hicieraalgún comentario; simplemente se giró y miró

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al frente. Carl tendría que controlarlos en laparte trasera.

Bajo la tenue luz, el comandante vio otrorecodo acercándose y ese quedaba a laizquierda. Levantó el brazo izquierdo y gritó,aunque por encima del bramido del agua nadiepudo oírlo.

—¡Moveos, ahora!Carl saltó a la izquierda y tiró de Robby

con él. Los demás, al verlo, repitieron elmovimiento; la mayoría pareció caer sobre elsuboficial, que de nuevo gritó.

Jack se preparó cuando el barco comenzóa deslizarse a la izquierda y demasiado tardeadvirtió que el peso no era suficiente parahacer el giro. El barco se desplazó contra elmuro curvado y golpeó con tanta fuerza que élsalió despedido. Se agarró al lateral para salvarsu vida mientras la embarcación empezaba atomar inercia de nuevo. Sarah estaba allí alinstante, y Kelly se le unió. Juntas, ayudaron

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al comandante a volver al navío.—Gracias, yo…El túnel se iluminó con el destello de los

disparos cuando las balas chocaron contra losmuros a su alrededor. Jack miró atrás y vioque Farbeaux había saltado a otro barco juntocon Méndez y otro hombre. Viajaban ligeros ypor eso tenían menos peso que controlar. Otroestallido de disparos casi lo alcanzó antes deque Jack tuviera tiempo de caer al suelo delbarco.

Sin control, el navío aumentó la velocidady chocó contra el siguiente recodo. Impactócontra el muro con tanta fuerza que se ladeó ala derecha y después giró sobre su recta proa.Ahora viajaban hacia atrás. Hubo másdisparos y Jack oyó a uno de los estudiantesgritar de dolor.

Se levantó y disparó su 9 mm hacia elbarco. Vio los ojos de Farbeaux abrirse comoplatos antes de que el francés se arrojara al

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suelo. Una de las balas de Jack alcanzó aMéndez en el hombro y lo vio girar y caer pordebajo de la borda. Al volver a apuntar, otrorecodo lo hizo caer a un lado. En esa ocasióntodos oyeron el crujido de la madera cuandoel barco comenzó a partirse en dos. El aguaempezó a colarse por el hueco a medida quese separaba.

—¡Le hemos dado, Jack! —gritó Carl.—Que todo el mundo se agarre a algo…

—Era demasiado tarde; cuando empezó ahablar, el barco se partió en dos y las quincepersonas cayeron al bramador canal.

El agua era profunda y diferente a losrápidos. Jack sabía que podían sobrevivir siprestaban atención. Otro recodo se echórápidamente sobre ellos cuando el agua losllevó hasta una esquina. Una joven parecíaahogarse y Jack se sumergió en su busca.Rápidamente alargó la mano, la agarró por elpelo y tiró de ella cuando los dos dieron contra

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el muro y fueron lanzados por el aire cuandola pared dibujó la curva.

Farbeaux se agarró cuando su barco trazóla curva y emergió en medio de lossupervivientes que habían caído al agua. Miróhorrorizado que el colombiano que quedabasituado en la parte delantera de suembarcación apuntó a dos estudiantes queluchaban por salir a flote a su derecha. Supoque no podía reaccionar a tiempo.

—¡Ahórrate la munición para los quepuedan luchar, imbécil! —gritó.

Supo que el hombre iba a disparar detodos modos. Farbeaux estaba furioso, perotambién carecía de poder para detenerlocuando un repentino bramido, más fuerte queel agua, sonó en el túnel del canal. El hombresalió despedido al agua por una manopalmeada y después el barco pareció golpearun objeto sumergido. Farbeaux y Méndez sevieron lanzados por el aire y cayeron al agua.

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Ambos estaban a punto de dejarse llevar porel pánico al darse cuenta de que uno de losanimales estaba en el canal con ellos.

Juntos, diecisiete hombres y mujeres seencontraban en un viaje que ninguno podríahaber imaginado nunca. El sistema del canalera cada vez más abrupto y los recodos no tannumerosos según descendían por la pirámideque iba ensanchándose en su base.

Jack intentó sujetar a todos los que pudo yles gritó que se agarraran los unos a los otrospara formar una cadena que les permitieraviajar juntos por la corriente. Sin que ningunolo advirtiera, el agua cayó por una pequeñacascada y ahora se deslizaron por el aire. Carlagarró al suboficial un momento y después loperdió cuando el propio peso de Jenks hizoque se le escapara. Se precipitaron al agua enel siguiente nivel y se sumergieron. CuandoCarl emergió vio al suboficial a escasosmetros, estremeciéndose de dolor mientras

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Virginia avanzaba hacia ellos. Fue esemovimiento el que informó a Carl de quehabían pasado a la luz. Al mirar atráscomprobó que la cascada por la que habíancaído los había enviado a un túnel, un túnelque los conducía hasta un lugar en el quehabían estado antes.

—¡Mirad! —gritó uno de los estudiantes.Estaban entrando en la cámara principal.

El Profesor estaba allí, aplastado sobre lasescaleras que salían de ese mismo canal.

—¡Joder! —exclamó Carl al ver a Jackdelante, ayudando a los estudiantes a salir delagua y subir a la escalera de piedra—.¡Menudo viajecito!

—¿Qué le habéis hecho a mi barco? —gritó Jenks al salir de la cueva.

Orilla sur de la laguna

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El equipo Delta estaba completo. Habíanhecho falta cerca de veinte minutos paralocalizarlos a todos y otros diez para bajar acuatro efectivos delta y diverso personal de lasFuerzas Aéreas de los altos árboles dondehabían aterrizado. Al menos habían podidoconservar tres bobinas de cuerda. Las cincozódiacs habían emprendido la marcha. Paradetenerlas, los hombres tenían a su disposicióntrece Berettas de 9 mm, dos armas de asaltoIngram con solo un cartucho extra con unatreintena de balas, y un rifle M-14 sinmunición extra.

—Chicos, espero que tengáis un plan queimplique lanzar piedras cuando nos quedemossin munición —dijo el coronel de las FuerzasAéreas al arrodillarse junto a los dos hombresheridos.

—Incluso con lo que tenemos, no serámucho contra esos cincuenta que hay a bordode esas zódiacs —dijo el sargento delta.

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—Vamos, chicos, tenemos queasegurarnos de que esas barcas no lleguen alotro lado —dijo Ryan nervioso.

—Eso es lo que tenemos planeado hacer,señor Ryan, pero solo contamos con municiónpara completar esa misión —respondió elsargento delta Meléndez—. Mire, odio deciresto, pero nuestra descarga inicial no puedenser tiros de gracia. Primero tenemos queralentizar y detener a las zódiacs. Hacerlestantos agujeros como podamos. Vamos arecibir un montón de disparos. Disciplina,caballeros, disciplina.

Los trece hombres se reunieron yasintieron.

—De acuerdo, equipos de tiro de doshombres: los míos emparejaos con los pájarosazules y yo me llevaré a Ryan. Las barcasprimero, los cabrones, segundo, ¿entendido?Esperad a mi disparo y después dejad que sedesate el infierno.

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Los hombres se emparejaron sin comentarnada y comenzaron a marchar por el densoterreno.

Pero cuando la fuerza de rescateimprovisada se puso en marcha, no se percatódel pequeño indio que estaba justo en el lugardonde los hombres habían estado un momentoantes. El hombre cubierto de fango se llevó unpequeño silbato a sus labios atravesados porhueso y lo tocó suavemente, imitando a laperfección a uno de los muchos pájaros delAmazonas. Al hacerlo, la selva comenzó allenarse de la tribu, no tan perdida, de lossincaros, y se alejaron en silencio siguiendo alos norteamericanos.

El Dorado Everett nadó hasta el lateral derecho de la

entrada a la cueva. Hizo una señal a Jacksoncon la mano y los dos hombres establecieron

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contacto visual. El comandante sabíaexactamente qué pretendía Carl. Jack le lanzóal capitán de corbeta un escueto saludo ydespués ayudó a los demás a sacar alsuboficial del agua y tenderlo sobre losescalones de piedra.

—¡Mirad mi barco! —sollozó Jenks.Carl esperó y, mientras, cogió su último

cartucho de munición del bolsillo trasero yexpulsó el vacío de la Beretta. Insertó elnuevo sin tiempo que perder cuando los doshombres salieron de la cueva escupiendo agua.Farbeaux fue el primero y procuraba alzar almás pesado, Méndez. El hombre gordo nointentaba ayudar al francés lo más mínimo;simplemente se sujetaba su brazo herido.Farbeaux vio a Carl inmediatamente ycontinuó. Carl lo siguió.

Jack estaba allí con el resto desupervivientes e incluso ayudó a Méndez asubir los escalones. Cuando el colombiano

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cayó al suelo, Jack le tendió una mano aFarbeaux y el francés la agarró.

—Comandante, no deja de asombrarme.Su calculado riesgo parece haber dado frutos;por desgracia, me temo que no ha servido denada, a menos, claro, que entre sus otrasmilagrosas actividades haya logrado desactivarcierta cabeza explosiva durante su locodescenso por los canales.

—Me temo que no, coronel.Farbeaux hizo pie en los escalones y se

dejó caer de agotamiento.—Una pena —fue todo lo que dijo al

tenderse sobre la piedra bajo las piernas deSupay.

Carl tenía a Farbeaux y a Méndez a puntade pistola. El colombiano le había ofrecido alestadounidense todo a ese lado de la luna acambio de liberarlo, pero Carl, e inclusoFarbeaux, se habían reído ante su intento.Siguieron a Jack y a los demás por la escalera

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de piedra y pasaron a verse bajo las luces quehabían instalado antes en la cámara.

Jack y Virginia encontraron un sitio blandoen el suelo y ahí tendieron al suboficial, queno dejaba de refunfuñar y que,inmediatamente, apartó las manos de Jack atortazos. El comandante se preguntaba dóndeestarían Sánchez, Danielle y Ellenshaw, perono tuvo que esperar mucho. Oyó un sonido yel profesor salió de detrás del muro desuministros. Jack agarró su 9 mm justocuando Heidi, con la cabeza vendada y aúnsangrando, llegó ayudada por Danielle ySánchez. Después apareció un hombre queJack no conocía. Iba vestido con un traje deneopreno, como el de Carl y el suyo. Elextraño tenía un arma letal apuntando a lacabeza de Heidi Rodríguez.

—Soltará al señor Méndez o esta mujerserá la primera en volar por los aires —dijo elhombre de forma intimidatoria y con un

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forzado acento inglés.—Yo haría lo que dice, comandante; es un

personaje de lo más indeseable —interpusoFarbeaux mientras avanzaba y le quitaba lapistola a Jack.

Con el brazo que no tenía herido, Méndezle arrebató al capitán de corbeta su arma y logolpeó en la cara. Sin embargo, el marine nocayó al suelo; simplemente se limpió la sangrede la nariz y de la boca y le lanzó una extrañasonrisa al hombre gordo.

Los demás reaccionaron con gritos ante elataque a Carl, pero Jack alzó una mano paraindicarles que no se movieran. Kelly, queobservaba la escena con horror, echó atrás aRobby.

—Lo siento, comandante, este cabrón hasalido de la nada —dijo Sánchez antes de queun empujón en la espalda lo hiciera callar.

El hombre le indicó a Carl que se acercaraa Jack para poder verlos a los dos.

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—Danielle, ¿por qué no deja que Sánchezayude a la doctora Rodríguez para que ustedpueda reunirse con su compañero? —preguntóJack mientras Sarah y Carl enarcaban lascejas.

Danielle miró a Jack y después a Carl,sabiendo que era él quien la había descubierto.

—¿Los tres lo sabían? —preguntó al soltarel brazo de Heidi. Robby corrió a ayudar aSánchez mientras Ellenshaw se sentaba en elduro suelo.

Jack miró el reloj y se quedó en silencio.Veinte minutos.

—Sí, nuestro jefe es un poco más listo delo que pensaban. El director Compton no secreyó su historia ni por un segundo, y menosdespués de que el capitán Everett viera sumarca de sol en el George Washington, lo queprovocó que el doctor Compton se pusiera ainvestigar.

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Danielle cerró los ojos y señaló su dedoanular. Antes había llevado su anillo de boda,cuya reciente presencia había dejado unabanda de piel no bronceada.

Farbeaux se rió. Dio un paso adelante yrodeó a Danielle con un brazo para llevarlahacia sí.

—Ya te dije que serían difíciles deengañar, querida.

Ella lo apartó de su lado y miró al capitánRosolo.

—Me ha costado mucho convencer a estemaníaco de que no nos matara a todos —dijoal dar un amenazador paso hacia Rosolo.

Méndez, que seguía sujetándose el brazo,dio un paso adelante y apuntó a la parejafrancesa con la pistola que le había quitado aCarl.

—Deténgase o le dispararé —le dijoMéndez a Farbeaux—. Ahora tengo dos

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razones para matarle, señor: por habermementido con eso del mineral peligroso y ahoraporque su exmujer, que aún parece estar muyunida a usted, me resulta demasiado retorcida.

Jack estaba observando a Rosolo. El armaque tenía era rusa, una Malfutrov del calibre50. Corría un chiste por las Fuerzas Especialesnorteamericanas que llamaba al arma«Gatillazo» por su tendencia a errar el tirodespués de haberse mojado. Mientras Jackobservaba, una pequeña gota de agua cayó dela empuñadura donde estaba almacenado elcartucho de munición del arma. Fue algo quele transmitió esperanza.

—Es hora de marcharse de este lugar —dijo Farbeaux al orientar a Danielle hacia lasescaleras—. Por si lo han olvidado, hay unpequeño y desagradable dispositivo flotandopor alguna parte.

—Estoy de acuerdo, señor, pero usted sequedará aquí con los norteamericanos.

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Farbeaux se giró para mirar a Méndez. Elcañón de la Beretta le apuntaba directamente.

—Por favor, saque la pistola de sucinturón —le ordenó Méndez.

Farbeaux miró a Carl, que empezó aprepararse.

—Mi hombre, el capitán Rosolo, dispararáa todo el mundo si no obedece. —Méndezmiró al comandante—. Y estoy seguro de que,con mucho gusto, completaría lo que no pudolograr en Montana.

Jack medio sonrió y le preguntó a Rosolo:—¿Fue usted?—Sí, y puede estar seguro de que la

misión no habría fracasado si yo hubieraestado en tierra y no volando —dijo el delgadohombre mientras daba un paso a la izquierda.Agarró a Sarah, apartándola de Jack, le pusola pistola en la cabeza y disparó.

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Afluente Aguas Negras El capitán Santos mascaba su puro cuando

puso al Río Madonna a toda máquina.Conocía ciertos lugares donde el pocoprofundo barco fluvial podía penetrar losrápidos, y giró hacia el primero. Sus hombresestaban agarrados a la borda y observaron lasaguas que se precipitaban ante ellos cuando élviró el gran barco a la izquierda. Había soltadola gabarra con el equipo en el río, donde lahabía varado. Maldijo cuando se topó con elfondo, que parecía haber salido de la nada, yel Río Madonna se elevó del aguamomentáneamente antes de caer de golpe.

Había llegado el momento de que su barcoy él actuaran y de ganarse su recompensaeconómica. Sabía que solo tendría tiempo dellegar a la laguna y detener a esa gente paracumplir la misión por la que le pagaban.

Cuando, con éxito, se apartó de una de las

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rocas más peligrosas de los rápidos, levantóuna mano del viejo timón y se tocó el colganteque llevaba por dentro de la camisa. Presionócon sus dedos el objeto redondo justo cuandoel Río Madonna chocó contra otra roca ocultaen su trayecto hacia la laguna.

El Dorado El percutor hizo clic y Sarah se estremeció

ante la premura de su no muerte. Jack fue elprimero en reaccionar, y después Carl yFarbeaux, que agarró el arma fallida al mismotiempo que Sarah se daba cuenta de queseguía viva y se echó a un lado. Farbeaux seagachó y le lanzó a Carl el arma que se habíasacado del cinturón. Disparó y alcanzó aMéndez en la cabeza. El hombre cayó alsuelo, justo encima del suboficial.

Jack se había hecho con la pistola antes deque Rosolo llegara a saber qué había pasado.

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El capitán le lanzó un gancho con el dorso dela mano, pero falló porque el comandante seagachó antes de aproximarse a Rosolo por laizquierda y golpearlo en un lado de la cabeza.

Carl acercó la pistola de Farbeaux hacia ély Danielle. El capitán de corbeta no semolestó en mirar el forcejeo entre Jack yRosolo porque, en su opinión, el resultado erainevitable. Rosolo había cometido un errormuy grave con Jack: había intentado matar aSarah.

Rosolo había hecho un movimiento de jiu-jitsu y Jack sonrió. Los estudiantes, que noconocían sus habilidades, comenzaron aanimar a Jack al ver a los dos hombrescuadrarse para pelear. Cuando Rosolo alzó lasmanos, Jack hizo justo lo contrario: bajó losbrazos y lo rodeó. Rosolo se abalanzó y Jackle apartó la mano abierta y lo golpeó con elcodo en el puente de la nariz, haciendo añicosel hueso, enviando metralla hecha de cartílago

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y fragmentos de hueso al cerebro del capitán yhaciéndolo caer al suelo de piedra como sifuera una muñeca de trapo.

Los alumnos se quedaron asombrados.Everett giró la cabeza hacia Farbeaux yDanielle.

—No merece la pena cabrear a Jack,¿verdad?

Virginia estaba de pie viéndolo todo.Jamás en su vida había presenciado unamuerte tan rápida.

Jack se giró y los miró a todos; necesitó unmomento para salir del semitrance en que seencontraba, pero entonces su visión se aclaróy vio a Sarah.

—¿Estás bien? —le preguntó al romper suautoinducido hechizo y dirigirse hacia el grupode estudiantes.

En un principio Sarah no se movió,simplemente tragó saliva y asintió con la

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cabeza, atónita ante el repentino rumbo quehabían tomado las cosas.

—Vamos, moveos, tenemos que salir deaquí. Sánchez, meta a Heidi en el agua.Capitán de corbeta Everett, suelte a esos dos,ahora mismo no tenemos tiempo.

Carl bajó el arma, aunque se vio tentandoa alzarla de nuevo y meterle una bala en lacabeza a Farbeaux. Pero lo detuvo el hecho deque él no asesinaba.

—Hasta la próxima, Henri —dijo al dejara la pareja y correr a quitar al difunto Méndezde encima del suboficial.

Farbeaux tiró bruscamente de Danielle,furioso consigo mismo por hacer lo que estabaa punto de hacer. Pensó que debía de estarloco por sentirse así.

—Vamos, querida, hora de marcharse.—No podemos dejarlos con vida… saben

quiénes somos. Tal vez no pueda volver a

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casa nunca.—Eso no importa; su director te conoce

de todos modos y, si sé un poco sobreCompton, te perseguirá por nuestro pequeñoengaño. Ahora hay que huir de aquí.

Danielle estaba conmocionada, setambaleaba mientras era arrastrada por lafuerte mano de Farbeaux. Le pareció verremordimiento en su rostro… ¿o eraculpabilidad?

Cuando Farbeaux se acercó al punto de laescalera situado justo por debajo del muelledonde estaba el Profesor, se dio cuenta de queel agua había expelido una sorpresa más. Ahí,flotando contra la popa, donde empezaba agolpear el agua, estaba la funda de aluminio.El arma había sobrevivido intacta a sudescenso por el canal. Farbeaux paró en seco,pero resbaló y al perder el equilibrio tiró deDanielle, que cayó encima de él.

—¿Qué haces? —chilló ella.

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—El arma.Danielle miró y vio cómo el agua que iba

subiendo golpeaba el contenedor contra elProfesor una y otra vez entre los propulsores.

—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó.Farbeaux tomó una decisión. Se quitó su

mochila, la abrió y sacó el pesado contadorGeiger, que arrojó contra los escalones depiedra. Después cogió la mochila y enganchóla correa alrededor de la cabeza de Danielle.

—Toma, escapa. Te veré en el río, junto alos rápidos. —Se acercó y la besó en la boca—. Vamos, márchate.

—¿Qué… qué estás haciendo?—No puedo vivir con el hecho de haber

ayudado a matar a esos jóvenes. Tengo queayudar a ese Collins a librarse del dispositivo.—La empujó y corrió hacia el Profesor, quedesaparecía entre las aguas con rapidez.

Danielle lo observó por un momento, se

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levantó y fue hacia el canal y la abertura queahora estaba desvaneciéndose y que la sacaríade El Dorado. Miró a su marido una últimavez, se colocó la mochila que contenía elplutonio y se giró para sumergirse en lasagitadas aguas.

Mientras Jack ayudaba a Sánchez conHeidi, Ellenshaw fue el primero en ver alfrancés cuando llegaron a lo alto del muelle yde la escalera.

—Miren —dijo señalando.Jack lo divisó inmediatamente. Farbeaux

se esforzaba en atrapar una funda amarilla dealuminio que solo podía ser una cosa, el armanuclear. Intentaba conducirla hacia la escalera,que estaba desapareciendo, pero no podíaconseguir el impulso que necesitaba paraluchar contra la veloz corriente.

—Profesor, llévese a Heidi y vayan haciala salida —dijo Jack al soltar a Heidi y bajarcorriendo los escalones. Saltó a la corriente,

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avanzó hacia el francés, y lo ayudó a llevar lafunda hasta el primer escalón fuera del agua.

—¿También quiere robar esto? —dijoJack cuando se dejaron caer contra la funda.

—¿Siempre bromea ante su muerteinminente, comandante?

Jack no respondió mientras veía a todo elmundo sumergirse y nadar hacia la cascada.Reconoció a Robby intentando ayudar a Kellyy a ella apartándole las manos ysumergiéndose. Virginia y dos de losestudiantes tenían al suboficial sujeto por elcuello y avanzaban con gran esfuerzo hacia laahora sumergida entrada. Después, se percatóde que una sombra caía sobre él.

—Vosotros dos, largaos de aquí ahoramismo —dijo al ver a Carl y a Sarah.

—De eso nada, Jack. Creo que ya hemospasado por esto antes —contestó Carl al tirardel comandante. Después, con una mueca dedisgusto, hizo lo mismo con Farbeaux.

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Sarah simplemente alzó una mano cuandoJack se giró hacia ella.

—Ahórratelo, Jack, estamos perdiendotiempo.

—La cuestión es, alférez, que me hequedado sin ideas —dijo Jack al mirar lafunda.

Oyeron gritos y alzaron la mirada hacia elcanal. Justo antes de que la cabeza delsuboficial quedara bajo el agua, lo oyeron.

—¿He oído bien? —preguntó Farbeaux.Sarah, Carl y Jack se miraron y dijeron al

unísono:—¡El Tortuga! La laguna El sargento delta Meléndez desenroscó el

silenciador cilíndrico montado sobre el cañónde su 9 mm. Le dio una palmadita a Ryan en

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el hombro y le guiñó un ojo. Después, alzó elarma y apuntó a la primera zódiac, que ya seencontraba a unos seis metros de la orilla. Lagoma negra resplandecía con la humedad a lavez que las primeras luces de la mañanaconvertían el negro de la noche en unamanecer casi más negro todavía que sefiltraba por la fronda en el centro de la laguna.

Justo cuando el sargento comenzó aapretar el gatillo, unos gritos procedentes de lacascada llenaron el aire de la noche. La barcaabrió fuego con el estruendo de su arma delcalibre 50, cegando momentáneamente a loshombres de la orilla. Meléndez respiró hondoy disparó cinco veces seguidas. Las primerascuatro balas alcanzaron la dura goma de laprimera zódiac, y la quinta impactó contra elhombre que manejaba la pesada arma,haciéndolo caer al agua. A juzgar por la genteque había en el agua, Meléndez habíadesobedecido sus propias órdenes de barcas

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primero, malos después.—¡Ups, el último no ha dado a la puta

barca! —dijo el sargento mientras los otrosequipos abrían fuego.

Ryan quiso sonreír ante el comentario,pero no lo hizo, ya que comenzaron a salirbalas de la selva, cogiendo desprevenidos a losequipos de asalto de las barcas. Unoshombres, muy probablemente de la FuerzaDelta, se dejaron llevar y así alcanzaron avarios de los otros artilleros, a los que tambiénderribaron. Una de las armas de calibrepesado abrió fuego y fue como si se hubieradesatado el infierno alrededor de los hombresapostados en la orilla. Se agacharon paraponerse a cubierto mientras las grandes balasimpactaban contra árboles y plantas a sualrededor, obligándolos a permanecerencogidos. Un aviador y uno de los Deltagritaron cuando grandes fragmentos de cortezade los troncos de los árboles los alcanzaron.

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No fue mucho antes de que otro de losasaltantes los encontrara y comenzara a asolarsus escondites. Ryan supuso que seríacuestión de minutos que su cubierta protectoraquedara reducida a la nada.

Los hombres, por turnos, ibanlevantándose, disparando y agachándose.Ryan oyó al M-14 abrir fuego con seisdisparos haciendo caer a cuatro de loshombres que se alzaban arrogantes en elinterior de la barca de la retaguardia. Después,dos disparos más del calibre 50 bombardearonla zona situada inmediatamente a su derecha,y en esa ocasión hubo gritos de dolor cuandoalgunos de los letales proyectiles alcanzaron suobjetivo.

Ryan estaba siguiendo a Meléndezcuando, de pronto, agarró la bota del soldado.

—¡Escuche! —gritó.Cuando el sargento se detuvo e intentó oír

por encima del continuo tiroteo, le pareció

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captar el largo silbido de la bocina de unbarco.

—Es un motor —gritó Ryan, querápidamente miró hacia arriba—. ¡Joder, mireeso!

Mientras atendían, un viejo remolcador derío cayó por los rápidos y entró en las aguasmás calmadas de la laguna, como si su pilotohubiera efectuado esa maniobra cientos deveces antes.

—Creo que los malos acaban de recibirrefuerzos —dijo el sargento al insertar en suautomática el último cartucho de balas de 9mm.

Estremeciéndose, Ryan miró su pistola yvio la corredera atrás del todo, lo queimplicaba que estaba vacía, y justo en esemomento una bengala roja salió del barco. Susesperanzas habían quedado desvanecidas porel comentario del sargento; había esperadoque se tratara de unos marines amigos

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acudiendo a su rescate.Cuando la bengala alcanzó su punto

máximo, cientos de flechas de pronto trazaronun arco en el cielo con un sonido que ningunode los norteamericanos había oído nunca.Después oyeron los golpes de un intensotamborileo que resultó absolutamenteaterrador. A continuación, los atacantes de laszódiacs empezaron a gritar según losalcanzaban las flechas. Cuando Jason Ryancomenzó a levantarse, sintió el afilado extremode una lanza contra su espalda, a la vez quelos gritos de los que agonizaban llenaban eloscuro aire alrededor del campo de muerte.

Los sincaros habían llegado para recuperarsu jardín del edén.

El Dorado Mientras intentaban con todas sus fuerzas

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meter la funda amarilla dentro del Profesor, elmismo túnel por el que habían caído antes sehabía llenado hasta el punto de no podersoportar más la presión. Las paredes externasque rodeaban la entrada a la cueva cedieron ytreinta y ocho millones de litros de agua queya no podían ser contenidos por una merapiedra cayeron en cascada en la cámaraabierta, golpeando al Profesor y haciéndolochocar contra el muelle. Jack, Carl, Sarah, yFarbeaux casi fueron arrastrados por la fuerzadel agua, pero todos se sujetaron gracias a unacavidad dentada en la que colocaron elcontenedor. El Profesor de nuevo comenzó allenarse de agua y a sacudirse contra laspiernas de la gran estatua de Supay.

—Mételo bien dentro. Nos quedan cincominutos para la detonación —gritó Jack aldoblar sus esfuerzos para conseguir meter untornillo cuadrado en un agujero redondo.Perdían el equilibrio según se llenaba la

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cámara y ninguno podía alcanzar la escalera,porque tanto ellos como el Profesor estabanpor encima del muelle.

La piedra que sostenía a Supay comenzó adesmoronarse por la sacudida del agua. FueCarl el que oyó el primer gran crujido cuandoparte de la pierna de la gran estatua se soltó ycayó al agua.

—Oh, genial, ¡vamos, vamos! —gritó alempujar con más fuerza.

—¡Joder! —gritó Jack al dejar deempujar, de pronto, y comenzar a tirar.

—¿Qué está haciendo, comandante? —gritó Farbeaux, que quiso detenerlo.

El comandante no respondió y finalmenteliberó la funda. Cuando tocó el agua, otrofuerte crujido se oyó en el interior de lacámara después de que la pierna izquierda deSupay al completo se viniese abajo. ElProfesor estaba flotando mientras sus espaciosdelanteros iban llenándose de más y más agua.

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Sarah gritó. La gigantesca estatua habíaempezado a caer hacia el canal.

—¡Oh, esto no puede estar pasando! —gritó Carl al ver cuál sería el resultado.

La estatua se precipitó al agua con lafuerza de una explosión y el Profesor, juntocon las cuatro personas, salió despedido haciael interior de El Dorado. Y entonces Supayhizo lo que Carl había esperado que nohiciera. Taponó la entrada a la cascada comoun corcho en una botella. Una vez la granestatua de piedra se había instalado en elcanal, el agua comenzó a subir a una tremendavelocidad.

Jack había perdido a Sarah cuando elProfesor fue alcanzado por la estruendosa olay Carl ya no estaba con Farbeaux y con él.Solo podía esperar que no los hubieraaplastado el casco del barco. En lugar depreocuparse, agarró la funda a la que se habíaaferrado y la abrió. Vio que le quedaban tres

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minutos. Sacó el arma de la funda y, sindemasiada delicadeza, la lanzó al interior delespacio dañado de la sección de Ingeniería delProfesor.

—Joder, ¿por qué no se me ocurriósacarla de la funda? —dijo el francés.

Jack no oyó la pregunta, ya que se puso anadar rápidamente hacia la abertura por la quedesapareció. Farbeaux lo siguió.

Fuera del casco, Sarah salió por fin a lasuperficie después de ser arrastrada por la oladejada tras la estela de Supay. Se encontrócon Carl cuando él también emergía a escasosmetros de ella. Los dos nadaron hacia la popadel Profesor, que había empezado a alzarse enel aire. Estaba hundiéndose por la proa a granvelocidad. Carl fue el primero en llegar a laabertura y se agarró. Intentó en vano alzarse,pero la zona del casco a la que estabaagarrado cedió y volvió a caer al agua, a puntode golpear a Sarah.

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—¡Olvídalo, tiene el culo demasiado alto!—gritó por encima del bramido del agua. Lacámara estaba llenándose rápidamente—.¡Jack, estamos perdiéndolo! —Esperaba queel comandante lo hubiera oído.

En el interior del Profesor, Jack no soloestaba luchando con la bomba para meterladentro del Tortuga, que estaba balanceándose,sino que estaba luchando contra el mismoProfesor a la vez que la gravedad empezaba ahacer efecto. El barco estaba hundiéndose porla proa.

—¡Suba la escotilla de la cabina, coronel!—gritó Jack.

Farbeaux agarró la cabina de plexiglás y lasujetó mientras Jack encajaba el arma deacero inoxidable en el asiento delantero. Elcomandante tomó impulso, se metió en lacabina de mandos y rezó para que el sistemaeléctrico no se hubiera cortado. Pulsó elinterruptor y vio las luces de los mandos brillar

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como un árbol de Navidad. No vaciló aldisponerse a utilizar el teclado del pequeñoordenador insertado en el panel y,rápidamente, encendió el piloto automático,activó el ordenador, e introdujo la medida detres metros, que era la profundidad a la queestimaba que se encontraría ahora la entradade la cueva bajo el agua. Cuando el sistema selo indicó, fijó una velocidad de cuarenta ycinco nudos, la velocidad máxima para lapequeña embarcación. Un aviso luminoso loadvirtió de que, a la velocidad que habíaseleccionado, la cantidad máxima de tiempode inmersión eran solo tres minutos. Lo ignoróy programó su rumbo, rezando por quehubiera hecho bien los ajustes. Cerró lacabina.

—¡Carl!—Sí —respondió el capitán de corbeta

desde fuera.—Esto va a hacer caída libre, asegúrate de

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que su morro está apuntando en la direccióncorrecta cuando toque el agua.

Jack no esperó su respuesta y pulsó unbotón para soltar al Tortuga de su soporte. Alhacerlo, las puertas que había debajo seabrieron con un sonido explosivo y loshombres se estremecieron cuando el ángulo alque descendía el Tortuga hizo que la pequeñanave se golpeara por la abertura al salir delProfesor. Jack y Farbeaux suspiraron aliviadoscuando el submarino rebasó las puertas.

—Será mejor que nos marchemos,coronel.

—Estoy de acuerdo —fue lo único querespondió el francés al echar a nadarrápidamente hacia el agujero en el casco delProfesor.

El Tortuga cayó casi decapitando a Sarahcuando sus propulsores de alta velocidadarrancaron antes de entrar en el agua. Carltentó a la muerte acercándose y empujando la

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proa del Tortuga hacia el canal y el puntodonde había estado la cueva interior hastahaber quedado sumergida. Los propulsoresacuáticos tocaron el agua y el Tortuga saliódisparado hacia lo que parecía un sólido murode roca. Después, lentamente, se sumergió.

—De acuerdo, vamos a nadar hacia allí —le gritó Carl a Sarah justo cuando Jack yFarbeaux salieron a la superficie a su lado.

En grupo, nadaron hacia la estatua deSupay que había taponado por completo laentrada. Se sumergieron y Farbeaux fue elprimero en ver el pequeño hueco donde lapuntiaguda oreja de Supay se apoyaba contrala entrada de la roca. Había un hueco de unosochenta centímetros y esperaba que tuvierantiempo de atravesarlo.

Mientras tanto, el Tortuga se coló por laabertura de la cueva, pero se había calculadomal su profundidad y la cabina chocó contralo alto de la boca de la cueva y se rajó.

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Cuando el agua comenzó a colarse dentro, elolor a ozono eléctrico y a humo comenzó allenar el desocupado compartimento delTortuga. El submarino entró en el canal ycomenzó a subir.

Farbeaux fue el primero en salir a lasuperficie y miró a su alrededor en busca delos demás. Sarah apareció también y despuésCarl.

Jack sintió cómo lo agarraban por debajo ylo empujaban hacia arriba. Agradeció la ayudamientras comenzaba a subir y cuando salió ala superficie de la laguna tuvo que sonreír alver a Will Mendenhall a su lado, tosiendo yescupiendo agua.

—¡Qué alegría encontrarlo, alférez! —dijoJack.

—He visto que le estaba costando un pocosubir, comandante.

El nuevo alférez acababa de llegar a esenivel de la laguna después de haber

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descendido desde un lado del acantilado aladvertir que los demás salían a la superficie,pero no Jack. Se había tirado a buscarlo.

—¡Salgamos de este jodido lugar!Justo cuando Jack pronunció esas

palabras, un profundo estruendo sonó entodas las direcciones. Arriba, donde seoriginaba la catarata, una impresionantetromba de agua salió disparada hacia el aire ya continuación el lateral del acantilado estalló.Todos los supervivientes que seguían en elagua se agacharon con la esperanza de que esatremenda cantidad de escombros no losalcanzaran. Jack se mantuvo a flote porquetenía que verlo todo para asegurarse y sintió aFarbeaux a su lado.

Bajo su mirada, la gigantesca pirámideinca de El Dorado comenzó a derrumbarsepor dentro a la vez que el arma termonuclearderretía la roca desde el interior. Losdebilitados muros de piedra se disolvieron bajo

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el ataque masivo de rayos gamma y cayeron.Los testigos del final del legendario El

Dorado jamás olvidarían cómo había muertola mina con un bramido desgarrador a la vezque todo el extremo norte de la laguna sevenía abajo. La bomba derribó una pirámideque había sido construida por los antiguospara soportar una fuerza tremenda,equivalente a diez toneladas de TNT.

Farbeaux miró a Jack y no se dijeron niuna sola palabra. El francés alzó la mano amodo de saludo y se alejó nadando. Elcomandante lo vio irse, más confundido quenunca con el adversario más temido del GrupoEvento.

—Lo hemos dejado marchar, Jack.Collins se giró hacia Carl, Mendenhall y

Sarah.—En esta ocasión se lo merecía.

Volveremos a verlo.

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Carl estaba a punto de decir algo cuandoun nuevo sonido entró en sus oídos. Segiraron y vieron algo de lo más agradable.

Era grande y se parecía al barco quehabían visto el día que los marines los dejaronjunto al afluente (parecía que hubiesen pasadoaños). Los hombres situados tras las barandasestaban recogiendo a los supervivientes delProfesor y de la expedición Zachary de lalaguna. En la proa, un hombre grande con unasucia camisa blanca y una barba de cinco oseis días, lo observaba todo con una piernaapoyada en la borda. Incluso desde sudesaventajada posición, pudieron ver queestaba mirándolos. Jack, Mendenhall, Everetty Sarah comenzaron a nadar hacia el barco.

Cuando el motor del barco se detuvo aescasos metros de los cuatro, el hombre sonrióy se sacó el puro de la boca.

—¿Se encuentran en apuros, caballeros…oh, y dama? —preguntó con una sonrisa en

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sus oscuros rasgos.Jack escupió una bocanada de agua.—¡No, qué va! Solo… —Se detuvo. No le

apetecía bromear; estaba agotado ypreocupado por su gente. Recordaba laimagen de ese hombre de la lista de capitanesde río cualificados que había ojeado en elcomplejo Evento y sabía cómo dirigirse a élporque la mayoría de los capitanes de aquellalista tenían el mismo apellido.

—¿Capitán Santos, verdad?—Sí, capitán Ernesto Santos a su servicio

—respondió al volver a meterse el puro en laboca y medio inclinarse ante los cuatronorteamericanos.

—Súbanos, capitán, y hablemos denegocios —dijo Jack al nadar los últimosmetros hasta el barco y ayudar a los demás aagarrarse a la red.

Con cautela, Farbeaux salió del agua y

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miró atrás, hacia el punto donde losestudiantes y los miembros del Grupo estabansiendo rescatados.

Vio unas grandes burbujas cuando algonadó hacia la orilla y se alejó rápidamente.Después las burbujas desaparecieron. Fuera loque fuese se había dado la vuelta y habíaregresado al centro de la laguna. Después, yano quiso mirar más. Sopesó sus opcionesmientras veía a Santos y a sus hombresrecoger a los norteamericanos y decidió queDanielle y él se arriesgarían por la selvadespués de pasar los rápidos.

Cuando comenzó a girarse, descubrió algoflotando en el borde de la laguna. Parpadeó alreconocer lo que era. Se le nubló la visión yquedó abatido ante esa imagen. Se acercó a laorilla y recogió la mochila que le había atado aDanielle. Le dio la vuelta a la bolsa vacía y sele abrieron los ojos de par en par al ver lasmarcas de unas garras que habían

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deshilachado el grueso material. Tocó losbordes y comprobó que las marcas teníansangre fresca. Lentamente, dejó que la bolsase le cayera de las manos y se arrodilló sobrela fina arena de la ribera de la laguna.

Allí permaneció, arrodillado, mirando alagua, mortificándose. Su mujer había muerto.¿Por qué había ido a ayudar a losnorteamericanos? Cerró los ojos y miró haciael ahora derrumbado El Dorado. Después, susojos se posaron en el Río Madonna, querecogía a los últimos supervivientes. Losestrechó al ver al último hombre. Jack Collins.

Y en ese momento reaccionó. Ya no seculpaba por ese momentáneo arranque degenerosidad que le había costado la vida de sumujer. La persona responsable estaba ahímismo, delante de él. Era el comandante JackCollins.

Lentamente, se puso de pie y se internó enla selva. Comenzó a caminar. A caminar y a

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pensar en cómo iba a vengarse de la gente quelo había engañado y le había hecho creer queera humano.

El coronel Henri Farbeaux entró en laselva donde podía igualarse a los otrosanimales, porque eso era en lo que se habíaconvertido en su instantánea locura. En unanimal.

Jack fue el último en ser subido por la redde carga cuando el capitán Santos ordenó queel Río Madonna llegara hasta la orillacontraria. Sarah, Carl y Mendenhall estaban asalvo entre los demás. Los estudiantes lomiraron, como dándole unas graciassilenciosas; eso fue todo lo que su dolor y suagotamiento les permitió. Sabían que esascuatro personas que tenían delante eran lasque los habían salvado a todos de quedaratrapados en la mina al igual que les habíasucedido a Helen Zachary y a muchos de susamigos.

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El comandante localizó a Virginia y a unenfurruñado suboficial, sentados junto a lacabina del timonel en silencio. Después, sonrióa Sarah y le agarró la mano.

—La verdad es que no los he sacado atodos… —comenzó a decir.

Sarah se giró hacia él y lo miró fijamente.—No empieces con esas tonterías, Jack.

Has hecho todo lo que has podido y elresultado lo tienes ante tus ojos. Diez chavalesvolverán su casa gracias a ti.

Detrás de ella, Carl asentía; estaba deacuerdo con Sarah.

Jack, Sarah, Virginia y Carl seencontraban en la proa contemplando lacascada que había quedado reducida a solodieciocho metros, desde el punto en queempezaba a caer hasta la laguna. Noventametros de montaña se habían venido abajo enEl Dorado, suficiente tonelaje para hacer queel plutonio y el oro quedaran lejos de las

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manos del hombre durante muchas décadas.La laguna volvía a estar en silencio a la

vez que los sonidos de la vida regresaban a lajungla que los rodeaba.

—Supongo que Farbeaux se habría hechocon suficiente uranio para garantizar que nospasáramos muertos de miedo los próximoscincuenta años —dijo Virginia mientras elcapitán del Río Madonna daba órdenes deponerse en marcha.

—No, su plan habría terminado aquímismo —contestó Jack.

—¿Qué quieres decir? —preguntó ellacuando Santos se giró y sonrió a losnorteamericanos con un puro reciénencendido.

—Aquí nuestro amigo —dijo asintiendohacia el capitán Santos— habría matado acualquiera que hubiera tenido algo que ver conla mina en cuanto hubieran vuelto a su barco.

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Quizá aún tenga pensado matarnos a todos.Sarah no lo entendía.—¿Por qué dices eso?—Porque es su trabajo —respondió Jack

mirando a Santos—. Capitán, ¿le importaríaunirse a nosotros, por favor?

Santos se acercó y se sacó el puro de laboca.

—¿Sí, señor?11

—Capitán, ya puede dejar su numerito decampesino y enseñarles sus joyas a estasdamas —dijo Jack sonriendo.

—¿Numerito? No, señor, soy uncampesino del río —dijo al meterse la manopor dentro de la camisa y sacar su collar. Besóel objeto, como siempre hacía, y despuéssonrió y se lo mostró a las dos mujeres paraque pudieran admirar su más preciadaposesión.

—¡Una medalla papal de la orden de San

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Patricio! —dijo Virginia atónita.—Sí. La tengo hace veintitrés años.

Empezando con mis antepasados hacemuchos años, nuestra pasión por el papa hacontinuado a través de mi estirpe. Ha sidonuestra responsabilidad asegurarnos de que elmundo nunca se beneficie de losdescubrimientos de Padilla. Asegurarnos deque nadie sobrepasa los límites del río y desus alrededores —dijo al guardarse la medallabajo la pechera de su camisa manchada desudor. Después, volvió a encenderse el purocon una cerilla—.Mi placer en la vida ha sidosalvaguardar al paraíso de hombres y mujerescomo…

—Nosotros —añadió Sarahcomprendiéndolo todo por fin.

Santos sonrió a la vez que su puro seiluminó recobrando vida.

—Sí, señora, gente como ustedes.—El Europa nos proporcionó una lista con

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los nombres del capitán Santos y su familia, aquienes se les concedieron las primerasmedallas en 1865, a su tatarabuelo, creo —dijo Jack recordando la lista de medallistaspapales que había estudiado después de queNiles hubiera dado con el nombre de Keoghen Virginia.

—Sí, es verdad. Sin duda es usted unhombre con grandes conocimientos, ysupongo que no me sería fácil librarme deusted, señor.

—No será necesario. Vamos a asegurarnosde que El Dorado permanece como un mito,un lugar donde mueren las leyendas —dijoJack mirando al capitán a los ojos.

Santos no dijo nada, pero asintió y dio unacalada a su puro antes de echar un vistazo a lamina derruida y oculta detrás de la cascada.Las aguas hacían que solo volutas de humoescaparan de la devastación de dentro.

—Debe de ser aburrido estar aquí solo —

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apuntó Virginia.Santos se rió a carcajadas cuando los

motores del Río Madonna cobraron vida y elviejo barco se dirigió hacia la otra orilla.

—¿Solo? No, tengo a mi leal tripulación ytodo esto —respondió. Miró hacia el puentede mando e hizo un movimiento de arribaabajo con el puño, gesto ante el que la bocinadel barco sonó con fuerza en el silencio delvalle.

Santos se rió al mirar el labio del volcánextinguido. Después, Jack y los demás oyeronvoces, casi como una delicada cancióncantada por cientos de personas. Miraronhacia donde Santos estaba señalando y vieronque el borde de la caldera estaba rodeado desincaros que observaban el avance del barcopor el centro de la laguna.

El profesor Charles Hindershot EllenshawIII se apartó del resto de supervivientes y sellevó una mano a su cabeza vendada al ver a

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la antigua cultura de ese valle perdido.Comenzó a llorar por el profesor Keating, quehabía muerto antes de poder contemplar laprehistórica historia de éxito que ahora sedesarrollaba ante ellos. Los sincaros habíanrecibido todo lo que el mundo exterior podíalanzarles, ya fueran incas, españoles o elhombre moderno, y eran ellos a los que Diosconcedía el derecho de poseer el paraísoterrenal.

—Es una vida dura, pero mis amigos deahí arriba, y no El Dorado, son la razón por laque siempre hemos cumplido este serviciopara el papa. No por el oro ni por extrañosminerales. —Se giró y miró al comandante—.Este lugar es el edén, aunque tiene unascuantas serpientes que lo protegerán a todacosta.

Un gran grupo de sincaros vieron desde laarenosa playa cómo el Río Madonna anclabaen la orilla este de la laguna. Santos tarareó la

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melodía de los sincaros al pisar sobre la borday les indicó a Jack, a Carl, a Sarah y aMendenhall que se acercaran.

—Ahora he de decidir si matarlos a todos.Estoy en mi derecho de hacerlo —explicólentamente sin un ápice de acento en su inglés.Le dio la espalda a la orilla y a la selva paradirigirse a los norteamericanos con gesto serio.Después esbozó una triste sonrisa, volvió ameterse el puro en la boca y se puso su suciagorra sobre su cabello negro—. Pero creo quehan actuado honorablemente en este lugar, asícomo otros no lo han hecho. Esos que no lohan hecho ahora forman parte de la leyendadel valle, ¿no es así?

—Sí —respondió Jack al oír ruidoprocedente de los arbustos.

—Bien, creo que han perdido algo en laselva, señor, y que ahora van a recuperarlo.Mis amigos los sincaros ya han terminado conellos.

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Cuando Jack y los demás siguieron sumirada hasta la orilla de la laguna, los arbustosse separaron y un grupo más grande todavíade sincaros avanzó en línea recta. Jack sonrióal ver a quién llevaban atado con las manospor detrás de la espalda y como un perro concorrea, pero ileso.

—Ey, chicos, ¿qué tal? —preguntó JasonRyan con su juvenil sonrisa que enseguida seconvirtió en una mueca cuando le azuzaroncon una pequeña lanza en la espalda. Lossincaros se decían algo en su lengua a medidaque lo arreaban a él y a trece supervivientesde la operación Proteus—. ¿Creéis que nospodéis sacar de aquí? —Ryan se encogió dedolor y miró atrás, hacia el hombre enminiatura que le clavaba la lanza.

Media hora más tarde, después de queRyan, los delta y el personal de las FuerzasAéreas hubieran subido a bordo y el RíoMadonna comenzara a salir de la laguna, la

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solitaria criatura atravesó la superficie y miróal barco. A continuación, la bestia se sumergiólentamente a la vez que los animalillos conaspecto de mono abandonaban los árboles ycomenzaban a saltar al agua. Y así fue comola vida volvió a la normalidad en el jardín deledén, que recobró la serenidad ante unlegendario tesoro derrumbado que seguiríamortificando las mentes de hombrescodiciosos de todo el mundo: las minasperdidas de El Dorado.

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25

PETE Golding salió del despacho de NilesCompton y Alice lo vio pasar por delante desu mesa por vigésima vez. Sacudió la cabeza,preguntándose cuándo aprendería la gente quese puede hacer jirones una alfombracaminando sobre ella y preocupándote, peroque eso no cambiará la velocidad a la que lascosas suceden. Ella lo había aprendidodespués de miles de kilómetros haciendo loque ahora estaba haciendo Pete.

Sin embargo, Pete se detuvo cuando lapuerta se abrió finalmente. Niles habíaterminado con su llamada a Scottsdale,Arizona.

—¿Y bien? —preguntó Pete.Niles había hablado directamente con el

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superviviente de la expedición de 1942 aBrasil. Charles Kauffman, un profesor adjuntobajo la dirección de Enrico Fermi por aquellaépoca, aún era muy consciente de lo quehabían logrado en aquellos años. Su menteestaba bien y lo recordaba todo.

—El Cuerpo de Ingenieros del Ejército,junto con el Ejército y la Marina de EstadosUnidos, extrajeron de El Dorado cuarenta yseis kilos de uranio enriquecido. —Niles sesentó en el borde del escritorio de Alicemientras hablaba—. Habían descubiertoinformación de un espía en 1941 según la cuallas muestras de mineral eran reales y estabanalmacenadas en archivos, las mismas muestrasy la misma cruz a las que Farbeaux echómano hace unos años. Bueno, el caso es queel señor Kauffman me ha explicado que Fermiy la Universidad de Chicago tenían que lograreso sobre lo que habían estado teorizandodesde que Einstein había dicho que era

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posible…—Una reacción en cadena sostenida —

dijo Pete por él.—Así es. Necesitaban algo que no tenían,

una fuente de uranio enriquecido. Bueno,ahora sabemos que la fuente cayódirectamente en sus manos, lanzada por losmilitares y el Cuerpo de Ingenieros de EstadosUnidos cuando confirmaron la existencia de lalaguna y de las muestras de Padilla. Nunca setrató del oro. Siempre importó el uranio.

—Deja que adivine partiendo de las fechasque recuerdo… ¿Para cuándo la expediciónhabía encontrado su aciago final, Fermi y suequipo ya habían logrado la reacción enEstados Unidos?

—Sí.—¿Y el material?—El Cuerpo de Ingenieros del Ejército lo

almacenó en Utah y ahí quedó olvidado hasta

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hace poco.—¿En serio? —preguntó Pete.Fue Alice la que lo adivinó.—El material ha desaparecido, ¿verdad?—Sí. Y nunca descubriríais quién fue el

beneficiario de este inusual hallazgo.—Bueno, ¿quién fue? —preguntó Pete

cuando Niles no dijo nada más. Noventa y seis kilómetros al sur de

BagdadRepública de Iraq Eran los dueños de la noche. No había en

todo el mundo un equipo mejor enoperaciones que requirieran pura audacia quela unidad Luz Azul de los Delta, el comandoaltamente secreto y antiterrorista del Ejércitode Estados Unidos.

El mismo secretario de Defensa los había

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puesto al tanto de su misión. El plan requeríauna incursión de doce hombres en lasinstalaciones de almacenaje de armas másinverosímil que les habían hecho asaltarnunca. La unidad de almacenaje estabaubicada tres pisos por debajo del nivel delsuelo en una zona de la que los iraquíes sabíanque nadie sospecharía nunca.

El salto en paracaídas de gran altitud sehabía desarrollado sin incidentes y los docecomandos Luz Azul cayeron fácilmente sobrelos matojos del desierto justo fuera de lasantiguas ruinas. La instalación se habíaconstruido apresuradamente y carecía de unaseguridad apropiada, y el equipo de asalto seaprovechó del riguroso informe que les habíanproporcionado informantes iraquíes dentro desu ejército.

El objetivo: las antiguas ruinas de la ciudadde Babilonia.

El material estaba almacenado en un

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búnker subterráneo originalmente construidopor Sadam Huseín durante su tiránicogobierno. Dado que nadie, excepto los jefesmás altos del ejército iraquí, sabía qué era elmaterial, la zona estaba prácticamentedesprotegida. Los pocos guardias del búnkerfueron despachados fácilmente, eso sí,lamentándolo por su inocencia. Cincosoldados en total fueron asesinados rápida ysilenciosamente, sin previo aviso.

Trece minutos después ya habíanencontrado y probado el material, verificandoque, en efecto, se trataba del mismo mineralque se había extraído de Brasil hacía casisetenta años.

Una hora después de que la misión hubieracomenzado, terminó, y se le comunicó alpresidente de Estados Unidos la noticia de queIraq ya no se encontraba en posesión dematerial que le permitiera manufacturar la«bomba sucia» más grande del mundo.

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Ahora, en su lugar, el gobierno iraquí tendríaque defenderse de Irán con la ayuda de unascuantas naciones amigas bien elegidas.

Bogotá, Colombia El jefe del Estado Mayor de Brasil

acababa de realizar una retirada de dinero desus cuentas protegidas en el Banco de Juárez.El señor Méndez, su benefactor, seencontraba fuera del país, o eso le habíandicho cuando preguntó por él. Sonrió para sí;no importaba, ya que nunca volvería a verloporque su carrera militar estaba acabada acausa de su acto final de traición hacia su país.

Al salir de las oficinas miró el reloj; teníamucho tiempo para tomar su vuelo chárter aVenezuela. Al caminar tranquilamente hacia elascensor, cargando en su maletín con elagradable peso de los más de seis millones dedólares americanos que había conseguido de

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varios cárteles al permitir la entrada de vueloscargados de droga en su país, se fijó en laatractiva veinteañera que se acercó a él paraesperar el ascensor. Cuando este llegó, élsonrió y le indicó a la joven que pasaraprimero. Una vez la puerta se cerró, el generalse quitó las gafas de sol y se giró sonriendo,pero esa sonrisa se desvaneció con la mismavelocidad con que la Glock de 9 mm consilenciador detonó en su cara. La mujer seguardó la humeante pistola en su bolso yesperó a que el ascensor llegara al vestíbuloprivado de la primera planta. Antes de que lapuerta se abriera, se agachó y soltó el maletínde la mano del general, lo abrió y volcó eldinero sobre su cuerpo tendido bocabajo.

Al presidente de Brasil no le importabaquedar como un tonto ante losnorteamericanos.

La Casa Blanca

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La abarrotada sala de prensa estaba

sumida en un silencio sepulcral mientras elsecretario de Estado desdoblaba lentamente supreparado discurso. Miró a los allí reunidos yvio al presidente de pie, bien alejado delcurioso objetivo de cualquier cámara. Elsecretario Nussbaum cerró los ojos y volvió aabrirlos intentando sonreír, en vano.

—Buenas tardes. Durante los muchosmeses de campaña para suceder al presidenteen este mismo cargo, he sido honrado conmuchas cartas de apoyo de nuestro partido.Por ello, y con el corazón hundido, ahoradebo declinar el próximo nombramiento a lapresidencia por motivos de salud en los que noahondaré…

El presidente escuchó durante unmomento y después se marchó. En susmuchos años de vida pública jamás se habíavisto tan tentado a estrangular a un hombre al

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que había considerado un buen amigo yconsejero. Un hombre al que le resultaba muyfácil mentir, engañar y asesinar para abrirsecamino hasta el cargo más alto del país.

—Hola, papi —dijo Kelly al reunirse conél cuando volvía al Despacho Oval.

El presidente le sonrió y la rodeó con unbrazo.

—Hola.—¿Qué le va a pasar a ese cabrón y a sus

amiguitos ahora? —preguntó pensando enRobby, en la profesora Zachary y en losdemás y en el horrible destino que lesreservaron esos hombres en los que su padrehabía confiado.

—Todos se retirarán de la vida pública.—¿Y ya está? ¿Después de lo que han

hecho? —preguntó incrédula.Le habría encantado explicarle a su hija

cómo funcionaba el mundo en realidad,

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porque ella y los demás supervivientes semerecían eso como poco. Pero ¿de quéserviría decirles a ellos y a sus compatriotasque unos hombres en los que había confiadodurante su cargo habían podido echarle lamano encima al material más letal del mundopara emplearlo en su propio beneficio? Denada. Pasar uranio enriquecido a una naciónextranjera y permitirles usar ese material paradetonar una bomba sucia sobre un agresivoIrán no era traición por ley. No existía ningunaley estadounidense que lo prohibiera. Y porello, los militares implicados en la conspiraciónsimplemente fueron reubicados por no haberprevisto la amenaza de invasión iraní. Almenos, «oficialmente». Se retirarían ensilencio y seguirían adelante con susdespreciables vidas mirando atrás, hacia loscargos que podrían haber ocupado en el nuevogobierno del secretario.

En cuanto al secretario, moriría en silencio

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mientras dormía, de un infarto agudo, o algopor el estilo. Esa sería la única justicia aplicadaal hombre que se había cobrado las vidas decerca de setenta norteamericanos. Kelly nonecesitaba conocer los detalles.

—Así son las cosas, cielo. —Se detuvo yla giró hacia él—. Lo siento. Bueno, ¿entoncesvas a volver a California a visitar a tu amigoRobby?

—Sí.—Dile que se recupere y que hablaremos

sobre ciertos aspectos de su verano contigocuando esté mejor. —La besó en la mejilla yla mandó al piso de arriba con su madre.Después, se dio la vuelta y entró en elDespacho Oval.

Los cuatro agentes del servicio secreto ytres del FBI estaban de pie alrededor de unúnico hombre sentado en el sofá. El directordel FBI se encontraba frente a ese hombre,que tenía la cabeza agachada. El presidente

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pasó por delante de ellos y se sentó en sumesa. Alzó la mirada y sacudió la cabeza. Elex consejero de Seguridad Nacional mirólentamente a los ojos de su antiguo jefe.

—Ahora, ¿qué se supone que voy a hacercontigo? —preguntó el presidente al mirar a suJudas personal.

El agente del servicio secreto situado juntoa la puerta alargó el brazo y la cerró.

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Epílogo

HABÍA sido una experiencia surrealistadesde el momento en que el equipo habíabajado de su medio de transporte hasta elmomento en que Niles les había solicitado quese reunieran. Los invitados no incluían aninguna de las jerarquías habituales del GrupoEvento, con excepción de Virginia y Jack.Incluso faltaba Pete Golding. Heidi Rodríguezestaba allí, sentada junto a Sarah, y también elprofesor Ellenshaw. Alice sonrió al mirar alpequeño grupo. Carl llegó tarde y se disculpó.Niles era el único que faltaba por entrar en lasala.

—Esta no es una reunión normal —dijoVirginia mirando el reloj.

—No, no lo es —respondió Alice sabiendo

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muy bien que Virginia estaba ansiosa por salirde la reunión y volar a Los Ángeles para ver alsuboficial Jenks en el hospital. Los estudiantesde posgrado de Stanford fueron aleccionadospor miembros del FBI para que dijesen quesus compañeros de viaje habían muerto en unaccidente de barco; una historia que, sinreservas, accedieron a reproducir si se lespreguntaba. A tres miembros del equipo deZachary les esperaban momentos mucho másduros, incluyendo al ayudante de Helen yprometido de Kelly, Robby, que habíaabsorbido suficiente radiación como paraasegurarle alguna enfermedad espantosa antesde alcanzar la senectud. Los otros dos jóvenesno pasarían de ese mes.

En cuanto al equipo Evento que habíaestado bajo las órdenes de Jack, incluyendo laoperación Proteus, habían perdido a treinta ytres personas, todas ellas hombres y mujeresbrillantes, amigos que no podrían ser

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reemplazados fácilmente: Keating, Jackson,Larry Ito, la doctora Waltrip y muchos otros.Todas ellas pérdidas a las que a Jack lecostaría mucho sobreponerse.

La puerta se abrió y entró Niles. Se echó aun lado para dejar pasar al senador GarrisonLee, antiguo director del Grupo. A Lee loseguía el presidente de Estados Unidos, que sesuponía estaba en un viaje de recaudación defondos por Arizona, Nevada y California paraapoyar al nuevo candidato del partido, unantiguo general del Ejército de Estados Unidoscuya campaña estaba empezando a tomarimpulso tras la repentina dimisión delsecretario de Estado.

El Grupo comenzó a levantarse, pero elpresidente les indicó que se sentaran.

—No, por favor. —No podía mirarlos alos ojos.

Por respeto al anciano, esperó a que elsenador Lee se sentara primero y después

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ocupó un extremo de la mesa de reuniones.Alice sonrió a su antiguo jefe y actualcompañero de habitación y Lee le dio unapalmadita en la mano.

El presidente fue el primero en hablar,cogiendo a Niles desprevenido.

—No —dijo al mirar a Niles—. No loaceptaré, así que ni lo intente.

Niles, furioso, se quitó la chaqueta y miróa Lee, que no apartó la mirada.

—Es mi derecho. Se me mintió en todomomento —dijo Niles con calma.

—No yo —respondió el presidente conbrusquedad.

Alice cerró los ojos y no levantó acta de lareunión.

El presidente respiró hondo y finalmentemiró a la gente sentada alrededor de la mesa.

—El gobierno de Estados Unidos hatenido conocimiento de la existencia del valle

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de Padilla desde comienzos de 1941. Lainformación la descubrió un agentenorteamericano que trabajaba en el Vaticano.Le pasó la información a su superintendenteen la Inteligencia del Ejército, que sabía sinninguna duda qué mineral tenía en suposesión. Ese agente pudo sacar la ruta deldiario, con autorización oficial de la Iglesiacatólica y de la archidiócesis de Madrid.Consideraron que los norteamericanossabríamos emplear el material con sensatez.Así, la ruta y el mineral llegaron hasta laUniversidad de Chicago, cuyos experimentospara construir un reactor bajo el estadiouniversitario Stagg Field en Chicago habíansido un rotundo fracaso hasta el momento. AEnrico Fermi se le permitió examinar deprimera mano las muestras de mineral dePadilla y quedó convencido de que seacercaban a lo que podría ser un arma nuclearsemejante a las que habían sido manipuladas

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artificialmente. Por supuesto, siguiótrabajando con su pila atómica en Chicago.Pero querían utilizar las muestras de Padillacomo material al que poder recurrir y por esofueron a buscarlo.

Niles se había contenido, pero elpresidente insistió en que fuera él quiencargara con la responsabilidad por las vidasperdidas.

Tragó saliva con dificultad y los miró atodos.

—El resto ya lo conocen. Su amigo enPrinceton, Albert Einstein, envió a diez de laspersonas en quien más confiaba junto con lospocos elegidos por Fermi. Los apodó como laAsociación Minera de Chicago. Por desgracia,a la mayoría no volvió a verlos y a los que sívio solo vivieron tres meses, con la excepcióndel profesor Kauffman de Arizona. Sobradecir que Fermi fue más competente de lo quese creía y que logró producir una reacción en

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cadena el mismo mes en que la expedición fueeliminada.

—Y entonces el mundo se volvió un lugarmejor —interpuso Lee con sarcasmo.

—El material de El Dorado se habíaguardado y archivado durante años y años. Lodescubrió accidentalmente el director delCuerpo de Ingenieros del Ejército;información que compartió con varios amigossuyos, incluyendo a mi consejero deSeguridad Nacional y al antiguo secretario deEstado. Juntos encontraron un buen motivopara el uso del material apto para armas. Unhecho que haría a un hombre quedar losuficientemente bien como para ocupar estemismo puesto y que los demás ascendierantras una recompensa por haber detenido laamenaza de invasión de una nación agresora.

Niles aún parecía furioso.El presidente miró a Compton y dijo:—Dimisión no aceptada, señor director,

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simplemente por la razón de que usted esdemasiado valioso para el puebloestadounidense.

Niles tragó saliva y se permitió sentir porprimera vez en días.

—Retiro mi solicitud de dimisión —dijo ydejó que Alice le estrechara la mano y queLee les diera una palmadita a ambos.

El presidente se sentó un momento;parecía cansado.

—Ahora, comandante Collins, tengoentendido que se cree con derecho a otorgarascensos en combate a sargentos.

Jack sonrió. Estaba preparado para ladiscusión con el presidente.

—No solo a sargentos, sino también agrados júnior de la Marina. —Asintió haciaVirginia, que se levantó y fue a abrir laspuertas dobles.

El alférez (provisional) William

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Mendenhall entró vestido con su traje azul delEjército de Estados Unidos que aún tenía en lamanga los galones dorados de sargento. Loseguía el teniente de grado júnior Jason Ryan,de la Marina de Estados Unidos, vestido conpantalones cortos y una camisa hawaiana demúltiples colores. Los dos se pusieron enposición de firme.

—¿Contento de estar en casa, señorRyan? Creo que los Delta lo quieren de vueltay también el programa Proteus. Así que,dígame, ¿ha terminado de volar para lasFuerzas Aéreas? —preguntó el presidente.

Ryan miró a Collins antes de responder alpresidente.

—Creo que el comandante sabía que laplataforma láser intentaría matarme, señor.

—Bueno, está en su derecho. Después dehaberme reunido con usted y de volver a verlo—miró sus pantalones y su camisa hawaiana—, no puedo culparlo.

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—Señor presidente —dijo Jacklevantándose—, solicito oficialmente que elsargento William Mendenhall acceda a laEscuela de Aspirantes a Oficial. Será un buenoficial del Ejército. En cuanto al señor Ryan, olo ascendemos o lo echamos del todo de unapatada en el culo, si me perdona laexpresión… Usted elige.

El presidente se levantó y les estrechó lamano a los dos hombres mientras asentía.

—Supongo que usted también intentaríadimitir si no accedo, ¿verdad? —le preguntó alcomandante.

—¿Yo, señor presidente? De eso nada,estaba deseando quedarme con el puesto deNiles hasta que usted lo ha convencido paraque no lo deje.

El presidente sonrió y empujó dospequeñas cajas sobre la mesa de reuniones endirección a Niles.

—Haga los honores, señor director, por

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favor.Niles, con tanto boato y expresión

circunspecta como pudo, le lanzó sin más unacaja a Jack y otra a Carl. Después, desplegóun papel muy fino y leyó:

—Comandante Jack Collins, comocorresponde a una relación militar con unaagencia ajena a la suya, queda ascendido ateniente coronel con el ajuste de sueldo acordea dicho rango, exceptuando cien dólares almes destinados al reembolso de capital a laMarina de Estados Unidos por la destrucciónde propiedad del gobierno de Estados Unidos,concretamente el transporte de ríocomisionado USS Profesor. El capitán decorbeta Carl Everett queda, por tanto,ascendido a capitán de navío de la Marina deEstados Unidos, con un aumento de sueldoacorde, más una deducción mensual queasciende a cien dólares a modo decompensación por la previamente mencionada

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propiedad destruida.Jack y Carl se miraron y no supieron qué

decir.—De esta manera quedan oficialmente

reprendidos por el presidente de EstadosUnidos y dicha reprimenda quedará reflejadaen los informes 201. Además, ambos oficialesvolarán de inmediato a Los Ángeles y sedisculparán formalmente ante el retiradosuboficial mayor Archibald Jenks quien, he dedecir, está ansioso por verles —terminó elpresidente por Niles—. Ahora, puedenretirarse.

Jack Collins y Carl Everett salieron de lasala de reuniones asombrados por lo queacababa de pasar. Cuando las puertas secerraron tras ellos oyeron que la vida delGrupo Evento volvía a la normalidad cuandoel presidente y el director dieron comienzo asu discusión anual.

—Ahora, señor director, tenemos que

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hablar de este desaforado presupuesto que hapresentado para el próximo año fiscal. No creoque pueda ser. Yo no ocuparé el cargo lapróxima vez y el tipo que venga detrás de mípuede que no sea tan generoso.

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Libros publicados de David LynnGolemon

1. Evento2. LeyendaPróximamente3. Ancients Título original: LegendPrimera edición© David Lynn Golemon, 2007Ilustración de portada: © OpalworksDerechos exclusivos de la edición en

español:© 2012, La Factoría de Ideas. C/Pico

Mulhacén, 24 - 26. Pol. Industrial «ElAlquitón».

28500 Arganda del Rey. Madrid.

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claramente: INFORMACIÓN DE LA FACTORÍA DE

IDEAS

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NOTAS1 N. de la t.: En castellano en el original.2 N. de la t.: En castellano en el original, al

igual que «señor».3 N. de la t.: Yellow Hair , uno de los

apodos con que se conocía a Custer.4 N. de la t.: En castellano en el original, al

igual que todos los «señor» que aparecen encursiva en el texto.

5 N. de la t.: En castellano en el original.6 N. de la t.: En castellano en el original.7 N. de la t.: En castellano en el original.8 N. de la t.: En castellano en el original.9 N. de la t.: En castellano en el original.10 N. de la t.: Bomba radioactiva cuyos

efectos son más contaminantes quedestructivos.

Page 1187: Leyenda - David Lynn Golemon

11 N. de la t.: En castellano en el original.