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MANUEL IVÁN Urbina santafé

LIBRO DE LOS RÍOS

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Page 1: LIBRO DE LOS RÍOS

MANUEL IVÁN

Urbina santafé

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Manuel Iván

Urbina Santafé

el libro de los ríos

San José de Cúcuta

2008

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Para María Isabel

EL LIBRO DE LOS RÍOS © MANUEL IVÁN URBINA SANTAFÉ Ilustraciones Luis Olinto Carrillo Vargas Manuel Iván Urbina Santafé Derechos reservados. Prohibida su reproducción parcial o total por cualquier medio sin autorización escrita del autor.

San José de Cúcuta 2008

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Sumario

OJO DE AGUA, 5 LOS NOMBRES, 7

EL LIBRO DE LOS RÍOS, 8 RÍO DE LOS PÁJAROS, 11

RÍO HUELLAS, 13 RÍO SUEÑO, 14

RÍO DE FUEGO, 16 RÍO SILENCIO, 18

RÍO SECRETO DE LAS CIUDADES, 21 RÍO NOCHE, 22

RÍO DE LAS COSAS PERDIDAS, 25 DE LO QUE PUEDE SER UN RÍO, 27

RÍO EXTRAVIADO DE EL PARAÍSO, 33

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Déjame hundir las manos que regresan a tu maternidad, a tu transcurso, río de razas, patria de raíces, tu ancho rumor, tu lámina salvaje viene de donde vengo, de las pobres y altivas soledades de un secreto como una sangre, de una silenciosa madre de arcilla. PABLO NERUDA. LOS RÍOS ACUDEN

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¿ Hay algo fantástico como el río? ¿algo más necesario y común a los hombres de todos

los tiempos y lugares? ¿Hay paisaje más placentero, sonido más dulce?

Hemos crecido junto a un río y buscamos,

en medio del caudal de nuestra vida, el lugar donde fluya mejor nuestro ser, el remanso don-

de al fin podamos descansar. Una simple mirada a los ríos que fluyen

cerca o bajo nuestros hogares, un paseo casual

por los recuerdos o los libros; eso bastará para

Ojo de agua

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que se desencadene, en el papel o en la mente, la abundada de

tantas imágenes, palabras y vidas como el río encierra. El libro de los ríos es siempre libro de aventuras, de esos donde

los dedos se deslizan sobre el globo terráqueo en movimiento; de-ambular de manos y ojos sobre las páginas brillantes del atlas, y memoria de los deseos señalada con afán en antiguos y nuevos

mapas. La vertiente agradece las aguas que lo alimentan. Primero vino

la curiosidad de los niños de la Ciudadela de los Vientos y las Co-metas; ella formó el ojo de agua. Sin presentirlo, vino desde China a compartir su nombre Shui Jing Zhu, el libro de los muchos ríos

que fundaron el Yang Tzé-Kiang, escrito por Li Daoyuan en el si-glo V de nuestra era. De la poesía, por supuesto, es tributario este

escrito y del Libro de las ciudades, soñado, construido y contem-plado por Celso Román.

Para sombrear el río que ocupa tres cuartas partes del planeta

cuerpo, para ensanchar el caudal del río que amamos, o tal vez para festejarlo, llenamos las calles de árboles, donde antes sólo estaba el viento. Entonces, es verdad que el río atraviesa la ciu-

dad, pero también fluye frente a las ventanas, funda ciudades de nidos y de insectos afanados, y baña noches similares a éstas de

agosto.

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A lo largo de su cuerpo, de-

tentan los ríos muchos nombres, porque son libros

de nombres, árboles de ramas se-ñaladas por los efímeros habitantes de las riberas, que buscaron el sabor del río para llamarlo Dulce o Amargo, Salado, para nombrarlo

Miel. O preguntaron a sus ojos para darle denominaciones sencillas, que resultaran fáciles de invocar: Rojo o Verde, Azul y Blanco, Gris, Marrón. Llamaron al río Grande o Pequeño, para darle el tamaño de

sus sueños, para aludir a la extensión líquida de sus existencias. Canoas avanzando por el río Cielo, eso vieron los primeros hijos

de América. Cada noche eran idénticos los viajantes que los obser-

Los nombres

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vaban desde la posición de los dioses. Sentados en los mismos ban-

cos, remeros cintilantes daban forma a sus naves, las adornaban con festones de luz y las poblaban de historias, para que supieran

los humanos acerca de lo eterno, de los movimientos que deben contarse en infinitas muertes; tantas, que poco significan para el universo. Entonces dedicaron sus cuerpos de agua a la memoria de

la Luna, del Sol y las Estrellas. Vieron los seres humanos que todo era bueno, todo temblor y

movimiento, y bautizaron con regueros de palabras al río Tigre,

Sauce, Serpiente y al río Tortuga. Trajeron de la tierra y del cielo al río Pájaro, Montaña y Piedras, y convocaron los ojos profundos de

los animales de sus corrales. Llamaron Muerte al caudal de donde recogieron tantas veces a

los seres amados y perdidos.

Recordaron el coqueteo del fin en alguna ocasión en que las aguas apagaron sus gritos. Pero las corrientes también devolvieron

algunos moribundos a las riberas, y allí hicieron florecer ciudades; entonces encontraron justo nombrar al río Vida, o hacer memoria del amor y llamar a la caricia de las aguas María Linda...

Con estos y muchos otros nombres, quiso la humanidad que la telaraña de ríos, que ata a la tierra por dentro y por fuera, fluyera contra el olvido en las líneas azules de sus mapas.

Los nombres mencionados corresponden, entre otros, a los ríos: Rojo (China, Estados Unidos), Verde (España, Estados Unidos, México y Brasil), Azul (China, Guatemala y México), Blanco (España, Honduras y Nicaragua), Negro (Colombia, Venezuela y Brasil), Amarillo (China), Marrón (Argentina), Gris (Colombia), Pequeño (España), Grande (México), Sol (Perú), Luna (España), Estrella (Costa Rica), Muerte (Costa Rica), Vida (Brasil y España), Miel (Colombia, Cuba, España), Piedras (Colombia y Puerto Rico), Dulce (Guatemala y Argentina), Amargo (Bolivia y la antigua Mesopotamia), Salado (Argentina), María Linda (Guatemala), Las Vacas (Guatemala), Pájaro (Colombia y Argentina), Tigre (Ecuador, Perú, Argentina), Montaña (Costa Rica), Tortuga (Venezuela), Serpiente (Estados Unidos), Bueno (Chile), Salmón o río “sin retor-no” (Estados Unidos), Turbio (Argentina, Venezuela). La leyenda del río Cielo se atribuye a los indígenas peruanos Shipibo-Conibo.

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El libro de los ríos

Mire la calle. ¿Cómo puede usted ser indiferente a ese gran río de huesos,

a ese gran río de sueños, a ese gran río?

NICOLÁS GUILLÉN

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Cuando comienza a arder, parece como si el muerto quisiera levantarse de la pira. Crepita, se mueve y, enseguida, el fuego devora un pedazo tras otro, bajo la serena mirada de quienes fueron sus seres queri-dos. Sólo alguna que otra vieja, alguna hermana o esposa más débil de espíritu, enjugan algunas lágri-mas. Los demás lo contemplan y lo felicitan mentalmente porque el destino se apiadó de él y lo sacó de este valle de lágrimas. Varios cuervos esperan con gesto hosco en lo alto de un madero quemado. Se diría que adivinan que no les va a quedar nada para repelar. Pues antes de que llegue a terminarse la incine-ración, los sepultureros recogen la ceniza y los huesos, e incluso brazos y piernas enteros todavía sin haberse quemado, y lo arrojan al Ganges. Entre flores y barcas aisladas, se ven cuerpos quemados o en-teros yendo río abajo. Quizá se detendrán en algún médano del río o en alguna charca de aguas estanca-das y, si escapan al apetito de los cocodrilos, los cuervos y los buitres darán buena cuenta de ellos. Pues, para los hindúes, el barro del hombre no merece otra suerte…

MIRCEA ELIADE

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Río de los Pájaros

E l río de los Pájaros es silencioso apenas el sol se pone. Pero en cuanto amanece, sus habitantes vuelan hacia las frutas y

las semillas; patas rojizas escarban en busca de piedrecillas y orugas. En la superficie todo es urgencia y aleteo y tornasol de plumas.

A veces la mañana encuentra alas arranca-das, exceso de plumas dispuestas con violencia

entre las piedras, inequívoca señal de la matan-za perpetrada por los gatos del vecindario. También hay esqueletos en la arena, que seme-

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jan una desbandada de dinosaurios por la playa.

El lecho es tibio de plumones y huevos azules, de cascarones jaspeados o marmóreos. Huevos de jade, esmeralda y amatista…

De todos ellos emergen polluelos grises y torpes, que en pocos días compiten a pinceladas con las flores y las mariposas, con em-peradores de reinos exóticos.

Brazos del río suelen volar hacia la tarde, siguiendo el calor de las estaciones; millares de aves flotan bajo las nubes en un solo vuelo, hacen ondas y cabriolas como serpentina arrojada hacia el

sur. Gracias a esas siluetas puede saberse de la geografía del viento.

EL RÍO SAGRADO

Hay un río sagrado, (entre muchos) , el río Ganges en la India, en que los hombres entran para liberarse de la suciedad del alma, además de la del cuerpo; sus aguas borran los pecados, y en la boca de los moribundos es el viático que purifica para iniciar el último viaje. Nace en una cueva de hielo, en Gaumukh (“Boca de vaca”), y antes de llegar al golfo de Bengala, sus aguas riegan la zona de Sundarbans (“Bosques bellos”), casa del Tigre Real de Bengala.

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Río Huellas

C uando el cauce nació, el río lo hizo, porque este río

es su cauce. Primero vi-nieron animales pequeños, sen-deros de hormigas atareadas en

transportar árboles a sus agujeros; luego acudieron pisadas temblorosas de herbívo-ros y roedores, seguidos del rastro afelpado de gatos gigantes, y las huellas de ser-

pientes que se deslizaron, leves, como meandros vivos sobre la hierba. La piel de la tierra quedó a la vista, el pastizal se retiró, pueblos enteros marcaron

el fluir de siglos con sus pasos. Luego fueron sembrando piedras y escalones, y en los

lugares sombreados sembraron ciudades, comunicadas por líneas de asfalto… dirigi-das todas hacia la ciudad mayor, donde todos los caminos desembocan.

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Río sueño

E n los días de infancia, el arroyo que será el río sueño se

nos mezcla con la vigilia, y es difícil descifrar los límites entre la realidad y la fantasía. Porque nada es tan real, tan

verdadero como ese caudal sin fondo donde tienen lugar aconteci-

mientos oscuros o maravillosos. Si uno se anima a desafiar las alturas, en unos instantes podrá

deslizarse entre las copas de los árboles sin necesidad de alas; o

acaso logre conversar con los muertos, o se pierda en una ciudad de puertas y rostros desconocidos.

Tal vez por la época en que dejamos atrás al niño que nos habitó durante escasos años, cuando nos sentimos solos ante la vida y la muerte, el río nos traiga imágenes de una caída, de una

persecución en que somos la presa; tal vez nos salve despertar, trémulos y sudorosos, en alguna habitación de la noche.

Todos necesitamos sondear el río Sueño, abandonarnos en su

MISSISSIPI: CUANDO UN RÍO SE DEVUELVE

En lengua indígena norteamericana, es llamado el “Gran río” o “Padre de las aguas”. En 1811 y 1812, tres terremotos hicieron que el curso del río se invirtiera temporalmente.

CONGO: EL RÍO QUE CRUZA DOS VECES LA LÍNEA

En África, este río, además de ser el quinto más largo del mundo, llama la atención por cruzar en dos puntos la línea del Ecuador.

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NILO, LA SED DEL DESIERTO

El río Nilo avanza miles de kilómetros a través de los desiertos de Nubia y Sahara, donde su caudal disminuye, pues se cuela a través de la arena. Sus inundaciones dieron vida a un antiguo pueblo que dejó señales de inmortalidad en las riberas del río: pirámides, templos, siglos de historia. Es también uno de los más largos del mundo. En la punta inferior de su delta (forma triangular de la desembocadura de muchos ríos), se encuentra la Gran Pirámide. Y en ese mismo delta fundó Alejandro Magno la ciudad que lleva su nombre. En los últimos 2.000 kilómetros de recorrido, no recibe ningún afluente y corre en línea recta, como si se tratara de un canal, el cual conserva su anchura en todo el recorrido.

lecho como en una pequeña muerte cotidiana, recorrer sus paí-

ses claroscuros, asomarnos a los afluentes del deseo y el miedo. A quien no se lava de su cansancio y su realidad en esas aguas,

la locura empieza a rondarlo: soledad de ver el río y no tener des-canso, lágrimas a destiempo, angustias que fomentan desórdenes en el alma.

Hay un extraño combate entre la realidad y el río, o a veces un estrecho abrazo, y esa manía de estar haciendo inventario, com-parando el caudal primero con los meandros angustiados del

curso medio, con las islas desiertas del curso bajo. Cuando la crecida arrastra pesadillas, saltan desolados dur-

mientes como peces sorprendidos por la red; en cambio, cuando el cauce es quieto, y duran los besos y la alegría, nadie quiere abandonar el agua. Es mejor no hacerlo.

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Río de fuego

O bserva al río de fuego. No puede fluir sino a través del desierto que ha forma-do con su calor; la tierra de su cauce se

derrite en una lava fangosa; de él huyen los árboles, la hierba. Su ardor se calma en cuanto

entra en el mar, cuyas aguas entibia kilómetros adentro. Los peces que lo habitan se ven volar a veces, como monedas doradas, flamas instantá-

neas en cuyas fauces se consumen los insectos que se acercan, temerarios, como esas maripo-sas nocturnas que se lanzan enloquecidas con-

tra el imán luminoso de su caudal.

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Y de los ahogados apenas quedan las cenizas en la orilla, y acaso unos huesos ennegrecidos que la corriente no alcanza a devorar.

Los pequeños afluentes del río de Fuego producen un siseo in-

tenso cuando desembocan, y en un instante son ríos en el viento, que ascienden a sumarse al mar de las nubes.

BISTOÁ (DEIDAD DEL PUEBLO U’WA)

En el río Cubugón habita Bistoá; es el hijo de Sira que trajo la tierra a los indígenas. Un día salió de su laguna y descubrió que en el mundo del medio no podía sentarse, pues no había tierra. Entonces se sentó sobre sus propios dedos y pensó: “No hay tierra, así no pueden vivir los U’wa ¿cómo haré?”. Bistoá se sentía viejo, por eso llamó a sus sobrinos para que trajeran tierra. Y la trajeron de cuatro clases: la primera era roja; la segunda, amarilla; la tercera, blanca; la última, negra. Entonces puso los lugares donde vivirían los hombres: fundó a Bócota, Cobaría, Sisiará y Támara; puso un lugar para que llegaran los animales. La tierra blanca la puso también, como asiento de los blancos. Bistoá es invisible: un día se durmió en el lecho del Cubugón y los seres humanos ya no pudieron verlo. Otra versión dice que Bistoá vive en una gran roca a orillas del río y desde allí vigila su cauce.

(Tomado de Cantos U’wa en el corazón de Isabel)

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Río silencio

E n el paisaje de su nacimiento —blanco de hielo y soledad,

montañas taciturnas—, incluso el viento avanza descalzo, para no turbar la paz de gotas que tomaron aliento desde

la Cueva de la Nada, en el corazón del glaciar. Cuando se lanza

entre los riscos, él mismo se sorprende de caer, pues no se anun-cia con el ruido sordo de otros ríos, sino con música perceptible

por seres que callan. En la cascada del río Silencio, las aguas se precipitan y aparen-

tan desaparecer; pero sólo su voz desaparece. Tal acontecimiento

aterroriza a veces a seres humanos y animales, poco dados a la quietud. En cuanto se acercan a las ondas de Silencio, empiezan a presentir una garra que aguarda la sangre de sus entrañas. O,

en contraste con el exterior demasiado quieto, miles de voces quieren hacerse notar a toda costa; de lo cual resulta el descon-

cierto y el grito. Hay quienes realizan frecuentes abluciones a orillas de Silencio;

víctimas y victimarios arrojan sus dolores y sus crímenes cuando

nadie lo advierte, con la peregrina ilusión de olvidar. Incluso hay amores extraviados e imposibles que únicamente tendrán lugar entre los meandros del río; deseos que se convierten en ovas y al-

gas, sedimentos que alimentan el cauce.

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Se ha hecho lugar común afirmar que este río otorga, cuando

sabe lo mismo negar que culpar, ignorar que ahogar. Mas todas esas tragedias no le pertenecen; las acarrean los hombres hasta el

río, porque nada es más fresco y generoso que sus aguas. Se cuenta de tesoros fabulosos, de alegrías perdidas y caricias nunca dadas... En los espejos de Silencio habitan seres del pasado y del

futuro, seres verdaderos que nunca imaginamos. Allí permanecen, mientras nosotros nos alejamos del río; allí, pacientes, esperando.

EL BARQUERO

Caronte, el anciano griego, transporta en su barca el alma de los muertos. Los viajeros pagan con una helada moneda bajo la lengua, el pasaje hasta la laguna Estigia; todos beben el agua del Leteo, el río del olvido, y de sus orgullosas existencias no queda ni el recuerdo. Como tiene el Leteo meandros sonrientes en su curso por la Arcadia, la tierra ideal, y en su curso bajo se convierte en fúnebre caudal hacia los infiernos, así los hombres abandonan los sabores de la vida y conservan apenas el gusto oscuro de sus aguas, que ninguna fruta, manjar o labio memoran.

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El río secreto de las ciudades

N o tiene un rostro conocido, que sea posible señalar o recordar; no tie-ne un nombre o un cuerpo; sin embargo, cuando las calles están vac-ías, se siente un fluir y un caudal espeso, poblado de presencias, de

cantos de las urbes, y de sus mal cubiertas monstruosidades. Hay infinidad de arroyos en las ciudades, cadáveres de ríos ultimados por

sus habitantes ciegos, rápidos de plástico y escombros, raudales de cartón y acero. Hay prisas, pero en algún momento cesan; no así el río secreto, que empuja historias, nostalgias, antiguas fotografías de cuando tranvías de colo-

res atravesaban jardines y recogían en los corredores a niños endomingados. Suele ser navegable el río secreto en inmediaciones del parque de los ena-

morados. Largas canoas —selva que flota— o góndolas venecianas, embarca-ciones al acomodo de quienes se aman, se deslizan entre insufribles edificios de oficinas, resistiendo el acoso de los vendedores de objetos inútiles, el asal-

to de piratas y asesinos, de odiadores profesionales de los amantes. La ignorancia hizo secreto a este río, que no siempre lleva el sentido del

tráfico y abandona con frecuencia la premura de los transeúntes, precisa-

mente a esas horas en que se les hace tarde para encontrarse con la felicidad que los esperaba en calma.

Todos van a negar la existencia del río, pero pueden incluirse ciertas pre-guntas como evidencia: ¿Qué otro líquido sostiene a los ebrios y a los extra-viados?, ¿qué esperan los dementes en las avenidas y de dónde obtienen esos

peces gris y rosa que asan en los hoteles abandonados?

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Río noche

A veces es tan oscuro el traje del río que nadie puede ver a través de él, excepto la Luna, que desciende, llena o nueva,

a pintar de plata la superficie del agua, los fantasmas de las orillas.

En cuanto la Luna se aleja, pueden distinguirse las estrellas, que en realidad son los ojos de los peces. A las piedras del lecho se suman las sombras de las piedras, y las sombras de los árbo-

les, que el río bebe a cualquier hora. A sus bañistas los sorprende el sueño, los asalta el miedo, y mil

emociones diversas, porque el río Noche es el lugar donde todo

acontece: muertes y nacimientos, dolores y deseos, abrazos y sole-dades, las cosas mejores y peores. Algunas veces se congestiona

de tantos sueños como arrastra en sus crecidas. El río Noche palpita y fluye a través de un valle hermoso y terri-

ble, mientras el mundo parece dormir, y pueden no tener fin su

crueldad o su fiesta. Pero luego de todos los pesares, o de los sue-ños cumplidos, en ningún otro lugar desemboca sino en el ama-

necer.

SEÑOR DE LOS PECES

Hapi, señor de los alimentos y de los peces en el antiguo Egipto, es protegido por serpientes de la tierra y del agua. Vive en una caverna bajo las montañas de Asuán y sale a visitar de vez en cuando su reino, atravesando la puerta subacuática y subterránea de su hogar. En sus manos lleva la vasija sin fondo, de la cual surgen las crecidas del río Nilo que aseguran el limo, barro abonado que hace saltar de la tierra cosechas maravillosas. Espera el dios la ofrenda de los seres humanos, su gratitud: si su mano vuelca la jarra en demasía, sobrevendrá el diluvio; si no derrama suficiente líquido, los egipcios tendrán sequía y hambruna.

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EL MOHÁN, ESPÍRITU DE LOS RÍOS

Las lavanderas del río Grande de la Magdalena dicen ver a un hombre extraño, de larga cabellera, sentado en las piedras de la orilla, mirando correr el agua o con los ojos perdidos en la lejanía. Pero en realidad está vigilante; tal vez ha vis-

to llegar a las mujeres con sus atados de ropa y la falda amarrada a un lado para iniciar la faena; quizá esta pendiente de las muchachas que salpican, ríen y gritan en la ribera opuesta.

Así describen al Mohán o Moján. A los hombres les ahuyenta los peces, les roba las carnadas y los anzuelos,

enreda las redes de pescar y ha llegado a voltear canoas repletas de pescado, e

incluso a ahogar a pescadores inexpertos. Se sabe de muchachas raptadas por el Mohán, que han aparecido en cuevas o río abajo, sus cuerpos hinchados esca-samente vestidos con bejucos. Aunque a veces se presenta cantando y tocando tiple, enamorado y tranquilo, fingiendo que repara una atarraya, ellas no

confían. Tantas cosas se han dicho del Mohán, tan terribles les han descrito su piel quemada, sus ojos desorbitados y encendidos, y la sonrisa enorme que deja al descubierto dos afiladas hileras de dientes de oro.

Las historias de terror han viajado por los caminos del río y la montaña, se han enriquecido y desbordado con la cultura de los pueblos ribereños; ya pocos recuerdan la leyenda del Mohán, un antiguo hechicero indígena que se escondió en la selva antes de la llegada de los españoles (Los Chibchas usaban el término “mojas” para referirse a los sacerdotes). Al presentir la crueldad de la conquista, el Mohán penetró en la espesura, y allí se convirtió en el espíritu de los ríos.

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Río de las cosas perdidas

D e repente, una ciudad pasa bajo el puente, o un cofre guardado por piratas que murieron antes de regresar a des-

enterrarlo, o el templo de un dios orgulloso, un trono en ruinas. Pero el observador (las manos en la baranda

que se mece, los ojos ocupados en alguna au-sencia), en un instante se distrae; y cuando

vuelve a ver, con mayor y nuevo asombro, no queda sino la espuma sucia, y la conciencia de que un día no habrá quien recuerde esa visión,

que no se sabe a ciencia cierta si correspondió a

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algo verdadero.

Los objetos que alguien dejó de buscar: la lámpara esperada en vano, la estatua que tuvo veloces alas de bronce, el anillo que en

tus dedos de niño puso el abuelo con la ilusión de que fuese para siempre, y otras piedras y metales que se clavaron en el tiempo como señales para regresar a los días memorables... todo se oye

como un vocerío informe de cascos y cadenas, río imposible de imaginar antes de que alguien lo recoja para sumar esos años a su breve paso por el mundo.

Entonces las cosas perdidas, aquellas que ocuparon vidas en

EL RIO DE LAS MUJERES LUNA

El Amazonas nace en la cordillera de Los Andes. Es uno de los ríos más largos (se disputa este título con el Nilo) y el más caudaloso del mundo. Se asemeja a un mar, pues en su desembocadura llega a tener tramos de cerca de 300 kilómetros de ancho. Hogar de los delfines rosados y de la flor más grande, la Victoria regia, con hojas circulares que alcanzan más de un metro de diámetro. La cuenca de este río es llamada el “Pulmón de la tierra” pues la mayor parte del oxígeno se purifica en ella. Los conquistadores españoles le dieron el nombre, por asociación con el de las míticas guerreras, cuyo nombre significa “sin un seno” o “mujeres-luna”. Existe también una versión que deriva el nombre de una voz indígena que traduce “barco destruido”.

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De lo que puede ser un río

U n río es un árbol; en sus ramas, o tal vez en sus raíces, tiene ojos de agua.

Árbol al revés, árbol caído, viene de lo alto y va hacia lo profundo. Sus frutos son

puertos en la memoria, ciudades blancas, y jue-ga el río con el orgullo de murallas que proteg-ían esas ciudades. Tiene flores también, y ellas

pueden ser animales muertos, largas embarca-ciones como rosas de peces; raíces gigantescas como florecillas inmortalizadas en las manos

del mundo. Todo ser humano puede iniciar su historia

con el nombre de un río, y luego nombrar su

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vida como un caudal que no se detiene mientras lo pretende apri-

sionar en su relato. Insignificante afluente del mundo, el hombre desemboca al nacer y al morir.

Un río siempre es un viaje, sea que uno pertenezca a esa vía fluvial, o siga el mismo destino de las aguas. Sea que uno quiera saltarlo porque desee olvidarse de la ribera de siempre. Un río sa-

be tanto de despedidas como sus viajantes. Procesión, barca pequeña, flecha perdida o la punta de una fle-

cha perdida en el corazón de la selva, el río es, por supuesto, la

“herida y la sangre que se pierde por la herida”. Siempre igual a sí mismo, aunque agostado, aunque seco, el

cuerpo del agua se sabe ante todo huella, y su memoria puede ser violenta.

Con seguridad, Heráclito el Oscuro sólo vio su sombra dividida

en los cristales del río, vio los colores opuestos de los peces desde el engañoso mundo de arriba, si tal mundo es posible, si existe

realidad fuera del río. Fundadora de ciudades de peces, la corriente es mano de alfa-

rero, golpe furioso sobre la piedra, constante esmeril de siglos.

Se han borrado civilizaciones fluviales, primeros frutos del Ti-gris y del Éufrates, del río Amarillo, Indo y Ganges. Se han perdi-do sus mapas y sus exploradores, pero los ríos siguen siendo se-

ñales. Hermosos artefactos flotaron sobre la piel del agua; otros, si no

hermosos, terribles. Vapores del Río Grande, dragas amarillas en

VICTORIA REGIA: LA NIÑA TRAS EL REFLEJO

DE LA LUNA. La Victoria Regia (“Irupé” en lengua indígena guaraní) es una planta cuyas hojas circulares alcanzan más de metro y medio de diámetro. Cuenta la leyenda que esta planta nació luego de que una niña indígena se lanzara en repetidas ocasiones al lecho de las lagunas aledañas al río Amazonas en busca de la luna, cuyo reflejo veía en el agua.

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LOS RÍOS DE LA MEDIA LUNA La “media luna fértil” formada por ríos Ti-gris y Eufrates (en la actualidad se denomina Al-Azirah: la isla) fue cuna de la primera civilización, la antigua Mesopotamia, cuyo nombre significa “entre los ríos”. Estos ríos cuales se unen en el Shatt al-Arab, y luego se vuelven a separar para desembocar en el golfo Pérsico. Junto a ellos nacieron, crecieron y murieron las ciudades de Nínive, Babilonia y Ur. En el libro del Génesis, uno de ellos es llamado el “Gran Río”, límite de la tierra que el Señor entregó a Abraham, donde mana leche y miel.

el Chocó, lanchas erizadas de metralla, telaraña de ríos, vele-

ros extraviados, canoas como arañas de brazos morenos.

Escribir el Libro de los ríos es aprender de sus nombres: tie-nen uno en su nacimiento, otro en su cauce medio, otro en su desembocadura, y el mar los bebe todos. Cada rama tiene

nombre propio, y los nombres de las ramas sumados, y sus caudales sumados, son el tronco de la vida, su nombre y su

caudal, y el mar los bebe. Como Sidartha, todos anhelamos un río junto al cual aden-

trarnos en la unidad, en la armonía de las cosas. Nuestra vida

es fluir desde el nacimiento, y desde antes del nacimiento, y también la muerte es una corriente presurosa.

Escuchemos el río de los astros, la forma inconmensurable

de figurarnos el tiempo, nosotros, seres de río y estrellas. Las corrientes suelen ser héroes, dioses, caballos, paredes, señales

imborrables, lugares eternos; los seres humanos desemboca-mos allí en muy corto tiempo. Calculemos las murallas que in-tentaron detener a los ríos, las montañas falsas y verdaderas

que pretendieron amedrentarlos. Un beso bastó para que se desbordaran, arrasaran vidas, hicieran invisibles las orillas.

En ese tumulto de aguas desbocadas, consideremos la vio-lencia del río. Los vientres mordidos de los desventrados, los caballos que flotan como una orgullosa balsa de podredumbre,

los árboles que tienen más fuerza que las piedras, y la abunda-

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da oscura que oculta a sus muertos. Conserve-

mos la instantánea del gallinazo rey, capitán de naufragio.

La realidad de mil rostros, el mismo pensa-miento confundido ante tantas puertas es a ve-ces un torrente donde nada puede distinguirse,

como no sea un cuerpo colosal, una realidad líquida que contiene todos los seres y movi-mientos. Vamos, sin orden, de los animales del

río a los puertos, tumulto de gritos que escapan del río y tienen su cauce en infinitos cuerpos,

tantas ansias que se tornan ininteligibles. Ya era ésta una empresa aterradora antes de

considerar los naufragios, la belleza de habita-

ciones negras y azules, los valses de los muer-tos, la hinchazón de los danzantes, ahora de

boca en boca, de vida en vida entre los peces. En el Libro de los ríos ha de hacerse cuenta

del lujo y los tesoros, de los espejos en que la

piedra se mira, y reflexionar acerca de la semilla y la sed, que una a otra se necesitan en todos

los seres que florecen. También en el sonido sordo, aquel que nos mantiene confiados en el camino, de camino, aunque el río haya muerto

hace tiempo para nosotros.

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Los meandros son letras dibujadas por dedos húmedos, mensa-

je que puede leerse en todas las superficies, y aun bajo la piel, en ese río invisible que nos recorre, nos mueve y nos abraza.

El libro debe hacer el inventario de los niños que caen al río y salen sonriendo, de los que tardan siglos en recobrar su sonrisa, y, por supuesto, de las bañistas desnudas que germinan a la luz

del sol y de los ojos. Palpemos la corriente: es un tejido de peces, rocas y árboles de arena en que los pájaros contemplan sus nidos a salvo. No se puede menos que detallar a sangre, lágrimas y si-

miente, y la íntima relación entre la luz y el agua. Preguntemos a todos por sus ríos, especialmente a quienes

hace poco navegan; soñemos ríos subterráneos u olvidados, aten-damos a esas barcas que hoy se acercan a nuestra orilla; sigamos al agua que cae, impetuosa, o se desliza en silencio entre laberin-

tos de raíces, arena o mar; entre laberintos de nubes y tiempo, hasta la estación donde al fin podremos reunirnos.

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Río extraviado de El Paraíso*

E n el principio eran los peces y los pájaros, y otros

animales hoy perdidos para siempre. Ya se había separado la noche del día; todos los animales del

río tenían luz propia y ardían.

Luego, manos de alfareros indígenas construyeron pue-blos de arcilla y fuego, de los que apenas se conservan ja-

rras y tiestos resquebrajados. Después de tocar tierra en este continente, las carabe-

las escalaron la cordillera. Se escucharon rezos y gritos,

manar de sangre con la complicidad del silencio. De esas semillas surgió la Ciudad de Arriba. Junto a la

* El 2 de junio de 2007 , el derrame de 10.000 barriles de petróleo en el río Pamplonita (Colombia), dejó sin agua a más de medio millón de habitantes de las riberas, especialmente a la ciudad de San José de Cúcuta, ciudad fronteriza entre Colombia y Venezuela.

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cinta del río, el camino se endureció hasta ves-

tirse de gris. Entonces se levantó la Ciudad de Abajo, donde todos parecen ir de camino.

El corazón de la tierra se sacudió para arrojar a la Ciudad de Abajo de su cabalgadura; pero la ciudad volvió a levantarse.

A mitad de camino entre los dos poblados, El Paraíso aún conservaba algunos de sus habi-tantes originarios, excepto la nutria gigante de

río que, desplazada hacia las jaulas de los seres humanos se convirtió en perro de agua, y luego

en nada, porque también pasaron por la vida quienes podrían recordarla.

Los habitantes de las dos ciudades iban de

visita, se encontraban, se abrazaban o se enve-nenaban cada cierto tiempo. Sin embargo, El

Paraíso insistía tercamente en la vida. Un día funesto, los seres humanos adelanta-

ron el juicio: trajeron la ambición, y la sangre

de la tierra hizo explosión precisamente en el jardín del Edén.

Las alas de las mariposas se ensuciaron de

aceite y piedras; sus escasas horas fueron can-celadas.

Los pájaros perdieron árboles, nido y cielo; el

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amanecer no se anunció con reclamos de pichones y trinos. Se

ahogaron el depredador y su presa. La serpiente agonizó en un caldo pestífero y de nuevo en El Pa-

raíso fue injuriada sin justicia. La lluvia de la muerte no se detuvo en la tierra, sino que avanzó

hacia el río. Escogió allí hermosas especies de peces: se hizo man-

cha y sombra para cerrarles el camino hacia la vida. No hubo misericordia para árboles que en los libros sagrados

fueron llamados “hermosos de ver y buenos de comer”. Sucumbió

la vida que latía entre la hierba, todos los seres que hervían entre el humus y los tallos verde pálido, y las semillas que reventaban

al abrigo de la piel de la tierra y en la superficie de su pecho pal-pitante.

En la puerta de Oriente se instaló un ángel horrendo: su espa-

da amenazante estaba hecha de maldad e ignorancia, y de la indi-ferencia de quienes se dicen buenos.

Fueron expulsados de El Paraíso seres del aire y de la tierra, del agua y del fuego; condenados todos bajo cargos ominosos: flo-recer en la tierra, navegar en el viento y las profundidades, brillar,

reptar, respirar y piar. El ángel impidió a todos los seres regresar hasta el árbol de la

vida y tomar de sus frutos eternos. Así fue como el río se extravió

de su jardín.

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EL LIBRO DE LOS RÍOS

SE IMPRIMIÓ EN LA

CIUDAD DE LOS ÁRBOLES

A LOS ONCE DÍAS DEL MES DE OCTUBRE

DE DOS MIL OCHO.