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Número 0 — Junio 2010 Revista trimestral dedicada a la creación literaria en Terror, Ciencia-ficción y Fantasía

Los condenados: moradores del Multiverso nº 0

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Revista trimestral dedicada a la creación literaria y centrada en terror, fantasía y ciencia-ficción.

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Número 0 — Junio 2010

Revista trimestral dedicada a la creación literaria en Terror, Ciencia-ficción y Fantasía

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Los condenados: moradores del Multiverso Revista trimestral dedicada a la creación literaria en Terror, Ciencia-ficción y Fantasía http://loscondenados.elmultiverso.com/ Ilustraciones: Portada: Jaume Roca (Oryx) Pp. 6, 44 y 62: J. Marcos Muñiz Fernández Pág. 51: José Gallardo (Odrayak) Pág. 66: Antonio Martínez Brosa

Los derechos de los textos e ilustraciones publicados en Los condenados: moradores del Multiverso pertenecen a sus respectivos autores.

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Sumario

Sumario .......................................................................................................................3

Presentación .............................................................................................................4

¿Por qué leer?.....................................................................................................5

Fantasía.......................................................................................................................6

Entre libros .........................................................................................................7

La larga espera .................................................................................................11

Una muerte de piedra .....................................................................................14

Terror .......................................................................................................................24

Isabel .................................................................................................................25

Ad Eternum.......................................................................................................32

Oculûs................................................................................................................38

Ciencia-ficción .......................................................................................................44

Estimado desconocido.....................................................................................45

La parca de los mundos...................................................................................51

Microrrelatos ........................................................................................................53

El jardín de Medusa .........................................................................................54

Acerca de los procesos de mediación en los conflictos laborales de

Banano3 o Un día cualquiera en la Galaxia 69 bis-a-bis ..................................55

Soñar es gratis..................................................................................................56

Anoche soñé que te mataba............................................................................57

Bajo el sol ..........................................................................................................58

Sospecha ...........................................................................................................59

Todos lo sabían.................................................................................................60

Pronto acabará todo ........................................................................................61

Más allá de las fronteras de la cordura ...................................................62

Un hambre extraña..........................................................................................62

El peor enemigo ...............................................................................................66

Los héroes De la Luz ........................................................................................73

Artículos ..................................................................................................................76

La Maldición de Hill House: crónica de una vivienda impía......................77

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Presentación

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¿Por qué leer? por Jorge Asteguieta

Tengo que confesarlo: soy un adicto. Sí, estoy enganchado a la lectura, soy libroinómano. Pero no os vayáis a preocupar, ¡yo controlo! Bueno, a decir verdad, la que controla realmente por mí es esta sociedad occi-dental; este modo de vida acelerada y estresante, que sin darnos cuen-ta nos vemos obligados a mantener. Aunque siempre intento robarle a cada jornada un trozo de su precioso tiempo, para conseguir así de esta forma saciar mi pasión: los libros, mi dosis de letras.

Y al plantearme este título, e intentando buscarle un por qué, una buena razón que justifique mi adicción; han sido una riada de respuestas a cada cual más convincente las que han inundado mi conciencia. En su conjunto llenarían unas cuantas páginas, pero como no es éste el propósito, voy a regalaros la que en cuanto apa-reció, sobresalió del montón triunfante…

Pero perdonadme antes un momento, como el requerimiento de extensión me lo permite, voy a realizar un humilde intento por do-tar este texto con un poco de emoción. Voy a escribir sobre senti-mientos, acerca de lo que yo mismo experimento al leer un buen libro, y que ni el cine ni la televisión, poniendo en ello todo su loa-ble empeño, han logrado.

Gracias a la literatura: he capitaneado colosales astronaves, he explorado y estudiado el universo a velocidades ultra-lumínicas, y todo esto con un realismo tal, que ni el más costoso de los efectos especiales, pienso conseguirá jamás.

He sentido la crudeza de la guerra, la magia que esconde el amor, aventuras y desventuras en los lugares más recónditos y es-peciales; cientos de sensaciones…

Y si yo lo he conseguido, seguro que vosotros también podréis. Tantas y tantas palabras esperando a ser sentidas.

Así que venga, ánimo. ¡Todos a leer!, ¡todos a sentir!, ¡di que sí! Ah, sí, es cierto, falta la respuesta, veréis: “Porque leer me hace ser mejor persona”. Parece corta y simple, pero encierra una extensa paradoja, una provechosa reflexión.

Y ya para finalizar, os voy a pedir un pequeño favor: puede que estas líneas no os hayan convencido, y es muy posible que conti-nuéis pensando que el leer es una pesadez; pero al menos intentad cada día ser un poquito mejor persona, transmitidlo, y veréis como entre todos sacamos adelante este loco mundo.

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Fantasía

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Entre libros por Virginia Pérez de la Puente

—Dame el talismán —suplicó Lucas.

—No. Yolanda ni siquiera levantó la mirada hacia el gato negro que se

sentaba en mitad de la sala, con los cuartos traseros posados sobre el viejo y desgastado parquet del suelo. Parapetada tras la inmensa pila de libros polvorientos, se ajustó las gafas sobre el puente de la nariz y siguió con una uña la vacilante línea de escritura, tan si-nuosa que casi parecía un mapa de carreteras nacionales en vez del códice más antiguo que había leído jamás. No necesitaba mirar a Lucas para saber que sus pupilas se habían dilatado en la casi com-pleta oscuridad de la biblioteca, y que sus ojos relucían como dos faros en la noche. Los faros de un coche que circulase por la sinuo-sa carretera que seguía su uña, cuya superficie pulida, cubierta de esmalte transparente, también reflejaba como un espejo la luz de la lamparita de mesa que había encendido para leer el libro.

De rerum demoniae, decían las enormes letras de la portada, con-vertidas, tras la desaparición del pan de oro, en un hermoso hueco-grabado practicado en el cuero viejo y manoseado. Yolanda llevaba meses buscando ese libro. Había puesto patas arriba toda la Biblio-teca de la Facultad de Historia, había aguantado las burlas de su jefe, de los becarios que hacían prácticas a sus órdenes e incluso de los simpáticos estudiantes que pasaban las horas muertas entre las altísimas estanterías repletas de volúmenes buscando libros para hacer trabajos de fin de curso o —la mayoría de ellos, a qué enga-ñarse— un rinconcito apartado y solitario para echar un polvo en-tre clase y clase.

Sonrió. A cuántos habría echado de la Biblioteca con cajas des-templadas después de encontrarlos en posición horizontal entre las estanterías de El Imperio Romano y Bizancio… No era que la moles-tase especialmente que fuesen a la Biblioteca a eso, habiendo tan-tos hostales en la ciudad; tampoco le molestaba que hicieran ruido, porque la mayoría eran bastante silenciosos, a decir verdad. No. Lo que hacía que su alma de bibliotecaria sufriera convulsiones cada vez que pillaba a una pareja en semejante postura era saber que no eran capaces de entender que el cigarrito de después se lo tenían que fumar en un sitio donde no hubiera tantos libros. Volvió a son-reír. Material inflamable entre material inflamable… Levantó una mano y se rascó la espalda. Todavía a veces le dolía el lugar donde el anterior encargado de la biblioteca la había golpeado cuando la

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pilló apoyada en la estantería de Los Reinos de Taifas mientras Ós-car tanteaba debajo de su falda.

—Dame el talismán. —No —respondió sin levantar la cabeza.

# Pues son múltiples los demonios, íncubos y súcubos, que pueblan la faz de la Tierra sin que nosotros lo advirtamos —tradujo mentalmente—. Sólo pretenden tentarnos, hacer de nosotros seres de carne, alimentarse de nuestras almas. Y sólo podemos protegernos de ellos de una manera.

La Iglesia habla de la fe. Nosotros sabemos que la fe por sí sola no es su-ficiente. Por eso nos condenan, y por eso nos persiguen. Y por eso nos arriesgamos a escribir en este libro nuestros mayores secretos, los hechizos que alejan de nosotros a esos demonios tentadores, la forma de procurar-nos una protección frente a ellos.

# Yolanda se quitó las gafas y se frotó los ojos.

—Cómo hacer talismanes —murmuró, demasiado asombrada pa-ra sentir cansancio pese a las horas que llevaba allí sentada, tradu-ciendo el horrible latín empleado por la persona de peor letra que hubieran visto las Eras. Lucas había tenido razón. El libro estaba allí, en su propia Biblioteca, cubierto de polvo y oculto por décadas y décadas de manuales de Historia acumulados. Ninguna base de datos recogía su existencia, pero allí estaba. Como había dicho él.

Suspiró y levantó la cabeza para mirar a Lucas, que en esos mo-mentos se lamía con ahínco la pata delantera. Él debió percibir su mirada, porque bajó la pata con lentitud, alzó la cabeza y movió las orejas expresivamente.

—Dame el talismán —suplicó una vez más. —No —repitió ella, volviendo a ponerse las gafas—. Todavía no

—añadió en un murmullo, y posó de nuevo el dedo sobre el perga-mino manchado por el tiempo.

# Sólo existe esa manera de protegernos de los demonios —rezaba el texto en un latín que más parecía un dialecto búlgaro—. Llevad, pues, siempre con vosotros uno de estos talismanes que os enseñaremos a hacer. Si uno os ataca, posadlo sobre su frente: su poder es tal que incapacitará al demonio hasta que el mismo talismán decida liberarlo del hechizo.

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Yolanda apretó la mano izquierda, y notó cómo las afiladas aristas del objeto se clavaban en la carne de su palma.

—De modo que esto es lo que te ocurrió —murmuró, más para sí que para Lucas—. “Incapacitará al demonio…” —Se incorporó para mirar por encima de la pila de libros y posó la mirada en los bri-llantes ojos redondos del gato negro. No pudo evitar echarse a re-ír—. Por Dios, qué imaginación más retorcida tenían esos tipos. “Incapacitará al demonio…” Desde luego, incapacitado estás —señaló con una sonrisa divertida.

El gato no le devolvió la sonrisa. Claro que sus labios no estaban hechos para sonreír.

—Dame el talismán. Yolanda se levantó de la silla y estiró la espalda con un movi-

miento lento. El suave crujido de sus vértebras la hizo suspirar de placer.

—No. Lucas la miró fijamente desde el suelo. Hizo un suave movimien-

to que sacudió todos sus músculos, que ondearon bajo su pelo como agua, y después, sin un sonido, sin esfuerzo aparente, saltó y se po-só sobre la pila de libros.

—Hace ya tres años que estás aquí encerrada —dijo, bajando de la pila hasta el libro que permanecía abierto sobre la mesa. Sus an-dares eran tan elegantes que no parecía moverse en absoluto, sólo fluir de un lugar a otro—. Tres años, desde que Óscar te mandó al diablo. ¿Recuerdas…? —Se detuvo ante ella y se sentó encima del libro—. Bueno —añadió—, él te mandó al diablo, y el diablo acudió.

Yolanda sintió un repentino escalofrío. Miró hacia atrás, pen-sando absurdamente que quizá se había dejado la ventana abierta; las cortinas estaban corridas, ocultando la luz de la Biblioteca a cualquiera que pudiera mirar hacia allí desde la calle.

—Óscar era un gilipollas —murmuró—. No me importa una mierda lo que digas de él.

—No me mientas —dijo Lucas sin dejar de mirarla fijamente—. Él te mandó al diablo, pero fuiste tú quien le abriste la puerta. Eso también lo recuerdas.

Lo recordaba. Aquel gatito abandonado en el rellano de la esca-lera… Yolanda le había dejado entrar, y no le había echado a la calle ni siquiera cuando él empezó a hablar.

—Óscar puede irse al demonio —rió Lucas, un sonido extraño proviniendo de un animal que, teóricamente, no sabía reír—. Tú y yo sabemos que si fui a verte no fue por él.

Fue por ti. Y por mí. Yolanda parpadeó. ¿Qué había dicho él, el ga-to, la primera vez que la miró de esa manera…?

Me has llamado, y he venido. No me iré hasta que tú me lo pidas.

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—Él se fue —dijo suavemente Lucas. Entonces, Yolanda tomó una decisión. Apretó una última vez el

talismán entre sus dedos, abrió la mano y, sin mirarlo, lo posó bruscamente sobre la frente de Lucas.

El gato empezó a temblar violentamente sobre la mesa. Los músculos se estiraron, las orejas retrocedieron, el pelo empezó a caer a mechones encima del libro abierto, su cuerpo entero vaciló y comenzó a estirarse y a encogerse horriblemente. Yolanda lo miró un instante, fascinada y horrorizada al mismo tiempo, hasta que su estómago fue incapaz de soportarlo y tuvo que cerrar los ojos.

Un siglo después, o quizá varios, una mano se posó sobre su hombro.

Abrió los ojos, temblorosa, y pestañeó. Y su mirada se encontró con la mirada verde de Lucas, los ojos de pupilas rasgadas de un gato, insertos en el rostro más atractivo que había visto en toda su vida.

Madre… mía, pensó, repentinamente acalorada, recorriendo con la vista las facciones regulares, el pelo intensamente negro y bri-llante como el del gato que había sido hasta un instante antes, los labios suaves, curvados en una sonrisa torcida. Más abajo, el hom-bre que había sido un gato estaba completamente desnudo. Se le escapó un silbido apreciativo al ver los músculos tensos, el abdo-men marcado, las piernas largas, el… eh… Cerró los ojos y tomó ai-re.

Lucas se bajó de la mesa y acarició su mejilla con una mano tan suave como su mirada. —No voy a irme —susurró él—. No hasta que tú me lo pidas. Mírame.

Y Yolanda tuvo que abrir los ojos de nuevo. No te pierdas esto, ton-ta, tonta…

— ¿Qué eres? —susurró ella—. ¿Un íncubo, o un súcubo? Lucas sonrió y se inclinó para posar los labios en su mejilla. Des-

pués, bajó lentamente hasta su barbilla. —Lo que tú prefieras —respondió contra su cuello—. No tengo

manías. Si quieres arriba, arriba; si quieres abajo, abajo. Yolanda tragó saliva. —¿Qué prefieres? —murmuró Lucas. Ella tuvo que abrir varias

veces la boca para contestar. Al tercer intento le salió la voz, aguda y temblorosa:

—E-El Imperio Tardorromano —musitó.

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La larga espera por José Manuel Fernández Aguilera

El silencio empezó a quebrarse cuando los pájaros más madrugado-res se hicieron notar. Con timidez al principio, con mala leche des-pués, pensó Albertus. Decidió que si iba a suicidarse tirándose des-de lo alto de la torre, como llevaba varias horas sopesando, apunta-ría hacia el nido de uno de esos mamones. El sol no aparecía, y es que cuanto más tiempo llevaba encerrado en la sagrada cúspide del renacimiento, más le daba la impresión de que la divina rueda del tiempo de Plas se había quedado atascada. Jacintómena seguía, sin embargo, con la misma postura y la cara de idiota expectante de hacía… ¿Veinte horas? ¿Treinta? Vete tú a saber. Intentó entrete-nerse contando el tiempo que su compañera de monasterio podía aguantar sin parpadear, pero desistió cuando llevaba unos doscien-tos segundos y la hija de su madre no había movido ni media pes-taña.

—¿Te has muerto? —preguntó Albertus, con cautela. Pensándolo bien, no sería una mala noticia. Tendría que bajar,

lleno de lágrimas, a contarle a los monjes de cabello blanco que su compañera la había espichado y que el rito debía ser suspendido. Pobre Albertus, menudo trauma habrá cogido. Calma, Albertus, ve a casa y descansa un par de semanas. Toma este saco de oro por las molestias Albertus…

Qué demonios, sería una noticia estupenda. Intentó tocar una de sus córneas con el dedo. El eco del bofetón

que Jacintómena le dio como respuesta hizo volar una bandada considerable de sus amigos cantarines.

—Concéntrate en el cáliz, Albertus. —se limitó a decir ella, con su siempre exagerado tono solemne.

—¡No puedo más! —gritó el muchacho, poniéndose en pie. Sus rodillas crujieron al unísono—. ¡Te das cuenta del tiempo que lle-vamos aquí sin hacer nada! ¡Es desesperante!

—Sin duda es típico de un animal de bellota como tú tildar de «no hacer nada» a ser el protagonista del mayor acontecimiento de la historia de la tierra de Chielios en doscientos años. Concéntrate en el cáliz, Albertus.

«Concéntrate en el cáliz, Albertus, concéntrate en el blablabla». Cada vez la odiaba más. Albertus se golpeó las piernas repetidas veces, para desentumecerlas y para desfogarse, a partes iguales. Se asomó por la terraza y divisó las verdes tierras de Chielios, que ahora aparecían grises salvo por la hilera de antorchas que iban

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desde la plaza de la ciudad hasta la torre de los cielos, donde ellos es-taban. Los pájaros se habían repuesto ya del susto anterior y volví-an a taladrar el amanecer con sus graznidos.

—El acontecimiento más importante de la historia de la tierra de Chielios es lo más jodidamente aburrido que he hecho en mi vida. ¡Estoy hasta mis péndulos de hombría de mirar al cáliz! ¡Necesito dormir, por la gloria de Plas!

—Albertus, Albertus… sabes que es tu misión como novicio vigi-lar el advenimiento del Fénix, y para eso es necesario que no qui-temos la vista de las cenizas del Santo Patriarca.

—¿Y no podemos hacer turnos? Yo vigilo un rato, luego tú otro, dormimos, comemos, en fin, ya sabes, cubrir nuestras necesidades fisiológicas y eso.

Albertus se recostó en la alfombrilla en la que debía estar de ro-dillas, y Jacintómena no tardó en reprochárselo con la mirada.

—Sabes de sobra que no podemos hacer eso, memo. Debemos es-tar los dos plenamente concentrados para controlarnos y evitar que, Plas no lo quiera, sucumbamos al sueño o al agotamiento y no haya nadie para bautizar al nuevo Fénix cuando este regrese. ¿Es que no has estudiado nada del protocolo?

—¡Pues claro que no! Me metí en el monasterio para conocer chicas. La religión del fénix molaba, desde fuera, claro. Monasterios mixtos, vino, orgías los primeros sábados de cada mes… ¡Pero cla-ro! Tiene que llegar mi primera semana y va y se muere el glorioso patriarca. ¿Cuántos años tenía? ¿Ciento veinte?

—Ciento setenta y ocho. Deberías estar agradecido del papel que vas a representar hoy. O mañana, quién sabe.

A cientos de metros bajo sus pies resonó el sonido de un cuerno, indicando el comienzo de un nuevo día. Albertus suspiró profun-damente.

—Jacintómena, por piedad, dime cuándo va a aparecer el paja-rraco. ¡Y no, no me lo estudié! ¡No pensaba que me iba a tocar, por Plas bendito!

La chica carraspeó un par de veces y luego adoptó su pose místi-ca, con la columna completamente recta y las palmas de las manos mirando hacia el techo.

—”Y cuando Plas decida saciar su apetito con el alma del Pa-triarca, su cuerpo será incinerado en las brasas del volcán de Jeno, sus cenizas serán depositadas en un cáliz de oro, y el cáliz será lle-vado a las nubes, y en ellas será vigilado por novicios hasta que el nuevo fénix renazca pasados tres”.

—¿Pasados tres qué? ¿Horas? ¿Días? ¿Digestiones? —preguntó Albertus con los puños apretados.

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—Pues no se sabe, el papiro de las profecías perdió el trozo del final en el gran incendio. Sólo nos queda esperar —contestó ella, encogiéndose de hombros—. Y bueno, lo que sigue es lo importan-te: “Y allí estarán ellos esperándole, concentrados en el cáliz, por-que la primera cara que el fénix vea será la del pueblo al que él to-mará como suyo, y el nombre que ellos le otorguen será al que res-ponderá por decenios en el campo de batalla”.

—Genial. —¿A que sí? El destino de Chielios está en nuestras manos. ¡Tu

nombre pasará a la historia! Albertus notó cómo una última gota caía sobre el vaso de su pa-

ciencia, provocando un tsunami. Se levantó, se puso delante de su compañera y cogió todo el aire que pudo.

—Concéntrate en lo que voy a decir, Jacintómena. Que le den al destino de Chielios, que les den a los monjes de cabello blanco y a sus tatarabuelos. Albertus va a coger esas escaleras y va a irse al pueblo a dormir, por lo menos un día entero. Luego se zampará una pata de cordero, bañada en dos litros de cerveza, a poder ser, y más tarde irá a buscar trabajo para poder pagarse todas las prostitutas que pueda de aquí al fin de sus días. ¡Y se acordará de ti, triste em-pollona, aquí sentada esperando mientras te arrugas como una pa-sa a que llegue el improbable día en el que le de por aparecer al in-fecto y jodido pajarraco!

Jacintómena se quedó perpleja, con la boca abierta y los ojos como platos. Un extraño resplandor dorado le iluminaba la cara. Albertus se dio la vuelta y casi cayó al suelo al ver al enorme loro de dos metros que agitaba sus alas donde antes había un cáliz con cenizas.

—¡JODIDO PAJARRACO! ¡JODIDO PAJARRACO! ¡AAAAACK! ¡JODI-DO PAJARRACO! —gritó el ave.

Albertus se sentó al lado de su compañera, agachando la cabeza todo lo que pudo. En una cosa había tenido razón, su nombre pasa-ría a la historia. Y con letras bien grandes.

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Una muerte de piedra por Ana Morán Infiesta

Aquel era el tercer cadáver petrificado que aparecía en las cercaní-as de Tandor en menos de una semana. No había dudas, Ella había vuelto; el mal del que siglos atrás les había librado aquel héroe ve-nido del otro confín del mundo había encontrado la forma de vol-ver de los fuegos eternos. Necesitaban un nuevo salvador, pero los jóvenes de Tandor y otras vecindades locales no deseaban correr ese riesgo. Los potentados locales ofrecieron joyas, tesoros de in-calculable valor; los terratenientes, ricas haciendas de tierras férti-les; el propio gobernador llegó a ofrecer la mano de la más hermosa de sus hijas para premiar a quien les librase del mar. De nada ser-vía. Ni el inmenso tesoro del rey D´Oc, que ocupaba diez cámaras de su inmenso castillo, hubiese sido tentación suficiente para aquellos mozos. Acostumbrados como estaban, a no librar más batallas que las que tenían lugar en las tabernas cuando la cerveza nubla el sen-tido y amarga el genio, la Criatura era una pieza demasiado grande para ellos.

Fútiles defensas les ofrecían medidas como los toques de queda o la obligación de desplazarse en grupo cuando las mujeres fuesen a las fuentes o los hombres a labrar la tierra. Los pétreos cuerpos otrora humanos seguían apareciendo. La bestia seguía turbando su descanso. Y lo peor de todo es que cada vez parecía acercarse más a Tandor. Cada noche los cuerpos aparecían en lugares más cercanos a la modesta Ciudad-Estado. El miedo crecía entre los conciudada-nos. «Sabe que nosotros pagamos por que la matasen la primera vez» se decían «viene a vengarse».

En sus camas, todos, rezaban a la diosa Veiss, patrona de los guerreros, rogando por un campeón. Un guerrero que no temiese a nada ni a nadie capaz de librarlos del mar que les atormentaba.

Un caluroso día de verano sus rezos encontraron respuesta o, al menos, eso parecía. Un forastero, un guerrero, llegó al pueblo. Me-día más de dos metros de altura y sus hombros parecían alcanzar similar envergadura. Los jóvenes miraban con admiración el enor-me y lustroso escudo y la imponente hacha de doble filo que el ex-tranjero portaba a su espalda. Su poblado bigote y su negra barba untada en cera hasta formar una curiosa perilla, evidenciaban que venía de las tierras del sur; tierras salvajes pobladas de aterradores animales, donde desde muy pequeños niños y niñas aprendían a manejar el hacha. Con voz tronante pidió ver al gobernador. «He oído que buscan un campeón. Con mi hacha he abatido criaturas

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con las que nunca podrían soñar. Leones que escupen fuego por sus fauces, pájaros capaces de comerse a un mamut de un solo bocado, lobos de tres cabezas y gigantes de un solo ojo. Yo destruiré a la criatura que os amenaza, a cambio me daréis aquellos que prome-tisteis a vuestros súbitos si salían victoriosos: La mano de vuestra hija, tierras y los más formidables tesoros de Tandor».

Aceptaron, qué otra opción tenían. La criatura estaba cada día más cerca, debían de salvar a sus hijos, a sus esposas, a sus padres; y bastaba con echar un vistazo al extranjero para saber que era el Salvador. Tal vez no fuese un joven apuesto y elegante como el Li-berador de siglos atrás, pero era fuerte y valiente, algo imprescin-dible para derrotar al mal.

Tres días más tarde sus ilusiones probaron ser vanas; un grupo de pescadores de la capital acudió, como todos los martes, al rio Torj a pescar truchas. Peces no llegaron a pescar pero si el cuerpo petrificado del guerrero sureño. Su rostro estaba contraído en una perpetua mueca de terror, su brazo derecho enarbolaba inane la imponente hacha.

Tras él llegaron otros forasteros al pueblo creyéndose capaces de acabar con el mal: Hechiceros, magos, aventureros bregados en mil batallas contra quimeras de todo tipo, incluso, algún cazador de dragones. Nadie pudo con la criatura. Hombres y mujeres (pues muchos eran los reinos donde las mujeres podían seguir la carrera de las armas) todos sucumbían a la mirada de la bestia. Todos apa-recían antes o después trasformados en estatua. De poco les servían a los magos y hechiceros sus sortilegios de protección; en vano usa-ron los aventureros talismanes supuestamente bendecidos por el éxito en mil batallas: nada de esto valía con la criatura.

Entonces, cuando las esperanzas de Tandor ya parecían perdi-das, cuando el goteo de aventureros parecía ya casi testimonial, llegó al pueblo una forastera. Llegó con el viento del sur, cargado de polvo y pesar. Ocultaba su rostro baja la holgada capucha de su gastada capa, cubierta por el polvo de mil caminos, que apenas de-jaba entrever los ropajes de la forastera. No obstante lo poco que los tandorianos pudieron observar les bastaba para determinar que la extranjera parecía provenir de todos a la par que de ninguno de los once reinos. La capa se parecía a la que usaban en las áridas lla-nuras del Sur, donde el sol castiga con justicia y los árboles brillan por su ausencia; la vara de madera en que se apoyaba, finamente tallada, provenía del boscoso reino de Nuberia, abundante en llu-vias y terrenos fértiles y cuna de los mejores tallistas de los Once. Los pliegues de la capa dejaban entrever unos dragones de plata enroscados a sus muñecas, solo se localizaban en Draco, un reino siempre expuesto a la amenaza de los dragones. Aquellos brazale-

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tes en concreto solo podían portarlos los mejores guerreros del re-ino o los forasteros que habían acometido alguna gran hazaña en Draco, tal como derrotar alguno de los reptiles escupefuego. De su cinturón pendía una espada de la que solo se veía la empuñadura que brillaba como el oro; el pomo lo engalanaba un gran Rubí, sím-bolo del más rico de los once reinos: Grandor, denominado así por el tono rojo agranatado que el reino adquiría al atardecer.

La mujer, sin desembozarse, solicitó con voz educada pero firme ver al gobernador en privado; hecho este último sin precedentes en un reino como Tandor, cuyo máximo gobernante desechaba el , os-tentoso , título de rey en pro del más discreto de Gobernador y donde todas las decisiones de importancia era tomadas por una asamblea popular. Ni que decir tiene que tan extraña sugerencia sorprendió a todos los conciudadanos de Tandor y aún más al pro-pio gobernante. Sin embargo, el tono de la mujer, aunque educado, no invitaba a llamarse a engaño. Así pues, en un acto sin preceden-tes en la historia del reino, el gobernador celebró una audiencia privada. Puesto que no había salón alguno preparado para tal me-nester, las audiencias tenían lugar bien en la plaza del pueblo o, si el tiempo no acompañaba, en la taberna, la visitante fue conducida al salón de costura del palacio. La forastera no se anduvo con ro-deos. «Sé que os acecha una gran amenaza y sé, también, que han acudido ante vos aventureros de todas los reinos que creían poder derrotarlo a cambio de los tesoros más incalculables de Tandor, incluida vuestra hija.» En este punto de la conversación la mujer desplazó la capucha de su capa hacia detrás, dejando al descubierto su rostro. Llevaba su larga melena castaño claro recogida en una prieta coleta, parecida a la de las guerreras que custodiaban los templos en honor a la diosa Veiss; su cara estaba lo bastante curti-da por el sol como para evidenciar una vida al aire libre y, también, que no siempre ocultaba sus rasgos bajo la gran capa; sus ojos do-rados parecían verdaderos pozos de sinceridad, la suya era una mi-rada que no mentía. «Yo no voy a presumir de poseer arcanos sor-tilegios de protección o espadas mágicas capaces de destruir qui-meras. Solo voy a asegurarle que puedo acabar con ella, y lo haré, pues mi espada ya ha abatido a alguna de sus hermanas». De todos los aventureros que habían prometido destruir a la bestia aquella mujer era la primera que afirmaba haber derrotado a seres simila-res. «Cuando deseáis poneros en camino» pregunto el gobernante. «No antes de cinco lunas. Esta criatura, como tantas otras, es más poderosa que nunca cuando la luna llena brilla en nuestros cielos, sería suicida intentar matarla ahora. Mientras tanto aprovecharé para prepararme para la batalla».

—¿Tenéis donde alojaros?

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—He dejado mi montura y pertenencias en una pequeña posada cercana.

—Conozco la posada —comentó en tono que intentaba ser neu-tro—. No es lugar para nuestra Salvadora. Seréis mi invitada duran-te el tiempo que tardéis en prepararos.

—Si es vuestro deseo, iré rauda a buscar mis pertenencias. Solo una cosa más, gobernador: Cuando derrote a la criatura no quiero más premios que aquellos que me deis de verdadero corazón —dijo con una firmeza que no aceptaba réplica—. No quiero joyas, ni tie-rras, ni que obliguéis a vuestra hija a nada.

Volvió a calarse la capucha y se encaminó a la posada a recoger su montura y sus posesiones. Tiempo después se sabría que pagó a la posadera con tres monedas de oro por las molestias que hubiera podido causarle su inesperada marcha. Una nimiedad, tal vez, para la forastera pero una verdadera fortuna para la prematuramente avejentada posadera.

El gobernador aprovechó la ausencia temporal de su futura campeona para comunicar a sus conciudadanos el resultado de su charla. Sorprendidos se hallaban estos ante la seguridad de la joven respecto a su victoria y, aún más, por el hecho de que no acudiese ante ellos con peticiones de grandes castillos o riquezas. Sin duda, concluyeron, se trataba de una verdadera enviada de los dioses. La más interesada por el resultado de aquella conferencia era Kay, la hija del gobernador. Su belleza podría rivalizar con el de la mismí-sima, Esmer, diosa de la belleza, del amor. Una cascada de rizos do-rados caía sobres sus hombros enmarcando un dulce rostro de pro-porciones perfectas y piel sin macula alguna. Sus ojos verdes como el jade eran el espejo de un alma bondadosa, de una joven que, pese a su inteligencia y edad, aún trataba de socorrer a los pajarillos heridos que se encontraba en sus paseos por los jardines del pala-cio. Tras la muerte de su querida madre dos años antes, cuando la joven contaba solo dieciséis primaveras, se había convertido en la consejera en la sombra de su padre; ella misma le había sugerido que ofreciese su mano en matrimonio, pese al riesgo de acabar desposada con algún personaje de baja catadura. El futuro de Tan-dor y la seguridad de sus gentes era lo primero. La actitud de la misteriosa forastera le causaba verdadera sorpresa pues, si algo había definido a los aventureros anteriores había sido su ambición, bien de fama, bien de fortuna.

La forastera regresó al cabo de pocas horas. Volvía a estar em-bozada, meses más tarde los Tandorianos comentarían que nunca habían llegado a ver el rostro de la Salvadora, y la acompañaba un pequeño pero resistente caballo negro. Iba cargado con infinidad de cosas: cantimploras, un gran escudo de plata, un extraño yelmo,

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un hato con ropajes; cualquier otro animal se hubiese hundido con tanto peso, sin embargo, aquel equino parecía indiferente ante la carga que portaba.

Se instaló en unas modestas habitaciones del gobernador y ape-nas cruzó palabra con nadie. Se pasaba las horas entrenándose en el patio de armas del palacio, siempre embozada. El tiempo que no pasaba entrenando o durmiendo lo pasaba con el gobernador, dis-cutiendo las condiciones del trato. De sus conversaciones destacó la siguiente.

—Debéis traernos la cabeza de la criatura —solicitó el gobernan-te—, para comprobar el éxito de vuestra misión.

—Me encantaría, excelencia, pero es demasiado arriesgado —negó con educación la forastera —, aún muerta la mirada de la bes-tia puede tornar en estatua a cualquier criatura. Estoy dispuesta no obstante, a que un voluntario, uno de vuestros súbditos o, incluso, vos mismo me acompañe para comprobar que cumplo mi cometido.

—Vuestra oferta os honra —concedió el gobernador—, más no sé si encontraré voluntario alguno dispuesto a acercarse al territorio de la Bestia, ni aún en calidad de observador.

Para sorpresa y pesar del gobernador cuando publicó el bando buscando voluntarios solo una persona acudió a su llamada: su dul-ce hija; sus instintos como padre le impelían a prohibir a la joven realizar tal temeridad, pues esta era menor de edad, pero su res-ponsabilidad como gobernante no le dejaba más remedio que en-viarla a la boca del lobo. Fue esta última la que prevaleció, la joven princesa que no ostentaba tal distinción sería la acompañante de la Salvadora.

Pasaron varias lunas antes de que los habitantes de Tandor, ya impacientes, viesen a las dos mujeres ponerse en marcha rumbo a lo desconocido. No obstante, pese a la impresión que pudiese cau-sar, la espera no fue vana ni en absoluto gratuita: aún debían dejar pasar dos lunas antes de ponerse en marcha, pues en ese momento los poderes de su enemigo serían menores y resultaría más sencillo derrotarla.

El día en que, por fin, ambas partieron para cumplir su respecti-vos cometidos sería conocido en Tandor , con el paso del tiempo, como el Día de la Luz. El sol brillaba en el cielo como si de algún modo presagiase que en aquella ocasión el bien triunfaría sobre el mal; la coraza y el escudo de plata de la salvadora arrancaban be-llos destellos que cegaban a los tandorianos que habían acudido a la plaza del pueblo a contemplar su partida; en el brillo de sus mira-das se podía observar el reflejo de una esperanza recién recobrada. La hija del gobernador ofrecía una imagen más discreta que la fo-rastera; un traje de montar azul y dorado, los colores de su casa,

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compuesto por jubón y calzones. Como protección un flexible cha-leco de cuero que usaba cuando practicaba esgrima y brazaletes del mismo material, usados en cetrería. Un atuendo algo pintoresco pero, sin lugar a dudas, práctico dadas las circunstancias.

Partían con las primeras luces del alba puesto que la jornada era larga y, en aquellos momentos del mes en que sus poderes se veían mermados, la bestia solo salía en busca de carnaza por las noches. Era menester arribar al impío santuario antes de que la oscuridad lo envolviese pues, antes de enfrentarse al enemigo habían de re-conocer el escenario donde habría de librarse la lucha.

A la tarde de aquel día arribaron a las ruinas de un castillo: la guarida de la bestia siglos ha y ahora. Antaño debía de haber tenido una muralla rodeándolo, pero el paso del tiempo unido al abando-no la había convertido en un tímido montón de bloques de piedra rotos y cuarteados. Los jardines del castillo era una oscura jungla de tétricos ramajes adornada con lo que parecían ser estatuas pero no lo eran; parecía un macabro remedo de jardín romántico. En lo que se refiere al castillo propiamente dicho hacía tiempo que la cu-bierta y buena parte de las paredes habían desaparecido; solo que-daban en pie el muro sur y una galería, amén de los posibles sóta-nos y pasajes subterráneos que este pudiese tener. Era el castillo donde siglos atrás habían gobernado los primeros reyes de Tandor, déspotas y sanguinarios, hasta que el castigo de los dioses cayó so-bre ellos; era, también la guarida de la criatura.

Se adentraron en las ruinas del castillo. En ocasiones, la guerre-ra cortaba con su espada parte de los densos ramajes para facilitar su marcha; en otras la princesa se detenía ante una de las petrifica-das figurar al sorprender en ellas rasgos familiares: los de aquellos aventureros y aventureras que nunca habían regresado a Tandor pero cuyos cuerpos nunca fueron hallados; nadie en el pueblo se había adentrado nunca en las ruinas. Por fin, llegaron a la galería que, a duras penas, aún resistía en pie. Optaban por llamarla gale-ría pero, realmente, se trataba de un estrecho pasillo que, proba-blemente hubiese llevado alguna de las cámaras de tortura del mo-narca. Ahora no llevaba a ninguna habitación, ya no, sólo a lo que parecía ser un antiguo ara. Si esta ocultaba o no algún tipo de pasa-je secreto no pudo saberlo Kay en aquel momento, pues la Salvado-ra decidió que ya había visto suficiente y era preciso desandar sus pasos.

—Nos apostaremos a ambos lados del inicio de la galería, la bes-tia habrá de pasar por allí —ordenó al regresar al inicio del corre-dor.

—¿Cómo estáis tan segura? —. A la hija del Gobernador tal ruta se le antojaba inverosímil.

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—Le gusta contemplar su jardín —la forastera exhibió una mue-ca semejante a una sonrisa—. Además nuestro olor la atraerá y, es-tando el resto del castillo derrumbado, este pasillo es el único lugar que nos proporciona cierta cobertura.

—En ese caso, ¿no buscaría la bestia la forma de cogernos des-prevenidas?— insistió, poco convencida con las afirmaciones de la extraña guerrera— , de atacar por otro lado.

—No —negó con la cabeza—. Creedme alteza —Kay a punto estu-vo de protestar por tal tratamiento—. La criatura ha de atravesar necesariamente este pasillo.

El tiempo comenzaba a echárseles encima, así que comenzaron los preparativos. La forastera entrego a Kay un escudo similar al suyo, aunque de menor tamaño, había ordenado al herrero del cas-tillo que bañase en plata uno de los viejos escudos que dormían, abandonados, en la vieja sala de armas del Palacio. Debía, le expli-có, sostenerlo de tal forma que, enfocándolo hacia el corredor, pu-diese ver a la bestia acercarse, cuando estuviese al alcance de su espada, Kay debía darle una voz de aviso. La forastera llevaría un yelmo que le cubriría los ojos. La joven heredera se sorprendió ante tan arriesgada maniobra y no pudo más que manifestarlo a su acompañante. Pero la única respuesta que obtuvo la dejó igual de insatisfecha «Es necesario que vos colaboréis activamente en la muerte de la criatura, ahora no puedo deciros el porqué, pero creedme es necesario que así sea».

El manto de la noche cubrió el castillo y con él a la circunspecta guerrera y a una aterrorizada Kay; la mano en que sostenía el escu-do temblaba ligeramente. Tragó saliva esperando lo inevitable. En-tonces lo olió; era un olor a humedad, a podredumbre. Nada se re-flejaba aún en el espejo pero algo parecía claro: la criatura estaba allí, despierta, y se acercaba por el pasillo. Contuvo el aliento. En-tonces, pudo vislumbrar algo. En otros tiempos debía de haber sido una mujer hermosa; ahora era una criatura de piel cuarteada y miembros retorcidos cubiertos con harapos. En su rostro enjuto destacaban una sonrisa cruel y una mirada fría, inhumana, capaz de helar la sangre. En lugar de cabellos, una miríada de serpientes coronaba su testuz. Avanzaba con lo que a Kay se le antojaba una irritante parsimonia, paso a paso, sobre sus piernas renqueantes. La joven contenía la respiración, ya no tanto por el hedor a cada momento más insoportable, como por la tensión del momento: sa-bía que el más leve error a la hora de dar la voz de alarma podría costarles la vida. Un hilo de sudor le cayó por la frente hasta me-terse por el cuello de su jubón; se estremeció involuntariamente. La criatura proseguía su avance, husmeando el aire como si de un pe-rro se tratase, sintiendo su presencia. Entonces Kay lo presintió,

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había llegado a la altura justa. Era el momento de gritar. Y así lo hizo. La espada de la Salvadora hendió el aire con fiereza segó pri-mero parte de los serpentinos cabellos del ser; después, cortó con estremecedora facilidad su nudoso cuello. La cabeza volteó en el aire durante lo que se le antojaron eones pero, probablemente, fue-sen segundos. Calló sobre las losas de la oscura galería con sonido fofo, repugnante. La guerrera se levantó y, con seguridad, avanzó a tientas por la galería hasta coger la cabeza por sus ofídicos cabe-llos. Kay vio la escena desde el reflejo del escudo, aún no se atrevía a desviar la vista de él. Contempló como la forastera se desprendía de su capa y envolvía con ella la repulsiva cabeza hasta formar un prieto hato que no dejaba nada a la vista.

—Ya podéis levantaros. Kay se levantó desentumeciendo sus brazos y piernas, aún atur-

dida por lo que había sucedido. —La Criatura está muerta, pero aún puede ser peligrosa. Necesi-

to que vayáis hasta mi caballo; colgada de su montura encontraréis una espada, usadla para hacer leña con los árboles del jardín.

La joven se dirigió rauda en dirección a los caballos. Solo tuvo que hurgar breve instantes en la cabalgadura de la guerrera hasta encontrar lo que buscaba. Era una espada en la que no se había fi-jado hasta entonces; a primera vista parecía bastante sencilla com-parada con el resto de los formidables objetos que la acompañaban. La funda era de cuero oscuro carente de decoración alguna. La des-enfundó. La hoja de doble filo, aunque brillante, carecía de singula-ridad alguna. No era demasiado larga ni demasiado pesada; podría decirse que era el arma ideal para que alguien como ella la pudiese blandir tanto a una como a dos manos.

Dejó de contemplar la espada y se encaminó a cumplir su mi-sión. Pudo comprobar que la espada, pese a su anodina apariencia, cortaba con precisión y facilidad los duros árboles. Cuando hubo reunido madera suficiente, hizo un hato, con una manta que había cogido para tal menester, y se encaminó a la galería. Allí la espera-ba la salvadora. Todavía sostenía en su mano la enfundada cabeza de la criatura, pero el cuerpo había desaparecido. Sin necesidad de intercambiar palabra alguna se encaminaron al lugar donde habían visto el ara. Kay pudo comprobar que esta había sido desplazada hacia delante dejando al descubierto una oquedad cuadrada lo bas-tante grande para que cupiese en ella, con holgura, un cuerpo humano. A su lado estaba el cadáver de la bestia. Rellenaron con las ramas el agujero y haciendo uso de un pedernal le prendieron fue-go. Cuando hubo suficiente llama arrojaron el cuerpo y la cabeza. Contra todo lo que cabría suponer, solo tardaron breves minutos en consumirse.

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Regresaron con sus monturas y descabezaron un breve sueño hasta que el día comenzó a clarear. Era momento de regresar a Tandor para comunicar el buen fin de su aventura. Pero la acción no siguió por los derroteros previstos. La Salvadora no cubriría el camino de regreso.

—¿Por qué no venís? —preguntó extrañada Kay—, en Tandor os esperan homenajes y riquezas, habéis salvado el reino y sabremos recompensároslo.

—No son riquezas lo que busco —la forastera miraba a la joven hija del gobernador de forma extraña, como si pudiese ver un su interior algo que la propia joven desconocía—. Ni tampoco home-najes o la gloria eterna. Rezasteis a la diosa Veiss pidiendo un cam-peón para Tandor y eso os he dado.

—Una campeona que no acepta sus honores… —No me habéis entendido —la guerrera comenzaba irradiar una

especie de luz propia. Kay comenzó a comprender—. Yo no soy la campeona, sino vos. Tal vez no lo sois hoy, ni tampoco lo seáis ma-ñana, pero sí en un futuro no lejano. Vuestro destino no será go-bernar ni desposar con un hermoso príncipe, pero traeréis gloria a vuestro reino de otro modo. Desenfundad vuestra espada.

—Kay de Tandor, la princesa que no era princesa, consejera de su padre y futura gobernadora de los suyos, o eso creía, desenfundó la espada con la que horas antes había estado cortando leña. Miró la hoja; había cambiado. En ella se podía ver una inscripción: por la gloria de Veiss nunca mancillaré esta hoja con la sangre del inocente.

—Llevadla siempre con vos, incluso, a vuestros viajes. Aprended a manejarla pues un día os será necesaria. Y, no os preocupéis, na-die salvo vos podrá verla tal y como es en realidad. Vuestro destino no ha de relevarse antes de tiempo.

La luz que irradiaba se hizo cada vez más intensa hasta que des-apareció en un estallido de claridad. Sus últimas palabras vibraron en el aire mientras su cuerpo se extinguía.

—A veces, los dioses escogemos a nuestros campeones de entre los mejores de los suyos; en los tiempos de oscuridad, hemos, ade-más, de inspirarlos.

Kay regresó sola a Tandor. Con el tranquilizador peso de la es-pada colgando de su cinto y las palabras de la Diosa aún bullendo en su confusa cabeza, se adentró en la Ciudad- Estado. Su llegada en solitario causo cierto estupor entre sus compatriotas, quienes al verla llegar sin compañía se temieron lo peor. Hubo de explicarles que la Salvadora, tras derrotar a la criatura, había decidido partir rauda a vivir otras aventuras. Pues muchos eran los lugares acosa-dos por terribles quimeras. No buscaba glorias ni homenajes pues, para ella, era bastante regalo librar a los indefensos del mal.

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Habló con tal convicción y tal pasión que convenció a todos de la verdad de sus palabras, incluido su padre. Nadie pareció fijarse en la espada que parecía tener el don de no ser vista.

Al día siguiente convenció a su padre para que contratase a un Maestro de un reino cercano para que la instruyese en el manejo de la espada. «Corren tiempos extraños le dijo. Tenemos que estar preparados». El gobernante, asintió tristemente, pues Tandor no era una nación que aprobarse el uso de las armas, y cumplió el de-seo de su amada hija; hubiese hecho cualquier cosa por ella. Esta nueva afición provocó sentimientos encontrados en sus futuros súbditos; unos los consideraron un capricho pasajero, más digno de conmiseración que de despreció; para otros, era una ofensa a los valores que hacían de Tandor lo que era; unos pocos, la admiraban en silencio. Lo que nadie se llegó a imaginar nunca, es que tan beli-cosa afición no era un mero divertimento sino una labor impuesta por los Dioses.

Pero, el objeto de esta crónica no era otro que narrar la segunda muerte de la Criatura. Si la profecía de la diosa llegó a cumplirse y la bella heredera se convirtió en una gran guerrera orgullo de Veiss o, si por el contrario su sino fue gobernar a los suyos, es materia de otras crónicas. ¿Quién sabe? Tal vez un día de estos pueda contár-selas.

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Terror

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Isabel por Diana Muñiz

Siento su fuerza a mi lado su voz temblorosa sonrisas salpicadas por dientes blancos y agudos, blancos y helados. Risa tenebrosa, ecos de muerte, reflejos de vivos.

Esta historia sucedió en uno de esos pequeños pueblos pesqueros que se adivinan desde las curvas de la carretera, con sus pequeñas casas embreadas para evitar la acción del mar —fuente de vida y muerte para la pequeña comunidad— y los pequeños embarcaderos con las barcas atadas. Así me sentía yo: como una pequeña barca amarrada a la puerta de una pequeña casa —deseosa de salir a mar abierto y temerosa de no volver— prisionera imaginaria de mis propias cavilaciones.

Isabel no era así, ella tenía el alma de un jilguero pero —como ellos— soñaba con el cielo a través de su jaula dorada. Pero su jaula no era la mansión de altos muros que se asentaba en lo más alto del acantilado y dominaba la bahía, no era el dormitorio de amplios ventanales por donde el sol amanecía cada mañana y saludaba con su dorado abrazo, no eran los ricos vestidos de seda traídos de otros países ni las fiestas de largo de la alta sociedad a la que per-tenecía. No, el mundo entero era su jaula y ella ansiaba volar.

Los volubles designios de la diosa Fortuna hicieron que ella y yo entabláramos una sólida amistad por encima de los prejuicios de las clases dominantes ¿Qué fue lo que vio en mí —una pobre pue-blerina hija de pescadores— que me hizo merecedora de su compa-ñía? Aún ahora, después de todo lo sucedido, una persona en mi interior —la misma que disfruta viendo una tormenta y escuchando los bramidos de la galerna— recuerda con nostalgia las horas com-partidas y siente una punzada de envidia al pensar que, tal vez, fi-nalmente consiguiera escapar de la jaula.

Aunque las funestas consecuencias de esta historia sucedieron un tiempo después, creo que es correcto suponer que todo comen-zó con la tormenta. No recuerdo una tormenta igual anterior o pos-terior a aquella —quizás porque inconscientemente magnifico la envergadura del evento—. Recuerdo el cielo iluminado por los ra-yos incesantes, el viento golpear los ventanales y el mar embrave-

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cido levantando amenazantes montañas de olas esgrimiendo ma-cabras sonrisas de dientes plateados. Recuerdo la congoja de mi corazón atenazado mientras observaba el horizonte y mordía los puños reteniendo el llanto por los seres queridos que se hallaban a merced de los elementos, y recuerdo como la desconocida de mi interior vibraba de emoción ante la majestuosidad del espectáculo —fiero sí, pero majestuoso— que nos brindaba la naturaleza. Fue entonces cuando lo vi. En aquel momento pensé que era un rayo —y probablemente así era— pero ahora, tras lo acaecido, no me veo capacitada para efectuar tal afirmación. Había una luz, desde luego, un camino luminoso que surgía de la oscuridad de la noche —como una saeta brillante— y terminaba en la mansión del acantilado. Permaneció durante un instante que pareció eterno y luego des-apareció. Nada que me hiciera pensar que no era un rayo y nada que me hiciera asegurar que lo era.

Al día siguiente la tormenta había desaparecido y no había que lamentar mayores daños que las barcas anegadas del embarcadero y el cenagal de lodo oscuro al que habían quedado reducidos cada uno de los caminos que cruzaban el pueblo. El sendero que cada día tomaba para ir a la escuela no era una excepción, al llegar al viejo edificio, mis zapatos habían canjeado el negro lustroso del charol por una capa de tierra húmeda que se desprendió en grandes blo-ques cuando los golpeé enérgicamente contra los escalones empe-drados de la entrada bajo la mirada inquisidora de una de las mon-jas que hacía las veces de maestra. No pude evitar dar un respingo cuando noté la fría mano de Isabel en mi espalda. Ella era tan dulce, tan bonita, su sonrisa era como la caricia del sol y sus ojos, dos ma-nantiales de agua clara. Sentí en mi corazón el pinchazo de la envi-dia pero fue una sensación fugaz, yo era tan menuda, fea y sucia que me sentía ridícula al sentir envidia de Isabel. ¿Acaso podía la mosca sentir envidia de la mariposa?

—Tengo que contarte algo, querida amiga— dijo con su voz de ruiseñor mientras subía los escalones con la gracia de un felino—, luego, amiga, luego. —Dijo y cruzó el umbral del viejo edificio de-jándome sumida en la expectación.

Y así permanecí, aguardando impaciente el momento en que las clases se interrumpieran y ella me contara su secreto. Y así pasaron los minutos, uno a uno. El tiempo proseguía su camino lentamente mientras yo contaba los movimientos del péndulo acompañada por el monótono murmullo de las explicaciones de la maestra.

Cuando llegó el momento en que acabaron las clases busqué a Isabel con la mirada y ella me respondió con una sonrisa. Vino co-rriendo con un ligero trote agitando sus dorados rizos con cada pe-queño salto y me sujetó las manos.

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—Ven. —Dijo y yo fui. De su mano hubiera ido al fin del mundo si ella me lo hubiera

pedido. Corrimos como dos colegialas entre la hierba verde todavía mojada de la noche anterior. Isabel reía —su risa era como una cas-cada, fresca y continua—, estaba eufórica. Nunca la había visto así. Isabel era hermosa, era vital, pero sobre ella se cernía siempre la sombra de los barrotes de su jaula dorada, pero en ese momento, en ese lugar, entre la hierba húmeda, Isabel estaba tan radiante que su luz ahuyentaba a cualquier sombra. Se sentó, todavía riendo, allí donde se acababa la tierra y el mar reclamaba sus dominios en-viando sus ejércitos desde el horizonte. A sus pies, las rocas, afila-dos bastiones defendiendo el continente. Yo contemplé la altura del acantilado sin un atisbo de duda y me senté al lado de Isabel que intentaba serenar el ritmo de su corazón desbocado.

—Estoy enamorada. —Dijo clavando en mí sus brillantes ojos azules. —¡Y él me quiere! ¡Me ama, me adora! ¡Soy tan feliz!— ex-clamó y me abrazó. No esperaba tal revelación y la noticia me pro-dujo sentimientos enfrentados. Yo era su amiga y no sabía nada de ningún él, nunca había habido ningún él hasta ese momento. Pero ella era tan feliz que no podía enojarme. Su abrazo era fuerte y sin-cero y sus ojos brillaban como nunca habían hecho. Ahora, con la distancia, pienso que a lo mejor no era su dicha la que confería a sus ojos tal resplandor. —Y quiere que me vaya con él, vendrá a buscarme en unos meses —continuó Isabel—. ¡Cielos! ¡Hubiera dado cualquier cosa por haberme ido en su caballo blanco, esta misma noche! Pero no, me ha dicho que todavía no estoy preparada, que tengo que esperar. —Isabel, ya no me miraba, fijaba su mirada en algún punto entre el cielo y el mar, o más allá de ambos. —Pero el dolor de la espera queda mitigado porque he podido hablar conti-go, mi querida amiga, más preciada que una hermana. Sólo tú pue-des comprender la dicha que embarga mi alma porque sé que él volverá y yo iré con él. ¡Mi príncipe! Llegó anoche —empezó a ex-plicarme cuando yo reuní el suficiente valor para preguntar quién era ese misterioso joven que la apartaría de mi lado—, durante la tormenta, montado en un enorme corcel blanco. Llegó a mi dormi-torio siguiendo la estela de un rayo y atravesó los ventanales. Me dijo que me había estado buscando y que por fin me había encon-trado. Y yo le amé, querida amiga, su voz…. sus ojos… su aroma… Me hubiera marchado con él sin dudarlo ni un instante porque al igual que él me había estado buscando yo sabía que iba a ser encon-trada.

No os podéis imaginar el escalofrío que recorrió mi cuerpo y erizó el vello de mi piel. En mi interior, la idolatrada imagen de Isabel caía cual muñeca de porcelana y se rompía en mil pedazos.

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Miré a mi amiga buscando un atisbo de esperanza, una señal que me hiciera ver que aquella conversación no había existido. Macabra broma del destino que arrebata la cordura al que todo lo tiene y me arrebataba a mí mi tesoro más preciado tornando en auténtico pavor la más grata de las compañías. No soy una persona valiente y tampo-co lo era entonces. Sólo aquella vez reuní el suficiente coraje para in-citar a que meditara sobre el significado de sus palabras. Sus ojos se anegaron de lágrimas y me miró como si la hubiera herido con la peor de las armas haciendo que me sintiera el ser más ruin y despre-ciable que había pisado la faz de la tierra o se arrastrara bajo ella.

# Pasaron los días que se convirtieron en semanas y se transformaron en meses. El frío invierno dejaba entrever la verde primavera cuan-do Isabel y yo volvimos a cruzar nuestras miradas. En todo ese tiem-po, ninguna de las dos intentó arreglar lo que se había roto, yo por vergüenza y miedo y ella… No sé lo que sentía ella, no sé los pensa-mientos que se formaban en su perturbada cabeza pero si en algún momento yo había sido un lazo que la amarrara a este mundo, había decidido deshacer el nudo y navegar más allá, quizás hacia donde la esperaba su príncipe. Aunque siguiera viniendo al colegio, no era la misma persona la que compartía nuestra aula. Había adelgazado, estaba demacrada, su pálida piel parecía aún más pálida si cabe —blanca como el papel— pero si algo había acusado el cambio en Isa-bel esos eran sus ojos. Isabel tenía unos ojos grandes, azules como el cielo en verano y brillantes como el agua bajo los rayos de sol, pero ya no brillaban. Sus ojos, con el paso de los días, habían perdido su luz característica y se habían tornado opacos como el cristal empa-ñado. No era más que un reflejo distorsionado de mi vieja amiga lo que ocupaba silenciosamente su pupitre.

Y luego llegó el olor. El colegio era un viejo edificio cercano a la parroquia del pueblo,

arañas y humedades ocupaban sus esquinas y el hálito marino se mezclaba con el inconfundible aroma del incienso y la cera quema-da. Poco después de aquella tormentosa noche, otro olor se expan-dió por las aulas. Es difícil saber cuándo se originó ni dónde se ini-ció, al principio apenas era un vaho que obligaba a arrugar la nariz y fruncir el ceño —como una presencia extraña que se advierte pe-ro no se observa— pero lenta e inexorablemente —como el agua que excava la roca— sin que nadie pudiera hacer algo para evitarlo, se extendió el inconfundible aroma de la putrefacción. En aquellas ocasiones en que soplaba la marinada y el salitre se superponía a todos los perfumes, parecía que no fuera más que el fruto de nues-tra desbocada imaginación. Pero entonces, el viento giraba y de

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nuevo la presencia de la podredumbre se apoderaba del edificio. Tal era el malestar reinante, que las monjas hicieron levantar parte del suelo y revisar cada una de las cañerías a la caza del animal muerto que desprendía ese nauseabundo olor. La búsqueda fue in-fructuosa, un par de ratones no podían causar semejante efecto. Parecía que la tierra se había abierto y los muertos se habían alza-do para expeler su fétido aliento sobre los vivos.

Me hallaba sentada en la cima del acantilado —respirando el ai-re limpio cargado de sal, mirando el batir de las olas a mis pies, sin-tiendo el azote del viento en mi rostro, libre del abrazo de la muer-te que reinaba en el edificio situado a mis espaldas— cuando llegó Isabel. El escalofrío que sentí en mi nuca delató su presencia, allí estaba ella, quieta, blanca y fría como una estatua de mármol. Miré a mi alrededor buscando desesperadamente otra compañía, un mo-tivo para alejarme de allí, y no vi nada. Me avergoncé de mis pen-samientos, ella era mi amiga y yo la había abandonado. Sin haber-las convocado, las lágrimas acudieron a mis ojos y me fue imposible retener el llanto.

—Te perdono —dijo Isabel con voz herida y, como hiciera aquella vez hacía meses, me abrazó. Cuando lo hizo, el frío atravesó mi piel y atenazó mi alma provocando una sensación de vertiginosa caída. Tan preocupada estaba por no perder la conciencia que apenas oí las pa-labras de Isabel murmurándome al oído—. Hoy es la noche. Él vendrá a buscarme y no habrá más dolor. No podía marcharme sintiendo que había perdido lo único que de verdad me ha importado, tu amistad. Por eso te perdono, amiga mía, más querida que una hermana. Adiós—. Acercó sus labios amoratados a mi frente y me besó. La sen-sación de frío se hizo más intensa y mi ser ahogó un grito de dolor al notar como cien estacas heladas se clavaban en mi corazón. El vértigo se acentuó y la oscuridad acudió a mi rescate.

Mi madre, que en paz descanse, era una buena mujer con escasa educación pero una aguda inteligencia, supo en seguida que algo no iba bien pero lo adjudicó a problemas femeninos agravados por mi mala alimentación, ya que yo llevaba un tiempo en que apenas comía nada que no me mandaran comer. ¿Cómo podía contarle la verdad? ¿Cómo podía contarle que no era mi cuerpo el que estaba enfermo, que era mi alma la que estaba herida y que ni siquiera era mi enfermedad si no la que devoraba la cordura de Isabel —como un gusano devora una manzana, dejándola aparentemente sin má-cula pero con el corazón negro— la que me mantenía en cama? ¿Cómo podía? Dejé que ella creyera lo que más racional parecía y yo, por mi parte, me empeciné en recuperarme para apartar de ella todas las preocupaciones.

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No había pasado ni un día desde mi último encuentro con Isabel cuando yo, desoyendo los consejos de mi señora madre, decidí abandonar mi lecho y retomar la rutina habitual. Me lavé la cara con agua fría y me miré en el espejo como cada mañana hacía —no por coquetería si no para comprobar que las legañas no poblaban mis pestañas y que el cabello quedara correctamente recogido tras las horquillas— y entonces lo vi. Al principio no me di cuenta, pa-recía una ligera mancha clara justo en el centro de mi frente, pero no había forma de que se la llevara el agua y allí estaba —perfectamente dibujada— la blanca marca de un beso.

Reprimí un grito llevando la mano a la boca y, cogiendo las tije-ras del costurero, corté mi oscura melena a la altura de los ojos en un gesto desesperado, como si ocultando su presencia pudiera ne-gar su existencia —aún hoy sigo haciéndolo, escondiendo tras pei-nados, sombreros y mentiras el beso gravado a hielo en mi frente—. Salí corriendo de casa ignorando la voz de mi madre que me pedía una explicación y corrí por el sendero hasta llegar a la escuela y entonces recordé a Isabel y me detuve pero, para mi alivio, ella no apareció.

Aquel día el sol brillaba y hacía un calor que hacía tiempo había-mos olvidado, aparecían las primeras flores de la primavera y todo olía a hierba verde. Ese día, la oscura presencia de la putrefacción que se había adueñado del edificio no hizo acto de presencia. Dedi-qué miradas furtivas al pupitre vacío de Isabel mientras mental-mente recordaba sus palabras. “Hoy es la noche”.

Tuve la mala fortuna de que la hermana que nos impartía las cla-ses me eligió para que llevara las tareas escolares a Isabel, arguyen-do que después de todo, éramos amigas. Quise decir algo para evitar mi deber pero no fui capaz de encontrar una excusa coherente a mi desazón y —al terminar las clases— me dirigí a lo más alto del acan-tilado, allí donde estaba la gran casa donde vivía Isabel.

Su madre —quien nunca había visto con buenos ojos nuestra amistad— me recibió en un mar de lágrimas y me abrazó desconso-lada. Entre explicaciones entrecortadas descifré el motivo de su desdicha: Isabel había desaparecido.

La fuerza de la sospecha me empujó a subir las escaleras de dos en dos, aunque ya sabía que por mucha prisa que me diera, ya era demasiado tarde. Entré en la habitación de Isabel —un cuarto grande en el que hubiera cabido toda mi casa—, estaba desordena-da: la enorme cama estaba sin hacer y los grandes ventanales esta-ban abiertos de par en par mientras las cortinas ondeaban en el centro de la estancia ululando como fantasmas blancos. Fui direc-tamente a la ventana y —aunque sabía que no me equivocaba— re-zaba por no descubrir lo que descubrí cuando me asomé. Abajo es-

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taba el mar, en su incesante combate contra las rocas, atacando sin tregua con espadas de espuma blanca. La madre de Isabel se asomó a mi lado y gritó, su grito desgarró mi alma, a punto estuvo de pre-cipitarse al vacío y así hubiera sido si yo no hubiera estado. Allí abajo, entre las negras rocas, destacaba la blanca tela del camisón que envolvía el cuerpo de Isabel.

No recuerdo cuando se llenó todo de gente, los sucesos se trans-forman en mi mente nublada y se mezclan los sonidos de sirenas, los llantos y las voces de personas desconocidas, pero recuerdo con nitidez la frase del forense hablando con un policía.

—¿Desde anoche? ¡No es posible! ¡Debe de haber algún error! ¡Ese cuerpo no es nada más que huesos y piel! ¡Esa chica lleva me-ses muerta!

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Ad Eternum por Sergio Macías

Se despertó sudoroso, con la promesa de un grito ahogado atenazan-do su garganta. Había soñado que estaba muerto. Tan real, había sido tan real, que el mero hecho de recordarlo ahora provocó que se es-tremeciera de manera involuntaria. Notaba la garganta seca y un fuerte dolor de cabeza hacía palpitar sus sienes. Le costaba respirar. Notaba el ambiente cargado y un extraño olor a humedad lo inunda-ba todo. La oscuridad era absoluta. Decidió encender la luz de la me-silla de noche y su brazo derecho chocó contra algo. Extrañado, em-pezó a levantarse y fue entonces su cabeza la que se golpeó. Dejó es-capar un grito, fruto más de la sorpresa que del dolor. Su corazón empezó a latir con más fuerza. Comenzó a palpar con sus manos. En-cerrado. Estaba encerrado en lo que parecía una caja de madera. “Un ataúd”, pensó, “es un ataúd”. “Estoy soñando”, se dijo, “es solo un mal sueño, es solo un mal sueño… ¡oh, Dios!, ¿y si no es un sueño? Tengo que salir de aquí”. Empezó a golpear el techo y a gritar pi-diendo socorro con voz ahogada. Una fuerte tos lo invadió. Cada vez le costaba mas respirar. Tuvo la certeza de que iba a morir allí. Siguió golpeando con más fuerza, y al fin el techo comenzó a crujir y a ce-der. Una avalancha de arena húmeda cayó sobre su cara casi as-fixiándolo. De manera inconsciente abrió la boca para gritar y la are-na le inundó la garganta, penetrando en sus pulmones. Murió entre estertores sin saber lo que estaba pasando o tan siquiera quién era o por qué estaba allí. Donde quiera que fuera allí.

# Se despertó sudoroso, con la promesa de un grito ahogado atenazan-do su garganta. Había soñado que estaba muerto. Tan real, había sido tan real que el mero hecho de recordarlo ahora provocó que se es-tremeciera de manera involuntaria. Intentó levantarse de la cama y su cabeza golpeó contra algo. El pánico se apoderó de él. ¿Dónde es-taba? ¿Qué es lo que ocurría? Se encontraba encerrado. ¿Pero ence-rrado donde? Palpó en la oscuridad con sus manos. Una caja. Parecía una caja. ¿Cómo había llegado allí? ¿Acaso no había sido un sueño? ¡Había sido un sueño!… Dios, tenía que haber sido un sueño. Empezó a golpear con todas sus fuerzas mientras intentaba gritar pidiendo ayuda. De su boca apenas si salió un leve graznido. La imagen de una montaña de tierra cayendo sobre él y penetrando en sus pulmones, ahogándolo y arrancándole los últimos vestigios de aire se apoderó

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de su mente. Nervioso, apartó el pensamiento traidor. Después de lo que pareció una eternidad el techo comenzó a crujir y a ceder. Una avalancha de arena húmeda le cayó sobre la cara asfixiándolo. Aguantó la respiración y, luchando contra la histeria que amenazaba con apoderarse de él, siguió golpeando con sus manos, ignorando el dolor que los cortes provocados por la madera astillada le producían. Después de un tiempo, que no supo si fueron segundos o minutos pero que parecieron horas, consiguió salir a la superficie. Las manos primero, la cabeza después, luego el torso y finalmente las piernas. Se arrastró a un lado del agujero del que acababa de volver a la vida y se quedó tumbado allí, intentando recuperar el aliento.

Cuando su corazón empezó a latir con más calma intentó incor-porarse. Las piernas le fallaron la primera vez y cayó al suelo. Lo vol-vió a intentar de nuevo, con más cuidado esta vez, usando sus manos para apoyarse en la tierra húmeda. Una vez de pie miró a su alrede-dor. Era noche cerrada y se encontraba en un cementerio. ¿Cómo había llegado hasta allí? La irrealidad de la situación lo superaba. Dormido, estaba dormido, se repitió a si mismo, y en verdad, había cierta cualidad etérea en el ambiente, como si de un sueño, no, más bien una pesadilla, se tratara. Intentó gritar pidiendo ayuda, pero el grito se ahogó en su garganta. Una tos ronca y seca lo invadió y se dobló sobre el vientre boqueando en busca de aire. Le dolía el esto-mago y sintió una punzada de hambre. ¿Cuándo hacía que no comía? Intentó recordarlo pero no pudo. No conseguía recordar nada. Inclu-so algo tan simple como su propio nombre se le escapaba: ¿Cómo se llamaba? ¿Luis? ¿Pedro? ¿Javier? Ninguno de esos nombres le trans-mitía nada. Tan solo eran sonidos sin un significado concreto. Nada tenía sentido. Miró la lapida que se alzaba sobre el agujero que mo-mentos antes había excavado con sus doloridas manos. Era lisa. Nin-gún nombre, ninguna fecha, ningún indicio que le pudiera orientar sobre quién era o qué estaba haciendo allí. Confundido y desespera-do, comenzó a mirar con mas detenimiento a su alrededor. Podía ver las lapidas de algunas otras tumbas a su alrededor. Todas ellas lisas como la suya. Estatuas de ángeles parecían observarle curiosas desde la distancia, aunque presentía algo extraño, casi macabro en sus mi-radas. Viejos árboles de grueso tronco y hojas marrones y resecas, rodeaban el cementerio. Una fina neblina lo inundaba todo. Notó la humedad en el ambiente y sintió un escalofrío. Una particular sensa-ción de déjà vu pareció envolverle. Le resultaba todo extrañamente familiar ¿Había estado antes en aquél lugar? ¿En el entierro de algún familiar? Si había sido así no lograba recordarlo. Un nuevo escalofrío le recorrió la espalda y se abrazó a si mismo sintiéndose desampara-do. Decidió que tenía que salir de allí. Tenía que buscar ayuda. Co-menzó a moverse, y entonces, algo captó su atención: entre los árbo-

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les marchitos observó uno del que colgaban unos pequeños frutos. Volvió a sentir una punzada de hambre, mucho más fuerte que la anterior. ¿Cuándo había comido por última vez? Se acercó al árbol con paso tembloroso y a medio camino paró en seco. Le invadió una sensación de ser observado. La neblina que lo envolvía todo empezó a hacerse más gruesa por momentos. Desanduvo su camino y se acercó hasta la estatua más cercana, la de un ángel de extraña sonri-sa. La figura estaba subida en un pedestal de un metro de altura que reposaba a su vez sobre una pequeña superficie de mármol. Tenía una postura piadosa, con las manos en señal de oración, pero había algo que estaba mal con su mirada: no era beatífica. Era una mirada maliciosa, desprovista de toda bondad. Parecía sonreír, sí, pero con una sonrisa cruel y malévola, como si el ángel fuera conocedor de algún horrible secreto del que él no era participe. Se sintió incomo-do. Decidió alejarse de la estatua y buscar una salida de aquel lugar. La neblina era cada vez mayor, condensándose en forma de agua en el suelo de mármol sobre el que descansaba el pedestal. Dio un par de pasos, y al tercero, su pie resbaló sobre el mármol y su cuerpo cayó hacia atrás. Su cabeza golpeó con fuerza contra el pedestal produ-ciendo un ruido fuerte y seco. Antes de que su cuerpo llegara al suelo ya estaba muerto.

# Se despertó sudoroso, con la promesa de un grito ahogado atenazan-do su garganta. Había soñado que estaba muerto. Que lo habían ente-rrado y que al intentar salir había muerto asfixiado por la tierra. Tan real, había sido tan real que el mero hecho de recordarlo ahora pro-vocó que se estremeciera de manera involuntaria. Fue al intentar levantarse a por un vaso de agua para aliviar la sequedad de su gar-ganta cuando se dio cuenta de que estaba encerrado. Lo invadió el pánico e intentó calmarse y tranquilizar los latidos furiosos de su corazón. Tanteó con las manos lo que sabía que era la tapa de un ataúd y empujó y golpeó con fuerzas. Notó una gran resistencia, pero no cejó en su empeño. Cuando finalmente consiguió hacer mella en la tapa, aspiró fuertemente y aguantó la respiración mientras la are-na lo inundaba todo. Después de un rato que bien podría haber sido una eternidad consiguió salir a la superficie. Se dejó caer sudoroso y jadeante, los pulmones al rojo vivo, cada inspiración para coger aire un suplicio. Cuando consiguió recuperarse lo suficiente se incorporó y miró a su alrededor. Era de noche, y la vista, de alguna extraña manera familiar de un cementerio, se extendía ante él. No tenía con-ciencia de quién era, ni de cómo había llegado allí. ¿Cómo se llama-ba? ¿Qué había pasado? ¿No había acaso alguien que lo estuviera buscando? ¿Familia? ¿Mujer? ¿Amigos? ¿Hijos? ¿Cómo era posible?

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Debía de haber una explicación. Se le ocurrió que debía haber sufrido un accidente y por eso no podía recordar nada. Una conmoción. Eso era. Pero entonces,… ¿Por qué lo habían enterrado? No estaba muer-to. ¿Cómo era que nadie se había dado cuenta? ¿Cómo era posible que enterraran a alguien vivo? Era una locura. ¿Acaso estaba soñan-do?… Pero dudó de que ése fuera el caso. Todo se sentía demasiado real. Miró a su alrededor intentando encontrar una salida. Sus ojos se posaron sobre un viejo árbol de ramas ennegrecidas de las que col-gaban algunos frutos de aspecto marchito. El hambre empezó a acu-ciarle, desbocada y salvaje, haciéndole palpitar el estómago, y se di-rigió con pasos temblorosos hasta allí. Agarró uno de los frutos y lo observó durante unos segundos. Era pequeño pero pesado, ligera-mente redondo y blando al tacto. De color marrón apagado, des-prendía un olor ligeramente dulzón. Una alarma sonó en su cabeza avisándolo de que no lo comiera, pero ante el olor su estomago gru-ño con fuerza. Acalló sus inquietudes y dando un gran bocado mor-dió el fruto que sostenía entre sus dedos. Un líquido espeso le llenó la garganta y resbaló por las comisuras de los labios. Era un sabor amargo y desagradable y notó una sensación rara en el interior de su boca. Hizo el intento de escupir y al bajar la vista vio unos gusanos, grandes y blancuzcos, retorciéndose en el interior del fruto que había mordido segundos antes. El corazón empezó a latirle con fuer-zas, desenfrenado, pugnando por salírsele del pecho y una sensación de asco se apoderó de él. Sintió el trozo que estaba intentado escupir atorado en su garganta. Intentó expulsarlo con más fuerza, pero pa-recía encallado e impedía el paso del aire hasta sus pulmones. Cada vez le costaba más respirar. Se llevó las manos a la espalda y empezó a manotear de manera desesperada intentando golpearse, pero sin éxito. Su rostro se puso colorado al principio y morado después. Se aferró el cuello con las manos mientras caía al suelo, casi sin fuerza ya, intentando aspirar alguna bocanada de aire que llevar a sus pul-mones. Lo último que pudo ver mientras perdía la conciencia y la muerte lo envolvía fue la cara marmórea de un ángel sonriéndole con malicia desde arriba.

# Se arrastró casi sin fuerzas del agujero que acababa de cavar con sus propias manos, doloridas y llenas de cortes y arañazos. Había desper-tado dentro de un ataúd sin tener conciencia de quién era o cómo había llegado allí. Una extraña sensación de terror se apoderó de él y un terrible pensamiento cruzó por su mente: nunca saldría de allí. Donde quiera que fuera allí. Apartó el pensamiento, y cuando se sin-tió con fuerzas suficientes se levantó. Vio que se encontraba en un cementerio. Era noche cerrada, no había estrellas en el cielo y una

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fría neblina lo envolvía todo. Observó cauteloso a su alrededor, per-cibiendo una trampa en cada esquina, un peligro en cada rincón. Apenas se preguntó por un instante quién era o cómo había llegado allí. Se obligó a ignorar las punzadas de hambre que emergían de su estomago, y con paso prudente empezó a buscar una salida de allí. Lo único que tenía claro es que debía salir de allí. No dejaba de mirar a su alrededor intentando prever cualquier contrariedad aun sin saber el motivo por el que lo hacía. Atravesó numerosas tumbas y mauso-leos. Lápidas lisas sin ninguna indicación sobre quién reposaba allí. Estatuas de ángeles de mirada obscena repartidas por doquier pare-cían observarle a medida que se abría camino. Tras andar durante un largo rato consiguió llegar a un muro del cementerio. Miró a ambos lados y vio que éste se extendía en las dos direcciones hasta perderse en la distancia. Levantó la vista: el muro era de piedra y tenía unos dos metros de altura. Acababa en unas rejas de acero terminadas en forma de lanza de aspecto afilado. Tras deliberar unos segundos de-cidió caminar hacia la parte derecha del muro. Anduvo durante lo que le parecieron horas, pero el muro no parecía tener fin. Cansado, decidió detenerse e intentar trepar hasta el otro lado desde donde se encontraba. Buscó un punto de apoyo desde el que impulsarse y cuando lo encontró, colocó su pie izquierdo sobre él y haciendo fuer-za se lanzó hacia arriba. Consiguió agarrar con una mano una de las rejas y apoyó la otra mano sobre la parte superior del muro haciendo fuerza con el brazo para terminar de alzarse. Una vez arriba se ba-lanceó en precario equilibrio e intentó observar lo que había más allá del cementerio. La niebla era allí completamente espesa y no podía ver nada, pero supuso que debía haber algún rastro de población cerca. Se preparó para cruzar al otro lado. Las rejas eran mas alarga-das de lo que había pensado en un primer momento, llegándole hasta algo más arriba de la cintura. Pasó con gran esfuerzo primero una pierna y de puntillas inclinó el cuerpo un poco hacia delante para ayudarse a cruzar. De repente, la roca sobre la que tenía apoyado el pie derecho se desmoronó ligeramente dejando caer algo de gravilla al suelo. Perdió el equilibrio y cayó hacia delante. Sintió el filo de una de las rejas, similar al de una navaja penetrando profundamente en su estómago. Intentó forcejear para desincrustarse pero la verja pa-recía estar pegada a él y solo consiguió expandir la longitud del cor-te. Notó la sangre espesa que empezaba a caer al suelo y ahogó un gemido. El dolor era casi insoportable. Se sentía cada vez más débil. La herida empezó a hacerse más amplia y parte de los intestinos abandonó la calidez de su refugio y se esparció sobre las rejas ahora sanguinolentas. Empezó a perder la conciencia dejándose caer cada vez más. El dolor pasó a ser poco más que una palpitación a medida que la vida abandonaba su cuerpo. Su cabeza se inclinó hacia delante

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y su ojo derecho entró en contacto contra la punta de una de las re-jas. Hubo un leve momento de resistencia antes de que la punta pe-netrara a través de él. Un líquido de apariencia acuosa escapó del ojo resbalando despacio sobre la reja.

# Amanecía. La niebla casi había desaparecido; apenas si quedaba un pequeño vestigio de ella aquí y allí. El cielo estaba encapotado y no había rastro alguno de la luz del sol. El viejo sepulturero se acercó con paso trabajoso hasta el muro, levantó la vista y dejó escapar un suspiro de resignación. “Una muerte de las sucias” pensó con des-agrado, mientras observaba el cadáver sin vida clavado en lo alto. Ahora le tocaba sacar el cuerpo de allí arriba, llevarlo hasta su tum-ba, desenterrar el ataúd, repararlo, volver a depositar el cuerpo, cambiar la tapa y volver a cubrirlo todo con tierra. “¿Y para qué?”, pensó con resignación. Solo para que esa noche aquel pobre desgra-ciado volviera a despertarse y luego morir, posiblemente de forma más horrible que la anterior. El cementerio se aseguraría de ello. Y así cada noche, cada maldita noche durante mil muertes. Porque to-dos y cada uno de los que estaban allí tenían algún pecado que ex-piar. Y ésa era su penitencia. No se demoró demasiado en esos pen-samientos. La mañana avanzaba deprisa, el cementerio era muy grande y todavía le quedaban muchos cuerpos por enterrar antes de que anocheciera.

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Oculûs por Miguel Puente Molins

—Es ese —le susurró Paula al oído—, el del traje negro y gafas de cris-tal blanco.

—Lo imaginaba más alto —respondió Marta mientras sacaba brillo a un vaso largo—. Tienes razón, parece triste.

—¿Parece? Mírale bien. Está en las últimas. Hace más de cinco años que trabajo en esta cafetería y todos los viernes se arrastra has-ta aquí y se sienta en la mesa de la esquina. Siempre en esa mesa. Si está ocupada, espera, pero no creas que se dirige a la barra. No, que va. Espera fuera hasta que queda libre, entonces entra y se sienta, sin decir nada, sin hablar con nadie, como un fantasma. A mí me pone los pelos de punta. Y esas gafas. Fíjate bien. Los cristales son de color blanco. ¿No es extraño? Te juro que hubo una temporada que estuve obsesionada con esas gafas. Las busqué por todas partes. Cuando en-tras en una óptica y preguntas por unas gafas de cristal blanco la gente se te queda mirando como si fueses idiota. Es un tipo muy raro —dijo para terminar, después se dirigió a la caja y, con la inercia de la costumbre, despachó dos cafés con leche, un cortado y una caña.

Marta se quedó pensativa, observándole. La mesa de la esquina era la menos iluminada. Hasta ahora no se había dado cuenta pero todas las mesas del local tenían la misma separación entre ellas. To-das menos una que estaba un poco más alejada, como medio metro, no más. Lo suficiente para sentirse fuera a pesar de estar dentro. Tal vez por eso prefiriese aquella mesa. Estaba sentado casi de espaldas a ella, mirando a la gente de la calle, o quizás las luces del semáforo, o la farola de estilo neogótico que acababa de poner el ayuntamiento a lo largo de toda la vía. Desde su posición no podía precisarlo, sin em-bargo tuvo la certeza de que en realidad no miraba nada, en realidad tenía la vista perdida en un punto que sólo él podía ver. Un punto más allá de cualquier cosa.

—No le mires así que se va a dar cuenta —le recriminó Paula al volver a su lado—. Aunque sea algo rarito es el cliente más fiel que tenemos, y no están las cosas como para espantar a los asiduos, ¿no crees?

—¿Cómo se llama? —Jacob. Es judío, ¿sabes? Y, según me contó Paco, está podrido de

dinero —Paula le contempló con una mueca desagradable—. Pobre niño rico.

—¿Puedo atenderle yo? —preguntó cogiéndola por sorpresa.

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—¿Estás segura, niña? —. Marta no respondió. No, no estaba segu-ra—. Está bien —dijo con severidad—. No creo que le importe. Ade-más, así te curtirás en el ancestral arte de sostener una bandeja —. Marta dejó escapar una risita infantil mientras juntaba las palmas de las manos entusiasmada—. Cómo se te caiga la bandeja la liamos.

—Voy a preguntarle qué quiere. —No hace falta. Siempre pide lo mismo: té con mantequilla salada

—dijo con un bufido—. La gente rica no sabe qué hacer para sentirse distinta. Ve a por la bandeja de plata, aquella con esos adornos tan rococós, que el té ya lo preparo yo.

Marta se dirigió a la trastienda con pasos cortos y rápidos. Cogió la bandeja y la sostuvo con las dos manos observando su propio re-flejo juvenil y desenfadado. Estaba un poco sucia debido a la oxida-ción del propio metal, así que la limpió con un trapo asegurándose de frotar bien en las esquinas para que pareciese recién forjada. Cuando salió, el té ya estaba listo.

—Sólo tienes que llevárselo. Déjalo en frente suya, ni muy alejado ni muy cerca del borde, y vuelves aquí. No le hables a no ser que te hable primero. ¿Entendido? —Marta asintió con la cabeza, colocó el té en la bandeja y se acercó a la mesa de la esquina con lentitud con-tenida. A medida que se acercaba pudo verle mejor: tenía el pelo ne-gro y brillante de no lavarlo, la piel amarfilada y barba de varios días. Vestía un traje negro que le llegaba a los tobillos y que, a pesar del calor que debía darle, no se había quitado. Con una mano tambori-leaba la mesa, absorto, ausente.

—Hola —dijo, y al momento se mordió los labios. Jacob giró la ca-beza para verla. Por primera vez pudo distinguir sus ojos a través de la blanquecina nube de los cristales. Los contornos se difuminaban con rabiosa precisión obligando a imaginar, más que a visualizar, las córneas de brillo húmedo, casi lechoso; el iris verde claro, muy claro, de una tonalidad dudosa, sucia, confusa; las pupilas gris oscuro, me-jor perfiladas, dilatadas, ansiosas. Jamás unos ojos le habían inspira-do tanta tristeza.

—Hola, Marta —el sonido de su nombre la sobresaltó. ¿Cómo lo sabía? ¿Se lo habría dicho Paula? No, imposible. Nadie había hablado con él en más de cinco años.

—¿Quién te dijo mi nombre? —preguntó mientras le servía el té tal y como Paula le había indicado.

—Nadie —la respuesta la puso nerviosa. Se imaginó a una persona obsesiva, paranoica, que tiene que averiguar la vida de toda la gente de su entorno para sentirse seguro. Un millonario excéntrico que siente poder al conocer todo lo que pueda de los demás sin contar nada de sí mismo. Un loco con dinero—. Es difícil de explicar pero si te sientas a mi lado estoy dispuesto a contártelo.

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—La bandeja… —Déjala en la mesa —ordenó con voz hueca, carente de melodía—.

No molestará —. Marta no supo qué hacer: si le ignoraba podía enfa-darse y no volver, y la despedirían por ello; si se sentaba… Nadie se sienta a charlar con un cliente. También la despedirían. Sin embargo, la curiosidad por saber más inclinó la balanza. Un personaje como Jacob, ¿qué podía saber? ¿Qué podría contarle? Marta se sentó con la cabeza baja y la certeza de que se estaba jugando el puesto. A pesar de su atrevimiento tuvo que hacer un esfuerzo para levantar la vista y permitir que sus miradas se cruzasen. Jacob parecía tan terrible-mente triste, tan desesperadamente afligido, que le dio lástima.

—¿Por qué sabes mi nombre? —volvió a preguntar. —Es una larga historia. La culpa de todo la tuvo una enfermedad

congénita que me privó de la vista. Nací ciego, Marta, y durante mu-cho tiempo viví en una completa oscuridad —con ademán cultivado asió la taza y bebió—. La palabra “ojo” tiene su origen en el idioma más antiguo conocido, el sánscrito. Significa “foco”. Para la gente de aquella época el ojo no era un órgano sensorial que captaba la luz del entorno traduciéndola en imágenes. Ellos creían que el ojo no detec-taba la realidad, la creaba. Yo viví treinta años sin entender el térmi-no “realidad”. ¿Puedes imaginar la agonía de un niño que únicamen-te puede considerar real aquello que toca? El universo se reduce al tacto y el término “distancia” pasa a ser un concepto exclusivamente auditivo.

—Disculpe —le interrumpió Paula— ¿Le está molestando? Es nue-va y todavía no tiene claras sus obligaciones —la frecuencia de su voz palpitaba ligeramente.

—No se preocupe. Yo le pedí que se sentase —respondió sin tan siquiera mirarla. Paula se quedó de pie por unos instantes, balan-ceándose de derecha a izquierda como una mecedora. Marta se en-cogió de hombros y bajó la cabeza de nuevo. Tierra trágame, pensa-ba. Por fin, Paula se fue, no sin antes chasquear la lengua como hacía siempre que algo no le gustaba.

—¿Por dónde iba? Ah, sí, mi ceguera. —No entiendo que relación hay entre tu ceguera y mi nombre —le

interrumpió Marta con los brazos cruzados y el ceño fruncido. —La hay porque ahora puedo verte —respondió molesto—, pero

también puedo ver tu nombre, igual que ahora mismo veo como tu compañera, Paula, convencida de que soy un pervertido, o un psicó-pata, o simplemente un loco a punto de matar a alguien, está lla-mando a la policía— Marta echó un vistazo rápido a la barra. Paula les espiaba con el auricular del teléfono pegado a la oreja—. Es mejor así. De esta forma no os culparán de nada.

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—¿Cómo sabes que está llamando por teléfono? Estás de espaldas a ella —volvió su vista de nuevo a la barra y abrió los ojos de par en par—. ¿Cómo sabes a quién está llamando? —. Hizo ademán de levan-tarse pero una mano fría y huesuda la retuvo agarrándola de la mu-ñeca. El tacto áspero le produjo escalofríos—. Suéltame —susurró.

—Tranquilízate, Marta —dijo apartando la mano—, lo estás haciendo muy bien. Pronto terminará todo y podrás irte a casa.

—¿Quién eres? —preguntó con voz cascada y ojos enrojecidos, a punto de echarse a llorar.

—Soy Jacob, el millonario excéntrico que se arrastra hasta aquí todos los viernes y se sienta en la mesa de la esquina sin decir nada, sin hablar con nadie, como un fantasma. Y no, no soy judío—. Marta se puso pálida. Esto no podía estar pasando, no podía ser real. En cualquier momento se despertaría y comprobaría con alivio que todo había sido una pesadilla, una agobiante, aterradora e inofensiva pe-sadilla—. ¿Puedo continuar o piensas interrumpirme de nuevo?

—Continúa —dijo con un hilo de voz. —La idea de ver me obsesionaba. Mis padres habían consultado a

infinidad de médicos para encontrar una solución. Creían que el di-nero me daría unos ojos. Se equivocaron. Tenía los nervios oculares atrofiados, aunque me transplantasen unos órganos en perfecto es-tado seguiría ciego. El problema no estaba en los ojos, sino en el en-tramado nervioso que lleva la información al cerebro y, hasta el día de hoy, no hay solución para eso.

—Pero puedes ver, ¿no? Encontraste la solución. —Sí, puedo ver. Cuando te invade la desesperación eres capaz de

creer lo increíble, eres capaz de aferrarte a una brasa candente. Yo encontré mi brasa y me aferré a ella. Su nombre es ocûlus y la encon-tré en una casa de empeño en Estambul —dijo, y como aclaración deslizó un dedo a lo largo de la montura de sus gafas—. El secreto del milagro no está en la montura, claro, está en los cristales. Son de un material muy frágil, el mínimo golpe podría astillarlos, así que decidí no indagar en su composición química. No me interesaba. El hombre que me lo vendió me aseguró que los cristales provenían de una esfe-ra, obsequio de un efrit llamado Chei-Tan al mismísimo rey Salomón. Yo no le escuchaba, estaba tan entusiasmado por el hallazgo que no me importaba de donde cojones había salido. Lo que me importaba era su poder. Fui un necio, lo sé, pero tienes que entenderme. Le pre-gunté: «¿Podré ver?». Y él me respondió: «Lo verás todo». Una cosa es cierta, no me mintió. Pero tal vez debí analizar mejor la frase —Marta no le escuchaba. Con mirada esquiva escudriñaba la calle, los brazos cruzados, la respiración agitada. Las gafas la ponían nerviosa. La montura se ceñía al cráneo ocultando por completo las cuencas oculares y, sin embargo, de los cristales parecía fluir una tenue lumi-

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niscencia. Que termine de una vez, pensaba, quiero irme a casa—. Antes de ponérmelas el hombre hizo una advertencia:«Estas gafas te lo darán todo, pero a cambio te privarán de algo. La elección es tuya, pero si te las pones nunca más desearás quitarlas». Recuerdo que me reí: «Eso ya me lo imaginaba», le contesté con arrogancia.

—Deja que me vaya —suplicó Marta tomándole la mano. De nuevo el tacto frío y áspero la obligó a retroceder—. La policía acaba de lle-gar. No me obligues a gritar —Dos hombres uniformados se dirigían a la barra con la tranquilidad de un día ocioso. Paula gesticulaba y hacía nerviosos gestos con los brazos. Jacob no le hizo caso.

—Me las puse, Marta, y al hacerlo me condené. Desde entonces vivo una agonía continua, no puedo dormir, el conocimiento me co-rroe el alma. Lo veo todo, lo sé todo. No creo que seas capaz de hacerte una idea de cuánto he sufrido desde entonces. Desde el prin-cipio de los tiempos el hombre ha buscado el conocimiento por en-cima de cualquier cosa. El ansia por aprender, por dilucidar la esen-cia de cuanto nos rodea, es una quimera, Marta. La verdad es aterra-dora. Nadie debería conocerla, nadie. La ignorancia no es un defecto, es un alivio, un descanso —. Paula estaba al borde de un ataque de nervios. Los dos policías intentaban tranquilizarla para que les expli-case qué estaba sucediendo y si realmente podía considerarse una alarma. Ella respiraba hondo, cerraba los ojos y con la palma de la mano en la frente miraba en dirección a la mesa de la esquina—. Hace unos días decidí buscar una salida a toda costa. La muerte no es la solución, pero tú podrías ayudarme —. Marta no le prestaba aten-ción .Uno de los policías les estaba observando—. ¡Escúchame! —gritó con fuerza. Varias personas se giraron para ver qué sucedía. Uno de los policías se dirigió hacia ellos con la mano apoyada en la culata del arma. Marta le prestó atención. Las lágrimas se deslizaban por las mejillas formando surcos de sal, ríos de angustia—. Hay algo que has deseado hacer desde el momento en que te sentaste a esta mesa.

—¿Qué? —preguntó confusa. —¡Hazlo, Marta! Te lo imploro, te lo suplico. Sacia tu curiosidad y

libérame —. Marta se levantó y, casi al mismo tiempo, Jacob se aferró con fuerza a los apoyabrazos de la silla. Por un momento dudó, el po-licía no estaría a más de diez metros, después deslizó las manos hacia delante y tomó las gafas a ambos lados de la montura. Desde el mo-mento en que se había sentado a la mesa había deseado quitárselas, verle los ojos tal y como eran sin esa tela blanca que los empañaba. Con cuidado, casi con delicadeza, separó la montura del tabique na-sal con un movimiento leve y continuo, atrayendo las gafas hacia ella. Sus ojos se abrieron de par en par y el color de su rostro se des-tiñó hasta adoptar el tono de un sudario. Tras los cristales no había iris verde claro ni córneas de brillo húmedo. No había unos ojos que

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le devolviesen la mirada, no había nada. Unas cuencas vacías, dos oquedades negras de carne y nervios atrofiados, cicatrizados, podri-dos. Un sudor frío le recorrió la espalda, Jacob sonreía con la boca abierta y la cabeza contra el respaldo como una marioneta deforme construida por un perturbado. Involuntariamente fijó su vista en las gafas y entonces gritó con todas sus fuerzas, gritó sin saber que gri-taba, con la mandíbula totalmente desencajada. El policía se detuvo en seco con la intención de desenfundar su arma, paralizado por el miedo. Tras los cristales unos ojos la observaban, la desnudaban con la mirada, una mirada triste, dura, hueca, girando las pupilas para no perderla de vista. Sus manos se quedaron sin fuerzas, agotadas por la impresión. Las gafas se le escurrieron entre los dedos, incapaces de sostener aquella terrible mirada, describiendo un giro sobre un eje imaginario en su inevitable descenso. El impacto contra el suelo astilló los cristales produciendo un sonido agónico de una frecuencia inso-portable. Los ventanales se volvieron astillas, los vasos estallaron con un golpe sordo y la gente comenzó a gritar. Se produjo el caos. Paula corrió empujando a la multitud que se movía sin sentido, sin saber a dónde ir o qué hacer, y abrazó a Marta dejando que apoyase la cabeza sobre sus hombros. El policía observaba a Jacob sin mover ni un mús-culo, mientras su compañero hacía todo lo posible por tranquilizar a los más alterados. Marta lloraba entre ligeras convulsiones abrazada a su compañera, con gemido sordo dejaba fluir las lágrimas sin recordar exactamente qué había pasado o por qué lloraba.

—¡Necesitamos un médico! —gritó el policía. Jacob seguía sin mo-verse, con la cabeza hacia atrás, las cuencas vacías, que anulaban la expresión del rostro, y una enorme e inquietante sonrisa de payaso.

Un hombre robusto se aproximó respondiendo a la llamada. Tenía el pelo cano y vestía un chándal adidas azul marino. La expresión de su rostro era graciosa, casi cómica, de sorpresa aderezada con una pizca de orgullo. Se acercó a Jacob con cierto reparo, le observó de-tenidamente, le tomó el pulso, alzó uno de los brazos y presionó con fuerza para comprobar si quedaba marca, le desabrochó la camisa, analizó la coloración de las axilas y se giró hacia el policía con las ce-jas convexas y la boca entreabierta.

—¿Qué clase de broma macabra es esta? —preguntó sin esperar respuesta—. Este hombre lleva varios días muerto.

En el suelo, sobre un charco de té con mantequilla salada, una montura vacía y brillo de cristales rotos.

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Ciencia-ficción

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Estimado desconocido por Carlos L. Hernando

Estimado desconocido:

Tienes en tus manos una carta dirigida a quien quiera leerla. Tie-nes en tus manos la posibilidad de cambiar tu vida. Más aún, de cam-biar el mundo. Pero sobretodo, y esto es lo que de verdad me inter-esa, tienes en tus manos la posibilidad de acabar con mi agonía.

Sí, lo sé. No soy más que un desconocido al que ni siquiera has vis-to. Quizás pienses que esto no es más que una broma. Otra de esas cadenitas inútiles que circulan por aquí y por allá prometiéndote ri-quezas inconmensurables a cambio de fastidiar a más gente con la dichosa carta y amenazándote con incontables desgracias en caso de no seguir al pie de la letras sus estúpidas instrucciones. Nada más lejos de la realidad. La prueba son los planos adjuntos que probable-mente ya habrás manoseado y contemplado con curiosidad. Pero por favor, no desvíes tu atención hacia ellos, pues primero me gustaría explicarte de qué va esto exactamente.

Quizás me lleve un tiempo, pero me gustaría dejar claras todas las implicaciones de este trozo de papel que el destino, maldito destino, ha puesto en tu poder. Si te parece que la carta es demasiado larga, es obvio que no eres quien estoy buscando. No pasa nada, déjala donde la has encontrado y continúa tu camino. En caso contrario, puede que la leas y no tengas el valor de llevar a cabo lo que voy a pedirte. Ningún problema, déjala donde estaba.

Pero basta ya retahílas innecesarias, ni siquiera me he presentado y ya me estoy cansando de escribir. Me llamo Jesús Mata Quintana, soy físico y me dedico principalmente a la docencia y a mis experi-mentos privados. Dichos experimentos y mi afición por el cine es lo que me ha colocado en mi actual tesitura. Verás… cómo decirlo sin que pienses que soy un perturbado mental… Realmente no se me ocurre la manera, así que seré conciso: me gusta matar gente. Vaya una revelación ¿eh? Pero no pienses mal de mí, lo que me gusta es el proceso. La muerte puede ser un arte tan delicado como transformar un trozo de roca basta en un discóbolo, unir melodía y letra para componer una canción o simplemente hacer una pajarita de papel. La parte negativa de matar a alguien es que el sujeto en cuestión se muere. Parece una tontería, pero no deja de ser un engorro. Yo no quiero causar perjuicio a nadie, pero en un asesinato eso es algo in-evitable. Quizás podría haberme dedicado a matar enfermos termi-nales. A esa gente a la que se le niega poder decidir sobre el momen-to de su muerte. Hubiera sido algo humanitario, pero no era lo que buscaba.

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¿Que qué buscaba? Influenciado por las películas sobre crímenes (debí de ver cientos durante mi adolescencia) siempre he deseado alcanzar ese grado de sutil perfección al que llegan los asesinos en serie. Capaces de convertir una obsesión en una obra de arte. Capa-ces de hacer que la muerte sea bella. Admito que algo puede no ir bien en sus cerebros para dedicarse a lo que se dedican, pero todos los genios son algo excéntricos. Por supuesto no les estoy defendien-do. Admiro lo que hacen, pero aunque matar sea un arte exquisito, arrebatarle la vida a alguien no. Y dado que son procesos que van íntimamente unidos, siempre me he sentido frustrado. Yo jamás, me reitero, jamás le haría daño a una mosca. Pero siempre he soñado con sesgar la carne de un tajo, hundir un cuchillo en la piel de mi víc-tima mientras escucho sus gritos y dejar el escenario del crimen convertido en un verdadero espectáculo. Sangriento, macabro. Pero a su vez hermoso.

Aunque mis palabras pueden ser semejantes a las de un demente, no lo soy. Siempre he sido capaz de contenerme, un demente daría rienda suelta a sus ansias asesinas. Desde que era un niño he llevado una vida normal, ayudando en la medida de lo posible a mis semejan-tes. Hasta le cortaba el césped a la vecina de al lado por unos míseros caramelos de eucalipto. Sin embargo, seguía pensando día a día en mi obsesión. Hasta que se me ocurrió una idea que podría hacer rea-lidad mis sueños y evitar una muerte sin sentido. Me vino en mitad de una lección de física. Tendría unos dieciséis o diecisiete años. Yo no hacía mucho caso en clase, pero aquel día una palabra retumbó en mi cerebro, haciendo que viera un posible paliativo para mi obse-sión: relatividad. Efectivamente, se trataba de la más que famosa teo-ría de la relatividad. Si el tiempo era relativo, quizás pudiera cometer un asesinato y retroceder en el tiempo, con lo que la víctima no esta-ría muerta. Era una esperanza vana, una idea estúpida, un sueño de adolescente que jamás podría llevarse a cabo. Pero era lo único a lo que podía agarrarme así que decidí al menos intentarlo. Por eso me hice físico.

Supongo que no soy el único que ha intentado vencer al tiempo, vivir épocas pasadas y asistir a los grandes acontecimientos de la his-toria. Sin embargo, creo que soy el único que ha tenido éxito y estoy seguro de que soy el que ha tenido las motivaciones más extrañas.

Como ya he dicho, tuve éxito. Construí una máquina del tiempo. Dicha máquina ni siquiera necesitó ser excesivamente grande. Es pa-recida a un reloj de pulsera digital. Pero ya habrá tiempo para especi-ficaciones técnicas. Lo importante es que tras años de investigación intensiva estaba a un paso de conseguir mi objetivo. A diferencia de lo que ocurre en muchas películas, el aparato que inventé no me te-letransporta a otra fecha. No entraré en jerga técnica, pero lo que

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hace básicamente es crear dos flujos de tiempo relativos, uno perso-nal (flujo interior) y otro para el resto del mundo (flujo exterior). La máquina puede alterar el flujo exterior, acelerándolo o decelerándo-lo, de forma que el flujo interior permanece estable, evitando que el usuario se vea afectado. Por eso no es recomendable utilizarlo delan-te de la gente. Ellos tendrían la impresión de que me quedo paraliza-do completamente durante un largo periodo de tiempo, que me muevo a cámara lenta o al revés, que me he convertido en el cam-peón mundial de atletismo, dependiendo de los parámetros que se introduzcan en la máquina. Además la energía cinética debida al des-fase relativista puede ser enorme, haciendo peligrar mi vida en caso de impactar con algo o alguien, pues un simple toque de una persona normal puede ir acelerado varios cientos de kilómetros por hora.

Hice un par de viajes de prueba para cerciorarme de que todo mar-chaba como es debido. Cualquier otro científico hubiera aprovechado para conocer a importantes figuras históricas o para contemplar acon-tecimientos que hicieron época; pero yo estaba tan deseoso de llevar a cabo mi obra que mis viajes fueron meros experimentos sin otro objeti-vo que comprobar el buen funcionamiento de la máquina.

Tras las pertinentes pruebas pasé a seleccionar una víctima. No fue tarea fácil. Sentí una especie de miedo escénico. Era el momento que llevaba esperando durante toda mi vida y no se me ocurría cómo empezar. Tenía mil ideas y no tenía ninguna. Era como cuando vas a un examen y tienes toda la información completamente memoriza-da, pero ésta se te escapa en el momento en el que más la necesitas. Finalmente elegí a una preciosa chica rubia que vi por la calle mien-tras paseaba pensando en una víctima propicia. Fue como una reve-lación, simplemente me pareció perfecta para el papel. La seguí hasta su casa y cuando estaba abriendo la puerta activé la máquina. Ralen-ticé enormemente el flujo exterior, de forma que mi movimiento en relación fuera tan rápido que ella no me viera entrar en su casa. Lle-vé cuidado de no tocarla ni a ella ni a las paredes, pues a la velocidad relativa a la que me movía podría haberla matado o causado estragos en la fachada de su casa.

Vivía sola en un chalet pequeño pero acogedor. Cuatro habitacio-nes: dormitorio, cocina, cuarto de baño y sala de estar. Rezumaba sencillez pero resultaba muy agradable y acogedor. Exactamente igual que la dueña. Casi me dio pena pensar que iba a matarla. Pero sabía que sería algo efímero, ella volvería a vivir y yo habría cumpli-do mi sueño. He de reconocer que la simple idea de pensar en clavar-le un cuchillo y rociar el suelo con su preciosa sangre me excitó. Se-guramente pienses que soy un enfermo, pero si has leído hasta aquí no creo que vayas a parar ahora. ¿Acaso tiene más legitimidad aquel

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que manda bombardear un país en nombre de la paz? Mi asesinato no tendría consecuencias. Eso es algo de lo que nadie puede presumir.

Esperé una semana. Me conocía su piso de memoria, así como sus horarios y su vida privada. Decidí esperar a la tarde, cuando ella vol-vía del gimnasio. Iría directa a la ducha. Yo entraría sin ser visto co-mo ya hice el día que decidí que sería mi víctima y esperaría a que estuviera dentro. Entonces me acercaría por detrás, como el asesino de Psicosis y la apuñalaría mientras escuchaba con mi reproductor mp3 la famosa tonadilla de la mítica escena de la ducha. Después arrastraría el cadáver hasta su cama y la dejaría allí postrada, con los dedos de las manos pegados a su frente. Tuve una gran controversia entre cortárselos o pegárselos con los brazos y las manos unidos a ellos. Al final decidí no separarlos del cuerpo. Lo que sí le corté fue los dedos de sus preciosos pies y se los metí en la boca. Añadiría al-gún corte en el vientre en forma de tribal y pintaría algún mensaje en las paredes con su sangre para terminar de dar color al conjunto.

El plan no fue perfecto, pero yo sabía que no era un profesional y tenía una máquina que me permitía intentarlo de nuevo así que es-taba preparado para aceptar el fracaso. La primera vez me vio entrar en el baño. Conseguí clavarle el cuchillo en la garganta tras un force-jeo, pero en el proceso tuve que hacerle alguna que otra herida que le hubiera restado belleza al conjunto final. La segunda vez fue aún peor, pues consiguió debatirse e intentar huir así que acabé desnu-cándola contra el lavabo. Digamos que su bello rostro no quedó en muy buen estado, así que hice borrón y cuenta nueva una vez más. La tercera vez todo salió a pedir de boca. Hendí dos veces mi cuchillo en su espalda y contemplé extasiado como moría a mis pies desan-grándose poco a poco. El resto fue sencillo. Dispuse la escena del crimen como había planeado y escribí la palabra “Triunfo” en la pa-red con su sangre. Fue uno de los momentos más felices de mi vida.

Después de unas horas contemplando mi obra y con una extraña pero reconfortante sensación, me dispuse a retroceder en el tiempo y permitir a la mujer continuar con su existencia, ajena a que ya había muerto tres veces. Eso hice y ahí fue cuando empezaron los problemas. Estuve celebrando el éxito yéndome de copas con mis amigos. Sí, los asesinos también tienen amigos. Cuando volvía medio borracho a mi casa, apuré el último botellín de cerveza y lo lancé con fuerza hacia delante con la mala fortuna que una persona dobló la esquina y el botellín impactó contra su cabeza estallando en mil pe-dazos. Me acerqué corriendo a ver si podía ayudar y se me heló la sangre al descubrir que se trataba de una preciosa mujer rubia cuyo rostro conocía demasiado bien. Estaba muerta.

Retrocedí innumerables veces para evitar que tan aciago destino siguiera cerniéndose sobre su persona, pero siempre acababa parti-

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cipando en su muerte de una u otra forma. La forma de morir no siempre fue tan estúpida, pero no cambiaba el hecho. Había dejado una especie de huella en el flujo del tiempo y… siempre la veía morir. La belleza inherente en su muerte desapareció. He intentado que mis palabras parecieran lo más neutrales posible pero ahora mismo las lágrimas bañan mis ojos y dejan su huella en el papel que estás le-yendo. Lo peor es que descubrí por qué la maté. Fue porque la ama-ba… En serio, quise hacerla partícipe de una locura, una locura que me parecía enormemente bella, quería entregarle lo mejor de mí mismo. En ese momento no fui consciente, pero la atracción estaba ahí. Ahora me siento como un miserable. Tras unas cuantas muertes intenté protegerla personalmente y acabé saliendo con ella. Fue algo que nunca me había pasado antes con una mujer, conectamos de una forma increíble. A ella también le gustaban las películas sobre crí-menes, pero no fue tan gilipollas como para querer emularlas en la realidad. Dijo que le gustaría ser actriz y actuar en una. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí esa idea cuando era adolescente, pero tuve que atender en clase el día que explicaban la relatividad. Quizás es que al fin y al cabo sí soy un perturbado mental. Por más que lo intenté no pude protegerla y tuve que admitir que no podría luchar contra el destino. Al menos, no solo. A las muertes por botellazo en la cabeza, incendio, atropello… se les unió rotura del cuello contra el cabecero de la cama en pleno acto sexual, resbalón en la ducha con el consi-guiente golpe mortal contra el grifo y algunos más que no quiero re-latar.

Poco más hay que contar ya. Soy un hombre destrozado por sus propios sueños. He matado a la que creo que es la mujer de mi vida y todo por una estúpida fascinación sublimada durante años y que po-dría haber permanecido así. No sabes lo duro que es. Es posible que pueda parecerte una patraña. Puede mi léxico parezca demasiado tranquilo para lo que te estoy contando. Pero la he visto morir tantas veces que una dolorosa calma inunda mi ser. Hasta me estoy vol-viendo poético como constato al releer algunas de mis líneas.

Ahora ya estás preparado para leer lo que quiero que hagas. Junto con esta carta están los planos de mi invento. Los he simplificado bastante para que casi cualquier persona con una educación mínima sea capaz de reproducirlo sin necesidad de comprender la ciencia que hay detrás. Si no lo consigues, por favor actúa como si no te hubieras atrevido a leer la carta, es decir, dejándola donde estaba. Mi plan es que la utilices para evitar que yo la invente. O para persua-dirme de intentar acometer mis peregrinas ideas. O, si todo lo demás falla, para quitarme mi vida antes de que yo tenga oportunidad de matar. A cambio, tienes el poder de viajar en el tiempo a tu antojo. Lleva cuidado, no es un poder como para tomárselo a la ligera. Ya has

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visto lo que puede suceder. Además de los cambios históricos con posibilidad de desviar el rumbo de la historia tienes que tener en cuenta que puedes dejar huellas en el futuro, como yo lo hice con la muerte de mi amada víctima. Recuerda siempre los peligros de una energía cinética superacelerada, una simple piedra podría reventarte la cabeza. Por lo demás, utiliza tu sentido común.

Recurro a ti, estimado desconocido, porque no me conoces. No dejarás de dirigirme la palabra porque nunca lo has hecho y, puesto que no me conoces, no te importará matarme si fuera la única posibi-lidad de salvar a mi amada.

He previsto un último inconveniente. No sé cómo funciona exac-tamente lo de dejar huellas en el tiempo, sólo que acaban dándose. Quizás con la entrega de esta carta haya creado otra. Si eso ocurriera no podrás evitar que escriba esta carta. Eso significa que tampoco podrás evitar que mate a mi amor ni que invente la máquina. Si eso ocurriera nada de esto tendrá sentido, pero al menos alguien, espero más responsable que yo, podrá disfrutar de mi invento y darle un buen uso. Yo, por mi parte, iría a reunirme con ella para explicarle, si es que hay algo más allá de esta absurda existencia, lo que hice y pe-dirle perdón. No habrá belleza en mi suicidio.

Eso es todo. Gracias por leer mi penosa historia y gracias por lo que vas a hacer.

Atentamente: Jesús Mata Quintana

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La parca de los mundos por Samhain

Sayara miró por última vez la última luna de su último hogar. Sus ojos se empañaron al recordar todos esos momentos que dejaba atrás. Esas familias, amigos, amores… todo se vería reducido a la na-da. Toda su existencia quedaría reducida a un suspiro.

Recorrió por última vez la ciudad fantasma, y permitió que a su paso sus manos rozasen cada muro, cada estatua, fuente, coche. Aca-rició las casas vacías y se abrazó a los árboles sin vida, cuyos troncos aún permanecían en pie.

Ilustración de OdrayaK

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Pronto se apagaría la poca luz que bañaba las aceras. Quiso aferrarse a sus recuerdos, creyendo que así los haría inmor-

tales. Mirase a donde mirase, solo estaban ellos, ellos y la melancolía de la realidad.

Paseó y paseó. Ya no miraba al cielo, miraba a sus pies sabiendo, que cuando éstos avanzaban, algo se quedaba atrás. Un obstáculo hizo que volviese a alzar la vista. Había llegado a lo que antaño fuere la Plaza Mayor, y frente a ella se imponía el esqueleto de un sauce llorón. El emblema de la ciudad que hoy recorría.

A su mente acudió una nueva ola de recuerdos… Su pueblo, aquel que la vio nacer a millones luz de ese planeta.

Podía ver y oler aquellos vegetales tan similares, con sus largas y caídas ramas. La única diferencia era el color de las hojas, puesto que si en éste ya no quedaban, ella sabía que fueron verdes. Verdes como la esperanza que agonizaba en su interior. En cambio, las hojas de los de su Tierra eran rojas, como la sangre que habían visto verter tantas veces. Como esa misma sangre que la obligó a partir, a recorrer otros mundos… otros mundos en los que había sido feliz. Se había aposen-tado en varias familias, había tenido cientos de amantes. Nunca con-cibió. Y suponía que era lo mejor. Es difícil perder a los padres, es duro perder a tu esposo, a tus amigos, a tu hogar. Pero ella sabía que nunca hubiese sido capaz de enfrentarse a la pérdida de un hijo. Y eso era inevitable… a donde fuese la vida moría. Algo ocurría y su nuevo universo quedaba reducido a cenizas. Era una superviviente. La única. Y cuando todo se esfumaba y volcaba las últimas lágrimas, huía a un nuevo lugar con la esperanza de encontrar la felicidad.

El eclipse había comenzado. Con él, su maldición debía concluir. Sus brazos rodearon el mustio tronco con todas sus fuerzas. No

quería dejar atrás sus raíces, su futuro; pero esta vez no huiría. Espe-raría.

Se abrazó aún más fuerte. Esperaría, sí, pero odiaba tener que hacerlo sola.

Un tenue velo grisáceo danzaba demasiado cerca de la luna. Pron-to la cubriría por completo, y en lo que apenas sería un par de minu-tos, su vida se apagaría.

Pensó en cerrar los ojos, esos enormes ojos verdes, testigos de tanta belleza y horror. Pero las lágrimas, ansiosas de libertad, se lo impidieron. Era incapaz de soltar el sauce mientras le rogaba al eclipse que se detuviera. Pero el universo debía dejar bien claro que estaba por encima de ella.

Pasó un segundo, pasaron dos… después, solo quedaba la negrura. Ya no había nada.

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Microrrelatos

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El jardín de Medusa por Eduardo Lagos

Ella camina por su jardín de estatuas, toca los músculos de una de ellas. Acaricia la espalda ancha de otra, se embelesa en una mirada desafiante, besa unos labios bien formados. Estatuas de guerreros, bellos en su eternidad marmórea, perfectos, hermosos… fríos. No puede evitar pensar cuando tibios y llenos de energía viril, llegaron a desafiarla.

Día tras día, paseando por ese jardín ha llegado a amarlos y de-searlos. Está triste, el frío de la roca no desea, no da placer, no ama. Ella se suele sentar entre ellos, y pensar en eso que llaman senti-mientos. Muchas veces ha oído hablar de la calidez del amor, la pa-sión y el afecto.

Su cuerpo, su alma, le piden un calor que nunca ha llegado, una parte de ella que no ha nacido. Gotas de agua escapan de sus ojos, y no es la primera vez. El frío de la roca combate con la tibieza de la vida y… gana.

Anhelaba ser carne y vida, pero el deseo de Poseidón y el castigo de Atenea se lo impidieron. Dioses, mil veces malditos dioses. Se des-quicia y enloquece, y se arranca cabellos serpentinos. No lo puede soportar.

Músculos perfectos de mármol, labios de mármol, piel fría de mármol, virilidad inútil de mármol. Ahora sólo la rodean hombres de mármol, belleza muerta y fría. Mármol perfecto…

Mármol perfecto; que desprecias las atenciones de tu madre, que llora porque el hombre que esas antes jamás la amará.

Mármol; que ves que ella, con miedo, levanta un espejo de plata. Mármol malditamente frío; que sólo eres testigo de lo inevitable. Medusa muere, gritando y llorando, mientras el frío la vence.

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Acerca de los procesos de mediación en los conflictos laborales de Banano3

o Un día cualquiera

en la Galaxia 69bis-a-bis por Ana Stark e Iulius

Cuan relámpago fucsia la Cilindrín Plus, aeronave de última genera-ción acabado «consolador» submodelo descapotable y extra pintura metalizada, se adentró en la galaxia 69bis-a-bis a velocidad-luz738 de-jando atrás un trillón de planetas de colorines para tomar tierra al cabo de un par de nanosegundos en Banano3, el mayor de los mundos que se suelen denominar priápicos. Banano3 debía su nombre a lo alu-sivo de su forma, semejante a la silueta que conforman tres alegres lugareños de Bananito-Vega cuando se montan un trío (usualmente cada domingo por la tarde).

Con todo, lo más relevante de Banano3 no era su peculiar morfolo-gía, sino su actividad como inmensa colonia minera, la sede de la ex-plotación de diamantes naranjas más fértil del Multiverso. Un mundo hostil de varones (99% de la población) rudos de sudor perpetuo.

Concluido el abananizaje, la despampanante piloto accionó el avi-sador acústico de alcance planetario: I wanna be loved by you, just you, nobody else but youuuu… De inmediato la algarada de soliviantados mineros dejó caer antorchas láser, tirachinas de titanio y demás ar-mas improvisadas para el enésimo motín de aquel año y se lanzó hacia las pasarelas.

Al verlos dispersarse el capataz respiró aliviado. Una vez más Tele-chatis SDPE (Servicio De Puticlub Express) le había salvado el pellejo.

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Soñar es gratis por Carolina Pastor

Andrea miró por la ventana sin demasiado interés. Fue entonces cuando lo vio. Cabalgando sobre un blanco corcel se acercaba, para-lelo al tren, el amor de su vida. Su dorada melena era mecida por la brisa estival; sus carnosos labios parecían murmurar promesas de amor infinito.

—Te dije que jamás te abandonaría, Andrea, mi amor —gritó con la voz entrecortada por el galope del caballo.

—Y yo siempre supe que vendrías, Brad —susurró con el rostro pegado al frío cristal.

Y fue entonces cuando un ronquido descomunal de su compañero de asiento la despertó de su ensoñación.

—Adiós a Brad…

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Anoche soñé que te mataba por Sergio Macías

Desde pequeña pudo predecir el futuro. Sus sueños eran los de una persona normal, pero en ocasiones éstos se presentaban de una ma-nera diferente, más vividos y reales incluso que la vida misma. Soña-ba que iba a haber un incendio, o un accidente, o que alguien enfer-maba gravemente, y los sueños siempre acababan cumpliéndose.

Al principio decidió enfrentarse al destino, intentando cambiar el resultado final de esas crueles pesadillas, pero siempre sin éxito, has-ta que finalmente, con la sabiduría que da la experiencia, decidió de-jar de luchar.

Así que ahora lo esperaba sentada, con las manos apoyadas en el regazo, resignada a lo que tenía que ocurrir.

Él llegó en el momento justo, ni un segundo antes ni uno después. Cerró la puerta de la calle y se acercó a depositar un beso en la meji-lla de ella, que permaneció impasible. Se sentó al otro lado de la me-sa y la miró con extrañeza, interrogándola con la mirada.

—Anoche soñé que te mataba —dijo ella con tono inexpresivo. Él se preocupó. Sabía de sus sueños y lo que significaban. — ¿Sabes el por qué? ¿Tuvimos una pelea? ¿Fue por algo que dije?

¿Algo que hice? —No, no peleamos. Llevabas una camisa de un brillante color

carmesí y tenías una mirada de sorpresa en el rostro —contestó, le-vantándose y dirigiéndose hacia él.

Él se miró la camisa que llevaba, de un blanco resplandeciente y se relajó.

—Entonces todo está bien. Tú me amas y no quieres matarme, ¿verdad? —dijo sonriendo.

—No, no quiero —contestó ella, colocándose detrás de él y desli-zando la fina hoja de una navaja de barbero por su garganta, la cami-sa empapándose de sangre de un brillante color rojo carmesí—, pero anoche soñé que te mataba y ya sabes que mis sueños siempre se hacen realidad.

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Bajo el sol por Raelana

No era el silencio. El silencio era un amigo al que estaba acostumbra-do. La sombra de su fiel Laab que lo seguía, sin hacer preguntas, sin cuestionarlo, sin preguntar jamás el rumbo que iban a tomar.

No era el sol. El sol calentaba su espalda y se desparramaba sobre la arena tiñéndola de un dorado reluciente. Una única nube mancha-ba el azul del cielo. Un retazo de niebla blanca que se difuminaba po-co a poco, desapareciendo.

Los días parecían siempre iguales, siempre eternos. Llevaba tanto de viaje que casi no recordaba la patria a la que se dirigía. La hume-dad del puerto de Asvhar, las callejuelas sucias, las altas agujas que resplandecían como joyas preciosas. Sólo eran recuerdos, tan difusos como la nube que viajaba con el viento, más deprisa que él. ¿Cuánto habrían cambiado las cosas, desde que se fue? No lo había pregunta-do nunca.

Era el nerviosismo, que hacía palpitar su corazón como el de un ardiente enamorado, incluso la impaciencia. Era la sensación de su-dor en las palmas de las manos, que no podía evitar dejar de retor-cerse. Según sus cálculos ya estaba cerca. Llevaba muchos días via-jando en soledad, a través del desierto. Cada uno de sus pasos lo acercaba al hogar, sus blandas botas parecían flotar sobre la arena. Caminaba despacio, sin embargo.

Era el pasado el que marcaba el camino. Las decisiones tomadas apresuradamente, sin pensarlas demasiado. Pensar era algo cansado y a la Suerte le gustaba que confiaras en ella. Confiar en la Suerte es dejarse llevar. Laab era joven y solía estar de acuerdo, disfrutaba es-condiéndose bajo las rocas, bañándose en la arena. Dejándose llevar.

Se atusó el bigote mientras sacaba las exiguas raciones de viaje que le quedaban. Quizás al día siguiente tendría una buena comida, quizás música y baile en una noche estrellada. Quizás las cosas fue-ran más parecidas al pasado que había perdido de lo que hubiera de-seado. Caminos conocidos y nunca olvidados del todo. O quizás, al final, Asvhar no fuera más que un espejismo.

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Sospecha por María Eijo López

Le estaba mirando, de eso estaba segura. Llevaba haciéndolo desde el primer instante, notaba sus ojos firmemente clavados en su escote. De vez en cuando la mirada recorría su figura, del pecho a la cadera. No necesitaba mirarse para reconocer a la perfección hacia dónde enfocaba la mirada del pervertido.

Estaba petrificada. No podía sino contar para sí los pisos que fal-taban para llegar a su destino. Doce… Trece… Catorce… Aún faltaban unos diez, y él no paraba de mirarla. Tenía una barba desarreglada, de estas que la gente se deja para darse un aspecto desenfadado. Y un maletín. A saber qué llevaba en ese maletín. A saber qué le haría con las cosas que llevaba en ese maletín.

Veinte… El hombre carraspeó, e hizo ademán de moverse para decirle algo. Ella se paralizó todavía más. Presumía de ser emprende-dora, de no amilanarse nunca. Presumía de que le daba igual no te-ner ni cinco minutos para disfrutar de su desayuno, que todo lo que importaba era que su vida laboral era perfecta. Y ahora no era capaz ni de darle al botón de emergencia. Si no se hubiera puesto de espal-das al espejo, podría controlar sus movimientos…

¡Ding! Veinticinco. —Yogur —le dijo el hombre, mientras ella salía con paso apurado. —¿Perdón? —Yogur. Tienes yogur en la ropa. Se miró en el espejo del ascensor, sin dar crédito a lo que veía.

Una gran mancha de su apurado desayuno de la mañana le recorría desde el pecho hasta la cadera.

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Todos lo sabían por Samhain

Ya de pequeño, Julián había mostrado un carácter reservado, típico de un psicópata latente. Con la adolescencia, y con el crecimiento de la primera barba, los vecinos de Hastel pudieron apreciar como el aspec-to del joven empezaba a mostrarse desaliñado. Nadie se extrañó, pues todos sabían que él sería así. Todos se dieron cuenta de que aquel crío, algún día se convertiría en un asesino. Si alguien hubiera impedido que la bestia llegase a convertirse en tal, ellos le habrían aplaudido, a pesar de que les estropease la función que estaba por venir.

Y es que estaba tan claro, que ni siquiera cambiaron de opinión cuando rescató a la niña de los Jefferson de aquellas aguas turbulentas que amenazaban con llevársela río abajo. Tampoco cambiaron de opi-nión cuando se licenció en aquella facultad de Humanidades, ni cuan-do se ofreció de voluntario en el comedor social de la zona Oeste.

Pero todos conocían su verdadera naturaleza. Su aspecto, su forma de hablar, de gesticular, todo reforzaba la opinión que tenían sobre él.

Procuraron mantener las distancias, impidieron a sus hijos pasar por delante de la mansión del futuro homicida. Algunos vagabundos, aquellos que se habían criado en su calle, se negaban a comer lo que él les diera.

Cuando apareció el cadáver de aquella mujer, todos supieron quien había sido el culpable. Daba igual que negara haberla conocido, que el forense dijese que parecía un suicidio, incluso daba igual que tuviese una coartada fiable. Ellos estaban en posesión de la verdad.

Todos sabían que él era un asesino, y cualquier ocasión era buena para señalarle con el dedo.

Sin embargo, ninguno de los vecinos de Hastel esperaba verse en-cerrado aquella noche en su vivienda mientras las llamas se propa-gaban por todo el vecindario. Aquella noche, mientras el humo lle-naba sus pulmones y el fuego arrasaba con sus cuerpos, en sus men-tes solo resonaban tres palabras: Todos lo sabían.

A la mañana siguiente, la policía pudo encontrar el cuerpo incine-rado de Julián en la pequeña colina que se elevaba frente a un Hastel, ahora reducido a cenizas. Junto a su cuerpo se conservaba parte del poema de Nerón, y en el suelo, escrito en letras de sangre, un mensaje:

TODOS LO SABÍAIS ¿VERDAD?

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Pronto acabará todo por Sergio Macías

Paula descansa, aunque sigue ardiendo de fiebre. Le han empezado a salir ampollas por todo el cuerpo y gime en su sueño. Tengo miedo. Tengo tanto miedo que me inmoviliza, me impide pensar. Alberto se ha marchado a buscar ayuda, pero no creo que llegue muy lejos. Me odio por pensarlo, por sentirme tan derrotada, pero no puedo evitar-lo. Pronto estaremos muertos. Martín ha empezado a mostrar los mismos síntomas que Paula hace unas pocas horas. La luz que se fil-tra entre las hojas de los árboles empieza a molestarle, se siente débil y mareado. Se ha tumbado en la tienda de campaña y dormita en un estado de duermevela. Yo hago guardia en la entrada de la tienda. Los mato en cuanto los veo, aunque sirva de poco. La noche se acerca y también ellos. Recuerdo las palabras de mi madre: Siempre hay más mosquitos cuando anochece. Una lágrima solitaria se desliza por mi mejilla.

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Más allá de las fronteras de la cordura

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Un hambre extraña por Ignacio Cid Hermoso

Se abre el cielo y comienza a caer una profusa lluvia de ombligos. Los invitados, peripuestas y dubitativas figuritas de laca, corren sin prisa a resguardarse al interior del templo. El ego que cae, más que man-char los trajes y vestidos, los ilumina con un resplandor renovado. Nadie es más guapo que nadie, todos estamos estupendos.

En la Iglesia, el Señor Jesucristo no puede echarse las manos a la nariz para amortiguar tanta mezcla de perfumes encontrados, pues, por si hace mucho que no vais, aún permanece crucificado donde nadie alcanza a socorrerlo. Pero empieza la ceremonia y todos guar-dan silencio, humildes en la morada del Señor, pero sin poder evitar ciertas miradas de soslayo: sólo yo y los santos sabemos que no hay nadie aquí que esté más buena que la menda —piensa alguna prima al azar, elegida por los dados de mi memoria. Los dos novios, desco-nocidos para pocos, indiferentes para la mayoría, han sido escogidos como excusa para el emperifollamiento general. Todos lloramos, aplaudimos y brincamos entre los bancos de madera al confirmarse a ojos de Dios el enlace marital. Los anillos firman el compromiso y a mí me empieza a doler la barriga. Con tanto tacón y tul atravesado en la garganta me ha entrado un hambre extraña.

# —¿Tú de parte de quién vienes, del novio o de la novia?

—Yo soy el fotógrafo, señora. Una ristra de tías carnales y políticas, suspendida sobre millones

de tacones voladores, avanza en hilera hasta los salones. Les acom-pañan tíos, primos, primas y algún que otro ser desconocido en el universo de mis relaciones sociales. La cadena hambrienta no se rompe, todos avanzamos sujetos a la trompa del de delante. Alguien grita:

—¡Vivan los novios! A mí me entran ganas de llorar, pero me las mojo en los jugos

gástricos. Los salones nos dan la bienvenida con un leve salpicón de alcohol,

brochetas de gambas y conversaciones forzadas. No tengo a nadie a mi lado con quien poder disimular, y la brocheta está demasiado afi-lada como para andar jugando con ella, pues podría acabar clavándo-sela a alguien en un ojo. La sangre quedaría mal en el vestido de la novia, por mucho que se empeñen mis mollejas en hacerme ver lo contrario. Aunque ya da igual: nos llaman a comer…

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La música anega el comedor, entran los novios. Un binomio de amor de estatura descompensada y un pelín inclinado hacia la dere-cha. Alguien grita:

—¡Vivan los novios! A mí me entran ganas de vomitar, pero me las trago de aperitivo,

porque los entremeses ya están al caer. A mi alrededor hay millones de personas que conozco desde hace

tiempo, pero que se empeñan en no ignorarme. El que está a mi lado tiene unas ganas enormes de follar con alguien, y mis pesquisas me llevan a la conclusión de que en principio lo intentará con alguna mujer.

# —¿Pero tú con quién vives?

—Yo, con mi hermana —¿Y está buena? —No sé, supongo… es mi hermana. —¿Pero tiene tetas o no? Llega el pastel y la novia le sirve un dulce estoque al novio. La es-

pada le atraviesa la garganta y me alcanza el corazón. Alguien grita: —¡Vivan los novios! A mí me entran ganas de comer de esa tarta, aunque ya tenga la

tripa llena de chucherías y de cordero. Será por la sangre, que le sienta mejor a la nata que al blanco del vestido de la novia.

Y todos a bailar. La discoteca abre sus fauces y nos devora a todos sin distinción, pero mira hacia otro lado mientras lo hace: demasiada vergüenza ajena para una sala tan pequeña. Me muevo con un cubata en la mano, las caderas chirrían y con mi ritual contribuyo al bo-chorno colectivo. Dos primas cualesquiera interceden en mi espacio vital. Pero yo necesito ese espacio: está supeditado a mi baile frenéti-co. El tipo de antes, que, ahora más que nunca, sigue empeñado en follarse a alguien, aparece con los pantalones desgarrados y sin ca-miseta. Debe de haber tigres en el baño.

# —¿Entonces hemos quedado en que tu hermana estaba bien buena, no?

—No sé, supongo… —¡Pero coño, dime cómo es! —Es como yo… —¿Será como tú, pero con tetas, no? Ahora bailan los novios. El vals les agarra por la cintura y les besa

con lengua. Ella aparta la cara mientras el novio le toca el culo al Da-

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nubio Azul. La primera infidelidad musical es acogida con jolgorio por los invitados. Alguien grita:

—¡Vivan los novios! A mí me entran ganas de emborracharme, y salgo de allí pisando

el cadáver del hombre desnudo, amigo de la muerte y amante secre-to de mi hermana imaginaria. Por el camino me asaltan trescientas tías: unas me besan, otras me achuchan, algunas me escupen y no pocas me empujan hacia la barra. Me quieren mezclar con el ponche.

En la barra hay una chica muy guapa pidiendo, tiene un buen par de tetas y no la conozco de nada.

# —¿Sabes qué? Tú podrías ser mi hermana —digo sonriendo, borracho de aquel hambre extraña que me asaltó a la una y media en la Casa del Señor.

—Vete a ligar con otra, descarado. No es mi culpa que me sienta tan así. Ajeno a mi cuerpo, flotando

entre mí mismo. Pero a ver quién se lo explica mirándole a los ojos con ese par de pechos interponiéndose entre los dos…

Pido un ron con piña y grito: — ¡Vivan los novios! Y entonces a todos los presentes les entran ganas de llorar, de vo-

mitar, de comer alcohol y de emborracharse con la tarta de la novia. Todo al mismo tiempo.

# ¿Dónde estará aquella brocheta?… que me quiero atravesar la garganta.

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El peor enemigo por Samhain

Un oscuro cielo recortado por nubes de tormenta se alza sobre mí.

Me dirijo hacía algún lugar. Alguien o algo me vigila, puedo sentir su aliento en mi nuca, su mirada parece provenir de todos los rincones.

Debo correr, sin embargo me siento paralizada, no puedo moverme, al menos no tan rápido como quisiera. Ya viene.

# Como cada jueves, Laura se dirigió a la consulta de su terapeuta. Lle-vaba toda su vida tratando de averiguar lo que esas horribles pesadi-llas trataban de advertirle y siguiendo consejo de un amigo, había decidido acudir a un profesional.

Al llegar, el Doctor Fernández la estaba esperando en su cómodo sillón de cuero. La miraba con gesto solemne a la vez que se bajaba ligeramente las gafas, arqueando las cejas para remarcar la seña.

—Buenas tardes, Laura —dijo cálidamente a la vez que la invitaba a tumbarse en el blanco diván de su consulta.

—Buenas tardes Doctor. —¿Quieres tomar algo? Café, tila, manzanilla… —No, gracias. Estoy bien. —¿Seguro?

Ilustración de Antonio Martínez

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Ella vaciló durante unos segundos. —Un poco de agua estaría bien.

El psicólogo cumplió la voluntad de su paciente. Después, durante unos minutos, hablaron de asuntos banales cuya única función era romper el hielo que se volvía a instaurar cada semana.

—La última vez —dijo el Doctor Fernández adquiriendo un tono más serio— estuvimos conversando sobre tus pesadillas, ¿recuerdas?

—Sí, recuerdo —contestó Laura bajando la mirada. —Me gustaría saber si a lo largo de la semana se han repetido. Esa era la razón de que estuviera allí. Sus pesadillas y la sensación

con que la inundaban. —Sí, aunque he de reconocer que ahora son menos frecuentes…

aun así… La joven se quedó pensativa durante unos segundos, el doctor giró

su mano animándola a continuar, hasta que finalmente ella prosiguió. —Aunque no sueñe, sigo despertándome con esa sensación de

acoso y culpabilidad. A veces me vienen imágenes a la cabeza, aún estando despierta. Trato de huir de ellas pero no puedo evitar vol-verme agresiva con aquellos que me rodean.

—Eso es algo bastante normal. Debes saber que el pánico puede surgir de diversas formas: paralización, huida o agresividad. No de-bes sentirte culpable por ello, simplemente debes buscar una solu-ción eficaz y menos destructiva para afrontar ese miedo.

Laura siguió pensando en silencio, entendía las palabras del hom-bre que tenía delante pero ¿Cómo iba a afrontar algo que desconocía plenamente? No podía volcar sus sentimientos en nada, no tenía miedo a la oscuridad, a las alturas, a nada. Simplemente tenía miedo, un miedo plenamente irracional que floraba en sus pesadillas y que siempre terminaba volviéndose contra ella.

El doctor pareció entender todo lo que pasaba en esos instantes por su cabeza, se puso en pié y se quedó mirándola fijamente a los ojos antes de hablar.

—¿Recuerdas cuando en la primera sesión te comenté acerca de la hipnosis?

—Sí, y le dije que no me interesaba. —¿Qué es lo que temes? ¿Que no funcione, o que funcione dema-

siado bien? La joven se quedó en silencio, retorciendo enérgicamente un roji-

zo mechón de la sien a la vez que trataba de desviar la mirada del hombre.

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—Yo voy a estar contigo en todo momento, será como ver tus pesadillas a través de un cristal. Serás una simple observadora, y yo aquel que la escucha. Si en algún momento te ves en peligro, yo te despertaré.

Es difícil describir el dilema mental que se le planteaba a la mu-chacha. Una especie de pánico al miedo, y a lo que en ella se conver-tiría al verse expuesta. Deseaba asentir, sabía que la hipnosis podía ser la medida más viable para solucionar su problema, para poder salir tranquilamente a la calle sin tener que girarse continuamente atrás, para poder dormir por las noches sin anhelar que sonara el despertador rescatándola de sus fantasmas. Pero solo el pensar en revivir la sensación, hacía que se le acelerara exageradamente el co-razón. Su respiración se entrecortaba y el mal humor se apoderaba de ella. Sus dedos empezaron a moverse inquietamente, se levantó del diván y comenzó a andar rápidamente, primero hacia la puerta, después hacia la estantería, hacia el sillón; hasta que vio la pequeña fuente de agua mineral que se situaba al lado del escritorio. Se sirvió un nuevo vaso y bebió impulsivamente.

El doctor no desviaba la mirada de ella ni un solo momento, aún pareciendo que la joven había dejado de advertir su presencia para volcarse plenamente en sus pensamientos.

No quiso interrumpirla, aún no. Esperó pacientemente a que Lau-ra se tranquilizase, lo que tardó unos diez minutos en suceder.

—¿Estás mejor? —Supongo —contestó cabizbaja y avergonzada por la escena que

acababa de ocasionar. —¿Entiendes que estos ataques continuarán sucediendo hasta que

pongas una solución? Ahora, Laura pensaba en todas las veces que los nervios se habían

apoderado de ella poniéndola en evidencia. Pero lo peor, siempre venía después, se avergonzaba de ella misma, se odiaba, deseaba que la tragara la tierra una y otra vez. Se sentía ridícula y cobarde, por eso estaba allí… tenía que enfrentarse al miedo, y no lo conseguiría huyendo de él.

—Lo entiendo… dejaré que me duerma —contestó poco convenci-da— ¿Qué debo hacer?

# Tengo que hacer algo, viene hacia mí… No sé lo que es, pero viene corriendo. ¿Un ratón? Tengo algo en mis manos, creo que no puede hacerme daño —parece inofensivo— pero no puedo evitarlo, le doy con el paraguas haciéndo-lo volar por los aires. Ha sido un error, la criatura dobla su tamaño y endu-rece su expresión a cada golpe que le doy. Le estoy haciendo más fuerte. Tra-to de huir, pero es demasiado tarde…

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# —Uno, dos, tres. Laura, ¿Dónde estás?

—En una jaula. A mi alrededor hay muchas personas que me mi-ran con una mezcla de lástima y pánico.

—¿Puedes decirme algo más? —Parece una fiesta, reconozco algunos familiares. Alguien llora. —¿Puedes ver quién? —Creo que yo. Laura comenzó a agitarse mientras una solitaria lágrima recorría

su rostro. —¿Qué sucede? La joven no contestaba. —Laura, ¿Puedes oírme? Seguía sin responder. Durante un breve instante el doctor dudó en si debía despertar a

la joven, o si simplemente le estaba ignorando. —Laura, intenta abrir la puerta de la jaula —prosiguió. —No —contestó ella finalmente con una voz quebradiza. —¿No? —No quiero. —¿Por qué? —No. —De acuerdo, tú mandas… Cuando cuente tres… La muchacha se incorporó lentamente a la realidad.

# No tengo control sobre mí, no quiero hacerlo, estoy haciendo daño… Yo soy buena… lo sé, nunca haría daño a nadie. No logro recordar lo que me han hecho.

Mis manos están llenas de sangre. No lo entiendo, esa no puedo ser yo. La culpa ha sido de ellos, nunca debieron reírse… ni…

# ¿Un monstruo? ¿Eso es lo que soy? El espejo me devuelve la imagen de un ser horrible y despreciable ¿Es que acaso así es como realmente soy? No puedo seguir así, debo buscar la forma de no hacer más daño.

Esa jaula debe estar ahí para mí… ¿Por qué no dejan de mirarme? No quiero que me vean con ese nauseabundo rostro, ¡Parad, por favor! ¿En qué me habéis convertido? ¡Os odio!

#

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Laura se fue de la consulta sin siquiera despedirse del Doctor Fer-nández. Dando tumbos se dirigió hacia su pequeño apartamento, y semi ausente se dejó caer sobre la cama. Acababa de revivir una de sus primeras pesadillas. Mucho tiempo había pasado desde entonces. De alguna forma su cerebro había bloqueado ese recuerdo onírico, quizá el que más incómoda la hacía sentir de todos los que solían acosarla.

Entendía el significado… Cerró los ojos y se durmió. Un rayo iluminó durante unos segundos la habitación, poco des-

pués, el rugido de un cielo amenazador pareció hacer temblar todos los muebles. Laura se despertó… pero decidió seguir tumbada en la cama. Sus verdes ojos deseaban asomarse a la ventana, pero de algu-na forma se sentía paralizada. Las gotas de una lluvia enfurecida ca-yendo sobre su almohada le dieron, finalmente, las fuerzas necesa-rias para levantarse.

Quizá debería haber cerrado la cristalera, o bajado las persianas. Le gustaba el aire que se filtraba por los rincones, despertarse con la luz del sol, sentir el frío de madrugada. Solo era una tormenta de ve-rano, pasaría rápido. Con pasos torpes se dirigió hacia al lavabo, y allí, frente al espejo, se encontró cara a cara con una niña de unos cinco años que la miraba a través del cristal. Unos mechones pelirro-jos cubrían su aguada mirada.

—¿Me recuerdas?

# ¡Por dios! Se parece tanto a mí… me dice algo, pero no puedo entenderla. Qui-siera salir corriendo pero no puedo dejar de mirarla.

# —¿Laura, recuerdas lo que nos pasó? ¿Por qué huyes de nosotras?

Laura estaba paralizada, temblando. Deseaba huir. No tenía fuer-zas para procesar las palabras de la pequeña. Sentía como si sus piernas se hubiesen convertido en cemento.

—Laura, por favor. Sabes que se lo merecían. Debes recordar, no debes tenernos miedo. Hicimos lo que debíamos. Papá, mamá, todos nos acusaron. Pero te negaste a decirles la verdad. Por eso nos casti-garon en ese horrible centro.

La pequeña hablaba al son de un llanto escalofriante.

# Ahora puedo recordar, la sangre, el centro psiquiátrico… No quiero volver a vivir lo que sucedió. No quiero, no quiero…

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# —¡No quiero! —Exclamó. Finalmente, había conseguido romper el silencio.

—Pe-pero Laura… Ellos nos hicieron daño. Y los demás dijeron que estábamos locas. Pero lo sabes, al igual que lo sabía yo. Se lo me-recían. Ellos me robaron la infancia, nos robaron la inocencia…

—Y a mí el futuro… —contestó, adivinando lo que la pequeña iba a decir.

—Por eso mismo, al menos pudiste vengarte. —Yo no me vengué! ¡Fuiste tú! ¡Yo no quería hacerles daño! Unas lágrimas acudieron a sus ojos. Los llantos de la niña y de la

mujer se mezclaron con los truenos del exterior.

# Yo no quería hacerles daño… recuerdo la rabia que sentí, el dolor, era muy pequeña para comprenderlo… pero podía entender que estaba mal. No sabía si la culpa era mía o de ellos. Solo sé que durante unos días no podía dejar de llorar. Era una cría, pero necesitaba olvidar. Trataba de hacer como que na-da había sucedido, pero me venían imágenes a la cabeza y un escozor reco-rría mi garganta, mi corazón. No podía respirar. Les odiaba. Deseaba verles muertos. No podía decir nada, me enseñaron que esas cosas les pasan a las niñas malas. Si no lo hubieran vuelto a hacer…

# —¿Recuerdas sus risas?

—Para, te lo ruego… —¡No! debes recordar, se lo merecían. No tuvieron bastante con

hacerlo una vez. Lo hicieron otra, y otra, y otra —¡Por favor! ¡Para! Laura luchó por moverse, pero era inútil. —Yo también estaba allí, ¿lo recuerdas? Esto también es doloroso

para mí. Y sus risas, algunos solo miraban, y se reían.

# Era horrible… pero por un momento todo paró. No recuerdo lo que sucedió, solo que desperté en un baño de sangre. En mis dientes y uñas quedaban res-tos de carne. Solo estaba yo, rodeada de sus cadáveres.

# —Lo hicimos nosotras, ellos se lo buscaron.

—Solo eran unos niños de doce años…

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—Eran monstruos. —Como nosotras…

# Un profesor entró en el lavabo, encontrándose de lleno con la grotesca esce-na. Comenzó a gritar algo y en un momento me vi rodeada de varios adultos que me miraban con rostros de terror, como si estuviesen contemplando a la peor de las bestias… Supongo que eso es lo que era, un monstruo. Un mons-truo que siempre me ha acechado, al que he intentado enfrentarme, pero cuando te intentas enfrentar a tus fantasmas… inevitablemente les haces más fuerte… ¿Pero como puedo huir de mi misma?

# La niña del espejo comenzó a desvanecerse, dejando en su lugar a la Laura actual, desconcertada y dolida, sobretodo dolida.

Tras comprobar que había recuperado la movilidad de sus pier-nas, se dirigió nuevamente a su habitación. Sus pies, desnudos, se humedecieron con el agua de la lluvia que había penetrado en el cuarto. La tormenta no había cesado. Se dirigió a la ventana dejando que su rojiza melena se empapara. Miró a las estrellas…

—No hay peor enemigo que aquel del que no puedes huir…— dijo en voz alta, esperando que el cielo le brindara una respuesta. Y se la debió dar, pues por un momento su rostro se iluminó.

# Solo hay una forma…

# Con absurdo cuidado cruzó el ventanal, quedándose de pié por el filo exterior. Tragó saliva y dio un último salto… Su cuerpo se dejó acompañar por la lluvia y se iluminó por última vez bajo la luz del último rayo que engendrara la tormenta.

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Los héroes De la Luz por Diana Muñiz

Los rayos de sol entraban tímidamente entre las láminas de la per-siana y acariciaba con sus dedos el cuerpo desnudo de la joven que dormitaba en la cama. Albizia entreabrió los ojos y contempló su habitación a través de sus largas pestañas. Ya era de día, tendría que levantarse.

Se incorporó perezosa y se estiró como un gato haciendo crepitar cada uno de los huesos de su espalda sintiéndose fatigada antes de empezar. Un nuevo día y tanto trabajo por hacer…

—¡Albizia! ¡Albizia! —gritó su madre desgañitándose desde las plantas superiores. Su voz hacía retumbar las paredes de la habita-ción— ¡Llegarás tarde!

—¡Ya voy! —gritó ella pero se estiró de nuevo en la cama y se tapó la cabeza con la almohada—. Sólo cinco minutos más.

Cinco minutos más tarde todavía estaba sentada en la cama y no parecía tener mucha intención de levantarse.

—¡Albizia! —volvió a gritar su madre. Esta vez, el volumen había incrementado considerablemente. La habitación tembló y osciló de un lado a otro mientras la lámpara del techo se estrellaba contra el suelo partiéndose en mil pedazos a escasos centímetros de ella.

—¡HE DICHO QUE YA VOY! —contestó Albizia usando una voz gu-tural. Al instante, nubes tormentosas cubrieron el cielo y ocultaron el sol llevando la oscuridad al mundo—. ¡Será pesada! ¡He dicho que ya voy y ya voy es eso, que ahora voy, coño. Y si no llego a tiempo y no me acabo la maldita ambrosía pues ya cogeré una poca de camino al Abismo. Si no se van a escapar, los malditos demonios se quedarán allí esperando a que la maldita diosa que tiene que matarlos se acabe el maldito desayuno.

Enchufó la radio a todo volumen, nada como el hardrock para em-pezar el día, y se metió en la ducha. Su madre empezó a gritar de nuevo, alguna tontería sobre solecillos confitados y ambrosía amar-ga. Albizia supiró y subió el volumen de la música.

—In fields where nothing grew but weeds… —empezó a cantar a viva voz sin importarle un comino la entonación y la letra, completamen-te ajena al diluvio que estaba ocasionando en el mundo de los hom-bres— All because of you that I believe in angels…

Cuando por fin salió de la ducha, se había declarado sequía en tres países, se habían secado cinco lagos y el desierto del Sahara se había expandido doscientos kilómetros. Su madre ya no gritaba, segura-mente, cuando al final decidiera subir la esperaría una buena regañi-

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na. Pero ella seguía sin tener prisa. Se quedó delante de su guarda-rropa comprobando los diferentes modelitos de túnica, todas blan-cas, impolutas y exactamente iguales unas de otras, pero a pesar de eso, Albizia se demoró en escoger la túnica con el blanco más glamo-roso y que destacara más el dorado de sus ojos. Después de todo, era una De la Luz, tenía que dar buena imagen.

Cuando llegó al comedor, su padre ya se había marchado. No en vano era él quién se ocupaba de que el día llegara a todas partes. Su madre estaba enfurruñada y no paraba de murmurar imprecaciones mientras cocinaba ingentes cantidades de solecillos.

Su hermano pequeño estaba allí sentado y la miraba con una son-risa estúpida. Era su hermano pequeño, era estúpido, ¿cómo iba a ser, si no, su sonrisa? Pero ese día era más amplia y estúpida de lo habitual.

—¿Cuál es el chiste, enano? —preguntó Albizia y al instante se arrepintió de haberlo hecho.

—Voy a ir contigo —canturreó—. Me lo ha dicho mamá. —¡Joder, mamá! ¡Tiene que ser una broma! —Modera tu lenguaje, muchachita —dijo amenazándola con la es-

pátula que utilizaba para girar los solecillos—. Serás una buena her-mana mayor y ayudarás a tu hermano a sacarse la licencia de héroe, es un De la Luz, es mejor que aprenda cuanto antes las obligaciones que acarrea su apellido.

—Pero, pero, —dijo Albizia golpeando el suelo con los pies irre-flexivamente, a cada golpe, el cielo retumbaba y un tifón se iba ges-tando—, yo voy con mis amigos, solos matamos demonios mucho mejor. ¿Cómo voy a salvar al mundo si tengo que vigilar al idiota de mi hermano?

—Idiota lo serás tú —replicó su hermanito sacándole la lengua—, tú lo que quieres es que no vaya contigo para así poder liarte con ese De La Luna. Pues lo siento por ti pero ese tío tiene más plumas que un pavo real.

—¡Jo, Mama, mirá lo que dice! No puede hablar así de Linus, él es tan mono.

—No, si mono es, lo mismo cree el chico de De La Mañana. —corroboró su madre para su desesperación.

—¡Mamá! —A mí no me digas, es lo que dicen por ahí. Anda, deja de enfadar-

te y acábate la ambrosía. Necesitas relajarte, desde que te hicieron diosa del clima la temperatura del planeta no ha hecho más que au-mentar.

—No es culpa mía, tengo muchísimas responsabilidades: matar demonios, traer la lluvia, hacerme la manicura…

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—¡Ay! Dejad que os vea —su madre, muy emocionada, colocó a su hermano pequeño a su lado y les dio sendos pellizcos en la mejillas, Albizia suspiró abatida pensando que su hermano ya era casi tan alto como ella— ¡Cuánto habéis crecido! Mis dos niños… ¡Qué orgullosa estoy de mis héroes De la Luz!

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Artículos

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La Maldición de Hill House: crónica de una vivienda impía

por Ana Morán Infiesta Artículo aparecido originalmente en Pasadizo.com. De entre todos los tópicos del cine y la literatura del terror uno de los que mayor capacidad tiene para generar esa sensación de inquie-tud son las Casas Encantadas, las viviendas donde anida o parece anidar lo extraño. Tal vez esta sensación se deba a que el objeto ge-nerador de terrores sea algo tan cotidiano como una simple vivienda y no algo tan distante como un vampiro o un licántropo. Tal vez sea eso, sí. O, a lo mejor, también influye en que, en la realidad, hay vi-viendas que, sin necesidad de albergar nada extraordinario, trasmi-ten bien por su historia, su estado de conservación, su arquitectura, etc, cierta sensación de inquietud, incluso, de insania. Shirley Jack-son conocía perfectamente esa sensación y la plasmó con pulso y maestría en la que para muchos, entre los que me incluyo, es la obra capital de la literatura de casas encantadas La Maldición de Hill House† (The Haunting of Hill House, 1959).

Sobre la autora Shirley Jackson es una de esas escritoras de biografía oscura, no por-que su vida esté salpicada de grandes y siniestros misterios sino, simplemente, porque no resulta sencillo encontrar demasiados datos sobre ella.

Nació en San Francisco en 1916 y fallecería en 1965 sin haber cumplido los cuarenta y nueve años, dejando una de las obras más interesantes e ignotas de la literatura de terror de su época. Cabe se-ñalar que, cultivó otros géneros como la llamada Fiction on Domestic Chaos; este tipo de obras, muy cultivado al parecer por las amas de casa de los años cincuenta es EEUU, se basaba en narrar la batallas cotidianas de estas mujeres. Según se cuenta, las obras que Jackson aportó a este género (Live Among de savages (1953), Raising Demons (1957)) ya presentaban una interesante calidad literaria y estaban marcadas por el humor negro que posteriormente caracterizaría a la autora.

† Título de la última edición del libro por la editorial Valdemar, para su colección Gótica.

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Sus primeras publicación data de su época universitaria (se licen-ció en literatura por la universidad de Siracusa), concretamente de 1938 cuando publica el cuento Janice. Diez años más tarde publica The Road Through the Wall; habría que esperar aún once años para que la novela que hoy nos ocupa viese a luz.

En 1962 ve la luz su última novela We Always live in the Castle cuya promoción vendría marcada por la polémica cuando al crítico Lau-rence Hyman, marido de Jackson, se le ocurrió sacar a la luz que la escritora era experta en ocultismo; Jackson se vería obligada a negar tales hechos por cuestiones publicitarias, sin embargo, hoy se sabe que su afición por el ocultismo y la práctica de magia blanca eran ciertas. De hecho tal circunstancia resulta imprescindible para cap-tar muchos matices de la Maldición de Hill House; Así, una de las fuentes de inspiración para la novela fue unos de los cientos de ejemplares que la autora atesoraba en su biblioteca esotérica: un li-bro referido a una investigación realizada durante el siglo XIX en una casa supuestamente encantada. También marcarían a la obra, distintas viviendas que la autora fue fotografiando e investigando; unas tenían fama de malditas, otras simplemente tenían un aspecto inquietante. Como dato curioso, una de las casas que más la impresionaría resultaría haber sido construi-da por su propio bisabuelo, se considera que fue su inspiración prin-cipal para el aspecto de Hill House, pero no el único: la célebre casa donde Sarah Winchester, viuda de W.W. Winchester, creador del fa-mosos rifle, pasó sus últimos 38 años de vida marcaría el peculiar di-seño interior de Hill House.

El Hill House real En 1884 tras el fallecimiento de W.W. Winchester, fabricante de los famosos o infames, según se mire, rifles de repetición que causaron miles de muertes y facilitaron la llamada Conquista del Oeste, su viu-da Sarah, firme creyente espiritista, comienza a construir una man-sión donde poder refugiarse de los espíritus de aquellos que han sido muertos por la creación de su difunto esposo.

El enclave escogido es la localidad de San José, cerca de San Fran-cisco. Las obras de la casa nunca llegaron a concluir puesto que se estuvo construyendo hasta el mismo día de la muerte de la adinerada viuda. Esta reforma continua se debía al consejo que le había dado una vidente: mientras los espíritus tuviesen un lugar donde morar no llegarían a acosarla.

Tan exagerado ritmo de construcción daría lugar a una casa de ar-quitectura sumamente bizarra, plagada de elementos aberrantes que juegan con la percepción humana: desde las medianamente normales

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escaleras que no llevan a ninguna parte a ventanas que se abren para dar a una pared. Si a esto le unimos los posibles pasadizos secretos, mu-chos de ellos todavía no descubiertos, o que la casa contaba con la frio-lera de 160 habitaciones, 47 chimeneas y adelantes técnicos para la época como 3 ascensores, un sistema de luz de gas que ya usaba inter-ruptor; e, incluso, alcantarillado, la casa era un escenario perfecto para inspirar todo tipo de leyendas e historias macabras.

Su influencia en la obra de Jackson es clara. Hill House es, ante todo, una siniestra aberración arquitectónica. Pero mientras que la mansión Winchester podría decirse que tal bizarrismo arquitectóni-co obedecía a un fin defensivo, en la novela su creador no parece al-bergar tan buenas intenciones. Hugh Crain era, como se ve a lo largo de la trama, un hombre marcado un siniestro fanatismo religioso y cierto orgullo; se llega a especular que el loco diseño de la casa se debiese a un afán de convertirla en un lugar de interés turístico co-mo era ya en el momento en que se desarrolla la acción la citada Mansión Winchester.

Entre los elementos que Jackson introduce en Hill House encon-tramos habitaciones totalmente interiores; las socorridas escaleras que no dan a ninguna parte; puertas peraltadas de tal forma que siempre se cierran solas; un mobiliario intencionadamente incómodo o esa estatua, situada incongruentemente en un salón, que cada uno de los miembros del grupo interpreta y ve de de forma diametral-mente diferente (un dragón, un grupo familiar…). Todo ello contri-buye a generar cierta sensación de inquietud entre aquellos que la habitan.

Escenario y actores Hasta ahora he hablado bastante sobre la autora de la novela y sus posibles referentes a la hora de crear a su criatura. Sin embargo, no he mencionado apenas la trama o los personajes que intervienen en ella; se hace preciso por tanto hacer una pequeña semblanza de la misma.

La historia es sencilla. Un grupo de personas se reúne en una vieja mansión con fama de embrujada para realizar una investigación pa-ranormal al estilo decimonónicos; esto es instalarse allí y ver qué pa-sa en lugar de realizar una investigación más activa.

La investigación la dirige el Dr. Montague, filosofo interesado en el mundo de lo extraño. Le acompaña Luke, heredero de la casa al que su tía manda para vigilar que no dañen su propiedad y dos muje-res con capacidades psíquicas: Eleanor, una apocada mujer marcada por toda una vida cuidando de una castradora madre enferma (re-cientemente fallecida) y Theodora, una enigmática mujer con sor-

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prendentes capacidades telepáticas. Como personajes secundarios nos encontramos con la señora Dudley, una especie de ama de llaves a tiempo parcial que convierte a la Señora Danvers de Rebeca en una hermanita de la caridad, y la esposa del Dr. Montague.

Los cuatro actores principales, llegan a Hill House acompañados de sus pequeños secretos, sus miedos y sus inseguridades; un abono perfecto para acrecentar la sensación de malestar que ya de por si produce la mansión, para aquello que sea lo que sea habita tras los muros de Hill House.

Hay que tener en cuenta, a la hora de analizar la psicología o la conducta de los distintos personajes, que la mayor parte de la histo-ria la vemos desde el tamiz de la mirada de Eleanor: es por tanto una visión totalmente subjetiva.

Nell, es un personaje realmente complejo; marcada por la muerte de una madre a la que ha dedicado buena parte de su vida, ahora debe buscar un nuevo rumbo para la suya propia. Esa búsqueda de un lugar en el mundo se traduce en sus reacciones hacia la casa y hacia el resto de personajes, especialmente hacia Theodora. Eleanor es de todo el grupo quien establece un vínculo emocional más fuerte con la casa, con la que pronto establece una insana relación de amor odio.

El Dr. Montague, con ser el impulso de la historia, es tal vez el personaje con menor peso en ella; su actitud es la del observador, la del investigador por lo que su vinculación emocional con la casa o con el resto de personajes es menor que en ningún otro. Esa visión, se traduce en algunos momentos en una actitud fría, rígida; para él la investigación está por encima de todo y no puede permitir que nin-gún pequeño detalle condicione su validez.

Luke es el heredero de la mansión; un embaucador de poca mon-ta. No es lo bastante canalla para dedicarse a las estafas a lo grande ni lo suficientemente fuerte para luchar contra sus instintos. Será objeto de interés romántico por parte de Eleanor.

Theodora es el más hermético de todos los personajes, en ningún momento de la historia llegamos a ver sus pensamientos. Es una per-sona impulsiva, irreflexiva por momentos y algo mordaz. Llega a Hill House por impulso, tras una discusión con su pareja y en un primer momento parece sentir cierta atracción hacia Eleanor.

Tres aproximaciones al misterio La mejor baza de la Maldición de Hill House en particular y de buena parte de la obra de Jackson (como por ejemplo esa obra maestra del re-lato corto llamada Los Veraneantes), es la ambigüedad con que trata el misterio. Seguramente cada lector que disfrute de esta novela tendrá una visión y una teoría diferente de la misma; incluso, un mismo lector

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puede variar en sucesivas relecturas sus impresiones sobre los sucesos de la casa. Al menos, en mi caso es lo que me ha pasado.

No es por tanto mi intención sentar cátedra alguna sobre la inter-pretación de la historia, cada lector tendrá la suya tan válida o más que las que pueda ofrecer yo aquí. Sin embargo, me interesa realizar tres aproximaciones básicas al misterio de la casa que serán muy úti-les de cara a analizar las dos adaptaciones cinematográficas de las que ha gozado la novela de Jackson.

Aproximación sobrenatural En Hill House hay verdaderas presencias sobrenaturales. La historia de la casa parece reforzar esta opinión. Hugh Crain perdió a su pri-mera mujer justo antes de estrenar la casa; su segunda esposa pere-cería en una extraña caída dentro de la mansión; tras el finalmente tras el fallecimiento del propi Crain y su tercera esposa en Europa, las dos hijas que éste había tenido en su primer matrimonio, entabla-ron una agria disputa por la posesión de la casa. Finalmente se insta-laría en ella la hermana mayor quien fallecería ya de anciana debido a una gripe y, según algunas habladurías, a la negligencia de su dama de compañía. Está última heredaría la mansión y se suicidaría al sen-tirse acosada por presencias extrañas.

De este modo, Eleanor se convertiría en el principal foco de aten-ción de los fenómenos, en una víctima de las iras de la casa; no en vano su historia guarda cierto paralelismo con la de la joven dama de compañía de Abigail Crain, ya que la madre de Eleanor falleció en circunstancias similares a la señora de Hill House. Esto explicaría el porqué la mayor parte de los virulentos ataques que se producen en la casa tienen por objeto a Eleanor. Incluso, su nombre llega a pare-cer en algunas pintadas que le dan la bienvenida a Hill House como si de una hija pródiga se tratase.

Esta explicación pierde consistencia cuando la casa escoge como víctima de uno de sus más visuales ataques a Theodora, poco después de que se nos deje todo lo claro que se nos puede dejar, al no tener nunca sus punto de vista de la historia, que esta parece intuir que de un mondo consciente o no es Nell quien produce los fenómenos.

Aproximación realista Dado que vemos la mayor parte de la historia desde el punto de vista de Eleanor, todo se produce en su cabeza. Los ruidos, pintadas y de-más son alucinaciones de una mujer excesivamente frágil y fantasiosa.

El principal sustento para esta teoría lo encontraríamos en el re-trato que nos hace Jackson del viaje de Nell desde su casa a Hill Hou-

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se. Gracias a la técnica de monólogo interior percibimos los miedos de Eleanor; su visón del viaje como el inicio de una nueva vida y, más importante aún, sus fantasías en las que se ve como señora de alguna de las casas que se ven por el camino. También veremos más adelan-te, como algunos elementos que le han llamado la atención durante el trayecto serán asimilados más tarde por la joven para crearse una nueva vida ante el resto de invitados en Hill House.

El problema al que se enfrenta la teoría son los fenómenos que son vistos y padecidos por varias personas; podría percibirse como algún tipo de alucinación colectiva o, siendo rebuscados, como que toda o casi toda la historia trascurre únicamente en la mente de Nell, pero se me antoja algo rebuscado.

Aproximación mixta Si mezclásemos las dos aproximaciones anteriores obtendríamos la que se me antoja como la más plausible de las explicaciones al fenó-meno: los fenómenos son reales, pero no estarán producidos por ninguna entidad sobrenatural sino por Eleanor quien catalizarías las fuerzas que parecen morar en la mansión en forma de fenómenos Poltergeist.

Esta explicación entroncaría con aproximaciones al fenómeno Po-letergeist que abogan por una explicación más antropomórfica del mismo según la cual este tipo de manifestaciones podrían estar pro-ducidas por personas sometidas a ciertas condiciones de estrés men-tal que tienen la mala suerte de recaer en algún enclave que cataliza esas inseguridades en forma de ruidos, caídas de muebles y demás fenómenos atribuidos tradicionalmente a espíritus burlones. Jackson era una mujer con amplios conocimientos sobre el mundo sobrena-tural y sobre el campo de las investigaciones paracientíficas, sus propias teorías apuntaban a que el componente psicológico, las cir-cunstancias de cada persona, resultaban claves a la hora de percibir de una u otra forma los supuestos fenómenos que se produjesen en una vivienda encantada; no sería de extrañar que aplicase esas teorí-as a la hora de recrear el misterio de Hill House.

Pero la validez de esta explicación a los fenómenos no se sustenta solo en las teorías esotéricas de su autora, sino también en el propio texto. Tenemos por un lado los sentimientos ambivalentes de Nell hacia la casa: repulsión y ganas de convertirla en su hogar. De ahí las mani-festaciones en forma de ruidos, que la asustan pero también la recar-gan de energía, o esas siniestras pintadas que le dan la bienvenida a casa.

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Su propio sentimiento de culpa por la muerte de su madre se en-tremezclaría con la historia de la dama de compañía haciendo aún más inestable su psique. No olvidemos además que algunos de los ruidos recuerdan a Eleanor la forma en que su madre la llamaba por las noches. La propia fluctuación de sus sentimientos románticos también se traduce en parte de los fenómenos. En un primer momento parece existir cierta atracción mutua entre Theodora, quien llega a la casa tras una fuerte discusión con su novia, y ella. Cuando la primera co-mienza a mostrarse indiferente, incluso mordaz con Nell, los senti-mientos de ésta parecen dirigirse entonces hacia la figura de Luke, pese a que ella misma se da cuenta de lo poco recomendable que es el joven. Es en este momento cuando los sentimientos de Eleanor hacía Theo se tornan en resentimiento, casi en odio, y se produce el ataque que comenté hace un par de apartados. Cuando finalmente los sen-timientos de Nell parezcan decantarse hacia Theodora el citado fe-nómeno desaparecerá. En relación con esta fluctuación de los sentimientos de Eleanor, que incluso podemos entender como una búsqueda de asimilar su propia identidad sexual, hay que considerar otro factor. Desde un primer momento Theo se nos presenta como una persona con unas capacidades telepáticas importantes; desde su primer encuentro con Nell, vemos como está percibe que Theodora parece tener la capaci-dad de “ver en su interior” de adelantarse, incluso, a sus pensamien-tos. Tal circunstancia invita a pensar que tal vez ésta perciba o intu-ya desde un primer momento la vinculación de Nell con parte de los fenómenos lo que poco haría por mitigar la hostilidad que llega a ge-nerarse entre ellas a media trama. Otro factor importante de cara a sustentar esta teoría, es el hecho de que, ya al final, cuando Eleanor cerca está de producir una tragedia al subir en trance la escalera de la biblioteca, la misma en la que se había suicidado la dama de com-pañía, sea Theo precisamente la única que le brinda compresión y apoyo en lugar de hostilidad y reproches; tal vez por que comprende la complejidad de los sentimientos que acosan a Nell.

Valoración general del libro El estilo de Shirley Jackson en esta novela puede definirse como apa-rentemente sencillo. No hace uso de un lenguaje ampuloso o barroco que dificulte la compresión del texto y lo dote de grandilocuencia, una persona con unos mínimos conocimientos de inglés podría se-guir la trama sin excesivos problemas (de hecho yo leí la novela por primera vez en el idioma original y no me perdí en ningún momen-to) porque ni la historia ni el estilo lo requieren. Es más, dada la téc-

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nica de monologo interior escogida, un estilo demasiado recargado hubiese restado credibilidad al libro; Nell es una mujer a la que los avatares de la vida no le han permitido obtener una gran formación académica.

Jackson maneja esta compleja técnica literaria con maestría y no es nada fácil. El monologo interior, que podemos considerar antece-dente de los POV† usados en complejas sagas de fantasía como Can-ción de Hielo y Fuego (A song of Fire and Ice) o Príncipe de nada (Prince of Nothing), se basa en ver las escena desde los ojos, los pensamientos incluso de un personaje pero narrado en tercera persona.

Lo difícil, a mi juicio, de esta técnica, es dejar claro al espectador que pese al uso de una persona narrativa asociada con la objetividad, está leyendo una visión totalmente subjetiva de los hechos. No es fácil, pero Jackson lo logra. Siempre tenemos claro que, salvo el pro-logo y el epílogo, vemos las cosas desde la perspectiva de Nell; con sus complejos y sus prejuicios; con sus dudas. Percibimos como, por mucho que lo oculte, la casa va a afectándola poco a poco, generando en nosotros mayor inquietud de lo que la haría cualquier otra pers-pectiva de la historia.

Otro de los puntos fuertes de la autora son los diálogos. Por un la-do la forma que cada personaje tiene de hablar resulta de acorde con su personalidad y formación. El Dr. Montague, en los momentos que ha de explicar la historia de la casa lo hace como lo haría un profesor impartiendo la lección, y esa es su profesión; en Luke se percibe esa superficial simpatía de quienes están acostumbrados a aprovecharse el buen corazón de terceros; en el tono despreocupado o el humor cruel de Theo se traslucen sus propias inseguridades, los secretos no desvelados. Y no nos olvidemos de ese secundario que es la señora Dudley, gracias a esa forma robótica que tiene de hablar, el lector casi puede oír el tono monótono de su voz cuando lee sus diálogos.

Por otro, Jackson usa los diálogos para marcarnos cuando los per-sonajes están en estado de tensión, no siempre generado por los fe-nómenos de la casa. Lo hace no recurriendo a los típicos y tópicos “tengo miedo”, “no entres ahí” de película de terror ramplona sino a algo más realista: esos diálogos absurdos que somos capaces de enta-blar los humanos cuando queremos demostrar estar tranquilos y de-seamos descargar tensión a través de la “risoterapia”.

La novela no está exenta de cierto grado de humor. Desde el más sencillo como los diálogos antes mencionados, al más negro, personi-ficado por las reacciones que causa la siniestra señora Dudley en sus pobres invitados, o ya en la recta final, el peculiar personaje de la señora Montague. Eso sí, estos episodios siempre están integrados en la trama y son coherentes con el desarrollo de la historia. † Point of view : punto de vista / de mira.

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Hill House al cine Hasta ahora la novela ha sido trasladada dos veces a la gran pantalla: en 1963, no mucho después de ser publicada, y en 1999. La primera fue dirigida por el versátil Robert Wise; la segunda por el palomitero Jan de Bont.

En los dos próximos apartados de este artículo daré unas pincela-das sobre ambas valorándolas como adaptación del texto originario. The Haunting, 1963 Señalar, antes que nada, que esta versión no llegaría a ser estrenada en nuestro país en los cines. Tendríamos que esperar al mercado del video para que viese la luz como La mansión encantada.

La adaptación que realizó el guionista Nelson Gidding resulta bas-tante fiel al texto original, sobre todo en lo que se refiere a trasladar la ambigüedad existente en el texto de Jackson. Las mayores diferencias entre ambos, amén de la supresión de algunas escenas claves del libro, radica en parte de los matices que caracterizan a personajes como: Theodora, Luke o el Dr. Montague (Markway en la película) y su esposa. Estas diferencias no cambian sustancialmente el espíritu de la trama y se antojan necesarios a la hora de sintetizar el texto de Jackson, corto pero prolijo en situaciones, en una película de 112 minutos.

Parte de las infidelidades a la hora de adaptar el personaje de Theo, pueden deberse a la censura cinematográfica aún imperante en esos años; si bien por aquellos años resultaba difícil introducir un personaje homosexual en una novela (al menos de un modo relati-vamente positivo) en la gran pantalla era casi un imposible. Se pier-de por ejemplo, la aparición del personaje en el prologo de la pelícu-la; en el libro esta breve mención resultaba necesaria para entender al personaje y sus motivaciones. También desaparece el pasaje en el que la joven sufre el ataque de la “casa” cuando parece empezar a entrever que Eleanor puede estar detrás, consciente o inconsciente-mente de los fenómenos, decantándose así la película más hacia la explicación sobrenatural.

Luke tiene un papel mucho más secundario en la película. Al des-aparecer su rol como interés romántico de Nell, se convierte en un mero convidado de piedra que sirve para dar una visión más a pie de calle de la historia.

El Dr. Montague (Markway) es rejuvenecido y se trasforma en el interés romántico de Nell, añadiendo matices distintos al triangulo amoroso resultante; la atracción de Nell hacia Luke en el libro, tenia cierto matiz de atracción condescendiente, en cambio con el Dr. Markway puede entenderse como la necesidad de encontrar una fi-

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gura paterna o al menos de autoridad que la arrope que la proteja lo que acentúa la fragilidad del personaje.

Por otro lado señalar que el citado triangulo queda más difuso en la novela que en la película. En el texto de Jackson más que un trian-gulo propiamente dicho, había que hablar de los sentimientos fluc-tuantes de Eleanor. De hecho en ningún momento llega a producirse hostilidad entre Theo y Luke, lo que sería normal en una situación de sentimientos más extremos; aún más, durante toda la novela ambos personajes llegan a trabar cierto grado de amistad y complicidad que aumentará la paranoia de Eleanor.

El cambio más sustancial, no obstante, se da en el personaje de la Sra. Montague (Markway). En el libro es una espiritista aficionada que colabora activamente en las investigaciones de su marido; en la película una escéptica que casi si avergüenza de la afición de su espo-so por lo extraño. En ambos casos se mantiene, eso, si el carácter au-toritario de la mujer que rompe la armonía que parece existir entre los cuatro protagonistas y el efecto que esto tiene sobre la frágil psi-que de Eleanor.

La razón de este cambio, puede deberse en parte a que introducir la trama de la señora Montague fielmente alargaría aún más la pelí-cula. Pero también podría deberse a que, el personaje y las situacio-nes vividas merced a él tienen cierto halo de humor negro que que-daría un tanto chocante trasladándolo a la gran pantalla.

Fuera de las cuestiones puramente argumentales. Señalar que la recreación de la casa es excelente, captando a la perfección ese biza-rrismo arquitectónico capaz de alterar los nervios de la persona más tranquila del mundo (esos planos exteriores de Hill House ponen los pelos como escarpias). Otro acierto de la película es insertar en oca-siones la voz en off de Nell para recrear esa sensación de monologo interior de la obra original.

The Haunting, 1999 Poco me detendré en esta película porque como adaptación es un verdadero engendro. De la historia original conserva al casa y los nombres de los personajes; a partir de ahí se inventan la mayor parte de las situaciones incluso de la trama.

La deliciosa ambigüedad de la novela de Jackson y la película de Wise, se convierte en la más burda pirotecnia. Los complejos perso-najes tienen aquí la profundidad de una hoja de papel y el final es un verdadero despropósito que haría revolverse en la tumba a la nove-lista americana.

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Premios Shirley Jackson Me gustaría finalizar este artículo haciendo una breve mención a uno de los últimos eventos inspirados en la figura de la autora. Los Pre-mios Shirley Jackson que se conceden desde julio de 2008. Estos pre-mios se conceden durante la REDERCON (Conference on Imaginative Lite-rature) de Burlintong Masachusetts.

Premian obras centradas en Suspense psicológico, terror o fanta-sía oscura En las siguientes categorías : Novela Long Fiction (Novella): textos de 17,500 a 39,999 palabras. Mid-Length Fiction (Novelette): 7,500 a 17,499. Collection: Mínimo 40,000 palabras. Mínimo tres textos de ficción de un solo autor. Anthology: Mínimo 40,000 palabras. Mínimo tres textos de ficción de otros tantos autores. Ganadores 2008 (Listado extraído de http://www.shirleyjacksonawards.org/sja_2008_winners.php) NOVEL Winner: THE SHADOW YEAR, Jeffrey Ford (William Morrow) Finalists: Alive in Necropolis, Doug Dorst (Riverhead Hardcover) The Man on the Ceiling, Steve Rasnic Tem and Melanie Tem (Wiz-ards of the Coast Discoveries) Pandemonium, Daryl Gregory (Del Rey) The Resurrectionist, Jack O’Connell (Algonquin Books) Tender Morsels, Margo Lanagan (Knopf Books for Young Readers) NOVELLA Winner: DISQUIET, Julia Leigh (Penguin/Hamish Hamilton) Finalists: “Dormitory,” Yoko Ogawa (The Diving Pool, Picador) Living With the Dead, Darrell Schweitzer (PS Publishing) The Long Trial of Nolan Dugatti, Stephen Graham Jones (Chias-mus Press) “N,”, Stephen King (Just After Sunset, Scribner)

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NOVELETTE Winner: “PRIDE AND PROMETHEUS,” John Kessel (The Magazine of Fantasy and Science Fiction) Finalists: “Hunger Moon,” Deborah Noyes (The Ghosts of Kerfol, Candle-wick Press) “The Lagerstatte,” Laird Barron (The Del Rey Book of Science Fic-tion and Fantasy, Ballantine Books/Del Rey) “Penguins of the Apocalypse,” William Browning Spencer (Sub-terranean: Tales of Dark Fantasy, Subterranean Press) The Situation, Jeff VanderMeer (PS Publishing) SHORT STORY Winner: “THE PILE,” Michael Bishop (Subterranean Online, Winter 2008) Finalists: “68° 07’ 15″N, 31° 36’ 44″W,” Conrad Williams (Fast Ships, Black Sails, Night Shade Books) “The Dinner Party,” Joshua Ferris (The New Yorker, August 11, 2008) “Evidence of Love in a Case of Abandonment: One Daughter’s Per-sonal Account,” M. Rickert (The Magazine of Fantasy and Science Fiction, Oct/Nov 2008) “The Inner City,” Karen Heuler (Cemetery Dance #58, 2008) “Intertropical Convergence Zone,” Nadia Bulkin (ChiZine, Issue 37, 2008) COLLECTION Winner: THE DIVING POOL, Yoko Ogawa (Picador) Finalists: A Better Angel, Chris Adrian (Farrar, Straus, and Giroux) Dangerous Laughter, Steven Millhauser (Knopf) The Girl on the Fridge, Etgar Keret (Farrar, Straus, and Giroux) Just After Sunset, Stephen King (Scribner) Wild Nights!, Joyce Carol Oates (Ecco) ANTHOLOGY Winner: THE NEW UNCANNY, Edited by Sarah Eyre and Ra Page (Comma Press) Finalists: Bound for Evil, edited by Tom English (Dead Letter Press)

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Exotic Gothic 2: New Tales of Taboo, edited by Danel Olson (Ash-Tree Press) Fast Ships, Black Sails, edited by Ann and Jeff VanderMeer (Night Shade Books) Shades of Darkness, edited by Barbara and Christopher Roden (Ash-Tree Press)

Obra de Jackson editada en España La Maldición de Hill House. Traducción Oscar Palmer Yáñez para Valdemar Gótica. Madrid, diciembre 2008. La lotería. Aventuras del amante diablo (recopilación de relatos). Traducción de Hernan Sabaté para Edhasa, 1991 Siempre hemos vivido en el Castillo. Traduccion de Hernan Saba-té para Edhasa, 1991

Antologías donde podemos encontrar obras de la autora La Eva Fantástica, de Mary Shelley a Patricia Highsmith editado por J.A. Molina Foix para Siruela / Bolsillo. Madrid, 2001. Se trata de una antología con relatos fantásticos escritos por mujeres. Incluye la Lotería de Shirley Jackson. Crímenes de Mujer. Los mejores relatos de damas del crimen. Re-copilado por Elizabeth George. Ed. Diagonal. Barcelona 2002. Incluye Los veraneantes de Shirley Jackson. El Gran Libro del Terror. Selección de Davis G Hartwell. Editorial Martinez Roca. 1987 (descatalogado). Incluye Los veraneantes Alfred Hitchcock presenta: Cuentos que mi madre nunca me con-tó. Editorial Bruguera, 1963. Incluye Los veraneantes. Minotauro 2. Revista Minotauro de Fantasía y Ciencia Ficción. 1964. Incluye La lotería.

Bibliografía básica La Maldición de Hill House. Traducción Oscar Palmer Yáñez para Valdemar Gótica. Madrid, diciembre 2008. http://sobreleyendas.com/2008/01/03/la-misteriosa-mansion-winchester/ http://www.tercerafundacion.net/ Sedice.com. Biblioteca leelibros. http://shirleyjacksonawards.org/index.php

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Rosa Negra El folletín por entregas de Los condenados

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