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Los Cuadernos de Liter@ura GEORGE COSTAKIS: LA HISTORIA DE UN COLECCIONISTA DE ARTE EN LA UNION SOVIETICA* Bruce Chatwin * Incluido en el libro póstumo del autor, ¿Qué estoy ha- ciendo aquí?, de próxima aparición en Muchinik Eds. G eorge Costakis es el principal coleccio- nista privado de arte en la Unión Soviéti- ca. Y 1a suya no es una colección cual- quiera, sino una de imponente interés para quienes quieran entender el arte de este si- glo. Durante veintiséis años ha llevado a cabo su propia y personal excavación arqueológica -eso es ni más ni menos lo que ha tenido que hacer- para desenterrar el movimiento artístico de iz- quierdas que irrumpió en Rusia durante los años de la Revolución. La Revolución Rusa es el más sobresaliente acontecimiento intelectual del si- glo, y sus pintores, escultores y arquitectos estu- vieron a la altura de los hechos. Durante la Prime- ra Guerra Mundial, el centro de gravedad artísti- co se desplazó de París a Moscú y Leningrado, donde permaneció durante unos pocos y turbu- lentos años. «Me haré unos pantalones negros con el tercio- pelo de mi voz», cantaba su más representativo portavoz, el poeta Vladimir Maiakovski. Las mu- jeres jóvenes tremolaban de placer al oír la voz de este hombre que se llamaba a sí mismo «la nube en pantalones». De manera típica, le correspon- dió a un emigrado ruso, Sergei Diaghilev, galvani- zar los talentos de la agonizante Europa en una exhibición de actividad. Pero, su exilio lo aisló de su ente de inspiración. El suelo ruso es una po- tente tierra nutricia, y son pocos los artistas naci- dos en él que sobreviven al trauma de la separa- ción. Los dotados de una erte voluntad, permane- cieron. El carácter único de la situación rusa hizo crecer en ellos la creencia casi mesiánica en el po- der del arte para trasrmar el mundo. Y, gracias a que los más extremados apóstoles del modernis- mo habían abierto sus brazos al bolchevismo, eron capaces de llevar adelante sus ideas. Abiertamente se declararon la guerra y se dividie- ron en grupos cismáticos, lanzando cada uno por las ondas sus manifiestos, que sonaban como anatemas medievales. Se daban a sí mismos nom- bres equívocos -constructivistas, productivistas, suprematistas, objetivistas-, que generalmente tenían más que ver con venganzas personales que 68 con reales direncias ideológicas. En su conjun- to, sin embargo, el trabajo de los artistas de iz- quierda sigue manteniendo una escura y una perdurabilidad, que supera ampliamente la inge- niosidad, la histeria y la aridez de gran parte del arte europeo de este siglo. Cuando la historia completa del movimiento artístico ruso llegue a escribirse -y en cierta me- dida tendremos que agradecer a Costakis que pueda llegar a escribirse- probablemente apare- cerá como el más significativo de todos. Frente a todo lo que podamos pensar, las generaciones posteriores verán al siglo Veinte como el siglo del Abstracto. Dos rusos, Kasimir Malevitch y Vasily Kandinsky, son sus pioneros, y para poder llegar a entender adecuadamente el movimiento, tene- mos que colocar en primer término su contexto eslavo original. Durante unos pocos años de euria floreció la vanguardia, aunque su anárquica filosoa parecía contradecir los postulados ndamentales del marxismo soviético. Acabó atrayendo sobre sí la reprobación oficial, se lo marginó oficialmente, y las pinturas desaparecieron debajo de las camas o bajo las bóvedas de los museos. Cuando Costakis empezó su labor, el arte de izquierda se hallaba totalmente olvidado. Fuera de la Unión Soviética provocaba algunos comentarios despectivos. Dentro, no despertaba el menor interés. En 1947, un crítico de arte podía denunciar la deshonesta «indirencia respecto del tema» de Cézanne, y quejarse de que sus utas y flores «carecen de aroma y textura». En aquellos días, el artista no fi- gurativo era un paria. Costakis se convirtió en el «griego loco que compra pinturas horribles». Había pasado quince años en medio del ío, y en los diez últimos, su apartamento se ha convertido en objeto de pere- grinación, lo que le produce una evidente satis- cción. En los años 20, Costakis se dedicó a com- prar tapices, plata y paisajes holandeses. -...Kalf ... Berchem... esa clase de cosas. Luego, poco a poco, empezaron a parecerme todos del mismo color. Tenía veinte pinturas colgadas de la pared, y era como si eran una sola. No puede recordar ningún acontecimiento concreto de su inncia que lo inclinara al co- leccionismo de arte, pero se imagina que las cere- monias de la Iglesia Ortodoxa debieron predispo- nerlo. -Pero esa no es la razón verdadera. Toda mi vi- da he querido escribir un libro... o construir un aeroplano... o inventar algún milagro industrial. n que hacer algo. Y me dije a mí mismo, «si si- go coleccionando pintura, no haré nada. Incluso si algún día llego a encontrar un Rembrandt, la gente dirá "tuvo suerte", y eso es todo». Luego en los oscuros años de la posguerra, al- guien le oeció tres cuadros brillantemente colo- reados de la vanguardia desaparecida.

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Los Cuadernos de Literatura

GEORGE COSTAKIS:

LA HISTORIA DE UN

COLECCIONISTA DE

ARTE EN LA UNION

SOVIETICA*

Bruce Chatwin

* Incluido en el libro póstumo del autor, ¿Qué estoy ha­ciendo aquí?, de próxima aparición en Muchinik Eds.

George Costakis es el principal coleccio­nista privado de arte en la Unión Soviéti­ca. Y 1a suya no es una colección cual­quiera, sino una de imponente interés

para quienes quieran entender el arte de este si­glo. Durante veintiséis años ha llevado a cabo su propia y personal excavación arqueológica -eso es ni más ni menos lo que ha tenido que hacer­para desenterrar el movimiento artístico de iz­quierdas que irrumpió en Rusia durante los años de la Revolución. La Revolución Rusa es el más sobresaliente acontecimiento intelectual del si­glo, y sus pintores, escultores y arquitectos estu­vieron a la altura de los hechos. Durante la Prime­ra Guerra Mundial, el centro de gravedad artísti­co se desplazó de París a Moscú y Leningrado, donde permaneció durante unos pocos y turbu­lentos años.

«Me haré unos pantalones negros con el tercio­pelo de mi voz», cantaba su más representativo portavoz, el poeta Vladimir Maiakovski. Las mu­jeres jóvenes tremolaban de placer al oír la voz de este hombre que se llamaba a sí mismo «la nube en pantalones». De manera típica, le correspon­dió a un emigrado ruso, Sergei Diaghilev, galvani­zar los talentos de la agonizante Europa en una exhibición de actividad. Pero, su exilio lo aisló de su fuente de inspiración. El suelo ruso es una po­tente tierra nutricia, y son pocos los artistas naci­dos en él que sobreviven al trauma de la separa­ción.

Los dotados de una fuerte voluntad, permane­cieron. El carácter único de la situación rusa hizo crecer en ellos la creencia casi mesiánica en el po­der del arte para trasformar el mundo. Y, gracias a que los más extremados apóstoles del modernis­mo habían abierto sus brazos al bolchevismo, fueron capaces de llevar adelante sus ideas. Abiertamente se declararon la guerra y se dividie­ron en grupos cismáticos, lanzando cada uno por las ondas sus manifiestos, que sonaban como anatemas medievales. Se daban a sí mismos nom­bres equívocos -constructivistas, productivistas, suprematistas, objetivistas-, que generalmente tenían más que ver con venganzas personales que

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con reales diferencias ideológicas. En su conjun­to, sin embargo, el trabajo de los artistas de iz­quierda sigue manteniendo una frescura y una perdurabilidad, que supera ampliamente la inge­niosidad, la histeria y la aridez de gran parte del arte europeo de este siglo.

Cuando la historia completa del movimiento artístico ruso llegue a escribirse -y en cierta me­dida tendremos que agradecer a Costakis que pueda llegar a escribirse- probablemente apare­cerá como el más significativo de todos. Frente a todo lo que podamos pensar, las generaciones posteriores verán al siglo Veinte como el siglo del Abstracto. Dos rusos, Kasimir Malevitch y Vasily Kandinsky, son sus pioneros, y para poder llegar a entender adecuadamente el movimiento, tene­mos que colocar en primer término su contexto eslavo original.

Durante unos pocos años de euforia floreció la vanguardia, aunque su anárquica filosofía parecía contradecir los postulados fundamentales del marxismo soviético. Acabó atrayendo sobre sí la reprobación oficial, se lo marginó oficialmente, y las pinturas desaparecieron debajo de las camas o bajo las bóvedas de los museos. Cuando Costakis empezó su labor, el arte de izquierda se hallaba totalmente olvidado. Fuera de la Unión Soviética provocaba algunos comentarios despectivos. Dentro, no despertaba el menor interés. En 1947, un crítico de arte podía denunciar la deshonesta «indiferencia respecto del tema» de Cézanne, y quejarse de que sus frutas y flores «carecen de aroma y textura». En aquellos días, el artista no fi­gurativo era un paria.

Costakis se convirtió en el «griego loco que compra pinturas horribles». Había pasado quince años en medio del frío, y en los diez últimos, su apartamento se ha convertido en objeto de pere­grinación, lo que le produce una evidente satis­facción. En los años 20, Costakis se dedicó a com­prar tapices, plata y paisajes holandeses.

-... Kalf ... Berchem ... esa clase de cosas. Luego, poco a poco, empezaron a parecerme todos del mismo color. Tenía veinte pinturas colgadas de la pared, y era como si fueran una sola.

No puede recordar ningún acontecimiento concreto de su infancia que lo inclinara al co­leccionismo de arte, pero se imagina que las cere­monias de la Iglesia Ortodoxa debieron predispo­nerlo.

-Pero esa no es la razón verdadera. Toda mi vi­da he querido escribir un libro ... o construir un aeroplano ... o inventar algún milagro industrial. Tenía que hacer algo. Y me dije a mí mismo, «si si­go coleccionando pintura, no haré nada. Incluso si algún día llego a encontrar un Rembrandt, la gente dirá "tuvo suerte", y eso es todo».

Luego en los oscuros años de la posguerra, al­guien le ofreció tres cuadros brillantemente colo­reados de la vanguardia desaparecida.

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-Fueron corno un signo para mí. No me impor­tó lo que fueran ... aunque nadie sabía lo que era nada en aquellos tiempos».

Los tres cuadros indicaron a Costakis la exis­tencia de un mundo que nunca había sospechado. Siempre que quedaba libre de sus obligaciones en la Embajada Canadiense, se dedicaba a buscar cuadros «perdidos» o «tirados por las esquinas de Moscú y Leningrado». La búsqueda le condujo hasta gentes que pensa­ban que el tiempo había pasado a su lado. Algu­nos se hallaban quebran­tados por los aconteci­mientos y se sintieron encantados de ver que aún se les otorgaban una brizna de reconocimien­to. Costakis rescató lien­zos que habían sido en­rollados o se hallaban cu­biertos de polvo. Cono­ció a Tatlin antes de su muerte, «el gran loco» que diseñara el Monu­mento a la Tercera Inter­nacional y que vivía sólo con algunas gallinas y una balalaika. Hizo mi­gas con Stepanova, la es­posa del genio múltiple que era Rodchenko. Dio con los amigos del gran Malevitch. Compró obras de los émigrés Kandinsky y Chagall, de Lissitzky, el maestro de la tipogra­fía y de Gustav Klutsis, el diseñador constructi­vista, de Liubov Popova, el «más potente pin­tor de su generación» («cuando luchaba por el arte, era corno un hom­bre, pero en la cama era una verdadera mujer»), y de lvan Kliun, cuyas abs- Vassily Kandinsky. tracciones cósmicas se anticiparon a las de Rothko. Con insistencia, si­guió las huellas de oscuros artistas que habían fir­mado tempranos manifiestos, hallando en ellos cualidades que sus contemporáneos habían pasa­do por alto. Y según iba acumulando obras, iba recomponiendo la historia de sus ideologías, sus alianzas, sus fantásticos proyectos, sus disputas y sus amores; para los revolucionarios, la libertad era sinónima de amor libre.

Costakis nunca fue rico, pero gastaba cada rublo de que podía disponer, ofreciendo en ocasiones dos o tres veces el precio que le pedían (no fue él quienme contó esto). La siguiente adquisición era siem­pre una lucha a brazo partido. Hace algunos años,

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logró ahorrar dinero para un coche, y su mujer esta­ba encantada ante la perspectiva de las meriendas campestres que podrían celebrar. Pocos días más tarde llegó un Chagall y el coche volvió misteriosa­mente al taller de reparaciones. Ella le preguntó:

-lQué prefieres, el Chagall o el coche?A lo que él respondió:-Me gusta el Chagall, pero ... -El Chagall si­

guió colgado de la pared, y el coche en el garaje. La familia de Costakis se quedó en Rusia du­

rante toda la Revolución y la guerra Civil. Su pa­dre venía de la isla jónica de Zacynto y tenía inte­reses tabaqueros en el Sur de Rusia. Su madre, ya bien entrada en los noventa, vive en una dacha de las afueras de Moscú y ha descubierto reciente­mente en medio de la general sorpresa que puede aún hablar con facilidad inglés, después de cin­cuenta años de no hablarlo. Su hijo es un tipo complejo, y muy amable, de sesenta y un años,

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con unas espesas cejas blancas, unos ojos inquisi­tivos, y una sonrisa desconfiada pero desarman te, que muestra una buena tripa en las fotos.

-Los fotógrafos -dice- me hacen parecer enlas fotos un estafador.

Es un tipo habilidoso, y no obstante inocente hasta el punto de semejar estar fuera del mundo. Cuando está de buen humor, puede resultar in­controlablemente exuberante, cuando se en­cuentra inquieto, puede ponerse a cantar cancio­nes populares rusas con una oscura y melancólica voz.

El y su irreprimiblemente alegre esposa rusa vi­ven en un apartamento del último piso de un nue­vo bloque de hormigón y azulejos blancos, situa­do en la Perspectiva Vernadskogo, en uno de los lejanos ensanches de la ciudad. Desde sus venta­nas puede divisarse un anónimo paisaje de altos edificios, separados entre sí y expuestos al viento que sopla desde el bosque. En febrero la nieve se acumula con un buen espesor. Sólo algún que otro árbol, y las negras figuras tocadas con gorros de piel, que discurren por los lodosos senderos, puntúan el espacio blanco que separa a los edifi­cios.

En su propio territorio, Costakis es una de las grandes personalidades de Moscú. Ha recubierto las paredes de su apartamento con cuadros, y cla­vado en las puertas los lienzos sin marco. Vibran­tes colores y formas pictóricas elementales dan­zan por las paredes, la exuberancia misma de los artistas parece pasearse morosamente por la casa. Con demasiada frecuencia, la vista a tan famosa colección de arte desata una muestra de estéril exhibicionismo por parte del propietario, si bien Costakis consigue infectar a los visitantes con su entusiasmo. Algunos historiadores del arte han sido menos generosos con él. Con la calculada mezquindad de los universitarios, han cogido de él lo que han querido y se han guardado muy bien de revelar sus fuentes.

Las habitaciones de la casa pendulan entre la claridad y la limpieza de los museos y el amable caos de la vida familiar. Hay samovares y cajas de madera pintada campesinas, una colección de iconos, fetiches del Congo, teteras chinas y escul­turas esquimales del Artico Siberiano. De vez en cuando aparece por la casa el hijo de Costakis, que sirve en el Ejército Soviético. Sus hijas apare­cen a cualquier hora con sus maridos y amigos, en espera de ser alimentadas. Hay también en la casa dos grandes y cariñosos perros, un borzoi y un ke­r,y blue terrier. Y, como museo no oficial de arte moderno, la casa de Costakis atrae a expertos y curiosos de todos los países. El libro de visitas empieza con una línea autógrafa de Stravinsky, y continúa con un rosario de nombres conocidos. Los deferentes comentarios de diferentes direc­tores de museos del Este y el Oeste subrayan el carácter único de la colección. Un famoso actor

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soviético escribe: «Uno de los mejores y más vi­vos museos del mundo. Y no estoy borracho».

La existencia de la colección Costakis presenta un aspecto poco familiar de la vida de la Unión Soviética. Para la imaginación occidental, el Esta­do Marxista es enemigo declarado de la propie­dad privada, y habrá quien suponga que la exis­tencia de una colección privada de arte no hace más que revelar la incoherencia del marxismo. No es así. Nada en el código soviético impide que alguien pueda poseer cuadros, al igual que no im­pide que pueda poseer un par de botas. Ni tampo­co hay que suponer, a modo de explicación, que Costakis eche mano de su ciudadanía griega para gozar de especiales derechos y franquicias. No hace tal.

Hay muchas colecciones privadas en la Unión Soviética actual, y los precios siguen subiendo. Una entrada en el libro de visitas de Costakis di­ce: «Un ejemplo para todos los coleccionistas ru­sos de arte de vanguardia». Lo que nos deja ver que tiene competencia. Aunque dos incómodas cuestiones siguen aún en pie, la prohibición del arte abstracto hecha en 1932, y que éste sigue sin aparecer en las paredes de los museos oficiales. El Ministerio de Cultura, no obstante, parece dar muestras de una actitud más indulgente. Corren rumores sobre la próxima apertura de un Museo de Arte Moderno. Costakis, quien siente cariño por su país de adopción y que no quiere verlo difa­mado, ve en semejante posibilidad la culmina­ción de la obra de toda su vida. No puede permi­tirse regalar su colección sin más, pero le gustaría ver un día colgados en dicho museo sus cuadros.

Las razones de la prohibición están lejos de ser claras. Las opiniones occidentales han sostenido durante años una ficción consoladora, la de que los burócratas del Partido no consiguieron enten­der el Arte de izquierda, y llegaron por tanto a odiarlo, hasta terminar catalogándolo como sub­versivo. Su desaparición es utilizada como discul­pa para las piadosas frases habituales sobre la ne­cesidad de libertad en el mundo del arte y la re­ducción al ridículo del arte «oficial» soviético. Tal postura no es de mucha ayuda. No quiero con es­to decir que los artistas de izquierdas de los años 30 no fueran terriblemente malcomprendidos. Pero la idea de que fueran prohibidos por simple ignorancia es algo que minimiza su importancia.

En opinión de sus fautores, los bolcheviques, la Revolución Rusa hacía al hombre libre. El proletariado había ganado -era, en teoría, el dic­tador colectivo, y tenía derecho a decir qué era y qué no era arte proletario. Marx había siempre es­perado que, una vez el obrero pudiera disponer de tiempo libre, podría «entre otras cosas, pin­tar». Pero, a pesar de todo su genio, no tenía incli­naciones visuales y no llegó a sugerir lo que el pintor debiera pintar. Tampoco su teoría fomen­taba la conciencia visual de los rusos, ni del lugar del pintor ruso, como profeta y como maestro.

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Pero no hay gobierno que pueda permitirse igno­rarlo, es éste un hecho poco apreciado en Occi­dente, donde el «Arte Revolucionario» resulta di­luido por el mecenazgo de los ricos. Uno de los secretarios de Lenin recuerda cómo las gentes del pueblo eran conducidas a ver el cuadro de Repin, Los bateleros del Valga en la Galería Tretyakov de Moscú, y se convertían a la revolución por su mensaje contra la injus-ticia. Ahora bien, todos los buenos bolcheviques se creían miembros del pueblo. Pero ya en octu­bre del 17 pueden distin­guirse dos opiniones contradictorias sobre la forma que debería adop­tar el nuevo arte.

De un lado estaban los futuristas (y uso la pala­bra futurista en su senti­do más amplio). Según el Viejo Orden iba deterio­rándose, iban ellos lle­vando a cabo una guerra de nervios contra el gus­to y la moral burguesas. Se veían a sí mismos co­mo un grupo de náufra­gos que arrancaban el fu­turo del pasado. Los pin­tores veían en el cubis­mo francés una forma preliminar de mimar las imágenes amadas por la burguesía. El filósofo Berdiaiev decía que Pi­casso era el último hom­bre de la Edad de Piedra. Sus poetas sentían un «odio insuperable hacia todo el lenguaje que lo había precedido». Sus­traían todo significado a la poesía e insistía en el primado del sonido pu­ro. «Las palabras no son sino espíritus que se es-

Kasimir Malevitch. conden en las cuerdas del alfabeto». Publicaban sus manifiestos -«Iros al diablo», «La caja de los truenos», «Una bofeta­da al gusto del público»- en el papel más barato, «color de pulga desmayada». Maiakovski y David Burliuk, autonombrados agitadores del futuris­mo, se paseaban por S. Petersburgo vestidos con raros trajes de fantasía; los paseantes se pregunta­ban si eran payasos, salvajes, fakires o america­nos. Maiakovski, en una ocasión, aconsejó a los paseantes que «se llevaran a casa sus gruesos ca­dáveres».

Los fu turistas, no obstante, procedían en gene­ral de buenas familias, y su forma de posar consti­tuía la esencia misma de la rebeldía de clase me-

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dia. Los bolcheviques eran más duros, más serios, y su visión del arte distinta. El compositor popu­lista Mussorgsky había dicho en una ocasión que los artistas no deben «dedicarse a conocer al pue­blo, sino ser admiüdo en su hermandad». El artista verdaderamente serio debe mezclarse con las ma­sas y evitar cualquier cosa que pueda atentar con­tra el gusto del hombre corriente. El gusto estaba

constreñido a ser tradicional. Y el pragmático Le­nin vio la necesidad de un arte que sirviera para difundir la Revolución en imágenes simples y tra­dicionales.

Lenin era hijo de un director de escuela de pro­vincias, y los historiadores han señalado con fre­cuencia el estilo firme y pedagógico con que diri­ge a sus camaradas. Edmund Wilson llegó a lla­marlo: «el gran director de escuela». Ciertamen­te, su concepción delpartiinost, o espíritu sacrifi­cial del partido, recuerda no poco la lealtad exigi

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da al alumno. Sus gustos eran anticuados y auste­ros. Sabía que la interpretación marxista de la his­toria era cierta, y que su interpretación de Marx era cierta. Y sabía también que si esperaba a que el capitalismo se derrumbara por sí mismo podría esperar indefinidamente.

Acerca de este punto crucial, dos eran las ten­dencias rastreables en la posteridad de Marx. Una animaba al obrero a alzarse y atacar a sus opreso­res. La otra decía que el capitalismo se evaporaría por sí mismo, de acuerdo con las leyes de la histo­ria. La herencia de Marx cristalizó así en la dispu­ta entre mencheviques y bolcheviques. Lenin, como líder de los bolcheviques, se concebía a sí mismo como agente activo de la historia, que ayu­daría a acelerar su inexorable proceso por la fuer­za. Los mencheviques, en cambio, temían el uso de la fuerza, y preferían el cambio gradual hacia el socialismo, a través de la educación de las masas.

Entre los mismos bolcheviques se daba una di­visión similar. La autoridad de Lenin fue disputa­da por un ambicioso marxista llamado Alexander Malinovsky, quien había cambiado su nombre por el de Bogdanov, lo que significa «Hijo de Dios» (siendo «Dios», en este caso, el «Pueblo»). Fundó una corriente más bien nebulosa llamada Proletcult que, según él, era «un laboratorio de la cultura proletaria», y se trasladó a vivir a Capri, donde fundó una colonia de exiliados que Lenin fue a visitar defendiendo la idea de «Tres vías al Socialismo -la política, la económica y la cultu­ral», insistió especialmente en la independencia de las cuestiones culturales respecto de las deci­siones políticas. Los fu turistas prefirieron la inde­pendencia del Proletcult de Bogdanov a la centra­lización leninista. Desde el comienzo se situaron en el campo equivocado.

Años de reuniones políticas en el exilio (las de la Segunda Internacional tenían lugar en Totten­ham Court Road) habían llegado a convencer a Lenin de que los intelectuales liberales erati poco fiables e ineficaces. La unidad, la unidad a toda costa, lo obsesionaba, y no veía razón «para apli­car criterios diferentes al campo del arte». Todo lo que pudiera recordarle a la filosofía idealista le provocaba desconfianza, y solía reprender a sus camaradas por «coquetear con la religión». Ma­xim Gorki podía llegar a exclamar i Omnipotente e inmortal! Pueblo tú eres mi Dios», pero Lenin, nunca. Si podía considerársele un soñador, lo era en el sentido del veredicto de W ells, «un soñador tecnológico». Su máxima de que el «Comunismo es la electrificación más los soviets» expresa bien a las claras su fe en la máquina como salvadora y agente del Socialismo.

Marx ya había advertido contra los engaños del pensamiento abstracto, y Lenin probablemente pensaba lo mismo del arte abstracto. Al principio lo consideró inocuo, pero pronto la tolerancia dio paso a la irritación. Le disgustaban los monumen­tos públicos que dejaban a la gente desorientada. Y cuando algunos artistas se dedicaron a «cance­lar» los árboles de la época capitalista de los Jardi-

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nes Alexandrovski, en las afueras del Kremlin, pintándolos con brillantes colores imposibles de borrar, Lenin y Krupskala quedaron muy conster­nados. En un seco memorándum de 1920, Lenin escribía: «No se trata de crear una nueva cultura proletaria, sino de desarrollar los mejores mode­los de la cultura existentes ... ». El marxismo, se­gún él, no despreciaba los logros del pasado.

Ciertamente, los nuevos amos de Rusia con­servaron sus tesoros. Tras el asalto del Palacio de Invierno, se hizo un inventario de su mobiliario, y los saqueadores fueron sumariamente fusilados. Anatoli Lunachartski, comisario de Educación del primer gobierno de Lenin, hizo llorar en una ocasión a los asistentes, al evocar las maravillas de la Antigüedad conservadas en el Museo de Nápo­les. En noviembre de 1917, se echó a llorar al lle­garle noticias de la destrucción del Kremlin y la catedral de S. Basilio, dimitiendo a continuación de su puesto en el Comité Revolucionario. «No puedo soportarlo. No puedo sufrir tan monstruo­sa destrucción de la belleza y la tradición». Dos días más tarde, al enterarse de que la noticia era falsa, reasumió sus cargos.

En contraste, un fervor iconoclasta barría las fi­las fu turistas. Nada podía importarles menos que lo que le ocurriera al Kremlin. Marinetti lo había definido en una ocasión como «un absurdo»; en lo que a ellos concernía, podían quemarlo ya. Ma­levitch tenía la esperanza de que todas las ciuda­des y aldeas fueran destruidas cada cincuenta años y dijo que sentía más la rotura de un tornillo que la destrucción de S. Basilio. Los artistas de vanguardia no habían contado con la revolución bolchevique, pero fueron los únicos artistas que le dieron la bienvenida. Considerándose izquier­distas, clamaron por un total monopolio en las artes.

Se comportaban con una habitual falta de pre­cauciones, pero con una sobrehumana energía. El eslogan de Maiakovski -«las calles son nuestros pinceles, las plazas nuestras paletas»- arrojó a los artistas a la calle. Decoraron los convoyes del Agit-prop que hacían giras por todo el país, pusie­ron en escena espectáculos de masas, taparon las fachadas de los viejos palacios con enormes carte­les, envolvieron los monumentos zaristas en telas de color rojo, compusieron una sinfonía con las sirenas de las fábricas, desarrollaron una nueva ti­pografía con la que difundir sus nuevos mensajes y proclamaron que pretendían romper la vieja di­visión entre arte e ingeniería, o entre pintura y música, esto último no resulta difícil en un país donde los colores tienen equivalentes sonoros, las campanillas de los renos repican en rojo y para un poeta el ruido de la revolución de 1905 era de color malva.

Las ideas de los artistas entraron en conflicto. En un extremo estaba Kandinsky, quien durante años se había dedicado a pintar los paisajes de su

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mente. Creía en la pintura como en un ritual cura­tivo, para liberar a los hombres de la angustia mental y del materialismo. «La pintura -escri­bió- me librará de mis miedos». Pero otros, como Tatlin y Rodchenko insistían en que el materialis­mo era el único valor que contaba. Todos los ar­tistas, sin embargo, coincidían en odiar las imáge­nes. El arte del hombre nuevo debía suprimir to­

desierto, odian y destruyen las imágenes, y una similar iconoclastia recorre toda la historia rusa. La aparente inabarcabilidad del país incita a bus­car la libertad interior, y la Rusia revolucionaria era un hervidero de movimientos niveladores -junto con místicos de todo tipo, como los bro­diagi, o peregrinos perpetuos, los flagelantes, los adventistas, los buscadores de la Séptima Dimen-

da representación huma- """"",,.,..----------------.------­

na. Malevitch, propagan­dista elocuente pero errático, tronó contra la Venus de Milo («no una mujer, sino una paro­dia») y contra «el pozo de basura del arte académi­co», con sus muslos fe­meninos, sus deprava­dos cupidos, y todo el le­gado muerto recibido de Grecia. Su tono era el mismo de lsaías contra los ídolos, y creo que la comparación es la ade­cuada. Ya que, a la evi­dente devoción de los soviéticos por las figuras, subyace un impulso a ha­cerlas trizas. La fealdad de los tesoros del zaris­mo tardío era toda una invitación a los profana­dores, pero el iconoclas­mo en Rusia tiene una historia más larga.

Como «tercera Roma» y guardiana de la Orto­doxia que negaba al im­pío Occidente, Rusia ha­bía heredado de Bizancio su peculiar actitud frente a las imágenes. Las esta­tuas de los emperadores o los iconos de los santosservían para legitimar lasideas políticas o religio-sas. La máxima: «quiense deleita en la estatua Lissitzky.del emperador, en el em-perador mismo se deleita» se aplica tanto a Justi­niano como a Nicolás 11. Las sociedades autorita­fias adoran las imágenes porque refuerzan la ca­dena de mando a todos los niveles de la jerar­quía. Pero el arte abstracto, de formas y colorespuros, si es serio y no meramente decorativo, seburla de las pretensiones del poder secular por­que trasciende los límites de este mundo e in­tenta penetrar en un mundo oculto de leyes uni­versales.

Los pueblos anárquicos, como los nómadas del

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sión, y los famosos molokany, o bebedores de le­che, que tanto influyeron en Tolstoi.

Malevitch estaba lleno de añoranzas místicas. En sus manos, el lienzo no objetivo se convirtió en un icono de la anarquía y la libertad interior: esto es lo que lo hacía peligroso para el materialis­mo marxista. De su cuadro Cuadrado Negro dijo que le había hecho experimentar «negras noches interiores» y «una timidez que bordeaba el mie­do», pero cuando decidió romper con la realidad y abandonar la imagen: «me llenó una sensación gozosa de ser arrastrado al "desierto" donde nada es real sino la sensación, y la sensación se convir­tió en la sustancia de mi vida». Ahora bien, éste

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no es el lenguaje de un buen marxista, sino más bien el de Meister Eckhardt -o, en todo caso, el de Mahoma. El Cuadrado Negro de Malevitch, «símbolo absoluto de la modernidad», es el equi­valente pictórico de la Kaaba recubierta de un ve­lo negro, el santuario de La Meca, situada en un valle estéril donde todos los hombres son iguales ante Dios. Y si el ejemplo parece un tanto traído por los pelos, no tengo más que citar el juicio de Andrei Burov, arquitecto que dejó el movimiento constructivista: «Había una fuerte influencia mu­sulmana y del mahometismo ortodoxo en todo aquéllo, como decoración sólo se permitían relo­jes y letras».

Con entusiasmo militante, los artistas de iz­quierda se dedicaron a demoler las barreras de clase y a imponer al pueblo un arte igualitario. Pi­dieron al gobierno que suprimiera la Sociedad de Pintores de Caballete y aboliera todas las formas tradicionales de pintura. El hecho mismo de la re­volución exigía una completa ruptura con la tradi­ción académica, que era ajena y occidental. Se quisieron incluso anatemizar las reliquias del pa­sado para evitar que el hombre nuevo pudiera «sucumbir bajo el peso del pasado como un came­llo sobrecargado». En opinión de Bogdanov, el ar­te del pasado no era un tesoro sino un arsenal de armas contra la nueva era. «Aplastaremos con fu­ria el viejo mundo», anunció Maiakovski, quien sugería que todo lo que había ocurrido entre Adán y Maiakovski debía ser arrojado a la basura.

A los oficiales del Ejército Blanco Cuando los captures Vapuléalos Y sobre Rafael Es tiempo de hacer un museo Con las paredes como blanco iQue las bocas de los cañones Disparen sobre los jirones del pasado!

Para muchos burócratas, los izquierdistas esta­ban a «la izquierda del sentido común».

lQué había provocado esta histeria? Hay que sospechar que seguramente exageraban para compensar el no haber luchado codo a codo con los bolcheviques. Pero, más importante aún, la mística de las máquinas parecía habérseles meti­do en la cabeza. Como John Reed, el comunista americano, escribiera: «El devoto pueblo ruso ya no necesitaba sacerdotes para guiarlo al Cielo. Sobre la tierra estaban construyendo un Reino más brillante de cuanto pudiera ofrecer cualquier cielo ... » Dicho reino era el reino de la máquina. El atraso industrial de Rusia antes de la I Guerra, se dice, resultó subestimado en términos generales. La era de la máquina llegó tarde a Rusia, pero cuando lo hizo fue de manera abrupta y asombro­sa. La tasa de crecimiento fue fenomenal. Las

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unidades industriales eran pocas, pero, en cam­bio, las más grandes del mundo, y los petroleros de Texas llegarían a visitar Bakú para contemplar las más modernas técnicas extractivas. Con la Re­volución, los medios de producción fueron de­vueltos a los trabajadores mismos, y en sus manos las máquinas fabricadas por el hombre transfor­marán la humanidad. Tal era la esperanza. «So­mos los amos de la máquina -decía Maiakovski-, y por tanto no hemos de temerla». La máquina in­troduciría el verdadero socialismo. Los expertos decían que la cosa no pasaría de cinco semanas.

Pero, el materialismo mecanicista de Lenin re­sultaba atemperado por su fuerte sentido prácti­co. Los izquierdistas no se dieron cuenta de sus reservas. La mayor parte de ellos odiaban a la na­turaleza, o lo aparentaban. El hombre tenía la mi­sión prometeica de cortar en piezas la tierra y re­modelarla a su gusto. El lugar de las montañas y otros incómodos rasgos geográficos estaba «lejos de ser definitivo». Malevitch, cuyo misticismo se vio despertado por la maquinaria, propugnaba que el hombre «se apropiara del mundo, y cons­truyera un mundo nuevo para sí». Otros se descri­bían a sí mismos como «santos de la Iglesia de la Máquina». En el teatro «biomecánico» de Meyer­hold, los actores suprimían todo tipo de emoción vital y se comportaban como si fueran figuras me­cánicas. Los perros de Pavlov salivaban mecáni­camente ante los estímulos. La idea de la casa co­mo «máquina para vivir» probablemente tuvo su origen en Rusia y no en Le Corbusier. Todos pa­recían estar embebidos de una América imagina­ria, que empujaba a «chicagoizar el alma» y «tra­bajar como un cronómetro», a «privar de alma» al arte y a reducir la pintura a la científica aplicación del color.

Una vez «privada de alma» la pintura, los pinto­res podían disponer de ella a su antojo. El lienzo monocromo, en efecto, proclamaba su extinción como forma artística. Malevitch exhibió sus cua­dros en Blanco sobre blanco, que eran la expresión última de su goce no objetivo. Tatlin pintó una ta­bla de uniforme color de rosa. En una exposición que tuvo lugar en 1921 en la Escuela Vjutemas, bajo el título «Se ha pintado el último cuadro», Alexander Rodchenko expuso tres cuadros de su­perficie uniforme, con los tres colores básicos. Sus cuadernos de bocetos, donde puede obser­varse su desplazamiento hacia el «suicidio de la pintura», siguen aún en manos de su hija, en Moscú, y revelan un genio conceptual a la altura de Duchamp. En dos años, abordó y descartó prácticamente todos los experimentalismos que los abstractos neoyorquinos de los años 50 y 60 intentaron, antes de alcanzar el presente callejón sin salida.

En 1920, la vanguardia rusa no se dejó amilanar por el impasse. Un arte y una arquitectura utilita­rios, de acero, cristal y hormigón, remplazaría a la vieja cultura de la madera, «en sí mismo un mate­rial burgués y contrarrevolucionario». Los arte­factos se convirtieron en objetos de un culto me-

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nor, las fábricas en santuarios de la dignidad del trabajo. Tatlin se dedicó a diseñar estufas y cazue­las, aunque un observador cínico señaló que si to­dos los artistas se trasladaban a las fábricas se ve­rían reducidos a diseñar etiquetas. No obstante, cuando hoy hablamos de los efectos deshumani­zadores de la máquina, resulta extraño recordar las alabanzas de Malevitch a «la gran cultura me­tálica de la gran ciudad, la cultura de la nueva na­turaleza humanizada».

Pero el reino de la má­quina no se limitó a la tierra. También el viaje aéreo se les había metido en la cabeza. En 1892, Konstantin Tsiolkovsky, que enseñaba física y matemáticas en una es­cuela de niñas de la pro­vincia de Riazán, dijo: «Este planeta es la cuna de la mente humana, pe­ro no podemos pasarnos la vida en la cuna». Así, un genio como era, el Pa­dre del Programa Espa­cial Soviético inventó el primer túnel de viento y esbozó el principio del cohete a reacción. Un vi­sionario menos talento­so, que tuvo la gracia de llamarse Kreisky «el Ex­tremo», fue el pionero de la idea de ingeniería es­telar. «Ordenaremos las estrellas en filas ... Erigi­remos sobre los canales de Marte el Palacio de la Libertad Mundial».

El proyecto de Tatlin de un Monumento a la Tercera Internacional de acero y cristal, que tenía que erigirse sobre el Ne­va, apelaba al ansia de in­finito. Su forma espiral Alexander Rodchenko.( que ciertamente tiene antecedentes islámicos) combina la idea de reno­vación cíclica con una limitada progresión ascen­dente. Posteriormente, «el gran loco» se retiró a la torre del monasterio de Novodyeviche para di­señar un planeador articulado, llamado Letatlin, que nunca llegó a volar. Un crítico describió los cuadros en Blanco sobre blanco de Malevitch co­mo «un cohete lanzado por el espíritu humano a la no existencia». El artista pasó entonces de la pintura de caballete a la búsqueda de la perfecta forma arquitectónica, y construyó una serie de modelos de escayola. El hecho de que los llamara Planetes sugiere que intentaba que sus edificios orbitaran.

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Las malas condiciones de vida disparan la fan­tasía. Berthold Lubetkin, el arquitecto, que era alumno de la Escuela Vjutemas, rememoró ante mí el invierno de 1918. Compartía una habitación con dieciséis estudiantes más detrás del Hotel

Metropol de Moscú. Se comían los jacintos de los tiestos, dormían entre las vigas envueltos en pa­pel de periódico, porque habían quemado la ma­dera del piso, carecían de mantas y no tenían otra fuente de calor que una plancha de hierro que ca­lentaban en la estufa del portero. Un compañero suyo llamado Kelesnikov, incapaz de encontrar alojamiento, se hizo un hueco en el monumento de Lissitzky titulado La cuña roja invade la plaza blanca, donde se instaló para el resto del invierno. Este mismo Kalesnikov sometió a la Escuela un proyecto ( que recuerda el arte conceptual de 1794 o una historia borgiana) para convertir a la tierraen su propio globo terrestre, construyendo un ar-

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co de acero que fuera de polo a polo, en el que el artista pudiera deslizarse del día a la noche.

Este tipo de pensamiento proletario podía, con ciertas dificultades, llegar al obrero industrial -aunque con resultados negativos. Pero no habíaen él sitio para el campesino, el abrumado campe­sino atado al negro sueño y encadenado por lasestaciones, el barro, los girasoles y el polvo. Losizquierdistas preferían no pensar en los campesi­nos, y esperaban que su situación fuera transito­ria. Había, a decir verdad, una vena de la vida inte­lectual rusa que deploraba la desaparición de laVieja Rusia e idolizaba al campesino, desde lejos,como la encarnación de todas las virtudes rusas.Pero esta conciencia campesina había quedadoteñida de la añoranza burguesa por lo primitivo.Las blusas campesinas habían penetrado en lossalones literarios de S. Petersburgo, y los temas ylos colores del campo se habían integrado en losballets de Diaghilev. El pintor Mijail Larionovevocaba la lascivia campesina, a pesar de lo cualcontinuó llevando cuellos almidonados. Había,no obstante, un verdadero poeta de la tierra, Ser­gei Esenin, un angelical rubio que despertó lasmás tiernas emociones en ambos sexos. Pero noconsiguió dominar la contradicción de sus oríge­nes y adoptó una postura bohemia ( que lo llevóentre otras cosas a casarse con Isadora Duncan).Se destruyó a sí mismo con la bebida, y acabó cor­tándose las venas.

Los artistas de izquierdas pudieron muy bien haber ignorado al campesino. Pero Lenin y el Par­tido no. El campesinado formaba el 80 % de la po­blación. Sin su ayuda, el país podía caer presa del hambre. Y, en 1921 el gobierno, postrado por la guerra civil, garantizó una desconocida libertad de acción para el campesinado bajo la NEP. Lenin creía que la solidaridad campesina era la vía del comunismo ruso. «En cierto sentido, somos discípulos del campesinado», dijo en una ocasión. Los campesinos podían ser analfabetos, pero su agudeza visual era excepcional. Durante siglos, habían «leído» la Biblia en los iconostasios de las iglesias, habían «leído» cuentos populares y noti­cias en las tallas de madera, llamadas lubok, que colgaban en el interior de sus cabañas, y había lle­gado el momento de «leer» el mensaje de la Revo­lución y la caída de sus antiguos atormentadores.

Hoy podemos reconocer a los artistas de iz­quierda como grandes y originales genios. Nos maravillamos ante los primeros fotomontajes so­viéticos de Rodchenko o Lissitzky, que consi­guen congregar en un trozo de papel todos los en­tusiasmos de la Revolución Roja. Pero, su mensa­je original no alcanzó a su público previsto, el pueblo ruso en su conjunto. No lograron superar tan engañosa barrera comunicativa. De forma de­clarada, decidieron lo que el pueblo debía desear, y no lo que en verdad deseaba. Y hay que decir que el pueblo quería poseer la arquitectura mo-

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numental, la decoración opulenta, y las pinturas con marcos dorados con que los antiguos gober­nantes de Rusia se habían rodeado. Lunachartsky tenía razón cuando decía que «el pueblo también tiene derecho a tener columnatas».

La Sociedad de Pintores de Caballete revivió con vigor y se negó a admitir que se hubiera pinta­do ya el último cuadro. Los arquitectos empeza­ron a cargar los edificios de ornamentaciones. Y la disputa entre «formalistas» y «realistas» dege­neró, de un diálogo aceptable que había sido, en una lucha a pedrada limpia. Tatlin, hablando en nombre de los constructivistas, solía decir: «la materia es el vehículo del contenido», o lo que es lo mismo, un objeto de atractiva forma, hecho de acero y cristal, podía expresar la vitalidad de la era de la máquina. Los «realistas» decían que esto no tenía sentido: semejante mensaje sólo resulta lo­grado para quienes están predispuestos a recibir­lo. Así que lpara qué molestarse? El mejor cami­no que el artista tiene para estimular a los obreros de una fábrica de acero o de los campos, es pintar de manera realista su lucha heroica, y la única ma­nera de hacer que la cámara entre en este juego es hacer que las figuras parezcan más heroicas de lo que realmente son. Esta era la ideología del estilo realista-socialista que sustituyó a la abstracción del arte de izquierdas.

En cualquier caso, «la vida urbana enriquecida por la sensación de velocidad» pronto desencantó a los izquierdistas. Empezaron a ver a las máqui­nas como enemigos. Maiakovski -el gentil gigan­te cargado de estilográficas, bien visibles en sus bolsillos para probar su modernidad-, después de su visita a América, dijo que estaba bien para las máquinas, pero no para los hombres, y amnistió a Rembrandt antes de meterse un tiro en la sien. Tras su muerte en 1930, se hizo evidente que el Movimiento de izquierda había fracasa-

edo. El partido es cierto que lo aplastó. Pero también murió de fatiga.

1973

(Traducción: Alberto Cardín)