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Epílogo Los reinos intermedios Digo, pues, que si hubiera una línea infinita, sería recta, sería triángulo, sería círculo y también esfera. Nicolás de Cusa, La Docta Ignorancia I En los últimos años el término imaginario ha conocido una fortuna ambigua: aparece en múltiples contextos y en diversas disciplinas dentro de las ciencias humanas. Sin embargo, resulta imposible encontrar en esos contextos y en esas disciplinas una definición precisa de lo que se entiende por ello. La mayoría de quienes utilizan el vocablo citan a Cornelius Castoriadis y a continuación deploran su dogmatismo. Seguramente tienen razón, aunque es probable que cierta dosis de fundamentalismo fuera un elemento necesario para destacar los rasgos que Castoriadis, dentro de una perspectiva filosófica, asigna a lo que él llama «imaginario radical» 1 : por un lado autonomía del ámbito en relación con las determinaciones de lo real y las significaciones de los sistemas simbólicos; por otro, potencia creadora en cuanto a

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Epílogo

Los reinos intermedios

Digo, pues, que si hubiera una línea infinita, sería recta, sería triángulo, sería círculo y también esfera.

Nicolás de Cusa, La Docta Ignorancia

I

En los últimos años el término imaginario ha conocido una fortuna ambigua: aparece en múltiples contextos y en diversas disciplinas dentro de las ciencias humanas. Sin embargo, resulta imposible encontrar en esos contextos y en esas disciplinas una definición precisa de lo que se entiende por ello.

La mayoría de quienes utilizan el vocablo citan a Cornelius Castoriadis y a continuación deploran su dogmatismo. Seguramente tienen razón, aunque es probable que cierta dosis de fundamentalismo fuera un elemento necesario para destacar los rasgos que Castoriadis, dentro de una perspectiva filosófica, asigna a lo que él llama «imaginario radical»1: por un lado autonomía del ámbito en relación con las determinaciones de lo real y las significaciones de los sistemas simbólicos; por otro, potencia creadora en cuanto a

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las posibles respuestas que toda cultura se da –o intenta darse– frente a ciertas cuestiones fundamentales: ¿quiénes somos?; ¿qué deseamos?; ¿de dónde venimos, qué llegaremos a ser?; ¿quién o quiénes nos han hecho así?

Dentro de los estudios literarios Jean Starobinski, examinando la historia del concepto de imaginación2, destaca como central en lo tocante a ésta y a l o i m a g i n a r i o l a r i q u e z a y l a e x t e n s i ó n d e u n c a m p o c u y a v e r s a t i l i d a d e s t a l q u e e l v é r t i g o s e a p o d e r a d e l a m i r a d a q u e i n t e n t a a p r e h e n d e r l o e n s u s m ú l t i p l e s d e t e r m i n a c i o n e s . C o m o r e s u l t a d o , l a i m a g i n a c i ó n y l o i m a g i n a r i o , s e l o s e n t i e n d a e n s e n t i d o a m p l i o o e n s e n t i d o e s t r i c t o , a p a r e c e n c o m o p o t e n c i a s a c t i v a s q u e o p e r a n e n t r e l o s e n s u a l y l o e s p i r i t u a l , e n t r e e l r e i n o d e l o s s e n t i d o s y l o s p o d e r e s d e l i n t e l e c t o . P a r a S t a r o b i n s k i l o s l í m i t e s d e e s e c a m p o m ú l t i p l e y v e r s á t i l d o n d e l o s f a c t o r e s a f e c t i v o s d e s e m p e ñ a n u n p a p e l c e n t r a l c o i n c i d e n c o n l o s l í m i t e s m i s m o s d e l a l i t e r a t u r a s i n m á s .

E n e l c r u c e d e l a s c i e n c i a s s o c i a l e s y l a h i s t o r i a d e l a s i d e a s , B r o n i s l a w B a c z k o –q u e e m p l e a e l p l u r a l y h a b l a d e « i m a g i n a r i o s s o c i a l e s » 3 – e x p l o r a e l f o n d o d e l a s m e m o r i a s y l a s e s p e r a n z a s c o l e c t i v a s : u n m a t i z i m p o r t a n t e , y a q u e p e r m i t e i n c l u i r e n e s t o s d e s a r r o l l o s a R e i n h a r t K o s e l l e c k y a s u s t r a b a j o s s o b r e

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h i s t o r i a c o n c e p t u a l 4 . S o b r e e s e f o n d o d e m e m o r i a s y e s p e r a n z a s l o s i m a g i n a r i o s s o c i a l e s f u n c i o n a n c o m o r e p r e s e n t a c i o n e s c o l e c t i v a s a t r a v é s d e l a s c u a l e s c a d a s o c i e d a d y c a d a c u l t u r a s e f o r j a u n a i m a g e n d e s í m i s m a q u e d a c u e n t a d e s u c o h e r e n c i a y h a c e p o s i b l e s u f u n c i o n a m i e n t o . E l á m b i t o d e l o i m a g i n a r i o r e s u l t a a s í u n p u n t o d e r e u n i ó n y d e i n t e r s e c c i ó n e n t r e d i v e r s a s d i s c i p l i n a s y d i v e r s o s s e c t o r e s d e i n v e s t i g a c i ó n .

Del estudio de la historia y, más concretamente, de la llamada escuela de los Anales proceden importantes investigaciones en este terreno. En 1978, en el curso de un balance de esas investigaciones, Evelyne Patlagean ofrece una suerte de fenomenología de lo imaginario consistente en un repertorio de aquellas cuestiones que, situándose entre las determinaciones de lo real y los encadenamientos lógico-deductivos, constituyen algo así como una zona intermedia que atraviesa sociedades y culturas5. Dichas cuestiones se refieren sobre todo al indagar por los orígenes de los hombres y los pueblos; a las angustias suscitadas por las incógnitas del porvenir; a las relaciones entre la conciencia del cuerpo vivido y los movimientos involuntarios del alma (por ejemplo, las figuras del sueño, los registros del deseo y las formas de la represión); y a esa región inquietante por excelencia donde se sitúan las móviles fronteras entre el mundo de los vivos y el reino de los muertos.

Para Jacques Le Goff, al igual que para Castoriadis, lo imaginario se distingue de las determinaciones de lo real y

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de las significaciones de lo simbólico, si bien los límites entre los tres campos no son nítidos sino que constituyen franjas de extensión variable. Lo específico de lo imaginario tal como Le Goff lo considera, sobre todo en sus trabajos acerca del más allá medieval y de la génesis del purgatorio6, es su carácter de ámbito intermedio. Para Le Goff pensar lo imaginario es pensar en un espacio caracterizado ante todo por ese rasgo.

En las páginas finales de su obra acerca de los tres órdenes del feudalismo (clero, nobleza y estado llano), Georges Duby7 señala que esa tríada es en realidad y desde el principio una tétrada; en el momento en que lo imaginario vinculado a esos tres órdenes entra en los moldes de lo institucional se hace patente la presencia, sobre un fondo de ausencia de representaciones, del cuarto orden: el del pueblo como masa trabajadora, hasta ese momento silenciosa y excluida. Aunque las conclusiones de Duby se dirimen dentro de su análisis del feudalismo, nada impide ver en esa cuaternidad un rasgo importante, acaso central, de lo imaginario.

Todos los autores aquí brevemente considerados, cualesquiera sean sus afinidades o sus divergencias, están de acuerdo en considerar que los fenómenos vinculados al ámbito o ámbitos de lo imaginario se desarrollan más allá del campo de la consciencia: se trata en lo esencial de procesos de naturaleza inconsciente. El psicoanálisis, por lo tanto, debería ser un polo de referencia importante. Y efectivamente lo es, en algunos casos explícitamente y en otros de manera implícita. Pero la contribución que el pensamiento psicoanalítico ha hecho en torno a esta cuestión

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resulta limitada; lo imaginario no ha gozado en su campo de mayor extensión que la que a continuación esbozaré.

Cuando Lacan, inspirándose en los trabajos de Levi-Strauss, construyó su conocida tópica de tres registros –real, simbólico e imaginario–, este último elemento estuvo siempre en posición subordinada: primero a lo simbólico, después a lo real9. No digo que lo imaginario carezca de importancia en el psicoanálisis tal como Lacan lo entiende y es cierto que en sus últimos trabajos él sostiene que los tres registros tienen un peso equivalente. Sin embargo, en el proceso de constitución del sujeto y en la consideración de los fenómenos culturales el peso principal dentro de la producción lacaniana recae, hasta fines de la década de los sesenta, en lo simbólico y a partir de ese momento, sin que éste pierda su importancia, lo real domina la escena.

¿Y en Freud? Castoriadis, al examinar desde su perspectiva la historia de lo imaginario y de la imaginación, afirma que la cuestión como tal no está presente de manera definida en el pensamiento del fundador del psicoanálisis. Lo cual no quiere decir ni mucho menos que esté ausente. De otro modo cualquier apelación al psicoanálisis sería inútil. ¿Cómo pensar entonces su presencia? Más adelante volveré sobre el asunto; pero digamos al menos que algunas de las cuestiones hasta aquí abordadas están presentes en «estado práctico», para expresarlo en los términos del olvidado Louis Althusser.

¿Puede construirse alguna visión de conjunto de los rasgos que los diversos autores asignan a lo imaginario? Además, ¿son esos rasgos compatibles entre sí o corresponden a

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visiones por completo divergentes? Por último, ¿es posible conseguir una cierta definición, aunque sea provisoria, de esta “escurridiza” categoría?

Frente a las determinaciones de lo real y a las significaciones de lo simbólico lo imaginario se afirma como tercer reino, como ámbito autónomo en lo que respecta a los vínculos entre naturaleza y subjetividad en los procesos de constitución del sujeto y de la cultura. Ese reino, que se sitúa entre la sensorialidad y el intelecto, está vinculado en su modo de funcionar con la lógica de lo verosímil y de los procesos narrativos.

D e n t r o d e l o s t é r m i n o s d e l a h i s t o r i a c o n c e p t u a l , t a l c o m o l a p r o p o n e R e i n h a r t K o s e l l e c k e n F u t u r o p a s a d o , 1 0 l o i m a g i n a r i o f o r m a p a r t e d e l o s o c i a l y s e r e v e l a c o m o j u e g o d e m e m o r i a s y d e e s p e r a n z a s c o l e c t i v a s , c o m o á m b i t o d e c r u c e s y t e n s i o n e s e n t r e e l c a m p o d e l a s e x p e r i e n c i a s y e l h o r i z o n t e d e l a s e s p e r a n z a s . E s t a d i m e n s i ó n h i s t ó r i c o -t e m p o r a l d e l o i m a g i n a r i o e s t á i n s c r i p t a e n c a d a u n o d e l o s m a t e r i a l e s ( m í t i c o s y n a r r a t i v o s ) d e l r e p e r t o r i o p r o p u e s t o p o r E v e l y n e P a t l a g e a n . M a t e r i a l e s q u e a l u d e n , c o m o h e m o s v i s t o , a e s a s z o n a s i n t e r m e d i a s e n t r e l o o c u l t o e n l a s t i n i e b l a s d e l a n o c h e y l o c l a r a m e n t e v i s i b l e a l a l u z d e l d í a : r e l a c i o n e s e n t r e c u e r p o y a l m a ; t r a u m a s y d e s e o s ; s u e ñ o s ( y t a m b i é n p e s a d i l l a s ) ; s e c r e t o s d e l p a s a d o y

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p r e s e n t i m i e n t o s d e l p o r v e n i r ; y p o r ú l t i m o , e s a r e g i ó n m i s t e r i o s a y a n g u s t i a n t e d e l o s q u e t o d a v í a n o e s t á n m u e r t o s p e r o y a n o p e r t e n e c e n a l r e i n o d e l o s v i v o s .

Todo esto converge hacia la noción de lo intermedio y también, aunque esto no sea a primera vista tan claro, hacia la idea de un cuarto término; aunque sería más exacto decir: hacia la idea de tránsito desde una estructura ternaria a una cuaternaria. Tal vez no sea casual que lo intermedio y la cuaternidad como rasgos vinculados a lo imaginario aparezcan en los trabajos de dos medievalistas. Para explicar esta ausencia de casualidad hay que dar un rodeo a través de la antropología.

Partiendo de un trabajo clásico de Mary Douglas11 acerca de la contaminación o mancha ritual, Víctor Turner propuso un reexamen del concepto de lo liminar12. Para Turner la liminaridad es de naturaleza esencialmente transicional y por ello mismo imposible de definir en términos estáticos o de ser captada como algo estructurado. Las configuraciones liminares reúnen simultáneamente caracteres positivos y negativos, que corresponden a representaciones donde coinciden procesos y nociones vinculados con la vida y con la muerte, con la creación y con la destrucción. Lo liminar se revela así como doble y único a la vez en relación con aquello que lo precede (lo preliminar) y con aquello que lo sucederá (lo postliminar); lo que justifica la vinculación de este conjunto con la cuaternidad. Por último, lo liminar no sólo se refiere a uno o a múltiples espacios sino también a una clase especial de individuos: los seres transicionales, los

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que van y vienen atravesando las fronteras de las religiones, de los sexos, de la vida.

Todos los autores aquí mencionados consideran lo imaginario como tercer espacio. En realidad, la noción misma de espacio intermedio y sus términos asociados –tránsito y liminaridad– implica la idea de una tríada: así, lo imaginario se sitúa entre los datos de los sentidos y las deducciones del intelecto o entre las determinaciones de lo real y las significaciones de lo simbólico. Al postular la idea de pasaje del tres al cuatro no estoy sugiriendo la existencia de un elemento más, sino el desdoblamiento del propio espacio de lo imaginario. Por supuesto, nada tiene que ver esto con el hecho de la unicidad o multiplicidad del espacio en cuestión: se puede hablar de «imaginario» o «imaginarios» sin afectar para nada las características destacadas. Único o múltiple, lo imaginario mantiene una relación especial de reflexividad consigo mismo: se desdobla sin por ello duplicarse; y aquí es donde aparece la idea de cuaternidad como pasaje de la tríada a la tétrada.

Los procesos liminares son configuraciones altamente inestables que participan a la vez de la categoría del ser y del no-ser. Naturalmente, las estructuras estables (los estados pre y postliminares de Turner) pueden formar parte de lo imaginario, pero su núcleo está constituido por aquellas configuraciones y por los personajes que las habitan. Esos personajes son figuras transicionales portadoras de rasgos cambiantes y caracteres mixtos. Se muestan así efímeros pero activos y tienen un papel importante, ya que son los auténticos representantes de la libertad humana, siempre amenazada pero siempre necesaria. Toda sociedad está

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atravesada por un cierto número de oposiciones irresolubles: entre los vivos y los muertos; entre el más acá y el más allá; entre el tiempo y la eternidad. Sólo los seres transicionales son capaces de enfrentarse con ellas y garantizar así la reescritura del pasado y la incertidumbre (la libertad) del porvenir. De este modo lo imaginario, cuyo núcleo está formado por aquellas configuraciones y por estos seres, puede ser definido como el ámbito de los reinos intermedios. Esta definición se apoya en los autores antes mencionados; aunque reconoce también cierta deuda con algunas lecturas de La Divina Comedia, en especial con las de Francesco de Sanctis, Erich Auerbach y T.S. Eliot.

II

Cualesquiera que sean los aspectos considerados –literarios o filosóficos, históricos o teológico-políticos– La Divina Comedia aparece como punto culminante en la construcción medieval del «más allá». En esa construcción, canónica para la historia de lo imaginario en Occidente, el purgatorio desempeña un papel decisivo como espacio intermedio y como lugar de tránsito. El paraíso y el infierno son estructuras estables (metaestables incluso, ya que son eternos); el purgatorio, en cambio, es una configuración liminar que redefine las relaciones entre los vivos y los muertos. Las fronteras que separan el mundo terrenal del ultramundo se vuelven en él más fluidas: el tiempo penetra en la eternidad.

Chateaubriand, a quien Le Goff cita en exergo, lo percibió con singular agudeza: «El purgatorio excede en poesía al cielo y al infierno, porque representa un futuro que les falta a los dos primeros»13. Sin embargo ese futuro se mueve en un solo sentido, a diferencia del de los hombres en la tierra. El destino de quienes habitan el purgatorio es en la visión de

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Dante inequívoco: su ascención al paraíso. Dentro del esquema de La Divina Comedia todo el purgatorio tiende hacia lo alto, aunque algunos de sus aspectos sean infernales. Si Chateaubriand afirma aquella diferencia, no puede hacerlo, entonces, desde el ángulo del destino final, sino desde los plazos y los modos en que dicho destino se cumple. Su frase adquiere así un valor propedeútico para abordar lo imaginario y definirlo en el sentido antes señalado: ámbito de los reinos intermedios.

Recordemos que el paso del tres al cuatro es un elemento importante para la consideración de un imaginario diferente de lo real y de lo simbólico y no derivado de éstos. ¿Agotan infierno, paraíso y purgatorio la estructura de la Divina Comedia? Antes de responder a esa pregunta vale la pena reflexionar en algunas posibles implicaciones de la frase de Chateaubriand.

Cualesquiera que sean las diferencias entre infierno y paraíso ambos tienen un rasgo en común: son profundamente inhumanos. La eternidad excluye el comercio con los hombres e infunde terror. Probar el carácter inhumano de la eternidad es fácil en lo que respecta al infierno, donde domina el dolor expresado en llantos, en gemidos y en violencia; no lo es, en cambio, en lo que hace al paraíso, reino de la calma y la contemplación serena, del goce incesante de Dios. No obstante, algo peculiar ocurre si se pasa de las figuras –ángeles, arcángeles, potestades y la divinidad misma– al espacio y a las proporciones.

Las figuras infernales descritas por Dante no provocan terror, al menos para nuestra sensibilidad moderna. Sin

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embargo, algo de ese orden despierta La Divina Comedia, y atribuirlo a sus comentaristas o a sus ilustradores no es explicación suficiente. Desvanecido el pavor religioso nos ha quedado algo inquietante que surge de las proporciones y sobre todo de la arquitectura infernal, con sus círculos cada vez más tenebrosos y de diámetro menguante. No en vano, ante la visión final del Ángel caído, con sus casi incalculables proporciones, vida y muerte quedan en suspenso («No morí y no permanecí vivo», dice Dante; y añade en su apelación al lector: «Piensa por ti, si tienes un poco de imaginación, cómo me quedé al verme privado de una cosa y de otra»)14. Esa creciente reducción del espacio junto con el aumento desmesurado de las proporciones están cuidadosamente calculados y provocan una sensación de encierro irreductible.

El paraíso invierte esta tónica: la luz reemplaza las tinieblas y la expansión a la retracción; pero las proporciones crecen igual que en el infierno, hasta culminar en la visión de la Rosa Mística y del Empíreo en cuyo centro inefable está Dios. En el paraíso los diez cielos ptolomeicos van aumentando su diámetro hasta alcanzar el infinito; allí el viajero experimenta una suerte de muerte en vida, de nuevo nacimiento. Ante la visión del Amor Supremo ya no quedan sino sombras de palabras para atrapar esa visión en el recuerdo: «En adelante, mis palabras serán más insuficientes para decir lo que recuerdo que las del niño que bañe aún la lengua en la leche de la madre»15. A la alta fantasía del poeta le faltan fuerzas y su deseo y su voluntad giran como rueda movida por un ciego torbellino.

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Puede aventurarse entonces que, en la composición dantesca del paraíso, la creciente apertura y ese Amor excluyente, que no deja espacio ni para la fantasía ni para la voluntad, ni siquiera para la palabra, son expresión de los terrores de la muerte reflejados en los de un nuevo nacimiento. La expansión del paraíso prefigura el pasaje del mundo cerrado al universo infinito, para decirlo en los términos de Alexandre Koyré16; y nuestra sensibilidad lo capta como silencio aterrador tras los muchos clamores que dominan la escena contemporánea. La eternidad celeste es luz, pero esa luz puede ser también una forma del fuego.

III

La muerte y la vida poco o nada tienen de imaginario. Su acontecer efectivo pertenece a lo real y sus respectivas semánticas forman parte de los sistemas simbólicos de toda cultura: nacer se opone a morir y ambos a vivir; a su vez, estar vivo se opone a estar muerto. Sin embargo, basta que las significaciones se encabalguen para que lo imaginario entre en escena a través de dos registros principales: sea como presencia de la muerte en la vida, sea como vida después de la muerte. La construcción medieval del «más alla» se refiere sobre todo a la segunda perspectiva, pero no se entendería sin el fundamento de la primera: nacer es empezar a morir, la donación de la vida es el comienzo de su pérdida.

La Divina Comedia se ocupa de lo que ocurre una vez que la sustracción se ha completado; pero la introducción del purgatorio prolonga esa pérdida y lo imaginario alcanza de este modo su condición de tal: el purgatorio no es sólo un

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espacio intermedio entre el infierno y el paraíso; también lo es entre lo escatológico y lo histórico, entre la eternidad y el tiempo. Y sobre todo el purgatorio prolonga, más allá de la vida, la tensión inherente a la certidumbre del acto en la incertidumbre del tiempo (muerte cierta en hora incierta) bajo la forma del ya no (de una vida cumplida) y el no todavía (de su destino final). Sin embargo, para que esa construcción sea completa hace falta el paso del tres al cuatro; es decir, el desdoblamiento del purgatorio en un nuevo espacio donde las marcas del tiempo en la eternidad alcancen el carácter de lo interminable, ese gran ausente del purgatorio.

En La Divina Comedia hay personajes: almas, ángeles, demonios y Dante; narrador en primera persona de ese viaje maravilloso al más allá e intruso que proyecta su sombra en un espacio cuyos habitantes ya no proyectan la suya. Lo terrenal entonces –figurado por Dante, única figura que no pertenece a ninguno de los tres espacios mencionados y por eso mismo puede dar testimonio de su existencia– podría ser ese espacio de desdoblamiento al que acabamos de aludir. Sin embargo, considerar la tierra como cuarto espacio conlleva una dificultad grave: borra los límites entre el aquí y el allí, entre el más acá y el más allá, entre la vida terrenal y el después del ultramundo. El cuarto espacio, pues, debe ceñirse a la topografía de la Comedia: ¿hay en ella lugar para pensarlo, no exactamente como espacio nuevo sino como desdoblamiento de uno de los ya existentes? Creo que sí; y ese nuevo espacio –que apunta a la tétrada sin romper definitivamente con la tríada– es la gran invención de Dante: el Nobile Castello.

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El Castello forma parte del infierno, eso está claro. Menos claro resulta su estatuto exacto en relación con el resto de las regiones infernales, desde Minos y Caronte, sus celosos guardianes, hasta Lucifer y los tres traidores (Bruto, Casio y Judas) que constituyen la cúspide y la suma del infierno. Tampoco resulta clara su relación con el paraíso y con el purgatorio. Infierno negativo, ya que en él domina la privación de la visión de Dios, el Castello, por esa privación misma, participa de lo divino. En efecto, el silencio de sus nobles habitantes, que Borges atribuye a un «fallo» de Dante (éste no habría pensado todavía en dotar de voz a sus habitantes, como lo hará en seguida con los amantes de Rimini)17, menos parece deberse a ese supuesto fallo que a un efecto de especularidad: ese silencio se emparenta con el que rodea los cantos finales de la Comedia.

Aun así queda el problema de las relaciones entre el purgatorio y el Castello. Y conviene que para examinarlo recordemos a Chateaubriand. Tras afirmar que el purgatorio es superior al cielo y al infierno porque incluye un porvenir que les falta a éstos, Chateaubriand compara la progresión de las almas en el purgatorio con la que afecta a las almas en los antiguos Campos Elíseos: a diferencia de aquéllas, que ascienden al paraíso, éstas vuelven a nacer para entrar así en el círculo, imagen de la eternidad para griegos y romanos. Esa imagen, aun siendo grande y verdadera, mata la imaginación, dice Chateaubriand, al forzarla a girar en aquel temible círculo. Propone entonces como imagen superior y más bella la línea recta prolonganda hasta el infinito, porque esa imagen «arrojaría al pensamiento a una ola aterradora (vague effrayant) y haría marchar juntas tres cosas que

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parecen excluirse: la esperanza, el movimiento y la eternidad»18.

Creo que esto caracteriza perfectamente el Castello como lugar de tránsito eterno, ya que a diferencia de lo que ocurre en el purgatorio ese movimiento no se agotará con ningún juicio, ni siquiera con el Juicio Final. Desplazándose sin cesar, esos seres que habitan el Castello, y que Asín Palacios19 caracterizó justamente como transicionales, expresan su inagotable anhelo en la eternidad de su perpetuo ir y venir

Me he extendido en la consideración del Castello como pasaje entre la tríada y la tétrada, es decir, entre la Trinidad y su inevitable cuarto término en suspenso (Satanael o Lucifer)20, porque allí se alcanza verdaderamente la culminación del vínculo entre lo temporal y lo eterno, entre el tiempo y la ausencia-de-tiempo-en-el-tiempo. El anhelo que impulsa siempre en la línea recta representa lo temporal; y la eternidad fija ese anhelo para siempre y desde siempre en la espera no menos anhelante de lo que nunca llegará.

IV

La Divina Comedia no sólo se ocupa de reinos intermedios (el purgatorio y el Nobile Castello) sino que la obra misma puede ser considerada, en cierto sentido, como un espacio de intermediación cuyas tres grandes figuras –Dante, Beatriz y Virgilio– atraviesan respectivamente las fronteras de la vida, de los sexos y de las religiones. Este «atravesar las fronteras» no supone en ningún caso conversión o transformación. Se trata de un ir y venir: Dante vuelve al mundo de los vivos, Virgilio retorna al Nobile Castello y Beatriz a la fontana eterna.

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Al mismo tiempo esas tres figuras transicionales apuntan a un cuarto término: la divinidad, de la cual revelan aspectos temibles y ocultos, transformándola así en lo transicional por excelencia. Dante, como representante de la Caída y del pecado original, muestra el aspecto demoníaco del Creador; Virgilio, en tanto heredero de los viejos cultos, pone de relieve el aspecto pagano y por consiguiente herético de la divinidad cristiana; por último, Beatriz, en su papel de sacerdotisa y confesora, expresa el aspecto femenino de Dios21.

Desde esta perspectiva, La Divina Comedia puede considerarse la creación de un nuevo espacio de intermediación al cual son transferidos un conjunto de elementos de diversa naturaleza (teológicos, jurídico-políticos, filosóficos e históricos) cuyo común denominador son las relaciones entre el «más allá» y el mundo terrenal. La obra de Dante se convierte así en el paradigma de otras transferencias pasadas –La Eneida en primer lugar– y sobre todo de transferencias por venir, de las cuales constituye por así decirlo el laboratorio y el modelo cultural.

V

A fines del siglo XIX se produce otra transferencia, que me interesa vincular con la dantesca: el más íntimo de los mundos –el onírico– es trasladado a un nuevo espacio creado por Freud en el capítulo final de La interpretación de los sueños. Ese nuevo espacio, que su autor quiso científico pero que parece más afín con lo literario (cosa que Freud sabía), pronto incluirá materiales provenientes de los más diversos dominios: narraciones, mitos, rituales, creaciones artísticas y construcciones culturales; sin que esa diversidad anule el privilegio del elemento fundante y de la obra inaugural. Si la

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transferencia operada por Dante es modelo y laboratorio para ulteriores transferencias, comparar La interpretación de los sueños con La Divina Comedia no sólo resultará productivo sino que puede permitirnos comprender mejor las propuestas freudianas.

Texto fundacional en todos los sentidos, La interpretación de los sueños tiene además el carácter de un viaje iniciático; el propio Freud describió su obra, en una carta a Fliess22, como un paseo imaginario que comenzaba por un bosque umbrío, para seguir después por un desfiladero y culminar en un altiplano desde el cual se dominaba un vasto panorama. Formalmente no es difícil definir el psicoanálisis como culminación y como tránsito en el paso de la modernidad a su posible clausura, ya que dentro del marco más amplio de la hermeneútica de la sospecha (que definió Ricœur y profundizó Foucault) el psicoanálisis culmina el largo debate entre Iluminismo y Romanticismo acerca del lado oscuro del alma. Con Dante estaban en juego las relaciones entre nuestro mundo y el más allá; con Freud las relaciones de ese mundo con su más acá, con aquello que lo mueve, es decir, con sus fundamentos pulsionales.

En cambio, tal vez no sea tan fácil para nuestra perspectiva actual encontrar en la obra freudiana el eco conceptual de los reinos intermedios (y por ende de lo imaginario entendido como ámbito de esos reinos). Estamos bajo la hegemonía del pensamiento estructuralista para el cual, según la clásica definición de Althusser inspirada en Lacan, el psicoanálisis es ciencia de su objeto propio, lo inconsciente; y ese objeto se rige por leyes específicas, análogas a las de la poesía y la retórica. Sin embargo, más allá de esa visión e incluso de la

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búsqueda de nuevos modelos científicos, por parte del propio Freud, su reflexión amplía y redefine de un modo radical esos reinos intermedios para la cultura moderna.

Dante se pregunta por el destino del hombre después de la muerte y en su respuesta extiende el ámbito de la vida al más allá. Freud se aleja en principio de la trascendencia a la que apunta Dante; para él la vida ha de explicarse en la inmanencia de lo psíquico como combate y compromiso entre dos tendencias: la de perdurar en esa vida y la de entregarse a la muerte. Sin embargo, cuando las fuerzas pulsionales en las que esas tendencias reposan sean definidas como «seres míticos, grandiosos en su indeterminación»23, aquella inmanencia se revelará como un más allá invertido que está tan lejos de mí y de mi consciencia como el más allá del pensamiento medieval.

Dante apunta al reino de los fines y más concretamente al fin de fines: el juicio final. En tal sentido, la introducción del futuro en el espacio de lo eterno, tal como lo destacamos a propósito del purgatorio y del Nobile Castello, abre la cuestión de las relaciones entre el tiempo histórico y el tiempo escatológico. En Freud esa contraposición se juega entre el tiempo de la historia individual (que no necesariamente es la del individuo sino también la de la cultura) y el tiempo del origen (de nuevo: origen de aquel individuo o de esta cultura).

En Dante domina el «hacia dónde»; en Freud el «desde dónde». Sin embargo, aquel reino de los fines se transforma, al menos en cierta medida y por obra de la voluntad individual (en cuanto deseo e intención), en un aspecto

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cardinal de lo originario. Del mismo modo, el persistente indagar en el origen (que tiñe toda la obra freudiana) termina por proyectarlo al porvenir.

VI

De los muchos espacios que componen el aparato del alma24, el espacio onírico entendido como trabajo del sueño es el que mejor se ajusta al modelo de configuración liminar. Situado entre el mundo de los deseos reprimidos y el de los deseos realizados constituye el reino intermedio por excelencia; y el trabajo que allí se desarrolla gira por entero en torno a los avatares del deseo. Una vez interpretado, todo sueño aparece como la realización (disfrazada) de un deseo (reprimido). Me interesa explorar qué luz arroja La Divina Comedia en esa fórmula que es, como se sabe, el pilar maestro de La interpretación de los sueños y que puede extenderse a la totalidad de la vida anímica gobernada por el principio de placer.

Comencemos por una analogía evidente: el espacio onírico tal como lo hemos definido es un equivalente del purgatorio; y los deseos que lo pueblan, como las almas de ese purgatorio, alcanzan a través del trabajo del sueño el modesto paraíso de su cumplimiento. Queda pendiente el problema del infierno, al cual aludió Freud en el conocido epígrafe virgiliano de La interpretación de los sueños: Flectere si nequeo superos, Acheronta movebo25. Veinte años más tarde volvió a encontrar ese infierno cuando tropezó con una excepción a la regla según la cual todo sueño es una realización de deseos: los sueños repetitivos de las neurosis traumáticas, lejos de ser realizaciones de deseos,

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eran la repetición monótona y aterradora del trauma que se hallaba en su origen. Según se dice la excepción confirma la regla; pero Freud no era hombre que se conformara con ese género de coartadas. Además las excepciones pronto se multiplicaron: muchos fenómenos transferenciales, el juego de los niños e incluso partes decisivas de la historia del sujeto caían dentro de la categoría de la repetición, del eterno retorno de lo mismo.

Freud no vaciló: aceptó que el deseo se eclipsaba ante el trauma que lo fundaba y que ese trauma correpondía a un principio más originario, más pulsional que el principio de placer al cual destronaba de su, hasta entonces, reinado absoluto. La compulsión de repetición y el eterno retorno de lo mismo eran la expresión de algo que estaba más allá (y más acá) del principio de placer: la pulsión de muerte. El psicoanálisis fue refundado sobre nuevas bases pulsionales: Eros y Thanatos (pulsión de vida y pulsión de muerte) reemplazaron la anterior dualidad entre pulsiones del yo y pulsiones sexuales. El trauma ocupó el lugar central y lo que antaño era red de conceptos se deslizó hacia un fundamento mítico.

Sin embargo, esa vasta transformación apenas si afectó a la vieja fórmula de 1900: el sueño fue redefinido como una tentativa de realización de deseos. En ningún momento Freud dijo que en el origen del sueño estuviese el trauma. Ángel Garma lo afirmó en un artículo de 1946, llevando así a su conclusión lógica en lo referente al sueño lo que Freud había postulado en el marco más amplio del aparato psíquico en relación con la pulsión de muerte y la compulsión de repetición26.

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El sueño es una tentativa de realización de deseos porque en su origen hay una situación traumática de la que el durmiente quiere escapar. No obstante, esto es sólo una parte de la cuestión. Más sorprendente aún es el hecho de que también el cumplimiento total del deseo equivaldría a aquello que se quiere eludir: la situación traumática; en otros términos, significaría su desaparición como tal, su aphanisis, para decirlo con Ernest Jones27.

Desde la perspectiva lacaniana, esa aphanisis coincidiría con la extinción del sujeto deseante, ya que el cumplimiento total sólo podría alcanzarse en la coincidencia del goce perfecto, anterior a la Palabra, con el deseo puro, que es la visión inefable de Dios y lo Real. En suma: estaríamos ante el acto logrado. Porque para Lacan «el suicidio es el único acto que tiene éxito sin fracaso»28. Semejante ausencia de fracaso sólo puede tener lugar en la convergencia total del goce y el deseo. Cierto que el primero está del lado de lo real y el segundo de lo simbólico: «El deseo viene del Otro, y el goce está del lado de la Cosa»29. Sin embargo, esa convergencia a propósito de la muerte es fácil de percibir en el pensamiento lacaniano. Basta con comparar dos textos separados entre sí por más de diez años. A propósito del goce, Lacan afirma en El saber del psicoanalista (clase del 4-XI-1971, mi traducción): «Para gozar hace falta un cuerpo. Aun quienes prometen beatitudes eternas no pueden hacerlo más que suponiendo que ahí el cuerpo se vehiculiza: glorioso o no tiene que estar. Hace falta un cuerpo. Porque la dimensión del goce para el cuerpo es la dimensión del descenso hacia la muerte». En cuanto al deseo –según La ética del psicoanálisis– su realización se plantea siempre desde una

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perspectiva de condición absoluta: «Por eso la cuestión de la realización del deseo se formula necesariamente desde una perspectiva de Juicio Final [...] Intenten preguntarse qué puede querer decir haber realizado su deseo —si no es el haberlo realizado, si se puede decir, al final. Esta intrusión de la muerte sobre la vida da su dinamismo a toda pregunta cuando ella intenta formularse sobre el sujeto de la realización del deseo»30.

Precisamente en este texto la convergencia en cuestión culmina con la notable interpretación que Lacan hace del deseo de Antígona, de la fría, de la inflexible Antígona, que sin estar muerta está ya excluida del mundo de los vivos y cuyo calvario Lacan no vacila en comparar con la Pasión de Cristo. «Antígona lleva hasta el límite la realización de lo que se puede llamar el deseo puro, el puro y simple deseo de muerte como tal. Ella encarna ese deseo»31. Hasta aquí el deseo de la heroína de Lacan. ¿Y qué de su goce? No mucho pero sí lo suficiente. Aunque no designado como tal aparece vinculado al deseo de Jocasta: «Reflexionen bien en ello –¿qué ocurre con su deseo? ¿No debe ser el deseo del Otro y conectarse con el deseo de la madre? El deseo de la madre, el texto alude a él, es el origen de todo. El deseo de la madre es a la vez el deseo fundador de toda la estructura, el que da a luz esos retoños únicos, Eteocles, Polinice, Antígona, Ismena, pero es al mismo tiempo un deseo criminal. Volvemos a encontrar ahí, en el origen de la tragedia y del humanismo, una impasse semejante a la de Hamlet y, cosa singular, más radical»32. A primera vista puede parecer que estamos ante la dialéctica hegeliana del deseo. Sin embargo se trata de algo muy distinto; algo que forma un nudo

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inextrincable: el deseo de muerte de Antígona es el goce mortal de Jocasta. Tal es la conclusión –muy freudiana por cierto– de Lacan: la Madre, como lo sabían las religiones ctónicas, está en los dos extremos de la historia. Por eso desde el principio hasta el final Antígona habita entre-dos-muertes.

VII

Es tentador completar ahora la analogía entre Dante y Freud a próposito de lo imaginario como ámbito de los reinos intermedios: si el espacio onírico equivale al purgatorio, las situaciones traumáticas son equivalentes al infierno y el cumplimiento total al paraíso. En este sentido, es muy importante la rectificación de 193233: como tentativa de realización, el trabajo del sueño y por extensión el espacio onírico poseen un porvenir del que carecen el reino del trauma y el empíreo del goce. Si algún paraíso alcanza el sueño éste no es más que el paraíso terrenal; porque, ¿qué ocurriría si en verdad alcanzara la cumbre de los cielos ptolomeicos? Para saberlo basta con leer las líneas finales de La Divina Comedia: «A la alta fantasía le faltaron aquí las fuerzas; pero ya giraban mi deseo y mi voluntad como rueda que igualmente es movida por el Amor que mueve el sol y las demás estrellas»34.

Esa carencia de la fantasía y esa entrega al Amor anulan la voluntad y el deseo y extinguen lo imaginario. El deseo se sostiene como diferencia entre lo hallado y lo buscado y lo amenaza un doble peligro: el que proviene de la situación traumática que está en su origen y el que lo aguarda como agotamiento no menos traumático en su realización total. En

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este sentido se cerraría aquel círculo infinito en el que Chateaubriand veía la muerte de la imaginación. Lo cual suscita el interrogante por ese otro infinito, el de la línea recta. Y esto nos lleva a la definición del cuarto espacio, ya que se impone la reconsideración de lo onírico como configuración liminar a partir de una pregunta: ¿sólo la situación traumática está en el origen del sueño?

Como reino intermedio el espacio onírico puede situarse entre la vida despierta y el dormir sin sueños, y éste último se emparenta con la muerte, según la visión griega que hace de Hypnos el hermano gemelo de Thanatos. Dos psicoanalistas relativamente poco conocidos, L. Jekels y E. Bergler, lo formularon de manera seductora: «El dormir es muerte levantada por los sueños y muerte es un dormir sin sueños»35. Sin embargo, desde otra perspectiva más cercana a la que he desarrollado, el sueño constituye también el intermedio –la pauta, la escansión– entre dos vigilias. Esta escansión se correspondería con algo que Freud vio y describió en una carta a Fliess: «¡Todavía estoy vivo ! El “silencio de los bosques” parecería un tumulto callejero en comparación con el que reina en mi consultorio. Por cierto que aquí se puede “soñar” magníficamente [...] Una vez más, el problema entero se reduce a un lugar común. Hay un único deseo que todo sueño procura siempre satisfacer, por más diversas formas que aquél adopte: ¡es el deseo de dormir! Se sueña, pues, para no tener que despertar, porque se quiere dormir. Tant de bruit»36.

Así, el anhelo de dormir debe ser considerado como causa de la formación de sueños, y todos y cada uno de éstos son realización de aquel anhelo que, frente a la diversidad de los

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deseos, se mantiene siempre idéntico a sí mismo. El problema, en todo caso, es saber cómo se comporta con respecto a esa diversidad que puebla el espacio onírico.

Los deseos no son strictu sensu indestructibles: muchas veces las situaciones traumáticas los arrasan y periódicamente su cumplimiento, aunque sea parcial, los agota. En cambio, el proceso de desear es indestructible, aunque ese proceso haya de sostenerse en el límite como deseo de nada y deseo de nadie. Nietzsche tenía sin duda razón: el hombre prefiere querer la nada a no querer37; esto es lo que mejor define el anhelo de dormir, de no despertar nunca del todo. En este sentido, el mundo de la psique dormida se emparenta con el mundo soñado por Dios. Ambos son configuraciones liminares, reinos intermedios; sólo que aquél se extiende entre el nacimiento y la muerte (renovados cotidianamente) y éste entre el trauma primero del Ángel caído y el imposible final de una reconciliación que devolvería ese doble de Dios a su morada.

¿Tiene también el anhelo de dormir sus propios habitantes? En 1974, en una entrevista, Lacan afirmó que la vida estaba más allá de todo despertar y que incluso en el despertar absoluto hay todavía una parte de sueño (rêve), que es justamente sueño de despertar (rêveil). Añadió luego que uno no se despierta nunca, –porque los deseos mantienen, entretienen, cuidan los sueños– y que la muerte misma es un sueño entre otros que perpetúan la vida38.

Conferirle a los deseos y a los sueños una función tan eminente como la de conservar la vida, es elevar el anhelo de dormir a un rango idéntico al que Freud le otorgó en aquella carta escrita a Fliess: el de una recta sin principio ni fin

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recorrida por unas pocas sombras. La sombra del nacimiento y la sombra de la muerte; la sombra que seremos y acaso la sombra de los que nos hicieron ser. Sólo que de ellas sabemos muy poco, casi nada, porque esas figuras que ninguna frontera detiene son tan silenciosas y tan necesarias como los moradores del Nobile Castello: su melancolía expresa la exigencia humana de afirmar la temporalidad frente a lo eterno.