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Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

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En las lejanas antípodas de Leyre, Navarra, un escondido y olvidado monasterio se erige portador de un secreto antiguo, imperecedero. ¿Qué extrañas y misteriosas puertas se abrirán cuando sea revelado? Sin embargo sólo unos pocos tienen respuesta a este interrogante, y están muy lejos de desear que salga a la luz...

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Ilustración: Francisco Sáenz

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«¡Oh, necias criaturas!, ¡Cuán grande es la ignoran-cia que os extravía!»

La Divina Comedia – Dante

«Estar loco se dice que es haber perdido la razón.La razón, pero no la verdad, porque hay locos quedicen las verdades que los demás callan por no serracional ni razonable decirlas, y por eso se dice queestán locos. ¿Y qué es la razón? La razón es aquelloen que estamos todos de acuerdo. La verdad es otracosa»

Miguel de Unamuno

«¿Sabe qué respondía [Dumas] a quienes le acusabande violar la Historia?... La violo, es cierto. Pero le hagobellas criaturas»

El Club Dumas – Arturo Pérez Reverte

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INDICE

Pag.

I NOTAS EN LA NOCHE 10

II LA CÁRCEL DEL SANTO TRIBUNAL 16

III SOSPECHAS Y MIEDOS DEL PASADO 34

IV INTRIGA EN LA SANTA SEDE 50

V UNA VISITA. . . INESPERADA? 83

VI BOCANEGRA 97

VII EL ORÁCULO 123

VIII VESALIO 134

IX LA TRAICIÓN DEL PRIOR 159

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

X EXTRAÑAS DECLARACIONES DE UN BUEN SAMA-

RITANO 171

XI EL CRISMÓN CARMESÍ 197

XII FERNDANDO VALDÉS Y SALAS, SUMO INQUISIDOR 209

XIII REFLEXIONES 233

XIV FRATER SERVUS 244

XV DISCUSIÓN Y DESCUBRIMIENTO EN LA NOCHE 279

XVI FRATERNITAS VERA LUCIS 294

XVII FALSAS APARIENCIAS 310

XVIII EL MANO ROJA 320

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Preludio

Praga, Año de Nuestro Señor de 1526

Las pesadas puertas de la iglesia se abrieron

con brusquedad, y permitieron que dos fe-

briles y enajenados ojos irrumpieran en la

penumbra del vasto salón. La mirada torva deambuló

unos segundos con espanto, mientras las imágenes

de los vitrales en lo más alto de la cúpula le parecían

girar, caer, desvanecerse entre el contraste de luces y

sombras.

Contuvo el aliento largos segundos hasta lograr

por �n suavizar el mareo, haciendo que aquellas imá-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

genes antes difusas adquirieran nuevamente sus con-

tornos de�nidos. Presuroso y aterrado ingresó hacia

el interior. Tenía la impresión de que se desmayaría

a cada paso, mientras buscaba desesperado algo a lo

que aferrarse.

Aun tambaleante, logró cruzar la nave principal

hasta llegar al presbiterio. La rendija que lo rodeaba

parecía húmeda y brillante. El hombre la observó con

detenimiento: una sustancia semilíquida, viscosa, se

desparramaba por todo el metal. Su espanto creció

aun más cuando al levantar la vista, notó que del

púlpito a uno de los costados manaba un torrente es-

carlata y oleoso. «Dios mío, protegedme, Dios mío»,

se repetía a�igido, mientras acariciaba el medallón

carmesí ceñido a su cuello. Parecía desear que su men-

te fuese presa de algún tipo de engaño, de male�cio,

y no de la terrible certeza de la que se creía víctima.

Se armó de valor y sus dedos temblorosos abrieron

al �n la rendija. Delante, un hueco empotrado bajo

un arco de medio punto abría el único camino que

podía seguir.

En medio de su confusión oyó nuevamente aquella

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

risilla espeluznante que lo acechaba. El eco de ese

sonido malvado desgarró la quietud del monasterio,

y llegó nítido y estridente a sus oídos. Debía escapar

y sobrevivir, debía hacerlo, pues la maldad que se ges-

taba en aquel frío y olvidado sitio del mundo pronto

alcanzaría dimensiones extraordinarias si él, el más

férreo de los frater servus de la ancestral Hermandad,

no lograba escapar con vida. Sin pensarlo se adentró

hacia la suprema oscuridad de la entrada de debajo

del presbiterio.

A su espalda se escuchó el inconfundible estruendo

de las puertas de la iglesia al abrirse y cerrarse con

violencia nuevamente; ya casi no le quedaba tiempo.

Horrorizado, extrajo de debajo de su roída túnica

negra unos pergaminos arrugados. Parecían hojas

arrancadas de un libro enorme. Las observó preci-

pitadamente, asegurándose de que estaban a salvo.

Luego, a la carrera, volvió a esconderlas entre sus

ropas. Se le había encomendado mantenerlas ocultas,

o en tal caso impedir que las tomaran; y no estaba

dispuesto a fracasar en su misión. Pensó por un mo-

mento en destruirlas, pero si lo hacía, nadie sabría en

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

adelante cómo combatir ese mal que había aniquilado

la fe y corrompido la virtud de aquel monasterio por

completo. Ese mal que se cernía ahora a su espalda.

«Dios mío, salvadme», repitió con afán. Recorrió a la

carrera y casi de memoria la oscuridad del angosto

y húmedo pasillo, hasta aprestarse ya muy cerca del

otro extremo. Un poco más y lograría su cometido.

Un muy suave resplandor ingresó tímido por un

tragaluz circular que pudo divisar al �nal del pasillo.

Apremió el paso, jadeante; pues su salvación distaba

a unos pocos palmos de distancia.

Detrás suyo sin embargo, las pisadas se oían aho-

ra nítidas, con claridad; parecían acercarse cada vez

más, no importaba cuán rápido corriera, lo estaban

alcanzando. Volvió a sonar entonces ese chillido mal-

vado y diabólico a su espalda, como la risa triunfal

del cazador que araña a su presa, la que cree tener al

alcance de la mano.

Con la respiración entrecortada, agitado, el hombre

logró alcanzar el tragaluz. El vidrio sucio que lo se-

paraba del exterior estalló en pedazos ante el frenesí

de sus puños. Sus ojos asomaron al borde y pudo ver

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

claramente del otro lado el camposanto bañado por la

opalescente luz de la luna. Con gran esfuerzo comen-

zó a traspasar el pequeño hueco, que era apenas más

grande que la circunferencia de su cabeza redonda

y calva. Las ensangrentadas palmas de sus manos

tantearon la hierba, sintieron la libertad, y una leve

y estúpida sonrisa, la de la esperanza, asomó a sus

labios leporinos. «Puedo hacerlo, puedo lograrlo», se

animó.

Sin embargo esa esperanza de libertad se desvane-

ció en el instante en que sintió que con brusquedad lo

sujetaban de las piernas. Horrorizado trató, en prin-

cipio sin éxito, de sujetarse a la hierba, de clavar sus

uñas tan profundamente en la tierra como para lograr

anclarse a la salvación del exterior. Sintió un corte

en una de sus pantorrillas y el dolor fue mortífero,

desgarrador. Pateó salvajemente y con espanto, has-

ta que la fuerza del otro lado menguó tan de súbito

como había comenzado.

Extenuado y casi sin aliento logró sacar su cuer-

po por completo y arrastrarse unos metros hacia el

exterior. Su pierna izquierda era un manojo de car-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ne abierta y desgarrada; el dolor era punzante, y la

sangre manaba oscura y tibia impregnándolo todo.

Sin embargo el aire frío que golpeó su rostro contor-

sionado y la hierba húmeda que se pegó a sus dedos

pareció aliviarlo, como si fueran un símbolo de vic-

toria. Se encontraba exhausto y herido, pero estaba

libre. Tembloroso se puso en pie, apoyándose en su

pierna sana, y tanteó sus desgarradas ropas en busca

de algún jirón que le sirviera de torniquete. El co-

razón le latía de tal forma que parecía que el alma

abandonaría su cuerpo a cada instante.

Bastaron sólo unos segundos para que notara y

comprendiera la situación; en su huída desesperada

había perdido los pergaminos que tan celosamente

debía proteger. Su semblante cambió hasta tornar-

se furioso, demencial. Encaminóse entonces hacia

el pequeño tragaluz de donde había salido resuelto

a ingresar nuevamente, a enfrentarse a aquello sin

importarle ya nada con tal de recuperar lo que se la

había con�ado en cuidar. Sin embargo luego de un

instante se detuvo: allí, desde la oscuridad más ab-

soluta, el huidizo centelleo de dos pequeñas cuencas

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

que brillaron desde el interior con un fulgor despia-

dado y maligno lo atemorizaron. «Aun no tengo la

fuerza». Fue confuso y fugaz, es cierto, pero tal fue

lo que sus ojos habían creído ver; luego de un mo-

mento, esa imagen se desvaneció para siempre en la

profundidad de la noche de Praga.

El miedo aun lo aturdía cuando, sin perder tiem-

po, se dirigió rengueando hacia el establo, mientras

desprendía con dolor los pedazos de vidrio aun in-

crustados en su carne. Pocos segundos después y tras

montar con esfuerzo uno de los caballos, desapareció

al galope perdiéndose en la espesura del bosque que

nacía alrededor de aquella escondida y vieja fortaleza.

Debía recuperar esos pergaminos, pero sabía muy

bien que no lograría hacerlo sin la ayuda de la Her-

mandad.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

POSECIONES DE LOS HABSBURGO EN EUROPA –

1556. REGENCIA DE FELIPE II

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

NAVARRA – 1556

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I | NOTAS EN LA NOCHE

Navarra, invierno de 1556

UNA OSCURA SILUETA SE MOVÍA ENTRE

LAS SOMBRAS. Parecía observar todo a su

alrededor con semblante indeciso y teme-

roso. Sin embargo atravesó el camino enlodado tan

deprisa y silenciosamente como le fue posible. Acer-

cóse aquella sombra hasta el portón de la iglesia de

San Salvador, en la sierras de Leyre, en Navarra, y gol-

peó tímido. A esas horas, aquel páramo gris parecía

abandonado.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

No obtuvo respuestas. Insistió golpeando la puerta

con más fuerza.

Luego de unos segundos, un ruido de metal chi-

rriante sonó estridente, mientras el viento pesado y

turbio expandía aquel sonido hasta cada rincón de la

plaza central. La puerta cedió, y de su interior asomó

un rostro arrugado y somnoliento, cuya lámpara ate-

nazada en la mano apenas alumbraba parte de una

humilde túnica franciscana. Acercó éste entonces la

candela hacia la �gura que tenía en frente y agudizó

la vista. Sus ojos pequeños y cenicientos se abrieron

con sorpresa al reconocer a su joven pupilo. Luego

se entrecerraron, alertas, al notar con esfuerzo el gra-

vado en el papel que el muchacho traía consigo. Era

la señal, lo supo.

El viejo fraile se enderezó de repente. Tomó al jo-

vencito de las ropas y lo atrajo hacia el interior de

la nave, sin dejar en ningún momento de observar

descon�ado hacia un lado y otro, para �nalmente

cerrar tras de sí la enorme puerta.

Una vez en el interior, el zagal observó la cúpula

con ojos desorbitados: era en verdad una magní�ca

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

obra arquitectónica y no lograba acostumbrarse a su

visión embriagadora. Sentía que su construcción ro-

mánica y antigua le daba un matiz misterioso, lleno

de recovecos y lugares secretos. De las tres naves

que conformaban aquel enorme habitáculo, la cen-

tral destacaba por sobre las laterales. Las columnas a

los costados del altar eran imponentes, marcadas en

relieves con bellas �guras �namente esculpidas; sin

embargo sus capiteles se encontraban decorados de

manera austera. La imagen en la cabecera de Santa

María de Leyre, y una talla de Cristo muerto en la

cruz chispeaban relampagueantes ante sus inexper-

tos y aturdidos ojos. A la derecha del altar, debajo de

un arco de medio punto esgrimido en la dura piedra,

una delicada cortina y un fondo falso cubrían una

poterna vieja como el tiempo y la mantenían oculta.

Era el misterioso acceso que comunicaba a la iglesia

por dentro con la antigua cripta en desuso, él lo sabía,

aunque más le parecía una fría y húmeda cueva. Sa-

bía también que ese oscuro habitáculo era ignorado

por todos dado que los restos de los antiguos reyes

de Pamplona, con los que se honraba la existencia

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

de aquel olvidado monasterio, no se encontraban allí

como cabría esperarse, sino que descansaban en el

panteón ubicado en el lado septentrional de la nave,

cruzando el altar.

–Dadme ese papel, Tristán, que el tiempo apre-

mia –interrumpió el fraile con un susurro imperativo,

mientras arrebataba el lienzo de las manos de aquel

muchacho atontado. Al leerlo, los ojos del viejo se

abrieron más aun y sintió su corazón acelerar a nive-

les escandalosos. «¿Cómo puede ser?», se preguntó

entonces. Ya no importaba; parecía ser demasiado

tarde.

Un suave tirón en su larga túnica lo volvió a la

realidad, al presente. Posó la mirada sobre su aprendiz

una vez más, y vio en el desconcierto de aquel rostro

imberbe el re�ejo del suyo propio, gris y temeroso.

Supo pues que le era imposible disimular el miedo,

un miedo que ni la inmensa oscuridad de la nave

podía ocultar. Lo observó por largos segundos, con

la mirada perdida. Al �n se recompuso y sin mediar

explicación, lo despachó mientras le recordaba que

lo esperaría a la hora prima como era costumbre.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Tenía que pensar, todo era aun muy confuso para él.

Abrió lentamente la puerta ojival de la iglesia cuyos

goznes chirriaron una vez más en la profundidad de

las sombras.

Confundido, y al ver a su maestro sumido una vez

más en sus pensamientos, el joven Tristán no pudo

más que marcharse sin discutir, mientras el ruido de

la robusta madera al encajar en la cerradura sonó

como un trueno a su espalda. Cruzó la desolada plaza

tan deprisa como había llegado, y se detuvo del otro

lado mientras alzaba sus desconcertados ojos hacia

el cielo.

La noche se estaba adueñando del �rmamento.

Enormes nubes de tormenta lo cubrían; sin embargo

pudo observar algunas estrellas asomándose tímidas

sobre lo que incluso a la lejanía se adivinaba como el

monasterio más importante del antiguo reino de Pam-

plona. El inmenso edi�cio se hallaba ahora envuel-

to por la oscuridad; sus tres variados y fuertemente

destacados per�les de naves y pináculos se fundían,

junto a la torre cuadrangular, en una densa y sombría

masa. Veía sin embargo las distantes colinas allende

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

el bosque, que lindaban con la parte occidental de

Aragón, aún claramente de�nidas en el oscuro azul

del cielo. Sus cimas cónicas y sus picos, entre los que

destacaba el poderoso Arangoiti, retenían un matiz

purpúreo tenue y hermoso que le pareció como si

la luz desease demorarse en ese lejano punto, y al

marcharse, hubiese dejado ese tinte como promesa

de un glorioso amanecer.

Sin embargo el malestar re�ejado en el rostro de

su viejo maestro logró persuadirlo de aquel pensa-

miento e indicarle algo trágico, muy distinto a las

ensoñaciones de sus estúpidos divagues.

Desengañóse entonces de tales inclinaciones pues

algo se avecinaba, aunque no sabía qué, no podía

saberlo.

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II | LACÁRCELDEL SANTOTRIBUNAL

PERCIBIÓ LA LUMBRE PÁLIDA DE LA LU-

NA. El suave y tenue resplandor venía de

la escalera y se �ltraba allí a través de una

rendija minúscula. Pudo apreciar débilmente en ese

calabozo onírico algunas poleas, argollas y clavos

ensangrentados, un caballete marcado por el látigo.

Eran los únicos muebles que sus fatigados ojos al-

canzaban a vislumbrar en aquel malsano cautiverio.

La celda no era pequeña, pero sus dimensiones pare-

cían inferiores dado que se arqueaba hacia la cúpula;

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

el suelo era de ladrillo, y sus paredes de piedra fría

y gruesa despedían una humedad tal que parecían

estar mojadas por gotas de rocío. En un rincón apar-

tado, yacían agonizantes otros dos bultos debajo de

jirones malolientes y cabelleras enmarañadas. En su

confusión no pudo recordar el momento en que se

percató por primera vez de que compartía celda con

esos despojos, y en verdad que otras preocupaciones

lo aquejaban más que saber si Dios había abandonado

o no a esas pobres criaturas.

El tenue ruido de pisadas bajando escalones y el

chirrido de la reja que se abría al pie de aquellos, ter-

minaron despertándolo de su duermevela. Con sus

agotados párpados entreabiertos, y entre espumara-

jos de sangre coagulada pudo distinguir detrás del

pequeño crepitar de una bujía una silueta que avan-

zaba decidida hacia él. Sus fuerzas lo habían abando-

nado casi por completo, tenía los brazos desnudos,

estirados y encadenados por sobre su cabeza, prendi-

dos con fuertes grilletes a la dura y fría pared. Una

horquilla de hierro mantenía erguida su cabeza a la

fuerza; era lo único que hacía posible que su torso,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

descubierto y lacerado, no yaciera como un misera-

ble bulto en el suelo de aquel infame agujero. La paja

distribuida y dispersa a su alrededor había evitado

que muriera de frío, sin embargo eso no resultaba un

consuelo para ese hombre encadenado, pues por el

contrario, sólo el deseo de morir se apoderaba enton-

ces de sus pensamientos. «¿Por qué?», se preguntaba

sin descanso entre sollozos.

Mediante un suave movimiento de sus labios y en

un tono de voz apenas perceptible, comenzó a salmo-

diar un verso que parecía, en ese divague tormentoso,

animarlo levemente.

Juntos estamos cinco o seisy la carne que alimentamos a demasiado costoestá, después de mucho, roída y putrefacta,

y nosotros, huesos, nos volvemos cenizas y polvo.De nuestros males no se burle nadie:

¡y rogad a Dios que nos absuelva a todos!

Su mirada se posó débil en la sombra que se erguía

ahora delante de sus ojos. Pudo notar también que

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

otras �guras se sumaban en derredor, reconociendo

con terror entre ellas el caminar cojo y furibundo

del monje encargado del tormento. Sin embargo és-

te se mantenía al margen, expectante, difuminado

y etéreo bajo el sombrío contraste del fuego de la

pequeña bujía. Ninguno de ellos había mostrado el

menor sentido de piedad al pasar frente a los cuerpos

que yacían a un costado; como si no existieran, como

si ya no fuesen cuerpos, como si en verdad la vida

que los hubo animado hubiese desaparecido de ellos

por completo.

La esbelta silueta que destacaba entre las otras

tomó la escueta candela que su ayudante mantenía

aferrada con �rmeza. El fulgor relampagueante de

su luz re�ejó el contorno de un rostro �rme y a�la-

do, cuyos pómulos altos y precisos daban un aspecto

inclemente. Lo observó acercar la luz parpadeante

lentamente hacia su rostro, cegándolo por un mo-

mento. Temeroso, continuó en un susurro recitando

su conocido verso.

No nos desdeñéis, hermanos, en nuestro clamor,19 334

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

porque hayamos sido muertos nosotros,en homenaje a la justicia. Pues debéis entenderque el espíritu sereno no saben tenerlo todos;perdonadnos ahora, después de nuestra muerte

frente al hijo de la Virgen María, solos;

Susurraba con pasión, como si el escuchar quedamen-

te su propia voz le sirviera para saber, para sentir de

alguna manera, que la vida aun no lo había abando-

nado.

De repente, la profunda voz que sonó delante suyo

atrajo por completo su atención.

–Con que vos sois Ferrán el cillerero, ¿no es así?

–preguntó aquella imagen oscura con una voz caver-

nosa y pausada, severa. El preso lo observó obsecuen-

te, con ojos entrecerrados y vidriosos, e ignorando la

pregunta continuó la cantinela:

Procurad que Su gracia no nos sea negada,y pueda preservarnos de los infernales rescoldos.

Muertos estamos, no nos moleste nadie:¡y rogad a Dios que nos absuelva a todos!

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Os he hecho una pregunta simple –interrumpió el

otro con una mueca de piedad, aunque en lo profundo

de sus ojos rezumaba un desprecio que era incapaz

de ocultar por completo. Había escuchado antes esas

palabras, esos versos, y los recordaba bien–. Quiero

escuchar de vuestra propia boca quién sois y los peca-

dos que os han traído hasta aquí –insistió, haciendo

a un lado sus recuerdos.

El hombre pareció al �n salir de aquel trance hip-

nótico. Forzó la vista con sus ojos extenuados, ciegos

ante la luz.

–Mm. . .mm, mi nombre... –balbuceó casi en un

susurro, con la boca reseca y pastosa. Parecía que sus

partidos labios apenas podían pronunciar palabra sin

que un dolor punzante le atravesara el rostro como

un hierro incandescente.

–Dadle a este hombre un poco de agua –sugirió el

inquisidor, menospreciando la agonía de aquel sujeto.

Algo en su voz no dejaba de sonar en todo momen-

to amenazante, no pudiendo esconder detrás de su

ademán conciliador, el fanatismo que acentuaba vi-

siblemente sus facciones y que la luminiscencia de

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

sus implacables ojos ponía en evidencia–. Entiendo

que sabéis de sobra por qué hoy os encontráis con

nosotros y tan lejos de vuestra tierra, hijo mío; y por

qué comparecéis ahora ante el Santo Tribunal. Lo

sabéis ¿no es cierto, Ferrán?

–No. . . –se escuchó quedamente, luego de que el

agua fría resbalara por su barbilla hacia un piso lleno

de inmundicias–. Ya una vez –se animó entre ester-

tores– v. . . vosotros me habéis hecho pagar por mis

errores. P. . . pp, pero ahora no sé... yo no sé... –y el

llanto débil que brotó de sus fatigados ojos le impidió

continuar.

–¡Mentís! –acusó imperioso el inquisidor. Inmedia-

tamente hizo una pausa, respiró profundo y retomó

el diálogo con paciencia–. Sabéis muy bien por qué

estáis de vuelta entre los impenitentes, ya que mi

buen ayudante os ha exhortado repetidas veces a

confesar. Sin embargo me informa que vuestra impía

obstinación no os deja tomar sano juicio.

–¡Ya os he dicho que he pagado mis culpas del pasa-

do! –soltó en un sollozo con furia contenida, mientras

las cadenas de sus muñecas se tensaban sujetas a la

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

pared. Sus ojos se encendieron por un instante muy

breve, pero las lágrimas volvieron a apagar esa leve

chispa–. D. . . decidme por Dios q. . . qué cosa queréis

que con�ese ahora y así lo haré. Tened piedad por

favor –rogó. El inmenso dolor en sus extremidades

dislocadas por las poleas de la garrucha lo atormen-

taba hasta la locura–. Os juro que hace mucho me

sustraje a las seducciones de la herejía.

–Admirable artimaña. . . –acotó el otro, condescen-

diente–. Con que os sustrajisteis a las seducciones

de la herejía. Mas parece que hábilmente os sustrajis-

teis a la encuesta del encargado de descubrir vuestro

comportamiento relapso. Y decís que confesaréis lo

que yo quiero, o sea, que no hay nada que de corazón

deseéis purgar, revelando vuestro proceder indigno

y herético al no someteros al santo sacramento de la

confesión. ¿Ya veis, Ferrán, cómo lleváis marcada en

vuestra frente el estigma de la herejía?

–No... que no soy un hereje, a fe de Dios –insistió

con voz temblorosa. Las débiles lágrimas se mezcla-

ban con la sangre reseca en sus mejillas. Las heridas

lacerantes que cubrían su piel supuraban una sustan-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cia infecta, pero no más malsana que el repugnante

hedor que allí moraba.

–Ahí está, ¡lo niega! –acusó con voz estridente y

áspera el monje encargado del tormento aun desde

las sombras–. ¡Niega haber pecado perteneciendo a

esa secta iluminista de Valladolid! No es más que

un seguidor de creencias vanas y diabólicas, señor

inquisidor. . . –sus ojos fulgurantes se desviaron hacia

el preso–. ¡Lo negáis porque aun seguís arraigado a

esas creencias! ¡Lo negáis, y es precisamente ésa la

mayor prueba de vuestra culpabilidad!

–Pp... pero no he dicho eso... –balbució el hombre,

atónito.

–Entonces, ¿no lo negáis? –interrumpió ahora el

inquisidor–. ¿Eso quiere decir que pertenecéis aun

a dicha secta, como es nuestra información, a la que

tan gustoso os habéis adherido en el pasado? ¿Quiere

decir que habéis vuelto a blasfemar contra los sacra-

mentos renegando de ellos? ¿Quiere decir que aun

no creéis en el purgatorio? Decidme por la gracia de

Dios, Ferrán ¿en qué creéis �nalmente?

Pero aquel desgraciado ya no podía responder.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Atormentado y confundido se echó a llorar sin con-

suelo. Ante una seña del inquisidor, el monje cojitran-

co tomó un paño sucio y con violencia lo introdujo

en la boca del acusado, quien forcejeaba frenético. Su

resistencia fue en vano; no pudo evitar que el pér�do

ayudante introdujera el trapo hasta alcanzar su gar-

ganta. Luego tomándolo de los cabellos de la nuca

le arrojó a la cara agua vertida de un jarro. Los ojos

del monje parecían inyectados en sangre, mientras

observaba excitado la respiración fatigada, el rostro

desesperado del ahogo. Repitió esta operación tres

veces. Finalmente, entre gritos ahogados y vómito,

el monje redentor soltó el agarre y sacó el paño de

la boca del acusado evitando que éste perdiera el

conocimiento.

–Está claro que es vuestro deseo aprovecharos de

un alma buena y piadosa como la mía –continuó

el inquisidor, quien se había mantenido incólume–.

Pero debo advertiros que esas artimañas no os servi-

rán conmigo, pues sólo otorgaré el perdón si decidís

cooperar. He venido hoy para libraros misericordiosa-

mente del tormento, pero dado que habéis reincidido,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

no basta vuestra confesión, sino que también debéis

indicar dónde se encuentra la malsana cimiente de

vuestro comportamiento tan impío y descarado. Sólo

así podréis salvar vuestra alma de la herejía. No os

comportéis como un necio y sigáis su ejemplo –dijo

señalando a los bultos del rincón–. Confío en que

denunciaréis a quien os ha instigado y volcado hacia

la corrupción de las santas ideas. Sabéis a quién me

re�ero; dadme la información que os pido de manera

tan humilde y os liberaré. Recordad que nadie aquí

os desea el mal hijo mío, sólo atraeros de nuevo a la

santa senda de Dios.

El hombre se encontraba casi desvanecido. Los

tormentos eran ya inaguantables para él. Moriría si

no confesaba, lo sabía, o lo que era peor, podría seguir

la suerte de aquellas dos infelices.

Sin embargo y a pesar de todas sus sospechas y

temores, sus pensamientos volvieron a extraviarse

unos segundos en lo profundo de su razón. Danzaban,

débiles, alrededor de un verso.

Príncipe Jesús, que sobre todo reinas,26 334

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

procura que el in�erno no lleve las almas nuestras:nada tenemos que hacer y pagar en su lodo.

Hombres, en esto no hay duda alguna:¡y rogad a Dios que nos absuelva a todos!

–¿Y bien? –lo despertó de aquel estado la voz grave

y pausada del inquisidor. El hombre pareció despa-

bilarse–. ¿Estáis dispuesto entonces a evitar que el

fuerte brazo del Santo Tribunal caiga de nuevo sobre

vos, cooperando con nosotros? ¿Me diréis por �n el

lugar exacto en dónde encontrar a esa meretriz? Sa-

béis bien lo que tiene en su poder. Sabéis que debe

ser devuelto a la Santa madre Iglesia, de donde esa

mujerzuela fornicadora lo ha robado.

–¡CONFESAD! –rugió de repente con voz ahogada

y áspera el monje redentor–. ¡Vuestra alma está sucia

y llena de pecados, como el coño de una puta lasciva!

–Comprendéis muy bien –continuó el inquisidor

alzando la voz– que la fuente de las iniquidades de los

herejes se nutren, no sólo de las prédicas de distintos

hombres, sino también del fatídico comportamiento

de las mujerzuelas, que esparcen con su mala vida la

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Page 33: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

recia semilla del mal –el inquisidor lo observaba �ja-

mente. Sus ojos negros, expectantes como la muerte,

mantenían un fulgor intenso y despiadado–. Ferrán,

bien sabéis que vuestros pecados os llevarán a la ho-

guera, a menos que me digáis lo que deseo, aceptando

la voluntad de Dios. Tal vez, y sólo tal vez, si decidís

cooperar os dé crédito a vuestras palabras y crea be-

nignamente que sí, que de verdad os habéis sustraído

a todo tipo de herejías.

El inquisidor tomó un pergamino de manos de su

ayudante y lentamente lo acercó al rostro del preso,

quien lo observó abatido; éste no intentó, no pudo

siquiera leer el contenido de la hoja.

–Esta es vuestra confesión –lo interrumpió aleján-

dole bruscamente el documento–. Como os he dicho,

es deseo de Dios que me digáis el lugar exacto dónde

ubicarla. Debe comparecer ante el Santo Tribunal, ya

que en su depravación sin límites ha tomado algo de

importancia y que nos pertenece. Decidme lo que os

pido pues no queda demasiado tiempo; ¡hacedlo de

una vez! –solicitó, ya impaciente.

El aturdido y débil cillerero no sabía cómo reac-

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Page 34: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cionar. Parecía contrariado. Se encontraba física y

mentalmente agotado por los tormentos recibidos

durante días. Estaba dispuesto a delatar hasta a su

madre de ser necesario, pero no podía pensar con cla-

ridad: el miedo lo confundía, lo paralizaba. La mente

puede paralizarse de terror ante situaciones extremas,

ante la sospecha lacerante de una muerte horrenda.

No podía dejar de pensar en aquellos bultos a quienes

la muerte había tardado tan fatalmente en encontrar,

luego de un buen número de suplicios. «Ya no queda

vida en ellas; de eso no hay dudas. . . ». El inquisidor

pareció al �n perder por completo la paciencia; ne-

gó con la cabeza en dos oportunidades, desahuciado

ante la duda del acusado, y observó nuevamente al

monje redentor con el rabillo del ojo. Éste, sin perder

un momento, tomó una enorme pinza de hierro y la

acercó hacia el reo. De nada sirvieron las súplicas y

los ruegos. Le sujetó con fuerza las manos, e intro-

dujo uno de sus dedos en aquel artefacto. Un rugido

de dolor estremeció cada rincón de la lúgubre celda,

mientras lentamente una carcomida uña comenzó

a desprenderse de la carne, dejando en su lugar un

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Page 35: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

pequeño hueco sanguinolento.

–¡Aahhh, yyy-aaaahhh! ¡Clemencia!, ¡por favor...

eee-aahahh, esta bien, está bien! –imploró desespera-

do. El espanto cubría cada centímetro de su rostro–.

¡Os diré. . . os diré lo que me pedís, señor! S. . . sólo

tened clemencia. . . –tosió ásperamente, y un ligero

chorro de sangre salió de su boca.

El interrogatorio duró toda la noche. La húmeda

sala se encontraba nuevamente a oscuras. La débil

bujía casi se había extinguido, y con ella, la completa

voluntad y resistencia del acusado. Delgados hilos

de sangre recorrían sus entumecidos antebrazos. A

su lado, sobre la paja mugrienta de excrementos y

orines, las tenazas descansaban junto a una pequeña

montaña de uñas partidas.

–Hijo mío –comenzó el inquisidor suavemente. Pa-

recía inmune al hedor que deambulaba intolerable

por la sala, a la severidad del tormento. Estaba satis-

fecho de sus labores, de haber llenado de paz al �n

el corazón de aquel pecador–, he aquí el �n de mi

trabajo. Alegraos puesto que la fraternal tarea de co-

rrección ha terminado. Habéis ayudado con vuestra

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Page 36: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

amable denuncia a la santa causa del tribunal de Dios,

y demostrasteis así a los que os creían la higuera rea-

cia, que por su contumaz esterilidad está condenada

a secarse, cuán equivocados estaban. Relajaos, podéis

estar en paz ahora.

–¿Ss... saldré entonces de este sitio? –se animó

con voz trémula–. Os he contado todo, por favor,

sacadme de aquí, os lo ruego. No permitáis que el

tormento continúe, ya no lo aguanto, os lo suplico,

no lo permitáis –imploró, postrado y con las lágrimas

que iban en aumento, convencido de que su súplica

lo dejaría libre.

Pero el inquisidor había dejado de escuchar. Hizo la

señal de la cruz y se puso de pie lentamente. Se dirigió

hacia la salida, y sólo lo detuvo la imagen de los dos

cuerpos que yacían como puercos sobre sus propias

deposiciones y �uidos; fue un instante fugaz, pero al

contrario de lo que se hubiese creído, pudo descifrar

que aun respiraban bajo estertores caprichosos que

revelaban el afán de vivir una vida, una vida que sólo

le depararía el fuego. Luego de ello, abrió la reja de

metal chirriante, y desapareció en el sinuoso ascenso

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Page 37: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

de las escaleras. Estaba cansado, y tenía un fatigoso

viaje por delante: debía dirigirse hacia Madrid cuanto

antes, en donde informaría sus progresos al Inquisi-

dor General de España, el arzobispo Fernando Valdés

y Salas.

Mientras ascendía por los húmedos escalones, re-

pitió con desaire y para sí el verso que había sido

sepultado hacía unos minutos en los con�nes de sus

pensamientos, pero que ahora parecía re�otar y to-

mar signi�cado. En su rostro se re�ejó el desdén, el

amargo desprecio; recordaba perfectamente en dón-

de había escuchado antes esos versos entonados por

el preso a quien acababa de interrogar: «Sevilla», se

dijo suavemente, y el malestar hizo cuna en su pecho.

Alcanzó al �n el último peldaño. Un largo y opaco

pasillo de piedra se desplegaba delante suyo, cuyos

contornos abovedados se perdían en la penumbra

relampagueante. Atravesó sin remordimientos la pe-

queña abertura ojival, arqueándose al pasar por de-

bajo del dintel. Un candelabro de hierro emitía �nos

trazos de una luz ámbar, cuyos matices y débiles tona-

lidades se difuminaban hasta perderse en la negrura

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Page 38: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

que recorría la larga senda. Lo tomó delicadamente

para alumbrar el camino, mientras repelía de su paso

la oscuridad absoluta.

Antes de alejarse de�nitivamente, logró escuchar

los desesperados gritos de dolor de Ferrán el cillerero

que, como una bruma tenebrosa, comenzaron una

vez más a �otar por el aire malsano de las cárceles

del Santo O�cio.

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Page 39: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

III | SOSPECHAS Y MIEDOSDEL PASADO

FUE UNA NOCHE LARGA. Entre pensamien-

tos y recuerdos, el viejo fraile se mantenía

despierto, agotado luego de no haber po-

dido pegar ojo. Los primeros rayos de luz que se

re�ejaban opacos en la bruma de la mañana sorpren-

dieron su preocupado rostro insomne. Una serie de

imágenes se adueñaron de él, y se instalaron luego de

varios años nuevamente en su memoria. Recuerdos

escalofriantes que creía haber olvidado por completo

inundaron sus pensamientos: veía una vez más los

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

tormentos desgarradores, escuchaba ahora los gri-

tos agónicos, parecía incluso sentir el olor rancio y

amargo de la carne lacerada, quemándose.

Alonso Iturbe, fraile cuya tendencia humanista lo

había hecho en el pasado objeto de sendas persecu-

ciones por parte del Santo Tribunal, había arribado a

aquel apartado y escondido monasterio luego de que

la Sagrada Institución lo culpara de herejía en Sevilla

y le abriera al �n un proceso en donde no solo sus

ideas, sino su vida, se encontraban en peligro. Hacía

ya muchos años que realizaba las tareas de sacristán

en la iglesia de San Salvador de Leyre, lugar que ocu-

pó gracias a la ayuda de viejos amigos y �nalmente

a la intervención del prior del monasterio. Apenas si

había podido escapar del suplicio de Sevilla cruzando

la mitad del territorio español, ocultándose primero

en Logroño y en varios pueblos rurales de la zona

después, antes de atravesar de�nitivamente, como

le habían recomendado, las sierras de Leyre. «Veinte

años», se repetía ahora, y los sucesos en su antigua

abadía volvían a revivir en él las desventuras atenua-

das levemente por el tiempo, esas desgracias nacidas

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

del intelecto, por pensar, por creer que existían otras

formas y caminos, lejos de la ignorancia y supersti-

ción propia de su época, para convertirse en un buen

cristiano. Su herida, apaciguada por el paso de los

años, volvió a abrirse esa noche y se encendió no co-

mo una braza agonizante, sino como una horrorosa

llama que todo lo quemaba.

Ya tocaba la hora prima. El o�cio litúrgico comen-

zaría en pocos minutos, y si bien los pocos monjes

cistercienses que habitaban el monasterio no tenían

por obligación asistir a misa, no tardarían en reunir-

se en la iglesia para celebrar todos juntos aquellas

oraciones al despuntar el alba, como tenían por cos-

tumbre. Tristán, su joven pupilo, aun no llegaba, y

el fraile ya no podía esperarlo, pues la impaciencia

le carcomía las entrañas. Tomó �nalmente la inicia-

tiva y raudo atravesó con decisión el robusto portal

de la iglesia. Durante varios minutos deambuló con

semblante ausente y dubitativo entre aquellas caras

sucias y cenicientas de los pobladores, quienes cami-

naban apáticos realizando sus cotidianos quehaceres.

Sus ojos no paraban de escudriñar en derredor, in-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

quietos, preocupados. Algo no andaba bien, lo sabía.

«¿Acaso puede esto tratarse de una casualidad?», se

preguntaba sin cesar. «¿Cómo puede ser posible?».

En esos pensamientos estaba cuando distinguió por

�n la esbelta silueta que atravesaba con soltura los

caminos grises y embarrados del monasterio. Vestía

una túnica verde, vaporosa, que se alzaba ondulante

con el fuerte viento que soplaba esa mañana. Su ca-

bello de un escandaloso azabache, brillaba recogido

y sujeto delicadamente con una especie de tiara he-

cha de bellas nomeolvides y clavelinas, cuyos colores

intensos contrastaban gravemente con su piel tersa

y nívea. La observaba y le parecía que el tiempo no

la había cambiado en absoluto desde que la conoció

en el bosque, cuando tan solo era una niña pequeña.

Se sintió aliviado al verla, pero no tenía tiempo pa-

ra demostraciones de afecto, no ahora; debía hablar

con ella cuanto antes, aunque no supiera aun cómo

encarar la situación. Todo le resultaba muy confuso

y necesitaba ordenar sus pensamientos y llenar los

casilleros en blanco.

–¡Alonso! –saludó la joven con un sonrisa encanta-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

dora, sacándolo de ese estado de ensueño, de recuer-

do. Los años la habían convertido en una muchacha

esbelta, preciosa.

–¡Helena! Aquí estáis, por Dios –respondió con

voz ahogada, presuroso, haciendo grandes muecas y

gestos con los brazos.

La joven lo miraba divertida.

–¿Qué sucede? –preguntó al acercarse y ver en al

fraile una expresión agitada, un rostro surcado por

la preocupación–. ¿Habéis tenido alguna de vuestras

pesadillas?

–No pequeña, no. Es otra cosa... pero venid, apu-

raos. Ya os contaré qué sucede en privado.

La muchacha se mostraba siempre resuelta y una

sonrisa juvenil y algo impertinente solía decorarle

el rostro. Sin embargo poseía en ciertas ocasiones

una mirada extrañamente profunda y estremecedora,

antigua, como si en sus párpados pesara un desgaste

arrastrado por siglos; una vieja nostalgia que fulgu-

raba en sus ojos tornándolos por momentos demasia-

do maduros y misteriosos. Centelleaban con cierto

magnetismo, como el interior de un aljibe, de donde

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

emana una atracción tortuosa, algo secreto siempre

dispuesto a brillar desde su mismo fondo; algo oscuro

y a la vez fascinante, que a quien sea que la mirara

le hacía sentir una especie de vacío en la cabeza, de

vértigo.

–Rápido –apresuró el viejo fraile–. Creo que no

tenemos demasiado tiempo.

Todo había comenzado dos semanas atrás, ahora lo

veía claro, cuando la madre de la jovencita lo previno,

con cierta ligereza, de que vendrían por ella. Alonso

notó aquella noche el carácter perentorio de sus pala-

bras, y el matiz receloso re�ejado en cada uno de sus

gestos. Debía escapar, le había dicho, para proteger a

su hija y lo instaba a él a cuidarla. Pero a quién acaso

podría importarle la hija de una infeliz desdichada

de aspecto patibulario y andrajoso, pensó en ese mo-

mento. Incluso, según aseguraban algunos monjes,

sus hábitos misteriosos eran prueba de cierta falta

de mesura. Sin embargo ésta le había advertido con

lujo de detalles lo que sucedería y los motivos que la

inducían a asegurar tales absurdos. Claro que sus ar-

gumentos no alcanzaban para que Alonso le creyera,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

y a decir verdad, hasta sintió algo de lástima hacia

ella, ya que por cierto parecía haber perdido el juicio.

Pero a la vez tenía muy presente que esa mujer jamás

hubiese traspasado sus propios límites, adentrándose

en los del monasterio sin una buena razón. Por ello

desde aquel momento no pudo sacarse ese encuentro

de la cabeza. Y ahora, teniendo en cuenta los suce-

sos de la noche anterior y las nuevas que sin saber

Tristán le trajo acerca de la captura de su viejo amigo

Ferrán, el antiguo cillerero del monasterio, todo se

tiñó de negro para el fraile, quien con�rmaba de a po-

co lo que en un principio se había negado a creer. Los

acontecimientos transcurrieron tal cual Mal-alma, co-

mo se la conocía entre los hermanos legos, le había

advertido. «¿Cómo pudo saberlo?». Se estremeció. Es

verdad que conocía a ciertos clérigos que aseguraban

que aquella ermitaña se dedicaba a las artes mágicas

del sortilegio y la adivinación, y que bien se había ga-

nado su nombre, pero eran historias que el viejo fraile

desestimaba por creerlas supersticiosas. Pese a esto,

no pudo evitar preguntarse si acaso serían ciertos los

rumores que se esparcían sobre ella; si acaso. . . «No,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

no pueden ser ciertos», se convenció; recordó ahora

una vez más a Petrarca y a Alighieri, a Paracelso y

a otros sabios de su época, y a los clásicos que tanto

in�uían en él como Platón o Aristóteles: debía haber

una explicación razonable. A la vez se preocupó en

las cosas que pudiera contar Ferrán, de haber sido

atrapado en verdad, a costa de evitar el tormento. Lo

harían hablar, el Santo Tribunal sabía cómo. No creía

sinceramente que todo lo que esa mujer le había con-

�ado llegara a cumplirse en verdad, pero el giro de

los acontecimientos lo preocupaba.

–¿Qué sucede Alonso? De veras que estáis muy

raro hoy –observó la joven mirándolo de reojo. El

viejo fraile notó entonces que su expresión divertida

y adolescente era opacada como en otras ocasiones

por esa otra mirada tan profunda y misteriosa. Sin

duda no parecía tan niña ahora.

–Vamos, deprisa, deprisa –se limitó sin embargo a

contestar.

El viento comenzó a sobrevolar las calles con más

fuerza, haciendo que alguno de entre la chusma de-

sesperara para evitar perder las humildes raciones de

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

alimento que el monasterio les repartía cada mañana.

A un costado de la iglesia unos niños se divertían

jugando al comercio para obtener algún pedazo de

pan a cambio de pequeñas estatuillas de barro de la

Santa patrona del lugar, o de reliquias pertenecientes

al obispo mártir San Babil del siglo XI y hasta a�rma-

ban poseer los fastuosos ropajes que San Eulogio de

Córdoba habría preferido no utilizar en su paso por

Leyre, demostrando ser, como las historias contaban,

un varón muy señalado en el temor de Dios.

Finalmente ingresaron a la vieja iglesia, donde Tris-

tán ya se encontraba ordenando los objetos consagra-

dos para la misa, llenando jofainas de agua bendita y

encendiendo apresuradamente las velas que decora-

ban el pequeño púlpito al costado del altar. Sobresal-

tado volteó al oír el chirriante sonido de los oxidados

goznes. El re�ejo de sus ojos brillosos atravesó el sa-

lón oscuro y solemne. Dejó sus quehaceres por un

momento y se dirigió trémulo hacia la entrada de la

nave, esperando el inevitable regaño de su maestro

por el retraso, pero al llegar donde él, sus mejillas pa-

recieron tomar de golpe un matiz rojizo, mientras sus

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

manos humedecían debajo de los puños apretados.

Un mareo súbito lo ahogó por un momento, y sin

poder evitarlo se perdió, una vez más, en el abismo

negro que formaba el brilloso cabello de la muchacha.

Creía sentir incluso su perfume salvaje, mezcla de pi-

nos y prohibidos ungüentos que en sus catorce años

nunca probó ni probaría jamás. Sus grandes y tiernos

ojos volvieron a parpadear y la expresión idiota de su

rostro desapareció ante el reproche del viejo fraile.

–¡Con que al �n habéis llegado, zagal! Ya veré qué

hacer con vos más tarde; ahora esperad afuera; y avi-

sadme si veis o escucháis algo extraño. Tengo cosas

que hablar con Helena; anda ve –el jovencito agachó

la mirada y se largó de inmediato, sin emitir palabra.

Sin embargo, al pasar al lado de aquella muchacha,

un magnetismo incómodo y misterioso se apoderó

de su voluntad, como ya le había pasado en otras

ocasiones, obligándolo a mirarla de reojo. Su belle-

za era escandalosa. Ella lo observó también, a la vez

inocente e incitante, y antes de que éste atravesara

las puertas le obsequió una fugaz y deliciosa sonrisa.

Luego volteó, y preguntó con calma.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–¿Qué es eso tan importante que tenéis que decir-

me, Alonso? Os estáis comportando muy extraño.

–Anda, decidme primero dónde está vuestra madre.

¿Os ha contado lo que a mí?

–¡Ola!, que no me ha contado nada; además ¿a

qué se debe ese interés tan repentino por mi madre?

–la singular y penetrante mirada que mantenía hasta

ese momento desapareció de súbito. Nuevamente lo

observaba burlona, juvenil.

–Niña, niña –reprochó fastidioso–. Veo que no sa-

béis nada y no tenemos demasiado tiempo. Mucho

me temo que por un tiempo no volveréis a verla –le

informó sin preámbulos, mientras sacaba lo que pa-

recía una pequeña escarcela que mantenía escondida

detrás de un cáliz apoyado en un viejo mueble de

madera.

–¿Pero de qué habláis? Pues que mi madre está en

cruzando Los montes de Areta, camino hacia Aribe. . .

estará ausente unos días.

–Escuchadme. . . –dijo sujetándola de los hom-

bros–. Vuestra madre se ha marchado y sospecho

que no precisamente hacia donde fuera que os haya

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

dicho. Creo que estáis en grave peligro. Disculpadme

que os lo diga de ésta manera pero las circunstancias

lo requieren –luego la soltó y se dirigió presuroso

hacia el armario. Abrió un cajón y del fondo tomó un

pergamino arrugado–. Tomad, debéis dirigiros hacia

allí de inmediato.

La joven lo observó confundida mientras tomaba

el papel a desgano. Si hubiese sabido, hubiera podido

leer “LA POSADA DE SILENO”. En el reverso, y para

su suerte, se detallaba en detalle el camino que debía

seguir.

Alonso ingresó a la sacristía, visiblemente nervioso

y preocupado. Observó a través de las cortinas que

daban hacia la parte lateral de la iglesia.

–En verdad lo siento –continuó desde la ventana–.

Sé que esto os puede resultar un tanto confuso, así

como ridículo para mí; pero haced la voluntad de mi

consejo –el fraile soltó las cortinas y se dirigió hacia

la joven, agitado–. Allí en Pamplona os esperará un

amigo �el que os dará cobijo hasta que todo vuel-

va a la normalidad. Vuestra madre me advirtió, ¡me

lo advirtió!, y yo decidí ignorarla –se reprochó–. Al

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

parecer os están buscando hija mía, y temo que no

es gente agradable. Aun no lo sé con certeza, pero

es mejor que os escondáis por unos días. Por la no-

che mandé ensillar un caballo para que os dirijáis

hacia allí, en donde vuestra madre prometió busca-

ros en unos días –dijo señalando el papel–. Ahora

es indispensable que os apuréis; llegarán de un mo-

mento a otro... –Tristán ingresó cuando el murmullo

diáfano de la mañana daba paso a exclamaciones pro-

venientes de la plazoleta central. Apresurado y con

cierta excitación con�rmó el arribo de una extraña

comitiva.

–Rápido hija, temo que se ha acabado el tiempo –y

dirigió una mirada a�igida hacia su aprendiz–. Tris-

tán, conocéis la cripta; llevadla con vos y escondeos

entre las columnas. No salgáis por nada hasta que yo

mismo os busque ¿Me habéis entendido? –el joven

lo miró alarmado, parecía no poder reaccionar. Su

enorme corazón estaba hecho sólo para servir con

humildad, pero la agitación y urgencia que denun-

ciada el rostro de su maestro lo confundía. Dudó un

instante, contrariado, mientras una sensación de es-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

calofrío comenzaba a recorrer su espalda. Era apenas

un jovencito–. ¿Me habéis entendido? –insistió el

fraile, mientras señalaba la cortina entre las colum-

nas, la cual tapaba el hueco que descendía hasta la

vieja y olvidada cripta de la Iglesia. La poterna estaba

muy bien disimulada; una pared le hacía de fondo

falso, por lo que al correr la cortina, quien la mirara

desde afuera sólo la tendría como parte del muro de

piedra. A la cripta se podía acceder por el costado de

esa pared falsa, por una abertura que con la oscuri-

dad propia del recinto era difícil descifrar. Era, según

creyó, un buen resguardo.

Mientras tanto la joven observó detenidamente a

aquel aprendiz que asintió en silencio. Volvió su vista

al fraile, ceñuda y desconcertada, pero al hacerlo notó

en él, en sus facciones viejas y siempre calmas, un

miedo que la alarmó. Se dejó tomar de la mano por el

muchacho, quien la sujetó trémulo pero con decisión

para dirigirse hacia el escondite. Ante el umbral se

detuvo, contrariada.

–¡Entrad, daos prisa! ¡Con�ad en mí! –los apre-

suró Alonso ya con gestos de impaciencia, mientras

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

observaba a uno y otro lado. Tomó aire, respirando

profundamente. Después de tanto tiempo no podía

aun controlar su miedo. ¿Podía acaso tratarse sólo de

una casualidad? «Esa mujer es sólo una campesina,

pero lo que dijo. . . , no, no puede ser cierto. Fue una

confesión absurda... ¿por qué creer en una cosa tan

descabellada? ¿Por qué no puedo quitarme de la ca-

beza las palabras de alguien que ni siquiera se atiene

a los santos sacramentos, y que más bien se vuelca

a cuentos y propagandas baratas acerca de saberes,

conjuros y libros perdidos? Es sólo una casualidad, sí,

sólo eso». Dejó sin embargo sus pensamientos de la-

do, se persignó con pasión, y acomodándose su vieja

y desgastada túnica salió al encuentro de la comitiva.

Casualidad o no, sus puertas eran golpeadas una vez

más por esos de quien en el pasado habíase evadido

con éxito hacia aquel lugar tan recóndito. No sabía si

realmente buscaban a la joven pero las palabras de

aquella mujer llenaban sus pensamientos. No correría

el riesgo; ocultarla sería lo mejor. Tampoco intentaría

huir, pues no encontraba mérito en ello; tendría una

oportunidad si pasaba inadvertido, si evitaba que lo

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

reconocieran para que todo siguiera su curso, pues

según creía, no existían recuerdos ni rencores capa-

ces de soportar la erosión aplastante de tantos años.

Resopló por segunda vez. Finalmente más tranquilo y

con valor, abrió la puerta. Una solitaria pero potente

ráfaga de luz lo cegó por unos segundos.

El viento soplaba aun con más fuerzas por lo que

cubrió sus ojos con el antebrazo. Sus párpados en-

treabiertos fueron aclimatándose, hasta que logró

enfocar la gruesa y borrosa silueta que se alzaba ante

él. El aviso, temió, había llegado demasiado tarde.

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IV | INTRIGAENLA SANTASEDE

LLAMA A GUEROLAMO DE INMEDIA-

TO HE DICHO! ¡QUE VENGA AHO-

RA ANTE MÍ! –bramó con vehemen-

cia, notoriamente molesto, dirigiéndose hacia su jo-

ven paje desde el fondo de la extensa habitación.

La noche vagaba por toda la amplia sala. Una mor-

tecina luna emitía su tenue y sereno resplandor el

cual alcanzaba sólo para entrever la delgada silueta

que enmarcaba una barba larga e hirsuta. El mucha-

cho volvió a marcharse, cerrando la pesada y lujosa

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

puerta tras de sí.

El anciano permaneció sentado en una enorme si-

lla y la luz de la luna que ingresaba por el ventanal a

su espalda ocultaba en contraste su rostro a�ebrado,

nervioso. Apoyó su codo derecho en el apoyabrazos

y en un movimiento pausado y lento se tomó el men-

tón, pensativo.«Paulo IV», se repetía entre dientes

Gian Pietro Carafa, «aun soy Paulo IV», insistía con

la mandíbula contraída, mientras sus pensamientos

develaban malestar y preocupación. Se encontraba

demasiado viejo; sin embargo, a pesar de ello y de

su estado de salud comprometido, poseía en su mi-

rada la �ereza de un temple con el que años antes

había manejado con denuedo la Congregación del

Santo O�cio de Roma. Desde su estricto punto de

vista, no se estaba procediendo allí de manera que se

viera bene�ciada por ser la capital del cristianismo.

No dejaba de pensar en ello, y aun en aquella oscu-

ra habitación se percibía su profundo descontento.

Las arcas comenzaban a declinar; luego de la denun-

cia del hereje Lutero, el número de interesados en

comprar perdones había disminuido notablemente.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

También había perdido in�uencia en gran parte del

territorio español, en donde el Tribunal del Consejo,

o la Suprema, se empeñaba en desarrollar un poder

su�cientemente grande e independiente como para

representar una amenaza a los intereses ponti�cios.

Sin embargo, a pesar de todo sentía que la situa-

ción podía mejorar: su sobrino, el Cardenal Carlo

Carafa, bien le había advertido acerca de ciertos mer-

caderes germánicos que, seducidos por sus intereses

económicos, habían adherido a las ideas del agustino

Lutero y de ese otro hereje francés de Juan Calvino,

y comenzaban a transportar esas ideas a Flandes y a

los puertos periféricos que, si bien aun permanecían

en poder de la Corona española, como Brujas, Gantes

y Amberes, veían al joven Felipe II cual un extranjero

sin autoridad, en contraposición al cristianísimo ex

emperador Carlos V quien había abdicado reciente-

mente. El Cardenal Carafa le había aconsejado que no

debía desaprovechar esa oportunidad, y que era me-

nester fomentar la discordia existente entre España y

Francia para ver sus ambiciones concretadas. Por su

parte, el pontí�ce sabía muy bien que si brindaba su

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

apoyo a los franceses podría no sólo desterrar para

siempre la autoridad de la Casa de Habsburgo en un

intento apasionado y de�nitivo por expulsar a los

españoles de Italia, sino también debilitar el poder

interno español y tomar el control de esos puntos

estratégicos de comercio alejados de la capital espa-

ñola. Debía manejar la situación delicadamente, sin

precipitarse. Sólo existía un problema, un gran pro-

blema: el Inquisidor General de España, el arzobispo

Fernando Valdés y Salas.

Existía entre ellos una rivalidad acerba y oculta,

que hasta allí habían sabido disimular muy bien bajo

el abrigo de la política. Sentía que cada decisión de

Valdés atentaba contra sus intereses, representándole

por ello un verdadero dolor de cabeza. Hacía tiempo

que el Sumo Inquisidor había dejado de responder

ante Roma para tejer junto a la Suprema el aumento

económico de la institución en España. El pontí�ce

sabía que mientras Valdés se interpusiera, no podría

excomulgar fácil y abiertamente al viejo Carlos o a su

hijo el Regente. Le eran conocidos los deseos del astu-

riano por mantener en su poder la Abadía de Toledo,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

y ser él mismo el usufructuario de la sede más impor-

tante del mundo católico después de Roma, ya que el

viejo y enfermo Juan Martínez Silíceo pronto dejaría

ese puesto vacante. Paulo IV conocía bien el estado

de la economía en España: los brotes disidentes en las

ciudades cercanas al mar del norte que comenzaban

a bogar por su independencia se hacían notar poco a

poco en el tesoro real, al interrumpirse y disminuir

notablemente el comercio de la lana. Por otro lado,

los comuneros habían logrado fastidiar al emperador,

y si bien sus revueltas habían sido sangrientamente

sofocadas hacía ya tiempo, el costo de la guerra in-

testina aun perduraba, lo que también alentaba las

decisiones del Papa. Castilla, único sustento o�cial

del reino, comenzaba a menguar y precipitarse a una

futura e inevitable quiebra. Los españoles necesita-

rían no sólo de las arcas de Sevilla, que aumentaban

conforme el trá�co con el Nuevo Mundo, sino tam-

bién del control de la sede en Toledo para mantener

su economía a �ote, lo sabía.

Y el Sumo Pontí�ce de Roma no era un improvisa-

do.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Junto a su sobrino y a los consejos que éste tan

sabia y astutamente le susurraba, había comenzado

ya la construcción de las telarañas que mantendrían

atrapados a los españoles bajo los aguijones de Ro-

ma. Había recomendado para el puesto de abad de

Toledo a su preferido, el fraile Bartolomé Carranza y

Miranda, quien acérrimo luchador contra los desvíos

de la religión en la siempre herética Inglaterra, se

mostraba devoto a la �delidad del papado, y mante-

nía a la vez excelentes relaciones con el nuevo rey

Felipe II. Sabía que el joven e inexperto descendiente

de los Habsburgo no sería capaz de negarle el puesto

al impetuoso Carranza dada la amistad que los unía

desde hacía tiempo. Sin embargo, había llegado a sus

oídos cierta información inquietante acerca de Ca-

rranza, motivo por el cual se encontraba pensativo,

preocupado y molesto. No podía permitir que esos

datos trascendieran, ya que si Valdés los averiguaba,

si tomaba conocimiento de dicha información, no du-

daría en utilizarla con el �n de sacarlo de carrera y

hacerse de una vez con la sede de Toledo. Paulo IV

sospechaba que algo no marchaba de acuerdo a lo

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planeado y no estaba dispuesto a que un escándalo

le impidiera realizar con efectividad los planes que

había urdido tan minuciosamente. Era hora de actuar

como un líder, sin importarle la minucia de incumplir

con ciertos mandamientos de Dios. Después de todo,

él era su representante en la tierra, ungido para tal

�n, y debía proteger el estado de la iglesia de Cristo

fuerte y lozano. Su odio hacia los españoles lo anima-

ba. Sentía repulsión al verlos, al escucharlos. El Santo

Tribunal español debía por �n comparecer ante Ro-

ma, sumirse nuevamente a su voluntad, y no seguir

realizando sus tareas libremente como si tuviera au-

toridad secular, separada de los caminos y mandatos

del Vaticano. Su sobrino tenía razón, la tenía. . . era

imprescindible para sus planes, si deseaba recuperar

los bene�cios y el control sobre la economía de la ins-

titución en España, evitar que el asturiano tomara el

poder de Toledo. Por otra parte, sabía que Carlo había

logrado persuadir a ciertas autoridades eclesiásticas

francesas para sabotear por todos los medios el poder

interno castellano mediante una serie de medidas a

destajo. Por esto, y a pesar de sentir que la oportuni-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

dad estaba dada, el Papa, en un nuevo arrebato de ira,

tronó rabioso– ¡Llama a Guerolamo, he dicho! –pero

el asustado paje ya se había marchado a cumplir con

la orden nuevamente.

Se había visto forzado a regresar antes de tiempo

al Vaticano de su viaje a las tierras de Metz, en dónde

también por intermedio de su sobrino, mantenía una

secreta entrevista con el tan gentilhombre y nobilísi-

mo Duque de Guisa y el mismísimo Rey de Francia

Enrique II. Allí se le informó que, a sabiendas de su

ausencia, la delegación proveniente de Madrid que

esperaba para los días posteriores había arribado a

Roma para reunírsele. Eso le resultó sospechoso: era

un hombre versado en las intrigas palaciegas y el

hecho de que el delegado español llegara antes de lo

previsto y utilizando el viejo camino de las postas no

dejó de extrañarle. Recurrió por eso al anciano monje.

Sabía que si alguien conocía los rumores y secretos

del Vaticano, ese era el viejo benedictino, hombre que

a la vez, había realizado algunos encargos útiles para

su joven sobrino a quien se unía con estrecha relación.

En cuestión de minutos oyó el golpeteo pausado de

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

los zapatos contra el suelo a través de la puerta. Dos

golpes trémulos anunciaron la presencia del monje

encargado de la biblioteca y los estamentos legales

de Roma, el nonagenario Guerolamo Benforte.

–Adelante –indicó Carafa, ansioso.

Enseguida ingresó a la gran habitación su paje

acompañado de un hombre encorvado, con aire con-

fuso. Era incluso mayor que el pontí�ce, pero desem-

peñaba las funciones correspondientes a la de biblio-

tecario y hasta notario del mundo cristiano de manera

certera. A pesar de su aspecto desgarbado e impreciso,

había un brillo extraño que acentuaba sus enormes

ojos saltones, un fulgor que deambulaba intermiten-

te en su mirada astuta de zorro. Parecía captar cada

uno de los movimientos que se desarrollaban a su

alrededor, oír cada susurro, interpretar cada gesto.

El trémulo ayudante lo tomó de las blancas y frías

manos y lo ayudó a ingresar a las estancias.

–Guerolamo, pasad por favor, y no demoréis en

sentaros –se apuró Carafa, nervioso, mientras se acer-

caba hacia al viejo, e impaciente le indicaba con un

brazo la silla preparada para él. Éste, con paso len-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

to pero seguro y semblante extraviado, se encaminó

cansinamente hacia allí para hacer la voluntad del

Sumo Pontí�ce y reposar su cuerpo decrépito.

–Su Santidad –comenzó, fatigado luego de carras-

pear largo rato–. Veo que me estabais buscando con

denuedo –tosió ásperamente–. Vuestro paje casi me

levanta en andas para traerme más deprisa. ¿Qué

es eso tan importante que tenéis que hablar conmi-

go? Oportuno sería recordar las escrituras cuando

dicen que en el mucho hablar no faltará el pecado

–reprochó.

–Sabréis disculpar el arrebato del muchacho, pero

existen asuntos que no pueden esperar, Guerolamo

–respondió huraño. El porte �aco y viejo del Sumo

Pontí�ce lo hacían verse endeble, pero era un hombre

muy agudo. Su tono al hablar, decidido, era su arma

más preciada. Sin embargo sus ojos grises y fríos, aun-

que ciertamente capaces de clavarse en alguien sin

revelar sentimiento alguno, despedían ahora destellos

ambiguos, pues a menudo era presa de exabruptos

que le eran imposible controlar, expresando visible-

mente sus pasiones irascibles.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Mmm...ejem. Qué asuntos serán esos, su Santidad,

que sacan a los viejos como yo de sus pobres claustros

a horas aciagas, me pregunto humildemente –repro-

chó con seriedad, mientras elevaba las palmas de las

manos hacia el cielo, en señal de devoción–. Como

el delegado de Dios, bien sabéis que no es bueno in-

terrumpir a un alma vieja como yo en sus devotas

oraciones –indicó ofuscado.

–Lo sé. Sin embargo temo que no entiendo com-

pletamente cuando habláis de oraciones en vuestro

humilde claustro –observó ahora con malignidad–.

Digo, mi ayudante fue anteriormente en vuestra bus-

ca y no fueron oraciones las que escuchó escandaliza-

do a través de la puerta. Creyó que eran, cómo decirlo,

otro tipo de exclamaciones... en �n –concluyó con el

ceño fruncido y un movimiento leve de su mano. Eran

conocidos los apetitos del lujurioso Guerolamo; se

rumoreaba que su avanzada edad no había alcanzado

para mitigar tales deseos de la carne. Al parecer, las

noches entre los viejos tomos le resultaban solitarias,

demasiado frías. Detrás de su rostro apergaminado

y siempre ceniciento, parecía obrar un alma lúbrica

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

y pecadora. Sus placeres innobles �otaban como su-

surros en el aire impenitente del vaticano, pero la

per�dia y corrupción que envolvía cada rincón de Ro-

ma lo toleraba mansamente. Sin embargo no lo había

mandado a llamar para reprenderlo, pues necesitaba

de su ayuda.

–¡Oh!, ejemmm. . . vuestro lacayo ignora tal vez las

palabras del Libro... ¿acaso no fue el apóstol Mateo

quien sabiamente escribe que el espíritu a la verdad

esta dispuesto, pero la carne es débil? –se preguntó

en vos alta, distraído.

Sin embargo el viejo Guerolamo no era estúpido

ni mucho menos necio; estaba al tanto de los proce-

dimientos de Gian Pietro Carafa antes de ser ungido

como Santo Padre, de sus meticulosas consultas y de

sus habilidades para obtener lo que deseaba cuando

lo deseaba. Mantener con él una relación trabada era

el último de sus deseos. Además estaba ese otro que

lo protegía. . . ese del que todo el mundo se cuidaba.

El viejo tosió, incómodo, antes de continuar.

–Ejemmmm. . . pero dejemos humildemente de lado

la indigna y tediosa tarea de hablar de mí. . . decidme

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

mejor qué puedo hacer por Vuestra Eminencia.

–Sois el encargado de uno de los lugares más im-

portante del Vaticano desde hace mucho tiempo, Gue-

rolamo, y por tal, vuestras prestaciones serán bien

tenidas en cuenta –hablaba apresurado, nervioso. Pa-

recía querer abordar por completo al astuto monje–.

Como os daréis cuenta no tardaré demasiado en par-

tir a los brazos de Dios y me pregunto si seguiréis

siendo tan leal como hasta ahora con el próximo que

tenga en sus manos la pesada carga de la conduc-

ción. Mi sobrino Carlo me ha recomendado vuestros

inestimables servicios. . .

–Oh, por supuesto, Su Santidad, por supuesto.

Ejemm. . . tal y como san Benito rezó, el primer paso

hacia la humildad es la obediencia indiscutible.

–Ya lo imaginaba, Guerolamo. Entiendo entonces

que todo cuanto pase por vuestros oídos será utilizado

a favor y para gloria de nuestra santa madre Iglesia,

¿no es así?

–Oh sí, sin lugar a dudas –aceptó el anciano con

aire fatigado, desentendido. Parecía acostumbrado a

esos tipos de cumplidos y juramentos.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Bien. Podréis decirme entonces algo acerca de la

visita de la delegación española que llegó hace dos no-

ches a Roma, ¿no es cierto? –un suave viento se paseó

por la habitación, mientras las lejanas y débiles luces

de un candelabro relampaguearon, intermitentes. El

viejo Guerolamo se sobresaltó.

–Veo que Su Eminencia está bien informado –co-

mentó intranquilo, mientras observaba con descon-

�anza en derredor–. Bueno, ejemmm, sé que algunos

cardenales sostuvieron en persona una entrevista con

el delegado proveniente de Madrid en la madrugada

de ayer –los ojos del Papa se abrieron furiosos, e in-

cluso en la oscuridad el monje pudo notarlo–. Sólo

os puedo confesar que fue una reunión muy discreta.

Hasta donde sé era objetivo de la comitiva concre-

tar la reunión pactada con vuestra Santidad, como

bien sabe, pero su permanencia en, el exterior, ha

malogrado dicho encuentro....

–Eso es lo que no deja de preocuparme –interrum-

pió–. Deseo que me ayudéis a armar un rompecabe-

zas. Sólo tenéis que decirme de qué se habló allí. Si

sabéis algo que yo no, sería sabio que me lo confíes

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–concluyó tajante.

–¡Oh!, ejemmm, nada hay que yo sepa –se apresuró

el viejo monje. Había cierto recelo que se re�ejaba en

sus ojos grandes y esquivos, y que parecían advertir

al Sumo Pontí�ce que no soltaría su lengua simoníaca

a menos de obtener algún provecho. Hizo una pausa

y miró hacia ambos lados lentamente–. Como he

advertido a Su Eminencia, algunos de los cardenales

creyeron prudente concertar una entrevista. Tal vez

si acudís a ellos os lo dirán.

–¡No, no puedo hacerlo! Debéis haber escucha-

do algo, Guerolamo, haced memoria –insistió febril,

mientras su mandíbula se tensionaba.

–Se escuchan muchas cosas en estos tiempos, pero

es difícil saber si la verdad está entre ellas.

–¡La respuesta de un político! –reprochó impacien-

te–. Parece que sacaros información es difícil como

abrir una puerta atrancada con arti�cios mágicos –el

semblante del sumo pontí�ce se ensombreció aun

más. Sus ojos parecían chispear–. Déjame recordaros

Guerolamo, que la puerta que no se abre con cerradu-

ra alguna puede ser quebrantada por el calor de la fe,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ya que siempre detrás de ellas rezuman, execrables,

las pér�das herejías –�nalizó con tono amenazan-

te–. Decidme pues qué cosas, por insigni�cantes que

sean, fueron las que escuchasteis decir de esa reunión.

Yo determinaré cuáles son importantes y verdaderas,

y cuáles no –insistió dejando entrever en cada una

de sus palabras un matiz tenebroso que comenzó a

inquietar al anciano monje. Sin embargo el viejo pare-

cía resistirse, aunque su rostro comenzaba ya a tomar

un matiz temeroso. Sabía que era una maniobra peli-

grosa enfrentar con tal atrevimiento a aquel Vicario

de Cristo.

–Me es fácil entender cómo fue que mantuvisteis

vuestro puesto por tanto tiempo –retomó con cinis-

mo el Pontí�ce, al obtener el silencio como respuesta.

La luna a su espalda describía �namente el contorno

exacto de su persona, mientras que su rostro perma-

necía nervioso en las más oscuras tinieblas.

Guerolamo se encontraba inquieto. Comenzó a sen-

tir incluso que alguien lo observaba desde la penum-

bra ilimitada de la enorme habitación. «¿Acaso eso

estaría allí?», se preguntó. Sus grandes ojos escru-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

taban la oscuridad con insistencia, ya que el débil

re�ejo de los candelabros no alcanzaba para siquiera

vislumbrar los rincones de aquel basto salón.

–Seré un poco más claro con vos –continuó Gian

Pietro Carafa–. Mis informantes me han comenta-

do algo llamativo. Como sabréis, la sede de Toledo

siempre tan provechosa y fructífera pronto quedará

vacante. Ese puesto debe ser ocupado por el fraile

Bartolomé de Carranza y Miranda, quien nos ofrece

tan devotamente su lealtad –Guerolamo escuchaba

intranquilo, mientras sus ojos no paraban de investi-

gar en las sombras–. Por lo tanto –continuó al Papa

alzando la voz– y entendiendo que es hora de tomar

partido, nuestro buen fraile negro, como lo han apo-

dado los ingleses, ha decidido otorgar su apoyo a la

causa de la santidad romana, con prudencia, dada su

amistad con Felipe II. Ahora bien, Guerolamo; por

un lado me han llegado noticias de que Carranza ha

tenido en el pasado algún contacto inconveniente con

ciertas ideas heréticas, o cuando mucho con personas

que fueron condenadas por practicarlas, lo cual hace

peligrar mis planes, que son los del Altísimo, ya que

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el inquisidor general español ansía para sí –«para

España», pensó–, el poder de la renombrada sede

y no vacilará un instante en denunciar a mi prefe-

rido de conocerse dicha información. Eso, digamos,

provocaría un escándalo, por tanto debe evitarse.

–Mmmm...ejemmm, curioso –dijo volviendo la vis-

ta hacia el Sumo Pontí�ce. Pareció muy interesado

en los secretos españoles–. Sin embargo según sé,

Carranza cuenta aun con el favor de Felipe, por lo

que no creo que Valdés, si es que algo sabe, se atre-

va a acusarlo de herejía sin una prueba convincente

–acotó sagaz, recuperando la calma lentamente.

–Bien, veo que me seguís, buen Guerolamo. Os he

contado lo que por un lado mis buenos informantes

han investigado. Por otro sin embargo, he sabido que

Valdés, con la autorización y el apoyo de ese viejo

loco de Carlos I, está recorriendo toda la península

en persecución de hechiceras según dicen –el pontí-

�ce realizó una mueca de desprecio–. ¡Es obvio que

sólo utiliza ese ardid para obtener a ojos del pueblo

el beneplácito de Roma y evitar así la vergüenza de

su Excomunión! Pero hay algo que no alcanzo a en-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

tender en ese nuevo movimiento del inquisidor.

–Disculpe Su Santidad a un pobre viejo... ejemmm,

pero ¿os referís tal vez a que la caza ha comenzado

por el norte, por los señoríos de Navarra, en lugar de

las zonas lindantes a los países bajos o las zonas de

Cataluña donde los herejes se pasean a sus anchas?

–inquirió hábil el viejo, sorprendentemente al tanto

de todos los movimientos de la corte española.

–Exacto. Por un lado, Flandes y las zonas portua-

rias más importantes, como Amberes, se encuentran

a merced de las herejías luterana y calvinista; por

otro, las zonas aragonesas lindantes a los territorios

normandos bullen en un nuevo brote de pensamien-

tos heréticos, y Valdés decide empezar su persecución

no por tierras catalanas sino por los países vascos

del norte, llenos de campesinos pobres e ignorantes

y chusma supersticiosa. ¿Por qué?, me pregunto.

–Oohh... veo que vuestro rompecabezas no carece

de tantas piezas.

–¿Qué pensáis al respecto, Guerolamo?

–Bueno, bueno... es tan incierto lo que un servidor

tan humilde como yo pueda pensar. . . Podríamos su-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

poner que ha descubierto algo, o que sospecha de la

alianza, que según se comenta, se tejió entre Francia

y vuestra Eminencia, para que aquellos os ayuden a

despojar por �n Italia del opresivo poder del imperio

de los Austrias... ejemmm, o supongamos que tal vez

tiene datos acerca de algún complot alentado para

facilitar el ingreso de herejes franceses a través de

los límites occidentales que limitan con las tierras

navarras. Mmm, quién sabe, podríamos suponer tam-

bién que alguien lo alertó de todo, o tal vez. . . tal vez

ninguna de nuestras suposiciones sean las correc-

tas –observó abriendo sus enormes ojos, aludiendo

orgullosamente que estaba al tanto de las últimas

decisiones del Papa, quien lo observó sorprendido.

–Eso mismo sospecho yo –masculló frunciendo los

labios–. Dudo si es sólo el haberse enterado de una

alianza o una conjura en su contra lo que movilizó

a Valdés –respondió secamente, ignorando adrede

el comentario del astuto anciano, pero inquieto y

molesto por el conocimiento que éste demostraba

tener también respecto a sus propios y ambiciosos

planes.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Mmm... y cuál es la sospecha de Su Santidad, me

pregunto humildemente.

–Es pronto aun para dispensar juicio –sostuvo cor-

tante, mientras se tomaba el mentón con su temblo-

rosa mano derecha–. Por eso mismo os he mandado

a llamar. Tal vez queráis decirme algo que ignoro,

y ayudar así al futuro de la Santa Iglesia de Roma.

Mi sobrino Carlo, que bien sabéis se encuentra como

nuncio en Francia, me ha puesto al tanto de vuestras

habilidades para obtener datos precisos –hizo una pe-

queña pausa, y alzando las cejas continuó–. Ocurren

muchas cosas desgraciadas en estos tiempos, y la sos-

pecha de herejía, también lo sabéis, puede recaer en

cualquiera, tanto en quien la comete como en quien

la encubre y no está dispuesto a colaborar. Sería un

error me temo, no trabajar juntos en esto.

Amén su débil resistencia, Guerolamo no era tonto.

Las palabras y el énfasis por momentos lunático de

aquel hombre lo atemorizaban. No seguiría jugando

al gato y al ratón, no ahora que sospechaba que él era

el ratón. Los rumores que corrían acerca del extraño

sobrino del Pontí�ce no eran para tomarlos a la ligera,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

lo sabía. Miró una vez más hacia ambos lados, como

cuidándose de no ser escuchado.

–¡Oohh!, ahora que lo insinúa tal vez recuerde al-

go más. . . sí, ejemm, tal vez –susurró �nalmente el

anciano–. Valdés es un hombre astuto, incluso dema-

siado para su condición de español –se detuvo unos

segundos, tosió con fuertes estertores y continuó–.

Es seguro que conoce la traición que Carranza podría

engendrar, y también la actitud de Su Santidad con

respecto a los franceses, a quienes alentáis a través

de vuestro eminísimo sobrino para que sus herejes

sean liberados traspasando la frontera, según se dice,

claro. Pero creo estar en condiciones de suponer que

es otra cosa lo que lo ha movido hacia el norte.

–¿Por qué estáis tan seguro?

–Bueno... esa sí que es una información valiosa, Su

Reverencia. Sabe Dios que no es virtuoso incurrir en

el pecado del orgullo ni la ambición, pero ese tipo

de información, bueno, ejemm, vuestra Excelencia,

tiene su santo precio.

–¡Condenación! Decidme sin más cuál es el precio

de esa información, Guerolamo –accedió con claros

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

gestos de impaciencia, mientras su respiración se

aceleraba ante aquella impunidad tan descarada que

mostraba el monje.

–Oh, no... ninguno que el Sumo Pontí�ce no pueda

cumplir, por supuesto. Sólo es una minucia, si me

entiende. Tal vez, un anciano como yo, siempre �el

a la cristiandad, podría después de todo mantener

un puesto honorable para terminar sus devotos días.

Ejem, un puesto otorgado bajo el manto y la gracia de

la propia e indiscutible elección papal. El de Camar-

lengo por ejemplo, ya que necesita allí a una persona

devota y �el, que lo apoye denodadamente.

–¡Pero ya existe un camarlengo, alma de Caín!

Sabéis muy bien que es un cargo vitalicio y que no

pertenecéis a la más alta curia como para reclamarlo.

No sois un Cardenal ordenado.

–Oh, claro, claro, minucias –repitió con las palmas

hacia el cielo–. Pero los designios del Altísimo son

inescrutables... y aunque no sea yo el que arroje som-

bras de muerte sobre hombres beneméritos como su

actual preferido, tal vez vuestra Eminencia podría, có-

mo decirlo, apurar misericordiosamente su ascenso al

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

reino celeste. De esta forma podría yo oportunamente

ocupar su vacante. Se rumorea que Su Santidad po-

see ahora los medios adecuados –concluyó mientras

observaba una vez más a uno y otro lado, indagando

en la profunda oscuridad.

–Comprendo –interrumpió Gian Pietro Carafa,

asintiendo lentamente. Guerolamo sabía lo que que-

ría y cómo conseguirlo. Movía sus �chas en el table-

ro hábilmente–. Creo que nos estamos entendiendo,

Guerolamo. Entonces, que así sea –accedió ofuscado,

entrecerrando los ojos. Y en verdad comprendía a

la perfección la naturaleza de hombres como aquel

anciano. Deseaba por el momento mantener a esa

mente ágil y astuta de su lado–. Muy pronto seréis mi

preferido. Convertiros en Cardenal no será sencillo,

pero podré hacerlo... lo he hecho antes. Luego será

más fácil nombraros camarlengo; nadie os desplazará

de esas funciones, os daré por empeño mi palabra.

Ahora decidme todo lo que suponéis: por qué estáis

tan seguro de que Valdés sospecha la traición de Ca-

rranza y sabe de mi relación con Enrique II. Qué fue

lo que lo ha movido hacia el norte. Con�adme vues-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

tras suposiciones, pero hablad directo y claro de una

vez –concluyó perdiendo ya la paciencia.

–La anticipada visita española tuvo un �n –sostu-

vo sin rodeos–. Se dice que Valdés desea posponer

el nombramiento del sucesor del arzobispo Silíceo

a como dé lugar, y hará todo lo que esté a su alcan-

ce para lograrlo. Ha argumentado que el viejo rey

mantiene un gravísimo estado de salud, y que toda

la atención del reino se encuentra volcada hacia ese

menester. Podría asegurar que Valdés sabe que Su

Santidad no otorgaría tal dispensa, y fue por esto,

según comprobé, que envió la comitiva no sólo antes

de tiempo sino por caminos ya ignotos para despis-

tar a vuestros informantes e intentar convencer y

poner de su lado, ¡mediante la simonía!, a ciertos car-

denales aprovechando vuestro viaje –el viejo tosió

fuertemente hasta el punto de ahogarse con su pro-

pia �ema. Carraspeó por unos segundos y prosiguió

con aire sopesado–. Logré, antes de que se marchen a

sus estancias a esperar la reunión con Su Eminencia,

escuchar algo interesante. El más viejo del colegiado,

el cardenal Bernardo del Carpio, haciendo uso y gala

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

de su nombre y en una hábil maniobra para satisfacer

intereses mezquinos y egoístas, se reunió en vues-

tra ausencia con el delegado castellano. Al parecer

Valdés �nalmente ha conseguido en su aventura al

norte la manera segura de mantener Toledo a su dis-

posición. Ha localizado, como dicen los españoles,

su, Dios me perdone, chivo expiatorio. Simplemente

desea tiempo. Y consiguió seducir al simoníaco car-

denal Del Carpio quien, ejem, ejem, me temo en este

momento estará tratando de volcar a la mayoría en

contra de Vuestra eminísima Santidad.

–Del Carpio... –susurró entre dientes, rabioso,

mientras mantenía los puños apretados–. Así que de-

�nitivamente Valdés lo sabe. . . ¡De cualquier manera

carece de pruebas que vinculen a Roma con Enrique

II, y mucho menos con los herejes de la frontera fran-

cesa! –sostuvo en un exabrupto–. Después de todo,

esas fronteras nunca estuvieron bien custodiadas por

la Corona. Sin embargo lo otro me intriga bastante.

Según tenéis por seguro, ha logrado descubrir algo

más, algo que yo aun ignoro.

–Aahh, así es; sin duda sabe muy bien de la po-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

sibilidad de que Carranza sea nombrado arzobispo

de Toledo, y a pesar de esto traicione su sangre y

otorgue su �delidad a Roma. Su Santidad adivinará

por ello que también conoce, de alguna manera, las

relaciones que mantuvo con esas ideas erróneas años

antes, y no es difícil suponer que esté tras la prueba

que vincule a Carranza con ellas... podemos dar por

hecho que ha encontrado algo o a alguien que dé tes-

timonio de tan abominable e inconveniente noticia, y

debe Su Eminencia tener por cierto que utilizará este

tiempo para convencer con ayuda del viejo rey, por

un lado, al inepto Felipe acerca de vuestros planes,

y por otro inducir a algunos de nuestros cardenales

como lo ha hecho, mediante la abominable simonía, a

caer en los abismos del averno –el anciano tosió una

vez más, mientras la �ema gorjeaba en su garganta–.

Ejemm, debo advertiros que el cardenal Del Carpio

ha asegurado, empeñando su pér�do honor, que hará

que Su Santidad otorgue un plazo prudente para el

nombramiento a como dé lugar. Se le ha escuchado

decir que desea acabar con la enemistad entre los

reinos, alegando el hipócrita, que lo hace por el bien

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

de la Santa Madre Iglesia. Pero yo sé que desea más

que nada, casi con lujuria ocupar él mismo el puesto

en el trono del apóstol Pedro, y espera que la fuerte

decisión de España y sus in�uencias políticas y mili-

tares lo favorezca en el próximo cónclave, cuando Su

Santidad... bueno, no hace falta decir más –el nona-

genario monje juntó las manos, entrecruzó los dedos

y con actitud devota y tono desinteresado continuó–.

¡Oohh!, a veces me pregunto cuánto más tardará Dios

en tomar de los brazos a todos los que intrigan en

contra de sus planes divinos. Dadas las actitudes del

cardenal Del Carpio, es claro que contraria los de-

seos del Altísimo, dejando en evidencia su conducta

simoníaca, y por tanto hereje y diabólica –�nalizó

agobiado por el énfasis de sus propias palabras.

Pasaron varios segundos en un silencio absoluto.

El fatigado monje parecía ciertamente complacido de

su gestión. El nerviosismo que lo hubo ganado en los

primeros instantes de la reunión fue opacándose len-

tamente y dio paso a su carácter resoluto. Daban en

ese momento las campanas de la Capilla, que anun-

ciaban a completas, y nada indeciso se atrevió con

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

audacia a dirigirle la palabra a un Carafa furioso y

absorto en sus pensamientos.

–Decidme, Su Santidad –se animó por �n alenta-

do por el lejano resonar–. Por pura curiosidad, ¿por

qué os interesa tanto Toledo, cuando podéis remiti-

ros y con�ar vuestro interés todo a Francia, y tomar

Flandes, Gantes o Amberes? Con la ayuda del rey

francés es seguro que el reino de Nápoles, e incluso el

Milanesado quedarían inmersos bajo el manto Papal.

Después de todo, esas son ciudades ricas que también

se encuentran bajo la opresión herética, y la periferia

al reino de Castilla hará más fácil la conquista. Ade-

más –continuó sugerente– tened por seguro que os

puedo ayudar aquí en el vaticano, sí, pero temo no

poder llegar tan lejos como para saber con certeza

cuáles son los verdaderos planes del artero Valdés. En

todo caso, opino, tal vez deberíais mejorar la calidad

de vuestros informantes allá en España –concluyó

insinuante, mientras escrutaba una vez más la oscu-

ridad a su alrededor.

El Papa lo observó detenidamente y una sonrisa

febril enmarcó sus labios.

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Page 84: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Sois en verdad un viejo muy astuto, más a pesar

de eso no habéis alcanzado aun la sabiduría. Roma

debe controlar Toledo cueste lo que cueste y no de-

jarla caer en las manos de Valdés. Espero entiendas

que no discutiré eso con vos. Por otro lado, creo que

tenéis razón acerca de mis informantes. Debo sope-

sar vuestro consejo, pues son pocos en los que puedo

con�ar –indicó pensativo–. Os agradezco ahora los

servicios que tan amablemente me habéis prestado,

leal Guerolamo; continuad pues con vuestros queha-

ceres –concluyó mientras se levantaba de la silla y

tomaba de los brazos al viejo monje. Con una seña

llamó a su joven paje y le exhortó a que acompañe al

anciano hacia su recámara nuevamente. Una vez que

se hubieron marchado, el Santo Padre volvió a tomar

asiento.

–Ya podéis salir Vesalio –dijo.

Desde los con�nes de la habitación se abrió paso

a través de la pesada oscuridad una silueta extraña,

casi imperceptible, cuyo contorno se iba delimitan-

do tenuemente conforme avanzaba hacia la silla en

donde lo esperaba el Sumo Pontí�ce. Era de corta es-

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Page 85: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

tatura pero de hombros anchos y fuertes. Una barba

mal afeitada cubría su rostro de pesadilla, en donde

los únicos claros eran producidos por los surcos que

dejaron las horribles cicatrices, marcas indelebles de

una vida tortuosa. Su andar era ligero y ágil como el

de un felino, de pasos cortos y silenciosos, parecía

caminar sin tocar siquiera el piso. Su presencia, que

había permanecido velada en la penumbra de la sala,

se aprestaba ahora cual tenebrosa gárgola al costado

del sumo pontí�ce.

–Vesalio, viejo amigo –dijo con calma, pensativo–.

Os dirigiréis sin demora hacia España. Necesito in-

formación y sólo en vos depositaré esta misión por

completo. Debéis descubrir cuáles son exactamente

los planes del inquisidor Valdés y traerme esos da-

tos cuanto antes. No intervengáis, a menos que sea

preciso, pues sentiría mucho que os acaeciese alguna

desgracia. Antes bien, averiguad qué fue realmente

lo que hizo que Valdés se moviera hacia los seño-

ríos de norte. Nadie, Vesalio, nadie puede interferir

y exponer a Carranza. Aun estamos a tiempo. Yo me

encargaré de informarle a mi buen sobrino cuáles fue-

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Page 86: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ron vuestras urgencias; no os demoréis; me reuniré

con la comitiva y una vez partan, le daréis alcance

sin perderle pisada, vayan por donde vayan. Síguelos

de cerca, leal amigo, y traedme esa información que

ahora os solicito.

Una voz tenebrosa y sibilante se dejó oír debajo de

una capucha negra como el pecado.

–Será –siseó con su voz infame, mientras comen-

zaba a alejarse.

–Vesalio –llamó el vicario de Cristo una vez más–.

Habéis escuchado bien al viejo bibliotecario. Parece

que ese bastardo de Del Carpio tiene aspiraciones

demasiado grandes, pues su audacia y malicia no

tienen límites. Es hora de que demos un pequeño

escarmiento a nuestro simoníaco cardenal, ¿estáis de

acuerdo? –

Vesalio mantuvose imperturbable, pero una �na y

débil sonrisa se dibujó desde dentro de la ilimitada

penumbra que anochecía sus facciones.

–¿Y Ascanio? –siseó suavemente.

–Aunque Guerolamo haya sido claro respecto al

camarlengo, no podemos deshacernos así de fácil de

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Page 87: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Guido Ascanio. Después de todo es un Sforza y su

apellido no es fácil de roer. Encargaos de esto prime-

ro, ya habrá tiempo cuando regreséis. . . –concluyó

pensativo.

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Page 88: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

V | UNA VISITA. . . INESPE-RADA?

LA COMITIVA ESTABA CONFORMADA POR

TRES CARRUAJES. Su escolta, un reducido

pero avezado grupo de infantería �eles al

nuevo monarca Felipe II, era comandada por un cor-

pulento y temido ex Alférez de los tercios de nombre

Martín Fernández de Álzaga, a quien algunos apoda-

ban La Roca. Una cicatriz horrenda provocada por el

�lo de un hacha atravesaba su rostro vetusto de lado

a lado, haciendo que sus labios parecieran fruncidos

y su nariz siempre arrugada, con ademán fastidioso.

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Page 89: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Cabalgaba erguido en un negro semental, con una

a�lada tizona en mano y dos pistolas ceñidas a la

cintura. Cinco alabarderos a cada lado y un sargento

de armas cubrían los �ancos. A retaguardia, veinte

piqueros de porte soberbio, caminaban con el pecho

erguido mientras sus largas armas se posaban tran-

quilas sobre sus hombros.

–¡ABRID PASO! –bramaba el gigante desde arriba

de aquel brioso semental tan imponente como él–.

¡Abrid paso he dicho, hideputas! –su mirada gélida se

clavaba en los rostros sucios de la chusma con desdén

y soberbia. Mediante un gesto indicó el alto a su gru-

po, quienes al unísono se detuvieron delante mismo

de los tres magní�cos ábsides y la torre cuadrangular

del monasterio, justo al lado del atrio de la iglesia.

La marcialidad de la comitiva acentuábase aun más

dado el temor que parecían sentir hacia su propio

jefe, ya que muchos de los que marchaban junto a

él conocían su beligerancia y la brutalidad con que

correspondía a la indisciplina.

Un primer carruaje se revelaba modesto, aunque

de gran dimensión. El segundo, si bien más pequeño

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

no era menos impresionante, pues digno de un alto

rango eclesiástico, resultaba majestuoso. Del primero

comenzaron entonces a descender lentamente una

decena de personas entre familiares de la inquisición,

clérigos seculares, escribas y notarios, mientras que

en el otro aun no se producían movimientos. Detrás

de estos dos, se cernía débil un tercer vehículo. Era

una carreta endeble, en donde encadenadas de pies

y manos, varias personas mostraban sus rostros a�i-

gidos y condenados. Eran tres mujeres y un hombre

muy viejo, quien observaba miserablemente en lon-

tananza con sus ojos nublados y perdidos, ciegos.

Alonso, quien se encontraba ya en la puerta de la

iglesia, pudo descifrar una quinta �gura que se cernía

en el fondo de esa última carreta. Parecía una persona

más. Agudizó la vista y comprendió que se trataba de

una e�gie tallada en madera de tamaño natural. Con-

tinuó observando atónito el espectáculo, percatado

en especial de la crueldad con que esa gente era trata-

da. Dos de las mujeres eran niñas que no superaban

los quince inviernos. La tercera era una mujer mayor,

de unos cuarenta años aproximadamente, notándose

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Page 91: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

en ella los rigores inconfundibles de los elementos.

Las tres poseían un aspecto andrajoso y sus cabellos

hirsutos y despeinados les daban un aire salvaje.

–¿Os espantáis, viejo? –preguntó de pronto una

atronadora voz sacando al fraile de sus cavilaciones–.

Despreocupaos, que no son sino brujos. A aquellas

–continuó señalando con su cuadrada mandíbula– se

las cazó aclamando por la lluvia mientras meaban

en los cultivos ya podridos por el agua. Veremos si

en verdad dominan el agua a su antojo cuando las

llamas de la hoguera las rodeen –concluyó el gigante

con una sonrisa maligna y altanera.

El fraile se estremeció ante aquel comentario lleno

de desprecio, y limitóse a indignarse en silencio. Le

llamó la atención sin embargo, la cruz y el medallón

carmesí que el hombre traía colgado consigo. No pu-

do observarlo bien, parecía un monograma. Por un

instante creyó que lo había visto antes.

De la carreta majestuosa asomó de pronto una si-

lueta. Un hombre bajo y de vientre abultado y ancho,

vestido a la manera de los dominicos, posó al �n su

pie en el barro de la calle. Su capa negra, larga has-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ta los tobillos, ocultaba casi por completo el hábito

blanco propio de la Orden, que se encontraba des-

gastado y sucio. Una sonrisa maliciosa que asustaba

le surcaba el rostro altivo y virulento, sonrisa que

Alonso pudo distinguir mientras aquel se acercaba

lentamente. Era calvo y a pesar de la distancia, el

fraile vio en él a una �gura familiar. El monje caminó

unos pocos pasos más, su�cientes para descubrir en

él una acentuada cojera. Con una mano se refregó los

ojos cansados por el viaje, mientras que con la otra se

secaba grotescamente el sudor que le perlaba la calva

pronunciada. Cuando se hubo limpiado, volvió hacia

la carreta y extendió un brazo hacia la puerta: desde

el interior, una mano huesuda y nívea despreció la

ayuda. Lentamente comenzó a descender una �gura

de hábito también blanco, de esclavina impoluta. Una

capa negra y brillante entornaba aquel cuerpo alto

y esbelto. Alonso se sintió desvanecer al reconocer

casi de inmediato a ese hombre. Quien alguna vez lo

hubiese visto lo reconocería en el acto. De todos los

inquisidores posibles no podía creer que se tratara

de él. Una serie de recuerdos, de trágicas y perver-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

sas imágenes volvieron a a�orar al ver nuevamente

después de tantos años al hombre culpable de que se

encuentre en aquella tierra lejana y gris. Su rostro

re�ejaba pequeñas y recias arrugas, es cierto, aquel

infatigable estigma del tiempo; pero esas facciones

rígidas, precisas, esos ojos atentos. . . era él, estaba

seguro. Era uno de esos rostros que en cuanto se ven

se rememoran sin mucho esfuerzo. Ese rostro res-

ponsable de quemar en la hoguera a seis hermanos

franciscanos en Sevilla bajo la sola sospecha de he-

rejía, sólo por poseer unos cuantos libros que no le

hacían gracia a la Inquisición; que se había atrevido

a levantar proceso en contra mismo del abad Virués,

cuyo pellejo fue salvado sólo porque el mismísimo

rey Carlos intercedió por él; que parecía disfrutar

del olor de la carne humana al quemarse, de ver los

espumarajos sanguinolentos esparcidos en las salas

de interrogatorios. Un ser cruel y despiadado, imposi-

ble de olvidar para quien alguna vez lo hubiese visto

directamente a los ojos.

Era fama que aquel sabueso, a quien por la espalda

llamaban El Mastín, era de temer. A pesar de los años

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

transcurridos, Alonso lo recordó en detalle: hábil en

los interrogatorios, proponía caminos alternativos e

indecorosos para llegar a la verdad cuando esa ha-

bilidad no resultaba su�ciente. El fraile, estupefacto,

no comprendía por qué Dios en sus designios había

decidido que sus caminos volvieran a cruzarse una

vez más. Pero, ¿respondía en realidad a los designios

de Dios el haberse encontrado nuevamente? ¿O era

por obra del diablo que el mismísimo inquisidor que

a punto estuvo de quemarlo en la hoguera hacía ya

tanto tiempo regresaba del pasado materializado en

una nueva amenaza? «Esto no puede tratarse simple-

mente del azar», se dijo.

La potente y atronadora voz del gigante soberbio

que tenía en frente lo despabiló.

–¡El ilustrísimo Inquisidor de Toledo, Leopoldo

Bocanegra! –bramó.

El monje que lo acompañaba realizó una reverencia

exagerada, y Alonso lo recordó también infelizmente:

no podía ser otro que el fanático y pér�do monje

Anselmo López de Trejo, el singular Procurador Fiscal

a quien llamaban no con poca ironía: El Mesías.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Vaya... nomás mirad a quien tengo delante �nal-

mente –soltó el inquisidor de forma cadenciosa, con

su voz pausada y grave al acercarse y reconocer tam-

bién sin mucho esfuerzo al fraile Alonso Iturbe. Sin

embargo no era sorpresa lo que su rostro expresaba;

como si estuviese seguro de aquel encuentro desde

mucho antes. El Mesías, por su parte, se acercó con

velocidad a pesar de su marcada cojera, haciendo que

su larga túnica negra como su alma, rozara con la

tierra del piso formando una escamosa capa de ba-

rro en el borde que le daba una apariencia aun más

vulgar y desagradable. Con las manos entrelazadas,

mirando a uno y otro lado, caminó hacia el sacerdo-

te mientras una sonrisa enfermiza asomaba en sus

labios leporinos.

–Hay olor a hereje, mi señor –acusó con su vos

chillona y áspera–. Hay mucho olor a herejía, a falso

apóstol, mi señor Inquisidor.

–Alonso Iturbe... con que era cierto que os escon-

díais aquí –continuó Bocanegra sin sobresaltarse, el

aire canalla, mencionando el nombre como si lo es-

cupiera–. Veo que los años os han causado pocos

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cambios; os encontráis algo desgastado tal vez, pe-

ro tal cual os recuerdo. Me pregunto qué ungüento

pudo manteneros en tan buen estado... sí, es cierto;

debe ser el peculiar aire de esta tierra, cercana a los

herejes franceses, lo que os sienta tan bien –bromeó

cínico–. Sí que os habéis escondido hábilmente allá

en Logroño. Aun lo recuerdo, lograsteis escabullirte

como la rata que sois –su tono cambió bruscamente

y su mirada se volvió gélida.

–Bocanegra... –comenzó el fraile tratando de de-

jar la conmoción de lado. Cada minuto que pasaba

convencíase más y más de que aquel encuentro no

podía ser casual. Mantuvo con esfuerzo la compos-

tura, actuando con naturalidad; de alguna manera

siempre supo que volverían a cruzarse, y los años

lo habían preparado para enfrentarse a eso cuando

sucediera–. Es cierto. . . a pasado tiempo desde aque-

lla vez, y como yo, veo que me recordáis bien. «Sin

embargo parece que no habéis aprendido nada: es

fácil ver que el rencor anida en vuestra alma, y la

venganza pueril se ha convertido en vuestra pobre

guía».

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Bien; eso nos ahorrará bastante tiempo. Hubiese

odiado cruzar la mitad del reino para que un recono-

cido hereje y protector de brujas no me recordara.

Los pocos monjes cistercienses que se dirigían a

la iglesia a celebrar el o�cio de la mañana, y que se

habían detenido a contemplar el espectáculo, fueron

abordados por un comisario inquisitorial. Comenza-

ron entonces a murmurar hasta que éste se dirigió a

toda marcha hacia el interior del monasterio, condu-

cido por el séquito de monjes.

Bocanegra observó hacia ambos lados con deteni-

miento, hasta �jar sus ojos una vez más en el francis-

cano.

–Pero no os preocupéis demasiado; no estoy aquí

sólo para escuchar a un fraticelli desgraciado como

vos; he venido por algo más importante –sentenció

con desprecio in�nito.

Alonso lo observaba directamente a los ojos. «Sé

muy bien que no tiene importancia lo que un buen

hombre de Dios tenga para deciros; eso. . . eso ya

quedó demostrado en Sevilla».

–No creo que haya nada aquí que pueda interesaros

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–respondió al �n.

–¡Aahhh! –rugió de pronto el viejo dominico An-

selmo sin poder contenerse–. Mantenéis intacta vues-

tra petulancia; habláis altanero, como los herejes!

–¿Qué queréis decir con eso? –cortó Alonso, sose-

gado–. Hace sólo un momento me habéis acusado con

desprecio y altanera soberbia. ¿Diríais por eso que

también vosotros actuáis como herejes? ¿O es que

acaso la Inquisición puede vulnerar los pecados de la

arrogancia? Explicadme por favor, si es que eso está a

vuestro alcance. . . y si así no lo fuere, escupid vuestro

veneno en otra parte –si bien temeroso de Dios, no

estaba dispuesto a que aquel ser, más Hefesto que

Mesías, le dijera cómo comportarse.

–¡Ah. . . perversidad! –masculló el monje por lo ba-

jo–. Vuestra retorcida palabrería no os salvará del

fuego, brujo. Sois igual que aquellos desdichados de

Sevilla, aquellos seudoapóstoles que hedían a azufre

germánico. . .

–Y vos sois un espíritu ardoroso, mi buen Ansel-

mo –interrumpió el inquisidor, mientras su huesuda

mano tocaba el hombro de su ayudante–. Pero dejad-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

me hablar a mí –el monje realizó una brutal reveren-

cia, y postrado como un lacayo, levantó sus brazos en

señal de obediencia–. Bien, así está mejor. Anselmo

sabe, porque tiene una mente juiciosa, a qué atenerse;

sapere ad sobrietatem ¿lo creéis, Alonso? –concluyó

con ademán amenazante. El viejo fraile se encontraba

aun abrumado, y sólo se limitó a agachar la cabeza–.

Pero dejemos el espectáculo de lado. Por supuesto

que no he olvidado vuestras ofensas, es cierto; siem-

pre supe que os volvería a ver. Aunque con�eso que

me ha costado trabajo descubrir que os escondíais en

este lugar tan apartado. Sí, no os sorprendáis, pues de

antemano sabía que os encontraría aquí. Sin embargo

y muy a mí pesar, os traigo un trato que tal vez os

interesará. Entremos; hablemos en privado –y señaló

la entrada de la iglesia. Miró hacia uno de los lados

y vio a un hombre obeso que se acercaba decidido,

acompañado de cerca por el comisario inquisitorial

y rodeado de varios monjes. Bastó sólo un leve mo-

vimiento de cabeza de Fernández de Álzaga quien

también lo había visto, para que el sargento de armas

del destacamento se interpusiera brusco, cortándole

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

el paso a aquel gordo que caminaba tan decidido.

–¡Dejadme pasar soldado! –reprochó éste, agita-

do–. ¿Acaso no sabéis que soy Ambaraleón Castañe-

da, siervo de los siervos de Dios y prior de Leyre?

El inquisidor pareció escucharlo. Levantó sus cejas

y se dirigió hacia aquel obeso lentamente.

–Monseñor. . . ¿Ambaraleón, decís?, que oportuno

–intervino con naturalidad, luego de que éste tratara

sin éxito de traspasar al curtido sargento–. Justamen-

te había pensado en presentarme ante vos, monseñor,

pero ya veis que no podía perder tiempo. Por tan-

to, preferí requerir vuestra ilustre presencia, que es

indispensable y necesaria –concluyó señalándole al

comisario.

Fray Alonso recordaba bien a Bocanegra; sabía que

sus juicios no eran en vano. Era astuto; no hablaba

con nadie a menos que supiera que sacaría algún pro-

vecho. Le disgustaba la idea de que lo interrogaran

junto con el prior, a quien también conocía bastante

bien, y de sobra. Sin embargo otros miedos poblaban

ahora sus inquietos pensamientos, haciendo que solo

el silencio anidara en su garganta. Además Amba-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

raleón Castañeda, como buen custodio de la fe, no

podría negarse ante ningún pedido hecho por ese

inquisidor, lo sabía. Parecía por momentos que éste

tenía un poder sobrenatural al pronunciar cada pala-

bra. Por un lado sus frases y su tono al hablar sonaban

melodiosos, seductores; pero por otro la férrea mira-

da que brillaba en sus pupilas nunca lo abandonaba.

Observaba a cada uno de los presentes con cara de

ave rapaz, escrutando la situación, como si de un mo-

mento a otro pudieran caer en sus garras sin ningún

tipo de resistencia.

Bocanegra volteó hacia el bravo ex alférez con de-

tenimiento, mientras en el cielo cubierto de repente,

nubes negras auguraban tormentas.

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VI | BOCANEGRA

LOS DOS GOLPES SECOS RETUMBARON EN

TODA LA ENORME HABITACIÓN. El ayu-

dante se dirigió rápidamente y abrió la pesa-

da hoja de madera. Allí parado vio erigirse una ima-

gen que atemorizaba. Lo conocía, todos lo conocían.

Pero verlo en persona resultaba mucho más impac-

tante que lo que se decía de él. Era un hombre alto,

de facciones cortantes, demasiado simétricas, rígidas

como un témpano de hielo. Su rostro níveo, no dejaba

traslucir ningún tipo de sentimiento ni sensaciones.

Una marcada tonsura decoraba su frente, dejando

relucir una prolija y brillosa calva. Vestía un hábi-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

to religioso en donde predominaba el blanco, lo que

otorgaba a sus precisas y gélidas facciones un rictus

por demás severo. La discreta cruz de hierro bruñido

ceñida en su pecho y la capa de un negro intenso

eran lo único que rompía con su sobria vestimenta.

El joven ayudante no pudo sostenerle la mirada, y

le indicó con un brazo que pasara, que lo estaban

esperando.

–¡Leopoldo, qué alegría me da veros! –lo saludó

afectuosamente una voz serena y amigable, desde la

oscuridad de la sala–. Venid, sentaos a mi lado buen

amigo.

Leopoldo Bocanegra, tercer inquisidor de Toledo,

se dirigió lentamente hacia el altar. El salón era am-

plio y majestuoso. Gigantescos anaqueles de libros

llenaban las paredes laterales. Los candelabros de oro

re�ejaban un color ámbar intermitente en la habita-

ción, en donde libremente deambulaba el aroma a

incienso y a escritos ancestrales plasmados en viejos

y cuidados pergaminos. Hermosos vitrales se cernían

imponentes en lo alto, mientras permitían el ingre-

so tímido de la tenue luz de la luna. Al fondo de la

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

lujosa habitación, detrás de un robusto y decorado

escritorio de madera, una voz afectuosa y desprovista

de ceremonia lo invitaba a acercarse. Allí, debajo de

hermosas representaciones artísticas que marcaban

la pasión de Cristo en la cruz, sentado con una co-

pa en la mano, lo esperaba su amigo, el Inquisidor

General Fernando Valdés y Salas. Era un hombre de

aspecto sereno, pero altivo. Sus grandes ojos verdes

lo observaban desde abajo, jugando con la bebida

de su copa a medio llenar. Mantenía un semblante

juguetón, risueño.

–Su Eminencia –saludo Bocanegra con un gesto

amable de cabeza–. ¿En qué puedo serviros, monse-

ñor?

Hacía ya muchos años que se conocían. Habían

compartido una cantidad de reuniones y pareceres

que los acercaba y los unía abiertamente. Sin em-

bargo, ni el tiempo ni el afecto podían cambiar la

expresión y el respeto hacia el Sumo Inquisidor de

España. No importaba cuánto coincidiesen; Leopoldo

Bocanegra mantenía una conducta castrense, en don-

de las informalidades no tenían lugar. Habían pasado

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

tres días desde su arribo a Madrid para informar los

resultados del interrogatorio. Ya se encontraba presto

a marcharse de vuelta al �n hacia Toledo, cuando fue

llamado nuevamente a las estancias de la máxima

autoridad de la inquisición.

–Vamos, Leopoldo, sentaos y bebed conmigo. Ni

vos podríais desaprovechar un vino como este; es

de las mejores uvas francesas ¿sabéis? Una nueva

cepa de Ánjou, excelente. Poneos cómodo por favor

y tomad una copa –invitó suavemente Valdés.

–Vuestra Excelencia sabe que no soy adepto a la

bebida... menos aun si fue realizada con las manos

de la nación que hoy mancilla la Santa Fe –rechazó

gentil, pero con decisión.

–No seáis tan exigente, Leopoldo –lo reprendió

amistosamente, sonriendo–. Sólo deseo que os rela-

jéis un poco a mí lado. Pero si no queréis beber, no

me ofendo –y bebió delicadamente un largo sorbo–.

Por cierto, dado las buenas nuevas del interrogatorio,

debo felicitaros ya que lo habéis manejado correcta-

mente y sin contratiempos, justo y como lo pensé.

Vos, como ningún otro, habéis obtenido al �n la in-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

formación necesaria. Sabe Dios que siempre os tengo

en cuenta para mantener el orden de nuestra santa

institución. Sin embargo me temo que debo pediros

algo más, amigo mío. Por favor, sentaos, debemos

hablar –insistió.

Leopoldo Bocanegra accedió y tomó asiento. Su

aspecto siempre fúnebre no dejaba traslucir ningún

tipo de sensación. Una pequeña mueca que se ase-

mejaba tal vez a una sonrisa se escapaba de aquella

cárcel de sentimientos que era su rostro, sólo en con-

tadas ocasiones, cuando se encontraba en el cadalso

puri�cando al hereje, al turco in�el o al indigno ju-

daizante. No porque lo divirtiera su trabajo, pues no

era un canalla que gozara de la crueldad; simplemen-

te era la satisfacción de completar su misión como

le era encomendada por Dios; de cumplir sus desig-

nios, de sentirse hábil y útil a la causa divina. Era

un Elegido, lo sabía. Creía fervientemente que de no

luchar con el denuedo de que hacía gala, el reino se

vería penosamente invadido por herejes y personas

malvadas que hostigaban al mundo manteniendo con-

tacto con saberes sacrílegos y prohibidos. La vida en

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

la iglesia le había dado una causa y sostenía que el

orden impartido por ésta, aunque a veces discutido

y reprochado por ciertos profanos, era necesario pa-

ra mantener la justicia y la paz entre las personas

en aquel mundo imperfecto, pecador. El Mastín, le

decían. Era un sabueso del Santo O�cio, y como ese

gran can se destaca de los otros perros debido a su

perfección y singular agudeza que le permite recono-

cer al amo y cazar �eras en los bosques, Bocanegra

se distinguía de sus colegas inquisidores dada su in-

cansable lucha para proteger el rebaño de Dios de

las fauces de los lobos infernales. Se sabía el humilde

instrumento del Todopoderoso, quien lo utilizaba pa-

ra combatir la amenaza impía de los herejes. Sentía

que su brazo había sido ungido y creado para tal �n,

como la espada de Miguel fue creada para expulsar

del cielo a Lucifer, y que su presencia anunciaba el

derrumbe de los heresiarcas, así como la trompeta

de Josué la caída de los muros de Jericó. Ésa era la

misión que le había sido encomendada en la tierra, y

no estaba dispuesto a desviarse de aquel camino tan

virtuoso.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Por su parte, el Sumo Inquisidor Valdés lo sabía;

sabía que Leopoldo Bocanegra era el mejor y más

implacable combatiente de Dios, que acataría sus de-

seos como si devinieran por orden misma de su Señor

Jesucristo. Su fanatismo, percibía, no conocía lími-

tes. Había logrado con el tiempo inducir hábilmente

las decisiones de éste para satisfacer sus propios in-

tereses, ya que era un político hábil y persuasivo.

Manejaba a su antojo no sólo el cargo de mayor ran-

go del organismo en España, sino que contaba con

el incondicional apoyo del Consejo o Suprema y, por

sobre todo había contado durante mucho tiempo con

el favor del rey Carlos, quien ahora viejo y enfermo

y ya alejado de la corte al abdicar a favor de su hijo

Felipe, le rendía ciega con�anza.

Valdés lo evaluó detenidamente por unos segundos.

Sus ojos verdes brillaban como dos luciérnagas en

medio de la oscuridad de la sala, y de sus pupilas

emanaba un leve centelleo con cada pestañeo.

–Necesito que cumpláis con una misión que sólo

podré con�árosla a vos, Leopoldo –disparó–. Si bien

es cierto que el tal Ferrán el cillerero hace tiempo

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ha aceptado sus conductas heréticas, sólo vos habéis

logrado salvar su alma y su cuerpo al conseguir al

�n la confesión que Dios deseaba: el lugar exacto en

donde hallar al �n a la última bruja. Como lo suponía,

acertado estuve al sospechar que sus dos hermanas

ocultaban información preciosa. Sin embargo, amigo

mío, no os pongáis en demasiado relajo pues la guerra

contra los esbirros del demonio sigue aun, y me temo

que más fuerte que nunca.

–Solo tenéis que decir, Su Eminencia, y cumpliré

de inmediato vuestra voluntad –aseguró Bocanegra.

«Claro que así será» comentaron los ojos verdes

del Sumo Inquisidor.

–No esperaba menos de vos Leopoldo –dijo al �n–.

Son deseos de nuestro viejo y antiguo rey, así como

también de su hijo Felipe quien me ha puesto al fren-

te de su iglesia, que las desviaciones de la religión

sean erradicadas para siempre de nuestros dominios

–observó a Bocanegra asintir levemente–. Sin embar-

go, como veis, el poder maligno del Diablo no sólo

se remite a corromper mentes astutas para que ellas

proclamen las descaradas herejías que ponen en ries-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

go al pueblo de Dios. También, tal cual os he con�ado

antes, existen otras formas de corromper el alma hu-

mana, formas que no son nuevas –el astuto inquisidor

general realizó una pausa, como repasando mental-

mente cada una de sus palabras. Mojó sus labios en

el vino y continuó, escondiendo detrás de ese aire

desinteresado, la audacia de su �losa lengua–. Desde

hace un tiempo ya, nos han llegado todo tipo de no-

ticias de sectas satánicas en los señoríos del norte y

en las zonas orientales del reino de Aragón, que lejos

del poder central y ejempli�cador de gente como vos

hijo mío, han sucumbido a la tentación del mal. Como

sabéis, esto coincide con los datos reconstruidos a

partir de la encuesta a esas brujas y se ajustan �el-

mente a la confesión del impío Ferrán, quien señaló

aquella dirección como fuente del poder maligno que

desde hace tiempo ha tenido en desatarse por todo el

reino. La hemos encontrado, estoy seguro; y nuestra

misión Leopoldo, es impedir que esta mala semilla

siga esparciéndose libremente. Debéis saber que el

buen Carlos, ve en el resurgimiento de este viejo tipo

de aberraciones heréticas, un nuevo con�icto como

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

el que ha dividido a Alemania. Por eso para él sólo

cabe una respuesta a esta situación.

–¿A qué se re�ere Su Excelencia? –Bocanegra se

enderezó en la silla.

–Al exterminio implacable, a que no hay lugar para

la misericordia –mencionó sombrío–. No podemos

abandonar al pueblo indefenso. Como os he dicho,

el compendio de versiones, hoy con�rmadas con la

confesión de Ferrán el cillerero, nos dan fehaciente

prueba de que por acción e in�uencia de aquella abo-

minación, en efecto, ciertas personas pueden realizar

tratos directos con el Diablo, quien no sólo envenena

y corrompe sus mentes, sino que les traspasa poderes

reales y extraordinarios. Brujos y hechiceras deambu-

lan libremente por los territorios navarros del norte

y las tierras catalanas del este, alentados por la ac-

ción de ciertos herejes que traspasan la frontera con

Francia. Festejan impunes sus reuniones, molestan

y asustan a la población devota arruinando sus cose-

chas, matando a su ganado. Eso es algo que nosotros

no podemos permitir –concluyó Valdés, mientras da-

ba un nuevo y delicado sorbo a su sabrosa copa y, por

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

encima de ella, no perdía detalle del semblante de su

interlocutor.

El inquisidor Bocanegra, por su parte, no parecía

ahora sorprendido. Como hombre instruido, había leí-

do historias escritas en viejas y olvidadas páginas al

respecto, y escuchado ciertos rumores de esos aconte-

cimientos en tierras germánicas. Tal vez en el pasado

nunca hubiese dado crédito a habladurías tan extra-

ñas. Sin embargo era cierto que eso no era nuevo,

lo sabía; además esas historias parecían ahora tomar

aun más importancia en la lucha contra el Maligno,

más la simple herejía era nuevamente eclipsada por

el resurgir de estas abominaciones pretéritas: brujos.

Su ayudante y Procurador Fiscal, un grotesco mon-

je dominico, lo aprovisionaba día a día con rumores

demoníacos y hasta incluso le había enseñado su

manual de cacería preferido, un santo libro llamado

Malleus Male�carum, escrito hacía casi un siglo por

dos hermanos de la misma Orden, quienes enseñaban

en sus santísimas páginas los métodos para la cacería

de los que realizaban pactos con el Diablo. Brujos,

hechiceras, magia, �ltros, ungüentos y conjuros; no

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

podía liberarse de esos pensamientos que, a tan co-

munes, abundaban en la imaginación de las buenas

gentes de su tiempo. Recordaba haber luchado y ca-

zado a los herejes quienes, sin duda bajo el in�ujo

del diablo, habían pecado y mancillado el honor de

la Santa Iglesia. Más al principio le costó creer que

ciertos in�eles y apóstatas establecieran algún tipo de

contacto plausible con el demonio meridiano, ya que

creía que tales rumores eran patrimonio exclusivo

del vulgo y la chusma, tan fervientes como apáticos,

tan fanáticos como supersticiosos. Pero ahora era el

mismísimo Valdés quien le reportaba esta informa-

ción; no podía dudar de sus palabras. Qué extraño

ser era aquel que podía establecer contacto directo

con las fuerzas demoníacas, se preguntaba Leopoldo

en ciertas ocasiones. Pero él no había sido concebido

para preguntar, sino para actuar; ¿acaso cuestionaría

alguna vez las razones de Dios? Heresiarca, brujo o

hechicera le daba igual. No merecían el perdón del

Altísimo.

–Decidme, su excelencia –parecía turbado–. ¿Cuá-

les son vuestros deseos?

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Los de Dios, hijo mío, los de Dios –se apresuró a

corregir el Sumo inquisidor, mientras celebraba para

sí la repentina sombra de malestar que nubló el ros-

tro de Bocanegra–. Las zonas catalanas están siendo

evaluadas por nuestros hermanos inquisidores de Za-

ragoza y Valencia, quienes me mantienen informado

al respecto. A vos sin embargo, os tengo otra misión

–su tono era delicado ahora, meticuloso–. Hace años

envié hacia un pueblo cercano a Pamplona, llamado

Monreal, a un clérigo obediente, quien me mantie-

ne informado de lo que ocurre en aquella zona. Fue

con su ayuda que pudimos recapturar al tal Ferrán

y descubrir al �n el paradero de la bruja que tan in-

tensamente hemos buscado; además, me ha contado

algo que creo que os interesará... ¿Os suena familiar

el nombre de Alonso Iturbe y García?

Leopoldo Bocanegra frunció el ceño, sorprendido.

Lo recordaba, por supuesto. El Mastín nunca olvidaba

un nombre, menos aun si se trataba de alguien a

quien había descubierto en herejía. Recordaba con

toda claridad la vergüenza que padeció por la culpa

de aquel sujeto.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

El Sumo Inquisidor pareció asentir, sonriente y

complacido por su propio conocimiento de las pa-

siones humanas. Sus dedos comenzaron a frotar con

delicadeza el borde de la copa.

–Como os decía, envié hacia Monreal a un clérigo

que se ofreció no sólo a investigar, sino a evangelizar

y proteger esa zona –continuó suavemente–, un hom-

bre que ha estado realizando sus tareas acorde a la

fe de Dios. Su nombre es Zacarías. Es un ser curioso,

y a pesar de que ha sido víctima de ciertos inicuos

rumores, me ha sido de gran utilidad. He recibido una

carta en la que me refería que el tal Alonso Iturbe ha-

bía encontrado protección como simple sacristán en

el escondido y viejo monasterio detrás de las sierras

de Leyre –hizo una pausa y sonrió–. Me informó que

sectas en el norte estaban haciendo estragos y que

junto con su amigo, dijo, luchaban por erradicarlas

–sonó una risa más elevada esta vez–. Perdonad el

sobresalto Leopoldo, pero es que sólo al preguntarle

quién era ese amigo del que hablaba, me ha revelado

su nombre. Aun me cuesta creer que se trate del mis-

mo, pues debe de estar muy viejo ya. En �n, nuestro

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

informante es a veces un tanto inocente; confraterni-

zó durante largo tiempo en nuestras propias narices

con ese hereje fraile franciscano. Pero no deseo ser

demasiado duro con Zacarías, ni pretendo que vos lo

seáis. Ya veis que las cosas por los señoríos del norte

no andan bien, y es por eso que tenéis la obligación

santa de dirigiros hacia allí. Sólo vos podréis manejar

la situación correctamente poniendo a esos esbirros

del mal nuevamente en el recto y virtuoso camino

de Dios, y a la vez, atrapar al �n con mi beneplácito

a ese prófugo. Si podéis con�rmar que se trata del

mismo, haremos que pague como es debido –�nalizó

con aire sombrío.

Leopoldo Bocanegra se encontraba ahora absorto

en sus pensamientos. No podía creer lo que sus oídos

escuchaban. Mucho tiempo había transcurrido desde

aquel proceso en la ciudad de Sevilla, donde varios

monjes franciscanos fueron acusados de iluminados

y anabaptistas y quemados en la hoguera. Él mismo

había presidido el auto de fe. Lo recordaba perfec-

tamente, y no sólo por haber sido aquel el primer

proceso llevado a cabo bajo su completo mando. Era

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

otro el recuerdo que lo torturaba sin cesar, desde ha-

cía casi veinte años: uno de los involucrados en el

sumario había conseguido escapar a la encuesta del

Santo Tribunal, no sólo una, sino dos veces, y eso era

algo que nunca pudo perdonarse. Fue ese día cuando

Bocanegra juró y se prometió a sí mismo que nun-

ca volvería a cometer el error de dejar escapar a un

heresiarca. Siguiendo pistas y testimonios, lo había

perseguido hasta Logroño. Sin embargo su búsqueda

se vio trunca y fue llamado a Madrid por la Suprema

para asentar de�nitivamente el informe de lo ocu-

rrido, ya que la Orden Franciscana en Logroño era

fuerte y, empeñados, sostenían desconocer el parade-

ro del prófugo, situación que se vio bene�ciada por la

animosidad de la inquisición de Logroño al ver avasa-

llada su jurisdicción. Humillado, se marchó sin haber

podido encontrar el rastro del acusado, quien lo había

burlado nuevamente. Y ahora sería el encargado, por

tercera vez, de darle caza. Era una oportunidad que

no estaba dispuesto a desaprovechar. Recordó viva-

mente el canturreo blasfemo de Ferrán mientras era

interrogado, y supo entonces cómo fue que ese impío

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cillerero conocía ese verso. «Con que formabais parte

de la secta de Sevilla. . . »

El sonido de la jarra entrechocando con la copa

hecha de precioso metal lo sacó de sus cavilaciones.

–Leopoldo –continuó el Sumo Inquisidor mientras

su escanciador se retiraba en silencio–. Partiréis a

cargo de una comitiva hacia Navarra a proclamar el

Edicto de Fe. He recibido una orden explícita del rey

nuestro señor de que marchéis de inmediato y que

llevéis con vos un buen número de clérigos secula-

res. No importa lo que escuchéis ni lo que os digan,

tenéis mi autorización y un poder �rmado para re-

levar del puesto, si es necesario, a cada uno de los

sacerdotes de Pamplona, y de las comarcas rurales

que os queden de paso, como Unzué, Tiebas o San

Vicente. De no colaborar, hasta el mismísimo prior

del monasterio puede ser removido de su cargo –Val-

dés le estiró suavemente un pergamino. Al pie, el

poder estaba certi�cado por él mismo, autorizando a

proceder de la manera indicada–. Las zonas navarras

necesitan ahora pastores que guíen el rebaño acorde

a la fe de Dios Nuestro Señor. Os he preparado al res-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

to de la comitiva, partiréis con ellos por la mañana.

Además designé especialmente a un viejo soldado de

los tercios para que os guíe hasta allí. Seguro habéis

escuchado hablar de Martín Fernández de Álzaga.

«Fernández de Álzaga», repitió para sí Bocanegra.

«Un regadero de susurros hierve donde quiera que

su nombre se alce. Bien es verdad que cada uno lleva

en sí el sol o la tempestad. Buena idea y grave asunto

debe de ser en verdad este».

–Es un hombre bravo y leal –continuó Valdés ante

un nuevo asentimiento de aquel inquisidor de Tole-

do–. Os escoltará y así no tendréis que preocuparos

por salteadores ni bandoleros en el trayecto. Tomad

primero el camino hacia Pamplona, allí os desviaréis

hacia el este, hacia Monreal, en donde os esperará

Zacarías y os dará los detalles. Encontradlo y sacadle

la información que preciséis.

–Así será –contestó al �n–. Marcharé en cuanto

vuestra voluntad lo disponga, su Excelencia, pero es

preciso que me saquéis de una duda, pues tengo por

cierto que la Inquisición de Logroño tiene la juris-

dicción en Navarra. Cómo pasaré yo por alto tal des-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

consideración una vez más. . . –si bien parecía sentir

grandes deseos de marchar de inmediato su planteo

resultaba acertado. Pero Valdés se había adelantado

nuevamente.

–Cierto es, Leopoldo. Sin embargo podéis a�rmar

que os mando en misión o�cial. Si alguien duda de

vuestras palabras, hacedme llegar el nombre y lo so-

lucionaré de inmediato.

Bocanegra parecía satisfecho con las seguridades

recibidas. Dios le había dado �nalmente la oportuni-

dad de redimirse de su anterior fracaso, y luchar en

su favor lo enorgullecía.

–Por otra parte, es preciso que no olvidéis lo so-

cavado de esas criaturas, como asimismo lo que ese

Ferrán ha dicho, Leopoldo –continuó el Sumo Inqui-

sidor, y como recordando el hecho, agregó–. ¿Aún

permanecen con vida, no es así?

El grave inquisidor de Toledo se limitó a mover

a�rmativamente la cabeza.

–Mejor así. . . bien; los mantendremos encerrados

hasta vuestro regreso. Por su bien y el de la Santa

Iglesia espero que tengáis éxito en vuestra misión.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Apresad a los sacerdotes ineptos, ya veremos que ha-

cer con ellos –indicó con un gesto desinteresado de

la mano–. Por otro lado, anunciad que un auto de fe

ha de practicarse si es necesario en esa bruja prófuga,

si la colaboración no es la esperada –su mirada se

volvió sombría, impetuosa–. Pero traed sin falta a su

hija ante mí, y tened cuidado al hacerlo, es peligrosa.

No os dejéis engañar por su apariencia ordinaria. Esa

niña posee cierto poder, y os lo mostrará si la dejáis.

Hay cosas que deben permanecer veladas, conoci-

mientos que deben ser anulados, y libros que deben

ser devueltos a las sombras de donde han salido. Si

antes os he revelado ciertos detalles, sólo lo he he-

cho porque confío en que estáis ya preparado para

procesar tales verdades. . . –dijo mientras lo miraba

directamente a los ojos–. . . . debemos por todos los

medios recuperar lo que por culpa del traidor Ca-

rranza se nos ha arrebatado. El Oráculo alquímico es

un instrumento poderoso, debéis traérmelo para que

pueda encerrar por siempre los secretos que nunca

han de haber salido a la luz. Después de todo, la culpa

de esto es sólo mía...

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Fuerte es el agravio, monseñor; desengañaos de

ello, pues esto no tiene otro culpable sino el diablo.

–Tal vez, tal vez. Pero a veces el diablo actúa a

través nuestro sin darnos cuenta. El diablo es ladino,

nos engaña Leopoldo. Algunas de nuestras decisiones

nos las susurra él, y no el Altísimo. No os sorprendáis

por ello; no está a nuestro alcance el darnos cuenta,

pues todos nosotros somos pecadores. Sólo una vez

reveladas las consecuencias de nuestros actos pode-

mos saberlo. Es por eso que no basta decidir, hay que

seguir el recorrido de esas decisiones para ver en qué

desencadenan; mirar para otro lado no signi�ca que

hemos decidido sabiamente, ni siquiera aun cuando

hayamos obtenido algún rédito al respecto.

–No os entiendo, Su Excelencia, ¿qué queréis decir

con eso?

–¿Sabíais que hace años, en Granada, nos reuni-

mos para determinar qué tipo de actitud tomar contra

un brote de brujas desatado en Navarra? Sí Leopoldo;

y fui justamente yo quien optó por mantener una

actitud demasiado compasiva contra las versiones

que surgían de aquel lugar. Aun lo recuerdo; sostuve

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

que eran puros cuentos, que no debíamos incurrir

fácilmente en la creencia de tales cosas. Discutimos

el problema en Granada, y aunque la mayoría de los

reunidos consideró como verdaderas las confesiones

de las brujas, una minoría más decidida manifestamos

que las confesiones eran poco más que engaños. Fi-

nalmente sostuvimos de común acuerdo una política

benigna hacia aquel proceso. Corría el año 1526 Leo-

poldo, hace ya casi treinta años; era joven e inexperto.

Hasta ahora me desengaño del error cometido. Sin

embargo, mucho después, cuando se os ordenó volver

de Logroño, tuve a bien el enviar bajo mi protección

a algunos clérigos de con�anza hacia esos lugares

para que me reportaran el avance de esa situación

brujeril, más aun luego de un incidente ocurrido en

Praga. Y ya veis que no me he equivocado con Zaca-

rías –Valdés bebió lentamente de su copa y respiró

profundo–. Por eso debéis traérmela, es mi responsa-

bilidad acabar con mis propias manos con la brujería

que yo mismo fomenté sin desearlo y espero haber

encontrado en vos un servidor �el y discreto, antes

bien, dispuesto a realizar la tarea.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Sobre los Evangelios, juro que no os engañáis,

monseñor –respondió solemne.

–Además –continuó con seriedad– será un ejemplo

claro y un mani�esto directo a través del cual com-

prenderán nuestro desacuerdo sobre ciertas políticas

llevadas a cabo en el Vaticano por ese sinvergüenza y

pér�do de Carlo Carafa, quien además de ciertamen-

te haber corrompido con su ponzoña tanto al Santo

Padre como a Roma, tan infecta en estos tiempos,

facilitó que hasta un simple hereje como Lutero haya

logrado desestabilizar los cimientos de nuestra inma-

culada cristiandad. No podemos permitir que esas

sectas de perdición acampen sin más por el reino es-

pañol. Cuento con vos Leopoldo, necesitamos acallar

el mal para siempre –�nalizó suavemente el Sumo

Inquisidor.

–No os preocupéis, su excelencia. Tendréis a esa

mala semilla ante vuestros ojos en poco tiempo, tal

y como me lo habéis solicitado; de ninguna manera

permitiré que esa plaga se siga dispersando. Por otro

lado, adaptaré mi conducta a vuestros consejos, y

si así fuere necesario cada uno de esos pueblos ten-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

drá un buen pastor que cuide de sus ovejas como es

debido.

–Deberéis sin embargo manejaros con prudencia,

hijo mío –recomendó Valdés, persuasivo, mientras

ladeaba delicadamente la copa en su mano–. Es cierto

que es indispensable separar a los pastores que no

cuidan de su rebaño, como vos decís, pero debe ha-

cerse de manera en que no queden completamente

expuestos al desprecio de los demás. Recordad las

enseñanzas del grande Torquemada: sabéis muy bien

que su severidad en la persecución de los herejes fue

grande y que devotamente estableció las normas que

dieron tanta y temible fama a nuestra institución, sin

embargo aseguró que no es, digamos, conveniente,

que se actúe de manera en que los �eles vean que un

guía puede fácilmente sucumbir ante los efectos del

Maligno. Ya San Umberto, tan conocido en el mundo

de la erudición, indica sabiamente: “si un pastor falla,

hay que separarlo de los otros pastores, pero, ¡ay si

las ovejas empezaran a descon�ar de los pastores!”

(1)

Leopoldo Bocanegra estuvo de acuerdo y Valdés

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

pareció complacido. Se levantaron lentamente. Ya

no había nada que decir; El Mastín se acercó hacia

el Sumo Inquisidor quien con el beso de la paz dio

por terminada la reunión. Lentamente abandonó la

enorme sala. Las débiles llamas de los candelabros de

oro �nalmente se extinguieron. Dentro sólo quedaban

Valdés y el silencio; un silencio tan pesado que parecía

corpóreo, denso e impenetrable.

Desde la profunda oscuridad, el inquisidor general

llamó a su lacayo.

–Haced preparar mi carruaje Jorge. Por la mañana

partiremos a Extremadura –anunció de forma caden-

ciosa, satisfecho. «Es tiempo de que el viejo �rme,

sí», fue lo siguiente que dijo, pero para sí. El joven

asintió en dos oportunidades y se marchó veloz y en

silencio hacia las estancias de las caballerizas.

La mirada �ja en la nada de la máxima autoridad

de la inquisición española parecía escrutar a la per-

fección aquella enorme y lujosa sala. Bebió un buen

sorbo de aquel formidable vino de Ánjou y depositó

la copa vacía delicadamente sobre la mesa. Sus manos

acariciaron el �no y extraño medallón que llevaba ce-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ñido al cuello: sólo las letras alfa y omega, una a cada

lado de la imagen, podían vislumbrarse en aquella

oscuridad. Sus �nos y rosados labios se ensancharon,

mientras sus gélidos ojos esmeraldas chispeaban, an-

siosos. Debía moverse con rapidez, pues sentía que

el curso de los acontecimientos al �n lo favorecía.

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VII | EL ORÁCULO

FRAY ALONSO FUE EL PRIMERO EN INGRE-

SAR A LA ENORME BÓVEDA Y observar

con cierto resquemor el pasadizo que lle-

vaba hacia la cripta: todo marchaba bien; la poterna

estaba perfectamente tapada por la cortina y el fondo

falso que impedía vislumbrar siquiera el hueco de

entrada. A excepción del prior y de él mismo, sólo

Tristán conocía con exactitud los distintos recovecos

y secretos de aquella imperecedera construcción y de

la existencia de la portezuela oculta que conducía a

la vieja cripta en desuso. Sintió sin embargo, que el

nerviosismo le inundaba la boca de un sabor amargo,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

al recordar que también Ferrán, el antiguo cillerero,

conocía aquella entrada.

Escuchóse entonces un golpe seco en la puerta y

por unos momentos todo fue silencio; tras ordenar a

los familiares mantenerse a distancia prudente, el in-

quisidor había ingresado el ultimo, cerrando la puerta

tras de sí.

El viento azotaba ahora en el exterior. Los puebleri-

nos se miraron unos a otros, extrañados pero sin salir

jamás de su acostumbrada apatía, propia en la gentu-

za rural, para luego desentenderse lentamente de la

situación. La visita inesperada de un representante

del Santo Tribunal resultaba ciertamente un aconteci-

miento excepcional, pero sus estómagos no se llena-

ban con visitas, antes bien y conociendo éstos la regla

general, visitas extraordinarias requerían más trabajo

y privaciones. Se divisaban a la vez algunas nubes

de tormenta, por lo que decidieron al �n continuar

con sus labores diarias para que la lluvia amenazante

no les echara a perder los pocos alimentos con que

contaban. Así las cosas, el lugar fue despejándose y

los aldeanos volvieron a refugiarse en la felicidad en

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

la que dulce y cotidianamente se arropa el ignorante.

Mientras, dentro de la nave principal la voz de

Bocanegra retumbó por todos los rincones del amplio

salón.

–Parece, monseñor, que en estos días, por solicitud

del arzobispo de Sevilla, el Sumo Inquisidor Fernando

Valdés y Salas, y para cumplir con la santa tarea que

me ha sido encomendada por Dios Nuestro Señor,

tendré que ocuparme de unos hechos deplorables en

los que se huele la pestífera presencia del demonio

–su voz era severa, cortante. Su mirada gélida se po-

saba implacable en el gordo prior–. Me han contado

que justamente aquí, las escuadras del mal libres de

toda represión, inclinan la balanza hacia su lado. Ayu-

dadme en mí empresa, y os prometo que no buscaré

vuestra ruina. Vengo por una joven y sé que la co-

nocéis pues se me ha informado que se encuentra

entre vuestro rebaño –continuó mientras comenzaba

a caminar lentamente observando con detenimiento

la inmensa sala–. Es hija de una meretriz, una de las

hechiceras poderosas de Valladolid a quien, según

entiendo, conocéis como una simple ermitaña, pero

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

que ha escapado hace tiempo a un proceso iniciado

en su contra –continuó con vaguedad mientras estu-

diaba los motivos sobrios de los capiteles. Notó sin

embargo, admirado, que sus cimacios de círculos y ra-

yas caprichosas comprendían puntillados profundos

y notables. Luego, como si tal cosa, retornó la vista

hacia el grupo–. ¿Os suena familiar? Contadme cuan-

to sabéis, y os ruego me digáis la verdad –concluyó

amenazante.

Observó el prior a fray Alonso con cierto subter-

fugio, mientras de su eminísima frente y de su fofa

papada brotaban las primeras gotas de un sudor frío,

pues lo veía casi cotidianamente pasear con la joven.

La conocía, por supuesto, o creía reconocerla, pues

estaba seguro de que se trataba de esa bella muchacha

morena que solía frecuentarlo. A la vez, las noticias

acerca de su accionar en Valladolid lo extrañaron, tan-

to como el proceso que la tal ermitaña había sufrido

había sufrido en el pasado; pero para nada lograron

sorprenderlo, pues corrían rumores acerca de la na-

turaleza de aquella mujer extraña. Por tanto, la caída

en desgracia de la propia hija avalaba los rumores

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

que de la madre proliferaban, y por supuesto que no

deseaba a la inquisición allí, mucho menos si lo acusa-

ban de buenas a primeras de encubrir a una prófuga,

una niña que según sus propias sospechas, provenía

de una cimiente in�el que practicaba la brujería, o

algún tipo de arte oscura y maligna tan en aumento

en esos tiempos. Sin embargo tampoco podía dejar al

descubierto así como así a su buen sacristán. Después

de todo, lo había acogido fraternalmente hacía largos

años, por intermedio del viejo Ferrán es cierto, pero

aquello no evitaría que se le creara un sumario por

ayudar a quien, en el pasado, también había escapado

de la Inquisición. Entre tanto pensamiento una idea

surgió triunfante.

–Ejem, pues que debéis saber, hermano Bocanegra

–comenzó agitado y presuroso– que la tal abomina-

ción no vive entre esta pobre gentuza –aclaraba sin

parar de asentir con la cabeza y señalar hacia las

puertas–. Según he escuchado se vale por sí sola, con

seguridad con ayuda del diablo, es claro ahora que

lo decís, en el bosque a unas cuantas leguas de aquí,

cruzando incluso lo que vosotros conocéis como sie-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

rra de Errando, camino al pueblo de Guesa. Es de mi

opinión el que deberíais buscarla allí.

–Mucho me temo no haberme explicado bien an-

te vuestra Eminencia –cortó secamente El Mastín–.

No estoy buscando a esa bruja, sino a su peligroso

esbirro –aclaró tajante–. Es imperativo encontrarla

ya que posee, sólo digamos que algo muy preciado

para Dios. Según entiendo, monseñor, mora hoy en

los lindes del bosque, no muy lejos de los alrededo-

res del monasterio, por tanto, debe de estar cerca en

estos momentos. Por cierto, que me alegra ver que

sabéis bien de quién estoy hablando –observó al prior

directamente a los ojos, mientras éste agachaba la ca-

beza, impotente–. No querría pensar que una �gura

paternal como la vuestra, que debe salvaguardar la

integridad espiritual de los habitantes desconoce los

movimientos de su propio rebaño. Sería inconvenien-

te, lo sabéis, que la Santa Inquisición tome cartas en

el asunto y ponga vuestro puesto en peligro. Antes

bien, imagino que no iríais a correr ese riesgo al pun-

to de que os con�squen vuestros privilegios por una

información tan sencilla, ¿no es así?

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–¡Escupid dónde está la bruja! –increpó a la vez

el Mesías al franciscano–. Ese súcubo depravado y

fornicador desea utilizar el Oráculo de la alquimia.

¡Entregadla de una vez!

–Y vos, ¿tenéis algo para decir? –continuó Boca-

negra, volteando también hacia el fraile Alonso con

aire severo, mientras entrecerraba ligeramente los

ojos–. Plena era mi con�anza de que os hayáis pues-

to a bien con Dios luego de daros una oportunidad

de redención, sin embargo llegó a mí la triste noticia

de que os entendéis muy bien con la joven que busco.

Es preciso, ya que vuestra memoria puede abando-

naros, que os la refresque un poco –e hizo un gesto

con la cabeza a Anselmo, quien salió de inmediato de

la nave. En cuestión de segundos volvió seguido del

enorme Fernández de Álzaga en cuyos musculosos

brazos se retorcía una mujer andrajosa a quien Alon-

so reconoció al instante. Sus ojos se nublaron por

un momento, velados por las lágrimas que arrima-

ban al sentir un dolor opresivo en su pecho. Apreció

los hematomas en el rostro absorto y lejano, y sus

ropas desgarradas dejaban a la vista grandes partes

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

de aquel cuerpo desnudo. No lograba entender có-

mo habían podido dar con ella. ¿Acaso no se había

marchado aun? A esas alturas, se dijo, la esperaba ya

muy lejos del monasterio y no podía creer por ello

que la desgraciada Mal-alma había sido capturada, y

por uno de los inquisidores más temibles del reino. Su

suerte estaba echada. Una sensación que lo quemaba

recorrió su cuerpo, atravesó abruptamente su pecho,

y se instaló en su garganta, anidando allí como un

volcán a punto de entrar en erupción.

–¡Pero qué signi�ca esto! –sostuvo escandalizado–.

¿Es que creéis digno este trato hacia una criatura

de Dios? ¡Y en su mismísima casa. . . ! ¡Exijo que la

soltéis!

–¿Exigís? –replicó Leopoldo–. ¿Qué os hace pensar

que tenéis derecho a exigir? El que hayáis sido exi-

mido una vez de comparecer ante el Santo Tribunal

de Dios no signi�ca que os perdonaré vuestra ofen-

sa. Tarde o temprano acabaréis como debe ser, con

el destino que os corresponde, despreciable y ruin.

¿EXIGIS? –repitió gravemente El Mastín, como si esa

sola palabra le representara una ofensa terrible.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

El bueno de Ambaraleón Castañeda se mantenía

al margen, lo su�cientemente acobardado como para

no emitir sonido. El temperamento del inquisidor lo

abrumaba y la amenaza de desplazarlo por incompe-

tente germinaba en él sus primeras oscuras raíces, y

ahora no podía pensar en otra cosa que en su cuer-

po pudriéndose en una celda oscura, mientras sus

privilegios les eran arrebatados por el Santo Tribu-

nal. Se descubría ciertamente débil y apocado ante

la fatalidad, pero no idiota: no había llegado a prior

por comportarse como paladín de la justicia. Desde

hacía ya largos años, quien lo mirara, no vería en él

precisamente a un héroe, dado que sus botas habían-

se embarrado alguna que otra vez en su ascenso al

poder. Pareció salir de su letargo, precipitado y casi

sin aire ante la urgencia, se dirigió a fray Alonso.

–¡Hablad hermano, por vida del Papa! Sabéis que

son enemigas de la verdadera fe. Si tenéis algo de

piedad hablad, brindad la información que se os pide,

y liberad de esta suerte a nuestro monasterio y a esta

pobre alma descarriada –acusó escandalizado.

–¡Aaahh! Así que el hereje continúa aun en la sen-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

da del pecado –acotó el viejo dominico. Luego, con

un movimiento brusco tomó a la ermitaña de los ca-

bellos y la arrastró hasta delante del fraile– ¡Hablad

pues, impío! ¡O acaso tenéis comercio con esta bruja!

–rugió mientras zamarreaba salvajemente a la pobre

mujer, quien comenzaba a gemir con desesperación.

Alonso estaba atónito, pues difícil le resultaba creer

que todo aquello volviera a repetirse. Qué conjunción

divina del ilimitado cosmos permitía la existencia de

religiosos como aquel monje, cuyo fanatismo y se-

veridad en el cumplimiento de lo acordado por la fe

católica le atribuía el apodo de El Mesías, se pregun-

taba. Levantó la cabeza; sus ojos rojos contenían el

brillo de la impotencia.

–Sois débil de fe Alonso, siempre lo fuisteis –in-

terrumpió Bocanegra–. Os invito a confesar lo que

sabéis. ¿O acaso sigue siendo vuestro deseo arder en

los fuegos eternos? ¿Dónde está la joven? –pregun-

tó sin perder nunca del todo la calma. El inquisidor

se manejaba muy tranquilo, acostumbrado a los mo-

mentos de tensión. Se valía de un arma formidable

que utilizaba hábilmente en el ejercicio de su fun-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ción: el miedo del otro. Parecía olfatearlo, y cuando

lo sentía, no perdía la oportunidad–. Miradla: arderá

si no mostráis compasión –continuó–. Aprovechad

la posibilidad que os otorgo de abandonar de una vez

y para siempre vuestra herejía.

Un pesado viento recorrió de pronto la nave. Las

débiles y parpadeantes luces de velas y bujías se apa-

garon de súbito, y el re�ejo intermitente de un sol

diáfano que ingresaba tímido desde lo alto a través

del tragaluz circular alcanzó para que el fraile creyera

ver cómo el rostro del Cristo en la cruz resplandecía,

mientras los surcos de sangre que manaban de sus

ojos y de su frente por obra de aquella corona espi-

nosa, parecieran avivarse intensamente, como si la

pintura fuera fresca una vez más, como si esos anti-

guos estigmas antes abiertos por la traición de Judas

volvieran ahora a sangrar ante la Historia, siempre

empecinada en repetirse. Conmocionado y aturdido,

sólo una cosa se cruzó por su cabeza. ¿Acaso estaba

dispuesto a confesar?

Leopoldo Bocanegra sabía muy bien cómo trans-

formar en pánico el miedo de sus víctimas.

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VIII | VESALIO

LAS EXEQUIAS ESTABAN A PUNTO DE

CONCLUIR. Finalmente la ceremonia pós-

tuma del Cardenal Bernardo del Carpio se

había llevado a cabo. Tras su sorpresiva y extraña

muerte, un conmocionado vaticano oraba por el des-

canso eterno de aquel hombre de la curia a quien

muchos habían creído el futuro sucesor al trono del

apóstol Pedro. Sin embargo allí estaba: frío y rígido,

mientras su espíritu y convicciones ascendían a los

cielos junto con el vaporoso humo de los inciensos. El

Sumo Pontí�ce de Roma lo observaba todo, impasible,

mientras encabezaba con sosiego la celebración.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

La voluntad de seguir servilmente y alinearse a

las decisiones del napolitano Gian Pietro Carafa ha-

bía aumentado en los últimos días, dado que poco a

poco y en el tiempo que llevaba a cargo del control

del mundo cristiano habíanse sucedido ciertos trá-

gicos acontecimientos que lo convertían en un pilar

indómito. Deseaba éste demostrar que sus medidas

fortalecerían la fe de antaño, venida a menos en los

últimos tiempos por las actividades de los luteranos y

calvinistas «Reformistas, se dicen. . . ¡Condenación a

los herejes!», se le escuchaba vociferar con recurren-

cia. No le resultaba demasiado difícil ahora obtener la

aprobación sin miramientos de la sede del Vaticano

en la mayoría de sus decisiones, ya que gran parte de

los cardenales habían sido persuadidos para otorgarle

su apoyo, conociéndolo como un estricto y fanático

defensor de los intereses espirituales y económicos

de Roma. Por otro lado, la misteriosa muerte del car-

denal Del Carpio, uno de sus enemigos más acérrimos

dentro del colegio de cardenales y serio aspirante a

portar el Anillo del Pescador, terminó por convencer

a los rezagados a inclinar, sabios y prudentes, su favor

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

hacia aquel napolitano.

No eran una novedad los rumores de que una mano

negra y oculta había contribuido, no sólo al precipi-

tado ascenso del anterior Santo Padre Marcelo II al

reino celeste, sino también a acallar las voces contra-

rias a las radicales ideas que el nuevo pontí�ce había

establecido en su particular forma de llevar adelante

los preceptos de la Iglesia. Y esa mano negra tenía

nombre y apellido; Carlo Carafa, el sobrino de su

Santidad, era mejor conocido por su temperamento

ambicioso y despiadado en lugar del carácter angé-

lico que más convenía a su condición de Cardenal.

En una Roma viciada de intrigas, nadie se atrevía a

enfrentarse a quien con tanto empeño susurraba y

envenenaba, utilizando todos los medios a su alcance,

la mente enfebrecida del viejo Pontí�ce.

Claras eran en Roma las aguas para el astuto, mien-

tras que profundas y turbulentas lo eran para el in-

genuo, pues no se engañaba quien creyera que para

sobrevivir allí debíase andar con cuidado, prudentes

y no ligeros a dispensar juicios que pudieran ser es-

cuchados por oídos poco escrupulosos e indiscretos,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

y evitar de esta manera sufrir el acecho de la misma

implacable mano que había, sospechaban muchos, da-

do la orden para enterrar ahora al viejo Bernardo del

Carpio. Se decía que Carlo Carafa contaba con espías

hábiles que trabajaban secretamente para él, y que al

marchar hacia Francia los había dejado al servicio de

su tío, según decía, para ayudarlo en la lucha contra

los enemigos de la Iglesia. Guerolamo, el nonagenario

monje, por ejemplo, quien demostraba que su amis-

tad podría ser muy conveniente. La promesa de Paulo

IV de convertirlo en cardenal para que desempeñe

el cargo vitalicio de camarlengo, parecía alentarlo a

inmiscuirse aun más entre los círculos privados. El

sumo pontí�ce creía tenerlo controlado bajo su ala,

y lo utilizaría para descubrir las opiniones y diferen-

cias que algunos aun pudieran sostener en su contra.

Sabía que acostumbraba a reunirse en secreto con

prelados, sobornaba camareros y hasta pagaba a sir-

vientes y pinches de cocina para hacerse con valiosa

información. Tenía por cierto que cuando el anciano

benedictino se enterara de que alguien concebía ideas

diferentes a las propias, inmediatamente se dirigiría a

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

informarlo acerca de todo y cuanto lograba descubrir.

Eso bastaría para que Vesalio, el más peligroso de

los secuaces que su sobrino le había dispensado, des-

pertara del letargo y desde las sombras más siniestras

y oscuras se extendiera y se abalanzara imperceptible

sobre sus enemigos.

Nadie sabía a ciencia cierta quién era; no conocían

sus facciones, no había descripción que echase luz

a su existir. Y le temían justamente por ello, porque

realizaba su trabajo como ningún otro, sembrando

el caos y el terror a su paso. Aparecía en claustros

malolientes y habitaciones lujosas por igual, de la

nada, como una sombra camu�ada en la inmensa

oscuridad de la noche, una silueta hecha por completo

de silencio y negrura. Tras sus sinuosos movimientos

la vida se disipaba, se extinguía como la llama se

extingue en el pantano. Así amedrentaba más y más

a los pocos imprudentes que aun se alzaban en contra

del sumo Pontí�ce. En Roma, todos, explotados y

explotadores, tenían en claro que vivían más en un

mercado que en la corte del representante de Cristo.

Era el paraíso para asesinos como él, para los hombres

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

de su raza.

Vesalio acostumbraba esperar obediente la orden

de su amo Carlo para ajusticiar debidamente a quien

osara entrometerse en su pér�do camino, y ahora

y por orden de aquel, de quien se interpusiera tam-

bién en la senda febril del Santo Padre. «El hombre

sin rostro», decían algunos; «La Cuarta Parca» a�r-

maban otros. Su fama crecía noche tras noche en el

submundo donde se movía. «La Cuarta Parca», susu-

rraban. Sus habilidades preocupaban dentro y fuera

de las paredes de la Basílica de San Pedro, en donde

el menor ruido, la más imperceptible de las brisas,

el parpadeante e inocente movimiento de las luces

desprendidas por una mísera bujía, bastaba para disi-

par cualquier reunión y acallar cualquier intriga; sin

excepción se dispersaban huyendo precipitados ya

que todos temían caer bajo el in�ujo del cuchillo de

aquel ser, siempre deseoso de derramar en torrentes

escarlata el líquido vital de aquellos que no concibie-

ran las mismas ideas que su protector. La tensión y

el temor a ser reprendido por esa presencia oscura

como el pecado eran manejados con astucia por el

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ambicioso y cínico Cardenal, quien representaba por

esto el brazo perverso del Sumo Pontí�ce. «El hom-

bre sin rostro». La Cuarta de las Parcas andaba suelta,

decían, y no era conveniente abrir la boca de manera

imprudente y precipitada.

Los pocos que conocían a Vesalio no se atrevían si-

quiera a mirarlo de frente, cuyo rostro se rumoreaba,

era tan lúgubre y espantoso como la muerte. Más a

pesar de esto, la codicia en Roma era grande, y algu-

nos cardenales contrarios a Carlo Carafa acudían con

temeraria obstinación, de vez en vez, al submundo

de los criminales romanos, con ideas de contratar a

alguien capaz de sacar del camino a aquel que, según

se acusaba en cerrados círculos, tanto había envene-

nado las ideas del Sumo Pontí�ce. Pero el hampa toda

se negaba, ninguno de ellos aceptaba paga alguna. To-

dos conocían a quien, agazapado entre las sombras,

protegía a aquel hombre sin escrúpulos. La muerte

lo rodeaba, y los últimos que se habían atrevido a

conjurar contra él, ya nunca podrían volver a hacerlo.

Cualquier hombre habituado a las ingratas tareas del

crimen conocía esto. La Parca rondaba, y sus hilos

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

eran demasiado largos, tanto que El Papa contaba,

a pesar de la permanencia de su sobrino en Francia,

con cierta inmunidad. Por orden de Carlo, Vesalio

permanecía ahora siempre junto al pontí�ce, prote-

giéndolo y realizando el trabajo sucio, como la bestia

siempre �el a la mano que durante tanto tiempo bien

le ha dado de comer.

La misma noche de las pompas fúnebres del car-

denal Del Carpio, momentos después de terminar su

escarmiento, el sicario del Cardenal Carafa se encon-

traba deambulando por los alrededores de la Basílica.

Todo parecía bajo control, desarrollándose en com-

pleta calma y según lo previsto. El plan había sido

repasado con exactitud la noche anterior, por lo que

su presencia en Roma era ahora circunstancial. La

discreta comitiva proveniente de Madrid había mar-

chado por la tarde del día anterior, luego de que Paulo

IV los despidiera con la promesa y garantía de que

aguardaría a la recuperación del antiguo rey para re-

solver asuntos de política. Sin embargo, Vesalio sabía

que las palabras y recomendaciones del viejo y astuto

Guerolamo habían calado hondo en el Santo Padre,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

lo supo en cuanto lo escuchó, en cuanto observó la

duda en el rostro delgado y furibundo del anciano

pontí�ce aquella noche; supo que el colérico y des-

gastado viejo estaba dispuesto a dispensar incluso de

su propio guardián con tal de darse en averiguar exac-

tamente lo que Valdés se traía entre manos. Luego de

la partida de la delegación castellana, y siguiendo el

consejo del bibliotecario, le ordenó que los siguiera

sin perder tiempo, ya que los españoles llevaban más

de un día de ventaja. «Yo hablaré con Carlo, Vesalio.

Necesito que hagáis esto por mí sin perder tiempo»,

le había encargado.

Vesalio se dirigió entonces hacia las oscuras antípo-

das de Roma, a aprovisionarse de insumos necesarios

para salir de cacería. Ingresó a una fría y húmeda

taberna de aspecto realmente miserable. Algunas mi-

radas sombrías se dirigieron a las puertas, pero rápi-

damente se desviaron, se desvanecieron al comprobar

de quién se trataba. Caminó unos pasos hacia una

mesa alejada del ajetreo nocturno, atravesando una

marea de hombres y mujerzuelas que corrían obsce-

namente por el salón, sin pudor a que sus prácticas

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

voluptuosas fueran allí a la vista de todo el mundo.

Vesalio alcanzó la mesa que buscaba y se sentó. Todo

parecía normal; música y hombres entregándose a

los muchos placeres que otorgaba la carne; alguna

riña alentada por el alcohol, no mucho más. Dirigió

su mirada hacia el mostrador y pudo distinguir, fu-

gaz, a dos sujetos que lo observaban �jamente. Les

restó importancia y continuó sumido en sus oscu-

ros pensamientos. Era la última noche que pasaría

en Roma, ya que Paulo había sido claro al respecto,

ordenándole partir de inmediato tras la preciada in-

formación. Al igual que aquel, Vesalio también creía

que el tal Guerolamo tenía razón y que el empleo

de toda su habilidad resultaba necesario, pero no allí

en Roma donde ya todos temían contrariar al Sumo

Pontí�ce. Sin embargo él no con�aba en aquel viejo

monje pues resultábale del todo despreciable y era

incapaz de darle algún crédito a sus palabras; tal vez

sus enormes ojos huidizos, su sonrisa traicionera o

sus susurros cargados de acertijos, no lo sabía, pero

no con�aba en él. Sin embargo el Papa deseaba por

sobre todo ver de una vez concretarse con éxito sus

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

planes concernientes al arzobispado de Toledo y al

control absoluto sobre el Consejo de la Inquisición y

economía españolas, y creía que enviándolo podría al

�n socavar la información que le asegurase su propó-

sito. Nadie podría pues convencerlo de lo contrario, y

su principal consejero estaba a unos cuantos cientos

de leguas de distancia como para lograr persuadirlo.

El camarero se acercó a la mesa. Era un hombre-

tón enorme y de aspecto patibulario. Una cabellera

enmarañada se alzaba arriba de sus pobladas cejas

negras. Sus facciones, anochecidas por una espesa y

oscura barba, descubrían a un hombre rústico pero un

semblante timorato �otaba ahora en sus ojos. A pesar

de su aspecto de ru�án no lograba esconder el temor

que le provocaba dirigirle la palabra a aquel sinies-

tro y oscuro personaje. Su espasmódica mano limpió

lenta y delicadamente la mesa del asesino, tomando

unas jarras con algo de líquido que habían quedado

de algún cliente mientras Vesalio lo observaba por

debajo de la capucha.

–¿Qu...qué vais a beber, mi señor? –alcanzó a bal-

bucir el enorme camarero.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Ppsss... –chistó con desprecio por toda respues-

ta, y con un movimiento de cabeza le indicó que se

largara. El gigante hizo una reverencia y se retiró ca-

minando hacia atrás, pero una pareja de mujerzuelas

que escapaban de las lascivas manos de un bebedor

se le atravesó, y las jarras que el infeliz llevaba de

vuelta hacia la cocina volaron fatalmente por el aire.

El poco líquido que aun contenían se dispersó muy

cerca del peligroso Vesalio, mientras que el estruen-

do provocó gran risa entre los borrachos del lugar,

que eran muchos. Pero el camarero, lejos de reír, y

una vez repuesto del incidente, sujetó del cuello al

acosador con tal energía que podría haberle roto los

huesos.

–¡Mirad lo que habéis provocado, miserable! –tro-

nó con brutalidad, mientras arrimaba con fuerza her-

cúlea la cara del pobre infeliz a sus botas. El borracho

era incapaz de defenderse de aquel gigante, y cuan-

do comenzaba a rezar su último pésame fue liberado

�eramente a unos pocos centímetros del piso–. La

próxima os daré por culo y os mandaré a volar de

aquí –vociferó furioso. Observó luego y de soslayo

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

al asesino, que para su fortuna y felicidad no había

reparado siquiera en el incidente; en lugar de eso,

notó que observaba en dirección a la barra. Sus ojos

punzantes habían detectado algo y el camarero así

lo comprendió, pues luego de voltear descubrió que

dos hombres, antes parados en frente del mostrador,

se dirigían lentamente hacia ellos. Algo no andaba

bien allí, pensó. Siempre que había visto a ese a quien

llamaban Vesalio rondar por su posada, lo hacía sólo,

y tenía por cierto que no toleraba la compañía de

nadie. Sin embargo los ru�anes seguían acercándose

temerariamente. Debía hacer algo o habría proble-

mas, lo sabía. Se interpuso al �n en el camino de esos

dos sujetos.

–¡Eah! ¿Pero qué queréis vosotros, par de chi�a-

dos? –los increpó observándolos con cara de pocos

amigos–. Largaos de aquí bellacos, que no quiero

problemas esta noche.

Uno de los hombres era de corta estatura. Ape-

nas le llegaba al camarero por encima del ombligo.

Su aspecto era sin embargo odioso: calvo, con ojos

pequeños y muy profundamente incrustados en su

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cráneo; unos dientes pútridos dejaban deambular li-

bremente su halo de fetidez insoportable. Parte de

su rostro parecía carcomido por alguna enfermedad

virulenta, pues aun se descubrían las marcas de pasa-

das pústulas en la piel. El otro, sin embargo, era alto,

inclusive tanto como él mismo, pero de complexión

más menuda. También, al igual que Vesalio, sus fac-

ciones estaban cubiertas por una capucha, o por un

momento lo estuvieron, ya que no tardó en quitársela,

dejando ver un rostro a�lado de piel curtida sin que

faltase en aquel la astucia de zorro, enmarcada en

una �na y delgada nariz aguileña y un prolijo bigote

que se ensanchaba hacia los costados. Entrecerró este

extraño hombre ligeramente los ojos, y acariciando

suavemente la punta de su bigote acercó su cara a la

del enorme camarero, como realizando un esfuerzo

por entender las palabras que éste les había dicho.

–¡Ola, ola! Que si no van a beber o a follarse a

alguna de mis putas, antes bien deberíais largaros de

aquí. Os he dicho claramente que no quiero disturbios

en mi posada.

El hombrecito calvo soltó una mueca que parecía

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ser una sonrisa. Fue un gesto inocente pero despre-

ciable, que provocó en el camarero ganas de partirle

el cráneo de un golpe sin esperar un segundo. Esa

criatura más se parecía a una musaraña que a un

ser humano, se dijo mientras lo observaba con asco

in�nito. El enano seguía riendo, parecía divertirse,

a la vez que emitía una in�nidad de sonidos y ge-

midos guturales resultando evidente para el gigante

del delantal que aquel hombrecito carecía de sano

juicio. Estaba a punto de propinarle un buen golpe,

harto ya de sus muecas grotescas, cuando la voz de

su acompañante lo distrajo.

–Sería inteligente y conveniente para vuesamercé,

que nos dejéis pasar –habló pausado, con una voz

tan cansina que hasta parecía amable. Su imperfecto

italiano sonaba sugerente, cadencioso y hasta delica-

do, como el de un gentilhombre, aunque se notaba

un notorio y vulgar acento español, que nada tenía

que ver con cortesano alguno.

El gordo quedó atónito al escuchar esa voz tan sua-

ve y aletargada, tanto que en principio no supo cómo

reaccionar. Su confusión quedó atrás cuando oyó los

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

mugidos del enano que babeaba mientras sonreía con

inocencia. El camarero no quería problemas, Dios

sabía cuánto le disgustaba echar a patadas de su esta-

blecimiento a los indeseables. Pero debía mantenerse

�rme si no quería que allí ocurriera algo terrible que

echara a perder su negocio.

–¡He dicho que os larguéis, bandidos! Marchaos

de aquí, cuernos de Lucifer, antes de que pierda la

paciencia y os dé el trato que corresponde a los de

vuestra ralea.

–Micer –lo interrumpió el otro en aquel italiano

tan rústico que practicaba– temo que debo insistiros.

Tened a bien retiraos, que asuntos pendientes que

nada tienen que ver con vuesamercé, son los que me

han traío hasta este sitio.

–¡Me importa una bendita mierda los asuntos de un

bruto español! –contestó el camarero, entendiendo

con esfuerzo las palabras de aquel hombre misterio-

so–. Ahora volad de aquí, que mi cliente no quiere

ser molestado –bramó altivo y con orgullo, mientras

se cruzaba de brazos. Se dio la vuelta lentamente,

esperando la aprobación de Vesalio, pero la mirada

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

que éste mantenía �ja sobre él lo desconcertó por

completo. Confundido, volteó nuevamente pero era

ya demasiado tarde; una pequeña pero �losa daga

se recostó sobre su delantal, con grandes deseos de

introducirse en su macilenta carne y tripas.

–Os he dicho con claridá que se retire vuesamercé

–insistió con voz suave y pausada el español–. Tengo

cosas que hablar con mi amigo, y si osáis volver a

interponeros, os degollaré como el sucio cerdo que

sois.

El asustado y sorprendido camarero palideció. Sus

ojos negros se abrieron como platos, tanto que pare-

cían querer salir de sus órbitas. Logró sin embargo

tartamudear un par de sílabas, pero fue interrumpido

nuevamente por su atacante.

–¡Vive Dios! Que os habéis meado como un bellaco.

Anda, largaos de aquí de una maldita vez y dejad a los

hombres discutir, ¡largaos he dicho, costal de mierda!

El bullicio del establecimiento alcanzaba para tapar

cualquier ruido de acero y en la oscuridad reinante

no existía brillo que adquiriera fulgor. Si aquel espa-

ñol hubiese deseado matarlo, ya hubiese dado buena

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cuenta de él. Teniendo esto por cierto, apresuró el

paso y se alejó humillado camino al mostrador, donde

lo esperaban varias copas que servir.

El español se paró justo enfrente de Vesalio. Guar-

dó su a�lada daga trapera, se acomodó los prolijos

mostachos del bigote con suavidad y mientras se qui-

taba los guantes, tomó asiento sin esperar invitación.

El otro permaneció de pie y risueño a su lado.

–¡Vientre de Obispo!, que ya veo por qué nuestra

Católica Majestad el rey de las Españas se hace tan

fácilmente con el poder del mundo, conocío y por

conocer. Que si son vuesas mercedes como ese bruto

cobarde, está bien y es fe de Dios que todo le per-

tenezca al señor emperador don Carlos el primero

–sentenció con sorna el español–. El problema de

los romanos, amigo Vesalio, es que son demasiados

golfos y cobardes, joder. –se burló groseramente.

Vesalio decidió ignorar el audaz comentario de

aquel bribón. Sus ojos sin embargo emanaron una

chispa siniestra, apenas perceptible, que se deshizo

en un instante como una pequeña e insigni�cante

vela en medio de un tormentoso y oscuro océano.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–¡Jah! ¡Voto a Dios por esa verdad! –gritó divertido

el español. Emilio Salazar y Tenorio, el Mano Roja,

siempre había sido un bravucón irritante–. ¡Que me

ha costao encontraros, cuerpo de Dios! –saludó ahora

amistosamente–. ¿Es cierto lo que dicen, de que Roma

paga bien por las cabezas de los cardenales?

–Más paga por españolas –respondió ásperamente

Vesalio, aun velado por la oscuridad de su capucha,

con esa voz suave y siseante. A pesar de conocerse

hacía largos años, el italiano resultaba osco y pragmá-

tico al hablar, como si el hecho de pronunciar discurso

le costara más que enterrar un �loso cuchillo en el

vientre de algún miserable. Emilio Salazar era la única

persona con quien Vesalio podía entablar conversa-

ción en todo el mundo conocido, pero en su o�cio

esa era una gracia que no merecía mayor con�anza.

Sin embargo recordaba aun una deuda que el español

le tenía pendiente.

–¡Con que cabezas españolas! Hace falta mucho

más que una daga para cortar una cabeza española,

pardiez. Que son duras como roca. Pero decidme mi

buen amigo de qué va todo esto. Por qué me habéis

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

mandado llamar. Y por qué, me pregunto piadosa-

mente y con Dios el misericordioso como testigo, no

hay vino y buenas putas en esta mesa. He sabido a

quien servís, pero nunca me imaginé que os hayáis

vuelto célibe.

–Os tengo un encargo; cumplidlo, y vuestra deuda

estará saldada.

–¡Que va! Un español primero paga sus deudas,

para entrar limpio y derecho al reino de Dios. Y yo,

Vesalio, os debo más que eso. Mandad, y os ayudaré

en lo que os plazca –fanfarroneó el español.

–Simple –siseó como una serpiente. Cada una de

sus palabras parecía estar acompañada de violencia

y amenazas, de odio y profundo rencor. No había

dudas de que sus conversaciones se simpli�caban en

la punta de su acero–. Alcanzaréis una delegación

que partió por la tarde y os in�ltraréis en ella. Os

seguiré muy de cerca, y podréis así remitirme sin

demora todo acerca de los planes del tal Valdés.

–¡Pardiez, hombre, un momento! Delegación reli-

giosa. . . ¡qué va! No estaréis hablando por casualidad

del Sumo Inquisidor Valdés, ¿verdad?

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–El mismo.

–¿Y qué deseáis saber de ese hombre de tan mal

vivir? Es un hombre peligroso. ¿Acaso vais a echarle

una visita?

–Eso no os importa. Al llegar a España recibiréis

vuestra paga. ¿Aceptáis?

–¿España? ¡Cuerpo de Dios! ¡A fe mía que este

plan se está volviendo insolvente! Que me he tenío

que marchar de allí por las malas artes del santo tri-

buno, pero eso ya lo sabéis. No sé si quiero regresar

adonde hombres de toda y la peor calaña se tienten

de hundirme un buen acero en mis tripas. Más, tam-

poco me gusta nada cobrar en partes... de anticipado

me vendría mejor, en el caso de que lleguemos a un

acuerdo y acepte, claro, ya que tengo a este bella-

co hideputa que veis aquí a mí cuidado y, pues, que

alimentarlo me cuesta algunos escudos –observó son-

riente al hombrecito que lo acompañaba–. Lo veis feo

al maldito, pero Hermenegildo es �el como un perro.

Lo rescaté de la calle, allá por el siempre peligroso

Palermo, y desde entonces no ha vivido sino para

servirme, hasta el punto de realizar cualquier encar-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

go que le solicite. Pardiez, que mi lacayo se viene

conmigo –concluyó.

Vesalio lo miró largamente.

–No llegaréis a Madrid, sino hasta el cruce de Aqui-

tania, en la frontera. Además, es plan para uno.

–¡Joder! Que si queréis que ponga una bota en Es-

paña, amparo de corrupción, hideputas y asesinos

religiosos, me sentiría más seguro con éste a mi lado,

pardiez –cerró los ojos en un gesto de �ngida a�ic-

ción, y continuó–. Soy lo único que el pobre tiene en

la vida, y que me he encariñáo, como se encariña uno

con una bestia. Además, de dejarlo, sabed que me

seguirá allá donde vaya. Por lo tanto, Vesalio, si me

necesitáis, voto a Dios que deberéis también desem-

bolsar algo para Hermenegildo –concluyó mientras

lo señalaba con la cabeza.

Vesalio lo observaba aun �jamente. Sospechaba

que aquel pequeño infeliz no vería un solo real de la

paga a Emilio. Pero le servía al artero español como

herramienta para pedir el doble de la paga en sus

trabajos. Luego, terminados los mismos, de seguro

se hacía con todo y botín y tiraba unas migajas a ese

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

pobre diablo que tenía de lacayo. Ese español siempre

había sido un bandido bravucón, lo sabía.

Después de meditar un momento, el tenebroso ase-

sino italiano se levantó e hizo una seña al madrileño

para que lo acompañara. Lentamente los tres se diri-

gieron hacia afuera. Vesalio, quien se había adelanta-

do unos metros, detuvose luego de unos largos pasos

en la oscuridad de la callejuela romana. Volteó muy

lentamente, y preguntó por segunda vez:

–¿Aceptáis Emilio?

–¡Que me lleve la puta virgen! –blasfemó–. No

puedo volver a España, lo sabéis pardiez, y sin em-

bargo me exigís que vuelva y ponga en riesgo mi

lindo cuello para saldar mi puta deuda –se detuvo

brevemente y sus ojos brillaron meditando en silen-

cio, en un suspiro interno. Temía mucho en verdad

volver a la Península y caer en las garras del Santo

Tribunal quien lo acechaba desde hacía largo tiempo.

Conocían su rostro, sus costumbres, los lugares que

frecuentaba; y tenía muy presente que enemistarse

con la inquisición signi�caba escapar por siempre, o

en caso contrario afrontar una serie de horrores que

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

a menudo incluían prisión, tortura, hoguera y muerte.

Hasta los hombres más crudos temblaban a la sola

mención del Santo O�cio. Sin embargo, enemistarse

con Vesalio parecía preocupar aun más al español

Emilio Salazar y Tenorio.

–No me habéis respondido Emilio, y deseo que lo

hagáis ahora –interrumpió Vesalio, y en un abrir y

cerrar de ojos con destreza felina, alcanzó el sorpren-

dido e indefenso cuerpecito del calvo por la espalda.

Con suma facilidad logró enterrar el �loso acero de

su cuchillo en el estómago del infeliz, incrustándolo

con la diestra hasta la empuñadura, mientras que con

la otra mano tapabale la boca evitando que ese último

grito alertara a algún caminante nocturno. La hoja

rasgó sus tripas, y luego el �lo se acomodó, tranquilo

y gustoso, en el cuello de aquel pobre diablo, para

rajarle un tajo de parte a parte y producir en el mise-

rable un burbujeante estertor �nal. Unos segundos

después se desvanecía en sus brazos, ya inerte. Fue

un movimiento veloz y raudo como el gélido viento

de la madrugada, y como éste, produjo en el español

un escalofrío in�nito que lo inmovilizó por comple-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

to–. Además –retomó La Parca con su voz sibilante y

pausada– os dije que es trabajo para uno. Por última

vez, ¿aceptáis Emilio? –concluyó, mientras soltaba la

informe masa cadavérica que hubo sido Hermenegil-

do y que ahora caía lenta y suavemente al piso en la

oscura madrugada de Roma.

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IX | LA TRAICIÓN DELPRIOR

{DIRÉ LO QUE SÉ, PERO DEJADLA IR. No

es necesario que la tratéis de este mo-

do –pidió Alonso con pesar–. Dejadla

ir a su hogar y yo en persona os daré la información

que deseáis –sostuvo mientras observaba los ojos del

inquisidor. Sin embargo los suyos propios parecían

resistirse a acompañar tal a�rmación. No sería él el

nuevo Iscariote de aquella joven inocente.

Bocanegra mantuvo su mirada punzante, estudián-

dolo con detenimiento «Os creéis astuto; ya veremos

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

qué tenéis para decirme», se dijo. Ya una vez había

sido engañado por éste, no volvería a caer nuevamen-

te en sus trampas y redes de palabras adornadas y

retóricas. «Posiblemente sólo deseáis ganar tiempo.

Eso querría decir que está cerca. . . » .

–Me alegra que accedáis tan amablemente –dijo

mientras dirigía su vista hacia el monje Anselmo,

quien ante una seña suya soltó bruscamente a la er-

mitaña, empujándola hacia el piso con desprecio. En

tanto, ésta soportaba ahora el maltrato casi sin emitir

sonido. Sus cabellos revueltos cubrían el contorno

de su rostro sudado. Se levantó cansina, apoyando

una de sus manos en la dura piedra, mientras que

con la otra se acomodaba lentamente las ropas ha-

rapientas y separaba los húmedos mechones de su

rostro. Parecía imposible creer que esa sucia mujer

fuera culpable de algo que no fuera un carácter ex-

travagante y sus maneras tal vez misteriosas. Incluso

su apodo de Mal-alma parecía ahora poca cosa ante

el sometimiento del que era víctima. Sin embargo,

inesperadamente y ante la mirada desconcertada de

los presentes comenzó a reír. Era en principio una

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

risilla apenas audible, pero la vastedad de la sala no

tardó en transformarla en una risa fuerte y áspera.

Un aire perverso parecía escapar de aquel sonido.

–¡Ya veis que es una bruja! Se burla de nosotros

los hombres de Dios. . .

–Anselmo. . . –interrumpió Bocanegra–. Dejad por

ahora a la meretriz –y su mirada descansó en el gi-

gante que se encontraba en la puerta quien parecía

disfrutar de aquella situación–. Señor Álzaga, llevadla

con el resto y haced que se comporte.

El hombre se acercó lentamente y no dudó en abor-

darla con brutalidad, a la vez que esbozaba una sonri-

sa maliciosa y temible, y la sujetaba fuertemente con

sus brazos tan gruesos como el cuello de un toro.

Mientras la llevaba a la rastra sin el menor atisbo

de contemplación, un malestar insoportable recorrió

las venas del fraile, quien observaba atónito. Sintió su

respiración entrecortarse; se dio cuenta de que man-

tenía los puños apretados y la mandíbula seriamente

contraída. Luego de mucho tiempo, un sentimiento

dormido pareció re�otar en su interior y concentró

todo su odio en un semejante, elevándose en él el de-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

seo de golpear y hasta de arrancar la vida a otro ser

vivo de estar a su alcance la decisión. «Tranquilo»,

se dijo «sólo desea que pierda los estribos». Respiró

profundo y a poco logró serenarse, apelando a su fe,

que lo recompuso como en tantas otras ocasiones y

diole fuerzas para afrontar la situación. Se enderezó,

y con semblante decidido levantó la vista nuevamen-

te hacia el tercer Inquisidor de Toledo. Sin embargo,

un grito sórdido y áspero lo impactó.

–¡No dejéis que lo tomen! –bramó la mujer, mien-

tras era arrastrada a través de la enorme sala. Sus

cuerdas vocales emitieron un sonido atronador, desa-

pacible y antinatural. Intentó seguir gritando, pero

aquella voz estridente y ominosa se dobló al igual que

su cuerpo, cuando un puñetazo del grueso capitán

fue a dar contra la boca de su estómago. Fernández

de Álzaga sonrió una vez más. Todos parecían con-

movidos por la situación, por aquel grito terrible y

desgarrador, todos menos él. Observó al fraile con

esa sonrisa taimada y, como si nada hubiera ocurrido,

se largó cerrando brutalmente la puerta tras de sí.

–¡Dejad de maltratarla, por todos los santos! –reac-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cionó Alonso dejando su desconcierto de lado–. Es

cierto, conozco a la hija de esa mujer, pero qué es lo

que os hace creer con tanta seguridad que sé dónde

se encuentra. ¿Quién os ha revelado tal cosa? Claro. . .

Dios os ha vuelto a hablar, ¿no es así Leopoldo?

El inquisidor decidió omitir la insolencia. Las pala-

bras de un hereje no cambiarían el hecho de que él

fuese un Enviado, un Elegido.

–¿Vais a decirme que no sabéis nada? –se limitó a

preguntar.

–Es exactamente lo que os digo.

–¡Mentís!

–No miento, juro que os digo la verdad.

–¡Un juramento! –dijo escandalizado–. Esa no es

sino otra prueba de vuestra maldad. ¡Creéis que no

sé que los iluministas adúlteros y sodomitas de Sevi-

lla se permitían ese tipo de artimañas para engañar

a los inquisidores! Y luego, cuando se ordenaba la

liberación de los acusados, éstos abjuraban inmedia-

tamente, lavando sus culpas ante sus acólitos, que no

eran otras sino las de haber confesado con decencia

minutos antes. He venido desde muy lejos reunien-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

do información como para que cometáis el error de

subestimarme una vez más.

–Nunca lo hice. . . pero eso no signi�ca que no

hayáis venido en vano, lo siento.

–Con que lo sentís, ¡Ira de Dios!. . . os advierto

que varias personas os han acusado y contribuido

así a la causa del Santo Tribunal. Vamos; acabáis de

escuchar en persona el aullido maligno de esa bruja;

fuisteis testigo de la corrupción de la naturaleza, de

su expresión inquina y aberrante. Y su hija a quien

protegéis es aun peor. Tal vez no comprendas a qué os

enfrentáis realmente, tal vez, ya que de saberlo haríais

caso a mi voluntad y la entregaríais de inmediato.

Sé que la ocultáis en algún sitio, pues nos ha sido

corroborado por un clérigo de la villa de Monreal,

ese hombre tuerto llamado Zacarías, quien de paso

por estas tierras no pudo dejar de percibir vuestra

a�nidad por los brujos y por esa en particular.

–¡Vive Dios! Si vuestra fuente de inspiración santa

es Zacarías, pues mucho me temo que habéis perdido

el rumbo; ¿desde cuándo os dais en creer en personas

como él? Si de verdad lo habéis visto, sabríais que no

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

os engaño al a�rmar que no es de �ar, y que en tal

caso, lo que os haya dicho no fue sino alentado por

el miedo, por el temor de sus propios pecados.

–¿Eso es lo que creéis? –se burló–. Os diré que

habló sin preámbulos, sin guardarse nada, ese goliar-

do imbécil a quien tenéis por amigo, y que no tuvo

reparo ninguno en delataros de inmediato. Veo con

tristeza que no me he equivocado en sospechar que

estabais con vida, y lo que es peor, aun involucrado

en viejas herejías –y dirigió una mirada profunda y

llena de malicia hacia el gordo y obsoleto prior que

permanecía rígido y mudo a un costado, con la boca

y los ojos abiertos como platos. La situación pare-

cía desbordarlo por completo–. ¿Y vos qué pensáis,

monseñor? Después de todo habéis dado albergue a

un conocido proscrito. Decidme, ¿creéis que soy un

estúpido que se ha equivocado?

Ambaraleón Castañeda temblaba de miedo. La co-

bardía hacíale olvidar por completo su prestigioso

cargo, antes bien parecía que a aquel inquisidor poco

le importaban tales menesteres. Si bien era tratado

por éste con política, su voz pausada y grave lo turba-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ba hasta casi despojarlo de su investidura. No sabía

cómo contestar. Si decía que no se había equivocado,

ponía de mani�esto abiertamente que su buen sacris-

tán mentía, ocultando el paradero de la muchacha. El

haberle brindado protección dentro del monasterio

sería un penoso antecedente y le jugaría en contra

entonces. Por otro lado, eran conocidos en gran parte

de España los métodos de aquel Inquisidor de Toledo,

y a�rmar que uno de los más severos y astutos in-

quisidores del reino se había equivocado, dejándose

engañar por la chusma de las comarcas rurales re-

sultaría por demás un insulto gravísimo y hasta un

riesgo de cárcel.

–Creo haberos hecho una pregunta simple, mon-

señor. . . –insistió El Mastín con voz calma, mientras

enderezaba su espalda y cruzaba los brazos.

Alonso observó detenidamente al inquisidor, y pu-

do vislumbrar en sus ojos un brillo por él conocido,

una mirada mixta que concentraba en ella una indul-

gencia hipócrita y mentirosa; decía “no temáis, estáis

en manos de una asamblea fraterna que sólo puede

querer vuestro bien”. Pero en realidad su postura,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

corporalmente violenta, le refería otra frase, algo así

como “todavía no sabéis cuál es vuestro bien, pero

pronto os lo diré”.

El gordo y cobarde Ambaraleón Castañeda torció

la vista hacia Alonso, pero la vergüenza no le permitía

mantener esa mirada. Agachó la cabeza y durante un

instante sumió su cara entre sus enormes y rollizas

manos cubiertas de anillos, conmovido. No deseaba

traicionar a quien anteriormente había rescatado y

protegido, pero sabía Dios el castigo que le tocaría

en gracia si engañaba al inquisidor. Debía encontrar

una salida decorosa que favoreciera a todos, o a él

por lo menos.

–Hermano –le dijo entonces muy débilmente–. En-

tenderéis que no deseo que la sospecha de brujería

recaiga amargamente sobre estos santos y tan anti-

guos muros –se santiguó escandalizado–. Desde que

inocentemente os acogí, ignorando vuestro pasado

por supuesto, se os ha dicho que vuestro deber es pro-

teger las puertas de este santo lugar, así como el mío

consiste en guiar y proteger las almas de los �eles y

sus cuerpos en el mundo terreno. Tal es así que no

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

puedo protegerlos si no resguardo el mío propio pri-

mero. Os ruego no creáis que mi reacción es injusta,

por favor, pero es hora de estar a bien con Dios y pro-

teger mi vida y salud, por tanto la salud de mi pueblo,

como bien dicen las sagradas escrituras que es deber

del buen pastor –el fraile lo observaba �jamente, con

ojos de reproche–. Decidle al dignísimo inquisidor

dónde está la joven, pues según entiendo lo sabéis de

sobra, ya que me ha corrido el rumor de que se os ha

visto con ella esta misma mañana –concluyó con una

simulada actitud doliente. Sin embargo, el prior no

había llegado a su posición realizando sólo buenas

obras. Como buen político sabía muy bien cuándo

apostar al ganador–. Estoy seguro de que compren-

deréis, Alonso, que es mejor que le digáis la verdad a

este hombre santo. Haced la voluntad de mi humilde

consejo; de hacerlo, quiera el Altísimo, os otorgará

el perdón buenamente. Además –dijo elevando las

palmas– es tarea de todo buen cristiano proteger la

vida, sea del prójimo o la de uno mismo –concluyó.

–No os preocupéis demasiado, monseñor –inte-

rrumpió complacido el inquisidor al ver la mirada

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

de desaprobación del viejo fraile–. Esa mujer no es

una simple ermitaña, es una vieja y conocida bruja

llamada Francisca Hernández, cuyas vilezas son por

muchos conocidas en varios puntos del reino, princi-

palmente en Valladolid, donde sus hermanas han sido

al �n atrapadas e inducidas a confesar; en tanto su

hija tampoco es una niña ordinaria como creéis tan

inocentemente; es en efecto, una peligrosa aberración

que posee algo que nos pertenece, y es deseo de Dios

recuperarlo. Habéis hecho bien en denunciarla, pues

es vuestro deber cristiano.

–¡Debe ser puri�cada! –recomendó El Mesías.

–Pero antes debemos recuperar algo que su madre,

esa mala cimiente, nos ha robado hace tiempo y que

se cree ha legado a su vástago –continuó el inquisi-

dor–. En tanto a vos –y volvió su rostro con desdén

hacia el párroco–, deshonráis una vez más vuestros

votos y juramentos; el tiempo me ha dado la razón.

Aun transitáis el oscuro camino de los apóstatas, des-

preocupado del mandamiento divino que exige regar

la palabra en lugares como estos. Os creéis un hom-

bre de doctrina por haber leído unos cuántos libros

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

herejes. . . ¡Condenación!, que no han servido sino

para renegar de vuestra fe y del ejemplo del após-

tol Pedro, y para fundar vuestro desvío conforme el

avance de vuestra propia depravación. Siempre sos-

tuve que permitiros la vida sin arrepentimiento era

un grave error; no me hicieron caso y acá estáis –hi-

zo una pausa, serenándose–. Sin embargo, y os digo

que muy a mi pesar, tengo un trato para ofreceros:

decidme ahora lo que deseo, y todo seguirá su curso

normal, esa es mi promesa. Me olvidaré para siempre

de vuestra miserable vida. De lo contrario padeceréis

sin remedio las consecuencias de vuestra indolente

negativa. ¿Deseáis eso, fraile Alonso? ¿Deseáis aca-

so que se repita el capítulo de Sevilla? Bien, está en

vuestras manos la decisión –sentenció implacable.

Intuía que el fraile no deseaba ser testigo una vez

más del peso del Santo Tribunal. Hablaría, antes o

después, pero hablaría.

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Page 176: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

X | EXTRAÑAS DECLARA-CIONES DE UN BUENSAMARITANO

EL PUEBLO DE MONREAL ERA AHORA SU

HOGAR. Se encontraba en la periferia de

Navarra, a unas cinco o seis leguas de la ciu-

dad de Pamplona. Había llegado desde el sur, desde

Logroño, tomando la ruta real que separaba los reinos

de Castilla y Aragón, hasta cruzar el Camino de San-

tiago. En aquella gran ciudad, la bellísima catedral

de San Bartolomé no había podido albergarlo más.

Tras su paso, ya no sólo sería recordada por el es-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

plendor de sus maravillosos vitrales, o por su cándida

mampostería. Tampoco por su hermosa y magní�ca

portada ojival, la cual contenía las más bellas escultu-

ras románicas que narraban la vida del santo y otros

pasajes de la biblia.

Pues más a pesar de la belleza de la portada y de

sus diecinueve viñetas, una decadencia moral impreg-

naba ahora de rumores a la catedral de San Bartolomé

de Logroño, decadencia que nacía justamente de ha-

ber dado albergue al infame Zacarías del Monte y

Ozorio.

A comienzos del año 1538, franciscanos del mo-

nasterio aledaño fueron acusados de mantener escon-

dido a un prófugo ligado a las herejías iluministas

de Sevilla, que había logrado escapar a los autos de

fe celebrados allí meses antes. Se sospechaba que

el acusado, quien había conquistado conocimientos

diversos de distintas religiones y creencias, y cuya

prédica le valió el proceso, se encontraba escondido

bajo cálido abrazo de los frailes que o�ciaban en el

monasterio de la catedral, que lo protegían por ser

parte de la misma Orden. Leopoldo Bocanegra, el jo-

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Page 178: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ven tribuno que llevaba adelante las pesquisas, no

pudo vulnerar la obstinación, no solo de aquellos frai-

les, sino también del orgulloso palacio inquisitorial

de Logroño que se arrojaba la potestad de�nitiva en

el territorio cuya jurisdicción era indiscutible, y al

no contar con aquel apoyo que se hubiese revelado

capital, encontrar al acusado fue una tarea que rápi-

damente la Suprema entendió imposible, ordenando

por ello suspender la caprichosa búsqueda y llamar

al Comisario inquisitorial, al Procurador Fiscal, a los

familiares y al gran número de soldados de la guar-

dia imperial, cuyos costos se estaban excediendo del

presupuesto o�cial.

No quedó otro remedio que cesar en la persecu-

ción, pero la vergüenza del inquisidor Bocanegra por

no haber encontrado a su trofeo pareció su�ciente

para inspirar a su amigo, un in�uyente Obispo de

León, quien apartado de los medios o�ciales, tenía

sus motivos para no abandonar del todo la empresa.

Así fue como a �nales de ese mismo año, por or-

den de ese Obispo llamado Fernando Valdés y Salas,

futuro Inquisidor General, un joven clérigo de nom-

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Page 179: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

bre Zacarías llegó al monasterio de San Bartolomé

con la tarea, según se comentaba en un principio,

de controlar el cumplimiento de los sagrados ritos

y encontrar información que sirviera para apresar a

quien anteriormente había escapado de las manos del

joven Bocanegra. Sin embargo, al llegar y para sor-

presa de todos, su comportamiento distaba mucho de

lo esperado: nunca pudo localizar el rastro del hereje

prófugo al que, suponían, le habían ordenado buscar,

y sus excesos eran materia de nuevas habladurías

entre los monjes y sacerdotes de la gran ciudad.

Quienes lo conocían, sostenían que era un hombre

extraño. Algunos a�rmaban que sus comportamien-

tos eran más bien algo sospechosos, de conductas

inapropiadas o, cuanto menos, poco convenientes a

un hombre que se había ligado a los votos solemnes

de pobreza, obediencia y castidad. Estas versiones

comenzaron a trascender, por lo que ante el reproche

y la desaprobación constante, el pícaro se vio forzado

a marcharse de Logroño, desconcertando a los que lo

creían informante.

Sin embargo y contra todo pronóstico, el beneplá-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cito obtenido de una de las más in�uyentes �guras

del mundo cristiano en España, logró convertirlo in-

creíblemente en el sacerdote de la precaria parroquia

de Monreal, que se erigía muy cerca de las ruinas del

antiguo castillo de los reyes de Navarra, mandado a

derribar por el monarca Carlos. Luego de vagar con

rumbo incierto por varios pueblos de los alrededores

de Pamplona, se instaló en Monreal y desde allí co-

menzó a difundir su prédica singular y trasnochada.

De esta forma, esta vieja villa se había convertido

en su nuevo y querido hogar.

El tiempo había pasado y Zacarías era ahora un

hombre de unos cuarenta años, entrado en carnes.

Su aspecto rechoncho y poco agraciado, pues sus fac-

ciones se veían alteradas por una horrenda cicatriz

sobre su ojo derecho, lo habrían hecho vulnerable al

rechazo de la gente de no haber mediado su posición

religiosa. Para los habitantes de Monreal, su pasado

resultaba esquivo y difuso, y se perdía en un torbe-

llino de habladurías. Se lo conocía como El Tuerto,

y su efusiva prédica y animosidad en contra del de-

monio iba siendo cada vez más conocida en toda la

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

zona. Siempre lo acompañaba su pequeño aprendiz,

un guiñapo tartamudo a quien había sacado de la ca-

lle llamado Xacome, quien con los ojos bien abiertos

no perdía detalle de las reuniones malé�cas narradas

por Zacarías.

Hacía unos años y durante una tarea de evangeliza-

ción, según a�rmaba, había comenzado una incursión

por las comarcas norteñas de Lantz, Santesteban y

Elizondo, llegando incluso hasta las lejanas y oscuras

villas de Urdax y Zugarramurdi, ya a �nales del año

1554. Fue en esta travesía justamente que enteróse de

la existencia una secta diabólica que merodeaba en la

zona, cuyos malignos acólitos se escondían de la luz

del día en los bosques de los alrededores que, como él

muy bien sabía, eran muy aptos para cobijar a tales

oscuros seres. Recorrió gran parte de las tierras Na-

varras en toda su extensión, investigando acerca de

los vuelos nocturnos de las brujas, tal era su pasión,

hasta atravesar incluso las sierras de Leyre, al este de

Monreal. Reunióse allí por primera vez con un fraile

franciscano quien realizaba las tareas de sacristán en

la Iglesia de San Salvador, en el apartado monasterio

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

que se erigía al pie del inmenso Arangoiti. Zacarías

nunca sospechó que el sacristán de la vieja iglesia

de Leyre fuera el mismo hombre que años antes, y

según creían algunos, le habían ordenado buscar en

Logroño, tal era la magia de la casualidad.

Su primer encuentro con el fraile no había resulta-

do demasiado fructífero. En su opinión, y como más

tarde le había advertido a su aprendiz, el franciscano

mantenía una actitud casi neutral, demasiado laxa pa-

ra con las sectas que descaradamente se congregaban

al caer la noche, y que se habían expandido incluso

hasta las orillas del canal de Verdún, lecho del pan-

tano de Yesa. Zacarías le remitía todo tipo de historias

acerca de las reuniones y los bailes nocturnos que los

brujos realizaban con total descaro y despreocupados

de la salvación de su alma ya corrompida. Le contaba

todo esto sin reparar en la presencia de su pequeño

aprendiz, pues sostenía que el guiñapo debía algún

día saber defender a su rebaño de las garras pestífe-

ras del Diablo, amén que aquel también comandaba

un grupo de pilluelos y bien les haría a los peque-

ños bellacos estar advertidos de aquellos desórdenes

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

de la naturaleza, que por cierto era el mensaje que

Zacarías quería brindar al pueblo indefenso. Pero el

viejo fraile parecía siempre, a ojos del escandalizado

clérigo, desoír las advertencias de éste y cada uno

de sus comentarios enfebrecidos. Alonso Iturbe, tal

era el nombre del sacristán, estaba al tanto de todo lo

que ocurría en los alrededores y tras las sierras más

allá del monasterio, a más sobrevolaban versiones

que hablaban del tuerto como de un hombre que se

entregaba con frecuencia a los vicios de la gula y la

avaricia, y por sobre todo a los pecaminosos placeres

de la carne, cediendo con recurrencia a las lisonjas de

la naturaleza. Eran conocidos por la zona los rumores

de que Zacarías nutría pasiones que no convenían de

ninguna manera a hombres de fe, quienes entregaban

su amor solamente a Dios. Los deslices sexuales que

a su alrededor se propagaban como fuego en hierva

seca, sin embargo, no eran lo peor. Algo que preo-

cupaba más a fray Alonso, no era por lo general la

inmoralidad entre personas conscientes de sus ac-

tos, sino el pecado de solicitatione ad libidinem in

actu confessionis. El viejo franciscano tenía claro que

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

al no existir aun en los pequeños pueblos barreras

físicas entre confesor y penitente, las ocasiones de

pecar resultaban, para un clérigo de la reputación

de Zacarías, sencillas y recurrentes. Sin embargo no

podía juzgarlo, pues no se creía quién para hacerlo.

¿Acaso no había dicho el mismo Jesús “no juzguéis o

seréis juzgado”? Pero los susurros que revoloteaban

alrededor de ese hombre eran su�cientes como para

tomar sus palabras cuanto menos con cautela. Antes

bien, prefería desviar el curso de la conversación ha-

cia otros menesteres más amables, indicándole que

podría tratarse de algún tipo de engaño o alucinación,

restándole importancia a la prédica vehemente del

hombre que permanecía inquieto en su silla. Duran-

te varios meses aunque de forma esporádica, siguió

recibiendo la visita de aquel clérigo, pero siempre,

decoroso, evitaba de algún modo ceder a los pedidos

de este peculiar hombre. Sin embargo, por un moti-

vo u otro Zacarías siempre regresaba para tratar de

obtener su adhesión en la lucha contra la brujería, y

siempre se encontraba con que sus pedidos resulta-

ban del todo infructíferos a la hora de convencerlo.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Alonso, por su parte, llegó al punto de creer que no

intentaba hacerlo entrar en razón, y que sólo regresa-

ba a su compañía como pretexto para reunirse, comer

su comida y beberse todo el vino que tanto parecía

disfrutar.

Cierta información inquietante despabiló una ma-

ñana los oídos del alunado Zacarías. En su última

incursión hacia los pueblos del norte había sido inter-

pelado por el matasanos de Santesteban, un tal doctor

Bilbao, quien lo puso al tanto de que la secta satánica

que el clérigo seguía desde hacía tiempo era lidera-

da ahora por una bruja que se había instalado muy

cerca en las afueras de la villa, adentrándose en el

bosque. Allí vivía momentáneamente con una joven

que, le aseguró de acuerdo a ciertos rumores, había

sido concebida en el pecado supremo. El parecer de

una eminencia como el doctor Bilbao, vascongado y

cristiano viejo, produjo en Zacarías un malestar que

solo fue acallado al dirigirse él mismo como defen-

sor del pueblo de Dios a las profundidades de dicho

bosque. Comprobó con espanto, según se lo oyó ase-

gurar en alguna triste taberna tiempo después, que

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

una bruja horrenda se encontraba abiertamente al

servicio del Diablo. Pero como luego reconoció, él era

un hombre devoto, y por eso regresó una y otra vez a

internarse en la espesura de aquel bosque encantado

e intentar atraer a esa triste y pobre alma descarriada

nuevamente al recto camino de Dios... o eso era lo

que había a�rmado. «Los santos se salvan solos», era

su divisa, «pero a los pecadores hay que buscarlos

allí donde se encuentran». (2)

Tal parecía que su devoción no lograba convencer

a la criatura para que acepte los preceptos divinos,

dado que seguía intentándolo más y más arduamente

cada noche, a la hora en la que según su testimonio

se practicaban las reuniones malé�cas. Hasta que un

buen día le perdió el rastro. Entonces recurrió nue-

vamente a la ayuda del sacristán del monasterio de

Leyre, quien una vez más y como tantas veces le re-

comendó que dejara en paz a esas pobres gentes, que

tal vez sólo deseaban mantenerse fuera del alcance de

seres indeseables. Fray Alonso lo convidó esa noche

a beber un buen vino, como era su costumbre cada

vez que Zacarías acudía a por su ayuda y consejo,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

para acallar un poco su alma tempestuosa ya que co-

nocía la debilidad del clérigo por la buena bebida. No

eran amigos, pero el fraile sentía cierta simpatía por

Zacarías, quien incansable y siempre escandalizado

lo aprovisionaba de información de la secta, la que

según ahora a�rmaba, se había extendido ya hasta

los límites mismos del monasterio.

–Tenéis que hacer algo, amigo Alonso, ¡tenéis que

ayudarme! –apremió urgente el clérigo en aquella

última oportunidad–. Allí –y señaló agitado en di-

rección al bosque lindante que se extendía hacia los

Montes de Areta– los secretos del maligno se encuen-

tran bien custodiados –su aguda voz sonaba a�igida,

como la de quien guarda un secreto y no sabe qué

hacer con él.

–¿Si? –dijo Alonso enarcando las cejas, mientras

con más importancia escanciaba una provechosa co-

pa de buen vino–. ¿Custodiadas detrás de puertas

atrancadas, por ejemplo?

–¡Oh, no! Más que eso.

–¿Más aun? –preguntó el fraile siguiéndole la co-

rriente.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Si... ya os dije que por todo el territorio circu-

lan historias de que en los bosques de toda Navarra

suceden cosas... extrañas.

–Bien, pero ¿qué tipo de cosas?

–Extrañas. Os vuelvo a repetir que el médico de

Santesteban también ha notado que con más frecuen-

cia se practican ciertas artes ocultas y oscuras. En

dichos encuentros, todos se mezclan en una marea

de piernas desnudas y torsos transpirados, lo sé bien

pues yo mismo, urgido por un sentimiento piadoso

claro está, me dirigí hacia allí a comprobarlo repetidas

veces. Recordad que los santos se salvan solos. . .

–. . . pero a los pecadores hay que buscarlos allí

donde se encuentran, lo sé, lo sé –completó el fraile

con una sonrisa cómplice.

Zacarías se persignó con frenesí.

–Os digo que no debemos dejar jugar a los lobos

cerca de nuestros indefensos corderos.

–No debéis creer todo cuanto os cuentan, her-

mano. Algunas veces las personas engañan a las al-

mas inocentes como la vuestra, atraídos por la malicia

simplemente, o por algún que otro interés sólo por

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Dios conocido. Pero no prestéis oídos a palabras ne-

cias.

–No... –susurraba mientras se refregaba las ma-

nos–. Yo mismo lo he visto, ¡por los clavos de Cristo!,

os lo repito, y con mis propios ojos. Una de las noches

en que me dirigí hacia allí...

–¿Os dirigisteis hacia los bosques de noche? –inte-

rrumpió con �ngida sorpresa el anciano fraile.

–¡Oh!, sí, sí. Deseaba descubrir al maligno en su

acto impuro y derrotarlo –sorbió de un trago todo

el contenido de la copa. Se limpió las gotas de vino

que comenzaban a chorrear grotescamente por sus

comisuras con el antebrazo–. Os decía... ah, sí. Una

noche me dirigía dispuesto a acabar con esta abomi-

nación, y lo que vi me llenó de espanto –miró hacia

sus costados, y con aire de con�dencia, susurró–. Co-

menzaban a prepararse para el acto inicuo del pecado

carnal, oh, y se untaban su cuerpo con un ungüento

maloliente a la vez que cantaban un conjuro para

luego salir volando en sus escobas alrededor de la

fogata.

–¿Pudisteis oler acaso la fragancia del ungüento?

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–preguntó con aire taimado el buen fraile que no creía

en todo aquello.

–¡Por supuesto!, vos también podríais, os lo asegu-

ro –asentía vehemente el clérigo.

–¿Y qué más visteis?

–Ellos danzan con una cruz invertida en la mano,

porque se sirven de este tipo de alegorías para blas-

femar contra Dios. En sus misas satánicas, celebran

la eucaristía con hostias negras, y... oh, no me atrevo,

no me atrevo a continuar –pronunció agachando la

cabeza y entrecruzando las manos en el pecho.

–Continuad, os lo suplico –exhortó cómplice y

gentilmente el viejo fraile, a quien entretenían, y en

cierto grado divertían las historias de Zacarías.

–Bueno, pues... se dicen que están hechas de niños;

que los brujos desgarran el cuerpecito de niños sin

bautizar y los mezclan con harina para fabricar sus

hostias blasfemas.

–¡Por Jesucristo Nuestro Señor! –se escandalizó

esta vez el buen fraile. Eso había sido demasiado–.

Zacarías, no podéis andar contando esas cosas por

ahí. Son cosas horrendas que nada resuelven los pro-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

blemas de la gente. Es más, los perturban más cada

día y creen ellos que ven diablos y brujas en todas

direcciones. Eso es peligroso, pues no es necesario

estar loco para ver cosas que sólo existen en nues-

tra imaginación, Zacarías. Recuerda, la locura y la

desesperación son primos cercanos. No alimentéis

la hojarasca seca, ávida de este tipo de cuentos, pa-

ra nutrir y avivar el fuego de esa locura. Tenemos

una misión, hermano, y no es la de asustar a los �e-

les de nuestra iglesia, sino la de atraerlos en base a

preceptos de amor y caridad.

–Cierto es, amigo, cierto es. Tal vez he pecado...

¡oh!, sin duda he pecado; pero qué otra cosa puede ha-

cer un pecador. Sin embargo también es cierto lo que

ocurre en el bosque, podría jurarlo, pues yo mismo lo

he comprobado. Estas tierras se encuentran olvidadas

por Dios, es el prado de la desdicha, el prado donde

habita el macho cabrío, ¡es el akelarre, os lo digo! Ella

manda aquí con ayuda del Maligno, con quien copula

con total descaro.

–¿Ella? ¿Quién es ella? No os referiréis de vuelta

a...

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–La bruja del Monte Areta, sí. Es una hechicera

intensamente buscada hace años. . . os lo con�eso

aunque. . . aunque no debería; pero esto no da sino

buena prueba del grande aprecio que os tengo y de

mi entera con�anza. Se habla de que posee partes de

un viejo manuscrito cuyo correcto uso y utilizando

las palabras adecuadas es capaz de abrir las puertas

del mismísimo in�erno y conjurar a Lucifer, hojas

de un libro antiguo que se creía perdido y que es-

conde abominables secretos: el. . . el misterioso Codex

Gigas, escrito bajo supervisión del mismísimo Rey

de las Tinieblas. También se dice que tiene el poder

para invocarlo y trasmutarlo al mundo terreno a tra-

vés de un oráculo extraño, ya que ha conseguido el

secreto del muy herético Opus Magnum –el clérigo

parecía perturbado–. He oído que su hija es hija del

demonio, que como tal, viene al mundo a sembrar

la desdicha, y hasta ella misma inclusive me lo ha

sugerido una vez; me dijo que su hija fue concebi-

da para cambiar al mundo, ¡Oh! He logrado también

sonsacarle confesiones aberrantes, cómo copula con

su amo y señor, por ejemplo; me lo ha confesado en

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

una ocasión, de seguro para mitigar el ardor de su

alma incandescente.

–Así que habéis vístola de cerca, y hasta habla-

do con ella Zacarías. . . –a�rmó ahora ciertamente

interesado el fraile. Sabía muy bien a quién se refería.

–Algunas veces... –y volvió a persignarse–. Y siem-

pre en esas ocasiones ha intentado tentarme para

que sucumba a sus oscuros placeres, pero Dios me

ha dado un alma fuerte y devota. Me ha costado salir

del trance, pues como todo hombre llevo el pecado

en mí, lo con�eso, pero con Su ayuda lo he logrado,

y sus hechizos jamás tuvieron el efecto que ella tan

desesperadamente ansiaba en mí. Sin embargo, una

vez pude sonsacarle, misericordiosamente para depu-

rar sus culpas, cómo fue que tuvo comercio con el

diablo. Me dijo que la penetró por las partes ordina-

rias y. . . por las otras...Y que por éstas últimas tuvo

ella el mismo contento, aunque sentía algún dolor

por ser el miembro más grande y duro... oh, que ho-

rror –�nalizó con los ojos cerrados mientras negaba

con la cabeza–. La primera vez que la vi, supe que se

trataba del vehículo del demonio, pero no fue nada

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

comparado con el temor que sentí al observar los ojos

de su hija... –el clérigo se estremeció–. Debo adver-

tiros, que en mi camino hacia Santesteban, atravesé

las pequeñas comarcas de Lantz y Olague, y allí es-

cuché la confesión de una de las acólitas arrepentida

de haber participado en esos rituales pecaminosos

en los bosques del norte. Era un bruja muy hermosa,

cuyos encantos lo supe, eran productos de tratos con

el Maligno. Gracias a Dios me encontraba dispuesto

a puri�carle el alma, escuchándola en confesión. Su

mirada, mientras me enunciaba los pecados más im-

perdonables, era de pura lujuria, como la mirada del

súcubo que busca el comercio con Satán. Cualquiera

diría que me estaba tentando a que sucumba a sus

impuros deseos, antes bien, decidí, como todo buen

cristiano haría, dejar de lado mis miedos e intervenir

al servicio de Dios de manera radical –Zacarías bebió

largamente y continuó–. Teniendo en cuenta lo des-

garradora de su confesión, tomé valor y me dirigí de

una vez por todas, con la santa palabra en mi mano,

hacia lo profundo del bosque a dar cuenta de una

bendita vez de aquella abominación. Fue entonces

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cuando la vi por primera vez; mi instinto racional me

incitaba a gritar “¡vade retro!”, y alejarme de aque-

lla cosa gimiente, pero algo en mí me impulsó hacia

adelante, como si quisiese tomar parte en un hecho

prodigioso... y allí, luego de rogar por mi alma a Dios,

entablé conversación con la niña. Intenté por todos

los medios que abandonara la senda del pecado, pero

fue en vano. No me escuchaba, sólo se burlaba y me

miraba con esos ojos extraños. . . extraños y aterrado-

res. Hasta que �nalmente escaparon de aquella zona

para establecerse, como os vengo a advertir, en el

Monte de Areta.

–Basta de tantas historias, Zacarías. No es bueno

que un hombre de fe se deje llevar por la superstición

propia de la gente ignorante. Me habéis hablado de

brujas, de libros secretos y antiguos, de hechizos y

conjuros alquímicos arcanos que harían que Lucifer

volviera del mismísimo in�erno. La existencia de un

libro escrito en colaboración del Rey de las Tinieblas

como el Codex Gigas no es sino un mito ancestral y

ridículo. Entiendo que la gente abrace con facilidad

ese tipo de creencias, porque no son hombres de doc-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

trina como nosotros. Por otro lado, no podríais sos-

tener esas acusaciones y lo único que conseguiríais

sería que la gente se mire con ojos descon�ados entre

ellas, que germine en su interior la envidia, el odio, la

violencia, sentimientos nacidos de un solo principio:

el miedo que otorga la ignorancia y lo desconocido.

Creo prudente, mi buen amigo, el no alentar a la gen-

te a descubrir demonios y diablos dónde solo hay una

imaginación disoluta –tomó un sorbo del suave vino

y continuó, re�exivo, mientras se ponía lentamente

de pie–. He pensado en dichas reuniones, en esos

bailes que tan fervientemente describís Zacarías. No

voy a justi�car ese comportamiento en caso de que

existiera, pero tampoco me toca a mí juzgar. Tal vez

sí se juntan, tal vez sí bailan, pero ¿es que acaso no

podéis barajar la posibilidad de que existiesen per-

sonas dispuestas a reunirse a cantar y bailar, comer

y hasta satisfacer sus bajos instintos a la luz de la

luna, sin que se encuentren bajo el poder opresivo de

Satán?

El clérigo lo observaba �jamente, como sorprendi-

do, con los ojos bien abiertos. En silencio e incapaz

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

de desviar la mirada del fraile, se sirvió otra copa de

vino y volvió a vaciarla de un sólo trago.

–¡Hay que alertar al pueblo, Alonso! Esto no es

una alucinación –repetía mientras se persignaba una

tercera vez.

–Escuchadme amigo mío. Nunca como en estos

últimos años los predicadores han ofrecido al pue-

blo, para estimular su piedad y su terror, palabras y

situaciones tan truculentas y perturbadoras. Nunca

como hoy se ha insistido en excitar la fe de la gen-

te describiéndoles las penas del in�erno en la tierra.

¿No os parece extraño que todo esto ocurra justo y

cuando el merma del reformismo hace mella en la Ma-

dre Iglesia? ¿O cuándo los rumores acerca del corte

con Roma se esparcen como el polen en primavera?

¿Acaso no os habéis preguntado por qué Zacarías?

–Por necesidad de penitencia, sin duda –mencionó

con las palmas elevadas y expresión devota–. Vos,

que tanta piedad tenéis para con los brujos, que si no

os conociera tan bien como lo hago, diría incluso que

parecéis defenderlos, vos amigo mío, debéis creerme.

Yo lo vi con mis propios ojos, lo vi.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–¿A quién os referís exactamente?

–¡Al mismísimo Maligno!

–Zacarías...

–Era enorme, tenía dos cuernos en lo más alto de

su cabeza, bebía y bailaba como un energúmeno mien-

tras tocaba el tambor haciendo que los que yacían a

uno y otro lado reptaran como serpientes y copularan

como animales en celo. Su sed no tenía límites, como

si beber de ese modo podría acaso apagarle los fatuos

y eternos fuegos de su alma. Yo mismo me sentía,

os lo con�eso, confundido por esa visión... Tal vez,

¡oh que tormento!, fui sin darme cuenta el inocente

blanco de un �ltro malé�co, lo que produjo en mí

una sensación de malestar y mareo, de embriaguez

diría, que nubló mi vista y mi certero juicio. Pero lo

vi, estoy seguro y dispuesto a jurarlo ante Dios mi

Señor y su hijo Jesucristo muerto en la cruz. Luego

había tomado, para engañarme y seducirme lo sé, la

forma del ruiseñor con que el mismísimo San Virila

estuvo obnubilado en su sueño místico de trescientos

años. A fe mía que deseaba atraparme en la inmen-

sidad del bosque, no lo dudéis, al reconocer en mí a

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

un férreo paladín de la cristiandad. Entiendo vuestro

desconcierto; pero no temáis, pues sé cuan difícil es

luchar contra el demonio, y por tal es preciso que

os aliente a hacerlo con todas las fuerzas –y se le-

vantó lentamente de la silla, embriagado en parte de

audacia, en parte de fe y por completo de vino, pero

no de visión alguna, como fray Alonso sospechaba

sosegado mientras Zacarías le narraba lo ocurrido

ante sus ojos–. Y aquí, en estas tierras, abundan ya

los aquelarres, os lo digo. Hay que abrir bien los ojos.

Ahora me voy. Me internaré en vuestro bosque, ya

que a esta hora comienzan las reuniones brujeriles.

Los espiaré hasta el amanecer, pues para dar bata-

lla al demonio, es preciso conocer sus movimientos

y maniobras blasfemas. Lucharé, por el bien de mi

rebaño, para no sucumbir nunca a la ¡hip..! tentación.

–No me engaño de que así no fuere, Zacarías. ¿Que-

réis que os acompañe? –consultó con una sonrisa

fútil el buen fraile. Ya empezaba a sospechar acerca

de las causas y las razones que inducían a Zacarías

a internarse cada noche en los con�nes del bosque

y a arriesgar a tal extremo su singular beatitud. El

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

viejo fraile comprobaba de a poco, apesadumbrado,

la veracidad de las malas lenguas.

–Oh, no... esta noche no hace falta. Podrían hechi-

zaros fácilmente. Quedaos con vuestras ovejas, que

Dios tiene al bueno de Zacarías para luchar contra los

poderes del Maligno. Solo os vengo a alertar contra

su poder corrupto y opresivo para que hagáis lo que

yo, y prediquéis con fervor contra tales rituales, y a la

vez, mantengáis a vuestras ovejas a salvo en el recto

camino de, hip!, Dios Nuestros Señor, hip! –apresuró

una nueva copa de vino, una más, se persignó con

énfasis una última vez y se marchó tambaleante, per-

diéndose en la oscuridad.

El viejo franciscano Alonso Iturbe no volvió a ver

al clérigo durante un largo tiempo. Al reencontrarse,

recordaría la re�exión de aquel hombre tuerto: ese

lugar estaba ganado por el demonio, era cierto, sólo

que no era el que Zacarías perseguía; a su entender

era uno muy distinto y a la vez demasiado real, que

buscaba mantener bien sujeta la mente del pueblo,

corromper y distorsionar todos y cada uno de los com-

portamientos de la sociedad. Era el astuto demonio

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

que operaba con bastones, sirvientes, testigos falsos

y mantos negros, y que amenazaba con la hoguera

a quien no se sometiera. Para el viejo franciscano,

paradójicamente, el demonio no era otro que la Santa

Inquisición.

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XI | EL CRISMÓN CARMESÍ

ALONSO SE ENCONTRABA ATURDIDO Y EL

DESCONCIERTO VEÍASE REFLEJADO tan

claramente en su rostro como el brillante sol

se re�eja en el más cristalino y puro de los charcos.

Era tan sólo una jovencita, y no podía el buen fraile

permitir que cayera en manos de Bocanegra quien,

según tuvo por cierto, parecía no haber caído en la

trampa. Difícil era desorientar a ese sujeto, que más

parecía un cazador de hombres que un representante

de la ley de Dios. Su argucia para ganar tiempo no

surgió el efecto deseado en aquel astuto y rencoroso

inquisidor, cuya atención no se desviaba cuando te-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

nía �ja la vista en su presa. ¿Por qué sostenía tales

acusaciones? «Sólo es un niña, no puede ser. . . ».

Por otro lado, no podría soportar el sufrimiento de

cualquier otro inocente que cayera bajo la redada y

la encuesta del Santo Tribunal, ya que sabedor de los

métodos con los que se valía Bocanegra para obte-

ner sus confesiones, no dudaba que implementaría

en aquellos los tormentos más severos en misión de

que declarasen su voluntad. Pensó entonces también

en la harapienta madre de la joven, a quien tampo-

co podía dejar librada su suerte a la merced de ese

hombre inclemente y del malvado y pér�do Ansel-

mo López de Trejo, estando a su alcance la solución.

¿Qué haría? ¿Acaso traicionaría la con�anza de esa

mujer, entregando a su hija a la Inquisición? ¿Callaría

y la condenaría a la opresión y al castigo del Santo

Tribunal? ¿Qué harían exactamente con Helena si la

entregaba? Era una niña inocente, lo sentía dentro

suyo, pero eso poco le importaría al Mastín, bien lo

sabía. No lograba soportarlo más, y sus nervios colap-

sarían sin la idea salvadora. Abrumado, observó a los

presentes, hasta que entre tantos azores, su mirada

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

captó algo que llamó vagamente su atención: notó

por primera vez el medallón que colgaba en el pecho

del Procurador Fiscal en lugar de la acostumbrada

cruz de los quince misterios; pudo ver que era idénti-

co al del alférez y ahora lo percibía más claramente;

parecía un monograma, un crismón en cuyo centro

destacaba un triángulo que envolvía un sol eclipsado

por la luna y una daga en forma de cruz. Le resul-

taba familiar, pero ¿dónde la había visto antes? No

lograba recordarlo; a los costados de la �gura cen-

tral, distinguió tímidamente las letras alfa y omega

que indicaban el principio y el �n. . . «de qué», se

preguntó.

–¿Renegáis de vuestros deberes e insistís en pro-

teger a esa meretriz? –bramó entonces Anselmo al

sentir la mirada punzante del viejo fraile posarse so-

bre su extraña divisa–. ¿Cuánto tiempo transcurrió

hasta que os ha permitido que la folles con tu ver-

ga herética? ¡Responded, brujo impío! Seguís siendo

parte de la secta satánica e impenitente de Sevilla. Os

habéis dejado sobornar por el esbirro del mal, quien

os ha alimentado los deseos carnales hasta haceros

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Page 205: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

caer en las antípodas del in�erno. Os sedujo, imbé-

cil. ¿Acaso no os dais cuenta? Os enroscó como la

serpiente en celo de los jardines del Edén.

El prior pareció apiadarse por un momento y acer-

cóse a otorgarle su cristiano apoyo al sacristán, quien

a pesar de su obstinación, parecía ahora pasmado.

–¡Quedaos quieto! –se interpuso de repente el in-

quisidor. El obeso hombre lo miró aterrorizado, y aca-

tó la orden sin pensarlo–. Permitidme hablar con fray

Alonso, a solas –continuó ahora con voz pací�ca, pe-

ro �rme. Los dos hombres lo observaron y, temeroso

uno y obediente el otro, se retiraron silenciosamente.

Bocanegra observó una vez más el amplio salón

con detenimiento. Comenzó a deambular inspeccio-

nando cada una de sus paredes, susurradas por el

eco que producía el rugir del viento en el exterior,

que azotaba cada vez con más fuerza. Se detuvo a

apreciar los hermosos y austeros capiteles de las co-

lumnas. Palpaba cada lugar, cada rincón, como quien

inspecciona la limpieza y pulcritud de un lugar santo.

Observó con interés de artista un ejemplar de ese mo-

derno y adornado mueble usado para el sacramento

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

de la reconciliación, que reposaba impasible al lado de

un arco de medio punto esgrimido en la piedra, cuyo

contorno se mostraba hermosamente tallado. Clavó

entonces allí su mirada, atraído de súbito por el �no

cortinaje que decoraba aquel marco. Lento y fruncido

el ceño, descorrió la cortina y en la penumbra, detrás,

sólo reconoció una pared. Comenzó a tantearla deli-

cadamente, hasta que fue sorprendido por una fuerte

ráfaga de viento que en aquel momento golpeó con

brusquedad la portezuela lateral a su espalda, que era

la antigua unión al monasterio, abriéndola de par en

par y permitiendo que grava y la marea otoñal de

hojarasca ingresaran en fuertes remolinos hasta casi

enceguecer al sorprendido inquisidor quien, precipi-

tado, había volteado ante tal estrépito. Olvidó lo que

por un momento había ocupado sus pensamientos,

y dirigióse ahora resoluto hacia la puerta de noble y

vieja madera. La cerró no sin cierta di�cultad y, luego

de que los viejos goznes crujieran debajo de sus frías

manos, y repuesto ya del incidente, volcó una vez

más su atención en el viejo fraile.

–¿De verdad creéis conocer bien a esa muchacha?

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Más os conozco a vos Bocanegra. Y eso me bas-

ta por ahora –respondió incólume, recuperando la

compostura.

El inquisidor se acercó cansino hacia el fraile.

–Veo. Queréis hacerme creer que todo lo ignoráis

acerca de su naturaleza. Sin embargo, sería prudente

para vos entender que no es necesario este espectácu-

lo, ya os lo he dicho, pues si no accedéis a mi simple

pedido, os repito, no tendré otra alternativa más que

mandar a entrevistar a vuestra mujerzuela como es

debido. Y debo avisaros, que al principio Anselmo es

algo escéptico y reacio a creer lo que se le dice, por

lo que insistirá hasta estar seguro...vos me entendéis

–pronunciaba cada palabra con soltura, aunque no

dejaban de sonar amenazantes–.

–No podréis hacerla confesar. . .

–Oh, sí, sí podré –dijo con una sonrisa maliciosa–

Ahora bien, si me con�áis la información que os pido

tan amablemente, en cambio, le evitaréis un mal mo-

mento a la Hernández. No seáis necio, no os perdáis

y suméis a vuestras desdichas el sufrimiento de otros.

No juguéis conmigo; de seguro estaréis bien enterado

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

de los pecados que ella carga consigo; ¿no es cierto?

Sabéis que es la última de Valladolid que ha escapado

con vida, ¿verdad?

–¡Que no sé dónde encontrar a la muchacha, vi-

ve Dios! –contestó Alonso, desentendiéndose de la

pregunta–. Ignoro para qué la buscáis, pero puedo de-

sengañaros de que aquí la encontrareis. Sólo os diré

que es demasiado tarde, que se ha marchado –conclu-

yó decidido–. Habéis caído bajo si de verdad esperáis

encontrar y castigar a una pequeña joven inocente.

Os ruego que abandonéis el monasterio tal cual como

habéis llegado, pues ya no tengo deudas con vuestro

tribunal.

–Entiendo... –pronunció el inquisidor mientras se

tomaba la barbilla. Sus ojos centellearon fugazmente–.

No me dejáis opción, ¡y a pesar de que os he adverti-

do bien sobre las consecuencias de vuestra negativa!

Me resigno al pensamiento de que vuestra herejía ya

no os deja pensar sabiamente, pero enteraos antes de

que en el camino hacia el descenso supremo, arrastra-

réis con vos el alma de esa bruja. Si esos son vuestros

deseos, que así sea –concluyó mientras se encami-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

naba hacia la salida con tranquilidad. Algo pareció

detenerlo antes de salir y lo hizo voltear, re�exivo–.

¿No tenéis acaso noción de lo que estáis protegiendo?

¡Condenación, que no sabéis nada pobre imbécil!

–¿Soy yo el que nada sabe? –preguntó altivo ante

un Bocanegra que parecía ahora extrañado–. ¿Sabéis

vos acaso por qué buscáis a esa niña? ¿Os han re-

velado cuáles son los espurios intereses de vuestros

líderes? Escuché rumores, sí. . . pero no pretenderéis

que crea que la Inquisición venga en busca de un

libro escrito por el mismísimo Lucifer. ¿Acaso vos lo

creéis? –el fraile sonrió con amargura. «Claro que lo

creéis; sois Leopoldo Bocanegra».

Ya desde el umbral de la puerta, el inquisidor lo

observaba con desprecio.

–Lo que yo creo no tiene importancia –replicó im-

pasible–. Lo único que interesa en este caso es vuestra

pér�da lujuria por el conocimiento, una lujuria que

os atrapa y no os deja ser un buen cristiano. Vues-

tro orgulloso pecado del intelecto os hizo caer en

las más abominables herejías en el pasado, y vues-

tra ignorancia presente hará que paguéis por ellas

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Page 210: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–luego abrió la pesada puerta de la iglesia. El lugar

estaba nuevamente rodeado de monjes y curiosos,

entre los cuales destacaba la obesa y rosada cara del

prior Ambaraleón. El inquisidor hizo una leve seña

hacia su capitán, quien se acercó al instante. Luego

volteó con total lentitud; el sol no llegaba a iluminarle

todo el rostro, que se escondía ahora bajo una pesada

sombra.

–¡Estáis arrestado, fraile Alonso Iturbe y García,

por los cargos de heresiarca y de ejercer la hechicería

junto a la bruja Francisca Hernández de Valladolid!

Quedáis ahora a completa disposición del brazo secu-

lar hasta el anochecer; y sólo allí hablaremos, tenedlo

por seguro. Y si os da bien en persistir aun en vuestra

obstinación, os perderéis, a fe de Dios.

La silueta del ex alférez se irguió entonces como

una montaña y eclipsó el poco sol que atravesaba el

portal de la iglesia. Temible y brutal, Fernández de

Álzaga ingresó nuevamente y observó al fraile con

�jeza, altanero. Luego volteó hacia sus hombres.

–Encerradlo en el establo –bramó–. Allí tendrá

tiempo para pensar.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Dos soldados del destacamento lo tomaron brus-

camente de los brazos. El viejo fraile no tenía las

fuerzas para resistirse, y aunque las hubiese tenido,

nunca impondría su humilde voluntad a los desig-

nios de Dios. Apenado y abatido se dejó arrastrar con

dignidad, pues nada quedaba de la ira que lo había

capturado hacía tan solo unos minutos. Antes bien,

sentía que su vida había resultado buena y provecho-

sa en varios aspectos, que habíase entregado a Dios

con pasión, haciendo su voluntad sin caer en lo que

él llamaba superstición, la que a su entender, era la

mayor de las ofensas a la religión. Pensando así se

había interesado en estudiar todo aquello que podría

interferir entre el conocimiento real y el exaltado e

inocente conocimiento popular: órdenes esotéricas,

cazadores de brujas, libros malditos y un sinfín de

historias y leyendas que enfebrecían los pensamien-

tos de la chusma y que algunos sabios comenzaban a

utilizar en pos de oscuros intereses. Tenía por cierto

haber utilizado con prudencia y no poca sabiduría, el

don que según su pensamiento sólo era otorgado a

los hombres, que era el de razonar, la capacidad de

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

detenerse a pensar para ser mejores seres humanos,

como predicaban los santos evangelios. «Dios nos

pone en el mundo y nos otorga elementos, como la

razón, para entender la naturaleza de las cosas» le

había enseñado cierta vez a su pupilo Tristán, «y no

utilizar nuestros dones otorgados para ese �n, sería

blasfemar contra la misma decisión divina, sería creer

que Dios es un inepto que no sabe lo que hace». Gran-

de era la admiración de aquel zagal hacia su maestro,

quien recordaba ahora aquellas palabras. Sentía que

pensar era lo único que diferenciaba al hombre de las

bestias. Sin embargo allí estaba; tal era la voluntad

de Dios de ponerlo a prueba una vez más.

Rendido ante la fuerza de los soldados imperiales,

dejóse llevar con resignación. Agachó la cabeza, pero

en el último instante antes de cerrar sus párpados

ganados por las lágrimas y la amargura, vio por el

rabillo del ojo un movimiento detrás del cortinado

que apenas ocultaba ahora la poterna de la cripta en

donde a�oraba al exterior la parte superior de una

brillante y negra melena coronada de �ores, que nadie

excepto él había notado. Comprendió que Helena

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Page 213: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

no pudo aguantar esa situación, que deseaba salir,

entregarse ella misma y evitar de esa manera que

se produjese un acto en contra de la vida de los que

quería. Lo supo en cuanto la observó, cuando sus ojos

se encontraron por un instante. Negó casi de forma

imperceptible, justo al tiempo en que el cuerpo de la

joven ingresó de un tirón nuevamente al escondite. El

fraile respiró profundo, aliviado, pues conocedor de

la audacia de su aprendiz, con�ó en que éste cuidaría

de ella cuanto pudiese.

Sin embargo una sensación extraña lo cubrió por

completo; recorrió fríamente su cuerpo y se instaló

sin desearlo en su cabeza. Un último e inesperado

pensamiento se apoderó de él. ¿Realmente conocía a

esa muchacha?

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XII | FERNDANDO VALDÉSY SALAS, SUMO INQUI-SIDOR

EL VIENTO CÁLIDO DE LA MAÑANA TRAS-

PASABA LOS MUROS DEL MONASTERIO.

Se metía allí, en todos los recovecos de pie-

dra, vagando por los rincones abandonados y más

recónditos de la estancia. Los pasos apresurados de la

servidumbre que lo habían acompañado hasta aquella

nueva morada, y que ahora correteaban de un lado a

otro detrás de su puerta, sonaban en su cabeza como

el retumbar de un ejército. El canto de los ruiseño-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

res atravesaba el cerrado ventanal de su habitación,

deambulaba por allí, alrededor de las paredes hasta

inmiscuirse, agudo y estridente, en la profundidad

de sus perturbados oídos. Ese canto hermoso y subli-

me parecía ahora atormentarlo: interpretaba el suave

silbar de las aves como las trompetas que indicaban

el momento terrible e inevitable de la batalla. Años

y años de enfrentamiento bélico habían trastornado

sus sentidos, y los malsanos dolores de la gota termi-

naron por convertirlo en un ser parco y huraño. Por

recomendación de los doctores de la corte se sumía

ahora en el aburrimiento supremo dentro de aquel

apartado monasterio de Yuste, en la ciudad de Extre-

madura, y debido a los deseos explícitos de su hijo el

nuevo rey Felipe II, no se le permitía a la servidumbre

o a ningún amigo o consejero, llevarle noticias acerca

de la política que el reino llevaba adelante. En los mo-

mentos de lucidez, cuando su razón no se encontraba

extraviada en alguna lejana batalla, o cuando sus vo-

ciferantes gruñidos de dolor daban paso a la dulce

melancolía, su reclusión en aquel lugar más le sabía a

prisión que a un retiro voluntario. El cristianísimo rey

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Carlos I, gloria de la corona española durante largo

tiempo, fuerte ejecutor de las políticas económicas

con los reinos vecinos y acérrimo luchador y paladín

de la raza española, se estaba muriendo poco a poco.

En su intempestivo aburrimiento, mientras deambu-

laba por el perímetro de su habitación, recordaba aun

su gloria pasada, perdida. Un sonido seco lo despertó

de su ensueño.

–Entrad –pronunció casi en un susurro, ensimis-

mado aun en sus divagues. La puerta se abrió y len-

tamente el mayordomo mayor, un hombre calvo de

ojos bonachones, ingresó con paso vacilante.

–Su Majestad –dijo sin ceremonia pero con políti-

ca– os vengo a informar que tenéis visitas. ¿Deseáis

atenderla?

–Decidme qué otra cosa puedo hacer, Martín –indi-

có con gesto sombrío al leal hombre, que elegía desoír

las órdenes del nuevo monarca con tal de aminorar

en la medida de lo posible el aburrimiento de su viejo

y antiguo rey–. Apresuraos y haced pasar al que sea,

me vendrá bien un poco de charla. ¡Vamos, apuraos,

pardiez!

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

De inmediato Martín de Gaztelu, su ex escribano

que hacía ahora de Mayordomo Mayor por ser el

hombre de mayor con�anza del envejecido empera-

dor, se apartó de la entrada y desde atrás una esbelta

�gura se alzó imponente en el umbral de la puerta.

Los ojos del emperador se abrieron sorprendidos. Lo

estaba esperando ansiosamente.

–Veo que seguís disconforme con los buenos tratos

que os dispensan en el monasterio, Su Majestad –indi-

có el visitante con vos risueña y juguetona mientras

atravesaba delicadamente la puerta. Luego dirigió su

mirada hacia el viejo mayordomo y agregó–. No le

hagáis caso a vuestra excelencia, tanto trabajar por

el bien del reino lo ha desgastado un poco –y sonrió.

Sus ojos verdes parecieron brillar en la oscuridad de

la habitación.

–Retiraos, Martín, y advertid que no deseo ser mo-

lestado. ¡Vamos, afuera, afuera, vive Dios! –apresuró

el monarca a su mayordomo.

Los dos hombres se acercaron y estrecharon sus

manos. El viejo rey Carlos estaba emocionado; al

�n tendría la ocasión de saber lo que ocurría en su

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

reino, sin dilación. El Sumo Inquisidor Valdés era el

único contacto de con�anza, después de su hija Juana,

que tenía con el exterior. Toda la energía contra los

herejes era ahora canalizada a través de ese hombre

agudo, al que delegaba plena con�anza.

–¿Qué noticias traéis del reino, mi �el amigo? Con-

tadme de una vez –exhortó sin preámbulos, pues

acogía con urgente ansiedad los informes acerca de

los acontecimientos ocurridos durante su pasiva re-

clusión.

–Vuestro hijo está organizando una nueva comiti-

va hacia los Países Bajos, su excelencia, ya que le han

recomendado volver allí para fraternizar con aquellos

que aun lo ven como a un extranjero. . . –indicó el

otro mientras agachaba la cabeza, como reproban-

do el hecho, pues al igual que para él mismo, sabía

que aquello resultaría inaceptable para el envejecido

emperador.

–¡A los Países Bajos! –tronó el anciano–. ¡Voto a

mil! Ese territorio está atraído por completo por la he-

rejía. ¡Malditos calvinistas! Es indispensable hacerse

con el control de Toledo, como vos mismo me aconse-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

jasteis tan sabiamente, no podemos perder más tiem-

po. ¿Acaso no habéis podido trasladar mi voluntad a

mi hijo, buen amigo?

–La juventud, Su Majestad, nos hace creer que

somos invencibles, y vuestro hijo Felipe, bueno pues,

dispone aun de aquella virtud. Pero no debéis llevaros

por la fatalidad... a pesar de eso pude convencerlo

para que os visitara en Yuste antes de partir, antes

bien, no os engañáis si creéis que por ello su viaje

deberá esperar unos meses. Tal vez vuestra eminísima

majestad podría amedrentarlo buenamente una vez

él aquí. Mientras tanto no he dejado que el tiempo

corra en vano –agregó con tono misterioso el Sumo

inquisidor. Sabía muy bien cómo captar la atención,

cómo atrapar a una mente frágil, cansada y débil.

–¿A qué os referís?

–Envié un mensaje a Roma. Intentaré que se res-

pete vuestra salud, y se posponga el nombramiento

del nuevo Obispo de Toledo, cuando el bueno de Silí-

ceo parta hacia los brazos de Dios. El Papa, sospecho,

nos concederá un tiempo favorable –sonrió–. Sin em-

bargo, es preocupante lo que se dice de vuestro hijo,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

quien inocente y gentilhombre como es, ha caído bajo

las caricias del papado. Según rumores, otorgaría ese

cargo capital a Fray Bartolomé de Carranza. . . tal vez

su visita a Extremadura podría abrirle los ojos. . .

–¡Y así será! A fe de Dios que no deseo que un

nuevo con�icto herético fustigue a España, y divi-

da nuestro grande y fuerte reino como ocurrió en

Alemania. He luchado mucho y he pagado durante

años el error de permitir que doctrinas heresiarcas se

introduzcan en nuestras tierras. Además, la sede en

Toledo se encuentra en pleno centro de la península,

por lo que su control debe permanecer para los espa-

ñoles, y no en poder de esos bastardos extranjeros, ni

de ninguno de sus lacayos. ¡Bah!, extranjero, osaron

también decirme en el pasado. . . a mí, a vuestro líder.

Siempre sospeché que esos iluministas e inclusive los

luteranos de España, son lo que deben su aborreci-

ble origen a los conversos, doctrinas que representan

aberraciones producidas por minorías no españolas.

¡Vive Dios! ¡Tenéis razón cuando decís que dentro

del territorio español, todo debe de pertenecer a la

pura raza de los españoles! Solo así habremos de ase-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

gurarnos que el reino siga unido, y a más lograda y

a�anzada esa unión, será el turno de los Países Bajos.

–La razón es pues del arzobispo Juan Martínez Si-

líceo –corrigió Valdés–. Fue él quien, no sin esfuerzo,

me susurró en su lecho, que es fama y se tiene por

cierto que los principales herejes de Alemania que

han destruido toda aquella nación y la han puesto en

grandes herejías, descienden de linajes judíos –citó

el inquisidor general, evocando viva y astutamente la

voz del moribundo arzobispo de Toledo, sabedor de

que no había palabras ningunas que excitaran más la

enfebrecida mente del anciano rey que las pronun-

ciadas en las horas supremas en las que solo se debe

pensar en Dios.

–¡A fe de Dios que así es! –con�rmó éste en un

exabrupto.

–Por otra parte, Su Majestad, me he tomado la mo-

lestia de la iniciativa –comenzó nuevamente Valdés.

–No os entiendo –inquirió Carlos, aun con sus

pensamientos en otro sitio.

–Los con�ictos con ciertos rebeldes en Flandes y

la inserción allí del calvinismo nos está costando mu-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cho, Su Majestad. Necesitamos dinero para mantener

nuestras tropas de Tercios que valientemente man-

tienen aun a raya posibles desbandes en esa zona.

No podemos contar por siempre con lo recaudado en

el Nuevo Mundo, menos aun cuando a menudo nos

llegan informes de que corsarios ingleses y desleales,

atacan nuestras galeras y roban mucha de vuestras

ganancias. Las negociaciones con Inglaterra caducan,

ya que aseguran que sus piratas no obedecen a la

Reina, sino que su única ley es el pillaje. No son sino

bandidos sin patria.

–Mmm...pues que sigo sin entender, ¡voto a mil!...

tened la bondad de explicaros mejor, por favor.

–La plaza de Toledo, indispensable por cierto, no

nos asegurará de por sí el ingreso de su�ciente dinero

para mantener las arcas del reino, Su Majestad.

–¡Ola, ola!, que estamos hablando de dinero, ¡Cuer-

po de Cristo! Ya vendrá el oro cuando recuperemos

el comercio de Flandes y Amberes, ¿no es cierto?

–Tal vez...pero esperar tranquilos a que ello suceda

no es aconsejable en nuestra situación. . .

El viejo emperador no lograba comprender del to-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

do. Su estado, que por momentos acariciaba lo senil,

y sus dolorosas a�icciones de la gota, nublaban cruel-

mente su juicio. Levantó su rostro hacia el inquisidor

y con aspecto vacilante, susurró.

–Nuestra situación, pardiez... ¿Y qué proponéis?

Ya estaba hecho. Había logrado captar la atención

del viejo Carlos. Como en varias oportunidades no

le costaría trabajo lograr su consentimiento y entero

favor. El astuto inquisidor general lo observó deteni-

damente. Se paseó lento por la sala hasta posarse en

el borde de la gran ventana que daba al camposan-

to del monasterio. La abrió lentamente, permitiendo

contemplar el diáfano sol que, afuera, iluminaba por

completo las cruces de los que ya habían partido ha-

cia la eterna Gracia de Dios. Volteó hacia el viejo

monarca.

–Es curioso, ¿no lo creéis? –preguntó de improvi-

so, desconcertando aun más al confundido Carlos–.

Hemos tenido durante mucho tiempo la respuesta en

nuestras narices y nunca la hemos visto con claridad.

El viejo lo observaba con ojos lejanos, absortos.

«¿De qué diantres está hablando este hombre?».

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Sí...eso mismo creo yo –respondió débilmente–.

¿Os referís a que hay que mandar a la tumba a más

herejes impuros de orígenes no español? –atinó el

perturbado anciano, al estirar el cuello hacia afuera

y observar el cementerio del monasterio.

–Algo así, Su Majestad, algo así –concluyó miste-

rioso el inquisidor, con una sonrisa apenas percep-

tible–. Tomad un abrigo Su Excelencia, saldremos a

tomar un poco de aire, pues tengo algo que conta-

ros y no podemos dejar que algún oído inquieto nos

escuche.

Los pasillos del monasterio bullían aun de sirvien-

tes correteando de un lado a otro ante la sorpresa

de ver a la luz del día al apesadumbrado Habsburgo.

Por su parte, los silenciosos monjes Jerónimos, sin al-

canzar a comprender qué sucedía pero al ver al viejo

monarca andar libremente por las estancias, dejaron

sus actividades y se dirigieron como por mandato di-

vino a sus claustros. Los dos hombres atravesaron los

pasillos de invierno como abstraídos, y lentamente

se inmiscuyeron en el frondoso jardín que reclamaba

sus susurros, entrelazados de los brazos, como apo-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

yándose mutuamente. El día se encontraba despejado

en las afueras, y Carlos I “el César”, veía luego de

mucho tiempo el resplandor diáfano y brilloso de un

sol lejano re�ejarse en el breve estanque del monaste-

rio. Se adentraron al �n en la hierba del camposanto,

sorteando la innumerable cantidad de cruces, último

descanso de los pasados monjes de la Orden. Habían

recorrido muchos metros en silencio, mientras el can-

dor del sol impregnaba con un poco de vida el alma

desgastada del antiguo Emperador, cuando el Sumo

Inquisidor �nalmente tomó la palabra.

–Los tiempos de cambios son aciagos, Su Majestad.

–Ejem...claro, claro, aciagos –respondió absorto

aun en una realidad perdida, una realidad que se

encontraba, al igual que su cuerpo, dentro de paredes

de dura y oscura piedra.

–Os he dicho que no podemos esperar de brazos

cruzados el tomar el control de Toledo –continuó

pausadamente–. Corren rumores de que el ladino y

perjuro rey de Francia anulará el tratado de Vaucelles,

instigado por el mismísimo Papa, quien busca por so-

bre todas las cosas correr a los españoles de las tierras

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

que, sostiene, pertenecen a Italia. El duque de Alba,

vuestro leal Fernando Álvarez de Toledo, no tardará

en partir hacia Nápoles, dado los acontecimientos y

las pruebas que hemos podido recolectar; la hora de

las represalias llegará pronto, no os engañéis de ello,

ya que el propio pontí�ce ha tentado al francés con el

bálsamo de la intriga que aquel pueblo tanto disfruta,

y que le pasa por infalible. Sin embargo, urge tener en

cuenta otro aspecto que insu�a la audacia del viejo

pontí�ce y de su aliado el francés, pues sabéis que

no sobra el dinero, y he aquí una idea que nos sacará

de algún apuro, mientras investigamos también la

forma de hacer a un lado al hereje de Carranza.

–Carranza... ¡Bellaco traidor! –tronó. Y luego de un

lapso, como en un suspiro, continuó–. ¿Dónde está

mi hijo? Debo advertirle de la traición de Carranza.

–No os molestéis Su excelencia. Vuestro hijo os vi-

sitará pronto, tenedlo por cierto. Pero antes es preciso

que os pida vuestro sabio beneplácito.

El antiguo rey lo miró a los ojos. Por momentos

parecía que no lo reconocía, sólo eran instantes en esa

mirada fugaz. Luego, retomaba el curso de la charla.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Ignoraba por completo las decisiones secretas del

inquisidor, hombre de su entera con�anza.

–¿Beneplácito? Lo tenéis, lo tenéis pues.

–He descubierto que Paulo IV, nuestro Santo Pa-

dre, aconsejado por su infame sobrino Carlo Carafa,

y con objeto de aprovechar todas nuestras posibles

debilidades, ha urdido alguna medida con pequeñas

tonalidades de venganza en contra de nuestro cristia-

nísimo reino.

–¡Jah! –rió el viejo con vehemencia–. El papado de

Roma es el peor de todos los tiempos, la corrupción

se acerca a ellos y los sujeta con su abominable garra.

¿Qué daño podrían causar al grande y puro reino

español, esa jauría de bandidos simoníacos?

–Paulo IV es peligroso, su Ilustrísima. Y es tal la

per�dia y el odio que lo envenena, que predica rui-

na a todo lo que representa lo español; a fe que es

un adversario a tener en cuenta –indicó con caute-

la–. No sólo, como os he dicho, instiga con el rey

de Francia para recuperar los territorios lindantes

al mar del norte ganados por su majestad, sino que

su detestable sobrino se ha puesto en contacto con

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

autoridades eclesiásticas francesas para que los des-

leales, despreocupado de la fe católica, relajen sus

fronteras y permitan el traspaso de ciertos indesea-

bles hacia nuestros propios territorios del norte. Los

países navarros y aragoneses corren el riesgo de ser

tomados por la corrupción de las ideas inmorales de

éstos herejes. Los franceses, por lo demás siempre

tan vengativos y ventajeros, desean con fervor man-

tenernos ocupados en guerras intestinas para poder,

en medio de nuestros esfuerzos locales, recuperar

esas tierras que han perdido antaño en manos de la

gloria española. Los rumores, acallados ahora sólo

por las pruebas, nos hacen temer que el Papa otorgue

su bendición para que los franceses tomen Flandes a

cambio de Nápoles.

–¡Franceses! ¡Ira de Jesucristo! Traedme unos cuan-

tos de ellos y los aplastaré con mi puño como las

moscas que son –bramó el viejo.

–Lo cierto –continuó Valdés ignorando el exabrup-

to– es que algunas medidas iniciadas por los Carafa y

sus conspiradores franceses, que en principio creye-

ron dañinas para nuestra corona, se han vuelto hoy

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

una buena oportunidad para reforzar nuestro propio

poder.

–Mmm... pues que no comprendo completamente,

pardiez.

–Los franceses han abierto sus fronteras –repitió

lentamente, con paciencia in�nita–, los muy perver-

sos, aconsejados por el simoníaco Cardenal Carafa,

para que nuestras tierras del norte se llenen de here-

jes provenientes de sus tierras infectas, Su Majestad,

como os he dicho, con la intención de mantenernos

ocupados en guerras intestinas.

–¡Vive Dios! ¡Eso es imperdonable! ¡Haced formar

�las! ¡Hay que atacar a los canallas y tomar Paris!

–protestó alzando un puño en alto.

–No hace falta, Su Majestad, no os precipitéis, que

aún queda gente leal en vuestras �las... como yo –fue

el susurro �nal del inquisidor, mientras caminaba

alrededor del rey y abrazaba sus anchos y cansados

hombros–. Espero que no me malinterpretéis, pero

lo que os diré ayudará a la justa causa de España.

He dicho antes que necesitamos dinero, y por tal, es

necesario aumentar la presión tributaria en vuestras

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Page 230: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

tierras.

–Continuad, por favor –exhortó atraído de golpe

el viejo, mirándolo con ojos excitados, como de niño.

–Para lograr que esto sea viable, habría que con-

seguir que ciertos lugares, tanto del norte o del sur,

necesiten del poder central, pues si saben cuidarse

por sí mismos, si pueden lavar su propia ropa sucia

sin necesidad del paternal brazo de la Corona... ¿por

qué irían a pagar más impuestos? ¿Comprendéis?

–Lo intento.

–Lo que ocurre es que en los últimos tiempos, más

a pesar del alzamiento de los comuneros, vuestras

tierras del norte y principalmente los países vascos-

navarros por ejemplo, han sido azotadas por esos

heresiarcas, apoyados por Roma y Francia para crear

el horror y la idea de que en España no se combate

la herejía. En parte de Aragón también se han sus-

citado ciertos alzamientos e inconvenientes de este

tipo, pero ya me encargaré de eso. Las tierras de Na-

varra son hoy nuestra principal preocupación, ya que

esas ideas erróneas cuentan aun con fuerte in�uencia

sobre aquella población, situación aprovechada por

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

los conspiradores dada la periferia de ese territorio.

Pues bien, he encontrado la forma de neutralizar esos

ataques.

–¡Decidme, voto al Diablo! ¡No podemos permitir

que herejes hijos de mala madre sigan contaminando

al buen pueblo español!

–Verá, Su Majestad. Luego de investigar con �rme-

za y durante mucho tiempo, hemos concluido junto

al gracioso y eminente �lósofo Melchor Cano, que

antiguos cultos amenazan aun a los pobladores de

aquellos sitios, y por eso la adhesión a ciertas herejías

se hace más fácil. Sabéis cuan caprichosa puede ser

la chusma, que hasta algunos creen que sus deidades

arcanas resultan mucho más convenientes y mejores

que el Todopoderoso Dios que nosotros proclama-

mos. Y mientras esas ideas erróneas perduren y se

les permita evolucionar y fusionarse con los herejes

que por allí deambulan corremos peligro de que la

distancia espiritual entre esas zonas y el poder cen-

tral sea mayor cada vez. ¿Veis entonces la comunión

entre todo ello?

–Dispensadme un momento, buen amigo, pero es

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

que la gota. . . –dijo reprimiendo un gesto de dolor–.

Por lo demás –continuó ahora repuesto– qué diantres

tiene que ver eso con los impuestos. Aumentadlos y

ya, se sumirán al poder central de inmediato, pardiez.

–Su majestad, temo que haya muchas razones que

llevan al distanciamiento y a la fatalidad, pero sólo

una que a nosotros, como hombres de fe, nos con-

cierne: la religión, que es la misma que de�ende Su

Gracia, o en este caso, vuestro hijo el �amante rey.

Entonces, si sus deidades paganas son capaces de res-

tablecer el orden, de aportarles dicha y felicidad, es

engañoso creer que nos necesiten para aplacar sus

males... ¿por qué entonces, repito, querrían pagar más

impuestos si se valen por ellos mismos sin necesidad

del monarca?

–¿Queréis decir que...

–. . . que es menester que entiendan que todos los

males que los atosigan, cualesquiera que fueren, son

producto del poder perverso de Lucifer, ese que los

cristianos a�rmamos capaz de traer el mal y la des-

gracia, destrozando la virtud de las personas a través

de sus esbirros: los brujos. A veces es necesaria la in-

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Page 233: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

tervención de algo cercano y real como ellos, alguien

que puedan ver y tocar, alguien palpable que acusen

de tratos directos con el diablo. Alguien capaz de des-

truir sus vidas miserables si no cuentan con la ayuda

de la Inquisición y del poder real. ¿Entendéis? Si ellos

creen que el demonio, a través de sus delegados, se

pasea libremente por su suelo, que puede corromper

a sus vecinos, contaminar sus cosechas y matar a su

ganado, y conseguimos encauzar este miedo a sus

ritos paganos y relacionarlos, entonces nos necesi-

tarán. Buscarán salvación en el seno de éste reino

nuestro, donde habita el infalible y verdadero Dios, el

único capaz de derrotar a los representantes del dia-

blo, los brujos, por consiguiente, de curar sus males

–el viejo lo miraba absorto. Parecía apenas compren-

der las ideas del Sumo Inquisidor, quien continuó con

calma–. Delicadamente –dijo– podremos excitar las

fantasías de la gente, y junto con ello acabaremos

de un solo golpe dos frentes, su Ilustrísima: por un

lado la herejía en la conjura alentada por Roma, y por

el otro desterraremos de una vez y para siempre el

paganismo de nuestro reino vinculando todo lo ruin

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Page 234: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

y desgraciado que les ocurra con la brujería de que

aquellas viejas creencias están imbuidas, de seguro,

y no tardará la chusma en pedir a gritos voces la in-

tervención del Santo Tribunal para dar socorro a sus

vidas.

–Les crearéis brujos a la gente. . .

–Quién podría hablar de crearlos, cuando la crea-

ción es potestad exclusiva de Dios. . . no, Su excelen-

cia, se los mostraremos, para que puedan identi�carlo

más fácilmente y por sí mismos en el futuro. Allí radi-

ca la e�cacia de la humilde organización cuya pesada

carga recae ahora sobre mí; en mostrar cómo la ver-

dadera fe destierra y se deshace de los esbirros del

mal.

–Mmm...que es una idea peligrosa –re�exionó aho-

ra Carlos con amargura cómplice.

–Cierto, pero no por eso menos necesaria –sostuvo

el otro con decisión.

–Y decidme, mi �el amigo, ¿cómo podréis soslayar

las di�cultades que vuestro santo acto os demandará?

–He mandado, alentado por los sabios consejos del

eminísimo Melchor Cano, una comitiva con varios

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Page 235: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

clérigos seculares para que amedrenten el ánimo de

esos pueblos, quienes se pondrán en contacto con

hombres leales a la Santa causa que desde hace tiem-

po se encuentran trabajando en el adoctrinamiento

de aquella zona. Cada uno de los señoríos del nor-

te tendrá un sacerdote destinado para tal �n. Veréis

cómo todos se adhieren a la causa cristiana en poco

tiempo, Su Excelencia. Envié a uno de los mejores y

más feroces defensores de la palabra, que se encar-

gará de regar nuestras buenas cimientes por todo el

territorio navarro. A fe de Dios que los herejes se

esconden hábilmente, se pierden entre los simples,

pero los brujos son otro cantar... digamos que sus

estigmas son fáciles de reconocer y localizar –con-

cluyó el inquisidor, mientras una sonrisa asomaba a

sus �nos labios.

La tarde corría y el viento soplaba ahora con más

fuerza. El sol había ya desaparecido por completo y

sólo quedaba de él un brillo demasiado tenue asenta-

do en la super�cie brillosa y cristalina del estanque

del monasterio. Desde el exterior de la habitación

sólo se �ltraba el tímido pero constante ulular de los

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Page 236: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

pájaros y demás cazadores que acechaban al caer la

noche. El monarca se encontraba nuevamente en sus

aposentos, solo en la penumbra, absorto en in�nitos

pensamientos. Uno de ellos, sin embargo, lo mantenía

ansioso: antes de irse esa tarde, el Sumo Inquisidor le

informó que volvería a entrevistarse con él cuando

la comitiva que había partido hacia Roma regresase.

En esa oportunidad, le aseguró, y si la fortuna estaba

de su lado, convencerían sin problema a Felipe, para

que quitara de una vez el apoyo a su preferido, el

fraile Bartolomé de Carranza y Miranda. El astuto ar-

zobispo Valdés, Sumo Inquisidor del Santo Tribunal,

tenía todo planeado, y sus deseos de controlar Toledo

parecían superar cualquier escollo en el camino.

El viejo monarca observó detenidamente a su alre-

dedor, sintiéndose perdido de repente, sin saber por

un momento dónde estaba. En sus manos mantenía

aferrada aun la pluma con la que había �rmado los

documentos que Valdez había recomendado, los que

le otorgaban a éste autoridad extraordinaria en el

desempeño de sus funciones. Sus confundidos ojos

se movían vacilantes, inquietos de un lado a otro de-

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Page 237: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

trás de sus párpados entrecerrados. Todo era, como

siempre, demasiado oscuro, demasiado confuso en su

cerebro.

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XIII | REFLEXIONES

LA NOCHE SE APODERABA DEL CIELO, y

el escondido en el monasterio antes dormi-

do bajo la sombra del olvido, era ahora pa-

trullado por un reducido destacamento de soldados.

Durante la mañana, un pequeño grupo de la comi-

tiva habíase marchado con cierta presura sin dejar

pasar más que unos pocos minutos desde su arribo,

haciendo tanto alboroto que incluso Tristán, desde el

interior de aquella subterránea cripta, había podido

escucharlos. Sin embargo entre los estremecedores

gritos que habíanse sucedido en la super�cie y la an-

gustia que lo asolaba ante el arresto de su maestro, tan

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

sólo pudo escuchar lo su�ciente como para entender

que la reciente delegación rápidamente se encontró

mermada ante la partida sin demora de aquel grupo

luego de una atronadora orden recibida por su co-

mandante. Después de eso ya nada pudo escuchar,

y el silencio se apoderó de la situación durante lo

que sintió como la jornada más larga de su vida, pues

la oscuridad misma parecía tragarse los susurros y

rumores que se �ltraban desde arriba.

El viento había amainado bastante pero aun zum-

baba insistente una brisa fresca que acariciaba las

copas de los árboles, meciéndolos con suavidad. Por

encima de la cúpula de la iglesia asomaban nevadas

cimas de montaña que auguraban un invierno crudo,

mientras que el sonido misterioso y pausado de los

búhos y algún que otro lejano aullido eran lo único

que cortaban la quietud en aquel escondido y oscuro

valle. Las enlodadas callejuelas aledañas al monas-

terio se encontrarían desiertas de no ser por unos

perros famélicos que se movían como sombras es-

queléticas en la noche, y por los piqueros, quienes

ahora mermados en número las recorrían por orden

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

del imponente Fernández de Álzaga; a la vez éste

había dispuesto que el precario ayuntamiento fue-

ra concedido para permanencia de los acusados, de

cuya custodia estaban a cargo unos pocos lanceros

apostados en el techo y en las puertas del edi�cio. El

monasterio por lo pronto, fue concedido para el des-

canso de la delegación religiosa, de la que un grupo

se turnaban en la construcción de lo que parecía un

improvisado patíbulo para el día siguiente.

La húmeda y vieja cripta de la iglesia se encontraba

en completa penumbras. Sólo un pequeño resplandor

de luna lograba �ltrarse muy débilmente a través del

hueco de la falsa pared que daba a la cúpula princi-

pal de la iglesia. El aire allí abajo estaba viciado del

penetrante y rancio olor ocre de la humedad que im-

pregnaba cada rincón del fatídico escondite, mientras

las carcomidas y frías paredes que reinaban a su al-

rededor azoraban los ánimos de los fugitivos, por lo

menos los de Tristán que no podía conciliar sueño, y

que a más audaz, era por momentos pusilánime antes

tales agravios imprevistos que la vida le deparaba a

tan temprana edad. Estupefacto observaba el intrin-

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Page 241: Los Sabuesos de Walpurgis - Día de caza

Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cado bosque de piedra de columnas desiguales y capi-

teles decorados por bellos cimacios que se extendían

ante él como un oscuro y silencioso laberinto cuyos

robustos pilares, pensó, parecían en aquella negrura

contener cierta armonía. Ni él ni su acompañante

se habían atrevido siquiera a mencionar los rústicos

candelabros bien dispuestos a los lados de la escalera

y en algunas de sus columnas, ya que encenderlos los

delataría al instante. El silencio inundaba la fría sala,

y arriba, desde donde no sin esfuerzo logró escuchar

tenuemente las acusaciones durante el día, reinaba

ahora una vez más la acostumbrada solemnidad. El

túnel, sinuoso y desconocido, que se alargaba traspa-

sando las columnas hasta el antiguo monasterio, le

daba pavor, ante la seguridad de que sólo era cuestión

de tiempo para que investigaran y dieran con aquella

vieja y oculta cripta y los descubrieran. En tanto eso,

aun se reprochaba el haber permitido que Helena se

hubiese asomado hacia la salida, y se expusiera tan

estúpidamente a ser detenida. Sin pararse a pensar

siquiera, habíala sujetado y, de un fuerte tirón, atraí-

do hacia detrás del fondo falso nuevamente. Nadie la

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

había visto, estaba seguro de ello, y ese pensamiento

le hacía sentir orgulloso. A pesar de no saber bien

qué estaba pasando y del temor que por momentos

atenazaba sus nervios, decidió montar guardia en la

base de la escalera, al amparo de la oscuridad, resuel-

to a no volver a permitirse tal descuido. Sin embargo

por momentos la falta de luz parecíale gloriosa, a

más que evitaba a su bella acompañante descubrir el

temor que por dentro lo devoraba, al no presentar-

se respuesta ninguna para sus tantos interrogantes.

¿Por qué la buscaban con tanta pasión? ¿Qué pecado

atroz había cometido para ser cazada de esa mane-

ra? ¿Podría ser que aquella graciosa joven estuviera

involucrada siquiera en los rumores oscuros que ro-

deaban a la madre? «Imposible», se decía, dado que

las historias de las artes oscuras siempre hablaban

de viejas feas y hurañas, cuyo pacto con el diablo las

dotaba de inicuo poder. Sin embargo las actividades

de aquella señora eran motivo de habladurías en los

pueblos de los alrededores, no sería él quien lo nega-

ría. . . pero qué decía su maestro siempre al respecto:

«es más importante la conciencia que la reputación»,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

le repetía; «la reputación es lo que los demás piensan

de vos, más vuestra conciencia es lo que en verdad

sois. Vuestro proceder, Tristán, es lo que enseñará a

otros quién sois realmente». Con eso había zanjado el

tema en varias oportunidades. «¡que no es posible!»,

se convencía. Además también le había escuchado

decir varias veces que ser supersticioso era carecer

de entendimiento al igual que un necio, y que ser

necio era un pecado. «Los necios no escuchan ni ana-

lizan las cosas; se aferran a una idea orgullosamente

y cuando actúan lo hacen �nalmente por inercia e

irresponsabilidad. A fe de Dios que por ello son pe-

cadores, pues desestiman el libre albedrío: dicen lo

que otros dicen y hacen lo que otros hacen», le había

enseñado tan sabiamente. Pero entonces ¿Qué poder

residía en la bella jovencita que descansaba ahora a su

lado? ¿Y qué era ese Oráculo del que había escuchado

referirse a ese siniestro ayudante del inquisidor? Sin

dudas su audacia no había llegado a los niveles de la

sabiduría, y allí en la oscuridad, sólo la sorprendente

calma de la joven lo tranquilizaba. «¡Cómo puede

mantener la calma y conciliar sueño, vaya al diablo!»,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

se había dicho. Hubo un instante en que sintió que

lo sujetaba cándidamente de la mano, y aunque el

calor y la humedad de sus dedos lo sobresaltó, se

había dejado tomar; sin decir palabra y apretando

levemente correspondió entonces aquel suave agarre.

Parecía tranquila, y la paz que emanaba logró cal-

marlo también, sintiéndose extraño, pero protegido.

Luego se sintió un idiota por mostrar semejante com-

portamiento temeroso e impropio de todo hombre.

Pero él no era un hombre, ni siquiera un novicio: sólo

era un vascongado hambrón ahora aprendiz de un

sacristán. Continuó en silencio, pero el ruido de sus

pensamientos ya comenzaba a aturdirlo. Con seguri-

dad, se dijo, la soledad del mundo monástico había

de ser más llevadera que ese silencio tan embarazo-

so. Ni siquiera sabía con exactitud por qué debían

mantenerse ocultos y el aire viciado de una hume-

dad imperecedera lo incomodaba grandemente. Aun

así se mantuvo callado y aun meditabundo obligóse

a pensar en su maestro, de quien no tenía novedad

alguna y que no se engañaba al saberlo encerrado

en algún lugar desconocido; procuró concentrarse

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

en esto pero ciertas inclinaciones, caras a la ciega

juventud que carece de re�exión y juicio, no son fáci-

les de apartar: el encierro complicaba la situación y

conforme las horas pasaban, resonaba en sus oídos

el tibio y suave susurro de la respiración de aquella

joven; un gemido cálido, apenas perceptible, que des-

cubría en ella el feliz abrazo del sueño, y que lejos

de contagiarlo y llevarlo al acostumbrado estado de

semi-inconsciencia, lo perdía cada vez más sintiendo

el espasmo en cada nervio de su ser ante la cálida

ternura de aquel cuerpo escondido bajo el �no vesti-

do apretado al suyo. No habían cruzado palabra en

todo el día, y mientras ella dormía ahora suavemen-

te a su lado, él se sentía desfallecer. Necesitaba de

urgencia alejarse de todo pensamiento pues comen-

zaba a apoderarse de su entrepierna un ardoroso y

agudo entumecimiento. Con sobrehumano esfuerzo,

concentróse sólo en prestar interés una vez más a la

suerte de su buen maestro, quien sabía Dios si estaba

a salvo o si acaso lo mantenían siquiera con vida.

Mientras la guerra de sensaciones no daba tregua

dentro del zagal, no era necesario para Alonso a�nar

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

el oído para escuchar los pasos detrás de su puerta, o

algunas risas y comentarios acerca del sufrimiento

de morir en la hoguera. Todo estaba dispuesto adre-

de; separado de los demás detenidos, entendía los

procedimientos de la Inquisición. Tenía por cierto

que buscarían quebrarlo y sonsacarle la información

que deseaban, primero de esa forma, una violencia

mental; luego otra más sádica pero muchas veces con

mejores resultados. Sin embargo no deseaba traicio-

nar la con�anza de aquella campesina taciturna, y

menos aun pondría en riesgo la vida de su joven hija.

No sabía con exactitud a qué se refería Bocanegra al

señalar a esa pobre Mal-alma como “la última bruja

de Valladolid”, o a los pecados que arrastraba consigo,

pero se dijo que una niña no debía pagar por los peca-

dos de su madre. Sospechaba que manteniendo calma

y silencio, sólo sería cuestión de horas para que el

resto de la comitiva se marchara en busca de infor-

mación a los poblados lindantes, pues había podido

comprobar esa misma mañana mientras lo llevaban a

su improvisada celda que una parte de aquel cuerpo

de infantería se había puesto en marcha y abando-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

nado el monasterio ante una orden recibida por su

comandante. Eso le daba esperanzas, y sin duda le

daría a Helena el tiempo su�ciente para escapar. Era

cierto que era una jovencita algo extraña, a más di-

ferente, y esa era una cualidad que no cuadraba en

la España de los tiempos que corrían. Él lo sabía de

sobra.

Por momentos pensaba en lo que su madre debía

estar padeciendo a esas horas, pues bien conocía los

martirios a los que se exponían a todos los acusados

por el Santo Tribunal. Primero comenzaban con los

azotes, para los que en la práctica no había límite de

edad, conociendo casos de niñas pequeñas, menores

a los diez años y ancianas que superaban los sesenta.

Luego la mutilación, y para cuando terminaban los

suplicios, sabía que el poste se volvía un deseo anhe-

lado por el acusado, ansioso de buscar consuelo en

la muerta que lo librara de los tormentos, tales eran

entonces las costumbres practicadas sobre los herejes.

Aun se mantenían vívidos los recuerdos de sus her-

manos de Sevilla, muchos de los cuales sostuvieron

una actitud obstinada, y por eso, fueron torturados

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

incluso en el potro. Recordaba los desesperados gri-

tos de agonía, mientras sus cuerpos atados a una silla,

fuertemente rodeados y envueltos en cuerdas y alam-

bres controlados por los verdugos, eran apretados

mediante vueltas a su entorno hasta morder y lacerar

la carne. Gritaron, vaya si lo hicieron. Gritos, muchos

gritos, aullidos y alaridos de dolor, pero era cierto que

ninguno sonó como el que la tal Hernández había

lanzado por la tarde. Un espasmo gutural y estridente,

ominoso, que lo estremeció con sólo recordarlo.

Todo era muy confuso; había logrado olvidar todo

aquello por mucho tiempo, pero en pocos minutos

esos pensamientos retornaron a su mente reclaman-

do las espantosas imágenes del recuerdo que tanto

había deseado sepultar. Se abandonó en el piso del es-

tablo, sin poder contener las lágrimas que asomaban

decididas.

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XIV | FRATER SERVUS

ESCUCHÓ UNOS GOLPES LEJANOS PERO

APREMIANTES TRONAR EN LA PUERTA

DEL EDIFICIO. Malhumorado y fastidioso

como cada mañana, el hirsuto clérigo levantóse mo-

lesto de su mullido colchón. Aun somnoliento, tomó

un cáliz que había sustraído de contrabando de la

bella catedral de San Bartolomé de Logroño. Luego,

tomó una botella y escanció en aquel cáliz el vino

consagrado para la eucaristía, blasfemando contra

los santos ritos. Por �n a la tercera copa pudo despa-

bilarse por completo. Se sentó, aun algo confundido,

en la orilla de su cama. Unos largos y esbeltos bra-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

zos lo tomaron cándidamente por la cintura, desde

atrás. Dióse vuelta entonces, y excitado por el deseo,

desató un lazo no muy suavemente, hasta adueñarse

de unos senos que sus labios devoraron con avidez.

Dos piernas desnudas, blancas y resplandecientes co-

mo una mañana de verano, lo rodearon, apresándolo

bajo una sensación cálida y húmeda. Una mordedura

amorosa lo hizo desfallecer, y las manos comenza-

ron ahora a frotar su vientre hasta provocar en el

libidinoso clérigo el hervor de�nitivo de la sangre.

Mientras una sonrisa innoble surcaba su deformado

rostro, desnudose precipitado, y despojado ya de sus

paños menores, una excitada vergüenza viril emergió

con vigor de entre una mata de pelo. Torció su cabe-

za hacia un lado y otro, ávido de voluptuosidades, y

con gesto obsceno envolvió con su lengua lúbrica el

cuello entero de su acompañante.

Nuevos golpes lo sacaron de su panacea.

Zacarías levantóse de mala gana, fastidiado por

quien se atrevía a molestarlo en sus cotidianas prácti-

cas impenitentes. Se deshizo de los atractivos brazos

que lo exhortaban a quedarse y a yacer en ese dulce

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

abrazo. Muy contra su pesar, decidió atender el lla-

mado intempestivo que parecía querer tirar abajo el

pórtico de la iglesia parroquial de Monreal. Se ciñó

rápidamente el hábito al cuerpo y fue cuando escu-

chó también otros ruidos, provenientes éstos últimos

de detrás del precario edi�cio. Asomóse entonces

con curiosidad, descorrió levemente las cortinas que

impedían su visión y lo que descubrió terminó de

despertarlo por completo. Afuera, en el mal habido

establo de la parroquia, sobre un imponente Andaluz

negro, un hombre más imponente aun parecía dar

órdenes a un reducido cuerpo de infantería del rey.

Reconoció, recordando al instante y atemorizado, ese

porte recio y los ademanes imperativos de aquel con

quien tiempo atrás había tenido la fatalidad de tratar.

Se escondió. Petri�cado, permaneció allí un momen-

to, al abrigo de las cortinas. Volvió a mirar. Esta vez

vio a varios hombres de hábitos y bastones que se

apostaron alrededor de un par de enormes carretas.

El corazón se le aceleró tanto hasta tornarse casi un

solo latido largo y tortuoso. Siguió mirando, asustado.

De uno de los carruajes descendió un hombre alto

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

y esbelto, cuya túnica larga hasta los tobillos y esca-

pulario blanco, apenas podían verse por debajo de la

esclavina y la amplia capa de color negro. Sólo la �na

y tradicional cruz de hierro de su Orden le adornaba

el atuendo. Pero Zacarías tenía por cierto que ese no

era un simple monje dominico; antes bien, supo que

se trataba, como él solía decir, de un hombre de ca-

lidad, pues la enorme y prolija tonsura en la cabeza,

que hacía de su cabello algo más que una tiara, el

semblante tenebroso y fundamentalmente la mirada

que denotaba fanática �rmeza, lo desengañaban de

tal anhelo. No hizo falta mirar más: era el inquisidor

de Toledo, temió. Ese porte recio alcanzó para que

Zacarías se despabile por completo y con renovada

urgencia volteara hacia la joven fulana que aun reto-

zaba como un gato en celo sobre sus propias sábanas.

El clérigo posó su mano derecha en su propia frente

y negó con pesar, ladeando la cabeza.

–Oh, he pecado –reconoció en susurros, el aire

abatido–. Sin duda he pecado. . . ¿pero qué otra cosa

puede hacer un pecador?

Los estrepitosos golpes en la puerta del otro extre-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

mo sonaron una vez más. Rápidamente terminó de

acomodarse las vestiduras y apremió a la joven mu-

chacha a que adoptara su ejemplo. Debía despacharla

cuanto antes, o él podría tener serios problemas. Co-

rrió todo lo largo de la parroquia y abrió lentamente

la puerta de dos aguas. Una luz brillosa de mediodía

lo cegó por completo, y luego de que la sensación de

ardor en sus pesados párpados se desvaneció, logró

distinguir una pequeña y ancha silueta que se alzaba

justo enfrente. Allí parado se encontraba un pequeño

rollizo, cuyos marcados rizos envolvían una cara an-

tipática de rosadas mejillas. El niño, bellaco en todo

aspecto y de enormes fosas nasales, parecía excitado

y su voz chillona tartamudeó con apremio desde el

interior de aquella boca tan ancha como la de un pez.

–¡M. . . mm. . . maestro! –chilló el pequeño Xacome

con una mezcla de nervios y audacia ya usual en aquel

tuno. Sus grandes y ordinarios ojos marrones dejaban

entrever una ansiedad desmedida ante el sentido de

la oportunidad–. ¡D. . . de. . . debéis salir de inmedia-

to! –concluyó al �n ante la preocupada mirada del

clérigo.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Oh, pequeño bellaco, pero si solamente sois vos. . .

–descubrió aliviado mientras observaba una y otra

vez hacia adentro, esperando que por �n apareciera la

joven y se marchara de una bendita vez. De repente,

mientras posaba la vista en el feo rostro del niño, tuvo

una idea–. ¡A Dios gracias que habéis venido! Nece-

sito de vuestra ayuda –apuró–. Pasad, pasad rápido...

ejem. . . , que hay una mujer de grandes pecados que

no para de orar por sus culpas. Habéis llegado justo

a tiempo para sacarme de tan mal trance, dado que

no parece que la santa penitencia pueda consolarla.

–P. . . p. . . pero maestro. . .

–¡Calla, tunante! Que la pobre está muy contraria-

da os lo digo, y pienso que tal vez, bueno, con vuestra

cristiana ayuda pueda sacarla rápidamente de aquí,

ya que es menester que lave sus culpas en privado –y

haciéndose el desentendido ante la mirada extrañada

del mozo, diole unas palmaditas en la espalda mien-

tras lo apremiaba a socorrerlo de aquellos bastos tan

penosamente barajados.

–¡Q. . . que la Inquisición, m. . .maestro, la Inquisi-

ción! –tartamudeó el otro–. Os digo q. . . que la inqui-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

sición ha venido hasta Monreal.

Xacome estaba frenético con la nueva noticia. Te-

nía mucho que preguntar y que aprender de la de-

legación que acababa de poner pie en la villa, y lo

que no pudiera aprender ya bien lo inventaría an-

te los pilluelos que comandaba por estricto pedido

de Zacarías. Además aun sonaban en sus oídos las

palabras del doctor Bilbao, quien a�rmaba a la pobla-

ción de Santesteban y al propio clérigo Zacarías al

visitarla, que la existencia de sectas satánicas y ac-

tividades demoníacas se desarrollaban cada vez con

más y más frecuencia en toda la zona Navarra. Aquel

matasanos relacionaba el crecimiento de esta activi-

dad nocturna y malé�ca al paso de una mujer, una

hechicera poderosa según a�rmaba, que había llega-

do desde las más lejanas antípodas para establecerse

en la espesura de los bosques de los alrededores, pero

cuya locación real nunca se revelaba cierta. El doctor

Bilbao, eminencia oriunda de la pequeña comarca

de Santesteban, quien se jactaba de su condición de

vascongado y cristiano viejo, se había vuelto un espe-

cialista según parecía en el estudio y reconocimiento

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

de las brujas que tanto habían intensi�cado su accio-

nar en los últimos tiempos y había encontrado en el

alunado clérigo un buen aliado a la hora de dispensar

juicio acerca de las actividades de muchas curande-

ras y otras tantas mujeres judaizantes, gente siempre

de dudosa procedencia, según señalaba. El pequeño

ayudante de Zacarías lo admiraba mucho: no sólo

por ser un docto en la materia, sino también porque

siempre estaba dispuesto a adoctrinar a quien demos-

trara interés por el grave tema de las brujas y los

pactos que las desgraciadas hacían con el diablo. Así

fue como el pequeño tartamudo, poco a poco, había

sido seducido por las palabras del doctor Bilbao, a

quien aun recordaba acaloradamente y cuyos testi-

monios consentía en repetir, no siempre �elmente,

frente a los pilluelos de la villa que tenía por secuaces.

A la vez esas doctrinas eran apoyadas por su propio

maestro, que con el pretexto de curar y escuchar san-

tamente en confesión a quien hubiese participado en

los aquelarres, día a día aumentaba en su confesiona-

rio el número de brujas y hechiceras que acudían a

buscar la santa absolución. Xacome pensaba que era

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

una tarea demasiado ardua para su buen maestro, y

así les había advertido a sus amigos, ya que de cada

confesión lo veía salir exhausto, como si el hecho de

confesar a una bruja sea la tarea más noble y difícil

que se pudiera realizar para estar a bien con Dios. En

esos momentos, al pequeño tartamudo se le henchía

el corazón de orgullo por el santo varón que, creía,

tenía como guía y mentor.

–¡Os digo q..q. . . que la inquisición ha llegado, maes-

tro! P..p. . . por �n el calvario de las brujas y l..l. . . los

cabalísticos terminará, ¿n..no lo creéis? –soltó el ni-

ño cuya ansiedad trababa aun más su desgraciada

lengua.

–Oh, si, las brujas... ¡cómo lo he olvidado! –se re-

prochó el clérigo, nublada la vista. De pronto, pareció

volver en sí–. Claro, claro, Xacome. Las brujas, por

supuesto, ¡vive Dios! –decía, cuando lo sorprendió

una nueva sombra que se formó esta vez a un costado.

Zacarías torció y levantó la vista lentamente y pudo

distinguir otra silueta, oscura y esbelta, que se cernía

justo delante suyo. Era él. El diablo lo llevara si algu-

na vez hubo visto tales rasgos severos en algún ser

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

humano; el rostro de ese hombre era a�lado como el

de un halcón. Su nariz pequeña y recta, daba a aquel

rostro blanco y simétrico un aire como de escultura.

Sus ojos pequeños lo miraban �jamente.

–¿Zacarías? –preguntó con voz de hielo aquel hom-

bre.

–E...el mismo, Su Eminencia –respondió el vetusto

clérigo tomado por sorpresa–. Zacarías del Monte y

Ozorio, para serviros –repuso ahora con más energía

y seguridad, realizando una reverencia mal ensayada.

El inquisidor lo observó detenidamente, impasible.

Su rostro no dejaba escapar pensamiento alguno, y

era realmente difícil saber qué era lo que imaginaban

esos ojos que provocaban temor. Lo observó por un

momento sin pestañear.

«Eminencia. . . »

–¿Sabéis con quién habláis, clérigo? –lanzó �nal-

mente con mirada torva.

–Bueno, que no lo he visto nunca, pero...ejem...

el Excelentísimo Inquisidor General de las Españas,

el arzobispo Fernando Valdés y Salas, a quien devo-

tamente represento, me ha comentado que vuestra

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Paternidad llegaría pronto. Debo deciros, Su Eminen-

cia, que vuestra fama le precede, y por lo que veo, no

en vano –aduló con soltura.

–Hermano Zacarías, no soy ninguna Eminencia,

soy Leopoldo Bocanegra –interrumpió–. Y este buen

monje que me acompaña es el Procurador Anselmo

López de Trejo –dijo lentamente, señalando con un

movimiento leve de su mano en dirección al dominico

que estaba a su lado.

Sin embargo no hacía falta la presentación, pues

Zacarías conocía perfectamente a ese monje fanático

y terrible; ya lo había visto, había tenido la desven-

tura de tratar con él en otra oportunidad, la misma

en que cruzóse a aquel gigante que se alzaba ahora

distinguido en el brioso semental, hacía tiempo, y

los recordaba bien. Habíase visto enredado entre esa

gente peligrosa en el pasado y aun perduraba en su

memoria la imagen de sus rostros que la fatalidad

volvía a poner delante de sus ojos. Pero sus órdenes

habían sido claras al respecto, y nadie, ni siquiera

ese inquisidor, debía enterarse de la relación extraña

y misteriosa que los envolvía. Sus ojos rehuyeron

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

los de aquel monje horrendo, sin embargo alcanzó

a notar que la mirada febril de Anselmo se desviaba

hacia las sombras de la nave principal, indagando en

su interior. Zacarías lo siguió observando de soslayo,

y pudo ver que los ojos del monje se tornaban ahora

más severos, inyectándose en sangre. El clérigo temió

lo peor y volteó hacia su espalda, donde la mirada

de El Mesías se dirigía con tanta aversión. Entonces

vio aparecer ante él a la joven que había servido para

calmar sus lujuriosos apetitos de la carne, y sintióse

enfermo de repente, mientras la sangre hervía en su

cabeza; un potente escalofrío se apoderó de su cuerpo,

y por un instante se creyó perdido, chamuscado.

La muchacha sin embargo parecía despreocupada.

Simplemente agachó la cabeza, y con una graciosa

ceremonia agradeció al clérigo por sus santos servi-

cios.

–Iré a cumplir vuestra voluntad, padre, y os prome-

to meditar en mi penitencia –dijo quedamente con un

hilillo tímido de voz–. De verdad que habéis quitado

gran peso de mi alma, rezaré pues por la de vuesamer-

cé –concluyó la joven mientras a�oraba una sonrisa

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

taimada. Observó fugazmente al inquisidor, realizó

una reverencia y se marchó veloz, desparramando a

un grupo de tunantes que habíanse reunido ante tales

tumultos poco habituales en las calles de Monreal.

Zacarías tragó saliva y respiró quedamente. No había

ignorado desde luego el gesto de desprecio que aquel

viejo y horrendo monje, ahora Procurador de la In-

quisición, le dedicó a su singular penitente. No tenía

dudas ahora de que sus habilidades, que habían llega-

do como simples rumores hasta él en el pasado, eran

efectivamente ciertas: ese Anselmo sabía distinguir

el mal cuando lo veía. Eso lo alarmó, es cierto, pero

se sentía ahora mucho más aliviado al salir airoso de

aquel trance. En esos pensamientos estaba, cuando

la voz de Bocanegra lo despertó de sus recuerdos.

–Veo que la gente de vuestro pueblo os respeta y

agradece mucho que intercedáis por ellos ante Dios,

Zacarías –un halo de desprecio pareció a�orar en el

semblante del inquisidor, quien pronunció el nombre

como si lo escupiese.

–Así parece, mi señor inquisidor, así parece –acotó

Anselmo, pernicioso, mientras la muchacha desapa-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

recía entre la multitud. El monje pareció olfatear el

aire, como si acaso pudiera oler la estela de aroma

que aquella dejaba a su paso, y Zacarías recordó que

así era, que de una manera extraña podía sentir y

reconocer muy bien el aroma azufrado.

Amén sus deslices, Zacarías no era tan estúpido co-

mo parecía. A veces actuaba como un simplón bellaco

y se le escapaban varios detalles, pero allí parado, sa-

bía que se jugaba la cabeza. La fama de Bocanegra le

precedía, eso era una verdad consumada, Dios lo sabía

y él comenzaba a sospecharlo. Observó confundido

y temeroso al viejo dominico y continuó, cuidándo-

se bien en ignorar ese y cualquier otro comentario

ponzoñoso que se desprendiera de esos hombres.

–Cierto es, su Paternidad, cierto es. Ellos saben que

cuentan con el bueno de Zacarías para limpiar sus

culpas –apuntó hábilmente el clérigo–. Habéis venido

justo y cuando más lo necesitamos. ¿Es cierto que el

Sumo Inquisidor os puso al tanto acerca de mis infor-

mes? –insistió. Desviar el curso de la conversación

lo apremiaba.

–Silencio –ordenó de repente Bocanegra. Su voz, si

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

bien calma, parecía ahora más severa–. No he venido

para que me llenéis de preguntas que no os incumben.

Al contrario Zacarías, he venido a que vos respondáis

las mías –sentenció secamente.

–Oh, pero...

–No hay peros.

–Oh, sí, sí, disculpad su Paternidad, simplemente

creí...

–¡Pues creíste mal! –tronó ahora Bocanegra.

Zacarías se encontraba en problemas. Recordaba

haber escuchado el temor que aquel Bocanegra produ-

cía hasta en los más bandidos y bravos. La inminencia

del fuego no se tomaba a la ligera en la España de esos

tiempos. Nadie quería andarse con tratos, ni malos

ni buenos, con ese inquisidor tan vehemente. Igual

podía ser uno un servicial testigo falso declarando a

su favor, que ser tratado al día siguiente como el peor

de los herejes, y sufrir los azotes o el destierro, o aun

peor, el arduo e ingrato trabajo en las galeras. Man-

tenerse despierto y tranquilo era un deber en tales

circunstancias, ya que si tan sólo uno de sus pecados

era conocido y corroborado por aquel hombre, nadie,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ni siquiera el Sumo Inquisidor Valdés, de quien era

protegido, ni su pobre posición como frater servus

de la Hermandad podría ayudarlo. El clérigo tragó

saliva por segunda vez aquella mañana.

–Oh, –continuó con los brazos en alto en señal de

devoción–. Siempre estoy dispuesto a los deseos que

la Hermandad. . .

–Mejor así hermano. . . –interrumpió la voz áspe-

ra de El Mesías, quien lo fulminó con la mirada–.

Eso quiere decir que sois un hombre sabio. Mejor así

–repitió.

El inquisidor los observó de soslayo, extrañado.

–Hablaremos en privado –dijo restándole impor-

tancia al entredicho–. No os preocupéis; si todo sale

bien, y me decís lo que deseo y como lo deseo, nos

iremos antes del amanecer. De lo contrario, sabe Dios

qué os espera por la mañana –concluyó severo. Luego

se dirigió hacia su ayudante–. Tenéis vuestras tareas,

Anselmo. Retiraos y volved cuando terminéis que

deseo tener la oportunidad de un momento a solas

con Zacarías. Y llevad a éste niño con vos, tal vez os

sea de utilidad.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

El pequeño Xacome lo miró con ojos abiertos co-

mo platos. De inmediato se desprendió del lado de su

maestro para dirigirse hacia el dominico. El Mesías

era un hombre muy poco agraciado, no acostumbra-

do a la charla que no fuera acerca de las brujas y

temas por el estilo. Era parco e irascible, escondiendo

detrás de esa actitud tan despreciable, su tendencia

misógina. Su fanatismo desmesurado se liberaba ante

la menor provocación y muestra de herejía o brujería.

Aun recordaba las heridas que el demonio le había

in�igido en el pasado, y su ansiedad y aversión au-

mentaban conforme creía se iba acercando al objetivo.

Sin embargo en esa oportunidad tomó al tuno de la

mano, sumiso, y observó a Zacarías una última vez

directamente a los ojos. Era una mirada tenebrosa y

fulminante, que le recordaba –que le advertía– cuáles

habían sido sus órdenes. Luego se alejó junto al niño

hacia la comitiva, donde otros clérigos y familiares

de la inquisición descansaban luego de un largo viaje.

–Decidme, su Paternidad, en qué puedo seros útil

–se atrevió quedamente el asustado clérigo, mientras

ingresaban a la parroquia.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–En no pocas cosas Zacarías. He recorrido un lar-

go camino, y estoy algo cansado. Como de seguro

os imagináis, eso no es bueno para mí humor, por

lo que debo pediros que seáis directo con vuestras

respuestas. ¿Comprendéis lo que os digo?

Zacarías asintió en silencio.

–Tengo entendido –continuó Bocanegra– que sec-

tas satánicas operan en la zona. Eso, debo deciros,

al principio resultó una gran sorpresa para mí, pero

dado los datos y acontecimientos, pues, me he con-

vencido de que así van los tiempos de Dios. ¿Qué me

podéis contar al respecto? –preguntó con cierto de-

sinterés mientras observaba con semblante distraído

el atrio de la iglesia.

Zacarías lo observó confundido. «¿Acaso no le han

dicho nada? ¿Qué clase de frater puede preguntar

eso?»

–Oh, muchas cosas, su Excelencia, muchas cosas

–dijo al �n, extrañado–. Es cierto que he podido des-

cubrir varias sectas satánicas en los bosques, princi-

palmente en las afueras de Navarra, desde las villas

de Santesteban y Elizondo al norte, hasta los Mon-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

tes de Areta, al este. Justamente, hace un tiempo he

hablado con un hermano del monasterio de Leyre

acerca de tales sectas. Le he informado y alertado de

que merodea por allí una bruja peligrosa. . . la misma,

según he descubierto, que hace tiempo corrompió el

monasterio del Císter en. . . –Zacarías notó un brillo

de emoción que pareció formarse por un instante en

el rostro de aquel hombre. Reconoció en sus ojos el

resplandor del que logra descubrir al �n algo inten-

samente buscado. Sin embargo una nueva pregunta

del inquisidor terminó de descolocarlo, creyéndola

irrelevante.

–Alertasteis a un hermano de Leyre decís... –inte-

rrumpió– ¿hay quién desconoce aun estos temas tan

serios, Zacarías? ¿De quién se trata?

–Oh, no Su Paternidad, nada de eso. Pero como

os decía, es esa poderosa hechicera que desde hace

tiempo hemos buscado, y bien sabéis que no todos se

encuentran preparados para luchar contra tales abo-

minaciones. ¡Por los clavos de Cristo que yo mismo

me interesé bastante en develar ese misterio!

–Misterio. . . explicaos.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Exacto. . . mucho tiempo me he preguntado cómo

ha llegado hasta estas tierras, después de mucho an-

dar. El por qué lo deduje por mis propios medios, a

la vez de que he podido comprobar otras cosas, que

si monseñor me lo permite, os contaré con lujos de

detalles.

–Hablad –indicó levemente interesado el inquisi-

dor. «Hablad con tranquilidad gusano».

–Bueno, pues, a fe mía, que os diré tal y como se lo

conté a nuestro hermano de Leyre. Hace largo tiem-

po que se ve por los bosques lindantes un aumento

desmesurado en el ajetreo nocturno de los engendros

del mal, esbirros demoníacos que se atreven a realizar

sus �estas malé�cas y satánicas en lo profundo del

bosque. Muchas mujeres que como sabéis son muy

débiles e ignorantes, se han unido a esta bruja y se

han entregado al poder opresivo del Maligno, des-

preocupadas por cierto de la fe católica. Por esto he

decidido poner manos a la obra para reinstaurar la

paz de Dios en estos pueblos de poca fe.

–Bien hacéis Zacarías. Y decidme, ese hermano de

Leyre a quien os referís y que os ha ayudado en vues-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

tra empresa, de quién se trata. «Continuad; decidme

lo que he venido a buscar».

Tal vez fuera la forma en que se lo preguntó, tal

vez el fulgor de sus ojos oscuros. Lo cierto fue que

Zacarías creyó notar que aquel hombre se interesaba

por este detalle en particular más aun que en la apari-

ción de la bruja que debía ser el verdadero motivo de

su arribo. «¿Por qué?», se preguntó. Alonso era un

buen hombre, lo sabía. ¿Acaso la Hermandad sospe-

charía de aquel fraile? Después de todo parecía que

Bocanegra estaba deseoso de llevar la conversación

hacia esos menesteres. Frunció el seño levemente y

se dijo que podría ser solo una idea suya.

–Contestad a mi pregunta Zacarías. ¿Cuál es el

nombre del hermano a quien hacéis referencia? –in-

sistió impaciente Bocanegra.

Las dudas se iban disipando; era casi un hecho la

singular curiosidad del inquisidor por su amigo de

Leyre. La intriga ahora lo carcomía. «¿Qué querrían

con él? La última hechicera es lo más importante»,

se dijo mientras parecía comenzar a comprender.

–Decidme todo lo que sabéis de él, todo, ¿me habéis

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

oído? –concluyó El Mastín, quien notó cierta duda

en los ojos de Zacarías.

–Bueno, no se mucho –mintió. Algo dentro suyo

parecía advertirle que Alonso podría encontrarse en

peligro y pre�rió mantener en la medida de lo posible

su identidad a salvo–. Sin embargo puedo imaginar-

me...

–Sí, imaginaos; y procurad hacerlo con todo detalle,

os lo ruego. Sería penosísimo que así no lo hicierais.

–Oh sí, claro, su Paternidad, no os engañáis si así lo

creéis –se apresuró el clérigo, luego de tragar saliva

nuevamente–. Os ayudaré, como es misión del buen

pastor, en todo lo que me pidáis. Podéis tenerme por

un amigo �el monseñor.

Sin embargo Bocanegra no con�aba en ese hombre.

Todo en él le parecía detestable: desde su horrenda

cicatriz en su ojo derecho, estigma de corrupción sin

duda, hasta los gestos exagerados que hacía al hablar,

provocando la descon�anza absoluta en cualquiera

fuera su interlocutor. Lo había creído un ser estúpido,

pero a medida que la reunión corría, se iba conven-

ciendo de que Zacarías era más astuto de lo que en

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

realidad demostraba. Después de todo, pensó, debía

de tener alguna virtud por la cual portar el honor

de ser uno de los pocos protegidos del Sumo Inquisi-

dor español. «Sin embargo oléis muy mal Zacarías;

apestáis a herejía, a leña ardiente».

–Os tengo por tal –sentenció al �n–. Y prometo

no sacar a relucir vuestras miserias si me dispensáis

la información que os pido.

–Miserias, oh, miserias –repitió el clérigo con des-

dén.

–Sin embargo, debo advertiros que ciertos pecados

no pueden ser pasados por alto jamás –indicó con

severidad. Sus ojos se clavaron en los de Zacarías

quien no pudo mantenerle la mirada–. Así que os

advierto, no me hagáis buscar la paja en vuestro ojo,

más me temo que puede ser mucha, tanta así como

para armar una buena pira. ¿Me entendéis Zacarías?

Vuestra abnegada posición no será en este caso un

atenuante.

El clérigo ya no parecía tan locuaz como al prin-

cipio, y ante estas últimas palabras del inquisidor,

quedó petri�cado. Tenía ahora la �rme creencia de

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

que Bocanegra era un hombre sumamente hábil; pa-

recía estar al corriente de sus pequeñas desviaciones.

Su decisión de mantener en el anonimato los datos

del sacristán de Leyre comenzó a declinar lentamente,

pues aun no tenía por deseo rendir su alma a Dios,

aunque esa información le pareciera algo irrelevante.

–Su Paternidad –se atrevió con los brazos hacia

el cielo en señal de alabanza–. Temo que no logro

entenderos bien. ¿Qué queréis decir?

–¡Quiero decir lo que digo! Hay rumores acerca

de vuestro comportamiento, Zacarías. Sabed que si

por mí fuera ya estaríais sufriendo una encuesta más

animosa. ¿O creéis acaso que me he dejado engañar

por las palabras de aquella joven que salió de aquí tan

precipitadamente? Un protegido de Fernando Valdez

y Salas en íntima y sospechosa actitud con uno de sus

feligreses –re�exionó con desdén–. Y no quiero seguir

indagando al respecto, porque temo que de saber más,

volvería la espalda a la Suprema y al mismísimo Sumo

Inquisidor, y antes del alba pero luego del tormento,

vuestras cenizas podrían esparcirse en paz al �n por

todo el pueblo. Por tanto, Zacarías, no abuséis de

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

vuestros protectores.

Zacarías se supo en un grave aprieto. Sospechó

que de nada le serviría disimular o �ngir ante aquel

hombre implacable. «Antes bien, soy perdido si no

hablo». Pudo comprender, sin embargo, dos cosas

de capital importancia: la primera, de que estaba a

su merced a pesar de ser un frater nombrado y re-

conocido por la Hermandad, tal era la fatalidad que

la distancia que los separaba de Madrid podría ejer-

cer en las decisiones de Bocanegra. La segunda y tal

vez la más extraña, era que Fernando Valdés y Salas

estaba usando a un inquisidor que todo lo ignoraba

acerca de dicha Hermandad, de su existencia y obje-

tivos, y mucho más de la existencia de la Cofradía.

«¿Qué es realmente lo que busca este hombre».

–¡Oh!, he pecado –reconoció abatido, agachando

la cabeza y estirando los brazos, condescendiente–

sin duda he pecado, Su Paternidad. ¿Pero qué otra

cosa puede hacer un pecador?

–No me habléis de pecados, Zacarías. ¿O acaso

pensáis que el Sumo Inquisidor Valdés desconoce los

rumores acerca de vuestro carácter fornicador? Dudo

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

siquiera de vuestras intenciones cuando os dirigís a

las profundidades del bosque –indicó con desprecio.

–Oh, monseñor, me ultrajáis con vuestras palabras

–se defendió miserablemente el clérigo–. Vuestra Pa-

ternidad sabe que los santos se salvan solos, más a los

pecadores hay que buscarlos allí donde se encuentran

–apuntó el ladino de forma devota.

–¡Vil pretexto! Cada una de vuestras palabras se

parece a la de los herejes impenitentes. Ahorraos para

vos esas frases tan santas, canalla, y decidme lo que

deseo de una vez. Me estáis impacientando. . .

–Señaladme el camino –imploró entonces– y pro-

meto recorrerlo devotamente. Decidme qué queréis

que os diga, y gustoso os daré la información a cam-

bio del perdón.

–¿A CAMBIO DEL PERDÓN? ¡Que Dios os fulmi-

ne escoria! No necesito daros nada a cambio de lo

que os pido, miserable. Basta con que os permita la

vida.

El clérigo Zacarías decidió recapitular completa-

mente, o en poco tiempo sería perdido, y sus carnes

llenarían un buen brasero, sin dudas. Supo con certe-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

za que estaba a merced de uno de los más fanáticos y

peligrosos inquisidores de la España del gran Carlos

I. No tenía escapatoria, y si entregar la cabeza de su

amigo en bandeja de plata y convertirse en un nuevo

Herodes Antipas le signi�caba salvar su miserable

vida, era entonces lo que gustosamente haría. «¡Por

los clavos de Cristo!», se dijo mientras se persignaba,

«que Dios es grande y sabe perdonar la traición».

–Su nombre es Alonso, Su Paternidad –se apresu-

ró sin miramientos–. Es un viejo franciscano que se

esconde allá en Leyre, y ahora que lo insinuáis, ¡oh,

sí!, siempre he sospechado, casi una certeza, que pro-

tege a nuestra bruja y a su progenie y a todos los que

realizan pactos malé�cos –completó ya totalmente

convertido en Judas. Pensó que con una información

más completa y detallada, aunque careciera de escrú-

pulos y veracidad, acerca de ese que tanto parecía

interesar al inquisidor podía complacerlo y hacer que

éste olvidara y dejara atrás por completo toda aquella

discusión tan embarazosa para el clérigo. Animado

por su buen tiento, continuó, vendiendo su temerosa

�delidad a quién creía mejor postor–. Lo con�rmé

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cuando al volver de unas de mis incursiones de la

comarca de Zugarramurdi, descubrí que la hechicera,

última del grupo de Valladolid, de la que había perdi-

do el rastro, se había establecido en los alrededores

del monasterio como una simple ermitaña y desde

allí, supe, era apoyada como sus dos hermanas por

el sacerdote de Leyre, ahora no me caben dudas ¡oh!,

lo recuerdo claramente. Os ruego perdone a un hu-

milde servidor por sus pecadillos, pero os aseguro

que nunca entregué mi alma al mal, y que siempre

me dispuse a cumplir con los designios de Dios mi

Señor y luchar contra Lucifer –concluyó persignán-

dose repetidamente. Era la última argucia que jugaba,

esperando ser convincente pues la orden había sido

clara–. Os lo aseguro, Su Paternidad, permitid que me

redima con las pruebas que gustosamente os entrego.

–Y decidme, ese franciscano a quien llamáis Alonso,

¿es de estas tierras?

–Oh no –aclaró Zacarías–. Alonso Iturbe ha llega-

do hace largos años, sí, pero según sé no es de aquí.

Lo único que me queda claro ahora es que se oculta

en ese escondido monasterio, y desde allí, teje sus

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

oscuros hilos.

Era todo y cuanto Leopoldo deseaba saber. No ne-

cesitaba más. Estaba convencido ahora de que al �n

había logrado retomar el rastro de aquel que había

logrado evadirlo y burlarse de él. Solo necesitaba

corroborar el lugar exacto del monasterio, una des-

cripción acorde, y todo sería cosa hecha. Sin embargo

tenía una misión principal que debía honrar.

–Así que no es de aquí. . . bien Zacarías –retomó

el inquisidor cambiando el tono–. Sabemos entonces

gracias a vos, que cierta bruja habita las cercanías

del monasterio, y según nos aseguráis, es la misma

que se ha mantenido oculta por años. La situación

es más grave de lo que pensé, puesto que al parecer,

la cercanía de ésta con los herejes los ha alentado a

mezclarse. Debéis decirme dónde se encuentra exac-

tamente esa hechicera ya que se cree que mantiene

pacto con vuestro amigo, a quien también se lo busca

hace ya largo tiempo.

–¡Oh!, os señalaré el camino, Su Paternidad –se

apresuró el clérigo sin importarle ya nada. Sin em-

bargo creyó oportuno agregar–. Pero debo advertiros

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

que es peligrosa, pues hace uso de varios conjuros,

pócimas y �ltros para tentar hasta al hombre más

santo, señor mío. Yo mismo la he visto, y su hija, oh. . .

es aun peor. Se dice que ha nacido del pacto ¡oh, per-

donadme Jesucristo!, del pacto maligno que sostuvo

con Satán. Os será difícil atraparla, y escuchadme

bien lo que os advierto, ya que si por azar lo lográis,

es posible que sea porque ella así lo haya querido. . .

–¡Dónde, Zacarías! –insistió, impaciente, desesti-

mando la advertencia.

–Oh sí, disculpadme; os diré dónde se encuentra

“la Hernández”. Pero es que también debéis saber que,

bueno. . . que. . . –se interrumpió mientras se santi-

guaba repetidas veces. Y al ver un gesto apático y

desinteresado por toda respuesta, decidió mantener

la compostura y limitóse solamente a indicar con lujo

de detalles el lugar exacto en donde el inquisidor po-

dría encontrar a la bruja y al fraile que tanto parecía

interesarle.

–Sois un hombre pecador, es cierto Zacarías, tal

vez más que cualquier otro –observó secamente el

inquisidor cuando obtuvo la información–. Vuestras

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

manos y conciencia están manchadas con la depra-

vación. Sin duda vuestra imagen no es modelo de

virtud; pero Dios sabe escribir recto aun con renglo-

nes torcidos (3). Valoraré con paternal benevolencia

la buena voluntad con que me habéis abierto vuestra

alma. Ahora todos descansaremos y por la mañana

al despuntar el alba me marcharé hacia aquel viejo

monasterio a apresar al �n a esa bruja y al heresiar-

ca Alonso Iturbe, quien como dije, es intensamente

buscado desde hace tiempo por escapar a la justicia

de Dios. Aun no comprendo cómo no os habéis dado

cuenta de que no es sino el mismo que hace años

escapó de Sevilla y Logroño y a quien, según tengo

por cierto, vos teníais el deber de encontrar. ¿Acaso

no lo recordasteis?

Zacarías parecía muy confundido. Fruncido el ceño

y mientras movía sin parar sus regordetas manos,

detuvose en aquella pregunta. «De qué diantres habla

este hombre. ¡Vaya el diablo si recordara tal misión!».

Sin embargo y luego de unos segundos, se atrevió a

decir:

–¡Misericordia! Ahora lo recuerdo. . . –mintió, pues

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

por mucho que pensara, no recordaba nada en abso-

luto–. Tanto tiempo, tanto. ¿Está monseñor seguro

de que se trata del mismo? No pude reconocerlo, no

podría, oh. . .

–¡Hasta que lo habéis hecho! Pero no os preocu-

péis ahora. Estoy seguro de que se trata del mismo. Y

dado que habéis cumplido al �n vuestra santa labor,

prometo que seré tan indulgente como mi humilde

o�cio me lo permita. Después de todo, vuestro testi-

monio a servido para localizarlo. Pero no os pongáis

demasiado cómodo; procurad que ese tal Bilbao esté

aquí para cuando regresemos. Ahora volved a vues-

tros quehaceres, a vuestra habitación a meditar, y

espera en la misericordia del Señor.

Zacarías estaba perplejo y aterrado. Sin levantar

siquiera la cabeza decidió marcharse rápidamente

para evitar nuevos embates del inquisidor, pero la

voz de Bocanegra lo golpeó como un látigo desde

atrás.

–Hicisteis hoy referencia a una Hermandad, y mu-

cho me temo que no os comprendí entonces... ¿a qué

os referíais exactamente, Zacarías?

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Oh. . . pues, yo. . . ¡pues que me refería a la San-

ta Inquisición! Eso mismo quise decir, Inquisición.

¿Hermandad dije? Oh. . . ya no sé ni lo que digo, su

Paternidad, pero pensando bien, ¿no es acaso la San-

ta Inquisición una hermandad que responde a los

intereses de Dios?

Bocanegra lo miró durante unos segundos, hasta

que con sólo un gesto y satisfecho con su respuesta,

le indicó que se largara.

Una vez en su habitación, entre lágrimas y pesares

permaneció el resto del día y toda la noche, con un

miedo que le recorría el cuerpo y un asomo de culpa

que golpeaba sus sienes sin cesar. La vil traición que

había llevado a cabo para salvar la vida sería una

mancha difícil de quitar. Durmió tortuosamente esa

noche.

A la mañana siguiente se levantó a o�ciar la mi-

sa acostumbrada. Los acontecimientos del día ante-

rior parecían ahora demasiado lejanos, demasiado

borrosos e irreales. Su pequeño ayudante Xacome,

no paraba de contarle de manera excitada cuánto

había de santo varón en aquel monje que lo había

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

tomado de la mano el día anterior. Todo lo dicho por

Anselmo era lo único que aquel tuno deseaba escu-

char para convencerse de cuán necesaria era la lucha

contra los esbirros del mal y mantener la admiración

de los otros pilluelos del pueblo quienes lo tenían

por sabio y escuchaban cada una de sus historias. La

comitiva se había marchado con las primeras luces

del amanecer, y ahora todo parecía tomar su curso

acostumbrado. Mientras el pequeño comentaba con

lujo de detalles lo aprendido el día anterior de boca

del dominico, cómo había que hacer para reconocer a

una bruja, cuáles eran sus costumbres malé�cas y qué

elementos eran lícitos para interrogarlas, se escucha-

ron tres golpecitos débiles en la puerta de la capilla.

El clérigo indicó a su ayudante que atendiera. Así lo

hizo. Volvió veloz a la sacristía, en dónde Zacarías

terminaba de guardar los elementos sacramentales.

–Maestro –indicó con apremio– q..q. . . que lo bus-

can para la confesión.

El clérigo se detuvo en el acto. Volvió lentamente

a sacar el vino y el cáliz de dónde lo había guarda-

do, sólo el vino y el cáliz, y le indicó al joven que se

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

marchara, que debía entregarse al humilde acto de

confesión y cumplir con sus responsabilidades. Xa-

come lo observó detenidamente: sus ojos marrones

destellaron orgullo y alegría por su buen maestro. «

¡Que hombre santo!», se dijo para sus adentros. Son-

rió y se retiró. Al salir de la habitación, la penitente,

una muchacha de profundos y sugerente ojos negros,

lo saludó y cerró la puerta tras de sí. Zacarías levantó

la cabeza en dirección a la muchacha.

–Oh... que otra cosa puede hacer un pecador –su-

surró, mientras la botella de vino tomaba forma ho-

rizontal, y su líquido se esparcía suavemente dentro

del bello cáliz otrora propiedad de Logroño.

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XV | DISCUSIÓN Y DESCU-BRIMIENTO EN LANOCHE

PASARON LARGOS MINUTOS HASTA QUE

LOS HERRUMBROSOS GOZNES DE LA

PUERTA CHILLARON NUEVAMENTE. En

el espacio entreabierto apenas iluminado por la luz

de una triste bujía, los ojos lobunos del viejo mon-

je Anselmo chispeaban con desprecio. Ingresó éste

despacio, con la túnica barriendo el piso y gastadas

sus mugrientas sandalias, tanto así que con suerte

cubrían solo en parte sus enlodados pies.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–¡De pie, asqueroso brujo! –vociferó con su voz es-

tridente y áspera–. El señor inquisidor os interrogará

ahora –parecía que aquel monje disfrutaba de esos

momentos–. ¡Poneos de pie, he dicho, voto al diablo!

–y lo pateó con salvajismo.

–¡Su�ciente! –ordenó la voz de un Bocanegra aun

indescifrable tras las sombras de la noche–. Haced

la voluntad de mi orden que yo me ocuparé de él

–concluyó severo mientras atravesaba el dintel de la

puerta.

El dominico se persignó. Luego volvió su torva

mirada hacia el acusado.

Alonso sabía que aquel Hefesto a quien con ironía

llamaban El Mesías había sido testigo de innumera-

bles martirios, y no comprendía por qué ahora Boca-

negra le exigía que abandonase la habitación. Pareció-

le por un momento que para el monje, la oportunidad

de aplicar todo lo aprendido del Malleus Male�carum

le era insoslayable, lo que insu�aba su audacia y lo

instaba a contrariar débilmente la orden del inquisi-

dor. Tenía por cierto que lo único que deseaba aquel

fanático era demostrar cuánto había aprendido del

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

tal manual santo, de que podía ahora identi�car la

mentira de los impíos y hacer confesar a los brujos,

como requería su condición de Procurador Fiscal. No

obstante esto, según observó extrañado, su fervor

debía esperar. Lo vio �nalmente agachar la cabeza,

sumiso, y retirarse sin emitir sonido.

–Dispensad por esta vez a Anselmo –comenzó la-

cónicamente Bocanegra, mientras se adentraba len-

tamente al interior de aquella celda tan elemental.

La capucha de la esclavina descansaba sobre su ca-

beza y más a pesar de su piel nívea, su rostro todo

permanecía oculto en las sombras. Su forma de ha-

blar era pausada, demasiado tranquila ahora. Parecía

querer inducir los deseos del obstinado fraile en su

favor, aplacar en algo su comportamiento obstinado

que hasta ese momento había mantenido ante toda

amenaza.

Sin embargo Alonso parecía abstraído; la intriga

de ver una vez más aquella imagen. . . dónde la había

visto antes. La �gura del brutal Fernández de Álzaga

se le vino también a la mente, ya que estaba seguro

ahora de que el monje que acababa de retirarse lle-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

vaba ceñido a su cuello el mismo extraño medallón

que decoraba el robusto cuello del capitán, y que al

franciscano le resultaba tan familiar. «Dónde lo he

visto antes. . . », pensaba.

–No vengo a atormentaros como de seguro os ima-

gináis –comentó Bocanegra sacándolo de sus pensa-

mientos–. Antes bien, he dispensado del Procurador

pues vengo a daros piadosamente una última oportu-

nidad de redención, a hablaros como cristiano, espe-

rando la gracia de vuestra confesión, a �n de rogar a

Dios que os perdone vuestros sacrilegios. Más a pesar

de esta actitud que tomo, os advierto que no toleraré

que os burléis nuevamente de mí.

Alonso respiró profundamente, mientras por la

puerta ingresaba lentamente un hombre encorvado,

de semblante sereno, que lo observaba de soslayo. En

sus manos pudo apreciar una larga pluma, y una hoja

en la que, sospechó, anotaría punto por punto las pa-

labras salidas de su boca. Aquel notario reproduciría

hasta los gestos realizados por el acusado. Sin embar-

go el fraile no estaba dispuesto a hablar; callaría, no le

importaba lo que de él pudieran hacer. Se mantendría

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

�rme en su decisión, pues nada de lo que ese inqui-

sidor decía le resultaba digno de gracia; solo podía

obsequiarle a aquel su descon�ada mirada, dado que

esa nueva actitud conciliadora no lo conmovía, y a

más, no se encontraban allí ninguno de los sórdidos

elementos de esos que ablandaban el espíritu y la

lengua. ¿Qué nuevo plan elucubrara aquel hombre?,

se preguntó.

–A veces pienso –indicó con decisión– que el único

mal en cometer herejía es enturbiar las ideas de hom-

bres como vos. Desengañaos de lo contrario, pues

ellos me han llevado a pensar que a menudo son los

propios inquisidores los que crean a los herejes. Y

no solo por que los imaginan donde no existen, sino

porque reprimen con tal vehemencia la herejía que al

hacerlo impulsan a muchos a mezclarse con ella, no

por inmorales ni apóstatas, sino por odio a quienes

la fustigan. Vosotros sois culpables de incentivar al

demonio a crear ese círculo infernal. Por tanto, no

contéis conmigo y no perdáis vuestro tiempo, ya que

nada tengo para deciros.

–A sí que pensáis que nosotros creamos a los here-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

jes... ¿Creéis entonces que nosotros creamos a frailes

como vos, Alonso? –inquirió para encolerizar al vie-

jo fraile–. ¿Sabéis que algunos de vuestros amigos

de Sevilla sostenían que el in�erno no existe? Así

convencían a las monjas, incitándolas a pecar, susu-

rrándoles que se puede satisfacer los deseos carnales

sin ofender a Dios, que podían recibir el cuerpo de

Cristo después de haber yacido con ellos. De que

el Mesías nacería de la unión de una beata con su

confesor. . .

«¡Mentiras! Eso nunca lo pudisteis comprobar».

–¿No vais a decir nada eh? Pues yo si os diré que

hubo cosas de aquel proceso que nunca conocisteis;

que ni siquiera me atreví a incluirlas en las actas

para no tentar a espíritus inocentes a sucumbir en

esas depravaciones, y sobre todo, para no ensuciar

la abadía de Sevilla. A vos se os permitió escapar, ya

que ninguno de vuestros hermanos confesó a tiempo,

inclusive mediante el justo tormento, que estuvierais

involucrado en esas prácticas tan impías.

–Bien sabéis que no teníais las pruebas –comentó

ahora sin poder contenerse–. Me perseguisteis sim-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

plemente porque queríais cumplir vuestros caprichos

enfermizos. Hasta la causa más innoble puede acep-

tarse si se presenta como justa.

–¡Ira de Dios! Con que sostenéis que eran causas

innobles. . . que pelear para Dios nada vale. Pero en-

tiendo que digáis eso, ya que lo único que hacemos es

luchar contra esbirros diabólicos como vuestra ami-

ga. . . o amante. Esa hereje a la que por sus encantos

demoníacos no podéis dejar de venerar. El único error,

ahora lo sé, fue creer tan rápidamente la confesión de

vuestros hermanos, pues veo sin asombro que tam-

bién vos al igual que ellos os sumís en el mismo y

abominable pecado.

«Maldito. Sabéis que nunca he mancillado mi ho-

nor».

–Continuaréis callado, como vuestra miserable me-

retriz. . . como el malvado heresiarca que sois ¿no es

cierto?

–No perderé el tiempo respondiendo vuestras de-

gradantes preguntas –soltó Alonso–. Haced lo que

queráis conmigo, pero a ella deberéis soltarla tarde

o temprano, porque no ignoráis que no es una here-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

je. Sabéis que no incumple los sacramentos, pues no

comparte nuestras creencias; es imposible que traicio-

ne nuestro bautismo, que no es el suyo, por lo que el

tribunal que representáis no tiene jurisdicción sobre

ella. No ha recibido sacramento alguno, por tanto no

los ha traicionado.

–¡¿VEIS!? –gruñó Bocanegra observando al escriba

que se mantenía callado en un rincón, en cuyo rostro

danzaba el re�ejo de la débil luz de una vela. Escribía;

escribía y observaba horrorizado.

–Aahhh. . . –susurró éste– utiliza hábilmente su re-

torcida retórica aprendida de sus maestros paganos. . .

–sentenció, mientras no había dejado escapar ni una

sola palabra de su certera pluma– Curioso, habla de

jurisdicción como el simoníaco Papa de Roma... un

signo de los heresiarcas, sin duda, sin duda. . .

–No toleraré que me habléis con razonamientos de

jurisdicción –agregó el inquisidor– Sois tan perverso

como vuestros hermanos anabaptistas de Sevilla, y

los estúpidos infames que os protegieron en Logroño.

–Me insultáis porque os habéis quedado sin argu-

mentos –objetó desa�ante.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Os insulto porque contrariáis la ley de Dios –inte-

rrumpió con semblante glacial–. Porque el rey nues-

tro señor ha luchado hasta el hartazgo contra las sec-

tas de perdición, y nos legó el poder para continuar

su cruzada. Os insulto porque el reino todo es la juris-

dicción de la Santa Iglesia, y por tanto, los que aquí

habitan. Además –continuó altivo– la Hernández fue

encontrada culpable de las fechorías y desmanes que

organizaba junto a sus hermanas en Valladolid, de

donde escapó para reincidir en la brujería. Colaborad

conmigo, o juro ante los sagrados libros que la veréis

sufrir y arder hasta que purgue sus pecados. ¿O vas a

decirme que lo ignoráis todo acerca de sus crímenes?

–«¿Acerca de sus crímenes...? ¡No serán sino puras

mentiras!». Ni siquiera vos –dijo, sopesado– tenéis

la potestad de realizar un auto de fe sin previa auto-

rización del Consejo. Es cierto que nunca como en

estos tiempos se ha insistido en excitar la fe de la

gente describiéndoles las penas del in�erno, pero eso

no será su�ciente para que el prior y las autoridades

permanezcan de brazos cruzados. Evitad el escándalo,

Leopoldo; llevadme ante las puertas del mismísimo

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Tribunal si es vuestra voluntad, pero enteraos de que

aquí no encontraréis ya a la muchacha.

–¿Creéis que algún miserable miembro de esa chus-

ma de campesinos hará algo para detenerme? –su

semblante cambió y se volvió suave–. ¿Pensáis acaso

que el Consejo tiene autoridad sobre mí?

A qué se refería Bocanegra con eso, se preguntó

Alonso por un instante; sabía muy bien que el Conse-

jo de la Real Inquisición, o La Suprema, manejaba por

completo los temas concernientes a los hechos de he-

rejía y brujería. Ninguna decisión vulneraba la previa

seña de este consejo, a menos que el Sumo Inquisidor,

quien lo presidía, respondiera a una orden directa

y explícita del Santo Padre. ¿Bocanegra se refería a

esto último? Sin embargo conocía las disidencias que

aquejaban las relaciones entre Roma y España, por

tanto le costaba creer que el mismísimo pontí�ce me-

tiera sus narices en tales menesteres. «No, esto no es

obra del Santo Padre»; por tanto, sostenía, una orden,

aunque proviniera del sumo inquisidor en persona,

no podría hacerse efectiva ni mucho menos o�cial

sin el aval del consejo. De pronto, la imagen de aquel

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

extraño crismón carmesí se �jo de inmediato y reve-

ladora en sus pensamientos una vez más. Las ideas

en su cabeza se enlazaban como telaraña, tejiendo

entre ellas una red que lo condujo al difuso recuerdo,

tal es así que resurgieron en él las investigaciones

en la biblioteca de Sevilla acerca de sectas heréticas,

de extrañas y pretéritas órdenes monásticas y de ca-

ballería, y hasta de leyendas medievales de culto y

silencio. Los extraños y radicales Dulcinianos y Frati-

cellis en Italia, el hermetismo del Consejo Alquímico

en Austria y Bohemia, los oscuros rumores de Tem-

plarios seguidores de la deidad herética Baphomet en

Francia, la misteriosa y extravagante Orden del Dra-

gón patrimonio de los Voivodas, entre tantos otros;

y estaba seguro ahora de haber visto ese símbolo en

una de las viejas y secretas páginas de estudio: hacía

mención a una Hermandad hermética –«¿Fraternitas

Vera Lucis?», se preguntó débilmente– que ciertos ini-

ciados fanáticos habían fomentado en Bruselas hacía

casi un siglo. Según creía recordar, esta Hermandad

primigenia habíase dividido en dos ramas, una de la

cual prevaleció para la formación de la Orden del Toi-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

són Dorado por exigencia de los Habsburgo; «es una

leyenda conocida». De la otra no recordaba mucho, y

las páginas al respecto eran pocas, al igual que los ru-

mores, por lo que esa otra rama de la tal Hermandad

se había perdido en el tiempo y el olvido ingrato de

su vieja memoria. Al principio le costó relacionar ese

símbolo con aquella Hermandad misteriosa ya que

no era ese su distintivo principal, de eso estaba segu-

ro. Pero a pesar de reconocerlo vagamente, tampoco

tenía dudas de que lo había visto en las pocas páginas

referidas al tema. «¿Será ésta la extraña divisa de esa

otra rama perdida y olvidada?, no. . . no puedo a�r-

marlo». Lo que sí supo fue que luego de tantos años,

vislumbraba nuevamente esa imagen, inapreciable

para quien ignorara tales secretos pero no para él.

«Es demasiado extraño. . . Además, en tal caso, ¿qué

relación une a toda esta historia con Leopoldo Bo-

canegra, con el Sumo Inquisidor o con la Iglesia de

España?».

–Os perdéis, fraile –agregó el inquisidor–. ¿Ha-

béis visto acaso las caras de vuestro rebaño, o la de

vuestro �el amigo el prior? No olvidéis que vengo

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

en misión o�cial del Consejo, tal así la orden me fue

impartida por el mismísimo Sumo Inquisidor Valdés

en persona, y no hay otra autoridad que pueda alterar

esa decisión. La niña, os lo podría asegurar, no es lo

que creéis, pues. . . .

«Con que misión o�cial del Consejo. . . a fe que es

lo que sin duda os han dicho. Pero ese símbolo; yo

recuerdo muy bien ese símbolo».

–¿Pensáis que os engaño? –continuaba con calma

Leopoldo– Reconozco esa mirada, la he visto antes.

Haeresis est maxima opera male�carum non credere.

Vos mismo me habéis dicho que sabéis de la existencia

de libros heréticos cuyos conjuros y hechizos son un

mal para la población; libros que vuestra amante ma-

neja tan ávidamente. . . ¿cómo entonces os permitís tal

necedad? He intentado convenceros por las buenas,

pero al parecer estoy perdiendo el tiempo. Está bien:

no habléis conmigo esta noche, pero ésta decisión os

pesará el resto de vuestra miserable vida. Y agradeced

la misericordia in�nita del Sumo Inquisidor que ha

sido muy claro al respecto de vuestra existencia impe-

nitente, y esta noche no os tocará sufrir los tormentos

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

puri�cantes –ofuscado, volteó violentamente hacia el

escriba, mientras le ordenaba salir de inmediato del

recinto. Ya afuera, fray Anselmo lo esperaba ansioso.

–¿Han obtenido algo de esa bruja? –bramó impa-

ciente Bocanegra al reconocerlo en la oscuridad.

–No monseñor, esa puta es terca como una mula,

y obstinada como el peor de los esbirros de Satán. El

brazo secular y el verdugo han hecho lo su�ciente

para hacerla confesar, pero el perverso súcubo no

habla –pronunció por lo bajo, casi en un susurro.

De repente, de entre sus vestiduras sacó un libro y

miró de frente al inquisidor con esa cara lobuna que

lo caracterizaba. Parecía como si una sonrisa, no se

distinguía bien si inocente o maligna, le asomara a

los labios.

Leopoldo observó por unos segundos su rostro fe-

bril, ansioso, que solicitaba su intervención y asintió

levemente.

–Si Anselmo, comprendo. Haced lo que debáis ha-

cer; con�emos en que de esta forma abra su corazón y

con�ese. Debo recuperar esos escritos y puedo sentir

que esa joven no anda muy lejos de aquí. A veces, me

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

temo, hay que hablar con el diablo en su mismo idio-

ma –sentenció, y rápidamente el monje desapareció

entre las sombras del establo en dirección hacia el

ayuntamiento una vez más en donde se encontraban

los acusados.

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XVI | FRATERNITAS VERALUCIS

{¿TENÉIS NOTICIA ALGUNA DE

BONCANEGRA? –preguntó de

pronto un hombre alto y encor-

vado con voz aletargada y suave. Hablaba con la ca-

beza gacha, sumidos sus grandes y astutos ojos en el

pergamino que tenía en sus manos. Tomó una hermo-

sa pluma de su escritorio de mármol y con delicadeza

la mojó en el tintero. Lentamente levantó la vista; si

bien había tratado de darle un tono desinteresado a

sus palabras, ni su rostro gris, ni su gesto humilde

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

conseguían disimular la ansiedad en su mirada aguda

y altanera–. ¿Y bien?

–¿Acaso debo interpretar vuestra encuesta como

un sumario? –preguntó risueño el hombre que tenía

enfrente, mientras ladeaba una copa en su mano. Su

voz melodiosa y juguetona, no dejaba de lado ese

matiz que solo poseen los que están acostumbrados

a dar órdenes.

–¡Jah! Qué ironía. El Sumo Inquisidor de España

interrogado por un simple obispo. . . eso sí que es

gracioso.

Ambos rieron amistosamente. El hombre conclu-

yó en su labor de �rmar los pocos documentos que

aun descansaban en su escritorio y se los dio a su

joven secretario que los esperaba a su lado. Luego

de que éste se hubiera marchado, depositó la pluma

nuevamente en el tintero, pensativo.

–Ese Bocanegra me preocupa, Fernando –dijo–.

¿Habéis escuchado que le dicen El Mastín? No es más

que un sabueso, pero estáis enterado de eso; y aun así

lo habéis enviado. Parece ser algo temperamental. Un

hombre de Dios no debería dejarse llevar fácilmente

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

por sus pasiones. Además, ¿no considerasteis que su

ignorancia podría acarrearnos algunas di�cultades?

Valdés sonrió. Ese apodo le producía gracia cada

vez que lo escuchaba. Sin embargo sabía que Leopol-

do lo detestaba por completo.

–Mi buen amigo Cano. . . –replicó contemplativo–.

¿Y acaso no creéis vos que toda caja de herramientas

necesita un martillo?

Las risas volvieron a sonar suavemente en la sala.

–Ya lo creo, Fernando –contestó catedrático.

Melchor Cano no era un hombre de razón acotada;

bien sabía que el Sumo Inquisidor era astuto, y tenía

por cierto que escogía sus amigos tan sabiamente

como sus palabras. Si Valdés con�aba en Leopoldo

Bocanegra de seguro existía alguna buena razón. No

obstante eso, continuó.

–Es cierto buen amigo. Toda caja de herramientas

necesita un martillo; pero qué si el carpintero pierde

su herramienta más preciada. . . Un martillo no puede

funcionar por sí solo, no os engañáis de ello, nece-

sita de una mano fuerte y hábil que lo guíe en todo

momento. De otro modo, a fe mía, la silla construida

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

por esa herramienta se verá endeble y no tardará en

ceder, desvencijada.

–Entiendo que me retratéis como a un carpintero;

decidme entonces ¿acaso no fue un carpintero de

Nazaret quien dejó ir a su hijo, con�ando en él y

quedándose atrás, mientras ese pequeño enseñaba en

el templo? –acotó Valdés aun risueño.

–Cuidado Fernando. . . –reprochó amistosamente

Cano–. No olvidéis que Jesús es el hijo de Dios. Sólo

el azar determinó que José estuviera comprometido

con la Virgen Santa. Por tanto ese carpintero a quien

os referís no era el padre ni el guía, sólo el marido de

la vasija que sirvió para engendrar a Nuestro Señor

Jesucristo. Vuestra broma os acerca a la blasfemia. . .

–Es cierto –se disculpó sonriente–. Como también

es cierto que no era un simple carpintero, lo sabéis.

Recordad las palabras de Mateo en el Libro, que si

mal no recuerdo, nos lo muestra como modelo de

�delidad y obediencia. . . dos cualidades casualmente

muy marcadas en Bocanegra.

El obispo de Canaria río de buen grado. No podía

pillar desprevenido al Sumo Inquisidor.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Y hablando de �delidad y obediencia –preguntó

Melchor Cano recuperando la compostura–. ¿Pudis-

teis convencer a Felipe para que visite Extremadura

antes de viajar nuevamente hacia Flandes? Según lo

que me habéis dicho, su padre lo desea con fervor.

–Lo único que Su antigua majestad desea con fer-

vor es desenfundar un acero –contestó con tono con-

descendiente–. Para cuando Felipe visite Extremadu-

ra, el pobre de Carlos, abatido por los dolores de la

gota, ya habrá olvidado para qué lo mandó a llamar.

Lo importante amigo mío no es convencer a Felipe,

pues Carlos ya ha �rmado el documento que necesi-

tábamos. Recordad que sin este documento �rmado,

vuestro tan ilustre y queridísimo Duque de Alba no

se movería ni un palmo.

–No os burléis de mí, que Fernando Álvarez de

Toledo es un hombre honorable; digno y orgulloso

descendiente de los Paleólogos de Constantinopla

–respondió Cano con admiración.

–Algunos no piensan de acuerdo a vuestro pare-

cer –mencionó casi al pasar, distraído–. Antes bien,

sostienen que más se asemeja al tirano de Siracusa. . .

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

¿era acaso Dionisio. . . ?

–Esos algunos gustan de embeberse en teorías y

fantochadas antiespañolas –argumentó con grave-

dad–. El Duque sólo acata órdenes de nuestro ya

antiguo rey y de nadie más. Sin su beneplácito no

responderá con hostilidad y mucho menos con un ata-

que abierto hacia las tierras que Enrique y los Carafa

desean usurpar, lo sabéis, pues tal es su �delidad y su

espíritu castrense; por lo menos no hasta estar seguro

de tales acontecimientos. Su tropa de guerreros le es

denodadamente �el.

–Las tropas del reino querrás decir. Ya sé que vues-

tro tan honorable Duque no aceptará orden del Conse-

jo, mucho menos sin comprobar él mismo la situación,

si no sólo los deseos explícitos del rey. . . –Valdés pare-

cía levemente molesto–. A veces amigo mío, el honor

más parece una trampa, un arma hipócrita de doble

�lo. Es cierto que es honorable respetar nuestros con-

vicciones y juramentos; pero qué pasa si algunos de

ellos se contraponen.

–¿A qué os referís exactamente?

–Acabar con la vida, lo sabéis, va contra la natura-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

leza. Sólo Dios puede determinar nuestro momento

póstumo, ¿no es así? San Pablo jamás dijo que se le

quitase la vida corporal a alguien, solo requería la

excomunión, la muerte espiritual del �el que haya

dos veces faltado a su fe, para que aquel, en soledad,

pudiera re�exionar y volver arrepentido al seno de

la iglesia. Y hasta Jesucristo enseñó a san Pedro que

no solo había que absolver y reconciliar al que rein-

cida dos o siete veces en sus culpas, sino aun cuando

cayera setenta y siete veces, o sea, cuantas veces se

arrepienta. A la vez, nosotros juramos proteger esa

enseñanza y regar la palabra. Pero nos encontramos

que para hacerlo hay que aplastar con �rmeza las

doctrinas heresiarcas. . .

–Explicaos claro, por favor Fernando. . .

–“EXURGE DOMINE ET JUDICA CAUSAM

TUAM”, es lo que reza nuestro símbolo ¿verdad? Pues

bien; qué hacemos nosotros con esta leyenda que es

nuestro juramento. Nos alzamos; quemamos y silen-

ciamos en la hoguera el cantar de la herejía, y somos

honorables al hacerlo ya que lo respetamos con so-

lemnidad y a raja tabla. . . pero a qué costo. Yo os

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

diré a qué costo: despreciando a la vez la autoridad

divina, pues como dije, Dios es el Único que puede

determinar nuestro momento póstumo. Decidme en-

tonces amigo mío: a veces, lo que es un honor por

un lado, ¿no representa por otro un deshonor más

grande aún?

–Esa es una idea inquietante. . .

–Lo inquietante en este caso es otra cosa –inte-

rrumpió sonriente. Parecía un juego para él–. Es no

poder tomar una postura sin intentar engañarnos;

es no dejar de lado nuestra hipocresía. Eso es lo in-

quietante. No podemos negar que cada decisión que

tomamos en estos tiempos difíciles nos acarrea un

deshonor. Ahora bien, ¿cuál es la postura que más

nos conviene, o debí decir, que más nos honra?

–Pero los herejes no merecen el perdón del Al-

tísimo, Fernando. No están dentro de la naturaleza

aceptada por Dios. Por tanto es justo y lícito ese cas-

tigo.

–Tal vez sea así. . . –dijo restándole importancia al

hecho–. De todos modos contamos ahora con la auto-

rización de Carlos, que es lo mismo que decir del rey

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Felipe. Vuestro honorable Duque de Alba hará ahora

lo que le pidamos. ¿Cuándo llegará su emisario?

–Dentro de unos pocos días, según entiendo. Mu-

cho espero que para entonces vuestra delegación ha-

ya regresado también con buenas noticias de Roma,

aunque supe que sus hojas de rutas se desviaban bas-

tante de los caminos acostumbrados para comitivas

o�ciales. . . en �n. Esos Carafa son astutos como zo-

rros, en especial ese cerdo infame de Carlo Carafa,

promotor de todas las nefastas historias que se espar-

cen con respecto a Roma. Pero su astucia, creo, puede

ser su peor enemiga. Si se confía puede que logremos

doblegarlo.

–¿Doblegarlo? No me importa doblegar a ese mal-

dito, ni a su tío –dijo Valdés, risueño. Lentamente

recorrió con la mirada la lujosa estancia del obispo.

Una pintura decoraba el muro del extremo opues-

to de donde descansaba el escritorio de mármol. La

observó con detenimiento.

–¿Nuevamente no os entiendo Fernando? –inte-

rrumpió Cano desde atrás– ¿Acaso no estáis haciendo

todo esto para doblegar a ese canalla y a su tío, que

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

han llevado nuestra iglesia hacia la perdición?

–¿Es del divino Morales verdad? Lo he visto en

Badajoz hace un mes, al volver de Extremadura –se

limitó a contestar con la mirada aun la pintura.

Allí depositada ante sus ojos, le resultaba magní�-

ca. Sus trazos resultaban sobrios y moderados, pero

con detalles tan puros como naturales. La santa vir-

gen mantenía en sus brazos a un pequeño Jesús a

quien cuidaba con devoción. Le parecía una concep-

ción artística inmejorablemente humana. No había

aureola, ni luz, ni mantos dorados, ni magia. . . nada.

Sólo María manteniendo en sus brazos a un Jesús

completamente despojado de lo divino. Era la ima-

gen misma de sus pensamientos, en donde el Poder

descansaba, y debía hacerlo, en los afectuosos brazos

de lo humano. Luego de unos segundos, volteó hacía

el obispo Cano.

–Es menester recuperar el mando de nuestra insti-

tución –dijo pensativo–. Nada me importa la fortuna

bélica del Duque sino para mantener a raya a los

enemigos de la Corona y entretener a la soldades-

ca mientras nos sean de utilidad. Pero la iglesia de

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

España debe ser controlada nuevamente por la Her-

mandad, seré in�exible en eso, y por ello debemos

mantener en nuestro poder no sólo la sede de Toledo,

sino también la �delidad espiritual de los pueblos

que conforman nuestro reino. Si Bocanegra no puede

traer lo que necesitamos a tiempo, entonces temo que

todo podría perderse.

–¡No lo quiera Dios, Fernando! Pero no me habéis

respondido lo que os pregunté. Además no deberíais

subestimar al ejército y mucho menos al noble Du-

que, pues diestro en el arte de la guerra como es, la

devoción hacia el Rey lo hace temerario; por tanto,

no os engaño cuando a�rmo que sin duda nos será be-

ne�cioso en circunstancias menos amables. Algunos

piensan que es invencible; hay quienes aseguran que

es la reencarnación del Héctor griego, y que no ten-

drá problemas en frenar un ataque Francés. Enrique

es muy osado o muy estúpido si cree que la bendición

del simoniaco pontí�ce determinará su éxito en su

triste aventura. Fernando Álvarez de Toledo no es

un niño al que le guste jugar, lo sabéis, pues a hierro

y sangre a hecho acrecentar su fama. Él protegerá

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

devotamente la península si lo necesitamos. Por otro

lado, contamos en Flandes con los Tercios del conde

de Navarrete. . . y conocéis la reputación del conde. A

más, dicen que vuestro martillo es duro de roer. Por

cierto, ¿de verdad no habéis escuchado que le dicen

El Mastín?

–No me malinterpretéis; no conocéis a Bocanegra,

él conseguirá lo que fue a buscar y no pongo en duda

aquello. Pero debe hacerlo rápido –su semblante pa-

reció relajarse nuevamente–. Tal vez tengáis razón

amigo mío. El Duque no es un niño, y los temera-

rios soldados al mando de Alonso de Navarrete nos

garantizaran la tranquilidad en caso de que el enfren-

tamiento pase a mayores y los necesitemos. Además,

si mal no recuerdo, tenemos de nuestro lado al peli-

groso Duque de Saboya. . . ya encontraré yo utilidad

para ese Filiberto, que juró odiar a los franceses has-

ta el día de su muerte cuando lo despojaron de sus

tierras. Todos ellos nos darán tiempo su�ciente hasta

recuperar los secretos del Opus Magnum, y así poder

completar nuevamente el Codex. Luego, no importa-

rá que Carranza cuente con la gracia de Felipe o que

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Enrique hostigue y tome nuestras tierras en el norte.

Os he dicho bien que no deseo al Papa ni a su esbirro

doblegados; los deseo depuestos.

–¡Eso sería un verdadero milagro de Dios, Fernan-

do! –acotó Cano elevando las palmas–. Siempre sos-

tuve que la administración de las rentas y bienes de

nuestra iglesia debe ser manejada en la península.

A veces pienso que ese viejo de Paulo ha de haber

perdido el juicio completamente.

–Por eso pronto perderán también la gracia de

Dios. Sus espías no podrán informarle a tiempo lo

que nosotros hemos descubierto. Me parece verlo

desde acá, nervioso, muriendo de la rabia dentro de

las paredes frías y corrompidas del Vaticano –Valdés

parecía muy complacido. Su risa resonó en toda la

estancia–. Paulo IV ya no es inmune amigo mío. Está

desprotegido.

Melchor Cano lo observaba con admiración. Pa-

recía que Valdés tenía todo controlado, que conocía

muy bien los movimientos de Roma.

–Dispensadme Fernando. Os conozco demasiado

bien como para saber cuándo tenéis algo entre manos,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

pero. . . ¿cómo sabéis que está desprotegido?

–Temo que no me conocéis lo su�ciente si me pre-

guntáis eso –respondió con una sonrisa que asomaba

en sus �nos labios rosados–. Mis ojos y oídos llegan

más allá de las paredes de la Basílica de San Pedro, y

la información atraviesa el territorio más rápido que

las carretas las postas. No os preocupéis, pues mis

informantes son muy hábiles. Ya tendréis el agrado

de conocerlos –Valdés bebió delicadamente un sorbo

de sabroso vino–. En pocas semanas Bocanegra habrá

llegado y con un poco de suerte nuestros emisarios

alcanzarán a Felipe antes de que marche a Flandes;

y si la suerte nos da la espalda, bueno, ya me ade-

lantaré yo a hablar con él; no me caben dudas de

que mucha será su curiosidad por escuchar lo que

tenga para decirle entonces. Por otro lado, con un

Carafa desprotegido no costará mucho hacer nuestra

voluntad. Además, la muerte del cardenal Del Carpió

nos es propicia; ahora nadie se interpone en nuestro

camino.

–Tenía por cierto que apoyabais al cardenal Del

Carpio. . . y decidme, ¿qué os hace creer que Paulo

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

dejará el cargo? Eso no ha sucedido nunca –replicó

Melchor Cano.

–Dejadme deciros, por un lado, que bien hacéis en

creer que apoyé a Del Carpio, pues así fue, y muy

abiertamente –Valdés sonrió sin que Cano supiera

qué estaba pensando ni por qué lo hacía–. Por otro

lado –continuó risueño– no dije que nuestro pontí-

�ce o su maldito sobrino vayan a dejar su cargo así

sin más; tal vez un pequeño escarmiento pueda abrir-

le los ojos, ¿no lo creéis? Una vez que tengamos en

nuestro poder el secreto del Opus Magnum y com-

pletemos el Codex, podremos al �n publicar el Índice

tal y como lo planeamos, y resguardar así todo aquel

conocimiento que quedará entonces sumido nueva-

mente en el silencio del nunca debería haber salido

–concluyó sombrío.

El ex obispo de Canaria lo observó agradecido. La

hermética y ancestral Fraternitas Vera Lucis, orga-

nización que él mismo tenía el honor de integrar en

España, recaía ahora en buenas manos. Había tomado

una decisión y acertado con ella, pues los deseos del

primer Gran Maestre Bernardo de Claraval estaban a

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

punto de hacerse realidad gracias a la intervención

a la Oscura Cofradía del Sagrado Silencio, el ala re-

ligiosa, radical y siempre oculta de La Hermandad,

representada en la persona de Fernando Valdés y Sa-

las.

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XVII | FALSAS APARIEN-CIAS

ENCONTRABASE EL PRIOR ABSORTO EN

SUS PENSAMIENTOS. Sumida su volumino-

sa persona en un grueso sillón de robusta

madera, meditaba entonces los acontecimientos ocu-

rridos durante ese largo día. Todo había sido demasia-

do confuso, y sabía Dios qué medidas hubiese tomado

ese inquisidor tan vehemente de haberse negado a

cooperar.

La mortecina luz que alumbraba el salón emitía

juguetones re�ejos que danzaban en el rostro contra-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

riado del prior Ambaraleón Castañeda, y la extraña

sensación por haber dejado en evidencia a su párroco

ante Bocanegra parecía representarle ahora un esco-

llo difícil de vadear, donde la angustia y la culpa lo

esperaban ante la primera pisada en falso. Extendió

el brazo hacia Lucas, su joven lacayo, quien raudo es-

canció una nueva y provechosa medida de buen licor.

Pero ¿no debía Alonso ser responsable de sus actos?,

se preguntaba sin cesar. «A fe mía, que así es; qué ha-

go entonces morti�cándome por un hombre sumido

en la blasfemia y en el sacrilegio; ¡Vive el diablo si

cada cual no cosecha lo que siembra!», pensaba. Sin

embargo no por ello evitaba que el remordimiento lo

acechara, pero tenía por cierto que más le pesaría ver

aquel ancestral monasterio adornado con horrorosos

sambenitos, los cuales marcarían la infausta fortuna

de su legado. «He cumplido como buen cristiano, eso

es todo», intentaba convencerse, y sólo le restaba

ahora rogar a Dios el perdón para el hijo descarriado.

Vació la copa de un sorbo y extendió su brazo

una vez más. Observó en derredor con detenimiento,

mientras la bebida llenaba suave una nueva copa. Las

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

paredes de piedra decoradas por viejas pinturas lo

aturdían; ángeles pretéritos luchando contra demo-

nios infernales lo confundían más y más. ¿Cuan cierta

resultaba toda aquella colorida historia acerca de la

gran batalla del Apocalipsis?, se preguntaba. «¿Cuál

es el verdadero mal contra el que debe de lucharse?

¡Vive Dios!». No había en sus estancias un solo libro

que le diera las respuestas necesarias para completar

los casilleros en blanco de su cabeza. La paciencia y

el amor en la dedicación al estudio no eran virtudes

que rozaran siquiera al prior Ambaraleón Castañeda,

siervo de los siervos de Dios. Era fama en el resto

de la península que los “monjes blancos” no estaban

dotados para tales gracias de la razón. «¿Pero acaso

Dios no es la razón?», pensaba. «¿De qué sirve enton-

ces un carácter intrépido, una personalidad inquieta

que arrastre al alma hacia la herejía, por tanto a la

condenación, y al cuerpo hacia las llamas?». Era en

verdad un hombre muy simple y no tenía respuestas

para esos enigmas que ahora se planteaba. Recordó

en ese instante, muy oportunamente, una frase con-

soladora que el propio Alonso le había dicho cierta

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

vez: «Solo conocemos una gota de agua en el mar de

incertidumbre que es la vida». Ahora sin embargo

el buen sacristán había caído amargamente en des-

gracia. Decidido en alejar esas dañinas ideas de su

obsoleta cabeza, bebió de un trago el contenido de su

copa.

Tal era la gracia del Altísimo para con sus hijos

más necesitados, que tres fuertes golpes sonaron en-

tonces en la puerta y lo sacaron para siempre de esas

penosísimas cavilaciones. El joven lacayo se enca-

minó hacia allí y sin preguntar siquiera, evitando

política y ceremonia alguna, abrió la pesada hoja de

madera. El prior dirigió a la vez su mirada hacia la

puerta, cuando sus ojos se abrieron despabilados al

contemplar la silueta que se alzaba sombría por sobre

el umbral. Su grueso cuerpo se despegó de la silla casi

de un salto.

–¡Hermano Bocanegra! –exclamó–. Pasad por fa-

vor, pasad –dijo con diligencia y presura, mientras lo

invitaba a tomar asiento junto a él.

–Dispensadme monseñor por haberos interrum-

pido –indicó Leopoldo con tranquilidad, mientras

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

ingresaba lentamente–. Sólo he venido a informaros

que por la mañana se realizará el auto de fe. La bruja

de Valladolid será puri�cada a través del fuego –el

rostro del prior palideció. Sentía que de sus manos

brotaba un líquido espeso, que no era sudor, sino san-

gre; sus manos se habían manchado con ella–. Si bien

ha confesado algunas de sus prácticas malé�cas, y

nos ha dado ciertos nombres de quienes la seguían en

la senda del pecado, nada ha dicho acerca de lo que

venimos a buscar. He de intentar una última carta

con ella esta noche, y a menos que decida cooperar,

mucho me temo que poco podré hacer para evitar el

fuego.

–Pero hermano –acotó visiblemente inquieto el

prior–. ¡Ha decidido confesar, se ha arrepentido no-

blemente gracias a vuestra santa intervención! Me

pregunto si las llamas son necesarias, después de to-

do ha hecho las paces con Dios Padre, y tal vez, como

decís, consigáis algo más de ella esta noche. . .

–. . . si bien ha intentado la paz con Dios –interrum-

pió–, a veces es preciso aplicar el castigo para que

el pecador pueda entrar triunfante al reino celeste.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

A más, ha incurrido en el delito de reincidir en su

pecado, ha faltado a su juramento de vhementi, y

practicado una vez más la brujería. Mucho me temo,

monseñor, que de no obtener respuesta, no quedará

otro camino –concluyó con desaire.

Ambaraleón Castañeda notó cierto desgaste en el

inquisidor. Parecíale cansado, agotado de aquella jor-

nada. No se engañaba al notar que sus ojos habían

perdido algo del severo brillo re�ejado en ellos la pri-

mera vez que lo vio por la mañana. «Vaya forma de

expiar el pecado original», se dijo; «tal vez no fuera

tan inmisericorde como aparenta, antes bien, parece

sentir culpa por realizar el encargo que le es impuesto

por juramento y obligación». Por un momento sin-

tió el gordo Prior pena por la responsabilidad que,

pensaba, lo atormentaba secretamente.

–¿Y qué hay del párroco sacristán? –preguntó en-

tonces amigable.

El semblante del inquisidor cambió de súbito hasta

tornarse sombrío, y su expresión volvióse glacial una

vez más.

–No morirá ni sufrirá esta noche si a eso os referís

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–dijo re�exivo–. Pero en adelante, Lucifer le susurra-

ra cada noche y lo atormentará tanto que deseará

haber sido él quien hubiese pagado con el fuego. Verá

su necedad en el rostro ardiente de su meretriz; la

verá en las caras del tribunal que lo condenará; en

los reclusos con quien compartirá el cautiverio; en

las sombras de su eterna celda. La verá en cada mo-

mento, hasta cuando cierre los ojos podrá verla. La

culpa lo perseguirá hasta el �n de su miserable exis-

tencia, y esa, y no el encierro, serán su justo castigo.

Entonces me recordará; recordará esta noche en que

pudo confesar, y deseará volver el tiempo atrás para

evitar que esa maldición recaiga sobre él. Dad eso por

hecho, monseñor; ese recuerdo lo atormentará y será

su justo castigo.

El gordo lo observaba abrumado. Entendía ahora

la naturaleza de aquel hombre, y no le quedaban du-

das al respecto. Se sintió estúpido al pensar por un

momento que. . . «ya no importa. . . »

–Por ahora eso es todo y cuanto os interesa saber

–agregó Bocanegra–. Si la situación continúa, debe-

réis al amanecer de mañana ser testigo en el cadalso,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

como vuestra investidura y la política lo requieren.

El prior asintió débilmente, aun impactado por las

palabras que acababa de escuchar. Sus brillantes y

temerosas pupilas se re�ejaban intensas con la te-

nue intermitencia de las bujías; «¡Qué remedio, vive

Dios!». Respiró profundo y asintió una vez más, con

mayor dedición esta vez. Leopoldo Bocanegra se dio

la vuelta, y sin más, comenzó a retirarse.

–Decidme, hermano Bocanegra –interrumpió el

prior desde atrás, resoluto, mientras el Mastín se de-

tenía y volteaba lentamente–. He sabido que habéis

tenido una visita esta mañana y que por ello dispen-

sasteis de la mitad de vuestra guardia a un sacerdote

en apuros, ¿acaso sospecháis que la joven haya esca-

pado? ¿En tal caso qué es lo que esperáis de ella? Y

perdonad mi insistencia pero me gustaría saber qué

es exactamente ese Oráculo que estáis buscando y al

que vuestro ayudante se ha referido esta mañana.

Un centelleo fugaz en los ojos del inquisidor estre-

meció al prior.

–Creo haberos mencionado claramente todo y

cuánto necesitabais saber por vuestra investidura,

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

monseñor –respondió parco– No hay razón para os

llene en cuestiones que solo lograrían perturbar a tan

ilustre representante de Cristo –concluyó. Segundos

después, había desaparecido atravesando el oscuro

pasillo que llevaba hacia la salida del monasterio.

Ambaraleón Castañeda se mantuvo meditabundo

aun durante varias horas. Una tras otra fue bebiendo

las copas del exquisito licor que se cultivaba en sus

provechosas tierras, mientras caminaba por toda la

habitación y barajaba la posibilidad o la excusa para

no tener que asistir por la mañana a semejante ce-

remonia. Sin embargo no lograba encontrar alguna

buena razón que lo sacara de su responsabilidad, y

no podía negarse así como así. Por un momento se

le ocurrió que todo eso no era más que una reacción

precipitada, que llegado el momento, un arrepenti-

miento público que sonara verdadero y creíble evita-

ría aquel teatro desagradable; que se levantarían las

voces del populacho pidiendo clemencia, la que se-

ría �nalmente otorgada por ese inquisidor tan digno

descendiente de Torquemada o Bernardo Gui, el cual

mostraría al �n su escondida magnanimidad. Sí; que

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

no era sino un mal sueño del que no tardaría en des-

pertar. Convencióse de ello casi con felicidad, pero

tal corazonada no estaba destinada a perpetuarse.

Un débil resplandor proveniente del exterior, llamo-

le poderosamente la atención. Se acercó con lentitud

hacia el amplio ventanal, atraído por el inconfundible

crepitar de las antorchas. El susurro débil y distante

que oyó en principio, fue elevándose más y más hasta

transformarse en un murmullo organizado. Asomó

inquieto su cabeza y logró ver un espectáculo del que

sólo había oído hablar. Era cierto, y no un mal sueño

como por un momento quiso convencerse.

Las voces de los familiares y clérigos de la comitiva

se alzaban en la plaza central, en donde comenzarían

la llamada Peregrinación de la Cruz Verde. El auto de

fe parecía pues indeclinable; ahora sólo podía aferrar-

se a la esperanza, la última, de que el clamor de piedad

de unos pocos e insigni�cantes paisanos, ablandaran

el corazón marchito de Leopoldo Bocanegra, y evi-

taran así que se encienda una sola y seca gavilla de

leña.

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XVIII | EL MANO ROJA

EMILIO SALAZAR Y TENORIO, EL MANO RO-

JA, ERA UN HOMBRE PELIGROSO. Su vi-

da tortuosa hacía de su corazón el albergue

ideal en donde el rencor y la desidia se mezclaban

con la añoranza y el pesar. Empleabase como matador

a sueldo, allá donde un cornudo no se animara a li-

mar sus propios cuernos, o donde una infame intriga

proporcionara la paga necesaria para su subsistencia.

Un puñal por aquí, un veneno por allá, igual daba.

Un comerciante descuidado, un pleito o una herencia

dudosa, deudas de juego pagadas a medias era todo

cuanto necesitaba ahora para sobrevivir. Un poco de

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

oscuridad y todo era muy fácil para él. En el pasa-

do, las sórdidas y oscuras calles madrileñas le habían

resultado el paraíso, en donde igual podía amar sal-

vajemente a una fulana que matar sin miramientos

a algún desgraciado distraído. Los caminos y su po-

ca iluminación habíanle servido de an�teatro a sus

ruines deseos y quehaceres elevando su rango en el

hampa en que se movía. A más, habituado a la trage-

dia de esa vida, poseía siempre un humor exultante

parecido en nada a Vesalio, siempre tan parco y oscu-

ro; antes bien, él era un bravucón ventajero y ladino,

por eso peligroso. Sus vivaces ojos, siempre atentos,

no mostraban siquiera un arrimo de �delidad hacia

nada ni nadie. Era del tipo aventurero, astuto y jac-

tancioso, que nada temían a Dios ni al diablo y hasta

buen camarada cuando no había bene�cio ninguno

en portarse mal. Tenía por cierto que se ganaba la

vida dignamente, como los soldados del rey en las

guerras. Sin embargo no peleaba por rey alguno, pe-

leaba por su estómago, ensartando su �losa vizcaína

en las tripas de algún pobre diablo, sin darle tiempo

siquiera a decir confesión. Sus maneras corteses y

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

galantes, cual si fuera un hidalgo, le habían valido

varios trabajos de buena paga, haciendo que su repu-

tación como matador a sueldo creciera al unísono.

Acostumbraba por ello a caminar cuidándose la es-

palda de algún mozo de su misma ralea, tales eran lo

ánimos en la España de esos tiempos, en donde no

faltaban motivos ni oportunidades para vengar viejas

afrentas. Supo ser un hábil espadachín, merodeador

corriente y certero de toda taberna y prostíbulo de

su católica majestad. Sin embargo, ahora lejos de la

patria que lo había visto nacer, vendía su habilidad

precariamente a quien estuviera dispuesto a pagar

sus exigencias, que no eran muchas. La inquisición

lo había perseguido por un encargo mal resuelto, y

desde aquel entonces, su añorada Madrid convirtióse

en palabra prohibida para él.

Intacto había conservado su orgullo y habilidad,

pero la esperanza de volver a España era un término

del recuerdo.

–¡Jah! ¡Cuerpo de Dios! –decía ahora Emilio a sus

nuevos compañeros de viaje, mientras destapaba una

hermosa bota de cuero. La inclinó despacio, y un �no

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

chorro de sabroso Borgoña refrescó su garganta.

Dos clérigos sonreían discretamente de sus bra-

vuconadas al amparo de una fogata. A unos metros,

unos soldados vigilaban el perímetro del pequeño

vivac. Se estaban acercando ya al límite sur de Aqui-

tania, que dividía la localidad gascona francesa del

reino de España, buscando cuanto antes pasar des-

apercibidos a la última posta y dejar territorio francés

de una vez por todas. Se había corrido el rumor de

que el rey Enrique odiaba tanto a los españoles, que

había ordenado a sus súbditos, honor malhabido del

que un gascón se enorgullecía, que en cuanto vieran

alguno se le diera caza de inmediato, sin importar si

llevaba falda, sotana, pluma o birrete, y las bandas

de forajidos no esperaron a saber si aquel rumor era

cierto, cuando habíanse entregado por completo al

pillaje.

La delegación era pequeña: dos clérigos y sólo unos

cuantos guardias de la Corona. Precario era el resguar-

do y pobre, sino nulo, el conocimiento de aquellas

tierras, la verdad sea dicha, y tales desconocimientos

los ponían más nerviosos aun de lo que ya estaban.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

Por ello, cuando ese hombre de largos y delicados

bigotes y de acento tan cortés y familiar se acercó al

grupo e informó que los conduciría por caminos se-

guros a cambio de unas pocas monedas, lo aceptaron

de buen grado.

Emilio poseía una voz cargada de adulaciones y

galanterías, que aunque vulgares, se parecían a la de

esos gentileshombres que habitaban en la corte. Fue

fácil para él convencer a los asustados clérigos que los

soldados disponibles no alcanzarían para refrenar la

furia de los herejes en un eventual caso de ataque. Así

viajó con ellos durante dos semanas, conduciéndolos

fuera del camino real, por pasos desconocidos y aban-

donados, en donde no corrían peligro de ser víctimas

de emboscadas de salteadores furtivos o bandoleros,

hasta ganarse poco a poco la con�anza de la pequeña

delegación. «¡Camino Real! ¡Joder!» se había burlado.

«¡Realmente peligroso, queráis decir!».

–A fe de Dios que vuesasmercedes ignorabais este

atajo –había mencionado poco después de conocer-

los–. Pues bien, escuchad con atención. Los aldeanos

piensan que habitan aquí diversos brujos y deidades

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

malignas. Por ello son seguros, porque están desier-

tos –los rostros de los clérigos parecían dubitativos

ante la mirada astuta del viajero–. Pero no os preocu-

péis, ¡joder! –dijo mostrando su daga trapera– ¡voto

a mil!, que si alguno de esa calaña maligna nomás se

acercara, lo ensarto y le dejo un agujero más grande

que el de mi puta madre. ¡Cuerpo de Dios! –y rió gro-

seramente. Los clérigos no habían tardado en con�ar

sus vidas a aquel guía tan resuelto.

Era noche cerrada.

La espesa vegetación no permitía que la luz de

la luna alcanzara para re�ejar aquellos rostros tré-

mulos. Las ramas de los árboles estaban dobladas

hacia el centro del camino y formaban una cúpula

abovedada haciendo que El Paso del Diablo, como

lo llamaba Emilio, pareciera un túnel al mismísimo

in�erno. Detuvieronse ya entrada la noche y comie-

ron unas cebollas asadas al abrigo de la fogata y de la

tupida fronda del bosque, que a esas horas se alzaba

imponente y lúgubre, con sus hojas susurradas por

el viento y la enmarañada marea de ramas que se

extendía como una enorme telaraña.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Parece que bien conocéis este paso, viajero –a�r-

mó uno de los sacerdotes. Era un jovencito calvo y

gordo. Bajo la lumbre parpadeante del fuego, sus ojos

brillaban ansiosos, inocentes y juguetones como los

de una niña.

–Pardiez, cómo puedo no conocerlo, joven –replicó

al instante Emilio–. Estos caminos son los que me

han dao de comer en estos tiempos de poca fe.

–En estas tierras de poca fe, queráis decir hijo mío

–corrigió el clérigo más viejo, con la calma propia del

hombre recio cuyo carácter fue forjado en la soledad

de largas e incontables noches de vigilia y alaban-

zas; era alto y delgado, y escondía detrás de sus ojos

taciturnos y su aspecto endeble una frialdad en su

carácter que los años no hicieron sino transformarlo

en témpano–. Es de entender que en estas tierras se

alimenten historias tales.

–Dispense vuesamercé –interrumpió cortés Emi-

lio–. Es cierto que los herejes abundan, pero como

dice el conocido proverbio: al santo que no milagrea,

velas se le niegan.

Ambos clérigos se miraron y asintieron en silencio.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Y bien –retomó el clérigo gordo–. Me decíais, ¿así

que sois un forajido?

Emilio lo observó torvo. Era cierto que hacía largo

tiempo se había exiliado por temor a ser reprendido

por el Santo Tribunal, pero era algo de lo que no se

enorgullecía. Había cumplido una cantidad iniguala-

ble de encargos para una Inquisición que bien pagaba,

pero en aquella última oportunidad se había acobar-

dado, no se había atrevido. Era demasiado lo que se le

pedía, inclusive para un hombre de tan escasa honra

como él; aun lo recordaba. Pero estaba arrepentido: la

sangre española hervíale en su torrente, y extrañaba

ahora su tierra, su vino, sus mujeres siempre dispues-

tas al amor mercenario. Qué daría por volver a pisar

su suelo con tranquilidad; por volver a respirar el

sudor de las putas de Madrid ¿Qué no haría acaso

para recuperar, después de todo, la verdadera liber-

tad? Pareció molesto de repente. «¿Quién mierda es

este gordo virgen para llamarme forajido?», se dijo

mientras lo miraba de soslayo.

–Pues que forajido me parece exagerado –sostuvo,

mientras refrenaba el sorbo de vino, observándolo

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

por encima de la bota–. Antes bien os diría que soy

una víctima, cuanto menos un exiliado por políticos

facinerosos.

–No nos incumbe lo que hayáis sido en el pasado

–interrumpió el clérigo más viejo con política–. Dios

sabe perdonar hasta a su creación más proterva, más

aun cuando, como vos, muestra arrepentimiento y

devoción al ayudar a los que riegan su palabra –com-

pletó amonestando ceñudamente al clérigo gordo.

–Ah, políticos. . . todos vosotros usáis a veces pa-

labras tan dulces como la miel ¡Cuerpo de Dios! –re-

prochó y bebió �nalmente de la bota–. Y hablando

de todo, aun no me habéis dicho vuesamercé a qué

habéis ido a Roma.

–¿Y cómo estáis vos al tanto de nuestra proceden-

cia? –alertó el más viejo de los clérigos.

–Bueno, que no fue un secreto precisamente vues-

tra visita al Santo Padre; os he visto merodear por

allí antes de partir. . . . Luego no fue difícil recono-

ceros, pues Emilio Salazar tiene buen ojo y mejor

memoria. . .

El viejo lo observó extrañado.

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

–Los asuntos de la iglesia no os incumben, viajero

–contesto sin más, con tono glacial.

–¡Voto a Dios que así es! –replicó Emilio diverti-

do–. Sólo pensé que quería vuesamercé compartir

una charla amena. Después de todo, Roma es un ni-

do de habladurías. Rumores hablan de que el Papa

tiene ciertas diferencias con nuestra amada tierra.

Los ánimos están caldeados, y se susurran cosas que

de seguro, pienso, podrían interesar incluso hasta al

mismísimo Sumo Inquisidor –aludió haciéndose el

desentendido.

–¿Cosas como cuáles, Emilio?

–Aaahh. . . parece que entramos en con�anza nue-

vamente –se burló–. Nada en especial, si vuesamercé

entiende, sólo cosas de guerra, política, intrigas y

otras por el estilo, igualmente desgraciadas y oscu-

ras.

–¿A qué os referís exactamente? ¿Acaso un simple

como vos está al tanto de los rumores que corren

acerca de los asuntos de estado españoles? Qué ha de

saber la chusma de guerras e intrigas, me pregunto

–se dijo en voz alta, mientras una �na sonrisa deco-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

raba su rostro.

–No debería vuesamercé burlaros de un guía tan

bien informado. . . El nombre de Valdés es por todos

conocido, así como los hilos que tan hábilmente ma-

neja –se atrevió Emilio con audacia.

–¡Jah!; los hilos que maneja, decís. . . ¿también es-

táis al tanto de ello? Me gustaría mucho que com-

partáis conmigo vuestras historias. . . –mencionó con

sorna. Sin embargo Emilio notó la nube que cubrió

de pronto el rostro del clérigo.

–¡Pardiez! Claro que estoy al tanto de todo –min-

tió, pues no estaba al tanto de nada en absoluto. Pero

era un error que estaba dispuesto a remediar–. Sa-

béis cómo corren los rumores. . . se dice además que

hay quien lo tiene entre ojos, y no es sólo el Papa

de Roma, a quien, según se cuenta, hace tiempo ha

dejado de servir. «Y por lo que veo en vuestro rostro,

habéis escuchado algún rumor también ¡Joder!». Os

recomiendo que alertéis a vuestro Sumo Inquisidor

a que cuide su espalda, aunque por lo que sé, no me

fío que salga airoso.

El viejo clérigo pareció preocupado, y ya no pu-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

do disimular el ligero malestar que envolvía como

una sombra sus facciones. «¡Ola, que audacia! Este

hombre parece saber más de lo que aparenta», se dijo

para sus adentros.

La reducida guardia del vivac cambiaba de ronda.

Tres soldados se dirigían al descanso luego de que

otros dos los relevaran, pasando justo en frente de la

pequeña fogata. El viejo clérigo observó con recato a

su alrededor, esperando que los soldados ocuparan

sus puestos, lejos del alcance de palabras que no de-

berían escuchar. Una vez se hubieron alejado, indicó

al gordo que se marchara, que rezara sus oraciones

y se acostara a dormir. Él velaría por su descanso, le

había dicho con cierta diligencia.

–Tal vez –comenzó ahora a solas con Emilio, gana-

do por la curiosidad– me precipité con mi respuesta.

Os pido disculpas; sólo que no es costumbre hablar

del Sumo Inquisidor con alguien que no fuera de la

curia. Contadme Emilio, qué escuchasteis decir al

respecto –concluyó amable, intrigado.

«¡Ah, el muy canalla!» se dijo el Mano Roja. «¿Es-

táis ansioso, eh? Ya os contaré yo lo que deseáis es-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

cuchar» pensó, astuto.

–Pues, he escuchado algo es cierto, pero vuesamer-

cé sabe, que muchas de las cosas que se oyen son

puros cuentos. . . digo, cosas que para el oído poco

entrenado suenan a herejías.

La mirada del anciano se avivó, deseosa ahora de sa-

ber qué diablos se decía en Roma del Sumo Inquisidor

español, e inclusive si se sabía algo de La Hermandad,

la secta que no debía de ninguna manera �otar en el

mar de rumores de la chusma. «Ya os sacaré lo que

sabéis, y veremos si no son solo bravuconadas», se

dijo para sí, mientras sus pensamientos se volcaban

en quién podría estar al acecho.

–Os escucho, Emilio. No reproduciré nuestra char-

la a nadie, con�ad en mí.

–Bueno, ciertamente no se mucho, o por lo me-

nos nada que pueda con�aros así como así; aunque

tal vez, quién sabe. Lo que sí tengo por seguro, en

cambio, es que entre los gentileshombres como yo

se acostumbra, bueno, a cambiar ayuda por ayuda,

pardiez. . .

–¡Vos no sois ningún gentilhombre, ni mucho me-

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

nos un cortesano! No sois más que un bribón, ¿que-

réis más oro de lo acordado? Es eso ¿verdad? Y me

queréis engañar con historias y bufonadas para que

os lo de –el viejo frunció el ceño, molesto–. No ju-

guéis conmigo forajido, os lo advierto.

–¡Que va! ¡Que Emilio Salazar y Tenorio no es un

bellaco! Sólo os digo que tal vez, y si queréis oír lo

que tengo para deciros, más os vale una pequeña

contribución que nada tiene que ver con doblones,

¡voto a tal! Sabéis lo que dice ese otro viejo y conocido

proverbio, que una mano lava la otra. . .

El clérigo pareció meditar unos segundos. Qué era

lo que aquel hombre misterioso ocultaba tan hábil-

mente. ¿Acaso un simple como aquel podría revelarle

algún secreto de importancia al que sacarle prove-

cho? La ansiedad comenzaba a desbordarlo. Por un

momento creyó que solo era el ardid que cualquier

ru�án utilizaría para regocijo de su escarcela, pero lo

desestimó cuando éste negó recibir la paga extra. Si

no se trataba de dinero, entonces de qué, se pregun-

tó. Entonces comenzó a sospechar que el encuentro

hacía dos semanas con aquel viajero de costumbres

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Alberto R. Suárez Los Sabuesos de Walpurgis – Parte I

tan galantes no había sido para nada casual.

–Decidme entonces y claramente, Emilio, ¿qué que-

réis a cambio de vuestra información?

–¡Vive Dios! Pensé que nunca lo ibais a preguntar

–soltó Emilio Salazar y Tenorio mientras realizaba

una mueca guasona. Había movido sus �chas con

maestría, y sólo quedaba una cosa por hacer ahora.

Una vez ganada la con�anza de aquel viejo, todo re-

sultaría tal cual lo planeado–. Bien. . . os diré a vuesa-

mercé algo que os interesará, y mucho. ¡Joder! ¡Voto

a Dios por ello!

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