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INVIERNO

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La noche de las polillas Gran Pavo Real

Desde el umbral de la puerta Shamas observa cómo laatracción de la tierra arranca del cielo uno a uno los copos denieve hacia su seno. Caen como plumas que se hunden en elagua con un ritmo cansino y casi macilento. La tormenta denieve ha despejado el aire del incienso que fluye hasta las casasdesde el embarcadero del cercano lago, cuyas tablas se aseme-jan a las de un xilófono, e incluso en su ausencia, el aroma si-gue presente para evidenciar su reciente desaparición.

Son las primeras nieves de la estación y los niños de lavecindad se pasarán el día de hoy correteando por las pendien-tes blancas, calentando con velas las cuchillas de los trineos paradeslizarse mejor con ellos, retándose entre sí para ver quién seatreve a lamer las agujas heladas que cuelgan de las barandillasque rodean la parroquia y la mezquita, llevándose a escondi-das de la cocina el rallador del queso para igualar el contornodel muñeco de nieve que harán, ajenos al frío, porque a esa edadtodo es una aventura sublime; de la misma manera que la os-tra tolera la perla que anida en su carne, los niños no parecensentir ningún dolor en las plantas de los pies al pisar descalzoslos guijarros de la orilla del lago.

Un carámbano cae como una daga luminosa a los piesde Shamas haciéndose añicos contra el escalón de piedra so-bre el que se encuentra y se convierte en polvo blanco, comoun terrón de azúcar que pierde su transparencia cuando se le ma-chaca. Con un movimiento del pie, Shamas despeja aquellosprecarios restos y los lanza sobre la nieve que cubre el jardíndelantero, donde en mayo y en junio surgirán los capullos derosa compactos y grandes como fresas sobre el rincón dondeuno de sus hijos enterró muchos años atrás un pinzón e impi-

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dió que nadie pisara después por allí, no fuera a ser que los deli-cados huesecillos se quebraran con el peso, aquel diminuto crá-neo tan frágil como la cáscara del huevo donde se gestó la pri-mavera anterior.

La casa está situada en una calle que corre pareja a lafalda de una colina y se une por otra más pequeña a la calle prin-cipal que discurre como un estante suspendido colina arriba.Cuando se acerca el final del verano los viandantes pisoteanlos abundantes frutos que caen de los cerezos silvestres, dejan-do sobre el pavimento sus huellas teñidas de rojo y de azul os-curo.

Por las mañanas se puede ver a los adolescentes que vi-ven allí desayunando casi a pie de calle, si el tiempo y sus pa-dres lo permiten, pendientes de la llegada del autobús que pasapor la calle de arriba y que les llevará al colegio, para salir a lacarrera apenas vislumbran el vehículo pintado de vainilla yverde entre los huecos que dejan los cerezos y por los que aho-ra cruza una diminuta figura caminando sobre la nieve. El hijomenor de Shamas fue una vez a pescar carpas y arrojó sobre lasuperficie del lago un montón de flores de cerezo con la espe-ranza de que hicieran las veces de aquellos jacintos tan carosque atraían de inmediato a los peces hasta la superficie, pero lasflores de cerezo fueron un fracaso, como lo fueron los dientesde león que la noche siguiente iluminaron las aguas oscuras conun centenar de vivaces soles; el secreto se escondía en la fragan-cia y sólo los ramos de lilas probaron su eficacia, pero su tem-porada pasó pronto.

Según los niños, el lago (resplandeciente como un es-pejo en forma de equis) fue creado en los primeros momentosde la tierra cuando un gigante enorme cayó desde el cielo y to-davía sigue vivo allí, de tal manera que el flujo y reflujo coti-diano de sus mareas no es otra cosa que el suave ritmo de laspalpitaciones de su corazón y las olas que rompen en octubrecontra la orilla, los convulsos intentos del gigante por zafarse.Las piedras que hay en la orilla, nada más entrar en el agua,están recubiertas de penachos de musgo que traen a la memo-

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ria la imagen de la pulpa de un limón exprimido, y si te meteshasta la cintura en las aguas calmas del verano te conviertes enuna de esas figuras de los naipes de la baraja que son idénticastanto si se miran por arriba como por abajo. En invierno losvientos soplan sobre la orilla desde todas las direcciones y se teenroscan alrededor del cuerpo como un sari. Shamas recuerdaque uno de sus hijos le contó que la profesora de Biología man-daba a un par de niños al lago con bolsas de celofán cada vezque necesitaba una rana para diseccionarla. En contadas oca-siones el lago se ha helado, permitiendo que los niños cami-naran sobre él, «como si fueran Jesucristo».

A pesar de que todavía no ha amanecido, la nieve caí-da parece traslucir el alba y le permite ver con más claridad ala persona que camina por la calle de arriba y decide que es al-guien que se dirige a la mezquita para rezar la primera oracióndel día.

O podría ser la reina Isabel II. Shamas sonríe sin que-rerlo. Una vez un visitante de Pakistán que se maravillaba an-te la prosperidad de Inglaterra había comentado que era como sila reina se disfrazara cada noche para salir a la calle y conocerpersonalmente las necesidades más acuciantes y los deseos másfervientes de sus súbditos para así poder convertirlos en reali-dad al día siguiente, como había hecho el califa Jarum al-Ra-shid según contaban Las mil y una noches, convirtiendo a la fra-gante Bagdad en el lugar más próspero y confortable que sepudiera imaginar.

La perspectiva engaña a la vista y hace que los coposde nieve que caen en la distancia parezcan más lentos que losque caen cerca. Desde el umbral de la puerta Shamas extiendeel brazo para recibir en la mano esas leves partículas. Es unacostumbre que se remonta al tiempo en que llegó a Inglaterray siempre ha recibido así la llegada de las primeras nieves de laestación. Los copos pierden su blancura sobre la palma de la ma-no para convertirse en laminitas translúcidas de hielo instan-tes antes de derretirse, cristales de nieve transformados en unagota de lluvia del monzón. Entre otras innumerables pérdidas,

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irse a Inglaterra le supuso perder una estación, porque en la par-te del Pakistán de donde es originario disfrutan de cinco estacio-nes en lugar de cuatro y los niños aprenden sus nombres y losrecitan de carrerilla en una canción escolar: Mausam-e-Sarma,Bajar, Mausam-e-Garma, Barsat, Jizán. Invierno, primavera, ve-rano, monzón y otoño.

La nieve cae y, sí, la mano extendida en el camino delos copos está pidiendo que le devuelvan la estación que ha per-dido.

La persona que camina colina abajo es, sin duda, unamujer y, quienquiera que sea, ha abandonado la calle de arri-ba y se dirige hacia él por la calle estrecha llevando un para-guas en una mano y sujetándose con la otra a las ramas de losarces que jalonan la vereda de la cuesta y que ahora ayudan ala mujer en su descenso. Con aquel paraguas parece la perso-nificación de un acertijo cuya solución sería feto sujeto a la pla-centa por el cordón umbilical. Pronto se acercará y, sin duda,pensará que un hombre de casi sesenta y cinco años allí parado,con su mano extendida recogiendo copos de nieve, no debe deestar en su sano juicio, así que Shamas decide volver a entraren la casa.

La puerta principal da directamente a la cocina. Deazul, de rosa fresa, del amarillo de algunas fachadas de Lenin-grado, así estaban pintadas las tres habitaciones de la casa co-lor verde oliva en Sohni Dharti, el pequeño lugar de Pakistándonde nació y vivió hasta los veintitantos años. Poco tiempoatrás, mezclando cal y cola de conejo con los pigmentos ade-cuados, Shamas pintó las habitaciones de su nueva casa con esostres colores, sorprendiéndose a sí mismo por haber consegui-do reproducir fielmente aquellas tres tonalidades. Era como si,cuando jugaba al escondite siendo niño, se pusiese de cara a lapared sólo para retener su color en la memoria, para conjurar-lo después, durante los años de exilio y destierro.

Durante las vacaciones escolares se acercaba a la libreríaque había en la habitación rosa y se ponía delante de ella alar-gando la mano hacia ese o aquel volumen con la arbitrariedad

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de una mariposa, dudando entre uno y otro mientras los entre-sacaba y los volvía a meter en su sitio, antes de continuar des-lizando la mano por los lomos como si estuviera probando lasteclas de un piano, libros abiertos fugazmente, deseosos de atra-par su atención, cada uno revelando su atractivo en el brevedestello de un párrafo y, una vez hecha la elección, recorría lacasa buscando el lugar más fresco para leer durante las largastardes del verano, que llevaban consigo un toque de eternidad,y luego acomodaba continuamente sus miembros en el asien-to para estar más confortable, pero también por miedo a quesu sombra estática pudiera dejar una mancha en la pared.

Alguien llama a la puerta. Tres leves golpes en el cristalen lugar de llamar al timbre, un timbre cuyo botón contieneuna lucecita ámbar alrededor de la cual las polillas revoloteantodas las noches de verano. Aterrorizado, respira hondo, perose ha quedado sin aliento, como si hubiera sorbido con dema-siada fuerza por una pajita hasta dejarla plana y siente que elpecho se le solidifica transformándose en una pesada piedra.¿Quién podrá ser? A pesar de estar enriquecida por la luz, esahora (esa pausa entre la noche y el día) no deja de ser demasia-do temprana para considerar la visita fuera de lo habitual. Peroél sabe que habría reaccionado de la misma manera si hubiesenllamado al mediodía, porque ha vivido confinado en esa zonade penumbra que radica entre el sueño y el despertar durantelos casi cinco meses desde que Jugnu, su hermano pequeño,y su novia Chanda desaparecieron de su casa, ahí al lado.

Casi cinco meses sin saber cuándo volvería a agitarseel tiempo y en qué dirección lo haría para arrojarle definitiva-mente a la oscuridad o conducirle hasta la luz.

No sabe si responder a la llamada.Se oyen otra vez los golpes, el sonido de un nudillo

sobre el cristal, esta vez más fuertes, pero él se halla paraliza-do, sumido en un trance, con la cabeza llena de polillas. Tigrede Jardín, Cinabrio, Espina Temprana, Arañazo. Le encantanlos nombres de las polillas que Jugnu le enseñó. La polilla Fan-tasma.

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El sonido del timbre le recorre el cuerpo como un ca-lambre y el sobresalto le arranca de su temor.

—Siento molestarte a estas horas, Shamas... Buenosdías. Es que mi padre ha tenido que pasar toda la noche en elsuelo porque no tengo fuerzas para volver a subirlo a la cama—es Kiran, un rayo de luz—. ¿Podrías venir conmigo un mo-mento? —hace un gesto con la cabeza indicando la dirección desu casa, allá arriba, subiendo por la empinada calle lateral, consus veinte arces, y después por la calle de arriba flanqueada de ce-rezos, entre los cuales la había visto pasar antes sin reconocerla.

Shamas abre más la puerta para dejarla pasar y un golpede viento arrastra un puñado de copos de nieve que se intro-ducen curiosos a ambos lados de Kiran, depositándose leve-mente en el linóleo sobre cuyo dibujo de rosas verdes y marfi-les resulta difícil encontrar una almendra pelada cuando se teha caído de las manos e incluso a veces parece que se ha des-prendido un pétalo de una de las rosas verdes y luego, al ba-rrer el suelo al final del día, resulta ser una hoja de cilantro o dementa con los bordes extrañamente retorcidos que ha perma-necido allí desde la hora de la comida, mimetizada con el di-bujo del suelo.

—Deberías haberme llamado por teléfono, Kiran.Ella permanece en la puerta de la casa, se siente incó-

moda porque puede aparecer Kaukab, la mujer de Shamas.Kiran es sij y tres décadas atrás quiso casarse con el hermanode Kaukab, que es musulmán. Los dos se amaban. Él había emi-grado a Inglaterra para trabajar y cuando, durante una visita aPakistán, comunicó a su familia la intención de casarse con Ki-ran, se escandalizaron y no le permitieron volver a Inglaterra.Kiran embarcó en un avión en Londres y voló hasta Karachipara encontrarse con él, pero su mensaje había sido intercep-tado por el hermano mayor del joven, que la esperaba en elaeropuerto para obligarla a tomar el primer vuelo de vuelta aLondres, porque cualquier reunión o unión entre su hermanoy ella era imposible. A los pocos días, le organizaron rápidamen-te un matrimonio al muchacho.

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Shamas le pide que entre.—Apártate de la lluvia, quiero decir, de la nieve, mien-

tras me pongo las botas de goma. Kaukab todavía está en lacama —la casa es estrecha y todas las puertas se deslizan paradesaparecer entre sus muros, salvo las dos que, por el frente ypor atrás, comunican con el mundo exterior. Shamas abre lapuerta corredera del armario que hay bajo la escalera en buscade sus botas, guardadas entre los trastos que dejó allí desde elinvierno anterior. Unas cañas de pescar reposan contra un rin-cón como si fueran insectos palo. Un par de sandalias de plás-tico gelatinoso que pertenecieron a su hija aparecen colocadasuna detrás de otra como si las hubiese sorprendido a punto dedar un paso, con sus correas formando una espiral que recuer-da la monda de una manzana, jaulas blandas para encerrar suspies.

—Discúlpame de nuevo por haberte molestado tantemprano. Supuse que alguno de tus hijos estaría de visita y quepodría acompañarme a casa.

—Los tres se encuentran lejos de aquí, los dos chicosy la chica —dice él mientras rebusca entre los trastos. Hay unaboya de las que usan en Maine para la pesca de la langosta queShamas utiliza para mantener abierta la puerta de atrás en lasmañanas calurosas, para que pueda entrar el sol y el tintineo delarroyo que deja oír su canción mientras discurre junto al es-trecho camino que hay al fondo. Un arroyo que, a medida queavanza el verano, es más piedra que agua pero que, sin embar-go, captura en su seno una gran cantidad de polen y muestra suscantos blancos como tiza aflorando del agua, mientras ennegre-cen bajo su superficie. Durante el otoño la velocidad del torrentees tal que da miedo meter el pie en el arroyo, no vaya a ser queel agua te lo cercene por el tobillo.

Una vez fuera, mientras camina detrás de Kiran, engu-llido por aquel monzón helado, el viento aumenta su intensi-dad y propicia pequeñas escaramuzas entre los copos de nieve.

Dos líneas trazadas por las pisadas de Kiran avanzanfrente a él mientras la sigue hasta su casa. Cada cilindro perfecto

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perforado en la nieve por sus tacones tiene en su fondo una fi-na capa de hielo que deja ver las hojas secas de los arces como siestuviesen selladas bajo un cristal. Su dibujo es tan intrincadocomo las joyas que hacen en el subcontinente, tesoros enterra-dos bajo la nieve esperando que los libere un día de lluvia.

Entre dos arces hay un poste de teléfono del que cuel-gan varios cables rotos durante la ventisca de la noche pasaday que descansan sobre el suelo nevado, recubiertos de cilindrosde hielo como si fueran velas quebradas. El aire helado es tanpunzante como una aguja sobre la piel y la pendiente de la ca-lle le obliga a inspirar trescientas veces por minuto como un co-librí. Un terrón de césped helado se rompe bajo el peso de supisada y su sonido es similar al que Kaukab hace cuando cortapor mitades y cuartos las ramas de canela en la cocina.

—Me quedé junto a él toda la noche distrayéndolecon mi charla —dice Kiran, volviendo la cabeza—. Pero cuan-do empezó a desanimarse salí a buscarte. Me dijo: «Quiero dejaresta vida. Mis maletas están hechas, pero este mundo no me de-ja partir. Le asusta el informe que voy a presentarle a Él nadamás llegar».

Shamas desea contestarle, pero un copo de nieve le en-tra en la boca y casi se ahoga.

Kiran le lleva una decidida ventaja de varios metros.Él también camina con decisión, pero dando muchos pasos enfalso.

Kiran nunca volvió a ver a su amado o quizás lo hizoel año pasado cuando, ya viudo, regresó de visita a Inglaterra.Kaukab puso mucho empeño para que los antaño amantes novolvieran a encontrarse y, por lo que Shamas sabía, consiguiósu propósito aunque (de eso estaba seguro) Kiran debió de ha-berlo visto de lejos en algún momento.

Al culminar la calle, a un lado se encuentra la parro-quia de San Eustaquio, retranqueada contra un corte hecho so-bre la ladera de la colina y rodeada de tilos y tejos. La cola de laveleta, que se había perdido desde que Shamas tenía memoriade ello, volvió a aparecer cuando dragaron el lago durante la in-

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fructuosa búsqueda de los cuerpos de Jugnu y Chanda. Al otrolado está la mezquita. La media luna se encuentra frente porfrente a la cruz, sólo separadas por la estrecha calle.

Pakistán es un país pobre, una tierra dura e injusta, suhistoria es un libro lleno de relatos tristes y, para la mayoríade los que han nacido allí, la vida no es una simple penuria si-no un castigo. Millones de sus hijos han conseguido echar raí-ces alrededor del mundo en su búsqueda de un sustento y deuna vida con una mínima apariencia de dignidad. Recorrien-do el planeta en busca de sosiego, se han establecido en pue-blos pequeños que les hacen sentir todavía más pequeños y enciudades que tienen grandes edificios que les hacen sentir unasoledad aún más grande. Por eso no resultaba extraño que elclérigo* de esta mezquita recibiera una llamada desde Norue-ga de alguien que era de su mismo pueblo en Pakistán, pre-guntándole si le estaba permitido tomar de vez en cuando unacopita de whisky o de vodka para entrar en calor, ya que No-ruega era un país extremadamente frío. El clérigo le diría quedesistiera de esa costumbre pecaminosa, tronando por la líneatelefónica que Alá estaba perfectamente al tanto del clima deNoruega cuando prohibió a los seres humanos que bebieranalcohol. «¿Por qué no podía llevar, simplemente, un cesto conascuas de hojas de arce bajo el abrigo como hacen los buenosmusulmanes de la helada Cachemira para calentarse?», fue larespuesta del clérigo.

También podía llegar en medio de la noche una lla-mada telefónica desde Australia, de un padre desesperado, pi-diéndole al clérigo que tomara el primer avión a Sidney, contodos los gastos pagados, para exorcizar los demonios que ha-bían poseído a su hija adolescente poco después de que la obli-garan a cortar su relación amorosa con un compañero de cole-

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* En la traducción se ha respetado la palabra «clérigo», que es la que se utilizaráde aquí en adelante para referirse a la persona al frente de una mezquita, en lugar dela más habitual, «imam», puesto que es exactamente la que el autor utiliza siempreen inglés: cleric. (N. de la T.)

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gio de raza blanca y la casaran con un primo traído a toda pri-sa desde Pakistán.

Desde la cima de la calle, Kiran le mira mientras espe-ra a que la alcance. Él llega y ambos se quedan inmóviles allí, eluno junto al otro, durante unos breves instantes, mirando ha-cia la casa de Shamas.

La ciudad está en el fondo de un valle, como un mon-toncito de azúcar en un cuenco. Sobre la colina se encuentranlos restos de un poblado fortificado de la Edad del Hierro al quese añadió una torre durante la celebración de las bodas de orode la reina Victoria.

—Me he pasado toda la noche intentando subirlo a lacama —dice Kiran—, pero me ha resultado imposible —el pelose le ha plateado con la edad, pero su piel sigue siendo del co-lor de las manzanas cuando se oxidan. Lleva unos pendientesdiminutos y transparentes, como si hubiera roto un pisapape-les de cristal por la mitad, como una nuez, y hubiese recogidolas burbujas de aire suspendidas dentro de él—. Lo intenté todala noche.

—Deberías haber venido a buscarme inmediatamente—Shamas miró los espinos que estaban detrás de su propia ca-sa, que, cubiertos con una costra de nieve, parecían haber flore-cido aquella mañana.

—¿Tu hijo mayor ya se ha casado? ¿Con la chica blancadel Volkswagen escarabajo verde?

—Le llamaban «el Áfido». Sí, llegaron a casarse, perose han divorciado —reanudan el camino por la calle bordeadade cerezos en dirección a la casa de Kiran—. La verdad es queno recuerdo la última vez que vi a mi nieto.

El pequeño tenía siete años y era «medio pakistaní y me-dio... eh... bueno... humano», como parece que lo describió unniño de la familia de su madre inglesa en su sorprendida y va-cilante inocencia.

Al caminar, pisa un charco helado y lo resquebraja (Sha-mas ya no es un niño y está claro que tampoco es Jesucristo).La fina lámina de hielo se rompe, liberando el aullido atrapado

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debajo, y el agua aflora para mezclarse con la nieve y formar uncieno color zafiro.

La casa de Kiran es como una caja de piedra partidapor la mitad que llega hasta el mismo bordillo de la acera, inte-rrumpiendo la hilera de cerezos. La mujer que vive al lado esprostituta, según tiene entendido Shamas. Kiran era una niñade trece años cuando Shamas llegó de Pakistán en los años cin-cuenta. Su padre había perdido a toda la familia durante las ma-sacres que tuvieron lugar después de la partición de la Indiaen 1947, por eso se llevó a la niña con él cuando emigró a In-glaterra desde la India. Kiran era una criatura reservada y mis-teriosa. Tenía unos ojos que nada más verlos te preguntabas aqué relato mítico te recordaban, qué cuento tenía como prota-gonista a un ser así, con aquella capacidad de fascinación que tedejaba en suspenso el flujo sanguíneo del corazón durante unpar de latidos.

Siendo como fue, una niña rodeada de obreros emi-grados que rumiaban su soledad, acaparó la ternura de todos.Por aquel entonces la actitud de los ingleses hacia los extran-jeros de piel oscura empezaba a cambiar de un No quiero ver-los ni en pintura ni trabajar a su lado a No me importa trabajara su lado si no queda más remedio, mientras no tenga que hablarcon ellos; una actitud que durante los siguientes diez años setransformaría en Si tengo que hacerlo, no me importa hablar conellos en el trabajo, pero no pienso hablarles fuera del horario laboraly, al cabo de otros diez años, se pasó a Si no hay más remedio,no me importa que vayan a los mismos lugares que yo, mientras notenga que vivir junto a ellos. Para entonces ya había llegado ladécada de los setenta y, como las familias de inmigrantes teníanque vivir en algún sitio y se estaban mudando a los barrios delos blancos, se alzaron voces exigiendo que se pusiera fin a la in-migración y que se repatriara a todos los forasteros que ya es-taban en el país.

También se llegó a la violencia física. Por la noche losinmigrantes colocaban búcaros con geranios aromáticos por to-das las habitaciones de los pisos bajos de sus casas con la espe-

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ranza de que, si los blancos entraban furtivamente, rozasen lasplantas en la oscuridad, generando una brisa perfumada de li-mas maduras y escaramujos que despertaría a los que dormíanen el piso superior. En aquellos tiempos algo murió dentro de ca-da niño y fue entonces cuando, una noche, Jugnu llegó con elpasaporte henchido de flores silvestres de Nueva Inglaterra quehabía recogido en el último minuto antes de subir al avión y ha-bía dejado sus páginas húmedas por la savia y el rocío. No tar-dó en llenar los días y las noches de sus sobrinos con maravi-llas inesperadas.

Ya han llegado a la casa de Kiran y Shamas entra de-trás de ella.

Un florero con rosas rojas ha dejado caer unas notascarmesí sobre las teclas del piano.

El calor de la habitación se apodera de los puntos sen-sibles del rostro de Shamas: los ojos, los pómulos y la frente. Lazona en cuyo reverso se proyectan sus sueños mientras duerme.El padre de Kiran sigue tumbado al lado de la cama, en el mis-mo lugar donde cayó, y le recibe con un leve movimiento delcuerpo, tan sólo el que le permite la elasticidad de su piel. Por lodemás, está clavado en el suelo por su mole corporal y por elpeso de su enfermedad, que es aún mayor. Es sij y por eso no seha cortado nunca el pelo, que lleva recogido en un moño.

—¿Shamas? Siento decepcionarte, pero todavía sigo vi-vo. Sé que no puedes esperar a que muera para hacerte con micolección de discos de jazz —la madera de la que estaban he-chas aquellas paredes estaba empapada de más música que cuan-do era un árbol envuelto por los trinos de los pájaros en mediodel bosque.

Shamas se aproxima y se inclina a su lado.—Rezo por ello todos los días, pero eres un hombre

empecinado.Los vasos sanguíneos afloran por los carrillos del ancia-

no como sucede con el cuerpo de los camarones. Entre Kiran yél alzan en volandas al hombre, tan pesado como un buda depiedra, y lo depositan sobre la cama.

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—Gracias, sohnia —sus ojos se cierran mientras Sha-mas alisa la colcha a su alrededor. Sohnia, la Bella—. Quieroirme allí arriba. La tentación de llegar y ver con estos ojos a to-dos los grandes tocando juntos me resulta irresistible.

—¡La mismísima orquesta de Dios! —Shamas sonríe.A través de los calcetines puede notar una parte de la alfombraque está más caliente, el lugar donde el cuerpo estuvo tumba-do toda la noche junto a la cama.

—Sí, la mismísima orquesta de Dios —algunos me-chones sueltos de su descuidada barba se erizan como queriendoalejarse de su piel, unos más largos, otros menos, del color dela neblina en una mañana de primavera, envolviéndole el rostroigual que si estuviese sumergido bajo el agua. El leve destellode las migajas blancas que caen al otro lado de la ventana pro-duce una reverberación que hace que la habitación parezca con-traerse y expandirse a la vez. Con ternura, el anciano pone sumano sobre la manga de Shamas y le susurra:

—Gracias por venir, amigo mío —y, entonces, traviesouna vez más, grita a Kiran—, vigílale al salir. No dejes que selleve nada. Esta tarde volveré a contar los discos para cercio-rarme —cierra los ojos y en sus labios permanece la forma dela última palabra que acaba de pronunciar.

Al salir, Shamas cierra cuidadosamente la puerta de lahabitación tras de sí.

—Ya tienen tres semanas —Kiran, que se encontrabaen la cocina, sale al vestíbulo, donde él se ha quedado obser-vando las rosas que están sobre el piano—. Duke Ellington meenseñó que si pones una aspirina en el agua, las flores duran mástiempo —Kiran pulsa una de las teclas del piano sin hacerla so-nar y deja al descubierto la madera amarillenta y opaca quesustenta la fina lámina de resplandeciente marfil de la tecla deal lado—. Lo dice en alguna parte de su «autoentrevista».

—Sidney Bechet utiliza la palabra «musicista» en su li-bro. Me parece preciosa. No recuerdo haberla visto en ningunaotra parte, pero alguien que «interpreta música» debería llamar-se «musicista».

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—Pasa, estoy preparando té —el pitido de la teterasuena igual que el de un tren de juguete. Alrededor de su mu-ñeca lleva una pulsera que parece estar compuesta por puntosy comas de oro:

;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;;Shamas declina la invitación. Ella no lo sabe, pero el

hombre a quien amó acabó poniéndole el nombre de Kiran asu hijita. Un nombre aceptable tanto para musulmanes comopara sijs. Un rayo de luz.

Kiran le abre la puerta de la calle.—Le diré que no conseguiste robar nada.Aquel padre y su hija fueron los que introdujeron a

Shamas y a los otros emigrantes en el mundo del jazz, cuandotodos compartían una casa años atrás. En aquella época, Ki-ran se detenía súbitamente en la calle cada vez que oía el soni-do que pulsaba el aire desde la tienda de música Woods.

—Si no me equivoco, ése es Ben Webster.Ya en casa, sacaba el nuevo disco de su funda, que, en

el aire, parecía dolorosamente vulnerable, y lo examinaba dete-nidamente para ver si tenía alguna imperfección, soplándolocomo si estuviera en llamas antes de colocarlo sobre el plato deltocadiscos con el mismo cuidado que pondría una madre aldepositar a su bebé en la cuna, mientras los demás, sentados asu alrededor en un semicírculo, la miraban con unos rostros queparecían una colección de libros abiertos, atentos al comien-zo del disco: Louis Armstrong, «llamando a sus chicos» con sutrompeta; el genial Count Basie, tan inconfundible que la agujaparecía deslizarse por los mismísimos surcos de sus huellas dac-tilares, y aquellos diamantes que parecían llenar los generososcarrillos de Dizzy Gillespie hasta un límite increíble y que lue-go él dejaba escapar uno a uno, a través del laberinto dorado porel que soplaba su boca.

El disco comenzaba y al poco tiempo los oyentes seencontraban henchidos por aquella música que parecía saberconjugar todo lo que la vida contiene, todo lo que es realmenteverdadero, la inapelable última palabra, el núcleo más profundo

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de todo lo que resulta insoportablemente doloroso dentro delcorazón y todo lo que es alegre, todo lo que se ama y todo lo quemerece ser amado, pero que sigue sin serlo, sujeto a las mentirasy objeto de mentiras, las profundidades insondables del alma,donde nadie puede soportar la nostalgia y pocos tienen la valen-tía de explorar, las penas y la ira desatada. Tan henchidos demúsica se encontraban los oyentes que, al final de la pieza, el es-pacio parecía haberse contraído y las cabezas se inclinaban unascontra otras, como si estuvieran compartiendo un espejo. To-dos los grandes artistas saben que parte de su tarea consiste enreducir las distancias entre dos seres humanos.

—Gracias —dice Kiran en el umbral de la puerta—.Antes me acerqué a la mezquita, sabiendo que había gente allí,con la esperanza de que alguien viniera conmigo, pero todos es-taban ocupados en sus tribulaciones.

—¿Tribulaciones?—Alguien dejó... —Kiran titubea— una cabeza de cer-

do en la puerta durante la noche. Cuando la descubrieron, seformó un gran revuelo de gente dando voces frente al edificio.

De la boca de Shamas emerge una nubecilla de vapor.Acaba de estar en la mezquita para enterarse de la situación. An-teriormente el edificio había sido una vivienda que se comprópara convertirla en templo. Eso fue diez años atrás. La viuda quevivía allí fue perdiendo la razón progresivamente tras la muertede su esposo. Estaba sola. Su marido había llevado a Inglaterra ados sobrinos haciéndolos pasar por hijos suyos ante las autorida-des de inmigración y, cuando en los años setenta la mujer sufriócinco abortos, los doctores no dudaron en sugerirle que se hicie-ra una histerectomía dado que la pareja ya tenía otros dos hijos.El marido consintió e hizo que ella también consintiera pues,sabiendo poco inglés y nada acerca de cómo operan las leyes enGran Bretaña, tuvo miedo de que si se negaba a la operación losmédicos alertasen a las autoridades de inmigración y los cuatroacabaran dando con sus huesos en la cárcel.

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Los que sí acabaron dando con sus huesos en la cárcelfueron los sobrinos cuando se hicieron mayores. Los llevaronesposados al funeral de su tío. Uno estaba cumpliendo conde-na por robo con allanamiento y el otro por posesión y tráficode drogas. Cuando los vio, la mujer se lanzó de uñas hacia ellose, inmediatamente, empezó a sufrir convulsiones y las otras mu-jeres tuvieron que forzar su boca engatillada con una cucharapara evitar que se ahogara con su propia lengua.

Al cabo de pocos meses, había perdido peso notable-mente (se decía que había telarañas en los rincones del hornode su cocina) e iba de un lado a otro en harapos, con el veloarrugado como una amapola, después de haber puesto a buenrecaudo toda su ropa y joyas en un baúl y arrojado la llave allago. Pasó un año y estaba convencida de que alguien habíaestado manipulando el sol: «No puedo encontrarlo por nin-guna parte y si alguna vez lo hago, está en el lugar equivoca-do». Fue entonces cuando sus hermanos vinieron para llevár-sela a Pakistán y pusieron la casa en venta.

Shamas se detiene frente a la mezquita adonde haacudido en busca del clérigo. Tenía que ofrecer su ayuda a pe-sar de que, en el fondo, no le apeteciera nada. Después de lamuerte del anterior clérigo, un año atrás, el padre de Chanda,la novia de Jugnu, había tomado las riendas de la mezquita.La familia de Chanda se había opuesto a que ella «viviera enpecado» con Jugnu y por eso Shamas prefería no encontrarsecon el padre de la chica desaparecida.

Pero entonces recordó que la semana anterior Kaukable había comentado que el padre de Chanda ya no estaba a car-go de la mezquita. Había tenido que dimitir recientemente,incapaz de poner coto a los comentarios que se hacían en eltemplo acerca de su hija, una mujer «despreciable», «inmoral»y «pervertida», que no era más que una puta lasciva a los ojosde la gente (como a los de Alá) por haberse ido a vivir con unhombre sin estar casada con él.

Y en eso Shamas había llegado hasta allí y se había en-contrado a los fieles llorando. Estaban envueltos en lágrimas

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porque se habían dado cuenta de que Alá no los considerabasuficientemente dignos para el puesto que les había asignado,ya que no habían sido capaces de impedir el insulto hecho a Sucasa.

Como director del Consejo de Relaciones con la Co-munidad, Shamas es la persona a la que se dirigen los vecinoscuando se ven incapaces de lidiar con el mundo de los blancosy acuden a su oficina en el centro o traen sus problemas direc-tamente a la puerta de su casa, que se abre a la cocina de pare-des azules y sillas amarillas.

Si el Consejo hubiera existido antes, habría acalladolos temores que llevaron a aquella mujer a aceptar la histerec-tomía.

Shamas permanece frente al edificio exhalando boca-nadas de vapor, junto a la bolsa de plástico que contiene la ca-beza del animal y a los cristales de nieve empapados en su san-gre, todo ello amontonado junto al tocón del manzano que elclérigo había mandado cortar porque, según él, allí se aloja-ban los trescientos sesenta demonios cuya influencia malignahabía sido la causante del solitario desconcierto de la viuda.

Su responsabilidad para con la comunidad hace queShamas sienta la necesidad de acudir al templo hindú para versi allí también ha sucedido algo.

La nieve cruje bajo sus pies mientras dirige sus pasosde nuevo hacia la casa de Kiran. Como papeles hechos trizasdentro de una papelera, los copos de nieve casi han rellenadolas huellas alargadas que dejaron antes sus pies sobre la nieve.Es enero en Inglaterra y también en Pakistán. Al llegar a Ingla-terra, algunos emigrantes no acababan de entender la idea delas zonas horarias y se preguntaban si no sucedería igual con losmeses y si serían los mismos en cada momento y en cada con-tinente. Sí, también es enero en Pakistán. Enero, el mes de Ja-no, el dios bifronte, con una faz mirando al futuro y otra alpasado.

Su padre trabajaba en Lahore y sólo volvía a su casaen Sohni Dharti, junto a la ribera del río Chenab (el río de la

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luna, en Pakistán), los sábados por la noche. Los lunes por lamañana llevaba a sus hijos al colegio y luego se subía al trende Lahore, donde era editor adjunto de una publicación men-sual en urdu para niños que se llamaba Los Primeros Niños en laLuna y que tenía su revista hermana en bengalí, publicada enCalcuta, y otra en hindi, publicada en Delhi. Shamas tiene doshermanos, uno mayor y Jugnu, el pequeño. Pero éste era quin-ce años menor, así que Shamas pasó todos sus años de colegioen compañía de un solo hermano.

—A ver si resolvéis este acertijo —les decía el padre alos chicos mientras caminaban juntos hacia el colegio—, Doceprincesas en su palacio, enfrascadas en una conversación y senta-das muy juntas formando un círculo. ¿Cuál es la solución?

Todavía recuerda su entusiasmo cuando le proponíaaquellos acertijos. El ojo que tienen los adultos para ver lasmetáforas y los símiles que se esconden en cada cosa, confor-mándolos, comparándolos con su objeto, ese ojo ya lo teníamedio abierto el chico.

—¡La naranja!Shamas quiere llegar cuanto antes al templo hindú,

pero la nieve dificulta su camino, incluso el aire se convierte enun obstáculo a superar y teme coger un resfriado, puesto queha estado tosiendo bastante durante la noche. Una masa denieve se desprende y se desliza con rapidez por las tejas de lacubierta de San Eustaquio, enterrando con un tenue golpe al-gunas colmenas que están separadas del resto, quizás a la espe-ra de alguna reparación. En los meses de junio y julio las abejasse posan en las mil y una flores de los tilos que motean el jar-dín de la iglesia y bajo cuyas cortezas rasgadas pueden estar hi-bernando ahora las polillas Halcón, que emigran desde el surde Europa y llegan cada verano en vibrantes formaciones ce-rradas para criar en ese lugar. Dicen que el batido de sus alasproduce un sonido punzante que sólo los niños, cuyos oídostodavía pueden distinguir los tonos agudos, son capaces de oír.

Pasa delante de la casa de Kiran y de la casa de la su-puesta prostituta y continúa por la calle bordeada de cerezos,

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hacia el río donde se encuentra el templo hindú. Alguien le ha-bía preguntado una vez si la prostituta era india o pakistaní.Es blanca; si hubiera sido india o pakistaní habrían asaltadosu casa a los pocos días de llegar y la habrían echado de allí porllevar la vergüenza a sus compatriotas. De la misma maneraque Chanda había llevado la vergüenza a su familia por vivircon Jugnu. Chanda y Jugnu, los dos desaparecidos cuyos cuer-pos no fueron hallados en el lago cuando lo dragaron. El lagoen cuyo embarcadero de tablillas, como las de un xilófono, seencuentran grabados muchos corazones que encierran inicia-les en urdu, hindi y bengalí, así como en inglés, y donde el co-lor de las olas tiene ese curioso tono verdigris azulado que seve en el corte de una lámina de cristal, esa franja de color bri-llante emparedada entre la superficie y el fondo.

En pocas horas más la superficie de la nieve se endu-recerá para formar una frágil capa de hielo tan resbaladiza que,al pisarla, el pie se te irá como un cuchillo untando una tosta-da, pero por el momento todavía es polvo.

Shamas llega al final de la calle bordeada de cerezossalvajes y tuerce por la calle más ancha en la que desemboca.En su discurrir hacia el centro de la ciudad, la calle ancha sal-ta por encima del río, bordeada por ambos lados de poderososcastaños de Indias. El pavimento está lleno de parches triangu-lares y cuadrados de distintas tonalidades que recuerdan a losremiendos que los jóvenes se cosen en los pantalones vaqueros.El templo, dedicado a Rama y Sita, está situado en la riberadel río donde, a principio del verano, los juncos y los iris emer-gen del agua formando gavillas compactas, como si un puñolas estuviera agarrando bajo la superficie.

Junto al lugar donde la calle se convierte en un brevepuente, desciende una escalera metálica de caracol que salva losnueve metros que separan el camino de la orilla del río. Jugnu,un experto en lepidópteros, pasaba muchas noches allí, man-teniéndose despierto con la ayuda de un termo de café en elque echaba una monda de naranja y dos granos verdes de car-damomo, metido hasta la cintura entre los arbustos de marga-

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ritas que había en la orilla, llamando la atención de las polillasen la oscuridad con la mano extendida, abriendo los dedos co-mo los pétalos de una flor que luego se cerraba sobre las criatu-ras. Las polillas eran incapaces de resistirse a la llamada de sumano alzada y más y más salían de la negra noche para orbitara su alrededor como planetas atrapados por la gravitación deun astro. Algunas veces los tres niños le acompañaban en su re-colección nocturna y durante el día a menudo les enviaba arecoger especímenes por toda la ciudad y la campiña circun-dante, guiados por mapas que dibujaba con exactitud y queacompañaba con instrucciones precisas para alejar cualquier po-sibilidad de error.

... Las ramitas verdes grisáceas del rosal de Guelder sonapuntadas y suaves al tacto y sus hojas están cubiertas de una pe-lusilla plateada. Cuando fuimos el año pasado a ver la ballenavarada en la playa, os mostré uno durante el camino, así que re-cordaréis los capullos de sus flores...

... Si encontráis una crisálida a punto de abrirse no de-béis caer en la tentación de ayudar a la mariposa a salir. Su colorse volvería gris si lo hicierais. El esfuerzo que tiene que realizar pa-ra abrir la crisálida fuerza la sangre hacia las alas otorgándolesasí su color y dibujo definitivos...

Una vez a la semana la información recopilada sobrelas mariposas y polillas del condado se pasaba a máquina y unode los chicos llevaba las páginas mecanografiadas en su bicicletahasta el vespertino local —The Afternoon—, donde se publi-caba a una columna, acompañado con ilustraciones en tintachina que dibujaba el mayor de los niños. Shamas había com-prado la máquina de escribir (con sus teclas ordenadas en filassuperpuestas que siempre le recordaban los rostros que apare-cían en las fotografías que se hacían en el colegio a cada unade las clases) cuando llegó a Inglaterra tantos años atrás, conla idea de volver a escribir poesía algún día, pero había per-manecido en desuso hasta que Jugnu volvió de Estados Uni-dos y comenzó a escribir con ella sus colaboraciones en TheAfternoon.

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El río parece negro como el alquitrán entre la nieveque lo circunda. Un desgarrón en la manta que el cielo ha de-jado caer. A varias millas de allí, en el curso bajo del río, másallá de las afueras de la ciudad, se encuentran las ruinas reves-tidas de acebo de la abadía donde los sijs lanzan ceremoniosa-mente al río las cenizas de sus muertos. Cuando se inició esacostumbre una década atrás, los residentes predominante-mente blancos de un barrio vecino habían puesto el grito enel cielo, pero el obispo zanjó la polémica manifestando su sa-tisfacción porque aquel paraje volviera a tener un uso espiri-tual en lugar de convertirse, como dolorosamente debía recor-dar a los que alzaron sus voces, en el urinario al aire libre desus perros. Una hondonada en el camino, escondida y cubier-ta por la nieve, se traga su pierna izquierda hasta la rodilla y,cuando consigue sacarla, desentierra consigo restos de hojasde un serbal y de sus bayas rojas, que afloran a la superficie jun-to con algunas escamas de pescado azul, que se asemejan a ca-ramelos reducidos a finas láminas, pegadas entre la lengua y elcielo del paladar.

Shamas divisa la enorme cabaña color guisante del tem-plo hindú, una estructura sencilla al lado del río, como un di-bujo de un libro infantil, con pinos alzándose hacia el cielo quelos cobija. Unos escalones descienden desde la puerta hasta laorilla del río.

Aparentemente allí no había ocurrido nada raro.Del alero del tejado penden carámbanos que se derri-

ten en gotas brillantes y horadan un agujero en la nieve del ta-maño de medio penique. Las tuberías deben de haberse con-gelado durante la noche, porque Poorab-ji está agachado en elúltimo escalón, recogiendo agua del río para lavarse las ma-nos, peinando, con un giro del brazo, la cresta de la ola ade-cuada con su refulgente garvi de latón. Es más un camino detablones que una escalera: unas planchas de madera casi cua-dradas con estrechas tablas verticales entre ellas. Poorab-ji lesaluda, agitando una mano cubierta de tierra.

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—Acabo de enterrar a un jilguero, Shamas-ji. Se rom-pió el cuello contra el cristal de esa ventana. Mira a ver si en-cuentras el lugar donde ha sido.

Tiene un rostro delicado, labios finos, un cuello largoy, como muchos hombres de mediana edad del subcontinen-te, se tiñe el pelo de un rutilante negro azabache.

Los serbales que crecen junto al río tienen unas copasperfectamente esféricas, como fuegos artificiales estallando enel cielo.

—Aquí —Poorab-ji se ha acercado y señala la pequeñamella que ha dejado el pico del ave en el cristal. De su bolsillosaca una tosca piedrecilla semejante a un diamante en bruto yla coloca en su lugar sobre el vidrio, al tiempo que sostiene lapalma de la mano por debajo en caso de que el pedacito secaiga.

—La encontré en su pico.Para explicar su inusual visita, Shamas le cuenta todo

lo que ha sucedido en la mezquita y Poorab-ji le dice que ensu templo no ha vuelto a ocurrir ningún incidente desde el actode vandalismo del pasado octubre, del que Shamas ya habíatenido noticia. Los conflictos de este mundo. Los conflictos deeste mundo.

Y entonces, inesperadamente, en un gesto de confian-za para el que Shamas no está preparado, Poorab-ji le pasasuavemente el brazo sobre el hombro.

—Esta mañana vi un montón de nieve que había caídodesde un tejado y que formaba un túmulo sobre el suelo, en-tonces, desde lejos me pareció que eran los cuerpos de Chanday de Jugnu. No puedes imaginarte cuánto lo siento, pero al me-nos ahora ya sabemos la verdad.

—¿La verdad? —la puerta de la jaula de hierro queatenaza su corazón se cierra de golpe.

—¿Todavía no lo sabes, Shamas-ji? —durante los ins-tantes siguientes la cara de Poorab-ji es el espejo que refleja suconfusión y su miedo—. ¿Seré yo el primero en decírtelo? Ob-viamente la policía no te ha informado todavía.

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Shamas baja la mirada y sus pies le parecen muy lejanos.—Los teléfonos no funcionan —le sobreviene el deseo

de dejarse caer sobre la nieve.Poorab-ji habla deprisa. Parece ser que la policía ha

arrestado a los dos hermanos de Chanda y les acusa del dobleasesinato de su hermana y de Jugnu.

Los casi cinco meses transcurridos desde la desapari-ción de los amantes han sido para Shamas meses de luto con-tenido, pero ahora ya puede dar rienda suelta al dolor. No esun hombre creyente y por eso sabe que en el universo no exis-ten salvadores: la faz de la tierra es un gran sudario que cubrea unos muertos que jamás serán resucitados.

De tanto en tanto, Poorab-ji cura las codornices queresultan heridas en las peleas clandestinas que algunos emigran-tes indios y pakistaníes organizan en la vecindad y siempre querecibe un ave herida amenaza con denunciar tales prácticas ile-gales a las autoridades, pero las recoge y las mima hasta que serestablecen, echando polvo de cúrcuma en sus heridas, deján-dolas con la apariencia de las aves que entran en un campo deazucenas y de lirios cuyo fino polen hubiera cubierto de óxidosus plumas.

—Tengo dos codornices macho ahí dentro y cuandoanoche empezó a nevar, a eso de las dos de la madrugada, salí dela casa y vine hasta aquí para ver si se encontraban bien abri-gadas... Cuando pasé por delante de la casa de la familia... habíapolicías por todas partes.

La confirmación oficial del desastre ha hecho que Sha-mas empiece a sentir náuseas.

La mente rechaza la idea y el cuerpo se une a ella, demodo que el estómago se convulsiona como si a él también lehubieran administrado un veneno que hay que vomitar. Unaarmadura de planchas candentes le cubre toda la piel y sus ma-nos derriten la nieve como hierros de marcar al rojo vivo. Notiene mucho en el estómago para echar fuera ya que ni siquieraha desayunado, pero el cuerpo insiste en pasar por los espas-mos de la náusea. A cada enorme arcada, le sigue un prolonga-

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do y lento hipo. Beberemos de vuestras venas. Cuando Chanda semudó a vivir con Jugnu, dejando atrás la casa familiar situadasobre la tienda de ultramarinos que la familia poseía, sus herma-nos habían amenazado con vengarse para limpiar su honor. Osharemos lamer nuestras heridas. Y habían forzado la entrada a lacasa y apagado un cigarrillo sobre la cama de la pareja.

Pero después de que desaparecieran, los hermanos ne-garon tener nada que ver.

Shamas se sostiene sobre el suelo a cuatro patas, comosi estuviera buscando algo en torno a la cabaña, levanta puña-dos de nieve, la remueve y la llena de surcos que van adqui-riendo un tono lila pálido y hacen que parezca que alguien laha rastrillado desordenadamente. El viento tremola una plu-ma amarilla entre toda aquella blancura. Un manojo de fila-mentos (tan llamativo como algo que puedas encontrar en unbazar) que perteneció al pájaro que murió con un diamanteen el pico. Cada carámbano que se derrite horada un agujero enla nieve del tamaño de medio penique, una moneda que yano circula y que Shamas echa tanto de menos en aquel momen-to de locura que pasa a representar todo lo que se ha ido parano volver, mientras su mente intenta convencerse de que si en-contrara tan sólo uno de aquellos discos de cobre, tan pequeñoque podría caber en el bolso de una muñeca, todas las dificul-tades de la vida se solucionarían. La piel de los dedos se le em-pieza a desprender a tiras como si fuera papel de arroz plega-do como un acordeón, mientras sigue hurgando en la nievepara encontrar un pedazo de metal sin valor que, de repente,se ha convertido en el precio de la cordura.

—Nunca debí perderlo de vista —se escucha decir a símismo. Aquéllas fueron las palabras que pronunció Kiran cuan-do, años atrás, volvió aturdida de Pakistán después de que laobligaran a darse la vuelta en el aeropuerto de Karachi—. Nun-ca debí perderlo de vista —vuelve a repetir.

Poorab-ji consigue calmarle. Shamas cierra los ojos parasobreponerse a su agitación y, seco de emociones, reclina la ca-beza contra la pared del templo. Entonces se acuerda, sin saber

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por qué, de la noche en que las polillas Gran Pavo Real eclosio-naron en la cocina de paredes azules y deja volar su imagina-ción alrededor de los acontecimientos que sobrevendrían des-pués de que las mariposas surgieran de sus capullos. Acabadasu búsqueda para encontrar la forma de salir de sí mismos, losdiecinueve machos, húmedos todavía de las crisálidas, habíanemergido durante la noche en la cocina azul y volado hasta elcuarto de estar donde, sobre la mesa de cristal, estaba el flore-ro que Shamas había traído como recuerdo de su casa de Pa-kistán en la década de los cincuenta, dejando marcada sobre lafina capa de polvo de donde había arrancado el florero tantosaños atrás una agónica O que todavía seguía llamando a gri-tos su atención para que lo volviera a poner exactamente dondeuna vez lo habían colocado las manos de su madre. Ahora el ja-rrón estaba allí, adornado con ramos de mimosa del color dela yema de huevo.

Tan grande como un murciélago, una polilla batió susalas de un terciopelo rojo intenso y se precipitó en picado hacialas esferas filamentosas de la mimosa, pero no iba en busca decomida, porque no tenía boca y había nacido para morir. Seposó sobre una guayaba que conservaba el tallo y las hojas, co-mo si la hubiesen recolectado con prisas, y después despegó parareunirse con sus dieciocho compañeras para abandonar juntas elcuarto de estar color fresa y volver de nuevo a la cocina.

La oscuridad más absoluta era suficientemente lumi-nosa para ellas y con apasionada impaciencia subieron flotan-do por el hueco de la escalera hacia la habitación amarillo Le-ningrado donde Shamas dormía junto a Kaukab.

Escudriñando el aire a su alrededor con sus antenas pe-ludas, volaron indecisas sobre Kaukab (que todavía hoy recuer-da la mañana en que una mariposa había intentado poner loshuevos en su trenza, atraída por el aroma del aceite que se apli-caba en el pelo) y ésta abrió un segundo los ojos en medio dela oscuridad, más dormida que despierta, y resopló tres vecescon fuerza por la nariz, porque el profeta había dicho: «Si algu-no de vosotros se despierta durante la noche, expulse tres veces

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el aire por la nariz pues Satanás pasa la noche escondido en losorificios nasales de los hombres».

Kaukab volvió a sumirse en el sueño casi de inmediatoy las polillas se dirigieron a la habitación del hijo mayor, ha-biéndose cerciorado previamente de que la llamada no prove-nía de la ventana que estaba abierta en el dormitorio.

Los treinta y ocho ojos pintados sobre las treinta y ochoalas rojas hacían guiños en la oscuridad mientras los insectosvolaban hacia la habitación que compartían los dos hijos me-nores y allí intentaron pasar por una abertura circular, sólo parapercatarse de que otros tantos trataban de salir con el mismofrenesí por ella. Era un espejo.

Un montón de revistas de cine hindú yacía a los piesde la cama de la niña, resbalando las unas sobre las otras.

A través de la claraboya abierta que había en el techode la habitación, las polillas Gran Pavo Real ascendieron hastael ático que recibía en su exterior el abrazo del haya roja quese erguía en el jardín de atrás y, después de varios confusos in-tentos, penetraron a través de dos ventanucos en la buhardillade la casa de al lado, la que había comprado recientemente Jug-nu, y zigzaguearon entre sus posesiones de acá para allá antesde volver a descender. Algunas de las cosas de Jugnu todavía se-guían dispersas por la casa de Shamas, incluida la sombrereraque contenía las diecinueve crisálidas. La habían dejado en lacocina azul hasta el día siguiente porque todos habían decidi-do dejarlo todo como estaba cuando cayó la noche y se dieroncuenta de que habían estado trabajando sin descanso durantediez horas seguidas ayudando a Jugnu con la mudanza.

Como si fueran cometas a las que les habían cortado lascuerdas, las mariposas descendieron de golpe desde la buhar-dilla hasta el cuarto decorado con un papel pintado de hojasretorcidas y pequeñas bayas moradas.

Allí, las Gran Pavo Real no hicieron el menor caso aldurmiente Jugnu, a pesar de que tenía ambas manos fuera de lamanta, unas manos que tenían la facultad de brillar en la oscu-ridad. No había mariposa que se les resistiese, pero aquella no-

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che algo que sólo ellas podían sentir atrajo poderosamente suatención: la presencia de una hembra.

Había eclosionado el día anterior y colgaba dentro dela jaula que Jugnu había tejido con hilo de cobre alrededor de unfrasco que posteriormente había hecho añicos.

La hembra estaba inmóvil, salvo cuando extendía sua-vemente las alas para esparcir el olor que había inundado po-co a poco ambas casas con la tenue electricidad del deseo queno puede ser expresado de otra manera y que resulta impercep-tible para los humanos, pero que había atraído a los diecinuevemachos hacia su fuente emisora, despacio al principio y, lue-go, cuando se percataron de que aquello iba en serio, a uña decaballo. Llegaron en tropel y cubrieron completamente la jau-la de palpitante terciopelo.

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