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Mar%C3%AD%2C Enrique Johann Gottfried Herder y El Movimineto Del Sturm Und Drang

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Johann Gottfried Herder y el movimiento

del Sturm und Drang

Enrique Marí

Revista Confines Buenos Aires, Año 1 Nº 2, Noviembre 1995

Los números entre corchetes corresponden

a la paginación de la edición impresa

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1. Las características generales del Sturm und Drang

Es poco probable poder acercarse al pensamiento de Johann G.

Herder sin rastrear las raíces del Romanticismo que se instaló en la

Prusia Oriental a mitades del siglo XVIII, en franca oposición al

Iluminismo y al pensamiento racionalista enciclopédico, que precedió

y continuó la Revolución Francesa de 1789.

Indagar el romanticismo alemán resulta, en efecto, equivalente a

sumergirse en el conocido movimiento del Sturm und Drang, ya que

mientras Herder abonó y mejoró parte de sus raíces procedentes de

algunos de sus contemporáneos como Johann Georg Hamann y Gott-

fried August Brüder, otras fueron directamente plantadas por él en el

suelo de esta corriente predominantemente literaria.

Hasta entonces, la Razón concebida como una potencia ilumina-

dora del hombre y el mundo estaba instalada en el centro de la

Modernidad, de la que la Revolución no era sino simple fecha y dato

político. Mucho antes que ésta, modernidad, y racionalismo, se unían

fuertemente decretando el colapso del pensamiento antiguo y medie-

val en un cambio revolucionario. Con este cambio la religión ya no

pudo permanecer de espaldas al pensamiento científico, y la escasa

diferencia anterior de significado entre la ciencia y la filosofía se

amplió profundamente haciendo que los científicos vieran con recelo

las especulaciones filosóficas, y los filósofos, por su lado, se desintere-

saran de las ciencias particulares apreciando sus resultados como

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excesivamente estrechos.

Enriquecida la ciencia en su nuevo estatuto independiente, el

concepto amplio de “saber”, que abarcaba la religión, la metafísica y la

ciencia y que venía atravesando la historia desde Aristóteles acompa-

ñando el pensamiento de la antigüedad y el mundo medieval, se redujo

transformándose en “conocimiento”. Inscripto éste en el referente de

las ciencias físico–naturales empíricas, con su principio fundamental

de la objetividad, la neutralidad de las observaciones y el desarrollo

progresivo, causal, lineal y acumulativo.

En 1605 Francis Bacon, el creador del llamado método científico

de la observación y la experimentación, dio a conocer su texto Advan-

cement of Learning, estableciendo una división entre filosofía, historia

y poesía, y conectando cada una de estas disciplinas con distintas

facultades humanas: la filosofía con la razón, la historia con la memo-

ria y la poesía con la imaginación. Con arreglo a ella se desarrolló tanto

en el campo de la razón científica —dominada luego por el positivis-

mo—, como en el de la literatura (y el arte), una brecha y un dualismo

tajante entre verdad–cognoscitiva y ficción–imaginativa. El primer

concepto, el de verdad–cognoscitiva quedó remitido a un universo, el

de la modernidad y el racionalismo, en el que lenguaje y realidad se

conectan en forma rígida con arreglo a una serie de correlaciones

ordenadas. El segundo concepto, el de ficción–imaginativa fue exclusi-

vamente atribuido al mundo poético del romanticismo, el mundo de

“boundless freedom imagination”. Mundo que interpela a una suerte

de espacio–imago constitutivo de una zona en la que se han descom-

primido fuertemente las tensiones a lo veritativo y ha aumentado

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radicalmente la expresión de lo simbólico, lo figurado y lo alusivo.

Zona de faintful [86] imagination, de imaginación exenta de límites en

la que, como tuve ocasión de aludir en otro trabajo, al quedar el

lenguaje libre de la fuerte fiscalización de lo teórico y lo conceptual,

—ataduras propias de la razón— logra que se teja con él una nube de

misterios, poblada de imágenes, de metáforas y de paráfrasis, que

entran para embellecer más que para explicar, aclarar o describir este

universo.

Lenguaje cognoscitivo y lenguaje poético, espacio de razón y es-

pacio de imaginación, integran así un par opuesto, cada uno de los

cuales arroja, respectivamente, un ancla al mundo de la razón y al

mundo romántico del Sturm und Drang, el de Herder, el de Goethe y el

de Schiller, sus más relevantes miembros, convertidos luego estos

últimos en los autores más notables del clasicismo alemán.

En el seno del Sturm und Drang dos palabras ocupan lo primor-

dial de la escena. Künstler y Genie, artista y genio. El artista porque

acaba finalmente por librarse y deshacerse de los lazos, las normas y

las reglas de las supuestas leyes que asfixian y ahogan lo genial y

terminan por nivelar todo lo creativo. El genio, por su parte, porque se

pone a resguardo de ser absorbido por el entendimiento y la razón. Él

es el poeta del corazón y el sentimiento, el intermediario y el portavoz

de Dios. Por sobre su cabeza una nube, una bruma paradójicamente

brillante, sigue sus pasos y lo acompaña. Se trata de una nube inefable,

que él vive como lo irracional de la belleza.

Sturm und Drang, más precisamente su teoría del genio, no fue,

en todo caso, tal como lo sostiene Wege der deutsche Literatur de

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Hermann Glasser y otros, una corriente exclusivamente germánica,

privada de vínculos con otras concepciones existentes en el siglo XVIII

en el mundo europeo. Así, absorbió influencias procedentes de Inglate-

rra en el siglo XVIII, como el examen filosófico realizado por David

Hume en sus obras Tratado sobre la Naturaleza Humana (1740) e

Investigación sobre el Entendimiento Humano (1748) dedicado a poner

en evidencia la inconsistencia de un mundo racional ordenado, pobla-

do de ideas innatas procedentes de la razón, remitiéndose, en cambio a

la importancia de la experiencia. El ideal del conocimiento había que

verlo para el racionalismo en las matemáticas constituidas por juicios

universales y necesarios “a priori”, mientras que el empirismo lo ve en

las fronteras de una experiencia que no se puede transgredir. Los

juicios son contingentes y particulares, “a posteriori”. El ABC de esta

filosofía es que la razón, en cuanto a ella, no tiene más función que

ordenar lógicamente los materiales que los sentidos le ofrecen. La

metáfora de la hoja de papel en blanco (white paper) para la mente,

que sólo la experiencia va llenando con las impresiones sensoriales,

con la sensibilidad, es por demás significativa.

En el libro I de Concerning Human Understanding con el título

“Ni los principios ni las ideas son innatas”, ya Locke, en efecto, se

había referido, para oponerse a Descartas, a las Meditaciones Metafísi-

cas con esta afirmación: “Es una opinión establecida entre algunos

hombres, que hay en el entendimiento ciertos principios innatos (el

subrayado es de Locke); ciertas nociones primarias, koinai ennoiai,

caracteres como si fuesen estampados en la mente del hombre que el

alma recibe en su primera existencia y lleva al mundo con ella. Bastaría

convencer a lectores no prejuiciosos de la falsedad de esta suposición,

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si sólo pudiera mostrar (así aspiro a hacerlo en las siguientes partes de

este Discurso) cómo los hombres pueden alcanzar todos el conoci-

miento que tienen simplemente con el uso de sus facultades naturales,

sin la ayuda de ninguna impresión innata, y pueden llegara la certeza

sin ninguna de estas originarias nociones o principios”.

En el capítulo XXXIII de este mismo libro criticó asimismo la

concepción cartesiana de las ideas claras y distintas, crítica propia

también de Hume en An Enquiry concerning Human Understanding.

Para éste, entre idease impresiones lo que hay es una diferencia de

intensidad y vivacidad, y el conocimiento, sin excepción, procede

directa o indirectamente de las impresiones sean externas como las que

provienen de los sentidos, sea la experiencia íntima o autoexperiencia.

Todas las inferencias de la experiencia son efectos de las costumbres,

del hábito, no del razonamiento, nos informa la parte I, punto 39 de la

Sección V. Es aquí donde apela a una interesante nota en la que insiste

en el valor de la experiencia con recurso, ahora, a una instancia históri-

ca, es decir de vida o de vida histórica, páginas que son las que atraen,

en lo básico, el interés de Herder y de toda la corriente del Sturm und

Drang: “La historia de Tiberio o de Nerón nos haría temer una tiranía

semejante, si [87] nuestros monarcas estuviesen liberados de las

restricciones de las leyes y el Senado. Pero, con poco pensar, la obser-

vación de cualquier fraude o crueldad en la vida privada es suficiente

para darnos la misma aprehensión; aunque sirve como ejemplo de la

corrupción de la naturaleza humana y nos muestra el peligro de

descansar con entera confianza en la humanidad. En ambos casos, la

experiencia actúa como fundamento último de nuestra inferencia y

conclusión”1.

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Pero las influencias inglesas no se limitan al campo de la filosofía.

Abrazan de consuno un sector de la creación literaria en la que Edward

Young tuvo la primacía de descubrir un concepto enclavado en el

Sturm und Drang: el de la fantasía. El significado de la fantasía era más

bien reciente para la creación poética, debiéndose también a Young el

acuñar el concepto de “Originalgenies”, que cabalgaba en algo así como

su grito de batalla poética: “Nadie se ha convertido en un hombre

importante sin entusiasmo divino”. En el límite el poeta, el genio del

corazón y el sentimiento, debía ingresar en un estado de éxtasis cuasi–

religioso para alcanzar la palabra divina y poder trasmitirla en la tierra.

En Ideas sobre las obras originales, Young, seducido por el Paraíso

Perdido de Milton y las tragedias de Shakespeare, se convence de que el

genio poético no se puede captar ni describir con los meros patrones

de la razón calculadora. El genio, piensa, se halla tan distante de la

razón como el mago lo está del maestro de obras. La magia de la poesía

que produce no necesita de la mediación de la razón, porque su fuerza

—y éste es otro concepto importante de la corriente romántica— está

fundada en su inmediatez.

La relación entre lo divino, lo religioso, o su sucedáneo terrenal,

se incorporó —en principio, aunque “en principio” ya tiene un sentido

que debe ser aclarado— a la problemática del Sturm und Drang. No es

mero fruto de la casualidad que Johann Georg Hamann, llamado por

sus contemporáneos precisamente el mago del septentrión o el nordis-

cher Magier, conocido por su expresión “¡Denken Sie weniger und

Leben Sie mehr!” (“¡Piense Ud. menos y viva más!”), e hijo de un

médico de Königsberg, haya estudiado teología y emprendido como

preceptor y comerciante viajes a Amsterdam y Londres, hasta que una

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profunda y renovada conversión lo arrancó de su vida desenfrenada y

licenciosa. Con un lenguaje ciertamente oscuro, ambiguo y recargado

de imágenes, Hamann trazó así su objetivo en la vida: convertirse en

un cruzado contra las mentiras y el parloteo de los profetas del Aufkä-

rung que habían sido seducidos por “la serpiente de la filosofía con la

manzana de la razón”.

Gottfried August Bürger, por su lado, profesor de estética en

Göttingen, autor de muchas baladas populares y de un tratado, Herzen-

sausguss über Volkspoesie, era hijo de un pastor en su aldea natal de

Harzdorf. En cuanto a Herder, quien había sido primero discípulo de

Kant, encontró en Hamann, en palabras de Rudolf Haym, el hombre

grande, elevado genio de alma y espíritu, el que ejerciera más influen-

cia sobre su persona, desde el momento en que sus caminos se cruza-

ron en Königsberg. Ciudad de sus cavilaciones, en la que precisamente

decidió su futura vocación de pastor protestante de almas, ejercida

luego largamente en Riga2.

El enlace entre artista, genio, lenguaje poético y religión, puede

advinarse no sólo por el radio religioso de pertenencia que vemos en

muchos miembros del Sturm und Drang. Se desprende también de la

lectura directa de sus textos. Escojamos sólo algunos pocos ejemplos

de La Idea de la Humanidad de Herder. Dice aquí “Finalmente la

religión constituye la más elevada Humanidad del hombre. La religión,

por tanto, aunque no se la considere sino como función intelectual,

representa la máxima Humanidad, la flor más sublime del alma

humana. Pero la religión es algo más aún: es función del corazón

humano, y la orientación más pura de sus facultades y fuerzas. Si el

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hombre ha sido creado para la libertad, y no tiene otra ley en la tierra

que la que él mismo se impone, no puede sino convertirse en el ser más

embrutecido, si no reconoce pronto, en la naturaleza, la ley de Dios, y

aspira, como hijo a la perfección el padre... Si no obedeces voluntaria-

mente, dijeron los sabios, tendrás que obedecer a la fuerza: la ley de la

naturaleza no habrá de modificarse por causa tuya; cuanto más reco-

nozcas su perfección, bondad y belleza, tanto más te configuraría esa

forma viviente, hasta hacer de ti de tu vida terrenal la imagen de la

Divinidad”.

Más adelante agrega (págs. 33 y 37): “La Humanidad imagen de

Dios, es para pocos hombres, el verdadero estudio de la vida, en la pura

y amplia acepción de la palabra; la mayoría sólo empieza tardíamente a

pensar en ella, y aun entre los mejores, [88] los instintos bajos reducen

al hombre excelso al nivel animal... Examinando a los hombres, tal cual

los conocemos, de acuerdo con sus leyes intrínsecas, no encontramos

nada más sublime en el hombre que la Humanidad, pues aun cuando

imaginamos ángeles o demonios, los imaginamos sólo como hombres

superiores idealizados”. Con un optimismo no menor que el que la ley

del progreso de Condorcet señalaba desde el modelo racionalista,

Herder sostiene, desde su ángulo opuesto romántico, la siguiente

alternativa: o bien habría que inculpar a la providencia, por haber

puesto al hombre tan cerca del animal y negarle al mismo tiempo un

grado tal de luz, firmeza y seguridad que hubiera servido a su razón, o

bien habría que reconocer que el precario comienzo del instinto

atestigua el “progreso infinito” del hombre. En lo que se perciben dos

modos distintos de reconocer la ley del progreso: los iluministas en la

razón, los románticos en el instinto. En el primer caso, sin respaldo de

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Dios; en el segundo con él.

Ahora bien; ni las dedicaciones pastorales de los miembros del

Sturm und Drang, ni la inclusión de sus dichos en un modelo teológico,

asimila sin más su pensamiento a un arquetipo pietista, teológico, o

religioso. En el caso particular de Herder ese uso parece depender más

bien de la necesidad de vincular historia, lenguaje y poesía con un

contenido lírico. Lo que Herder supone es que lo poético, lo dichterish,

no podría disfrutarse, si la inspiración estuviese puramente articulada

a lo empírico, a lo terreno, a lo que los alemanes designan como lo

“grobian”, lo grosero. Lo fundamental del lenguaje consiste para

Herder en su carácter poético, en su capacidad estética de suscitar

emociones, y no reflexiones, de hacer circular sentimientos y pasiones.

De ahí que, con prejuicio o sin él, pensara que para que el lenguaje

poético estuviera en un plano superior al entendimiento, tenía que

elevarse a su vez hacia otras nubes deslindadas de la mera experiencia

humana.

¿Ingenuidad de Herder en suponer que para que la poesía, en la

que se transportaban lenguaje e historia, fuera auténtica, debía y podía

librarse del factum brutus? Lo cierto es que, como Lessing, se sumaba a

lo fáctico, lo singular y lo particular pero lo hacía, como lo reconoce

Goethe en su carta a Herder de mayo de 1775, en forma palingenésica,

transformadora, sin sucumbir al puro poder de lo fáctico, al puro

matter of fact, convirtiendo “los desperdicios de la literatura en plantas

vivas”.

De hecho, era ésta la manera en que los románticos veían la reali-

dad de la poesía. Así lo hacía por ejemplo el más excelso de ellos,

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Charles Baudelaire, cuando en su poema “L’Albatros”, de Le Fleurs du

mal, compara al poeta “en tierra”, con la torpeza de estos vastos

pájaros de los mares, impedidos de elevarse al ser depositados por los

hombres de equipaje en la planchada de los navíos. Reyes del mar y el

azur, dejan lastimosamente sus grandes alas blancas, como remos a su

rastra. (Le poète est semblable au prince de nuées/ Qui hante la tem-

pête et se rit de l’archer;/ Exilé sur le sol au milieu des huées,/ Ses ailes

de géant l’empêchent de marcher3).

La apelación de Herder a lo religioso no parece ser de un sentido

muy distinto a este tipo de apelaciones líricas, o a la que formula

Hölderlin en su poema Diótima, cuando nos dice: “Callas y sufres y

ellos no te entienden,/ ¡sagrado ser! Te agostas en silencio,/ pues, ay, en

vano buscas entre bárbaros,/ bajo la luz del sol a tus iguales,/ las almas

nobilísimas y suaves que ya no existen./ Pero el tiempo corre./ ¡Aún mi

canto mortal contempla el día, el día que te nombra con los Dioses,/

Diótima, y con los héroes/ y es a ti semejante!”4

Mientras en el campo del racionalismo lo acreditado es la razón

instrumental, en el campo del romanticismo, lo que se acredita es el

sentimiento, el impulso, las pasiones. En lugar de las reflexiones

teoréticas, y los conceptos críticos, ingresan los presentimientos

(Ahnen) intuitivos, los asombros y las emociones profundas.5 Es sobre

éstas, y no sobre la razón, que lo teológico ha apostado siempre con

fuerza. No puede llamar la atención, entonces, que Herder, aunque sin

dejar de nombrar a la razón en muchas de sus obras, haya actuado

movido por su voluntad y deseo a la manera descripta por Nietzsche en

El crepúsculo de los ídolos: “Quien no sabe colocar en las cosas su

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voluntad, coloca en ellas al menos un sentido; él cree que ya en ellas

está una voluntad”. [89]

Claro que en Herder ese sentido es exigencia de la poesía y ajena a

la problemática de la prueba de Dios. De ahí que, no sin convicción,

Hans Georg Gadamer arguya en Verdad y Método que sólo rompiendo

“con los prejuicios convencionalistas de la teología y el racionalismo

aprendieron Herder y Humboldt a ver las lenguas como otras tantas

maneras de ver el mundo. Al reconocer la unidad de pensamiento y

habla accedieron a la tarea de comparar las diversas maneras de dar

forma a esta unidad como tales.”6.

La opinión que venimos desarrollando la comparte, desde otra

perspectiva, Pierre Pénisson en su exhaustivo epílogo a las obras de

Herder, que fueron editadas por Wolfgang Pross en Carl Hanser Verlag,

München, Alemania, 1984, con el título de J. G. Herder, Werke, Band I

(Herder und der Sturm und Drang). Pénisson sostiene que parece

descartado visualizar el discurso de la obra de Herder como teológico.

Es cierto que se encuentran en él los rasgos de una retórica pastoral,

pero se trata aquí de una ostensible y explícita praxis secularizada, que

se extiende al conjunto de sus trabajos, pero su tendencia es más bien

pedagógica que teológica. Herder nunca hizo un secreto de su aversión

a los sermones y al espíritu de predicación. (Compárese su “Der

Predigter Gottes”, Herders Sämliche Werke XXXII, págs. 2–11 y 39). Sin

duda la teología contemporánea podría encontrar aspectos de una

interesante modernidad, pero esto no significa que su obra fuese en sí

de naturaleza teológica. Con el material histórico trabajado por Herder,

particularmente con su texto Ideas para una Filosofía de la historia de

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la Humanidad, se preserva, muy por el contrario, una inequívoca

secularización que justifica que en Herder no habría nada religioso a

descubrir.

Es cierto que un grueso número de comentadores del siglo XIX y

principios del XX, perciben en Herder el padre del Gegen–Aufklärung,

del antiiluminismo, el profeta de un romanticismo místico y negro y,

paralelamente con este criterio, intentan en vano detectar una religio-

sidad primitiva. Pero esta ecuación entre religiosidad y romanticismo,

en realidad, de ninguna manera es válida. Con motivo de la disputa

sobre el ateísmo en Jena, y la expulsión de Herder, escribe Pénisson.

Fichte planteó sus dudas sobre esta cuestión en una carta dirigida a

Reinhold el 22 de mayo de 1799: “La cuestión de por qué se hace

responsable a un profesor de Filosofía que está muy distante de

enseñar ateísmo, y no se lo hace al Superintendente General del

Ducado, cuyos filosofemas impresos son tan parecidos al ateísmo como

un huevo al otro, se convertirá pronto en otra...” Pénisson, redondea la

disputa así: “In der Tat, man sieht nicht, wie Herders Denken in der

Perspektive orthodoxer religiosität eingegliedert werden konnte.” (“En

los hechos no se ve cómo el pensamiento de Herder puede ser incorpo-

rado en la perspectiva de una religiosidad ortodoxa.”)

Desde luego existen, partiendo de otro ángulo, comentadores que

atribuyen a Herder una intención religiosa originaria, empleando el

expediente de interpretar la mitología como una Urform religiosa. Pero

precisamente la empresa de Herder va en la dirección opuesta: acentúa

constantemente el arraigo de la religiosidad en la mitología y, con esto,

traslada a Dios a la inmanencia pero, de ninguna manera como Dios

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inefable o inexpresable sino, muy por el contrario, como una imagen

proteica y una palabra. Esta palabra en todo momento no busca

realizar abstracciones, sino que se implica en el mercado y en las

experiencias sensitivas. He aquí lo que señala Herder: “Somos hombres

y como tales, me parece, necesitamos conocer a Dios como Él se ha

dado y revelado realmente7. A través de conceptos sólo lo recibimos

como un concepto; a través de palabras sólo como una palabra; pero a

través de intuiciones de la naturaleza, a través del empleo de nuestras

fuerzas, a través del goce de nuestras vidas, lo disfrutamos como el

ser–ahí real lleno de fuerza y vida”.

Así, pareciera que Herder ha osado un discurso más mitológico

que religioso. Hay aquí, en esta cuestión mitológica, como lo puso de

relieve Ernst Cassirer en Filosofía de la Ilustración8, una gran influen-

cia en Herder y en el joven Goethe de la concepción de la naturaleza de

Shaftesbury. Pues éste, en lugar de considerar, como los pensadores de

la Escuela de Cambridge, que las naturalezas plásticas eran imprescin-

dibles para toda acción orgánica y, en tanto tal, se exhibían como

potencias subordinadas a la voluntad divina, cancela y anula de cuajo

toda oposición entre lo inferior y lo superior, entre la fuerza divina y

las fuerzas demoníacas de la [90] naturaleza. Contempla lo uno en todo

y todo en lo uno. Este punto de la inmanencia estética de Shafestbury

es el pendant de la inmanencia de la divinidad que hemos visto. Con

arreglo a él no hay ningún arriba, ni ningún abajo, ni una oposición

absoluta entre este mundo y el más allá. El concepto de “forma inte-

rior” del pensador inglés (inward form) supera las separaciones de esta

clase, “porque éste es el contenido de la naturaleza que dentro vale, lo

que valió afuera”.

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Lo que puede pensarse respecto de la incorporación de la divini-

dad a la poesía por parte de Herder es que, quizá, se trataba de una

herramienta a incorporar a la polémica racionalismo/romanticismo.

Desde la frase de Voltaire, “Écrasez l’infame” dirigida a la religión, a la

de Herder, “La Deidad nos auxilia tan sólo con nuestra diligencia,

nuestro intelecto y nuestras facultades. Cuando hubo creado la tierra y

todos los seres irracionales en la misma, formó al hombre y le dijo

¡Gobierna y domina!”, se aprecia una distancia en la que se mide la

contradicción entre razón y Gefühl, pero en la que no se pueden medir,

en cambio, todas las dimensiones acordadas por Herder a lo religioso.

Si se pierden estas dimensiones se pierden sus diferencias con los

ultramontanos: se lo iguala a Joseph De Maîstre en Du Pape o en Les

Soirés de Saint Petersburg, que depositaba todo en la “prière”, en el

rezo, en el milagro divino, mientras Herder pone en labios de Dios este

presunto mensaje: “No puedo asistirte con milagros, porque en tus

propias manos de hombre he puesto tu destino humano; pero todas

mis sagradas y eternas leyes de la naturaleza te ayudarán”.

En verdad, la incorporación que hace Herder de lo divino estaría

más asociada a la necesidad lírica (así lo cree) de hacer ingresar —más

allá de la razón— la ilusión, el Wahn, por razones estéticas, al margen

de que la ilusión ha sido siempre la carta de triunfo de cualquier

religión para captar fíeles y creyentes. La ilusión para colorear con

pendones la lengua, para hacer de ella un instrumento “souple”,

extenso, flexible, a fin de convocar, en todo caso, la locura en las

palabras y que éstas “dancen ululando sobre las ideas”. Propuesta

romántica típica de inyectar sangre en la lengua clásica que languidecía

de anemia. De contribuir a la evasión de la violencia obscena de los

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hechos y su demencial impudicia. Bajo la forma del Sturm, Herder

proponía una tormenta. Contra Hugo, Zola y los naturalistas, rescataría

en cambio de buen grado un párrafo de Hugo, el de Los Miserables:

“(Una revolución) es una tempestad. Una tempestad sabe siempre lo

que hace. Por un roble aniquilado ¡cuántos bosques saneados! La

civilización tenía una peste, este gran viento nos libra de ella. ¿No

escoge él quizá demasiado? ¡Se ha encargado de tan duro barrido!

Delante del horror de la miasma, comprendo el furor del soplo”.

El mismo carácter palingenésico y proteico de los trabajos de

Herder lo hacen ser radical y extremo en su contienda contra el racio-

nalismo, al cambiar a veces la dirección de sus ataques, como cuando

la emprende ríspida e injustamente no sólo contra lo que considera

definiciones conceptuales abstractas de la filosofía ilustrada sino

también contra el concepto de colección, de Sammlung, que rechaza en

su Reisejournal: “Ahora se hacen Enciclopedias. Un D’Alembert mismo

y un Diderot se descuelgan en esto, y precisamente este libro que para

los franceses es el triunfo, es para mí el primer signo de su decadencia.

No tienen nada para escribir y, entonces, hacen Abrégés, Histoires,

Vocabulaires, Esprits, Encyclopedieen, etc. El trabajo original queda

suprimido”9.

Negar originalidad de ideas nada menos que a Diderot, el autor

entre otros textos de Le Neveu de Rameau, La religiosa, Jacques le

fataliste et son maître, que, si en algo se caracterizan es por esta

propiedad, resulta algo más de lo que se puede aceptar de un románti-

co, por romántico que fuere. Pero sirve poner atención sobre la diver-

sidad de los puntos de polémica que pone en juego. Por eso el concepto

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de palingenesia, la metáfora de Proteo, la divinidad menor del mar

subordinada a Poseidón, que adopta diversas formas y puede conocer

el futuro sin contarlo a nadie, le es adjudicable tanto a Herder en

persona, como a la propia calificación que él hace del lenguaje, cuando

habla de él. Así en “Abhandlung über den Ursprung der Sprache”, se

refiere al lenguaje como un Proteo en la superficie redonda de la tierra

y a Leibniz, en Spinoza–Gespräche, como un Proteo de la ciencia. Para

él algunos nuevos filósofos de moda han podido maniatar muy poco a

este Proteo y divisarlo en su verdadera forma o Gestalt, siendo que se

trata, en rigor, de asir esas formas [91] dinámicas, en movimiento y

diversas. Negar su devenir y su diversidad significa la confesión del

fracaso.

Sin embargo, duda haber logrado este requisito en forma sufi-

ciente, y expresa su perplejidad como una autoacusación que expone

en los Diarios de viaje de 1769 luego de la ruptura con su pasado,

apreciando no haber logrado condición proteica, sino un tintero de

escritos eruditos, un diccionario de artes y ciencias, “que yo no he

visto, ni entendido”, un repositorio completo de papeles y libros que

sólo pertenecen al cuarto de estudio. Escritos en los que se parafrasea-

ba en forma diversa lo diverso, como una forma de rapsodia sin reglas,

con lo que se invertía el pretendido sentido del discurso. En una

palabra, se tergiversaba el auténtico sentido de lo proteico, puesto que

en el Bild des Proteous, en la imagen, en el modelo de Proteo, lo que

hay no es sólo la diversidad sino la unidad de lo distinto, así como en el

concepto de palingenesia se bosqueja una regla del Werden, del

devenir.

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Desde luego, el concepto de unidad ya estaba incorporado por

Herder en relación con lo orgánico y recogido, según lo viéramos,

como influencia de la filosofía de la naturaleza de Anthony Ashley

Cooper Shaftesbury10. Pero precisemos algo más la noción de palinge-

nesia, que tanto atrajera la atención a Goethe.

2. Palingenesia e historia

Esta palabra aparece citada por Herder en la edición de sus obras

llevada a cabo por Bernhard Suplan (pág. 581/*29) en este contexto:

Desde 1767, dice, o sea hace casi 40 años, he escrito. Muchos de mis

escritos eran concernientes al tiempo de publicación, radicando en esto

su interés; algunos precisaban posterior corrección. Finalmente, son de

un contenido tan mezclado, que una rústica colección de ellos no

resulta útil para ningún lector. ¿Puede sólo el autor juzgar ahora lo que

en sus obras es o no legible? ¿Qué pasa con el tiempo que corre? Quizá

en el futuro merezcan nuevos cuidados? “Precisamente una semejante

palingenesia era mi pensamiento continuo”.

Palingenesia es el término que emplea Herder para calificar sus

trabajos, o sea renacimiento, repetición. Dinámica interna que debe ser

protegida, porque de lo que se trata es de conservar su devenir, su

Werden, y esto va a contramano de toda clasificación11. La palingenesia

no es ningún mecanismo cuyo contenido produzca respuestas a

preguntas propias de la época, del espíritu del tiempo. Avanzando

sobre este concepto nos dice Pénisson que el recurso a la naturaleza de

Herder y a la experiencia, antepuestos al sentimiento, no significa

19

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simplemente retorno a una efectiva inmediatez de la realidad. Puesto

que Naturaleza, Experiencia y Sentimiento sólo recogen realidad a

través del lenguaje.

El concepto de palingenesia se inserta también en la cuestión de

lo divergente, en el mismo lenguaje y en la historia. El discurso filosófi-

co de Herder no está, ya lo estudiamos, recargado de teología sino de

historia. Algunos autores como Franz Koch han visto la obra de Herder

y la de Goethe en dirección a un anti–Aufklärung radical, pero ya

señalamos los límites de esta afirmación. En rigor, la filosofía de

Herder se describe a sí misma en el mundo y describe al mundo en sí.

Esto ocurre en la medida que el movimiento, la dinámica que ella

describe se consuma en sí y en lo externo. Pero al mismo tiempo, no se

puede repetir este movimiento. Ni para Heráclito, ni para Herder

entramos dos veces en el mismo río. Y lo que marca la palingenesia es

que el filósofo no puede fijar el movimiento por descripción. Si la

posibilidad del movimiento radica en la flexibilidad, en el cambio de

posición, o en la acumulación de contenidos o significados, entonces

su necesidad radica en la continuación, sin que desaparezcan la obra y

el pensamiento de la obra.

La alternativa es clara, afirma Pénisson: palingenesia o aniquila-

miento.

El movimiento se articula precisamente en el uso de la partícula

“fort”, equivalente al castellano “pro”, que lo describe continuamente.

[92]

En las palabras “Fortgehen” y “Fortstreben”, continuar, aspirar,

de la misma familia que “Fortschritt”, progreso, se expresa esta diná-

20

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mica que no se puede asimilar sin más al tipo de progreso del Siglo de

las Luces, ni al concepto de los Spinoza–Gespräche. Estos vocablos

animan las transformaciones del mundo y sus adelantos, dotando a

Herder de una filosofía de la historia específica, característica, que

autores como Suphan y Cassirer, no dejaron de señalar.

Para emitir su juicio sobre Herder, Ernst Cassirer en El Problema

del Conocimiento12, distingue entre lo que Herder realizó como histo-

riador y lo que “aspiró”. Es en este último aspecto en el que radica su

verdadero significado. Herder no es discutido por nadie como historia-

dor y filósofo, al punto que si Kant quería llegar a ser el Copérnico de

la filosofía, Herder bien merecería ser llamado el Copérnico de la

historia pero, como filósofo de la historia, no logró un sistema armóni-

co y completo. Lo importante es que él se inserta en un siglo, el XIX, al

que no cabe adjudicar el descubrimiento de la historia sino una nueva

dirección de la ciencia de la historia, una nueva fisonomía para ésta. El

método aplicado por Herder oscila entre dos polos contrarios: el de la

inmanencia y el de la trascendencia. Por un lado pretende explicar la

historia partiendo sólo de la naturaleza humana como una proyección

de la idea de humanidad. Por el otro, se ve condicionado a recurrir a la

idea de plan divino, antes tratado.

El primero que lo comprendió fue Goethe, con quien comparte un

visible déficit: ignorar la historia política, dejarla fuera de su horizonte

y, lo que es más grave, la historia económica13. En este vínculo Herder–

Goethe, el primero se convirtió en mentor del gran poeta, quien se

sentía mucho más alejado del mundo histórico que del mundo de la

naturaleza. Careciendo de todo acceso a él, advirtió que Herder

21

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—déficits aparte— le abría esa posibilidad, una forma de entusiasmo y

sentimientos históricos, por lo cual le escribe en mayo de 1775:

“He conseguido tus libros y los he leído con verdadero deleite. Só-

lo Dios sabe el mundo de sentimientos que en ellos se abre. Un montón

de barreduras llenos de vida. ¡Gracias, muchas gracias...! Por eso lo que

habla a mis sentimientos en todo tu modo de ser no son precisamente

las cáscaras o envolturas por las que salen arrastrándose tus castores o

tus arlequines, sino el hermano, el dios, el gusano y el bufón, siempre

eternamente iguales a sí mismos. Tu manera de barrer, no para cribar

el oro que haya entre las barreduras, sino para transformar palingené-

sicamente el montón de basura en una planta viva, hace que yo me

sienta postrado de rodillas en lo profundo de mi corazón”. A quien no

percibía en la historiografía más que un “montón de basura” y un

desván de trastos viejos, un conjunto de acción de estados, se le

aparece, de pronto, la historia vivificada con el encanto herderiano. De

simple colección de sucesos se convierte en el gran drama interior de la

humanidad.

Es cierto, observa Cassirer, que nunca la historia se limitó a un

cortejo de acontecimientos sin conexión. Es cierto que Tucídides y

Maquiavelo se proponían algo más. Es cierto, agreguemos de nuestro

lado, que pocos dramas de la humanidad, fueron descriptos tan

vividamente como el episodio de la muerte en Atenas al estallar la

peste14. La peste; ese gran mal metafísico, que no tiene remedio en el

dominio positivo, ni criterios de aparición o desaparición y, en medio

de cuya crisis Tucídides indica cambios esenciales en la convivencia

humana, donde la muerte cabalga en extraños animales en viejas y

22

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silentes ciudades, con descripciones que no serán extrañas a Lucrecio

en Rerum Natura y a Marco Aurelio en sus Meditaciones.

Pero lo que Herder introduce es algo que modificaba la concep-

ción tradicional de la historia como acontecimientos desatados por

hombres con determinados fines, que obran con arreglo a un plan,

eligiendo los medios para alcanzarlo15. En lugar de esta historia prag-

mática introduce la historiografía con otro contenido. Ya no ve al

hombre exclusiva o primordialmente como un ser que obra, sino como

un ser que siente; ya no intenta captarlo en la suma de sus actos, sino

en la dinámica de su sentir. Todo lo que el hombre es y hace, se trate de

política, de arte, de filosofía o de religión, no es más que la fachada. La

interioridad del hombre sólo se revela a quien sabe penetrar por debajo

de esos actos, en la verdadera existencia humana. ¿Psicologización o

psicoanalización de la historia? ¿Anticipo de Freud, pues qué es lo que

se esconde en “el corazón de los hombres” que no esté en la mente de

los hombres? ¿Intento [93] de develar, a través de la búsqueda de un

inconsciente colectivo esa gran X, ya fuese que se aborde en esta forma

o como el inconsciente individual?

Lo interesante de su pretensión es más bien, como dice Goethe,

darle a la historia un nuevo hálito, una nueva fuente de vida. Pero para

ello, tuvo que cuidarse mucho de no incurrir en un relativismo histori-

cista desenfrenado que renunciara a todo criterio de valoración. De

este relativismo lo preservaba, sin duda, el “ideal de la humanidad”,

para él, una norma universal, un nexo al que nada podía sustraerse y

sin el cual la historia no podía tener unidad, ni sentido. Para que la

historia lo logre, Herder se ve obligado a indagar un punto de compati-

23

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bilización entre lo universal y lo individual. Es justamente esta bús-

queda la que le permite poner en superficie, quizá lo más valioso de sus

reflexiones: un sentido democrático de vida histórica.

La forma es ésta: los pueblos y las épocas no son de por sí, sino

los eslabones de una gran cadena, son estaciones de paso en la gran

ruta de la humanidad hacia su meta suprema. Pero esta meta no es

inalcanzable. Se halla presente ante nosotros en todos y cada uno de los

momentos en que una existencia humana queda cumplida, a través de

una auténtica y real espiritualidad. “El instante no es nunca más que

un momento aislado, pero cada uno de esos momentos aislados es algo

más que un punto de transición para otro, un medio para otro fin:

encierra un sentido propio y sustantivo, posee un valor propio incom-

parable.” Juicio que en 1769 había formulado con pretensión abarcante,

en la opinión de Reinhardt Koselleck, —el más importante de los

historiadores alemanes de nuestra época— al recordar el siguiente

pasaje del volumen 4, pág. 365 de las Werke, en la colección dirigida

Suphan: “Sea cual fuere el gran tema que se quiere indicar, no se

debiera ser ni judío, ni árabe, ni griego, ni salvaje, ni mártir, ni pere-

grino, para ser lo que se debe ser”, (tornando así, digamos a manera de

digresión, más inteligible la conocida frase sanmartiniana).

La doctrina del humanitarismo de Herder enfrentaba un concepto

de “inhumano” que tenía ya tradición, por ejemplo, en su vínculo con

la herejía. La clasificación/calificación entre cristianos y no cristianos

(herejes y paganos), comportaba para estos últimos su designación

como inhumanos. Los veredictos de herejía usaban y abusaban del

nombre de no–hombres para quienes se apartaban de la ortodoxia

24

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cristiana. La cita de Koselleck es muy pertinente. En 1521, Lutero, a

quien no le faltaban por otro lado invectivas para dirigirse a otra

categoría de hombres como los campesinos rebeldes de Müntzer,

sufrió, él mismo, ser considerado no hombre, sino el enemigo maligno

con forma de hombre. Y aún en el siglo XVII1 era factible aplicar la

figura teológica contraria de lo inhumano a los paganos. En Theologia

Mystica de 1730, dice Ch. Hoburg: “Naturalmente... yo no vivo como los

turcos y otros inhumanos, sino espiritualmente”.

El “superhombre” y el “infrahombre” fueron los vocablos aplica-

dos por los cristianos para demostrar su pretensión religiosa de

verdad. Para Herder, en cambio, tampoco los superhombres podían ser

designados como tales, por el hecho de dominar un estamento, y como

hombres los que dependían de ellos. Frente a este resabio del pasado, y

miembro neohumanista de la tendencia republicana del Sturm und

Drang, se manifiesta en este sentido: “Todas sus preguntas sobre el

desarrollo de nuestra especie... las responde una única palabra: huma-

nitarismo, humanidad. Si la pregunta fuera ¿puede y debe el hombre

ser más que hombre, un superhombre, un extrahombre? Cada línea

sería entonces demasiado”. No difiere en esto de Goethe, quien consi-

deraba con hostilidad a quienes se ufanaban vanamente de pertenecer

a lo suprahumano y desmerecer a quienes consideraban infrahumanos:

Apenas eres señor de voluntad infantil, les decía en su poema, “...y ya

te crees bastante superhombre/ te olvidas de cumplir el deber de

hombre”.

Precisamente es también Koselleck, quien en su mismo texto Fu-

turo Pasado (recientemente traducido al castellano por Ediciones

25

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Paidós) señala un aporte decisivo de Herder, anticipatorio de las

perspectivas actuales de la historiografía al considerar el tiempo

histórico. De acuerdo con la tradición el curso de la historia era

medido, con modelo cronológico, como sistema auxiliar de datación

que remite a los numerosos calendarios y medidas del tiempo dados en

el curso de la historia común. Pero hay que poner ya en duda la singu-

laridad de un tiempo único histórico, a diferencia del tiempo natural

mensurable. “Pues el tiempo histórico, si es que el [94] concepto tiene

un sentido propio, está vinculado a unidades políticas y sociales de

acción, a hombres concretos que actúan y sufren, a sus instituciones y

organizaciones. Todas tienen determinados modos de realización que

les son inherentes, con un ritmo temporal propio”. De ahí que corres-

ponde hablar no de un tiempo histórico, sino de muchos tiempos

históricos superpuestos.

Koselleck considera justamente a Herder el precursor de esta

idea, repitiéndolas palabras que éste dirigiera contra Kant en su texto

“Metakritik zur Kritik der reinen Vernunft”: “Propiamente, cada objeto

cambiante tiene la medida de su tiempo en sí mismo; subsiste incluso

cuando no existiera ningún otro; dos objetos del mundo no tienen la

misma medida de tiempo. Así pues, en el universo existen (se puede

decir con propiedad y atrevimiento) en un momento, muchos e innu-

merables tiempos”. De ahí que Koselleck sostenga que, en la época en

que proliferaron las historias conjeturales, las hipotéticas o supuestas,

Herder, junto con Iselin y Köster, preparaban la filosofía de la historia

para los investigadores de la historia.

Herder, esto es decisivo en la hora de hacer un balance de su filo-

26

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sofía de la historia, se niega a santificar una determinada época o una

determinada nación y a convertirla en paradigma o canon para las

demás. A pesar de la veneración que experimenta respecto de los

griegos en la antigüedad, considerándolos incluso un bien eterno e

inalienable, no les reconoce un valor absoluto. No hay en la historia

nada que sea un simple medio, nada que encierre un simple valor

instrumental, nada que no tenga valor sustantivo propio. “Nadie podrá

convencerme de que hay en el reino de Dios nada que sea solamente

medio: todo es a un tiempo medio y fin”, expresa en Auch eine Philo-

sophie der Geschichte (op. it. Werke. Band 1. pág. 849).

Frente al espectáculo de nuestro tiempo, que exhibe una humani-

dad cargada de racismo y de fascismo, nos negaba el derecho de

preguntar qué existencia histórica lo es en función de otra, porque

todo existe por sí y, por ello, para el todo. Ningún eslabón es concebi-

ble sin el otro: “Los egipcios no pudieron existir sin los orientales, los

griegos construyeron sobre aquellos y los romanos se alzaron sobre las

espaldas del mundo entero: estamos verdaderamente ante un progreso,

ante un desarrollo progrediente..., ante el escenario de un designio

dirigente sobre la tierra, aunque no lleguemos a descubrir la intención

suprema, ante el escenario de la divinidad, siquiera sólo la atisbemos a

través de las grietas y las ruinas de unas cuantas escenas muertas”. En

una palabra: así como toda esfera le va en sí su centro de gravedad,

toda nación tiene su centro de la dicha en sí misma.

Al criticar el giro del romanticismo, calificándolo más como un

retroceso que como un progreso, Cassirer emite su dictamen: el

romanticismo pasó poco a poco de un movimiento literario a un

27

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movimiento religioso, enmarañándose en el absolutismo combatido

por Herder. Los románticos, a quienes incorrectamente Cassirer aplica

un cuantificador universal, ya que hubiera debido decir “algunas”

corrientes del romanticismo, no sólo abogan por los fueros de la edad

media cristiana, sino que ven en ella un paraíso perdido, por el que

suspiran. Su universalismo tiene un sentido religioso. Herder, en

cambio, “el teólogo liberal es, incluso en lo que al cristianismo se

refiere, más libre e imparcial”.

3. Herder y la poesía. Su valoración de Shakespeare

No sólo para Cassirer sino para buena parte de los exégetas de

Herder, el campo en que se presenta como innovador fundamental es

la poesía.

Es un momento en que la concepción fundamental del lenguaje

de Herder afirma que éste no tiene carácter cognoscitivo, ni es produc-

tor de verdades objetivas, como arguye el racionalismo, sino esencial-

mente poético. Vinculada con esta concepción, existen consecuencias

complementarias: el lenguaje ya no puede visualizarse como una

creación artificial, como producto de un convenio o arbitrio indivi-

dual16 Tampoco es un sistema accidental de signos que venga a adicio-

narse a un material perceptivo, sino la que lo forma, la que lo organiza.

Pero una razón sin lenguaje en la tierra es una utopisches Land. [95]

Vemos aquí anticipada la concepción poética del lenguaje que, a

comienzos de nuestro siglo, defiende Fritz Mauthner en Contribucio-

nes a una crítica del lenguaje y rechaza Ludwig Wittgenstein en el

28

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Tractatus, quien en el punto 4.0031 admitía, con su “picture theory”,

que toda filosofía es crítica del lenguaje, pero no en el sentido de

Mauthner. Sin duda Herder habría acompañado con toda simpatía las

afirmaciones de este último de que concebir al lenguaje como una red

de pensar, lógica y gramática, es echar a rodar características puestas a

luz por ociosos fanáticos del orden. Pues en lo lingüístico, en el acto de

limar la dureza de las palabras, radicaba el elemento primordial.

Desprenderse de los ornamentos de la lógica, y remitir al gabinete de

las curiosidades ese lindo bijou cartesiano de “las ideas claras y distin-

tas”, resulta un desiderátum promocionado por Herder en su oposición

al racionalismo, que va a continuar no sólo Mauthner, sino el mismo

Pierce en nuestra era17.

Por otra parte fue bajo la influencia directa de Herder que Wil-

helm von Humboldt intentó resolver la disputa tradicional entre

historia y poesía, derivando de la estructura formal el carácter propio

de la historia en general. Basta comparar lo que hemos visto en Herder

con la introducción por parte de Humboldt de las categorías de fuerza

y dirección, y con lo que describe el texto humboldtiano “Über die

Aufgabe der Geschichtsschreiber”, a fin de advertir la similitud de

posiciones: “El historiador que sea digno de este nombre debe exponer

cada acontecimiento como parte de un todo o, lo que es lo mismo, debe

exponer en cada acontecimiento la forma de la historia en general”.

Con la introducción de la forma (Bildung) Humboldt renovó la exposi-

ción épica y la tradujo a una categoría de lo histórico18

Ahora bien, en el así denominado Geniebewegung, Herder intro-

dujo como precursores de la poesía de la joven generación, a Homero y

29

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a Shakespeare en calidad de guías (Wegweiser). La asociación entre

Homero y Shakespeare estaba dada por el hecho de que ambos no se

atenían a reglas y habían leído sólo en dos libros: el libro de la natura-

leza y el libro de los hombres.

Goethe había sido conocido como un genio original, pero entre

1771 y 1775, debía aportar todavía abundante cosecha para alcanzar la

alta meta del llamado de Shakespeare. El 14 de octubre de 1771 se reúne

con varios amigos en su casa paterna de Francfort para festejar el Día

de Shakespeare (Zum Shakespearetag). En esta ocasión dice: “Llamo a

la Naturaleza. No a la naturaleza como los hombres de Shakespeare. En

esto los he tenido por el cuello. Déjame luz, que yo puedo hablar. Él

rivaliza con Prometeo, le traza a sus hombres camino por camino, sólo

en la más colosal grandeza. En esto consiste que nosotros conocemos a

nuestro hermano...” Goethe compuso cánticos e himnos (Prometeo,

Ganímedes, el canto de Mahoma) y al iniciarse como dramaturgo,

buscó la materia y el modelo de la grandeza de Shakespeare.

Herder, en cuanto a él, estaba también seducido por la obra de

Shakespeare. Basta extraer un sólo párrafo de los diversos artículos en

que lo trata, para obtener la medida de esa admiración: “Grande,

ubicado en la cima de la peña, a sus pies, tempestades, tormentas, y el

bramido del mar, pero su cabeza en los rayos de cielo. Así es con

Shakespeare... Ahí está Shakespeare, el más grande de los maestros

precisamente porque él solo y siempre es servidor de la naturaleza”.

Las palabras de Hamlet sobre la naturaleza, ingresan en un concepto

estético–normativo que los Essais de Montaigne ya habían anunciado

influyendo en Shakespeare, al poner de relieve lo que separa a los

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movimientos espontáneos del artista de las muecas y parodias del

imitador. Pero sólo cuando el nuevo ideal artístico se convierte en

poesía popular —los Ensayos brindan un capítulo completo de la

poesía de los pueblos primitivos— comienza una trayectoria que

pasando por Rousseau llega a Herder19.

Pero estaba comprendido, como resulta obvio, en esa admiración

por Shakespeare, lo que Herder tenía por la fuerza mágica de un poeta–

genio que no se limita a inventar figuras, sino que les otorga una

existencia y vida propias y directas. Shakespeare no es el poeta que se

limita a pintar con palabras sino el que despierta representaciones

vivas, transparentes y sensitivas. El concepto de genio, propio de

Herder, se extendía al poeta inglés en la medida en que tanto en el arte

dramatúrgico como en el lenguaje, la forma y la energía (teoría energé-

tica), no eran ajenas a las obras del primero. [96]

Varios son los artículos de Herder dedicados a Shakespeare. En

las Werke se compilan los siguientes: “Shakespeare”, “Shakespeare.

Primer boquejo” y “Shakespeare. Segundo bosquejo”, incluidos junto

con “Extracto de un cambio de cartas sobre Ossian y las canciones de

los viejos pueblos”, en “Von deutscher Art und Kunst. Einige fliegende

Blätter” (“De la singularidad y arte alemanes. Algunas hojas volantes”).

Estos trabajos corren de la página 526 a 554 del tomo I. El significado

de estos textos, y su inclusión en el último20 era un intento de compa-

ración, muy rico para el Sturm und Drang, acerca de la oposición entre

lo sencillo de lo antiguo y originario de Ossian y lo complejo de Sha-

kespeare. Cuando Juan C. Probst introduce y traduce el primero de

estos artículos pone en evidencia que el genio no revela sólo su indivi-

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dualidad, sino que expresa en su obra de arte la individualidad del

pueblo, de la cultura y de la época de su creador. Sturm und Drang

llama Volkgeist al espíritu del pueblo así representado, una palabra de

uso común también en la Escuela Histórica del Derecho21. Modo de

presentación de un proceso de la evolución humana no uniforme ni

rectilíneo, conjunto de procesos circulares, cada uno centrado en su

propia experiencia de vida.

En la copiosa masa de autores que trataron a Shakespeare, Herder

alude tanto a quienes lo han endiosado, como a quienes lo han deni-

grado reconociéndolo como muy buen poeta, pero con escaso mérito

como autor dramático. Ambas partes tienen su punto de partida en un

prejuicio. Su esperanza es emprender un estudio que ponga límites a la

interpretación por erudición, ya que el tesoro de Shakespeare no son

piezas teatrales pletóricas de sabiduría, sino mundos de poesía orgáni-

ca y viviente.

De Grecia vienen las palabras “drama”, “tragedia”, “comedia”, in-

corporadas a una tradición y un lenguaje inseparables de la doctrina.

Pero así como no se educa a un niño por la razón, por la vista, la

impresión, el carácter divino y la costumbre, así habría que hacer con

pueblos enteros que proceden como niños. Pero Herder polemiza con

Lessing, quien consideraba que el modelo de la antigüedad era lo

insuperable a imitar. Consecuente con el valor propio que asignaba a

cada época, y que estudiamos antes, toda adhesión unilateral al univer-

so literario ático desvía al poeta de su camino recto, por lo cual el

único modelo posible autovalioso es Shakespeare en su ciclo cultural.

Si el drama nació en Grecia, no puede ser en septentrión el mismo que

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en Grecia porque no nació allí. El drama de Sófocles y el de Shakespea-

re apenas si tienen en común el nombre. Lo que hay, sugiere, es la

génesis de una cosa por la otra pero, asimismo, su transformación de

modo que deja de ser la misma.

Las características básicas del arte griego clásico son la referencia

al pasado, la simplicidad, la sobriedad de expresión, la unidad del lugar

(templo, palacio, plaza pública) y del tiempo, la música y el escenario.

Herder aprecia, sin embargo, que el arte de los poetas griegos to-

mó el camino inverso al que hoy se nos señala, no la simplificación

sino la diversificación: Esquilo al coro, Sófocles a Esquilo y basta

comparar las piezas más artísticas de este último, su obra más lograda,

Edipo en Tebas, con el Prometeo o el viejo ditirambo para descubrir el

arte asombroso que logró. Pero nunca el arte de convertir la multipli-

cidad en una unidad, sino, en su lugar, el hacer de una unidad una

multiplicidad, un “laberinto de escenas”, cuya preocupación era

renovar en el espectador la ilusión de la anterior unidad.

Ahora bien, así como todo cambia en el mundo, así debió trans-

formarse la naturaleza del drama griego. Cambiaron las costumbres, la

constitución del mundo, las religiones, el estado de las repúblicas,

hasta la música y las medidas de la ilusión. La materia para argumen-

tos, y la oportunidad para la elaboración, se ausentaron y todo recurso

a fin de buscar algo exótico en otras naciones fracasó. La estatua quedó

sin alma, sólo hubo malabarismos con palabras, copia, imitación. Se

necesitaba demasiada devoción para encontrar el genio que daba vida

a la estatua. Si nos transportamos a la Atenas moderna de Europa,

nada pudieron hacer los Corneille, los Racine y Voltaire—y en esto

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Lessing coincide con Herder—para ocupar la plaza vacía. Una sensa-

ción deprimente quedó del fracaso: esto no es drama griego. El más

bello verso de Voltaire no es un verso para el teatro, para la acción, el

lenguaje, las costumbres, las pasiones de un drama... que no sea

francés. Nunca una pieza [97] francesa, sostiene, logrará la finalidad

que Aristóteles atribuía al drama griego: la excitación del alma, la

conmoción del corazón, sustituida por una colección de hermosos

versos, máximas y sentimientos. Herder no pone el acento en el mérito

o demérito; habla más bien de la diversidad.

Pero si un pueblo crea un drama de acuerdo con su historia, en

lugar de imitar servilmente a otro, crea su propio espíritu de la época,

las costumbres y opiniones, el lenguaje, los prejuicios locales, extra-

yéndolos de las farsas de carnaval, entonces estamos ad orbe Britannis,

y aquí su gran Shakespeare.

Para Herder, éste no halló en el pasado la simplicidad de las cos-

tumbres nacionales, de los hechos, tendencias y tradiciones históricas

envueltos en el drama griego. Creó otra planta: un teatro de asuntos de

estado y de títeres. Se encontró con una multiplicidad de clases socia-

les, de formas de vivir y de pensar, de pueblos y lenguajes, de rey y

bufón, de bufón y rey, componiendo en forma creadora una magnífica

totalidad poética. Opuso a la unidad de acción griega, la totalidad de

un acontecimiento, de un suceso, de un événement en lengua francesa,

un Begebenheit, o Ereignis, en lengua germana. Convocó y aludió a

hombres nórdicos. Cuando se lo lee, todo ha desaparecido, bambalina,

actor, imitación. Se ve a Lear y Macbeth, a Hamlet y Ricardo, no al

imitador o al declamador. Esto en cuanto a los hombres. En cuanto a la

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naturaleza, las escenas entran y salen, se coordinan por divergentes

que parezcan, se engendran y destruyen en un plano de embriaguez y

desorden, conforme a la intención del creador.

Seleccionemos, ahora, y limitemos nuestro examen al trato que

Herder hace de alguno de sus personajes más famosos, para percibir,

aun en este radio restringido, cómo su examen se colma de emoción: el

Rey Lear.

“Lear, el anciano impulsivo, fogoso y débil en su nobleza, cuando

allí está ante el mapa de sus tierras, y regala coronas, y despedaza

países —cuando aparece en la primera escena, lleva dentro de sí ya

toda la semilla de sus infortunios que cosechará en el más sombrío

porvenir. ¡Ved! el bondadoso derrochador, el implacable colérico,

pronto será el padre aniñado que, en los antepatios de sus hijas, ruega,

reza, mendiga, blasfema, delira, bendice y ¡ay Dios! presiente la locura.

Pronto será víctima de ella, con la cabeza desnuda bajo los truenos y

relámpagos, arrojado a la hez humana, en compañía de un bufón y en

la cueva de un mendigo estrafalario, implorando casi del cielo la

demencia”.

La exhaltación de Herder por Shakespeare es tal que podría acer-

carse al cuadro pintado en su momento por el erudito británico Hugh

Trevor–Roper, especialista oxfordiano en la Inglaterra Isabelina: “...

recuerdo la observación poco alentadora de un inteligente hombre de

letras según la cual, en los asilos de alienados de Gran Bretaña, la

segunda categoría en importancia es la de los enfermos que han

perdido la razón a fuerza de pensar en Shakespeare”. En este marco,

aunque en un ejercicio de ficción poco controlada, podríamos imagi-

35

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narnos a Herder al leer las desventuras de Lear, el Rey que en una

forma ridícula quedó fuera de la historia, —como observara Giorgio

Strehler, quien en 1972 montó la obra en el Piccolo Teatro de Milan—

con el demudado rostro de quienes lo representaron en su demencia

senil; un Charles Laughton en Stratford–on–Avon, 1959; Lee J. Cobben

el Lincoln Center, 1968; Harry Andrews en el Royal Court Theatre de

London, 1970; un Laurence Olivier en el Old Vic Theatre de London

1946, o un Werner Krauss, en Recklinghausen, Alemania, 1950. Es

decir, con el demudado, inevitable rostro ante la lectura del drama de

la vejez, la ingratitud, el poder y la locura, dramas que nos siguen

siendo tan contemporáneos.

Esta misma emoción la trasunta Herder al tratar otros personajes

de Shakespeare, como Hamlet, Otello, Ofelia, Horacio, Laertes, la

pintura de Macbeth del castillo en bulliciosos preparativos de agasajos

y él en preparativos para el asesinato, los destinos, el regicidio, el

banquete nocturno, el páramo de las brujas, el destino y la magia.

Shakespeare fue maestro en transmitir estas emociones que Her-

der trasunta así, para concluir con el mismo drama de Lear y el manejo

de los tiempos: “En la marcha de su acción dramática, en el orden

sucesivo y simultáneo de su mundo, allí está su espacio y su tiempo.

¿Cómo y adonde te arrastra? Con tal que te arrastre hacia allí [98]

donde está su mundo. ¿Con qué rapidez y lentitud hace transcurrir los

tiempos?... Con ritmo lento y pesado se inician sus sucesos, en su

naturaleza como en la naturaleza real: pues no hace más que presentar

a ésta en una escala menor. ¡Qué esfuerzo penoso hasta que los resortes

se ponen en movimiento! Pero cuánto más se adelanta, ¡cómo corren

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de prisa las escenas! ¡Cómo se acortan los discursos y cómo se vuelven

cada vez más aladas las almas, la pasión, la acción! Y ¡qué efecto

poderoso, tiene, entonces esta carrera precipitada, este diseminar de

ciertas palabras, cuando ya nadie tiene más tiempo! Y por último, al

final, cuando ve al lector enteramente presa de la ilusión y perdido en

el abismo de su mundo y sus pasiones, ¡cómo se pone audaz, cómo

hace atropellarse los sucesos! ¡Lear muere después de Cordelia, y Kent

después de Lear! Es como si sobreviniera el fin de su mundo, el día del

último juicio, cuando todo se pone en movimiento sobrepujándose, y

se precipita, el cielo queda envuelto y las montañas se derrumban; la

medida del tiempo se ha desvanecido”.

Inscripto en la disputa del racionalismo con el romanticismo, el

muy ilustrado Rey de Prusia Frédéric II, presenta, en cambio, un

cuadro de Shakespeare, ubicado muy a distancia del de Herder. En sus

Philosophiche Werke22 nos escribe en el capítulo “De la literatura

alemana, defectos que se le pueden reprochar, cuáles son sus causas y

por qué medios se los puede corregir”: “Para convenceros del escaso

gusto que reina en Alemania en nuestros días, no tendréis más que

asistir a los espectáculos públicos. Aquí veréis representar las abomi-

nables piezas de Shakespeare representadas en nuestra lengua y a todo

el auditorio desvanecerse de satisfacción escuchando esas farsas

ridículas y dignas de los salvajes de Canadá. Las llamo así porque

pecan contra todas las reglas del teatro. Estas reglas no son en absoluto

arbitrarias, las encontraréis en la Poética de Aristóteles donde la

unidad de lugar, de tiempo y de interés están prescriptas como los

únicos medios de hacer interesantes las tragedias, mientras que en esas

piezas inglesas, la escena dura el espacio de algunos años. ¿Dónde está

37

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la verosimilitud? He aquí a mozos de cuerda y sepultureros que apare-

cen y tienen palabras dignas de ellos: de inmediato vienen príncipes y

reinas. ¿Cómo esta mezcla rara de bajeza y grandeza, de payasada y de

lo trágico, puede conmover y gustar? Se pueden perdonar a Shakespea-

re esos descarríos extraños, pues el nacimiento de las artes no es el

punto de su madurez. Pero he aquí, todavía, un Götz de Berlinchingen

que aparece sobre la escena, imitación detestable de esas malas piezas

inglesas y la platea aplaude y requiere con entusiasmo la repetición de

esa repulsiva vulgaridad”.

Sin duda, Herder podría replicar al Rey Federico que “Caesar non

est super gramaticos”, pues él es el filósofo del Sturm und Drang, el de

las pasiones, los sentimientos, las emociones y ninguna de estas

características o propiedades, las ha retaceado al colorear la actividad

de Shakespeare.

Nuestro Jorge Luis Borges, por su parte, también comprendió el

destino de Shakespare, un destino que no dejó de juzgar raro. En un

trabajo que publicara en la revista Suren 1964, lo consideró “la cifra de

Inglaterra”, según consenso del tiempo y el espacio. Elegido a la

manera en que cada nación elige su hombre y su libro, como lo hizo

Italia con el Dante, Noruega con Ibsen, Francia vacilando entre la prosa

de Voltaire, el grito lírico de Verlaine o, mucho más atrás, la Chanson

de Roland.

Como sucede con todos los genuinos poetas, nos dice Borges, (es

decir, alguien que, también por consenso temporoespacial, debió por

cierto estar instalado en el Geniebewegung) “...su destino de hombre

no es menos raro que el de los seres que soñó. Con desdeñosa negli-

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gencia escribió lo que los groundings de la turba aguardaban o lo que

le dictaba el Espíritu: logrado el bienestar económico, dejó caer la

pluma que había registrado, casi al azar, tantas inagotables páginas, y

se retiró a su pueblo natal, donde esperó los días de la muerte y no de

su gloria”. [99]

4. La influencia de Herder en nuestros pensadores del siglo XIX

No considero desprovisto de interés terminar este trabajo con una

mención sobre la influencia que, en nuestro medio, Herder ejerciera en

la generación de 1837 y, muy particularmente en Esteban Echeverría.

Aunque en forma no muy extensa y detallada, han llamado la atención

sobre ellas, entre otros, Juan Carlos Torchia Estrada en La Filosofía en

la Argentina y Coriolano Alberini en Problemas de historia de las ideas

filosóficas en la Argentina. La influencia del Romanticismo alemán

llegó a nuestra latitud en forma indirecta, a través de la lectura de

esritores franceses como Víctor Cousin, Jouffroy y Lerminier, los así

llamados eclécticos, que sucedieron al apogeo de los ideólogos. Parale-

lamente la influencia de la “escuela teológica” se hizo sentir sobre todo

con base en los escritos de Lamennais. Una tercera escuela de peso en

Buenos Aires fue la saintsimoniana desarrollada en Francia por

Leroux.

Todas estas corrientes, que deben ser discernidas e identificadas

en su especificidad, traducen el deseo de contrarrestar la influencia

ideológico–racionalista de Rivadavia: se congregaban en ellas el

espiritualismo, la fundamentación de la ética en términos absolutos y

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el romanticismo social. Es precisamente este romanticismo, incorpo-

rando ideas de Herder, de Savigny y Vico que hace pie, entre otros

textos, en el Dogma Socialista de Esteban Echeverría, en Fragmento

preliminar al estudio del derecho de Juan Bautista Alberdi y, agrega

Torchia Estrada, en el Facundo de Sarmiento, y en la Memoria sobre

los resultados generales con que los pueblos antiguos han contribuido

a la civilización de la humanidad, de Vicente Fidel López. Todos ellos

conformaban un grupo de jóvenes que comenzaron a abrir nuevos

pensamientos apartándose del impacto del sensacionismo de Desttut y

la Ideología, ya combatida por Napoleón en su faz imperial en Francia,

y luego de pasada la tarea posrevolucionaria en el Río de la Plata.

Todos ellos tomaron una franca actividad política liberal y contraria al

gobierno de Rosas, lo que les valió el exilio, retornando luego de la

batalla de Caseros a seguir su obra.

La filosofía fue una parte importante de su trabajo, pero no mé-

tier completo, preocupándolos, sobre todo, interpretar la realidad del

país y su proyecto político. Alberdi, como poeta romántico —aunque

haya renegado expresamente de esta calificación—, escribe una pieza

de comedia teatral que combate la tiranía, pero critica al mismo tiempo

las inconsecuencias de las filas liberales: El Gigante Amapolas (1841).

Su talento literario lo había expresado antes con dos obras de juventud,

El espíritu de la música y Método para aprender a tocar el piano con la

mayor facilidad. En 1837 empezó a publicar la revista La moda, gaceti-

llade música, de poesía, de literatura y de costumbres, donde escribió

con el seudónimo de Figarillo. En cuanto a El Gigante Amapolas,

exhibe cierta línea herderiana, al considerar el Centinela (en realidad el

sargento) que representaba al pueblo este pensamiento: “Yo no soy

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grande ni glorioso, porque ninguna gloria hay en ser vencedor de

gigantes de paja. Yo he tenido el buen sentido del pueblo”. Sin fantas-

mas, ni gigantes, —ésta es la observación de Lorenzo Quinteros,

director de la pieza representada en el Teatro San Martín en 1984, al

escribir la introducción del libro— para que se siga pensando en la

libertad librada por el pueblo.

En cuando a Esteban Echeverría, fue animador del Salón Litera-

rio, institución libre de cultura que funcionó en la librería de Marcos

Sastre, a la que concurrían también Miguel Cane y Guttiérrez. Clausu-

rado por Rosas, los jóvenes formaron una sociedad secreta, la Joven

Generación Argentina, transformada luego en Asociación de Mayo. En

el seno de este movimiento nace El Dogma Socialista, que se compone

de la explicación de las “palabras simbólicas” (libertad, progreso,

igualdad, fraternidad, Mayo, democracia), código de registro, en

verdad, más saintsimoniano y de Leroux, que de Herder23.

La influencia de Herder, la resalta Alberini, en cambio, en esta

forma: “...Es sabido que la estética romántica quiso suscitar la impor-

tancia de lo regional en el arte y la intuición concreta de los momentos

históricos. Echeverría importó, además, interesantes conceptos filosó-

ficos y políticos, inspirándose en el complejo movimiento espiritual de

la Francia, cuyo elocuente protagonista fue, como vimos, Víctor

Cousin.” Cousin tradujo la obra de Herder Ideas sobre la filosofía de la

historia de la humanidad. Libro poco leído hoy, dice Alberini, pero con

gran predicamento [100] en el auge de los tratados románticos de los

filósofos alemanes poskantianos. Herder fue uno de los genios precur-

sores del historicismo, sostenedor del abstracto panteísmo de Spinoza,

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en evolución al vitalismo. Alberini observa que la divinidad herderiana

no es inmanente.

Las ideas de Herder son expuestas en forma sintética pero ade-

cuada: repudió la doctrina racionalista y utópica del progreso en su

modelo iluminista francés, pero no abjuró de la ley universal del

progreso del espíritu humano, y descubrió el papel morfogenético de

todos los elementos del ámbito geográfico, combinados con el de la

tradición.

El resultado de esta mirada, en verdad intuitiva, fue descubrir los

tesoros de la naturaleza y de la espontaneidad creadora, tanto en el

mundo natural como en el histórico y espiritual. No menos acierto,

digamos, tiene el juicio definitivo de Alberini sobre Echeverría. Éste,

asegura, leyó a Herder en traducción de Edgardo Quinet, (así como a

Vico) obteniendo de esta lectura los elementos para hacer la crítica del

movimiento unitario basado en la doctrina “historicista” del progreso

y poniendo en esta labor el acento republicano y democrático de color

herderiano.

El peso de Johann Gottfried Herder en el romanticismo del Río de

la Plata es una prueba de que éste no estaba errado al atribuir a sus

teorías radio universal. Cuestión de otra índole es el balance definitivo

de su enfrentamiento con el racionalismo de la Aufklärung ya que, si

bien muchas de sus semillas han reaparecido en las corrientes posmo-

dernas que también se apartan de la razón, lo que se nos está revelando

ahora es algo de contenido muy distinto. El mundo sombrío de un

desarrollo social de economía globalizada y de mercados de capitalis-

mo tardío, en los que se estrellan al unísono la razón, no menos que los

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ideales, los sueños y la poesía del romanticismo.

NOTAS

1 Es importante resaltar que no sólo el empirismo inglés constitu-

yó la fuente de la crítica de la cultura emprendida por el Sturm und

Drang, sino también, en el área de la filosofía francesa, hay que compu-

tar el pensamiento de Juan Jacobo Rousseau. En su trascendental y

premiado Discurso a la Academia de Dijon (1750), hizo responsable de

la decadencia de la moral al progreso de la cultura, y señaló a la

historia del progreso humano como irremediable proceso degenerati-

vo. “El hombre que piensa, señaló, es una fiera degenerada.” Por el

contrario, el hombre en el regazo de la naturaleza es bueno, feliz, y

recto. Su grito de combate es muy conocido: “¡Retour à la Nature!”.

Sólo así, añadió en otras obras, se solucionan los problemas de las

personas y las familias (Emilio o de la educación) (1762), o los proble-

mas políticos (El contrato social) (1762). En el Discurso a la Academia

de Dijon, llamado Discurso sobre las ciencias y las artes, sostiene: “Si

nuestras ciencias son vanas en el objeto que se proponen, son más

peligrosas por los efectos que producen. Nacidas en la ociosidad, la

nutren a su vez; y la irreparable pérdida de tiempo es el primer perjui-

cio que causan necesariamente a la sociedad. Fin política como en

moral, es un gran mal no hacer ningún bien”. A su turno, en el capítulo

2do. de Sur l’Origine des langues, Bibliothèque du Graphe, según la

edición de A. Belin. 1817, dice concordante con los puntos de vista

herderianos: “Hay que creer entonces que las necesidades dictaron los

primeros gestos, y que las pasiones arrancaron las primeras voces.

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Siguiendo con estas distinciones la huella de los hechos, se podría

quizá razonar sobre el origen de las lenguas en forma muy distinta de

lo que se ha venido haciendo hasta aquí. El genio de las lenguas

orientales, las más antiguas que se conocen, desmiente la marcha

absolutamente didáctica que imaginamos en su composición. Estas

lenguas no tienen nada de metódico ni razonado: son vivas y figuradas.

Se nos presenta el lenguaje de los primeros hombres como lenguas de

geómetras, y vemos que fueron lenguas de poetas”. [101]

2 En Inglaterra, ampliando el radio del romanticismo, otro reli-

gioso, el Obispo Percy, publicó en 1765 Reliquies of Ancient Poetry, en

tanto que, en Alemania, Heinrich Wilhelm von Gerstenberg, afín al

círculo, publicó en 1776 Cartas sobre las particularidades de la Litera-

tura y Gedicht eines Skalden (Poema de un escaldo). Los escaldos eran

antiguos poetas escandinavos originarios de Islandia, dedicados a

glorificar el cristianismo. Gerstenberg fue autor de una tragedia que

repercutió en su época, Ugolino, donde trató de iluminar el contorno

dantesco con el colorido de Shakespeare. En su trabajo sobre Shakes-

peare que más adelante habremos de comentar, Herder lo elogia

dedicándole el primer proyecto del apéndice, por haber logrado en

Versuch über Shakespeares Werke und Genie (Ensayo sobre el genio y

la obra de Shakespeare), mejor evocación del poeta inglés que la

lograda por sus mismos compatriotas. Refiriéndose a este punto dice

Juan B. Probst, introductor del texto, que para Herder, Gerstenberg

estudió a Shakespeare “en su totalidad y, sin dejarse influir por la

critica de las reglas y los modelos de los antiguos, pudo percibir en él

toda la inmensa naturaleza de caracteres, pasiones, disposiciones,

poemas y lenguajes, adentrándose en el pueblo y el idioma de la época

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shakespereana”. Para la cita de las palabras de Herder sobre Hamann,

véase la Introducción de Catalina Schriber a La Idea de Humanidad de

Herder. La toma del libro de Rudof Haym. Herder nach seinem Leben

und seinen Werken (Herder según su vida y sus obras), Berlín. Rudolf

Gaertner, 1880. pág. 62 La Idea de Humanidad es el fascículo cuarenta

de la Antología Alemana editada por la Facultad de Filosofía y Letras

de la UBA.

3 “El poeta es semejante al príncipe de las nubes

Que frecuenta la tormenta y se ríe del arco;

Exiliado en el suelo en medio del ulular.

Sus alas de gigante le impiden marchar”.

4 El poema Diótima se encuentra en Himnos tardíos de Hölderlin

Ed. Sudamericana, Buenos Aires, 1972, con traducción y prólogo de

Norberto Silvetti Paz. Hamann tiene como modelo a Sócrates, quien se

presenta en el Symposium como portavoz del Daimon.

5 Un capítulo de gran interés sobre el conflicto entre racionalismo

y romanticismo surge de las posiciones defendidas respectivamente

por Herder en Ideas sobre la filosofía de la historia de la humanidad y

la recensión de Kant a este libro en el tomo XII de sus Obras compila-

das por Suhrkamp Verlag y editadas por Wilhelm Weichedel. Frankfurt

1977, págs. 781 a 786.

Este volumen de las obras de Kant se ocupa de la antropología, de

la filosofía de la historia, la política y la pedagogía. En esta recensión,

Kant afirma que el espíritu de Herder muestra su ya reconocida

peculiaridad. Espíritu que no puede ser medido con el patrón ordinario

o común. Es como si su genio recogiera sus ideas no solamente del

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campo de la ciencia y el arte, para compartirlas con otros. Más bien,

como si las transformara o convirtiera, según una cierta ley de la

asimilación, a su propia manera, en su específico modo de pensar. De

aquí que lo que llama Filosofía de la Historia de la Humanidad, quiere

decir algo distinto de lo que normalmente se entiende bajo este nom-

bre.

6 Hans–Georg Gadamer, Verdad y Método, ediciones Sígueme, Sa-

lamanca, 1977

7 Pénisson observa que, llamativamente, en la segunda edición de

Spinoza–Gespräche, Herder sustituyó la expresión “revelado”, por

“presentado” (geoffenbaret por dargestellt).

8 Ernst Cassirer Filosofía de la Ilustración, México. Fondo de Cul-

tura Económica 1943. Cassirer también se ocupa de Herder en Filosofía

de las formas simbólicas y El problema del Conocimiento.

9 J.G Herder. Werke, ed. Carl Hanser citada. Band I, págs. 419/20.

10 Véase sobre este aspecto de lo proteico, op. citada Werke, pág.

359.

11 Es de interés secundario, para nosotros, hacer notar que Herder

usa esta palabra en ocasión del anuncio de una edición de sus obras no

autorizada por él. El vocablo “palingenesia” es raramente empleado en

el idioma español, incluso en las obras técnicas. El diccionario enciclo-

pédico Salvat le asigna el significado de “reencarnación”, de “renaci-

miento de los seres”. En general, la reaparición periódica de los mis-

mos hechos, individuos o almas. El Wahrig Deutsches Wörterbuch

asigna a “palingenesie” el significado de “renacimiento a través de la

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metempsicosis, o emigración de las almas”.

12 Ernst Cassirer. El problema del conocimiento, t. IV, libro 3.

“Formas y direcciones fundamentales del conocimiento histórico”,

FCE. México–Buenos Aires. 1948. Por un lado, dice, pretende explicar la

historia partiendo exclusivamente de la naturaleza humana, punto en

el que registramos antes la influencia de Shaftesbury en referencia a la

filosofía de la naturaleza en general, a su doctrina de “forma interna”, y

en una línea que arranca de Leibniz, pasa por él y desemboca en Ranke.

Este último historiógrafo, por su parte, también acentuó el sentido de

lo individual, de las fuerzas que desde dentro plasman la evolución de

los individuos, y de la razón común de vida que enlaza todo de nuevo.

Herder, a su vez, repetía jubiloso la concepción de Leibniz sobre las

mónadas y suponía descubrir la individualidad de los pueblos, en esta

“razón común de vida” entroncada en Dios. [102]

13 Pénisson pareciera estar más seducido que convencido de suge-

rir en base al concepto de palingenesia y praxis, un acercamiento entre

Herder y la doctrina marxista de praxis. Nos dice en su epílogo que

Herder estaba compenetrado del espíritu de su época y consideraba

que su actividad debía ser algo inevitablemente repetida: “...en este

sentido no se encuentran los comentadores del Este completamente

equivocados cuando desearían ver en Herder un precusor de Karl

Marx. El ‘Ascenso de la humanidad” es tanto una teoría de la historia

como una praxis que, en sus obras y en el marco de posibles reformas

pedagógicas, se le consagran.”

14 Ver La guerra del Peloponeso de Tucídides, Libro II, Cap. VII

(49–54).

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15 Con ánimo de exagerar, hasta sobrepasar el límite de la ironía,

podríamos citar en nuestro país la vieja historia argentina de Grosso,

que se usaba como manual en las escuelas primarias y secundarias. El

que, por razones de edad, la conoció sabe bien a qué texto me refiero.

(Se trata del conocido como Grosso grande o Grosso chico).

16 Véase en este sentido, y sobre los conceptos de organicismo y

fuerza formadora, el muy buen trabajo de Martín Laclau. La historici-

dad del Derecho, cap. V. “El lenguaje en la concepción del derecho en

Savigny”

17 Véase de Charles Sanders Pierce, Collected Papers, vol V, apart.

I “How to make our ideas clear”, donde en el interior de su concepción

pragmática, dice: “That much admired ornaments of logic —the

doctrine of clearness and distinctness— may be pretty enough, but it is

high time to relegate to our cabinets of curiosities the antique bijou,

and to wear about us something better adapted to modern uses.”

18 Véase Koselleck, op. cit. pág. 55.

19 En esto, Georg Brandes, William Shakespeare, edición comen-

tada por Cassirer, op. cit. El problema del conocimiento.

20 El texto sobre Ossian había sido impreso por el editor Bode, en

Hamburgo.

21 La Escuela Histórica del Derecho estaba representada por Sa-

vigny.

22 Traducidas con el nombre de Oeuvres Philosophiques, la edito-

rial Fayard de París las da a conocer en 1985.

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23 El texto de Torchia Estrada fue editado por la Unión Panameri-

cana, en Washington, en 1961, e impreso en México, en la Editorial

Estela. El Gigante Amapolas cuenta también con páginas introductorias

de Olga Cosentino. Fue editado por el Teatro Municipal San Martín

Para un estudio de la ideología, en general, y en particular de L’École

des Idéologues de Desttut de Tracy y su influencia en Argentina, puede

verse “Ideología” de Enrique Mari, ediciones Eiaf, Enciclopedia Ibe-

roamericana de Filosofía, tomo Filosofía Política II. El Estado. Madrid

(en prensa).

De Coriolano Alberini, Problemas de Historia de las Ideas Filosó-

ficas en Argentina, cap. III “La filosofía Alemana en el Romanticismo

Argentino”. Edición de la Secretaria de Cultura de la Nación en copro-

ducción con Fraterna, Buenos Aires, 1994.

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