Mexico Insurgente - John Reed

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  • 7/30/2019 Mexico Insurgente - John Reed

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    Mxico

    insurgente

    John Reed

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    Edicin:Editorial Txalaparta s.l.

    Navaz y Vides 1-2Apdo. 78

    31300 TafallaNAFARROA

    Tfno. 948 703 934Fax 948 704 072

    [email protected]

    Primera edicin

    Nueva York, 1914Primera edicin de TxalapartaTafalla, junio de 2005

    Copyright Txalaparta para la presente edicin

    Copyright de las ilustraciones Instituto Nacional de Antropologa e

    Historia de Mxico (INAH)

    Realizacin grficaMonti

    ImpresinRGM

    I.S.B.N.84-8136-400-2Depsito legal

    BI-1.707-05

    Ttulo: Mxico insurgenteTtulo original: Insurgent MexicoAutor:John ReedTraduccin: E. V.

    Portada y diseo de coleccin: Esteban Montorio

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    No he visto ningn pueblotan cercano a la naturaleza.

    John Reed

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    CHARLES TOWSEN COPELANDDE LA

    UNIVERSIDAD DE HARVARD

    Querido Copey:Recuerdo que pensabas que era extrao el que no hubie-

    ra deseado escribir sobre lo que vi al hacer mi primer viaje apases extranjeros.

    Desde entonces, he visitado un pas que me ha incitado a

    hacerlo. Pero al escribir estas impresiones sobre Mxico nopuedo menos que pensar que nunca habra visto lo que vi sino hubiera sido por tus enseanzas.

    nicamente puedo agregar a lo que tantos que escribenya te han expresado que escucharte es aprender cmo ver labelleza oculta del mundo visible; que ser tu amigo es tratarde ser honrado intelectualmente.

    Por eso te dedico este libro, en la inteligencia de que to-mars como tuyas las partes que te agraden y de que me per-donars por el resto.

    J. R.

    Nueva York,3 de julio de 1914.

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    Despus de una terrible y dramtica retirada a travs de seis-cientos kilmetros de desierto, cuando fue evacuadaChihuahua, el ejrcito federal al mando de Mercado perma-

    neci tres meses en Ojinaga, ciudad que se asienta en la mar-gen mexicana del ro Bravo.Del lado norteamericano en Presidio, desde la rstica

    techumbre de tierra de la oficina de correos, ms all del me-dio kilmetro de chaparrales que crecan en la arena y quellegaban hasta la escasa y turbia corriente, poda verse la ciu-dad destacndose claramente hacia lo bajo de la meseta y en

    medio de un desierto abrasador circundado por peladas yabruptas montaas.Se vean sus casas cuadrangulares de pardo adobe y, aqu

    y all, la cpula oriental de alguna vieja iglesia espaola. Erauna zona desolada, sin rboles. No se poda menos que espe-rar ver surgir minaretes. Durante el da, los soldados federa-les, con uniformes blancos y andrajosos, pululaban en el lu-

    gar cavando trincheras perezosamente. Corran rumores deque se aproximaba Villa con sus victoriosas huestes constitu-cionalistas. Surgan sbitos destellos al iluminar el sol los ca-ones de campaa. Gruesas, extraas nubes de humo rosadose levantaban en la quietud del aire.

    Al atardecer, cuando el sol se hunda en el resplandor deun horno de fundicin, patrullas de caballera pasaban rpi-

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    Hacia la frontera

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    das recortando sus siluetas en el horizonte al dirigirse a lospuestos nocturnos de las avanzadas. Despus de oscurecer,

    brillaban misteriosas hogueras en la ciudad.Tres mil quintos hombres acampaban en Ojinaga. Era to-do lo que quedaba de los diez mil hombres de Mercado y delos otros cinco mil que, marchando con Orozco al Nortedesde la ciudad de Mxico, haban llegado a reforzar al pri-mero. De estos tres mil quinientos hombres, cuarenta y cincoeran mayores; veintiuno, coroneles, y once, generales.

    Yo quera entrevistar al general Mercado; pero un peri-dico haba publicado algo desagradable acerca del generalSalazar, y ste, en represalia, haba prohibido la estancia delos reporteros en la poblacin. Envi una atenta solicitud algeneral Mercado; pero fue interceptada por el general Oroz-co, quien la devolvi con la siguiente respuesta:

    Estimado y honorable seor: Si usted pone un pie enOjinaga, lo colocar ante el paredn y con mi propiamano tendr el gran placer de hacerle algunos agujerosen la espalda.

    Pero, a pesar de todo, un da pude vadear el ro y entren la ciudad. Por fortuna, no me encontr con el general

    Orozco. Nadie pareci objetar mi entrada. Todos los centi-nelas que vi estaban echando la siesta a la sombra de las pa-redes de adobe. Casi enseguida tropec con un cumplido ofi-cial de nombre Hernndez a quien expliqu que deseaba veral general Mercado.

    Sin averiguar nada sobre mi identidad, frunci el ceo,cruz los brazos y estall as:

    Yo soy el jefe del Estado Mayor del general Orozco yno lo llevar a ver al general Mercado.No contest. Pocos minutos despus aadi:El general Orozco odia al general Mercado! No se

    digna a ir a su cuartel y el general Mercado no se atreve a ve-nir al cuartel de general Orozco! Es un cobarde! Corri enTierra Blanca y despus huy de Chihuahua!

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    Qu otros generales no le gustan? pregunt. Se re-cogi en s mismo y, mirndome con enojo, al tiempo que

    sonrea burlonamente, contest:Quin sabe...!Al fin vi al general Mercado. Era un hombre bajo, de

    cuerpo gordo, sentimental, preocupado, irresoluto, que gi-moteaba e inflaba una larga historia acerca de cmo el ejr-cito norteamericano haba cruzado el ro y haba ayudado aVilla a ganar la batalla de Tierra Blanca.

    Las albas y polvorientas calles del pueblo rebosaban de su-ciedad y forraje; la vieja iglesia, sin ventanas, tena tres enor-mes campanas espaolas afuera, colgadas de una estaca; unanube azul de incienso escapaba por la ennegrecida puerta,donde las soldaderas rogaban por la victoria, da y noche,tumbadas bajo los rayos de un sol abrasador. Ojinaga habasido tomada y recuperada cinco veces. Apenas alguna casa te-na techo y todas las paredes mostraban hendiduras de bala decan. En aquellas habitaciones vacas, estrechas, vivan lossoldados, sus mujeres, sus caballos, gallinas y cerdos robadosen la campia circunvecina. Los fusiles hacinados en los rinco-nes; las monturas apiladas entre el polvo; los soldados, hara-pientos; escasamente alguno posea un uniforme completo Al-

    rededor de pequeas hogueras en las puertas, hervan elotes ycarne seca. Casi se moran de hambre.A lo largo de la calle principal pasaba una ininterrumpi-

    da procesin de gente hambrienta, enferma, exhausta, arro-jada del interior del pas por el miedo a los rebeldes que seacercaban. Haban hecho una travesa de ocho das sobre elms terrible desierto del mundo. Eran detenidos en las calles

    por centenares de soldados federales que los despojaban decuanto les vena en gana. Despus pasaban hasta cruzar elro y, ya en territorio norteamericano, tenan que esquivar lasgarras de los aduaneros y de los funcionarios de Migracin yde las patrullas del ejrcito en la frontera, que los registrabanpara desarmarlos.

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    Cientos de refugiados cruzaban el ro; unos a caballoarreando ganado; algunos en pequeos vehculos, otros a

    pie. Los inspectores no se distinguan por su cortesa.Bjese de ese carro! gritaba uno de ellos a una mujercon un bulto en los brazos.

    Pero seor, por qu razn? intentaba balbucir.Bjese ahora mismo o la bajo! le gritaba el inspector.Hacan un registro minucioso, brutal, innecesario, tanto

    en los hombres como en las mujeres.

    Yo estaba presente cuando una mujer vade el arroyo; selevant las faldas hasta las pantorrillas sin importarle un pi-to. Se cubra con un largo chal, que estaba un poco abultadoen el frente, como si llevara algo debajo.

    Eh, oiga! grit el aduanero Qu lleva usted bajo suchal?

    Ella abri lentamente la parte delantera del chal y le con-

    test dulcemente:No s, seor. Puede que sea una nia, o tal vez un nio.Aqullos fueron das gloriosos para Presidio, un aislado e

    indescriptiblemente desolado lugarejo como de quince casu-cas de adobe, desperdigadas sin mucho plan entre los renalesy la maleza a lo largo del ro. El viejo Kleinmann, el tenderoalemn, hizo una fortuna abasteciendo refugiados y aprovi-

    sionando al ejrcito federal del otro lado del ro. Tena tresbellas hijas, pimpollos a quienes encerraba en el desvn de latienda porque una banda de mexicanos, enamorados y ar-dientes vaqueros, rondaban como perros, atrados desde mu-chos kilmetros a la redonda por la fama de que gozaban lasdamiselas. Pasaba la mitad del tiempo trabajando afanosa-mente en la tienda, desnudo hasta la cintura; el resto lo em-

    pleaba corriendo por todas partes con un pistoln pegado alcinto, a fin de prevenir y alejar a los amorosos pretendientes.A todas horas del da o de la noche, enjambres de solda-

    dos federales desarmados que cruzaban el ro se apretuja-ban en la tienda y en el saln de billares. Circulaban entreellos sujetos siniestros, enigmticos, que se daban aire deimportancia; eran agentes secretos de los rebeldes y de los

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    federales. En los contornos, entre los breales, acampabancentenares de mseros refugiados. Uno no poda dar un pa-

    so durante la noche sin tropezar por dondequiera con uncomplot o un contracomplot. Rondaban por all guarda-bosques texanos y soldados de los Estados Unidos, as co-mo tambin agentes de empresas norteamericanas tratandode introducir consignas secretas a sus empleados en el inte-rior de Mxico.

    Un tal MacKenzie pateaba, montado en clera, en la ofi-

    cina de correos. Parece que tena cartas importantes para lasminas de la Asarco (American Smelting and Refining Co. deSanta Eulalia).

    El viejo Mercado insiste en abrir y leer todas las cartasque pasan a travs de sus lneas gritaba indignado.

    Pero le dije las dejarn pasar, no es as?Ciertamente contest. Cree usted que la Asarco pue-

    de someterse a que sus cartas sean abiertas y ledas por un mi-serable mugroso? Es un atropello incalificable que una com-paa norteamericana no pueda remitir una carta confidenciala sus empleados! Si esto no es motivo para una intervencintermin sobriamente no s qu lo ser!

    Haba toda laya de agentes: de empresas de armas y mu-niciones, matuteros y contrabandistas; entre ellos, un hom-

    bre chiquitn, vendedor de un negocio fotogrfico, que hacaampliaciones de retratos a lpiz a cinco pesos cada una.Se mova febrilmente entre los mexicanos y obtena mi-

    llares de pedidos, cuyo importe, fuera del enganche, debapagarse al recibo de las ampliaciones que seguramente no lle-garan nunca. sta era su primera experiencia con mexicanosy estaba altamente agradecido por la cantidad de rdenes re-

    cibidas.Un mexicano lo mismo puede ordenar un retrato, un pia-no o un automvil, siempre que no tenga que pagarlo. Talcosa le proporciona una sensacin de prosperidad.

    El minsculo agente de ampliaciones a lpiz hizo un co-mentario sobre la Revolucin mexicana. Dijo que el generalHuerta deba de ser un hombre refinado porque, segn sa-

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    ba, era pariente lejano, por parte materna, de la distinguidafamilia Carey, de Virginia...

    La margen norteamericana del ro la patrullaban, dos ve-ces al da, grupos montados que corran cuidadosamente pa-ralelos a las tropas de caballera que, del otro lado, guarda-ban la margen mexicana. Ambas partes se vigilabanestrechamente a travs de la frontera. De vez en cuando, unmexicano, incapaz de contener sus nervios, disparaba unabala en direccin a donde se encontraban los norteameri-

    canos; se trataba entonces de una escaramuza entre ambosgrupos, guarecidos en la maleza. Un poco ms all de Presi-dio haba estacionados dos escuadrones del Noveno de Ca-ballera Negra. A uno de estos soldados negros, que dabaagua a su caballo a la orilla del ro, se dirigi un mexicano,sentado en cuclillas en la margen opuesta:

    Oye, negro! le grit sarcsticamente en ingls.

    Cundo van ustedes, condenados gringos, a cruzar la lnea?Chile! respondi el negro. No vamos a cruzarla deninguna manera. Solamente la vamos a extender hasta elgran charco.

    Algunas veces, un refugiado rico, con una buena canti-dad de oro cosida entre las mantas de su montura, lograbacruzar el ro sin que los federales lo descubrieran. Haba seis

    grandes automviles de alta velocidad esperando en Presidioa este tipo de vctima. Le sacaban cien dlares en oro parallevarlo a tomar el ferrocarril; en el camino, en cualquier par-te de los solitarios eriales del Sur de Marfa, poda tener la se-guridad de que sera asaltado por una banda de enmascara-dos para despojarlo de cuanto llevara. En tales casos llegabaa la ciudad, como un huracn, montado en su caballo pinto,

    el sheriffdel condado, un trasunto real de las mejores tradi-ciones de La muchacha del dorado Oeste.Este tipo haba ledo todas las novelas de Owen Wister, y

    saba cmo deba ser un sheriffdel Oeste: dos pistolas en lacadera, la macana bajo el brazo, el enorme cuchillo encajadoen la bota izquierda y una gran escopeta en el arzn de la si-lla. Su conversacin estaba aderezada con las ms horrendas

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    blasfemias, pero nunca haba detenido a un solo criminal.Despus del trabajo diurno, consistente en hacer cumplir la

    ley del Condado de Presidio contra la portacin de armas yel juego de pquer, por la noche poda encontrrsele siempre,echando una manita, sentado muy tranquilamente en la par-te trasera de la tienda de Kleinmann.

    La guerra y los rumores de guerra mantenan a Presidioen una tensin febril. Todos sabamos que tarde o tempranovendra por tierra, desde Chihuahua, el ejrcito constitucio-

    nalista y atacara a Ojinaga. De hecho, se haban acercado engrupo los generales federales a fin de hacer arreglos con elmayor, a cuyo mando estaba la patrulla norteamericana de lafrontera, para acordar la retirada del ejrcito federal de Oji-naga en tales circunstancias. Manifestaron que, cuando ata-caran los rebeldes, ellos resistiran por un tiempo razonabledos horas y que despus pediran su venia para atravesar

    el ro...Sabamos que a unos quince kilmetros al Sur, en el Paso

    de la Mula, haba quinientos rebeldes voluntarios que guar-daban el nico camino de Ojinaga para cruzar las montaas.Un correo logr burlar un da las lneas federales y pas elro con importantes noticias. Dijo que la banda de msica fe-deral haba estado recorriendo los alrededores dando audi-

    ciones, pero que haba sido capturada por los constituciona-listas, quienes la formaron en una plaza pblica y la hicierontocar a punta de rifle durante doce horas seguidas. Ascontinuaba el narrador se haba logrado mitigar en algo loduro de la vida en el desierto. Nunca pudimos explicarnos elmotivo por el cual haban mandado a la banda a dar audi-ciones musicales, sola, a quince kilmetros de Ojinaga, en eldesierto...!.

    Los federales permanecieron un mes ms en Ojinaja, yPresidio prosper entretanto. Entonces Villa, a la cabeza desus tropas, apareci en un amanecer del desierto. Los federa-les resistieron durante un tiempo razonable justamentedos horas o, para ser minuciosos, hasta que Villa, con una

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    batera y galopando junto a las bocas de los caones, persi-gui al enemigo hasta hacerlo cruzar el ro en una huida loca.

    Los soldados norteamericanos los arrebaaron en un in-menso corral para remitirlos poco despus como prisioneros,a un campo alambrado en Fort Bliss, Texas.

    Para entonces yo ya estaba bien adentro de Mxico, ca-balgando a travs del desierto con un centenar de harapien-tos soldados constitucionalistas camino hacia el frente.

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    Primera parte

    LA GUERRA EN EL DESIERTO

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    Procedente de Parral lleg al pueblo un baratillero con unamula cargada de macuche cuando no se puede conseguir ta-baco se fuma macuche y en torno a l nos confundimos con

    el resto de la poblacin para obtener noticias.Esto ocurra en Magistral, un pueblo montas de Du-rango a tres das de camino del ferrocarril. Alguien comprun poco de macuche. Los dems le pedimos prestado algo yenviamos a un muchacho por unas hojas de maz. Todos en-cendimos un cigarro y parloteamos alrededor del buhoneroen tres filas, pues slo haca unas semanas que el pueblo te-

    na conocimiento de la Revolucin. Traa los rumores msalarmantes: que los federales haban roto el cerco de Torreny venan con este rumbo, quemando ranchos y asesinando alos pacficos; que las tropas norteamericanas haban pasadoel ro Bravo; que Huerta haba renunciado; que Huerta venaal Norte para hacerse cargo, en persona, de las tropas fede-rales; que Pascual Orozco haba muerto en Ojinaga, y que

    Pascual Orozco vena para el Sur con diez mil colorados. Elnarrador adornaba sus noticias con gran abundancia de ges-tos dramticos, pasendose y movindose hasta bailarle en lacabeza su pesado sombrero galoneado; echndose al hombrosu desteida cobija azul, disparaba rifles imaginarios y saca-ba espadas ficticias, mientras que su auditorio murmuraba

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    Captulo I

    EL PAS DE URBINA

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    Ma! y Adi! Pero el rumor ms interesante era que elgeneral Urbina saldra para el frente dos das despus.

    Un rabe hosco, Antonio Swayfeta, que se diriga a Pa-rral en un calesn de dos ruedas, me permiti ir con l hastaLas Nieves, donde viva el general. Al mediar el da haba-mos subido a las montaas y salido de ellas hacia las tierrasaltas de la gran planicie del Norte de Durango; bajamos, sa-cudidos suavemente entre el oleaje de la amarilla sabana, quese extenda tan lejos que el ganado que pastaba se converta

    en pequeos puntos y desapareca, finalmente, en la baseprpura de las abruptas montaas, las cuales parecan tancercanas que podan tocarse tirndoles una piedra.

    La hosquedad del rabe se haba desvanecido y volc an-te m la historia de su vida, de la que no entenda ni una pa-labra, aunque s su trayectoria. Entiendo que ha sido en granparte comercial. Haba estado una vez en El Paso y la consi-

    deraba la ciudad ms hermosa del mundo. Pero el negocio esmejor en Mxico. Dijo que all hay pocos judos, porque nopueden competir con los rabes.

    No encontramos en todo el da ms que a un solo ser hu-mano; un viejo cubierto de andrajos, a horcajadas en un bu-rro, tapado con un sarape a cuadros negros y rojos, sin pan-talones, pero abrazado a lo que quedaba de un rifle.

    Escupiendo, expres que era un soldado que despus de tresaos de pensarlo haba decidido unirse a la Revolucin y pe-lear por la libertad. Pero que en su primera batalla, al or eldisparo de un can el primero que haba escuchado en suvida, emprendi el regreso inmediato a su hogar, en El Oro,donde se propona bajar a una mina aurfera y quedarse allhasta que la guerra hubiera terminado...

    Antonio y yo permanecimos callados. Ocasionalmentehablaba en impecable castellano a la mula. Me hizo saberque esa mula era puro corazn. El sol se colg por un mo-mento en la cresta roja de las montaas de prfido, ocultan-do tras ellas la concavidad turquesa del cielo, cubierto de nu-bes anaranjadas. Despus, todas las ondulaciones conjuntasdel desierto resplandecieron y se mezclaron con la luz de ma-

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    tices apagados. De pronto, se dibuj enfrente la slida forta-leza de una gran finca como las que se encuentran rara vez

    en aquella vasta tierra, un imponente cuadrado de paredesblancas con torreones en las esquinas y una puerta de hierrocubierta con clavos de adorno se ergua majestuosa y prohi-bitiva sobre una pequea loma, como cualquier castillo; lacircundaban redondos corrales de adobe y, abajo, en lo quehaba sido un arroyo seco durante el da, brotaba el ro sub-terrneo a la superficie, formando un charco que desapareca

    nuevamente entre la arena. Del interior se alzaban rectas ydelgadas lneas de humo que iban a perderse entre los lti-mos rayos solares. Del ro a la puerta se movan diminutas fi-guras negras de mujeres con cntaros de agua en la cabeza,mientras dos vaqueros arreaban algn ganado a los corrales.A esta hora las montaas de Occidente tomaban un colorazul de terciopelo; el plido cielo, un dosel rojizo de moar.

    Cuando llegamos a la gran puerta del rancho haba en lo al-to una verdadera lluvia de estrellas.Antonio pregunt por don Jess. Siempre es ms seguro

    atinar inquiriendo en un rancho por don Jess, porque inva-riablemente se es el nombre del administrador.

    Al fin apareci; era un hombre magnficamente alto, conpantalones pegados, camiseta roja de seda y un sombrero

    gris recargado de adornos de plata, nos invit a pasar. Lascasas formaban el interior del muro, de uno a otro extremo.A lo largo de las paredes y sobre las puertas colgaban tirasde carne seca, cordeles con chiles y ropa secndose. Tres j-venes atravesaban la plazoleta en fila, balanceando ollas deagua sobre sus cabezas, gritndose entre s con la bronca vozde las mujeres mexicanas. Una mujer acuclillada amamanta-

    ba a su hijo en una casa; en la siguiente, otra se arrodillabaen la interminable tarea de moler maz en una artesa de pie-dra. Los hombres, en cuclillas tambin alrededor de peque-as fogatas, fumaban cigarros de hoja de maz, envueltos ensus decolorados sarapes, mientras miraban trabajar a las mu-jeres. Todos se levantaron y nos rodearon al desensillar,mientras nos decan con voz afable Buenas noches; entre

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    curiosos y accesibles, preguntaban: De dnde venamos? Adnde bamos? Qu nuevas traamos? No haban tomado

    todava los maderistas a Ojinaga? Era cierto que venaOrozco para matar a los pacficos? Conocamos a PnfiloSilveyra? Era un sargento, uno de los hombres de Urbina.Haba salido de esa casa, era primo de este hombre. Ah, ha-ba demasiada guerra!

    Antonio se fue a regatear por un poco de maz para lamula. Un tantito, slo un poquito de maz, suplicaba. Se-

    guramente don Jess no le cobrara nada. Cunto maz sepoda comer una mula...!En una de las casas fui a negociar una cena. La mujer ex-

    tendi ambas manos:Estamos tan pobres ahora dijo. Un poquito de agua,

    algunos frijoles, tortillas... es todo lo que comemos en estacasa... Leche? No hay. Huevos? No hay. Carne? No hay.

    Caf? Vlgame Dios, tampoco!Me aventur a decir:Con este dinero se podran comprar esas cosas en algu-

    na otra casa.Quin sabe! contest ella displicentemente.En ese momento lleg el esposo y le reproch su falta de

    hospitalidad.

    Mi casa est a sus rdenes expres enfticamente, yme pidi un cigarro.Se acomod a su modo mientras ella traa las sillas fami-

    liares y nos invitaba a sentarnos. La habitacin era de buenasproporciones, con piso de tierra y techo de vigas fuertes; ado-be por todas partes. Las paredes y el techo estaban blanquea-dos y a simple vista, limpsimos. En un rincn una gran cama

    de hierro; en el otro, como casi en cada casa que vi en Mxi-co, una mquina de coser Singer. Haba tambin una mesillasobre la cual estaba una tarjeta postal con la imagen de la Vir-gen de Guadalupe, ante la que arda una vela. Arriba, en lapared, colgaba una indecente ilustracin cortada de las pgi-nas de Le Rire, colocada ante un cuadro con un marco platea-do: evidentemente, un objeto de la ms alta veneracin!

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    Llegaron varios tos, primos y compadres, a preguntar sipor casualidad traamos algn cigarrillo. A una orden del es-

    poso, la mujer trajo una brasa en sus dedos. Fumamos. Sehaca tarde. Hubo una pequea disputa sobre quin ira acomprar los vveres para nuestra comida. Finalmente convi-nieron en que fuera la mujer; pronto, Antonio y yo estba-mos sentados en la cocina, mientras ella se doblaba sobre laplataforma de adobe en un rincn que parcea un altar,donde cocinaba directamente sobre el fuego. El humo que lo

    envolvi todo, sala por la puerta. De vez en cuando entra-ban las gallinas y un marrano, o irrumpa una oveja en buscade la masa para las tortillas, hasta que la voz airada del amode la casa reconvena a la mujer porque no haca cinco o seiscosas a la vez. Ella se levantaba fatigosamente y alejaba alanimal con una brasa ardiendo.

    Durante la cena carne salada con chile picante, huevosfritos, tortillas, frijoles y caf negro fuerte tuvimos la com-paa de toda la poblacin masculina, dentro y fuera de lahabitacin. Pareca que algunos estaban enfadados con laIglesia.

    Curas sinvergenzas exclam uno que vienen cuan-do uno est tan pobre y se llevan el diezmo! (una dcima

    parte de lo que cosechaban).Y nosotros que pagamos un cuarto al Gobierno poresta maldita guerra...!

    Cllate la boca! grit la mujer. es para Dios. Diostiene que comer, igual que nosotros...

    Su esposo sonri con aire de superioridad. Haba estadouna vez en Jimnez y era considerado un hombre de mundo.

    Dios no come replic finalmente Los curas engor-dan a costa nuestra!

    Por qu lo dan? pregunt.Es la ley dijeron varios a la vez.Y nadie creera que esa ley haba sido derogada en M-

    xico en el ao 1857!

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    Pregunt sobre el general Urbina: Un buen hombre, to-do corazn. Otro dijo. Es muy valiente. Las balas rebotan

    sobre l como la lluvia en un sombrero...!.Es el primo del primer marido de la hermana de mimujer.

    Es bueno para los asuntos del campo que es tanto co-mo decir que es un bandido y asaltante con mucho xito.

    Y, por ltimo, dijo uno con orgullo: Hace pocos aosera un pen igual que nosotros; ahora es general y un hom-

    bre rico.Pero no olvidar el cuerpo famlico y los pies descalzosde un viejo con cara de santo que habl pausadamente: LaRevolucin es buena. Cuando concluya no tendremos ham-bre, nunca, nunca, si servimos a Dios. Pero es larga y no te-nemos alimentos que comer o ropa que ponernos, pues elamo se ha ido lejos de la hacienda; no tenemos herramientas

    ni animales para trabajar y los soldados se llevan todo nues-tro maz y nuestro ganado....Por qu no pelean los pacficos?l se encogi de hombros.Ellos no nos necesitan ahora. No tienen rifles ni caba-

    llos para nosotros. Estn ganando. Y quin los alimentar aellos si nosotros no sembramos? No, seor. Pero si la revolu-

    cin pierde, entonces no habr ms pacficos. Nos levantare-mos con nuestros cuchillos y nuestros ltigos. La Revolu-cin no puede perder...!

    Mientras Antonio y yo nos envolvamos en nuestras co-bijas sobre el suelo del granero, ellos cantaban. Uno de losjvenes haba conseguido una guitarra en alguna parte y avoces, apoyndose uno en el otro, con esa peculiar armona

    de barbera, cantaban alto y plaideramente algo acerca deuna triste historia de amor.El rancho era uno de los muchos pertenecientes a la ha-

    cienda de Canutillo; al da siguiente caminamos toda la jor-nada atravesando sus tierras, que tenan una superficie ma-yor de un milln de hectreas, me dijeron. El hacendado, unespaol rico, haba huido del pas haca dos aos.

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    Quin es el dueo ahora?El general Urbina dijo Antonio.

    Y as era, en efecto, como pronto pude comprobarlo. Lasgrandes haciendas del Norte de Durango, una superficie ma-yor que la del Estado de Nueva Jersey, haban sido confisca-das para el gobierno constitucionalista por el general, quienlas administraba por medio de sus propios agentes; segn sedeca, las dividi por mitades con la Revolucin.

    Caminamos durante todo el da en nuestro calesn, pa-

    rando solamente para comer unas cuantas tortillas. Al caerla tarde vimos las morenas paredes de barro que rodeaban aCanutillo, con su pequeo grupo de casas y la vieja y rosadatorre de su iglesia que emerga entre los lamos, a muchos ki-lmetros distante del pie de las montaas. El poblado de LasNieves, dispersa coleccin de adobes del color exacto de latierra con que haban sido hechos, se extendi ante nosotros

    como si fuera una extraa prolongacin del desierto. Un rode corriente rpida, sin traza de verdor en sus mrgenes, quecontrastaba con la planicie calcinada por el sol, formaba unsemicrculo en torno del lugar. Cuando vadeamos chapote-ando entre mujeres que arrodilladas lavaban ropa, el sol seocult sin transicin tras las montaas del Oeste. Acto segui-do, un diluvio de luz amarilla, espesa como el agua, inund

    la noche, al mismo tiempo que se levantaba del suelo unaniebla oro y rosa, en la que se mova, indolente, el ganado.Yo saba que el precio de un viaje como el que haba he-

    cho en el calesn de Antonio vala por lo menos diez pesos, yeso sin tener en cuenta lo que pedira un rabe, siempre enbusca de provecho. Pero cuando le ofrec dinero me abraz ycomenz a llorar... Dios te bendiga, rabe excelente! Tienes

    razn! Los negocios son mejores en Mxico!

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  • 7/30/2019 Mexico Insurgente - John Reed

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    A la puerta de la casa del general Urbina estaba sentado unviejo pen con cuatro cananas terciadas sobre s, entretenidoen la genial tarea de llenar de plvora unas bombas de hierro

    corrugado. Su dedo pulgar apunt hacia el patio. La casa delgeneral, los corrales y almacenes corran a lo largo de los cua-tro costados de un espacio tan grande como la manzana deuna ciudad; en tal recinto pululaban cerdos, gallinas y niossemidesnudos. Dos chivos y tres magnficos pavos reales mi-raban tristemente hacia abajo, desde el techo. Dentro y fuerade la sala, donde se oan los acordes fonogrficos de La prin-

    cesa del dlar, andaba, majestuosa, una parvada de gallinas.Una vieja sali de la cocina y vaci una cubeta de basura en elsuelo; todos los cerdos se abalanzaron chillando sobre ella.En un rincn de la pared estaba sentada la pequea nia delgeneral, mascando un cartucho. Un buen nmero de hom-bres, de pie o tendidos en el suelo, permanecan alrededor deun pozo que estaba en el centro del patio. El propio general se

    encontraba sentado en medio de ellos en un silln de mimbrecon brazos rotos, dando tortillas a un venado manso y a unaoveja negra, coja. Delante de l un pen arrodillado vaca deun saco de lona algunos centenares de cartuchos de muser.

    El general no dio ninguna respuesta a mis explicaciones.Me extendi una mano dbil, que retir inmediatamente, pe-ro no se levant. Era un hombre fornido de estatura media-

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    Captulo II

    EL LEN DE DURANGO EN CASA

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    na, de piel color oscuro caoba, barba negra dispersa hastalos pmulos que no ocultaba del todo la expresin, las fosas

    nasales abiertas, los diminutos y brillantes ojos festivos deanimal. Durante cinco minutos no los apart de los mos. Lepresent mis papeles para identificarme.

    No s leer me dijo rpidamente. Hizo una seal a susecretario. De modo que usted quiere ir conmigo al campode batalla? me espet en el ms spero espaol. Muchasbalas. No contest. Muy bien, pero no s cundo me ir.

    Puede ser que dentro de cinco das. Por ahora coma!Gracias, mi general, ya he comido.Vaya a comer repiti, calmoso. ndele!Un hombre pequeo, sucio, a quien todos llamaban

    doctor, me acompa al comedor. Haba sido boticario enParral, ahora era mayor. Debamos dormir juntos aquellanoche, me dijo. Pero antes de llegar al comedor se oy un

    grito deDoctor!. Haba llegado un herido; era un campe-sino con el sombrero en la mano y un pauelo tinto en san-gre, atado a la cabeza. El pequeo doctor se volvi todo efi-ciencia. Despach a un muchacho por las tijeras familiares ya otro por un cubo de agua del pozo. Afil con una navajauna astilla de madera que levant del suelo. Sentando al he-rido en un cajn, le quit la venda, que descubri una herida

    como de dos pulgadas de largo, bajo una costra de sangre se-ca, y mugre. Primero cort el pelo alrededor de la herida,hurgando con las puntas de la tijera sin miramiento alguno.El paciente aspir con fuerza, pero no se movi. Entonces eldoctor cort despacio la sangre coagulada de la superficie,silbando alegremente para s. S dijo, es una vida intere-sante la de doctor. Escudri atentamente la sangre que

    manaba de la herida; el campesino segua inmvil como sifuera una estatua de piedra. Y es una vida llena de noblezaagreg aliviar los sufrimientos ajenos. Entonces tom laafilada astilla de madera y la introdujo hasta lo ms hondo,movindola lentamente por toda la longitud de la herida!

    Bah!, el animal se ha desmayado exclam el doctor.Sostngalo mientras yo lavo la herida!

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    Y dicho y hecho, levant el cubo de agua y derram sucontenido sobre la cabeza del paciente; el agua y la sangre,

    mezcladas, corran sobre sus ropas.Estos peones ignorantes dijo el doctor, cubriendo laherida con el vendaje original no tienen valor. Es la inteli-gencia la que hace el alma. No?

    Cuando el pen volvi en s, le pregunt: Eres solda-do?. El hombre sonri dulcemente, suplicante. No, seor,yo soy nicamente un pacfico dijo; vivo en Canutillo,

    donde mi casa est a sus rdenes....Un poco ms tarde bastante ms tarde nos sentamostodos a cenar. All estaba el teniente coronel Pablo Seez,un joven simptico, franco, de veintisis aos, con cinco ba-lazos en el cuerpo, que correspondan a tres aos de comba-tiente. Salpicaba su conversacin con los juramentos milita-res de rigor; su pronunciacin era un poco confusa como

    resultado de un balazo en el maxilar y la lengua casi cortadaen dos por una espada. Decan que era una fiera en el com-bate y un asesino (muy matador) despus de ste. En la pri-mera toma de Torren, Pablo y otros dos oficiales, el mayorFierro y el capitn Borunda, haban ejecutado personalmentea balazos a ochenta prisioneros inermes. No suspendieron lamatanza hasta que se cansaron, hasta el punto de no poder

    tirar ms de los gatillos de sus armas.Oiga! pregunt Pablo. Dnde est el mejor institu-to para estudiar hipnotismo en Estados Unidos? Tan prontocomo concluya esta maldita guerra voy a estudiar para hip-notista...!

    A rengln seguido comenz a dar pases al teniente Borre-go, que era llamado irrisoriamente El Len de las Sierras, de-

    bido a sus prodigiosas bravatas. ste se despoj violenta-mente de su revlver y dijo a gritos: No quiero tener nadacon el diablo!, entre las risas estruendosas de los dems.

    All estaba tambin el capitn Fernando, un gigantn ca-noso, con pantalones pegados, que haba peleado en veintincombates y a quien le encantaba or mi espaol fragmentado,hacindole rer tan estrepitosamente con cada frase que le diri-

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    ga que haca temblar los adobes del techo. Nunca haba sali-do de Durango y juraba que haba un mar enorme entre M-

    xico y Estados Unidos, as como que todo el resto del mundoera agua. Junto a l estaba sentado Longino Guereca, con suhilera de dientes picados que mostraba al sonrer, en contrastecon un rostro apacible y una mencin de bravura nica queera famosa en todo el ejrcito. Tena apenas veintin aos y yaera primer capitn. Me dijo que la noche anterior sus propiossoldados haban tratado de matarlo... Despus estaba Patricio,

    el mejor jinete de caballos broncos en el Estado; Fidencio, quele segua, un indio puro de ms de dos metros de estatura quesiempre peleaba a pie. Y, por ltimo, Rafael Zalarzo, un pe-queo jorobado a quien Urbina llevaba en su tren para diver-tirse, igual que cualquier duque italiano de la Edad Media.

    Cuando hubimos quemado nuestros gaznates con la lti-ma enchilada y limpiado nuestros ltimos frijoles con una

    tortilla los tenedores y cucharas no se conocan, cada ca-ballero tom un buen buche de agua, hizo una grgara y laescupi al suelo. Al salir al patio vi dibujarse la silueta delgeneral saliendo de su recmara, tambalendose ligeramente.Llevaba su revlver en la mano. Se detuvo un momento en laclaridad de otra puerta y entr rpidamente, azotando lapuerta tras de s.

    Yo estaba ya acostado cuando lleg el doctor a la pieza.En otra cama reposaba El Len de las Sierras con su mance-ba de ocasin, que roncaba ruidosamente.

    S dijo el doctor, ha habido alguna pequea dificul-tad. El general no puede caminar hace ya dos meses por elreumatismo... Algunas veces tiene dolores tan fuertes que losatena tomando aguardiente... Esta noche trat de matar a

    su madre. Siempre intenta hacerlo porque la quiere mucho...El doctor se contempl en el espejo y se atus el bigote.Esta revolucin, recurdelo, es una lucha del pobre

    contra el rico. Reflexion un momento y comenz a desves-tirse. Mirando su mugrienta camiseta, el doctor me hizo elhonor de expresar la nica frase que saba en ingls . Tengomuchos piojos dijo sonriendo orgulloso...

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  • 7/30/2019 Mexico Insurgente - John Reed

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    Sal al amanecer y di un paseo por Las Nieves. La pobla-cin pertenece al general Urbina: la gente, las casas, los ani-

    males y las almas inmortales... En Las Nieves, l solo, y ni-camente l, administra la ms alta y ms baja justicia.La nica tienda del pueblo est en su casa; compr algu-

    nos cigarrillos a El Len de las Sierras, que ese da estaba deguardia como dependiente de la tienda. El general estabaplaticando en el patio con su querida, una bellsima y al pa-recer aristocrtica mujer, con una voz que recordaba a un se-

    rrucho. Cuando me vio, vino y me estrech la mano, dicien-do que deseaba que le tomara algunas fotografas. Lecontest que se era mi objetivo en la vida, preguntndole,adems, si crea que saldra pronto para el frente.

    Creo que en unos diez das contest.Comenc a preocuparme.Yo aprecio su hospitalidad, mi general le respond,

    pero mi trabajo exige que est donde pueda ver el avance quese efecta sobre Torren. Si es conveniente, deseara regresara Chihuahua y reunirme con el general Villa que pronto sal-dr para el Sur.

    No cambi la expresin facial de Urbina, pero me dispa-r lo siguiente:

    Qu es lo que no le gusta de aqu? Est usted en su

    propia casa! Quiere cigarrillos? Quiere usted aguardiente,sotol o coac? Quiere una mujer para que le caliente la ca-ma por la noche? Puedo darle cualquier cosa que ustedquiera! Quiere una pistola? Un caballo? Quiere dinero?Sac un puado de pesos de plata de su bolsillo y los arroja mis pies.

    En ninguna parte de Mxico soy tan feliz y estoy tan

    contento como en esta casa, pero tena pensado seguir msadelante respond.Durante la hora siguiente estuve tomando fotografas del

    general Urbina a pie, con espada y sin ella; el general Urbinacabalgando sobre tres caballos distintos; el general Urbina consu familia y sin ella; los tres nios del general Urbina, a caba-llo y a pie; la madre del general Urbina y su concubina; toda la

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    familia armada con espadas y pistolas; tambin el fongrafotrado a propsito y a uno de los nios sosteniendo un cartel

    donde estaba escrito con tinta: General Toms Urbina R..

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  • 7/30/2019 Mexico Insurgente - John Reed

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    Habamos terminado el desayuno y me iba resignando a losdiez das ms en Las Nieves, cuando el general cambi de pa-recer repentinamente y sali de su cuarto rugiendo rdenes.

    En cinco minutos todo era bullicio y confusin en la casa:oficiales que se apresuraban a empacar sus sarapes, mozos ytropa ensillando caballos, peones con brazadas de fusiles co-rriendo de aqu para all. Patricio aparej cinco mulas parael coche grande, fiel copia de la diligencia de Deadwood. Uncorreo sali corriendo a caballo para reunir la tropa que es-taba acuartelada en Canutillo. Rafaelito subi al coche el

    equipaje del general, el cual consista en una mquina de es-cribir, cuatro espadas una de ellas con el emblema de losCaballeros de Pitias,1 tres uniformes, el fierro de marcar re-ses del general y un barril de ms de cincuenta litros de sotol.

    En seguida, la tropa, una columna desigual de polvo os-curo, cubri el camino a lo largo de varios kilmetros. Ade-lante caminaba una pequea figura negra y rechoncha empu-ando la bandera mexicana, que flotaba sobre su cabezacubierta con un viejo sombrero alicado y cargado con doskilos y medio de hilo que haba sido dorado, probablementeorgullo alguna vez de algn hacendado. Lo seguan muy de

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    Captulo III

    EL GENERAL SE VA A LA GUERRA

    1.- Una orden masnica. (N. del T.)

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    cerca Manuel Paredes, con sus botas de montar hasta las ca-deras, atadas con hebillas de plata del tamao de un peso, y

    azotando su caballo con la cara del sable; Isidro Amaya, quehaca reparar a su caballo sacudindole un sombrero delantede los ojos; Jos Valiente, haciendo sonar sus espuelas de pla-ta con incrustaciones de turquesas; Jess Mancilla, con su re-lampagueante cadena de latn al cuello; Julin Reyes, con lasefigies en colores del Cristo y la Virgen al frente de su som-brero; un enmaraado grupo de seis, seguido por Antonio

    Guzmn, tratando de controlarlos, la maraa de su reata he-cha de pelo de caballo sobresala del polvo. Era una carreraloca, todos gritaban y disparaban sus pistolas hasta alejarseunos centenares de metros; entonces frenaban cruelmente asus caballos, que sangraban de las bocas por la brbara pa-rada en seco; una confusin vertiginosa de hombres, caballosy polvo.

    As era la tropa cuando la vi por primera vez. Un cente-nar de soldados cubiertos de harapos pintorescos; algunosvestan ropas de obrero, de mezclilla, otros, las chaquetillascharras de los peones, en tanto que uno o dos alardeaban desus pantalones vaqueros. Slo unos cuantos llevaban zapa-tos, la mayora, huaraches, y el resto iba descalzo. Sabs Gu-tirrez luca una vieja levita, que abra por atrs para montar.

    Los rifles colgaban de sus monturas, llevaban cuatro o cincocananas de cartuchos cruzados sobre el pecho, altos sombre-ros de flotantes alas; inmensas espuelas que tintineaban alcabalgar; sarapes de brillantes colores, amarrados atrs de lasilla. Todo esto constitua su equipo.

    El general estaba dentro con su madre. Fuera sollozabasu concubina, rodeada por sus tres hijos, Esperamos casi una

    hora, Urbina sali entonces y mirando apenas a su familia,salt sobre su gran caballo tordillo de combate, espolendo-lo furiosamente hacia la calle. Juan Snchez toc la orden demarcha en su corneta rajada, y la tropa, encabezada por sugeneral, tom el camino de Canutillo.

    Mientras tanto, Patricio y yo cargamos en el coche trescajas de dinamita y una de bombas. Sub y me sent al lado

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    de Patricio; los peones soltaron las cabezadas de sus mulas yel largo ltigo les acarici las costillas. Salimos galopando del

    poblado, tomando la empinada margen del ro a treinta kil-metros por hora. All, en el otro lado, la tropa trotaba a lolargo de un camino ms directo. Pasamos Canutillo sin dete-nemos.

    Arre, mulas! Putas! Hijas de la ...! gritaba Patricio,haciendo silbar su ltigo.

    El camino real era una simple vereda sobre un terreno

    desigual; cada vez que pasbamos un arroyo, la dinamita secaa con un estrpito enfermizo... De repente, se rompi unacuerda y una de las cajas sali rebotando del coche y cayentre las rocas. Sin embargo, no pas nada era una maanafra; la recogimos y sujetamos otra vez, asegurndola. A ca-da cincuenta metros haba en el camino pequeos montonesde piedras, coronados por cruces, cada una de las cuales re-

    cordaba un asesinato. De vez en cuando apareca una cruzblanqueada en medio de un camino lateral; era para protegeralgn ranchito de las visitas del diablo. El oscuro y relum-broso chaparral, a la mitad de la altura de una mula, araa-ba los costados del coche; la yuca y los grandes cactus nos vi-gilaban como centinelas del desierto. Mientras, las voraces ypoderosas aves de rapia mexicanas describan crculos vo-

    lando sobre nosotros, como si supieran que bamos a la gue-rra.Ya entrada la tarde se perfilaron ante nuestros ojos, a la

    izquierda, las paredes que delimitaban las cuatrocientas milhectreas de la hacienda de Torren de Caas, que cruzabadesiertos y montaas como la Gran Muralla de China a travsde veinte kilmetros, y poco despus contemplbamos la pro-

    pia hacienda. La tropa haba desmontado alrededor de la Ca-sa Grande. Se nos inform que el general Urbina haba cadoenfermo sbitamente y que, probablemente, no se levantarade la cama en una semana.

    La Casa Grande era un magnfico palacio con prticosaunque con un solo piso, baado por el sol maanero del de-sierto. Desde sus puertas podan verse diez kilmetros de una

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  • 7/30/2019 Mexico Insurgente - John Reed

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    planicie ondulada, amarilla y, ms all, las interminables cor-dilleras de montaas ridas, escalonadas una sobre otra. De-

    trs de la casa, los grandes corrales y establos, donde las fo-gatas nocturnas ya arrojaban densas columnas de humoamarillo. Abajo, en la hondonada, ms de un centenar de ca-sas de los peones formaban una vasta plaza abierta, en la quenios y animales retozaban juntos, mientras las mujeres searrodillaban en su eterna molienda del maz. Afuera, en eldesierto, una tropilla de vaqueros cabalgaba lentamente al

    hogar, y a menos de un kilmetro, por el ro, la cadena sinfin de mujeres cubiertas con rebozos oscuros acarreando elagua sobre sus cabezas... Es imposible imaginar lo cerca de lanaturaleza que viven los peones en esas grandes haciendas.Sus propias casas estn construidas con la tierra que pisan,calcinada por el sol. Su alimento es el maz que siembran; loque beben, el agua que corre por el ro que se agota, trans-

    portada dolorosamente sobre sus cabezas; usan ropas tejidasde lana, y sus huaraches, se cortan del cuero de un becerrorecin sacrificado. Los animales son sus constantes compae-ros familiares en sus casas. La luz y la oscuridad son su da ysu noche. Cuando un hombre y una mujer se enamoran, vue-lan el uno al otro sin las formalidades del cortejo, y cuandose cansan uno del otro, simplemente se separan. El matrimo-

    nio es muy costoso (seis pesos para el cura), lo que se consi-dera como un alarde intil que no obliga ms que a la uninms fortuita. Y, por supuesto, la cuestin de celos significasangre.

    Comimos en una de las altas y desiertas salas de la CasaGrande, una estancia con el techo a cuatro metros del sueloy paredes de proporciones majestuosas cubiertas con papel

    tapiz americano corriente. Una enorme alacena de caobaocupaba uno de los ngulos, pero no haba cubiertos paracomer. Haba una pequea chimenea, en la que nunca se en-cendi fuego, a pesar de que se senta un fro glacial da ynoche. La puerta de la pieza contigua ostentaba pesados cor-tinajes de brocado cubierto de manchas; no haba alfombraen el piso de hormign.

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    El cura de la iglesia de la hacienda presida la comida. Al le servan las mejores viandas, que algunas veces pasaba a

    sus favoritos despus de servirse. Bebimos sotol y aguamiel,mientras el padre daba cuenta de una botella entera de anise-te robado. Alegre ya, su seora disertaba sobre las virtudesde la confesin, especialmente cuando se refera a las jvenes.

    Pude darme cuenta de que lo anterior no les hizo muchagracia al resto de los circunstantes, aunque aparentementeeran respetuosos. Despus que salimos del saln, Jos Valien-

    te dijo, apretando los dientes: Yo s que mi hermana... LaRevolucin tendr que ajustar cuentas con estos curas...!.Dos altos funcionarios constitucionalistas aludan a un pro-grama poco conocido para echar a los sacerdotes de Mxico;la hostilidad de Villa hacia los padres de la Iglesia es bien co-nocida.

    Cuando sal en la maana, Patricio estaba enganchando

    el coche y la tropa ensillaba. El doctor, que haba acompaa-do al general, se dirigi hacia mi amigo el soldado Juan Va-llejo y le dijo: Tienes un bonito caballo y un rifle precioso;debas prestrmelos. Pero no tengo otro, comenz a de-cir Juan. Yo soy tu jefe superior, agreg el doctor. Fue loltimo que vimos del doctor, el rifle y el caballo.

    Me desped del general, que estaba retorcindose tendido

    en la cama, emitiendo boletines por telfono a su madre.Que tenga un feliz viaje dijo; escriba la verdad, vausted recomendado a Pablito.

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    Entr al coche con Rafaelito, Pablo Seez y su querida, queera una criatura extraa. Joven, delgada y bella, era venenoy piedra para cualquiera que no fuera Pablo. Nunca la vi

    sonrer ni pronunciar una palabra gentil. Algunas veces nostrataba con una dureza feroz, otras con bestial indiferencia.Pero a Pablo lo arrullaba como a un nio. Cuando se acosta-ba en el asiento, l pona la cabeza en su regazo; ella le abra-zaba fuertemente contra su pecho, haciendo ruidos como losde una tigresa con sus cachorros.

    Patricio bajaba su guitarra del cajn donde la guardaba y

    el teniente coronel cantaba baladas amorosas con su voz cas-cada, acompaado por Rafael. Todo mexicano sabe centena-res de ellas. No estn escritas, pero a menudo son compues-tas de improviso y conocidas al cantarse. Unas son muybellas, algunas grotescas y otras son tan satricas como cual-quier cancin popular francesa. Cantaba as:

    Desterrado me fui para el Sur.Desterrado por el gobierno y al ao volvcon aquel cario inmenso, me fui con el finde por all quedarme. Slo el amorde esta mujer me hizo volver!

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    Captulo IV

    LA TROPA VA EN MARCHA

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    Ay, qu noches tan intranquilaspaso en la vida, la vida sin ti!

    Ni un pariente ni un amigoa quien quejarme! Me fui con el finde por all quedarme; slo el amorde esta mujer me hizo volver!

    Y despus cant Los hijos de la noche:

    Yo soy de los hijos de la nocheque vagan sin objeto en la oscuridad.La hermosa luna con sus rayos de oroes la compaera de mis penas.

    Me voy a separar de ti,cansado de llorar;

    voy a embarcarme, embarcarme,en las playas del mar.

    T vers al momento de separamosque no permitir que ames a otro.Porque si as fuera te arruinara la cara,y muchos golpes nos daramos recprocamente.

    As, pues, me voy a convertir en americano.Vete con Dios, Antonia.Despdeme de mis amigos,ojal me dejen pasar los americanos,y abrir una cantinadel otro lado del ro!

    La hacienda de El Centro nos proporcion el almuerzo.All me ofreci Fidencio su caballo para la jornada de la tarde.

    La tropa se nos haba adelantado; pero todava alcanza-ba a ver a los soldados tendidos en hilera entre la negra ma-leza de mezquites, la diminuta bandera verde, blanco y rojoondeando sobre sus cabezas. Las montaas haban desapare-

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  • 7/30/2019 Mexico Insurgente - John Reed

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    cido en alguna parte ms all del horizonte y nosotros ba-mos en medio de un gran bolsn del desierto cuyas ondula-

    ciones se extendan hasta confundirse con el azul ceniza delcielo mexicano. Ahora que estaba fuera del coche me envol-vi un gran silencio, una quietud ms all de lo que nuncahaba sentido. Es casi imposible tener un objetivo en el de-sierto; se siente uno absorbido por ste, se convierte en unade sus partes. Galopando hacia adelante pronto alcanc a latropa.

    Hola, Mster! me gritaron. Aqu viene el Mster acaballo! Qu tal, Mster? Cmo le va? Va a pelear con no-sotros?

    Pero el capitn Fernando, que encabezaba la columna, sevolvi y rugi:

    Venga ac, Mster! El gigantn rea encantado. Us-ted ir aqu conmigo gritaba, dndome palmadas en la es-

    palda. Ahora, beba. Y sac una botella de sotol, medio lle-na. Bbalo todo, demuestre que es hombre.Es demasiado dije, y sonre.Tmelo aull el coro, ya que la tropa se haba reuni-

    do para mirar. Lo tom; un alarido y un aplauso respondie-ron confundidos. Fernando se inclin y estrech mi mano.Muy bien, compaero!, grit, balancendose jubiloso.

    Los hombres apiados alrededor estaban divertidos e intere-sados. Iba yo a pelear junto a ellos? De dnde vena? Quhaca? La mayora no haba odo hablar nunca de reporte-ros; uno de ellos lanz la ominosa opinin de que yo eragringo y porfirista, y que deba ser fusilado.

    El resto, sin embargo, se opuso terminantemente a talpunto de vista. Ningn porfirista poda tomar tanto sotol de

    un trago. Isidro Amaya cont que durante la primera revolu-cin haba estado en una brigada a la que acompaaba unreportero, al que le decan corresponsal de guerra.

    Le gusta Mxico? pregunt.Me gusta mucho Mxico; quiero tambin a los mexi-

    canos. Me gusta el sotol, aguardiente, mezcal, tequila, pul-que y otras costumbres mexicanas.

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    Rieron a carcajadas.El capitn Fernando se inclin y me dio de palmaditas en

    el brazo:Ahora ests con hombres. Cuando ganemos la revolu-cin, ste ser un gobierno de hombres, no de ricos. Vamos ca-minando sobre las tierras de los hombres. Antes pertenecan alos ricos, pero ahora me pertenecen a m y a los compaeros.

    Y ustedes sern el ejrcito? pregunt.Cuando la Revolucin haya triunfado fue la sorpren-

    dente respuesta, no habr ejrcito. Estamos cansados de losejrcitos; fue con stos que nos explotaba don Porfirio.Pero si los Estados Unidos invadieran Mxico?Una verdadera tempestad estall entonces:Somos ms valientes que los americanos! Los malditos

    gringos no llegaran ms lejos que al Sur de Jurez. Queprueben! Los haramos retroceder a la frontera y a la carre-

    ra, quemando su capital al da siguiente...!No dijo Fernando, ustedes tienen ms dinero y mssoldados. Pero nuestros hombres protegern el pas. No ne-cesitamos ejrcito. Los hombres pelearn por sus casas y susmujeres.

    Por qu pelean ustedes? pregunt.Juan Snchez, el abanderado, me mir curiosamente:

    Por qu? Por que es bueno pelear, no se tiene que tra-bajar en las minas...!Estamos peleando para reponer a Francisco I Madero

    en la presidencia, dijo Manuel Paredes.Esta declaracin extraordinaria 2 est impresa en el pro-

    grama de la Revolucin. Los soldados constitucionalistas sonconocidos en todas partes como maderistas.

    Yo lo conoc agreg Manuel pausadamente. Siempreestaba rindose, siempre.

    S dijo otro, cuando haba una dificultad con unhombre y todos queran reir con l o ponerlo preso, Pancho

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    2.- Madero haba sido asesinado un tiempo antes.

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    Madero deca: Dejadme hablarle unos minutos. Yo puedopersuadirle.

    Le gustaban los bailes agreg un indio. Muchas ve-ces lo vi bailar toda la noche, todo el da siguiente y en la no-che otra vez. Acostumbraba venir a las grandes haciendas ypronunciar discursos. Al comenzar los peones lo odiaban;cuando terminaba, todos estaban llorando...!

    Entonces, una voz ronca comenz a cantar en el tono ex-trao que acompaaba siempre a los corridos populares que

    nacen a millares en cada ocasin:En mil novecientos diezaprehendieron a Maderoen Palacio Nacional,el dieciocho de febrero.

    Cuatro das estuvo presode Palacio en la Intendencia,porque no quiso aceptarel dejar la presidencia.

    Entonces Blanquet y Dazall lo martirizaron;

    ellos fueron los verdugosy as su odio saciaron.

    Le apretaron los...hasta que se desvaneci,con gran sauda crueldad,pero ni as renunci.

    Luego con fierros calienteslo quemaron sin compasin.Tan slo se desmay.Nada le hicieron las llamas.

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    Pero todo fue en vanopor su enorme valenta,

    porque prefiri morir.Que gran corazn tena!

    As fue el fin de la vidadel que fue el redentorde la Repblica indiay del pueblo, salvador.

    Lo sacaron de Palacio;en un asalto muri,Huerta dijo con cinismo,pero nadie lo crey.

    Oh!, calle de Lecumberriya se acab tu alegra,que por ti pas Maderopara la Penitenciara.

    El veintids de febrerosiempre se ha de recordar;

    la Virgen de Guadalupey Dios lo han de perdonar.

    Adis, mi Mxico hermoso,donde Madero muri;adis, adis al Palacioen que el apstol cay.

    Seores, no hay nada eternoy no hay amigo sincero;vean lo que le pasa don Francisco Madero!

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    Pero cuando el cantador iba por la mitad del corrido, to-da la tropa ya estaba susurrando la tonada; cuando termin,

    hubo un momento de silencio en el eco que se extingua.Estamos luchando dijo Isidro Amaya por la libertad.Qu quiere decir por la libertad?Libertad es que yo puedo hacer lo que quiera!Pero supon que eso perjudique a alguien.Me contest con la gran sentencia de Benito Jurez:El respeto al derecho ajeno es la paz!

    No esperaba tal cosa. Me sorprendi este concepto de lalibertad en un mestizo descalzo. Yo considero que es la nicadefinicin correcta de la libertad: Hacer lo que uno quiera!Los norteamericanos me lo sealaron con aire de triunfo co-mo un ejemplo de la irresponsabilidad mexicana. Pero creoque es una definicin mejor que la nuestra: la libertad es elderecho de hacer lo que ordena la justicia. Todo nio mexica-

    no conoce la definicin de la paz y parece comprender lo questa significa tambin. Pero en Estados Unidos dicen: los me-xicanos no quieren la paz. Eso es una mentira necia. Que setomen los norteamericanos el trabajo de hacer una encuestaen el ejrcito maderista, preguntando si los soldados quierenla paz o no...! La gente est cansada de la guerra.

    Pero, a fin de ser justo, debo informar de lo expresado

    por Juan Snchez:Hay guerra ahora en Estados Unidos? pregunt.No ment.No hay ninguna guerra en absoluto? se qued medi-

    tando y aadi: Cmo pasan el tiempo, entonces?Precisamente en ese momento alguien vio a un coyote

    que se escurra por el monte; toda la tropa lo persigui a gri-

    tos y chiflidos. Se dispersaron atropelladamente en el desier-to; el sol poniente destellaba en sus cananas y espuelas; laspuntas de los coloreados sarapes flotaban tras ellos. Ms alldeclinaba lentamente un mundo chamuscado y una lejanacordillera de montaas lila saltaba en olas de fuego como unpotro cerril. Por aqu si la leyenda es cierta pasaron los es-paoles con sus corazas metlicas en busca del oro que, co-

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    mo si fuera una llamarada carmes y plata, dej fro y tristeal desierto desde entonces. Al coronar una altura, tuvimos la

    primera vista de la hacienda de La Mimbrera, un recinto decasas cercadas por una pared capaz de sostener un sitio, quese extenda hacia abajo de un cerro, con la magnfica CasaGrande en la cumbre.

    Frente a la casa que haba sido saqueada y quemada porel general orozquista Chech Campos dos aos antes estabaparado el coche. Arda una gran hoguera y diez compaeros

    mataban unos borregos que se resistan y chillaban en susbrazos, empapando con sangre el suelo que brillaba bajo laluz siniestra, como algo fosforescente.

    Los oficiales y yo cenamos en la casa del administrador,don Jess, el ms hermoso ejemplar de hombre que jamshaya visto. Meda ms de dos metros, alto, delgado, pielblanca, un tipo de la ms pura raza espaola. Recuerdo que

    a un extremo del comedor colgaba un cartel bordado en ver-de, blanco y rojo que deca: Viva Mxico! y en otro cartelse lea: Viva Jess!.

    Despus de comer, cerca del fuego, pensaba dnde dor-mira, cuando el capitn Fernando me toc en el brazo.

    Querra usted dormir con los compaeros?Cruzamos la gran plaza abierta, bajo la vvida luz de las

    estrellas del desierto, hacia un aislado almacn de mampos-tera. En el interior unas cuantas velas que ardan en las pa-redes iluminaban los rifles apilados en los rincones, as comolas monturas en el suelo y los compaeros envueltos en suscobijas hasta la cabeza. Uno o dos estaban despiertos, habla-ban y fumaban. En un ngulo, tres de ellos jugaban a las car-tas, arrebujados en sus sarapes. Cinco o seis, con una guita-

    rra, cantaban el comienzo del corrido De Pascual Orozco:Dicen que Pascual Orozco ya chaqueteporque don Luis Terrazas lo sedujo.Dieron muchos millones y lo compraronpa que contra el gobierno se levantara.

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    Orozco dijo que s,Orozco se rebel,

    pero el can maderistase le dijo: No!

    Si a tu ventana llega Porfirio Daz,dale para que coma tortillas fras;si a tu ventana llega el general Huerta,pgale las narices contra la puerta.

    Si a tu ventana llega Ins Salazar,guarda todas tus cosas que va a robar;si a tu ventana llega Maclovio Herrera,abre, sin miedo alguno, la casa entera.

    No me reconocieron al llegar, pero pronto uno de los que

    jugaban exclam:Aqu viene el Mster!Al orlo se incorporaron unos y despertaron a los otros.Muy bien, es bueno dormir con los hombres; toma es-

    te lugar, amigo, aqu tienes mi silla; aqu no hay vueltas, aqutodo el mundo anda derecho...!

    Que pases una feliz noche, compaero dijeron. En-

    tonces, hasta maana.Al rato alguien cerr la puerta. El recinto se llen de humoy de un ftido aliento humano. El escaso silencio que dejaba elcoro de ronquidos se extingua por los cnticos que continua-ron, creo, hasta la madrugada. Los compaeros tenan pul-gas...

    Pero yo me envolv en mis mantas y me acost en el suelo

    de hormign muy contento, durmiendo mejor de lo que nun-ca lo haba logrado en Mxico.Al amanecer ya estbamos a caballo, remontando un em-

    pinado paraje del rido desierto para calentarnos. Haca unfro cortante. Los hombres se envolvan en sus sarapes hastalos ojos, de modo que parecan hongos de colores bajo susgrandes sombreros. Los rayos del sol que caan a plomo que-

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    mndome la cara, los cogieron desprevenidos, exaltando loscolores de los sarapes. El de Isidro Amaya era de un azul

    fuerte y espirales amarillas; Juan Snchez tena uno rojo co-lor ladrillo; el del capitn Fernando era verde y cereza; encontraste resplandeca uno prpura y negro modelo zigzag...

    Volvimos la cara para ver arrancar el coche y parar,mientras Patricio nos saludaba con un ademn. Dos de lasmulas estaban exhaustas por lo nuevo de las veredas y el tro-tar fatigoso de los ltimos dos das. La tropa se dispers en

    busca de mulas. Pronto volvieron los soldados arreando doshermossimos animales, que jams haban sido enjaezados.Tan pronto como olieron el coche arrancaron en estampidapara huir. Fue entonces cuando los soldados volvieron ins-tantneamente a su oficio primitivo, el de vaqueros. Era unespectculo maravilloso; el vibrante silbido de las reatas delazar en el aire hechas gazas que se retorcan como vboras y

    los pequeos caballos resistiendo la sacudida de la mula encarrera. Aquellas mulas eran unos demonios. Rompan lasreatas una tras otra; derribaron dos veces al jinete con cabal-gadura y todo. Pablo acudi al rescate. Mont el caballo deSabs, hinc las espuelas y sali detrs de una mula. En tresminutos, la laz de una pierna, la derrib y la amarr. En se-guida hizo lo mismo con la segunda. No era casual que Pa-

    blo, a los veintisis aos, ya tuviera el grado de teniente co-ronel. No solamente poda pelear mejor que sus hombres,sino tambin montar, lazar, tirar, hacer lea y bailar.

    Las mulas, con las patas atadas, fueron arrastradas hastael coche, donde las ensillaron en un santiamn, a pesar de sufuriosa resistencia. Cuando todo estaba listo, Patricio subial pescante, empu el ltigo y nos indic hacernos a un la-

    do. Los cerriles animales, respingando y parndose sobre laspatas traseras, saltaban y relinchaban. Por encima del clamorsonaba el chasquido del pesado ltigo y el rugiente grito dePatricio:

    ndenle, hijas de la gran ch...! y ellas tiraban adelan-te, corriendo; el gran coche pasaba los arroyos como un trenexpreso. Pronto se perdi de vista detrs de su propia corti-

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    na de polvo, para aparecer horas despus, trepando por elcostado de un gran cerro, a varios kilmetros de distancia...

    Panchito tena once aos de edad y ya era soldado, conun rifle demasiado pesado para l y un caballo al que tenanque subirlo para montar. Victoriano era su compadre, un ve-terano de catorce aos. Otros siete de la tropa tenan menosde diecisiete. Tambin iba una mujer, de cara indgena, adus-ta; montaba de lado llevando dos cananas. Caminaba conlos hombres y dorma junto a ellos en los cuarteles.

    Por qu peleas? le interrogu.Hizo un movimiento de cabeza hacia la torva figura deJulin Reyes y respondi:

    Porque l lo hace. El que a buen rbol se arrima, bue-na sombra le cobija.

    El que es buen gallo en cualquier gallinero canta re-mat Isidro.

    El que es perico dondequiera es verde concurri algnotro.Caras vemos, corazones no sabemos dijo Jos senten-

    ciando.Al medioda lazamos un novillo y lo matamos. Como no

    haba tiempo para hacer fuego, le sacamos tiras de carne ynos la comimos cruda.

    Oiga, Mster exclam Jos, los soldados comen car-ne cruda en Estados Unidos?Yo contest que no crea que lo hicieran.Es buena para los hombres. En campaa no tenemos

    tiempo para otra cosa sino carne cruda. Nos hace ms valientes.Avanzada la tarde alcanzamos el coche y galopamos con

    l hasta pasar el arroyo seco al otro lado, despus de la can-

    cha del gran rebote que flanquea la hacienda de La Zarca. Adiferencia de La Mimbrera, aqu la Casa Grande se levantasobre un lugar llano, con las casas de los peones en largas hi-leras a sus costados y un desierto plano sin chaparral por ca-si quince kilmetros al frente. Chech Canos haba hechotambin su visita a La Zarca. El casern, enorme, era unaruina negra y vaca.

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    Por supuesto me qued como husped del cuartel. Y precisa-mente aqu deseo mencionar un hecho:

    Los norteamericanos han afirmado que el mexicano es

    fundamentalmente pcaro, segn ellos deba esperar que miequipo fuera robado el primer da. He vivido ya dos semanascon una banda de ex forajidos tan rudos como los que habaen el ejrcito. No tenan disciplina, ni educacin. Muchos deellos odiaban a los gringos. No se les haba pagado ni uncentavo durante seis semanas; algunos eran tan extremada-mente pobres que no tenan huaraches ni sarapes. Yo era un

    extranjero, sin armas y con un buen equipo. Posea cientocincuenta pesos, que pona visiblemente debajo de la almo-hada al acostarme a dormir. Y nunca se me perdi nada.Ms todava: en una compaa donde el dinero era escaso,no se me permita pagar mis alimentos y en cuanto al tabaco,casi desconocido, todo el que poda fumar me era proporcio-nado por los compaeros. La menor insinuacin que haca

    acerca de pagarlo era un insulto para ellos. La nica posibi-lidad fue la de pagar la msica para un baile. Mucho despusde que Juan Snchez y yo nos enrollamos en nuestras cobijasaquella noche, oamos el ritmo de la msica y los gritos delos bailadores. Sera como la medianoche cuando alguienabri la puerta y grit:

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    Captulo V

    NOCHES BLANCAS EN LA ZARCA

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    Mster! Oiga, Mster! Est durmiendo? Venga albaile! Arriba! ndele!

    Demasiado sueo! le dije.Despus de algunas palabras el mensajero parti, perodiez minutos ms tarde volvi:

    El capitn Fernando ordena que venga usted ensegui-da! Vmonos!

    Entonces se levantaron los otros.Venga al baile, Mster! clamaron. Juan Snchez se

    sent y comenz a ponerse los zapatos.Ya estamos en marcha dijo. El Mster va a bailar!rdenes del capitn! Venga, Mster!

    Ir si va toda la tropa dije. Levantaron todos un cla-mor en respuesta; la gente rea con risas ahogadas mientrasse vesta.

    Llegamos a la casa en un grupo de veinte. El tumulto de

    peones que bloqueaba la puerta y la ventana se abri paradejarnos pasar.El Mster... gritaron alborozados El Mster va a bailar!El capitn Fernando me abraz, diciendo con voz de

    trueno:Aqu viene el compaero! A bailar! Adentro! Van a

    bailar la jota!

    Pero yo no s bailar la jota!Patricio, sonrojndose y jadeante, me tom del brazo.Venga, es fcil! Lo presentar a la mejor muchacha

    de La Zarca!Aquello no tena remedio. En la ventana se apiaban las

    caras y un centenar de gentes se apretujaba en la puerta. Erauna pieza comn en la casa de un pen, blanqueada, con un

    piso desparejo de tierra. Los msicos, sentados, tocaban a laluz de dos velas. Resonaron los acordes de Puentes aChihuahua. Se hizo un silencio risueo. Tom a la joven delbrazo, comenc la marcha preliminar alrededor del cuartocomo se acostumbra antes del baile. Valseamos difcilmentepor uno o dos momentos, cuando intempestivamente todosempezaron a gritar:

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    Ora! Ora! Ahora!Qu se hace ahora?

    Vuelta! Vuelta! Sultala! un coro perfecto.Pero si no s cmo!El tonto no sabe bailar! grit uno.Otro comenz a cantar la burlona cancin:

    Todos los gringos son majes,nunca han estado en Sonora,

    y cuando quieren decir diez realesle llaman a eso dollar ana quarta...

    Pero Patricio salt en medio del recinto y Sabs tras l,tomando cada uno a una muchacha del grupo de mujeresque estaban sentadas juntas en un ngulo de la pieza. Cuan-do yo conduca a mi pareja a su asiento, ellos dieron vuel-

    ta. Primero unos cuantos pasos de vals; despus el hombrese soltaba de la muchacha, castaeteando los dedos, levan-tando un brazo hasta la altura de la cara, en tanto que lamuchacha con una mano en la cadera danzaba tras l. Seaproximaban uno al otro, retrocedan y bailaban, alternn-dose, uno en torno al otro. Las muchachas eran torpes y re-gordetas; rostros indgenas, espaldas desgarbadas, encorva-

    das de tanto moler maz y lavar ropa. Algunos de loshombres calzaban botas fuertes, otros no; muchos llevabanpistolas y cartucheras al cinto y unos cuantos, rifles en ban-dolera.

    El baile lo preceda siempre una gran marcha que se pa-seaba en torno del saln; entonces, despus que las parejashaban bailado dos veces alrededor de la sala, paseaban otra

    vez. Se bailaban, adems de la jota, marchas, valses y mazur-cas. Las muchachas no levantaban la vista del suelo, no ha-blaban y se trompicaban tras de uno. Agrguese a esto, unpiso de tierra, lleno de hoyos, y tendremos una forma de tor-tura sin igual en el mundo. Me pareca haber bailado variashoras, azuzado por el coro:

    Baile, Mster! No le afloje! Adelante! No se pare!

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    Ms tarde tocaron otra jota, y la bail ya con xito conotra muchacha. Y eso me meti en un aprieto. Porque, des-

    pus, al pedir la pieza para bailar una marcha a mi primerapareja, la hall furiosamente enojada.Usted me ha puesto en vergenza ante todos excla-

    m. Me dijo que no saba bailar la jota!Bailando la marcha, llam a sus amigos:Domingo, Juan! Vengan y qutenme a este gringo!

    No se atrever a hacer nada!

    Media docena de ellos saltaron a la palestra, mientras losdems miraban. Fue un momento difcil. Pero al instante elbuen Fernando se desliz al frente, empuando un revlver.

    El norteamericano es mi amigo! dijo Vuelvan a sussitios y ocpense de sus asuntos...!

    Los caballos estaban cansados, por tal motivo pasamosun da en La Zarca.

    Detrs de la Casa Grande haba una huerta abandonada,con bastantes lamos grises, higos, parras y grandes nopale-ras. Estaba rodeada de altas paredes de adobe por tres lados,sobre uno de los cuales se dibujaba en el azul del cielo la vie-ja y blanca torre de la iglesia. El cuarto lado se abra sobreun estanque de agua amarillenta y ms all se extenda el de-sierto de Occidente, por kilmetros y kilmetros de reque-

    mada desolacin. El soldado Marn y yo, tendidos debajo deuna higuera, veamos a las aves de rapia volar sobre noso-tros lentamente. De pronto, el silencio fue interrumpido poruna msica ruidosa y bullanguera.

    Pablo haba encontrado en la iglesia una pianola, que ha-ba escapado a la vista de Chech Campos el ao anterior;tena solamente un rollo, un vals de La Viuda Alegre. No po-

    da hacerse otra cosa sino llevar el instrumento al patioabandonado. Nos turnamos tocando el aparato todo el da;Rafaelito nos inform que La Viuda Alegre era la pieza mspopular en Mxico, y compuesta por un mexicano, agreg.

    El hallazgo de la pianola sugiri la idea de que diramosotro baile aquella noche, en el mismo prtico de la CasaGrande. Se pusieron velas sobre los pilares; la mortecina luz

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    ilumin las derruidas paredes y ennegrecidas puertas, as co-mo la maraa de enredaderas silvestres que se enroscaban

    sin freno alrededor de las vigas del tejado. Todo el patio es-taba lleno de hombres encobijados, que celebraban una fies-ta, un poco incmodos, en la gran casa a la que nunca se leshaba permitido la entrada. Tan pronto como la orquesta ter-minaba de tocar, la pianola tomaba a su cargo la tarea. Laspiezas se sucedan unas a otras, sin descanso.

    Vino a complicar un poco ms las cosas la existencia de

    un barril de sotol. A medida que avanzaba la noche, la con-currencia se alegraba ms. El ordenanza de Pablo, Sabs, sa-c a la concubina del primero. Yo los segu. Inmediatamentedespus, Pablo le dio en la cabeza con la cacha de su pistola-diciendo que la matara si bailaba con alguno, lo mismo quea su pareja. Despus de sentarse a meditar un poco, Sabs selevant, sac su revlver y le reclam al arpista diciendo que

    haba tocado mal una nota. Seguidamente le dispar. Otroscompaeros desarmaron a Sabs, que inmediatamente sedurmi en el centro del saln.

    El inters en que bailara el Mster pronto se traslad aotro asunto. Yo estaba sentado junto a Julin Reyes, el delCristo y la Virgen al frente de su sombrero. Estaba bien car-gado de sotol; sus ojos brillaban como los de un fantico.

    Se volvi hacia m sbitamente.Vas a pelear con nosotros?No le dije. Yo soy corresponsal de prensa. Me est

    vedado pelear.Eso es mentira grit. No peleas porque tienes miedo.

    Por vida de Dios que nuestra causa es justa.S, ya lo s. Pero mis instrucciones no son pelear.

    Qu me importan las instrucciones! grit encoleriza-do. Nosotros no queremos corresponsales. No queremospalabras impresas en un libro. Queremos rifles y matar; simorimos seremos puestos entre los santos! Cobarde! Huer-tista...!

    Ya basta! exclam alguien, que al ver identifiqu co-mo Longino Guereca, parado junto a m. Julin Reyes, t

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    no sabes nada. Este compaero viene desde miles de kilme-tros por tierra y por mar para contarles a sus paisanos la ver-

    dad de la lucha por la libertad. l entra al combate sin ar-mas, es ms valiente que t, porque t tienes un rifle.Lrgate ahora y no lo molestes ms!

    Se sent donde haba estado Julin, sonri con su airesencillo, apacible, y tom mis manos entre las suyas.

    Nosotros seremos compadres, eh? dijo LonginoGuereca. Nos taparemos con las mismas cobijas, estaremos

    siempre juntos. Y, cuando lleguemos a La Cadena te llevara mi casa; mi padre y mi madre nos harn hermanos... Te en-sear las minas de oro perdidas de los espaoles, las minasms ricas del mundo... Las trabajaremos juntos, eh? Sere-mos ricos.

    Pero el baile se haca ms y ms desenfrenado. La or-questa y la pianola alternaban sin descanso. Todos estaban

    ya borrachos. Pablo alardeaba terriblemente de matar prisio-neros inermes. De vez en cuando surga algn insulto, acom-paado instantneamente por el chasquido de las palancasde los rifles en todo el recinto. A la sazn, las pobres muje-res, exhaustas tal vez, empezaban a querer irse a casa, lo quelevantaba una protesta general:

    No se vayan! No se vayan! Prense! Vuelvan aqu a

    bailar! Vuelvan aqu!Y la maltrecha procesin se detena y volva pesadamen-te. A las cuatro de la madrugada, cuando alguien esparci elrumor de que haba un espa, gringo huertista, entre noso-tros, juzgu prudente irme a la cama. Pero el baile sigui has-ta las siete...

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    Al amanecer despert al or disparos al mismo tiempo quelos toques desaforados de una trompeta. Juan Snchez esta-ba frente al cuartel general tocando diana; no saba cul era

    el toque de diana, as que los tocaba todos.Patricio haba lazado un novillo para el almuerzo. El ani-mal inici una carrera a saltos, bufando por el desierto, conel caballo de Patricio galopando a su lado. Los soldados, sa-cando apenas los ojos de sus sarapes, se arrodillaron y seecharon los rifles al hombro. Son la descarga! En la quie-tud del aire resonaba enormemente el fuerte estampido de

    los fusiles. El animal daba saltos de costado, sus mugidosapenas nos llegaban. Otra descarga! Y cay de cabeza, pa-taleando en el aire. El caballito de Patricio se encabrit, susarape flotaba como una bandera. Justamente en aquel mo-mento emergi un sol enorme por el Oriente, derramandouna luz clara sobre la rida planicie semejante a un ocano...

    Pablo sali de la Casa Grande, reclinndose en el hom-

    bro de su mujer.Me siento enfermo gimi, adecuando la accin a lapalabra. Juan Reed montar mi caballo.

    Subi al coche, tom desganadamente la guitarra y cantlo siguiente:

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    Captulo VI

    QUIN VIVE?

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    Yo estaba al pie de un verde maguey;mi amor ingrato con otro se fue;

    despert con el canto de la alondra:Ay, qu cruda tengo y el cantinero no fa!

    Oh, Dios, qutame este mal!Siento como si fuera a morir.La Virgen del pulque y el aguardiente me salvarn.Ay, qu cruda, y nada que beber ... !

    Hay aproximadamente unos cien kilmetros de La Zarcaa la hacienda de La Cadena, donde iba a estacionarse la tro-pa. Los caminamos en un da, sin beber agua ni comer. El co-che pronto nos dej atrs. A poco de andar, la aridez del te-rreno fue sustituida por una vegetacin espinosa, hostil,nopales y mezquites.

    Caminamos en fila a lo largo de una hondonada entre elgigantesco chaparral, ahogados por la espesa nube de polvoalcalino, araados y despedazados por el espinoso breal.Algunas veces al salir a un claro del camino veamos el rectosendero que suba a las cumbres del ondulado desierto, hastadonde la vista poda seguirlo; pero sabamos que continuarams lejos an, mucho ms lejos. No soplaba ni un poco de

    aire. El sol vertical azotaba con tal furia que lo haca tamba-lear a uno. La mayora de los soldados, que se haban em-briagado la noche anterior, comenzaron a sufrir terriblemen-te. Sus labios resecos, partidos, se volvan azul oscuro.

    No escuch una sola palabra de queja, aunque tampocose oan las bromas y las travesuras de otros das. Jos Valien-te me ense a mascar ramitas de mezquite, pero ello no

    ayudaba gran cosa.Cuando ya habamos caminado varias horas, Fidencioseal adelante, diciendo secamente:

    Ah viene un cristiano!Cuando uno se da cuenta de que esa palabra, cristia-

    no, que ahora simplemente significa hombre, se ha transmi-tido entre los indios desde pocas muy remotas, y, cuando

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    quien la dice se parece exactamente a lo que Cuauhtemotzinpudiera haber parecido, esto le proporciona a uno sensacio-

    nes muy curiosas.El cristiano en cuestin era un indio muy anciano arrean-do un burro.

    No dijo, no llevo nada de agua.Pero Sabs salt de su caballo y tir el fardo del viejo al

    suelo.Ah! grit. Magnfico! Tres piedras! Y mostraba

    una raz de la planta del sotol, la que se asemeja a una plan-ta barnizada hace un siglo, y que despide jugos intoxicantes.Nos la dividimos como si fuera una alcachofa. En seguidatodos nos sentimos mejor...

    Fue ya al fin de la tarde, al rodear un brazo del desierto,cuando vimos a lo lejos los enormes lamos cenizos que ro-deaban el manantial de la hacienda de Santo Domingo. Se al-

    z una columna de polvo oscuro, como el humo de una ciu-dad que arde; era del corral, donde los vaqueros estabanamansando caballos. Se destacaba solitaria y desolada la Ca-sa Grande, quemada por Chech Campos un ao antes. A laorilla del manantial, al pie de los lamos, estaban encuclilla-dos una docena de buhoneros errabundos, en torno a una fo-gata, mientras sus burros rumiaban maz. De la fuente a las

    casas de adobe y viceversa se mova una cadena interminablede mujeres aguadoras, el smbolo del Norte de Mxico.Agua! gritamos jubilosamente, galopando hacia aba-

    jo del cerro. Los caballos del coche ya estaban en el manan-tial con Patricio. Saltando de sus monturas, la tropa se ten-di boca abajo. Hombres y caballos revueltos metan suscabezas y beban, beban...

    Quin tiene un cigarro? solicit alguien. Tendidosboca arriba, permanecimos felices unos cuantos minutos, fu-mando. Un sonido de msica, msica alegre, me hizo sentar.

    All, frente a m, a lo lejos, se mova la ms extraa pro-cesin del mundo. Primero apareci un pen haraposo le-vando la rama florecida de algn rbol. Tras l, otro llevabauna pequea caja que pareca un fretro, pintado a rayas an-

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    chas de azul, rosa y plata. Seguan cuatro hombres, llevandouna especie de dosel hecho de lanilla de colores vivos. Una

    mujer caminaba debajo, aunque el dosel la ocultaba hasta lacintura; encima yaca el cuerpo de una pequea, con los piesdesnudos y sus manecitas morenas cruzadas sobre el pecho.Tena en el pelo una corona de flores de papel; todo su cuer-po estaba cubierto por ellas. Un arpista que vena detrs to-caba un vals popular llamado Recuerdos de Durango. Elcortejo fnebre caminaba lenta y alegremente, pasando por

    la cancha del rebote, en la cual los peloteros no cesaban dejugar, hacia el pequeo camposanto.Bah! escupi Julin Reyes airado. Eso es una im-

    piedad hacia los muertos!Con los ltimos destellos del sol, el desierto era algo res-

    plandeciente. bamos por una tierra silenciosa, encantada,que pareca un reino submarino. Por todas partes haba

    enormes cactus de colores rojos, azules, prpura, amarillos,a semejanza del coral en el lecho del ocano. Detrs de noso-tros, al Occidente, rodaba el coche envuelto en una nube depolvo como la carroza de Elas... Rumbo al Oriente, bajo uncielo en el que ya aparecan las estrellas, estaban las rugosasmontaas detrs de las cuales se asentaba La Cadena, elpuesto ms avanzado del ejrcito maderista. Era una tierra

    para amarse este Mxico, una tierra para luchar por ella.Los trovadores comenzaron de pronto a entonar el largo co-rrido de La Corrida de Toros, en la cual los jefes federalesson los toros, y los generales maderistas los toreros; y al con-templar a los alegres, amables y humildes hombres que tantohaban prodigado de sus vidas y comodidades a la heroicalucha, no pude menos que pensar en el corto discurso que

    Villa dirigi a los extranjeros que salieron de Chihuahua enel primer tren de refugiados:ste es el ltimo mensaje que llevan ustedes a los su-

    yos. Ya no habr ms palacios en Mxico. Las tortillas de lospobres son mejores que el pan de los ricos. Vyanse!

    Ya entrada la noche, pasaban las once, el coche se rom-pi en un esfuerzo por llegar en el camino rocoso entre las

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    elevadas montaas. Me detuve para tomar mis mantas; perocuando me dispona a seguir adelante, ya haban desapareci-

    do los compaeros por los recodos del camino. Yo saba quepor all cerca, en alguna parte, estaba La Cadena. En cual-quier momento poda aparecer un centinela, saliendo delchaparral. Descend poco ms de medio kilmetro por un ca-mino accidentado que era con frecuencia el lecho de un roseco, corriendo entre las sinuosidades de las altas sierras. Erauna noche oscura, sin estrellas, glacial. Las montaas se

    abrieron finalmente en una inmensa llanura, a travs de lacual apenas poda distinguir la inmensa cordillera de La Ca-dena y el paso que la tropa deba guardar. Un poco ms all,a tres leguas del paso, estaba Mapim, guarnecido por mildoscientos federales. Pero la hacienda se ocultaba todavatras una ondulacin del desierto.

    Yo estaba casi sobre ella, vindola, y no me haban mar-

    cado el alto. Era un agrupamiento cuadrangular de construc-ciones blancas, que estaban situadas al otro lado de un ba-rranco profundo. Y, sin embargo, ni un centinela todava.Esto es gracioso, deca para m. Parece que no tienen muybuena vigilancia por aqu. Me ech a andar hacia el barran-co, subiendo al otro lado. En uno de los grandes salones dela Casa Grande haba luces y msica. Atisbando atentamen-

    te, vi al infatigable Sabs haciendo remolinos en el laberintode la jota, a Isidro Amaya y a Jos Valiente. Un baile! Justoentonces, un hombre, pistola en mano, se asom por el ma-reco de la puerta.

    Quin vive? grit, desganadamente.Madero! contest.Que viva! replic el centinela, y se volvi al baile...

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    Haba ciento cincuenta de los nuestros apostados en La Ca-dena, el lugar ms avanzado de todo el ejrcito maderista enel Occidente. Nuestra misin era la de guardar un paso: el de

    la Puerta de La Cadena; el grueso de las tropas estaba acuar-telado en la hacienda, a quince kilmetros de distancia.Aqulla se hallaba situada sobre una pequea meseta, juntoa un profundo barranco, en cuyo fondo brotaba un ro sub-terrneo que sala a la superficie y corra unos cien metros,desapareciendo otra vez. Se perciba, hasta donde la vista po-da llegar, hacia abajo del ancho valle, la ms temible especie

    del desierto: lechos secos de arroyuelos, un espeso chaparral,nopaleras y plantas espadas.La Puerta estaba directamente al Oriente, rompiendo la

    tremenda cordillera de montaas que ocultaban la mitad delcielo y que se extendan al Norte y al Sur, ms all de dondepoda alcanzarse a ver, arrugadas como las ropas de cama deun gigante. El desierto se volcaba para cubrir el espacio, pero

    ms all, nada, excepto el azul del lmpido cielo mexicano.Desde La Puerta uno poda ver a ms de treinta y cinco kil-metros, a travs de la rida y vasta planicie que los espaolesllamaron Llano de los Gigantes, donde se esparcen pequeosmontculos, y a cuatro leguas de distancia, las bajas y grisescasas de Mapim. All acechaba el enemigo: mil doscientoscolorados, federales irregulares, bajo el mando del coronel

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    Captulo VII

    UNA AVANZADA DE LA REVOLUCIN

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    Argumedo. Los colorados son los bandidos que hicieron larevuelta de Orozco. Se les llama as por su bandera roja, y

    tambin por sus matanzas. Barrieron todo el Norte de Mxi-co, quemando, saqueando y robando a los pobres. En Chi-huahua rebanaron las plantas de los pies a un infeliz: loarrastraron a travs del desierto hasta que expir. Yo he vis-to un pueblo de cuatro mil almas reducido a cinco, despusde una incursin de los colorados. Cuando Villa torn a To-rren, no dio cuartel a los colorados: eran pasados por las

    armas sin piedad.El primer da que llegamos a La Cadena una docena deellos se acerc para hacer un reconocimiento. Estaban deguardia en La Puerta veinticinco hombres de tropa. Captura-ron a un colorado. Lo obligaron a bajarse del caballo, le qui-taron el rifle, la ropa y los zapatos. Despus lo hicieron co-rrer desnudo por entre centenares de metros de chaparral y

    nopaleras, disparando sobre l. Por fin lo derrib Juan Sn-chez, dando gritos y hacindose con su rifle, del que me hizoobsequio. Dejaron al colorado a merced de las grandes avesde rapia mexicanas, que revoloteaban pausadamente todoel da sobre el desierto.

    Mientras, mi compadre, el capitn Longino Guereca, elsoldado Juan Vallejo y yo, habamos obtenido prestado el

    coche del coronel para dar una vuelta al polvoroso ranchitode Brusquilla, el hogar de Longino. Se hallaba situado a cua-tro leguas de desierto al Norte, donde brotaba milagrosa-mente un manantial de un pequeo cerro blanco. El viejoGereca era un pen de cabello blanco, calzaba huaraches.Haba nacido esclavo en una de las grandes haciendas; peroaos de trabajo, tan espantosos que sera difcil concebirlos,

    haban hecho de l ese raro ser humano en Mxico, el posee-dor independiente de una pequea propiedad. Tena diez hi-jos: muchachas morenas claras e hijos que parecan jornale-ros de campo de Nueva Inglaterra, adems de una hija yadifunta.

    Los Gereca eran gente orgullosa, llena de ambicin y debuen corazn. Lon