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Miranda: Más Liberal Que Libertador

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Miranda: Mas liberal que libertador - XAVIER REYES MATHEUS Pról. Fernando García de Cortázar. 'Si he querido referirme en este libro a Francisco de Miranda ha sido sobre todo con el propósito de invitar al lector a meditar sobre la forma en que fue lanzado, hace poco más de doscientos años, el proyecto democrático moderno, unido a un sistema de valores que la inteligencia se empeñó en definir diáfanamente.

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  • Xavier Reyes Matheus

    MirandaMs liberal

    que libertadorEl precursor de la Independencia venezolana en el nacimiento de la

    democracia moderna

  • Miranda, ms liberal que libertador.El precursor de la Independencia en el nacimiento de la democracia modernaXavier Reyes Matheus

    1a edicin en Editorial CEC, SA, Coleccin Huellas, 2013

    ISBN: 978-980-388-733-9Depsito legal: lf54520139003871 Coleccin Huellas, Serie Biografias

    Gerente Unidad de Negocios Libros: Rosalexia GueRRa TineoGerente de produccin editorial: nadesda BaRRiosJefe editorial: dieGo aRRoyo Gil

    Diseo grfico: eylin seRRano

    Fotografas: Archivo

    Editorial CEC, S.A.Rif: J-30448800-9

    [email protected] postal 75194, Caracas 1071-AVenezuela

    Todos los derechos reservados.Queda prohibido reproducir parte alguna de esta publicacin, cualquiera sea el medio empleado, sin el permiso previo del editor.

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    Tras la disolucin de la Gran Colombia y la muerte de Bolvar, Venezuela puso pie en el camino para ganar, ya con ese nombre, un lugar propio en la historia y en la geografa del mundo. La figura de Pez tutelaba el proceso, y en esa pre-eminencia ha cifrado la historiografa posterior la clula matriz de nuestro militarismo. Sin embargo, la aparicin de todos los Estados nacionales en la Edad contempornea resulta indisocia-ble de la reconfiguracin del ejrcito, que bajo el sistema feudal y en el Antiguo Rgimen se hallaba en manos de la aristocracia, y que llegado el momento democrtico deba quedar de cuenta de hombres dispuestos a jugarse la vida por una sociedad con-traria al reconocimiento de privilegios. En medio del discurso que exaltaba los derechos individuales era necesario, por otra parte, aglutinar la voluntad social en el sentido de una empresa colectiva, y la sutura que las armas representaban entre el ciu-dadano y la Nacin en el contexto, adems, de un conflicto internacional no poda dejar de ser un factor decisivo.

    La Amrica no ser libre sino cuando est libre de libertadoresJuan Bautista Alberdi

    Peregrinacin de Luz del Da o Viajes y aventuras de la Verdad en el Nuevo Mundo (1871).

    Un pueblo sin soberana, no es independiente. Si se cree soberano porque no es gobernado por extranjera mano solamente, y vive sometido al tirano que lo encanta o alucina, ese pueblo es ciego, es imbcil, y lo peor es que tiene que apelar al sofisma para acallar la protesta interna de la con-

    ciencia; y entonces su inteligencia extraviada se embrutece, y su corazn se pervierteFrancisco Bilbao

    La Amrica en peligro (1862).

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    Militares fueron Washington y Napolen, y muy distinto es el juicio que puede hacerse de uno y de otro. El caso era que, con militares y todo, la causa del pueblo, el deseo de justicia y el freno a los abusos de la autoridad se haban erigido en las divisas del nuevo tiempo, y por delante se hallaba el desafo esencial de la modernidad poltica: el de transferir la custodia de aque-llos principios a unos dispositivos institucionales y a un orden jurdico en los que se cimentase el edificio poltico. Se trataba, pues, de instaurar una nueva lgica del poder, contradictoria para cualquiera que lo ejerza (ya sea civil o militar): la de que, pudiendo usarlo para derribar los lmites que lo restringen, debe en cambio someterse a ellos. Lo problemtico, en la era de casar las constituciones con los reclamos populares, era que la tenta-cin del exceso se acrecentaba si aquel matrimonio, pretextando los fueros de la legitimidad, consista en la forja de una razn de Estado ms fulminante e irresistible que la que haban exhibido los monarcas absolutos, pues pretenda hallar su fuente no ya en el designio de un solo hombre sino el de todos (o al menos en el de todos los necesarios para las intenciones despticas). En una palabra: hecha la ley, la audacia autoritaria (que, s, resulta siempre ms peligrosa cuando va armada con pistolas) hallaba su forma de hacer la trampa sirvindose de los mismos argu-mentos que fundamentaban el orden de libertades.

    La llamada Revolucin de las Reformas inaugur en la naciente Repblica de Venezuela el saboteo de la imposicin voluntariosa empeada en travestir la arbitrariedad con los ropajes de la razn contra el proyecto de las instituciones libe-rales. La pugna que qued desde entonces en el seno de la pol-tica venezolana puede oponer ciertamente lo civil a lo militar; pero la que se ha enquistado en nuestra sociedad, en lo profundo de nuestras costumbres y de nuestro modo de relacionarnos, es aquella famosa entre los valientes y el mundo que descansa sobre la justicia y la honradez (pues aunque algunos testimo-

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    nios hablan del hombre justo, los ms antiguos recogen esta expresin en la que Vargas no pareca siquiera personificar su fe en los valores ticos). Por fortuna, no han faltado los que se han negado a comulgar con las ruedas de molino fabricadas por la sofstica de la violencia, y ya en aquellos primeros aos de nuestro moderno Estado la prensa result un medio inestimable para dar voz a la rectitud de los principios. Entre los peridicos que entonces circularon, uno, resueltamente opuesto al alza-miento de los caudillos reformistas, apenas se recuerda hoy: el Correo constitucional de Caracas, salido de las prensas de Fermn Romero. Sus escasos nmeros, que se publicaron entre 1835 y 1836, exhiben en su cabecera un lema elocuente, que proclama su adhesin al progreso y al mejoramiento del statu quo con una condicin innegociable: Defendemos nuestras instituciones porque deseamos mejorarlas, pero sin dejar ni un instante de ser libres. Lo ms llamativo de aquel frontis es, sin embargo, la bella vieta con que se adorna: una corbeta con las velas des-plegadas, navegando por un mar agitado. El espritu de la publi-cacin, su tono y aquella filacteria hacen inevitable que uno se pregunte: representa acaso, el dibujo, el Leander de Francisco de Miranda? Bajo la tormenta que amenazaba las expectativas de incorporar a Venezuela al conjunto de las naciones civilizadas, tras largos aos de guerra y de devastacin, inspir a alguien el pensamiento de aquel hombre legendario, muerto haca ya vein-te aos en el olvido de una prisin, y de cuya memoria separaba a las nuevas generaciones la transformacin absoluta de un pas en el que no haba quedado piedra sobre piedra, irreconocible para sus padres y sus abuelos?

    Se echa de menos la sabidura de un Pedro Grases para acla-mar este extremo que es, en todo caso, una hermosa metfora. No propiamente por el tributo que aquellos publicistas hubieran pagado a la persona del prcer: de eso no le ha faltado a lo largo de dos siglos, y no le falta ahora. Miranda en la Carraca es lo ms

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    icnico de la cultura plstica venezolana, y el homenaje de la toponimia patria ha dado incluso origen al gentilicio miran-dino, que es mucho ms de lo que puede decirse de otras personalidades histricas. Las biografas y las obras de ficcin que lo tienen como personaje suman nuevos ttulos con relati-va frecuencia, y es innegable que, incluso en la representacin ms ingenua y comn, la singular estampa del hroe de peluca empolvada adquiere siempre rasgos relevantes. Desplazado a un segundo plano por Bolvar en el panten de los hroes nacio-nales, la gente parece dispuesta, sin embargo, a adjudicarle las prendas de un estratega de superiores conocimientos en el arte militar: es el generalsimo, un ttulo que algunos creen asociado a sus hazaas en los campos de batalla europeos. Desde luego, no puede negarse que Miranda acumul a lo largo de su vida una amplia experiencia blica, figurando al lado de verdaderas glo-rias castrenses. Pero un repaso a sus aventuras nos muestra que su carrera en el ejrcito fue siempre accidentada, marcada por desinteligencias con sus superiores, jalonada de significativas derrotas y controversial en las capacidades tcticas que exhibi. No lleg a ser, como suele creerse, general de la Revolucin francesa: se incorpor directamente a ese rango, negocindolo con sus contactos en el gobierno de Francia. En su autntica hoja de servicios, la que prest en las filas de Espaa, no tuvo tiempo a ascender antes de desertar ms all del grado de teniente coronel, mientras que su extico nombramiento en Rusia se debi a la pura simpata que despert en Catalina la Grande, sin disparar un tiro el venezolano y bajo una identidad ms o menos fantstica. Su actuacin en Pensacola fue mucho menos pica de lo que sugieren las entradas enciclopdicas, y la estatua que se le ha erigido en Valmy (donde, sin que se entienda demasiado, tambin se yergue un busto de Bolvar) no deja de tener algo de nuestro incombustible afn de protagonismo cuando en cam-bio otras figuras ms destacadas en aquella accin, como Barrau

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    de Muratel o el irlands Isidore Lynch, no tienen all monumen-to que robe foco al general Kellermann. Luego, junto al asom-bro por la espada de fama internacional, la otra faceta que ha hecho clebre a Miranda entre sus compatriotas es su aura de libertino ilustrado, coleccionista de vello pbico femenino y explorador de burdeles exticos. Todava hoy, cierta mojigatera conservadora, descendiente en alguna medida de la moral sec-taria y corrillera de los viejos mantuanos, reprueba la memoria de su vida disipada a la vez que se muestra indulgente con la superhombra de Bolvar, a cuyo genio romntico, pretextan, no habra cabido negarle desahogos. Parece no recordarse que en la casa de Grafton Way Miranda dej un hogar bien consti-tuido, por el que velaba incluso entre los afanes de su regreso a Caracas; o que con ternura de padre orgulloso puso el nombre de su primognito al barco de sus hazaas; o que mantuvo entre los muros de La Carraca la esperanza de volver a reunirse con su querida Sally, aventajada discpula suya en el sostenimiento de la causa sudamericana en Londres, y de cuyos hijos iba a sacar Venezuela servicios dignos de buenos patriotas.

    Entretenidos con lo anecdtico, los compatriotas de Miranda apenas conocen, en cambio, la dimensin que mejor lo retrata y en donde su genio se mostr con todo el brillo de un esp-ritu excepcional: la del filsofo poltico. Un deber de justicia nos reclama que aseguremos la presencia del caraqueo no ya en plazas y avenidas, sino en los manuales y en las ctedras universitarias que recogen el canon de las ideas polticas de Occidente, desde Aristteles hasta Habermas y Sartori. No debe parecer, ya que la Unesco ha reconocido la vala universal del archivo mirandino, que tal tesoro se form bajo una especie de sndrome de Digenes, sino que ha de verse en l la prueba documental de una riqusima y multiforme aproximacin a las dinmicas de la sociedad humana que habran de signar nuestro tiempo. En sus consideraciones sobre el Nuevo Mundo y sobre

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    los sucesos de Francia, Miranda precedi a un Tocqueville con el que sera necesario hacerlo dialogar, pues entre sus reflexio-nes y las que llenan las pginas de La democracia en Amrica y de El Antiguo Rgimen y la Revolucin hay infinitos reenvos que proyectan sobre nuestro presente avisos esclarecedores. Igual que suceda con el francs, el anlisis del venezolano no era el de los pensadores que asuman la poltica como una abstraccin, erizada de categoras esotricas y ajena al tiempo y al espacio. No escap a su examen ninguna de las inditas variables que la trasformacin moderna iba introduciendo en la realidad: desde la primicias con que ya se anunciaban la globalizacin y el cho-que de civilizaciones, hasta asuntos como la participacin de la mujer en la vida poltica o el derecho de las naciones sobre su patrimonio artstico. La clave de esta cosmovisin consista en entender al hombre tal cual era: sin dejar por cuenta del idealismo los derrotes de su naturaleza, pero reconociendo que protagonizaba la historia y que por eso mismo se hallaba volca-do a un camino de progreso, cuyos avances dependan, en todo caso, de lo que cada pueblo hiciese por el provecho de su propia libertad. Entre el escepticismo que pone la circunstancia por encima del espritu y la utopa que no aspira a menos que a la beatitud eterna, la postura del Precursor segua el mtodo del pujante conocimiento cientfico para extraer las constantes de la realizacin humana sin negar la evidencia de un mundo diverso, complejo, polcromo y, por lo mismo, digno de explorarse con pasin descubridora.

    Miranda asisti a los dos grandes sucesos polticos de nuestra era, cuyo latigazo se triangul muy pronto hacia una Amrica hispana influida por uno y por otro. Los Estados Unidos, de un lado, nos parecen ahora un caso nico en la historia; un hpax social y poltico, tan raro que, a pesar de todo lo que ha significa-do y significa en el mundo, hay quien lo sigue viendo hoy en da con incredulidad, como si su grandeza fuera un mero espejismo

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    que aunque ha tardado en desvanecerse no podr sin embargo durar ya mucho ms. Pero, como este libro intenta mostrar, la Norteamrica que conoci Miranda no pasaba an de ser un esbozo de nacin, y no era una fatalidad que llegase a convertir-se en lo que se convirti. Por el contrario, la Revolucin france-sa demostr una tremenda aptitud para replicarse en el periplo poltico de la contemporaneidad. Resulta apasionante entender cmo este sismo entrecruz las rbitas en las que se mueven la libertad y la autoridad, generando entre ambas un magnetismo que las mantiene en su curso y que, al mismo tiempo, representa una amenaza de catastrfica colisin. Las distintas etapas en las que se desenvolvi el fenmeno describieron perfectamente ese trnsito que puede acabar convirtiendo los anhelos de eman-cipacin en desesperanzada esclavitud, y Miranda, cuyo lugar en el tablero no caa precisamente del lado del inmovilismo, lo comprendi con la lucidez de un Burke o de un Alexander Hamilton. Sobre todo, se esforz luego cuanto pudo para evitar que su patria se mantuviese a salvo de aquel peligro, y el lti-mo de esos esfuerzos, en cierto modo, consisti en entregar la Primera Repblica.

    Si se dijese, de acuerdo a esta evidencia, que Miranda era de derechas segn ha concluido alguien tras la lectura de este libro, se cometera una inexactitud tan grande como al adjudicar semejante rtulo a cualquier Estado que reconozca en su Constitucin el principio de la soberana popular. Al menos en los trminos en que se entendan las cosas en tiempos de surgir la distincin (entre derechas e izquierdas), no hay hoy en da prcticamente, salvo en algn rgimen teocrtico o en ciertos reinos patrimoniales, ningn sistema que, en teora, nie-gue los derechos ciudadanos o pretenda ejercer la autoridad en nombre de una eleccin metafsica debida a la Providencia o a los destinos superiores que se atribuyan a un pueblo o una raza. Pero, as y todo, sabemos palmariamente de pases en donde el

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    poder impone a la gente las mayores limitaciones, y en donde los lderes reciben un culto mesinico comparable no ya al de los antiguos monarcas absolutos, sino al de aquellos reyes tau-maturgos, estudiados por Marc Bloch, que se crean capaces de realizar curaciones milagrosas. La morbosa coexistencia de esos valores y estas realidades, lograda a fuerza de malear el concepto de democracia, surgi ya ante los ojos de Miranda en las marru-lleras de la demagogia revolucionaria, que acu una religin republicana y que decapitaba a los ricos mientras sus proslitos rapiaban todo lo que podan de los tesoros nacionalizados.

    Por si fuera poco el haber sido entregado por Bolvar y el haber convertido a varios estadounidenses en los protomr-tires de nuestra independencia, caba pensar que, girondino y amigo de Quatremre de Quincy, Miranda resultara una figura irreconciliable con la modalidad de hebertismo posmoderno y tropical que hoy impera en Venezuela. La grafomana del Precursor y la coherencia de su pensamiento, a partir sobre todo de la experiencia revolucionaria en Francia, hacen difcil falsear sus ideas, aunque sabemos que para la mentira practicada por el chavismo no era cuestin de pararse en un detalle tan nimio. Y total es que el nombre del prcer no falta entre las advoca-ciones del rgimen; pero hay que reconocer que ese manoseo no ha pasado del fetiche: lo toca en su pura estampa, como cuando mand hacerse aquel mueco articulable de factura china con el pretexto de que los nios sustituyesen a los hroes de los cmics imperialistas por los de la independencia. Ah apareca el icono transformado en una especie de Iron Man de musculatura herclea, en actitud de alistarse a la pelea y armado con pistola y espada. Sin embargo, esta tergiversacin no parece haber afectado los trabajos acadmicos promovidos desde el mismo Gobierno, quiz porque, por fortuna, ha prevalecido entre sus responsables el sentido profesional. Verdad es que a veces en esos textos se pasa de puntillas sobre ciertos aspectos

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    del liberalismo de Miranda, sobre todo cuando se trata de opi-niones econmicas (que son las que la cartilla del insulto iden-tifica con el neoliberalismo); pero no falta el reconocimiento en su ideario de postulados como la gobernanza democrtica o la separacin de poderes, y uno se pregunta cmo se concilia la admiracin por esos valores con la adhesin a Chvez. Para el bicentenario de la expedicin del Leander, la historiadora encar-gada de los festejos oficiales organiz una exposicin que en cualquier otro lugar del mundo habra llenado muchos metros de calle con visitantes deseosos de verla. En la muestra, que reuna junto a los recuerdos del Precursor las mejores piezas de nuestra pintura y otros tesoros muy apreciables, nada sugera una Venezuela contracultural, apartada de la senda de la civili-zacin; por el contrario, se nos recordaba que el proyecto repu-blicano haba consistido en transformarnos en una sociedad y no en una jaura.

    Madrid, agosto de 2013.

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    El Nuevo Mundo y el mundo nuevo

    El tiEmpo dE las profEcasComo muchos de los lderes de la independencia norteame-

    ricana, Charles Thompson, secretario del Congreso Continental que asumi el gobierno de las Trece Colonias durante la revo-lucin contra Inglaterra, era un buen conocedor de las lenguas clsicas. Sus ltimos aos los pasara dedicado a una traduccin de la Septuaginta directamente del griego, extraordinario tra-bajo que le ocup cerca de dos dcadas y que produjo, segn consenso de los biblistas, una de las mejores versiones del texto hechas en Estados Unidos. Se comprende que a l se le asignara, en 1782, el diseo del escudo que deba dar a la nueva repblica carta herldica de naturaleza, y que haba de llevar, por supues-to, algn lema latino. El que Thompson escogi estaba sacado de una gloga de Virgilio, glosada durante siglos por el espritu armonizador de la teologa cristiana, que pretenda hacer ver que el Dios de Israel haba prometido su Mesas tambin por boca de las auctoritates de la cultura universal difundida con la romanidad: Ya se acerca la ltima era de que habl la Sibila;

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    ya nace de lo profundo de los tiempos un gran orden. Y as qued el lema, que desde 1935 figura tambin en el reverso de los billetes de a dlar: Novus Ordo Seclorum (un nuevo orden de los tiempos).

    El nacimiento de los Estados Unidos pareca replicar un captulo conocido en la historia de las cosmovisiones: el del des-cubrimiento de Amrica. Es muy sabido que la profeca con que termina el segundo acto de la Medea de Sneca se crey explici-tada por la hazaa de Coln. Una orgullosa nota de Hernando, el hijo biblifilo del navegante, ha quedado apuntada en el volumen de las tragedias del filsofo cordobs que figuraba en su biblioteca una observacin manuscrita en el mismo latn del texto, junto a los versos que hablan de tiempos en los que el ocano descubrira nuevos orbes y en los que no sera Thule el ltimo confn de la tierra: Esta profeca fue cumplida por mi padre, el almirante Cristbal Coln, en el ao 1492.

    Uno y otro orden nuevo, tan arcanamente anunciados, sern los encargados de sentar a Espaa en el banquillo de la his-toria para interpelarla por su capacidad de respuesta ante lo que ellos han venido a significar: el advenimiento de la modernidad. Particularmente extrao ser el papel desempeado en este jui-cio por la Amrica hispana, que le abre a la metrpolis acusacin por la primera causa la del orden nacido del descubrimiento, pretendiendo satisfaccin en la segunda la del ciudadano libre creado en la Revolucin norteamericana. Para muchos para la mayora se trata slo de eso: de cobrar cuentas atrasadas. Slo algunos se paran a ver lo que significa de verdad la conquista de las libertades, y los valores sobre los que se basa.

    El conde de Aranda, figura principalsima de la poltica espa-ola, aventur en su da una interpretacin de los cambios que se estaban sucediendo. Al ao siguiente de acuar Thompson su orculo virgiliano como divisa de los Estados Unidos, el ministro de Carlos III diriga al rey su famoso Informe, en el que le deca:

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    El Nuevo Mundo y el mundo nuevo

    Llegar un da en que [esta repblica federal] crezca y se torne gigante y aun coloso temible en aquellas regiones. Entonces, olvidar los beneficios que ha recibido de las dos potencias [Francia y Espaa, que ayudaron a su emancipacin] y slo pensar en su engrandecimiento. La libertad de conciencia, la facilidad de establecer una poblacin nueva en terrenos inmensos, as como las ventajas de un gobierno naciente, les atraer agricultores y artesanos de todas las naciones; y dentro de pocos aos veremos con verdadero dolor la existencia tirnica de este coloso de que voy hablando. El primer paso de esta potencia, cuando haya logrado engrandecimiento, ser el apoderarse de las Floridas a fin de dominar el golfo de Mxico.

    Un siglo tardar Espaa en caer en la cuenta de estas pre-venciones, hasta el clebre 1898 en el que se perdern, pre-cisamente, las dos posesiones que Aranda haba aconsejado preservar Cuba y Puerto Rico (respecto del resto, su plan de reestructuracin deba convertir el continente en tres reinos entregados a otros tantos infantes: en Mxico, en Per y en Tierra Firme, pudiendo el monarca espaol reservarse frente a ellos el ttulo de emperador). Esta larga incomprensin es en s misma muy significativa de la singularidad histrica que repre-sentaba la experiencia norteamericana, incorporada, sin embar-go, desde muy pronto al debate poltico que pone a Occidente en ebullicin. Lo que ve Aranda es patente tiene, sobre todo, el aspecto monstruoso de un nuevo imperio (aunque no se le escapen las particularidades sociales del fenmeno). Habr que esperar a Alexis de Tocqueville para que queden al descubierto los engranajes de esta mquina, que resultar novedosa no tanto por su poder como por esa combinacin indita de prosperidad econmica e igualdad ciudadana cuya frmula se sigue intenta-do descubrir e imitar.

    Pero 1783, el ao en que las aprensiones de Aranda glosan el tratado por el que se reconoce la independencia de Estados Unidos, es tambin el de la desercin de un criollo venezolano que haba participado en la guerra de aquellas colonias contra Inglaterra, subordinado a las rdenes de Bernardo de Glvez, el capitn de las fuerzas espaolas que apoyaban a los patriotas

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    americanos. Una intervencin la de Espaa decidida por el pacto de familia, que la obligaba a apoyar a Francia frente a la Gran Bretaa. Nuestro desertor tena treinta y tres aos, y haba desembarcado en Cdiz a los veintiuno, procedente de su Caracas natal, con una plaza comprada para servir en el ejrcito peninsular. Su carrera, que se haba engalonado con combates en Melilla y que tras la toma de Pensacola, en Florida, progres hasta el rango de teniente coronel, termin cuando el criollo, confusamente acusado de contrabando y de otras infracciones a la ley militar, decidi en Cuba ahorcar el uniforme y huir a los Estados Unidos. Desembarc all, en New Bern (Carolina del Norte), el 10 de junio. Se llamaba Francisco de Miranda.

    sapErE audEEl desplante de Miranda era una de las tantas desinteligencias

    que signaran su vida en las armas, por ms que, despus de todo, la cuenta que sacamos de ella acabe por parecernos rutilante. El carcter impulsivo y la mente calenturienta del caraqueo se aco-modaban mal a la cerrazn castrense, como la personalidad inquie-ta y andariega de Santa Teresa no haba conseguido hallarse dentro del orden de clrigos sin letras en el que se amustiaba. Por eso la huida hacia la neonata Unin norteamericana sirve, por un lado, para poner pies en polvorosa y quitarse de los conflictos cuarte-larios que le agobiaban; pero por otro, y de manera muy notoria, constituye el lanzamiento de un proyecto personal que obedece claramente a un programa ilustrado: el de deducir los mviles humanos a partir de las diversas culturas, esto es, de los modos de ser hombre segn las varias formas de organizacin social.

    En la carta de despedida que antes de desertar escribe a su superior y protector, el general Juan Manuel Cagigal, confiesa con detalle este propsito:

    (...) para que Usted proceda con todo aquel conocimiento que es indispensable en los asuntos, a fin de que salgan conformes con la idea

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    El Nuevo Mundo y el mundo nuevo

    del interesado, le dir que la ma, en dirigirme a los Estados Unidos de Amrica, no slo fue sustraerme a la tropela que conmigo se intent, sino para dar al mismo tiempo principio a mis viajes en pases extranjeros, que sabe Usted fue siempre mi intencin (...); con este propio designio he cultivado de antemano con esmero los principales idiomas de Europa (...). Todos estos principios (que an no son otra cosa), toda esta simiente que con no pequeo afn y gastos se ha estado sembrado en mi entendimiento por espacio de treinta aos que tengo de edad, quedara desde luego sin fruto ni provecho, por falta de cultura a tiempo. La experiencia y conocimiento que el hombre adquiere, visitando y examinando personalmente con inteligencia prolija el gran libro del universo; las sociedades ms sabias y virtuosas que lo componen; sus leyes, gobierno, agricultura, polica, comercio, arte militar, navegacin, ciencias, artes, etc., es lo que nicamente puede sazonar el fruto y completar en algn modo la obra magna de formar un hombre slido y de provecho!

    No ya a la inquietud de Santa Teresa recuerdan estas lneas, sino a la de la clebre Respuesta a sor Filotea, en la que sor Juana Ins de la Cruz admita su irrefrenable curiosidad intelectual explicando que, desde que me ray la primera luz de la razn, fue tan vehemente y poderosa la inclinacin a las letras, que ni ajenas reprensiones ni propias reflejas han bastado a que deje de seguir este natural impulso que Dios puso en m. Sor Juana haba sido quiz el espritu americano ms cosmopolita del siglo XVII; Miranda (ste no menos mrtir de la inteligencia como llam Amrico Castro a la monja nepantlense) lo sera del XVIII. Y si la religiosa no corri el mundo, su obra mir lo bastante a la cultura universal como para llegar a descubrir esa paradoja que ha venido a designarse luego con el trmino periferia, y que consiste en pertenecer desde fuera, en ser a la vez lo otro y lo mismo.

    La bsqueda de la propia identidad parti en sor Juana, como en Miranda, de un conflicto de linaje. La poetisa, hija bastarda, haba blandido la pluma para rechazar esta culpa, aduciendo que el no ser de padre honrado/ fuera defecto, a mi ver/ si como recib el ser/ de l, se lo hubiera yo dado. La historia de

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    Miranda tiene algunas semejanzas: su padre, un canario asenta-do en Caracas y dedicado al modesto oficio de comerciar con lienzos de Castilla, fue distinguido por el rey en 1764 con un nombramiento de capitn en el Batalln de Blancos. Los aris-tcratas criollos (que en Venezuela se llamaban mantuanos), des-cendientes de los conquistadores y de los primeros habitantes del pas, reaccionaron indignados ante lo que consideraron una afrenta al honor de su clase. Reclamaron al nuevo capitn prue-bas de limpieza de sangre, y desde el Ayuntamiento dirigieron una protesta al rey diciendo que no es lo mismo ser un plebeyo isleo de Canarias, e hijo de un barquero all, y ser cajonero y mercader aqu, que ser aqu mismo caballero, noble cruzado y aun titulado. Carlos III, sin embargo, por Real Cdula del 12 de septiembre de 1770, confirm el nombramiento del padre de Miranda y cerr la puerta a nuevas protestas:

    Impongo perpetuo silencio sobre la indagacin de su calidad y origen, y apercibo con privacin de empleo y otras severas penas a cualquiera militar y individuo de ese Ayuntamiento que por escrito o de palabra no le trate en los mismos trminos que acostumbraban anteriormente y le motejen sobre el asunto.

    Pero la afrenta haba quedado hecha, y el agraviado no quiso exponer a su hijo, que estudiaba entonces en la Universidad de Caracas, a sufrir la misma suerte. Aprovechando el desaho-go econmico que haba logrado con sus negocios, le dio un pasaporte y dinero para marchar a la pennsula, donde el joven compr una plaza en el Batalln de la Princesa.

    Existe a la vez una diferencia significativa en el enfoque que dieron sor Juana Ins y Miranda a su corrosiva necesidad de saber, y que se debe, desde luego, al cambio de los tiempos. Porque el conocimiento que buscaba sor Juana y al que tanto estudio quera dedicar tena como mbito de la verdad dos predios bien delimitados. Por una parte, el del canon cultural

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    El Nuevo Mundo y el mundo nuevo

    espaol, que el orden virreinal de la Nueva Espaa reproduca especularmente, y que hizo que el genio de la famosa autora no se sirviera nunca, con ser tan singular, sino en los vasos que haban creado Lope, Caldern, Gngora y Quevedo. Por otra parte, y como confiesa la autora en la misma Respuesta a sor Filotea, porque sus progresos en las ciencias ancilas se enca-minaban a la cumbre de la Sagrada Teologa, que era la cifra totalizadora de todo el saber.

    Pero el ao en que el caraqueo se evade del ejrcito espa-ol a los Estados Unidos ser tambin el de la muerte de Jean DAlembert, un autor que figuraba con dos ttulos en el inventario que el propio Miranda haba hecho poco antes de su biblioteca personal (la coleccin de libros que empez a formarse al salir de su patria, y que se hara realmente espln-dida con el tiempo): los Elementos de msica y las Miscelneas. Precisamente DAlembert, en el clebre Discurso preliminar a la Enciclopedia, haba descrito el cambio de signo en el orden de los saberes, diciendo que

    algunas verdades que hay que creer, unos cuantos preceptos que hay que cumplir: a esto se reduce la Religin revelada; sin embargo, a favor de las luces que ha comunicado al mundo, el pueblo mismo est sobre muchas cuestiones interesantes, ms firme y decidido que lo estuvieron nunca las sectas filosficas.

    Comenzaba, pues, una ciencia nueva que se nutra de su capacidad de ser comunicada y que no se divida en crculos concntricos del gran sistema teolgico, sino que se ramificaba, extendiendo a todas las dimensiones de la vida los universales humanos. Algo que, a la vez en el terreno del conocimiento y de la vida social, traa las notas de un tiempo renovado, pues no es dice el enciclopedista que las pocas pasadas hayan sido ms estriles que otras en genios raros; la Naturaleza es siempre la misma, pero, qu podan hacer aquellos grandes hombres

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    dispersos a gran distancia unos de otros como lo estn siempre, ocupados en cosas diferentes y abandonados sin cultivo a sus propias luces.

    La extensin geogrfica y social del conocimiento obligaba a la filosofa a dejar el feudo de lo sublime y a habitar entre la gente, en la polis. La tarea filosfica no poda ser ms la del claustro y el desierto, sino que su realizacin exiga ahora la forma de un proyecto poltico; la ciencia, ms que nunca, estaba llamada a ser un atributo de la vida pblica. Por eso la inquietud de Miranda sobre la naturaleza humana desaguaba por fuerza en un objetivo concreto: el de averiguar cul era la mejor forma en que podan gobernarse los hombres estos hombres, completamente cons-cientes del poder que les daba su propia inteligencia.

    Empeado en ello, y viendo surgir ante sus ojos el experimen-to singular de la repblica norteamericana, Miranda comenzaba all una indagacin vital que acabar llevndolo a participar acti-vamente en los ms trascendentes sucesos contemporneos: el fin del Antiguo Rgimen, la Revolucin francesa, el nacimiento de la revolucin industrial y, sobre todo, aquella empresa a la que habra de dedicar toda su vida: la independencia del continente hispano-americano y la construccin de una repblica moderna que, con el nombre hasta entonces indito de Colombia, deba extenderse desde Norteamrica hasta la Tierra del Fuego. Una experiencia singular, la suya, entre todas las figuras capaces de dar razn de aquel tiempo que, segn haba dicho DAlembert, se crea desti-nado a cambiar las leyes de todo gnero y a hacer justicia.

    libros y papElEsEl archivo personal de Miranda ha sido declarado por la

    Unesco Patrimonio de la Humanidad, en la categora de registros de la Memoria del Mundo. Se trata de una coleccin miscelnea que comenz a formarse con esa curiosidad admirada tan propia del que sale de su tierra y se siente espectador de cosas excepcio-

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    nales, dignas de ilustrarse con ejemplos el da que toque conver-tirlas en relato. Cartas y apuntes de los que se toman al desgaire y que luego, en la tranquilidad de la habitacin, se ordenan y se pasan a limpio, alternan con impresos de todo tipo, desde mapas y libelos polticos hasta catlogos bibliogrficos, reseas de repre-sentaciones teatrales y artculos cientficos. Todos estos papeles irn invistindose luego de la transcendencia de los temas y del crculo de personalidades en que Miranda penetra; hasta los souve-nirs de su vida galante, registrada a veces en tono que parece ms propio de un naturalista o de un socilogo, tendrn ms tarde el perfume de mujeres ilustres, como Madame de Custine la futura amante de Chateaubriand y la propia zarina de Rusia.

    Pero los papeles del venezolano describen sobre todo una biografa intelectual cuyas lneas maestras confluyen en Amrica Latina como vrtice de la pregunta por la propia realidad, por la experiencia de Europa y por la novedad de los Estados Unidos. La irrupcin de este ltimo pas en las observaciones del archi-vo representa, adems, un punto de inflexin en la inquietud de Miranda sobre el tema de la libertad, que haba sido hasta la fecha una cuestin bsicamente ideolgica, forjada entre lectu-ras de philosophes que dan cuenta de las muchas formas que haba en Espaa de hacer el salto al ndice de libros prohibidos definido por la Inquisicin.

    Las obras anatematizadas tenan una figuracin importante en aquella biblioteca iniciada por Miranda al llegar a Europa, y de cuyas adquisiciones ir llevando cumplida cuenta que queda luego guardada entre los papeles de su archivo. Por estos registros es fcil descubrir que si el Santo Oficio tena la cara del poder absoluto, la que Miranda pona hasta entonces a la emancipacin era, en buena parte, la de los heterodoxos salidos del propio seno de la Iglesia. Porque junto a las obras ilustradas, llenas de fe por las perspectivas que la razn ofreca al progreso, los libros del venezolano cuentan muchos ttulos debidos a la pluma rebelde de

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    clrigos vueltos hacia una philosophia Christi, como la haba llama-do Erasmo, deseosa de refundar la cristiandad.

    Entre las primeras listas que hace para poner orden en los haberes de su biblioteca figura ya el Fray Gerundio de Campazas, la famosa stira contra los predicadores que, incluida en el Index inquisitorial, se haba impreso clandestinamente en 1768 y de esta forma circulaba. Mediante una nota al margen, Miranda apunta la opinin de un lector que deba de parecerle autoriza-do, un tal seor de V que comparaba al padre Isla, autor del Fray Gerundio, con el Dr. Swift. Ciertamente estimaba Miranda la obra del eclesistico irlands, cuyos Viajes de Gulliver aparecen igualmente en la razn de su biblioteca, as como los menos conocidos Cuentos del tonel (Tale of a Tube), parodia de los exce-sos religiosos formulada mediante la historia de tres hermanos: Peter, Jack y Martin, que son trasuntos claros del catolicismo (religin de Peter Pedro), del calvinismo y del protestantismo.

    Entre la misma estirpe de arbitristas tonsurados nombra Miranda a Franois de la Mothe, Fnelon, autor de Las aventuras de Telmaco. En su Historia de la Revolucin francesa, Pierre Gaxotte afir-mar luego que ninguna obra como sta refleja el repunte con que el espritu de las luchas de religin volva, en plena Ilustracin, para amenazar la estabilidad del trono que Francia haba logrado salvar en el siglo XVI, tras el advenimiento de los Borbones. Aquel

    misticismo revolucionario dice Gaxotte no estaba muerto; inspira las declamaciones de los libertinos contra la memoria y la razn que han corrompido a la naturaleza y arrebatado al hombre el gusto y el arte del puro goce; impulsa a los libelistas protestantes, que desde Holanda y Alemania inundan Francia y Europa con sus folletos; corrompe con sus quimeras uno de los espritus ms sutiles y brillantes del siglo: Fnelon.

    Pero lo ms notable, quiz, de la relacin bibliogrfica de aquel Miranda an joven y al comienzo de su aventura, es que los libros relativos al mundo del que procede tienen tambin este

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    signo de la predicacin fustigante. Porque fuera de Bernal Daz, la Amrica espaola aparece all en los retratos de tres eclesisticos. Uno de ellos, el holands Cornelius de Pauw, es el terico de la debilidad de la naturaleza americana, cuyo ambiente, sostiene, ni cra ni deja desarrollarse nada capaz de la misma virtud que en Europa anima a los hombres y a los seres vivos en general. Los otros dos son las piedras de toque de la leyenda negra contra Espaa: fray Bartolom de las Casas, que figura con la Brevsima relacin de la destruccin de las Indias, y un autor an vivo en tiempos de Miranda y que habra todava de protagonizar, llegada la Revolucin francesa, interesantes captulos para la historia de las ideas durante este pero-do, el abate Guillaume-Thomas Raynal. De su Histoire philosophique et politique des tablissements et du commerce des Europens dans les deux Indes compra Miranda una edicin en cuarto que le cost la no despre-ciable suma de 200 reales de velln.

    A las denuncias sobre la crueldad de la conquista que el padre Las Casas haba hecho en el siglo XVI sumaba Raynal la de la poltica mercantilista espaola, reclamando no slo la intocabilidad de los nativos de Amrica, sino tambin la de sus recursos. La explotacin de estos ltimos era el origen de la enorme codicia en que se estaba perdiendo el mundo, atrada por el signo diablico del dinero:

    Cul es entonces esta sabidura de la que nuestro siglo tanto se enorgullece? clamaba el abate, cuestionando los logros del espritu ilustrado Qu es sino este oro, que nos quita la idea del crimen y el horror de la sangre? Sin duda que un medio de intercambio entre las naciones, un signo representativo de todos los tipos de valores, una evaluacin comn de todos los trabajos, tiene algunas ventajas. Pero conclua no valdra ms que las naciones permanecieran sedentarias, aisladas, ignorantes y hospitalarias, que estar envenenadas por la ms feroz de todas las pasiones?

    Cuando Miranda desembarca en los Estados Unidos es claro que est ya posedo de la pasin libertaria del iluminismo. No

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    obstante, un apunte de su archivo muestra perfectamente que su concepcin de una sociedad libre participaba entonces de aquel reformismo ednico, y que libertad y riqueza le parecen trminos casi contradictorios. Estando en Boston se asombra del buen ves-tir generalizado; algo que, por cierto, seguir indignando todava en 1840 al cnsul britnico en aquella ciudad, Thomas College Grattam, que critica a las sirvientas infectadas por el mal gusto nacional de ir demasiado bien vestidas por las calles, de modo que apenas se diferenciaban de sus patronas1. El venezolano, por su parte, predice una degradacin moral de aquella sociedad, que ser tambin la ruta de su debacle econmica. Y he ah que concluye: El comercio ser siempre la ruina capital de la virtud democr-tica... esto es, de la simplicidad y de la igualdad en el pueblo!.

    En otro apunte de su recorrido por Boston parece quedar descubierta, adems, la influencia filosfica que nutra estos pensa-mientos. Con la audacia propia de su carcter, al serle presentado a Samuel Adams, no se cort el forastero para preguntarle cmo en una democracia, cuya base era la virtud, no se le sealaba puesto a sta, y por el contrario, todas las dignidades y el poder se daban a la propiedad, que es justamente el veneno de una repblica semejante. Resuenan tan fuertemente en estas palabras los ecos de Rousseau, que podemos ir a buscarlas en el Discurso sobre economa poltica que Diderot encarg al ginebrino para la Encyclopdie2: La voluntad general es el primer principio de la economa poltica. El segundo es conformar las voluntades parti-culares a la voluntad general, estableciendo el reino de la virtud. Esta virtud uniformada deba ser en efecto el antnimo de las satisfacciones materiales, pues la regla ms importante en finanzas

    1 Sobre este tema de la democracia del vestido puede consultarse el libro de Daniel J. Boorstin, The Democratic Experience, New York, Vintage Books, 1974 [perteneciente a su saga The Americans].

    2 Citado en Antonio Escohotado, Los enemigos del comercio. Historia de las ideas sobre la propiedad privada, Madrid, Espasa, 2008.

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    es preocuparse ms de evitar necesidades que de incrementar las rentas, haba dicho el autor del Emilio. As, no corresponde ms que al Estado, en cuanto entendido como Providencia, la posesin de riquezas con las que atender a las necesidades. Mientras tanto se deben establecer aranceles sobre la importacin de bienes forneos, prohibir la exportacin de los no muy abundantes, gravar el producto de las artes frvolas y demasiado lucrativas, y dester-rar la importacin de cualesquiera artculos de lujo. Esto dice Rousseau aliviar a los pobres, evitando el crecimiento continuo de la desigualdad en fortunas. Y para poner ejemplos recurre a la fbula extica: Tal es la costumbre constante en China, donde slo el comprador asume los costes y el pueblo no resulta oprimido.

    En pleno proceso de formacin de su ideario, la mente de Miranda se divide entre el impulso hacia el progreso, que asume de la Ilustracin, y el igualitarismo retrpico de edades de oro evocadas so pretexto de reforma moral. El mal concepto en que tiene al inter-cambio interesado de bienes arraiga, por un lado, en aquel discurso que tanto influir sobre las formulaciones ms arcdicas del credo socialista; por el otro, como ahora se ver, obedece a valores que estaban instalados en el mundo del que Miranda provena. Conviene no obstante tener en cuenta que si la estancia en Estados Unidos proporcion al venezolano un revelador y decisivo trmino de contraste, nada hay en sus apreciaciones que, como suceder luego en todo el pensamiento hispanoamericano (y espaol, sobre todo a partir de 1898), oponga maniqueamente lo hispnico y lo anglosajn como bastiones antagnicos de las tesis entre las que deba librarse el combate por la historia: espiritualidad/materialismo, solidaridad/inters, frugalidad/prodigalidad, naturaleza/industria, perseverancia/inventiva. Ver las cosas desde la perspectiva de Miranda, para quien la modernidad fue esencialmente un proyecto de la razn humana, resulta muy til para superar esa idea que, en cambio, nos la ha pre-sentado como una lotera sorteada de quin sabe qu modo, miste-rioso e injusto, entre unos pocos favorecidos por el azar.

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    sociEdad cErrada, sociEdad abiErtaLa poltica comercial entre Espaa y sus colonias se haba

    convertido en el revulsivo de las provincias venezolanas a par-tir de una fecha que coincide casi exactamente con el tiempo vital de Miranda. Un ao antes de su nacimiento, y como una especie de orculo sobre la suerte que le aguardaba, se haba extendido desde la poblacin de Panaquire, a unos 40 kilme-tros de Caracas, el alzamiento de Juan Francisco de Len, un comerciante que, como Miranda, era de origen canario y que, igual que l, pagara su rebelda yendo a morir en la prisin de La Carraca, en Cdiz. Lo que movi a De Len no fue el afn independentista, sino la hartura de los controles de la Real Compaa Guipuzcoana, una corporacin establecida en 1730 por la Corona para monopolizar el comercio con la provincia de Venezuela.

    Adems de la nula participacin que tuvieron los cabildos locales en la implantacin de este mecanismo, el negocio del cacao y de otros productos en manos de ricos e influyentes

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    hacendados de la tierra se vio seriamente perjudicado por la regulacin de precios y de destinos aplicada por Espaa. Sin que la pennsula, por otra parte, se beneficiara como hubiera podido esperarse, pues la Compaa acab convirtindose en un foco de corrupcin (el episodio de Juan Francisco de Len puso en evidencia las oscuras cuentas de la Guipuzcoana, que desde 1741 no entregaba dividendos y que se manejaba a fuerza de gastos secretos y de sobornos a las autoridades venezolanas).

    Los intentos por reformular las relaciones de Espaa y las provincias de Venezuela dieron un paso adelante con la crea-cin de la Intendencia de Ejrcito y Real Hacienda en 1776, cuyo primer titular, Jos de balos, se esforz por poner orden en aquellos asuntos. El intendente, adems, pudo hacerse una lcida idea no slo de la forma en que operaba la Compaa, sino de toda la estructura productiva del Imperio y de su enor-me inoperancia frente al panorama de la modernidad. En la Representacin que dirigi en 1781 a Carlos III, afirmaba balos que aunque de las naciones americanas

    pasa en el da mucha plata y oro para Espaa, apenas de estas riquezas nos tocan los reales derechos y la cortedad de las comisiones; lo dems, y la mayor parte considerablemente, sirve para engrosar las naciones vecinas, porque vanamente deslumbrados con la ilusin de tan dilatada propiedad tenemos abandonados los principios de la prosperidad de todo Estado y nos hemos hecho meros tributarios de sus fbricas e industria para cederles en recompensa el jugo y la substancia de nuestros frutos.

    Pero los esfuerzos del intendente deban topar con el inmo-vilismo y con los recelos que, en buena medida, tenan que ver no slo con ideas econmicas, sino con toda una concepcin de la sociedad. As, por ejemplo, el sacerdote caraqueo Blas Jos Terrero hizo en su Teatro de Venezuela y Caracas una elega de la Compaa Guipuzcoana (una vez que se disolvi, en 1785) en la que acus a balos de sacrificar Venezuela

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    a la corrupcin y al libertinaje que le brinda la multitud infinita de diversos e incgnitos comerciantes, que la introduce confusamente sin el menor recelo de la disparidad de culto y a la que le serva de antemural, aunque con el celo de sus propios intereses, el robusto corso de la Compaa.

    Miranda no dej de advertir en la sociedad estadounidense signos que desafiaban aquella visin del mundo. De su visita a West Point sali este apunte: nos dirigimos a la posada que all hay sin que nadie investigase, ni se cuidara de saber quines eran los forasteros nuevamente llegados, una de las ms agradables circunstancias que se gozan en un pas libre. Algo que le haca preguntarse: cuntas formalidades no hubieran sido necesarias en Francia, Alemania etc., primero que se nos hubiese permitido entrar en dicho puesto?. Acostumbrado como estaba al empa-que del honor hidalgo espaol, que tambin en su provincia natal era verdadera mana de rangos y de distancias, la democra-cia de las costumbres no poda menos que impresionarlo:

    Hubo un barbecue (esto es, un cochino asado), y un tonel de ron, que promiscuamente comieron y bebieron los primeros magistrados y gentes del pas, con la mas soez y baja suerte del pueblo; dndose las manos, y bebiendo en un mismo vaso es imposible concebir, sin la vista, una asamblea ms puramente democrtica; y que abone cuanto los poetas, historiadores griegos nos cuentan de otras semejantes entre aquellos pueblos libres de la Grecia.

    prEhistoria dE Estados unidosPero en su negativa interpretacin de aquella sociedad no

    slo fueron las ideas de cuo rousseauniano, sino la propia rea-lidad, la que inclin a Miranda a desahuciar a la repblica nor-teamericana. Al comienzo de su vida independiente la unin de las antiguas Trece Colonias tena todo el aspecto de lo que hoy en da ha dado en llamarse un Estado fallido. Y aunque no falta-ban consideraciones de tipo poltico, era la economa lo que sen-tenciaba, segn el venezolano, la inviabilidad de aquel proyecto.

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    A propsito justamente del gusto femenino por consumir toda suerte de productos para el adorno y cuidado personal, dice Miranda que, no teniendo la regin ni una sola manufactura de las arriba mencionadas, y vindose precisada a pagarlo todo en el extranjero, es necesario que la ruina sea indefectible. En cuanto a las cuentas de la nacin, ste era el retrato que daba:

    Si consideramos que los productos con que este pas puede pagar sus deudas son ceniza, alquitrn y bacalao, no nos sorprenderemos cuando el comerciante dice que todo el caudal que hay hoy en da en esta capital (Boston), apenas puede pagar a Europa, principalmente a Inglaterra, la mitad de sus deudas actuales. Y si esto sucede en tan corto espacio de tiempo, qu ser de aqu a veinte aos?

    En efecto, al trmino de la guerra la situacin del pas era ms que precaria. La deuda pblica del Estado federal, de 56 millo-nes de dlares, se haba financiado con bonos emitidos por el Congreso Continental (conocidos por eso, popularmente, como continentals), que la ley oblig a aceptar como moneda de cambio1. Sin respaldo de oro y plata, estas letras comenzaron a negociarse por debajo de su valor nominal; y, cuando el Congreso aument su emisin, se depreciaron hasta setenta y cinco veces respecto del valor inicial: de aquel dramtico proceso inflacionario surgi la expresin no worth a continental (no valer una cosa un continen-tal). Los estados, por su parte (algunos de los cuales mantenan disputas territoriales), arrastraban una deuda de otros 21 millo-nes de dlares, y muchos de ellos siguieron emitiendo su propio papel moneda (en realidad lleg a haber simultneamente hasta cincuenta signos monetarios en circulacin). Tras la declaracin de la independencia se contrajeron adems importantes obli-gaciones por crditos solicitados al extranjero: a Francia se le deban 6 millones; a Holanda, 3,6 millones; a Espaa, 174 000. La victoria del ejrcito en la guerra, combinada con el retraso

    1 Un milln de dlares en 1785 equivala a unos 23 millones de dlares actuales.

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    del Congreso para pagar a sus efectivos, planteaba el peligro de un golpe de mano, como parece que se intent en marzo de 1783 en el cuartel general de Newburgh. Junto a esto, el desgarro de la sociedad era grande: unas 50 000 personas lea-les a Inglaterra haban tomado el camino del exilio. Frente a la debacle econmica exista la posibilidad de que muchos agri-cultores en bancarrota, a quienes sus acreedores queran forzar a pagarles en oro y plata, constituyeran movimientos de clase que promovieran el enfrentamiento social. Incluso la formacin clsica de los polticos poda ser una amenaza si alguno de ellos tena la intencin de aprovechar las circunstancias con fines populistas; pues, como ha sealado Philip Jenkins, conocan el precedente romano de una ley agraria que haba expropiado grandes extensiones de tierra para redistribuirla entre los pobres y desheredados. Y, comenta Jenkins, si un estado cualquiera se decida a dar ese radical paso, no haba instituciones nacionales o federales que pudieran impedirlo2.

    Ciertamente, la forma poltica bajo la cual haban quedado asociadas las antiguas colonias era entonces muy endeble. El estatuto sobre el que se fundaba la unin de los estados eran los Artculos de la Confederacin, surgidos para responder a las necesidades de la guerra: el segundo Congreso Continental los haba encargado expeditivamente a un comit de trece expertos en 1777, y su ratificacin por todos los estados no se haba conseguido hasta 1781. El Legislativo unicameral creado por este documento concentraba funciones correspondientes a los tres poderes; pero tena competencias muy limitadas en materia de defensa y de fiscalidad (no haba forma de hacer cumplir a los estados con el pago de impuestos que deban a la Confederacin). Tampoco poda reglamentar sobre el comercio entre los estados y con el extranjero, producindose en conse-

    2 Breve historia de los Estados Unidos, Madrid, Alianza, 2009.

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    cuencia un rgimen muy heterogneo de tarifas y de aduanas. El voto que cada estado tena en el Congreso, sobre la unanimidad de trece, deba acordarse entre las dos personas que componan su representacin; de modo que, si stas no llegaban a un con-senso, no haba opinin posible y la votacin general quedaba tambin trabada. En propiedad, cada estado permaneca como una entidad soberana y la relacin que los una era ms bien la de un tratado de alianza.

    En los aos de la estancia norteamericana de Miranda, el Congreso propuso dos veces la adopcin de medidas comunes para sanear las cuentas federales y reglamentar la navegacin. El disenso de algn estado, a pesar de la anuencia de la mayora, frustr siempre esas iniciativas. Pero en junio de 1784 el vene-zolano conoci personalmente, en Nueva York, al hombre que estaba llamado a dar forma a todo el dispositivo institucional que entonces se reclamaba, y con el cual no slo lograra que la nueva nacin fuera viable, sino que habra de convertirla en el experimento poltico ms exitoso de la modernidad. Como luego veremos, este hombre se transformar en una de las influencias ms decisivas para Miranda y constituir una revelacin en las ideas del caraqueo sobre la verdadera naturaleza de un pueblo libre. Hablamos, naturalmente, de Alexander Hamilton3.

    hamilton y la mEntalidad dE EmprEsaMuchas circunstancias hacan semejantes a Miranda y a

    Hamilton, separados en edad slo por un lustro: al conocerse,

    3 En 1861 la Revista del Pacfico, editada en la Imprenta y Librera del Mercurio en Val-paraso (Chile), public un largo artculo titulado El jeneral Miranda i Hamilton [sic], donde se relataban en detalle las comunicaciones entre ambos en relacin con la independencia de Hispanoamrica. Se muestra ah que en un momento dado Ha-milton pens en tomar la empresa bajo su personal responsabilidad. Sin embargo, y aunque siempre se mostr favorable a las ideas de Miranda, el lder federalista decidi luego mantener a Estados Unidos al margen de cualquier plan a propsito.

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    por tanto, si Miranda pasaba apenas de los treinta, el norteame-ricano an no los alcanzaba. Ambos tenan entonces el rango de teniente coronel, que el ltimo se haba ganado con un brillante desempeo en la guerra de Independencia, como edecn del general Washington. Por otra parte, e igual que nuestro criollo, Hamilton no proceda de la clase de grandes propietarios ni de la oligarqua mercantil: haba nacido en Nevis, una pequea isla de las Antillas britnicas al sudeste de Puerto Rico, de madre soltera descendiente de hugonotes franceses; y era ya casi un adulto cuando emigr al territorio que deba ser su pas4.

    All har gala de una precocidad admirable, no slo para el valor militar sino para la reflexin poltica. Una vez concluida la emancipacin y con slo veinticinco aos, la idea en la que habra de ocuparse con tanto xito estaba ya madura en su mente, como revela una carta que envi en 1780 a su amigo James Duane, comunicndole su conviccin de que era necesa-rio que el Congreso Continental tuviese ms poder y que, una vez conseguido, se impona usarlo de la manera correcta:

    La forma en que se hacen las cosas tiene una influencia superior a lo que comnmente se imagina. Los hombres se gobiernan por la opinin; esta opinin est mucho ms influenciada por las apariencias que por la realidad. Si un gobierno aparenta tener confianza en sus propios poderes, hallar la forma ms segura de inspirar confianza a los dems; si es inseguro, es muy cierto que no slo perder el crdito y ser controvertido, sino tambin despreciado.

    Junto a esto, Hamilton saba que en los ltimos aos de la guerra, cuando la moneda continental se haba desvalorizado completamente, el Ejrcito se haba visto obligado a cubrir la

    4 Despus de escrito el presente trabajo ha aparecido el libro The Hamiltonian Vision, 1789-1800: The Art of American Power During the Early Republic, cuyo autor, William Nester, profesor de la St. Johns University de Nueva York, traza una til semblanza del personaje y de su pensamiento.

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    mayor parte de sus necesidades confiscando la propiedad priva-da y emitiendo recibos que el Congreso se comprometa a pagar a los ciudadanos una vez consumada la independencia. Esta situacin, crea atinadamente el antiguo edecn de Washington, amenazaba con minar el respaldo popular del Ejrcito y del Gobierno.

    En diciembre de 1783 Miranda presenci en Filadelfia la entrada del vencedor de la independencia, el general Washington, en medio de la pblica aclamacin como si el Redentor hubiese entrado en Jerusaln, fue su impresin. El hroe, que se haba despedido de su tropas en Nueva York antes de licenciarlas, haca el recorrido desde esa ciudad hasta Annapolis, donde estaba reunido el Congreso, para devolver el poder que este cuerpo le haba otorgado para la conduccin de la guerra. Un hecho asombroso que se har presente en la memoria de Miranda, muchos aos despus, cuando tambin l sea objeto de una comisin semejante. Presente estaba yo mismo cuando el jefe de las armas entreg su autoridad al Congreso al con-cluirse la guerra; ninguna otra autoridad tuvo, sino la militar: en el conflicto de la guerra estuvo autorizado para levantar tropas y sacar vveres y dems de las provincias, y a la paz dimiti su mando, present sus cuentas y se procedi a repartir los gastos entre todos los estados, relatar Miranda en 1811 ante el pri-mer Congreso de Venezuela. Washington, en lo personal, no llegar nunca a parecerle un lder magntico; pero aquel rasgo de honestidad poltica impresiona y marca para siempre al cara-queo. Cuando ste comience a hacer sus gestiones en Europa a favor de la independencia hispanoamericana, el embajador espaol Bernardo del Campo, que le segua los pasos como un sabueso, informar a su Gobierno: Aseguran que para l no hay ms dolo que Washington.

    Despus de entregar el mando, Washington decidi retirar-se a la vida privada en su hacienda de Mount Vernon. All, en

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    1785, convoc a representantes de Maryland y de Virginia con el propsito de tratar sobre las conexiones fluviales que eran necesarias para el comercio y para la construccin de nuevos asentamientos en este ltimo territorio. De los asuntos que surgieron en la reunin sali la idea de convocar otra con repre-sentantes de todos los estados para establecer acuerdos sobre la navegacin y el comercio a lo largo de Estados Unidos. Aunque al final slo estuvieron representados cinco estados, fue en esta segunda reunin, celebrada en Annapolis en septiembre de 1786, donde Alexander Hamilton encontr la oportunidad de ponerse manos a la obra con el asunto que le preocupaba.

    Hamilton tuvo un excepcional aliado en otro partidario de reforzar el gobierno central, James Madison, delegado de Virginia en el Congreso Continental y prximo al que hasta 1781 haba sido gobernador de aquel estado, Thomas Jefferson. A diferencia de Hamilton (el self made man, como lo llama muy acertadamente Denis Lacorne5), Jefferson y Madison procedan de familias de ricos plantadores del sur, con varias decenas de esclavos en sus haciendas. Instruidos en leyes, en lenguas clsi-cas, en humanidades, en ciencias naturales y exactas, acabaran formando un partido opuesto a Hamilton; sin embargo, el debate entre unos y otros iba a convertirse en una extraordinaria reflexin de cuya sntesis haba de derivarse el modelo poltico de los Estados Unidos6. ste podra finalmente comenzar a

    5 En Linvention de la Rpublique amricaine, Paris, Hachette, 1991. 6 Darren Staloff ha ilustrado esta tensin simbitica de la manera que sigue: Inicial-

    mente abocados al placer y al refinamiento, los hombres de letras se encontraron de

    pronto lanzados hacia posiciones de preeminencia poltica por la revolucin y sus consecuencias. Su percepcin de s mismos era la de unos desinteresados portavo-ces de la voluntad general que en efecto representaban los deseos de sus electores, o ms bien esta auto-concepcin se asociaba con el ideal de una aristocracia natural, por medio de la cual su conocimiento y racionalidad superiores les requeran guiar, ms bien que seguir, a la opinin pblica? Y cmo se asociaron esas concepciones a los criterios polticos e intelectuales de sus respectivos electores? Jefferson con-

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    tomar forma cuando del intenso alegato de Hamilton y Madison en la reunin de Annapolis sali la decisin de convocar una Convencin Constitucional para revisar los Artculos de la Confederacin. Como se ve, las razones que se debatan eran pragmticas, algo que Hamilton aprovech para aducir que los problemas comerciales se inscriban dentro de cuestiones de mayor envergadura, que requeran concebir medidas a tan largo plazo como pareciese necesario para hacer adecuada la constitucin del gobierno federal a las exigencias de la Unin.

    Las reservas del Congreso Continental ante la propuesta que-daron neutralizadas cuando el propio Washington result elegi-do por Virginia como delegado a la Convencin, que se reuni el 14 de mayo de 1787 en Filadelfia, con representacin de todos los estados excepto Rhode Island. Segn el razonamiento de Madison y de Hamilton, la simple revisin de los Artculos de la Confederacin, prevista inicialmente, pareci desde el principio quedarse corta; y el propsito de aquella asamblea fue, al fin, el de concebir un nuevo modelo de Estado. Al trmino de las sesiones, en septiembre, comenz la campaa para lograr que los estados ratificasen el proyecto de Constitucin elabora-do. El estado de Hamilton, Nueva York, era por su importancia una de las bazas fundamentales en la ratificacin, de modo que el joven nativo de Nevis se moviliz para una intensa labor de propaganda a favor del nuevo instrumento poltico. Resulta innecesario contar que el producto de estos esfuerzos fueron los ochenta y cinco Papeles Federalistas que se publicaron en varios

    dujo la causa de la Amrica rural porque vio en la condicin social de los robustos granjeros la independencia y la virtud necesarias para sostener el republicanismo y su humanismo cvico. En completo contraste, Hamilton vea a la gran burguesa urbana como la clase social ms ilustrada de la nacin, cuyos intereses estaban inex-tricablemente ligados a la bsqueda de la prosperidad, del progreso y del crecimiento nacional (Secular Culture in Search of an Early American Enlightenment, en Daniel Vickers [ed.], A Companion to Colonial America, Oxford, Blackwell, 2006).

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    diarios del estado de Nueva York entre octubre del 87 y julio del 88 bajo el seudnimo Publius, que ocultaba los nombres de Alexander Hamilton, de James Madison y, en menor medida, de John Jay, el redactor de la Constitucin neoyorquina. Esta ofen-siva de prensa, que sirvi a los promotores de la nueva Carta Magna para imponerse al fin sobre los antifederalistas, dej mucha de la mejor doctrina poltica de todos los tiempos y una clave de interpretacin fundamental para la Constitucin, que, tras conseguir la aprobacin unnime de los estados entre 1787 y 1790, subsiste en nuestros tiempos con veintisiete enmiendas aadidas a sus siete artculos originales.

    El comercio, que Miranda haba condenado como perdicin del espritu democrtico, iba, en cambio, a servir de asiento a todo el edificio de libertades republicanas que estaba a punto de hacer una aparicin indita en la historia. Este enfoque lo haba dejado claro Alexander Hamilton en el nmero 12 de los Papeles Federalistas:

    La prosperidad del comercio est considerada y reconocida actualmente por todo estadista ilustrado como la fuente ms productiva de la riqueza nacional y, por lo tanto, se ha convertido en objeto preferente de su atencin poltica. Multiplicando los medios de satisfacer las necesidades, promoviendo la introduccin y circulacin de los metales preciosos, objetos preferidos de la codicia y del esfuerzo humanos, se vivifican y fortalecen los cauces de la industria, hacindolos fluir con mayor actividad y abundancia.

    En efecto, las dotes de Hamilton como estadista habran de lucirse en el plan sobre el que iba a poner todo su empeo una vez que, promulgada la Constitucin, se instal el primer gobierno bajo la presidencia de George Washington, que lo nombr secretario del Tesoro. Para poner orden en aquel desastroso escenario econmico, Hamilton pidi al Congreso que el Estado federal tomase a su cargo toda la deuda interna y externa, y la honrara sin atender a su titularidad, comprando

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    los bonos y asumiendo tambin las obligaciones de los esta-dos. Esto permitira inyectar liquidez a la economa y vincular a los acreedores al gobierno central. Madison y Jefferson (este ltimo era secretario de Estado) se opusieron a la propuesta de Hamilton, pero en agosto de 1790 el Congreso dio su aproba-cin en medio de las quejas de quienes afirmaban que se estaba favoreciendo a los capitalistas que haban especulado con los bonos. Los adversarios de Hamilton se pronunciaban por que aquel desembolso, en vez de ponerse al servicio de una estrate-gia que buscaba afianzar la operatividad del Estado, se destinase al gasto pblico. Pero el secretario del Tesoro, resuelto, breg acto seguido por la fundacin de un banco nacional cuyo capital correspondera en una quinta parte a inversiones del Estado y el resto a las de particulares, encargado de la emisin de moneda y de sostener el crdito para el fomento de la agricultura y de la industria, y que facilitara la actividad rentstica y tributaria de la administracin. Como argumentara ms tarde, Hamilton consi-deraba importante que se fomente la seguridad de capitalistas prudentes y sagaces, trtese de nacionales o extranjeros. Y para alentar la seguridad en esta clase de personas es imprescindible que se les haga ver en cada nuevo proyecto la certidumbre de la aprobacin y el apoyo del Gobierno a fin de que puedan superar los obstculos que son inseparables de los primeros experimentos.

    Jefferson, celoso siempre de los intereses que comparta con los latifundistas del sur, cuestionaba la constitucionalidad de un banco central cuya existencia no estaba expresamente atribuida por la Ley Fundamental al poder federal; pero Hamilton aleg la doctrina de los poderes implcitos, segn la cual el banco era el medio propio y necesario para cumplir con las tareas que la Carta Magna asignaba al Gobierno en lo relativo a impues-tos, moneda, comercio, etc. El xito del Banco de los Estados Unidos fue tal que tres o cuatro horas despus de haberse

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    abierto la suscripcin, su capital qued cubierto. Y as como resultaba necesaria la competencia del Gobierno federal para la asignacin de recursos y la definicin del crdito pblico, se haca tambin imperioso el desarrollo de una marina mercante, de un ejrcito para la defensa de la repblica, de una poltica aduanera que deba corresponder a la administracin central, etc. Hamilton haba creado, a remolque del sistema financiero, el Gobierno de los Estados Unidos.

    Ya Miranda haba abandonado el territorio norteamericano cuando Hamilton entr en accin con todo el empuje de su men-talidad empresarial. Veremos que entre ambos qued viva una comunicacin que no se interrumpir hasta la trgica muerte del estadounidense, en duelo con Aaron Burr. Sin embargo, y ms all de esta amistad personal, las ideas de Hamilton aparecern difanas en el pensamiento de Miranda cuando ste publique en 1795, acabando de salir de la prisin de La Force, su Opinion du Gnral Miranda sur la situation actuelle de la France et sur les rem-des convenables ses maux (Opinin del general Miranda sobre la situacin actual de Francia y los remedios que convienen a sus males). Se trata este documento de una de las comparaciones ms lcidas entre la experiencia democrtica americana y la que haba ensayado Francia con la Revolucin, ambas conocidas de primera mano por el caraqueo. En plena debacle francesa, Miranda evo-car la obra de Hamilton para dar cuenta razonada de la forma y el espritu segn los cuales se haban hecho las cosas en el naci-miento de la democracia americana, tan envidiada y, sin embargo, tan mal comprendida por los revolucionarios europeos. Cuando el venezolano exponga estos argumentos, lo descubriremos ya completamente posedo de una idea de libertad que incorporaba las mejores lecciones aprendidas de los federalistas; y veremos que los mismos postulados que defiende ante los franceses se mantendrn intactos en su conviccin cuando toque trasladarlos a la realidad de su tierra de origen.

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    Escuchemos la glosa que Miranda hace del secretario del Tesoro norteamericano: Sin entrar en pormenores complica-dos del plan presentado por Hamilton al Gobierno americano, y perfeccionado por lo que aadi el Congreso, voy a exponer sumariamente las bases de esta excelente operacin, empezaba.

    Hamilton comenz por declarar que la nacin se obligaba a pagar esta deuda, y que la justicia exiga cumpliese exactamente sus compromisos. Despus present un estado de la suma total de la deuda consolidada que estamp en el gran libro de la Tesorera de los Estados Unidos. Propuso al mismo tiempo a los acreedores el cambio del valor numrico de su papel en los trminos ms ventajosos para ellos (...) y haciendo ver al mismo tiempo que las rentas del Estado excedan el inters prometido, tranquiliz a los acreedores sobre la posibilidad de su pago.

    Parece claro que Miranda ha advertido el valor hamiltoniano de la confianza (al que se ha referido en nuestro tiempo Francis Fukuyama): Fue cosa bien notable que, en el momento en que se conoci que la nacin tena medios para pagar puntualmente y asegurar a los acreedores tan alto inters, ninguno dej de aceptar el cambio; y en un momento, como por encanto, las mismas deudas que estaban reducidas a un diez por ciento ascendieron algunas semanas despus a un ciento veintisiete por ciento: lo que prueba demostrativamente que la buena fe y buena administracin en un Estado son garantes ms seguros del crdito que sus riquezas o grandeza.

    Al trasladar estos valores a Francia, la conclusin de Miranda era que el establecimiento de un gobierno libre y vigoroso y el crdito pblico abrirn las fuentes de la prosperidad. Ms tarde, en su Proclama de 1801 donde postulaba la necesidad de seguir las huellas de nuestros hermanos los americanos del norte, Miranda se referir a los mismos principios como fundamento del desarrollo de la Amrica del Sur: Nuestras miserias dice cesarn con (quiere decir: a la vez que) la tirana. Segn aquel mismo razonamiento del lder federalista, las libertades polticas iran a remolque de las econmicas. Concluye Miranda:

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    Nuestros puertos abiertos a todas las naciones nos procurarn la abundancia de lo que necesitamos, y la salida de lo que nos es superfluo. Nuestras tierras recibirn toda especie de plantas sin restriccin. No habr ms estancos, ms tributos personales, ms alcabalas, ms guardas, ni ningn derecho impeditivo del comercio, o de la cultivacin de la tierra.

    Cierto es que la desigual admiracin que la posteridad ha reser-vado a Hamilton tiene que ver, en buena parte, con el clebre Report on Manufactures (Informe sobre las manufacturas) que ste present al Congreso en diciembre de 1795 como tercer puntal de su reforma econmica. A diferencia de la postura fisiocrtica de Madison, el paradigma agrario no era para Hamilton la base del podero econmico futuro, en vista del desarrollo de la tcnica y de la configuracin que iba tomando el mercado. Adems, Hamilton pensaba que la industria sera la locomotora de toda la prosperidad nacional, incluyendo la de la agricultura. Pero junto a esto el secre-tario del Tesoro aduca que naciones industrialmente adelantadas, como Gran Bretaa, ponan trabas a los productos extranjeros para favorecer los propios, y que en esta circunstancia la incipiente manufactura estadounidense (a cuya insignificancia, como hemos visto, se refiri Miranda) no poda menos que ser apuntalada por estmulos fiscales para poder surgir. Se justificaba Hamilton:

    Si el sistema de perfecta libertad para la industria y el comercio fuese el que predominara en las naciones, los argumentos que apartan a una nacin, en las circunstancias de los Estados Unidos, del fomento entusiasta de la industria, gozaran sin duda de gran fuerza. No se puede afirmar que stos no habrn de servir, salvo algunas excepciones, como regla de conducta nacional.

    Karl-Friedrich Walling, uno de los mayores estudiosos de su pensamiento, concluye tambin que Hamilton no habra escri-to su informe si el intercambio entre las naciones que comercia-ban en su tiempo hubiera sido realmente libre7.

    7 En Bryan-Paul Frost y Jeffrey Sikkenga (eds.), History of American Political Thought,

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    libEralismo y rEpublicanismoCiertamente, cuando Hamilton plante ante el Congreso la

    necesidad de sus medidas econmicas, Madison haba objetado que si se deja el camino libre al esfuerzo y al trabajo, stos se orientarn, por regla general, a las cosas de ms provecho, y lo harn con una seguridad mayor que la que pueda prever el legis-lador ms ilustrado.

    Pero el propio Adam Smith haba afirmado, en el libro V de La riqueza de las naciones, que la mano invisible no era algo mera-mente natural: requera tambin del Estado de derecho y de los dirigentes para llegar a convertir ese sentido de la legalidad en una segunda naturaleza de quienes interactan en el mercado. Este complemento supone una imbricacin de lo antropolgi-co, de lo moral y de lo poltico. La viabilidad del proyecto repu-blicano dependa de que tal ecuacin se resolviera con xito. Hamilton lo planteara en trminos que quedaron reflejados en uno de sus Papeles Federalistas: se trataba de averiguar si las sociedades humanas son o no realmente capaces de establecer un buen gobierno a partir de la reflexin y de la eleccin, o si estn destinadas para siempre a depender, para su organizacin poltica, de la casualidad y la fuerza (whether societies of men are really capable or not, of establishing good government from reflection and choice, or whether they are forever destined to depend, for their political constitutions, on accident and force).

    No estar muy lejos de esta actitud el Miranda que, en 1792, explicaba en uno de sus primeros manifiestos por la indepen-dencia de Hispanoamrica que tras examinar comparativa-mente los Estados Unidos haba pasado a hacer lo mismo con los gobiernos y sistemas polticos de Europa artes, ciencias,

    Lexington Books, Lanham, 2003. Tambin resulta muy ilustrativo sobre este tema el completo trabajo de Donald Stabile, The Origins of American Public Finance: Debates over Money, Debt, and Taxes in the Constitutional Era, 1776-1836, Santa Barbara, Greenwood Publishing Group, 1998.

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    religiones, industria y efectos de las diferentes formas de rep-blicas y modos mixtos de gobierno. Si el enfoque de Hamilton haca ms hincapi en la relacin de la libertad con la condicin natural de los hombres, la perspectiva sociocultural de Miranda circunscriba el problema a las manifestaciones concretas de la realidad. Madison, quiz, abarc los dos aspectos (el de la reflexin y el del realismo) en su clebre postulado del nmero 51 de los Papeles Federalistas: Qu es el gobierno sino la mayor de todas las reflexiones sobre la naturaleza humana? Si los hom-bres fueran ngeles no sera necesario gobierno. Si los ngeles fueran a encargarse de gobernar a los hombres, no haran falta controles internos o externos sobre el gobierno.

    La antropologa realista de Madison y de Hamilton, muy en la lnea de Hume, responda a la conviccin de que un conoci-miento cabal de las motivaciones humanas resultaba fundamen-tal para establecer las formas polticas. Sin inclinar la balanza hacia ninguna supersticin que llevara a ser excesivamente opti-mistas o escpticos acerca de lo que puede esperarse del hom-bre, el nmero 76 de los Papeles Federalistas, atribuido a Hamilton, deca que la suposicin de una venalidad universal en la natu-raleza humana es en el razonamiento poltico un error apenas menor que el de creer en una universal rectitud. Reclamaba, en consecuencia, la disposicin a ver la naturaleza humana tal cual es, sin sobrestimar sus virtudes ni exagerar sus vicios.

    Creyendo entonces que aquellos comportamientos humanos capaces de constituir una amenaza en el ejercicio del mando podan ser atajados por dispositivos legales bien diseados, Hamilton no pona la virtud poltica propiamente en el indi-viduo, sino que la haca residir, ms bien, en el conjunto de las instituciones. Influidos por el pensamiento de Locke sobre los lmites al poder, e incluso por imgenes de la fsica newto-niana, los federalistas idearon un sistema de contrapesos para lograr que las diferentes partes del Estado se controlasen y

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    vigilasen mutuamente. Madison, que con su Plan de Virginia fue quien propuso en la Convencin Constituyente el modelo de separacin de poderes un Ejecutivo para un perodo fijado, un Legislativo bicameral y un Poder Judicial al que Hamilton atribuy adems el control constitucional, vinculaba la arqui-tectura del Estado al estmulo humano que, despus de todo, es inseparable de la poltica: la ambicin. La gran seguridad contra una concentracin gradual de varios poderes en la misma rama deca en El Federalista, nmero 51 consiste en dar a aquellos que administran cada rama los medios constitucionales y motivos personales necesarios para rechazar las interferencias. La ambicin debe poder contrarrestar la ambicin.

    Junto a esto Hamilton se mostraba nuevamente como un seguidor de Hume al sostener que las posibilidades polticas no se fundan en derechos absolutos ni en medios de coercin, sino en la opinin y el inters. Iain Hampsher-Monk, que ha recordado que tambin Madison afirmaba que la regulacin de los intereses constituye la primera tarea de la legislacin, acier-ta al ilustrar la forma en que se complement el pensamiento de ambos lderes con una cita de John Pocock, segn la cual reconocer y proteger los intereses privados y los derechos es lo propio del proyecto liberal; establecer las instituciones que den origen a la conducta cvica, lo es del republicano8.

    El vnculo del poder con la opinin y los intereses de los gobernados, por una parte, y la virtud de las instituciones, por la otra, hacan que Hamilton entendiera la condicin de ciudadano en relacin con una representacin basada en la confianza: mientras los antifederalistas privilegiaban una visin de la ciudadana en la que todos supervisaran continuamente la gestin de los servidores pblicos, Hamilton presentaba unas instituciones del Estado capaces de merecer de la gente el suficiente crdito

    8 Iain Hampsher-Monk, A History of Modern Political Thought: Major Political Thinkers from Hobbes to Marx, Oxford, Wiley-Blackwell, 1992.

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    como para dejar la vigilancia en manos de ellas. Por eso, las discusiones de Hamilton a propsito de la soberana consistan generalmente en una averiguacin sobre el poder federal y de los estados, ms bien que sobre el espinoso concepto de poder del pueblo. Miranda reproducir este enfoque ante la exaltacin de la democracia directa en la Revolucin francesa: Queriendo, pues, la Francia ser la ms libre y la ms numerosa de cuantas repblicas han existido, es necesario darle el ms vigoroso y ms firme de los gobiernos, si no se quiere que sea al instante derruido por la accin destructiva que el pueblo ejercer conti-nuamente contra l.

    Ahora bien, y como afirma Robert W. T. Martin en su excelen-te anlisis del pensamiento de Hamilton, un aspecto fundamental en la teora republicana del norteamericano es el nfasis puesto sobre la necesidad de que ese vigor en la actuacin del Gobierno contara con una legitimidad fundada en el consentimiento.

    Pero dice Martin en el contexto de defender al Gobierno federal contra los estados, este consentimiento no significa tanto una reflexin sobre la voluntad popular como la seguridad de que el Gobierno federal puede subsistir sin el uso de la fuerza militar. La cuestin bsica, pues, es la fuente de la autoridad, de modo que, en virtud de la legitimidad, la autoridad deba emanar del pueblo, entendido como conjunto de ciudadanos.

    Slo con esta condicin la ley poda luego resultar efectiva en su aplicacin sobre los individuos9.

    Este remate necesario del modelo republicano est enun-ciado de una manera difana en la Opinin escrita por Miranda; pues, tras predicar la necesidad de instituciones enrgicas y

    9 Reforming Republicanism. Alexander Hamiltons Theory of Republican Citizens-hip and Press Liberty, en Douglas Ambrose y Robert William Thomas Martin, The Many Faces of Alexander Hamilton: the Life & Legacy of Americas Most Elusive Founding Father, Nueva York, NYU Press, 2006.

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    representativas para conjurar la accin destructiva que podra ejercer el pueblo, concluye, sin embargo:

    Dos condiciones son esenciales para la independencia absoluta de los poderes: la primera, que la fuente de donde ellos emanen sea una; la segunda, que velen continuamente los unos sobre los otros. El pueblo no sera soberano si uno de los poderes constituidos que le representan no emanase inmediatamente de l, y no habra independencia si uno de ellos fuera el creador del otro10.

    Uno de los primeros bigrafos de Miranda, su amigo y com-paero de prisin, Quatremre de Quincy, del que se hablar ms adelante, reflej con exactitud la filiacin entre el pensa-miento del venezolano y las lecciones aprendidas en el proceso de creacin de los Estados Unidos: La historia de Miranda se encuentra vinculada a todos los grandes acontecimientos de la independencia americana. En la escuela de Washington y de Franklin aprendi que si la fuerza y la valenta deben defender la libertad, pertenece a la filosofa, que desata las tormentas revo-lucionarias, orientar su fulminante accin, escribi; la libertad es una ciencia. [Miranda] Quiso aprenderla. Esto significaba, segn Quatremre, no slo conocer la libertad en sus princi-pios que era lo que haba hecho, entre utopas librescas, antes de llegar a Estados Unidos, sino que necesitaba tambin estu-diarla en sus efectos aplicados a la felicidad de los hombres. El cambio de perspectiva que esto supuso determin asimismo una postura honesta hacia las circunstancias e intereses materia-les humanos: no poda decir si en Grecia la libertad naci del comercio o si ste introdujo all la libertad, resumir Quincy.

    Por eso, y aunque no escap a Miranda la inconsecuencia entre algunos rasgos de la sociedad norteamericana y los valores

    10 En sus modelos constitucionales Miranda se inclin por la eleccin popular del Poder Judicial, cuya legitimidad sigue siendo un quebradero de cabeza, todava hoy, para muchos sistemas democrticos.

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    El descubrimiento de la sociedad abierta

    que postulaba (as por ejemplo el menosprecio racista al talento de la poetisa negra Phillis Weatley), ninguna experiencia poltica, entre todas las que conoci, le resultara ms admirable que sta. En cierto modo, y teniendo en cuenta la visin que tuvo de las cosas, el venezolano pareci advertir los valores que, al cabo del tiempo, llevaran a decir a Crane Brinton:

    Vivimos en un mundo en que en verdad el Gobierno, la Constitucin, toda la estructura moral, jurdica y poltica de los Estados Unidos es casi la ms antigua, la de funcionamiento ms continuado entre los grandes Estados de nuestro mundo. La paradoja es insoslayable: este pas nuevo es, en ciertos aspectos, uno de los ms viejos: anterior a la Inglaterra socialista, a la Cuarta Repblica francesa, a cualquier repblica sovitica. Anterior, increble, a cualquiera de los Gobiernos de esas inmemorables tierras del este, la India y China11.

    11 En su ya clsica Anatoma de la revolucin.

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    la cultura, las culturasEl 15 de diciembre de 1784 termina Miranda su flnerie

    por Estados Unidos, ganado ya para la idea de intentar en Hispanoamrica una experiencia anloga, y zarpa rumbo a Europa. Es un viaje casanovesco, durante el cual el venezola-no har una exhibicin prodigiosa de su talento para hacerse notar: dondequiera que llega deslumbra por igual a hombres y mujeres con una estrategia de promocin personal que recuerda a la utilizada por el Gato con Botas para transfor-mar al hijo del molinero en el Marqus de Carabs. Por cierto, una confusin le permite a nuestro hombre hacerse llamar en aquel recorrido Conde de Miranda (y tras su aventura rusa, Conde Mirandow): una ms, en realidad, de las identidades falsas (Gabriel Eduard Leroux dHelander, Mr. Martin de Maryland, el Seor de Meran, caballero de Livonia) bajo las cuales habr de transcurrir una vida siempre prfuga. La huida del ejrcito espaol le ha costado al criollo ser condenado en ausencia a pagar una cargosa multa y a diez aos en los presi-

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    dios de Orn; luego acumular acusaciones relacionadas con sus esfuerzos por emancipar la Amrica hispana; y, fuera de esto, en cada potencia europea ser visto siempre con suspicacia, creyndolo agente de la potencia rival: para los ingleses ser sospechoso de ser un espa de Francia; para los franceses, de estar al servicio de Inglaterra.

    Dos experiencias de sociedad poltica tiene para ofrecerle Europa: de un lado, el parlamentarismo britnico; del otro, los despotismos ilustrados. En aos posteriores el venezolano encontrar una verdadera patria espiritual, intelectual y fsica en el Londres de los liberales; esta primera vez slo permanece all seis meses. El periplo que sigue, y que se prolonga por varios aos, llenar de recuerdos exticos sus diarios: Sajonia, Bohemia, Austria, Hungra, los diversos estados italianos, desde Venecia hasta el reino de Npoles, Grecia, Egipto, Turqua, Rusia.

    Sin embargo, no es cuestin de dar a las observaciones turs-ticas del caraqueo una mera significacin de voyage pittoresque (aunque tiene, desde luego, todos los elementos propios del gnero, en cuanto a registro de costumbres, usos, modas, etc.). Lo interesante, en cambio, de la experiencia multicultural en un filsofo poltico como Miranda es la relacin de gnero a especie entre la cultura y la cultura poltica: un enfoque que, en nuestros tiempos, ha sido largamente esquivado por la political correctness, y que slo recientemente ha recibido atencin gracias al trabajo de estudiosos como Samuel Huntington o Lawrence Harrison. Cultura y poltica no pueden ser concebidas como productos superestructurales, divorciadas ambas de cualquier fundamento antropolgico; por eso, mientras Archie Brown ha denunciado en la actualidad la fuerte tendencia intelectual a excluir del mbito de la cultura no slo las leyes y las institucio-nes formales (que solan incluirse en el pasado), sino tambin los patrones de conducta, Robert C. Tucker advierte que

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    Identidad para la libertad

    en vez de tratar la cultura poltica como un atributo del sistema poltico, deberamos mirar el sistema poltico de una sociedad en trminos culturales, esto es, como un complejo de parmetros culturales reales e ideales, incluyendo los roles polticos y sus interrelaciones, las estructuras polticas, etc.1

    Si no, poltica y cultura se transforman en dos sectores de la sociedad, ocupando en ella feudos corporativos; meras faccio-nes que pueden negociar incluso, en trato de cmplices, la cons-truccin de un imaginario artificioso, f