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MISCELÁNEA RELACIONES 79, VERANO 1999, VOL. XX

MISCELÁNEA · glaterra, desde Enrique vm con descaro, se intitulaban "cabeza de la Iglesia Anglicana", y los reyes de España, con hipocresía, sólo se nombran protec tores de la

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MISCELÁNEA

R E L A C I O N E S 7 9 , V E R A N O 1 9 9 9 , V O L . XX

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GLESIA Y RELIGIOSIDAD: GRANDES TEMAS

DEL MOVIMIENTO INSURGENTE

Ana Carolina Ibarra U N A M

Mucho se ha escuchado acerca del escenario profundamente tradicional en el que se desarrolla la lucha por la Independencia. En la sociedad no- vohispana arraigó un pensamiento siempre permeado por la religión católica. De allí que ésta tuviera una presencia protagónica no sólo en los principales documentos constitutivos de la nación (tales como los Sentimientos de la Nación, el Acta de Independencia o la Constitución de Apátzingán), sino también en la prensa, en las publicaciones y en el propio ceremonial patriótico. Las posturas a favor de la intolerancia ga­rantizaron la presencia de la religión católica como la única fe admitida en estas tierras y el estandarte de la virgen de Guadalupe presidió desfi­les, fiestas y batallas.

La participación de los curas y de los obispos fue determinante. Da­das las condiciones de la época, no debe extrañarnos que parte de los documentos que sirven para dar cuenta de la guerra insurgente sean cartas de prelados, actas de cabildos catedralicios, nóminas, sermones y otras piezas de carácter religioso. Aun así, esa presencia de la Iglesia y de lo religioso, que parece tan evidente, ha sido muy poco estudiada.

Este artículo tiene la intención de animar la discusión sobre este tema poco debatido. Posiblemente por la influencia de una visión laici­zante de la historia patria, se ha tendido a prescindir de esta parte im­portante de la época sin la cual, creemos, no puede conocerse plena­mente el movimiento de Independencia. Son pocos los historiadores que se han dedicado a estudiar la relación que tuvo la Iglesia colonial con la insurgencia y los problemas que de ella derivaron.1 En una época en la que a la cristiandad universal se le plantearon enormes retos y en

1 Los trabajos de Cristina Gómez, El alto clero poblano y la revolución, México, u n a m ,

1997; y de Femando Pérez Memen, El episcopado m exicano y la Independencia de M éxico ,

México, Trillas, 1977, son pioneros en este sentido.

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una coyuntura en la que los insurgentes tuvieron que enfrentar las po­líticas de exclusión que blandió la jerarquía eclesiástica como arma de lucha, el movimiento insurgente mexicano consiguió echar mano de las grandes corrientes del pensamiento eclesiástico, las que conoció bien, pero logró además diseñar soluciones originales que merecen ser revi­sadas con detenimiento.

Sostenemos que la preocupación por estos temas fue notoria entre los insurgentes. A ellos dedicaron una buena parte de sus reflexiones, de sus debates, de sus proyectos y de sus esfuerzos por negociar asuntos de extrema importancia. A lo largo de estas páginas ofrecemos elemen­tos que permitan apreciar este interés de la insurgencia, y que sirvan además como punto de partida para el análisis de la política insurgente hacia la Iglesia. Cuatro preocupaciones distintivas serán destacadas, a saber: a) el deseo de la insurgencia de mostrar su profunda adhesión a la fe católica como elemento que, además, legitima su participación en la lucha; b) la convicción de los insurgentes de que era indispensable preservar el funcionamiento de las instituciones eclesiásticas en el terri­torio conquistado por sus fuerzas y destacamentos; c) su necesidad de abrir canales de diálogo con la Iglesia colonial en nuevos términos, en términos más modernos, podríamos decir, entendiendo por ello la nece­sidad de tratar por separado las cuestiones de la Iglesia de las cuestio­nes que tienen que ver con la política; d) la necesidad de hallar solu­ciones inmediatas para atender las necesidades espirituales de aquella feligresía católica que ha decidido pasar al campo insurgente y que, como consecuencia de su compromiso y actividad, ha quedado desaten­dida y marginada por la Iglesia realista. En los apartados que siguen, procuraremos ahondar estas cuatro preocupaciones que son una cons­tante de la actividad insurgente en la búsqueda de soluciones a su rela­ción con la Iglesia.

U n a profunda adhesión a la fe católica

El movimiento insurgente mexicano fue profundamente católico. Entre sus estandartes, la imagen de la virgen; entre sus dirigentes, una fila destacada de sacerdotes, párrocos y vicarios; en su discurso, uno de los

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argumentos para legitimar el levantamiento surgió de la necesidad de preservar intacta la fe católica y romana. Es justamente este punto en el que nos interesa abundar.

"Religión y Patria: ¡Qué nombres tan dulces! ¡Qué objetos tan reco­mendables! Sólo ellos llenan en esta vida los insaciables deseos del hombre", señalaba Morelos en una proclama hacia fines de 1811,2 en la que intenta fundamentar la razón de ser de la revolución. La revolución se justifica en tanto la metrópoli está invadida por el francés, heredero del galicanismo, de la constitución civil del clero y de los jacobinos que expulsaron el culto divino de la propia Notre Dame de París.3 En un es­tilo mesiánico que ha puesto en duda la propia autoría del documento por ser la pluma de Morelos más directa, el caudillo reivindica y exalta los sucesos presentes (el levantamiento insurgente) que "nos vuelven a unir con los vínculos más estrechos hacia Dios y hacia nosotros mismos".4

La proclama es contemporánea de una carta que envió el caudillo al obispo Campillo de Puebla, en la que no sin ironía denuncia la actitud denigratoria del prelado hacia la causa americana. Allí, en términos más explícitos Morelos alega en favor de la justicia de la causa recordando que:

2 "Papel que un sacerdote americano dirige a sus compatriotas". Extraña proclama

de Morelos en la que, citando textos bíblicos, trata de fundamentar la razón de ser de la

revolución, diciembre de 1811, cfr., Ernesto Lemoine, M orelos, su v ida revolucionaria a

través de sus escritos y otros tes tim onios, 2a.edición, México, u n a m , 1991, p. 185.

3 Recuérdese que cuando el régimen jacobino determinó animar el "culto a la razón",

decidió tomar la catedral de Notre Dame para establecer allí el lugar para ese culto. En

consecuencia, en ese momento extremo, se decidió echar fuera de esa iglesia todo lo rela­

tivo al culto católico. Sobre ello puede consultarse, entre otras fuentes a Vidler, Alee, The

Church in an A g e o fR evo lu tio n , London, Penguin, 1974; o Henri Verbist, Les gran des contro-

verses de L'Eglise contem poraine, de 1789 a nos jo urs , Laussane, Editions Rencontre-Mara-

bout Université, 1971.

* Lemoine establece que llama la atención en este escrito el estilo demasiado culto e

intelectual que se emplea para dirigirse a la gente sencilla del sur de la Nueva España,

no porque Morelos no fuese capaz de emplear ese estilo literario, sino porque general­

mente buscó formas menos rebuscadas para llegar al corazón de las masas. Véase, Le­

moine, op. c it , p. 185, nota al pie, y p. 186.

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cuanto indebidamente se predica de nosotros, tanto que mucho más se

debe predicar de los europeos. No nos cansemos, la España se perdió y las

Américas se perderían sin remedio en manos de europeos, si no hubiéra­

mos tomado las armas, porque han sido y son el objeto de la ambición y co­

dicia de las naciones extranjeras.5

Las naciones extranjeras representan el ateísmo y el riesgo de perder los verdaderos valores y creencias de la nación española. La debilidad de la monarquía, que cedió en favor de la ocupación napoleónica, hace. pensar en su proclividad a las causas impías. Con la determinación de salvar estos valores, el movimiento insurgente insiste: "somos más reli­giosos que los europeos".

Somos más religiosos que los europeos, afirmación reiterada desde los primeros años de la lucha, afianza y reivindica al movimiento que, aun con el paso del tiempo, no abandonó ese esfuerzo legitimador. La denuncia de los afrancesados y de la traición de la monarquía subordi­nada a Napoleón, así como el deslinde con respecto a las posturas angli­canas, galicanas y aun del regalismo español, fueron apelaciones cons­tantes del movimiento en favor de una mayor adhesión a la Iglesia encabezada por el papa.

La política borbónica profundizó el proceso de secularización, sobre todo en el último cuarto del siglo xvin. Iniciativas como hacerse cargo del manejo de los diezmos, suprimir los privilegios e inmunidades del clero, y expropiar las riquezas materiales de la Iglesia, entre otras medi­das, expresaron la determinación de someter enteramente a la institu­ción eclesiástica. Como parte del malestar generado entre el clero de la época, la insurgencia le echó en cara a la monarquía española su voca­ción regalista y la acusó de estar más cerca de la política de la monar­quía inglesa, traicionando a la tradición romana de quien había obteni­do, en cambio, tan grandes concesiones:

5 "Vigorosa y patriótica impugnación de Morelos al obispo de Puebla", 24 de no­

viembre de 1811, Ibid ., p. 183.

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El gobierno español ha imitado al gabinete de Saint James. Los reyes de In­

glaterra, desde Enrique vm con descaro, se intitulaban "cabeza de la Iglesia

Anglicana", y los reyes de España, con hipocresía, sólo se nombran protec­

tores de la iglesia: aquéllos con un poder absoluto, disponen de las perso­

nas y de los empleos eclesiásticos y éstos con su patronato real, son dueños

despóticos de la inmunidad real, local y personal, de las capellanías, cura­

tos y obispados. El rey británico dijo, no obedezco al papa, y el rey español,

se sujeta en lo que le conviene a la silla pontificia, reclama aun los decretos

del concilio tridentino y amenaza con sus armas para arrancar los breves y

las bulas que importan a los intereses de sus ministros y favoritos: aquél

con mano armada, se apoderó de las rentas piadosas y éste con afectada hu­

mildad [...] y con pretextos falsos, ha conseguido gravar y pensionar las

rentas decimales. Los ingleses por esta causa tuvieron, al menos, un santo

mártir que resistiera al rey [...] y en España o Indias, sólo hemos tenido obis­

pos aduladores y nos ha faltado un hombre íntegro que defienda los dere­

chos de la Iglesia.6

La obligación de preservar el FUNCIONAMIENTO

DE LAS INSTITUCIONES ECLESIÁSTICAS

Pocas oportunidades tuvo el movimiento insurgente de tener a su cargo el manejo y administración de instituciones eclesiásticas establecidas por el sistema colonial. En realidad, el movimiento no logró subordinar a las capitales y sedes episcopales. Muy brevemente se instaló en Gua­dalajara, ciudad que tuvo que abandonar tras la derrota de Puente Cal­derón. La única ciudad importante que logró ocupar a lo largo de un pe­ríodo de tiempo significativo, un período de 16 meses, fue la ciudad de Oaxaca, capital de intendencia y sede del obispado del mismo nombre.

6 Notas de la representación del gobierno mexicano, Jaujilla, marzo de 1817, el docu­

mento proviene de la causa de San Martín, recogida en José Hernández y Dávalos, Colec­

ción de do cu m en to s para la h istoria de la guerra de Independencia de M éxico , 1888, vol. vi. Pue­de consultarse también en el apéndice documental de Ana Carolina Ibarra, Clero y política

en Oaxaca, biografía del Dr. San M a r tín , México, Instituto Oaxaqueño de las Culturas-

UNAM, 1996, pp. 212 y 213.

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La ocupación de Oaxaca, entre noviembre de 1812 y abril de 1814, brindó a los insurgentes el espacio para desplegar lo que puede consi­derarse la política insurgente hacia la Iglesia en tiempos de guerra. De allí que de la estancia en Oaxaca puedan desprenderse varias lecciones en torno a la relación Iglesia-Estado propuesta por los insurgentes.

Tratándose de la sede del gobierno mitrado, al controlar Oaxaca Mo- relos contó con la posibilidad, por única ocasión, de llegar a un acuerdo con las autoridades del obispado, el gobernador y su cabildo en sede va­cante. Elementos fundamentales para este acuerdo fueron la voluntad de Morelos de respetar las instancias existentes y la vocación de los ca­pitulares de mantener el funcionamiento de la mitra aun en tiempos de guerra, vocación que tiene su origen en el sentido de tradición del cabil­do catedral, en su profundo arraigo local y en su consecuente legitimi­dad como instancia política de mediación.

Durante la ocupación se logró mantener una administración eficaz de los servicios eclesiásticos, de los bienes y recursos de la Iglesia y pre­servar el papel decisivo del cabildo catedral de Antequera. Hubo acuer­do respecto a la necesidad de aprovisionar los curatos con los párrocos y vicarios correspondientes; hubo acuerdo en cuanto a la necesidad de impartir los sacramentos conforme a las leyes de la Iglesia; a preservar la inmunidad eclesiástica y, sobre todo, a posibilitar la recolección del diezmo, recurso fundamental para mantener la fábrica catedralicia, las prebendas de los capitulares y los negocios de la iglesia catedral.

Los 16 meses de la ocupación insurgente permiten apreciar el lugar privilegiado que tuvo para Morelos la cuestión eclesiástica, lo importan­te que fue para él asumir la responsabilidad de preservar el funciona­miento del gobierno del obispado y, al mismo tiempo, la capacidad del cabildo de ejercer sus funciones y hacerse cargo de la mitra, en la que se mueve con gran soltura. Morelos no aspiró a desplazar ni anular al ca­bildo; el caudillo únicamente supervisó el cumplimiento de sus respon­sabilidades. Era notoria su gran preocupación por mantener el breve de que los fieles comulgaran, escucharan la misa y la prédica. Durante su estancia en Oaxaca, y más tarde rumbo a la Cosí - Chica y Acapulco, Morelos se mantuvo en constante comunicación con ti gobernador de la catedral, Antonio Ibáñez de Corvera, para orientar la solución de muy diversos problemas. Se cuenta que cuando estaba en Oaxaca, el caudillo

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gustaba de reunirse con los canónigos y se sentaba justamente en el presbiterio de la catedral7 para discutir y dar instrucciones al provisor, revelando su celo por los compromisos eclesiásticos y el cuidado de la feligresía. La documentación con la que hemos podido contar es un tes­timonio de su dedicación a los asuntos de la mitra.8

La relación entre el gobierno insurgente y el cabildo catedral evolu­cionó negativamente a lo largo de los 16 meses que duró la ocupación. Por razones que no podemos exponer en este breve espacio, el cabildo pasó de la simpatía a la desafección y el experimento terminó con una dramática ruptura entre el caudillo y la corporación. Al interior del pro­pio cabildo, se perdió el sentido colegiado de su actividad, para asumir sus miembros posiciones muy diversas ante los acontecimientos. A pe­sar de ello, la experiencia, como dijimos, constituye un capítulo funda­mental en la historia de la política insurgente hacia los asuntos e institu­ciones eclesiásticas.

D eslindar los deberes del clero de sus posiciones políticas

"La presente es guerra de opiniones políticas que en nada tiene que ver y mezclarse la religión de nuestros padres", expresó El correo americano del sur el 15 de julio de 1813,9 haciéndose eco de las recientes declaracio­nes de Morelos.

7"[...] tomando asiento en el presbiterio, como lo tomaba siempre que se le antojaba,

comenta el canónigo doctoral López de Letona, en una declaración posterior ante las Ju­

risdicciones Unidas, al abrirse causa de infidencia al cabildo catedralicio, Testimonio del

Dr. José Domingo López de Letona, 24 de octubre de 1817, Archivo General de Indias, In­

diferente Genera l, 1492.

8 De ello dan cuenta sobre todo los papeles capturados a los rebeldes en la acción de

Tlacotepec, expediente que reúne una cantidad signficativa de oficios intercambiados en­

tre Morelos e Ibáñez, cuaderno 5, Secretaría del Virreinato de México, Año de 1814, "Do­

cumentos cogidos al cabecilla Morelos en la acción de Tlacotepec" a g í, Indiferente General,

1492.

9 El correo am ericano del su r , Oaxaca, jueves 15 de julio de 1813, en Genaro García,

D ocu m en to s h is tóricos m exicanos, vol. iv, México, SEP, 1985, p. 162.

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Este fue uno de los principales argumentos que defendió la insur­gencia frente a los alevosos ataques del clero realista y los prelados, quienes hicieron de la religión un arma más de lucha. Como se sabe, desde el momento en que se inició el levantamiento de Hidalgo, la jerar­quía eclesiástica lanzó una ofensiva que fulminó excomuniones y acusa­ciones de herejía contra los insurgentes y los partidarios de la insurgen­cia.10 Pero no fue esa la única arma empleada por el clero realista: los obispos y los curas de ese bando se sirvieron de los recursos de la Igle­sia, tales como la bula de la cruzada, entre otros, para emplearlos para combatir a la insurgencia; consideraron además que se trataba de una guerra de religión y que todos en ella debían ser soldados.11 Esta actitud se apoyó en la actividad beligerante que habían tenido los curas de la península ante la ocupación de los franceses y se fundaba, entre otros escritos, en el Itinerario para párrocos de indios (1771) de don Alonso de la Peña y Montenegro, que defendía la posibilidad de que los curas y otros eclesiásticos participaran en guerras justas.12

10 El obispo electo de Michoacán, Manuel Abad y Queipo, fue el primero en emplear

la excomunión a Hidalgo, a pocas semanas de la sublevación de Dolores. Enseguida ,

otros obispos, como Cabañas y Bergosa, tomaron las mismas medidas en sus respectivas

diócesis. Campillo, obispo de Puebla no sólo recurrió a ese expediente, sino que condenó

también a todos aquellos que leyeran los panfletos y la prensa insurgente. Bandos, pasto­

rales y edictos de los prelados conforman vastos expedientes que dan cuenta del proce­

der del alto clero durante la guerra de Independencia. Esta documentación puede con­

sultarse en muy diversos archivos: Archivo General de la Nación, Archivo del Centro de

Estudios de Historia de México CONDUMEX, Archivo General de Indias, entre los princi­

pales.

11 Don Antonio Bergosa y Jordán, obispo de Antequera y luego arzobispo de la Me­

tropolitana, exhortaba en sus sermones y cartas pastorales a los sacerdotes para que no

esperasen milagros, sino que tuviesen el valor de tomar las armas. "A las armas, arma­

dos diocesanos míos y no os cause extrañeza que vuestro obispo os persuada a ello, por­

que en causa como esta de religión, todos debemos ser soldados [...]", El obispo de An­

tequera de Oaxaca a sus diocesanos, en Rosalba Montiel e Irene Huesca (comps.),

D ocu m en to s de la gu erra de Independencia en O axaca, Oaxaca, Archivo General del Estado

de Oaxaca, 1986 (Documentos del archivo 7), el original se halla en el Archivo General de

la Nación (a g n ), Operaciones de guerra, foja 32 y ss.

12 Don Alonso de la Peña Montenegro, obispo de San Francisco de Quito, Itinerario

para párrocos de in d ios en que se tra tan las m aterias m ás particu lares tocantes a ellos para su bue-

a d m in is trac ió n , Madrid, 1771. Eran motivo de guerras santas y justas las injurias p

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Por el contrario, los insurgentes defendieron el argumento de que los ministros de la Iglesia no debían, por ningún motivo, mezclar los argumentos de la religión con los asuntos relativos a la política y los intereses terrenales. Los curas deben velar por la felicidad de las almas, quedando al margen de lo terreno y lo profano.

No es tiempo ni es ocasión esta de fulminar censuras y disiparlas como ra­

yos, prevaliéndose de la cristiandad de los pueblos, con ofensa y violación

de los respetos de la santa Iglesia para aterrorizar y conseguir furtivamente

una obediencia forzada que sólo hace hipócritas y disimuladores, pero no

vasallos verdaderamente adictos [...]13 advirtió Morelos al obispo de Oaxaca

cuando intimó la rendición de la plaza.14

Deslindar los deberes del clero para con su grey de los intereses po­líticos que puede tener el individuo, fue la posición que los insurgentes defendieron en muy diversos foros. No había motivo para que los curas no adictos a la insurgencia tuviesen algún recelo, ni para que no pudie­sen ejercer su ministerio. Los insurgentes prometieron respetar al clero. En correspondencia con ese planteamiento, acusaron de ilegítimas las excomuniones impartidas por los prelados realistas.

En esa misma perspectiva, tampoco podían los eclesiásticos realistas o "neutrales", negarse a impartir los sacramentos entre los simpatizan­tes de la causa rebelde. El correo americano del su r denunció en sus pági­nas el ejemplo de Manuel del Campillo, obispo de Puebla, quien "en los últimos días de su vida mandase a sus curas que se abstuviesen de ca­sar a todo americano que tomase las armas por la Nación, vindicando sus derechos, a menos que no detestase solemnemente el partido que había abrazado [...]"15

ridas por los vasallos. Los obispos eran quienes debían determinar si, después de anali­

zar las condiciones, podía concederse licencia a los eclesiásticos para participar en las

guerras. Véase Tratado nono de la misma obra.

13 "Acre censura de Morelos al obispo de Oaxaca, por el obstinado apoyo que brin­

da a la causa realista", 25 de noviembre de 1812, en Lemoine, op. cit . pp. 230 y 231.

14 Cabe advertir que a estas alturas el obispo Bergosa y Jordán había huido de la ciu­

dad. La huida tuvo lugar cuatro días antes de la entrada de los insurgentes, es decir, des­

de el 20 de noviembre de 1812.

15 El correo am ericano del su r , p. 162.

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Lo que se discute es el respeto que debe existir entre ambas potesta­des ya que, según la insurgencia, el culto público debe apoyarse en la protección del príncipe y el sacerdote, que jamás deja de ser ciudadano, descansa en las leyes civiles protectoras de sus derechos.

Si se abandona el respeto que se deben las dos potestades, y una de éstas

abusa de su poder para fulminar censuras, condenas y escarnios como

arma de lucha, está faltando a sus principales compromisos y actúa de ma­

nera ilegítima. Y, puesto que los insurgentes no son herejes, respetan el san­

tuario y sus ministros, y convienen en una fe y una religión, el clero realista

intenta con ese ardid, poner una barrera entre la Iglesia y sus hijos.16

U n vicario castrense que pueda acudir a IMPARTIR

AUXILIOS ESPIRITUALES ENTRE LA FELIGRESÍA INSURGENTE

La cuestión de la vicaría castrense fue uno de los asuntos que más preo­cupó a la política insurgente. Concebido desde el comienzo de la insu­rrección como vicario general de la insurgencia, el vicario debía ser de­positario de los poderes de una Iglesia ausente -ausente porque así lo determinó la alta jerarquía al condenar y marginar de la Iglesia institui­da a los insurgentes-,17 y debía ocuparse, el vicario, de ofrecer socorros espirituales a la feligresía adicta a la insurrección. En distintas etapas, la insurgencia designó para el cargo de vicario a figuras relevantes de en­tre sus filas. Originalmente, el vicariato recayó en manos de José Ma­nuel de Herrera. Un poco después, aunque por un lapso muy breve, fue designado el doctor Cos, luego fue nominado el canónigo Velasco, ca­nónigo de la Colegiata, y por último, ocupó el encargo el canónigo lecto- ral de la catedral de Oaxaca, José de San Martín, quien asumió esa posi­ción justamente en el Congreso de Chilpancingo.

16 Ibid.

17 En rigor, el derecho canónico establece que un vicario es un eclesiástico en el que

se delega una potestad, y en consecuencia, actúa en representación de otro con su autori­

dad y obligaciones.

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Hasta donde tenemos noticia, existieron dos momentos célebres en que la discusión sobre el derecho de nombrar un vicario general de la insurgencia alcanzó expresiones brillantes. El primero tuvo lugar en la catedral de Oaxaca en 1813, y fue alentado por el caudillo para animar, según sus propias palabras, una discusión libre entre los más renombra­dos eclesiásticos que allí se encontraban.18 El segundo tuvo lugar en el fuerte de Jaujilla, a orillas del lago de Pátzcuaro, cuando la insurgencia languidecía en el año de 1817.

Del primero conocemos parte de los debates gracias a las actas de las reuniones celebradas en la catedral durante la ocupación insurgente, además de noticias vertidas en la correspondencia de la época; acerca del segundo, se cuenta con documentación invaluable que formó parte de la causa de infidencia del canónigo San Martín, recogida en la colec­ción de Hernández y Dávalos.iy

Ante la negativa de los prelados y altos funcionarios de la Iglesia co­lonial de brindar socorros espirituales a los fieles que se encontraban en el campo insurgente, la insurgencia recurrió al expediente de nombrar un vicario general que se hiciese cargo de estas tareas. Aunque en los hechos el vicario nombrado por la insurgencia, quienquiera que éste fuese en las distintas etapas y lugares, se ocupó de las tareas administra­tivas y pastorales que le fueron encomendadas, la insurgencia no se contentó con llevar a la práctica esta determinación, sino que deseó con­

18 El clima de debate político que favoreció la insurgencia en Oaxaca, la difusión e

impacto de la propaganda política insurgente a través de El correo am ericano del su r y la

propia voluntad de Morelos de hacer prevalecer en Oaxaca la expresión de opiniones di­

versas, contribuyó todo a impulsar la consulta de este tema en foros representativos. De

ello da cuenta una carta que escribió el caudillo en la que se preparaba para el aconteci­

miento. Véase Morelos a San Martín, 30 de mayo de 1813, en E. Lemoine, op. c it., p. 291.

Para conocer acerca de las actas de las reuniones, puede consultarse a José Luis Gonzá­

lez, "El obispado de Oaxaca y la vicaría castrense" en Estado, ig lesia y sociedad en M éxico

en el s iglo X I X (coord. Alvaro Matute, Evelia Trejo y Brian Connaughton), México, Edito­

rial Miguel Angel Porrúa, 1995 y Ana Carolina Ibarra, "El cabildo eclesiástico de Oaxaca,

el cabildo catedral y la insurgencia", tesis para obtener el grado de doctor en historia, Fa­

cultad de Filosofía y Letras, unam , 1997.

,,J "Reglamento del gobierno eclesiástico mexicano", Causa de San Martín, Hernán­dez y Dávalos, op. cit., reproducida también corno parte del los apéndices de Ana Caro­

lina Ibarra, Clero y política... cit.

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validarla y legitimarla a través de una discusión en la que dejase en cla­ro los argumentos que la sustentaban. Más aún, en las dos oportunida­des que conocemos, la insurgencia deseó hacer partícipes de este debate a personalidades importantes del clero que no estuviesen necesaria­mente dentro del partido americano. En Oaxaca, Morelos invitó a las reuniones que tuvieron por objeto esta discusión a los miembros del ca­bildo catedral, así como a los clérigos más destacados de la provincia. En Jaujilla, la Junta Nacional Gubernativa, último reducto de la institu- cionalidad insurgente, escribió a la mitra vallisoletana para que avalase su petición de designar un vicario castrense. Los testimonios recogidos sobre estas dos iniciativas han permitido sacar a la luz un debate en que los eclesiásticos y teólogos insurgentes retoman experiencias y argu­mentos de la época, añadiendo a éste su propia capacidad para adaptar las experiencias extranjeras a las necesidades del movimiento.

La propuesta es, nuevamente, que "el asunto de la Iglesia, debe estar enteramente separado de la intriga de los gabinetes".20 No puede suje­tarse el destino de los católicos a las arbitrariedades y caprichos de los soberanos temporales o de algunos obispos. La base del argumento sur­ge de las doctrinas incontestables de Febronio, Bossuet, Suárez, Natal Alexandro o Van Espen; o bien de los precedentes sentados por las deci­siones pontificias motivadas por la revolución de algunos reinos; ejem­plos concretos que se citan, son los de Venecia, Córcega, Portugal y Es­paña durante la guerra de sucesión. Otros casos más sonados de la época son los de Parma y Maguncia.21

Claro está que bajo estos argumentos el riesgo para los insurgentes era el de ser acusados de cismáticos. Esta acusación no tardó en presen­tarse en los „debates de la catedral de Oaxaca. Allí se enfrascaron el ca­nónigo José María Vasconcelos y Vallarta y el padre Sabino Crespo, que más tarde habría de unirse a las filas de la revolución en un debate que seguramente fue álgido. A lo largo de esas sesiones, ambas voces orien­taron la polémica. La de Vasconcelos expresó, cada vez con mayor fir­meza, su postura en contra del vicariato a partir de la ilegitimidad de la causa insurgente. La de Crespo, en cambio, defendió la posibilidad de

20 Ibid.

21 El documento citado alude a estos casos, véase Ibid.

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delegar una potestad en la figura del vicario. Uno y otro eclesiástico ex­presaban posturas antagónicas, pues representaban posiciones ideoló­gicas irreconciliables.

Los motivos expuestos por Crespo no difieren mucho de los que he­mos expuesto a lo largo de estas páginas, en tanto que lo que estaba en juego para él era la atención espiritual de la tropa. Crespo insistió en que "la suprema jurisdicción que de justicia reclama esta iglesia, reside, según todos los derechos, en el cuerpo de presbíteros que se hallan uni­dos a ella".22 El vicario sería en este caso, la persona en la que los presbí­teros depositaban de común acuerdo la jurisdicción a la que debían so­meterse tanto el resto de los sacerdotes como sus fieles. El alegato en contrario, proveniente de Vasconcelos, no dejó de evocar con ironía la figura del cismático anglicano Kratner, para comparar a Crespo con él. Acusó a Crespo en los siguientes términos:

La ciencia de Crespo no parece proceder de la buena ciencia, sino de la cien­

cia que hincha (que ensoberbece y ofusca). Permitir esos medios extraordi­

narios de atención espiritual, no será concurrir a la destrucción del edificio

de la Iglesia que se funda en la unidad por la unión indisoluble de sus par­

tes, ¿no será justificar un camino que va derecho al cisma? Ese camino sig­

nificaría abrir la puerta a cualquier grupo de facciosos que quieran conser­

varse dentro de la Iglesia porque ella les facilita tascar el freno de la lealtad,

la justicia, la obediencia a sus superiores temporales [...]B

Las discusiones de la catedral concluyeron denegando la validez de la vicaría castrense, no obstante lo cual la insurgencia mantuvo su pos­tura más allá de Oaxaca. Morelos había prometido mantener reserva respecto a las opiniones allí vertidas. Sin embargo, una gran ruptura ha­bía ocurrido. El 31 de julio se abrió asunto judicial sobre la persona de Vasconcelos. Y, unas semanas más tarde, la necesidad de incorporar a José Manuel de Herrera como diputado en Chilpancingo hizo que se le relevara de la vicaría castrense. Morelos tomó la decisión de nombrar en su lugar al lectoral de la catedral de Oaxaca.

22 José Luis González, op. c i t., p. 129.

23 ¡bid., p. 132.

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Fue San Martín el encargado de llevar más lejos este debate, en algu­nas de las mejores páginas escritas por la insurgencia sobre el tema. En el Reglamento Eclesiástico Mexicano, publicado originalmente en la Ga­ceta de Jaujilla, el último periódico insurgente, retomó y enriqueció los argumentos previos.24 Arrinconada la insurgencia en esos momentos, reiteró su petición a las autoridades de la mitra de Valladolid para po­der tener un vicario que, ajeno a las cuestiones políticas, se dedicara a proveer de pasto espiritual a las tropas americanas. Es un alegato de 1817, sin embargo en sus páginas es posible ver la continuidad con la discusión precedente. De nuevo se insiste en que el hecho de unirse a la causa revolucionaria no significaba abjurar de las creencias verdade­ras y profesiones de fe. Se alude a ejemplos semejantes en otras tierras, pero se aclara que las posiciones allí vertidas no tienen la intención de identificarse con ellas: "más ni remotamente intenta este gobierno se­guir las pisadas de aquellas naciones, antes por el contrario, sólo preten­de impedir cualquier sospecha contra su religiosidad, quitar el escánda­lo de los débiles y concordar los intereses temporales con los bienes espirituales [...]"25

Conclusiones

No obstante los grandes esfuerzos realizados por los insurgentes, el problema de su relación con la Iglesia colonial no se resolvió durante los once años de lucha. La política desplegada desde 1810 por los prelados y la jerarquía realista no cedió un ápice, ni ante los mejores argumentos. Los obispos condenaron a los partidarios de la causa americana, blan­dieron impunemente las armas de la excomunión, las acusaciones de herejía y echaron mano de las arcas de la Iglesia para obtener recursos para financiar a las tropas realistas. Los insurgentes, por su parte, sufrie­ron las consecuencias de esta política arbitraria que los llevó muchas ve­ces ante el tribunal de las Jurisdicciones Unidas y ante la propia Inqui­

u Hernández y Dávalos, op. cit.

25 Ibid.

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sición. El empleo de este tipo de recursos por parte de los defensores de la causa realista probó ser un arma eficaz.

Muy poco ha subrayado la historiografía este asunto, en gran medi­da porque ha pasado por alto la extraordinaria importancia que los te­mas relativos a la Iglesia y a la religiosidad tuvieron para los insurgen­tes. Salvo excepciones, el movimiento insurgente fue profundamente católico y le importó, por encima de muchas cosas, dejar en claro su reli­giosidad. Para argumentar su postura, echó mano de muchos argumen­tos: algunos pueden parecer afines al ultramontanismo, otros al galica- nismo, pero no es posible atarlos a ninguna de esas etiquetas. Muestran todos ellos una vasta y actualizada cultura teológica, y una vocación ar­gumentativa que llama la atención. Prevalece en todos los casos el deseo de explicar, lo más razonablemente posible, sus necesidades, de fundar sus razones. Frente a la irracional embestida de las expresiones del clero realista, en gran medida los argumentos insurgentes son defensivos. Se orientan con un sentido pragmático y coyuntural que no siempre per­mite conocer aspectos más profundos de su concepción de las relaciones entre la Iglesia y el Estado. La tarea de profundizar en ello es una tarea que nos obliga a mantener y alentar investigaciones futuras sobre estos temas.