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Rona Sharon M M I I P P I I R R A A T T A A M M A A L L V V A A D D O O

MMII PPIIRRAATTAA MMAALLVVAADDOO · Capítulo 1 Indias Occidentales, septiembre 1705 Alanis abrió los ojos a causa de los fuertes golpes en la puerta de su camarote

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RRoonnaa SShhaarroonn

MMII PPIIRRAATTAA MMAALLVVAADDOO

Tinngoccio contestó:

—¿Perdido? Si se pierde algo, no se puede encontrar; entonces, ¿qué diablos

estaría haciendo yo aquí si estuviese perdido?

—No es eso lo que quise decir —dijo Meuccio—. Lo que quiero saber es si tú te

encuentras entre las almas de los condenados, en los flagelantes fuegos del

Infierno.

Boccaccio, Il Decamerone.

ÍNDICE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

Capítulo 31

Epílogo

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

Capítulo 1

Indias Occidentales,

septiembre 1705

Alanis abrió los ojos a causa de los fuertes golpes en la puerta de su

camarote. Se sentó en la cama, embriagada por el olor a sal y a mar que entraba

por las portas y por los dulces fragmentos de su sueño: iba corriendo por una

playa de arena blanca salpicada de palmeras. Recordaba un mar azul con

rugientes olas que rompían en la espuma blanca. Era libre.

—Milady, ¿puedo entrar? ¡Es urgente! —John Hopkins, el primer oficial

del Pink Beryl[1], insistió detrás de la puerta, con la voz tensa de preocupación.

Alanis exhaló un suspiro dejando que su sueño se desvaneciera.

—Sí, señor Hopkins. Entrad.

La puerta se abrió. El farol de Hopkins penetró la oscuridad. Tenía una

expresión ceñuda.

—Siento molestaros a estas horas impiadosas, milady, pero... —Se detuvo

al verla.

Parpadeando perezosamente con ojos felinos, ella se estiró la sábana hasta

el mentón y se apartó unos mechones de cabellos enredados que bajo la luz de

la luna parecían más plateados que dorados.

—Sí, Hopkins, ¿qué sucede?

—¡Piratas! Nos están atacando...

El ruido de los cañones retumbó en el horizonte, desnucando una

estrepitosa andanada de costado y provocando una terrible explosión que

impactó en el barco. Las paredes se hicieron trizas. El barco se balanceó

bruscamente. Del otro lado de la puerta sobrevino el caos. Tirada sobre las

almohadas, Alanis oyó a los oficiales vociferando, a los marineros corriendo de

prisa en cubierta y las armas disparando.

—¡Demonios! —Hopkins cayó de rodillas junta a la cama de ella—.

Milady, ¿os encontráis bien?

—Sí, sí, estoy bien —respondió Alanis sin aliento y temblando, aunque

todavía entera—. ¿Y vos?

—Bien —Hopkins se puso de pie, estirándose la chaqueta de color azul

marino—. Debemos sacaros de este barco, milady. Disculpad el atrevimiento,

pero debéis vestiros, y de prisa, pues nos caerán encima en cualquier momento.

No podremos mantener la delantera por mucho tiempo, y esa es una fragata de

setenta cañones. Debo asegurarme de que os encontréis sana y salva para

cuando ellos lleguen.

—¿Sana y salva? ¿Dónde? —preguntó ella mirando hacia las portas

abiertas. El agua y la noche los rodeaba por todas partes y no muy lejos

asomaba una enorme embarcación, abriéndose paso a toda vela entre las olas,

con las bocas de los cañones echando humo. Unas siluetas se desplazaban sobre

las cubiertas, preparando las armas, preparándose para abordar el barco de

Alanis. ¿Dónde diablos podía ir ella? Apartó las sábanas de un tirón y se calzó

rápidamente las botas bajas. Ante un ataque pirata no había tiempo que perder.

—Izad bandera blanca, alférez. No permitiré que nos maten a todos por

culpa de mis joyas.

Hopkins desvió la mirada y se aclaró la garganta:

—Disculpad, milady, pero las joyas no son el único botín que estos

rufianes persiguen.

Ella echó una ojeada a su camisón. Un calor le subió por las mejillas. Si

bien no era una muchachita que acabara de terminar sus estudios, en esa

cuestión seguía siendo bastante inexperta.

—Debo... buscar a Betsy —Se echó una capa sobre los hombros y estaba a

punto de salir cuando la criada irrumpió en el camarote.

—¡Una catástrofe nos ha caído encima, milady! —se lamentó Betsy al

tiempo que una segunda andanada impactó en el barco. Cayeron al suelo. El

farol de Hopkins se estrelló y dejó de alumbrar. Betsy pegó un grito.

Aferrándose al poste de la cama Alanis se ayudó a ponerse de pie. Hopkins le

tendió una mano a Betsy para ayudarla al tiempo que las conducía puertas

afuera.

Subieron de prisa por la angosta escalera de cámara, bamboleándose por

los bruscos balanceos del barco. Se chocaron con alguien:

—Señor —exclamó Matthews, el navegante—, el capitán McGee se ha

rendido. La Víbora nos está abordando. ¡De prisa! No podemos resistir.

Alanis empezó a decir:

—¿La Víbora? ¿El italiano al que llaman Eros?

Sobrenombre que le habían puesto por malvado y corrupto, Eros era

sinónimo de crueldad, sed de sangre y destrucción. Surcaba los mares

apoderándose de un botín tras otro por su valentía, sus artimañas o por el mero

terror que provocaba el mencionar su nombre; su leyenda se cernía sobre él cual

nube de tormenta.

—Me temo que sí, milady —confirmó Matthews—. No contamos ni con los

hombres ni con las armas para enfrentarlo. Ese rufián no había asaltado

embarcaciones privadas en años. Él ataca flotas. No esperábamos que nos

atacase a nosotros. Ni tampoco Su Excelencia.

—Que Dios nos ayude... —murmuró Alanis, recordando las advertencias

de su abuelo.

El duque de Dellamore había vaticinado una catástrofe. Había estado

terminantemente en contra de su viaje en barco a Jamaica para encontrarse con

su prometido, el vizconde Silverlake. A ella aún le resonaban sus sermones en

la cabeza: "En tiempos de guerra una joven no debería andar correteando por el

mundo. Mi presencia es requerida en la Corte de Su Majestad y tú no puedes

viajar sola. Si el hijo de Dentón desea hacerse de un nombre persiguiendo

piratas al servicio de Su Majestad, ¡que lo haga sin ti!". Lamentablemente, Lucas

Hunter, el distinguido Silverlake, sí lo estaba haciendo solo, mientras ella

pasaba sus días lejos, en casa. Ella había intentado hacer entrar en razón al

duque, recordándole que estaba comprometida en matrimonio con Lucas desde

la infancia, pero él no la había escuchado. Había llegado a la solución de la

discordia mediante mañas: Alanis había derramado tantas lágrimas que el

duque no había tenido otra alternativa más que rendirse. Si su abuelo hubiera

sabido el verdadero motivo de su viaje en barco nada hubiera quebrantado su

determinación.

—Prepara el bote, Matthews —ordenó Hopkins, y dirigiéndose a Alanis

dijo—: No temáis. San Juan está a no más de un día de viaje —Antes que el

terror de naufragar en el mar se apoderara de ella, él la asió del codo y las instó

a ella y a Betsy a seguir por las escaleras.

La escena en cubierta era infernal. El mástil estaba en llamas. Los piratas

llegaban saltando con sogas. El metal sonaba ruidosamente, las armas

explotaban. Abriéndose paso con cuidado en medio de las zonas de combate,

Hopkins las condujo a estribor. Debajo de la barandilla, un pequeño bote se

bamboleaba precariamente sobre las negras olas.

—¡Padre misericordioso que estás en los cielos! —exclamó Betsy al ver el

bote.

—¿Y los demás? ¿Y el capitán McGee? —preguntó Alanis con ansiedad

mientras el alférez Hopkins la ayudaba a bajar por la escalerilla lateral. Ella

recorrió con la vista la violenta batalla en cubierta. El humo acre le hizo arder

las fosas nasales. Petrificada, observaba las llamas que iban envolviendo los

mástiles y obenques. Doce años atrás, sus padres habían fallecido debido a un

incendio desencadenado en un viaje de exploración que su padre había hecho a

Oriente. En aquel entonces, con sólo doce años de edad, la habían dejado en la

Mansión Dellamore junto a su hermano menor, Tom. En ese momento, como si

tuviese enfrente a su propio padre, su sueño de sol brillante y libertad se estaba

convirtiendo en una pesadilla.

—¡Descended, milady! —La apuró Hopkins—. ¡Ahora! —La sujetó de los

brazos mientras ella bajaba el primer escalón. Le hizo un gesto tranquilizador

con la cabeza antes de que cinco piratas lo rodearan por detrás.

Alanis pegó un alarido. Uno de los cinco rufianes sujetó fuertemente a

Betsy. Otro tiró de Alanis y la devolvió a cubierta. Debatiéndose salvajemente,

ella estiró el cuello y alcanzó a ver a Hopkins luchando vigorosamente con sus

atacantes, pero fueron llevados a la rastra hacia el área donde los triunfadores

asesinos, ahora al mando del timón, rodeaban a la tripulación del Pink Beryl.

Apretadas una contra la otra, Alanis sintió las manos frías de Betsy en la

nuca, retorciéndole la larga melena en un rodete y metiéndoselo adentro de la

capucha de la capa. Alanis se estiró la capucha hasta el borde de los ojos.

—Cúbrete tú también, Betsy.

Una aguda tensión se apoderó del aire humeante. Estaban a la espera del

hombre que podía llegar a terminar con sus días: a la mismísima Víbora.

Los piratas se agitaron y le abrieron paso entre sus filas. Conteniendo la

curiosidad, Alanis se acurrucó entre los pliegues de terciopelo de la capucha y

escuchó a sus hombres que le daban la bienvenida hablando rápido en italiano.

La Víbora se acercó más para inspeccionar a sus cautivos. Una ola de terror los

invadió. El taconeo firme de las botas sobre los tablones repercutía en el

corazón de cada uno de ellos. Se detuvo, Alanis contuvo la respiración al

percibir que él se había parado justo delante de ella.

—Giovanni, portami quella nel cappoto nero. Tráeme a la de la capa negra

—ordenó con voz grave, y un hombre gigantesco con un parche negro

cubriéndole un ojo se presentó ante ella.

Hopkins y Matthews se abalanzaron, pero unas afiladas dagas les

bloquearon el paso.

—¡Déjala en paz, monstruo despreciable! —gritó Betsy sin temor—. ¡Ella es

la nieta del duque de Dellamore! ¡Él te perseguirá por el resto de tus días!

La Víbora examinó a la criada, luego le dio instrucciones a uno de sus

hombres:

—Rocca, tu prendi la piccola serva. Rocca, encárgate tú de la pequeña

criada —Se dio vuelta y se marchó.

Lo único que Alanis vio fue una siniestra sombra alta y negra que

desaparecía entre los espesos remolinos de humo.

Levemente iluminado, el camarote de la Víbora ostentaba amplio espacio

y bastante lujo. Giovanni la empujó suavemente para que entrara y trancó la

puerta. A solas, Alanis levantó la cabeza y echó un vistazo. No era el tipo de

camarote donde se esperaba que residiera un salvaje. Unos gabinetes laqueados

negro y dorado recubrían las paredes: típicos diseños de artesanos venecianos.

Había elegantes sillones y sofás tapizados en satén color púrpura dispuestos en

una sala de estar. Un escritorio de color ébano ocupaba el extremo más alejado,

repleto de papeles y mapas; y hacia la izquierda de ella se erguía una cama con

dosel, cubierta con un lujoso género de seda de color púrpura. La enorme

sombra que proyectaba la cama le provocó un escalofrío que le subió por la

espalda. Recordó las palabras de Hopkins advirtiéndole que las joyas no eran el

único botín que los piratas perseguían. ¿Sería su suerte ser violada por la Víbora

aquella noche? ¿Sería ese el motivo por el que la habrían llevado hasta allí?

Un antiguo escudo real pendía del dosel, cuyos colores negro, plateado y

púrpura combinaban con los muebles. La insignia, aunque le resultaba extraña,

representaba el prestigio de la familia por participar en las Santas Cruzadas:

una serpiente devorando un sarraceno. Aparentemente, el rufián no tenía

escrúpulos al decorar su camarote con todo tipo de tropelía, aunque eso

significara un despliegue del valor y la magnificencia de otra persona.

La puerta se abrió a sus espaldas. El corazón de Alanis se detuvo de un

salto. La puerta azotó el marco de un golpe. Ella se metió en el hueco de la

capucha, al tiempo que percibía un cuerpo voluminoso que se aproximaba por

detrás.

—Buonasera, madonna —escuchó decir con voz pausada, por encima del

hombro. Ella permaneció en silencio, siguiendo el sonido de los tacones de las

botas que la rodeaban. Unas piernas largas y fibrosas, enfundadas en botas de

cuero negro se detuvieron frente a ella—. Quitaos la capa —le dijo—. Veamos

ese rostro que estáis tan decidida a ocultar.

Él era de los de gran tamaño, se percató sintiéndose pequeña y vulnerable.

El pensar en los valientes tripulantes del Pink Beryl que habían luchado esa

noche la ayudó a reunir coraje.

—¿Bien? —La voz se oyó más cerca y más ronca—. Ya habíais despertado

mi curiosidad allá en cubierta, al ocultaros en lugar de papar moscas como el

resto —Sonrió él de manera burlona—. Os aseguro que estoy bastante intrigado.

Alanis no se movió. Él sonaba bastante civilizado. Su inglés con acento

italiano era el adecuado para ser hablado ante la presencia de la Reina. Sin

embargo, a ella el corazón le dio un vuelco; el aliento cálido llenó la capucha.

—No tengo intención de haceros daño, sólo quiero conversar —le susurró

a través de la capucha. Al ver que ella seguía rehusándose a quitársela, la

persuadió—: Comprendo que os mostréis reacia a daros a conocer, pero hablarle

a una capucha negra me resulta algo tedioso —Él esperó, con sus largas piernas

separadas y firmes, hasta que de repente, sin previo aviso, la capucha de ella

fue echada hacia atrás de un tirón.

Alanis quedó boquiabierta. Levantó la cabeza de golpe, provocando que el

rodete flojo que tenía a la altura de la nuca se soltura y los cabellos le cayeran

hasta la cintura, brillantes y dorados, de manera atractiva. Sobresaltada,

finalmente se hallaba cara a cara con el pirata Eros.

El asombro y la confusión chocaron en sus miradas. Los ojos oscuros y

brillantes del pirata se entornaron con aire pensativo, como si la hubiese

reconocido y estuviese repasando rápidamente en su memoria hasta lograr

asociar el rostro con un sitio. Sin embargo, la perturbadora percepción fue

nublada por la íntima reacción de ella al verlo. Rara vez Alanis prestaba

atención a los hombres, ya que estaba felizmente comprometida; pero aquel

italiano alto y moreno que tenía parado ante ella, con ese físico tan

sorprendente, era capaz de hacerle reconsiderar los votos hasta a una monja.

Una sonrisa lenta curvó esos labios atractivos.

—Piacere —Inclinó con gentileza su cabeza negra como el azabache en un

saludo formal—. Qué inesperado placer.

De nuevo, ella se sintió acosada por la sensación de que él la reconocía,

¿pero cómo podía ser? Ella hubiera recordado haberlo visto antes. Sólo aquellos

ojos eran inolvidables: profundamente expresivos y brillantes, en ese rostro de

un intenso bronceado. Una cabellera espesa, lustrosa y negra azabache, alisada

hacia atrás en una cola de caballo, le enmarcaban la frente y los altos pómulos,

la nariz recta y la mandíbula fuerte y cuadrada: un rostro de guerrero esculpido

en bronce. Una cicatriz con forma de media luna recorría la curva que iba desde

la sien izquierda hasta la mejilla, aunque a ella le pareció que no entorpecía su

belleza en lo más mínimo. Le sumaba personalidad a su aspecto, haciéndolo

parecer aún más intrigante. Un par de pendientes le perforaban el lóbulo

izquierdo: un diamante y una argolla de oro. Su figura era de un atractivo

adicional: aquella gran estatura (le llevaba a Lucas una cabeza), y aquel físico

fornido que irradiaba pura energía masculina. Su estilo de vestir era recatado,

aunque terriblemente elegante, una suerte de italianos modernos habían

dominado el campo de la moda mucho antes de que los franceses asumieran

superioridad. Sus anchas hombreras se iban estrechando hasta formar la cintura

de avispa de una chaqueta ceñida negra con ribetes plateados. Un fular color

blanco niveo daba un efecto como de espuma sobre el cuello tostado. El era

absolutamente irresistible, y absolutamente peligroso.

Sonriendo, enrolló un dedo en uno de los mechones dorados de los

cabellos de ella.

—Allora? ¿Y entonces? ¿No tenéis nada que decir? ¿Os ha comido la

lengua el gato?

Alanis le arrebató el mechón de cabello.

—¿Qué es lo que intentáis hacer con mi barco y mi tripulación? Si

lastimáis a mi criada, o si un solo inglés muere esta noche...

Un brillo burlón destelló en sus ojos:

—¿No estáis ansiosa por saber qué intenciones tengo con vos, lady Avon?

—Me importa un bledo lo que hagáis conmigo —dijo ella apretando los

dientes al tiempo que sus manos frías se cerraban en puños a los costados del

cuerpo—. Mientras mi gente salga ilesa.

—Ya veo —Un dedo atrevido le apartó uno de los extremos de la capa,

dejando a la vista unos volantes de percal—. ¿Entonces puedo hacer con vos lo

que me plazca? —Le preguntó él con una ceja levantada.

—¡Por supuesto que no! —Le arrancó de un tirón el extremo de la capa

para ocultar su camisón.

Un golpe retumbó en la puerta.

—Entra! —ordenó, sosteniéndole la mirada temerosa.

Entraron cuatro hombres cargando los pesados arcones de ella. Los

depositaron en el suelo y se marcharon cerrando la puerta.

—Como veis —cruzó los brazos a la altura del pecho—, todos los botines

del barco son para el capitán.

—Tenía la idea de que hacía tiempo que habíais dejado de atacar barcos

pequeños —dijo ella pausadamente, con tono mordaz—. ¿Es que sobrevinieron

tiempos difíciles?

Él soltó una carcajada.

—Afortunadamente no; pero vos, milady, sois sin duda el premio más

valioso que jamás haya adquirido. El mejor de los botines.

Consternada, aunque al mismo tiempo curiosa, ella recorrió con la mirada

de arriba abajo su estructura, mientras él se dirigía hacia el mueble de las

bebidas. Los ceñidos pantalones de color negro destacaban cada músculo tenso

de sus esbeltas piernas. Llevaba una daga curva con mango plateado amarrada

a la cintura, sobre una faja de seda color púrpura. Era una daga oriental: una

shabariya. Su abuelo tenía una en la biblioteca. Recordaba haber oído alguna

vez que Eros había sido criado en la kava[2] de Argel y que se destacaba por su

destreza con las espadas. Ella notó además, a pesar de su temor, que el demonio

vestía al tono con su camarote.

El cristal tintineó cuando él llenó una copa con un líquido de color ámbar

claro.

—¿Puedo ofreceros un trago de coñac, milady? —la invitó de manera

amable—. Ciertamente los acontecimientos de esta noche os habrán afectado los

nervios. Una bebida fuerte ayudará a calmarlos.

—Pretendéis demasiado si creéis que beberé alcohol —dijo ella con tono

mordaz—, y menos en compañía de un condenado pirata. ¡Brindad solo!

Los ojos de él recorrieron su silueta enfundada en la capa, haciéndola

sentir extremadamente cohibida.

—La dama tiene una lengua afilada. Temo que habrá que desafilarla un

poco —Cuando la ira de ella ardió visiblemente, él alzó una ceja elegante y

renegrida en un gesto divertido—. Va bene. Como queráis —Bebió rápidamente

el trago, cerrando un poco los ojos mientras la fuerte bebida le quemaba la

garganta. Dejó la copa a un lado y continúo examinándola abiertamente—.

Silverlake merece que lo maten por dejar que una mujer como vos navegue sola

con hombres como yo deambulando por alta mar.

—¿Silverlake? —¿Cómo era posible que él conociera a Lucas?, se preguntó

ella.

—Sí, Silverlake —Comenzó a caminar en dirección de ella—. Ese rubio

tierno con el que estáis comprometida, lady Avon. El mismo al que haremos

una visita dentro de cuatro días. Nosotros dos.

El corazón se le encendió de esperanza:

—¿Entonces tenéis intención de mantenerme cautiva por un rescate?

—¿Tan ansiosa estáis de encontraros con el elegante caballero de

Kingston? Qué romántico —Sonrió burlonamente—. Así es, de hecho tengo

intención de devolveros a Silverlake. A cambio de cierto precio.

—Su Señoría pagará su precio de buena gana, Víbora, el que sea.

—Ah, ahora recuerdo —Apareció frente a ella; su cabeza quedaba tan

extremadamente alta que la obligó a levantar la vista—. No hemos sido

presentados apropiadamente. Permitidme —Le tomó la mano de manera

galante.

Alanis se la arrebató de un tirón, dirigiéndole una mirada llena de veneno.

—Ya sé quién sois vos.

La irritación ardió en los ojos de él, pero la reprimió. Bajó la cabeza hasta

acercarla a la de ella y le susurró:

—Mi nombre no es Víbora.

—Vuestro nombre es Eros.

Él se enderezó sin decir nada.

—¿Entonces, cuál es el precio? —preguntó ella. Con el botín de joyas

guardado en uno de sus arcones, él podía comprarse media Jamaica. ¿Cuán

insaciable podía ser un hombre?

—Soy una persona razonable —dijo mientras se frotaba su mandíbula

fuerte y bien afeitada, con aire pensativo—. Sólo tengo intención de reclamar lo

que es mío, algo que no tiene precio —Aquella ceja indignante se levantó

inquisitivamente—: ¿Vos tenéis precio, lady Avon? ¿En doblones de oro,

quizás?

Ella lo miró airadamente con aquellos ojos rasgados de color aguamarina

que le daban un aspecto felino.

—Bestia —siseó.

El malvado rufián tuvo el descaro de echar la cabeza atrás y lanzar una

carcajada.

—Estoy seguro de que esperáis que no lo sea, milady, aunque... —Le tocó

el rostro sobresaltándola. Aunque lo único que hizo fue rozarle las mejillas con

delicadeza, le provocó un curioso estremecimiento que le recorrió todo el

cuerpo—. Estaría más que contento de cumplir con vuestras expectativas —

Echó un vistazo en dirección a la cama y luego volvió a mirarla a ella. El sentido

del humor y el desafío brillaron en aquellos ojos oscuros—. ¿Qué es

exactamente lo que teníais en mente? ¿Violento y encantador, o placer

prolongado? Estoy dispuesto a disfrutar con ambas cosas.

Alanis retrocedió. Él la siguió, pavoneándose de manera arrogante. Como

un leopardo negro, pensó ella de mala gana, elegante y letal. Cuando la enjauló

entre sus poderosos brazos y la pared, ella apenas logró murmurar:

—Silverlake os matará si me ponéis un dedo encima.

—Un daño grave, sin duda.

Con el corazón martillándole el pecho, Alanis clavó la mirada en aquellos

fascinantes ojos. Todo lo demás se desvaneció en la oscuridad. Ese rostro

apuesto y el ancho de sus hombros musculosos le colmaron la visión. La tensión

se oyó crujir entre ambos y por un breve instante ella casi olvidó quién era él.

Él le examinaba el rostro detalladamente, admirando esos ojos

naturalmente rasgados de color azul verdoso, la graciosa nariz respingona, la

suave redondez de sus mejillas. Su mirada se detuvo en los labios: carnosos,

rosados, levemente temblorosos. La lujuria se le grabó en el iris:

—Sois hermosa —suspiró y ella sintió en los labios un intenso olor a

coñac—. Creo que la furia de Silverlake es un castigo nimio por pasar una noche

con vos, milady.

Jamás un hombre la había mirado de ese modo. ¡Ninguno! Ni siquiera

Lucas, su prometido, jamás le había dicho que era hermosa. Cinco años atrás,

cuando su hermano falleció en un duelo, ella tenía diecinueve años y se estaba

preparando para hacer su debut en sociedad. Su primera presentación en

sociedad tuvo lugar dos años más tarde, cuando su abuelo la presentó en

Versalles ante la corte francesa, mientras se encontraba en Francia atendiendo

asuntos diplomáticos. Aquel hombre —el pirata—, con esos ojos negros como la

noche y aquel rostro como tallado en piedra, la estaba mirando fijamente...

¡como si ella fuera la mujer más deseable del mundo!

Él sonrió al notarla turbada... y con qué sonrisa pecaminosa. Los dientes

blancos resplandecieron en un malvado contraste con la piel morena y Alanis

sintió profunda compasión por las mujeres que habrían caído en las redes de

aquel bribón. Este hombre era absolutamente consciente del poder de su

atractivo masculino.

—Vuestro preciado Silverlake es un idiota —pronunció Eros lentamente—.

Me temo que bien debería merecer la santidad cuando os devuelva ilesa.

Alanis tragó saliva con dificultad.

—¿De veras no tenéis intención de hacerme daño?

Eros se acercó lo suficiente como para que ella viera las líneas que la vida

le había tallado en la piel. Él no era tan joven como ella había asumido

inicialmente. Había un lado severo y cruel en él; aunque también había algo

más, inesperadamente, algo que ella tenía esperanza de no estar imaginando:

un código privado de honor.

—¿Haceros daño? —Un aire extraño se reflejó en sus ojos. En un acto

atrevido, le acarició los labios carnosos; la leve aspereza de su piel le resultó

alarmantemente seductora. Bajó el tono de voz hasta que quedó un susurro

ronco—: Una criatura hermosa como vos fue hecha para recibir placer, Alanis.

No dolor.

Aturdida, ella simplemente atinó a mirarlo mientras él giraba sobre sus

talones y abandonaba el camarote dejándola encerrada.

Capítulo 2

Los piratas del Alastor[3] se entusiasmaron cuando al día siguiente Rocca

escoltó a Alanis hasta el castillo de proa. Abandonaron sus tareas y se quedaron

papando moscas mientras ella atravesaba la cubierta soleada con un vestido

largo de color rosado reforzado en las caderas y un escote demasiado profundo

para mantener la calma en un mar de miradas lujuriosas. Ella se refugió bajo el

sombrero de ala ancha, entornando los ojos por la luz radiante, recordándose

que cualquier cosa era preferible a la deprimente Yorkshire.

Eros se hallaba en la baranda del castillo de proa. La brisa le batía la larga

melena, mientras empuñaba una daga sobre una naranja y hablaba con

Giovanni. Llevaba puesta una camisa blanca de linón y unos pantalones negros

con una franja de color púrpura a lo largo de la costura lateral. Negro y

púrpura, sonrió ella irónicamente; sin duda el hombre hacía públicos sus

colores favoritos. Ella barrió los tablones del suelo con la cola de seda de su

vestido largo y subió los escalones.

Giovanni la vio primero. Sonrió ampliamente:

—Capitano, sonó innamorato! ¡Estoy enamorado!

Eros le ordenó a Giovanni que se esfumara y a ella la saludó con una

reluciente sonrisa blanca a la que completaban un par de irresistibles hoyuelos.

—Buongiorno, bellissima.

Ella sintió un fuerte revoloteo en el estómago. El maldito rufián no sólo

era irritantemente apuesto sino que también esos ojos, que brillaban cual gemas

en aquel rostro bronceado por el sol, eran del más cristalino e inusual azul

marino. Zafiros, pensó ella, deslumbrada en cierto modo, piedra que alguna vez

se había creído era el centro de la tierra que reflejaba el cielo. ¿Cómo es posible

que ella hubiera confundido esos ojos azules con unos negros?

La mirada fija y penetrante de él la registró de pies a cabeza, sin perderse

ni un centímetro del rostro, ni de la piel descubierta del color del marfil, ni de

la elegante silueta. Y con el más profundo desagrado, Alanis descubrió que no

se sentía menos afectada en ese momento de lo que se había sentido la noche

anterior. Sintió un hormigueo al saber que aquel pirata irreverente, para quien

el mundo era igual a una ostra, la encontraba hermosa.

Él rió de manera burlona, mascando ruidosamente un jugoso gajo de

naranja.

—Confío en que hayáis dormido bien... en mi cama.

De modo que no pudo resistirse a preguntárselo. Ella miró fijo, de manera

furiosa, aquellos perturbadores ojos ultra azules.

—Ciertamente no dormí en vuestra cama, ¡rufián! Aunque tal vez lo haga

esta noche —respondió ella con aspereza—, y disfrute de saber que os estoy

privando de ella.

—Touché! —Cortó el aire con la daga al tiempo que inclinaba la cabeza—.

Mi cama está a vuestra disposición.

Ella lo miró con hostilidad, y el brillo sugerente reflejado en aquellos ojos

le resultó contradictorio con el gesto galante.

—No merecéis que os lo agradezca. Los hombres honestos no secuestran a

las damas inocentes.

—Por supuesto que no — Se metió otro gajo de naranja en ta boca—. Los

tontos sí.

Una alta ola rompió en la proa. Ella se resbaló pero Eros se empapó por

competo. Ella lanzó una carcajada y se lamió las gotas de agua salada de los

labios. Las botas de él golpearon con fuerza sobre los tablones de madera.

—Mannaggia! —gruñó mientras se exprimía el agua de la melena

empapada. La miró echando fuego por los ojos—. ¿Os estoy divirtiendo? —Sin

esperar respuesta se quitó la camisa mojada.

Ella quedó boquiabierta. Tenía un cuerpo absolutamente hermoso.

Bronceado, cubierto de suaves vellos y moldeado con varonil perfección,

exhibía una flexible vigorosidad obtenida a través de años de estricto régimen

atlético. En el pecho tenía un medallón de oro grande y lustroso que contrastaba

con la piel bruñida.

Le lanzó aquella sonrisa engreída que la hizo ruborizarse y se paseó hasta

una mesa servida para dos: con copas de cristal, utensilios de plata y vajilla de

porcelana que relucían sobre un mantel blanco niveo.

—¿Me acompañáis a almorzar? —le ofreció al tiempo que apartó una silla

dorada estilo chaise caré.

Ella vaciló. Las discusiones verbales eran una cosa, pero ¿mezclarse con

un pirata...?

—No tengo hambre —mintió ella, tratando de mantener los ojos apartados

de su torso labrado. No era fácil.

—No habéis probado bocado desde ayer y sería una pena que se perdiera

aunque sea una pizca de esa belleza. E dai—le dijo con tono dulce—, estoy

seguro de que se os ha abierto aunque sea un poco el apetito.

—Perdí el apetito cuando fui capturada por un pirata bárbaro.

La sonrisa indulgente desapareció.

—No obstante os sentaréis junto a este pirata bárbaro y le haréis compañía

mientras come.

—No lo haré —pronunció ella con valentía. No había escapado de

Inglaterra para terminar bailando al son de los caprichos de un pirata. Giró

sobre sus talones y se dirigió hacia el tramo de escaleras. Logró dar dos

zancadas antes de que un brazo fuerte y bronceado se le enroscara en la cintura,

clavándola de espaldas contra un pecho desnudo como de piedra.

—No hagáis que os persiga —Eros le susurró suave al oído—. Me estoy

esforzando por comportarme como un perfecto caballero. No tentéis a la bestia

que hay en mí.

Se le cortó la respiración al sentir la cálida boca junto a su oído. El darse

cuenta de que le gustaba la llenó de mayor antipatía. Se dio la vuelta y le dio un

codazo fuerte en el pecho.

—Jamás me sentaré a vuestra mesa, ¡a menos que me amarréis a la silla! —

Sin embargo, en el instante en que tocó esa piel aterciopelada y bronceada por

el sol, sacó rápido las manos, como si se hubiese quemado con fuego. Le había

sentido el corazón tamborilear fuerte y parejo debajo de esa cálida fibra

muscular.

Eros curvó los labios.

—Amarrada a una silla, ¿eh? No pongáis ideas en mi cabeza, Alanis. Ya

casi estoy tentado de amarraros sobre mi regazo y daros de comer yo mismo.

Os lo dejaré bien en claro. Si deseáis seguir disfrutando de mi amable

hospitalidad, deberéis comer almuerzos y cenas en mi compañía hasta que os

devuelva a vuestro vizconde. Entonces, ¿podréis sentaros a mi mesa como una

niña buena?

Él la soltó y ella retrocedió tambaleándose y asintió con la cabeza de

manera obediente. Él la depositó en la silla y se desplomó en la que estaba al

otro lado.

—Vino? —Él indicó con un gesto la botella verde que adornaba el borde

de la mesa.

Giovanni apareció de la nada y asió la botella. Mientras llenaba la copa de

ella con un exuberante vino tinto, a pesar del parche negro que tenía en el ojo, a

ella le pareció más humano que el tenebroso Lucifer que tenía sentado del otro

lado de la mesa, con su único ojo marrón sin el fuego diabólico de los azules de

Eros.

—Os lo agradezco —dijo ella con cautela al tiempo que alzó la copa y se la

llevó a los labios.

Giovanni sonrió con placer. Sin poder quitarle su único ojo de encima,

sirvió una gran cantidad de bebida en la copa de Eros. El vino tinto se derramó

sobre el niveo mantel. Eros cogió a Giovanni de la muñeca, le arrebató la botella

de la mano y dijo bruscamente:

—Ma cosa fai, idiota? ¿Qué diablos estás haciendo, idiota? ¿No tienes

nada mejor que hacer que andar fastidiando?

Giovanni sonrió con bochorno:

—No. Nada.

Eros dio un golpe con el puño sobre la mesa y se puso de pie,

absolutamente irritado:

—¡Retírate!

—Va bene. Ya entendí —rió Giovanni entre dientes. Le dedicó a Alanis

otra sonrisa tímida y abandonó el castillo de proa, riendo disimuladamente,

aunque lo bastante fuerte como para que lo oyeran todos los marineros.

—¿Siempre estáis malhumorado con vuestros subordinados? —le

preguntó Alanis, mientras Eros regresaba a su silla—. Si continuáis así, lo que

sigue es una conspiración a vuestras espaldas, os darán un golpe en la cabeza,

robarán vuestro barco y escaparán en él —Sonrió ella con gracia.

—¿No es de mala educación llevar puesto el sombrero en la mesa? —le

preguntó él con una sonrisa insinuada.

Una notable sublevación apareció en los ojos felinos.

—No cuando a una la obligan a comer en una compañía miserable.

—Quizás esto os sorprenda, pero tomar como rehén a estúpidas doncellas

con fastidiosas criadas no es mi idea de un entretenimiento de primera.

—¿Entonces qué? —preguntó ella con una mueca de desagrado, ardiendo

de un color rojo ya obsceno—. Quiero decir... ¿para qué me secuestrasteis?

Él le lanzó una sonrisa seductora.

—Mi idea de un entretenimiento de primera es secuestrar a estúpidas

doncellas sin fastidiosas criadas —Él rió entre dientes cuando ella desvió la

mirada—. Ma dai, vamos. No os enfadéis. Ya tendréis oportunidad de vengaros

de mí. Además, estoy famélico. Quitaos el sombrero, así podremos comer de

una vez.

De mala gana, Alanis obedeció. Un criado vestido con una larga túnica

blanca se acercó a la mesa. Dispuso bandejas de plata colmadas de pan tierno,

colorido antipasto y un bol cubierto.

—Ayiz haga tanya, ya bey? ¿Algo más, amo? —le preguntó

respetuosamente.

—Lah, shukran, Raed. No, gracias, Raed —Lo despidió Eros.

—¿Eso es árabe? —preguntó ella, sin poder ocultar su admiración.

Cuando él asintió con la cabeza, agregó a regañadientes—: Habláis varios

idiomas.

—Grazie —E inclinó su hermosa cabeza—. Qué amable de vuestra parte

daros cuenta de ello.

—Fue una observación, no un cumplido —murmuró ella, irritada por la

sonrisa presumida de él.

—Yo elijo sentirme halagado —dijo al tiempo que metió en la boca una

aceituna que chorreaba aceite, y a ella se le hizo la boca agua. Nunca había

probado las aceitunas—. Allora —señaló la opulenta comida y comenzó a

nombrar los platos—: zucchine e melanzane, prosciutto crudo... —Quitó la tapa

del bol, dejando a la vista carne de res con verduras de primavera cocidas al

vino. Un vaho aromático llegó hasta donde ella estaba—. Sentíos libre de

cambiar de opinión — Escogió una rebanada de pan crujiente y la mojó en

aceite de oliva, la roció con una pizca de sal y mordió un bocado—. Salute! —

Alzó la copa de vino y bebió hasta apurarla.

Miserablemente, Alanis miraba fijo la apetecible comida e ignoró

estoicamente las agitadas protestas de su estómago. Estaba dispuesta a morir de

inanición en lugar de tener que comer con un hombre de esa clase.

Él sonrió con perspicacia.

—Faltan horas para la cena y vuestra criada está almorzando en mi

camarote.

—No tengo hambre —Alanis respondió estrictamente cortante.

—Ya veo. Allora, os doy permiso para que disfrutéis de observarme

comer.

De hecho ella lo observaba, pensando que sus modales en la mesa eran tan

refinados como los de un noble. No obstante, él estaba decidido a provocarla,

saboreando cada bocado, mirando al cielo, gimiendo de placer. Sus miradas se

encontraron por encima de un zucchini mojado en salsa, atravesado por un

tenedor. Eros sonrió burlonamente.

—Qué pena que hayáis perdido el apetito, princesa. Hay tanto para

compartir... El cocinero del barco es un talentoso milanés. Una vez trabajó para

una familia real. ¿Estáis segura de que no tenéis ni un poquito de hambre?

Ella le lanzó una sonrisa hostil.

—Prefiero la cocina francesa —Cuando una ceja negra azabache se levantó

ante la provocación deliberada, ella alzó la copa lista para dar batalla. Hacía tres

años, se había visto involucrada en una discusión similar con una baronesa

francesa, defendiendo su verdadera opinión, que era pro Italia, por supuesto.

En aquel entonces, ella contaba con amplios argumentos bajo la manga. En ese

momento, estaba dispuesta a jugar a ser el abogado del diablo. Lo que fuera

para fastidiar a su anfitrión—. Los italianos tienen mucho que aprender de los

franceses.

Eros se hundió en el tapizado de satén de la silla y bebió el vino:

—Aclaradme algo. Los ingleses desprecian a los franceses; no obstante,

imitan y adoptan todo lo que sea francés: el coñac francés, la cocina francesa, la

moda francesa... ¿A qué se debe?

—Por el mismo motivo por lo que lo hace el resto del mundo: ¡es lo mejor!

Imagino que los italianos alguna vez tuvieron algo que alabarles, pero hace

siglos perdieron el buen gusto. Me atrevo a decir que en la actualidad, los

franceses los eclipsan en todos los ámbitos. Hasta en el arte.

Los ojos azules de él ardieron. Al mismo tiempo reía rapazmente, ansioso

por aplastar al oponente.

—Entonces sí sois consciente de que para fundamentar el debate tendréis

que probar la comida. A propósito —dijo mientras estudiaba el fluido color

escarlata que se bamboleaba en la copa—: ¿el Barbacarlo es de vuestro agrado?

A mí personalmente me agrada la sensación cuando baja muy suavemente.

¿Qué opináis vos, princesa?

Ella hizo una mueca atrevida con los labios mojados de vino.

—Sí estáis proponiendo un desafío experimental, debéis proveer vino y

comida francesa para comparar.

—Eso no será posible, ya que el único objeto francés de por aquí es el

barco.

Intrigada, ella echó un vistazo alrededor. Desde cualquier punto de vista,

el Alastor era un buque formidable, una fortaleza flotante conducida por

enormes velas blanqueadas al sol.

—¿Cómo es que habéis adquirido esta fragata francesa? Sin lugar a dudas

se trata de un buque de guerra.

Él quedó impresionado.

—Muy perceptivo de vuestra parte. De hecho, el Alastor es un cachorro

que pertenece a la flota francesa. Solía ser uno de los mejores de Luis.

—Ya veo —dijo ella fríamente, encontrando su alusión al rey de Francia

como si se tratara de uno de sus tontos amigos más cercanos—. Los muelles de

Luis estaban atestados y entonces dejó que os llevarais uno.

—De hecho me lo llevé. Un asunto insignificante relacionado a una

apuesta que tuve con monsieur le Roi —Le lanzó de nuevo aquella indignante

sonrisa burlona—. Perdió.

—Eso es ridículo. Vos hacéis apuestas con el rey de Francia, ¡igual que yo

voy camino a los fuegos del infierno en Tortuga!

El muy desvergonzado seguía sonriendo.

—Qué pena por los piratas que pronto se volverán pobres.

Alanis lo ignoró y se concentró en el paisaje. ¿Cuántos tristes inviernos

había anhelado tener enfrente aquella vista impresionante? Si estaba condenada

a andar por la vida extrañando a sus padres y a su hermano desde lo más

profundo de su alma, al menos lo haría bajo un sol cálido y como un espíritu

libre.

—¿Habéis estado antes en este extremo del mundo? —Le llamó la atención

Eros.

—No, no he estado —El tono de voz de ella se tornó sarcástico—. ¿Y vos?

—He estado en muchos sitios, princesa, lugares que os fascinarían.

—Silverlake y yo tenemos grandes planes de viajar por el mundo una vez

que contraigamos matrimonio —mintió ella de nuevo, irritada por la tranquila

superioridad de él.

—Davvero? ¿Y eso será durante o después de la guerra? Lamento tener

que estropear vuestros planes, princesa, pero tengo la impresión de que vuestro

honorable Silverlake está más interesado en combatir piratas que en cumplir

con sus obligaciones con su amada prometida. Fue muy descuidado de su parte

dejaros viajar sola por estas aguas donde es probable toparse con buques de

guerra franceses o españoles.

—¿Qué sabéis vos del honor o del deber? —siseó Alanis.

—Supongo que muy poco. No obstante, ¿no se os ha pasado la edad

marital usual de las jóvenes elegantes? —La examinó largamente y luego le

preguntó con calma—: ¿Cuánto tiempo hace que estáis comprometida con él?

—Eso no es de vuestra incumbencia —le contestó fríamente, nerviosa por

el giro que había tomado la conversación. Aunque su compromiso se había

fijado hacía siglos, Lucas parecía decidido a posponerlo, sin pensar en su

inquieta prometida que lo esperaba sentada en casa. Navegar rumbo a Jamaica

había resultado ser la solución perfecta. Finalmente, ella conocería el sabor del

sueño de sol brillante y la libertad, tendría la oportunidad de conocer el mundo

sobre el que había leído y soñado tanto, y así podría instar a Lucas a que

pusiera una fecha de boda definitiva.

—¿Cuánto hace que está apostado en Jamaica? —la acosó Eros.

—Tres años.

—Tres años es demasiado tiempo para estar separado de la mujer que uno

ama —Le sostuvo la mirada en medio de un silencio opresivo y luego se inclinó

acercándose más—. Ya sé lo que opináis de mi persona, Alanis. Que tengo un

alma negra y corrupta, mientras que él es un santo merecedor de un par de

bonitas alas blancas. Pero, suponiendo que Silverlake fuese el hombre que vos

decís que es, ¿por qué razón ese idiota os abandonó? ¿Es que prefiere a los

muchachitos o simplemente es ciego? Si vos fuerais mía, bella donna, no os

tendría lejos de mi vista ni tres días; ni qué hablar de tres largos años. Os

mantendría precisamente donde pertenecéis: a mi lado, todo el tiempo, y la

mayor parte, en mi cama. Y os enseñaría mejores maneras de usar vuestra

rápida lengua, amore.

A ella se le secó la lengua. La coherencia regresó gradualmente.

—¿Por qué atacasteis el Pink Beryl?

—Os estaba buscando a vos —Al notar el terror en los ojos de ella, ablandó

la expresión severa de su rostro con una sonrisa—. Nada de eso. Encontraros ahí

fue pura suerte. Intercepto a todo barco rumbo a Kingston.

Ella aflojó la tensión en los hombros.

—¡Miserable desgraciado! No es de extrañar que todo el mundo os odie.

¿Qué esperabais capturar? ¿A una pobre víctima que os hiciera compañía en las

comidas mientras devorabais los placeres de vuestro cocinero milanés?

¿Alguien que no os causara problemas?

—¿Y a esto le llamáis "no causar problemas"? —Rió entre dientes al tiempo

que bebió un sorbo de vino—. Debéis saber, mi belleza de lengua afilada, que

estaba a la caza de algo de valor para Silverlake.

—Algo para canjear "eso" que no tiene precio —En ese instante ella

comprendió y sonrió de manera triunfal—. ¡"Eso" no es una cosa! ¡Sino una

persona! Alguien para vos más importante que el oro, a quien Lucas ha

capturado y mantiene cautivo, y dado que su honor no le permite venderos a

esa persona, buscasteis algo que lo forzara. ¿Quién es esa alma desafortunada a

quien estáis desesperado por liberar? ¿Uno de vuestros compinches? ¿Algún

compañero pirata?—se burló ella.

—Bueno, ¿quién hubiera dicho que la encantadora cabeza de una rubia

razonara tanto? —comentó Eros con genuina fascinación—. Ya siento pena de

tener que perderos, amore. Tal vez debería intentar persuadir a Silverlake con

oro. Uno nunca sabe hasta que lo intenta.

El terror se grabó en los ojos de ella.

—No seríais capaz.

—¿No? —Sonrió él desafiándola con la mirada—. Aun con toda esta

comida sobre la mesa, saborearía clavar los dientes en una parte selecta de la

carne de vuestro delicioso cuerpo.

Ella se puso de pie.

—¡Bestia insufrible! Buscaos a otro que soporte vuestros patéticos

modales. Conmigo es suficiente —Con una mirada furiosa y mordaz abandonó

la mesa.

Eros la alcanzó de un salto. La cogió de la muñeca y de un tirón ella cayó

justo en sus brazos. Pero inmediatamente retrocedió de un salto:

—¡Soltadme! Ya tuvisteis vuestro almuerzo. Ahora dejadme regresar al

camarote.

Él le alzó el mentón con un dedo:

—Sois más hermosa de lo que recordaba, Alanis, y a pesar de que me

prometí dejaros en paz, casi no logro... controlarlo. Tres días más de esto y me

convertiré en un imbécil bobalicón.

A ella le llevó algunos minutos recapitular.

—¿Vos me recordáis? ¡Eso es imposible! Yo no os conozco. Apenas nos

conocimos anoche, ¡por el amor de Dios!

—Sí que nos hemos cruzado, Alanis —susurró Eros—, y puedo probarlo.

Comed conmigo durante estos tres días que pasaremos juntos y prometo

contaros todo antes de separarnos.

Alanis ardió en un caldero mental de curiosidad y hostilidad durante un

largo rato, sintiéndose debilitada poco a poco por la intensa súplica de aquellos

endemoniados ojos azules.

—Está bien. Ahora soltadme. Yo... yo estoy muerta de hambre.

Eros rió entre dientes, hizo lo que le pidió y una vez más la invitó a tomar

asiento.

Capítulo 3

No era una buena noche para ser una príncipe italiano. Cesare Sforza se

hundió en un sillón roto y escudriñó las paredes frías y austeras del Castello

Sforzesco. Su esplendor había sido saqueado. Eficazmente. Brutalmente.

Completamente. Desvalijado por sus recaudadores chupasangres. No le

quedaba nada. Peor aún: sus días en el palacio familiar estaban contados.

Una llama débil saltaba en el hogar. Cesare tenía la mirada fija en un

espejo hecho pedazos que colgaba de una de las paredes. Fornido, de cabellos

negros como el azabache, vestido de negro de pies a cabeza, su reflejo

complementaba tristemente el entorno. Aunque se hallaba en la flor de la vida,

parecía acabado; sus facciones claras eran frías como las de una estatua, sus ojos

azul oscuro tenían esa mirada furiosa que sus enemigos habían calificado como

"la mirada de una bestia salvaje en peligro". Cesare sonrió enconadamente. La

misma mirada que le había valido desprecio y vituperio a la larga lo haría

triunfar y dominar. Un día cercano encontraría a ese canalla de la cicatriz en el

rostro que le había robado el medallón Sforza. Lo mataría y se convertiría en el

futuro Duque de Milán.

Mientras tanto, Cesare tenía que sobrevivir sólo con su astucia e ingenio

mientras los españoles acababan con la economía de Milán. Maldijo y tragó un

sorbo de coñac. Era la última botella. El viejo tesoro de vinos y licores que había

en la bodega había corrido la misma triste suerte que las obras de arte y los

muebles. Y ahora que el Ejército Imperial se encontraban en las puertas de

Milán, él también tenía que huir, salvo que... ¿a dónde podría ir? Todos los

países que integraban la Gran Alianza eran un camino sin salida, ya que él

abiertamente tomaba partido por Francia. Lo había hecho después de que el

Emperador y el Papa le negaran el diritto de imperio, su legítimo reclamación al

ducado de Milán. ¿Debía irse a París?, se preguntaba. Había peores lugares para

pasar el invierno venidero, pero ¿qué había de bueno en París para un príncipe

milanés empobrecido? Además, había que tener en cuenta el desafortunado

incidente con el sucesor francés. Hacía dos años, Luis le había echado la

desgracia encima, jurando que si Cesare volvía a acercarse a alguna mujer

francesa, lo encerraría en la Bastilla y tiraría la llave. Luego él había contraído

matrimonio. No era culpa suya que ese papa de cuello ancho y ojos saltones se

negara a otorgar la anulación. Si un hombre golpeaba a su esposa, ¿no era ese

un signo claro de que estaba harto de ella? Qué pena no haber envenenado a

Camilla después de despilfarrar su fortuna. Ahora tenía que cargar con ella,

pero esa vaca estúpida había escapado a Roma a llorarle a su tío —que

inoportunamente era el mismísimo papa Clemente— contándole acerca del

malvado esposo que tenía. Por tanto, definitivamente no era posible ir a Roma.

Podía ir a España. Buscar alguna rica heredera en Madrid. Seducirla,

envenenarla, coger su dinero... La idea le resultaba atractiva, pero no así

España. Detestaba a esos españoles barbudos.

Unos pasos que se acercaban de prisa hicieron eco en las lúgubres paredes

de la gran mansión. Cesare sacó su daga, su vieja amiga lustrosa y letal.

—¿Quién anda ahí? —gritó, entornando los ojos en la penumbra.

Envuelto en una capa negra, un hombre diminuto se presentó bajo la débil

luz del hogar. Su voz sonaba como un susurro áspero.

—Os traigo buenas nuevas, monsignore. Excelentes nuevas.

Cesare resopló y enfundó la daga. Ya aburrido, musitó con el mismo

entusiasmo de una cabra muerta:

—Dime de qué te has enterado, Roberto.

—Lo encontré, monsignore —Rió Roberto con disimulo. Se llevó la punta

del dedo a la sien izquierda y dibujó tina cicatriz con forma de medialuna.

Cesare pegó un salto en la silla.

—¿Estás seguro?

—Si, monsignore. Izad el biscione[4]. "La víbora que llevó a los milaneses

al campo de batalla".

—¡Ya lo sé, stupido! —Cesare fulminó al espía con la mirada—. ¿Dónde

está? ¡Dímelo ahora mismo!

—Vi al Alastor navegar desde Génova con el hombre de la cicatriz de

medialuna a bordo. Aunque no desembarcó, lo vi con mis propios ojos, y

todavía lleva...

—¡No me interesa lo que lleva, stronzo! —vociferó Cesare. Lo que le

interesaba era echarle mano al medallón y luego cortarle el cuello a ese

bastardo. Su archienemigo. Su maldición—. ¡Cuéntame todo! ¡No pongas a

prueba mi paciencia!

Encogido del miedo ante la furia de su amo, Roberto harbulló:

—Él... él navega hacia el Caribe. ¿Qué debo hacer ahora, monsignore?

¿Debo ir tras él? ¿Convertirme en su sombra?

Cesare se sentó. Tenía que pensar rápido y con astucia, hacer uso del

instinto asesino que había perfeccionado en las mesas de juego de naipes. El rey

de Francia era el único hombre con el poder suficiente para deshacerse de ese

canalla, pero para lograr el apoyo de Luis, Cesare tendría que darle algo a

cambio: ¿pero qué?

Luis quería España, de modo que había puesto a su nieto Felipe[5] en el

trono español y le había declarado la guerra al continente entero para

mantenerlo allí. Quería Italia, así que envió medio ejército para ocuparla. Ahora

el príncipe Eugenio de Saboya, el comandante supremo del Ejército Imperial,

estaba amenazando las conquistas de Luis. No había nada que Luis quisiera

más que eliminar a Saboya.

Cesare sonrió. Sabía el método exacto para aprovecharse de eso. Miró a

Roberto.

—Sí. Ve tras el pirata. Conviértete en su sombra. Me reuniré contigo

dentro de dos meses en Gibraltar. Averigua a dónde va, con quién habla, con

quién duerme. Sí para ello tienes que sobornar, envenenar o estrangular a

alguien... Hazlo. ¡Quiero saberlo todo! Capisce? Y... si se te presenta la

oportunidad, mátalo. Quiero el medallón de oro que lleva colgado en su

maldito cuello.

Roberto se sobresaltó.

—¿Que mate al. . . ? —Pero al ver la mirada furiosa del amo, hizo una

rápida reverencia y murmuró—: Si, monsignore. Así se hará —Se retiró

sigilosamente, con la capa abultándose detrás de sí.

Sonriendo con satisfacción, Cesare levantó la botella de coñac del suelo.

Pronto tendría todo lo que siempre había querido. Estiró las largas piernas y le

hizo un brindis a la víbora real tallada en la pared de piedra.

—Ah, Stefano. Aunque tengas que morir, no temas, pues la muerte es

amarga, pero la fama es eterna.

Capítulo 4

Eros se inclinó en la silla hacia delante, emergiendo de la oscuridad a la

luz de la vela. Escogió una flor roja del florero que había sobre la mesa y la

arrojó sobre la falda de ella:

—Una flor por vuestros pensamientos.

A Alanis se le detuvo el corazón al ver aquel fino rostro bronceado

realzado por el suave fulgor de la llama de luz. Ya no podía negar que sus

atenciones le daban placer. Ya que por primera vez en su vida, ella apreciaba el

poder de la femineidad. He aquí un hombre a quien casi todo el mundo temía,

esforzándose por entretenerla, por encontrar la aceptación en sus ojos. Desde

que habían compartido el primer almuerzo, el día anterior, él se había vuelto

discretamente amable y cortés, comportándose como un perfecto caballero. No

obstante, a pesar de sus esfuerzos, ella no era tan tonta: Eros era un depredador:

tranquilo, elegante y letal.

Con aire distraído, ella se enroscó un mechón dorado y lo acomodó sobre

el hombro desnudo.

—Costaría más que una flor comprar mis pensamientos.

—Entonces quizás el vino de Málaga haga lo necesario. Como dice el

dicho: "In vino veritas". —Volvió a llenar las copas, con una expresión divertida

condimentada con un descarado interés masculino.

Para Alanis no pasó inadvertido el hecho de que él apreciaba su

pronunciado escote. Aquellos ojos la habían estado acariciaron durante toda la

noche. Ella apoyó la copa de vino contra la cálida mejilla.

—Tenía otro tipo de precio en mente.

Alzó la ceja negra azabache:

—Por supuesto, poned vuestro precio. Estoy de ánimo aventurero.

Ella bebió un sorbo de vino.

—Me estaba preguntando acerca de esa persona a la que queréis rescatar.

Él sonrió abiertamente.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que queréis saber de ella?

Una mujer. El humor de Alanis ennegreció. La amante, sin duda.

—Bueno, ¿cuál es su nombre?

Eros analizó la sonrisa bien educada de ella:

—Gelsomina —le respondió—. Ahora habladme de vuestros

pensamientos.

Ella echó un vistazo a los pétalos de color escarlata que anidaban en su

regazo.

—Estaba pensando en mi prometido.

—Ah —A él se le congeló la sonrisa—. Ya estáis ansiosa por deshaceros de

mi compañía —Escogió una naranja del bol de plata con frutas y la peló con la

daga en lugar de usar el cuchillo.

—Silverlake no está informado acerca de mi inminente llegada. Tengo

intención de darle una sorpresa.

—Y lo haréis —afirmó él con tono enigmático—. Sin embargo, él debería

de estar agradecido de que os aventurarais a navegar en tiempos de guerra sólo

para hacerle una visita. Pocas mujeres enfrentarían ese peligro.

Alanis decidió que ya no tenía ganas de seguir hablando de Lucas.

Prefería mucho más interrogar a su anfitrión.

—¿Por qué las flotas son vuestro objetivo? El riesgo es diez veces mayor

en relación al escaso beneficio.

—El beneficio inmediato para mí es insignificante. Mi objetivo son tanto

los buques franceses como los de línea mercante o real, ya que para Luis son los

más importantes.

—¿Estáis combatiendo contra los franceses? —le preguntó ella con tono

incrédulo.

A él pareció divertirle la reacción de ella.

—Como bien sabéis, el Continente, Alta Mar y las Américas están en

guerra. Uno no puede vivir en este mundo sin tomar parte. Yo, personalmente,

no aspiro a la Corona Española, pero encuentro inaceptable el reclamo de

Felipe. Luis no puede permitirse tener el control de dos tercios de las potencias

y los recursos del mundo occidental.

—Qué admirable —murmuró ella. Eso colocaba a Eros de su lado—. ¿Pero

por qué tenéis que enfrentaros por vuestra cuenta al poderoso abuelo de Felipe,

el Rey Sol, cuando podéis uniros a la Gran Alianza? Luis XIV cuenta con los

medios para aplastar a un solo hombre sin el menor esfuerzo.

El sonrió:

—No creo que los aliados me acepten, y yo estoy decidido a no contar con

ellos.

El hombre era una constante sorpresa.

—Debéis de ser muy valiente... o estar muy loco.

—Hasta los valientes caen en trampas y se engañan a sí mismos

persiguiendo ideales fuertes y nobles —Sosteniéndole la mirada, se estiró por

encima de la mesa y la asió de la mano—. Os tengo intrigada, ¿verdad? —le

susurró—. ¿Queréis que intentemos sobornar a Silverlake con oro después de

todo?

A ella le dio un vuelco el corazón. Liberó la mano lentamente.

—No tengo ni idea de por qué tendríamos que hacerlo...

—Yo creo que sí, amore. Creo que nosotros dos nos entendemos muy bien.

La tensión entre ambos se tornó excesiva para ella y desvió la vista hacia la

luz plateada que bañaba el mar abierto.

—Entonces, permitidme contaros una historia —le sugirió él. Una vez que

tuvo su atención, se aclaró la garganta—: Había una vez un juez rico en Pisa,

más dotado de intelecto que de fortaleza física, cuyo nombre era Messer

Ricardo. Digamos que tal vez carecía de ingenio ya que compartía la misma

idea estúpida de otros hombres que suponen que mientras ellos andan viajando

por el mundo, disfrutando del placer de estar con una mujer detrás de otra, sus

esposas se quedan en casa con las manos cruzadas. Allora, el buen juez, que se

sabía solvente y destacado y se creía capaz de satisfacer a una mujer de la

misma forma que se desenvolvía en su trabajo, comenzó la búsqueda de una

que fuera dueña de belleza y juventud. Su búsqueda resultó ser de un éxito

sorprendente (pues Pisa es una ciudad donde la mayoría de las mujeres parecen

lagartos) y desposó a Bartolomea, la joven más encantadora. Con gran festejo

llevó a su nueva esposa a su hogar, pero como era un hombre enclenque y

marchito, sólo logró hacer un intento con ella en la noche de bodas, apenas

manteniéndose en juego por esa única vez, y descubrió que tenía que beber

grandes cantidades de vino Vernaccia, ingerir confituras fortificantes y contar

con cualquier cantidad de otro tipo de ayudas para poder salir a flote al día

siguiente.

Eros terminó el vino, disfrutando de la expresión de Alanis con la boca

abierta.

—Bien, el amigo juez, habiéndose formado un cálculo estimado de su

resistencia, resolvió enseñarle a la esposa el calendario, es decir, los días que

por respeto hombres y mujeres debían abstenerse de practicar el acto sexual.

Allora, los más rápidos de resolver eran —Contó con los dedos—: las cuatro

semanas antes de Cuaresma, las noches de los Apóstoles y la de cientos de

santos más. Viernes, sábados y domingo del Señor, los días de Cuaresma,

ciertas fases de la luna, y muchas otras excepciones, pensando en que uno se

toma un respiro para hacerle el amor a una mujer del mismo modo en se toma

el tiempo para defender un caso en la corte.

Ella lo miraba perpleja. Pero aún más desconcertante era el extraño

escalofrío que sentía.

—¿Y entonces?

—El buen juez continuó así durante un tiempo, sin privarse del mal

humor por parte de la dama. Un día, durante el transcurso del sofocante

verano, él decidió ir a navegar y pescar en las costas de su adorable propiedad

cerca de Monte Nero, donde podía disfrutar del aire puro. Habiendo ocupado

un bote para él solo, ubicó a la mujer y a sus doncellas en otro. La excursión de

pesca resultó encantadora, y así entretenido con su diversión no se dio cuenta

de que el bote de la dama había terminado en el mar a la deriva. Cuando de

repente —hizo una pausa de manera dramática—, apareció un barco de remos

comandado por Paganino da Mare, un famoso pirata de sus tiempos. Tomó el

barco con las damas, y no bien vio a Bartolomea la deseó de inmediato. Decidió

quedarse con ella, y como lloraba amargamente él la consoló con ternura,

durante el día con palabras, y cuando llegó la noche... con hechos. Pues él no

pensaba en calendarios ni prestaba atención a las fiestas ni a los días laborables.

Absolutamente consciente del rápido latido de su corazón, ella le preguntó

con suavidad:

—¿Y qué hizo el buen juez?

—Al haber sido testigo del secuestro, él se encontraba profundamente

afligido, pues era del tipo de personas que celaba hasta el aire que rodeaba a su

mujer. En vano se encaminó hacia Pisa, lamentando la maldad de los piratas,

aunque no tenía idea de quién se había llevado a su esposa ni hacia dónde.

—¿Y lady Bartolomea? —insistió Alanis.

—Olvidó por completo al juez y a sus leyes. Vivió muy alegremente con

Paganino, que la consolaba día y noche y que le rendía honores como si fuera su

esposa.

Ella parpadeó:

—¿Eso es todo? ¿Así termina? ¿El esposo se olvidó de ella?

—No. Un tiempo después, Ricardo se enteró del paradero de su esposa. Se

encontró con Paganino y astutamente se hizo amigo del pirata. Fue entonces

cuando le reveló el motivo de su visita y le imploró a Paganino que aceptara

cualquier suma de dinero a cambio de recuperar a su mujer.

—Y, por supuesto, Paganino aceptó —replicó Alanis, clavándole una

mirada furiosa al moreno impío que tenía enfrente—. ¿Qué iban a importarle los

sentimientos habiendo oro de por medio?

—Paganino no aceptó —recalcó Eros—. Por respeto a ella, le dijo a messer

Ricardo: "Te llevaré donde está y si desea marcharse contigo, entonces podrás

poner tú mismo el precio de la recompensa. Sin embargo —agregó con un tono

de voz más grave—, si ese no es el caso, me causarías un gran daño al apartarla

de mi lado, pues ella es la mujer más adorable y deseable, la que me robó el

corazón y yo..."

A Alanis le subió un calor:

—¿Cuál fue la respuesta de Bartolomea? —se apuró a preguntar.

—¿Cuál sería la vuestra, Alanis?

Hasta ese momento, ella no se había dado cuenta de lo zorro que él era. El

objetivo de la historia no era contarle lo que sucedería o no; sino tratar de

abrirle la mente a posibilidades, elecciones, hacia extraños giros del destino...

—El esposo tenía poco que elogiar y Paganino era un mercenario. Si estaba

dispuesto a aceptar el oro en compensación de un corazón roto, entonces no la

amaba de verdad.

—¿Y si Paganino hubiese rechazado el oro? —insistió Eros en un tono

grave y seductor—. Vos no escogisteis a ningún hombre, Alanis.

Ella desvió la mirada.

—Os pido que terminéis con este tonto juego que habéis tramado...

—Yo no lo hice —Sonrió él—. Giovanni Boccaccio, que vivió en Florencia

hace siglos, lo hizo para entretener a los amigos que le quedaban cuando la

Peste Negra devastó Italia. Pero como me lo habéis pedido con tanta gentileza,

os contaré el final. La mujer le dijo al esposo: "Puesto que me he topado con este

hombre con quien comparto este cuarto con la puerta cerrada los sábados,

viernes, vigilias y los cuatro días de Cuaresma, y aquí se sigue trabajando día y

noche, te diré que si les hubieras otorgado tantos días de fiesta a los empleados

de tus haciendas, como lo hiciste con el hombre que se suponía tenía que

trabajar mi pequeño terreno, no habrías cosechado ni un solo grano. Pero como

Dios es un considerado testigo de mi juventud y así lo deseó, mi suerte ha

cambiado. Tengo intención de quedarme con Paganino y trabajar mientras aún

sea joven y dejar las fiestas y ayunos para cuando sea mayor. En cuanto a lo que

a ti respecta, ve a celebrar todos las fiestas que tengas ganas, pues por más que

te exprima por completo no te cae ni una gota de zumo".

Ruborizada de la furia, Alanis se mordió el labio.

—No demasiado admirable viniendo de una mujer casada, ¿verdad?

—La mujer prefirió al amante.

—¿Entonces el sacramento del matrimonio os parece tan insignificante? —

preguntó ella.

Una chispa de rabia iluminó los ojos de él.

—Todo lo contrario —dijo bajo con voz áspera—. Conservo el mayor

respeto por los sagrados votos del matrimonio, pero no soy tan tonto como para

caer en la trampa. Caer en el adulterio es una diversión común para las mujeres

casadas de alta cuna.

—¿Entonces preferís asumir el rol de seductor?

—Uno sólo puede seducir si ella desea ser seducida.

Interesante, pensó ella. A juzgar por la reacción de él, sospechaba que

alguna vez le habían sido infiel.

—¿Quién es Tom, Alanis?

Esa pregunta la tomó completamente por sorpresa.

—¿Qué? ¿Cómo...? ¿Quién os ha hablado de él?

—Vos —Sacó del bolsillo un diario sospechosamente conocido, abrió la

tapa y leyó: «A mi querido Tom, que está en el sitio más preciado de mi

corazón. Extraño tu dulce rostro y todo lo maravilloso que hay en ti. Mientras

tomo un baño de sol, recuerdo los días de ocio que pasábamos a orillas de...».

Vuestras lágrimas borraron los renglones que siguen —La miró con reproche.

—¡Mi diario de viaje! —Furiosa, ella se inclinó sobre la mesa para

arrebatárselo de las manos, pero él lo sostenía bien fuera de su alcance—.

¡Devolvédmelo! ¡Es algo privado y vos lo robasteis!

—Mi querida dama —dijo él con un gruñido—. Vuestro diario humilla al

Arte de amar, de Ovidio.

—¿Cómo os atrevéis? El libro de Ovidio es... indecente. Mi diario no es...

—Ella frunció los labios—. ¿Tenéis el descaro de leer algo privado y esperáis

que os dé una explicación? ¿Dónde lo encontrasteis?

—Me lo trajeron mis hombres. Lo encontraron en vuestro camarote

mientras sacaban los arcones.

—¿Registraron todo mi camarote? —Agrandó los ojos de la incredulidad—

. ¿Qué es lo que esperabais descubrir: misivas secretas enviadas a Francia?

—Fue un malentendido. Entonces, ¿quién es él, Alanis? ¿Vuestro amante?

—exigió él.

La sonrisa silenciosa de ella lo enfureció aún más; él pareció sentirse

culpable.

—Pobre Silverlake —dijo enojado—. Un cornudo y ni siquiera está casado

aún. Qué ingenuo de mi parte, yo que creía que erais una niña inocente,

demasiado pura para mancillar con mis sucias y malvadas manos. ¡Vos no

merecéis ni el respeto de una cortesana profesional!

El intenso resentimiento que hervía en sus ojos a ella le causó gracia.

—Cualquiera diría que es a vos a quien le pusieron los cuernos, y no a

vuestro enemigo. ¿No os parece absurdo? ¿O tal vez es que estáis celoso? ¿Os

duele imaginarme enamorada de otro aunque no seáis mi prometido?

—Le doy gracias a Dios no ser vuestro prometido — masculló él con

enfado—, de igual modo le entregaré esto, para prevenirlo de la verdadera

naturaleza de su futura esposa.

—Hacedlo, por favor —Ella lanzó una carcajada ante la expresión perpleja

de él—. No tenéis idea de lo tonto que os veis, teniendo en cuenta que... Tom es

mi hermano.

Aquello lo tumbó.

—¿Vuestro hermano?

Deslizó lentamente el diario sobre la mesa. Ella lo cogió:

—Tom es mi hermano pequeño. Falleció hace cinco años, en un duelo

absurdo y trágico.

Eros se mostró torpemente arrepentido:

—Mis condolencias. ¿Él era vuestro único hermano? ¿Y vuestros padres?

—Fallecieron cuando yo tenía doce años. Mi abuelo se hizo cargo de

nosotros —¿Por qué razón le estaba contando a este pirata la historia completa

de su vida? La respuesta la excedía.

—Debéis de haberos sentido solitaria —recalcó él sin dejar de mirarla a la

cara.

—Solitaria no. Sola. Pero tenía a Tom y a Lucas cuando regresaban a casa

después de la escuela.

—¿Silverlake era amigo de vuestro hermano?

—Eran excelentes amigos. Así que ya imaginaréis lo imbécil que os veíais

presentando esta insignificante e inculpatoria evidencia de infidelidad hacia

Silverlake —Sonrió ella.

El se movió incómodo.

—Jamás tuve la intención. Lo siento. Por favor, disculpad mi torpeza.

—Disculpo vuestra torpeza. ¡Lo que no os disculpo es haber leído mi

diario privado! ¡No teníais ningún derecho a curiosear! Debisteis haberlo

devuelto en cuanto os percatasteis del error.

—Quizás debí de haber contenido mi curiosidad —admitió él, no sin una

clara muestra de su orgullo—. Estoy dispuesto a compensaros por ello. Decidme

cómo.

Ella lo miró de manera circunspecta:

—Liberadme de comer con vos mañana: el último día juntos.

Eros se puso tenso:

—No.

—No podéis elegir la compensación que os convenga —masculló ella.

—Pedid otra cosa.

Ella contempló la postura implacable de la mandíbula de él, el brillo

decidido de sus ojos y dijo:

—No.

La irritación le atravesó el rostro:

—D'accordo. Va bene. Tendréis vuestro deseo.

—Gracias —Cuanto menos tiempo pasara en compañía de aquel italiano

despiadadamente seductor sería mejor, se dijo así misma.

—Vuestro abuelo parece ser muy condescendiente en lo que concierne a

su nieta —afirmó él al cabo de un largo rato de silencio—. ¿Sabe que habéis

leído a Ovidio?

El motivo por el que ella estaba familiarizada con la obra del poeta

romano era la excéntrica perspectiva de su abuelo con respecto a la educación

femenina. A ninguna dama inglesa refinada se le tenía permitido leer lo que ella

había leído.

—Vos habéis leído a Ovidio. ¿Por qué no habría de hacerlo yo? —señaló

ella de modo cortante, irritada por tener las mejillas encendidas de nuevo.

—Y por cierto, ¿por qué —Eros rió burlonamente—, cuando el motivo por

el que los hombres prohibieron a las mujeres mejorar su educación surge del

temor y la estupidez? Las mujeres ya han ejercido tanto poder sobre nosotros

los pobres hombres que nos aterra el hecho de pensar que una vez que sepan

todo, nos tendrán absolutamente a su merced.

Aquel comentario mitigó la actitud hostil de ella y se descubrió sonriendo

de nuevo.

—Me resulta difícil imaginaros de rodillas ante una mujer.

—Os sorprenderíais —La profunda sonrisa que le lanzó la estremeció por

completo.

Sintiéndose tímida y al mismo tiempo decidida, dijo:

—Lo único que escuché sobre vos es robo, tortura y asesinato. Decidme

una sola cosa que no sea un rumor malintencionado.

—¿Por qué pensáis que no son más que rumores malintencionados y no la

verdad? —quiso saber él, divertido.

Decepcionada ante la fácil evasión de él, ella respondió:

—He compartido cuatro comidas con vos y aún no os he visto comer

órganos humanos crudos ni succionar sangre fresca.

Eros rompió a reír libremente, a todo pulmón.

—¿Es eso lo que habéis escuchado decir sobre mí? Hete aquí, secuestrada

de un mundo de decencia y refinamiento y forzada a compartir la comida con el

monstruo del pozo negro.

—Vos no sois de los bajos fondos. Sois sumamente bien educado, vuestros

modales (cuando os conviene) son excelentes, vuestros gustos son caros...

—Cualquier persona con un buen ojo puede experimentar el gusto por las

mejores cosas de la vida. El hecho de que no sea vizconde... —hizo un ademán

exagerado con la mano—, no significa que sea un analfabeto. Leer es un método

conveniente para pasar el tiempo en el mar, carissima.

Esas tiernas palabras cariñosas que pronunciaba en italiano le hacían

tamborilear el corazón.

—Es más que eso —dijo ella—. Es el modo en que os desenvolvéis, sois...

—Buscó en la cabeza la palabra precisa—: Principesco.

Hubiera jurado que él se estremeció, pero al hablar, lo hizo con voz serena

y monótona.

—¿Esta es vuestra deducción después de dos días de observación? Alanis:

príncipe o mendigo, bueno o malo, nada de eso tiene importancia en este

mundo. La cuestión es lo que el destino nos tiene preparado y lo que nosotros

elijamos hacer con eso. Yo elijo mi camino, porque esto es lo que soy. Un

hombre cuya lealtad depende de sí mismo.

—Y sin embargo defendéis el reino contra la tiranía francesa —señaló ella.

Y recitó en voz baja—: «Un bandido cual león que ronda el Líbano. Su hogar, un

filoso pedernal, y en la cima de un risco se yergue un leopardo con manchas

cual guardián, pues él es un hombre de linaje, un hechicero que hasta los

salvajes temen». Vos no venís de un mundo igual al mío, pero sí vivís en un

sitio solitario —La vulnerabilidad que ella percibía en su mirada la afectó del

mismo modo que evidentenemente ella lo había afectado a él. Eros había

escogido ese camino como desquitándose de... algo, y ella tenía la sensación de

que se sentía enjaulado en el mundo que él mismo se había creado, del mismo

modo que ella se sentía en el mundo en el que había nacido.

Él se acercó:

—Vos no me teméis, ¿verdad? Pero deberíais hacerlo, Alanis. Aunque sois

capaz de ver cosas que los demás no ven, sois demasiado ingenua para

comprenderlo.

La voz de ella sonó como un susurro vacilante:

—Explicádmelo.

—Es tarde —El se puso de pie y se acercó para ayudarla con la silla—. A

vuestra criada se le debe de haber metido en la cabeza que he abusado de vos

de manera abominable y me perseguirá con su lengua letal.

Al asirlo del brazo, Alanis percibió una aguda tensión que latía debajo de

esa gélida apariencia. No la miraba a los ojos, se había vuelto muy frío y

distante. Tenía la vista puesta en el suelo.

—Mi flor.

Él se adelantó. Al enderezarse para ofrecerle el tallo, sus miradas se

encontraron. La transformación en él fue inmediata y fascinante. La mirada

hambrienta, el intenso deseo que irradiaba: lo vio como un merodeador salvaje

en plena caza nocturna, con los instintos aguzados y con la presa totalmente a

su alcance. Habían quedados atrapados en ese preciso instante en que el

leopardo se abalanza para matar.

Él sentía deseos de besarla, se lo indicaba su intuición femenina. Posaría

los labios sobre los suyos como ningún hombre jamás lo había hecho, ni

siquiera Lucas Hunter. El corazón le latía salvajemente. El tiempo se alargó. Ella

sentía una atracción tan fuerte que todo su ser esperaba ese beso...

—Cambiad de idea con respecto a la cena de mañana —le imploró con

tono suave.

Decepcionada por la repentina retracción por parte de él y furiosa consigo

misma por sentirse de ese modo, Alanis respondió de modo conciso:

—No lo creo. Nada bueno resultará de eso.

** ** **

El sol se puso en el horizonte, pintando en el cielo un glorioso crepúsculo

de un halo de color púrpura. Diminutas islas, tan surrealistas como un sueño,

salpicaban la superficie calma y cerúlea. Una brisa más fresca hinchó las velas,

punteando con amarras y obenques una melodía de atardecer. Una risotada

rompió el silencio. Eros arrancó los ojos del paisaje y le clavó a Giovanni una

mirada irritada.

—¿De qué te estás riendo?

Mientras timoneaba, Giovanni echó un ojo al capitán y rió entre dientes:

—De ti. No recuerdo la última vez que te vi tan en celo, y todo a causa de

una jovencita.

—Stupido —Eros se apartó de la barandilla y atravesó el alcázar

dirigiéndose hacia una caja con naranjas. Escogió una grande y se desplomó

sobre una hamaca de soga.

—Las vírgenes arrogantes no son mi tipo. No veo la hora de deshacerme

de ella mañana, junto con su ruidosa criada. Lo juro: jamás en mi vida había

conocido a una mujer tan fría. Compadezco a Silverlake.

—No es mi tipo, y conociéndote como te conozco, yo diría que tampoco el

tuyo. Tienes a una hermosa mujer durmiendo en tu cama, Eros, y el motivo por

el que estás tan agrio como esa fruta a la que eres adicto es porque no estás

acostumbrado al rechazo. ¿Por qué no ha querido cenar contigo esta noche?

—¿Por qué no te ocupas del timón en lugar de hacer preguntas estúpidas?

—Va bene. Si tú no la quieres, y teniendo en cuenta que tus planes de

luchar contra los franceses no me dejarán oportunidad de estar en las faldas de

ninguna mujerzuela en un futuro cercano, quizás le pida a Niccoló que cubra

mi puesto y le vaya a preguntar a la rubia dama si desea dar un paseo por

cubierta conmigo esta noche.

El humor de Eros ardió cual camino de pólvora.

—¡Tú no harás tal cosa, Giova!

—¿Por qué no? —Giovanni abrió grande e inocentemente su único ojo—.

Me comportaré como es debido.

—He dicho que no —Eros rechinó los dientes.

Giovanni cruzó los brazos a la altura del pecho, con gesto de disgusto.

—¿Cuándo fue la última vez que tuvimos algo de diversión, eh?

¿Recuerdas siquiera cómo es una mujer debajo de las enaguas?

Eros se puso de pie.

—Pronto tendrás tu diversión. Una vez que rescatemos a Gelsomina, nos

detendremos en Tortuga, donde tendrás oportunidad de explorar debajo de

toda enagua que deambule por la isla.

Giovanni observó a Eros caminar a grandes pasos hacia un cubo de agua

para lavarse las manos.

—A mí me gustan las rubias.

—En Tortuga hay rubias. Y a esta no hay que hacerle daño. ¿Estoy siendo

claro?

—¿Quién dijo algo sobre hacerle daño?

—Ella no es para ti, Giovanni —recalcó Eros con tono ominoso—. Se

terminó la discusión.

Giovanni rió burlonamente.

—¿Por qué no puedes admitir que la deseas, Eros? Generalmente, cuando

una mujer es de tu agrado, la persigues como un toro hasta que la llevas a la

cama y comienza el aburrimiento. ¿Qué tiene esta de especial? Sé que prefieres

al tipo con experiencia, pero si la deseas, llévatela a la cama y termina con la

agonía del resto de nosotros.

Eros hizo una pausa.

—Ella no es del tipo que uno puede tomar sin más. La sorpresa atravesó

las temibles facciones del rostro de Giovanni.

—Te ha conquistado, ¿verdad? En todos esos elegantes almuerzos y cenas

ella dijo o hizo algo que te puso del revés. ¿Qué fue?

—Basta. Ya te has expresado. Ahora concéntrate en el timón antes de que

nos hundas a todos —Eros abandonó el alcázar con paso majestuoso, dejando

atrás a un Giovanni que lo miraba bastante aturdido.

La hora de cenar pasó y ella seguía invadida por una pésima sensación.

Sentada junto a las portas abiertas, Alatlis miraba fijamente el mar oscuro, de

mal humor. Al día siguiente se reuniría con Lucas. ¿Por qué no estaba exultante

de alegría? Cerró los ojos y dejó caer la cabeza hacia atrás mientras una fresca

brisa nocturna le revolvía los cabellos sueltos de la nuca. ¿Por qué razón insistía

en engañarse? Ella sabía el nombre de su aflicción; simplemente carecía de

coraje para admitirlo: Malvado Eros. ¿Qué es lo que me has hecho?

El ruido de una llave entrando en la cerradura la hizo pegar un salto. La

puerta se abrió. Eros estaba de pie en el umbral, formidable como siempre.

Recorrió el camarote en penumbra. Betsy estaba profundamente dormida en el

sofá. Su cama estaba vacía. Desvió la mirada hacia las portas abiertas y el

corazón de ella casi se le cayó a los pies.

Los ojos de él centellearon ferozmente.

—Poneos el abrigo —susurró—. Hablaremos en cubierta.

Con dedos temblorosos, ella se ató las cintas de la capa al cuello, se calzó y

se acercó. Él la cogió de la mano y la sacó rápidamente.

No había ni un alma a la vista cuando ella flotaba tras Eros hacia el alcázar

envuelto en la noche. La colocó junto a la barandilla que daba hacia las aguas

iluminadas por la luna y se detuvo frente a ella, alto y tenebroso. Con la larga

cabellera suelta, sin ataduras, azotada por la brisa del mar. Sus ojos expresaban

deseo y al mismo tiempo reticencia. Le pasó los dedos por la larga cabellera

rubia y los extendió como un abanico sobre los hombros de ella, luego le cubrió

el rostro con delicadeza:

—Sei bellissima. Sois hermosa. ¿Cómo es posible que vayáis a escapar de

mis garras por segunda vez?

El cuerpo entero de ella cobró vida ante su caricia.

—¿Dónde nos hemos visto antes?

Con voz profunda y ronca le respondió:

—En un baile en Versalles, hace tres años. Vuestro vestido era

exactamente del mismo color que vuestros cabellos.

—Brocado dorado —recordó ella con asombro—. ¿Vos en un baile en

Versalles?

—Vos sobresalíais en un mar de rostros aburridos pintados de rojo, blanco

tiza, con parches falsos. No fue difícil distinguiros mientras rodeabais a la

muchedumbre en compañía de madame de Montespan. Yo conozco a madame.

En la cima de su carrera, ella era amante de Luis. Yo pensé que erais una de sus

jóvenes protegidas. Creí que erais una cortesana, Alanis.

—¿Una cortesana? —Ella sonrió con maldad. Una mujer de la noche. Una

seductora que ponía a los hombres de rodillas. Lo opuesto a lo que a diario ella

veía reflejado en el espejo.

—Os seguí, tramando mentalmente algún método de seducción, hasta que

un duque entrado en años y un rubio vizconde os robaron ante mis narices —

dijo con una sonrisa triste—. Perdí mi oportunidad.

—Mi abuelo y Lucas —llegó a la conclusión con una sonrisa llena de

asombro.

—Se mostraban extremadamente protectores con vos, lo cual confirmaba

que erais una dama soltera, no una mujer de dudosa reputación. Supe que

jamás podría teneros. Aunque hubiera implorado que nos presentaran, ellos

jamás lo hubieran permitido —Aquellos ojos depredadores brillaron y sus

dientes relucían de un tono blanco pecaminoso—. Mi reputación no es tolerada

ni a dos kilómetros de distancia de una inocente debutante.

—¿Así de terrible sois? —bromeó ella. Luego frunció el ceño—. ¿Por qué

no os recuerdo? —Con aquella tremenda estatura y esa cabellera tan atractiva

difícilmente pasaba desapercibido—. Todo esto es bastante sorprendente.

Le acarició los suaves labios con el pulgar:

—No podíais verme, amore. Estabais bien custodiada.

—Ahora os veo —susurró ella, con la vista absorta en la boca de él. Una

sombra oscura le delineaba el labio superior. A ella se le debilitó la respiración.

—Ahora sois mía —Inclinó la cabeza y le rozó los labios. Ella dejó de

respirar del todo. Sintió los labios de él suaves y cálidos, y cuando ella no

retrocedió se demoraron de modo lento, tierno, persuasivo. Se derritió por

dentro. Sus párpados se desplomaron. Sentía los brazos de él moverse con sigilo

en el interior de su capa, alrededor de la cintura, presionándola contra su torso.

El calor masculino, ese perfume la seducía: una mezcla de coñac, fuego y algo

más, más embriagador que el aire soleado o la salada brisa del mar.

Eros la besaba como quien disfruta saboreando una cucharada de crema:

meticulosa, pausadamente. Le humedecía los labios con la punta de la lengua,

seduciéndolos para que se separaran para él. Aunque al comienzo vaciló, ella

obedeció. Cuando las lenguas se tocaron la invadió una embriagadora oleada

de placer. Instintos extraños, primitivos, la incitaban a explorarlo tan

completamente como él lo hacía con ella.

A él le brotaban sonidos desde lo más profundo de la garganta cuando la

respuesta de ella cobraba confianza y los besos se tornaban más profundos. La

boca ya no era dócil sino ardiente y necesitada. La probaba, la acariciaba, se

metía más adentro de ella. La cálida respiración de los dos se mezcló hasta

tornarse dificultosa.

—Eros... —suspiró ella, admirada por el modo en que aquel italiano

fornido y ardiente, quien hacía sólo tres noches había sido un enemigo temible

y detestable, la había hechizado de tal forma que su cuerpo entero respondía a

sus besos, a la sensación de tener ese gran cuerpo apretado contra el suyo.

Jamás había sentido nada ni remotamente parecido a lo que sentía en aquel

momento. Finalmente ella comprendía lo que era estar viva.

Besándolo apasionadamente, las manos de Alanis recorrieron todo el largo

de esos brazos que la aferraban, músculos de hierro que se dibujaban debajo del

suave género de linón, hasta que llegó con sigilo debajo de la pesada cabellera.

Una exuberante seda fresca se derramó entre sus dedos. ¡Oh, Dios! Cuántos

deseos sentía de conocer todo de él, de conservarlo, consumirlo, engullirlo con

aquel calor que le brotaba desde el alma...

Eros soltó un gemido irregular, se apartó de la boca y avanzó lentamente

por la curva del cuello femenino. En ese instante de sentía tan absorta, tan

inmersa en el efecto que él le provocaba que no supo cómo oponerse a la mano

que le cubrió los pechos por encima de la delgada tela del camisón. Él le

acariciaba el pezón sensible con movimientos rápidos. Un brusco temblor le

recorrió el cuerpo rompiendo la magia. ¿Qué había hecho?

Se soltó bruscamente y abrió los ojos con una expresión de vergüenza:

—¿Qué es lo que me habéis hecho?

Respirando con dificultad, él la miró con ojos cargados de deseo.

—¿Qué os he hecho? —repitió, sin poder comprender el abrupto cambio

de actitud de ella.

—¡Me habéis...! ¡Alejaos de mí, monstruo violador! —Ella empujó aquel

pecho inamovible, desesperada por escapar de él, de ella misma. ¿Cómo era

posible que hubiera perdido la cabeza y se hubiera rendido ante los encantos de

un pirata? ¿Cómo podía haber deshonrado a Lucas, comportándose de ese

modo tan inmoral?

—¿Violador?—Se le encendió un brillo salvaje en los ojos. La sujetó de los

brazos y la inmovilizó contra el pecho—. ¡Os he besado! ¡Y vos me habéis

besado también! ¡No he hecho nada que vos no quisierais!

—¡Estoy a punto de casarme con el vizconde Silverlake! ¿Cómo pudisteis

hacerme esto? —Aquel condenado rufián le provocaba desearlo hasta su fibra

más íntima y ahora ella se sentía vacía y fría.

—¡Entonces no os caséis con él! —rebatió Eros con resentimiento,

frustrado por las lágrimas que a ella le corrían por el rostro—. Alanis, vos

deseasteis esto del mismo modo que yo. Os aferrasteis a mí como una mujer a

quien jamás habían besado en todo su vida.

Dolida por la humillación, ella le sostuvo la mirada enfurecida. Él tenía

razón en ambas cosas. Si no la hubiera besado, ella habría muerto de curiosidad

y deseo. Pero sentía deseos de arrancarle aquellos hermosos ojos por haber

adivinado su triste inexperiencia con tal desenfado y falta de cuidado, y por

hacer que lo deseara tan ardientemente.

—¡Os odio! —siseó, principalmente porque sabía que nunca jamás

volvería a tenerlo.

—Pensáis que no soy lo bastante bueno para alguien como vos —dijo Eros

con voz áspera—. Que no valgo lo bastante para satisfacer los deseos de una

princesa de vuestra noble estirpe. Pero lo hicisteis, Alanis. Gemisteis y

ronroneasteis cual gata hambrienta de amor, y si esta cubierta hubiera sido mi

alcoba, ya tendría arañazos en mi espalda como prueba. Una noche más a bordo

de mi barco, amore, ¡y me rogaríais quedaros conmigo! —Arremetió en su

contra con toda la arrogancia de un hombre que había estado con más mujeres

de lo que era capaz de recordar.

Alanis inspiró enérgicamente. Tal vez porque él estaba tan cerca de la

verdad, o porque lo había puesto en términos tan bajos, ella levantó la mano y

lo abofeteó en la mejilla, con todo el dolor y la furia condensada en un solo

movimiento.

—¡Vos... me dais... asco! —dijo con vehemencia, con lágrimas abrasadoras

que le ardían en los ojos.

Eros se quedó inmóvil: la intensidad de su furia lo cogió desprevenido.

Aprovechándose de ese instante de confusión, ella apartó el pecho de

acero de un violento empujón y huyó tan rápido como le permitieron las

piernas sin atreverse a mirar hacia atrás ni una sola vez.

Eros se tocó la mejilla amoratada y se quedó mirándola mientras ella

atravesaba la cubierta a toda prisa, con los cabellos rubios, la tela de muselina

blanca y la capa negra azotados por la brisa como si fueran alas. Cuando

desapareció de su vista, él cerró la mano en un puño y golpeó con fuerza la

dura madera del pasamano. Si las palabras tuvieran el poder de destruir, el

torrente gutural de improperios en italiano que le brotaba de la garganta

hubiera hundido a la marina francesa completa.

Capítulo 5

Eros enfocó el catalejo hacia el horizonte.

—Viene hacia nosotros.

—¿Estás seguro de que la quieres devolver? —preguntó Giovanni.

Eros le entregó bruscamente el tubo de metal.

—Mira tú mismo quién viene a bordo del barco.

Giovanni puso el ojo en el orificio. Un buque de guerra enarbolando los

colores ingleses se venía acercando a toda vela.

—Madonna mia! Tiene a Gelsomina a bordo. No podemos dispararle.

—Pero él sí puede dispararnos a nosotros. Ese es un buque de guerra con

un armamento equivalente al nuestro.

Giovanni le devolvió el telescopio al capitán y echó un vistazo a la

serpiente negra estampada sobre la tela púrpura que llameaba ominosamente

con el viento en la cima del calcés.

—¿Y entonces qué es lo que vamos a hacer?

—Nada —Eros cerró el tubo. Una sonrisa íntima le estiró apenas los labios

al ver a Rocca escoltando a Alanis por el castillo de proa, vestida en seda color

amarillo fuerte.

—Buenos días —dijo Eros serio.

En el instante en que estuvieron frente a frente, Alanis volvió a revivir la

ardiente cita nocturna: luz de luna, besos, deseo ardiente... luego vergüenza y

culpa. Eros parecía estar atrapado en el mismo momento.

—Imagino que el motivo por el que me encuentro aquí es para evitar que

nos hagan estallar en el agua —dijo ella.

—A veces me dais miedo —susurró él—. Vuestra mente funciona tan

rápido como la mía.

—No os elogiéis tanto —Ella tomó el telescopio y le dio la espalda para

estudiar el horizonte—. ¿Cuánto cerebro se necesita para darse cuenta de que yo

soy vuestro mejor aval? Si Lucas me ve en vuestra cubierta, retendrá el fuego, y

vos tendréis que véroslas con él. Eso es lo que queréis, ¿no es así? Regatear con

el vizconde como cualquier vendedor de pescado.

La voz de él se tornó horriblemente fría:

—Teniendo en cuenta el aperitivo que tuve oportunidad de saborear

anoche, tengo esperanzas de que la transacción de hoy se desarrolle sin

problemas.

Aquel comentario era tan bajo que ella no estaba dispuesta a honrarlo con

una réplica ingeniosa. Se concentró en el buque inglés. Lucas. Pronto contraerían

matrimonio y compartirían sus vidas como marido y mujer. Y después de

anoche, ella ya estaba mejor informada sobre qué esperar. Afortunadamente.

—Supongo que esta es la despedida —La voz grave de Eros le llenó el

oído.

Un intenso deseo se apoderó de ella. ¡Maldición! ¿Qué diablos sucedía con

ella básicamente para que un rufián le agitara la sangre provocándole ese deseo

tan inmoral?

—Anoche cuando os besé, me llamasteis Eros. No logro quitármelo de la

cabeza.

Ni yo tampoco, se repitió ella con tristeza. Después de ese día, jamás

volverían a verse.

—Ojala pudiera decir que quizás nos volvamos a ver —pensó él en voz

alta—, tal vez en un futuro baile en Francia, pero lo dudo. Luis está bastante

molesto conmigo por el momento, por haberle robado sus fragatas, y vos estáis

a punto de convertiros en una señora casada, ocupada en procrear niños rubios.

—Lo decís como si os importara —masculló ella con frialdad, con los ojos

puestos en el buque que se aproximaba.

—Y vos decís eso como si fuera a vos a quien le importara —Sus labios le

quemaron la delicada pendiente de la nuca—. ¿Es así?

Sí. Ella cerró los ojos. Dominó su inestable ser y se dio la vuelta para

mirarlo de frente. El calor de sus ojos la trastornaba.

—Entonces os marcháis a combatir a los franceses.

El de nuevo era todo un suave encanto italiano.

—¿Es que un valiente soldado no merece un amistoso adieu?

En un descuido, ella le miró fugazmente a la boca.

—Yo no estaba enterada de que éramos amigos. Eros la atrajo hacia sí.

—Tengo a Santo Giorgio que me protege, pero ninguna ragazza que

derrame lágrimas por mí. ¿Pensaréis en mí de vez en cuando,

amore?¿Derramaréis un par de lágrimas?

—Ya tenéis a Gelsomina para que derrame lágrimas por vos —replicó ella

con tono punzante.

—No será lo mismo —Él le miró fijo la boca, con un deseo profundo en los

ojos. Ella echó la cabeza atrás. Un último beso de despedida, pensó, esperando el

sabor apasionado de su boca...

—¡Buque en bauprés, capitán! —gritó una voz desde el castillo de proa.

—¡Orientad las velas! —gritó Eros por encima del hombro, activando un

alboroto disciplinado: los marineros trepaban las sogas para acurrullar las velas.

Los bicheros volaban de buque a buque, juntando más los barcos. Alanis lanzó

una mirada al buque de guerra que se acercaba a estribor. Deseaba poder

detener el tiempo por un loco instante, para un último beso de despedida, pero

con Lucas llegó la realidad.

Eros tenía aspecto ceñudo:

—El deber llama, belleza —Suspirando la soltó y se marchó. La brisa

cargaba su voz como la de un león mientras impartía órdenes, con su caminar a

grandes pasos imponiendo un aire de autoridad.

Sintiéndose defraudada, Alanis tomó posición a estribor desde donde se

aseguró una perspectiva ventajosa del panorama. No pasó mucho tiempo hasta

que localizó a Lucas de pie junta a la barandilla del Dandelion6. Estaba

cambiado, pensó. El pedante caballero se había transformado en un elegante

capitán.

—¡Dios santo, Alis, eres tú! —Sus ojos verdes se expandieron en un rostro

recién bronceado—. ¿Qué diantres estás haciendo aquí? ¿Te encuentras bien?

¿Fuiste maltratada de algún modo?

Ella había esperado que fuera una reunión más cálida. Presintió una

enorme presencia a sus espaldas que irradiaba fastidio, que con voz directa

afirmó:

—Fue tratada excepcionalmente bien.

Alanis sonrió. Eros sonaba un poquito celoso. Decidida a provocarlo, ella

gritó alegremente:

—¡Hola, Lucas! He venido a ofrecer diversión y apoyo. He tenido la mala

suerte de ser secuestrada de mi barco, pero me encuentro en perfecto estado y

terriblemente aburrida. ¿Y tú cómo estás?

—Espléndidamente bien, pero no me agrada demasiado que hayas venido

hasta aquí. Es tiempo de guerra y alta mar está contaminada con carroñeros —

Le lanzó una mirada intimidante al hombre que ella tenía a sus espaldas—.

Estoy sorprendido de que Dellamore te haya permitido llevar a cabo esta

absurda aventura. Kingston no se parece a Londres, ¿sabes?

—Basta de drama —Eros gritó fríamente y cerró con fuerza ambas manos

en la barandilla, a ambos lados de ella—. Silverlake, tenemos asuntos que

atender.

Alanis se puso rígida. Estaba de frente a su prometido y sin embargo cada

nervio de su cuerpo reaccionaba ante la cercanía de Eros. Ella sentía su

mandíbula rozándole la sien, su calor invadiéndole el flujo sanguíneo.

—Ciao pezzo di ragazzo! —Una bellísima muchacha de aspecto rebelde,

vestida con pantalones color púrpura y botas fue a pararse junto a Lucas, con

los cabellos rizados negro azabache agitados por el viento y los ojos azules

encendidos. Le lanzó a Eros una naranja y un beso.

—¡Gelsomina! —Eros atrapó el obsequio y se zambulló en un torrencial

monólogo en fluido italiano. Alanis le estudió el perfil; irradiaba tal regocijo de

ver a aquella dama tan extraña. Sabía que él había ido a salvar a su amante,

pero nada la había preparado para eso. El canalla la abordaba a ella estando

enamorado de otra y ella había sido lo bastante estúpida como para sucumbir

ante sus dudosos encantos.

—¡Jasmine, os dije que os quedarais bajo cubierta! —Le recriminó Lucas a

la mujer que tenía a su lado.

Ignorándolo, ella saludó a los hombres de Eros. Giovanni lanzó una

carcajada y le envió un beso.

—Silverlake, tengo una propuesta que haceros —gritó Eros—. Vuestra

prometida por Jasmine. Jamás obtendréis mejor trato que éste.

—Yo no trapicheo con asesinos, Víbora. Tengo autoridad suficiente para

incautaros el barco y colgaros, pero si preferís entregaros, ¡tal vez me

compadezca de vuestro trasero italiano!

Eros estalló en una carcajada.

—Siento decepcionaros, payaso, pero jamás tuve a un soberano sobre mi

cabeza. Y sin duda alguna no estoy dispuesto a aceptarlo en este momento.

—Aun así os rendiréis. Si no lo hacéis, ¡vos y vuestros secuaces conoceréis

el cadalso!

Eros enroscó un brazo alrededor de la cintura de Alanis haciéndola

contenerla respiración.

—Si esta hermosa criatura significa algo para vos, liberaréis a Jasmine de

inmediato. O me veré obligado a conservar a vuestra deliciosa prometida y

regresar por Jasmine de un modo mucho menos amistoso.

Lucas perdió la compostura.

—Suéltala, Víbora, ¡o pagarás caro por esto!

—Obviamente habéis oído hablar de mí, de modo que ya sabréis que no

hago amenazas en vano. Lady Alanis no ha sido perjudicada de ningún modo,

pero si insistís en descartar mi ofrecimiento, ni vos ni su familia la volveréis a ver

jamás. Creedme que ante esa posibilidad, se me cruzan deliciosas ideas por la

cabeza —Y con voz lapidaria agregó—: Haced que Jasmine camine por el

tablón, y pasaréis el resto de vuestra vida buscando a vuestra rubia novia por

todos los mercados de Oriente.

Clavándole las uñas en el brazo, Alanis le miró furiosa el rostro severo.

—¿Cómo os atrevéis a amenazarme con la esclavitud? —Y Lucas (a quien

ella miró con el ceño fruncido), el muy estúpido estaba llevando su principio de

no negociar con piratas hasta el extremo. ¡Que era ella misma! No era tan

estúpida como para no darse cuenta de lo que allí se estaba tramando. ¡A él le

agradaba esa prostituta italiana!—. Mi abuelo os matara por esto —siseó ella y

volvió a mirar a Eros encolerizadamente—. ¡Y os matará a vos también!

Imperturbable ante el ataque de ella, Eros la cogió de la muñeca y la aferró

con más fuerza entre los brazos.

—Me pregunto, inglés: ¿qué diría el duque de Dellamore de vuestra falta

de cooperación? No llego a distinguir un radiante despacho en vuestro futuro.

Si fuera vos, no contrariaría al consejero de Ana.

Lucas se puso colorado.

—¡Maldito bastardo! ¡No me dejaré chantajear por tipos como vos! Si no

liberáis a lady Alanis en este mismo instante, seréis perseguido por la Flota de

Su Majestad hasta que...

—Tendréis que esmeraros más —Eros lo interrumpió en seco—. Ya me

persigue toda clase de buque de alta mar. Seguramente no esperaréis que me

sienta intimidado por vuestra mediocre amenaza.

Exasperada, Alanis gritó:

—¡Dejadle que recupere a su chica y terminemos con esto, Lucas! —Si ella

no intervenía, ese par de patanes era capaz de pasarse el día allí,

intercambiando amenazas.

—Ahí tenéis un consejo sensato —recalcó Eros. Y sonriéndole a ella

agregó—: ¿Desesperada por escapar de mí?

—Ni os atreváis a suponer que estoy de vuestro lado, rufián. ¡Ahora

soltadme! —Ella intentó abrir a la fuerza aquellos brazos de acero que la

aprisionaban, pero Eros la apretó más fuerte, y parecía estar disfrutando de esa

postura de abrazo.

—Sois un cachorro muy impaciente, Silverlake —gritó—, ignorante de las

cosas del mundo. Podría permitirle a mi tripulación completa probar este

delicioso bocado y aun así estaríais en la obligación de recuperarla. Pero en

cambio os estoy ofreciendo un trato mejor. Tomadlo con ambas manos.

Lucas estaba furibundo.

—¡Vuestra bandera manchada de sangre no me amedrenta! ¡No

renunciaré a Jasmine!

Los soldados ingleses parecían tan sorprendidos como los piratas, pero no

tan consternados como Alanis.

—¡Lucas! —gritó sofocada y mortificada. Miró a Eros. La compasión de su

mirada la hizo sentir aún peor. Que él le tuviera lástima era la peor humillación.

Él le pasó un dedo por debajo del ojo, mirando fijamente las lágrimas que

recolectó. La furia le iluminó los ojos.

—D'accordo. Va bene! —le dijo gruñendo a Lucas—. Por ahora me quedo

con Alanis, pero no esperéis que renuncie a Jasmine. ¡Soltad amarras! —le

ordenó a la tripulación.

—¿Qué demonios creéis que estáis haciendo? —gritó Lucas—.

¡Resolveremos esto como en el mundo civilizado! ¡Y si no tenéis ni la más

mínima idea de cómo se hace, será un gran placer para mí aclarároslo!

A ella le revivió la esperanza y miró a Eros con ojos expectantes. El miró al

vizconde parpadeando, fingiendo gran admiración.

—Buen hombre, ¿por casualidad estáis sugiriendo un duelo?

—Efectivamente, imbécil. ¡Así que afilad vuestro alfanje y preparaos para

la batalla!

Eros se encogió de hombros con aire de desidia.

—No he venido hasta aquí para dejaros hecho jirones, pero si insistís... —

En latín agregó—: «Una corona arrebatada de una cima fácil no provoca placer».

Fuertes vítores estallaron en el Alastor. A Lucas se le pusieron los pelos de

punta:

—¡En latín o en claro inglés, sugiero que uséis las armas en lugar de la

lengua! —Como es debido, los soldados del Dandelion chiflaron y abuchearon.

Alanis le tocó el brazo a Eros.

—Por favor... no lo matéis.

—Debo aceptar su desafío, princesa. Vuestro prometido es un tonto

testarudo y yo no puedo dejar a Gelsomina abandonada. Después de hoy, no

me odiéis demasiado. Sólo recordad que... —Y sosteniéndole la mirada ansiosa,

le entregó la naranja para que la cuidara—. También estoy haciendo esto por

vos —se dirigió a Lucas—: Ya tenéis mi respuesta, cazapiratas. Bailaremos sobre

el tablón, aseguraos sólo de no caeros —Y para alborotado deleite de los

marineros italianos, fue a subirse sobre el tablero.

En el Dandelion, Lucas se quitó el chaleco y sacó el estoque. Atacó con una

elegante maniobra ofensiva, recibiendo ovaciones por parte de los oficiales y de

la tripulación. Eros fue el primero en avanzar de un salto sobre el tablón, su

agilidad a Alanis de nuevo le recordó a la de un leopardo negro. Con los brazos

cruzados a la altura del pecho, invitó:

—¿Estáis listo para proceder, vizconde, o voy abajo a echarme una siesta?

Lucas suspendió sus ejercicios.

—Podéis tomaros un minuto. ¡Pero para rezar vuestra última oración! —

Se unió a Eros en el tablón, haciéndolo crujir y moverse peligrosamente.

Sofocado, luchó para mantener el equilibrio mientras el enorme pirata seguía

parado tan quieto como una roca, mirándolo divertido—. Parecéis experto en

este tipo de cosas, Víbora, igual que los monos.

—Basta de cumplidos —sonrió Eros—. Recordad, éste es un asunto serio:

vuestro funeral —Sacó el resplandeciente estoque y le apuntó al vizconde—: En

guard!

Lucas frunció los labios y cruzó su espada con la del pirata. Se hizo

silencio en ambas cubiertas. Entonces, lanzando una estocada relámpago, Lucas

efectuó una limpia volte-face. Los de uniforme azul vitorearon, alzando los

puños, pero Eros esquivó con fluidez y obligó al vizconde a cambiar con él de

posición.

Soltando estocadas a diestro y siniestro como un loco, Lucas lanzaba

miradas inquietas a las olas infestadas de tiburones que chapoteaban debajo del

tablón. De repente, su fular fue arrancado con fuerza y él volvió a recuperar el

equilibrio.

—¿Ibais a algún lado? —Eros soltó los pliegues de encaje, con aire

indiferente. La cubierta del Alastor rompió a reír, silbando, dando pisotones y

ululando. Sonriendo amablemente, Eros inclinó la cabeza ante su audiencia y

luego volvió a encararse con el vizconde. La expresión azorada de Lucas era tan

espléndida como la sonrisa amplia y seductora de Eros al ofrecerle—: ¿Os

rendís?

—¡No sin antes echar vuestra locuaz boca por la borda!

Alzó la espada y atacó. A partir de ese momento, el duelo se tornó letal.

Eros daba estocadas fuertes y veloces, presionando el estoque del vizconde al

tiempo que usaba su voluminosa estructura para encajarse entre el Alastor y la

profunda caída al mar. Los dorados rayos del sol se dividían sobre las gastadas

hojas de las espadas. El tablón crujía bajo las botas que bailaban.

Alanis contenía la respiración mientras los observaba trabarse y

destrabarse en combate. Rezaba por Lucas, se sobresaltaba cuando Eros

escapaba de una estocada cercana y básicamente contenía el pánico absoluto. Se

encontró con los ojos de Jasmine e intercambiaron miradas curiosas. Su

adversaria se veía tan ansiosa como ella. Alanis sospechaba que Jasmine estaba

experimentando la misma confusión de sentir una preocupación similar por

ambos duelistas.

Falto de práctica, Lucas duplicó su agilidad, cuyo precio fue una gruesa

capa de sudor en la frente. Se movía con gracia, con su coleta rubia agitándose

sobre su nuca, su cuerpo delgado se encorvaba y flexionaba para esquivar las

incesantes estocadas del italiano. Se le hacía difícil respirar, Eros lo estaba

dejando cada vez más exhausto. En toda su condenada vida, él debía de haberse

enfrentado a enemigos más mortales que a Lucas Hunter, supuso Alanis.

Blandiendo la espada a una velocidad increíble, cambiaba las reglas

constantemente y caía encima del vizconde sin dejarle ni un instante para

recuperar el aliento.

Desesperado por dominar a su oponente, Lucas apuntó a las rodillas de

Eros, pero este dio un salto y pasó por encima de la espada con la gracia de un

gato y aterrizó en el centro del tablón. Lucas perdió el equilibrio y con un fuerte

grito aterrizó de lleno sobre el trasero. Los italianos se volvieron locos, riendo

con carcajadas tan fuertes que hasta podían despertar al mismo demonio;

Giovanni estaba tan descontrolado que le corrían las lágrimas por las mejillas.

—¡Capitano, muestre algo de compasión con la pobre tortuga! —gritó. Sus

compañeros rompieron en risotadas. Los de uniforme azul no se tomaron bien

la burla y un altercado verbal se desató entre ambas cubiertas.

Eros observó a Lucas ponerse de pie lentamente:

—Mi ofrecimiento aún sigue en pie —le dijo—: ¡Rendíos!

—¡Primero os veré muerto! —dijo Lucas con voz áspera y embistió a Eros

emitiendo un sonido gutural. La reacción del pirata fue extremadamente

rápida; el estoque brilló al blandirlo habilidosamente, perforarle al vizconde la

palma de la mano y arrebatarle su estoque que salió volando por el aire,

titilando bajo la brillante luz del sol, hasta que fue a zambullirse en el mar. El

vizconde sacó la daga.

—¡Lucas, no lo hagas! ¡Te rebanará en pedazos! —gritó Alanis con terror.

¡No podía permitirse el lujo de desafiar a la Víbora con una daga!—. ¡Por favor,

deja que se lleve a la chica y terminemos con esta locura!

Lucas tenía el aspecto de herido, exhausto y desesperado. La sangre de los

dedos se escurría por el mango del cuchillo.

—Jasmine es una mujer decente. No tiene necesidad de arrojar su vida al

abandono con una chusma como tú. Ella puede tener una vida buena y

respetable en Jamaica. ¡Así que déjala en paz, maldito lobo de mar!

Un músculo se movió cuando Eros apretó la mandíbula.

—¿Para colgarla, para tenerla prisionera o para que os sirva de amante?

Qué inconveniente os debe de resultar la tan inesperada presencia de vuestra

prometida.

—¿Por qué no le preguntáis a Jasmine qué es lo que ella quiere?

—Yo sé dónde radica su lealtad —respondió Eros—: Envainad vuestra

arma. Ella se viene conmigo.

—¡Jamás! —Lucas atacó con el cuchillo. Eros lo cogió de la muñeca, se la

torció por detrás de la espalda y le arrebató la daga. Le acercó la punta al cuello

de Lucas. Una gota de sangre brotó de la piel sudorosa del vizconde. Le chorreó

por el cuello empapado en sudor, esparciéndose por la tela blanca.

Al notar el brillo feroz en los ojos de Eros, Alanis imploró:

—¡Eros! ¡Por favor! ¡No lo matéis!

—¡Eros! —gritó Jasmine, con los ojos llenos de terror—. ¡No lo mates! Yo lo

amo...

Eros se quedó helado. Miró a Jasmine echando fuego por los ojos.

—¿Tú lo amas?

—Sí —Asintió ella con la cabeza, al tiempo que se secaba las lágrimas con

las mangas de la camisa.

Alanis se quejó desesperada. Ahora Eros estaba seguro de matar a Lucas.

No obstante, para gran asombro de ella, el célebre pirata bajó la daga y liberó a

Lucas. Le ofreció una mano a Jasmine.

—Ven.

Jasmine comenzó a subirse al tablón, Lucas emitió un bramido y le hundió

la daga en el costado a Eros, apuñalándolo a media altura del torso. La sangre

salió a chorros, roja y espesa. Eros se tambaleó con los ojos azules ardiendo.

Cayó de rodillas con un ruido seco, apretándose el costado con una mano.

—¡Dios santo! —Alanis empujó a los enfurecidos piratas a un lado para

llegar al tablón. Con el cuchillo ensangrentado en la mano, Lucas estuvo a

punto de atacar—. ¡Lucas, no! —gritó ella—. ¡Tú no eres un asesino!

Jasmine se metió entre ambos como una serpiente, abrazándose al cuerpo

como un escudo humano.

—¡Apártate de mi camino, Jasmine! —gritó Lucas—. ¡O juro que os mataré

a ambos!

—¡Pues entonces mátame, bastardo cobarde! Él te perdonó la vida a

petición mía. ¿Qué tipo de hombre eres que apuñalas a otro por la espalda? ¡Tú!

¡El noble vizconde! ¡Eres un canalla cobarde!

Giovanni y Nico sacaron las pistolas y las apuntaron a la espalda de Lucas.

Horrorizada, Alanis le clavó los ojos a Eros. Su corazón estaba con él.

—¡Lucas! ¡Deja que se vayan! ¡Tú ganas!

De mala gana, Lucas dejó caer el cuchillo. Con el rostro surcado por las

lágrimas, Jasmine se sentó junto a Eros y depositó con delicadeza sus cabellos

oscuros sobre su regazo.

—¡No te quedes ahí parado, Lucas! ¡Trae a un médico!

—No hay médico a bordo del Dandelion. Y mejor así. Tu amante morirá

como un perro, porque eso es precisamente lo que es.

Aquel gruñido fue prueba concluyeme de lo que Alanis ya sospechaba: él

y Jasmine eran amantes. El duelo había sido por ella. Había que intentar

eliminar a la competencia: Eros.

Los ojos de Jasmine lanzaron un brillo letal.

—Eros no es mi amante, ¡idiota! ¡Es mi hermano!

Alanis se quedó con la boca abierta. ¡Pues claro! ¿Cómo podía haber

estado tan ciega? Hermanos, tan parecidos, los dos italianos, altos y morenos,

extremadamente apuestos y con esos ojos azul zafiro. Todo cobró sentido: los

esfuerzos de Eros por rescatar a Jasmine, su voluntad de perdonarle la vida a

Lucas porque su hermana lo amaba; y finalmente, ella cayó en la cuenta de que

sus besos, los momentos que habían pasado juntos... habían sido auténticos.

Tenían que serlo. Y ahora él se estaba muriendo.

Jasmine lloraba amargamente, envolvía con el brazo el pecho de Eros de

manera protectora.

—Tengo que sacarlo de aquí—dijo ella con la voz entrecortada por el

llanto—. Madonna mia, está perdiendo demasiada sangre...

También las lágrimas de Alanis le corrían por las mejillas.

—Jasmine, bajadlo a cubierta. Yo le curaré la herida.

Jasmine levantó la cabeza, con la esperanza brillándole en los ojos.

—¿Lo haríais?

—No soy médico —admitió Alanis—. Sólo he asistido a nuestro doctor

Giles en Yorkshire en algunas ocasiones. Nada complicado. Sutura, aseo. Pero si

no hay nadie más...

—No hay. Por favor, ayudadlo —Jasmine se puso de pie. Giovanni y Nico

se acercaron para ayudar.

Lucas les bloqueó el paso.

—Mi prometida no curará a este rufián.

—¡Sí lo haré! —rebatió Alanis—. No me quedaré viendo cómo muere

desangrado.

El vizconde parecía pasmado.

—¿Por qué habría de importarte que este rufián muera desangrado, Alis?

¿Después de lo que te hizo, aún quieres ayudarlo?

Esa actitud puso a los piratas en posición de batalla. Sacaron mosquetes y

pistolas. El artillero mayor impartió órdenes para cargar armas. Con sogas

colgantes desde los mástiles del Alastor, la tripulación pirata se preparó para

abordar al Dandelion y allí se vería quiénes eran los mejores.

—Si no me dejas curarlo, todos tendremos que nadar para sobrevivir —

advirtió Alanis.

—¡Por favor! —imploró Jasmine—. No me pidas que escoja entre mi

hermano y tú.

—Entonces lo llevaremos a Kingston—dijo Lucas con un gruñido—. Mi

prometida no se acercará ni un paso a este rufián. Ya ha sufrido demasiado en

sus sucias manos.

Alanis miró a Eros. El la estaba mirando con ojos de un tigre herido.

¿Cómo podía dejarlo morir?

—Jamás he sufrido en sus manos. Yo cuidaré de él.

—Alis, ¿qué es lo que estás diciendo? —exigió Lucas—. ¡No es posible que

cuides de este criminal!

Alanis vio el terror en los ojos de Jasmine. Ella conocía ese terror. Su

hermano estaba a punto de morir.

—Ya ha perdido demasiada sangre —insistió ella—. Si esperamos hasta

llegar a Kingston, morirá con seguridad. Me niego a ver a otro hombre morir

desangrado y que me digan que no hay nada que hacer.

—Estás pensando en Tom, ¿verdad? Pero no tienes ni idea de lo malvado

que es este hombre. Eros es un asesino brutal. Merece la horca. Te prohíbo que

te le acerques ni a un metro de distancia.

La decisión de ella fue definitiva. El comportamiento alienado de Lucas

por estar locamente enamorado de otra mujer los ponía a ambos en riesgo. Era

hora de asumir el mando de su vida y tomar sus propias decisiones.

—Si Eros muere porque me obligaste a negarle asistencia, ¡tomaré el

primer barco de vuelta a casa y le contaré todo a mi abuelo! Él desaprobará tu

conducta, al igual que tu padre, y la Reina. ¿Quieres que presente el caso ante

Su Majestad?

Lucas se sobresaltó. Le sostuvo la mirada fija, dudando de si ella

proseguiría con su amenaza hasta el final. Ella no parpadeó.

—Haz lo que quieras —dijo él entre dientes—. Tienes mi permiso.

Sin perder un valioso instante más, Jasmine ayudó a Eros a incorporarse.

Giovanni y Nico ofrecieron ayuda, pero ante el asombro de todos, Eros les gritó

a los ayudantes y bajó solo a la cubierta del Alastor. Apretaba los dientes con

cada gesto de dolor y se golpeó bruscamente contra la baranda.

Alanis se arrodilló a su lado.

—¿Os duele mucho? —le preguntó con suavidad, apartándole la negra

cabellera sedosa de la frente empapada en sudor frío.

—Sí —respondió él apretando los dientes. Los ojos brillaban febrilmente

azules.

—Bien. Eso significa que todavía no os estáis muriendo —Tenía la camisa

blanca de linón empapada en sangre. Tenía que arrancarla para dejar la herida

al descubierto. Seguramente, quitar la tela adherida le causaría un dolor

insoportable—. Jasmine, prestadme vuestra daga. Y dadle algo para morder.

—Hacedlo de una vez —le dijo con voz áspera y apretando los dientes—. Si

me desmayo cuando terminéis, derramad café en polvo sobre la herida. Eso la

cauterizará. Encontraréis una bolsa en mi camarote —Aunque el dolor era

visible en cada línea de su rostro, él tenía la boca firme en un gesto de estoica

determinación—. Hacedlo, Alanis.

Teniendo en cuenta la cantidad de sangre que había perdido, Alanis

estaba asombrada de que él aún estuviese consciente. Se secó la frente y cortó la

camisa en tiras con mucho cuidado. La sangre salía a borbotones, de modo que

presionó la herida abierta con los retazos de la tela. Nada de pánico, se controló.

Tú puedes salvarlo.

Eros la observó en todo momento, con un profundo dolor reflejado en los

ojos, pero no se quejó. Ni siquiera se movió. Sólo la miraba fijamente, con una

mirada oscura, la piel de color gris, el cuerpo tenso. Esforzándose para no

temblar, sólo se rindió una vez ante un espasmo muy fuerte.

—¿Por qué? —siseó—. ¿Por qué me estáis... ayudando?

La pregunta se quedó flotando entre ambos, desafiante, personal. ¿De

hecho, por qué ella estaba ayudando a ese pirata despiadado? Él no había hecho

nada para merecer su generosidad.

—Espero que vuestro temple esté a la altura de vuestro inmoral nombre,

Eros —susurró ella con una sonrisa—. Cualesquiera que sean mis motivos,

tendréis que confiar en mí.

Capítulo 6

Los soldados custodiaban el patio iluminado con antorchas. Alanis se alejó

de la ventana y se acercó a su paciente. Tenía el cabello húmedo debido a un

reciente baño y una bata de seda negra ceñida al cuerpo. Colocó el farol sobre la

mesa que había junto a la cama y se sentó al borde. Le apartó los cabellos de la

frente, suave con un dedo y cayeron pesados a un lado como seda fresca,

dejando al descubierto su perfil aristocrático y bronceado. A ella le recordaba a

Sansón, el legendario héroe cuya cabellera guardaba el secreto de sus grandes

poderes.

Eros gimió y se movió dormido.

—Duerme plácidamente, Sansón —susurró ella—. Conmigo estás a salvo

—Le puso una mano fresca sobre la frente para controlar la fiebre. Normal. Esa

palabra la llevó a hacer una mueca. ¿Qué había de "normal" en que la nieta del

duque de Dellamore estuviera socorriendo a un célebre pirata? ¿Estaba loca?

La respiración de él se serenó. Sin embargo, ella no lograba apartar la vista

de él. Aquel hombre la tenía fascinada. Tenía los modales de un lord, la

reputación de un monarca del infierno, el cuerpo de un dios griego, el rostro

más bello y, cuando no andaba saqueando, asistía a bailes de gala en Versalles.

—¿Quién eres? —susurró ella. Miró el medallón de oro que descansaba

sobre su pecho. Lo levantó con cuidado para acercarlo a la luz. Era sumamente

extraño. Tenía la forma de un escudo medieval, con una cruz que lo dividía en

cuatro partes. Había dos figuras grabadas en forma diagonal: un águila, con sus

majestuosas alas extendidas, y una serpiente: la víbora estampada en la bandera

roja de Eros. El escudo se parecía al que había en su camarote. En la base había

una inscripción que decía: Mors acerba. Fama perpetua est.

Ella volvió a colocar el medallón sobre el pecho y, siguiendo un impulso,

deslizó la mano por el torso. La piel cálida y bronceada se sentía suave como el

terciopelo. Los músculos con forma cúbica se ondulaban bajo las palmas de su

mano.

Eros estaba profundamente dormido, pero incluso en ese estado de

debilidad, irradiaba su potente personalidad. Ella le acarició el brazo que

descansaba sobre la sábana blanca. Era muy fibroso, como ella recordaba bien,

pero sin ropa los músculos parecían más extensos, sumamente masculinos.

Acarició el antebrazo de venas muy marcadas debajo del codo, maravillada por

la suavidad de la piel, al mismo tiempo que recordaba la inmensa fuerza que

esa mano era capaz de ejercer. Tenía dedos largos y finos. La aferraron. Ella

deslizó la vista hacia el rostro de él.

Unos zafiros brillantes la miraron centelleando debajo de unos pesados

párpados:

—¿Qué diablos estáis haciendo?

—¿Qu... Qué? —preguntó ella, con el corazón tamborileándole en el oído—

. Yo, eh, yo estaba...

Eros exhaló y aflojó la mano.

—¿Dónde estoy? —preguntó mareado.

—¿No lo recordáis?

—Mi cabeza —Se quejó—. La siento... confusa. No logro pensar con

coherencia.

—Tontamente preferisteis vaciar una botella de coñac de Lucas en lugar

de tomar láudano. A propósito, estáis en su casa, en mi alcoba.

Él sonrió débilmente.

—Ahora recuerdo. ¿Y cómo se siente vuestro prometido conmigo

usurpándoos la cama? ¿Será que un escuadrón de guardias irrumpirá en

cualquier momento?

—A él ni le importa. Si mi abuelo se llega a enterar de una sola palabra de

esto, sería el fin de su carrera naval y posiblemente hasta de su vida.

—¿Y mi barco? ¿Lo confiscó?

—Después de que Giovanni y Nico os trajeran hasta aquí, vuestro barco

zarpó. Vuestra hermana se quedó.

Él hizo un gesto con la cabeza, aún sosteniéndole la mano.

—¿Por qué me estáis ayudando, Alanis? Deberíais estar rogándole a

Silverlake que me mande a la horca, no preocupándoos por un pirata

desconocido como si fuera un cachorro herido.

Sin preocuparse por discutir sus motivos, ella intentó liberar la mano. Sin

éxito.

—Si deseáis garabatear una queja, os facilitaré una pluma y papel —le

ofreció ella con dulzura.

—A mí no me engañáis —Deslizó la mano de ella hasta el pecho suave y la

sostuvo ahí, en el corazón—. Con todo el veneno que hay en vuestra lengua, sois

de lo más compasiva. Una romántica.

El corazón de Alanis dio un vuelco.

—¿Una romántica?

—Obviamente. Ayudando a un desconocido herido... —Cerró los ojos al

sentir una punzada de dolor, sin embargo seguía sonriendo, el pecho subía y

bajaba debajo de las manos entrelazadas—. Qué bien se siente vuestra mano.

Ella exhaló el aire con alivio.

—¿Creéis que el hecho de ayudaros es un acto romántico?

—Creo que es una tontería. Si yo fuera vuestro abuelo, os estaría dando

azotes en el culo hasta dejároslo azul —La miró de reojo—. Tal vez analice el

asunto cuando me sienta mejor...

—Vos no sois mi abuelo. Además, sabéis perfectamente por qué os he

ayudado, para recuperar a Lucas —agregó rápidamente antes de que él llegara

a la conclusión equivocada.

—¿De veras? —El abrió los ojos con una sonrisa burlona—. Tenéis razón,

Alanis. Yo no soy vuestro abuelo, y vos no sois una niña. Sois una mujercita que

está jugando peligrosamente con un pirata.

—Un pobre pirata indefenso —señaló ella al tiempo que se le ruborizaban

las mejillas.

—Bien, este pobre pirata indefenso está absolutamente agradecido de

poner su vida en unas manos tan finas y delicadas —Eros alzó la mano de ella,

se la llevó a los labios y le depositó un beso caliente en el interior de la palma.

Un calor la recorrió. Inspiró hondo, era hora de recuperar esa delicada

mano.

—Hay que cambiaros la venda y tendría que poner un ungüento que

ayude a cicatrizar la herida.

Él le soltó la mano.

—¿Dónde dormiréis? ¿Aquí conmigo? —le preguntó esperanzado.

Ignorando la pregunta, ella buscó en el interior del botiquín y extrajo una

pequeña botella y varios apositos de algodón limpios. Quitó el vendaje de lino

fino y examinó los puntos de la sutura que le había hecho hacía unas horas.

Había parado de sangrar y la piel estaba en vías de mejorarse. Untó el ungüento

blanco con la yema de los dedos. Lo último que quería era provocarle más

dolor.

—Me tocas con mucho cuidado, amore. A diferencia de otras mujeres que

me han vendado.

Ella continuó ignorándolo, entonces él cogió uno de los mechones de

cabello húmedo de ella y lo frotó entre sus dedos, como si fuera un sastre

evaluando la textura de un género costo. Se lo llevó a la nariz e inhaló el aroma

floral.

—Niña de cabellos rubios, pagarían bien por ti en el zoco de Argel.

Ella sonrió.

—Veo que estáis decidido a fastidiarme, aunque no sea para bien vuestro.

Los dientes blancos emitieron un brillo malvado.

—Estoy decidido a captar tu atención, encantadora enfermera. Más allá de

esa herida hay un hombre, ¿sabes?

—Lo he notado —Se limpió los dedos y volvió a atar el vendaje con

cuidado.

—Quizás en este momento sea un pobre indefenso, pero aún soy capaz de

apreciar el contacto de la mano de una mujer hermosa —Soltó el mechón de

cabellos y le enroscó los dedos en la nuca—. Hay un dicho de donde yo vengo

—susurró atrayéndole más la cabeza—: "Ten cuidado siempre con la Víbora" —

La besó con la misma ternura con la que ella le había cambiado el vendaje.

Sus labios la dejaron mareada. Por mera fuerza de voluntad logró volver a

sentarse derecha.

—Tengo que haceros una pregunta. ¿Qué quiere decir esa inscripción en

latín escrita en vuestro medallón?

Una expresión distante afloró en sus ojos drogados.

—La muerte es amarga. La fama, eterna.

Ella intentó descifrarle la mirada, pero él la desvió.

—Deberíais dormir. Por la mañana os sentiréis como un hombre nuevo.

Os dejé un vaso de agua y esto...

Eros volvió la cabeza en la almohada. Sobre la mesa había un recipiente

con agua y un vaso a mano; al lado, la naranja que Jasmine le había arrojado.

Alanis se puso de pie. Aún con la sensación de esos labios calientes sobre

los suyos, estaba ansiosa por marcharse y ocultarse en el salón contiguo, al

menos hasta que él se quedara dormido. Cerró la mano en el pomo de la puerta.

—Alanis.

Se giró. Aquella mirada con los párpados pesados la dejó inmóvil.

—Gracias.

** ** **

Al día siguiente, Alanis fue a encarar a Lucas en su despacho. El frente

marino de Kingston se extendía al otro lado de las ventanas abiertas: un

pequeño puerto próspero con barcos entrando y saliendo, casas blancas,

palmeras y un espléndido mar turquesa. A ella le atraía mucho la idea de pasar

los próximos años de su vida en aquella isla. Simplemente tendría que

adaptarse al clima tropical. Abrió de golpe el abanico y estaba a punto de

entrar, cuando unas voces fuertes discutiendo que venían del interior la

detuvieron.

—¡No puedes mandar a mi hermano a la horca! —dijo Jasmine furiosa—.

¡Él te perdonó la vida porque yo te protegí!

—¡La Reina me ha encomendado que limpie estas costas y tu hermano

tendrá su día en Gallows Point! —replicó Lucas severamente—. Mantuvo a mi

prometida cautiva en su barco asesino con todos sus cómplices. Sabe Dios lo

que ella habrá sufrido en sus manos.

—Lady Alanis se ofreció alegre y voluntariamente a curar la herida de mi

hermano, Hunter. Además, tú no pensabas demasiado en tu prometida cuando

estaba recluida en Inglaterra. ¿Por qué debería importarte ahora que a ella le

guste Eros?

Alanis tuvo que controlarse para no irrumpir y decirles cuatro verdades.

—Tú podrás venerarlo como a un dios, pero no lo es —comentó Lucas con

un gruñido—. Y aunque sinceramente dudo de su humanidad, te aseguro que

es de carne un hueso, de la peor calaña, y mal que te pese, ¡es mortal!

—¡Por Dios, todavía estás celoso! —Jasmine lanzó una carcajada—. ¿Es por

mí o por lady Alanis? ¿Crees que está enamorada de él?

Alanis contuvo la respiración, interesada en escuchar la respuesta de

Lucas.

—Durante semanas me hiciste creer que él era tu amante. Luego, ¡te pones

de su lado y en contra mía! Prácticamente está condenado a muerte. No existe

poder en el mundo que no haya garantizado su arresto. No puedo liberarlo. Y

aunque pudiera concederle el perdón, no lo haría en absoluto.

—Jamás afirmé que fuera mi amante. Tú lo asumiste, al igual que el resto

del mundo.

—Tú no creíste conveniente aclararme la verdadera naturaleza de tu

relación con él. ¿Disfrutaste volviéndome loco de los celos?

Parpadeando lágrimas contenidas, Alanis aceptó la verdad: eran más que

amantes; estaban enamorados. Ni la luz del sol ni la libertad la esperaban a ella

allí, sólo la angustia. Gracias a Dios ella había tomado la iniciativa de ir. De no

haberlo hecho, habría perdido años esperando a que Lucas regresara a casarse

con ella. Se había salvado en el momento crucial. ¿Y entonces por qué le dolía

tanto?

Las puertas se abrieron.

—¡Alis, eres tú! —exclamó Lucas al verla. Se le veía bastante incómodo—.

Estaba a punto de ir a buscarte y... Jasmine está ansiosa por ver a su hermano.

¿Puede visitarlo en tus aposentos mientras nosotros conversamos en mi

despacho?

—No veo por qué no —respondió Alanis con frialdad—. Él es su hermano.

Sólo espero que los centinelas que pusiste afuera la dejen pasar. Parece que yo

fuera a vivir en prisión.

—Mientras insistas en cuidar de un peligroso criminal en tu alcoba,

tendrás soldados alrededor por tu propia protección.

El era tan hipócrita como idiota.

—¿Crees necesario protegerme de un hombre herido que apenas puede

mantener los párpados abiertos?

—Así es —Envió a Jasmine arriba e invitó a Alanis a entrar al despacho.

—El Pink Beryl llegó esta mañana —le anunció al tiempo que cerraba las

puertas dobles a sus espaldas. La ayudó a sentarse en el sillón que estaba frente

a su escritorio y él tomó el asiento que estaba detrás—. Tuve una larga charla

con el capitán McGee. Devastación. Brutalidad. Eso es de lo que tu pirata es

capaz y tú escoges defenderlo. ¿Qué es lo que voy a pensar, Alis? ¿Qué es lo

que voy a decirle a tu abuelo?

—Qué pregunta tan interesante —respondió ella con tono áspero.

—Esta situación pasa de la raya. No voy a tolerar este tipo de obstinación

por tu parte.

El odio que había en la voz de él la alarmó.

—Estás cambiado. Ayer tuve la impresión de que Jamaica te había

beneficiado. Ahora veo que estaba equivocada. Tres años y no encuentras ni

media sonrisa para darme la bienvenida. Si deseas que me marche, dilo de una

vez.

Una mirada de culpabilidad apareció en sus ojos. Parpadeó y dijo:

—¿Alguna novedad de mi padre?

—La última vez que vi al conde gozaba de excelente salud. Envía saludos.

—Gracias. Cuando me fui de Inglaterra no nos separamos en los mejores

términos. Dijo que no tenía heredero y que si yo insistía en causar impresión en

esta guerra, debería hacerlo como correspondía, al lado de Marlborough.

Imagino que me considera un pobre legatario para su condado, pero le consuela

el hecho de que al menos sus nietos serán mitad Dellamore.

La desaprobación del conde era una vieja llaga en Lucas.

—Su Señoría está muy orgulloso de ti —le aseguró—. Le habla de tus

logros a quien esté dispuesto a escuchar.

Él la examinó con una mirada compungida. La brillante luz del sol

realzaba los ojos de ella de color aguamarina, de un modo que parecían reflejar

el mar que se expandía más allá de las ventanas. Llevaba puestos unos

diminutos pendientes de perlas en los lóbulos, con unos mechones de cabellos

dorados sobre el hombro desnudo de color marfil. El escote de encaje dejaba a

la vista una seductora porción de piel.

—Dios mío, pero si luces atractiva —reconoció afectuosamente—. No logro

reconocer ni una pizca de aquella pilluela que se peleaba conmigo por el banco

del viejo olmo.

El resentimiento que ella sentía se suavizó un poco; sin embargo, no

lograba discernir si él la miraba como hombre o como amigo. En muchos

aspectos, ella lo consideraba más un hermano mayor. Lo encontraba atractivo a

la vista, pero a diferencia del italiano que estaba arriba, no había nada en él que

le acelerara el pulso.

—Qué alegría verte —admitió con frialdad—. Tres años es mucho tiempo.

—Así es, y deberíamos compensarlo. Tenemos tanto de qué hablar para

ponernos al día...

Tal vez no todo estaba perdido, meditó Alanis. La isla era encantadora, y

ella siempre había soñado con vivir en un lugar así. También se sentía cómoda a

su lado, el peligro no acechaba en rincones oscuros.

Lucas sonrió.

—Cuéntame, ¿fue el viaje agradable? Tengo curiosidad por saber cómo

obtuviste el permiso de Dellamore para venir hasta aquí. Casi no podía creerlo

al verte en el barco pirata. De no haber sido por tu presencia a bordo, habría

hecho explotar a ese maldito rufián en el agua.

Ella no tenía ganas de volver a tocar ese asunto.

—Dellamore se mostró bastante obstinado, y la guerra no colaboraba ni un

poco con mi causa. Tuve que explicarle que ni tú ni yo jamás contraeríamos

matrimonio mientras un océano nos siguiera separando, y como tú no puedes

abandonar tu puesto, yo debía venir a tu encuentro. El está ansioso por que yo

contraiga matrimonio, para que cuando él ya no esté entre nosotros yo no

quede desprotegida.

—Tu abuelo no necesita preocuparse. Pronto contraeremos matrimonio y

tú viajarás de regreso a Inglaterra.

—¿Disculpa? —parpadeó Alanis—. ¿Casarme y marcharme?

—Alis, no me digas que estás quisquillosa con la idea de casarte conmigo.

Eso se decidió hace años.

—No lo estoy. Lo que me pregunto es qué sentido tiene casarme contigo si

es que me vas a enviar a casa.

—Vivimos en tiempos peligrosos, continuamente amenazados por los

buques de guerra franceses y españoles empecinados en destruir. Es demasiado

arriesgado para que te quedes y yo estoy muy ocupado para entretenerte.

Alanis se quedó inmóvil en su sitio.

—Esto no resultará, Lucas. Yo he venido a vivir aquí como tu esposa, no

para ser enviada a casa como un equipaje inútil —Ella no daba crédito al hecho

de que él intentara decidir su destino con tanta crueldad, encerrarla en

Drearyshire y arrojar la llave. Pelearía con uñas y dientes, incluso se echaría

atrás con el compromiso—. ¡No lo permitiré! —juró—. ¡No lo haré!

—Cálmate, Alis.

—No me calmaré. No hasta que quites de tu obtusa cabeza esa estúpida

idea de enviarme a casa. Tú más que nadie sabes cuánto aborrezco sentarme a

esperar. Toda mi vida he esperado tener la oportunidad de conocer el mundo.

Quiero explorar lo que me he perdido. ¡Quiero vivir!

—Bueno, no puedes vivir aquí —resolvió el vizconde.

—¿Por qué no? —La cabeza le daba vueltas, dándole señales de una

incipiente jaqueca. Sentía que aquella situación era como un déjà vu de todos los

agravios que había sufrido durante años: cuando sus padres la dejaron en casa

para viajar por el mundo, cuando Tom se marchó a Eton, y cuando el duque

estaba ocupado con asuntos de Estado que atender.

Lucas apretó la mandíbula.

—¿Por qué insistes en desafiarme? Ayer diste un espectáculo al ofrecerte

de voluntaria para cuidar de un pirata. Ahora estás comportándote como una

muchachita caprichosa. No toleraré un comportamiento rebelde, Alis. Si voy a

ser tu esposo, tendrás que aprender a obedecerme.

—¿Obedecerte? —Ella miró su rostro pedante, echando chispas por los ojos,

deseando tener algo a mano para arrojárselo.

—No soy un tirano irracional. De hecho, estoy siendo bastante sensato; en

cambio tú prefieres desafiarme a cada instante. El pirata que tienes en tu alcoba

será colgado mañana y tú regresarás de nuevo a Inglaterra en cuanto el Pink

Beryl esté listo para emprender el viaje.

—¡No puedes enviar a la horca a un hombre tan gravemente herido!

—Puedo y lo haré. Déjame recordarte lo que dice la ley: «Todo individuo

que recibe, alberga, asiste o socorre a un criminal es culpable, como si portara

armas por propia cuenta». Deberías agradecer que no presente cargos en tu

contra por traicionar a la patria.

A ella le dieron náuseas:

—¿Desde cuándo te comportas como un verdugo, Lucas?

—¡Desde que tú decidiste ponerte en ridículo! —le gritó él.

Ella se quedó absolutamente inmóvil. La frustración le obstruía la

garganta. Ya sí que no lo reconocía.

—Debo enviarlo a la horca. Si no lo hago, me acusarán de cómplice.

Piensa en mi reputación.

—¡Al diablo con tu reputación! No soy tan ingenua como para no darme

cuenta del verdadero motivo por el que no me quieres aquí. Pero déjame

aclararte la naturaleza de nosotras, las mujeres. No nos importan los monstruos

que ejecutan a nuestros hermanos. ¡Estoy segura de que esa regla se aplica

también a las amantes!

—¿Y entonces qué quieres que haga? —Lucas frunció el ceño

miserablemente.

—¡Resuélvelo por tu propia cuenta! —Con las faldas cual remolino de

color salmón rosado, giró sobre sus talones y se marchó, cerrando tras de sí las

pesadas puertas de roble de un golpe.

** ** **

Jasmine encontró a Eros dormido entre sábanas con aroma a lavanda y

almohadas mullidas. Ráfagas de viento cálido hinchaban las cortinas drapeadas

por entre las que se filtraba la brillante luz del sol. Ella se arrodilló junto a la

cama y le besó la mejilla. El abrió los párpados de golpe. La mirada penetrante

se suavizó al reconocer el dulce rostro que le sonreía.

—Gatita —Le sonrió soñoliento—. ¿Qué hora es?

—¡Mediodía, haragán! —Se dirigió hacia la ventana contoneándose, corrió

las cortinas y se desplomó ruidosamente en una silla, apoyando sobre la mesa

los pies enfundados en unas botas—. ¿Estabas planeando perder el día entero en

la cama?

Eros hizo una mueca. Se incorporó apoyándose en las almohadas,

maldiciendo la maldita luz y el maldito dolor.

—Mannaggia. Creo que mi cabeza está a punto de estallar —Se llevó las

manos a las sienes y se masajeó para quitarse el dolor—. Cuéntame todo. ¿Qué

es lo que estás haciendo con ese imbécil?

Jasmine examinó el grueso vendaje blanco que le envolvía el torso.

—Hunter tiene intención de enviarte a la horca mañana. Nada de lo que

yo diga le convence. ¿Crees que puedas largarte esta noche?

Eros suspiró.

—Si es necesario —La contempló un instante—. ¿Tú vienes?

—Si es necesario...

Él levantó la ceja:

—¿Y eso de qué depende? —Ella se encogió de hombros—. Mmm. Guido

me localizó cerca de Córcega, diciendo que había que rescatarte. Me dijo que el

cazapiratas Hunter había capturado tu barco. ¿Silverlake te tuvo prisionera en

alguna de sus fortalezas?

—Durante un tiempo. Quería obtener información sobre tu paradero.

Aparentemente, tú eres su principal objetivo. Al percatarse de que el caso era

irremediable, me trajo hasta aquí.

Eros maldijo:

—¿Te dijo que estaba comprometido o es que te hizo creer que estaba en el

mercado listo para que le pusieran un grillete en la pierna?

Ella sonrió; la perversa opinión que su hermano tenía con respecto al

matrimonio no le resultaba ajena.

—Sí, me habló sobre lady Alanis. Su compromiso matrimonial fue

arreglado cuando aún estaban en sus cunas. Afirmó que se habían criado juntos

como hermanos, no como novios. Supongo que fue muy tonto por mi parte

alimentar falsas esperanzas, pero nos enamoramos. Yo creía que rompería el

compromiso con ella y me escogería a mí. Sin duda no tenía ninguna prisa en

volver con ella. Me pregunto cómo es que Alanis lo toleró.

—No lo toleró. Y dime, ¿te decidiste a abandonar tu experiencia pirata a

cambio de usar faldas? Yo diría que tú le causas más estragos al vizconde

Silverlake de lo que llegarías a aterrorizar a los franceses.

—Soy consciente de que siempre has querido que llevara una vida

tranquila, que buscara un esposo que cuidara de mí, y viviera en un lindo hogar

con hijos. Creo que ya estoy preparada para dejarte a esos desafortunados

franceses a ti. El pobre Luis ya tiene las manos llenas ocupándose con un solo

miembro de la familia.

Eros rió ahogadamente.

—Te he extrañado, gatita. Jamás hemos estado tanto tiempo separados.

Ella suspiró.

—Yo te extraño siempre, Eros, pero aun cuando vivía en Agadir, tú jamás

estabas allí. ¿No estás cansado de andar por alta mar hecho una furia, luchando

con el rey de Francia?

—Jamás me canso de fastidiar al rey de Francia.

Ella lanzó una carcajada.

—Ya me he enterado de tu nuevo deporte: coleccionar fragatas de Luis. A

estas alturas debe de estar odiándote. Jamás volverá a invitarte a ninguno de

sus bailes de gala.

—Por supuesto que lo hará. Me adora. Yo soy el único que no le permitirá

hacer trampas jugando a las cartas.

Ella meneó la cabeza suspirando:

—Eros. En octubre tendrás treinta y dos. ¿Es que nunca sueñas con buscar

una mujer para enamorarte, tener hijos y...?

—¿Por qué no hablamos de cuándo te casas tú? Cuéntame algo sobre tu

nueva víctima. No puede ser tan malo. Los rufianes generalmente se baten en

duelo mejor que él.

Ella sintió un arrebato de ansiedad en el estómago.

—¿Entonces a ti no te importa que yo...?

—Au contraire. Ya era hora de que algún otro demonio desafortunado se

ganara el privilegio de ocuparse de ti. Ya estaba empezando a desesperarme

por tener que encargarme del asunto para siempre.

Ella sonrió y luego frunció el entrecejo.

—Debería odiar a Hunter por lo que te hizo.

—Olvida lo que me hizo a mí. La pregunta es: ¿qué es lo que Silverlake

tiene en mente hacer contigo? Él es prácticamente un hombre casado,

Gelsomina.

A ella le brotaron de los ojos unas lágrimas necias:

—¿Qué crees que debo hacer?

—No te desanimes —dijo Eros con tono brusco—. Ahora estoy yo aquí.

Arreglaré todo para ti. Si Silverlake es el hombre que quieres, lo tendrás.

—¿Y cómo? Tú eres un prisionero —Ella resolló—. Y Hunter jamás

desafiará a su padre. No abandonará a su dama por una desconocida con

aspecto rebelde.

—¡Tú no eres una desconocida rebelde! —Irritado, se concentró en

incorporarse. Se dirigió tambaleándose hasta el tocador y vertió agua en una

vasija de porcelana. En cuanto sumergió la cabeza en el agua fresca, relajó los

agarrotados músculos de la espalda. Cogió una toalla para secarse la cara—:

Déjame a Alanis. Yo me ocuparé de ella.

—Tiene a miles de soldados bajo su mando. Incluso con mi ayuda, ¿cómo

harás para encargarte tanto de lady Alanis como de escabullirte esta noche?

Esta casa es una maldita fortaleza.

Él se pasó los dedos por los cabellos mojados.

—Debe haber un modo. Siempre lo hay —Caminó lentamente hacia la

ventana y emitió un silbido suave al mirar hacia fuera—. Difícil. No imposible.

Sería más fácil si vinieras conmigo, pero me las arreglaré. ¿Ahora puedo recibir mi

abrazo?

Ella saltó hacia los brazos abiertos.

—Te he extrañado. No puedo perderte, Eros. Tú eres mi única piedra

sólida en el mundo. Si no fuera por tu valentía e inteligencia, ya me habría

muerto hace dieciséis años, y estaría enterrada en Italia junto a mamá y papá en

una tumba sin nombre. Nada puede separarnos. Lo sabes. Ni siquiera mi amor

por Lucas Hunter. Nosotros tenemos la misma sangre.

Eros le besó las mejillas mojadas de lágrimas.

—Yo también te adoro, ámorruccio. Siempre me tendrás.

Después de un largo abrazo, él regresó a la cama. Se hundió con rigidez

sobre las almohadas y cerró los ojos. Jasmine se echó en la cama junto a él. Boca

abajo, apoyó los codos en el colchón y se sostuvo el mentón, cruzando las botas

en el aire.

—¿Qué tipo de mujeres ella?

Él abrió un ojo color zafiro:

—¿Quién?

—Tu hermosa enfermera rubia —Sonrió ella burlona. Él contempló el cielo

raso.

—Durante los cuatro días que entretuve a la prometida de Silverlake en el

Alastor llegué a algunas conclusiones. Una de ellas es que su compromiso

matrimonial con el vizconde no era la asociación perfecta. Tal vez si me acerco a

ella de la manera apropiada logre convencerla de que desista.

—¡Lo sabía! —Se sentó—. Tienes intención de seducirla. Harás que se

enamore de ti para que te siga ansiosa a todas partes. ¡Te aprovecharás de ella y

la dejarás de lado, como haces con todas las mujeres!

—Yo no me aprovecho de las mujeres —afirmó de modo sucinto.

—La reputación de ella no sobreviviría a una relación contigo, Eros, y tú lo

sabes bien, maldita sea. Ella tuvo la amabilidad de ayudarte. No puedes

pagárselo con un sucio ardid.

—¡No le haré daño! Desflorar vírgenes altaneras no es mi objetivo

primordial en la vida. A diferencia de tu vizconde, yo he aprendido a controlar

mis urgencias amorosas.

Jasmine le lanzó una mirada de escepticismo. Ella ya había sospechado

que el punto débil de esa dama era su inescrupuloso hermano. Sin embargo,

por muy encantadora que fuera lady Alanis, (y conociendo a Eros, a quien no se

le había escapado ese detalle) por lo general él evitaba a las de su tipo, sin

excepción. Sólo la seduciría para despejarle el camino a Jasmine para que se

casara con Hunter. Luego dejaría plantada a la dama, que quedaría devastada.

Esa idea no le parecía bien a Jasmine. Quizás Eros no se sentía obligado, pero

ella sí se sentía en deuda con la otra mujer. Maldición, no podía permitir que

Eros aplastara a su oponente con aquel tiránico comportamiento suyo.

—Lady Alanis viene de una familia poderosa —le advirtió—. Su abuelo es

el consejero personal de la reina Ana.

—Lo sé.

—Entonces insisto: reconsidéralo. No creo que el duque se tome muy bien

lo que piensas hacerle a su nieta. Tienes demasiados enemigos poderosos. No

tienes necesidad de enemistarte con todo monarca del universo.

Eros la miró con ojos fríos y desganados, con una expresión escalofriante.

—Me importa un bledo.

Ella reconocía esa mirada. La flota huía cuando él miraba de aquel modo.

—"Stefano Andrea" —susurró ella—, "no le teme a nadie y hace lo que le

venga en gana". Papá solía decir eso de ti.

—No me llames por ese nombre —le dijo con enfado—. ¿Cuántas veces

vamos a hablar de lo mismo?

—Tú me llamas Gelsomina —le recordó ella sutilmente.

—Eso es distinto.

Ella tragó el amargo nudo que tenía en la garganta.

—Ya sé que estás más allá de preocuparte por tus inmoralidades, pero por

favor, Eros, no le hagas daño. Ni tu enterrada conciencia podrá vivir con la

culpa de cometer una sucia artimaña como ésa.

Tras pasar el día explorando los alrededores de la casa, Alanis regresó a

sus aposentos. Se encontró con Jasmine en el vestíbulo. Perdida en sus

pensamientos, la bucanera estaba sentada en el sofá, admirando un vestido de

seda color cereza que Betsy había planchado para la cena de esa noche.

Fastidiosamente, Lucas había enviado al mayordomo a informarle que tendría

lugar una cena formal y que incluiría a cincuenta dignatarios de la isla. Alanis

no tenía deseos de zambullirse en la escena social local, no mientras estuviese

cuidando de un pirata en su alcoba, pero como dice el dicho: la nobless oblige.

—Los ganchos van atrás —ofreció de manera amable.

Jasmine se quedó inmóvil en el mismo lugar, con aspecto avergonzado.

—Caspita! ¡Lady Alanis! Yo... Yo lo siento —dijo lidiando con el vestido

mientras trataba de volver a ponerlo en su lugar. No se le estaba dando muy

bien—. No tengo palabras para agradeceros lo suficiente por salvarle la vida a

mi hermano. Estoy en deuda con vos, y también Eros.

Alanis sonrió. Aparentemente, a pesar de su jactanciosa independencia,

Jasmine no era tan distinta a las mujeres comunes. Le gustaban los volantes

rosados. Alanis entró y con delicadeza rescató el vestido de las torpes manos de

Jasmine.

—¿Cómo le está yendo a su hermano? —preguntó.

—Muy bien, después de todo. No le gustó demasiado el caldo de pollo

que le enviasteis para el almuerzo, pero el sirviente que le preparó el baño le

cambió el humor.

Alanis rió entre dientes.

—Difícilmente a un enfermo se le pueda servir un plato bañado en una

sabrosa salsa. Debería de estar contento de estar vivo y poder comer algo.

—Ahora está dormido —Jasmine seguía cautivada con los hábiles dedos

de Alanis que mágicamente manejaban la crujiente seda y los volantes. Alanis

se adelantó y sostuvo el vestido frente a ella. Jasmine casi se traga la lengua.

—Sostenlo —le pidió Alanis, al tiempo que abrochaba un trozo de seda

alrededor del vacilante puño de Jasmine. Ella deslizó la mano por la parte

delantera fruncida—. Necesita unos pequeños arreglos, pero...

—Lady Alanis... —se sofocó Jasmine—. No puedo aceptar un obsequio de

vuestra parte. Soy yo la que debería recompensaros con un presente. Además

—se sonrojó—, sería un desperdicio en mí.

—Oh, no es un obsequio. Te lo cambio por unos pantalones y un par de

botas que hagan juego.

Jasmine la miró como si ella acabara de salir de un manicomio.

—¿Pantalones, lady Alanis? ¿Deseáis vestir como un hombre teniendo ese

magnífico guardarropa?

Alanis se encogió de hombros. No le guardaba tanto rencor a Jasmine por

conquistar el corazón de Lucas, sino por la libertad que ella disfrutaba. Aquella

mujer de aspecto estrafalario viajaba por el mundo como un espíritu libre

mientras ella tenía que andar leyendo sobre el mundo que existía más allá de

los barrotes de su jaula de oro.

—¿Por qué no? Me encantaría usar pantalones y andar pavoneándome sin

rendirle cuentas a nadie.

—Hay aspectos menos gratificantes al vestirse como un hombre —la

reprimió Jasmine—. Ser vista como alguien de naturaleza extraña, para

empezar, o tener que combatir contra los patrones masculinos en un mundo de

hombres mientras secretamente tú envidias a las damas refinadas, que son la

maldición de tu existencia.

Alanis se quedó callada ante aquel comentario directo. Pero luego el

humor reemplazó al impacto y se arrellanó en el sofá riendo:

—"La maldición de la existencia de las damas refinadas": eso es muy de las

amazonas que disfrutaban de la libertad absoluta y deambulaban en un mundo

machista... y, por supuesto, un mundo de damas serias y de hombres

arrogantes.

Jasmine sonrió con vacilación:

—Vos parecéis altamente capacitada para lidiar con hombres arrogantes.

—Son años de práctica —Alanis batió las pestañas graciosamente—. Puede

que mi mundo encandile la vista, pero los barrotes de oro funden el esplendor.

Yo tengo que ir acompañada si quiero dar una vuelta por el parque.

—¿De veras? ¿Siempre? —Jasmine se unió a Alanis en el sofá.

—Sí, desafortunadamente —suspiró Alanis sinceramente—. Nosotras las

damas finas debemos viajar con nuestro propio dragón para alejar a los

hombres licenciosos.

Jasmine rió nerviosamente:

—¿Cómo reaccionó su dragón cuando instaló a un hombre herido en su

alcoba? No vi rastros de paredes quemadas.

—Mi dragón está domesticado. Los resoplidos son peores que las

llamaradas.

Ambas lanzaron una carcajada. Jasmine dijo:

—Yo no puedo decir lo mismo sobre el dragón que está en vuestra cama.

Alanis aprovechó el momento.

—Habladme de él. ¿Cómo es como hermano? He escuchado cientos de

historias acerca de él, pero por lo que he observado en estos pocos días, parece

bastante razonable, deliberado y muy inteligente. Para nada el malvado

monstruo que la gente dice que es.

—No es un monstruo. Es una gran persona, pero también un hermano

tierno y cariñoso con el corazón de un león; aunque las mismas cualidades que

enumerasteis sean precisamente las que lo vuelven peligroso.

—¿Peligroso para los franceses? —Alanis indagaba útilmente para obtener

más información.

—Peligroso para el que Eros considere objetable. España también está en

su lista negra.

—Al parecer vuestro hermano está decidido a liberar al mundo de todos

los tiranos indeseables por su propia cuenta. ¿Por qué no se une oficialmente a

la Gran Alianza? Sin duda es preferible eso a ser un pirata cuya cabeza tenga

precio.

Jasmine desvió la mirada.

—Es difícil de explicar.

Aquello sonó intrigante. Alanis estaba dispuesta a quedarse sentada todo

el día escuchando las historias acerca de aquel hombre con corazón de león.

Echó un vistazo a la puerta que comunicaba con su alcoba.

Betsy entró por la puerta principal y Jasmine se puso de pie.

—Debo irme. Gracias de nuevo.

Alanis también se puso de pie.

—No olvides el vestido. Con gusto compartiré a Betsy contigo cuando

decidas probártelo. Creo que fue diseñado a propósito para llamar la atención

de cualquiera. ¿No crees, Betsy?

Betsy asintió con la cabeza. Jasmine tomó el obsequio con una sonrisa

agradecida:

—Lady Alanis.

—Basta de "lady", y no lo pienses demasiado. Por algo se empieza —Era

asombroso pensar que, de toda la gente que rodeaba a Lucas, la amante hubiera

resultado ser una persona encantadora, pensó Alanis. También era la hermana

de Eros y eso la incitaba a hacerse más amiga de ella—. Si lo deseas, podemos

llamar a una modista y comenzar a ocuparnos de ti de inmediato. En una

semana tendrás un guardarropa nuevo completo.

—¿Un guardarropa nuevo completo? —dijo Jasmine deslumbrada.

Alanis la cogió del brazo y la acompañó hasta la puerta, lejos de los oídos

de Betsy. Afuera, la expresión de ella se volvió seria.

—¿Qué es lo que haremos con respecto a la horca?

—Sí Hunter no cambia de opinión, Eros y yo debemos marcharnos esta

noche —le susurró Jasmine.

Alanis la miró de manera ambivalente. Si Jasmine se marchaba, ya no se

hablaría más sobre enviarla a casa y finalmente podría alcanzar su ambición de

toda la vida. Sin embargo, Eros también se marcharía. Esa noche. Era demasiado

pronto. Además, ¿es que ella no merecía un mejor porvenir que un esposo

desfalleciendo por la mujer que se le había escapado?

—Dime qué debo hacer para ayudar.

Jasmine se le acercó más.

—Yo seguiré intentando hacerle cambiar de idea a Hunter, pero si no

sabes nada de mí, por favor, mantenlo ocupado esta noche mientras nosotros

ponemos en práctica nuestra huida.

—Muy bien —Alanis ya imaginaba la maldita placentera cena en que

estaba a punto de convertirse.

Capítulo 7

—Capitan McGee, debéis ponernos al tanto de las últimas novedades del

frente —exigió el coronel Holbrook del otro lado de la mesa del que se hallaba

Alanis—. ¿Cómo les está yendo a nuestros muchachos contra esos franchutes?

Alanis suspiró con alivio. A lo largo de la cena, Lucas la inspeccionó cual

alto juez de la corte, mientras ella llanamente cautivaba a sus colegas y ponía a

prueba su decisión de enviarla de vuelta a casa. Pero a ella ya no le quedaba

nada más que contar con respecto al último grito de la moda francesa.

—Bien —el capitán frunció el ceño—, nuestro último triunfo fue sobre la

región de Milán. El general Saboya estaba decidido a ocupar la sólida cabecera

del puente cerca de Cassano, ¡y aplastó al mariscal de Vendóme!

—¡Por nuestra primera victoria en Milán! —brindó el señor Greyson, y los

hombres alzaron las copas de vino.

—Insisto en decir que este sujeto, Saboya, no es malo, aunque sea francés

—dijo Holbrook.

—Austriaco —sostuvo Greyson—. El general Saboya es austriaco.

El capitán McGee meneó la cabeza empelucada.

—Es mitad austriaco, mitad francés.

—La madre era sobrina del cardenal francés Mazarino —recordó Alanis

en voz alta—, pero el padre era un príncipe italiano. El duque de Saboya de

Turín es primo hermano del general Saboya.

Un manto de silencio cayó sobre la larga mesa. Una mujer que expresara

su opinión política públicamente era una gran faux pas y estaba muy lejos de las

normas comúnmente aceptadas. Alanis expresó un gemido internamente. Si

esta gente se enteraba por el chismorreo de los sirvientes de que había un pirata

en su alcoba, se desencadenaría un escándalo que llegaría hasta Yorkshire, y

Dellamore enviaría media flota a recogerla y desde ese instante ella perdería

todo tipo de libertad. Para evitar otro desliz de su lengua, probó el pastel que

había de postre. El alcalde se aclaró la garganta.

—Damas y caballeros, estáis todos invitados al baile que ofreceré mañana

por la noche. Ahora, además de celebrar la llegada de la culta nieta del duque

de Dellamore, estaremos celebrando esta victoria y muchas más venideras. Por

favor, compartid conmigo otro brindis para felicitar a nuestros muchachos:

Marlborough y Saboya, y por la valiente tropa que dirigieron en el Continente.

¡Que Dios los bendiga y los mantenga a salvo! —El brindis fue aceptado

enérgicamente.

—En qué sangrienta plaza de toros se ha convertido Milán —se lamentó

Greyson—. Cuando los Víbora estaban en el poder, Milán era invencible. Los

duques Sforza eran feroces guerreros, y los Visconti sagaces hasta el extremo.

Durante siglos, estas familias unidas provocaron escalofríos en los corazones de

sus príncipes semejantes.

Alanis mordió el tenedor. Ten cuidado siempre con la Víbora. ¿Qué era lo que

su pirata tenía en común con las dinastías de la realeza de Milán que había

dejado de existir hacía siglos? Se preguntaba si tanto Eros como su hermana ya

se habrían marchado. Si tan siquiera dejaran de hablar incoherencias, ella

podría llegar a tiempo para despedirse...

—Si Saboya derrota a Vendóme en Milán, ¡quizás podamos ganar esta

maldita guerra, después de todo! —proclamó el viejo coronel, con las mejillas

escarlatas testigo de la cantidad de vino ingerida.

—¡Jonathan Holbrook, controla tu ingobernable lengua! —Lo regañó la

esposa—. Hay damas presentes. Ya es suficiente con que nos sometas a tus

discursos de mal gusto. Me niego a soportar este tipo de lenguaje con el que

tengo que sufrir en la privacidad de nuestro hogar. Mi estimada señora Greyson

—se dirigió a la dama que tenía a su lado—, insisto en que dejemos a estos

belicistas con sus puertos y sus cigarros y comamos el pastel en el salón

contiguo. No soporto escuchar ni una palabra más acerca de esta horrible

guerra — Con los labios fruncidos, se puso de pie forzando a los hombres a

hacer lo mismo y a las mujeres a seguirla—. Vamos, señoras. Dejémoslos con sus

temas y pasémoslo mejor por nuestra propia cuenta. Buenas noches, caballeros.

Las esperanzas de Alanis de escabullirse para ir arriba quedaron

truncadas y tuvo que quedarse una hora más hasta que Lucas la rescató y

ambos despidieron a los invitados. Subieron en silencio. Hecha un manojo de

nervios, ella esperaba que él abriera la puerta y le diera las buenas noches. No

obstante, para desilusión suya, él la siguió y entró al aposento. El vestíbulo

estaba a oscuras; había un reflejo de la luz de la luna proyectado como un

parche sobre la alfombra. Los ojos de ella volaron en dirección a la puerta de la

alcoba. No se veía luz por debajo. La frustración se apoderó de ella. Eros se

había marchado.

—Si insistes en mantener a tu pirata en estos aposentos, al menos

permíteme asignarte otro.

Alanis dejó caer el chal de seda sobre el sofá.

—Él no es mi pirata, Lucas.

—¿Estás enamorada de él, Alis?

Esa pregunta le entumeció el cerebro. Luego, con el mejor aire horrorizado

le dijo:

—¡Dios Santo! ¡El hombre es un rufián despreciable, más bajo que un

lacayo de mala muerte! —E inteligente e interesante, y ella deseaba tenerlo ahí

en ese momento en lugar de Lucas, a quien estaría unida por el resto de su

vida—. Tal vez deberíamos reconsiderar nuestro compromiso matrimonial.

Podríamos estar cometiendo un terrible error.

—¿Por qué? ¿Porque dije que enviaría a tu pirata a la horca? Prometo que

no lo haré colgar hasta que sane. Pero no puedes considerar seriamente romper

nuestro compromiso, Alis. ¡Me rompería el corazón!

—Sólo afectaría tu orgullo. Aún tengo que descubrir algún indicio de que

sientes afecto hacia mí. Yo creo que ya te lo gastaste todo en Jasmine —Hacerlo

colgar cuando sane...

—Sí que estoy interesado en ti, Alis, entrañablemente. Tenemos mucho en

común y una amistad sólida. No veo por qué nuestro matrimonio no vaya a ser

un éxito.

—¡Pues yo sí lo veo! Tal vez la amistad sea suficiente para ti, pero para

casarse hace falta más, mucho más. Tendría que haber momentos de afecto, y

sentimientos que fluyan tan hondo como el alma de uno. Tendría que haber

deseo y excitación. ¡Lo que tú describes es tan emocionante como un caldo frío!

Lucas abrió la boca, pero ella tenía más que decir:

—Siempre he sido la muchacha dócil que se quedaba en casa mientras tú

ibas a atender tus negocios. Para ti soy tan pura como la nieve para amar de

lejos, pero nunca alguien... deseable —agregó de manera incómoda. Él ni

siquiera había intentado besarla. Antes ella asumía que era bien educado. Pero

ahora sabía el verdadero motivo: falta de interés. Ella recordaba un viejo dicho

francés de madame de Montespan: "La mayor ambición de la mujer es inspirar

amor". Con Lucas ella claramente había fracasado. De forma impulsiva dijo—:

Bésame, Lucas. Bésame —Si el beso de él resultaba ser la mitad de ardiente que

el de Eros, quizás reconsideraría que se dieran una segunda oportunidad.

El vizconde palideció. Luego, con vacilación, le posó los labios. Cerrando

los ojos, Alanis se concentró en la sensación de su boca. Agradable, pensó, pero

no había nada de interesante en ese beso, lo cual atentaba contra el objetivo del

experimento. Él se mostraría como un caballero y eso no funcionaría. Ella se

adelantó un paso de manera audaz y le ofreció la boca abierta.

Lucas apartó la boca de golpe. Alanis se quedó helada, sintiéndose

avergonzada y torpe. ¿Qué había hecho de malo? No obstante, él no juzgó que

fuera necesaria una explicación. Abrió la puerta y se marchó.

Alanis se quedó de pie sola en la oscuridad. Pensó en encender una

lámpara, pero no sentía deseos de encontrar su imagen reflejada en el espejo.

Había visto estatuas de mármol con más alma que el aspecto de una recatada

reina de hielo que ella parecía tener. ¿Qué había en ella para amar? ¿Qué para

besar? Sin duda, Lucas se mostraba reacio. No había nada sensual en ella que

pudiera excitar a un hombre. Ella no era como la fogosa Jasmine. Era un cisne

frío de Yorkshire. Ni siquiera merecedora de un beso.

Sollozando en silencio, se percató de una sensación extraña: estaba siendo

observada. Alzó la cabeza. Una silueta de hombros anchos, delineados por la

luz de la luna, estaba apoyada en la pared de modo casual.

—¡Todavía estás aquí! —exclamó ella. Estaba tan encantada de verlo que

le llevó un instante darse cuenta de que... ¡quizás Eros debía de haber

presenciado aquella escena de pesadilla con Lucas! ¿La habría escuchado decir

que él era un pirata despreciable? ¿Habría visto a Lucas despreciando su beso?

Eros se apartó de la ventana y se dirigió hacia ella. Los rayos de luna se

derramaban sobre su estructura alta y escultural, delineando la cabellera suelta.

Se detuvo frente a ella:

—Ven aquí.

Sin dudarlo, caminó hacia su abrazo. Su boca reclamaba la de ella,

desterrando de su cabeza toda idea de ser alguien indeseable, y de nuevo estaba

encendida, ardiendo en carne viva. Él movía los labios de manera hambrienta y

posesiva, inclinándose para fundirse con la boca femenina. Ella sentía un calor y

un estremecimiento al mismo tiempo, embriagada por el beso, por la pasión

abrumadora y por el olor del cuerpo masculino semidesnudo.

Eros le suspiró el oído diciéndole:

—Te desidero, Alanis.

Esas palabras sensuales le nublaron la mente. No era necesario hablar un

italiano fluido para comprenderlo: él la deseaba. Ella se puso de puntillas y lo

rodeó con los brazos.

—Me alegra que te hayas quedado.

—Te ves hermosa entre mis brazos a la luz de la luna, amore. Te

secuestraría y juntos exploraríamos las maravillas del mundo.

Sin estar segura de qué debía deducir de aquella vaga propuesta, ella

susurró:

—¿A dónde me llevarías?

—El Mar Arábigo baña una secreta costa lejana donde las perlas son tan

abundantes como los granos de arena —Su voz sonaba profunda y seductora—.

En Marruecos hay una pequeña ciudad llamada Agadir, con playas tan blancas

como la nieve y con las puestas de sol púrpura más atípicas que jamás hayas

visto.

—Jamás he visto una puesta de sol de color púrpura. Para ser

absolutamente sincera, no he viajado demasiado.

—Deberías. Uno apenas tiene experiencia en la vida hasta que conoce el

mundo.

—Yo quiero hacerlo, más que ninguna otra cosa. Aunque creo que eso está

bastante fuera de mi alcance.

—¿Por qué? No eres una niña. A mi entender, ya pasaste los veintiún años

de edad: no hay motivos para que no cumplas tus sueños, Alanis. La vida es

demasiado corta para perder el tiempo lamentándose.

Él tenía mucha razón, pero... como si fuera así de fácil. Ella deslizó las

manos por el pecho desnudo y musculoso.

—¿Es cierto que te criaste en la kasba de Argel?

Él meneó la cabeza negativamente.

—No exactamente, pero en cierto modo, sí. ¿Por qué? ¿Quieres conocer la

kasba? —rió de manera burlona y desafiante.

Ella se mordió el labio.

—Aunque tuviera la libertad de viajar por el mundo, que no la tengo,

jamás iría allí. Es una guarida de piratas y demasiado peligroso.

—Peligroso, sí. Fatal, no. Es decir, si uno sabe sobrevivir... —Sonrió él

burlonamente.

A Alanis la invadió un repentino deseo salvaje de ir hasta allí para

comprobarlo con sus propios ojos.

—¿También sabes cómo sobrevivir al harén del sultán en Constantinopla?

—Sonrió ella osadamente.

—El sultán turco es particularmente posesivo con sus esposas, pero sí, he

echado algún que otro vistazo rápido dentro de su harén. ¿Qué más le intriga a

mi curiosa bella dama?

—¿Las tabernas de Tortuga son tan escandalosas como dice la gente?

Escuché que las mujeres de allí se quitan la ropa y bailan desnudas sobre las

mesas por unos pesos.

Eros estalló en una carcajada.

—¿Dónde escuchas esas historias, Alanis? No sabía que jovencitas

inocentes hablaran de temas escandalosos en sus reuniones sociales.

—A veces también hablamos de ti, que es uno de los temas más

escandalosos de todos.

—¿De mí? —Él se llevó la mano al corazón, fingiendo consternación—.

¿Debo asumir que es de mi mal carácter de lo que chismorreáis tú y tus

amiguitas mientras tomáis té con bollos?

—¿Has estado escuchando a escondidas? —Rió Alanis, mientras

saboreaba la sensación de tener los brazos de él alrededor del cuerpo—. Sí que

disfrutas de una mala reputación, Eros. Vuelves realidad las jugosas

habladurías.

Alzó una ceja negra azabache:

—¿Cómo cuáles?

—Por ejemplo, los pueblos fortificados por los que pediste rescate, los

barcos que saqueaste, las fortuna que acumulaste con los saqueos, los hombres

que mataste, las mujeres que...

Le rozó la boca con los labios.

—Admito que hubo mujeres, pero la última que conocí las supera a todas

irrefutablemente. ¿Por qué te resignas a llevar una vida que obviamente

consideras pequeña e insignificante? Tú eres inteligente, extraordinariamente

educada, y no te faltan agallas. ¿Por qué lacrar tu destino de manera tan

ascética?

—Mi vida no es ni pequeña ni insignificante —No obstante, aquella

pregunta le había tocado la herida sangrante que había en su alma—. Yo no soy

como tú. Yo tengo responsabilidades, seres queridos a quienes no puedo

defraudar.

—¿Esos seres queridos están siempre a la altura de tus expectativas? —Le

levantó el mentón con un dedo—. Bella donna, ningún hombre en su sano juicio

rechazaría a una mujer como tú. Silverlake no es menos hombre que yo, pero su

corazón ya le pertenece a otra. ¿A quién está tan ansioso de complacer que

contraería matrimonio contigo estando enamorado de otra persona?

Sorprendida por su percepción, Alanis se apartó de él y miró por la

ventana. Las palmeras susurraban con la brisa; las campanillas tintineaban

melodiosamente. Ella quería vivir en esa isla, pero no si el único motivo por el

que Lucas quería casarse con ella era complacer a su padre. El conde de Dentón

jamás perdonaría a su hijo si se casaba con alguien inferior a él.

—Deberías dormir un poco —dijo Eros a su lado—. Yo me quedaré aquí.

Ya he pasado demasiado tiempo en la cama. Descansa segura de que respetaré

tu privacidad.

Curiosamente, ella le creyó, Y estaba agotada.

—No sé qué le habrá sucedido a Betsy. Se suponía que me estaría

esperando aquí después de la cena.

—Yo la despedí —admitió él tímidamente.

Alanis encorvó los labios.

—Sin duda habrás aterrorizado a esa pobre chica.

—Esas son duras acusaciones, milady, pero os aseguro que lo único que

hice fue aparecerme aquí.

—Eso fue suficiente —Ella le dirigió una pequeña sonrisa—. No tiene

importancia. Me las arreglaré. Buenas noches.

—Buenas noches —La voz profunda de él la siguió hasta que desapareció

detrás de la puerta de la alcoba.

Se quitó el vestido, se puso el camisón y se deslizó debajo de las mantas.

Se acurrucó cómoda y contenta. Hundió la cara en la almohada e inhaló esa

fragancia masculina almizcleña que la envolvió.

Alguien golpeó la puerta.

—Entre —dijo ella.

Eros abrió la puerta.

—No te preocupes. Tengo toda la intención de mantener mi palabra —

entró tranquilamente y se sentó junto a ella. Bajo la luz de la vela, su atractivo

físico le hizo latir el corazón un poco más rápido. Se estiró las sábanas hasta el

cuello, esperando escuchar lo que él tenía para decirle.

—He considerado un poco el tema y he decidido que estoy dispuesto a

enfrentar el desafío.

Alanis se sentó.

—¿Qué desafío? ¿Quieres decir que quieres llevarme contigo?

—A la kasba, a Tortuga, o a cualquier sitio que te llame la atención. Sin

compromisos.

Ella se quedó sin palabras. Y se emocionó.

—¿Por qué?

—Porque me he encariñado con una bonita rubia mordaz que lee a Ovidio

—Se acercó más—. Como dicen en Venecia: "Ha llegado el momento de

despilfarrar monedas de oro y plata como si fueran castañas". Ven conmigo. No

te arrepentirás.

Ella suspiró como en sueños.

—Viajar a Venecia con un italiano suena... encantador. Después de todo,

dicen que Italia es de las mejores maravillas, tierra de arte y belleza. Me

encantaría ir allá.

Los ojos de él se volvieron fríos; su semblante se endureció.

—Italia es al único lugar donde jamás te llevaré.

La clara antipatía hacia la tierra natal de Miguel Ángel y Da Vinci, su tierra

natal, desencadenó un sinfín de preguntas en la cabeza de ella, pero decidió no

curiosear en ese momento.

—¿Y la guerra? ¿No deberías estar luchando contra los franceses?

Él sonrió.

—Creo que Luis puede prescindir de mi presencia por un tiempo. ¿No

crees?

Alanis meditó su ofrecimiento. Navegar con él durante unos meses

significaba arrojar la decencia al viento. Significaba entregarle Jasmine a Lucas.

Significaba cambiar el curso de su vida... a cambio de perseguir su sueño. La

idea valía la pena, pero difícilmente era lo correcto. Sin embargo, ¿no había

dicho ella alguna vez que de presentarse la oportunidad se volvería una

exploradora de tierras lejanas? ¿Qué proyectos importantes la retenían allí?

¿Qué proyectos importantes la esperaban en casa?

—Puedes confiar en mí. Me estaré yendo mañana a medianoche. Tienes

todo el día para considerar mi ofrecimiento —Sopló la vela y se acercó mucho—.

Buonanotte, bella donna. Que tengas un hermoso sueño conmigo —La besó de un

modo lento y prolongado que a ella le provocó un remolino que le llegó hasta

los dedos de los pies, luego se incorporó y abandonó la alcoba, dejándola medio

deseando que no se hubiera marchado...

Alanis mantuvo su promesa y llevó a Jasmine de compras. Fue un

proyecto conjunto: Jasmine sabía desenvolverse en Kingston, y ella sabía

desenvolverse en el mundo de la moda. Hacia el mediodía, Jasmine estaba

equipada con un guardarropa nuevo completo y Alanis, enamorada de la

ciudad.

Mientras el coche de Silverlake ingresaba al patio interior de la casa de

Lucas, Alanis contemplaba el ofrecimiento de Eros por millonésima vez en el

día. Apenas había dormido durante la noche, evaluando los pros y los contras.

Había despertado decidida a zarpar con él, pero al avanzar el día, cuanto más

pensaba en su abuelo, menos predispuesta se sentía a partir. El coche se detuvo.

Rápidamente, dos criados se acercaron para acarrear los numerosos paquetes.

Contenta con su obra, Alanis observaba a Jasmine subir las escaleras de la

fachada con su vestido nuevo de diario. No había ni rastro de la vulgar

bucanera.

Chambers, el mayordomo de Lucas, les dio la bienvenida impactado en el

interior de la casa:

—Buenos días, señoritas. Qué pena que Su Señoría no se encuentre. Hacéis

una vista adorable, si me lo permitís.

—Gracias, Chambers —Alanis lanzó miradas nerviosas hacia lo alto de la

escalera y se quitó con energía los guantes de encaje—. ¿Ha sucedido algo en

nuestra ausencia?

—Nada alarmante, milady. Aunque sí tiene visitas: madame Holbrook, la

señora Greyson, y la señorita Marianne Caldwell. Al parecer tienen la

impresión de que Su Señoría está hospedando a peligrosos criminales en la casa

—Movió las cejas de forma significativa.

—El consejo de brujas... —murmuró Alanis, irritada. Qué increíble sentido

de la oportunidad que tenían.

—Disculpad, milady. Las hice pasar a la sala del desayuno. Espero haber

hecho lo correcto.

—Sí, Chambers, será mejor encararlo y resolverlo antes de tener a la isla

completa encima de nosotros. Por favor, sé tan amable de servirnos té. Vamos,

Jasmine —Cogió a la ex-bucanera de la muñeca y se dirigió escaleras arriba

precipitadamente—. Si vas a convertirte en una dama fina, deberás

familiarizarte con los aspectos menos agradables del asunto y tener una idea

más clara de dónde te estás metiendo: "Conocer al enemigo", dice siempre mi

abuelo.

En cuanto Alanis espió a las dos señoras y a sus jóvenes aprendices, todas

juntas apiñadas sobre el sofá color bordona, cotorreando enérgicamente, sintió

una intensa y urgente necesidad de aceptar el plan inicial de Jasmine y

esconderse. Eran aburridísimas entrometidas que no tenían nada que hacer más

que meterse en la vida de los demás y expresar sus afiladas críticas.

Obviamente, se encontraban allí con una misión.

—Buenas tardes, señoras —sonrió Alanis—. Qué agradable sorpresa.

Permitidme presentarles a mi querida amiga, la condesa Jasmine. Ha venido

desde Roma y apenas habla alguna palabra en nuestro idioma. Confío en que le

daréis la bienvenida a su consej... eh, círculo, al igual que lo hicisteis conmigo.

Las mujeres hicieron una reverencia riendo con disimulo. La señora

Greyson exclamó:

—¡Mi querida lady Alis! Qué agradable volver a veros. No nos hemos

visto más que una vez, pero ya siento que nos hemos hecho muy amigas.

—Mmm —sonrió Alanis—. Qué encantadora.

—Nuestra visita de hoy es de suma importancia —Madame Holbrook se

zambulló en el asunto en cuestión—: Un rumor de lo más inquietante ha llegado

a nuestros oídos. Vinimos hasta aquí de inmediato para investigar.

—De hecho, ¡nos apresuramos en venir para salvaros antes de que sea

demasiado tarde! —clamó Marianne.

—¿Salvarme? —Alanis tomó asiento, indicándole a Jasmine que hiciera lo

mismo—. ¿Salvarme de qué?

—¡De quiénes! Querida mía, tenemos firmes sospechas de que Su Señoría

está albergando a criminales peligrosos.

—¿Criminales peligrosos? —Alanis abrió la boca de manera dramática—.

¡No lo puedo creer! —Lanzó una mirada horrorizada a Jasmine, que tenía el

rostro pálido como una tiza, con la esperanza de que la pobre chica captara la

esencia de todo aquello—. ¡Qué atroz!

—Así es —resopló la señora Greyson—. ¡Bastante terrible! Quizá vos

podáis esclarecer un poco el asunto. De acuerdo con nuestras fuentes —

susurró—, el célebre pirata Eros y su promiscua amante se encuentran en esta

isla y en esta misma casa. ¿Y bien, cómo interpretáis vos todo esto?

—¡Por el amor de Dios! —Alanis cogió la mano de Jasmine con aspecto

horrorizado—. ¿Asesinos aquí?

—Bueno, ¿y qué aspecto tiene? —preguntó Marianne burbujeante y

agitadamente—. ¿Es apuesto? ¿Podemos verlo?

—Silencio, niña. No estamos aquí para hacerle una visita social a un brutal

asesino —la regañó la señora Greyson de mal humor—. Estamos aquí para

rescatar a Su Señoría.

Madame Holbrook tomó las riendas.

—Su Señoría tiene una importante misión que llevar a cabo y nosotras le

saludamos. Sin embargo, vos sois damas distinguidas que no estáis casadas.

Residir en los establecimientos de un hombre soltero sin la supervisión

apropiada, habiendo piratas... ¡Ah, eso es blasfemo! —Se estremeció—. Por lo

tanto, he tomado el asunto como algo de mi propia responsabilidad, como si yo

fuera el largo brazo extendido de vuestro abuelo, para asegurar que vuestra

reputación se mantenga intachable. Asumo esta responsabilidad, ni a la ligera

ni precipitadamente, y estoy dispuesta a dedicarme al asunto por exigente que

resulte. Como está escrito en la Biblia: "La inclinación hacia el mal es una de las

peores cosas, ya que su Creador lo llamó el mal". Su Señoría debería utilizar el

sentido común, ¡y encarcelar a esos rufianes en la fortaleza!

—Todo el mundo espera la ejecución en la horca y Su Señoría la posterga

—se quejó la señora Greyson con evidente irritación—. ¿Qué es lo que se trae

entre manos?

—¡Debéis deshaceros de ellos de inmediato! —resopló madame Holbrook

terminantemente.

Alanis les examinó los rostros encendidos. No sólo eran irrespetuosas

entrometidas, también eran sanguinarias. Combatiendo la urgente necesidad

que sentía de ponerlas de patitas en la calle, se dio cuenta de que ni reuniendo

todos los buenos modales posibles lograría sobrellevar aquella inquisición sin

perder del todo la cordura. A veces uno debía hacerse valer para poder poner a

los otros en su lugar.

—Me temo que estáis terriblemente mal informadas. Ese rufián que

mencionáis fue muerto ayer por la espada de Su Señoría. Entonces, si no se os

ofrece nada más...

—¡Pero a eso vamos! —exclamó la señora Greyson—. Todos lo hemos

visto. Un hombre alto, moreno, que entraron herido a la casa. Y a su lado iba

una mujer, una pagana cubierta de sangre con una melena rizada y

desordenada, ¡y llevaba puestos pantalones de hombre!

Alanis le echó una mirada a Jasmine, admirando al peluquero.

—De veras, señoras, debe tratarse de un error. Debéis haberlo imaginado

todo. Tal vez por el calor...

—¡Oh, Dios! ¡Que a una la consideren una mentirosa! —La señora

Greyson se desplomó hacia atrás, abanicándose el rostro—. ¡Rápido, Marianne,

mis sales aromáticas! Siento que me voy a desmayar.

A Alanis no la engañaba:

—Disculpad mi pobre elección de palabras. Quise decir que quizás vos

fuisteis testigos del acarreo de algún otro pobre diablo, pero seguro que no...

—¡Era Eros! —gritó Marianne agitadamente—. Tenía los cabellos negros y

un físico portentoso. Yo...

—¡Silencio, Marianne! Deja que lady Alis nos lo aclare. Al parecer hemos

pasado por alto demasiadas cosas —Un brillo de duda surgió en los ojos de

madame Holbrook—. ¿Dijisteis que sí trajeron a un hombre aquí?

Alanis se detuvo. Habría que seguir mintiendo para convencer a aquella

vieja astuta de que no había engaños.

Jasmine tosió discretamente.

—¿Un uomo?—Parecía pensativa—. Ah, mió fratello!

Alanis la miró sorprendida; luego ocultó una leve sonrisa.

—Por supuesto. ¡El hermano de la condesa! Qué hombre tan encantador.

Desafortunadamente, le agarró una terrible fiebre camino hacia aquí y en este

momento se encuentra indispuesto, pero me complacerá presentároslo cuando

se sienta mejor.

—¡No lo puedo creer! —madame Holbrook se levantó de un salto lista

para dar batalla—. ¡Lady Alis, os estáis yendo por las ramas y yo no lo

permitiré! ¡Exijo firmemente una respuesta que nos satisfaga!

De manera desafiante, Alanis se puso de pie y miró a la dama a los ojos.

Las otras dos se despegaron del sofá para sostenerle un frente de apoyo a la

señora. Para reforzar la defensa, Jasmine se unió a Alanis.

—Lo siento, señora —dijo Alanis—, pero no puedo dársela. Si seguís

insistiendo, me veré obligada a despedirlas.

—¡No seáis impertinente conmigo, jovencita! Como vuestra nueva dama

de compañía, exijo...

—Yo no soy ninguna jovencita, señora. Ya tengo veinticuatro años, que es

edad suficiente para andar necesitando de una tutora. En cuanto a mis modales,

no son más carentes que los vuestros.

—Yo no seré despedida...

—Vos no sois mi dama de compañía, madame Holbrook. Silverlake es mi

tutor, nombrado por mi abuelo, y la excelente compañía de la condesa también

me mantendrá a salvo. Bien, ya he contestado vuestras preguntas y debo

rogaros que os marchéis. Tengo que organizar un baile de gala.

Las puertas se abrieron y un inesperado Chambers entró con la bandeja

con el té. La señora se veía consternada.

—¡No dispensaré tal impertinencia! ¡Exijo registrar las instalaciones por

mi cuenta! —Avanzó peligrosamente hacia la puerta. Chambers fue rápido al

rescate y velozmente se interpuso entre la señora y la salida, abrazando la

bandeja de plata contra la pechera confeccionada a medida.

—Esta es la residencia privada del vizconde Silverlake —dijo Alanis

severamente—, y vos ya le habéis faltado el respeto de todas las maneras

posibles. Ya no sois bienvenida —Le sonrió con frialdad—. Buenos días.

Vencida aunque no del todo derrotada, madame Holbrook condujo a la

tropa de salida con un casual:

—¡Vaya, yo jamás...! —al tiempo que ignoraba a Alanis, quien la seguía

para confirmar la partida segura del consejo. Cuando llegaron al coche, la

señora dio el golpe final—: ¡Esta no es la última palabra, lady Alis! ¡Vuestra

indignante boca no quedará impune! ¡Qué insolencia! ¡Y viniendo nada menos

que de la nieta del duque de Dellamore! ¡Estoy tremendamente disgustada,

tremendamente disgustada!

Chambers cerró las puertas y otro "¡Qué insolencia!" quedó resonando

mientras Alanis y Jasmine regresaban a la sala absolutamente exhaustas, para

recuperarse tomando té con bollos.

—Todavía estás a tiempo de cambiar de idea —dijo Alanis—. Madame

Holbrook es sólo un ejemplo de lo que te espera.

—Verdaderamente fue un ejemplo repugnante. Yo estaba aterrorizada. Si

subían y encontraban a Eros...

Alanis hizo una mueca.

—Yo no creo que Eros sea partidario de hacerle daño a las mujeres, pero

no me habría sorprendido si les hubiera cortado esas lenguas sueltas. Yo misma

tuve unas ganas terribles de hacerlo por mi cuenta.

Jasmine suspiró.

—Ya lo has dicho tú... El consejo de brujas. Gracias a Dios que montaron

en sus escobas y se fueron volando —Se miraron y rompieron a reír.

El coche de Silverlake se trasladaba dando tumbos por Windward Road

hacia la mansión del gobernador. La ruta estaba bordeada de palmeras y

cocoteros. Una orquesta estaba tocando un cotillón8. Alanis se sentía inquieta.

Esa noche se marcharía con Eros. Había escogido tener una aventura fantástica

en lugar de un hombre que no la amaba y una vida entre serpientes venenosas

como madame Holbrook. No se iría por mucho tiempo, y en cuanto a su

abuelo... Ella le haría entender. La vida era demasiado corta para perder el

tiempo lamentándose.

Lucas miró fijamente a Jasmine. Ella se sentó frente a él, con un vestido de

muselina con orquídeas adornándole los cabellos, cual tímida debutante. Alanis

había insistido en que asistiera al baile. Una vez que ella se marchara, Lucas no

dudaría en pedirle que se casara con él. Les deseaba buena suerte, ya que ella

estaba a punto de embarcarse en una aventura diferente: iba a conocer el

mundo... y lo haría con Eros.

Alanis también se vistió con suma dedicación, decidiendo que la muselina

ya no era un género acorde a una mujer aventurera. Llevaba puesto un elegante

vestido de seda color amatista —que ninguna cortesana francesa rechazaría— y

el mismo juego de joyas de amatista que había usado en aquel desafortunado

baile de Versalles en el que Eros se había fijado en ella por primera vez. Con el

estado de ánimo tan atolondrado en el que se encontraba, necesitaba la energía

de esa piedra que los romanos creían ahuyentaba las malas influencias de Baco,

el dios del desenfreno. Aunque algo había quedado pendiente: entre la visita a

la ciudad, la visita de las brujas, la mudanza a otros aposentos requerida por

Lucas y vestirse para el baile, se había olvidado de informarle a Eros de su

decisión.

Rogaba que él esperara hasta medianoche. Ella se escabulliría del baile a

las once en punto y tomaría el carruaje de regreso a casa. Con la multitud que se

esperaba, nadie notaría su ausencia.

El salón de baile era un hervidero de invitados. Había cena, baile, y vasta

conversación, pero nada superaba la emoción que a ella le corría por las venas

mientras esperaba las once campanadas del reloj.

Cuando al fin llegaron las once en punto, Alanis jadeaba de nervios. Se

escabulló sigilosamente, asegurándose de que nadie lo notara y pidió su capa.

Una vez en el patio ubicó el escudo Silverlake con el conductor al lado y lo

urgió a que la llevara de regreso. No había tiempo que perder.

Estaba bien oculta en la oscuridad del carruaje cuando la puerta se abrió y

subió una silueta envuelta en una capa.

—Regresa al baile. Lo que estás a punto de hacer es un error. Por favor,

créeme.

Alanis miró con la boca abierta el rostro oculto de Jasmine.

—¿Tú lo sabías?

—No vayas con mi hermano —le imploró Jasmine—. Por mucho que lo

quieras y le tengas la mayor de las estimas, él no es lo que crees.

La sutil advertencia de Jasmine le provocó un desagradable escalofrío que

le corrió por la espalda.

—¿Y qué es?

—Peligroso.

A Alanis se le helaron las manos.

—¿Peligroso? ¿En qué sentido?

—Para empezar, sus conquistas amorosas siempre comienzan con lujuria

y terminan con lágrimas. No las de él.

—¿Conquistas amorosas? —Una risa nerviosa burbujeó en la garganta de

Alanis—. Estás equivocada. No se trata de nada de eso. Eros me prometió

mostrarme algunos sitios interesantes del mundo. Tenemos un entendimiento

absolutamente decente. Sin compromisos.

—Me pregunto qué opinarás al respecto dentro de más o menos un mes.

Mi hermano es un demonio apuesto y perspicaz, y te hará dar vueltas la cabeza

como un carrusel. Si es que ahora no estás enamorada de él, lo estarás.

—No estés tan segura —respondió Alanis cortante—. Eros no es el motivo

por el que me marcho. He decidido cancelar mi compromiso y perseguir mis

propios sueños de una vez. Tú ni siquiera puedes entenderlo ya que siempre

has tenido la libertad de hacer lo que te plazca. Pero deberías estar agradecida

porque esto nos beneficia a ambas. Yo quiero mi libertad y tú quieres a Lucas.

—Por favor, deja que sea yo la que vaya en tu lugar. Tú has salvado la

vida de mi hermano y te estoy en deuda, pero más que eso, he llegado a

considerarte una amiga. La grieta que existe entre tú y Hunter es culpa mía.

Cuando me vaya, tendréis la posibilidad de enmendarlo y disfrutar de una

buena vida juntos.

—Ya es demasiado tarde para eso. Ya he tomado mi decisión y tengo

intención de llevarla a cabo.

Jasmine vaciló.

—En ese caso, te deseo bon voyage. Eros te mantendrá a salvo. Él es bueno

en eso —Besó a Alanis en la mejilla y se bajó—. ¿Qué debo decirle a Hunter?

—¡Dile la verdad! —respondió Alanis al tiempo que se despedía con la

mano mientras el carruaje se alejaba traqueteando.

** ** **

Alanis se levantó las faldas y subió las escaleras de prisa, rogándole a Dios

no haber llegado demasiado tarde. La puerta que daba a la habitación de Eros

estaba entreabierta. Una luz tenue se filtraba por la rendija. Ella tomó aire para

fortalecerse y entró. Las persianas le dieron la bienvenida chirriando

débilmente con la brisa, las cortinas de muselina susurraron suavemente, pero

no había nadie a la vista. Eros se había marchado.

Ella se hundió en la cama. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla.

Había llegado demasiado tarde. Su última oportunidad de vivir el sueño de sol

brillante y libertad se había esfumado junto a Eros, tan repentinamente como se

había vuelto posible la noche anterior. Él debía de haberse escabullido por la

ventana y gateado por el tejado. Ella no era capaz de hacerlo ni siquiera gozando

de perfecta salud y Eros tenía una herida de veinte puntos en el costado. Ni

siquiera la había dejado despedirse.

Se secó la lágrima e inspeccionó el cuarto. La noche anterior se había

sentido tan feliz allí, tan esperanzada... Debía de haberlo soñado todo, pues el

destino no podía ser tan cruel con ella. Posó la vista en la mesita de noche.

Iluminada por la luz de una vela, la naranja de Eros descansaba exactamente en

el mismo lugar donde ella la había dejado.

—¡Malditos seáis tú y tus naranjas! —cogió la fruta con impulso y la

intención de arrojarla por la ventana. Una nota captó su atención. Estaba metida

debajo de la naranja. La desdobló de prisa y leyó: «Ciudad vieja. Hasta la

medianoche»—.¡Malditos seáis tú y tus naranjas! —Se rió y salió corriendo. Se

topó con Betsy—. ¡Betsy! Gracias a Dios —Alanis la cogió del codo y se la

llevó—. Necesito tu ayuda. ¿Cuál de tus muchachos anda cerca? ¿Jamey

Perkins? ¿Robby Pool?

—Supongo que Jamey está en la cocina, tomándose un trago. ¿Lo llamo?

—Dile que se encuentre conmigo adelante con el carruaje. ¡No hay tiempo

que perder!

—¡Milady! —Betsy quedó boquiabierta, pero Alanis la ahuyentó para que

fuera a la cocina.

—El cochero volvió a buscar a Su Señoría —explicó Jamey con aire de

disculpa al llegar con Betsy a la entrada con un caballo ensillado.

—No importa —exclamó Alanis. Cada minuto contaba. No podía

permitirse llegar ni un minuto más tarde—. Rápido, llévame a la ciudad vieja.

No hay tiempo que perder.

—¿A las ruinas? ¿A estas horas? —Los dos sirvientes intercambiaron

miradas alarmadas—. Pero milady, ¿y los fantasmas? ¿Los bucaneros muertos?

—Le recordó Jamey impacientemente.

—No hagas preguntas. Te lo ruego, date prisa —imploró Alanis—.

Ayúdame.

—Port Royal queda del otro lado de la bahía. Necesitaremos un bote —

Jamey la levantó para que alcanzara la montura y él montó detrás de ella, como

lo hacía cuando era niña y le enseñaba a montar a caballo.

—Ya encontraremos un bote, ¡de prisa! Llévame al muelle —El tiempo era

el enemigo. No le quedaba más que media hora hasta medianoche—. Betsy—Le

sonrió a la criada ansiosa—. Por favor, no te preocupes. Te veré en Inglaterra

dentro de algunos meses. Su Señoría te enviará a casa.

—¿Algunos meses? ¿Os marcháis con él? ¿Con el pirata? ¿Qué debo decirle

a Su Excelencia?

—Dile a Su Excelencia lo primero que se te ocurra. Yo regresaré pronto.

—¡Oh, milady! —Se lamentó Betsy—. Su Excelencia querrá mi cabeza por

dejaros partir, y Su Señoría... y vuestra ropa, milady, ¡vuestras joyas!

—Su Señoría enviará todo a casa contigo —La voz de Alanis se suavizó—.

Por favor, no llores. Estaré bien. Envíale mis saludos a Su Excelencia —Se

despidió haciendo un gesto con la mano al tiempo que Jamey picó espuelas.

El muelle estaba tranquilo. Jamey la ayudó a subir al bote del pescador y

cogió los remos. Una cálida brisa le abanicó el rostro, mientras se abrían paso

entre las aguas oscuras, pasando por Refuge Cay y Gallows Point, donde ella

vio el cadalso erguido a la orilla del agua, como una advertencia para todos los

piratas. Con las manos aferradas sobre la falda, ella rogó que el tiempo fuera

generoso con su búsqueda. Se estaba despidiendo del único mundo que había

conocido. Estaba cambiando su destino y enfrentándose al mundo. Estaba

depositando su confianza en un hombre al que había conocido hacía menos de

una semana, un pirata, un desconocido.

Llegaron a Port Royal, el infame pueblo de bucaneros antes de que lo

maldijera un terremoto. Sintió un hormigueo en la espalda. Jamey saltó a tierra

y la ayudó a bajar del bote.

—¿Deseáis que os acompañe, milady? —le preguntó con temor.

—No. Gracias, Jamey. Ya puedes regresar —Ella le sonrió de modo

tranquilizador. El pobre hombre tenía los pelos literalmente de punta.

Él frunció el entrecejo, evaluando la devoción y el miedo. La balanza se

inclinó hacia el miedo. Ocupando su puesto en el bote, dijo:

—Id con Dios, milady, y que Él os proteja.

Las viejas ruinas emergieron en la arena como una desalentadora lápida.

Estaba loca; sacudió la cabeza y comenzó a caminar por la playa iluminada por

la luna, maldiciendo la arena húmeda por arruinarle su mejor par de zapatos de

tacón de satén, ¡Sueño de sol brillante y libertad de verdad! ¡Era una idiota

imprudente! Escudriñó el horizonte envuelto en el manto de la noche. Un barco

flotando en el agua, bajo la luz de la luna, aguardaba a su capitán. ¿Dónde

diablos estaba Eros?

—¿Esperas a alguien? —se oyó decir a una voz profunda.

Alanis se dio la vuelta rápido. Eros estaba descuidadamente sentado en lo

alto de una enorme piedra. Una sonrisa de satisfacción le curvaba los labios al

tiempo que la recorría con la mirada. Ella llevaba puesta una capa que llegaba

hasta el suelo, prendida al cuello con una cinta de satén, que dejaba a la vista el

reluciente vestido de fiesta color púrpura y las piedras violetas que le

adornaban la clavícula. Tenía unos mechones de cabellos dorados adheridas a

las mejillas. El pulso le latía fuerte y visiblemente en la base de la garganta,

revelando su estado de nerviosismo. Estaba sin aliento y tiritando como la brisa.

—Pensé que te habías marchado —dijo jadeando, haciendo que su pecho

sobresaliera por encima del generoso escote.

—Todavía estoy aquí —Eros bajó de la piedra de un salto. Cayó

sigilosamente sobre la arena y se acercó a ella. Los ojos le brillaban con la luz de

la luna—. Entonces encontraste mi nota. Demasiado inteligente por tu propio

bien —Se paró justo enfrente, alto y moreno, con los cabellos renegridos batidos

por la leve brisa. Extendió las manos en la pequeña cintura y la atrajo hacia sí—.

¿Lo pasaste bien en el baile?

Con el corazón latiéndole como loco, Alanis lo miró a los ojos:

—¿Cuánto falta para medianoche?

Él le pasó un dedo por la graciosa curva del cuello.

—No mucho.

Ella frunció el ceño ante el tono de voz casual. Tal vez se trataba de un

error. Navegar por el mundo aún parecía ser una propuesta tentadora; sin

embargo, Eros era un desconocido, un peligroso e incomprensible desconocido.

La gran palma de su mano se deslizó por la espalda hasta llegar al cuello.

—Ahora no cambies de parecer, bellissima. Te vienes conmigo —Le silenció

potenciales protestas con la boca. El sabor, el calor de él la arrollaban. Ella lo

envolvió con los brazos y se sumergió en el beso. Las olas oscuras rompían en la

costa, salpicándole la piel. Era mágico. Como si las sirenas sedujeran a los

marineros para que se estrellaran contra las rocas. Mágico.

Unas voces entre risas disimuladas interrumpieron el beso.

—Capitano, ¿llegamos en mal momento?

Alanis se soltó. Había cinco hombres acercándose a la costa; un bote

chapoteó a orillas del agua.

—Creo que su doctora se niega a soltarlo —Los ojos divertidos de Nico la

recorrieron de manera atrevida.

Ella se acurrucó contra Eros, que le lanzó a Nico una mirada furiosa que lo

debilitó.

—Star zitto, Niccoló! Y todos los demás ¡también a callar! —Le cogió la

mano helada y la condujo hacia el bote.

—¡Espera! —Alanis hundió los tacones en la arena. Miró fijamente a los

hombres: la compañía con la que contaría de allí en adelante. Un escalofrío le

subió por la espalda. Sí era un error. Era imposible que se fuera con ellos. Se

encontró con la mirada inquisitiva de Eros—. Llévame de regreso, Eros. Por

favor. He cambiado de opinión.

Él la miró de hito en hito.

—Demasiado tarde. No puedo permitirme perder la marea.

Él le congeló la sangre con una mirada gélida. Fue como si se hubiera

vuelto loco y ella estuviera frente a otra cara de él: una fría, insensible. Ya no era

el cachorro juguetón y herido que ella había cuidado durante las dos noches

anteriores.

—Me iré sola —Ella intentó soltarse la mano, pero él la asió con más

fuerza.

Iba caminando adelante, arrastrándola contra su voluntad por la arena en

declive. Ella luchó y protestó en vano. La levantó en brazos y caminó con las

botas en el agua la corta distancia hasta llegar al bote. Los hombres estallaron

en risas.

—¡Callaos, idiotas! —Eros los cortó con una punzante mirada de

advertencia—. ¡Ahora, a remar!

Capítulo 8

Ella estaba de nuevo en el camarote negro y púrpura. Eros cerró la puerta,

guardó la llave en el bolsillo y contempló el gesto hostil de su rostro. Tenía la

piel brillante del agua del mar. Los cabellos dorados le caían hasta la cintura,

desordenados y húmedos. El vestido color púrpura brillaba bajo la suave luz

del farol.

—Te ves hermosa usando mis colores, principessa. Te sientan bien.

—Tus colores —dijo Alanis con desdén—. Te enorgulleces de estos colores

como si fueras un noble caballero luchando contra los sarracenos en Tierra

Santa, cuando en realidad eres un hombre malvado y ruin.

Un músculo palpitó en la mandíbula de él. Los ojos dejaban traslucir la

mirada de un depredador herido. Desvió la vista y se dirigió hacia el mueble de

las bebidas. Descorchó una garrafa de coñac y sirvió una medida en una copa

pequeña. Echó la cabeza atrás y bebió todo el contenido de un solo trago.

La voz de ella era eco de la escarcha de sus ojos.

—Llévame de regreso a Kingston. O la flota entera se abalanzará sobre ti y

te perseguirá hasta el fin del mundo. ¡Ni por un instante imagines que el

vizconde Silverlake abandonará a su prometida en manos de un pirata

despreciable!

Eros inclinó la garrafa en la copa.

—¿Estamos hablando de la misma prometida que huyó en medio de la

noche porque prefería viajar por el mundo con dicho pirata?

—Sabes perfectamente que cambié de opinión en el último momento. ¡Me

has secuestrado! ¡Te pueden colgar por esto!

Él le lanzó una mirada severa.

—¿Por qué no te vuelves nadando hasta Silverlake y se lo dices tú misma?

Estoy seguro de que le hará gracia, como a mí. Una advertencia: el Caribe está

plagado de tiburones. Será mejor que nades rápido —Caminó despacio hacia el

espejo y dejó la copa sobre el tocador. Con un movimiento rígido se quitó la

camisa y se examinó el torso en el espejo.

La imagen de su cuerpo bronceado y escultural aún tenía el poder de

perturbarla, pero el comportamiento de él de esa noche le hizo reconsiderar qué

tipo de cosas estaban perturbándola. Una extensa mancha de color carmesí

apareció en el vendaje blanco. La herida se le debía de haber abierto antes

cuando ella le había dado un codazo en la costilla. Eros maldijo y vació la copa.

En ese momento ella entendió el repentino apego al coñac. Los hombres ebrios

tendían a ser viles y salvajes, aunque este pirata ya lo era estando sobrio.

¿Cómo haría para arreglárselas con él tan borracho?

—Esta vez no la curaré —le informó ella—. No puedes comportarte como

un caradura y esperar gentileza a cambio.

—¿Y quién te lo ha pedido? —Vertió agua en una vasija y se lavó la cara.

Alisándose la melena oscura con los dedos húmedos, la miró a través del

espejo—: Ponte cómoda. No irás a ninguna parte, Alanis.

Ella se desabrochó la capa y la dejó caer sobre una silla.

—¿Qué es lo que intentas hacer conmigo?

Eros se ató los cabellos y volvió a mirarla.

—Este humilde siervo te está llevando a casa.

Maldito sea.

—¿A casa?

—Casa. Inglaterra. Abuelo. ¿Te suena? —Se concentró en quitarse el

vendaje.

Ella se preguntaba si aquella pesadilla sería su idea de retribuirle las

tonterías que le había dicho a Lucas sobre él. Obviamente, la había escuchado

por casualidad.

—¡Un comentario no merece la destrucción de mi vida! Yo te he salvado

de la horca y de morir desangrado. Lo menos que puedes hacer es dejarme en

libertad.

La irritación de él tomó forma de exasperación.

—No puedo liberarte, Alanis. Ojala pudiera. A pesar de la pobre opinión

que tienes con respecto a mí, esto no tiene nada que ver con vengarme.

—¿Y entonces de qué se trata? —preguntó ella bruscamente, y al instante

supo la respuesta—. Lo estás haciendo para ayudar a tu hermana —¿Cómo

había podido ser tan ciega, tan ingenua?—. Me mentiste. Jamás tuviste

intención alguna de mostrarme los sitios de los que hablamos. Todo era una

farsa.

—Yo no te forcé. Ofrecí una tentación y tú aceptaste. Estabas tan ansiosa

por escapar de Jamaica como yo de sacarte de allí. Tú encontraste la nota y

viniste detrás de mí, ¿recuerdas?

—¡Yo confié en ti! —¿Cómo había podido malinterpretarlo tanto? ¿Cómo

había podido sucumbir ante sus falsos encantos? Él era cruel, y no porque

blandiera espadas y dagas mejor que nadie, sino porque era horriblemente

astuto, furtivo como una víbora y absolutamente privado de conciencia—. ¿Qué

clase de mundo engendra un ser sumamente fracasado, desprovisto de todo

rasgo de humanidad?

Él contuvo la furia sin parpadear.

—Este mundo, Alanis. Este mundo.

—Qué triste para el mundo, y qué triste por ti. Tu mundo no vale la pena

ser explorado. Mejor me voy a casa.

—Sí, claro que lo harás.

La respuesta de él sólo le sirvió para reavivar su mal humor.

—¡Maldito hipócrita!

Eros suspiró.

—Es mí hermana pequeña. Yo hago lo que sea por ella. Lo que sea. Ella ama

a Silverlake y tú estabas en el camino. Nada personal.

—¿Nada personal? Para mí sí es personal, ¡bastardo! Se trata de mi vida, de

mi honor, de mis sueños que hiciste añicos. ¡Así que no te atrevas a decirme que

no es personal! Es absolutamente personal.

Él se dio la vuelta y la atrapó con su mirada azul brillante.

—Como mi beso, que al instante se vuelve nauseabundo. Creo que esta

noche ambos vimos nuestras ilusiones hechas añicos.

La dejó atónita. ¿Realmente se habría ofendido cuando ella rehusó a irse

con él? Ella podía fácilmente explicar lo que la había hecho cambiar de opinión

en la playa, pero en un arrebato de venganza femenina, escogió no hacerlo. Giró

en redondo y comenzó a caminar por el cuarto. Tenía que lidiar con esta nueva

contrariedad. Su abuelo le retorcería el pescuezo, justificadamente. Y Lucas...

ella era su amiga y lo había tratado como a un enemigo, creyendo que Eros era

su salvador. Decidió apelar a su sentido de la decencia una vez más, aunque

sinceramente dudaba de que poseyera alguno.

—Por favor, llévame de regreso —sonaba absolutamente irritada—. Yo no

represento ninguna amenaza para la felicidad de tu hermana. Aunque no lo

creas, al marcharme les deseé buena suerte. Espero que se casen. Lo único que

quiero es disfrutar de un mes bajo el sol de Jamaica. Seguramente tú tienes

cosas más importantes que hacer que acompañarme a casa.

—Si te llevo de regreso, tu prometido no tendrá el coraje de casarse con mi

hermana. Él la ama, pero la considera inferior a él. Como tú a mí. Creer que

huimos lo inducirá a casarse con ella. Se sentirá traicionado, rechazado,

deshonrado. Considerará el hecho de casarse con ella como una venganza justa

—Suavizó el tono de voz—. Ella está enamorada de él, tú no. ¿Por qué habrías

de estropearlo?

El tenía razón, y el hecho de saber que la respuesta de ella a sus besos lo

había hecho llegar a esa conclusión la hacía sentir aún peor. Recordó los

superlativos que los caballeros de Jamaica había utilizado para describir a los

Víboras de Milán: feroces guerreros extremadamente astutos que provocaban

un escalofrío en el corazón de sus semejantes.

—Cuánto te habrás deleitado al verme desempeñar mi papel de ingenua a

la perfección en tu astuto juego.

—No fue un juego.

—¿Entonces por qué tu hermana me advirtió que tú no eras lo que

aparentabas? Me imploró que me quedara en Kingston.

El músculo de la mandíbula se movió como triturando algo.

—Gelsomina me conoce bien. Debiste escuchar su consejo.

—De modo que no sólo eres un ladrón y un pirata; también eres pedante,

otro calificativo que sigue en la lista de tus destacadas cualidades —Ella

continuó deambulando por el camarote. Se detuvo en la puerta.

—Sabes que la puerta está cerrada con llave —le recordó Eros mientras se

examinaba el nuevo vendaje que se había puesto en la herida. No había

detenido la hemorragia, por lo que se lo quitó entero y puso el filo de la daga en

la llama de la vela—. Y si no fuera así, ¿qué magníficas vías de escape tenías en

mente? ¿Nadar con los tiburones o hacer uso de tus encantos con mis hombres?

Créeme, Alanis: correr por cubierta con ese vestido te llevará a provocar lo

contrario de lo que esperas.

—Debe de haber un tipo decente a bordo de tu balsa, Caronte.

—Yo no contaría con eso. Mis hombres no han tenido a una mujer en

meses. Estarían encantados de mantenerte a bordo durante una larga

temporada.

Maldiciéndose por ser tan tonta, bajó la vista al cinturón de cuero, que

descansaba sobre el sillón como por descuido. Tenía el soporte para las pistolas.

De manera audaz, ella tiró de una de las armas y apuntó a la fibrosa espalda

parada frente al espejo.

—Da la vuelta la embarcación. ¡Ahora!

Eros dejó caer la daga y se giró para hacerle frente. Ante los ojos de ella, se

transformó de un hombre cansado, herido y algo ebrio; en un merodeador

nocturno. Su expresión reflejaba fría templanza. Comenzó a acercarse a ella,

evaluando a la presa en silencio con ojos brillantes.

—Baja el arma, Alanis. No sabes cómo usarla y puedes hacerte daño a ti

misma en tu intento por dispararme.

—No quiero dispararte, pero tú mismo provocaste esta situación —

balbuceó ella mientras retrocedía—. No puedes moldear mi vida a tu antojo. Lo

que yo haga o adonde vaya será decisión solamente mía —Miró el arma

plateada que tenía entre las manos y movió un dedo tembloroso para montar el

martillo. No era una experta en disparar, pero sabía cómo utilizaban los

hombres aquella maldita cosa. Si iba o no a tener el coraje de apretar el gatillo

ya era otro asunto.

Él avanzó lentamente hacia ella.

—No me detestas tanto como para dispararme, así que sugiero que bajes

el arma antes de que te hagas daño o me obligues a hacer algo que sinceramente

no quiero hacer.

—Estás absolutamente en lo cierto. No te detesto. Te aborrezco —siseó ella,

pero lo que realmente aborrecía era su miserable reacción ante el contacto con

él. Incluso en aquel instante seguía sintiendo el estremecimiento que siempre

lograba provocarle su cercanía—. ¿Por qué tienes que ser tan bajo y mentiroso?

Me utilizaste. Manipulaste mis sentimientos. ¿Realmente eres despiadado?

¿Sólo finges ser humano? —Las lágrimas le inundaban los ojos.

Eros se detuvo. Su mirada punzante alternaba entre el rostro bañado en

lágrimas y la pistola, tratando de improvisar un modo de arrebatársela sin

causar daño a ninguno de los dos. Debió haber imaginado que hasta las mujeres

pacíficas eran capaces de tomar decisiones atolondradas cuando se sentían

acorraladas.

—Si bajas el arma, reconsideraré la idea de llevarte de regreso a Kingston.

—¡Estás mintiendo! —Los nudillos se le pusieron pálidos alrededor de la

culata de plata—. No tienes ninguna intención de llevarme de regreso allá.

—Y tú no tienes ninguna intención de matarme —recalcó él con cuidado—.

Ambos lo sabemos.

—¡Tú no sabes nada! —Dolida y decepcionada, recordó el increíble beso

compartido en la playa hacía una hora. Decir que era una tonta era

subestimarse; su idiotez era de un grado despreciable. Levantó la mano que le

quedaba libre para secarse las lágrimas. Eros se adelantó con rapidez. El pánico

se apoderó de ella. Incapaz de dispararle, se dio la vuelta y siguiendo un

impulso disparó el cerrojo de la puerta del camarote. Provocó una terrible

explosión; unos brazos como de acero la envolvieron por detrás. Sobre cubierta

se oyeron unos gritos sobresaltados. Ella miró fijamente y con temor la puerta

humeante. Junto a la cerradura apareció un hueco del tamaño de un puño.

Aquella noche, ella no había tenido ni una condenada gota de suerte.

—¡Obstinada tigresa salvaje! ¿En qué diablos estabas pensando? —Le

gruñó Eros al oído. Le sujetó la muñeca con fuerza y le arrebató la pistola de la

mano. La metió en la parte de atrás del pantalón con el cañón para abajo y la

hizo volverse para que lo mirara de frente. Estaba furioso; sujetándola de los

hombros la sacudió con tanta fuerza que la hizo echar la cabeza atrás mientras

ella lo miraba a los ardientes ojos azules fijamente—. Pudiste haberte hecho

daño, Alanis, ¿eres consciente de eso? ¿Y si la bala impactaba en un metal en

lugar de madera y rebotaba? ¡Pudiste haberte matado, tonta temperamental!

La sostuvo fuerte del mentón y le examinó rápidamente la pálida piel

hasta los pies, asegurándose de que todo estuviera en orden. Alanis lo miró

boquiabierta, sorprendida de ver auténtica preocupación reflejada en sus ojos.

¿Cómo era posible que una persona fuera despreciable y considerada al mismo

tiempo?

—Al diavolo! Estoy decidido a amarrarte al poste de la cama y mantenerte

allí hasta el final del viaje.

Unas pesadas botas venían corriendo a todo prisa por la escalera de

cámara. Alguien golpeó la puerta.

—Capitano, ¿qué ha pasado? —Giovanni vociferó afuera. Sus compañeros

también expresaron preocupación.

—¡Nada! —respondió Eros bruscamente por encima del hombre de ella. La

soltó y ella se volvió a mirar la puerta cerrada. Un ojo apareció por el hueco, y

afuera alguien rompió a reír. Ella notó que el ojo que espiaba iba cambiando. La

curiosa pandilla del Alastor se turnaba para espiar adentro del camarote. Eros se

dirigió hacia la puerta, se arrancó bruscamente la cinta que le sujetaba los

cabellos y la metió en el hueco, bloqueando la vista—. Va bene, monos, se acabó

el chiste. Buonanotte.

—Buenas noches para vos también, capitano. ¡Si nos necesitáis, disparad!

—Las risas disimuladas y las palmadas en el hombro disminuyeron, mientras

los tacones de las botas se retiraban por el corredor, retornando a ocuparse de

sus propios asuntos.

Alanis no era tan afortunada. Al encontrarse con los ojos furiosos de Eros

y su aspecto ceñudo se le aceleró el pulso. Esa noche había aprendido cómo se

sentía ser la presa de una pantera. Con una determinación espeluznante él se

aproximó precipitadamente. Ella pegó un grito y corrió a un lado, refugiándose

detrás del poste de la cama. Cautelosamente, lo observó a través de la cama de

seda color púrpura mientras él lentamente acortaba la distancia que los

separaba.

Eros se detuvo ante el poste de la cama más cercano al que ella estaba

aferrada y apoyó la mano en el poste esculpido.

—Me gustaría saber qué es lo que está pasando por esa tortuosa mente

femenina que tienes. ¿Por qué diablos le disparaste a la puerta? ¿Creías que al

atravesarla vencerías el obstáculo para regresar a Jamaica? ¿O quizás no estabas

dispuesta a soportar ni un minuto más mi despreciable y humilde compañía?

Bastaba una sola palabra para que te instalara en un camarote privado. De

hecho, en cuanto entregues tus piedras púrpuras allí es precisamente donde te

encontrarás.

Alanis lo miró asombrada.

—No puedes quedarte con mis joyas, ¡bruto codicioso! Merecías que te

hiciera explotar la puerta. Ojala te hubiera disparado a ti.

Él miró al techo, pidiendo paciencia en silencio. Chasqueó los dedos:

—Vamos. Entrega las malditas joyas y vete a un camarote aparte.

Ella entrecerró los ojos.

—¡Jamás!

—No puedes conservarlas a menos que no te importe pasar las próximas

tres semanas encerrada. Y lo mismo va para tu lindo vestido color ciruela. No te

tendré desfilando por cubierta como un abundante menú, llamando demasiado

la atención: tener a mis hombres confundidos ya es extenuante, y encima tú me

desairas en cuanto tienes oportunidad. Todavía tengo algo de ropa vieja de mi

hermana a bordo. Creo que te irá bien —Y ante la expresión atónita de ella, le

examinó la silueta deliberadamente, demorándose en el pecho que subía y

bajaba. Una sonrisa voraz se le extendió en los labios—. Aunque quizás la

encuentres ceñida en algunas partes.

Las mejillas se le tornaron de color rojo cereza.

—Ningún caballero se atrevería a hablar de ese modo.

Sonriendo de oreja a oreja, Eros cruzó los brazos sobre el pecho y se apoyó

en el poste.

—Jamás he pretendido ser un caballero. Demasiados impuestos que pagar.

Yo, tesoro, soy libre de hacer lo que me plazca, inclusive desvestir damas poco

dispuestas —dijo arrastrando las palabras, relamiéndose mentalmente.

Ella le lanzó una mirada de desprecio.

—Puedes enrollarte esa lengua y meterla de nuevo en la boca. Puede que

tú no seas un caballero, pero yo sí soy una dama.

Su sonrisa burlona se convirtió en otra de oreja a oreja.

—Más interesante aún.

Ella evaluó la situación, contemplando la posibilidad de esquivarlo. Tenía

la espalda contra la pared, hacia la izquierda había más muebles y atrás las

portas abiertas; la cama estaba hacia la derecha, y justo enfrente de ella el

mismísimo diablo. Se adelantó un paso hacia ella, torciendo los labios en una

sonrisa abyecta.

—¿Buscando el modo de fugarte? En mi camarote casi no hay sitios donde

ocultarse. Entonces... por qué no entregas tu pila de joyas y damos esto por

concluido, ¿eh?

—¡Vete al diablo! —masculló ella ante su expresión divertida.

—El diablo y yo nos llevamos muy bien. De hecho, somos muy amigos. A

veces, es difícil diferenciarnos —Se acercó más, dejándola acorralada entre sus

brazos y la pared. Ella se estremeció. No de miedo. Estaba demasiado

perturbada para sentir miedo. A pesar suyo, lo que ella sentía era un tremendo

deseo de acariciarlo. Bajo la tenue luz, su piel era oscura como el chocolate

esparciéndose sobre los músculos firmes.

Eros la observó. Debió de haber percibido el aire cargado entre ambos,

pues su sonrisa burlona desapareció y en su lugar, un ardiente deseo le

oscureció los ojos. Le hundió los dedos entre los cabellos, deleitándose con la

sedosa abundancia.

—¿Qué voy a hacer contigo? —preguntó con voz ronca, atrayéndole más

la cabeza—. Eres terriblemente hermosa y yo estoy muy ebrio. Mi santidad está

pendiendo de un hilo.

A ella el calor le recorrió todo el cuerpo desenfrenado. La voz sonó como

un susurro débil y quebradizo:

—Sé que eres muchas cosas, Eros, pero no creo que seas un violador.

Extendió la gran mano por el cuello y lentamente le recorrió el hombro

desnudo, acariciándole la piel.

—Pero ese es el problema, amore. No creo que vaya a ser violación.

Ella tragó saliva, maldiciendo esa conocida sensación que le subía por el

cuerpo en forma de espiral. En ese instante supo cómo se había sentido Eva en

el Jardín del Edén, cuando seducida por la serpiente cogió la manzana

prohibida. Arqueó el cuello y volvió la cabeza a un lado para evitar la tentación.

—Sí lo sería.

—¿De veras? —susurró la Víbora al tiempo que probaba su cuello,

tragando el perfume que ella tenía adherido a la piel. Gimiendo suavemente,

con la lengua y los labios trazó una huella de fuego en el hueco vulnerable entre

el cuello y el hombro. Alanis se quedó inmóvil, luchando contra el hechizo

embriagador que la hacía entornar los ojos lánguidamente. Estaba combatiendo

a dos enemigos poderosos, no a uno: Eros, y la loca atracción que sentía hacia

él. Sucumbir sería la opción más pobre que jamás hubiera escogido. ¿Cuáles

habían sido las palabras exactas de Jasmine? Sus conquistas amorosas siempre

comienzan con lujuria y terminan con lágrimas. Tenía que resistir. Si le interesaba

conservar algo de su devastada autoestima, tenía que resistir.

Le acarició los suaves labios rosados con un dedo:

—¿Por qué cambiaste de idea esta noche en la playa?

Ella le sostuvo la mirada, con su respiración rozándole levemente el

pulgar.

—¿Qué importancia tiene ahora? De todos modos, jamás tuviste la

intención de llevarme a los sitios de los que habíamos hablado.

—¿Pensaste que te dejaría con otro hombre? Aunque mi hermana no

hubiese conocido a ese imbécil, yo hubiera hecho exactamente lo mismo.

Silverlake no era el hombre para ti, Alanis, y en lo más profundo de tu corazón

lo sabes —Le acarició los labios con los suyos, dejando que sus cálidos alientos

se mezclaran. El intenso olor a coñac a ella le embriagó la cabeza. Dios, cuántos

deseos sentía de que la besara, ¿pero se detendría allí?—. Dime que no sientes

lo mismo que yo, amore, y te dejaré tener tu propio camarote esta noche.

Alanis cerró los ojos sintiendo por anticipado cómo el beso le empañaba

los sentidos. Ella sí que quería tener su propio camarote, insistía una voz interior,

pero sus labios parecían incapaces de pronunciar las palabras.

Eros se inclinó sobre el cuerpo de ella:

—Él te importa un comino —le susurró sensualmente en la curva de la

mandíbula—, es a mí a quien quieres, a pesar de mi espíritu malvado y mi

lastimoso origen humilde, y lo peor es que yo también te quiero a ti —Le rozó la

mandíbula suavemente con los dientes blancos—: Mucho.

Alanis casi se derritió en el suelo. Con el corazón latiéndole con fuerza, se

apoyó contra la pared, embriagada por la intensa fragancia almizcleña que

llenaba la penumbra, que emanaba de ese vigoroso hombre que le bloqueaba

los sentidos. Le apoyó las manos en el pecho empujándolo levemente,

deslizándolas con suavidad por su piel sinuosa y aterciopelada.

—Quiero mi propio camarote —le susurró, sorprendida por el instinto de

preservación que aún poseía.

—No, no lo quieres —Le aferró la nuca y le selló los labios. Le llenó la boca

con la lengua, aunque la sensación era de invasión absoluta. Ella emitió un

gemido a modo de respuesta y antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo,

se entrelazó alrededor de él sin querer soltarlo. Él la condujo meciéndola hasta

la cama y cayó encima. Los besos se volvieron más y más suaves, dulces,

haciéndola sentir que era el tesoro que él había estado buscando durante todo

su miserable vida y, ahora que lo tenía, no estaba dispuesto a renunciar a él.

Ella se retorció debajo de él, horrorizada por cómo se sentía, de cómo él la hacía

sentir.

—Eros... —dijo acariciándole la mejilla. La incipiente barba se sentía tan

suave y sedosa como la cabellera.

Él se apoyó en los antebrazos. La melena renegrida se esparció sobre el

rostro de ella; los ojos le brillaban como piedras preciosas.

—¿Cómo hemos llegado a esto, Alanis? ¿Es que estábamos condenados a

convertirnos en amantes?

Nuevos indicios de pánico latieron en su cabeza. Ella sentía deseos de

besarlo y acariciarlo, ¿pero estaba dispuesta a arrojar su vida por la borda por

un instante de locura?

—Creo que... esto ha llegado demasiado lejos.

—No pienses —Le mordisqueó los labios, seduciéndole los sentidos,

atizándole el deseo habilidosamente.

Un sollozo de deseo le brotó de la garganta. El abismo de su alma clamaba

por él, ansiosa por absorberlo hacia las solitarias cavidades de su corazón. Le

acarició la dócil melena negra y recibió las hambrientas estocadas de su lengua

con suaves ronroneos femeninos.

Eros se hizo a un lado colocándola encima suyo. Le desabrochó el vestido.

De manera experta, le desenlazó la ropa interior y luego se la quitó presionando

fuerte de los costados.

Los latidos del corazón le retumbaban en los oídos. Ella apenas pudo

respirar o pensar cuando Eros le quitó el resto de las prendas una por una,

arrojándolas sobre la alfombra. Cuando ya no llevaba nada puesto —salvo la

enagua y unas bragas cortas a la moda—, él volvió a rodar hasta quedar encima.

Se extendió sobre los muslos tersos y contorneados y acomodó las caderas

contra la suavidad de ella. La parte delantera de los pantalones, dura como una

roca le aplastaba los volantes de las bragas, excitándola de manera

indescriptible.

—Santo Michele... —dijo él repitiendo los mismos pensamientos confusos

de ella, al tiempo que apretaba la boca ardiente contra los cremosos pechos

abultados. Con los dientes encontró un pezón firme a través de la fina tela de la

enagua...

Ella le enterró las uñas en los músculos de la espalda; arqueó el cuerpo,

avivando un profundo deseo ardiente. Aquella no era una seducción inofensiva.

¡Tenía que detener esta locura! Estaba a punto de...

Eros se apartó bruscamente. Haciendo rechinar los dientes en una sarta de

improperios en italiano, con una expresión de debilidad. Cerró los ojos y

respiró fuerte. Alanis se sintió aliviada y preocupada al mismo tiempo.

—Eros —Le enmarcó el rostro con las manos—. ¿Es tu herida? ¿Está

sangrando de nuevo? Déjame ver.

Él abrió los ojos y la miró de una manera indescifrable y firme. Le buscó

por detrás del cuello y le desabrochó el collar. Demasiado consternada como

para moverse o emitir una protesta, ella sintió cómo le quitó el brazalete y los

pendientes. Cuando tuvo en sus manos la pequeña fortuna de ella, se sentó.

Deslizó las joyas en el bolsillo, se pasó una mano por la cabellera y apoyó los

codos en las rodillas.

Alanis se quedó rígida y le miró furiosa el perfil. Sintió un escalofrío que le

llegó hasta los huesos. Percibiendo su mirada, Eros levantó la cabeza. Parecía

asombrado de su propio ardid. Fría como el hielo, ella levantó la mano y le dio

una fuerte bofetada en la mejilla.

—Vuelve a tocarme y juro que te mato —le prometió.

Pasó un instante. Aunque ella percibió el asombro dibujado en sus ojos, el

rostro de él toleró el ataque inexpresivamente. Ese no era un hombre, reflexionó

ella. Era un témpano. Él se puso de pie con rigidez y fue hacia la botella de

coñac. No le importó servirse en la copa. Se lo bebió con los ojos cerrados.

—Existe un precio espiritual por el tipo de vida que tú llevas —le dijo ella

con calma—. «La conciencia, torturadora del alma, aunque sea invisible, blande

un feroz flagelo en su interior. Aunque te confieses a ti mismo tus propios

crímenes, tu conciencia será tu propio infierno».

—¿Qué es lo que sabes tú acerca del infierno, de la conciencia, o de nada?

—dijo y lanzó un suspiro irregular—. Acabo de hacerte un favor.

—¿Un favor? Estás mintiendo, miserable ladrón. ¡Ojala ardas en el

infierno!

Él se encontró con aquellos ojos color aguamarina brillantes de rabia.

—Probablemente tus deseos se cumplan.

Ella lanzó una mirada al medallón que se balanceaba en el pecho

masculino.

—Te adornas con hermosos emblemas, pero en tu caso, ¡la víbora significa

un lamentable proyecto de hombre! Compadezco al legítimo dueño.

Él dirigió la vista hacia el escudo antiguo. La inscripción decía: Francisco

Sfortia Dux Mediolani Quartus. Él frunció los labios en un gesto burlón.

—Sí, yo le robé los emblemas a un excelente ejemplar de la nobleza que es el

último lazo de una ilustre dinastía. ¿Le sorprende, mi recatada y delicada

dama? ¿Es que esta nueva información le suma una mancha más a mi carácter

malvado y ruin?

Alanis lo miró de manera imperturbable.

—Ya nada de lo que hagas me volverá a sorprender.

—Bien. Entonces no te sorprenderá ponerte un par de pantalones de mí

hermana, porque eso es lo que usarás el resto de lo que dure el viaje.

Capítulo 9

Mientras el coche alquilado atravesaba los portones de Versalles, Cesare

contemplaba el imponente palacio y recordaba las inmortales palabras de

Montesquieu: «El brillo y el esplendor que rodea a los reyes constituye parte de

su poder». Bajó de un salto y estiró las piernas. Era un largo trayecto desde

París. Hacía algún tiempo, Luis había mudado su residencia a esta villa oscura,

por ende forzando a que la corte entera se mudara a aquel paisaje monótono.

No obstante, centenares de ellos habían llegado y estaban por todas partes,

deambulando por el parque o fornicando en el interior del palacio. Él les sonrió

a las damas que habían salido a dar un paseo y se preguntó si sería posible

persuadir a Luis para que olvidara aquel desafortunado incidente.

Lamentablemente, en ese momento él no tenía tiempo para dedicarle. Las

recepciones oficiales tenían lugar en los Grands Apartments situados en el ala

norte. Cesare sabía exactamente lo que les diría a los auxiliares de la corte que

levantaban barricadas a cada paso. El protocolo decía que cuanto más favorecía

el rey a un cortesano, más posibilidades tenía éste de que se le permitiera

ingresar a palacio. Bien consciente de que él estaba arañando el final de su

bendita lista de elegidos, Cesare recurrió a métodos solapados. En cuestión de

minutos, se encontraba caminando por la Galerie des Glaces, haciendo sonar los

tacones con seguridad en el suelo de parqué.

La voz poco hospitalaria de Luis resonó desde el interior de su despacho:

—¡Entra, Sforza! ¿De qué se trata esa gran urgencia que dices tener? ¡La

única urgencia que al rey de Francia le concierne es una amenaza a su

permanencia en este mundo!

—Sua Maestá —Cesare se adelantó de prisa, haciendo reverencias todo el

camino hasta llegar a los zapatos plateados del rey. Se irguió haciendo un

ademán exagerado y le sonrió. De inmediato, ubicó con la mirada a Jean-

Baptiste Colbert, consejero financiero de Luis, parado junto al trono de satén

azul adornado con lirios dorados.

—Te escucho —masculló el rey. Los rasgos bien empolvados debajo de un

peluquín con rizos castaños pertenecían al rostro de un anciano arrugado. Tenía

los ojos cansados y enrojecidos—. ¿Cuál es la naturaleza de tu "grave urgencia

política de guerra", según lo calificas, y que hábilmente te llevó a burlar a los

guardias del palacio?

Cesare se aclaró la garganta:

—Su Majestad, jamás me hubiera atrevido a imponerme, a menos que...

—Sí, sí, continúa —Luis hizo un gesto con la mano con poca paciencia.

—He venido a ofreceros en bandeja a Su Majestad al general Saboya y a su

corsario, Eros.

La mala predisposición del Rey Sol se revirtió.

—¿Saboya, dijiste?

—Sí, Su Excelencia.

—¿... y a ese condenado pirata que ha estado acechando mi marina? —

Luis abandonó el trono de un salto con la agilidad de un pollo—. ¡Habla! ¡No

me tengas pendiente de tu próxima palabra!

—Monsignor, desde aquel fiasco con ese puente de Cassano...

El rey se irritó.

—¿Qué fiasco? ¡Fue una confusión! ¡El mariscal de Vendóme eclipsó a

Saboya, como siempre, y en París se cantó el Te Deum durante una semana

seguida! ¡Fue una victoria brillante!

Para los austríacos, corrigió Cesare mentalmente, que también cantaron el

Te Deum en Viena.

—Señor, el Emperador está ocupando Milán...

—José9 no es un emperador. ¡Es un idiota charlatán! —Luis caminaba

inquieto de un lado a otro.

Cesare se esmeró por encarar el asunto de manera apropiada.

—Como príncipe de Milán, yo...

Luis se detuvo y alzó una ceja pintada:

—¿Príncipe, Cesare? ¿Príncipe de qué?

Cesare rechinó los dientes:

—Me he encargado de investigarlo —persistió—. Como Su Majestad bien

sabe, mi país está en llamas por culpa del maldito Saboya.

—Así es, pero no debes preocuparte. El Mariscal de Francia, le Duc de

Vendóme, ¡hará picadillo con ese ingrato! ¿Sabías que Saboya era mi protegido?

Al morir su padre, me apiadé de él. Era una cosa flaca y huesuda. Lo destiné a

la Iglesia. ¡El ingrato bribón se ofendió! ¡Se cambió de bando y me apuñaló por

la espalda! Le ofrecí el gobierno de Champagne como mariscal de Francia, pero

me escupió en la cara y se unió a las fuerzas de los perros ingleses. Ahora está

derramando sangre francesa junto a ese canalla de Marlborough.

—¡Saboya es un bastardo sanguinario! ¡Una deshonra para todos los

italianos! —proclamó Cesare de manera dramática.

—¿Italianos? ¡Qué tonterías! ¡Eugéne-François de Savoie-Carignan es

francés! Si vosotros los italianos tuvierais una pizca de su fortaleza, hoy

estaríais más unidos de lo que estáis. Todavía no conozco al italiano que

unifique a ese país.

Irritado por la crítica, Cesare dijo:

—El pirata que mencioné...

El rey lo miró entrecerrando los ojos.

—Sé quién es Eros, Sforza.

Cesare se sintió incómodo.

—Él es la mano derecha de Saboya en la costa de Berbería —Una mentira

cuidadosamente elaborada que le haría ganar el principado más rico de la

Cristiandad.

—Eros significa mucho en la costa de Berbería —afirmó Luis, sin morder

el anzuelo.

—Su Majestad, el pirata Eros es para Eugenio de Saboya lo que Francis

Drake era para la reina Elizabeth10, sólo que esta vez el objetivo no es España,

sino...

—¡Francia! —Luis terminó la frase con una mirada furiosa—. Los

austriacos tienen un modus vivendi similar a los turcos, y yo también, pero los

corsarios del Magreb continúan acechando mi flota militar y comercial.

—¡Es él, Su Majestad! Él los controla. ¡Eros controla a los corsarios

argelinos!

—Nadie controla a los corsarios argelinos, ni siquiera el sultán —

pronunció con disgusto. Miró ferozmente a Cesare—. ¿Y cómo te ves inserto en

un esquema de acontecimientos más amplio?

Cesare se alzó imponente con su metro noventa de altura y fingió un aire

de severidad.

—Mis hombres aguardan en Gibraltar hasta recibir órdenes, señor.

—¿De veras? —Luis frunció los labios—. Vamos, entérate de los hechos. El

Peñón fue capturado el año pasado por las fuerzas combinadas de Inglaterra y

Alemania. ¿Cómo es posible que tan perturbadoras noticias no hayan llegado a

oídos de tus diligentes espías?

Cesare pasó por alto el insulto.

—Tengo un plan, señor. Con la asistencia de Su Majestad facilitándome un

buque de guerra completamente equipado, interceptaré al pirata cuando

retorne del Caribe.

—¿Cómo sabes que regresará antes de que esta maldita guerra termine?

¿Y cómo sé que no vienes a buscar mi ayuda haciéndote pasar por aliado,

cuando en realidad tienes intención de utilizarme para financiar tu pequeña

guerra personal?

A Cesare se le secó la lengua dentro de la boca y el rostro se le encendió.

No obstante, cual astuto gato callejero experto en el arte de la supervivencia, se

recuperó rápidamente.

—Lo detendré y lo utilizaré para llegar a Saboya.

A Luis le temblaron las grietas de su rostro empolvado.

—Qué gracioso eres, Cesare —Rió entre dientes—. Siento deseos de reír y

llorar al mismo tiempo. Por favor, permíteme a mí ocuparme de Saboya.

—¿Y el buque de guerra, señor? —insistió Cesare con discreción.

Luis le lanzó una mirada a su consejero.

—¿Qué opinas sobre este asunto, Jean?

—Bueno —dijo Colbert—, ya hemos enviado barcos para cazar a Eros,

pero él burló a la Marina todas las veces. Ya nos ha costado diez buques de

guerra, señor, uno de ellos era su preferido...

—¡Por supuesto que lo recuerdo! —Luis rió de oreja a oreja sorprendiendo

tanto a Cesare como a Colbert—. El asunto de la fragata era lo que teníamos que

resolver. Hace tres años, cuando él estuvo en Versalles, compartimos un

pequeño juego de naipes, y él iba ganando, como siempre... ¡Ese rufiánl ¡No

tuvo la gentileza de perder ante el rey de Francia! —El rey se tomó un instante

para tranquilizar su reavivado fastidio—. Alors, antes de perder Versalles ante

aquel diable, yo sugerí finalizar el juego, pero él propuso subir la apuesta

diciendo que se apoderaría de una de mis fragatas en el término del año. De

más está decir que me reí de su escandalosa soberbia, y acepté. Al cabo de tres

meses, recibí una nota suya donde me informaba que había rebautizado mi

buque insignia, mi mejor fragata, el Alastor —Luis terminó el relato de buen

humor, como correspondía a un hombre poderoso que se podía dar el lujo de

no rebajarse ante una persona menos importante—. Me sorprendió que no la

nombrara: Le Roi Bouffon, El Rey bufón.

Cesare se sentía demasiado deprimido como para preguntarle qué era lo

que aquel canalla le había ganado al rey.

—¿Bien, Cesare? ¿Qué te hace pensar que tú podrás desafiar a Eros y

triunfar cuando mis almirantes han fallado? Él es un excelente estratega.

Conoce el Mediterráneo tan bien como la palma de su mano. Sin embargo, tú

sólo eres conocido por vaciarte una botella de coñac de vez en cuando. En otras

palabras, le tengo poca fe a tus habilidades.

El ánimo de Cesare se marchitó y pereció. Luis lo miró con aire pensativo:

—Dime qué es lo que realmente quieres. Desde luego que no arriesgarías

tu pellejo a cambio del escaso beneficio de un buque de guerra. ¿De qué se

trata?

Cesare vaciló. Luis lo había arrinconado hacia un sitio más conveniente.

—Quiero Milán.

La Presencia Divina explotó en renovadas risas:

—¿Era eso? ¡No me lo esperaba! Cesare le habría dado un puñetazo a

aquel rostro empolvado.

—¿Por qué Milán no podría pertenecerme? Perteneció a mis antepasados

durante miles de años. La merezco. Es mía.

—No. Es mía —lo corrigió Luis.

Cesare se tragó la rabia.

—Pero Su Majestad necesita un soberano leal y local que conozca al

pueblo. Yo soy ese hombre. Por la Gloria de Francia, concededme la orden de

cumplir con esa gesta.

—¿Y qué hay del pequeño asunto relacionado con el medallón? —

preguntó Luis—. El Emperador denegó tu investidura ducal porque no pudiste

mostrarlo y probar que eras el siguiente Sforza en la línea sucesoria. Y ya que

ambos sabemos a quién pertenece dicho medallón, dudo que alguna vez seas

duque. José no es menos quisquilloso que su difunto padre en seguir el

protocolo.

—El mundo está cambiando, señor. Para cuando la guerra termine,

Francia no necesitará la aprobación del Imperio para designar a un gobernante

de su elección. Será el Emperador el que busque la aprobación de Su Majestad

para esos asuntos. ¡El Rey Sol gobernará el albor de una nueva era!

Luis inspiró una bocanada de aire e hinchó el pecho de placer.

—¡Así será, por cierto! —Se tomó un instante para disfrutar de la imagen

que Cesare le había instalado en su mente al tiempo que contemplaba el

frondoso horizonte que se extendía más allá de las ventanas—. Está bien —

expresó con un gruñido—. Tendrás tu barco, y cien mil monedas de oro de la

corona, la mitad de las cuales las recibirás al llevar a cabo el cometido. Sin

embargo... —le aclaró a Cesare atravesándolo con aquella mirada

intransigente—. Harás exactamente lo que yo te diga.

Cesare casi le da un beso, aun con aquel polvo desagradable.

—Sí. Sí.

—Ve hacia Argel. Camúflate. No quiero que ni tú ni yo llamemos la

atención. Localiza los contactos de Eros, a sus aliados y a sus enemigos. Habla

con los jenízaros. Son fácilmente sobornables, ya que lo primero que buscan es

enriquecerse. Si es necesario, dirígete al rey Abdi, soberano de Argel. Su precio

debería ser el más económico. Habla con los rais, los líderes de los corsarios.

Aunque son leales a Eros, de todos modos podrían sernos útiles.

—¿Sí... señor? —preguntó Cesare con humildad, sin captar demasiado el

punto.

Luis suspiró:

—Sobórnalos —le explicó despacio—. Te entregarán a Eros en bandeja.

—¡Sí, Su Majestad! —el ánimo de Cesare se elevó hasta el cielo—. Lo

encontraré y lo mataré.

—Y te convertirás en el futuro duque de Milán, bajo mi investidura —

resumió el rey con satisfacción—. Sólo que no lo traigas aquí. La última vez que

él estuvo en Versalles, mi nueva amante le solicitó al arquitecto que construyera

una estatua del dios del Amor con arco y flecha, con la imagen de Eros y la

ubicó en el parque junto a la de ella. ¡Una deshonra!

—¡Más bien una subestimación monumental! —Cesare se agitó de

disgusto. No le causaba ninguna gracia que su peor castigo hubiera sido

invitado a jugar a los naipes con el rey y hubiera coqueteado con la amante de

éste.

—Ahora, márchate —Luis le hizo un gesto con la mano—, pero recuerda:

si pierdes mi oro en la mesa de bacará, deberás ir tras Eros de todos modos,

¡pues la recompensa por él no será nada en comparación con la que pague por

ti!

Capítulo 10

Una imagen del sueño de sol brillante y libertad, la Isla de la Tortuga,

atraía a Alanis desde el otro lado de la bahía de vivido color turquesa. Una

suave brisa que acarreaba música de guitarra y mecía las palmeras que

bordeaban la costa. Había tabernas y burdeles ocultos entre la frondosa

vegetación. De mal humor, parada junto a la barandilla, maldecía a ese odioso

hombre que le había prometido mostrarle el mundo y de modo egoísta había

desembarcado sin ella. Estaba clavada en el bote mientras él y sus compinches

vagaban a gusto por la Isla del Pirata.

Se oyó gritar una voz desde el castillo de proa, anunciando el cambio de

guardia. Ella vio a Giovanni y a cuatro de sus colegas reunidos para coger el

bote. Ella dio un audaz paso hacia delante.

—Hola.

Ellos la miraron boquiabiertos, aún sin acostumbrarse a ver damas

vestidas de marineros, dedujo ella. A Alanis le agradaba bastante su nuevo

atuendo. Durante una semana había estado residiendo en el pequeño camarote

y usando las viejas ropas de Jasmine. Andaba hecha una brabucona por

cubierta, con botas, pantalones y con los cabellos atados en una coleta; se sentía

elegante y libre. Miró a los hombres:

—Me gustaría desembarcar. ¿Puedo subirme a vuestro bote?

Cuatro mandíbulas se abrieron con gesto estupefacto. El francés,

Barbazan, les guiñó un ojo a los compinches:

—No me importaría quedarme a bordo para entretener a esta dulce y

delicada criatura.

—No eres tan valiente —Giovanni rió ahogadamente.

—Barbazan sabe de sobra cómo probar el nuevo objeto de deseo al capitán

y cómo robarlo —Nico, el navegante de ojos color avellana y cabellos color miel,

rodeó con su brazo los hombros de Barbazan—. ¿No es cierto?

Alanis aclaró la garganta. Igualando el francés de ellos dijo:

—Bien, ¿vamos o no?

Cinco rostros se ruborizaron. Giovanni barbulló:

—¿A Tortuga? El capitán no lo aprobaría.

¡A Alanis le importaba un comino si aquel hipócrita explotaba en

infinitésimos pedazos de la rabia!

—Eros difícilmente está en situación de regañar a nadie, amigos míos. Si

vosotros vais a las tabernas y los burdeles, yo voy —Cuando ellos estallaron en

carcajadas, ella cruzó los brazos por encima del pecho y dio un taconazo en el

suelo—. Vaya panda de machistas, ¿eh? Bromistas buenos para nada. A mí no

me interesa beber, jugar ni perseguir mujeres como a vosotros. Yo sólo quiero

echar un vistazo rápido a la isla, nada peligroso —Las carcajadas se escucharon

aún más fuertes. Entonces ella avanzó hacia las escaleras laterales, dispuesta a

subir al bote por su cuenta. Dudaba seriamente de su habilidad para usar los

remos, y después de la advertencia que le había hecho Eros acerca de los

tiburones, no sentía verdadera urgencia por nadar, pero no estaba dispuesta a

que los detalles técnicos la retuvieran. Lo único que se necesitaba era un poco

de ingenio.

Detrás de ella, escuchó decir a Barbazan:

—Podemos vigilarla. Con nosotros está a salvo.

—¡Idiota! ¡Nos cortará el cuello! ¡Nos dijo específicamente que nos

mantuviéramos alejados de ella! —Nico profirió con furia.

Alanis se dio la vuelta y lo deslumbró con una sonrisa:

—No puedo pensar en sentirme más a salvo con nadie que contigo, Nico.

¿Qué hay de malo en divertirnos un poco, eh?

Nico parpadeó:

—Quizás, si le pregunta, el capitán esté de acuerdo con llevarla a tierra él

mismo.

Ella tuvo que morderse fuerte la lengua para evitar expresar su opinión

acerca del capitán.

—Él nunca anda cerca. Ha desembarcado hace una semana y no ha

regresado. ¿Cómo voy a hacer para hablar con él? ¿Tal vez pueda enviarle una

nota? —Se le ocurrió una idea. Pasó una pierna por encima de la barandilla—.

Llevadme con él inmediatamente. De lo contrario, ¡saltaré por la borda e iré

hasta allí a nado!

Instantáneamente, Nico la sujetó fuerte y tiró de ella hacia atrás. Ella se

soltó retorciéndose y gritando:

—¡Si me encerráis, usaré la porta! Veremos quién es quién cuando me

encuentre con vosotros en la isla dentro de una hora.

—Todos hemos visto lo que habéis hecho con su puerta —rió Nico

burlonamente—. Os creemos.

—¡Eros nos matará como a perros! —advirtió Greco, el regordete jefe de

artilleros.

—¡Al menos no somos cobardes perros romanos como tú, Greco! —dijo

Barbazan bruscamente.

—¡Basta! —gritó Giovanni—. La llevaremos hasta Eros y dejaremos que él

decida qué hacer con ella. Pero si os queda algo de sentido común en esas

cabezas huecas, mantened las manos en los bolsillos.

Ella seguía sonriendo cuando desembarcaron quince minutos más tarde.

En La Nymphe Rouge, el establecimiento más desprestigiado de la costa de

La Española, se servía el mejor licor, satisfacía a los peores rufianes y ofrecía un

cuarto privado para los capitanes en el segundo piso. Los peligrosos arrecifes de

coral que rodeaban la isla protegían sus navíos de los ojos vigilantes de la ley y

todos gozaban de tranquilidad para entretenerse sin prisa, compartir heroicas

historias de atrocidades, regocijarse de las ganancias obtenidas ilegalmente y

planificar atracos lucrativos sobre nuevos blancos.

—Se te ve preocupado, Vipére.

Reclinado sobre un diván, con una prostituta granulienta sobre sus

rodillas, el capitán Bolidar de La Belle Isabelle le lanzó una mirada divertida al

hombre alto tumbado sobre un sofá de color escarlata que había debajo de la

ventana. Con las piernas enfundadas en botas cruzadas sobre el alféizar, Eros

miraba el cielo con el ceño fruncido.

Riendo, Bolidar se quitó del regazo a la ramera y cogió una nueva botella

de vino. Se desplomó en una silla frente a Eros y volvió a llenar las copas.

—Déjame contarte mis problemas, mon ami. El vino y las mujeres: los

peores dioses que un hombre puede venerar.

—Motivo por el cual los franceses contraen matrimonio y cultivan la vid,

Bolidar —Eros bajó las botas al suelo y cogió el vino—. Al menos busca algo

interesante en qué gastarte el dinero.

Bolidar suspiró filosóficamente.

—Sí, estás en lo cierto; pero si yo fuera a mezclarme con los cortesanos de

Versalles, como tú, mi fortuna se reduciría drásticamente y eso me llevaría a la

pobreza extrema.

Eros rió ahogadamente.

—Tus miedos a la pobreza no te detuvieron anoche al pagarle tremenda

suma a una de las prostitutas sólo por verla desnuda. Créeme, Bolidar, por ese

precio podrías tener hasta a la reina Ana bailando desnuda en la cubierta de La

Belle Isabelle.

—¿A una horrible inglesa? ¡Qué desagradable! Pensé que los italianos

tenían mejor gusto.

—Horrible o no, Ana Estuardo sabe sin duda usar la cabeza. Esta guerra le

está haciendo un agujero en el bolsillo, y no es que ella posea minas de oro en

Panamá.

El francés bebió el vino de un sorbo.

—¿Y en qué dirección te llevará el viento la próxima vez?

Eros vaciló:

—Este.

Una amplia sonrisa se dibujó bajo el fino bigote de Bolidar.

—Evasivo como siempre. Pero dime, Vipére, ¿de qué lado estás en esta

guerra? ¿O también ese es un tema tabú?

—Obviamente, yo no tengo necesidad de preguntarte a ti de qué lado

estás, mon ami —Rió Eros burlonamente.

—Todo boucannier al sur de las Bahamas se ha alistado. Con una carta de

apoyo de mi rey, yo sigo haciendo lo que mejor sé hacer —Rió Bolidar—. ¿Pero

y qué hay de ti? ¿No tienes carta de apoyo?

—¿Este interrogatorio tiene que ver con conducirme a que me aliste en las

filas de Luis?

—¿Por qué no? —Bolidar hizo un mohín típico francés—. No estás

obligado a serle leal a nadie. Eres un hombre sin patria. Puedes jurarle fidelidad

a cualquier rey.

Dando vueltas a la copa, Eros examinó el líquido rojo.

—No he nacido en la luna, Bolidar.

—Tú dices ser italiano pero no existe tal cosa, mon ami. No hay Italia. Sólo

hay píncipes italianos que se odian y luchan entre sí.

Un frío hastío se grabó en el rostro de Eros:

—Mientras su país está siendo pisoteado y saqueado.

—Uf, qué deprimido estás, Vipére. Piensa en los dulces botines flotando en

alta mar.

Un brillo cálido se reflejó en los ojos de Eros. Examinó a Bolidar.

—Para responder a tu pregunta: no me confabularé contigo, mon capitaine,

aunque me haya adueñado de algunas fragatas de Luis.

—¡Me has leído el pensamiento, mi astuto amigo! —brindó Bolidar—.

¿Pero quizás querrías reconsiderarlo?

Eros se bebió de un tirón el resto del vino y depositó la copa vacía sobre la

mesa.

—La respuesta es no —declaró rotundamente—. No derramaré mi sangre

por Luis. Ni por nadie más por esa causa.

Bolidar lo miró con astucia.

—Estás de pésimo humor, mon ami. Si no te conociera bien, diría que

tienes una mujer en mente. Los franceses somos expertos en olfatear esos

asuntos.

—Escuché que Edward Teach anda navegando por estas aguas—comentó

Eros con tono insípido—. ¿Tienes intención de hostigarlo ahora que tengas la

bendición de tu rey para cazar buques ingleses?

—¿Estás loco? ¡Es Barbanegra! Yo estaba hablando de amor. ¿Por qué

tenemos que hablar de ese cerdo que navega un condenado buque de guerra?

Mi corbeta no cuenta con el suficiente armamento para atacarlo.

—¿Y no hay buques de guerra en alta mar? ¿No puedes hacerte con uno?

Bolidar lo miró pasmado.

—¿Hacerme con uno? ¿Así de sencillo?

Con un brillo de humor en los ojos, Eros ofreció:

—Imagínate que fuera un bote de remos.

—¿Un bote de remos?

—Un bote de remos. Como los de los pescadores que están en la costa.

Bolidar frunció el ceño desconcertado.

—¿Entonces pretendes que robe un bote de remos?

Sin poder contenerse, Eros estalló en una carcajada:

—¿Te da cargo de conciencia robar un bote cuando has sido un ladrón y

un pirata que ha robado buques y cargamentos y saqueado a todo el que se te

cruzaba en el camino? Si eres tan remilgado, quédate aquí.

—Uf... la cabeza me da vueltas con tus disparates. No todos los que

navegan los mares tiene deseos de morir como tú. Eres demasiado audaz, Eros.

Tú no conoces el significado del miedo.

—Tenemos un concepto del miedo diferente, eso es todo. Exasperado,

Bolidar reclamó:

—¿Qué es tan difícil de entender acerca del miedo? Cuando a uno lo

persigue un enemigo más poderoso, huye. Uno no quiere morir. Eso es tener

miedo —Resolló con fastidio.

—Hay cosas peores que temer a la muerte.

—¿Ah, sí? ¿Como cuáles?

Eros captó la mirada irritada del francés pero se guardó la respuesta.

** ** **

Íie de la Tortue, también conocida como la Isla de la Tortuga, era un gran

nido de piratas. Caminando sin prisa con los marineros italianos, Alanis se

mostraba muy curiosa. Las pandillas de malechores de todo el mundo se

pavoneaban por las sinuosas calles, abriéndose paso entre los habitantes y

traficando sus extravagantes botines a mitad o a un cuarto del precio del

cauteloso mercado. Después de llenar sus bolsillos con oro, lo despilfarraban en

juego, parranda y causando asombro en el vecindario con riñas y juergas de

medianoche.

En medio de esta multitud de vulgares villanos, los piratas del Alastor

parecían una manada de dóciles corderos. Paseando amistosamente hacían

sentir a Alanis segura y bien acogida entre ellos. Aún no había oscurecido y

todos los rufianes ya andaban ebrios. El vocerío gobernaba todos los callejones,

el bullicio y las groseras risotadas femeninas. Era el grupo más terrible de

cazafortunas que Alanis jamás hubiera imaginado le llamaría la atención en

aquel pueblo impío. Estaba fascinada.

Se detuvieron en la entrada de una espantosa guarida, con un cartel de

bronce y madera que decía: La Nymphe Rouge. Alanis espió el interior. Se

estremeció al descubrir que, de todas las pocilgas, aquella parecía ser la más

repugnante. Se acomodó el gorro de lana roja que le servía como disfraz y entró

con los hombres. La invadió un espeso aire cargado de humo, sudor, licor y

perfume barato. Las luces brillantes perforaban las nubes opacas. Flotaba una

música alegre. Greco y Nico eligieron una mesa donde había dos hombres

mugrientos sentados aletargadamente: uno roncando y el otro mirando

fijamente una jarra vacía. Los italianos los levantaron y los arrojaron fuera al

callejón.

Sentada, Alanis miraba a su alrededor con picara fascinación. A juzgar por

sus coloridas prendas y aún más coloridas palabras, los franceses, alemanes,

españoles, portugueses y algún que otro asqueroso inglés atestaban el espacioso

salón, maltratando prostitutas, cantando desafinados y básicamente

entreteniéndose con sus verrugas y todo. Ella sonrió de modo exultante: ¡lo

había conseguido!

Giovanni llamó con una seña a un mesonero barbudo para pedirle un

trago. Barbazan le sonrió:

—¿No encontráis ofensivo este lugar, mademoiselle?

Alanis se encontró con su mirada de admiración:

—En absoluto. Para mí, tiene cierto... eh, atractivo orgánico, por decirle de

algún modo. Con este disfraz y con vosotros a mi alrededor, me siento

perfectamente a salvo para divertirme más de lo que había imaginado en toda

mi vida. Gracias por traerme hasta aquí, Barbazan. Sé que puede causarte

problemas con tu capitán, pero siempre te estaré agradecida —Se inclinó hacia

delante y le dio un beso en la mejilla.

Él sonrió con placer.

—¡Gracias, mi hermosa dama! Vos sois una demoiselle muy valiente. No

sólo por no temerle a mi capitán, sino porque se atreve a vivir su vida como le

plazca.

Si eso fuera cierto, suspiró Alanis. Se encontró con los ojos sonrientes de

Greco y Giovanni, pero fue Nico el que habló:

—Hemos decidido que no es necesario que el capitán se entere de nuestra

escapada de hoy.

—Yo no diré nada si vosotros no habláis —expresó ella con una sonrisa y

recibió otra encantadora a modo de respuesta.

Llegó el pedido: jarras rebosantes de ron y una fuente repleta de

salchichas. Para satisfacción suya, ella fue escogida para proponer el primer

brindis. Estaba absolutamente conmovida; se mordió el labio devanándose los

sesos.

—¿Por qué no bebemos por...? —Alzó la copa bien alto—: ¡Por el vino y las

mujeres!

Los hombres parpadearon, intercambiaron miradas divertidas y brindaron

en el aire:

—¡Por el vino y las mujeres!

Las copas tintinearon, el ron se derramó y el corazón de Alanis se hinchó

con un brindis privado: ¡Por mi sueño de sol brillante y libertad! Bebió de un sorbo

agridulce de ron junto con los demás.

Una vez que el calor le invadió el cuerpo despacio, ella sonrió a los cinco

agradables rostros que la rodeaban:

—¿No vais a invitar... eh, a alguna de las damas a que se os unan? No

querría arruinaros la diversión.

—No hay prisa —Nico se desparramó en la silla, provocándoles sonrisas

socarronas a sus compinches.

—¿Por qué habría de haberla? —se burló Greco—. ¿Después de haber

tenido a todas las mujeres de esta isla?

Nico se puso nervioso, cruzó los brazos sobre el pecho y murmuró con

mal humor:

—Me estoy reformando.

Todo el mundo estalló en risas. Con los ojos bien abiertos, Alanis analizó

los rostros contentos, sin estar demasiado segura de cómo responder ante aquel

impactante arrebato de sinceridad, pero dado el espíritu del lugar ella le ofreció

a Nico una mirada amable y abierta y dijo:

—Entonces, no faltaba más, no te apresures.

La mesa se sacudió con más risotadas y todos vaciaron las jarras. Al rato

Greco dijo:

—Niccoló, ¿no habías prometido contarnos un chiste?

—Si, tú eres una fuente de chistes —lo alentó Daniello con la boca llena de

salchichas.

Nico le lanzó una mirada:

—Sí sé un chiste nuevo, pero no quisiera ofender a la dama.

—¡Aquí no hay damas, sólo amigos! —Alanis se llenó la boca con una

salchicha. Estaba exquisita. La piel crujiente se le desharía deliciosamente entre

los dientes; la carne picante crepitaba en su lengua. Ya no le volvería a entrar el

vestido color púrpura, pero como ya no lo tenía, no le preocupaba demasiado.

Nico carraspeó:

—¿A dónde va un inglés después de tirarse a su esposa? —Rió de modo

travieso. Al ver que nadie ofrecía una respuesta voluntariamente, los

complació—: Afuera, a descongelarse.

El chiste era muy bueno; todos estallaron en carcajadas. Alanis

simplemente se quedó con la boca abierta.

—No más chistes de mujeres inglesas —los regañó Barbazan y miró a

Alanis de manera incómoda.

Le gustaría haber comprendido por qué. Bebió el ron de un sorbo y se

lamió los labios.

—Esos son los únicos que sé —Nico se encogió de hombros a la defensiva.

Debía de haber consumido demasiado ron, porque de repente lo cogió:

—¡Afuera, a descongelarse! —Una alegre carcajada le llenó la garganta.

Sentada entre aquellas sabandijas estaba pasando el mejor momento de su vida.

Desafortunadamente, la cabeza empezó a darle vueltas. Necesitaba

desesperadamente tomar un poco de aire fresco antes de ponerse en ridículo

por completo. Poniéndose de pie de un impulso dijo—: Si me disculpan,

caballeros... Creo que será mejor que salga un momento. No tardaré.

Arrastrando la silla, se dio la vuelta para salir, pero le vino un poderoso

mareo. Nico fue rápido tras ella. La cogió del codo con gentileza.

—Permitidme acompañaros afuera, madonna.

La terraza de La Nymphe Rouge tenía paredes pintadas de blanco y una

bóveda de estrellas. La noche había caído y las antorchas estaban encendidas

por todo el pueblo. Las luces de los barcos titilaban a lo lejos sobre las oscuras

aguas. El aire había refrescado y soplaba una suave brisa desde el mar.

—Tomad asiento —Nico la arrastró hasta un banco y se puso en cuclillas

junto a ella—. ¿Os sentís un poco mejor?

—Sí, gracias. Temo que esta noche me he excedido. No tengo costumbre

de beber alcohol, pero tampoco estoy acostumbrada a pasarlo tan

maravillosamente. Gracias.

—No hay de qué, madonna. Yo tampoco suelo pasarlo tan bien.

Ella sonrió. A pesar de sus fanfarronadas, Nico era un tipo amable. No

obstante, ella prefería estar a solas.

—¿Os molestaría mucho si os pido que vengáis a buscarme en un

momento?

Nico se puso de pie rápidamente.

—En absoluto. Tomaos el tiempo que queráis. Aquí estáis a salvo.

A solas, ella apoyó la cabeza contra la pared y contempló las

constelaciones que iban apareciendo. Se preguntaba cuál sería la estrella polar,

la guía de los marineros, y rezó para que siempre guiara a sus nuevos amigos y

los mantuviera a salvo. Inhaló la deliciosa fragancia de las flotes y escuchó los

sonidos de júbilo que flotaban a su alrededor. Estaba medio adormecida cuando

unas voces invadieron su conciencia.

—Cuando esta guerra acabe seré rico y famoso. Mi rey me otorgará un

título por mis esfuerzos y me jubilará enviándome a vivir a un latifundio. Allí

escribiré mis memorias: Los placeres de la isla encantada. ¡En París todos

brindarán en mi nombre y las hermosas damas se desmayarán a mis pies!

—¿De veras? ¿Todos en París brindarán por ti? Ten cuidado de que Luis

no esté ya brindando por ti, Bolidar.

Ella abrió los ojos de golpe. Eros estaba allí. No tenía deseos de toparse

con él, no esa noche, y mucho menos en la isla. Completamente sobria, se puso

de pie con dificultad.

—Ahora te burlas de mí —dijo el francés arrastrando las palabras—, pero

cuando llegue a Versalles, perderás toda ventaja con los grandes cortesanos.

Harán cola para conocer al capitán Bolidar. Pero no dejes que esto de desanime,

mon ami le Vipére, pues yo recordaré nuestra amistad y guardaré mi mejor cara

de hereje sólo para ti.

—Tu generosidad me abruma —Rió Eros burlonamente—. Recuérdame

enviarte una nota.

Con la curiosidad carcomiéndola, Alanis avanzó lentamente junto a la

pared, en dirección a las voces. La luz se filtraba por una puerta abierta. Con la

cara pegada a la pared, espió hacia dentro.

El acompañante francés de Eros estaba en el centro del cuarto, sonriéndole

al hombre que estaba sentado en el sofá rojo junto a la puerta abierta.

—No seas tan engreído, mon ami. Es cierto que tú tienes más suerte con las

mujeres, ¡pero morbleu! ¡Te superaré, a pesar de tu salvaje encanto italiano!

Alanis estiró el cuello para ver mejor quién era el ocupante del sofá. La

lustrosa cabellera oscura le resultó demasiado familiar. Se giró y pegó al

espalda contra la pared. El corazón le latía tan fuerte que tenía miedo de que se

escuchara el desbocado ritmo.

—¿Salvaje, dijiste? —La voz de Eros se oyó junto a ella, del otro lado de la

pared—. En eso quizás tengas razón, amigo mío. Hace muy poco me han

considerado de bestia.

Bolidar rió.

—Sin duda fue alguna de tus ex-charmantes. Los corazones rotos que dejas

a tu paso igualan a los cadáveres. Disfrutas y luego olvidas. Al igual que la

mayoría de nosotros.

—Esta vez no, Bolidar. Esta vez me la veía venir.

—¡Aja! De modo que sí tienes una mujer en mente. ¿Alguna campaña

fallida?

¡Alanis casi se muere allí mismo y en ese preciso instante, de todas las

cosas que decía!

—Una mujer hermosa jamás ignora sus encantos, mi joven amigo —

Bolidar lanzó un suspiro—. Te sugiero que seas cauto.

—No tengo intención de caer en la trampa de su maldito fastidio, así que

puedes guardarte tu consejo —expresó Eros con un gruñido.

—Ah, pardieu! —clamó Bolidar con exasperación—. Es una joven. ¡Y de la

nobleza! Apuesto a que es muy hermosa, ¿eh? ¿Y rubia?

—Tiene la cabellera rubia más hermosa que puedas imaginar. Y de ojos

felinos.

Alanis se deslizó por la pared hasta quedar en cuclillas junto al marco de

la puerta abierta mirando bobamente las estrellas. Abajo, una mujer cantaba

acompañada por las suaves cuerdas de una guitarra española. La mezcla

embriagadora se confundía en la cabeza de Alanis saturada de alcohol y las

palabras de Eros. ¿Ella tenía ojos felinos?

—Ve abajo, Vipére. Es tu Cecilia la que te está cantando. La has ignorado

toda la semana regresando sigiloso a tu barco todas las noches. Ahora pienso

que debes de tener a una mujer en tu camarote a quien regresas, tal vez una de

ojos felinos, ¿eh?

Eros deslizó una mano en el bolsillo lateral y palpó un manojo de joyas

frías.

—No hay tal mujer —Suspiró y dejó la mano adentro del bolsillo.

—Si te has cansado de Cecilia, tal vez la convenza de dar un paseo

conmigo por la playa. Ella es la más hermosa de esta isla.

—Para lo que me importa, puedes llevártela a París. Bolidar exhaló

enérgicamente.

—Veo que esta noche estás decidido a sufrir. Te dejo con tu malhumor.

Adieu —Esbozó un ademán inestable y luego se marchó hacia la juerga que

había abajo.

Alanis apoyó la mejilla contra la pared fresca, sintiendo la presencia de

Eros del otro lado. Detestarlo cuando estaba convencida de su indiferencia era

mucho más sencillo. Era fácil descartarlo por ser un vagabundo despiadado que

codiciaba sus joyas y deseaba humillarla, pero en ese momento ella se

preguntaba si no habría algo más en su comportamiento que lo que ella había

querido creer. De ser así, ¿por qué se había detenido aquella noche en que la

había tenido debajo de él, ansiosa por recibir sus besos y caricias?

Un estremecimiento le recorrió todo el cuerpo. Gracias a Dios, él había

puesto fin a la locura de esa noche. No sabía qué hubiera hecho él de haberla

llevado a ese punto sin retorno. Al menos ahora le quedaba algo de dignidad,

aunque no era gracias a su espantosa falta de abstinencia. El realmente le había

hecho un favor. El único aspecto escalofriante de su proceder, algo que aún la

horrorizaba, era su poderosa fuerza de voluntad. Eros tenía un control total y

absoluto de sí mismo.

Tras decidir no arriesgarse a exponerse, Alanis se puso de pie y

sigilosamente se abrió paso entre las sombras, rumbo a los marineros que la

aguardaban abajo.

¿Cómo se podía despreciar a un hombre que la consideraba demasiado

hermosa para describirla con palabras, que había rechazado a ardientes

vampiresas y que regresaba sigilosamente a su barco todas las noches?, se

preguntaba Alanis un momento más tarde sentada en el sofocante salón con sus

amigos marineros. No obstante, estaba obligada a dejarle las piedras de

amatista y el vestido de fiesta. Si por ella fuera, podía atragantarse con ellos. El

era un canalla despreciable y merecía ser tratado como tal: con absoluto y

completo desprecio.

Al menos ella había sentido el sabor de la libertad; después de todo, el

viaje no había resultado del todo en vano. En tres semanas estaría de vuelta en

Inglaterra, apaciguando a su abuelo, tratando de convencerlo de que ser

tachada por la sociedad como un desastre no era el fin del mundo. Ella no

estaba del todo convencida de que aún quisiera un esposo, ni de que alguna vez

lo hubiese querido. Todo lo relacionado con el matrimonio parecía conspirar en

contra de las mujeres. Básicamente, la naturaleza del contrato nupcial tenía que

ver con cederle la libertad, los bienes y todo lo demás al hombre, por ende

dejando a la mujer sólo con el título de mujer de ahí en adelante. Como una

esclava. El esposo era dueño de la esposa. Si ella tenía una aventura amorosa,

técnicamente el amante le usurpaba la propiedad al esposo; pero dada la

mercenaria naturaleza de los hombres, era menos probable que el esposo

agraviado se batiera en duelo que presentara una demanda por injurias. El

abuelo de ella garantizaba que, casada o no, su nieta quedaría bien protegida

cuando él ya no estuviera. De modo que no tenía necesidad de contraer

matrimonio para asegurarse el futuro. Ella podía casarse por amor.

Esa idea le resultó tan perturbadora que tuvo que tomar otra ronda de ron

antes de regresar al Alastor. Casarse por amor. El recuerdo de cómo Eros la había

despertado al deseo le aceleró el pulso. Incluso con sus defectos —y el canalla sí

que tenía algunos incorregibles— la había hecho sentir... ¡Oh, Dios! La había

hecho sentir que se estaba derritiendo, que él haría cualquier cosa por ella, que

podía quedarse inmóvil y con los ojos cerrados siempre que él no se detuviera...

Su mirada se posó en una silueta alta y dominante que se dirigió hacia el

bar. Una mujer se inclinó sobre el cuerpo robusto, y lo envolvió con sus

voluptuosidades como una planta trepadora. La condenada mujerzuela tenía

cierto encanto. Alanis pensó en marcharse, pero en lugar de eso decidió

quedarse ¡y echarle maldiciones!

—Ahí va Cecilia, probando sus encantos de nuevo —observó Daniello.

Alanis escudriñó a la pareja del bar. Eros sí tenía aspecto de estar

aburrido.

—¿Crees que él se rendirá? —preguntó Greco dando un codazo a su

compañero—. La ha estado esquivando la semana entera.

—Yo creo que se cansó de ella hace meses —respondió Daniello.

—Ella jamás se cansará de él —aportó Giovanni—, no después de que la

rescatara de aquel nido de ratas y comprara su libertad. Lo intentará una y otra

vez hasta que zarpemos.

—El debería decirle que ha perdido el interés y dejar que el resto lo

intentemos —murmuró Nico.

—¡Veo que has recuperado el vigor, donjuán! —rió Giovanni en voz alta.

Nico se puso furioso.

—¿Por qué siempre me estás fastidiando? ¡Dale a otro la tabarra para

variar!

—Nadie es tan interesante como tú, Niccoló. No somos más que una

pandilla de tipos viejos y aburridos.

A pesar de su estado de ánimo, el comentario de Greco hizo sonreír a

Alanis. Las mujeres que ella conocía eran todas aburridas. Si ella fuera hombre,

se convertiría en un marinero.

Una sombra alta y oscura cayó sobre la mesa.

—¿Qué hay, sinvergüenzas? No os caigáis dentro de la jarra. Levaremos

anclas con la marea de la mañana.

Los hombres se quedaron helados. Alanis se mordió el labio inferior; él

estaba parado justo detrás de ella.

Giovanni recuperó la calma:

—Únase, capitán. Greco, acerca una silla para el capitán.

—No es necesario —dijo Eros de manera amena—. Ya nos íbamos.

Alanis se estaba conteniendo los comentarios antipáticos sobre las

prostitutas del muelle cuando una mano firme se posó en su hombro.

—¿No es así, milady? —La pregunta retórica fue reforzada con un

halagüeño apretón en la delgada clavícula de ella. Ella alzó la vista. El la miró

ferozmente.

Con aspecto preocupado, los cinco marineros protestaron algo de modo

incomprensible. Una ceja renegrida se levantó en un gesto divertido cuando el

capitán del Alastor examinó los rostros preocupados de sus hombres.

—Si alguien tiene algo que decir, que lo diga ahora. Jamás me han acusado

de arrancarle la cabeza a un hombre por expresar su opinión.

No había mucho que decir y todos lo sabían. Eros no iba a dejarla

entretenerse en tabernas. Alanis no tenía otra opción más que acompañarlo. La

cogió de la mano y se la llevó.

El cuarto privado del segundo piso estaba bien iluminado y vacío. Había

unas pinturas de filies de joie desnudas juxta-puestas con llamativos divanes,

todo con un aspecto bastante andrajoso. Eros la llevó hasta el sofá color

escarlata, que parecía el sitio más seguro del cuarto, y se desplomó en el sillón

que había frente a ella. Escogió una copa limpia y la llenó de vino.

—Bébetelo —le ordenó al colocarle la copa frente a ella. Con desánimo, la

miró en silencio.

Alanis echó una mirada a la copa y luego alzó la vista.

—¿No crees que ya es demasiado tarde para eso?

—Bebiste con mis hombres, beberás conmigo.

¡Cuando las ranas críen pelo! Ella se quedó en silencio.

Un músculo le latió por el enojo en la mandíbula. Hundió su enorme

cuerpo en el sillón de modo descuidado: le recordaba a un niño malcriado

teniendo un berrinche. De pronto se le ocurrió que el todopoderoso Víbora era

—según las palabras de Lucas— de dudosa naturaleza humana, aunque sí de

carne y hueso.

—Rocca regresó hoy —mencionó en forma casual.

Ella se armó de paciencia.

—¿Y qué pasa con eso? Yo no estaba al tanto de su ausencia. Ni me

interesa.

—Te interesa cuando te diga que regresó de Jamaica, donde lo dejé para

que vigilara a mi hermana mientras nosotros pasábamos la semana aquí. Lo que

sigue son unas pertinentes felicitaciones. El vizconde Silverlake finalmente ha

adquirido una esposa, dicen que mediante un permiso especial. Se trata de una

misteriosa condesa italiana. ¿Alguna idea?

Ella sonrió con perspicacia. Qué sinvergüenza podía ser cuando estaba de

buen humor, un muy pero que muy apuesto sinvergüenza.

—Bueno, les deseo lo mejor, aunque me alegra no estar en su pellejo.

Él alzó la ceja.

—¿Eh?

Entonces sí cogió la copa de vino. Quitándose bruscamente el ridículo

gorro rojo, dijo:

—Parece que al ver la comida viene el apetito. Le he cogido el gusto a la

insolente libertad y tengo intención de darle rienda suelta. He decidido que en

cuanto se presente la oportunidad propicia, me procuraré mi propio barco,

contrataré a un capitán y navegaré por alta mar. A lo grande.

Se quedó pensativo. A ella no le sorprendió cuando dijo:

—Sin ofender a nadie, ¿no crees que para una joven dama encantadora

navegar por el mundo es un tanto extremo?

—¿Quieres decir arriesgado? Tal vez —Ella se encogió de hombro

desinteresadamente—. Pero la vida es demasiado corta para perder el tiempo

lamentándose. Prefiero mil veces más pasar lo que me quede de vida viajando

por el mundo, conociendo lugares y en busca de la felicidad, que sumirme en el

aburrimiento durante trescientos años.

Él expresó con una sonrisa:

—Suena como un plan.

—Que tengo intención de poner en marcha —Depositó la copa sobre la

mesa y se dirigió hacia el balcón abierto, ignorándolo categóricamente. Hasta

ese instante ella no se había percatado de que la idea iba tomando forma en su

mente y se iba convirtiendo en una intención madura. El hecho de decirla en

voz alta no sólo le había dado forma sino también le había hecho cobrar

determinación. Si su abuelo no lo aprobaba, sencillamente lo arrastraría con

ella. Hasta los brillantes políticos necesitaban un respiro de vez en cuando.

El aire le erizó los vellos de la nuca.

—Antes de enfrentarme con Luis —la voz grave de Eros se deslizó por

encima del hombro de ella—, tengo intención de detenerme en Agadir, es decir,

en Marruecos. Si quieres, puedo llevarte conmigo y devolverte a Inglaterra unas

semanas más tarde de lo planeado.

Ella se volvió para mirarlo de frente. Tenía los rasgos ensombrecidos, los

hombros anchos bloqueaban la luz que salía del cuarto, había un rasgo suave y

convincente en Eros que a ella nunca dejaba de fascinarla. Qué aventura sería

viajar con él hasta tierras tan lejanas. Al principio ella no había apreciado

realmente el potencial de la idea, y de manera bastante tonta había decidido

aceptar su ofrecimiento hacía una semana. Por supuesto, en ese momento él no

había sido honesto. Sin embargo, ahora lo era. Estaba segura de eso.

—Tu ofrecimiento me conmueve profundamente —dijo ella con absoluta

seriedad—. No obstante, debo rechazarlo.

—¿Debes? —preguntó él, sin poder ocultar el asombro. Sin duda su

inmensa seguridad en sí mismo lo había hecho pensar por anticipado en nada

menos que en que ella se le arrojaría a los brazos, lo llenaría de besos y se lo

agradecería infinitamente desde el fondo de su corazón.

—Disculpa —sonrió ella, disfrutando cada instante de aquello—. Aunque

tu ofrecimiento vale la pena...

—¿Pero no era eso lo que querías? ¿Lo que acabas de decir? —le preguntó

con incredulidad.

—Así es —admitió ella, preguntándose cuan lejos llegaría él hasta que ella

accediera—. Pero como se suele decir: si me engañas una vez será culpa tuya, si

me engañas dos será culpa mía.

Eros suspiró.

—Sé que no me hubieras creído de habértelo dicho aquella noche, Alanis,

pero te aseguro —se detuvo de manera significativa—, que tengo toda la

intención de cumplir con esta proposición.

Ella sí le creía. Desafortunadamente para él, ella había adquirido un sabor

de venganza.

—¿De veras?

Con el hermoso rostro bronceado un paradigma de solemnidad afirmó:

—De veras.

—Mmm —Ella puso cara de estar reconsiderando la propuesta—. No lo

creo.

—Alanis... —Él se adelantó; estaba casi encima de ella.

Pestañeó con gracia.

—Estoy agradecida, pero de veras, ¿qué sentido tiene viajar tan lejos para

conocer una sola playa? Sería peor que no conocer nada de nada. No, gracias,

pero debo esperar a que surja una mejor oportunidad que ésta. Dentro de tres

semanas, al llegar a Inglaterra, nos diremos adiós y tomaremos rumbos

separados.

Su aplomo se derrumbó. Si una semana antes él no hubiera estado

realmente dispuesto al desafío, sin duda ella hubiera rectificado la situación:

parecía absolutamente ansioso por que accediera a ir con él. De modo que en

ese momento el tan confiado de sí mismo Víbora no estaba tan bajo control,

¿verdad? Esa desdichada noche sí que ella había aprendido una valiosa lección:

Eros era un demonio astuto, y ella tenía que ser dos veces más astuta.

Los ojos le brillaban intensamente, como si estuviera absolutamente

concentrado, le acarició la delicada mandíbula con los nudillos, hipnotizado por

la refinada estructura ósea.

—Tú quieres conocer la kasba —respiró.

Sus miradas se cruzaron. Con ojos brillantes, Alanis reprimió una enorme

sonrisa y asintió con la cabeza. Una sola vez.

—Te llevaré a la kasba de Argel, amore. Y a Agadir. ¿Vendrás?

—Sin compromiso —afirmó ella con cautela. Una sonrisa malvada le

curvó la boca. —Sin compromiso.

—En ese caso, no me importaría hacer un pequeño desvío camino a casa.

¿Zarpamos mañana?

—Así es. Pero primero —aún sonriendo, deslizó los brazos alrededor de

su cintura y la atrajo hacia su torso plano—, debemos sellar este pacto con un

beso —Le rozó los labios y la besó con tal profundo deseo que la resistencia de

ella, junto con sus ideas, desaparecieron.

** ** **

Nadie tenía permitida la entrada a la fortaleza de Gibraltar sin un permiso

especial del alcaide. Poco dispuesto a revelar su identidad, Cesare se acuarteló

en una posada situada en un terreno neutral. Residió ahí durante varios días

hasta que decidió entrar a la guarnición disfrazado y a hurtadillas. Su objetivo

era procurar una suma de dinero mediante una carta de crédito que había

traído desde Versalles. Alquiló una habitación en una taberna que quedaba en

un callejón estrecho. Convenientemente, el callejón quedaba alejado de la calle

principal de Gibraltar.

Era imposible mirar el lugar sin experimentar una sensación de horror.

Los recovecos llenos de humo y mugre, al igual que los grupos de españoles, los

oscuros moros y los distantes judíos personificaban su menos que insignificante

vida, se lamentó Cesare amargamente, pero su suerte estaba a punto de

cambiar. Pronto tendría el medallón, a su enemigo muerto y a Milán: la tierra

de sus antepasados.

Al cabo del quinto día en Gibraltar, estaba bebiendo una jarra de cerveza

con un moro llamado Bouderba, quien tras haber vivido algún tiempo en

Marsella hablaba bastante fluido francés, cuando un muchacho de aspecto

mugriento se le acercó con un mensaje. Roberto había llegado. Se encontraron

en la posada una hora más tarde.

—¡Cuéntame todo! —le ordenó Cesare impacientemente.

—Va camino a Argel. Pero no está solo. Va acompañado de una mujer.

—¿Por qué me fastidias con detalles insignificantes? —Se llevó a la

prostituta con él. Será la última que tenga.

—No es una prostituta, monsignore, es la nieta de un duque inglés. De un

duque importante.

—Las damas de alta alcurnia son las prostitutas de la peor calaña —dijo

Cesare con un bufido—. Espera un momento... —Cogió a Roberto de la pechera

de la camisa y lo elevó hasta mirarlo a los ojos—. ¿Dijiste un duque inglés?

—Yo... yo la vi —chilló Roberto—. Una jovencita bonita, rubia, con un

cuerpo delicioso. Pasaron una semana juntos en Tortuga.

—¡No te pago para saber tu gusto con las mujeres, stronzo! —Con el rostro

como una máscara de furia, Cesare apartó a Roberto de un empujón—. El

bastardo aún sigue en el juego. Después de todo, no se ha retirado. Piensa que

ha enganchado un trozo de carne que lo lleve directamente al consejo de guerra,

a Marlborough y a Saboya —Maldijo—. Va bene. Dejémoslo pasar sus días al sol.

No vivirá demasiado para cosechar su siembra —Atravesó a Roberto con una

furiosa mirada glacial—. Iremos a Argel.

Capítulo 11

La noche estaba oscura, húmeda y calurosa. Un manojo de luces titilaba en

la distancia. De espaldas a la costa, Eros remaba metódicamente, con la cabeza

envuelta en una extraña tela negra. Alanis lo miraba con el rostro cubierto a

medias por un velo. Lucía más siniestro de lo habitual. Pensativo, distante,

tenso. Ella tuvo un terrible presentimiento. ¿Hacia dónde diablos se dirigía?

Las tres semanas que habían pasado atravesando el océano habían

transcurrido rápida y tranquilamente. Ella había insistido en comer en su

camarote y Eros no lo había objetado, con su orgullo innato conteniendo el

impulso de implorarle su compañía. Pasando la mayoría del tiempo en el

alcázar con Giovanni, él se había dedicado a dirigir el barco, manteniendo el

contacto estrictamente indispensable. A veces ella lo veía bromear con los

marineros, y le sorprendía ver cuan intimidados se sentían sus hombres ante él.

Sin embargo, aun con un abierto despliegue de indiferencia, en ciertas ocasiones

sus miradas se cruzaban desde lejos y ella era la primera en desviarla. Eros

invadía sus pensamientos día y noche, convirtiéndose en un acertijo que tenía

que resolver. ¿Quién era? ¿Qué era lo que le había llevado a ser el hombre que

era? ¿Cuáles eran sus metas, sus ambiciones, sus sueños? ¿Qué lo motivaba?

¿Qué lo conmovía?

—Ponte esa maldita cosa de nuevo, Alanis —le ordenó Eros—. No es mi

idea de comodidad con este calor pegajoso, pero es inevitable.

Ella lo miró de manera huraña. La gruesa túnica negra que él la hacía usar

la engullía, con cabeza y todo, con un velo apretado en el rostro que le llegaba

hasta la nariz. Ella lo detestaba, pero por cómo estaba él en aquel momento, no

se atrevió a discutir nada. Volvió a ponerse el velo de un tirón.

—¿Hacia dónde nos dirigimos?

—Querías conocer Argel —Echó un vistazo a la costa por encima del

hombro—. La kasba de Argel, princesa, a vuestras órdenes.

—Argel —murmuró ella, mientras se mecía suavemente junto con el

bote—. La infame morada de los corsarios de Berbería, del Dey y su corte —Lo

miró a los ojos—. Nico me dijo que eres un hombre buscado en Argel. Dijo que

el Dey era tu enemigo acérrimo desde que rompiste filas con él y te uniste a los

europeos en la guerra. ¿Estás completamente seguro de querer ir allí?

—¿Nico te dijo todo eso? Fascinante.

—Nico dijo que si ponías un pie en suelo del Dey significaba muerte cruel

y segura.

—Nada es seguro en esta vida. ¿O es que todavía no lo has aprendido?

De modo que era cierto. Él era un hombre buscado en Argel. Entonces,

¿por qué este estúpido no le había dicho que había tanto riesgo involucrado?

—No quisiera ponerte en un riesgo tan grande simplemente por cumplir

con un tonto capricho con el que soñé. ¿Y si te atrapan? Te torturarían hasta la

muerte.

—Sí—le lanzó una exasperante sonrisa sarcástica—, ¿pero y qué si no lo

hacen?

¡Tenía ganas de morir!

—Creo que debemos regresar, Eros. Esta aventura es demasiado peligrosa.

—Por supuesto que sí —Se encogió de hombros—. Pero de otro modo no

sería divertido.

—Si te atrapan a ti, me atraparán a mí también —señaló ella con tono

cortante, irritada por el humor negro de él.

Dejó de remar, permitiendo que el bote flotara lánguidamente sobre la

superficie del agua.

—¿Es eso lo que te está molestando, Alanis? ¿Que algo malo pueda

ocurrirte porque estés conmigo?

—Bueno, sí, es eso —Ella se movió incómoda—. Pero como dijiste una vez:

no te detesto lo suficiente como para verte muerto —Ahí está, lo había dicho.

No estaba dispuesta a mencionar ni una palabra más sobre el asunto. Aquel

petulante ya estaba medio convencido de que ella era incapaz de resistírsele y

ella no tenía intención de alentar esa veta presuntuosa.

—¿Estáis realmente preocupada por vuestro bienestar, princesa? —le

preguntó gentilmente—. ¿O estáis preocupada por perder a vuestro guía?

A ella sí le importaba. ¿Cómo de loca estaba? Inspiró hondo y se serenó,

asegurándose de sonar como una persona razonablemente preocupada, y no

como una mujer pesada.

—Escucha, sé que Argel era parte de nuestro plan inicial, pero si entrar a

la kasba podría costarte la vida, no vale la pena. Hay otros lugares que me

encantaría conocer. Volvamos al barco y...

—Hay momentos, situaciones difíciles, en las que uno debe arriesgar la

vida para alcanzar un mayor objetivo. Una vez cometí el error de valorar mi

vida por encima de las cosas que más quería en el mundo. Jamás he vuelto a

repetir el mismo error.

De no haber sido por el bendito velo, hubiera quedado con la boca abierta

y la lengua suelta. La muerte es amarga, pero la fama es eterna. Qué precepto tan

exigente para mantener. ¿Qué hecho tan terrible habría llevado a Eros a

convertirse en una persona tan severa?

Unos minutos después llegaron a tierra. Él bajó del bote de un salto y lo

arrastró a la arena. Una pequeña isla se extendía frente a la ciudad y se

conectaba a ésta mediante una imponente mole de sólida construcción apoyada

sobre arcos. La entrada al puerto estaba coronada por una batería repleta de

cañones de inmenso calibre. La franja de playa estaba libre. Alanis se detuvo,

impactada por la imponente resistencia de las fortificaciones. Por algo la kasba

de Argel, aquella fortaleza de arena situada al borde del desierto, era conocido

por el mundo entero, pensó ella. Irradiaba poder. Era el reino del terrible dey, el

primer ladrón y traficante en su propio territorio, paraíso de los náufragos

donde otros temían pisar, donde la noche se imponía y el día se rendía. Una

ciudad de encanto y misterio.

—Aseguraos de que vuestros cabellos estén ocultos todo el tiempo,

princesa —Él le colocó el velo con delicadeza—. ¿Estáis lista?

Cuando ella asintió, él se cubrió la boca con el borde de la tela que

envolvía su cabeza, la cogió de la mano y avanzó de prisa hacia la pared.

Prescindiendo del portón fuertemente custodiado, esquivó la pared y escaló la

colina. La arena era profunda y el ascenso arduo, pero como si conociera cada

grano de arena del camino, él la condujo hasta un hueco secreto que se abría en

la pared.

Una vez en el interior de la ciudadela, avanzaron rápidamente por el

tortuoso laberinto de callejones entre paredes blancas. Como un halcón, Eros se

abría paso bajo la luz de la luna, girando con cautela, pegando los cuerpos

contra la pared. En un patio alejado, un gato saltó desde un tejado sobre una

lata. Alanis gritó. Eros le tapó la boca con la mano, susurrando:

—En la kasba las paredes oyen, así que no hagas ruido.

Una vez más se encaminaron, corriendo y pegándose a la pared hasta que

llegaron a un amplio descampado. Había unas tiendas, puestos cerrados y unas

tribunas tenebrosas que rodeaban un pozo de piedra.

—Este es el zoco, el mercado —susurró Eros—. Ahora está desierto, pero si

vienes por la mañana es colorido, alegre y atestado de gente... te encantaría.

Desafortunadamente, no puedo traerte durante el día, si es que quiero

conservar mi cabeza en su sitio.

Ella le disculpó absolutamente por aquella limitación. Los ojos de él se

iluminaron, como si fuera un muchachito que iba a la feria por primera vez.

—Aquí se pueden encontrar las mercancías mas increíbles: desde objetos

robados de Occidente hasta todo tipo de baratijas que puedas imaginar —La

cogió fuerte de la mano y se adentraron en los callejones—. Y hay que discutir el

precio con los vendedores —le enseñó con toda seriedad—, o se sienten

ofendidos.

Ella sonrió detrás del velo. Lo único que veía eran puestos oscuros y

callejones vacíos, pero Eros debía de estar teniendo una imagen distinta, para

ella desconocida.

—Recuerdo la primera vez que vine —continuó diciendo él mientras

caminaban tomados de mano—. Yo tenía dieciséis años, y no hablaba ni dos

palabras en árabe, jamás había visto un mercado antes, ni siquiera en Italia, y

este sitio a mí me había parecido un paraíso mugriento y revoltoso. Me había

encantado —recordó con la voz teñida de nostalgia—. Gelsomina tenía seis años

y estaba aterrorizada con los ruidosos y ordinarios vendedores. Me distraje un

instante y mi hermana desapareció. Me desesperé. Corrí por los callejones,

buscándola hasta que la encontré parada ahí —señaló una tarima que había

cerca—. Estaba parada petrificada, mirando fijo a un hombre que hablaba con

pájaros. Era un entrenador de loros que hablaban. Gelsomina no se quiso mover

hasta que le compré una esas graciosas criaturas —Rió él ahogadamente—. Lo

llamó Zakko y durante años trató de enseñarle a hablar en italiano, pero el

bicho era testarudo. Creo que entendía cada palabra pero insistía en cacarear en

árabe, sólo para hacerse el difícil.

Ella sabía perfectamente cómo se había sentido Jasmine. Sólo que su objeto

de fascinación no era un pájaro; sino una víbora. Por primera vez desde que se

habían conocido, ella vislumbró al niño que alguna vez él había sido, debajo de

aquella cruel apariencia de serpiente. Estaba sucediendo de nuevo. Las defensas de

ella se estaban desmoronando.

Eros se detuvo.

—¡Tenía que haberme convertido en un vendedor! — proclamó con

mucho entusiasmo.

Alanis tragó saliva con dificultad.

—Yo hubiera comprado todas mis especias en tu puesto —susurró ella.

Con los rostros cubiertos por los velos, se miraron a los ojos.

—Una vez casi me cortan la mano por robar una naranja —La voz de él

sonó más ronca; el fuego azul de sus ojos ardió con más brillo. Ella contuvo la

respiración cuando lentamente él se quitó la tela negra del rostro. Cuando las

facciones quedaron visibles, ella se sobresaltó por el aspecto siniestro que tenían

grabadas—. Sé que me odias, Alanis, pero juro frente a mi futura tumba que

jamás tuve intención de hacerte daño. Me gustaste desde el principio. No sólo

porque eres hermosa, sino también porque a veces, en momentos como éste... —

Una extraña expresión se reflejó en sus ojos, una mirada perpleja, como si

acabara de descubrir algo extraño y fascinante—. A veces, siento como si nos

conociéramos desde hace años. Jamás le conté esta historia a nadie.

Esa candidez a ella la desarmó por completo. Era el primer momento que

compartían de verdad. Sin lujuria, sin motivos insidiosos, sin burlas,

resentimientos ni temores. Aquello era un alma en contacto con la otra.

Con dedos vacilantes, Eros le quitó el velo ceñido de la boca. Buscó en sus

ojos tratando de adivinar si ella le correspondería o lo despreciaría. Ella no se

reconocía. Enmarcándole el rostro con ambas manos, bajó la cabeza y le besó los

labios. Su boca se sentía cálida, seductora, y llena de promesas...

Unos jinetes irrumpieron en el zoco. Eros la empujó dentro de un hueco

que había entre dos puestos y permanecieron muy quietos, fundiendo los

cuerpos con las paredes de yeso. Alto, fornido y macizo, él casi la sofocaba. Sin

embargo, ella disfrutaba de su proximidad, de su intensa fragancia, de la

sensación que le provocaba tener aquel bloque de músculos apretados contra el

cuerpo. Ella tenía el rostro oculto debajo de la tela que envolvía la cabeza de él;

con la boca pegada a su cuello. Le aferró fuerte la cintura y eso era lo único que

podía hacer.

Cuando la estampida se alejó, Eros se apartó, maldiciendo. Le examinó el

rostro bajo la pálida luz de la luna.

—No debí traerte hasta aquí. Qué estúpido he sido. ¿Te encuentras bien?

Ella no se encontraba bien. Lo que acababa de experimentar aplastada

contra el cuerpo masculino era peor que el susto de estar tan cerca del peligro.

Acomodándose el velo en su lugar, se maldijo por ser una lujuriosa descocada.

—Estoy bien —respondió—. Fue... un pequeño susto, eso es todo.

La cogió de la mano.

—Ven. No deberíamos perder tanto tiempo aquí.

Un momento más tarde, llegaron a una pequeña morada. Eros golpeó una

puerta arqueada de color azul y esperó. Una anciana de estatura pequeña,

envuelta en una túnica negra abrió la puerta y miró con recelo a las dos siluetas

camufladas paradas en la entrada. Eros se descubrió el rostro y dijo:

—Esalaam haleikum, Amti.

—¡El-Amar! ¡Bendito Allah! —Los ojos de la anciana se agrandaron de

júbilo. Se cubrió el rostro con las manos, diciendo una oración—: Tfadal. Entrad

—Los condujo hacia el interior y cerró la puerta detrás echando el cerrojo de

bronce—. ¡Allah misericordioso! Mi amado hijo está de vuelta. Estás sano y salvo y has

venido a ver de nuevo a la vieja Sanah. Pasa, einaya, deja que la vieja Sanah te dé un

abrazo y un beso.

Eros se adelantó y envolvió a la anciana entre sus brazos.

—Te he extrañado, Amti —Tenía la voz cargada de emoción, y aunque

habló en árabe, Alanis entendió: él estaba en casa.

Sanah miró a Alanis.

—¡Yasmina, hija! ¡Tú también estás de vuelta!

Eros cambió de idioma.

—No, Amti, ella no es Jasmine —Atrajo a Alanis hacia él. Sonriéndole a los

ojos, le quitó la capucha—. Amti, quiero presentarte a Alanis. Ella es mi nueva

protegida. Princesa, le presento a Sanah Kuma: la Maga. La Bruja.

—Marhaba! ¡Bienvenida! —Con una enorme sonrisa, Sanah cogió las

manos de Alanis, con unos brazaletes dorados que tintineaban en sus delgadas

muñecas. La curiosidad echaba chispas en sus sagaces ojos azules—. Hola de

nuevo.

—Es un placer conocerla, señora Kuma —dijo Alanis, advirtiendo la

aprobación de Eros con el rabillo del ojo—. Me temo que no sé qué decir —Y así

era. Sanah era admirable: tenía unos delicados ojos con un brillo de inteligencia,

la piel tan bronceada y surcada como si fuera de cuero curtido, una espesa

melena de rizos plateados y una sonrisa colmada de encanto oriental.

—Es un placer conocerte a ti, Alanis, hija de Christine —Sanah le apretó

los dedos.

Alanis casi se desmaya. Antes de que tuviera oportunidad de preguntarle

a Sanah cómo sabía el nombre de su madre, la anciana le deslizó una sonrisa

malvada a Eros.

—Heya hellua giddan, ya eibni. Es muy hermosa, hijo mío. Inta baheb ha?¿La

amas?

—Hallas. Bastante —rezongó él echándole un vistazo a Alanis.

Sanah rió nerviosamente, sin perderse nada con aquellos ojos picaros. Los

condujo hacia una sala, donde candelabros de malaquita ardían en pequeños

nichos. La túnica de seda turquesa flotaba detrás de ella.

Alanis atravesó el pasillo abovedado junto a Eros, aspirando especias de

hierbas estimulantes.

—¿Qué fue lo que dijo Sanah sobre mí que te molestó?

—Nada importante.

—¿Y cómo supo el nombre de mi madre? Tú no lo sabías.

Él le dirigió una sonrisa odiosa.

—Sanah es una bruja.

—Por favor, entrad y tomad asiento —Sanah la invitó a sentarse en un

diván bajo con forma curva que rodeaba a una mesa marcada con una estrella.

En el centro de la estrella, una lámpara dorada despedía ráfagas de aroma a

jazmín.

Después de colgar las capas, Eros se hundió en el diván a su lado. A pesar

de su gran tamaño, parecía sentirse como en su casa sentado allí en aquella

pequeña sala acogedora de Sanah.

—¿Qué es ese aroma, Amti? —preguntó él con una sonrisa.

—Preparé sopa harira y tajín. Estoy segura de que estás hambriento como

siempre, einaya. Tendré la cena lista en un momento —murmuró Sanah al

tiempo que abandonaba el cuarto con las joyas tintineando alegremente.

—¿Qué significa "einaya"? —le preguntó Alanis.

—Es una expresión de afecto —Sonrió—. Significa 'mis ojos'.

Alanis lo miró a los ojos, cautivada por el tono azul oscuro del iris. Se le

cruzó una idea por la cabeza: si fuera mío, yo también lo llamaría einaya.

—¿Qué piensas de la casa de Sanah? —le preguntó.

Ella parpadeó y echó un vistazo alrededor.

—Es... bastante azul. ¿Simboliza algo?

—El azul es el color de la suerte. Se supone que ahuyenta el mal de ojo —

le explicó con aire divertido.

—La casa es hermosa —murmuró respetuosamente—. Sanah es estupenda

—Aquel pirata que la engañaba, que casi la seduce, y a quien se esforzaba por

rechazar, la había llevado al sitio más encantador a visitar a una anciana que le

era muy querida—. Gracias por traerme aquí esta noche, Eros.

—La noche aún es joven. Tal vez no te sientas tan agradecida cuando

termine.

—Sé que viniste hasta aquí arriesgándote mucho, pero jamás olvidaré esta

noche. De eso estoy segura.

Eros perdió la sonrisa. Exploró su mirada ingenua y le apartó un mechón

de cabellos dorados de los labios.

—Esa mirada en tus ojos, amore, vale cualquier riesgo del mundo —le

susurró con tono grave.

Alanis le sostuvo su mirada penetrante. Una mujer demasiado hermosa

para describirla con palabras pero también un maldito estorbo con el que él no

tenía intención de cargar.

Sanah regresó con una bandeja repleta de platos.

—¿Recuerdas mi sopa harira, El-Amar?

—¿Cómo podría olvidarla, Amti? Mi paladar todavía está ardiendo desde

la última vez que la tomé.

Sanah suspiró y se sentó frente a ellos.

—Esta noche has hecho feliz a esta anciana, El-Amar.

—He extrañado nuestras charlas, Amti —confesó Eros con una sonrisa—.

Es bueno estar en casa.

Alanis sintió los ojos tan llorosos como los de Sanah. Evidentemente, la

solitaria anciana adoraba al Víbora italiano como si fuera su hijo. Miró a Eros,

asombrada de su transformación en un ser humano. ¿Era aquel el rufián que le

había robado las joyas de amatista?

Sanah miró a Alanis.

—¿No comes, mi niña?

—Aún tenéis que serviros sopa para vos, señora Kuma —respondió

Alanis.

—Oh, no, mi niña. Yo no puedo comer. Estoy demasiado emocionada.

Eros rió entre dientes. Inclinándose hacia Alanis de manera conspirativa,

dijo:

—Sanah debe estar pura para poder leer dentro de la gruta. Si come, no

podrá adivinarte la suerte. ¿No es así, Amti?

Sorprendida, Alanis miró a Sanah. La anciana sonrió sintiéndose culpable.

—No tengo secretos para ti, El-Amar, ya los conoces todos.

—No todos —como un lobo, devoró una generosa cucharada. Alanis miró

su plato de sopa. El aroma picante era bastante tentador, de modo que decidió

desafiar a su paladar.

—Háblame de mi hermosa muchacha —Sanah preguntó—: ¿cómo está

Yasmina?

—De hecho, muy bien. Conoció a un pobre diablo y lo obligó a casarse con

ella. Igualmente, la víctima parece feliz. No le preocupó en lo más mínimo.

—¿Casada? Cuéntame más. ¿Quién es ese hombre? ¿Es honesto? ¿Es de tu

aprobación, El-Amar?

Eros asintió con la cabeza.

—Un caballero inglés. Están muy enamorados...

Alanis resopló. La mirada de Eros se clavó en el perfil encendido de ella.

Lo miró y supo exactamente lo que estaba pensando, pero tenía la garganta, la

lengua, la boca entera en llamas después de probar la sopa picante. No podía

pronunciar ni una sola palabra, menos aún explicar el súbito arrebato. Aunque

por el modo en que él la estaba mirando... ella no estaba segura de querer

explicar nada.

—Amti, ¿serías tan amable de traernos un poco de agua? —le pidió en

forma clara y concisa con los ojos puestos en Alanis.

Sanah asintió con la cabeza y fue de prisa a la cocina. Alanis se secó el

rostro con lágrimas, absolutamente consciente de la mirada furiosa de él. Se le

acercó más.

—Si llegas a decir una sola palabra que arruine la felicidad de la anciana,

te las verás conmigo. ¿Está claro?

Un escalofrío le subió por la espalda. Bienvenido, Víbora. Ella le clavó la

mirada.

—Jamás haría algo tan rencoroso, ni querría, aunque tú tendrías que

mejorar tus amenazas.

—No me provoques, Alanis. Te encontrarías con un enemigo más

poderoso de lo que piensas.

Ella sonrió y desvió la mirada. Sanah regresó con una jarra con agua y

unos vasos. Alanis aceptó uno de buena gana, esforzándose al máximo por

mantener la sonrisa. Eros estaba furioso. Bien.

—Entonces, mi dulce muchachita está casada —Sanah suspiró con

placer—. Qué maravilloso. Yo le dije que se casaría a los veintidós. Aún sigue en

el Nuevo Mundo, ¿verdad?

—Supongo que sí —respondió Eros.

—Ah, pero pronto vendrá a visitar a la vieja Sanah y a contarle las buenas

nuevas en persona.

—Si tú lo dices, Amti...

Sanah sirvió el tajín —un estofado de carne tierna de cordero— seguido de

un postre de confituras empapadas en miel y agua de rosas. Gradualmente, el

ánimo de Eros comenzó a serenarse. Con el estómago lleno, se relajó sobre los

almohadones. Alanis disfrutó de cada bocado. Nada iba a arruinar su aventura,

y especialmente él. Ignorando las protestas de su estómago, cogió una fruta

negra larga y delgada.

—La algarroba es muy saludable. Aumenta la fertilidad. Deberías comer

un poco, El-Amar —dijo Sanah ofreciéndole un plato de algarrobas a Eros.

Conteniendo una sonrisa, lo rechazó con gentileza. Alanis apartó las suyas

cortésmente.

Sanah recogió los platos.

—¿Os gustaría tomar café o té?

—Por favor, dejadme ayudaros —Alanis empezó a levantarse del sofá.

La detuvo con una mano sobre el muslo.

—Estoy seguro de que a Alanis le encantaría probar tu famoso café.

Alanis miró la mano masculina.

—¿Tú también tomarás un poco de café? —Sanah lo miró con ojos

expectantes—. Sólo por esta vez para hacer feliz a la vieja Sanah.

Retirando la mano, le dijo:

—Ya sabes que yo no bebo café, Amti. Aceptaré una taza de tu menos

afamado té de canela —Desviando la mirada en dirección a Alanis, explicó—:

Sanah te leerá la suerte en la taza después de que bebas el café.

—Aywah, beberemos café, fumaremos narguile, y adivinaremos la suerte

—decidió ella alegremente.

Alanis no estaba dispuesta a perderse aquello por nada del mundo.

—Con gusto aceptaré una taza de vuestro café.

—Dulce, prepáralo dulce —Eros le guiñó un ojo en un gesto de

complicidad antes de que Sanah se fuera a la cocina. De nuevo a solas, él le

preguntó a Alanis cautelosamente:

—¿Aún sigues disfrutando?

—Sí. Gracias.

—Debí mencionar antes que ofrecerle ayuda al anfitrión es considerado

una descortesía, pero como no quería arruinar la sorpresa...

Perpleja, ella lo miró a los ojos. Él no estaba loco ni tampoco ella. El

hombre sólo tenía dos personalidades conflictivas. Una era la de una cruel

serpiente, pero la otra era donde radicaba el verdadero peligro.

—El-Amar... —Involuntariamente, se le escapó ese nombre.

Él sonrió misteriosamente.

—¿Qué es lo que te estás muriendo por saber?

Alanis se detuvo. Ella quería saberlo todo.

—¿Por qué Sanah te llama El-Amar?

—Pregunta fácil. Ella detestaba mi nombre pagano, así que se inventó otro

para mí.

—Eros. En la mitología griega, es el dios del... —Se detuvo en seco.

—Amor —La expresión de sus ojos estaba condimentada de una

arrogancia masculina y de deseo.

—Es casi un nombre vulgar —Ella desvió la mirada, molesta con él sin

motivo aparente.

—Crees que yo mismo lo inventé, ¿verdad?

Ella percibió esa sonrisa exasperante con aquellos hoyuelos.

—No me sorprendería si lo hubieras hecho.

—Siento decepcionarte, amore, pero no lo hice.

Ella le lanzó una mirada mordaz.

—¿Entonces fue una de tus prostitutas en Tortuga?

El destello blanco de su sonrisa apareció entre sus mejillas bronceadas.

—Nadie de Tortuga.

—Entonces tienes conquistas por todo el mundo. Muy impresionante —

Sonaba como una arpía, pero no podía evitarlo. La antipatía iba

transformándole la expresión—. ¿Y quién fue, Zakko?

—No —El dejó de sonreír—. Mi madre.

—¿Tu madre? —Por supuesto que tenía madre, ¿qué era lo que la

sorprendía? Eros había sido niño alguna vez y su madre le había puesto ese

nombre por el dios griego del Amor, al que los romanos llamaban Cupido. Ella

comprendía por qué una madre que adoraba a su indomable hijo de ojos azules

podía ponerle el nombre de un adorable niño angelical con alas doradas. Como

hombre, él era incomparable; debía de haber sido igual de atractivo cuando era

niño—. ¿Por qué razón tu nombre le molestó tanto a Sanah como para

inventarte otro?

—El Islam es una religión celosa y monoteísta —le explicó—. Sanah es una

creyente devota.

—¿Sanah está familiarizada con la mitología griega?

—Sanah es especial. Ella sabe todo. Me enseñó mucho.

—¿Cómo es que la conociste?

—Nos conocimos en el zoco. Ella se ofreció a leerme la palma de la mano a

cambio de monedas de plata, pero yo rehusé. Nos trabamos en una acalorada

discusión sobre el destino y la suerte y el resto es historia. Ella cuidó de

Gelsomina cuando yo estaba en alta mar.

Cuanto más le contaba el más intrigada estaba ella.

—¿Por qué El-Amar? —preguntó ella susurrando.

—En árabe El-Amar significa 'la Luna'.

—¿Por qué la luna? —Ella le sostuvo la mirada, sin poder desviarla.

Eros alzó un dedo y recorrió lentamente todo el largo de la cicatriz con

forma de medialuna que le surcaba la piel desde la sien izquierda hasta la

mejilla.

—¿Cómo te hiciste esa cicatriz?

Él no respondió. Le enterró los dedos en los cabellos y la atrajo hacia sí.

—Siento deseos de besarte —La voz sonó como un susurro áspero y

profundo, el pecho subía y bajaba apretado contra los pechos de ella.

Ella miró fijamente esos profundos ojos azules. Tenía la boca tan cerca que

sentía su aliento rozándole los labios. La estaba forzando a que accediera, a que

lo dijera.

—Bésame —pronunció ella en un susurro.

Sanah llamó desde la puerta.

—Ayúdame con esta maldita pipa, hijo mío.

Alanis buscó la mirada derretida de Eros, estaba sufriendo tanto como

ella.

Exhalando, él dejó caer las manos y se puso de pie.

—Claro, déjame ayudarte —Socorrió a Sanah con la pesada pipa y dispuso

la bandeja, los carbones y el tabaco en el tubo del narguile. Sanah sirvió el café y

el té y Alanis se relajo en silencio, esperando a que su respiración se calmara.

Estaba comenzando a sospechar que ella también estaba albergando dos

personalidades conflictivas: la de una mujer inteligente y sensata, y la de una

boba enamorada.

Eros se llevó a los labios el extremo de la larga pipa.

—¡Esencia de manzana! —Deleitado, echó el humo en bocanadas

formando anillos. El largo cuello de la pipa resplandeció, el agua burbujeaba en

su interior y los humos dulces se evaporaban a través del colorido tubo. Le pasó

la pipa a Sanah.

—Qué suerte haber preparado mucha comida. Tuve el presentimiento de

que tendría invitados a cenar.

Eros curvó la boca en el borde de la taza de té.

—Parecías sorprendida al principio cuando me viste en el umbral de tu

puerta, Amti.

—¿Por qué nunca bebes mi café, El-Amar? Quieres ser misterioso.

—Sencillamente no estoy tan interesado en saber mi destino. Al final todos

morimos, jamás de manera agradable. Además, sabes que no creo en esas

tonterías de magia, conjuros o maleficios.

Sanah resopló.

—A los dieciséis eras un cínico, El-Amar, y sigues alimentando tu humor

mórbido. ¿Es que ese hábito desagradable no se te quita con el tiempo? Cuando

encuentres algo en qué creer, por favor, házmelo saber.

—¿Y ahora quién está siendo cínico? —bromeó él.

—De todas maneras —dijo Sanah—, yo sé cosas, aunque a veces resulten

difusas a simple vista. Uno siempre tiene que ver debajo de la superficie para

ver la verdad —dijo y le lanzó una mirada a Alanis.

Eros percibió esa mirada y dijo:

—A veces, si uno mira demasiado profundo se puede ahogar.

—El que le teme a la verdad se arriesga a ahogarse en su propia

obstinación —Lo aleccionó Sanah afectuosamente.

—La verdad también puede ser la perspectiva subjetiva de una realidad

más compleja —afirmó él con aire complacido por su respuesta ingeniosa.

—En la vida, todo es subjetivo, El-Amar. Las cosas simples son las que nos

provocan el mayor placer. Tonto es el que las complica.

—Simple o complejo —insistió Eros—, no todo vale la pena el esfuerzo de

conseguirlo.

—¿Y cómo saberlo sin intentarlo, El-Amar? Deja de castigarte, hijo.

Disfruta de las cosas buenas que Alá te concede. Aspira a que tu vida valga la

pena ser vivida.

Eros le lanzó una mirada cautelosa a Alanis. ¿Es que aquella extravagante

conversación giraba en torno de ella?, se preguntó. Él desvió la mirada y ella

continuó disfrutando de la extraordinaria atmósfera creada por el humo con

esencia de manzana y de las indirectas que flotaban mientras bebía el café. Ya

entendía por qué Eros había insistido en que Sanah lo endulzara: era tan fuerte

que podía revivir a un muerto.

Él se inclinó y tomó las arrugadas manos de Sanah entre las suyas.

—Tú siempre has confiado en mí, Amti. Incluso cuando yo estaba lejos de

merecer tu confianza. Shukran.

—Por nada, hijo mío —Los ojos de Sanah brillaron intensamente.

Alanis se mordió el labio; odiaba cuando él se ponía de aquel modo:

afectuoso, cálido, algo melancólico. Le inducía a hacer locuras como abrazarlo

fuerte y no soltarlo más.

—Ahora, ¡hay que adivinar la suerte! —anunció Sanah—. Y los individuos

que se guardan sus secretos no pueden escuchar los de los demás —Le lanzó

una mirada significativa a Eros.

—Me quedo —afirmó él de manera obstinada y cruzó los brazos sobre el

pecho.

—Alanis tiene tanto derecho a su privacidad como tú, El-Amar. ¿Por qué

no vas a hablar con Zakko? Sus secretos son tan interesantes como los tuyos.

—¿Ese saco de plumas chillón todavía anda por aquí? —Rió Eros.

—Lamentablemente. No me importaría lo más mínimo que te lo llevaras

contigo. Ese pájaro jamás se calla.

—Puedes dárselo a Gelsomina cuando venga a visitarte, tal y como prevés

—Hizo un gesto al tiempo que se puso de pie de mala gana e iba en busca del

pájaro.

—Y bien, ¿estás lista, mi niña? —Sanah esperó a que Alanis asintiera con

un gesto.

—Absolutamente —Alanis sonrió con placer y empujó la taza de café vacía

hacia Sanah.

—Veamos... —Sanah levantó la pequeña taza, vertió agua en su interior,

la giró y derramó el resto en el plato. Quitó la tapa cónica de la lámpara de

aceite, liberando una ráfaga de nubes aromáticas y se inclinó hacia delante para

concentrarse en las marcas—. Mmm. Primero, veremos el pasado. Luego, el

presente. Y finalmente, veremos el futuro.

Alanis se abrazó el cuerpo. Había tantas cosas que ella quería saber... por

supuesto, si es que uno creía en ese tipo de cosas, y ella no estaba del todo

segura de que así fuera.

—Veo tres niños rubios: un niño, la hermana mayor y un amigo —Sanah

arrugó la frente—. Un hombre y una mujer mueren en un incendio. Un hombre

mayor acongojado. Tiene el corazón roto —Echó un vistazo a Alanis—. Tu

abuelo nunca se recuperó de la muerte de tu madre. Christine era todo para él.

El anciano culpó a tu padre por haberlo alejado de su hija. Lo quería cerca y

dedicándose a lo que él hace: preocuparse por los demás. Tu padre ignoró sus

deseos y zarpó junto con tu madre. Murieron en un incendio.

Alanis se sofocó. Hasta allí, Sanah había acertado casi en todo.

—Me gusta tu abuelo. De carácter fuerte, honesto, nunca se compromete.

Es un hombre importante, influyente pero justo. Tú le ablandas el corazón. Veo

que lo admiras mucho.

—Mi madre falleció cuando yo tenía doce años. Él nos crió a mi hermano y

a mí.

—Veamos. Ah, otra desgracia —Sanah suspiró—. Tu hermano fue

imprudente. Perdió el dinero y la vida en manos de hombre malvados. Tú lo

lloras mucho. El niño más grande era un buen amigo.

—Sí, así es —Alanis se secó las lágrimas y le hizo un gesto a Sanah para

que continuara.

—El anciano está apesadumbrado. Siente que descuidó a tu hermano. Su

muerte le pesa demasiado en su conciencia. Para él la vida perdió el sentido. No

hay heredero en su familia. Él no confía en que el muchacho rubio cumpla sus

obligaciones contigo. Veo un océano. El anciano está solo. Siente que te va a

perder del mismo modo que perdió a tu madre y a tu hermano—Sanah alzó la

frente arrugada—. Tiene grandes esperanzas contigo. Te admira y te extraña

profundamente. Sabe que ha cometido errores, pero está dispuesto a cambiar.

Él sabe que no contraerás matrimonio con el muchacho rubio y regresarás...

soltera. Y así será. Regresarás soltera —Algo parecía perturbar a Sanah, pero no

mencionó de qué se trataba—. El muchacho rubio jamás te perteneció —afirmó

la clarividente—. El destino te ha elegido a otra persona. El está cerca.

El corazón de Alanis dio un vuelco, pero ella descartó de inmediato

aquella peligrosa conclusión.

—La verdad es que no estoy del todo convencida de que alguna vez sienta

deseos de contraer matrimonio, señora Kuma.

—Por favor, llámame Sanah. Déjame explicarte algo, hija mía. El destino

está dispuesto de antemano, aunque los individuos pueden intervenir e inclinar

la balanza de su propia suerte. La vida ofrecerá alternativas, pero la última

decisión está en tus manos —Le sonrió—. Eso es lo hermoso de ello. Nadie más

que tú es responsable. Por supuesto que hay otras intervenciones y

prevenciones, pero... —Señaló a Alanis con un dedo—. ¡Tú eres quien tiene el

poder de forjar tu propio destino!

—No comprendo. Si el destino de uno está dispuesto de antemano, ¿cómo

es que uno puede ser responsable de él?

—Esa es la pregunta del millón. Yo lo he estudiado durante muchos años,

y aún no sé todas las respuestas. Trataré de explicártelo en términos sencillos. Si

tu destino está entrelazado con el de otra persona, entonces conocerás a esa

persona en la vida, pero lo que resulte de esa conexión depende de ti. Si esa

unión no funciona, se reunirán una y otra vez en sus sucesivas reencarnaciones

hasta que cumplan con el destino de estar unidos. Lo que estás haciendo ahora

es, digamos, pidiéndole a tu ángel de la guarda, mediante el uso de mi

habilidad, que te guíe en tu búsqueda de la felicidad. Ya ves, mi niña, puedo

decirte muchas cosas, pero tú siempre podrás cambiar tu destino.

—Eros... quiero decir, El-Amar, no cree en estas cosas, ¿verdad? —Alanis

recordó el estoico comentario que él había hecho esa noche más temprano. Para

él, la vida era una lucha constante.

—El-Amar es un hombre escéptico. Para creer en algo necesita de pruebas.

La vida lo ha moldeado de ese modo. Las cosas no siempre le resultaron fáciles.

No tuvo tiempo de meditar cada paso que daba porque su lucha era sobrevivir.

La vida lo ha obligado a continuar. Sin embargo, ahora está cambiando y ni

siquiera se da cuenta todavía. Pero nos desviamos del tema. Continuemos antes

de que a Zakko se le agoten los secretos, ¿quieres?

Sonriendo, Alanis asintió con la cabeza.

Sanah entrecerró los ojos y miró la taza atentamente.

—Veo a un hombre. Vuestros caminos ya se han cruzado anteriormente y

se volverán a cruzar. Es un hombre poderoso a quien la gente teme pero

respeta. Tú también le temes mucho, aunque también te conmueve. Sabes poco

acerca de su pasado. Percibes secretos. Hay dos hombres en su interior: una

serpiente y un águila, pero tiene un solo corazón. Tú sientes el corazón de este

hombre pero no confías en tus sentimientos. El es diferente a otros hombres. Es

singular.

Alanis inspiró profundamente.

—Ese hombre es un misterio para mí —confesó en voz baja—. No sé si es

bueno o malo. A veces pienso que es ambas cosas.

Sanah asintió sagazmente.

—Te diré una adivinanza, mi niña. Resuélvela y tendrás la llave de su

corazón —Se encorvó sobre la mesa, incitando a que Alanis se acercara más y

susurró—: Cuando ama, no desea. Y cuando siente deseos no puede amar. Sólo

podrá casarse en un sitio en particular al que no pueda regresar. Y la nostalgia

domina sus sueños.

¡Dios! Alanis sintió un golpe fuerte en el pecho.

—Pero, no estoy segura de que yo...

—Arriesga el corazón, Alanis, y lo sabrás. Tengo algo para ti. Un momento

—Salió del cuarto de prisa.

Alanis contempló la luz anaranjada que irradiaba la lámpara. La

adivinanza tenía dos partes, dos secretos. La primera parte se refería al pasado

de Eros con las mujeres; la segunda, a sus orígenes. Algo le había sucedido a los

dieciséis años. Algo que le había cambiado la vida. Sus emblemas eran

importantes: serpientes y águilas. Tal vez el hombre a quien se los había robado

era la clave, un enemigo del pasado. Le resultaba gratificante saber que ella lo

había interpretado fielmente. En el interior de Eros había dos hombres, y

aparentemente el destino de ella estaba entrelazado con ambos. Sanah estaba en

lo cierto: él era su punto débil, y bastante importante.

Sanah regresó, balanceando una cadena de oro con un colgante.

—Aquí tienes, mi niña. Es un amuleto de la buena suerte para ahuyentar

los espíritus malignos. Cuélgatelo en el cuello —Le ofreció la cadena a Alanis.

—Ya me ha dado tanto... No puedo aceptar este obsequio.

—¿Ves el ojo azul del colgante? —Sanah señaló la piedra semipreciosa. Era

azul, con un punto negro en el centro que parecía un ojo—. Te mantendrá a

salvo. Vamos, póntela.

Alanis acepó la cadena y la deslizó alrededor de su cuello.

—Gracias. La guardaré con mucho cariño.

—Ahora hablaremos de tu futuro —Sanah levantó la taza a la luz de la

lámpara—. Veo viajes, vicisitudes. Te espero una gran suerte, Alanis, hija de

Christine, si es que te atreves a alcanzarla —Alzó la vista para mirar a Alanis—.

Si es que te atreves a arriesgar tu corazón.

—¿Qué gran suerte? —preguntó Alanis interesada.

—Veo una tierra de una belleza inigualable, una tierra lejana y a un

hombre con el que compartirás la vida en esta tierra. Es un emir, un líder entre

su gente. Tu abuelo escogerá a este hombre para ti.

—¿Mi abuelo? —Alanis hizo una mueca. ¡Qué suerte maldita! ¿Es que su

destino sería casarse lejos con un personaje importante en un país desconocido?

—No te decepciones, mi niña —Sanah se concentró en la taza, buscando

indicios alentadores—. Él posee una mente aguda e intelectual. Es alto, apuesto,

fornido, viril de piel clara...

—¿Piel clara? —El ánimo de Alanis se hundió como una piedra pesada.

Las predicciones de Sanah se estaban poniendo cada vez peor: el color de piel de

Eros era oscura como el bronce.

—Compartirás un vínculo especial. Serás muy feliz, estarás muy

enamorada y tendrás cuatro niños saludables y hermosos. Te involucrarás a

fondo con las ideas políticas de tu esposo.

¡Fantástico! Su abuelo estaba a punto de colocarla con otro político.

—La muerte le llegará, pero tú lo salvarás.

Alanis no compartía el júbilo de Sanah. Estaba demasiado deprimida

como para apreciar las buenas profecías. Una mujer sensata estaría eufórica.

¡Pero ella lamentaba la pérdida de un pirata!

Echando una bocanada de humo, Sanah contempló a Alanis a través de la

nube.

—Siempre puedes cambiar tu destino, mi niña. El destino te ha escogido a

un hombre, pero no es necesario que lo aceptes.

Alanis reflexionó sobre eso. Si había algo que esa noche confirmaba era

que sus sentimientos hacía Eros eran mucho más profundos de lo que ella había

sospechado. La había hechizado, y ella no lograba librarse de ello. Pero si se

daba por vencida, ¿su futuro estaría junto a un hombre respetable escogido por

su abuelo?

Eros se presentó en el umbral.

—Debemos marcharnos, principessa. Ya es casi medianoche, y tenemos que

largarnos de aquí.

Sanah suspiró.

—Pararemos aquí, mi niña, pero ahora que nos hemos conocido, puedes

venir a visitarme cuando quieras. ¿Tal vez El-Amar te traiga de nuevo? —Le

lanzó a Eros una sonrisa picara.

Alanis contempló al hombre que estaba en la puerta, percatándose de que

su corazón latía mucho más rápido. «El más apuesto de los inmortales», así

describía Hesíodo al dios del Amor. Ella se preguntaba qué tipo de mujer

terminaría a su lado... Ya se sentía resentida. Por supuesto que él también podía

quedarse solo por el resto de su vida. No había que perder las esperanzas. No

obstante... Si supuestamente ella resolvía la adivinanza y se ganaba la llave de

su corazón, ¿la usaría? ¿Rechazaría al esposo escogido por su abuelo para forjar

su propio destino? ¿Arriesgaría su corazón por Eros?

Su extraño estado de ánimo a él no se le escapó.

—¿Qué fue lo que le dijiste, Amti?

—Para saberlo debiste haber bebido tu propia taza de café. Ahora, debéis

marcharos. Es tarde y aquí en la kasba las paredes oyen. Temo por vosotros,

einaya.

Cuando estaban parados en la puerta, envueltos en sus mantos negros,

Sanah les cogió las manos y las unió.

—Que Dios os ilumine, hijos míos —Miró a Alanis—. La próxima vez que

vengas estarás embarazada.

Sorprendida por la adivinación de Sanah, Alanis susurró:

—Adiós, Sanah. Jamás os olvidaré, ni a vos ni a esta noche —Se inclinó

hacia delante para abrazarla—. Y gracias por vuestro obsequio.

Eros envolvió a la menuda anciana entre sus brazos.

—No sé cuándo, pero sabes que volveré, Amti —Le besó tiernamente la

mejilla arrugada—. Que Dios te bendiga.

Resollando, Sanah lo soltó, pero de pronto lo aferró del brazo, con temor

en los ojos:

—Te cuidado, El-Amar, ten cuidado cuando la Luna esté en Cáncer.

—Lo haré, Amti. Lo prometo.

—¡Ahora marchaos! —Los ahuyentó de la puerta—. Ruku maá Allah! ¡Id

con Dios!

Ante una queja presentada por el consulado británico al dey, debido a que uno de

sus corsarios había capturado un buque, él respondió abiertamente: "Todo es muy

cierto, ¿pero y qué pretendían? Los argelinos son una banda de rufianes y yo soy el

capitán.

Marine Research Society.

Capítulo 12

El camino de regreso fue en silencio. Echándole una mirada furtiva a la

silueta oscura que caminaba a su lado, cogiéndola de la mano, Alanis preguntó:

—¿Qué es un emir?

Eros se quedó helado. Ella se detuvo de un tropezón frente a él. Los ojos

de él brillaron intensamente por encima de la tela negra que le envolvía el

rostro.

—Un emir es un príncipe —dijo, con una voz que sonó fría y cautelosa.

Ella estaba tan absorta por la intensidad que él irradiaba que no se percató

de los jinetes vestidos de negro hasta que él la apartó de un tirón y quedaron los

dos de espaldas contra la pared. Un grito de terror le brotó de la garganta, pero

él le tapó la boca con la mano. Ella miraba desesperada a los jinetes que

bloqueaban el paso del callejón. Ellos gobernaban la noche, confundiéndose

hábilmente entre las sombras. Un pequeño saco de cáñamo fue arrojado hacia

donde ellos se encontraban. Eros lo cogió y vació el contenido en la palma de la

mano: terrones, un mensaje secreto.

—No digas ni una palabra —le susurró mientras se acercaban a un caballo

que los jinetes les ofrecían—. Haz exactamente lo que te diga. Y bajo ninguna

circunstancia te quites el velo, capisce?

Alanis chocó la cabeza contra la mandíbula de él, asintiendo rápidamente.

El montó de un salto y la levantó sobre su regazo. Se marcharon.

El oscuro laberinto de callejuelas dejó hecho añicos todo sueño romántico

que ella tenía de la kasba de Argel. Las paredes apiñadas los encerraron. Ella

tenía la extraña sensación de que en cada grieta y ventana había ojos

observándolos. El terror le subió por la espalda. Al parecer percibiendo su

intranquilidad, Eros la envolvió con los brazos, instándola a que se protegiera

con su cuerpo. Galopó hasta que llegaron a unos portones altos con forma de

arcos que se abrieron y entraron al trote hacia el patio. Los jinetes desmontaron

y también lo hizo Eros. La bajó de la montura, pero antes de soltarla le dijo al

oído:

—Recuerda lo que te dije. No hables. No te expongas. No mires a nadie

directo a los ojos. Mantén la vista fija en el suelo —Le aferró la mano y se

encaminó derecho hacia el imponente portal con dibujos arabescos—. ¡Taofik!

—Rugió al tiempo que irrumpían, ignorando a los sorprendidos centinelas que

estaban en las columnas de la entrada. Se quitó la tela negra de la cabeza de un

tirón y se detuvo a registrar el vestíbulo. El oro cubría las paredes hasta la

altura de los techos abovedados; el suelo estaba cubierto de unas bruñidas

baldosas de color marrón claro. Nadie vino a recibirlos. El comenzó a avanzar

de nuevo, caminando a pasos grandes y enérgicos, como si fuera dueño de

aquel palacio secreto, o al menos como si hubiera vivido allí. Llegaron a una

lujosa sala, amueblada con unos divanes de cuero y objetos brillantes. Eros se

detuvo abruptamente. Dobló el brazo hacia atrás para mantenerla detrás de él—

. ¡Taofik! —expresó con un gruñido—. Inta fin, ya calb? ¿Dónde diablos te has

metido, canalla?

Una puerta se abrió y un hombre deambulaba en el interior. Piel morena,

cabellos oscuros, ojos negros; llevaba puesta una túnica negra con bordados

dorados, irradiaba autoridad en medio de toda aquella cueva de botines. Alanis

no dudó de que se trataba de un corrupto corsario: la sed de sangre se veía

reflejada en cada rasgo de su aspecto. En la cadera, llevaba una shabariya con

rubíes incrustados, corta y curvada: su daga argelina. Una sonrisa lenta se

extendió en aquel rostro color oliva.

—Marhaba. Bienvenido, El-Amar. Entra.

Eros permaneció rígido.

—Hablo francés para no avergonzarte frente a tus hombres. Sugiero que

hagas lo mismo —Arrojó la bolsa de tierra a las manos de Taofik—. ¿Por qué

estoy aquí?

—Estás muy molesto, El-Amar. ¿Es tan inconcebible que busque a mi

hermano? ¿A mi hermano, al que no he visto durante tantos años, hasta que me

entero de que está en la kasba?

—Tengo una clara intención de matarte por haber enviado a Ornar a

recogerme de las calles. Cooperé por respeto a ti: respeto que claramente tú no

me tienes a mí.

—No fue mi intención faltarte el respeto, hermano. Te pido disculpas por

el modo en que te traje aquí. Sólo me intereso por tu bien. Tengo inquietantes

noticias. Creo que compartirás mi preocupación.

Eros se adelantó un paso.

—¿Cómo supiste que me encontraba aquí?

—Las paredes oyen en la kasba, y la casa de Sanah está vigilada día y

noche. ¿Sabías que la vieja bruja le aconseja al dey? Por estos días él no da ni un

paso sin su consejo. Deberías agradecerle a Alá por que te encontrara yo y no la

patrulla del dey Abdi.

—Sanah siempre ha sido consejera del dey —disparó Eros con poca

paciencia—. Dime lo que sabes y diremos salamat.

—¿Por qué tienes tanta prisa por marcharte? Sentémonos y hablémoslo

con más calma. ¡Omar! —Dio dos palmadas llamando al hombre que hasta ese

momento había sido invisible. Invitó a Eros a tomar asiento en un diván como

de bronce—. Apuesto a que el coñac sigue siendo tu veneno, ¿verdad, italiano?

—Los malos hábitos son duros de matar —Eros descendió las escaleras de

la entrada y se hundió en el diván.

Al dejarla parada como una persona tímida entre las sombras de las

columnas de la entrada, Alanis se dio cuenta de que tratándola como una

esclava la estaba protegiendo. Poniendo en práctica la advertencia que él le

había hecho antes, se quedó ahí clavada, ocultando la mirada, aunque sin mirar

del todo al suelo.

Ornar regresó con una bandeja y la depositó sobre una bruñida mesa que

había entre ambos. Taofik se inclinó hacia delante para servir las bebidas.

—Tienes buen aspecto —dijo—. El éxito te sienta bien.

—No tanto como a ti —sonrió Eros de manera burlona al tiempo que

dejaba a un lado la tela que le cubría la cabeza.

—¿Sabes?, me mortifica verte ahora luchando en favor de los otros.

¿Enemigos nosotros?

Eros endureció la boca.

—Lucho del lado que siempre lo he hecho: del mío.

Taofik lanzó una carcajada.

—Al menos no has cambiado. ¿Cuánto tiempo ha pasado: cinco, seis años?

—Ocho.

—Ah, sí, había olvidado lo ansioso que estabas por abandonarme, El-

Amar, y seguir por tu cuenta.

—No era tu compañía la que me resultaba desagradable, Taofik. Sino los

que te rodean y los métodos que utilizas. Hiere mi... delicada sensibilidad

italiana.

—¡Delicada sensibilidad! —Taofik estalló en una carcajada—. Me has

ganado, rais. Tu nombre es más temido de lo que el mío lo fue jamás.

Una sonrisa sincera se dibujó finalmente en los labios de Eros.

—Francamente espero que no.

—No seas modesto. Tus métodos son más delicados que los míos, pero tus

metas son más altas.

—Te equivocas —dijo Eros—. Yo no tengo sed de poder. Se lo dejo a los

que lo disfrutan mucho.

—No juegues conmigo, El-Amar, y no te engañes. Tu flota es casi tan

grande como la del sultán. Todos los días soy convocado por el dey Abdi para

discutir sobre ese tema.

—Con tanta faena, con el sultán tratándoos de "rebeldes e infieles en

contra de la Sagrada Doctrina del Islam" porque ignoráis su acuerdo de cese de

ataque a los franceses, con tus enormes pérdidas en alta mar por estar plagado

de flotas combatiendo la guerra, y con el sultán marroquí que cada día se

vuelve más poderoso, es increíble que aún encontréis tiempo de preocuparos

por mí.

—Tenemos tiempo para todos —Taofik sonrió, frotando el enorme rubí

que tenía el anillo de su dedo meñique—. Los jenízaros del sultán nos están

sacando hasta el último céntimo. También ellos nos preocupan.

Eros bebió el coñac.

—No estoy interesado en la suerte de tus víctimas. Ya lo sabes.

—Pero no podemos permitirnos tenerte allí bloqueando cada ataque

contra la Alianza. Aún estamos en guerra con los austriacos, como recordarás

—Taofik bajó la voz—. Tus estrategias son ingeniosas, El-Amar, pero no puedes

levantar un muro que rodee una península segura y privarnos de las ciudades

que nos han provisto del mejor saqueo por más de dos siglos.

—¡Entonces deja de invadirlas! —dijo Eros con voz áspera—. ¿Crees que te

permitiría saquear Génova?

A Alanis la sobresaltó su ferocidad, pero Taofik no parecía sorprendido.

—No puedes defender todas las ciudades italianas todo el tiempo, El-

Amar. No eres su guardián. Piensa en los hermanos Harbarossa11. Ellos no se

conforman con el saqueo. Comenzaron como nosotros, luego ocuparon Argel y

se convirtieron en sus gobernantes. Fueron en busca del verdadero poder: el

que se obtiene gobernando países —Entornó los ojos—. Pudimos haber sido los

más poderosos, los corsarios más famosos de todos los tiempos, tú y yo. Aún

podemos serlo. Eros sonrió de modo tajante:

—¿Sigues con intención de usurparle el trono al dey Abdi? ¿Es ese el

motivo por el que de pronto estamos hablando de los hermanos Barbarossa y

del tamaño de mi flota?

—¿Por qué no regresas? Será como en los viejos tiempos, pero mejor.

Seremos socios con todos los derechos.

—Argel es una parte de mi vida que ya acabó —manifestó Eros—. Tengo

la mirada puesta en el futuro.

—No —Los ojos de Taofik parecían carbones encendidos—. Estás

regresando al pasado. Siempre supe que algún día lo harías. Todo ese odio te

mantuvo vivo cuando los demás hombres fuertes se daban por vencidos...

Tenías el diablo pisándote los talones. Nadie soportaría el dolor como tú lo has

soportado sin un motivo.

El rostro de Eros permanecía rígido como una máscara de bronce.

—Esta nueva generación no tiene tu ingenio. No tienen tu temple. Son

malos, blandos. Pretenden la vida fácil, pero son demasiado holgazanes para

pagar el precio.

Eros bebió el trago rápidamente y apoyó la copa.

—¿Para qué me habéis traído aquí?

—Transportas objetos valiosos a bordo del Alastor. ¿Algo de la propiedad

de un duque inglés? Antes evitabas la mercancía de alta calidad. También te

preocupabas por ser discreto. ¿Qué es lo que ha cambiado?

Alanis contuvo la respiración esperando la respuesta de Eros.

—Al grano, Taofik —lo interrumpió con aspereza.

—Un italiano de la nobleza te está buscando en la kasba. Desea comprar

tus... objetos, por un precio atractivo. También anda en el mercado interesado

en comprar información relacionada contigo, hermano, y como bien sabes, esa

información vale tu peso en oro.

—Entonces, tal vez tenga que comer más. Buenas noches, Taofik.

Una par de manos fuertes cogieron con fuerza a Alanis por detrás y una

voz áspera y burlona exclamó por encima de su hombro:

—¡El-Amar! Escuché que ocultabas algo en algún lugar de la kasba.

Eros se quedó rígido.

—¡Déjala ir, Hani! ¡Ahora! —expresó con un gruñido, con un tono que no

dejaba lugar a la negociación. Como tampoco la pistola que de repente sostenía

en la mano.

Hani rompió a reír.

—¿Qué harás, dispararnos? No podrás ni arrojarme una piedra mientras

tenga a esta preciosidad entre mis brazos —La preciosidad se retorcía como una

fiera, pero Hani era fuerte como un buey—. Ya alejaste una vez a Jasmine de mi

lado. Esta vez, se queda conmigo.

—Suéltala, Hani. Ella no es Jasmine —lo interrumpió Eros de manera

amenazadora.

—¿Es eso cierto? ¿Desde cuándo entras a hurtadillas en la kasba con una

mujer, nada menos que para ver a Sanah? Todo el mundo sabe que no llevas a

tus prositutas contigo en tus cruzadas.

Taofik le lanzó un grito de advertencia, pero Hani meneó la cabeza.

—No, tío. No dejaré que me engañes como la última vez. Jasmine accedió

a quedarse conmigo, pero tú y ese canalla italiano conspirasteis a nuestras

espaldas y me la arrebataron.

—¡Le mostrarás a El-Amar el debido respeto y libéralas a Jasmine de

inmediato! —le gritó Taofik.

—¿Qué respeto? —gruñó Hani—. Yo llevo tu sangre, el no es nadie, es un

extraño.

—El-Amar no es ningún extraño aquí. Tú sabes que para mí es como un

hermano.

—¿Un hermano?—Hani escupió el reluciente suelo—. ¿Qué hermano? Yo

soy tu sobrino, de tu propia sangre. ¿Y él qué es? Un despreciable desleal, un ex

esclavo que cogiste de los baños públicos.

—¡No quedará de ti más que un montón de carne y sangre si no la liberas

de inmediato! —Eros se adelantó amenazante—. No es a Jasmine a quien

tienes... ¡sino a mi mujer!

Alanis dejó de forcejear con Hani y miró a Eros de manera aturdida. Tenía

el rostro contraído de furia; con un destello criminal en los ojos. La serena

templanza característica en su personalidad se disolvió ante los ojos de ella. Mi

mujer.

Hani dio la vuelta a Alanis y le quitó el velo que le cubría la boca.

—Hola, preciosa.

Ella alzó la vista. Supo que había sido un error en el momento en que vio

sus ojos. Maldiciendo, él le descubrió la cabeza. Los cabellos brillantes como

hilos de oro le cayeron hasta la cintura en todo su esplendor. Con los ojos color

aguamarina llenos del terror, ella miró fijamente a Hani, y luego a Taofik. Un

salvajismo carnal ardió en los ojos de ambos. Eros se abalanzó, vociferando:

—Bastardo! —Una mano lo detuvo.

—No, hermano —le advirtió Taofik—. Hani es mi sangre. No puedo

permitirte que lo mates por una mujer.

Hani le sujetó con fuerza el mentón.

—¿Qué es lo que tenemos aquí? Un tesoro de oro, suave e incalculable.

Taofik lanzó una risotada.

—Supongo que éste es tu famoso cargamento, El-Amar. No me digas que

te has vuelto blando y has venido a ver a Sanah para que te adivine la suerte...

—Suéltala, Hani —ordenó Eros—. Ella no es Jasmine. Mi hermana está

felizmente casada y viviendo en Jamaica. Llegas demasiado tarde. Ella ya te ha

olvidado por completo.

—¿Casada? —Aferró a Alanis con más fuerza, haciéndola quejarse de

dolor. Refunfuñando la apartó de un empujón, sacó la daga y se abalanzó

enérgicamente hacia Eros, apuntándole al pecho.

—¡No! —gritó Alanis, incapaz de concebir la catástrofe que estaba a punto

de ocurrir.

Un destello plateado cortó el aire y se detuvo en el pecho de Eros. El

quedó inmóvil. Quedándose exactamente donde estaba, con las palmas de las

manos aferradas, la empuñadura de la daga enjoyada sobresaliendo entre sus

dedos, él sonreía con aire vengativo.

—¿Eso es todo lo que sabes hacer? —Lanzó el cuchillo al aire y cogió la

empuñadura con joyas incrustadas—. Vamos, idiota. Muéstrame de qué estás

hecho.

Hani se abalanzó bruscamente, con un segundo cuchillo en la mano.

Taofik se echó a un lado. Cualquier interferencia de su parte ofendería a uno de

los hombres y convertiría al otro en su enemigo mortal. Eros y Hani

comenzaron a caminar en círculos, cambiando las armas de una mano a la otra,

abalanzándose uno sobre otro con amagos.

—¡Eres hombre muerto! —gruñó Hani—. Qué pena por Jasmine, pero qué

suerte para mi nueva amante rubia —Lo embistió y Eros lo bloqueó

apartándolo de un golpe en el antebrazo.

—Te estás volviendo lento, niño mimado —sonrió de manera burlona,

moviéndose con agilidad, con la capa negra que se hinchaba a la altura de los

talones—. Has pasado demasiado tiempo acunado entre cojines de seda.

—¡Te mostraré quién ha estado acunado entre cojines de seda! —Hani

volvió a atacar pero el cuchillo traspasó la capa de Eros y se retorció impotente

entre los amplios pliegues. Con un movimiento rápido, Eros se arrancó la capa

por los hombros y se la arrojó encima a Hani, atrapándolo como un pez en una

red al tiempo que él se movía ágilmente. Furioso, Hani luchó por liberarse.

Reapareció despeinado y agitado.

—¡Italiano asqueroso! ¡Juro que esta noche te mataré!—despotricó.

Volvieron a trabarse en la danza mortal, blandiendo los furtivos cuchillos

con tanta destreza que Alanis apenas detectó el brillo asesino en sus miradas.

Eros era más alto y más robusto, pero la furia de Hani compensaba su destreza,

convirtiéndolo en un letal oponente. Continuó con sus provocaciones, atacando

una y otra vez. Eros le bloqueó los ataques y le cortó un brazo. Un grito de

dolor brotó de los labios de Hani.

—Qué lástima de camisa. Era tan bonita —Eros sonrió al ver la mancha

roja que se expandía en la manga de satén color marfil mientras Hani se

aferraba el brazo con la mano ensangrentada.

—Pagarás por esto, El-Amar—Hani se retorció—, con cada gemido de tu

prostituta blanca cuando esta noche la tenga debajo de mí —Rió cruelmente, al

tiempo que se soltó el brazo y volvió a tomar posiciones.

—Yo no haría planes para más tarde —sonrió Eros de manera burlona.

Pasó el cuchillo a la mano izquierda—. Basta de bromas. Terminemos con esto

—Se abalanzó sobre Hani con el cuchillo y lo cogió fuertemente del brazo

herido con la mano derecha, arrojándolo violentamente contra la pared. Hani

chocó ruidosamente, con la mano que tenía el cuchillo torcida en la espalda.

Eros se la dobló hacia arriba con tanta fuerza que le hizo crujir los huesos. Hani

gruñó. El cuchillo cayó de la mano y él se desplomó contra la pared anunciando

su derrota.

Eros puso el cuchillo en el cuello de Hani:

—Taofik, déjame terminar con él. Un día me lo agradecerás.

—Aprecio tu templanza, El-Amar. Ahora me encargaré yo —Taofik se

adelantó y apartó a Hani. El dorso de su mano restalló contra la mejilla de Hani,

dejándole un cruel corte rojo hecho con el anillo de rubí—. ¡Tu vergonzosa

conducta es imperdonable! —profirió con desdén, provocando que Hani se

pusiera muy colorado—. ¡Lárgate, idiota! —Le señaló la puerta—. ¡Fuera!

Alanis corrió hacia Eros con el corazón dando saltos de alegría. Lo

examinó de arriba abajo y comprobó que seguía en su formidable buen estado.

Sin poder resistir el impulso, lo asió del cuello y le estampó un ruidoso beso en

la mejilla.

—¡Estuviste absolutamente maravilloso! Estoy muy orgullosa de ti.

Él esbozó un gesto principesco.

—Me siento inhibido por vuestros elogios, principessa. Ahora debemos

marcharnos —Le apartó la cabellera y se la enrolló en la nuca, complacido de

tener la libertad para hacerlo. La capucha de ella estaba rasgada, por lo que le

envolvió la cabeza con la tela que llevaba él, dejándole una hendija delgada

para los ojos.

Hani fue hasta la puerta tambaleándose y aferrándose el brazo. Al llegar al

último escalón de arriba, se volvió y señaló a Eros con un dedo ensangrentado.

—Como solías decir: el mundo es como una rueda. Tu día llegará. En el

nombre de Alá, ¡juro que pagarás por esto! —Y se marchó.

—Me disculpo de nuevo, hermano —dijo Taofik—. Espero que perdones y

olvides.

Eros levantó una ceja:

—¿Lo harás tú?

Taofik sonrió.

—Me alegra que no te hayas rebajado. De haberlo hecho, yo hubiera

tenido que vengar su muerte porque es de mi sangre, y hubiera detestado

hacerlo.

Eros se echó la capa sobre los hombros.

—Nos marchamos —le informó a Alanis.

—Supongo que no tiene sentido tratar de ofrecer un precio por esta

dulzura rubia —Los ojos de Taofik, negros como el carbón, recorrieron la

silueta oculta de ella. Se posaron en Eros, preguntando—: ¿O es que lo hay?

Ella se estremeció esperando la rotunda negativa de Eros. El sonrió

abiertamente, evaluando la mirada centelleante de ella.

—La oferta vale la pena, sin duda. Pero no esta noche.

Taofik los escoltó hasta los riyad12.

—Ornar os escoltará hasta el otro lado del muro —dijo al tiempo que Eros

montaba un caballo árabe castaño rojizo—. Hay que proteger de los ladrones a

tu rubia propiedad.

Sentado con Alanis sobre sus rodillas, Eros dijo:

—Me compadezco del ladrón que se robe este pequeño equipaje.

Taofik lanzó una carcajada.

—Entonces no hay duda de que por ahora tienes las manos muy ocupadas

como para fastidiarnos a nosotros, pero no olvides de lo que hablamos. Tú

coleccionas tantos enemigos como trofeos. Ten cuidado, El-Amar. No cometas el

error de subestimarlos —A Alanis aquella advertencia le sonó a amenaza.

—Lo tendré presente. Salamat, Taofik —Eros le clavó los talones al caballo

e irrumpió en la noche.

—¿Debo suponer que aún sigues disfrutando de la aventura de esta

noche? —La voz profunda de Eros rompió la quietud de la noche.

Alanis no quería hablar. La luz de la luna se estancaba en el estrecho

callejón de tierra. Iban a trote lento con Omar siguiéndoles de cerca.

Acurrucada entre sus brazos, con la mejilla apoyada sobre su pecho, ella se

sentía demasiado a gusto como para discutir con él. Eros pareció entender. La

abrazó más fuerte y apoyó el mentón en la cabeza de ella, dejando que la noche

intensificara cada sensación. Cerrando los ojos, ella encontró refugio en la

oscuridad para abandonar sus defensas en favor de aquella mágica intimidad

que los envolvía. Disfrutaba del fluido movimiento del caballo árabe, de la

salada brisa oriental, de los sonidos de la noche, pero por encima de todas las

cosas, de la sensación de él abrazándola como un hombre abraza a su mujer. Su

mujer.

—Wakkefu wa istaslamu! ¡Alto y rendíos! —gritó una voz al pie del callejón.

Ella abrió los ojos de golpe. Eros sujetó las riendas, provocando que el

caballo ladeara la cabeza y se encabritara. Filas de jinetes bloquearon el pie del

callejón en pendiente, vestidos con capas negras con una franja roja en la

costura. Era una emboscada.

—La guardia del dey —murmuró él apretando los dientes.

—¿Hani? —preguntó ella con tono de preocupación.

—Tal vez.

El jefe de la banda sacó una espada larga, curva, de un solo filo. Reflejaba

los rayos de la luna de manera escalofriante.

—Estamos muertos —susurró Alanis mientras uno a uno los jinetes iban

sacando brillantes cimitarras que parecían afiladas por el mismísimo Vulcano.

—Aún no. Sujétate fuerte —Eros le hizo una señal a Omar, luego

emitiendo un grito gutural, hundió los talones en el caballo y arremetió a la

carga a toda velocidad.

—¡Muerte a los infieles! ¡Muerte en nombre de Alá! —vociferó el líder al

tiempo que se abalanzó precipitadamente, con los soldados que lo seguían

detrás blandiendo las cimitarras.

Eros sacó la pistola y le disparó al líder. Ornar derribó al segundo en el

mando. Los jinetes rompieron filas, dando gritos y agitando las espadas. La

pendiente del callejón les ofreció a Eros y a Omar la ventaja de adquirir

velocidad al cabalgar en su intento por ganar terreno en la carrera contra todo

obstáculo.

El enfrentamiento fue brutal, espadas volando y dando cuchilladas. El filo

brillante de un cuchillo casi le arranca la cabeza a Alanis, pero Eros utilizó su

ímpetu para arrebatarle la espada de la mano al hombre y empuñarla sobre el

siguiente atacante. La sangre salpicaba caliente y pegajosa. Alanis se encogía de

miedo contra Eros, abrazada a su cintura, tratando de no dificultarle los

movimientos. Sentía su respiración agitada; un sudor caliente le brotó de la piel.

Los cuerpos caían hacia ambos lados, pisoteados bajo los cascos de metal. De

algún modo lograron abrirse paso entre la terrible confrontación mientras Omar

se quedó para entretener a los atacantes. Eros avanzó a gran velocidad,

tomando atajos, desafiando al diablo, hasta llegar a un callejón aislado.

Desmontó el corcel árabe de un salto y la bajó a ella al tiempo que le preguntó.

—¿Sabes nadar?

—Sí.

—Bien. Quítate el chilaba y las botas —Él se arrancó la capa por los

hombros, se sacó la camisa por la cabeza y se sentó en el suelo para quitarse las

botas. Alanis hizo lo mismo, quitándose la capa y las botas con rapidez.

—Vamos —La cogió de la mano y empezó a correr. En la distancia, el

ruido de los cascos se volvía más fuerte. Él entró en una grieta muy oscura, un

túnel. El suelo estaba resbaladizo bajo los pies de ella. El agua goteaba haciendo

eco de manera ahuecada en las paredes mohosas y caían en un pozo lejano.

—¿Dónde estamos? —resonó la voz de ella mientras se daba prisa para

seguir el ritmo de él.

—Es el khettara, el canal de irrigación de la ciudad. Desemboca

directamente en el mar.

—¿Estamos en la alcantarilla? —chilló ella, mientras las paredes hacían eco

de su horror.

Él rió entre dientes.

—No, principessa. Son las reservas de agua de la ciudad.

De repente, el suelo se hundió bajo sus pies. Cayeron en las oscuras

entrañas de la roca, más y más profundo. La caída terminó velozmente en un

gran chapoteo, cuando se zambulleron en el pozo. El agua estaba helada. Alanis

se hundió como una piedra, se le congeló la sangre hasta que sus pies tocaron

fondo. Ella se impulsó con las piernas y subió vertiginosamente en busca de

aire. Apareció resoplando y temblando de frío.

—Princesa —La voz grave de Eros llenó el cavernoso estanque—. ¿Estás

bien?

—Sí —jadeó ella, secándose el agua y apartándose los cabellos mojados de

la cara—. ¿Dónde estás?

—Aquí mismo —Le envolvió la cintura con un brazo y la atrajo hacia sí. Él

siguió nadando hasta pararse sobre una piedra—. Aún no estamos muertos —le

susurró en la frente con voz sensual.

Un rayo plateado de luz de luna se filtró a través de una grieta de la roca.

Poco a poco ella fue distinguiendo la sonrisa burlona de él en la oscuridad. La

abrazó:

—Estás temblando —murmuró al tiempo que le frotaba la espalda para

estimular la circulación de la sangre. Suspirando profundamente, ella lo abrazó

por la cintura y sintió el calor del cuerpo masculino penetrando sus

extremidades. Hacía unas horas él se había comportado como el perverso

Víbora; en ese momento, era su príncipe azul. Ella se preguntaba cuánto duraría

aquello, la intimidad que las circunstancias de aquella noche había generado

entre ellos. Eros era bueno en ese tipo de cosas: la hacía confiar en él y luego

cambiaba de actitud.

La mimó un rato, acariciándole la espalda y abrazándola. Le buscó la

mejilla con los labios. Llegó a la boca murmurándole:

—Me debo algo a mí mismo.

—Consideraste la idea de venderme a ese argelino.

Una profunda carcajada brotó de la garganta de él.

—Ni en un millón de años. Sabes que he venido hasta aquí para cumplir

tu deseo. ¿Pensaste que te iba a dejar? Tú no estás en venta, amore. Tú eres mía.

Sólo mía —El primer contacto de sus labios fue sublime; el beso era una rara

mezcla de ternura y deseo. Ella se abrazó al cuello terso y lo bajó para atraerlo

más hacia sí. Él la acariciaba con la lengua que ardía en la suya. El sabor era

embriagador. A ella se le derretían las piernas. No quería soltarlo más.

Qué pena que aún no estuvieran a salvo. Aún tenían que tomar el bote de

remos para regresar al Alastor. Eros percibió que ella retrocedía.

—Debemos seguir, mia bella. Te quiero lo más lejos posible de este sitio.

Terminaremos con esto más tarde —le juró con voz ronca—. Te lo prometo.

Perturbada por aquella seductora promesa, lo siguió hasta atravesar una

grieta en la roca. Después de nadar por el oscuro estanque, la luz de la luna

parecía más brillante, la profunda arena más cálida. Ella estaba ansiosa por

estar de nuevo en el barco, acurrucada en una cama confortable.

Eros le indicó con un gesto hacia la derecha.

—Allí está nuestro bote —La cogió de la mano y comenzaron a correr.

Un movimiento le llamó la atención.

—¡Mira! —Ella señaló a los tres hombres emergiendo del puente marítimo.

Los gritos taladraron la noche desde la cima del muro.

—Empuja el bote al mar. Yo te seguiré —Eros se dio la vuelta y arremetió

contra los soldados.

Alanis corrió hacia el bote, pero al ver los restos de madera trastabilló en

la arena emitiendo un grito de desesperación. Volvió a mirar a Eros justo

cuando lanzaba el cuchillo directo a la frente del primer soldado, ejecutándolo

en el acto. Pasmada, ella lo vio darle un fuerte puñetazo en la cara al segundo

hombre. El tercero demostró ser más astuto; sacó la cimitarra y la blandió. Eros

lo esquivó agachándose rápidamente y lo embistió. Rodaron en la arena,

luchando ferozmente. Eros se puso de pie, empuñando la espada. Levantó el

brazo y enterró la hoja en el pecho del argelino. El segundo hombre comenzó a

levantarse de la arena con la cimitarra en la mano. Alanis se levantó y corrió

hacia él a toda prisa.

—¡Cuidado! —le gritó a Eros al tiempo que le arrojó al hombre un puñado

de arena a los ojos.

Eros se levantó y lo atacó. El metal chocó contra el metal con rencor

anodino. Eros alzó la cimitarra en lo alto y con una maniobra feroz la bajó hasta

el cuello del soldado y le arrancó la cabeza. Alanis se quedó completamente

inmóvil. La silueta musculosa de Eros se quedó parada junto al cuerpo

mutilado de su víctima, aún empuñando la espada manchada de sangre.

Espasmos de bilis le subieron hasta la garganta. Ella se dobló y tuvo arcadas en

la arena con el cuerpo entero convulsionado.

Estaba haciendo esfuerzos por respirar cuando él se le acercó.

—Alanis, ¿qué ha pasado? ¿Te sientes mal? —Le apoyó una mano amable

sobre el hombro. Ella se la quitó bruscamente y le señaló el bote hecho

pedazos—. ¡Bastardos! — gruñó él. Del puente salían más soldados—. Alanis —

La ayudó a ponerse de pie. Cubierto de arena, se le veía agotado, aunque la

llama en sus ojos seguía ardiendo—. Debemos largarnos de aquí, amore mió, o

moriremos esta noche.

—¿Y ahora qué hacemos? —le preguntó ella sintiéndose increíblemente

aterrada y exhausta.

—Ahora a nadar. Quítate la camisa. Nos iremos ahora.

—¿Qué? —La última horripilante experiencia que soportaría aquella

noche sería desnudarse delante de él—. ¿Cómo diablos vamos a hacer para

nadar semejante distancia? —Escuchó los gritos de los argelinos que seguían

saliendo del puente, cuando de repente, una fuerte explosión sacudió las

paredes. Una columna de agua surgió a borbotones en la distancia hasta formar

un poderoso chorro no demasiado lejos del Alastor.

—Porca miseria! ¡Están bombardeando mi barco! — La cogió de la muñeca

con la mano como de acero y la metió al mar—. Escúchame, pequeño fastidio.

Tenemos que desnudarnos del todo. Una vez que entremos a las corrientes

profundas cada una de las prendas nos hundirá como si fueran piedras. Ahora,

sé que llevas algo debajo. De modo que quítate esa camisa y no más

discusiones. No es momento de hacerse la "señorita remilgada".

Él ni se molestó en mirar cuando ella se quitó la camina. Caminaron por el

agua hacia lo hondo mientras las olas altas rompían en sus cuerpos,

salpicándoles los rostros con agua salada. Las bombas explotaban por encima

de sus cabezas.

—¡Sujétate a mí! —dijo Eros con un gruñido por encima del rugido de las

olas.

—Sé nadar por mi cuenta, ¡gracias! —gritó Alanis en respuesta.

—¡No en esta corriente ni tan rápido como yo! —A la fuerza, se enroscó

los brazos de ella a su cuello y se zambulló de cabeza. Azotaba las negras olas

con los brazos con la fuerza de un ángel vengador, estimulado más por la furia

que por el vigor. Ella iba aferrada a los hombros con todas sus fuerzas mientras

pataleaba.

Los soldados no siguieron hasta el mar, confiados en la tarea de eliminar a

tan temible enemigo a cañonazos. A los lejos, el Alastor despertó ante la llamada

a la batalla, disparando arremetedoras andanadas a la ciudad amurallada.

Atravesaron a nado columnas de agua que brotaban a borbotones, esquivando

los temibles proyectiles y sorteando las despiadadas olas. Alanis rápidamente

iba perdiendo lo que le quedaba de resistencia. Sentía los brazos entumecidos.

Ideas pesimistas le daban vueltas en la cabeza, acerca de tiburones, de la

fatalidad y de la posibilidad de no volver a ver a su abuelo jamás. Los párpados

se tornaron pesados. El Alastor parecía alejarse más y más. Pero justo cuando su

cuerpo cedió Eros se aferró a la escalerilla lateral del Alastor y subió. Nico la

cogió de los brazos y la subió a cubierta. Sonriendo de oreja a oreja, Giovanni le

ofreció una mano firme al capitán y tiró de él después de ella.

Cuando abrió los ojos el mundo le daba vueltas a su alrededor. Los

hombres corrían a toda prisa por cubierta; los cañones continuaban disparando.

Escuchaba a los lejos la voz grave y fuerte de Eros ordenando levar anclas y

desplegar mástiles, lanzando al Alastor al mar a toda vela.

Sus rodillas se doblaron y se dejó caer contra Nico, pero un par de manos

fuertes la apartaron y la alzaron en brazos. Estaba ligeramente sorprendida por

la eufórica seguridad que sintió. Cerrando los ojos, dejó caer la cabeza sobre un

hombro ancho y se abandonó.

Lo primero que vio fue un cuerpo desnudo hurgando en un baúl abierto

con ropa. Los músculos se tensaban por todas partes: brazos fuertes, espalda

fibrosa, caderas estrechas, nalgas firmes, y muslos largos y musculosos. El vello

suave, el oscuro bronceado de pronto se volvía sorprendentemente blanco

crema debajo de la línea de la cintura. Recuperando la coherencia lentamente,

Alanis se percató de que estaba acostada en una cama mullida, envuelta en una

manta y mirando estúpidamente a un glorioso hombre desnudo. Una voz

severa dentro de su cabeza le ordenaba que desviara la vista, pero sus ojos

rehusaban a abandonar aquella imagen irresistible que tenía enfrente.

Finalmente, él encontró prendas de su agrado. Se deslizó dentro de un par

de pantalones y una camisa y se amarró los cabellos en una cola de caballo. Se

dirigió a la puerta, sacó la cabeza y dijo:

—¡Traedme un poco de té!

Ella no esperaba que él se diera la vuelta tan abruptamente, pero lo hizo.

—¿Disfrutando del espectáculo? —Eros le sonrió con rapacidad.

El calor le subió por las mejillas. Ella cerró los ojos, pero ya era demasiado

tarde. Aquel hombre detestable estalló en una carcajada. Ella abrió los ojos de

golpe.

—¿De qué te ríes, gamberro?

Riendo ahogadamente, él se acercó hasta el mueble de las bebidas y se

sirvió una copa de coñac. Bebió la mitad y luego fue a pararse junto a ella.

—Aquí tienes, te calentará hasta que llegue el té.

Secretamente agradecida, ella aceptó la bebida y se incorporo para

sentarse. Bebió y le miró aquel rostro de sonrisa burlona. No se regodeó mucho

tiempo. Regresó al baúl y escogió una bata de seda negra y una camisa de linón.

Las arrojó hacia ella y aterrizaron sobre sus piernas.

—Te sugiero que te quites la ropa mojada si quieres estar viva para otra

aventura.

Alanis miró las prendas secas. Si él esperaba que ella lo igualara dando el

mismo espectáculo, estaba absolutamente equivocado.

—He tenido aventura suficiente para que me dure de por vida.

—No puedes quedarte con esas ropas mojadas para siempre. Estás

totalmente gelato —Sonrió socarronamente.

Alanis echó una mirada furtiva debajo de las mantas. Gracias a Dios aún

tenía la ropa puesta, pero la ropa interior húmeda era terriblemente

transparente y la tenía pegada al cuerpo. Tendría que correr una carrera hasta la

puerta envuelta en la manta. Deseaba poder irse.

—No seas tan niña, princesa. Juro que no miraré —Cuando ella negó con

la cabeza obstinadamente, una sonrisa malvada se dibujó en los labios de él—.

Si te niegas a ponerte ropa seca como una buena chica, sencillamente tendré que

hacerlo por ti.

Bien, no había salida. Gruñendo para sus adentros, bajó los pies al suelo.

Le costó un gran esfuerzo sostener firme las inestables piernas mientras

sujetaba la manta firme envolviéndose el cuerpo mojado. Estaba reuniendo

energía mentalmente para dar el primer paso cuando los pies descalzos de Eros

aparecieron ante sus ojos.

—¿Exactamente a dónde crees que vas? —exigió saber.

—Me voy a morir en mi propia cama, si no te importa.

El sonrió débilmente.

—Sí me importa. ¿No ves que estás demasiado débil para ir caminando

hasta tu propio camarote? Para empezar, ¿quién crees que te cargó hasta aquí?

Además, no tengo deseos de contrariar a tu abuelo. Él no es un cachorro

inofensivo como Silverlake. Si es que llegas a tu camarote, caerás en cama con

esos harapos mojados hasta que mueras de tuberculosis.

—Entonces haré las paces con Dios y esperaré a que bajen los ángeles a

llevarme.

—Como quieras —Estiró los brazos para cogerla. Ella le dio un manotazo

y perdió la manta. Eros quedó inmóvil. La mirada se le oscureció ante la imagen

de esos pechos turgentes transparentados a través de la prenda mojada y

adherida. No llegaba a ocultar los pezones firmes rosados y erizados.

—¡Qué detestable eres! —Le arrebató la ropa seca de la cama y la sujetó a

la altura de los senos—. Está bien. ¡Lo haré yo misma, pero no mires! ¡Aléjate! —

Le hizo un ademán nervioso para alejarlo—. ¡Vuélvete! Si llegas a espiar, juro

que te dispararé, ¡y esta vez no fallaré!

—Tú me miraste a mí —le recriminó él, pero ya se estaba dando vuelta.

—No es culpa mía que hagas alarde de tu cuerpo para que todos lo vean

como si fuera... —Furiosa ella se quitó torpemente la ropa mojada—. Como si

fuera...

—¿Como si fuera qué? —quiso saber él con leve curiosidad mientras

seguía dándole la espalda.

A ella no se le ocurría ni un solo insulto; aún le costaba olvidar la imagen

de aquel magnífico cuerpo masculino de color chocolate con vainilla. Maldijo

entre dientes.

Eros echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada. Ella consideró seriamente

dispararle.

—¿Ya puedo mirar? —preguntó dócilmente al tiempo que la carcajada

decreció hasta quedar como una risita molesta.

—Sí —Ella apretó los dientes y se ató el cinturón de la bata a la altura del

ombligo. La camisa de lino le llegaba a las rodillas, pero la larga bata de seda

negra caía hasta los pies, el fresco satén le moldeaba cada curva como si fuera

una segunda piel. Ella no pudo resistir tocar el bordado plateado y rojo que

adornaba la parte delantera. Era una bata digna de la realeza. Masculina y

elegante.

—¿Cómoda? —oyó la voz grave de Eros por encima de su cabeza.

—Gracias por el generoso cambio de ropa. Me voy a mi...

—Espera el té —Él se inclinó hacia delante y apartó de un tirón la manta

húmeda—. Métete en la cama. Te sentirás mejor después de beber una taza de té

caliente y dulce.

Dilema. Taparse con sus sábanas definitivamente estaba fuera de

discusión. Por otro lado, tenía una pila de preguntas que había acumulado

mentalmente esa noche. Y tenía una adivinanza que resolver.

Eros se sentó en un sillón, disfrutando una copa de coñac. Parecía estar

más dispuesto a conversar que a intentar cumplir sus promesas. Ella se sentó al

borde de la cama y cogió el coñac. La fuerte bebida se expandió con un calor

que le llegó hasta las extremidades. Eso y la ropa seca hicieron que se sintiera

mucho mejor; de hecho, ella sentía una especie de dulce calma como de

ensueño.

—¿Por qué tratas de amigo a un hombre como Taofik? —Se atrevió a

hacerle la primera pregunta—. Cualquiera se daría cuenta de que es un

malvado. Hasta las advertencias que te hacía sonaban más como una amenaza

que como auténtica preocupación.

Raed llamó a la puerta con los nudillos. Entró con el té, lo depositó sobre

la cómoda y se marchó. Eros se levantó y le alcanzó una taza. Cuando ella

rehusó a separarse del coñac, él le quitó la copa de la mano, vertió el contenido

en la taza y la hizo aferrarla. Volvió a desplomarse en el sillón y bebió el coñac.

—¿Qué dirías si te dijera que yo no soy tan diferente a Taofik?

—Tú no eres malvado —afirmó Alanis rotundamente—. Tú tienes alma, él

no.

—Él es el bastardo más astuto que haya conocido. Estar en su compañía

fue todo un aprendizaje.

—¿Y qué sentido tenía vivir en ese infierno? ¿Qué fue lo que te hizo

marcharte de allí? —preguntó ella con más discreción—: ¿Es que en Italia eras

un criminal condenado que se vio obligado a huir?

Eros la miró a los ojos desde el otro lado del cuarto.

—Criminal, no. Condenado, sí.

Ella pensó en la adivinanza y en el sitio donde él nunca podría regresar.

—Sanah me dijo que había dos hombres en tu interior: una serpiente y un

águila. Yo también había llegado a la misma conclusión.

Él le lanzó una mirada punzante.

—Duerme un poco, Alanis. Ha sido una noche larga —Se dirigió hacia las

portas y se quedó mirando la noche. Una brisa fresca se arremolinó en el

interior del camarote inflándole la camisa.

Ella se levantó y se acercó a él. Algo había sucedido entre ellos aquella

noche. Se habían conectado, las dos almas al descubierto. Él no podía ignorarlo.

Ella le tocó el hombro:

—¿Quién eres?

Él cerró los ojos. La voz sonó tensa cuando dijo:

—Ya... no lo sé...

—Eras esclavo en Argel —Ella le deslizó una mano por el brazo—. Taofik

dijo que estabas en busca de tu pasado y defendiendo la costa italiana. ¿Estás

tratando de recuperar tu hogar?

—Mannaggia! —Se dio vuelta bruscamente y se le abalanzó—. Tienes

tendencia a fisgonear, Alanis.

—Tú me interrogaste sobre todo: mi familia, mi compromiso, mi pasado.

¿Por qué es tan terrible que yo también quiera conocerte mejor?

El calor de sus ojos hacía que el color azul resaltara más en contraste con la

piel bronceada.

—Cuidado con lo que quieres, Alanis... —murmuró él. La cogió de la

muñeca y la atrajo más hacia sí—. ¿Qué más te dijo Sanah sobre mí?

—Nada —se retorció incómoda.

—¿No le preguntaste a Sanah sobre nosotros?

Ella le miró el mentón.

—No.

Él rió burlón.

—Mentirosa. ¿No te dijo Sanah lo que iba a suceder con nosotros? —

Hundió las manos en los cabellos húmedos y le masajeó los músculos tensos de

la nuca, con movimientos lentos y circulares. A ella el mundo le dio vueltas,

pero esta vez flotaba en una nube—. Debí haber traído mis cartas de tarocchi —

Pasó la punta de la lengua por los labios entreabiertos y lamió la sal—. Hay una

sola carta que nos ahorraría litros de café.

—¿Qué carta de tarot? —murmuró ella aturdida. Le apoyó la boca en el

oído. Movió los labios de manera seductora:

—La de Los Amantes.

Un lento ardor de deseo la recorrió entera. Se sentía profundamente

atraída hacia él pero le temía un poco. Era cruel y astuto, le arrancaba la cabeza

a la gente, y si lo decidía, era capaz de no amar... Ella no estaba ansiosa por

encontrarse atrapada en un matrimonio arreglado, pero entregarse a un pirata

eliminaría toda esperanza de formar su propia familia. Ningún caballero

respetable tomaría por esposa a una paloma manchada, a menos que él mismo

la manchara. Ella retrocedió un paso, meneando la cabeza tristemente.

—No, Eros. No podemos ser amantes.

Él apretó la mandíbula.

—Si hace un mes alguien me hubiera dicho que ardería de deseo de este

modo por una mujer como tú, lo hubiera matado. Ve a la cama, Alanis. La

noche se acabó.

Ella no podía estar más de acuerdo.

Quizás si Glauco hubiera visto tus ojos,

te habrías convertido en una sirena del Mar Jónico,

y las Nereidas te lo estarían reprochando de envidia,

Nasaee de cabellos rubios y cerúlea Cymothoë.

Propercio: El amor de Cintia.

Capítulo 13

El cruel sol del desierto castigaba al grupo de cinco personas que iban a

caballo por las desoladas llanuras pedregosas, salpicadas con zonas de maleza y

árboles raquíticos. Esa mañana más temprano, el Alastor había atracado en el

puerto de Agadir; pero en lugar de dirigirse directamente a la casa, Eros había

equipado con arcones a una recua de camellos y a tres de sus hombres, y habían

partido rumbo a Hammada, el desierto que se extendía todo el camino hacia el

Atlas. Él iba montado atrás con Alanis flanqueada por sus brazos.

Casi no le había hablado durante la semana que habían navegado desde

Argel hacia Agadir, poniendo en práctica su mal humor. Había sido un cambio

brusco con respecto a haber estado besándola, acariciándola y susurrándole al

oído que estaban destinados a ser amantes. Ella sentía la necesidad de romper

el hielo de algún modo.

—¿Adónde vamos?

Silencio. Ella estaba considerando la idea de agregar algo más cuando

sintió el leve roce de sus labios en la sien.

—A un pequeño pueblo llamado Tiznit, a visitar a mis amigos —

respondió Eros.

Alanis estiró el cuello a un lado y lo miró a los ojos. No lograba descifrar

lo que veía en ellos.

—¿Aún sigues... enfadado conmigo? —le preguntó.

Él le sostuvo esa mirada interrogativa y ablandó la expresión.

—No.

Finalmente, ella pudo volver a sonreír.

—Y bien, ¿qué tiene ese pueblo para ofrecerle al viajero?

—Es una sorpresa. Ya verás —Apuró al camello y avanzaron de prisa.

Una hora más tarde Alanis tuvo el primer vistazo de unas palmeras

cuando unas paredes rosadas se irguieron ante sus ojos. Era un pequeño pueblo

fortificado, bordeado de pedernales con las casas encaramadas una sobre otra.

Tomaron el sendero pronunciado hacia el pueblo y unos jóvenes animados,

vestidos con túnicas negras y con las cabezas cubiertas, fueron a darles la

bienvenida a mitad de camino. Un ritual de saludos y preguntas sobre la salud

de los habitantes y el estado del rebaño comenzó antes de que pudieran seguir

avanzando. Al llegar al pueblo, los invitaron a la casa de Mujtar, el religioso

más veterano y líder del pueblo, que los recibió en las gruesas alfombras kilim

de la sala. De inmediato les sirvieron agua fresca, té de menta y fruta seca

azucarada. Eros ordenó a sus hombres que entraran los arcones y les ofreció

generosos obsequios a los habitantes bereberes. Los aceptaron con gran

alborozo.

—Allora, acerca de la sorpresa... —Eros le sonrió a Alanis.

—¿Hay más? —le preguntó ella de manera incrédula. Ya estaba encantada

con todo.

—Hanan —Llamó con una seña a una de las tres muchachas que les

estaban sirviendo—. Quisiera que conozcas a mi amiga, Alanis. Ella está ansiosa

por explorar tu encantador pueblo. Muéstraselo. Llévala a refrescarse.

¡Él habló en inglés! La sorpresa de Alanis se multiplicó cuando la

muchacha dijo:

—Por supuesto, El-Amar. Será un honor —Le ofreció la mano a Alanis—.

Bienvenida a Tiznit. Por favor, venid.

—Hablas inglés —le dijo a Hanan una vez que estuvieron afuera,

caminando junto al parapeto de piedra con vistas hacia el imponente barranco

que había debajo. Un viento seco le hinchaba la camisa de hombre que ella

llevaba puesta.

—Mi hermano, Mustafá, es el mayordomo en Agadir. El me enseñó. Estas

son mis hermanas: Suhir y Nadia —Hanan le indicó con un gesto las dos

muchachas que las acompañaban; al igual que Hanan, vestían túnicas blancas,

joyas y velos de colores—. Son muy perezosas para aprender a hablar en inglés.

—Tú hablas muy bien —le dijo Alanis mientras entraban en un túnel del

acantilado, frío y cavernoso. Al emerger al aire libre, se encontraban en un

pequeño valle rodeado de altas paredes rosadas, con el cielo azul como una

cúpula. Una vigorosa cascada manaba a borbotones en la pared del frente,

formando una piscina natural de agua verde a sus pies. Las tres muchachas se

desnudaron, se quitaron las sandalias y se zambulleron en la piscina. Entre

risas, se salpicaban gotas multicolores entre ellas.

—¡Uníos a nosotras! —la llamó Hanan, respaldada por las hermanas que

cantaban—: ¡Taáli, taáli! ¡Vamos!

Cubriéndose los ojos del resplandor del sol, Alanis inspeccionó las

paredes de piedra. Garantizaban una completa intimidad. Uno podía tomar un

baño desnudo en aquel sitio sin importarle nada del mundo.

El agua le salpicó las botas y Hanan salió a la superficie frente a ella, con la

piel morena y los largos rizos negros mojados y brillantes.

—Entrad a la piscina —la incitó—. Dentro de una hora se servirá un diffa.

¿No os gustaría sentiros limpia y fresca para el banquete?

Alanis sonrió con indecisión.

—Sí, me gustaría —Se quitó la camisa y las botas y luego los pantalones y

las bragas. Blanca nivea y desnuda se zambulló de un salto en la piscina. Su

cuerpo se hundió como una pepita de oro, feliz de volver a estar en su hábitat

natural. Emergió en busca de aire, riendo. Era maravilloso—. ¡Me encanta! —

gritó, con una enorme sonrisa en el rostro. Nadó en dirección a Hanan—. ¿Cuál

es el motivo de la celebración, un día festivo local?

—El pueblo celebrará nuestro compromiso con El-Amar. En este momento,

mi padre le está ofreciendo a Suhir, a Nadia, y a mí. Mis hermanas y yo estamos

muy emocionadas —Hanan rió nerviosamente.

—Ah —Alanis perdió la sonrisa. Hacía una semana él le había sugerido

que fueran amantes... Estaba a punto de cocinarlo vivo. Lentamente. Miró a las

hermana—. Parecéis tan jóvenes, y vosotras sois tres.

—El-Amar es un hombre rico. Debería tomar varias esposas. Mi padre será

Mujtar. Él busca la protección de El-Amar contra el sultán de Mequínez. Nos

están ofreciendo como un tributo —Aquella mirada inocente escudriñó a Alanis

con desánimo—.Vuestro cabello es dorado, vuestros ojos reflejan el cielo y

vuestra piel es del color de las perlas. El Rais debe de haber pagado mucho más

por vos.

Alanis se quedó con la boca abierta.

—¿Disculpa? —Hanan desvió la mirada, entonces ella le tocó el hombro

con gentileza—. Estás equivocada, Hanan. Yo no soy su esposa. ¿A vosotras os

están obligando a contraer este matrimonio?

Hanan resplandeció de nuevo.

—En absoluto. Es un gran honor y un placer. El-Amar es distinto a

cualquier hombre de nuestro pueblo. Él nos trae obsequios de todo el mundo,

nos habla con respeto, pero también como un amigo, y cuando uno lo mira a los

ojos, se vuelven mágicos. Él es bueno y especial.

Él sí era especial, pensó Alanis, pero Hanan tenía una muy leve impresión

de él. Ella lo conocía como un rais marroquí rico y poderoso y no tenía idea de

quién era realmente. Ni tampoco tú, aseveró una voz severa en su cabeza. Pero al

menos sabía que había mucho más en él de lo que aparentaba. ¿Qué tipo de

padre era capaz de ofrecerle tres jovencitas ingenuas a un hombre como Eros?

Era tan cruel como servirle una oveja a un león. ¿Es que Eros las instalaría en su

casa, lejos de su pueblo y reanudaría su vida por el mundo? ¿O era ella quien

estaba oponiéndose a esa unión porque... estaba celosa?

—Debemos regresar para ayudar en la cocina —anunció Hanan desde la

orilla, donde las hermanas se estaban vistiendo—. Vos podéis quedaros. Os

dejaré un caftán limpio y llevaré vuestra ropa a lavar.

—Eres muy amable, Hanan —respondió Alanis. Estaba contenta de

quedarse a solas. Necesitaba un momento de privacidad, de paz y calma, para

no pensar en Eros y en el arrebato de emociones que le despertaba. La piscina

era tan serena como una joya en el desierto, y ella había pasado toda su vida

tomando baños en pequeñas tinas junto al fuego, observando el granizo golpear

con fuerza contra la ventana. Bañarse desnuda bajo el límpido cielo azul le

provocaba la más increíble sensación de libertad. Eros había convertido su sueño

en realidad.

Nadó en dirección a la cascada y se paró ante el vigoroso caudal. El agua

le caía sobre la pelvis. Nubes de rocío se arremolinaban alrededor formando

una gama de colores. De manera audaz, ella se puso debajo. Un grito de placer

escapó de sus labios. Cerró los ojos y dejó que la lluvia descomunal le masajeara

los músculos doloridos. Al fin era libre.

Se oyeron ruidos. Había gente que bajaba por la pendiente del acantilado.

Alanis se apartó de la cascada y estaba a punto de sumergirse en la

profundidad de la piscina de agua verde cuando Eros se presentó en persona en

el claro. Clavada en el sitio, ella lo miró ofuscadamente. Él parecía igual de

aturdido. Las voces se oyeron más fuerte. Les hizo una seña para que

retrocedieran, pero él se quedó. Lentamente, se volvió para observarla.

Alanis se puso tensa. La parte superior de su cuerpo desnudo estaba por

encima de la superficie del agua, bajo la luz del sol, el blanco reluciente de la

piel contrastaba con las paredes rojizas que la rodeaban. Los cabellos dorados

mojados serpenteaban por sus curvas desnudas, llegando casi hasta las caderas,

aunque sin ocultar nada. Debía haberse zambullido en la piscina, pero por

algún motivo alocado se quedó allí parada erguida y orgullosa, dejando que

aquella mirada ardiente le recorriera cada centímetro de su cuerpo desnudo.

El deslizó la mirada sin prisa sobre las lechosas curvas; le acarició los

senos, el vientre plano, las caderas redondeadas. Parecía terriblemente

decepcionado de que el resto estuviera oculto bajo las aguas verdes.

A Alanis le invadió una intensa excitación: su cuerpo se encendió, se le

endurecieron los pezones como diminutas piedras. Sentía la sangre que latía

levemente más acelerada bajo la pelvis. Lo miró a los ojos. Ardían con violencia,

expresándole sin palabras lo mucho que ella lo afectaba y lo posible que era

quitarse la ropa, arrojarse a la piscina e ir por ella. Se adelantó un paso...

Alanis se sobresaltó. La ilusión se rompió en pedazos, devolviéndola de

golpe a la lúcida realidad. Invadida por una repentina timidez, ella se hundió

en la piscina deseando que él se marchara.

Eros se quedó un mortificador instante más y luego giró sobre sus talones

y se marchó.

La comida era lo último que ocupaba su mente. Alanis se sentó en el

parapeto tibio y dejó que el sol de la tarde le secara la melena. ¡Ay, Dios! ¿Cómo

hacer para librarse de aquel aprieto? Se miró los dedos de los pies descalzos,

sorprendida de lo libres que se sentían jugueteando con la arena. Pertenecían a

aquella desvergonzada oculta debajo del caftán blanco. ¿Qué diablos era lo que

la había poseído en la piscina? Ella siempre había sido una dama refinada y

sensata. ¿Cómo había sido capaz de ostentar su cuerpo frente a un hombre?

¿Un pirata?

—Buenas tardes.

Alanis alzó la vista.

—Oh. Hola, Hanan. Gracias por este bonito caftán — Pasó la mano por las

coloridas costuras, rehusando a enfrentar a la futura esposa del hombre que le

hacía arder el cuerpo.

—El-Amar rechazó la propuesta de mi padre —dijo Hanan

miserablemente, invitando a Alanis a mirarla—. Dice que no puede tomar una

esposa. Sus costumbres y su religión dictan que sólo puede casarse...

—En un sitio en particular al que no puede regresar —Y la nostalgia domina

sus sueños. El no podía regresar a Italia, pero aún acataba el viejo protocolo

matrimonial italiano. Ella se preguntaba eso mismo, si él no estaría ya casado.

Sin embargo, de una cosa estaba segura: era un aristocrático—. Está diciendo la

verdad, Hanan. Una amiga suya me dijo lo mismo. Su negativa no tiene nada

que ver contigo ni con tus hermanas.

A Hanan se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Él es el hombre más bondadoso. No obstante, él prometió proteger a

nuestro pueblo y le aseguró a mi padre que tenía contacto personal con el

sultán de Marruecos.

Alanis le ofreció una mirada cálida y comprensiva.

—Lo amas, ¿no es cierto?

—También dijo que sólo podía tener una esposa —Hanan le lanzó a Alanis

una mirada llorosa y acusadora.

Alanis recordó la escena de la piscina y se ruborizó.

—No es por mi causa, Hanan.

Hanan aspiró con ruido.

—Pero vos sois hermosa, como el oro. Y yo he visto el modo en que El-

Amar os mira. Él os llevará a su hogar y os convertirá en su mujer.

Alanis retiró la delgada manta a un lado y se levantó. Estaba cansada de

estar tirada sobre aquel camastro delgado imaginando unas manos enormes

acariciándole el cuerpo, aunque por desgracia no lo suficientemente cansada

como para quedarse dormida. Pasó a hurtadillas entre las camas de las

muchachas y salió lentamente. La terraza de piedra estaba en silencio. Se sentó

de lado sobre el parapeto y se recogió la tela hasta los muslos. Era una noche

azul oscura decorada con infinitas estrellas que se expandían por encima de ella

en un glorioso universo. Una leve brisa le agitó los cabellos y deslizó una

manga dejándole el hombro al descubierto. Al fin estaba sola. Sólo el desierto, la

noche y ella. Cerró los ojos y respiró el fresco aire de medianoche. Un humo de

tabaco le ardió en las fosas nasales. Abrió los ojos de golpe.

—Finalmente ella se dio cuenta —comentó una voz profunda entre las

penumbras del muro de piedra.

—Eros —Ella se puso de pie de golpe. ¿Cómo no había conseguido verle

(ella, que siempre percibía su presencia, su mirada sobre ella, las vibraciones de

ese temperamento siempre cambiante)?

Él estaba parado a unos diez pasos, con el pecho desnudo, con la espalda y

el tacón de la bota apoyados contra la pared. Bajo la luz de la luna, parecía

altísimo y abrumador, con un mal humor que encajaba con esa apariencia. El

primer impulso de ella fue huir de aquel leopardo negro de ojos azules, pero

decidió hacerle frente con orgullo. Con valor.

Eros arrojó el cigarro y se alejó de la pared. Pisó la colilla encendida con la

bota y se acercó sin prisa, desafiando la decisión ella. Se sentó en el parapeto

frente a ella, levantó un pie enfundado en una bota y apoyó el brazo en la

rodilla.

—Puedes sentarte. No voy a morderte.

Ella lo dudaba.

—Estaba a punto de irme. Sólo vine un momento.

—Mentirosa —El leopardo negro vigiló su presa—. Viniste aquí por el

mismo motivo que yo: no podías dormir. Apuesto un millón de luises de oro a

que nuestro insomnio se debe a la misma frustración.

Ella lo miró de manera inexpresiva.

—Estoy percibiendo un leve bostezo así que si me discul...

Cuando se dio vuelta para irse él la cogió de la muñeca.

—Espera —le susurró—. No te vayas. Quédate conmigo un momento —Le

dibujó círculos lentos en la zona sensible de la piel de la muñeca.

Ella lo miró a los ojos. El hombre de los ojos mágicos.

—No.

Tiró suavemente de su mano, obligándola a dar un paso tambaleante hacia

él.

—Siéntate conmigo.

Ella desvió la mirada, luchando con el deseo ardiente que le iba

invadiendo el corazón sigilosamente.

—No.

Eros se puso de pie. De nuevo ella se asombró de lo alto que era, alto y

dolorosamente irresistible. Le soltó la mano, pero antes de que ella disfrutara de

ese alivio, la levantó en brazos. Lanzó una pierna por encima del parapeto y

volvió a sentarse con ella sobre su regazo. Le sonreía abiertamente.

Después de la escena en la piscina, sentarse en su regazo era atizar la

sensación que ella experimentaba: como de estar en el medio del mar, con una

cadena de hierro que tiraba de ella más y más hacia las profundidades del

inmenso océano.

—Por favor, déjame ir —le pidió.

Él sonrió mirándola a los ojos.

—No.

Tratando de retorcerse para separarse, ella le empujó el pecho con

suavidad. Era como tallado en bronce, con la piel cálida y suave. La urgencia

por acariciarlo era tan fuerte que ella luchó con más fuerza para liberarse.

—¡Déjame ir!

—Deja de pelear conmigo o nos iremos al infierno —La aferró con los

muslos y el torso fuertes y ella quedó con las piernas colgando por encima de

las rodillas de él. Echó un vistazo hacia la profundidad del valle y

precipitadamente le enroscó los brazos al cuello. Se miraron fijamente. Ella

temblaba, aunque no sentía nada de frío. Él alzó una ceja renegrida—. ¿Te

rindes?

—No tengo alternativa, ¿verdad? —replicó de manera impaciente,

desarmada por aquel abrazo confortable.

—¿Quién la tiene? —respondió Eros con tono filosófico.

Permanecieron inmóviles, callados. Concentrados en las estrellas; él

absorto en el rostro de ella. Físicamente, ella lo percibía completamente. Un

mechón de cabellos negro azabache que flotaba hacia ella le hacía cosquillas en

la nuca, provocándole un escalofrío. Sintió su aliento en la mejilla y estuvo

peligrosamente tentada de volver la cabeza a un lado y encontrar aquellos

labios suaves y ardientes.

Él le apretó la mandíbula contra la sien y clavó la mirada al frente.

—Cuando miro las estrellas, casi creo en los milagros —susurró—. Pienso

que no estamos completamente solos aquí abajo. Que existe un motivo más

importante y más noble para todo lo que hacemos. ¿Tú qué piensas, princesa?

—Él la miró fijamente a los ojos y su expresión le hizo gracia—. ¿Qué te resulta

tan sorprendente? ¿Creías que los canallas despreciables no se sienten a veces

solos? Bien, pues sí, quizás más que otros. Así que miramos las estrellas y

vemos la Vía Láctea brillando como un río de diamantes.

Alanis siguió su mirada. ¿Qué sabía él de estrellas y de belleza? Él era un

pirata, no un poeta.

—En Yorkshire —dijo ella—, no hay tantas estrellas como aquí para

observar.

—En Yorkshire se ve el cielo boreal. Es menos luminoso porque lo veis

alejado del centro galáctico, que tiene una gran aglomeración de estrellas, pero

sí veis la Osa Mayor y Orión.

Ella lo miró desconcertada:

—¿Cómo sabes eso?

—Soy un hombre de mar. Si deseo llegar a mi destino debo guiarme por

las estrellas. Mira —le señaló hacia arriba—: ¿Ves esa cruz con ese grupo de

estrellas al lado? —Ella asintió en silencio con la cabeza debajo de la mandíbula

de él—. Son Centauro y la Cruz del Sur. Andrómeda y Perseo están por allá. Y

se ve a Tauro, Orión y Géminis. Esas estrellas conocen nuestros secretos antes

que nosotros.

Ella había esperado un volcán después de la escena en la piscina, no a

aquel italiano amable, todo encanto y simpatía. Se sentía tan vulnerable. La

invadió una intensa necesidad de apoyar la cabeza en su hombro y llorar.

Conteniendo el deseo le preguntó:

—¿Y cuál es la estrella polar?

—Justo allí—Señaló un punto brillante—. ¿Cuál es tu signo del zodíaco,

princesa?

—Capricornio —murmuró ella.

—Mmm. ¿Ves aquel triángulo desigual hacia la izquierda? Ése es

Capricornio.

Ella examinó aquel perfil recio: frente alta, nariz recta, boca hermosa. Los

aretes brillaban en contraste con la piel morena y los cabellos negros.

—¿Y cuál es el tuyo? —le preguntó en un susurro.

—Estamos un poco alejados uno del otro. Mira hacia tu derecha. ¿Ves

aquel rombo con dos estrellas grandes y dos más pequeñas? Libra.

—Libra, el hombre ambivalente —Ella miró el medallón que descansaba

sobre su corazón. Eros finalmente se dio cuenta de que ella estaba haciendo un

inventario de su persona. Se encontró con la mirada intrigada de él—. ¿Cuál es

tu secreto, italiano?

Él se puso tenso. El músculo de la mandíbula latió.

—¿Qué te hace pensar que tengo uno?

—Sé que es así. Lo percibo.

—Sabes demasiado acerca de mí, Alanis, pero hay algunas cosas que

deben permanecer ocultas —la miró fijamente y una sonrisa torcida se le dibujó

en el rostro—. Aunque yo sí sé tu secreto. En el transcurso de mi vida he

aprendido a conocer a muchas mujeres, quizás a demasiadas —Hizo una

mueca—. Bueno, hay mujeres y mujeres, pero tú no eres una mujer. Tú eres... una

ninfa.

Maldito. Hablaba de las mujeres como si en el mundo hubiera dos especies:

las castas y las pecaminosas. Sin embargo, él era incapaz de ubicarla a ella en

alguna de las dos categorías, de modo que inventó una nueva: ella era una

ninfa.

Eros levantó un puñado de seda dorada y dejó que le diera la brisa

nocturna.

—«Las fuentes y los arroyos pertenecen a las ninfas del agua» —recitó a

Homero con delicadeza—. «En cualquier claro seguramente se encuentran las

virginales hijas de Zeus dedicándose a sus actividades preferidas de cazar y

bailar, procreando y criando héroes, y viviendo en cavernas donde el agua

mana constantemente».

Alanis no logró ocultar sus verdaderos sentimientos.

—Rehusaste casarte con Hanan.

Eros le estudió el rostro.

—¿Sinceramente crees que hubiera sido justo para Hanan?

—Ella te ama.

—Ella no me conoce —Vaciló y luego bajó la voz hasta decir en un

susurro—: Tú sí.

A ella el corazón le latió salvajemente.

—Conozco muy poco sobre ti... Ni siquiera sé tu verdadero nombre.

La mirada de él perforó la suya, cargada de enigma.

—Existe una diferencia entre saber algo acerca de alguien y conocer a

alguien. Tú me conoces más de lo que crees.

Abrázame, imploró una voz en el interior de ella. Necesitaba sentir aquellos

brazos aterrándola, no sujetándola para que no cayera por el barranco. Ella

estaba cayendo mucho más profundo.

—Si te beso ahora, no podré detenerme —murmuró él—, y tú deseas

regresar junto a tu abuelo como el mismo bonito equipaje intacto que él puso en

un barco hace algunas semanas. Así que... ve a dormir, Alanis —sugirió él

cortésmente—. En este momento estoy distrayendo mi noble estado emocional.

No puedo garantizar lo que pueda suceder si sigues un instante más encima de

mi regazo.

Asintiendo con desdicha, ella se bajó de sus rodillas y se alejó corriendo.

Capítulo 14

Alanis percibió un suave beso en la mejilla. Agitó los párpados con sueño,

demasiado perezosa para abrirlos.

—Mira hacia delante o te perderás tu primera puesta de sol púrpura —le

dijo Eros.

Abrió los ojos de par en par. Como una enorme bola de fuego, el sol se iba

recostando sobre un mar oscuro al tiempo que iba pintando el cielo de un

vivido color púrpura, para inspirar al mundo entero con su gloriosa muerte. Un

coro de estrellas titilaban en las partes del cielo que iban oscureciendo. Alanis

abrió la boca maravillada.

—¿Cómo lo has hecho?

Él rió entre dientes y la rodeó fuerte entre sus brazos. Ella cayó en la

cuenta de que se había quedado dormida descaradamente entre sus brazos en

todo el trayecto en camello desde Tiznit. Se sentó derecha y miró al frente.

Delineada por el cielo púrpura, aislada entre las palmeras de dátiles, se erguía

una fortaleza roja por encima de un afilado pedernal.

—Bienvenida a mi humilde morada, princesa.

—¿Ésta es tu humilde morada? —Ella lo miró y arrugó la frente. Perdido

en sus pensamientos, los ojos de Eros reflejaban los últimos rayos del

crepúsculo y lucían igual de melancólicos. En el corazón mismo de aquellas

profundidades azules tenía grabado un viejo dolor y una pérdida. Ella le

acarició la mejilla—. Eros. ¿Qué sucede? ¿En qué estás pensando? —¿Qué era lo

que había en aquel hombre que le desgarraba el corazón y la obligaba a

compadecerse de él?

Él la miró con una intensidad sobrecogedora. Intercambiaron aquella

mirada que era más elocuente que las palabras. Él bajó la cabeza y le dio un

beso lento y necesitado.

—Te quiero —le dijo.

A ella se le hizo un nudo en el estómago. Hacía solo un día Hanan había

expresado su predicción de lo que sucedería al llegar a su hogar.

Eros apresuró al camello y avanzaron hacia la casa.

El riyad estaba iluminado con decenas de antorchas. Al atravesar los

portones, un hombre vestido con una túnica blanca salió al enorme pórtico

abovedado. No estaba solo. Un leopardo dorado, veloz y liviano, cubierto de

manchas negras, llegó de un salto a su lado cuando él se acercó a saludarlos.

Asombrada, Alanis recordó: «Su hogar un afilado pedernal, y en la cima de un

risco se yergue un leopardo con manchas cual guardián...».

—Saludos, Mustafá —Eros bajó del camello de un salto y el estático

leopardo lo atacó—. Dolce, mia cara bimba! —Rió abiertamente y se inclinó para

acariciar al gran felino que ronroneaba de alegría mientras le pasaba el hocico

por la mano y frotaba su suave cuerpo contra él. Él alzó la vista—: Mustafá, te

presento a lady Alanis. Ella es mi invitada especial. Te encargarás de que se

sienta como en casa.

—Bienvenida a Agadir, milady. Es un honor —Mustafá hizo una

reverencia. Le ofreció una mano inmaculadamente enfundada en un guante y la

ayudó a desmontar—. Yo soy el mayordomo. A vuestro servicio.

Alanis sonrió.

—Gracias, Mustafá. Encantada de conoceros.

Eros la cogió de la mano y la condujo hasta la escalera de entrada. Un

misil moteado se presentó entre ambos. Dolce levantó la cabeza y de un golpe

separó sus manos entrelazadas. Alanis se asustó.

—¡Ven aquí, fiera celosa! —la regañó Eros. Alanis se puso rígida—. Le

estaba hablando a mi gata —Rió él burlón. La cogió de la mano y la condujo por

un vestíbulo de color verde botella sostenido por enormes columnas romanas.

Los tacones de sus botas resonaban de modo arrogante sobre el suelo de

mármol al entrar por el pórtico. Una cúpula dorada se elevaba por encima de

sus cabezas, realzada por ventanas paladianas de varios pisos de altura.

Majestuosas escaleras de mármol formaban curvas a ambos lados, conduciendo

a unos corredores laterales, y un tramo de escalera más alejado subía hasta la

galería que había encima del pórtico. Una lámpara veneciana fanò derramaba

luz sobre los extensos espacios de mármol. Aparte de los floreros altos y

repletos de flores, Alanis observó que la casa estaba vacía. Sin muebles. Sin

adornos. Nada. Su hogar era una imponente gruta fría.

—Esta no es una morada —expresó ella con asombro—. Es un palacio.

Eros rió.

—He visto palazzi más grandes que éste, princesa.

—¿De veras? —Le lanzó una sonrisa perspicaz—. ¿Dónde? ¿En Venecia?

¿Florencia? ¿En Milán?

Él sonrió sin decir nada.

Ella echó la cabeza atrás para examinar la cúpula. El ingenioso diseño

combinaba estilos orientales e italianos con un equilibrio cuidadosamente

considerado.

—¿Ya qué arquitecto secuestraste para hacer esto?

La profunda carcajada de Eros resonó hasta la cúpula.

—Lamentablemente, tengo que volver a decepcionar la gran estima que

me tienes, principessa, pero no secuestré a Guarino Guarini para que diseñara

esto.

—¿Entonces, quién diseñó esta casa?

Acarició la pequeña cabeza de su felino.

—Yo lo hice.

—¿Tú? ¿Y dónde adquiriría un rais el conocimiento de arquitectura y

matemáticas necesarios para diseñar el plano de un palacio como éste?

—En la Universidad de Ferrara, imagino. Ven. Hay mucho más que ver —

Se dirigió hacia las puertas de vidrio que daban al jardín. Alanis se detuvo

abruptamente. En la pared había otro escudo. La inscripción que había abajo en

latín decía: Galeaz Maria Sfortia Dux Mediolani Quintus. Galeazo Maria Sforza,

Quinto Duque de Milán. Un tercer emblema.

—Quiero mostrarte el mar —le susurró al oído.

—Si los escudos son robados, ¿por qué son tan importantes para ti?

Por un instante, ella hubiera jurado que el pulso de él se aceleró.

—Ven. Hablaremos afuera.

El aroma de los almendros les dio la bienvenida al porche cubierto de

parras. Un cupido de mármol escupía agua en una cuenca tradicional marroquí.

Siguieron por un sendero adoquinado bordeado de arbustos de flores y salieron

a un mirador construido al borde del acantilado. Las olas rugían debajo. Alanis

aferró el pasamano y echó la cabeza atrás, ondeando los cabellos al viento.

—Este sitio es encantador. Es un paraíso mágico.

Eros deslizó la vista sobre su silueta esbelta vestida con ropas de marinero.

Dio un paso hasta quedar detrás de ella y asió la baranda a ambos lados de ella.

—Tú lo llenas de magia —Enterró el rostro en el cabello sedoso, inhalando

el perfume—. Jamás había tenido a una ninfa dorada en mi hogar, y ahora que

la tengo, me encuentro embrujado sin remedio —Le desabrochó dos botones de

la camisa y deslizó la mano adentro. Cálida y enorme, se detuvo a descansar en

el terso vientre femenino.

Ella contuvo la respiración y le sujetó la muñeca con fuerza.

—Eros, por favor, no...

—¿Esperas que esté calmado después de haber estado acurrucada encima

de mí durante dos largas horas? —Presionó las caderas contra el trasero de ella

y le besó el cuello—. Estoy ardiendo por ti, amore. ¿Cómo puedes ser tan fría?

¿Fría? Él le hacía hervir el cuerpo,

—Eros, por favor. No debes. No debemos...

—Ven a mi cama esta noche —susurró él—. Cenaremos en mi alcoba. Te

meteré en mi tina de mármol con agua de esencia de lavanda, y mientras tú

disfrutas de una copa de Lambrusco, yo te lavaré cada grano de arena del

cuerpo. Personalmente.

La mente de ella se derritió ante la imagen.

—Eros, no puedo —murmuró—. Sabes que no puedo.

—¿De qué tienes miedo, bella ninfa? ¿De que pueda hacerte daño? ¿De que

te trate insensiblemente? A una mujer como tú... —La mano que tenía adentro

de la camisa se deslizó hacia arriba y sintió los pechos suaves y desnudos—. No

habrá violencia, sólo placer —le dijo con voz ronca mientras le acariciaba el

pezón, dibujando círculos con un dedo.

La invadió un vertiginoso deseo. Cerró los ojos y le cubrió las manos con

las suyas. Ni un antiguo reino se entregaba tan rápido como ella estaba a punto

de hacerlo ante aquel poderoso conquistador romano.

—Di que sí —la sedujo con voz grave—. Déjame darte el mejor placer —La

otra mano desabrochó el primer botón de los pantalones y se metió adentro.

—¡No! —Le arrebató la mano y se dio la vuelta. La mirada de aquellos ojos

oscuros la dejó paralizada. Reflejaba más que deseo; leyó también la derrota. Lo

que sea que hasta ese momento lo había retenido a continuar con sus

seducciones hasta la consumación había perdido la batalla. Su férreo

autocontrol se había quebrado. Esa noche no había ninguna víbora ante ella

sino un hombre que deseaba a una mujer, de igual modo que ella lo deseaba a

él, ¿pero ella se atrevería? Quedaría completamente mancillada y él era famoso

por dejar una estela de corazones rotos. Meneó la cabeza con desánimo—. No,

Eros. Anoche tenías razón. Debo volver a casa... intacta.

—Pero ya has sido tocada, Alanis. Y yo también —De un solo movimiento

dinámico la levantó en brazos y se dirigió hacia la casa, con los tacones de las

botas resonando al ritmo del tamborileo del corazón de ella.

Alanis forcejeó hasta quedar de pie y apartarse de un salto.

—¡No puedes obligarme a hacerlo!

Eros se veía como si ella le hubiera arrojado un cubo de agua helada en la

cara.

—Alanis...

—No —Retrocedió—. Esto no está bien. Yo quería una aventura, pero esto

ha llegado demasiado lejos. Tú eres un desconocido para mí. Quieres que

seamos amantes pero ni siquiera me dices tu verdadero nombre.

—¡Ya sabes mi nombre! —gruñó él aunque sus ojos expresaban más bien

lo contrario.

—¿Y ahora quién es el mentiroso? —Ella finalmente comprendió lo que

Jasmine insinuó cuando le dijo: Eros no es lo que crees. La víbora era sólo su

fachada. El alto italiano que tenía parado enfrente era alguien de quien ella no

sabía nada—. Sé que esos escudos antiguos son importantes para ti —dijo ella—.

Sé que no eres el monstruo que quieres que la gente crea. Algo te sucedió

cuando tenías dieciséis años. Eso te cambió y envolvió tu corazón con un manto

de odio. Te partió el alma.

Él avanzó hacia ella deliberadamente.

—Puedo hacer que me desees, Alanis, tanto que parezca que la vida sin mí

no vale nada. Que mis caricias sean el único bálsamo para tu amor desesperado.

Si me desafías... acabaré contigo.

A ella la recorrió un desagradable temblor.

—¿Por qué querrías acabar conmigo? Yo no soy tu enemigo. Quiero ser tu

amiga.

—¡Pero yo no quiero ser tu maldito amigo! —La asió del brazo con fuerza

y la atrajo hacia sí—. Quiero ser tu amante. Quiero enterrarme dentro de tí y

hacerte mía. Quiero que seas mía... —La besó brusca, salvajemente, incapaz de

contener el volcán en erupción que tenía en su interior.

Ella arrancó la boca, pero él no dejaba que se fuera. Le enterraba el rostro

en la curva del cuello, ella sentía su respiración en la piel, húmeda y acelerada.

Alzó una mano temblorosa y le acarició suavemente la cabeza sedosa.

—Déjame entrar en tu vida, Eros —le rogó junto al oído—. Dime tu

nombre.

Después de un momento, cuando él levantó la cabeza, tenía una expresión

fría.

—¿Quieres saber quién soy? Seguro, pero déjame llevarte a experimentar

una última aventura... la finalé.

El caballo árabe azabache atravesaba la playa sombría a toda velocidad.

Las negras olas rompían en la costa en salpicaduras de espuma. Un muro de

piedra se irguió hacia la izquierda, donde hacía eco el sonido del mar

alborotado. Con la vista nublada e inquieta, Alanis se aferró a la cintura de

Eros. Tenía serias dudas acerca de aquella atolondrada excursión. Confiaba en

que Eros la protegería, pero no confiaba en sus demonios.

Un fuego parpadeaba a lo lejos. Las tiendas negras se confundían con las

arenas del desierto. Eros tiró de las riendas y bajó de la montura. La cogió fuerte

de la cintura y la depositó en el suelo.

—Cúbrete —le dijo a secas—. Esta gente no es como las que estás

acostumbrada a ver.

—¡Ni tú tampoco! —contraatacó ella, luchando con otra túnica negra que

él la había hecho ponerse.

Aferrándola con fuerza de la muñeca se encaminó hacia el oscuro

campamento. Serpentearon entre áreas aisladas de ganado y enormes tiendas

hechas con lana de oveja. Los motivos geométricos identificaban a los

habitantes como una tribu beréber del Atlas, comerciantes y viajeros del

desierto cuyos traslados estaban regidos por la migración de sus rebaños según

la estación.

El aroma del cordero asado flotaba desde el centro del campamento donde

resplandecía una hoguera alta. Había hombres vestidos con túnicas negras

sentados sobre gruesas alfombras, bebiendo, comiendo y conversando de buen

humor. Las mujeres se desplazaban entre los hombres, sirviendo comida y

bebida, con los rostros cubiertos con velos.

—Quédate a mi lado en todo momento —le ordenó Eros y se introdujo en

el centro del douar.

En cuanto lo vieron, los hombres corrieron a darle la bienvenida y lo

invitaron a sentarse con el jeque. Una cabeza más alto que los demás, con esa

capa negra colocada sobre los anchos hombros, a Alanis le recordaba a un

poderoso hechicero rodeado de seguidores.

Eros se puso cómodo sobre las gruesas alfombras y aceptó un plato de

cordero asado y una taza de café. Alanis se sentó junto a él y examinó el extraño

entorno. Él se acercó y le acomodó el velo de modo que se le vieran sólo los

ojos.

—¿Tienes hambre? ¿Sed?

Ella meneó la cabeza. El modo en que lo miraba lo hizo fruncir el ceño y

desvió la vista. Alanis permaneció en silencio mientras él conversaba con el

jeque. Observaba los gestos sencillos, escuchaba su risa profunda, bebía ráfagas

de su fragancia almizcleña con el viento del mar y descubrió el secreto de la

fascinación que sentía por él: Eros era vida. Una vida de la que ella jamás había

tomado parte verdaderamente.

La muchedumbre se animó cuando a la luz del fuego apareció una

deslumbrante criatura. Llevaba puesto un traje rojo encendido hecho sólo con

velos, era como una diosa nacida entre las llamas, tenía la piel morena

adornada con oro y brillaba con el aura mística de una joya antigua. Echándose

los largos rizos negros sobre el hombro, le clavó los ojos a Eros y sonrió.

—Leila —la llamó él en beréber—: ¡Baila para mí!

La mirada de Alanis le apuñaló el perfil. ¿Para eso la había llevado hasta

allí? ¿Para que viera aquella belleza exquisita y sensual —sin duda otra de sus

prostitutas— bailando para él?

Leila le ofreció a Eros otra sonrisa seductora y golpeó ruidosamente la

pandereta dorada en alto. Una flauta comenzó a tocar una melodía oriental. Se

sumaron los tambores haciendo palpitar las oscuras crestas de las montañas con

sus poderosos golpes. Leila se contoneaba como si fuera otra lengua de fuego.

Los velos rojos se hinchaban con el viento nocturno. El rostro, los ojos, el cuerpo

entero expresaba el erótico abandono a la danza. Los hombres aplaudían y la

ovacionaban y a su vez ella hacía movimientos sinuosos e invitadores con las

manos y agitaba los pechos para el rugiente placer de todos.

Los tambores se callaron y Leila cayó al suelo como un saco de piel y

velos. La flauta emitió una melodía suave. Ella arqueó el cuerpo separándolo de

la arena gradualmente. Se desató de las caderas un velo rubí y lentamente se

acarició con él un hombro, enviándole a Eros una invitación silenciosa con los

ojos.

Rechinando los dientes, Alanis lo miró con furia. Para su sorpresa, él tenía

los ojos puestos en ella. La estudiaba con la misma fluidez que ella siempre

sentía sus vibraciones. Estaba celosa y él lo sabía. Le sostuvo la mirada durante

un candente instante más y luego se puso de pie y se dirigió hacia el centro.

Cargó a Leila en brazos y desapareció en el grupo de carpas.

Un lamento murió en la garganta de Alanis. Se había ido con Leila.

—Veo que usas el velo de seda que te regalé.

Leila desplegó una pesada cortina de lana sobre la entrada de la tienda y

lo cogió de la mano.

—Por supuesto, El-Amar. Te he estado esperando. Sabía que pronto

volverías.

Una lámpara de aceite pendía de las vigas de madera que sostenían la

tienda. Sobre las alfombras que cubrían el suelo había hierbas esparcidas para la

salud y la suerte. Eros dejó caer la capa al suelo y se dejó guiar hasta la

confortable cama. Ella se sentó y lo acercó a su lado.

—Te he extrañado terriblemente, El-Amar.

—¿De veras? —Sonrió él—. ¿Y cómo pasaste el tiempo mientras estuve

fuera?

—Sin hacer nada —dijo ella y se desató el velo rojo transparente—.

Llorando todas las noches para que regresaras.

Él rió.

—Eres una mentirosa por naturaleza, Leila, aunque ése es uno de tus

diversos encantos.

Riendo, Leila le arrojó el velo rojo en la cabeza y tiró de él hacia sí.

—Me alegra que me hayas venido a ver esta noche. Tenía miedo de que te

hubieras olvidado de mí y hubieras encontrado a otra que te complaciera —Ella

deslizó la mano por el escote abierto y extendió los dedos con alhajas sobre el

pecho masculino—. Ninguna mujer es capaz de complacerte tanto como yo, El-

Amar —Bajó la cabeza y le pasó la lengua por la mandíbula. Eros se quedó

helado. Al percibir el cambio en él, Leila se acercó más—. ¿Qué sucede? ¿No

quieres que te complazca? —Le cogió la mano y se la llevó a los senos. Al ver

que él no hacía nada, le dijo bruscamente—: No entiendo. Nunca te comportas

de este modo, frío como un pescado...

Gentilmente, él le apartó las manos y se puso de pie.

—Lo siento, Leila. Eres muy hermosa, pero me temo que no puedo

quedarme. Salamat.

Leila se puso de pie de un salto, los ojos negros le brillaban con una

mirada asesina.

—¡Me dejas por otra mujer! —gritó—. ¡Has encontrado a otra!

—Te pido disculpas, Leila. Te enviaré un lindo obsequio con alguno de

mis hombres.

—¡Entonces es otra mujer! ¡Que el mal de ojo te caiga encima! —Se le

abalanzó encima y le arañó la cara. Él la cogió de las muñecas pero no antes de

que una uña afilada le hiciera un corte en la mejilla. Leila se soltó de un tirón.

Tocándose la mejilla, él sonrió de manera comprensiva:

—«No hay nada más temible que una mujer despechada».

—¡Lárgate! —gritó Leila señalando la salida—. ¡Fuera!

Él recogió la capa, apartó el faldón de la tienda y se marchó. Afuera, se

sacudió las hierbas de la capa y se la echó sobre los hombros. Con el ceño

fruncido, se dirigió de nuevo hacia la hoguera.

—¿Eros? —llamó alguien—. Mi querido amigo, no puedo creer lo que ven

mis ojos. ¡Realmente eres tú! —Un hombre regordete con el bigote negro rizado

le dio una palmada en el brazo y tiró de él para darle un fuerte abrazo.

—¿Sallan? —Eros parpadeó con incredulidad, sonriendo—: ¿Qué es lo que

estás haciendo tú aquí?

—Hemos pasado unas semanas en Marrakech, visitando a los primos de

Nasrin y derrochando bastante dinero en cosas que ella jamás usará. Ahora

vamos camino a embarcarnos en el puerto de Agadir.

—¿Y no se te ocurrió pasar a visitarme antes de viajar de regreso a

Inglaterra?

—Mi querido amigo, de haber sabido que habías regresado, te hubiéramos

visitado con o sin invitación. No obstante, escuché rumores de que estabas en

Jamaica con Jasmine.

Eros puso los ojos en blanco.

—¿Hay alguien que no esté informado acerca de todos mis movimientos?

—¿Disculpa? —Sallah frunció sus pobladas cejas con aire de curiosidad.

—Niente —Eros hizo un gesto con la mano. Comenzaron a caminar hacia

el centro de la hoguera—. Estás bien informado, Sallah. Estuve en Jamaica con

Gelsomina.

—¿Y cómo está nuestra hermosa y dulce muchacha? ¿Te tiene de nuevo

enredado con sus picardías?

—Sí, pero ahora tiene un esposo nuevo para tenerlo de un lado a otro —Le

dio una palmadita a Sallah en la abultada barriga—. Veo que Nasrin está

cuidando muy bien de ti, amigo. Pronto te convertirás en una montaña.

Sallah rompió a reír.

—Fariña, la prima de Nasrin, es la que tiene la culpa. Esa querida mujer

cocina mejor que tu cocinero milanés. Y esa arpía que tengo está molesta

conmigo por abusar.

—Deja de quejarte. Ojala yo tuviera una esposa como la tuya. Después me

parecería a Gebel Musa13 y me sentiría tan contento como un cerdo en el

chiquero.

—¿La Montaña de Moisés?—rió Sallah de nuevo—. Ay, Eros, si quisieras

una esposa, ya estarías casado. ¿Cuántos años tienes? ¿Treinta y uno, treinta y

dos?

—Bastantes.

—¿Y a qué estás esperando? ¿A estas alturas no has estado ya con

suficientes mujeres? ¿No sabes que no son buenas cuando las tomas para un

revolcón ocasional? Una mujer es como un buen guisado —Hizo un ademán al

aire con los dedos—. Hay que cocerla a fuego lento. Hay que atenderla,

13

Gebel Musa: “Montaña de Moisés”. Hace referencia al Monte Sinaí, donde Moisés

recogió las Tablas de la Ley. También existe una montaña en Marruecos del mismo

nombre.

agregarle especias caras para ponerla más sabrosa y feliz. Luego, se espesa.

Absorbe las cualidades de todos los ingredientes que uno echó, hasta que

finalmente... —Sallah se chupeteó la punta de los dedos—. ¡Deliciosa!

Eros estalló en una carcajada.

—Veo que sigues con hambre, amigo mío.

Sallah pareció ofendido.

—¿Yo me preocupo por ti y tú me lo pagas con tus burlas?

—Me disculpo humildemente —dijo Eros riendo ahogadamente—. Sé que

tienes buenas intenciones, pero ¿con quién podría casarme? ¿Con una bailarina

de campamento como Leila?

—¿Qué hay de Izzabu, esa muchacha portuguesa? Ella era bonita.

—Aún lo es —admitió Eros con un vigoroso suspiro.

Sallah unió las cejas espesas con aparente desaprobación.

—Me sorprendes, Eros. Qué vigoroso eres para mantener tu propio harén.

—Como siempre, exageras, pero lo tomaré como un cumplido.

—¿Sabes cuál es tu problema, huboob? Te juntas con el tipo equivocado de

mujeres.

—Lo sé —Eros esbozó una sonrisa torcida—. Yo debí haberme casado con

Nasrin. He venido diciéndolo desde hace años.

—Tonterías —Sallan lo miró con altivez—. Tú no durarías ni un día con

una arpía severa como Nasrin. No, amigo, tú necesitas una mujer para tu

mundo. Alguien que conozca tu corazón.

La mirada de asombro de Eros le hizo sonreír a Sallah con satisfacción.

Enroscándose el bigote acicalado con cariño, le anunció:

—¡Tienes que irte a casa, a Milán, y casarte con una condesa!

Eros endureció el rostro. Con tono muy bajo le preguntó:

—¿Qué diablos estás divagando?

Sallah miró a su joven amigo cual oso adulto mira a un cachorro salvaje y

sin experiencia.

—Perdóname, amigo mío. A veces, cuando como demasiado, digo

idioteces y cosas estrafalarias.

Una mirada desconfiada eclipsó los ojos de Eros.

—Sigamos —le sugirió. Poco después llegaron a la hoguera—. Os veré a

ambos mañana, entonces —le dijo con tono distraído al tiempo que desviaba la

mirada hacia la reunión con ojos de halcón—. Dale mis saludos a Nasrin.

—Avisa a tu cocinero milanés que voy en camino. Estos bereberes

pretenden envenenarme.

Le llevó una condenada cantidad de tiempo llegar a hurtadillas hasta la

zona más oscura del campamento donde estaban los corrales del ganado.

Alanis recordaba muy bien lo que había sucedido en Argel cuando le habían

tirado de la capucha con fuerza. No tenía deseos de ofrecerles una diversión

extra a esos bereberes aquella noche. No le preocupaba emprender el regreso

sola. Básicamente, tenía que seguir la línea de la costa hacia el norte, hasta llegar

a la casa de él. No era difícil. Ella era una excelente amazona y Eros se podía ir

al demonio que era, en esos términos así de amigables.

Qué bien le había salido revelar su verdadera naturaleza. Era un

insensible, un cascarón hueco, absolutamente depravado. No le quedaba nada

en aquella alma suya. Era otro Taofik, tal cual lo había declarado. Deberías

haberlo escuchado cuando habló de sí mismo, se criticó duramente Alanis. Un hombre

se conoce bien a sí mismo. Bien, ella ya había tenido suficiente. Se iba a casa.

Una mano se cerró en su brazo.

—¿Adonde crees que vas?

Ella tenía el rostro cubierto con el velo negro hasta la nariz, pero al darse

la vuelta para mirar a Eros, los ojos rasgados de color aguamarina parecían

témpanos. Maldito seas, dijeron en silencio. Vete al infierno.

—Princesa...

Ella se soltó de un tirón. No había nada más que decir.

Cuando llegaron a Agadir al cabo de una hora, él la acompañó arriba,

hasta un pórtico alto y abovedado. Gentilmente, le abrió una de las puertas de

madera y bronce pero no entró con ella.

—Alanis... —Su voz con aire de disculpa la detuvo al cruzar el umbral. Lo

miró. La expresión solemne de aquellos ojos eran el perfecto reflejo del modo en

que ella se sentía: desdichada. Algo se había quebrado en su interior. Cerrando

los ojos para contener un torrente de lágrimas, le cerró la puerta en la cara.

Capítulo 15

Los cálidos rayos del sol se derramaban sobre su rostro. Sonriendo, Alanis

se sentó entre cortinas de muselina calentadas por el sol y se compadeció de

aquellos despertares en las deprimentes mañanas en Yorkshire. La noche

anterior había escuchado una puerta cerrándose con fuerza en el corredor. Por

lo tanto, su cuarto debía de ser el de los reservados para la señora de la casa,

pero no había. Aunque la decoración combinaba hermosas obras de arte con

jarrones color turquesa repletos de espuela de caballero14 y lirios, no daba

ningún indicio de contar con ese particular toque femenino. Era un hermoso

cuarto blanco, sin ese esplendor italiano y no estaba presidido por ningún

antiguo emblema familiar. ¿Qué tipo de mujer tenía en mente Eros para que

ocupara aquella alcoba?, se preguntó.

Una salada brisa matinal le dio la bienvenida en el balcón. Las gaviotas la

saludaron con un amistoso chillido mientras atravesaban el cielo despejado. Un

centelleante mar turquesa rompió en salpicaduras de espuma sobre el agitado

oleaje de más abajo y se esparció sobre una playa blanca, como empolvada. Y

después seguía la desolada belleza del Sahara: dunas de arena, los calientes

colores del desierto... La majestad suprema del Atlas la dejó sin aliento. Ella se

dio cuenta de por qué Eros escogía vivir en aquella tierra feroz y primitiva que

esperaba ser descubierta, aunque a ella le parecía triste que residiera en un

mausoleo de mármol vacío con un depredador como mascota. Solitario. No

obstante, ella iba a marcharse. No dejaría que se burlara de ella y la tuviera allí

para aliviar su tedio. Él tenía su bendición para dedicarse a todas las Jezabeles15

de la zona.

Regresó adentro y entró al cuarto de baño. Era magnífico, con una lujosa

tina de mármol, lo bastante grande para alojar a un gran sultán regordete

sumergido hasta el fondo de alabastro. Las paredes estaban hechas de celosías

de yeso; no obstante, las brillantes cuentas de la luz del sol se filtraban

formando dibujos. Ella espió por entre los huecos. Una alfombra de flores,

árboles y bonitos toldos se extendían debajo de su ventana. Estatuas romanas

de Lixus o Volubilis adornaban cada rincón, como un recordatorio de la

herencia del orgulloso dueño. Pensando en el demonio, ella vio un cuerpo

dorado con manchas subir de un salto los escalones de piedra. Un poco más

rezagada, apareció una lustrosa cabeza negra. Su morena masculinidad

14

Flores en espiga, de corolas azules, róseas o blancas, y cáliz prolongado en una punta

cual si fuera un espuela. (N. del T.) 15

Jezabel: mujer mala y libertina. (N. del T.)

sobresalía en el mar de flores, como sin duda lo hacía por dondequiera que

deambulara. El canalla tenía un encanto personal más fuerte que un imán.

Parecía bastante alegre paseando por los jardines con su gato salvaje, ¿y por qué

no iba a estarlo? La noche anterior se había entregado a las abundantes

atenciones de Leila, la Reina del Desierto.

Eros se detuvo y fijó la vista directo hacia allí. Ella retrocedió de un salto,

pero la pared enrejada estaba diseñada para bloquear la vista en los espacios

reservados para las mujeres. Él sólo podía adivinar si ella se encontraba o no

allí. Al regresar al sitio desde donde espiaba, apoyó la frente en la pared y echó

un vistazo hacia donde él estaba. Aquella mirada llena de remordimiento que

ella había visto en sus ojos antes de cerrarle la puerta en la cara aún le oprimía

el corazón. Él podía ser un canalla despreciable, pero no era de piedra. Sabía

que lo que había hecho era imperdonable. Había justificado el rechazo de ella.

Jamás podía ser suya después de aquello. Nunca.

Después de verlo deambulando, Alanis se lavó la cara con agua fresca, se

peinó y se puso la bata que había encontrado doblada sobre la cama la noche

anterior.

Un momento después alguien golpeó la puerta.

—Pase —dijo ella y se sorprendió ante el tropel de sirvientes que pasaron

marchando junto a ella, cargando montañas de arcones. Mustafá cerraba la fila.

—Buenos días, milady —Le hizo una reverencia con elegancia—. Confío

en que haya dormido bien.

Después de haber ahogado la almohada.

—Muy bien. Muy amable de vuestra parte el preguntar —Ella siguió a los

criados hasta el vestidor. Depositaron la serie de arcones sobre el suelo de

mosaico con diseños de paisajes del Nilo, y comenzaron a desembalar. De los

cofres no emergieron ni prendas de seda brillante ni de tafetán con bordados

dorados. Pusieron en los armarios caftanes de lino, sandalias de suave cabritilla

y prendas de ropa interior de modesta sencillez. Alanis sonrió con ironía. Eros

le había enviado prendas regionales, como las de Hanan. Ninguna de las

encantadoras piezas provenía del saqueo de ningún barco, sino del zoco vecino.

Quedaría sumamente idiota si las arrojaba por la ventana. Además, no tenía

intención alguna de quedarse para usar ni la mitad del guardarropa.

—Con los obsequios de mi amo —sonrió Mustafá— espero que encontréis

todo de vuestro agrado. Jenab os preparará un baño a Su Señoría y yo os haré

subir una bandeja de desayuno. Os recomiendo encarecidamente que

permanezcáis en el interior. Hoy luce un sol sin piedad, hasta los claveles están

sufriendo.

Los ojos de Alanis se iluminaron.

—¿Claveles al sol? Mustafá, debo tomar el té afuera.

—Por supuesto —Mustafá ocultó una sonrisa e hizo una reverencia con

gentileza—. Dentro de poco regresaré para acompañaros.

Una hora más tarde se encontraban paseando entre madreselvas,

estepillas, heléchos y trinos de pájaros. Llegaron a una gran terraza, donde

había una piscina verde mar construida al borde del acantilado que parecía

fusionarse con el paisaje de vista al mar. Al final del sendero había un pabellón

de lona blanca.

Mustafá se detuvo.

—El menzeh al borde del jardín de rosas, milady, como vos lo pedisteis.

El sitio era encantador. En lugar de techo, tenía un entramado sostenido

por aleros que proporcionaban una agradable sombra. Al fondo florecía un

jardín de rosas. Una ráfaga de aire abrió la lona. Ella vio un bulto dorado con

manchas negras echado junto a un par de botas negras de ante.

—Eh, Mustafá... —Alanis echó una mirada a un lado, pero él había

desaparecido convenientemente. Ella miró hacia el pabellón. Eros estaba

bebiendo café y leyendo un libro. Estaba empezando a tener en cuenta la

aburrida sugerencia de Mustafá de desayunar adentro cuando Eros levantó la

cabeza. Sorprendido primero y luego curioso, se reclinó en la silla y esperó a ver

qué hacía ella. Mmm. Regresar al cuarto le daría a entender que encontraba su

presencia perturbadora. Y eso era lo último que quería. Además, necesitaba

informarle sobre su decisión de marcharse lo antes posible. Con la cabeza

erguida, tomó el sendero.

En cuanto puso un pie sobre las alfombras bereberes, Eros se puso de pie.

Apartó una silla para ella:

—Buongiorno —oyó decir a la voz grave por encima de sus hombros. Lo

miró. La incomodidad reflejada en los ojos de él igualaba los frenéticos latidos

de su corazón.

—Buenos días —respondió ella fríamente. El leopardo de ojos verdes

levantó la cabeza y gruñó.

—Me disculpo por la mala educación de Dolce. No está acostumbrada a

ver a otras mujeres aparte de a mi hermana.

Entonces él no recibía a sus amantes en la casa. ¿Se suponía que debía

sentirse halagada?

—¿Cuál es tu excusa?

—No tengo ninguna —El sonrió abiertamente, con los ojos brillándole con

un tono azul marino en el rostro bronceado. Tenía la mandíbula bien afeitada y

la cabellera negra azabache peinada en una coleta. La invadió un arrebato de

deseo hasta que notó el inflamado arañazo en la mejilla. El desprecio le enfrió la

sangre y tomó asiento rígidamente.

Eros se sentó frente a ella. Una evidente aprobación brilló en sus ojos al

notar que ella llevaba puesto uno de los caftanes que le había enviado: una

túnica blanca de lino bordada con topacio. Lavados y brillantes, los cabellos

caían ondulados a su alrededor. Sin embargo, a ella le resultaba extraña su

reacción. ¿Es que las tiernas caricias de Leila no le habían apaciguado la lujuria,

que la miraba como si estuviese untándola mantequilla y mermelada en la

mejilla? Comparada con aquellos velos rojos transparentes, Alanis parecía

tristemente una monja. Quizás hubiera apreciado el interés que él mostraba de

no haber sido por el arañazo. No soportaba mirarlo a la cara.

Un viejo libro yacía sobre la mesa frente a él, titulado Dante. El supuesto

pirata tenía un gusto excelente por la literatura, y conociendo a Eros era muy

capaz de citar medio libro.

—«No puede haber conocimiento sin retención» — citó ella una de las

frases más famosas del poeta toscano.

—Presumida —Mostró los sólidos dientes blancos con aire de desafío.

Apoyó los codos sobre el mantel blanco y se sostuvo la cara, una sonrisa tonta le

curvó la comisura de la boca.

¿Qué le sucedía esa mañana? Ella frunció el entrecejo con aire especulativo

y le estudió el cálido brillo del iris. Límpidos como iolitas, concluyó ella,

descartando fiebre alta. Los marineros vikingos había creado una leyenda de la

piedra de iolita porque creían en los poderes que tenía de filtrar la bruma y el

resplandor de sus ojos. De un modo irritante, aquellos ojos a ella le provocaban

el efecto contrario.

Chasqueando los dedos, y con ello los tontos pensamientos de ella, Eros

llamó al criado:

—¿Qué te gustaría desayunar? —le preguntó.

—Té está bien —Ella miró hacia el mar. Casi compensaba la imagen del

arañazo.

Envió al criado a la cocina y se hundió en la silla. Entrelazó los dedos

sobre su abdomen plano.

—Quisiera disculparme. Yo, eh... parece que anoche perdí la cabeza y mis

buenos modales —Alzó la vista de manera inquisitiva—. Me disculpo

humildemente y te pido perdón.

Alanis examinó esa mirada compungida.

—No te preocupes. Anoche caí en la cuenta de la verdadera naturaleza de

nuestra sociedad. Razón por la cual apreciaría que me pusieras en un barco

rumbo a Inglaterra lo antes posible.

Alarmado él abrió los ojos.

—¿La verdadera naturaleza de nuestra sociedad? Alanis... —Se acercó más

hasta cogerle la mano pero ella la apartó. Tenía intención de seguir hablando,

no obstante se contuvo, asumiendo que cualquier palabra de más sólo sería

tomada en su contra. Con los ojos llenos de remordimiento, dijo—: No tienes

idea de cuánto lamento lo de anoche. Si pudiera, la borraría hasta el momento

en que volvimos a casa.

—¿Y luego qué? —preguntó ella de forma concisa. Si le importaba seguir

en su sano juicio, ella debía borrar de la memoria el recuerdo de él acariciándole

el cuerpo en la oscuridad del mirador frente al mar.

—Entonces, te hubiera acompañado hasta tu alcoba como un auténtico

gentiluomo y te hubiera dado las buenas noches.

Comprensible, pensó ella con mordacidad, después de haberte visto

forzado a darte prisa con esa Delicia del Sahara debido a este maldito estorbo.

—Es demasiado tarde, Eros. Deseo irme a casa.

—Quisiera que te quedaras. Al menos unos días.

Ella sintió un repentino deseo de pegarle un tiro.

—¿Para qué? ¿Qué podría tentarme a quedarme? ¿ Y por qué de pronto

estás tan ansioso de que me quede contigo? Tienes que matar franceses, ¿o no?

Y si mal no recuerdo, aquella noche que nos fuimos de Kingston te mostraste

bastante firme al informarme de que no tenías deseos de llevarme a ninguna

otra parte que no fuera a casa. ¿Qué es lo que ha cambiado?

Tenía una mirada terriblemente seria cuando dijo:

—No tienes ni idea.

Al cabo de una larga pausa en silencio, en un tono más liviano dijo:

—Esta mañana espero la visita de unos buenos amigos. Se quedarán una

semana. Te agradarán.

—Ya he conocido a algunos de tus amigos. No son de mi agrado.

—Mira, llegarán en cualquier momento. Son encantadores, mundanos,

una cálida pareja judía de Londres. Sallah es mitad inglés mitad marroquí y es

mi socio, y su esposa, Nasrin, es marroquí de pura sangre. Tiene todo el encanto

oriental, es la hija del mejor joyero de Marrakech, una verdadera dama. Tienen

ocho hijas y son divertidos. Por favor, di que te quedarás.

¿El socio judío y su encantadora esposa? A ella le despertó la curiosidad.

El criado regresó. Con sumo cuidado, depositó delante de ella una tetera,

un plato de bollos tibios, mantequilla, mermelada de naranja, utensilios de

plata, fina vajilla de porcelana italiana y una servilleta de lino doblada. Eros lo

retuvo haciendo un gesto dominante con la mano.

—Si se te ofrece algo más...

—No, gracias.

Liberó al criado.

—Yo tampoco como demasiado en el desayuno —afirmó él afablemente.

Ella miró la gran montaña de cáscaras apiladas en el plato que él tenía

enfrente, que parecían ser de cuatro naranjas grandes y sonrió irónicamente:

—Ya veo a qué te refieres.

—Bisogna mangiare quallcosa —Se encogió de hombros con aire de

culpabilidad—. Uno necesita comer algo.

Ella ignoró sus risitas zalameras y removió el azúcar en el té. Eros volvió a

mirarla fijamente.

—Tengo que hacerte una confesión —Le sonrió tímidamente—. Le pedí a

Mustafá que te convenciera de desayunar conmigo aquí afuera. Me agrada que

hayas accedido.

—Deberías pagarle mejor sueldo, Eros. Su astucia eclipsa la de Hassock, el

criado de mi abuelo, que es legendario por sus diabluras. Mustafá

prácticamente me hizo rogarle desayunar al aire libre. Y yo ni me di cuenta.

—Me aseguraré de tenerlo en cuenta —Se inclinó hacia delante. El viento

leve le hinchó la camisa blanca, dejando a la vista su pecho cincelado. Ella casi

olvida lo canalla que él había sido la noche anterior. Casi—. Sobre mis amigos

— dijo—, realmente me gustaría que los conozcas, y viceversa. Y... de veras

quiero que seamos amigos. Alanis. No sé qué fue lo que me pasó anoche.

Ni ella, aunque había estado tan terriblemente tentada de claudicar. Casi

estaba agradecida de que la arrolladora sombra de Leila ahora revoloteara entre

ambos.

—Los amigos comparten secretos —le dijo con tono suave.

Los ojos de Eros se tornaron opacos.

—Dame tiempo.

—Consideraré tu oferta cuando conozca a tus amigos.

Con aire optimista, él volvió a observarle cada gesto. La observó escoger

un bollo de la pila recién horneada, la observó cortarlo por la mitad y untarle

mantequilla. Se estiró y sutilmente le acercó suavemente el platillo de cristal con

mermelada.

Ella dejó caer el bollo.

—¿Qué diablos te pasa esta mañana? Te comportas como si jamás

hubieras desayunado con una mujer.

—No lo he hecho.

—Se me hace difícil creerlo —Desvió la mirada hacia el paisaje marítimo

azul—. Todo esto es hermoso —murmuró de modo distraído.

—Muy hermoso —coincidió Eros con voz ronca—. ¿Me perdonas?

Ella se encontró con aquella mirada esperanzada y sorbió el té.

—Agradezco las prendas que me enviaste.

—Scusa? —parpadeó Eros. Esa mañana parecía distraído.

—¿Me ha crecido barba de repente? —le preguntó ella con creciente

irritación—. ¿Qué sucede?

Dos hoyuelos aparecieron en las mejillas de él.

—Niente —respondió él amablemente, encogiéndose de hombros.

Ella entrecerró los ojos:

—¿Por qué no te creo?

Eros sonrió de manera inocente:

—No lo sé.

Incapaz de tolerar un momento más su actitud condescendiente, ella dejó

caer la servilleta y se puso de pie.

—Venir aquí fue un error. Debí desayunar en mi cuarto —Y abandonó la

mesa.

Él la alcanzó de un salto. Le aferró la cintura con los brazos y la apretó de

espaldas contra su ancho pecho. Le rozó la cara contra el cuello, inhalando

profundamente el perfume floral de su piel.

—No te vayas todavía. Me encanta disfrutar de tu compañía en el

desayuno. ¿Cómo pude haberme privado de esto?

La respuesta del cuerpo de ella era electrizante. No encontraba la fuerza

para evadirse de su abrazo. Pero cuando le lamió el interior de la oreja y deslizó

la mano suave por los pechos y los apretó, ella recuperó la cordura con más

vigor.

—¡Quítame ahora mismo tus malditas manos de encima!

En cuanto la soltó, ella salió corriendo hacia la casa, escuchando detrás un

torrente de palabrotas de autorreproche. Casi se choca con el par de

desconocidos.

—¡Ah, qué bien! Justo a tiempo para desayunar —El caballero regordete

de bigotes se frotó las manos con satisfacción. Unos dedos largos y elegantes se

cerraron en su brazo con fuerza sutil aunque letal. En uno había un diamante

enorme y oval que hacía juego con el vestido de seda color siena de la mujer.

—Ya has desayunado, querido —dijo la alta y esbelta dama. Alanis

reconoció instantáneamente la excelente calidad de sus prendas. Un delicado

chal con hilos dorados le cubría los cabellos negros como el carbón, dejando a la

vista unas vetas plateadas a la altura de las sienes. Ella irradiaba inteligencia y

calidez.

El esposo se ruborizó.

—¿Cómo? ¿Esos restos que los bereberes nos dieron hace horas? Si te

escuchara Eros podría malinterpretarte y pensar que venimos de un banquete

—Urgió a la esposa a que avanzara y se detuvo de golpe—. ¡No puedo creerlo!

—Levantó las espesas cejas negras ante la imagen de aquella joven de cabellos

dorados que tenían parada enfrente.

La dama también la vio. Hizo callar al esposo y siguió avanzando

livianamente con una sonrisa amistosa.

—Buenos días. Soy Nasrin Almaliah y este individuo maleducado que

viene detrás es mi esposo, Sallah. Encantada de conoceros —Hizo un elegante

reverencia.

—El placer es mío, señora —Alanis le devolvió la reverencia, sintiéndose

un poco tímida—. Yo soy... Alanis.

—Lady Alanis —la corrigió Eros, que apareció a su lado de forma

repentina.

Los ojos negros de Nasrin parpadearon.

—Vaya, querida mía, pero si sois inglesa. Qué encantador, Sallah —echó

una mirada a su sorprendido esposo—, no seas descortés. Ven a conocer a lady

Alanis —Volvió a ofrecerle a Alanis una sonrisa de aprobación—. Es una joven

encantadora.

El caballero se acercó con indecisión, con su enorme barriga dando botes.

Alanis le lanzó una mirada furtiva a Eros que tenía aquella mirada posesiva,

con esos aires de arrogancia... ¿Estaba alardeando con ella?

—Nasrin —pronunció pausado al tiempo que le rozó los dedos con un

beso—. Estás tan hermosa como siempre, mi distinguida dama. ¿Por qué sigues

soportando a este judío glotón cuando puedes tenerme a mí?

Nasrin rió.

—Ese es uno de los grandes misterios del mundo, El-Amar, Bien, Sallah —

Miró a su esposo divertida—. ¿Ya encontraste tu lengua?

La sonrisa de Eros se agrandó ante el desconcierto de Sallah.

—Sallah, permíteme presentarte a mi amiga, lady Alanis. Le conté todo

sobre ti, de modo que confío en que le causes una buena impresión, y... —le

lanzó una mirada a Alanis—. Quizás también puedas mejorar la impresión que

tiene acerca de mí.

—Claro, claro. Disculpad mi descortesía —Sallah cogió gentilmente la

mano de Alanis e inclinó la cabeza con cortesía. Al levantar la vista sus ojos

eran cálidos—. Mi querida lady Alanis, no os imagináis lo encantado que estoy

de conoceros. De hecho vuestra sola imagen llena mi corazón de esperanza.

Alanis parpadeó ante aquel saludo tan extraño. Eros suspiró.

—Pareces una vieja, Sallah —Rodeó con el brazo el hombro fornido de su

amigo y lo condujo hacia el pabellón—. Ven, Jebel Sallah. Déjame convidarte a

otro desayuno.

—Por Dios, eres un canalla desvergonzado, Eros —se quejó Sallah

mientras se alejaban—. ¿Por qué no me contaste nada de ella anoche?

—Luego, Sallah.

—¿Qué hacías saliendo de la tienda de Leila? —susurró Sallah de manera

inadecuada—. Por el amor de Dios, ¿qué es lo que pasa contigo? ¿No sabes

distinguir algo bueno cuando lo tienes bajo tus gentiles narices? ¿Qué más

necesitas... un porrazo en la cabeza?

Nasrin le sonrió a Alanis.

—¡Hombres! —Miró al cielo y ambas rieron. Enroscó su brazo en el de

Alanis—. Vayamos con ellos antes de que Montaña Sallah devore toda la comida,

¿quieres?

Molesta por la cantidad de intrusos, Dolce emitió un gruñido de

desagrado y se marchó.

—Eros me contó que tenéis ocho hijas y que vivís en Londres —Alanis se

dirigió a Nasrin una vez que se unieron a la mesa. A esas alturas, los hombres

estaban compenetrados con las noticias de la guerra y el impacto de los precios

en el mercado. Aunque ella no se perdía las miradas de Eros. La mente de aquel

rufián era como toda una compañía naviera.

Nasrin abrió una faltriquera y mostró orgullosa unos retratos en

miniatura.

—Ésta es mi hija mayor, Sara. Está esperando nuestro primer nieto. Y ésta

es Taláa. Ella es casi de tu edad. Se casará en Pascua —Bajó el tono de voz para

preguntarle—: ¿Qué es lo que te trae por Agadir, querida mía?

Alanis levantó la vista puesta en los hermosos rostros de las jóvenes y se

encontró con la mirada curiosa de Nasrin, pero antes de que tuviera

oportunidad de embarcarse en una abstracta versión de su historia, un criado se

acercó a Eros.

—Nasrin, Sallah, ¿qué puedo ofreceros? —les preguntó.

—Té está bien para mí, El-Amar. Gracias —respondió Nasrin.

Sallah, que ya tenía la boca llena de un bollo con manteca, frunció el ceño

pensativo.

—Yo tomaré huevos pasados por agua con patatas y tostadas y un café

turco fuerte —dijo con la boca llena, aunque la idea general se entendió: tenía

hambre. Eros rompió a reír.

—Que Dios se apiade de ti —suspiró Nasrin con irritación.

—Ssh, esposa arpía —la regañó Sallah con indignación—. ¡Y tú también,

canalla!

—Va bene, d'accordo —Eros rió entre dientes levantando las manos en señal

de rendición.

Alanis observó a la amigable pareja, sorprendida de cómo Eros se las

había ingeniado para entablar amistad con aquellas excelentes personas que

parecían apreciarlo de verdad. Él debió de haber notado la aprobación de ella

ya que les sonrió con placer.

—Espero que os quedéis esta semana. Debéis de estar exhaustos de saquear

cada zoco de Marrakech —les ofreció cálidamente.

Sallah miró a su esposa. Ella asintió con la cabeza.

—¡Por supuesto que lo haremos! —afirmó él—. ¡Nos encantaría!

Mientras Sallah atacaba su segundo desayuno, Eros miró fijamente a

Alanis. Dio por sentado que ella también se quedaría, pero la mirada furtiva de

ella hacia la mejilla lesionada fue un mensaje más que elocuente.

—Bien, ¿intentarás explicarlo o tendré que estrujarte para sacártelo? —

Sallah escogió un cigarro de la caja que descansaba sobre la mesa de té de la

biblioteca y encendió un fósforo. A diferencia del resto de la casa, la biblioteca

de Eros estaba bien amueblada con objetos bereberes y decorada en tono verde

oscuro.

Apartándose de la chimenea de ladrillo, Eros caminó sin prisa junto a los

estantes de libros. Se detuvo ante el mueble de las bebidas.

—¿Siempre tienes que meter tu bigote en los asuntos de los demás?

—¡Somos socios, ya habibi! Tus asuntos son mis asuntos —Sallah chupó el

cigarro. A dos cojines de distancia, sobre un sofá de color verde botella, un

bulto con manchas comenzó a toser.

—¿Qué es lo que quieres saber? —Eros escogió una botella de cristal de

Murano y llenó una copa.

Sallah frunció el ceño ante la imagen de su joven amigo sirviéndose coñac

tan temprano, pero se reservó la opinión.

—¡Cuéntame todo! ¿Dónde encontraste a esta hermosa Venus rubia y qué

es lo que hay entre vosotros? Sé que no sois amantes —agregó con

mordacidad—. La dama está seriamente indignada contigo.

Eros miró por la ventana. Daba a un antiguo olivar. Las mujeres estaban

conversando a la sombra.

—Ella quiere viajar por el mundo. Me designó su guía y acompañante.

Sallah rompió a reír.

—¡Dios Santo! ¿De todas las personas que hay en este mundo fue a

escogerte a ti? ¿Pero cómo surgió todo? ¡Suelta la lengua! La curiosidad me está

matando.

La mirada pensativa de Eros se desvió hacia una imagen dorada con ojos

rasgados apoyada en un viejo olivo.

—Está indignada conmigo porque anoche la llevé al campamento a ver a

Leila.

—¿Que hiciste qué? —Sallah casi se cae del sofá—. ¿Llevaste a una

muchacha dulce y bien educada a ver a esa ramera quitándose los velos? ¿Qué

es lo que te sucede? No tiene nada que ver contigo que... —Se detuvo con los

ojos bien abiertos—. ¿Ella estaba allí cuando te metiste en la tienda de Leila para

un revolcón rápido? ¿Dónde diablos estaba Alanis? ¿La dejaste allí en la

hoguera con los bereberes?

Eros evadió la mirada furiosa.

—Sólo estuve con Leila un momento. Le estaba aclarando un asunto.

—No me vengas con esas. ¿Qué tipo de asunto podrías haberle querido

aclarar? ¿Que eres capaz de humillar a Alanis hasta dejarla hecha polvo por

tener insípidas amantes por todo el mundo? —Meneó la cabeza—. Me

sorprendes, Eros. Solías manejar el rechazo mucho mejor.

Los ojos de Eros eran como dos huecos tristes y oscuros.

—Ella insistió con el tema equivocado —Se acercó y se desplomó en el

sofá junto al felino que sufría. El animal se le acurrucó más cerca y apoyó su

cabeza con manchas sobre su muslo—. Sallah, ¿recuerdas que te dije que

Gelsomina contrajo matrimonio? Se casó con el prometido de Alanis.

Los ojos de Sallah se entrecerraron con perspicacia.

—¿Y tú no tuviste nada que ver con eso?

—Yo intervine —admitió Eros—, pero no por lo que tú piensas. Gelsomina

estaba enamorada del inglés. Yo tenía que quitar a Alanis de en medio.

Sallah lanzó una mirada elocuente.

—Entonces se la arrebataste a su enamorado, la trajiste a tu guarida en el

desierto, y como ella no sucumbió ante tus despiadados encantos, la llevaste a

la rastra de noche para que viera cómo seducías a otra mujer. Admirable —le

dio una chupada al cigarro.

La indignación y el fastidio chocaron en la mirada de Eros.

—Silverlake no era su enamorado. A ella le importaba un bledo. Quería

venir conmigo —dijo con tono brusco y vehemente.

—¿Dijiste Silverlake? ¿El cazapiratas? —Sallah se ahogó y empezó a echar

bocanadas de humo cual volcán en erupción—. ¡Dios Santo! ¿Y tú diste tu

consentimiento?

—Silverlake es un tipo decente. No es mi elección preferida para

Gelsomina, pero a ella parece agradarle. Es mejor compañero de lo que yo

hubiera imaginado.

—¿Qué tonterías estás diciendo? Jasmine es el sueño de cualquier hombre.

Es hermosa, llena de vida, inteligente. Ella podía haber escogido el que quisiera.

Eros golpeó el sofá con la mano.

—¡No es necesario que me enumeres a mí los atributos de mi hermana!

Podría haberse casado con un rey. Qué pena que no sea hija única.

—Me estás estropeando la digestión, Eros. ¿Qué hay tan terrible en ti que

hace que Jasmine tenga que sentirse avergonzada de sus familiares?

Eros miró fijo a Sallah de manera mordaz.

—Allora, para empezar, su hermano es un asesino profesional, aunque

también un bastardo egoísta. Debí dejarla en Italia. Había otras opciones. No

debió terminar en Argel. Es un verdadero infierno, y debí pensarlo mejor antes

de arrastrar a mi hermana menor conmigo a ese pozo de sabandijas.

Sallah lo miró con aire pensativo. Aunque compartían diez años de

amistad, el pasado de Eros todavía era considerado un tema tabú. Nadie era

depositario de los secretos de la Víbora. Había algo que Sallah sabía seguro: su

soberbio amigo italiano no era inculto.

—Entiendo —cedió—. Pudiste haberte encargado de que se quedara con

una familia respetable, pero la querías a tu lado. La amas. Eso me suena

razonable. Criarse con extraños, aunque sean respetables, no es siempre la

mejor solución, amigo. Creo que escogiste la mejor opción.

—Aprecio tu apoyo, Sallah, pero disiento. La privé de una vida mejor. Mi

responsabilidad era hacer exactamente lo contrario.

—La chica está felizmente casada. Bien está lo que bien acaba —

Sonriendo, Sallah echó una bocanada de humo. Con aspecto absolutamente

miserable, Dolce tosió ante la nube de humo que se le venía encima.

—Estás ahogando a mi gata, Sallah —masculló Eros—. Apaga eso.

Sallah aplastó el cigarro en un cenicero.

—Si mal no recuerdo, se decía que el tal Silverlake estaba comprometido

con... ¡Caramba! ¡Tu rubia Venus es la nieta del duque de Dellamore! ¡El

consejero personal de la reina Ana y amigo personal de Marlborough!

—Así es —Exhaló Eros al tiempo que acariciaba afectuosamente la suave

piel de la cabeza de Dolce.

—Me sorprendes, Eros, cuánto te gusta jugar con fuego. El que duerme

sobre una mina con una cerilla encendida se puede considerar a salvo al lado

tuyo.

—Como siempre, exageras —Eros le acarició el delicado lomo de Dolce.

Sallah miró con ceño.

—Te estás cavando tu propia tumba, amigo mío, una terrible, profunda y

oscura tumba. El abuelo pedirá tu cabeza por esto. No puedes retener a una

mujer como ella escondida, sola contigo, aquí en tu casa. Ella es del tipo que se

supone que tú ni deberías mirar.

Eros apretó un músculo de la mandíbula en un signo de furia.

—¡Puedo mirarla tanto como yo quiera!

Sallah sonrió de manera comprensiva.

—Comprendo por qué disfrutas de su compañía, pero tienes que llevarla

de regreso. No necesitas meterte en un problema como éste. Ya tienes

suficientes.

—Ella se queda.

Sallah sonrió:

—Lo inimaginable ha llegado. ¿Quién lo hubiera dicho...?

Eros le lanzó una mirada oscura al rostro contento de Sallah.

—¿Qué se supone que significa eso?

Sallah rió entre dientes.

—Significa, amigo mío, que no te envidio en lo más mínimo. ¡Ya estás

involucrado, bribón! ¡Estás a punto de sufrir como el resto de nosotros!

Una expresión severa apareció en el rostro de Eros. Sallah estalló en una

carcajada.

Capítulo 16

—Estos son hermosos —Alanis llamó la atención de Nasrin señalando un

par de zapatillas rojas puntiagudas que estaban expuestas en uno de los

puestos. El zoco de Agadir ofrecía una gran variedad de artículos: alfombras,

lámparas, especias y hierbas, broches de plata con piedras incrustadas y

animales. En uno de los puestos estaban preparando té de menta; en otro

fabricaban objetos de cerámica a la vista. Las familias pasaban caminando en

grupo, cargando sus burros.

—Las babuchas son bonitas —coincidió Nasrin—. Deberíamos comprar un

par para la pequeña Rachel. ¡Sallan! Entrégame la bolsa con monedas y ve a ver

la venta de camellos.

Refunfuñando, Sallah le entregó un puñado de monedas y se alejó

indignado.

Alanis sintió que una mano le tocaba levemente el hombro.

—¿Te gustan ésas? —le preguntó Eros.

Ella alzó la vista. La calidez de sus ojos la derritieron. Lo había extrañado.

Tremendamente. Pero como la señora lo había rechazado, él había guardado la

distancia, sólo que el efecto era como un doloroso vacío que crecía en el interior

de ella cada día más. Los aposentos de él quedaban frente a los suyos. Sabía

cuándo llegaba, cuándo se iba, cuándo se retiraba a descansar. A veces, entrada

la noche, escuchaba el ruido de las botas detenerse frente a su puerta. Acostada

en la cama, ella solía escuchar preguntándose qué haría si él iba a buscarla.

Jamás lo hizo.

—Te ves hermosa, princesa —le susurró recorriéndola con los ojos de pies

a cabeza. Ella llevaba puesto un caftán blanco y una túnica confeccionada en

seda teñida de color turquesa. Sus ojos de color aguamarina brillaban por

encima del velo transparente turquesa prendido de sus cabellos—. Desafío al

sultán de Constantinopla a encontrar a una sola ninfa rubia de ojos rasgados

entre su harén entero. Tú eclipsas a todas sus esposas juntas, amore.

Ruborizada, ella bajó la vista. Desde aquella noche en el campamento él

había cambiado; su lado severo había desaparecido, y ahora sólo quedaba aquel

apuesto italiano que se comportaba con la gracia de un príncipe. Resultaba

difícil acostumbrarse a él.

Eros se dirigió hacia el vendedor.

—Rachid, ¿cuánto por las zapatillas rojas?

Rachid puso un precio y sin pedir rebaja Eros metió la mano en el bolsillo.

Alanis sonrió. Quizás se veía muy bien que cualquier caballero negociara el

precio en el zoco, pero no para un hombre con el porte de un príncipe. Un brillo

juguetón iluminó los ojos de ella. Le cerró el puño.

—Una vez un pirata me dijo que uno debe regatear el precio con los

vendedores. O si no, ellos se sienten ofendidos.

Una amplia sonrisa apareció en los labios de él.

—Lo hizo, ¿verdad?

—Quizás prefieras ir con Sallah a inspeccionar la venta de camellos, ¿eh?

Yo estaré bien con Nasrin. Se le desvaneció la sonrisa.

—Yo no vine a ver camellos. Vine por ti. Pero no te preocupes. No te

molestaré —Inclinó la cabeza oscura y se volvió para marcharse.

Siguiendo un impulso ella lo cogió de la manga de la camisa de batista.

—No me molestas —Ella estaba cansada de la guerra fría que estaba

sosteniendo contra él. En el fondo de su corazón lo había perdonado por lo de

Leila.

—Aquí tienes —Le entregó unas monedas en la mano—. Regatea con

Rachid el precio por tus zapatillas rojas.

—Gracias —Metió algunas en el bolsillo y le ofreció al vendedor una suma

menor. El hombre echó un vistazo a las monedas y meneó la cabeza

protestando en voz alta. Eros rió.

—¿Qué es lo que está diciendo? —le murmuró Alanis a Eros al oído.

—Dice que si todos sus clientes fueran tan avaros como tú se iría a la

quiebra y que las zapatillas valen al menos el doble.

—¿El doble? —Alanis levantó una zapatilla roja y metió un dedo—. ¿Ve?

Un agujero —Meneó el dedo ante el vendedor asombrado.

—¡Misil mumkin! —Agitó la cabeza y tomó la zapatilla. Después de

llenarla con un trozo de suave piel de cabra se la devolvió con una sonrisa

afable y confiada. El hueco había desaparecido misteriosamente.

—Está bien —Ella depositó otra moneda en la pila—. Con esto será

suficiente.

Poniendo objeciones, el vendedor mostró su túnica sencilla y señaló a los

cinco niños forcejeando frente al puesto. Alanis les sonrió al verles las caras,

pero ellos le sacaron la lengua. Eros comenzó a traducirle las palabras de

Rachid. Ella lo interrumpió.

—Entiendo. Es un hombre pobre con cinco niños que alimentar —Una

auténtica preocupación le ensombreció los ojos—. Eros, tal vez deba pagar...

—No creas todo lo que dice. Conozco a Rachid. Es un comerciante exitoso.

Continúa.

Las negociaciones continuaron, pero una vez que Rachid se dio cuenta de

cuánto se había encariñado ella con las zapatillas rojas, se negaba a ponerle un

precio razonable. Ella abandonó el esfuerzo y recogió las monedas.

—Vuestras babuchas son demasiado caras para mi gusto, señor. Buenos

días —Y se marchó en busca de Nasrin.

Eros apoyó el codo en el mostrador, siguiendo con la mirada la seda

turquesa que se alejaba flotando.

—Perdiste, Rachid. Ella es una pequeña comerciante tenaz.

—Es una buena comerciante —Rachid alzó la ceja con curiosidad—.

¿Quieres comprarle las babuchas por tu cuenta, El-Amar, o quieres que la haga

regresar?

Eros le ofreció una sonrisa malvada.

—Hazla regresar.

Rachid se inclinó por encima del mostrador y gritó a todo pulmón:

—¡Pague lo que quiera, Lalla!

Alanis se detuvo. Al ver su sonrisa brillante, Eros echó la cabeza atrás y

soltó una carcajada. Con aire satisfecho, ella regresó a negociar. Dos monedas

adicionales cerraron el trato. Rachid le guiñó un ojo mientras envolvía las

zapatillas.

—Es encantadora, El Rais. Mis felicitaciones.

—Gracias, Rachid —Los dos hombres se estrecharon las manos

cálidamente.

Alanis examinó el rostro de Eros.

—¡Estabas haciendo trampa!

Eros parecía sorprendido:

—Io? No, no —Señaló al sonriente vendedor al tiempo que cubriéndose la

boca con la mano, le susurraba —: Rachid estaba haciendo trampa.

—¡Los dos hicisteis trampa! —La sonrisa de asombro de ella se convirtió

en una carcajada que contagió a los dos hombres—. Jamás volveré a hacer

negocios contigo. ¡Ni con vos!

Riendo ahogadamente, Eros recibió el paquete y la cogió de la mano.

—Andiamo, principessa. Vayamos a por algo de comer. Arrivederci, Rachid!

—Saludó al vendedor y se pusieron en marcha.

De la mano, continuaron caminando por la atestada callejuela. Ella estaba

animada y seguía sonriendo.

—Gracias por las zapatillas —le dijo radiante.

—Prego. De nada —Le aferró la mano. La tregua estaba declarada; de

nuevo eran amigos. El parecía igual de contento. Aquel día llevaba los cabellos

sueltos que le azotaban los omóplatos, dándole un aspecto de mayor altura,

volviéndolo absolutamente irresistible. Una hebra plateada y púrpura adornaba

los puños de la camisa, llevaba la letal shabariya amarrada a la cintura, y una

pistola con culata plateada enfundada en la parte delantera de los pantalones.

Un príncipe pirata. Miró el paquete que cargaba: el regalo para ella. Dejaría

pasar los caftanes, pero las babuchas no... Serían el recuerdo de Eros para el

futuro. Ella le ofreció devolverle las monedas. Él parecía divertido—. Guárdalas.

De hecho, debí haberte regalado algo bonito hace días. Esta noche lo rectificaré.

—No tienes que darme obsequios, Eros —Ella no era una mujer

mantenida. No era su mujer. Comprarle las graciosas zapatillas rojas era una

cosa, pero colmarla de regalos caros de los que los hombres ofrecen a sus

amantes era otra bien distinta.

—Quiero hacerlo. Sé que siempre has tenido toda prenda o joya valiosa

que las mujeres se mueren por tener, Alanis, pero seguramente si me empeño,

encontraré alguna pequeña excentricidad que tu abuelo aún no te haya

regalado.

Ella se topó con una mirada seria. Amablemente, le dijo:

—No soy una persona difícil de complacer, Eros, pero creo que deberías

guardar tus obsequios para otras más... agradecidas que yo.

Un músculo palpitó en la mandíbula masculina. Él entendió.

—Tengo hambre —dijo después de un momento, irradiando de nuevo

buen humor e ímpetu—. Veamos si encontramos algo interesante para hacer

trabajar las mandíbulas.

Un brusco movimiento de la muchedumbre captó la atención de Alanis.

Un chico flaco y huesudo, de unos diez años, robó una sandía de un concurrido

puesto de frutas. Logró avanzar dos pasos antes de que la gran fruta se

deslizara de sus esqueléticos brazos y se estrellara contra el suelo, echando jugo,

pepitas negras y pulposos trozos rojos. Surgió un alboroto. El vendedor se

percató del robo, reunió a sus colegas y comenzaron la persecución del

muchacho. Parados junto al pozo de agua del pueblo, Alanis y Eros siguieron la

escena ávidamente. Los vendedores furiosos atraparon al muchacho y lo

arrastraron hasta una plataforma de piedra.

—¿Qué le harán? —preguntó Alanis con aprensión.

—Lo que les hacen a los ladrones. Le cortarán la mano.

—¿Le cortarán la mano?—Le aferró el brazo—. Eros, tienes que hacer algo.

Ayúdalo.

El muchacho gritaba mientras uno de los hombres lo reprimía y el otro le

envolvía una cuerda alrededor de la muñeca. Le sujetaban la mano al borde de

la piedra, colocándola para cortársela. Aterrorizada, Alanis miró fijamente la

pequeña mano temblorosa con la cuerda tensa.

—¡Eros! —Le hundió las uñas en los duros músculos del brazo—. Haz

algo. Por favor.

—Todavía no —dijo con una calma exasperante.

Ella le lanzó una mirada:

—¿Estás esperando que el cuchillo esté desafilado o que el muchacho se

salve por su cuenta?

—Eso sería preferible. De todos modos, primero el muchacho tiene que

aprender la lección.

—¿Y qué lección es esa? ¿Qué robar está mal? ¿Cómo puedes ser tan

hipócrita?

—La lección es que la próxima vez no se deje atrapar —Se apartó de su

lado, desapareciendo entre el gentío.

En puntillas, ella avanzó derecha hacia la muchedumbre reunida,

intentando ofrecer las monedas que tenía por la mano del muchacho. El hombre

con bigotes que sujetaba la cuerda empuñaba un enorme cuchillo de carnicero.

—¡No! —gritó ella, empujando desesperadamente hacia delante. Alguien

la empujó a ella y cayó. Se dio con rodillas y manos en el adoquinado un

instante antes de que el cuchillo diera contra el borde de la piedra, disparando

chinitas en todas direcciones. Ella se preparó para hacer frente a la terrible

imagen de una mano mutilada.

La pequeña mano no había sido cortada. El muchacho había desaparecido.

Estalló un alboroto. La gente gritaba, buscando al muchacho por todas partes,

pero no había ni rastro de él. Alanis respiró aliviada.

—Vamos —Eros la cogió fuerte de la mano. Tenía al escuálido ladrón

escondido, subido a los hombros. Se abrieron paso entre la marea de gente

hasta llegar a un callejón aislado. Eros bajó al muchacho de sus hombros. Le dio

varias monedas y con una palmada en la cabeza lo mandó a seguir su camino.

El muchacho le lanzó una alegre sonrisa, con los ojos negros encendidos y con

expresión de respeto, y luego se marchó corriendo a toda velocidad.

Asombrada, Alanis miró al pirata de cabellos negros que tenía al lado:

—Lo has salvado.

Él le deslizó una mirada desganada.

—Entonces no soy el malvado bastardo que tú crees, ¿o es que lentamente

me voy transformando en alguien de tu agrado?

Ella ocultó las manos magulladas, no muy segura de cómo disculparse. Él

se las tomó con delicadeza y examinó las heridas.

—Hay que lavarlas con agua fría —dijo—. Regresemos al pozo.

—Lo que hiciste por el muchacho fue de lo más bondadoso. Gracias —

Siguiendo un impulso, se puso de puntillas, se levantó el velo y le rozó los

labios. Eros contuvo la respiración. Se acercó más para prolongar el contacto

con la boca pero ella se retiró. Sin querer encontrarse con su mirada, comenzó a

caminar con el corazón latiéndole salvajemente. Él la alcanzó y continuaron

caminando juntos en silencio.

Al llegar al pozo, Eros insistió en enjuagarle las manos. El suave contacto a

ella le recordaba cuánto lo había deseado. Echó una mirada de reojo a su perfil

ceñudo.

—Ese ladronzuelo tuvo mucha suerte de que hoy te encontraras en el

zoco. ¿Crees que ha aprendido la lección?

Eros le examinó las manos. Limpias, las heridas parecían menos serias.

—Mañana no despertará pensando que el mundo es un sitio agradable.

Debe aprender a sobrevivir. Tiene que experimentar el miedo para protegerse

mejor en el futuro, para evitar errores y estar siempre preparado.

Él hablaba desde su propia experiencia, la que le había dado la dura

escuela de la vida, concluyó ella. Para él, el mundo era un sitio difícil y

desagradable donde sólo prevalecían los fuertes. Ella recordaba la historia que

le había contado en Argel de cuando había robado una naranja.

—Alguna vez te encontraste en el mismo aprieto, ¿verdad? Sabías el terror

que el muchacho estaba sintiendo.

—Cuando era niño, yo no tenía ni idea de que en el mundo existía el

hambre.

Alanis parpadeó. Él constantemente confirmaba las sospechas de ella

respecto de sus orígenes, ¿pero quién era que había vivido una infancia tan

protegida, tan fuera de lo común?

—Hasta que te sucedió cuando eras un poco más mayor. De algún modo

aún te sucede.

Eros se detuvo. Su aire era terriblemente serio.

—¿De qué estás hablando?

Ella tuvo la leve sensación de que él estaba pensando en un incidente

distinto.

—Me contaste que una vez te atraparon en Argel robando una naranja y

que intentaron cortarte la mano.

—Ah, eso. Cuando me atraparon robando esa naranja yo tenía una daga

en el fajín. Pasé largo rato lamentando mi mala suerte hasta que se me ocurrió

cortar la cuerda.

—¿Por qué te fuiste de Italia, Eros? Seguramente tu vida allí no habría sido

mucho peor que la difícil vida que estas personas tienen que soportar.

—¿Piensas que la vida en Italia es fácil porque es un país rico? Yo envidio

a esta gente, amore. Son personas alegres con necesidades sencillas y vidas

simples. Todos deberíamos ser así de dichosos.

—¿Tu vida no era simple donde creciste?

—¿Simple? —Sonrió él socarronamente—. De donde yo vengo, la guerra es

un negocio y un estilo de vida. Aguarda aquí. Regresaré en un momento —Ella

vio cómo su ancha espalda desaparecía entre el opulento puesto de frutas,

aunque en su imaginación veía guerreros galopando, pueblos en llamas, hordas

barbáricas invadiendo Roma. Él no podía haberse estado refiriendo a eso.

Estaba hablando de la historia más reciente de Italia: ambición, traición,

avaricia; las luchas internas resueltas con afiladas espadas. ¿Qué papel habría

jugado Eros en un país de tan sangriento pasado? Pensó en los emblemas y

supo que tenían algo que ver con Milán.

Eros volvió a aparecer con un melón maduro.

—Busquemos un rincón más tranquilo, ¿quieres?

Doblaron por un callejón pintado de blanco y se sentaron en un tramo de

escaleras. Eros partió la gran fruta sobre las rodillas, quitó las semillas y le

ofreció la mitad a Alanis. Ella se quitó el velo e intentó excavar la jugosa pulpa.

Él simplemente enterró la nariz y clavó los dientes. El jugo perfumado le

chorreó por el mentón y se le escurrió por el cuello. Ella sonrió al verle la cara

embadurnada.

—Tu técnica es inspiradora —comentó divertida.

Los ojos de él echaban chispas.

—¡Come! Así yo también puedo reírme a costa tuya.

—¡A la orden, capitán! —Sumergió la cara en el hueco dulce y devoró un

bocado fresco y meloso.

—Tú te ves mucho mejor —comentó Eros, haciéndola atragantarse de la

risa—. ¿Me perdonas?

Se le esfumó la risa.

—¿Por Leila?

—No pude ni tocarla aquella condenada noche que fuimos al

campamento. La llevé a la tienda y me marché. Pregúntale a Sallah. Él estaba

allí. Me entretuvo como una hora, sermoneándome con los beneficios de tener

esposa.

A ella se le aceleró el pulso abruptamente. Él no había podido tocar a

Leila.

—Te perdono.

El rostro de él, que chorreaba jugo, se iluminó.

—Gracias. Ahora háblame sobre Dellamore. Háblame sobre tu hogar.

Quiero saber —Una auténtica curiosidad le brillaba en los ojos.

—Bueno, debo decir que es más bien aburrido. La mansión Dellamore es

una construcción gótica, rodeada de colinas y bosques. Hay un estanque con

peces donde suelo nadar en verano.

—Continúa —le insistió él mientras le quitaba una semilla amarilla de la

punta de la nariz.

Ella frunció el ceño encontrando desconcertante aquel interés suyo.

—El invierno pasado tuvimos cazadores furtivos de faisán, pero el alguacil

les cayó encima y ahora esos delincuentes andan cazando ratas en prisión.

Él se hizo el aliviado.

—Bendito sea el buen alguacil.

—No bromees —le palmeó el brazo de manera juguetona—. Aún tengo

que hablarte de nuestra enorme biblioteca.

—¡Aja! —Rió él ampliamente—. La famosa biblioteca. Ingleses incisivos y

filósofos griegos.

—Y algún que otro poeta romano... —Frunció los labios con aire pensativo.

—¡Nuestro amigo Ovidio! ¡Ninguna biblioteca está completa sin un

romano interesante! —rió él.

—¿Existe tal cosa: un romano interesante? —preguntó ella con toda

seriedad. A modo de represalia, él le apretó el melón en la cara. Ella rió

efusivamente—. Háblame de tu hogar.

Su expresión se tornó hermética.

—Mi hogar ya no existe.

Ella indagó aquellos ojos azul profundo como el mar, preguntándose qué

demonios los habitaban.

—Por favor.

Él suspiró:

—No hay nada que contar. Este humilde siervo alguna vez tuvo aldea y

ahora ya no existe.

—Eros —Cerró los dedos delicadamente en su muñeca—. Cuéntame algo

sobre tu hogar.

Él le miró la mano.

—La tierra que alguna vez fue mi hogar engulló la sangre y el alma de

aquellos a los que amé junto con todo lo que importaba. Gelsomina es lo único

que me queda de todo aquello.

Ella sentía con tanta fuerza aquel dolor enterrado en él que la tristeza

brotó en su corazón.

—¿Ese es el motivo por el que tienes la casa vacía? ¿Porque no puede

reemplazar el hogar que perdiste?

Una mirada vulnerable y desconcertada se le grabó en los ojos.

—Sí.

—Sin duda viviste intensa y plenamente, como si el mañana no existiera

—Ella sintió una repentina necesidad de abrazarlo y ofrecerle todo el consuelo

posible. Se acercó más y le besó los labios. Él permaneció inmóvil cual estatua y

en silencio se rindió ante el beso. Entonces ella le rodeó el cuello y le pidió en un

susurro.

—Bésame —Sólo entonces Eros respondió.

Alguien golpeó la puerta. Alanis supo que no era Nasrin. Sus largas uñas

golpeaban ligeramente. Tampoco era el discreto rasguño de Mustafá. Aquel

golpe particular sonaba como una categórica orden de abrir portones y

rendirse. Ella abrió la puerta.

—Buonasera —la saludó Eros con sencillez, con el antebrazo apoyado en la

viga dorada. No había nada indiferente en el modo en que la miraba—. ¿Puedo

entrar?

—Cl... Claro —Alanis retrocedió para dejarle pasar. Eros se enderezó y

entró. Vestido de manera inmaculada con una camisa de lino blanca

deslumbrante y pantalones negros, deambuló por el cuarto. No había ni un

rastro de color púrpura en todo aquel impactante aspecto.

Ella siguió con la mirada su silueta alta y morena mientras él recorría la

alcoba. Apoyó el hombro en uno de los postes de bronce de la cama.

—Un palacio blanco para la blanca princesa —Los radiantes ojos azules

recorrieron la cama y luego se toparon con la mirada de ella—. Me abandonarás

dentro dos días. Sólo faltan dos noches para partir.

Ella asintió con la cabeza, incapaz de emitir sonido. ¿Cómo podía

abandonarlo? Ella estaba enamorada de él.

—Entonces no puedes marcharte sin esto —Sacó una mano del bolsillo y le

enseñó ese algo rojo que le faltaba a su atuendo. Extendió la mano para que ella

lo viera.

—Mis amatistas —Ella lo miró consternada. Él estaba borrando aquella

horrible noche en el camarote. Tenía ganas de decirle que se quedara con las

joyas, el vestido, todo lo que fuera para recordarla.

Sobrecogido por las lágrimas de ella, Eros dijo:

—Jamás fue mi intención robarte tus joyas, Alanis. Sólo las tomé porque

no quería que nadie las robara. Siempre fueron tuyas. Y... también tengo aquí el

resto de tus efectos personales. Te los haré subir mañana a primera hora.

—¿Mis efectos personales? —murmuró ella, demasiado turbada para

entender lo que había querido decirle.

—Rocca trajo los arcones a Tortuga —le explicó—. Tu criada lo ayudó.

—¿Trajiste todas mis cosas hasta aquí? ¿Por qué no me lo dijiste? Además,

Lucas habría...

—Silverlake no es nada tuyo, sólo un conocido —le dijo Eros con tono

cortante.

—El hecho de enviar mis cosas a casa no habría puesto en riesgo su

matrimonio con tu hermana, Eros. Y tú no eres lo que yo llamaría un amigo

íntimo.

Los ojos de él brillaron de rabia.

—¿Tú misma te pusiste en mis manos y te preocupan tus vestidos?

—No estoy preocupada por mis vestidos. Sino por tus motivos. Dime la

verdad.

—Va bene, la verdad. Quería que te sintieras libre de viajar a donde

quisieras. Y no quise decírtelo para no alarmarte. Pensabas que yo era un pirata,

si mal no recuerdas.

—Aún lo pienso.

—No es así. Sabes que no he practicado la piratería desde que me alejé de

Taofik, y aun cuando lo hacía, saquear el ajuar de una dama jamás fue mi estilo.

Para tu información —la expresión de él se tornó cínica—, cuando Taofik se

enteró de que era experto en guerra siempre me enviaba tras los buques de

marina. Yo era lo que se diría su perro de presa, al que envían donde a nadie le

interesa ir.

La severidad de esa mirada a ella la llenó de compasión.

—¿Y cómo hiciste tu fortuna?

—Nada admirable. Como bien sabes, España y Francia no siempre han

estado en los mejores términos, y como tengo cuentas personales que saldar con

ambos lados, negocié el armamento de saqueo con ambos. En otro tiempo me

resultaba divertido. Pero me aburrí de eso hace ocho años.

—Y entonces te alejaste de Taofik.

—También me aburrí de él.

—Tenías dieciséis años cuando llegaste a Argel. ¿Qué tipo de cuentas

personales podría tener un muchacho que saldar con grandes potencias como

Francia y España?

Su mirada se tornó fría.

—Cuentas personales.

Un escalofrío le subió por la espalda. Un sarcófago era menos misterioso

que aquel hombre que a los dieciséis años ya tenía formación bélica y de

arquitectura, con venganzas privadas que saldar con imperios y con escudos

pertenecientes a la realeza de Milán colgados en cada rincón.

Se acercó y le ofreció las joyas.

—La princesa que vi en Versalles usaba joyas de color púrpura para

complementar su belleza. ¿Me permites? —le preguntó con voz ronca.

Alanis se dio la vuelta y se retiró la larga cabellera de la nuca. Él le rodeó

el cuello y le colocó la fría gargantilla sobre la clavícula. Ella sentía los dedos

cálidos y suaves, aunque el contacto la quemaba. Cerró los ojos y disfrutó de la

caricia mientras le abrochaba los dos extremos. La gargantilla parecía ajena a su

piel, como si los diamantes y las amatistas en forma de pera le pertenecieran a

una mujer de otro mundo: a alguien que no hubiera conocido Argel, que no se

hubiera bañado en el estanque del desierto, y cuyo corazón fuera libre. Sin

embargo, ella ya no era una mujer, sonrió. Era una ninfa.

Unos labios cálidos le rozaron la nuca.

—Antes yo... no fui del todo sincero —admitió de modo abrupto—. Recogí

todos tus arcones porque yo... quería que vinieras conmigo.

Alanis se volvió.

—¿De veras?

Él bajó la vista.

—Préstame la muñeca —Mientras le abrochaba el brazalete ella tuvo la

imagen fugaz de estar parada frente a él vestida sólo con las joyas.

La cerró con un ruido y le entregó los pendientes que hacían juego.

—Estaba equivocado —suspiró—, la princesa no necesita de piedras

preciosas para realzar su belleza. Resplandece vestida sólo con los rayos del sol.

—¡Buenas noches! —exclamó Sallan cuando Eros ubicó a Alanis en el

diván con los almohadones formando una curva alrededor de la mesa. El

pabellón resplandecía con la luz de las velas. La suave brisa soplaba desde el

mar—. Estábamos comenzando a perder las esperanzas con vosotros dos... ¡Ay!

—Le lanzó una mirada feroz a la esposa—. ¿Y eso por qué ha sido?

—Disculpa, querido. ¿Te he dado una patada? —preguntó Nasrin con

tono inocente—. Qué torpe de mi parte.

—Este vino proviene del sudeste de Ancona —Eros descorchó una botella

verde y les sirvió a sus amigos—. Lleva ciento cincuenta años de añejado y tiene

un ingrediente secreto.

Alanis siguió la suave danza de luces y sombras que se le formaba en el

rostro mientras le ofrecía una copa. Un inglés dudaría de llamar "civilizado" a

Eros, pero en su estilo italiano, él era la personificación del aplomo y la

sofisticación y cada uno de sus matices a ella le hacían tamborilear el corazón.

—¿Cuál es ese ingrediente?

Sus ojos brillaron intensamente.

—Si tienes papilas gustativas sensibles, deberías ser capaz de identificarlo.

—Qué desafío —Ella sonrió misteriosamente y sorbió el elixir rojo,

paladeándolo lentamente—. Tiene un dulzor inconfundible, pero también un

sabor amargo... como de bosques verdes y bayas salvajes recogidas después de

la lluvia... ¡frambuesa! —se arriesgó a adivinar al tiempo que se lamía con

delicadeza una gota del labio.

—Acertaste. Es frambuesa —Posó la vista en los labios satinados,

transmitiéndole sus pensamientos con aguda presteza. Ya no era el vino, sino el

persistente sabor de la boca de él lo que a ella le empañaba la razón: un

afrodisíaco bastante superior al merlot o a las frambuesas.

Sallah y Nasrin intercambiaron miradas. Decidido a despejar las intensas

indirectas que volvían denso el ambiente, Sallah aclaró la garganta.

—Propongo un brindis en honor a mi cocinero favorito: ¡por Antonio!

La distracción logró hacer reír a todos, salvo Nasrin, que suspiró.

Se sirvió la cena. El plato principal era mechoui: un cordero asado a fuego

lento, que se deshacía de tierno, servido con un tradicional cuscús, que era la

indiscutida obra maestra de Antonio: una sopa picante de verduras sobre un

colchón de granos de sémola. Aunque estaba ansiosa por probar el plato, Alanis

pronto descubrió lo trabajoso que era comer el cuscús. Los granos se caían del

tenedor antes de llegar a la boca. La salsa se le escurría por las mangas. Resolvió

estudiar a Eros en secreto. Sus dedos cogieron un montón de granos y lo

presionó ligeramente hasta formar una bola. Estaba a punto de meterla en la

boca cuando la descubrió mirándolo detenidamente. Sonriendo, se deslizó por

todo el largo del diván con forma curvada y le pidió en un susurro:

—Abre la boca.

Ella echó una mirada hacía los acompañantes de la cena. Sallah estaba

devorando unos kebabs calientes ante la evidente exasperación de Nasrin.

—Estamos haciendo el ridículo —lo sermoneó en un susurro.

Él le trazó el contorno de la boca con un dedo.

—Abre la boca para mí, amore.

Ella separó los labios. Se decepcionó un poco cuando en lugar de un beso

saboreó los granos salados. Le limpió un grano del labio y se volvió a deslizar

hasta su lugar. Ella cerró los ojos. De repente, dos noches completas parecían

terriblemente largas. El hecho de que él se le acercara ya no representaba la

peor maldad, sino más bien que ella quisiera acercarse a él, dormir en su cama y

trepársele por todo el cuerpo.

Nasrin se acercó más:

—Ten cuidado, querida. Las he visto venir y las he visto irse. No sigas el

triste camino de tantas que han caído en desgracia. Él debe entregarse antes que

tú.

Abochornada por su transparencia, Alanis le preguntó en un susurro:

—¿Y entonces qué debo hacer?

—Nada. Los hombres son cazadores innatos. Si les facilitas la cacería

pierden interés. No obstante, es muy importante evaluar con precisión la

habilidad de tu cazador. Los pececitos se alimentan de migajas. El tuyo es un

depredador pura sangre. Ofrécele una caza digna para que ejercite sus

habilidades depredadoras.

Alanis le lanzó una mirada a Eros. Él no era simplemente un depredador,

sino un glorioso depredador de ojos azules, y ella no tenía deseos de sufrir la

triste suerte de una migaja.

—¿Qué tipo de depredador era Sallah?

Nasrin sonrió.

—Uno tortuoso. Nos presentaron cuando fue a visitar a los parientes de su

madre en Marrakech. Su padre era el contable de un conde inglés. No vi

motivos para rechazar sus atenciones. Me hacía reír, me traía obsequios

extravagantes y se convirtió en mi mejor amigo. Para cuando se declaró, yo ya

estaba locamente enamorada y comiendo de su mano.

—Suena romántico —Lamentablemente, Eros no la dejaba acercarse lo

suficiente para ser su amiga. Sólo sus ojos le hablaban en un idioma que ella

entendía a medias—. ¿Cómo es que ellos se hicieron tan amigos?

—Hace diez años se conocieron en Argel —susurró Nasrin—. El-Amar

estaba en busca de un comerciante honesto para exportar su mercadería. No

confiaba en sus socios argelinos. Sallah hablaba ladino16 y tenía contactos en

España. Era perfecto como socio. El-Amar era joven, arriesgado y volátil. Los

rais estaban aterrorizados con él. Se afirmaba que él no temía ni confiaba en

nadie, y que era capaz de ejecutar hasta a uno de los suyos ante la sospecha de

una traición. Confieso que al principio yo estaba firmemente en contra de la

sociedad, pero Sallah me aseguró que el corazón de El-Amar estaba en el lugar

correcto. Cuando conocí a Jasmine comprendí lo que me había querido decir.

Los veinte años de diferencia entre ellos no les impidió hacerse amigos

rápidamente. Más tarde, cuando Mulay Ismail, el sultán de Marruecos, le

otorgó a El-Amar el dominio de las minas reales de Agadir, Sallah exportó la

materia prima fuera de Medina. Ambos se hicieron muy ricos.

—¿Por qué razón el sultán de Marruecos le cedió sus minas a Eros? —

preguntó Alanis.

—Por una serie de razones. Sallah afirma que El-Amar es un favorito del

rey de Francia y que al sultán le servía de mendoub, ocasional embajador de la

16

Ladino: lengua de los sefardíes españoles.

corte de Francia. Gracias a él, sobrevino una relación de amistad y respeto entre

ambas naciones.

Alanis estaba impresionada, aunque no del todo sorprendida.

—La mejor anécdota que cuenta Sallah es que, gracias a sus contactos en

Argelia, El-Amar impidió un complot para asesinar al sultán. No es un ángel,

querida mía, pero es mejor de lo que piensas.

—Escuchemos un poco de música —sugirió Eros. Llamó a uno de los

guardias. El joven se sentó en un banco, afinó la guitarra y comenzó a cantar

una dulce canción de amor en italiano.

Alanis bebió el vino y dejó que la melodiosa voz del guardia trascendiera

de sus pensamientos a las estrellas, las naranjas y los besos a la luz de la luna.

Inevitablemente, desvió la vista hacia Eros. Él la miraba fijamente, sin ocultar

nada: un deseo absoluto que parecía fluir desde lo más profundo de su alma se

manifestó en su expresión.

Al terminar la canción, Sallah roncaba ruidosamente. Nasrin le dio un

codazo en la barriga.

—Sallah, el postre.

—¿Qué? Ah. No importa. Tengo demasiado sueño —Ayudó a levantarse a

Nasrin, ignorando sus quejas.

—Buenas noches —dijo Alanis. En general, se retiraba con ellos, pero esa

noche quería quedarse un poco más con Eros. La encantadora pareja se

encaminó del brazo rumbo a la casa.

Cuando estuvieron lejos de los oídos, Nasrin siseó:

—¿Y qué fue eso, chacal?

—El muchacho necesita ayuda, o jamás lo hará bien. Así que pensé en

echarle una mano.

—Si crees que se declarará por coordinarle un encuentro perfecto, no

conoces a tu socio ni una pizca. Agotará todos los trucos para evitar la boda

antes de la cama. Sólo espero que Alanis resista. Está completamente

enamorada de él, ¿sabes?

—La cabeza de Eros tampoco está exactamente en su sitio —dijo Sallah

con un gruñido.

—Sé perfectamente en qué está pensando.

Sallah la miró de reojo:

—Espero que no le hayas enseñado ninguno de tus trucos pendencieros.

—Déjame enseñarte un truco pendenciero. ¡Esta noche duermes solo! —

Ella se adelantó marcando el paso enérgicamente.

Emergiendo de entre las penumbras hacia la bruma dorada que

proyectaba la lámpara de la mesa, Eros le volvió a llenar la copa de vino.

—Pareces disfrutar de la compañía de Nasrin —le comentó.

—Sí, la disfruto. Ella es maravillosa —Alanis sonrió y cogió la copa. Sentía

que el calor del vino que había bebido durante la cena fluía por sus venas,

aflojándole la tensión.

—Coincido. Entonces —agitó el líquido rojo que había en su copa—, ¿sería

atrevido por mi parte decir que el hecho de haber cambiado de opinión con

respecto a quedarte una semana no fue mala idea?

Ella bebió un sorbo de vino.

—Disfruté la semana.

—Entonces, quédate otra.

Lo miró a los ojos. Él estaba absolutamente serio ante la sugerencia.

—¿Sola contigo?

—Sola conmigo.

Ambos sabían exactamente lo que sucedería si ella se quedaba en Agadir

sola con él.

Eros dejó a un lado la copa de vino y se acercó más.

—Quédate conmigo porque quieres, Alanis, porque me deseas, y yo a ti.

Terminemos con esta agonía, amore.

El calor del deseo fluyó entre ambos, un calor vivo tan intenso como un

imán. Ella soltó un suspiro tembloroso.

—Yo no soy la cortesana que creíste ver en Versalles, Eros. No puedo ser

tuya y luego de otros. Perteneceré a un solo hombre por el resto de mi vida. Si

me quedo un poco más aquí, mi vida acabará, pero si me marcho, la tuya no

acabará. ¿Y entonces, quién crees que tiene más que perder?

—Ambos perdemos lo mismo —respondió él con calma, buscándole los

ojos—. ¿De qué crees que estoy hecho? ¿De veras crees que nada me perturba?

¿Que una vez que te marches saltaré encima de la primera enagua que pase?

Crees que este humilde siervo está totalmente privado de sentimientos.

Ella le acarició la mejilla, muerta por él.

—Si lo creyera, no me resultaría difícil.

El cálido aliento a vino precedió a la ardiente embestida de su boca. La

abrazó con fuerza, atrayéndola con besos prolongados y apasionados. Ella no

combatió las llamas, dejó que el lento ardor la devastara. Tal vez si estaba más

allá de la razón, la elección estaría fuera de su alcance...

—Ven a mi cama esta noche —él respiraba con dificultad—. Estoy loco de

deseo.

Ella cerró los ojos y frotó la mejilla contra la de él. Quería deshacerle la

coleta y hundir los dedos entre los sedosos cabellos. Quería susurrarle al oído

que lo amaba. Quería entregarse a él ahí mismo, bajo la tenue luz del pabellón

con vistas a un rugiente mar oscuro. Pero no podía. Sería un error por el que

pagaría el resto de su vida.

—No me odies por decir que no —le rogó dulcemente—, porque a pesar

de tus facetas complicadas y de tus oscuros secretos, tú eres el hombre que

quiero. Te extrañaré más de lo que jamás puedas imaginar...

Ella sintió cómo él se iba poniendo tenso contra su cuerpo.

—Lamentablemente suena como un ultimátum, Alanis.

Ella echó la cabeza atrás y le buscó los ojos.

—Me estás pidiendo que abandone todo por ti, pero ni siquiera me dices tu

verdadero nombre. Dices tener sentimientos, pero no me dices cómo te sientes.

Quieres una compañera de alcoba sumisa y fácil, Eros, alguien que jamás se

entrometa en tus asuntos ni en tu pasado, y para eso tienes a otras. No necesitas

que yo ocupe su lugar.

—¡Si no estuvieras tan ocupada contabilizando mis errores todo el tiempo,

hace semanas te hubieras dado cuenta de que a la única mujer que deseo es a ti,

Alanis!

—Pruébalo —le susurró ella con vehemencia—, pues prefiero extrañarte a

terminar odiándote.

La frustración y la rabia se debatían en el rostro de él. Comprendía lo que

ella pretendía de él, pero parecía incapaz de entregárselo. Se puso de pie:

—¿Quieres marcharte? Márchate. Estoy seguro de que la excelente

aristocracia hará cola para verte regresar a Inglaterra intacta. Encontrarás al

hombre de tu vida, sin tantos defectos, y que te trate mejor que a una cortigiana,

como ante mi más profundo pesar, piensas que yo te traté. Te deseo lo mejor.

Ella lo observó alejarse con los ojos inundados de lágrimas.

Hombre una vez fui, y mis padres eran de Lombardía.

Dante: Inferno.

Capítulo 17

—Caballo a B-6. Jaque. ¡Y despídete de tu reina! —Sallah levantó un

caballo de marfil con un ademán exagerado y derribó la escultura negra de la

reina—. Tu turno —le informó al pagano sin camisa, descalzo y sin afeitar que

tenía sentado enfrente, bajo la moteada sombra del olivo. La suerte de Eros en el

juego combinaba con el color de sus piezas de ajedrez y con su estado de ánimo.

—¡Este maldito juego de estrategia! —exclamó malhumorado y se pasó los

dedos por la larga melena espesa. Se inclinó hacia delante, con las manos sobre

las rodillas y trató de concentrarse.

Sonriendo, Sallah se metió un humeante cigarro entre los dientes.

—Dices eso sólo porque estás perdiendo, huboob. Ya era hora de que me

retribuyeras todos los juegos que perdí contigo esta semana.

—Cállate, Sallah. Déjame pensar —Eros se frotó enérgicamente la

mandíbula áspera por la barba, clavando la vista en el tablero de ajedrez. La

derrota amenazaba, el rey negro azabache estaba acorralado.

—Hoy estás de un humor terrible. ¿Tiene algo que ver con nuestra Venus

rubia cautiva en su torre de marfil?

—No lo había notado.

Sallah carraspeó ruidosamente. Caramba, su conspiración de la noche

anterior había fracasado. La bella y la bestia estaban más peleados que nunca.

—Recuerdas que mañana nos marchamos, ¿no? Los tres.

Eros no se molestó en levantar la vista del tablero.

—Yo también me marcharé pronto.

—De modo que ella seguirá su camino y tú el tuyo.

—Así parece.

Sallah se inclinó un poco más y le preguntó con discreción:

—¿Por qué estás renunciando a ella?

—¡Cállate, Sallah! —gritó Eros y golpeó ruidosamente el puño en el

tablero, desparramando las piezas. Se puso de pie y se fue a parar junto a la

baranda que daba al mar. Turquesa y dorada, la espléndida vista lo invitaba a

ocuparse del asunto en cuestión. Sin embargo, Sallah no tenía duda de que

Alanis habitaba la cabeza de Eros sin la ayuda del paisaje. El hombre se estaba

transformando en una miserable ruina.

—Por Dios, hombre. ¿Qué es lo que te sucede? ¿Qué te resulta tan difícil?

Los músculos se tensaron en aquella espalda ancha y bronceada, pero no

se oyó ni una palabra.

—Estás enamorado de ella. Cásate con ella.

Silencio. Sallah casi esperaba que él arrancara la barandilla de las bisagras

y se la arrojara con la fuerza de una feroz tempestad. En cambio, Eros se dio la

vuelta y lo miró con una calma espeluznante.

—Ardería diez veces en el infierno antes de hacerlo —pronunció despacio

y fríamente, con los ojos como piedras preciosas hirviendo a fuego lento.

—Sin embargo, cuanto más te rechaza más la deseas. Esto no se te va a

pasar, lo sabes. Si dejas que se marche, te maldecirás por ser un completo

imbécil —Se levantó de un impulso y se unió a Eros junto a la baranda. Su joven

amigo estaba ante la extrema necesidad de una conversación íntima—. Sé que

no es la insaciable lujuria por las mujeres lo que te quita las ganas de formar un

verdadero hogar, Eros, pero vivir con demonios por el resto de tu vida es un

infierno que tú mismo creaste. Seguramente, una cosita dulce que apriete su

cuerpo contra el tuyo en la noche y te sonría en la mañana pueda ayudar a

aliviar los tormentos del pasado. Bueno, no es que le reste importancia a la

carga de responsabilidad que significa ocuparse de atender una esposa e hijos,

pero esa es la esencia de la vida, amigo mío. ¿Dónde estaría yo hoy si no tuviera

a Nasrin? Sería un viejo amargado. ¿Por qué habrías de desear eso para ti?

Eros bajó la vista.

—Lo que tú y Nasrin tenéis es especial. Pocos son bendecidos como

vosotros dos.

—Tú puedes tenerlo con Alanis. Ella es dueña de una belleza inusual, de

cuerpo y alma. Y lo niegues o no, entre vosotros existe un lazo especial. Podría

ser el comienzo de algo para toda la vida. ¿Qué más podría uno pedir?

—Ella está a punto de marcharse.

—Ya sabes lo que tienes que hacer.

Eros le lanzó una mirada hostil.

—¿Por qué querría yo a una aristócrata entrometida y remilgada que se

cree capaz de dominarme?

Sallah rió entre dientes.

—En tu caso, yo diría que eso es lo que tú sientes. Como lo deseas tanto,

harías lo que sea por complacerla. En mi caso... bueno, anoche pensé en

divorciarme de la arpía de mi mujer, pero en cuanto tuve a aquella delicia entre

mis brazos...

—Ahórramelo —suspiró Eros—. Además, tengo asuntos muy urgentes

que atender. Esta guerra no está ni cerca de concluir. Luis está echando más

hombres al campo. Marlborough está en apuros en los Países Bajos por la falta

de hombres y dinero. Saboya está contraatacando a Vendôme en el norte de

Italia, tratando de unirse a su otro primo, el duque Victor Amadeo en Turín.

Sallah se agitó.

—¿Quieres decir que Saboya es también primo de Vendôme?

—Sí —Eros esbozó una sonrisa torcida e irónica—. Pero relájate, que es leal

a tus Fuerzas Aliadas. Desafortunadamente, muy poco es lo que puede hacer,

ya que... Milán ahora está bajo absoluto dominio francés.

Sallah le lanzó a su alto amigo una mirada penetrante.

—¿Y entonces cuándo te unirás tú a Saboya para liberar Milán?

Eros se puso rígido, luego volvió a estallar:

—¿Ya mí qué me importa Milán? ¡Yo debo regresar a alta mar! —Se alejó

bruscamente de la baranda, cogió un caballo negro de la pieza de ajedrez y se lo

arrojó a Dolce para que lo atrapara.

Sallah lo persiguió.

—¿Y a mí qué me importa Sión? ¿Qué me importa Tierra Santa? La llevo

en la sangre. ¡De eso se trata!

—Yo no tengo nada en la sangre —masculló Eros con furia—, pero si Luis

gana esta guerra, todos terminaremos siendo sus vasallos, rindiéndole honores

por el resto de nuestras vidas.

Sallah le clavó su mirada a Eros de manera lapidaría.

—Antes de salir a salvar el mundo, amigo mío, ¿por qué no te salvas

primero tú mismo?

El sol se estaba hundiendo, y también el corazón de ella. Estaba a punto de

irse al día siguiente con la marea vespertina. De pie en el balcón, Alanis

contemplaba el cielo tiñéndose de color carmesí y luchó con las lágrimas que

amenazaban con brotar. Sin embargo, su corazón lloraba por él, por ella, por lo

que podía haber sido... si tan sólo él le diera un solo motivo para quedarse,

alguna señal, algo más allá del deseo, algo que le saliera desde el alma...

Alguien rascó la puerta.

—¡Entra, Mustafá! —gritó ella y entró.

Mustafá lucía amargo como el vinagre. Cualquiera hubiera pensado que

había asesinado a su familia entera. Así que ella estaba abandonando a su amo.

Aunque no fuera del todo su elección.

—Buenas noches, milady. Me temo que uno de vuestros arcones se

extravió en el depósito. ¿Os molestaría acompañarme para identificarlo?

—Vamos —respondió Alanis y salió con él.

La casa estaba silenciosa cuando serpentearon a través de los oscuros

corredores de mármol. Muy probablemente, Sallan y Nasrin estarían cenando

con Eros. A ella se le oprimió el corazón. ¿Y si se quedaba con él? Tal vez él no

sentía lo mismo que ella, pero la deseaba apasionadamente. ¿Cuál era

exactamente la urgencia de marcharse?

Mustafá se detuvo al final del último corredor e hizo un gesto señalando

una imponente entrada.

—Éste es el depósito —Alanis lo encontró parecido a la entrada de otro

reino—. Dentro está bien iluminado, milady. No tendrá problema en encontrar

su arcón extraviado —Empujó y abrió una de las enormes puertas de caoba y

ella entró. La puerta se cerró detrás de un golpe y ella pegó un salto,

escandalizada por sus modales chocantes. Se dio vuelta para revisar el cuarto y

olvidó la razón por la que se encontraba allí.

Apiñados contra enormes pilares de mármol negro e iluminados por unas

enormes lámparas de bronce que colgaban del techo, un despliegue de riquezas

se exponía ante ella. Lo que Mustafá describía como un cuarto de cachivaches

en realidad era un cuarto que guardaba un tesoro, atestado de alfombras,

tapices y hermosos muebles. Había un arsenal con las armas de la más fina

fabricación acumuladas, un surtido de relucientes telas de todo tipo de colores,

y decenas de cofres llenos de monedas de oro y joyas.

Alanis pasó junto a los arcones, atraída por la colección de arte exhibida

más al fondo de la habitación. Abrió más los ojos al ver un retrato de Caterina

Sforza, en el magnífico La virgen y el niño, La virgen de las rocas, El arcángel Miguel

y La dama con el armiño: el retrato de una de las célebres amantes del duque

Sforza. Una estatua de bronce del mariscal Trivulzio se erguía sobre una

cómoda adornada con festones dorados. Al lado, sobre una estructura dorada,

había una maqueta del Duomo, la catedral de Milán, que descansaba sobre un

sofá lleno de papeles amarillentos de diseño de ingeniería. Si se había atrevido a

dudar de la identidad del artista, esas dudas se disiparon una vez que la última

obra de arte de la fila captó su atención. El retrato mismo del artista: Leonardo

da Vinci.

Si Eros quisiera, ¡su casa podía estar adornada de punta en blanco! El

humilde siervo alguna vez tuvo una aldea que ya no existe ¡Sí, y qué aldea! ¿Quién

diablos eres?, exclamó ella, irritada de pies a cabeza. Su vista se detuvo en un

rincón aislado. Otro escudo con víboras y águilas grabadas yacía en el suelo

contra la pared. Cuando se acercó más para examinarlo, notó que no era tan

antiguo como las demás insignias. La víbora no era negra sino azul oscura, el

sarraceno devorado rojo rubí. El oro de la corona aún resplandecía. Ella se

percató de que ese objeto era nuevo, y en lugar de tener el nombre de un duque,

había cuatro letras inscriptas al pie: SF—AD.

—Me sorprendes —la voz grave de Eros se oyó justo detrás del hombro de

ella—. De todas las cosas que hay aquí, tú solo te fijas en un trozo de metal

podrido.

A Alanis casi le da una apoplejía fatal. Se dio vuelta rápido y casi se choca

con el pecho masculino desnudo.

—Eros —Se puso una mano sobre el corazón que le martilleaba

aceleradamente—. ¿Qué pretendías con entrar tan sigiloso? Casi me muero del

susto.

—Yo no soy el que entró sigiloso a una habitación privada —gruñó él a la

defensiva.

—¿Cómo te atreves a acusarme de entrometida? Fue aquel hombre

confabulador que trabaja para ti el que me atrajo hasta aquí para buscar mi

arcón extraviado —Una operación que obviamente había sido una treta, ¿pero

con qué objeto? Ella miró a su alrededor—. ¿Robaste a toda la humanidad para

acumular esta... fortuna?

Él apretó los músculos de la mandíbula.

—Te sorprenderás pero en realidad compré la mayoría de las cosas que

ves aquí. ¡Y la mayor parte ya me pertenecía antes de comprarla!

—Estás borracho —Ella se apartó de él y del fuerte olor a coñac que

emanaba de su piel, cual colonia de mujer de esas que al pasar hacen dar

vueltas a la cabeza a cualquiera. No llevaba nada puesto salvo unos pantalones

sueltos de seda negra perturbadoramente amarrados muy por debajo de la

musculosa línea de la cintura.

—No esperaba encontrarte aquí—confesó ella. ¿Mustafá habría actuado

por su cuenta o habría seguido las ingeniosas órdenes de su amo?

—Ya lo sé —Eros curvó los labios—. Te vi entrar. Tú no me viste porque

estabas demasiado ocupada haciendo un inventario.

Ella no le había sentido porque él había entrado descalzo y sigiloso.

—¿Por qué no estás en la cena?

—¿Por qué no estás tú en la cena? —Los ojos brillaban en aquel rostro

severo—. ¿Una noche más conmigo era demasiado para tu estómago?

—No tenía hambre —respondió ella bruscamente—. Y además, ¿qué es lo

que te enfurece tanto?

—Tú, bruja de ojos rasgados —La asió del brazo y la atrajo hacia sí. Le

enrolló los cabellos rubios con la otra mano y la obligó a mirarlo a los ojos. La

desesperada urgencia que ella percibía en ellos le provocaba un efecto mágico.

¿Era ella la bruja? Aquel salvaje de ojos azules se había apoderado de su

corazón. Le apoyó la mejilla contra la suya, con la respiración corta en las

curvas de la oreja—. ¿Crees que por abandonarme me librarás de tu maldición?

Eres un demonio desalmado, Alanis, pero esta noche voy a exorcizarte de mi

alma de una vez y para siempre.

Sintiéndose mareada por las palabras y la proximidad, ella deslizó las

manos por el pecho y las enroscó en el cuello. Se sentía débil, excitada,

desesperada por tenerlo. Cerró los ojos para sentirle la mejilla áspera y

simplemente lo abrazó con el corazón haciéndose eco del suyo.

—¿Cuánto costaría conservarte, ninfa bionda? ¿Qué parte de mi alma

quieres?

—No quiero una parte de tu alma —Quiero un sitio en tu corazón.

Él levantó la cabeza.

—Escoge algo, Alanis. Todo lo que ves aquí es tuyo.

—No te creo —Se soltó del abrazo—. Ahora sé que fuiste tú el que me

atrajo hasta aquí, pero no para comprar mis favores como harías con una

prostituta. Eres demasiado listo para creer que eso funcionaría conmigo.

¿Entonces de qué se trata? ¿Qué me estoy perdiendo? —Ella indagó en sus ojos.

Él estaba muy tenso—. Realmente te superaste a ti mismo, robar obras de

Leonardo da Vinci...

—¡Esas pinturas fueron encargadas por mi familia!— Gruñó él con los ojos

en llamas—. ¡Podría arrancar frescos enteros si quisiera, incluyendo La última

cena!

A ella se le secó la garganta.

—Tu familia pertenece a la mansión milanesa de Sforza —concluyó ella en

silencio. Le tocó el medallón que colgaba sobre su pecho—. Esto es tuyo. Y

aquello —señalando el escudo del rincón—, lo que llamas un trozo de metal

podrido, también pertenece a tu familia, igual que los demás. ¿Por qué ocultaste

a éste en particular? ¿Qué quieren decir las letras de la inscripción?

—Son iníciales —dijo él por fin con la garganta tensa—, del heredero que

jamás se convirtió en duque.

El corazón se le desbocó dentro del pecho.

—SF-AD. ¿Cuál es el nombre del heredero?

Él la miró fijamente y de modo desapacible, como un niño perdido dentro

de aquel hombre de treinta y dos años.

—Stefano Andrea —el acento milanés rodaba suavemente en su lengua,

como un vino fino de Lombardía.

Alanis contuvo la respiración. Supo la respuesta antes de preguntar:

—¿Y ese nombre es...?

—Mío.

Capítulo 18

Eros la estudió con cautela.

—Ahora lo sabes.

Alanis asintió consternada.

—Tú eres Su Alteza Real, el príncipe Stefano Andrea Sforza —murmuró

ella—. El duque perdido del principado más grande y rico de Italia: Milán —

Ella recordaba que la historia de Milán era un relato de sangre. Aunque

naturalmente poseía fronteras sólidas, había sido concebida en la grandeza y

acumulaba gran riqueza y poder, España y Francia la habían destruido. En un

mundo efímero enfrentado en permanentes luchas, ni el Formidable Sforza ni el

Astuto Visconti habían podido salvarla de la ruina. Sus aptitudes de líderes se

habían echado a perder, junto con el vigor natural de la tierra, y sus sucesores

se habían vuelto renegados, impíos animales de mar, forajidos. No obstante,

aun así, despojado de nombre e importancia, ella se había enamorado de él.

—Estás impresionada —la censuró con una mirada hostil—. Verás, el

protocolo del príncipe requiere que inclines ante él tu menos dotada cabeza.

O en otras palabras, pensó ella, No me mirarás.

—Veo a un hombre que es mejor de lo que pretende que la gente vea de él,

mejor de lo que él mismo quiere creerse. Veo a un hombre al que yo... podría

amar.

—Guarda tus garras. Stefano Sforza ya no existe. Es un trozo de metal

carcomido tirado en el suelo de un depósito —Se desplazó, perdiéndose entre

los objetos apiñados.

—¡Eros, espera! —ella lo llamó desesperadamente al tiempo que escuchó

una de las enormes puertas cerrarse de un portazo. Sintió un arrebato de terror,

como un ratón atrapado en una trampa. Ella le había pedido una señal desde el

alma y él se la había dado. Sólo que ahora no quería saber nada de ella.

Por el modo en que se sentía podría estar llorando. Pensó en sus padres,

en Tom. ¿Estaba destinada a quedarse sola y sin amor? Tú eres quien tiene el

poder de forjar tu propio destino. Sí, ejercería ese poder, decidió Alanis. Lucharía

por el hombre que amaba. Abandonó el cuarto y registró los infinitos

corredores de mármol. No había rastro de él por ninguna parte. Se topó con

Mustafá en la galería del primer piso. Le ofreció una leve sonrisa.

—Milady, ¿encontrasteis vuestro... arcón extraviado?

No estaba de humor para seguirle el juego.

—Estoy buscando a vuestro amo.

—El Rais salió a dar un paseo nocturno a caballo por la playa. ¿Deseáis

que le informe de que vos queréis hablarle cuando regrese?

¿Se habría ido con Leila?, se preguntó. ¿Después de su claro rechazo de la

noche anterior por qué no iría en busca de una mujer dispuesta?

—Por favor. Es urgente que hable con él esta noche, no importa la hora.

—Sí, milady. Le daré vuestro mensaje personalmente, no importa la hora.

—Gracias, Mustafá —Ella hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza y

se retiró a sus aposentos. Esperaría allí a Eros. Sabría cuándo él regresaría a su

alcoba. ¿Pero qué haría entonces?

El aire estaba caliente y húmedo. Con necesidad de refrescarse el cuerpo y

la cabeza, ella encendió una vela y la llevó al cuarto de baño. No había

necesidad de llamar a los criados para que trajeran cubos de agua. La enorme

tina de mármol estaba construida siguiendo el antiguo método romano de

destacados diseñadores, con tres picos de bronce que sobresalían de la pared:

Aqua Frigida, Aqua Tepida y Aqua Calida. Ella abrió la llave de agua tibia y

observó cómo el agua llenaba la tina. Echó esencias de aceite, cerró la llave y se

desnudó. Una fresca serenidad la envolvió cuando se reclinó en la tina. El

sonido de las gotas que chorreaban hacía eco en el blanco techo abovedado. La

vela que tenía al lado irradiaba un brillo de color tostado a su alrededor. Ocupó

el tiempo dándose un baño pulcro como sólo lo hacían las diosas de los

templos, pero mientras se enjabonaba la piel y los cabellos, las imágenes de Eros

invadían su mente una y otra vez. Imaginaba el sabor de su boca, la sensación

de sus manos acariciándole los miembros desnudos. Maldiciendo, se sumergió

al fondo de la tina y se enjuagó los cabellos. El deseo que había estado

conteniendo durante semanas le latía en las venas, volviéndola loca. Perdió la

noción del tiempo echada allí en la tina, con un solo pensamiento machacándole

todo el tiempo la cabeza: ¡Ve por él!

Una puerta se cerró de un golpe en el corredor. Alanis salió de la tina y se

envolvió rápido con una toalla. Debía de ser cerca de medianoche. Le

temblaban las manos al peinarse la cabellera y ponerse un caftán limpio. Se

sentó frente al tocador y encontró su propia mirada fija en el espejo. Como un

reloj, el pulso le latía en la base de la garganta. Tic, tac, tic, tac. Él no venía. Se

puso de pie. Cuanto más pensaba en ello, más claro se volvía: ella tenía que ir a

buscarlo. La vida era demasiado corta para perder el tiempo lamentándose.

Abrió haciendo crujir uno de los arcones, el que contenía el ajuar de novia

y extrajo un chemise de nuit nupcial. La susurrante seda era tan absolutamente

delicada que ella temía rasgarla con su prisa. Se quitó el caftán y deslizó el

camisón por la cabeza. Resbaló hasta los pies, fresco y satinado, moldeándole

las curvas con una sensual caricia. Se inspeccionó en el espejo. La seda pura la

hacía parecer desnuda; las puntas oscuras de los pezones quedaban demasiado

visibles.

Ella vaciló, pero una voz más potente sonó en su cabeza: ¡No te comportes

como una débil puritana! Lo deseas. Puedes hacerlo tuyo. Él compartió su secreto. Te

dejó entrar a su sanctasanctórum.

Ahora tenía que demostrarle lo que sentía. Eros era todo fuego. Ella

también tenía que volverse fuego.

Sin desperdiciar ni un valioso instante más, abandonó la alcoba. Una

tremenda tensión le retorció el estómago al cruzar descalza el corredor apenas

iluminado que daba a las imponentes puertas de Eros. Estaba tan nerviosa

como un ladrón en su primer atraco nocturno. Eros ya era un problema cuando

ella pensaba que era un pirata. Un príncipe milanés era absolutamente

intimidante. Se controló y abrió una de las puertas de un tirón.

Las paredes plateadas de la antecámara reflejaban la luz trémula de una

única vela de noche. Alanis entró sigilosa y la recibió un rugido grave. Silenció

al leopardo que yacía sobre el frío suelo de mármol dándole una valiente

palmada en la cabeza moteada y avanzó lentamente rodeando su gran tamaño.

Eros refunfuñó algo en árabe. Ella se quedó de piedra, los latidos del

corazón le sonaban como los tambores bereberes. Inspiró hondo y se presentó

debajo de la viga oriental. Abierto hacia una amplia terraza, el espacioso cuarto

estaba sumergido en penumbras. Las cortinas de lino se ondulaban con la brisa

nocturna, invitando a suaves ráfagas de aire. Su vista se posó en la enorme

cama ubicada a la izquierda. El respaldo tallado y los postes, fabricados

enteramente en plata, reflejaban suavemente el resplandor de la luna.

—Eros —susurró ella con el corazón en la garganta.

Un movimiento en un rincón alejado le llamó la atención. Una gran silueta

hundida en un sillón, orientado entre la terraza y la entrada, levantó la cabeza

que había estado apoyada en las manos. Aunque ella apenas distinguía los

rasgos del rostro, sentía los ojos que la recorrían entera, aquellos ojos de tigre.

—Com'é capriccioso il cuore di una donna. Qué caprichoso es el corazón de

una mujer —murmuró para sí—. ¿Es que este humilde siervo de pronto vale la

pena? Anoche yo no estaba a tu altura. ¿Qué es lo que ha cambiado?

Su amarga sonrisa burlona la enervaba. Reuniendo coraje, ella avanzó con

pasos lentos y felinos.

—Tú lo hiciste. Me dijiste quién eres. Confiaste en mí. Dime qué sucedió,

Eros. ¿Por qué te fuiste de Milán? ¿Qué sucedió con el resto de tu familia?

Una luz echó chispas en la punta de una cerilla, revelando los feroces

rasgos de su rostro bronceado. Irradiaba un profundo cansancio, que ella

sospechaba no era enteramente físico. Depositó bruscamente una copa vacía

sobre la mesa que estaba a su lado y encendió una vela. El medallón estaba allí

clavado, como una mezcla de oro y recuerdos. Con enojo, dijo:

—No has venido aquí para hablar. Vestida con ese trozo de nada que

muestra hasta tu hígado.

Su cruel abstinencia era desconcertante. Ella no se había esperado una

pared de hielo.

—No es necesario que seas grosero. Si quieres que me vaya, lo haré, pero

antes debemos hablar. No podemos dejarlo así.

—No juegues conmigo —le advirtió él con aspereza—. No soy tan tonto

como para caer en tus ingenuos artilugios. He tratado con profesionales a las

que no les llegas ni a los talones, Alanis, criaturas mucho más sofisticadas, diez

veces más experimentadas en el arte de embaucar a un hombre de lo que tú lo

serás jamás.

—Ni aspiro a serlo. No soy una de tus... amiguitas, que le ponen precio a

su afecto.

—Tú eres peor, Alanis —inspiró con fuerza—. Estás decidida a robarme el

alma. Arpía.

Ella se detuvo, horrorizada ante la fría acusación.

—¿Por qué? ¿Porque me preocupo por ti? ¿Tan insignificantes crees que

somos que tú mismo te crees indigno de ser amado desinteresadamente?

Él la miró fijamente como si le hubiera destripado con un cuchillo.

—¡Lárgate! —pronunció lentamente y se levantó súbitamente—. Regresa a

tu mundo aburrido y déjame en paz. ¡Déjame en paz!

Asustada por su furia, ella evaluó los rasgos tensos y el brillo salvaje en su

mirada. Lucía tan siniestro como un guerrero espartano tallado en bronce, pero

bajo su implacable apariencia, escondido en la profundidad de sus ojos, ella

distinguió lo que jamás imaginó: miedo.

Alguien... una mujer... lo había herido en el pasado, y esa traición había

sembrado aquel sentimiento irracional en él, transformándolo en un hombre

que hasta el momento no había demostrado signos de temor, ni siquiera de la

propia muerte. Ese era su secreto, y se relacionaba directamente con el hombre

que alguna vez había sido: el príncipe Stefano Sforza.

Fortalecida por esa idea, ella avanzó:

—Te recuerdo a alguien. ¿Quién era? ¿Me parezco a ella?

Eros se puso tenso. Incapaz de mirarla a los ojos, murmuró:

—Estás desubicada. Si supieras de lo que estás hablando, te darías cuenta

de lo absurdo de tu suposición.

Se paró frente a él y le acarició el pecho. El pulso aumentó bajo la palma

de su mano. Le deslizó la mano por el torso cálido, acariciándole los músculos

tensos y bien formados.

—Cuéntamelo.

Él no parpadeó, aunque la mano de ella debió sentir una especie de golpe

frío. Tenía un terrible dolor grabado en sus ojos. Lo empujó suavemente y él se

dejó caer en una silla. Ella quedó de pie entre sus muslos y le hundió las manos

entre la espesa cabellera negra. Le echó la cabeza atrás para mirarlo a los ojos.

Entre sus manos sostenía el rostro de un hombre, pero aquellos ojos que la

estaban mirando eran los de un niño perdido.

El aire entre los dos crujió en una batalla silenciosa de deseos y temores.

La atracción que había entre ellos iba más allá de la pasión, de la amistad, más

allá de cualquier tipo de lazo humano que ella jamás hubiera entablado. Al

mirar a Eros a los ojos por un instante, descubrió esa parte de ella misma que

había estado buscando durante toda la vida, aunque no se había dado cuenta de

que le faltaba. ¿Qué había entre ellos: destino, locura o amor?

Esa sensación la aterrorizó y percibió que él sentía lo mismo. Y aun así, él

quería que lo sedujera; que lo deseara y que le hiciera creer.

—Ya sabes por qué estoy aquí —Sonrió ella dulcemente—. Anoche lo

dijiste. Yo te deseo y tú a mí. Entonces, si esta ingrata huésped aún puede

cambiar de opinión... me encantaría quedarme aquí contigo, por el tiempo que

quieras tenerme.

Los ojos de él ardieron de deseo. La cogió de las caderas y enterró el rostro

en el vientre plano.

—Quédate —respiró con dificultad, masajeándole la piel a través de la

seda. Alanis le abrazó los anchos hombros besados por el sol y se entregó a las

sensaciones por anticipado. Esa noche no habría horas solitarias empapadas de

un deseo insoportable. Esa noche compartiría ese sufrimiento con Eros.

Él se puso de pie, derritiendo los cuerpos juntos. Ella le sentía la sangre

latir como si fuera una prolongación de ella misma.

—Quiero que te quedes cien años conmigo —le confesó.

—Entre nosotros debe haber absoluta honestidad. Tu pasado, tus

sentimientos, ya no pueden ser secretos.

—Te contaré todo lo que quieras saber sobre mí, Alanis, pero te lo

advierto: algunas cosas, la mayoría, no te resultarán agradables en lo más

mínimo. Si tienes alguna duda de vivir con un hombre como yo, éste es el

momento de retirarse y poner rumbo a casa con Sallah. Después no quiero

arrepentimientos. Sin embargo... —Su voz se suavizó—. Si decides quedarte

conmigo, serás mía. De todas las formas. Sin salir corriendo. Sin llantos. Sin

arrepentirse.

Sin arrepentirse, ésa era la promesa más difícil de todas. Ella recordaba las

palabras de Sanah: Arriesga el corazón. Con la voz cargada de emoción, le

susurró:

—Sin arrepentirse —Le depositó un suave beso en el hombro saboreando

la piel salada y luego le besó el pulso fuerte que le latía en la base de la

garganta—. Hazme el amor.

Sintió que un fuerte espasmo lo invadió. Él cerró los ojos y apoyó la frente

en la suya.

—Jamás lamentarás esta noche, amore. Te lo juro. Jamás te daré ningún

motivo de arrepentimiento —Le buscó la boca, suave y conocida. La punta de la

lengua la instó a que le respondiera, pero contuvo el ritmo, saboreando la

urgencia, alimentando las llamas. Una introducción.

Eros. Eros. Ronroneó ella en respuesta. Sentía el cuerpo desfallecerse,

caliente, alborotado. Se inclinó hacia él, perdiéndose en aquel beso opulento, en

el calor de su piel. Se sentía como mantequilla en sus manos, la pasión

masculina la invadía como una llamarada. Los sonidos que le brotaban de la

garganta a ella le hacían pensar en un tigre hambriento, gruñendo. Esa noche

no escaparía de sus desesperadas garras. Él se lo dejaba claro. Con cada beso,

cada caricia, eliminaba los miedos, la tímida inexperiencia de ella. Cuando la

cogió de la mano y la condujo hasta su cama, ella lo siguió torpemente en un

silencio embriagador, dispuesta a seguirlo a cualquier parte.

Él encendió la vela que había sobre la mesita de noche y le apartó los

largos cabellos rubios de los hombros.

—Esta noche quiero verte entera —murmuró—. Enroscó los dedos en las

delgadas cintas del camisón y tiró. La seda pura le cayó en cascada por todo el

cuerpo hasta los pies. Él inhaló profundamente—. He soñado contigo viniendo a

buscarme, como ahora, metiéndote en mi cama, pero eres más hermosa de lo

que imaginaba, ninfa bionda. Jamás he deseado a una mujer tanto como a ti.

Las palabras le provocaron cosquilleos que le llegaron hasta los dedos de

los pies. Ella se recostó atravesada en la cama y acarició el espacio vacío que

había junto a ella, invitándolo en silencio con esos felinos ojos azules, Ven

conmigo.

Eros miró fijamente el grácil cuerpo desnudo que adornaba su cama como

si fuera una diosa griega. Tiró de las tiras de sus pantalones holgados y la seda

negra se deslizó hasta sus tobillos. A ella se le aceleró el pulso. Él era hermoso.

Tenía los ojos de un azul eléctrico; la cabellera negra azabache flotaba salvaje y

abundante sobre los hombros. El débil resplandor de la vela de noche

acentuaba el escultural vigor de su cuerpo. Alto, de hombros anchos, y

absolutamente excitado, le hacía rugir la sangre. Se inclinó y bajó hasta quedar

entre las piernas de ella.

—Dilo de nuevo —le susurró—. Lo que me pediste antes.

Ella le enmarcó el rostro con ambas manos.

—Hazme el amor, Eros. Te deseo desesperadamente.

Gimiendo, le aprisionó la boca. Ella probó su profundo y húmedo deseo

entre las aterciopeladas caricias de la lengua: ese deseo que le estremecía el

cuerpo. Deslizó la boca por el largo cuello, hacia los pechos, y succionó un

pezón erecto con aquella boca sensual. Ella sintió una descarga eléctrica por

todo el cuerpo.

—Eres tan sensible, tesoro —murmuró sin aliento y reclamó su boca.

Rodaron entrelazados en la cama, explorándose los cuerpos, cual carteristas

palpando los bolsillos de las indefensas víctimas en busca de monedas.

Embriagada por el olor y la aterciopelada extensión del cuerpo masculino, ella

necesitaba acariciar y ser acariciada con total abandono, para mayor placer de él

que le ponía la boca por todas partes: los pechos, las caderas, deslizándose

suavemente por toda su piel.

Embriagada de deseo, ella exploraba su cuerpo del mismo modo, en

sintonía con los sonidos graves qué el emitía, aprendiendo cómo darle placer,

dónde se encontraban sus secretas zonas sensibles. Era un juego seductor que la

hacía desfallecer de deseo, pero lo que Alanis más disfrutaba era mirarlo

fijamente a los ojos y descubrir una y otra vez cuánto la deseaba Eros, cuánto lo

conmovía ella.

—Esto es lo que he soñado —Lo echó de espaldas y avanzó lentamente

como una gata, con la boca caliente y húmeda sobre la piel tersa, le pasó la

lengua por la tetilla plana y morena.

—Santo Michele —Él se estremeció y rodó hasta quedar encima de ella—.

Acabaré en dos segundos si sigues besándome así. Deja que lleve yo la

iniciativa esta vez y yo te dejaré la segunda, va bene?

Sonriendo, ella arqueó el cuerpo debajo del suyo.

—¿Habrá una segunda?

—Si no estás muy dolorida, una segunda y una tercera, cuanto más, mejor,

porque a diferencia de algunos jueces... —Deslizó las manos sobre los muslos

satinados—. Yo soy sumamente diligente, y no me importan en absoluto los

días de ayuno, de los santos, cuaresma ni ningún festivo; y soy aún más

dedicado de noche.

Ella rió:

—Eres un sinvergüenza arrogante. ¡Me compadezco de la pobre mujer que

termine contigo!

Unos hoyuelos aparecieron en las mejillas de él:

—Me aseguraré de transmitirle tu compasión a la futura santa. Sólo espero

que sea tan caritativa como tú —A ella se le cortó la risa cuando él deslizó una

mano entre los muslos y la cubrió íntimamente. La tenía esclavizada,

sosteniéndole la mirada asustada mientras la abría con los dedos para que

recibiera sus suaves caricias, provocándole un flujo de una tibia humedad. La

frotaba con movimientos precisos, disparándole fuego al cerebro. Hundió un

dedo adentro de ella, luego otro, tortuosa y maravillosamente más profundo.

Ella gimió y movió las caderas al ritmo de la mano. Dios... mío. Estaba

muriendo en dulce agonía. Un sonido gutural de alivio le subió en espiral hasta

la garganta, pero él se lo tragó dándole besos con la boca abierta. Le presionó el

clítoris con un dedo y le deslizó otro en la tibia y ceñida cavidad.

Alanis gritó esta vez, cegada por la desenfrenada demanda de su cuerpo

por recibir placer.

—Eros, por favor. No puedo...

—Yo tampoco puedo —admitió él con voz ronca. Ella sintió una nueva

presión que aumentaba y de repente fue el miembro duro como una roca el que

empujaba adentro de ella, llenándola, ensanchándola, ¡desgarrándola!

—¡Eros, espera! —chilló ella pero era demasiado tarde. Emergió de nuevo

para enterrarse por completo. Los gemidos de placer que emitía vibraban en los

oídos de ella. El pánico la paralizó. Sentía un insoportable dolor en carne viva.

No podía moverse. No podía respirar. Tardíamente se le ocurrió que mientras

aquel cuerpo fornido le agitaba el corazón, cierta parte de su anatomía podía

causarle daños graves. Él comenzó a moverse. Ella se retorcía debajo.

—Espera, Eros, ¡por favor! No lo soporto. Es muy doloroso.

Él se quedó absolutamente inmóvil. Con la respiración agitada y unas

gotas de sudor que se le formaron en la frente. Tenía los ojos del color del deseo

fundido.

—No temas. No llores —Le besó las lágrimas saladas adheridas a sus

mejillas, le besó los suaves labios inflamados—. No habrá más dolor. Lo

prometo. Sólo placer.

Ella le buscó los ojos de manera conmovedora. Se sentía profundamente

consolada por la preocupación de él. El escozor iba disminuyendo y ella pudo

sentir el sutil latido del miembro masculino en su interior. Él puso las manos en

la cama y se levantó hasta quedar apoyado sobre los codos. Se retiró

lentamente, pidiéndole con la mirada que confiara en él, y luego se volvió a

deslizar hacia dentro, haciendo rechinar la mandíbula apretada en cada

tortuoso centímetro.

Ella siguió intensamente las emociones dibujadas en los tensos rasgos

masculinos y se esforzó por respirar, por concentrarse en cómo la hacía sentir.

Él estaba repleto de placer que también era una tortura y algo despertó en el

interior de ella. Sutil al principio. Luego se intensificó y fue serpenteando en el

laberinto de su sexualidad femenina hasta provocarle un hormigueo de

temblores. Instintivamente, elevó las caderas igualando el ritmo de las parejas

embestidas. Le enlazó las manos al cuello y lo atrajo más hacia sí.

—¿Mejor? —preguntó Eros, mientras se movía despacio, borrando el

recuerdo del dolor.

—Sí —Se sentía cada vez mejor mientras él entraba y salía, enseñándole al

cuerpo femenino a moverse en perfecta armonía con el suyo. Ella lo abrazaba

íntima y lujuriosamente, acariciándolo con su interior. La sensación de tenerlo

adentro ahora estaba... por encima de todo. Él movió las caderas más rápido,

provocándole espasmos de placer.

—Brucio per te, amore. Estoy ardiendo por ti... ardiendo dentro de ti —

Apretó la mandíbula, la empujó más fuerte, los ojos revelaban la lucha por

controlarse y la urgencia que lo llevaba al extremo.

La invadieron violentas convulsiones, y estaba tan cerca, pero no lo

suficiente.

—No... puedo —El cuerpo le imploraba soltarlo. Gemía y arañaba,

tratando de alcanzar la engañosa cima.

—No luches —Sus ojos se clavaron en los de ella, las caderas golpearon

más y más fuerte y más rápido—. Deja que suceda.

Ella se sentía tensa, tan condenadamente bloqueada. El éxtasis la llamaba

con señas desde el final de un largo y oscuro túnel, pero era imposible llegar.

—No puedo...

—Sí puedes —Curvó un brazo por debajo de la cintura y la levantó hasta

sentarla a horcajadas encima de él. Ella se le aferró del cuello, y él la sujetó con

las manos en sus caderas mostrándole cómo moverse a su modo. Se besaron y

se unieron en un trance de pasión, conectados en cuerpo y alma. La presión en

el interior de ella se intensificaba con cada embestida, estimulante, amenazando

con estallar, agotándole las fuerzas, y justo en el momento en que sintió

desmoronarse, un arrebato de placer la invadió como una bala de cañón. Ella

lanzó un grito, con la mente disolviéndose en millones de luces plateadas y se

hundió en el cuerpo masculino. Maravilloso.

—Al diavolo! —Eros echó la cabeza atrás y con la larga melena azotándole

los omóplatos y vertió su semilla adentro de ella. Sumamente agotado, se

derrumbó en la cama, aplastándola con el pesado cuerpo contra el colchón, con

la cabeza anidada en la curva del cuello de ella, haciendo esfuerzos por respirar.

Empapados de sudor, permanecieron inmóviles, con los corazones

latiendo con fuerza pecho contra pecho. El instante se convirtió en una

eternidad. Flotando en una sensación de bienestar, Alanis escuchó su

respiración desacompasada, los latidos que iban desacelerando, y supo que

jamás se arrepentiría de haberlo buscado esa noche, sin importar lo que el

futuro les tuviera reservado. ¿Cuántas de sus anteriores amantes podría jactarse

de una noche de éxtasis como esa, o de pasear de la mano con él por el mercado

de Argel, descubriendo un mundo de misterios?

Al cabo de un momento ella se convenció de que él se había quedado

dormido. Tenía la respiración tranquila y el cuerpo laxo encima del suyo.

Enterrando el rostro entre sus cabellos, le confesó en el más tenue susurro: "Te

amo".

Eros se puso rígido. Ella no estaba segura de si la habría escuchado o no,

porque no emitió sonido alguno.

—¿Cómo te sientes? —La voz grave de Eros le llenó los oídos. Los largos

dedos le apartaron los mechones rubios de la frente. La abrazó con fuerza por

detrás, como una cuchara, y le apoyó el cálido torso en la espalda.

Alanis no estaba profundamente dormida, sino que más bien dormitaba

de vez en cuando con satisfacción. El cielo se veía azul grisáceo en el horizonte,

con matices anaranjados, anunciando el alba. Ella rodó sobre su espalda y lo

miró a los ojos con una sonrisa. Eran los zafiros más diáfanos y brillantes, con

las primeras luces del día. El corazón se le hinchó ante la imagen de él a su lado,

tan real y tan apuesto. Daría cualquier cosa para encontrarse con esa imagen

cada mañana de ahí en adelante, hasta el día de su muerte.

—Me siento maravillosa —susurró al tiempo que se apartaba la fresca

melena azabache como un velo que le cubría la mejilla—. ¿Cómo te sientes tú?

—Feliz —admitió él, sonriendo absorto. Se inclinó y la besó. Fue un beso

de amantes, íntimo y lánguido. Cuando terminó siguieron mirándose fijamente

en silencio.

—Eros —Le miró el pecho—. ¿Estás casado? —Ella percibió una sonrisa

que se le formó en los labios.

—No.

—¿Lo has estado?

Él seguía sonriendo.

—No.

¿Quieres estarlo? Levantó la vista con ansiedad.

—¿Tienes algún... es decir, supones que podrías...?

—Si la pregunta es si sé de la existencia de algún bastardo que haya

concebido... la respuesta es no —La preocupación de ella le resultaba

divertida—. Mis, eh, anteriores compañeras de alcoba se ocupaban de ese

asunto.

Ella hizo un gesto con la cabeza un poco ruborizada. Sin hijos.

—¿Cómo fue tu primera vez?

Él parpadeó.

—Scuza?

La sonrisa de ella se ensanchó.

—Tu primera amante. ¿Quién fue?

—¿Y tiene alguna importancia discutirlo justo ahora? —Cuando ella

asintió con la cabeza, él rodó hasta quedar de espaldas, acomodó las manos

debajo de la cabeza y se quedó mirando el dosel—. Era una criada de alcoba de

la casa del duque d'Este, donde me eduqué desde los doce años. Yo tenía quince

años. Ella era diez años mayor. Se llamaba Alessandra. Una noche, entró en mi

alcoba y yo... la complací—Le lanzó a Alanis una sonrisa candida—. Nada

inspirador.

—¿Quién fue la mujer que te traicionó? ¿La que hizo que detestaras a las

mujeres como yo?

La sonrisa de él desapareció.

—No pierdes el tiempo para sacar el tema, ¿verdad?

Comenzó a levantarse de la cama, pero ella lo detuvo con un mano en el

hombro.

—Lo siento. No tienes que responder. Convinimos "sin secretos", pero sí

tienes derecho a conservar tu privacidad.

La taladró con la mirada:

—Asumes que alguna vez me enamoré y que el objeto de mi admiración

me rompió el corazón, pero te equivocas, Alanis. Jamás estuve enamorado y no

existe tal mujer.

Se levantó y se mojó la cara con agua fresca. Se dirigió hacia el balcón

abierto y se apoyó en el marco, con los ojos fijos en el horizonte. El cuerpo

desnudo se veía fornido y hermoso con el telón de fondo del cielo color

anaranjado grisáceo. Ella se dio cuenta de que la estaba evadiendo, como lo

hacía siempre que sus preguntas le resultaban demasiado inquisidoras. Con

todo y con eso, ella sintió un regocijo absurdo. Él jamás había estado enamorado.

¡Estaba despertando un mar abierto! Sin barcos fantasmas en el horizonte.

Estaba a punto de coger el camisón cuando Eros habló, con esa voz grave

adornada con aquel suave acento italiano.

—Fue dos días antes de Navidad, en el año 1689 de Nuestro Señor. La

estación era helada y la ciudad de Milán estaba oscura y convulsionada. Como

de costumbre, mi padre asistiría a la misa en la iglesia de San Francesco a la

mañana siguiente. No sobrevivió para hacerlo.

Alanis dejó caer el camisón y se recostó sobre las almohadas, tapándose

con la manta.

—Yo estaba regresando a casa desde Ferrara, donde el duque d'Este, quien

era pariente además de aliado, contribuía con mi formación de príncipe —

Suspiró, pasándose una mano por los cabellos—. Yo había ido a vivir allí porque

era costumbre que un futuro duque recibiera capacitación por parte de otra

persona que no fuera su padre. Pasaba catorce horas al día trabajando con

catorce tutores diferentes. Estudiaba filosofía, arte, astronomía, idiomas y cosas

por el estilo, para ocupar algún día mi lugar entre mis pares. Tenía un maestro

de esgrima, uno de equitación, otro de baile. Durante los torneos coseché

honores para el estandarte de la Víbora, pero mayormente estudié el Arte de

guerra —Se dio la vuelta—. Porque en Milán el poder lo es todo, y sólo un

duque sólido es capaz de alcanzarlo y sostenerlo.

—No es de extrañar que te convirtieras en rais en Argel y mundialmente

temido —susurró ella—. Estabas preparado para tomar el lugar de tu padre

como cualquier valiente soberano, como un Víbora de Milán —Y no era de

extrañar que, al ser uno de los favoritos del rey de Francia, disfrutara del libre

acceso a Versalles. El rey Luis debía de haber conocido al joven Stefano Sforza

desde niño—. ¿No pasaste ni un tiempo con tu familia mientras crecías? —le

preguntó.

—Sí. Durante las fiestas regresaba a casa, mi padre me llevaba a conocer

Lombardía y Emilia y otras provincias para familiarizarme con lo que algún día

me pertenecería. Aquellos fueron los mejores tiempos, y los más difíciles —

Sonrió con melancolía—. Mi madre siempre se quejaba de que jamás me veía y

de que mi padre olvidaba que yo apenas era un jovencito y no uno de sus

experimentados capitanes. Mi padre era un duque de Lombardía muy estricto,

hecho de piedra. No como yo. Yo era el niño de mamá, un malcriado, aunque a

menudo la gente decía que yo era la viva imagen de mi padre.

Ella le devolvió la sonrisa. No se había equivocado con respecto a él. Eros

tenía un corazón sensible y tierno que sólo una madre afectiva y devota era

capaz de fomentar. Él era un hijo muy querido.

Su expresión se tornó sombría.

—La noche que entré en Porta Giovia supe que algo iba mal. Las tropas

españolas que estaban fuera de la ciudad revisaban a todo peatón. Debes saber

que Milán estuvo ocupada por los españoles durante más de cien años, pero a

mi familia le permitieron conservar el prestigio y emplearon a mi padre como

conciliador y recaudador de impuestos de la zona. Eso les ahorró costosos

esfuerzos de establecer un nuevo sistema. Mi padre detestaba servirles como un

títere. Él tenía un sueño: lograr una Italia unida, demasiado fuerte para los

franceses y los españoles, o para cualquier saqueador con las arcas vacías. Al

igual que la Liga italiana creada por Francesco Sforza y Cosimo de Medici, él

formó sociedades secretas, que funcionaban con el único objetivo de unificar

todos los estados italianos. Napóles, Piamonte y Bolonia estaban comenzando a

aceptar la idea, tal vez más preocupados por asegurar las constituciones de sus

soberanos absolutistas que por tener en mente cualquier meta de gran nación,

pero sí se referían a la península como "Italia" —Eros suspiró, apoyando la

cabeza contra la viga tallada—. Alguien alertó a los españoles. Fue mi tío, Carlo,

el hermano menor de mi padre —Maldijo—. Cuando entré al enorme vestíbulo,

Gelsomina corrió llorando a mi encuentro. Los españoles estaban deteniendo a

mi padre en la Torre. Fui de prisa y encontré a Carlo con los oficiales españoles.

Al verme, lanzó una carcajada y dijo: "¿Veis lo que he traído? No sólo a Il Duca,

sino también al conde de Pavía. Ahora no necesitáis preocuparos por un

heredero vengativo". Me agarraron y... sacrificaron a mi padre delante de mis

propios ojos —Cerró los ojos, el viejo dolor le surcó el rostro—. Después de eso,

las cosas sucedieron rápidamente. Me solté, le corté la garganta a mi tío con mi

daga, cogí el medallón de mi padre y huí. Una sentencia de muerte fue emitida

en mi contra y yo no estaba seguro de en cuál de nuestras aliados podía confiar.

Venecia era hostil. Los demás se iban rindiendo. Ningún duque de Italia estaba

dispuesto a poner en riesgo sus relaciones con España al albergar al joven

fugitivo duque de Milán, ni siquiera el Papa. Me encontraba solo. No había

demasiado tiempo para congregar un ejército milanés, y de haberlo yo no podía

desafiar a España sin el respaldo de al menos una de las mayores potencias de

la península. Quedarme en Italia me hubiera costado la vida. Entonces tomé a

Gelsomina y esa noche cabalgué hasta Genova, donde embarcamos en el primer

barco que zarpó.

—¿Tenías dieciséis años? ¿Y Jasmine seis? —le preguntó ella. Eros asintió

con gesto sombrío. Hasta podía imaginárselos: dos hermanos huyendo por

salvar sus vidas en el silencio de la noche, asustados, traicionados por su familia

y amigos, impotentes ante la furia de España—. ¿Cómo es que terminaste en

Argel?

—Como era de esperar. Unos corsarios argelinos asaltaron nuestra galera

genovesa. A mí me arrojaron a un baño, el calabozo donde tenían a los esclavos.

Gelsomina fue vendida a una familia rica como fregona. Pero yo convencí a uno

de los rais, un individuo que conociste, diciéndole que ponerme en su muro

para fortificarlo contra los cañones españoles era una pobre asignación de

recursos. Mi capacidad de destrucción era mayor que mi tolerancia para

enladrillar —Sonrió tristemente—. Taofik lo reconoció. Sabía exactamente cómo

cultivar ese útil rasgo de mi naturaleza. Luego, conocí a Sanan. Recuperé a mi

hermana y la puse bajo la custodia de la anciana. El resto ya lo sabes. El noble

príncipe milanés se convirtió en un ser sumamente fracasado, desprovisto de

todo rasgo de humanidad.

Alanis se sobresaltó al escucharlo usar sus palabras.

—Tú no estás desprovisto de humanidad —Una mitad de él era un víbora,

un brutal sobreviviente; la otra mitad era un príncipe perdido consumido por la

nostalgia.

—Hice cosas espantosas por Taofik. Cosas que te pondrían los pelos de

punta.

Sus miradas se encontraron en silencio.

—¿Por qué no regresaste? —le preguntó ella con calma.

—¿Regresar? —Él sonrió cínicamente—. ¿Regresar para qué? —Se acercó a

sentarse a su lado y le acarició la suave curva del cuello.

—Gozas del diritto de imperio para gobernar Milán. Reclama el derecho

ante el Santo Emperador romano.

—No seas ingenua, Alanis. José no me entregará Milán simplemente

porque se lo reclame. El mundo entero está luchando por ella. Además, ¿qué te

hace pensar que yo quiero recuperar Milán?

Ella frunció el ceño. Había algo que faltaba en la historia. Él no le estaba

contando todo.

—¿Qué le sucedió a tu madre? —le preguntó con curiosidad.

—Incisiva como siempre —Le sonrió amargamente—. Mi madre... —

escupió las palabras como una maldición—, era la amante de Carlo. Mi padre no

confiaba en su hermano. Sabía que aquel traidor se moría por reemplazarlo. Mi

madre y yo éramos los únicos que estábamos al tanto de la Nueva Liga. Ella

traicionó a su esposo y a su hijo para despejarle el camino a su amante y que

ocupara el trono de príncipe.

Alanis inspiró aire con escepticismo:

—¿Y cómo lo descubriste? ¿Qué sucedió?

—Mi padre era un hombre orgulloso —dijo con tono indiferente—.

Cuando nos tenían cautivos en la torre e iba quedando claro que no saldríamos

vivos, él ni siquiera intentó convencer a los españoles para salvarnos. Pero sí le

pidió a su hermano que cuidara de su esposa y su hija. Carlo lanzó una

carcajada. Le dijo que mi madre estaba en su alcoba, esperándolo para celebrar

el triunfo. Ten la absoluta certeza de que yo no le creí. Lo corroboré. Ella estaba

allí. Se encerró y no le abrió la puerta ni a mi hermana de seis años, que daba

golpes y lloraba con un ataque de nervios llamando a su madre.

Horrorizada, ella murmuró:

—Tu padre debió de haber hecho algo para que ella lo odiara.

—¡Tú no lo entiendes! —expresó con un gruñido—. ¡Mi madre me

sentenció a mí a muerte! —Se golpeó el pecho desnudo donde le martilleaba el

corazón—. No era sólo mi padre. ¡Yo era su heredero! ¡Él que seguía en la línea!

En Italia, un usurpador pasa por alto el miedo a la venganza extinguiendo la

línea de los príncipes que gobernaron el ducado con anterioridad. Cuando mi

madre tramó con Carlo la caída de mi padre también firmó mi sentencia de

muerte, ¡y ella lo sabía! ¿Qué tipo de madre sentencia a su propio hijo al

infierno? ¿Qué puede hacer un chico de dieciséis años para merecer un odio tal

de su propia madre? —Suspiro—. Alanis, yo era el niño de mamá. La adoraba.

Ella significaba todo para mí, más de lo que jamás significó mi padre —le

confesó, con los ojos bollándole mucho más aún—. Hubiera sido capaz de dar

mi vida por ella.

Conmocionada, ella le cogió la mano y la besó.

—¿Qué fue lo que le sucedió?

Jamás lo había visto tan frío como cuando dijo:

—No lo sé y no me interesa.

Lentamente a ella le fluyeron unas lágrimas silenciosas por las mejillas. Sin

duda era por eso él se había vuelto tan hosco y esparcía veneno por doquier.

Ella ni se imaginaba la terrible necesidad que él sentiría de contraatacar a

cualquier persona o cosa para arrancar de algún modo el dolor de su alma,

haciéndole pagar al mundo entero por sus tormentos. La misma madre que le

había dado la vida, que lo había mimado y quien le había puesto ese nombre en

honor al dios del Amor, se había convertido en su Judas. Una mujer noble,

virtuosa y refinada. Igual que ella. Una arpía.

—¿Quién más sabe la verdad acerca de ti... Sallah, Giovanni? —le

preguntó ella.

—Ellos no saben nada. Sólo tú.

—¿Y tu hermana?

—Ella cree que su madre murió.

Alanis lo abrazó con fuerza. Él se quedó frío como un glacial y así

permaneció largo rato después de que ella lo envolviera con calidez y afecto.

¿Cómo era posible que una madre dejara de amar a un hijo como él? Era

valiente, cariñoso, inteligente y talentoso en tantas áreas. En el interior de esa

rígida coraza resplandecía un espíritu fuerte y generoso, capaz de mover

montañas por aquellos que amaba y sensible ante la desgracia ajena. Ella

deseaba que su calor se le filtrara por los miembros y le derritiera ese corazón

cubierto de escarcha.

Llevó un momento, pero al final, él la rodeó con los brazos y la apretó

fervorosamente. Ella apoyó la cabeza en su hombro. Y en un susurró le dijo:

—Ya no estarás solo.

Supo que lo peor había pasado cuando sus manos le exploraron el cuerpo

por debajo de las sábanas. Lo que siguió fueron unos labios cálidos, y al poco

tiempo se estaban besando y acariciando mientras el deseo volvía a encenderse

entre ambos. Eros la apoyó de espaldas y pegó la boca caliente e inquieta en sus

pechos.

—¿No era mi turno de asumir el mando? —le preguntó ella

sofocadamente.

—Esta vez sin tanto combate. No quiero hacerte demasiado daño —Le

besó el ombligo y siguió bajando. Cuando ella trató de apartarle él la detuvo—.

Quédate quieta —Separó las piernas y sintió la cálida boca en la parte interna

de los muslos. Entonces la chupó adentro.

El cerebro le estalló en llamas. Se incorporó, aturdida por ese placer

indescriptible, inexpresable, que su boca le había provocado fugazmente.

—¿Qué es lo que estás haciendo? Hazlo bien.

Él sonrió con maldad.

—Lo estoy haciendo bien.

Ella se lamió los labios resecos.

—¿Cómo te sentirías si yo te hiciera lo mismo?

Él quedó boquiabierto.

—¿Lo harías? —La mirada fogosa perdió todo rastro de diversión cuando

ella enroscó una mano en la erección y le acarició la cabeza aterciopelada del

miembro con un dedo. Él se encogió emitiendo un gemido—. Soy un hombre

débil, Alanis. No me tientes a cometer una maldad.

—Tú eres un rufián, Eros —Le besó el cuello—. Más vale que estés a la

altura de tu reputación.

—Después me odiarás —le advirtió, pero ya la estaba echando de

espaldas.

Ella enroscó las piernas en torno a él, y le rodeó los anchos hombros con

los brazos.

—Ya te odio —Sonrió disfrutando de la sensación de tener encima aquel

cuerpo pesado.

Eros levantó la cabeza. Una sonrisa burlona le torció los labios.

—No es verdad. Tú te me resistes...

Capítulo 19

La luz del sol inundó la cama. Refugiada en un cálido capullo de

musculosas extremidades y piel aterciopelada, Alanis abrió los ojos y miró la

cabeza morena con la que compartía la almohada, ocultándose de la luz del día.

Una sonrisa se extendió en su rostro. Su pirata. Su amante. Su amigo. Se

escabulló del confortable abrazo y se puso el camisón. Quería darse un baño,

cambiarse y ponerse hermosa para él. Miró con admiración aquella espalda

bronceada y bien fornida y abandonó su alcoba.

Se dio un baño rápido e inspeccionó su imagen en el espejo del vestidor.

Salvo por el color intenso de sus mejillas, no se detectó ninguna marca en el

cuerpo. Los amateurs dejan marcas —le había informado una vez madame de

Montespan mientras le mostraba una desagradable marca de dientes en el

cuello empolvado de la condesa de Créqi—. De modo que en ese momento no

había evidencia de su hazaña, aunque podría haberla, dentro de unos tres o

cuatro meses. Una repentina imagen de una criatura suave y angelical con un

mechón de cabellos negro azabache y unos ojos azules oscuros acunado entre

sus brazos se derritió en su mente. El bebé de Eros. ¿Cómo reaccionaría él si ella

tenía un hijo suyo? Del mismo modo que reaccionaría alguien a quien le

estuvieran apretando una soga al cuello.

Ella necesitaba hablar con alguien —con su madre— y la sustituía natural

era... Nasrin.

Un instante después estaba llamando a la puerta de Nasrin y Sallah. Ella

atendió con una sonrisa soñolienta.

—Demasiado Lambrusco —se disculpó—. Sallah dormirá hasta mediodía,

pero si me permites un momento, me uniré a tomar un té en el pabellón

contigo.

Alanis sonrió débilmente.

—Eso sería encantador.

Nasrin frunció el ceño.

—¿Sucede algo, querida?

Alanis le sostuvo la mirada interrogativa.

—Hoy no zarparé a casa con vosotros.

—¿Eh? —Los ojos de Nasrin se volvieron sobrios y con más vigor—. ¡Debí

haberlo sabido! ¡Ese canalla desvergonzado! No pudo mantener las manos lejos

de ti, ¿no es cierto? Bien, nos ocuparemos de eso. ¡Sallah!

Alanis la cogió fuerte del brazo.

—Por favor, no despiertes a Sallah todavía. Necesito hablar contigo en

privado.

Nasrin analizó sus ojos temerosos.

—Por supuesto, querida. Te veré en un momento —Entró al cuarto

caminando con elegancia y cerró la puerta detrás de sí con suavidad.

Poco después se encontraron en el pabellón. Un criado les sirvió té y un

zumo.

—¿Bien? —preguntó Nasrin—. ¿Fue todo como soñaste que sería? Sara, mi

hija mayor, tenía el aspecto de alguien que en su noche de bodas esperaba

recibir un dulce y en cambio hubiera recibido un rábano.

Alanis rió suavemente; se ruborizó y los ojos le brillaron de un color

aguamarina.

Nasrin suspiró.

—No necesitas responder. Tus ojos hablan por ti. Aunque sabiendo con

quién te has involucrado, no estoy segura de si se trata de algo bueno o malo.

—¿Por qué? —Alanis percibió una desagradable tensión que empezaba a

ponerla nerviosa.

—Porque tú lo amas —le respondió Nasrin con tono bastante maternal—,

y aunque confieso que El-Amar es un príncipe en un mundo lleno de hombres

vulgares, es uno... inalcanzable.

Si Nasrin supiera...

—¿Por qué dices que es inalcanzable? —le preguntó Alanis con tono

desapacible.

—Porque abandona a toda mujer con la que se acuesta. Aunque

sinceramente, creo que tú te fuiste metiendo bajo su piel como ninguna otra

logró hacerlo antes, pero yo lo conozco desde hace muchos años, y de hecho

lograr infiltrarse en ese corazón singular a mí me parece una tarea imposible.

A ella ya no le resultaba agradable la confesión de Eros de que jamás se

había enamorado.

—Cuando ama, no desea. Y cuando desea, no puede amar —murmuró

ella. Él era incapaz de amar y desear a la misma mujer. La traición de la madre

le había dejado una cicatriz en el alma de por vida. Había perdido su familia, su

casa, sus sueños e ideales, la libertad de usar su nombre; y por encima de todas

las cosas, había perdido la confianza en las mujeres. Para él, cualquier mujer era

sólo —salvo la hermana a quien amaba— alguien a quien desear. Ahora la

pregunta era: ¿qué significaba ella para él?

—¿Cómo se previene la concepción? —soltó Alanis abruptamente antes de

que se le acabara la valentía.

—¿Cómo?—Nasrin apoyó la taza de té—. Oh, no. Eso no es algo que debas

saber a tu edad. Tienes que engendrar un crío saludable antes de gozar de ese

privilegio. Ese vigoroso demonio al que tanto adoras podría enderezarse. Tú no

eres miembro de su harén. Te mereces más que una infusión amarga todas las

mañanas de ahora en adelante hasta que él encuentre su coraje. Tú no estás sola.

Deja que Sallah hable con él. Él podría actuar en nombre de tu abuelo.

Alanis meneó la cabeza de manera obstinada.

—Él no quiere una esposa. Ni tampoco hijos. Yo no me convertiré en una

carga detestable. Tengo mi dignidad. Además, ¿has sabido que alguna vez Eros

haya hecho algo que no quisiera hacer?

—Entonces debes zarpar a casa con nosotros.

—No.

Nasrin la miró fijamente, de modo significativo.

—No puedes vivir con él como su concubina.

Su amiga tenía razón, admitió Alanis en secreto. Si Eros le proponía

matrimonio, ella no estaría allí sentada tristemente pensando en usar métodos

antinaturales.

—¿Qué es lo que debo hacer? ¿Renunciar a él? No puedo abandonarlo.

Estoy enamorada. Es el mejor hombre que he conocido, y anoche... —Inspiró

profundamente para calmarse. No sucumbiría a las lágrimas. Ella se había

hecho su propia cama y ahora tenía que dormir en ella—. Me pidió que confiara

en él y lo haré, siempre que me recuerde mis propias responsabilidades. No

concebiré a un niño sin padre para someterlo a una vida de burla y dolor. Si me

cuido, al menos cuando regrese a casa seguiré guardando una pizca de

esperanza para encarar un futuro normal. ¿Me enseñarás sobre esos métodos

femeninos?

—Las hierbas no garantizan una protección absoluta. Tú eres una joven

saludable y El-Amar... —resopló Nasrin—. Te mantendrá ocupada. ¿Qué harás si

las hierbas te fallan?

—Naturalmente tendré al bebé. Aunque el efecto de esas hierbas no es

permanente, ¿cierto?

—No. Puedes dejar de usarlas en cualquier momento, pero entonces tu

cuerpo quedará expuesto. Además, debes beber esa asquerosa infusión

diariamente, todas las mañanas en ayunas, y seguir tomándola mientras sigas

pasando la noche con él. Yo tuve ocho hijas jurando que no volvería a suceder,

pero sí sucede. ¿Estás segura de que quieres pasar por esto? Podría convertirse

en un estilo de vida.

Alanis se tomó un momento para evaluar su situación.

—Estoy segura.

Nasrin hizo un gesto con la cabeza. Abandonó el pabellón y regresó con

una bolsa de hierbas. Colocó algunas hojas en un pote de agua hirviendo que le

pidió al criado y sirvió una infusión marrón en dos tazas. Subía un vapor acre.

Alanis arrugó la nariz ante el repugnante olor.

—Me gustaría impartir un poco del saber hebreo, si me permites —dijo

Nasrin—. Nuestros sabios de memoria bendita nos aleccionan sobre los roles de

las mujeres ante los ojos del hombre. "Dos mujeres. Este fue el modo de la

generación del Gran Diluvio: una para la procreación y la otra para el placer. La

que es para el placer bebe una copa amarga para ser estéril, es adornada como

una novia y alimentada con manjares; y la otra es fustigada y aislada como una

viuda". Ellos aconsejaban a las mujeres a que se esforzaran por encontrar su

integridad como esposas y madres, y como buenas amantes. Recuerda, querida,

una mujer inteligente sabe cómo volverse indispensable para el hombre que

ama y siempre permanecer un poquito inalcanzable.

—Comprendo —sonrió Alanis. Casada con Lucas, se hubiera convertido

en una esposa indeseable. Sin embargo, la mujer que la noche anterior se había

arriesgado a entrar en la guarida de la Víbora... Se le aceleró el pulso.

Sintiéndose más segura de sí misma, alzó la taza de té y brindó con la de

Nasrin—. ¡Salud! —Se lo bebió de un solo sorbo. Amargo. De inmediato se tragó

un vaso lleno de zumo de naranja.

—Quisiera hablar contigo, si es posible.

La clara voz de Eros casi le hizo pegarse un susto. Intercambió miradas

con Nasrin. ¿Cuánto tiempo hacía que estaba allí? Alanis tenía la fuerte

sensación de que había sido testigo de su charla privada, algo estaba a punto de

explotar. ¿Por qué razón se sentía tan culpable? Ella le estaba haciendo un

favor. ¡Él debería estarle agradecido!

—Buenos días, Nasrin —Le hizo un gesto con la cabeza, cortésmente. Miró

a Alanis—. ¿Podemos?

Impecablemente vestido, con los cabellos mojados atados en una cola de

caballo, él había recuperado la compostura, pero sus ojos... aquel salvaje brillo

azul la quemó. La cogió de la mano y la llevó hacia una pequeña fuente oculta

entre las madreselvas y las palmeras.

—Cuando desperté no estabas —le dijo—. ¿Sucede algo?

Ella se soltó la mano y caminó hacia un arbusto de flores perfumadas.

—Necesitaba un momento de privacidad.

—Un momento con Nasrin —La aspereza en su tono de voz la hizo

levantar la cabeza. Un músculo se le tensó en la mandíbula—. El

arrepentimiento que se ve en tus ojos es reconfortante, Alanis.

—Yo no me arrepiento de anoche —admitió ella con calma—. ¿Y tú?

El brillo acusador se atenuó y ya la estaba mirando de nuevo con ojos

seductores. Suspiró y la atrajo hacia sí.

—Sólo si se terminara —La abrazó en silencio, con fuerza.

Entonces no había sido testigo de su conversación íntima con Nasrin. Le

preocupaba su arrepentimiento. Ella le rodeó con los brazos la cintura y le

apoyó la cabeza en el hombro. Le creía. Creía en ambos. De algún modo, harían

que funcionara.

—Bimba, ¿por qué te fuiste de mi cama sin despertarme?

—De veras necesitaba un momento de privacidad. A solas.

—Me hubiera gustado despertar contigo a mi lado, con ojos soñolientos y

una cabeza demasiado lenta para protestar por lo que yo tenía en mente para

ese cuerpo. Sé de buena tinta que ese tipo de despertar le ilumina a uno el día

entero —Le levantó el mentón y buscó esa expresión seria en sus ojos—.

Mantendré mi palabra, Alanis. No te arrepentirás de anoche, lo prometo —La

besó dulcemente—. Hoy déjame enseñarte la playa, y tal vez empieces a creer en

mí...

** ** **

Dos buques de guerra navegaban vigilantes por la sinuosa costa, uno

francés y el otro argelino. Los enriscados acantilados del desierto bordeaban la

costa, y algo más. Hani caminaba de un lado a otro por la cubierta francesa,

demasiado alterado como para sentarse a la mesa del italiano, y en realidad,

tampoco había sido invitado.

—Ya deberíamos haber encontrado su casa —murmuró

impacientemente—. Taofik dijo que era una enorme fortaleza roja, imposible de

pasar desapercibida.

Cesare miró a su co-conspirador. Ya matarían el tiempo jugando a las

cartas, pero todavía no. No antes de que localizaran la casa de Stefano. Con

tono filosófico, murmuró:

—«La paciencia es una virtud que posee quien es capaz. Rara vez se da en

la mujer, jamás en el hombre».

Hani dejó de caminar.

—¿Estás insinuando que no tengo virtudes?

Cesare se tocó suavemente la comisura de la boca con una servilleta de

encaje, con una expresión de entre disgusto y compasión.

—Cero sólo es igual a cero —dijo en latín; era su proverbio particular.

Indignado por el enigmático insulto, Hani despotricó:

—¡Sólo recuerda nuestro trato! El-Amar es tuyo, ¡pero la rubia es mía! Ella

regresa conmigo a la kasba.

** ** **

Montados sobre gallardos caballos árabes, ellos cabalgaban por la costa

cubierta de polvo blanco, desafiando la espuma que salpicaba, la brisa salada y

los radiantes rayos de sol que azotaban sus rostros. Alanis estaba viviendo su

sueño en la playa. Era libre. Estaba enamorada. La vida era... casi perfecta.

—¡Regresemos! —gritó Eros, con la larga melena azotándole la espalda

desnuda—. Debajo del montículo donde está la casa hay una gruta aislada.

Podemos ocultarnos allí un rato.

—¿Qué pasa con Sallah y Nasrin? —gritó Alanis.

—Pueden esperarnos como una hora. Su barco zarpa con la marea de la

tarde.

—En ese caso... —Ella giró y hundió los talones en el caballo, desafiándolo

a echar una carrera. Él era un magnífico centauro, pero ella pesaba bastante

menos y lo adelantó fácilmente, riendo con entusiasmo. Ella desmontó en la

entrada de un túnel con conchas incrustadas y entró corriendo. Pegó un grito

cuando él la pilló y la dio la vuelta.

—Gané —jadeó ella sonriendo.

—Quiero hacerte el amor aquí y ahora mismo —La áspera voz de Eros

llenó el túnel.

Ella le pasó las palmas de la mano por el pecho, sintiéndole los latidos del

corazón debajo de los músculos firmes y bien formados. Una morena barba

incipiente le delineaba el labio superior. Ella se puso de puntillas y lamió el

suave labio carnoso que sabía a mar salado. Él le aferró la cabeza y se besaron

más profunda, lenta y prolongadamente.

—Quiero devorarte —La "r" italiana se le enrollaba en la lengua. La empujó

suave contra la pared y le desabotonó la camisa. Le acarició los pechos,

apretándolos, siguiendo la forma, dibujando círculos alrededor de los pezones.

Inclinó la cabeza y lamió un pezón erecto hasta provocarle un cosquilleo.

—Eros... —Se deslizó entre él y la pared. Él le desbrochó los pantalones de

montar y deslizó una mano entre los muslos. Presionó los dedos

bombardeándole los sentidos. Una oleada de calor la invadió. La respiración

agitada le llenaba el oído y hasta podía escuchar sus propios jadeos mientras él

seguía acariciándola y seduciéndola. Se quitó los pantalones y le aferró los

glúteos firmes—. Te deseo. Te necesito ahora —Se sentía mareada de una

necesidad tan intensa que le temblaban las piernas.

—Diavolo —gimió él—. Te mereces algo mejor que esto, pero... estoy tan

excitado por ti —Metió una mano entre los dos cuerpos apretados para

desabrochar la entrepierna. Su miembro erecto salió de golpe, duro como el

acero y suave contra el vientre de ella. Le encorvó un brazo por debajo de las

nalgas y la levantó. La penetró de una rápida embestida. Alanis lanzó un grito.

Lo sentía tanto y tan bien mientras él la mecía con la furia de un hombre

poseído. Ella se aferró del cuello y se movía en sentido contrario a los golpes

que él le daba con las caderas. El ritmo era despiadado, devastador y

terriblemente excitante.

Un placer que le nublaba la vista la desgarró por dentro.

—Sí—gritó—. Sí, sí... ¡No... Pares! —se convulsionó violentamente,

apretándolo con los músculos internos e incitando su eyaculación.

Eros inclinó la cabeza sintiéndose torturado y emitió un sonido al tiempo

que el éxtasis se apoderó de él.

Alanis no tenía la menor idea de cómo él podía sostenerlos a ambos, pero

al abrir los ojos estaban echados en la arena de una pequeña gruta rodeada de

paredes rocosas. Yacían con los cuerpos entrelazados, sudorosos y exhaustos,

escuchando las olas rompiendo en la orilla. Ella se sentía en paz con el mundo.

—Estoy exhausto —Eros le sonrió débilmente.

A ella se le acaloró el rostro.

—Debes de estar preguntándote qué sucedió con la dama recatada que

tú...

—¿Hablas en serio? —Apoyó la cabeza en el puño y sonrió abiertamente—

. ¿Me creías tan estúpido como para no saber de qué estás hecha? —Le recorrió

las esbeltas piernas con la mirada y luego volvió a sus ojos—. Eres fuego, amore.

Candentes llamas doradas con forma de mujer. Y ojos de gato.

Ella se mordió el labio.

—¿Es... es ese el único motivo por el cual me llevaste a tu cama? ¿Porque

encuentras mi cuerpo... atractivo?

—Tú me llevaste a mí a la cama —Él sonrió con incredulidad y rodó hasta

quedar encima de ella—. Jamás me habían seducido tan deliciosamente en toda

mi vida —La besó sensualmente, sin prisa.

Ella se negó a dejarse distraer por su seducción y sus besos. Le apoyó una

mano firme en el pecho.

—¿De modo que lo que hay entre nosotros es simplemente una atracción?

—Si fuera simplemente una atracción —dijo él con toda seriedad—, ¿por

qué dudé la noche que abandonamos Kingston? Te tenía debajo de mí igual que

ahora. Y me detuve.

—De todos modos yo iba a detenerte.

—Yo no quería arruinarte la vida, Alanis.

El corazón se le aceleró:

—Y ahora que somos amantes... ¿crees que mi vida está arruinada?

—Sigo pensando que estarías mejor sin mí —Sonrió él—. Pero

respondiendo a tu pregunta, no creo que tu vida esté arruinada. Las cosas han

cambiado. Razón por la cual, quiero que le escribas una carta a tu abuelo. Él

merece saber que estás a salvo. Sallah la enviará a Dellamore.

—¿Estás loco? —Ella le dio un empujón suave y se puso de pie—. Mi

abuelo enviaría media flota para bombardear Agadir si recibiera noticias de que

su nieta está... Tú más que nadie deberías saber que las nietas solteras de los

duques no deben tener amantes.

Eros se sentó junto a ella.

—Si no le haces saber al anciano dónde te encuentras, dentro de tres

semanas empezarás a lloriquearme para que te lleve a casa, y yo no lo haré,

Alanis. Te lo advierto. Anoche nos hicimos promesas y tengo intención de

hacerte cumplir las tuyas. Tú te quedas conmigo.

—Y entonces, ¿qué voy a decirle a mi abuelo en esa carta?

—Dile que estás conmigo.

Otra prueba: ¿con quién? Su abuelo podía llegar a reaccionar con más

tolerancia al enterarse de que ella se encontraba con Stefano Sforza, el príncipe

perdido de Milán, pero teniendo en cuenta la insistencia de Eros en preservar

ese secreto y su marcada aversión a aferrarse a las mujeres, ella no se arriesgaría

a contarle la verdad a su abuelo.

Sintió esos ojos posados en su perfil.

—Te avergüenzas de tus sentimientos —dijo brusca y fríamente.

—¿Por qué no escribes tú mismo esa carta y yo solamente la firmo? —le

ofreció ella con tono insípido.

Eros se puso de pie. Caminó hacia la orilla del agua, cogió un puñado de

conchas y las arrojó a las olas.

—No estoy seguro de lo que esperas de mí, ni de lo que me crees capaz a

estas alturas, pero... —Se volvió para mirarla a la cara—. Quiero que estemos

juntos. No tenemos que quedarnos aquí todo el tiempo. Podemos viajar. Podría

llevarte adonde quisieras, mostrarte todos los sitios con los que soñaste y sobre

los que escribiste en tu diario de viaje.

Ella hizo una mueca de desagrado.

—No me recuerdes eso. El hecho de que hayas leído mi diario privado no

te da ningún crédito —El le estaba ofreciendo realizar sus sueños, pero ya no

era suficiente, no viniendo de él. Retomando el asunto en cuestión, le dijo—:

Das por sentado que una vez que informe a mí abuelo sobre mi paradero, todo

estará bien. Pues no. Él no tolerará que viva contigo al margen del matrimonio.

Te declarará la guerra o te obligará a casarte conmigo —Ella esperó...

—No puedo casarme contigo, Alanis. No del modo en que a él le gustaría.

Tendrás que escoger entre tu vida anterior y una vida conmigo. Así es como yo

vivo. Dividido en dos. Hago lo necesario por sobrevivir y llevo a Milán en el

corazón —Caminó por el agua y se zambulló en las olas.

Su esposa estaba a punto de machacarle la cabeza. Sallah vio a Nasrin

entrar al cuarto, con los ojos negros relampagueantes, y se dirigió en línea recta

hacia una cafetera que un criado había dejado mientras él seguía roncando.

Puso en práctica su mejor tono de cordero:

—¿Puedo tomar un poco de café yo también, por favor?

Nasrin lo acuchilló con una mirada furiosa.

—Sírvete tú mismo.

Sallah soltó un gruñido de indignación, se levantó de la cama y se sirvió

una taza. Necesitaba beber un trago fuerte de café para aclarar la cabeza y

estimular los nervios antes de abordar ese humor poco propicio.

—Ahh —Suspiró mientras la celestial infusión le corría por la garganta,

reanimándole el vigor—. Entonces, querida, ¿en qué puedo ayudarte? ¿Hay algo

que pueda hacer para reparar esta crisis?

—Ya has hecho suficiente. Sugiero que pienses en cómo deshacer, chacal.

—Algo me dice que todo esto tiene que ver con nuestros amigos enfermos

de amor.

—Enfermos de amor. ¡Ja! ¡El tuyo está preocupado por apagar el fuego que

tiene en la entrepierna! ¿Qué crees que estuvieron haciendo desde anoche?

¿Desde tu intromisión?

—¡Ese demonio lo hizo! ¡Qué tipo tan espectacular! Todo lo que se

necesitaba era un consejo firme y la fortaleza femenina se desintegró hasta

quedar hecha una pila de escombros. Te lo digo, Nasrin, él es mi héroe. Ni

siquiera tus consejos de regañona impidieron su hazaña. ¿Y cuándo es la boda?

Ella le lanzó una mirada venenosa.

—Cuando termines de felicitarte, quizás quieras preguntárselo tú mismo,

porque yo no creo que haya boda. No debiste entrometerte, Sallah. Lo que sea

que le hayas dicho le dio la llave para lograr lo que era incapaz de hacer por sus

propios medios. Cree que se ha liado con una aventurera de alta alcurnia. Sabes

que él es incapaz de amar a una mujer de manera romántica.

—Eros es solitario. La necesita. Tal vez con el tiempo el deseo se convertirá

en amor.

—No quiero ni pensar qué será de ella dentro de algunos meses. La

destruirá.

Sallah frunció el ceño. ¿Habría malinterpretado los sentimientos de Eros?

Él hubiera jurado que lo que tenía destrozado a su amigo era amor verdadero,

pero Eros se nutría de las emociones extremas y no había nada como un desafío

difícil para activar esos cañones lombardos.

—Hablaré con él.

—Alanis nos ha pedido que no interfiriéramos. Le di mi palabra de que no

lo haríamos. Él suspiró.

—Está jugando con fuego. No es del todo consciente del riesgo al que se

está exponiendo. El duque de Dellamore es un hombre poderoso. Tarde o

temprano, las noticias llegarán a oídos de Dellamore y Eros será capturado cual

perro rabioso. No puede retenerla con él en el desierto para siempre.

—¿Qué debemos hacer, Sallah?

—Sólo hay una solución y a Eros no le agradará en lo más mínimo. Ella

debe regresar con nosotros.

Eros emergió del mar salpicando agua. El pecho, que se iba estrechando

hasta terminar en una delgada cintura, brillaba con el agua del mar. Esos ojos

azul zafiro relucían en su rostro. Se escurrió el agua de la lustrosa melena negra

azabache y le lanzó a Alanis una sonrisa nacarada.

—¡Ven a nadar conmigo, ninfa bionda!

Reclinada sobre una gran roca, jugando con los pies en la arena, Alanis

miraba fijamente a aquel pagano desnudo, de pie con el agua centelleante hasta

la cintura y estaba absorta pensando en el último comentario que él le había

hecho. No se casaría con ella. Jamás. ¿Qué le diría ella finalmente a su abuelo?

¿Qué sería de ella?

Él salpicó agua en dirección de ella, pero sólo le cayó una gota en el dedo

del pie.

—Dai, métete en el agua conmigo. Prometo no molestar —Cuando ella

meneó la cabeza sonriendo de un modo provocativo, él se acercó más—. O te

traeré yo mismo.

—¡Está bien, tirano! —Se quitó la camisa precipitadamente, consciente de

que aquella mirada caliente jamás se perdía nada y se zambulló en el mar azul.

Apareció en la superficie ante él, escurridiza y dorada, sintiéndose como una

auténtica ninfa—¿Llamabas?

—Anima bella, alma bella —murmuró Eros en italiano, al tiempo que la

aferraba de la cintura y apretaba los senos resbaladizos contra su pecho caliente

por el sol—. «Por ti me consumiría en llamas, por ti respiro, pues sólo he sido

tuyo, y si de ti me privan, dolería más que cualquier otra desgracia».

—Algún día —susurró ella—, tu corazón tendrá que expresarse en un

idioma que yo entienda.

—Algún día —Le lanzó una sonrisa feroz y le lamió el rostro.

Haciendo una mueca, Alanis lo apartó y trató de no reírse.

—¡Eso fue repugnante! No soy tu almuerzo, tigre. Y prometiste no

molestar.

Los hoyuelos aparecieron bien marcados en las mejillas.

—Mentí.

—Otro repugnante hábito de los tuyos.

—Soy un individuo repugnante —La envolvió con los brazos y se

sumergieron en el agua hasta el mentón, ella enroscándole las piernas en el

cuerpo. Él la besó—. Pero te gusto tal cual soy, ¿verdad?

—Mucho.

Se le nublaron los ojos:

—¿Qué sucederá cuando deje de parecerte un interesante misterio?

¿Cuando te aburras de las dunas en el desierto, la comida italiana y de mí?

A ella se le derritió el corazón, al darse cuenta de que aquel príncipe

milanés recio, arrogante y hermoso, que era el hombre más fuerte que ella

jamás había conocido, estuviera preocupado porque ella lo abandonara. Nadie

se había preocupado nunca de que ella pudiera abandonarlo. Siempre era al

revés. Aquellos a quienes ella había amado la habían abandonado.

—¿Qué sucederá cuando la novedad se desgaste? —rebatió ella. Él había

tenido a tantas mujeres, y todas habían caído en desgracia...

—Imagino que simplemente tendremos que ir paso a paso.

Sin la promesa formal del matrimonio, lo que él sugería iba absolutamente

en contra de la educación que ella había recibido. Estaba aterrorizada, pero Eros

también. No obstante, el modo en que le sonreía, la calidez en sus ojos la

alentaba a creer que todo era posible. Le rodeó el cuello resbaladizo con los

brazos y le besó la cicatriz con forma de medialuna.

—No me has contado cómo te hiciste esta brutal cicatriz.

—Spagnolo stupido. Intentó detenerme la noche que huí de la Torre de

Milán.

—Y desde entonces esta cicatriz te caracteriza: El-Amar, el corsario —Su

vida se había partido en dos: antes y después—: No puedo evitar pensar en tu

pobre hermana, la princesa Gelsomina. Debe de haberse quedado petrificada al

ver el rostro rasgado de su hermano, ensangrentado, teniendo que cabalgar

durante la noche, lejos del único hogar que ella conocía y amaba, con el cielo

como única salvación. Y tú, con dieciséis años, cargándola sobre tu regazo con

el rostro destrozado.

—Tenía el alma destrozada, Alanis. Créeme, eso dolía más.

—Te creo —le dijo ella en tono bajo—. Y sin embargo...

Él alzó una ceja negra azabache.

—¿Qué?

—Tu madre. Tal vez no sepas la historia completa. Nadie cambia de un

día para otro sin una causa justificada. Si ella era la madre afectuosa que

afirmas...

—Alanis —él se armó de paciencia—, mi madre no es mi tema preferido.

—Lo sé, pero si ella está viva en algún sitio, quizás encuentres respuestas...

—¡Me importan un bledo sus respuestas! Si alguna vez nuestros caminos

se vuelven a cruzar, haré lo que debí haber hecho hace años —Los ojos le

brillaron con resentimiento—. La mataré.

Ella le buscó la mirada. Dieciséis años y él aún se encendía.

—No creo que lo hicieras. Si no lo hiciste en su momento, serías incapaz

de hacerlo a sangre fría. Podrás tener la calma para decapitar a desconocidos,

pero no para quitarle la vida a tu propia madre. No la tienes, Eros.

—¿Y qué pasa con mi padre? ¿No merece ser vengado?

—Tu vida no es una tragedia griega. Lo que le sucedió a tu padre fue

horrible, pero tú mataste a tu tío y te marchaste. Si realmente quieres enderezar

tu vida, concéntrate en curarte, en forjar un futuro para ti. Regresa a Milán.

Recupera lo que has perdido. Libera a tu gente del cautiverio de los franceses y

los españoles.

Eros la apartó. Mirando fijamente el horizonte lejano, donde el mar se

fundía con el cielo, le dijo:

—¿Has leído la historia de Esquilo sobre Agamenón, el comandante

griego que regresa a casa de la guerra de Troya para ser asesinado por la esposa

y el amante?

Con el ceño fruncido, Alanis respondió:

—Sí.

—Agamenón tenía un hijo, Orestes. Era solo un niño cuando su padre

murió, pero al llegar a la edad adulta, fue consciente de sus responsabilidades:

matar a los asesinos de su padre, tarea que primaba sobre cualquier otra. Sólo

Orestes sabía que el hecho de matar a su propia madre era un acto abominable

ante los ojos de los dioses y los hombres. Su sagrada tarea estaba vinculada a un

crimen atroz. El hombre que pretendía ir por la senda de la justicia tenía que

escoger entre dos iniquidades: traicionar a su padre o convertirse en el asesino

de su madre.

—El dilema de Orestes es moral, Eros. El tuyo es emocional. No es lo

mismo —Ella se dio cuenta de que no estaba entendiendo, entonces le

preguntó—. ¿Qué fue lo que hizo Orestes?

—Orestes consultó al Oráculo de Delfos. Apolo fue claro en el tema. Matar

a los dos que mataron. Vengar la muerte con la muerte. Derramar sangre sobre

la sangre derramada. Orestes no tuvo otra opción más que disipar la maldición

en su casa, vengarse y pagar con su propia condena.

—Su propia condena —murmuró Alanis sintiendo un escalofrío.

—«Calma, dios me ordenó la muerte feroz» —citó—. «Pues el que no

escucha el llanto de su muerte andará solo a la deriva para siempre, privado de

refugio. No arderá llama alguna por él en el altar, ningún amigo lo acogerá.

Despreciado y desolado morirá». Entonces, Orestes mató a su madre y durante

años anduvo errante, perseguido por sus propios miedos.

Ella finalmente entendió. Él se consideraba condenado, por eso se

mortificaba a sí mismo persiguiendo una vida de violencia, viviendo solo en

una tumba de mármol vacía, en medio del desierto, disfrutando de las

eventuales atenciones de las prostitutas de clase alta, luchando contra un rey

por el que también sentía afecto —el rey que estaba derribando su país—

aunque sin construir nada para él mismo.

Eros suspiró.

—Cuando el alma de Orestes se cansó de sufrir, cuando perdió todo lo que

el hombre valora, fue en busca del consejo de Atenea. La diosa de la Sabiduría

lo absolvió. Ella convenció a Alastor, la diosa de la Venganza, de que él había

pagado por sus pecados. Orestes y sus descendientes al final quedaron libres de

la maldición en la casa de Atreo.

—¿Crees que matando a tu madre vengarás la muerte de tu padre y

disiparás la maldición de tu casa? ¿No estás cansado de sufrir? Fuiste incapaz

de matarla hace dieciséis años. Déjalo así. Si ella realmente es una arpía,

entonces merece lo que le tocó en suerte: vivir sin familia, sin principado, sin

amante. No habría de qué avergonzarse por dejarla con vida.

Él seguía con los ojos puestos en el horizonte.

—No es eso de lo que me avergüenzo.

Entonces había más, algo que él aún no estaba preparado para compartir

con ella. Le puso una mano en la mejilla, pidiéndole que la mirara.

—Perdónate —le susurró—. Puede que tu madre haya cometido algo

imperdonable, pero la amabas —Y con voz más suave, agregó—: Y aún la amas.

Él cerró los ojos y se le movió el bocado de Adán. Lucía tan vulnerable que

ella lo atrajo hacia sí y le besó los ojos, los labios, las mejillas, como queriendo

curarlo de todas sus angustias. Él la apretó entre sus brazos, como tratando de

absorberla con el corazón. Las bocas se encontraron. Fue el beso más

embriagador, como dos almas queriendo encontrarse. Por las venas de ella

fluyó un cálido cariño. Te amo, dijo su corazón.

La miró a los ojos.

—Antes me abalancé sobre ti. Quiero enmendarlo. ¿Estás lista?

La invadió un escalofrío.

—Sí—susurró ella.

Eros la llevó en brazos hasta la orilla y la depositó sobre sus ropas. Se

extendió a su lado, dándole suaves besos en el cuello y los pechos.

—Eres tan hermosa. Adoro tocarte y saborearte.

Ella le sonrió:

—Eres un italiano...

—Sí. Y lo que los italianos tenemos en abundancia es imaginación —Se

tomó el tiempo para explorarle el cuerpo, conociendo sus secretos, mostrándole

cosas que ni ella sabía de sí misma. Él era astuto, cuidadoso, y para ser un

hombre que luchaba sin cesar, también era increíblemente sensible. A ella le

asombraba el dominio que tenía sobre su cuerpo. Sólo tenía que acariciarla o

apretarla sutilmente en algún lugar estratégico y ella sentía hormigueos en el

cuerpo, daba saltos bruscos y se estremecía. La estimulaba al máximo.

—Eros —Le enredaba la lengua caliente en el oído—. Déjame torturarte un

poco. Por favor.

Un escalofrío lo hizo flexionarse. Suspiró, sonrió y asintió con la cabeza.

—Sé tierna conmigo —Rodó hasta quedar de espaldas y permaneció

inmóvil mientras ella le aplicaba sus nuevos conocimientos adquiridos del

cuerpo masculino y lo hacía retorcerse como lo había hecho ella debajo de él. Le

pasó las uñas, los labios y los cabellos por la piel y lo sintió ponerse tenso y

erecto. Tenía muchas cicatrices, pero seguía siendo increíblemente hermoso.

Perfecto.

Volviéndose más audaz, ella descendió besándole los montículos y valles

del sólido abdomen, seduciendo su entrepierna con el cálido aliento, y apretó

los suaves labios alrededor del glande.

Él dio un brinco.

—Santo Michele. ¿Intentas matarme? —De nuevo estaba arriba, con los

músculos de los brazos hinchados al sostenerse encima de ella—. Alanis...

Ella lo miró a los ojos.

—¿De modo que tú puedes acariciarme pero yo no puedo acariciarte a ti?

—Tú puedes acariciarme todo lo que quieras, amore, sólo que... todavía no.

—¿Porqué?

—Porque... —Se acomodó sobre ella, enorme y erecto y se colocó entre los

muslos—. Porque estoy loco por ti. Antes casi pierdo el control. No quiero que

pienses que con otros hombres puede ser así. Quiero que vayas despacio, que

explores cada centímetro de tu cuerpo, que sientas placer, pero si seguimos

copulando como dos conejos enloquecidos (que es exactamente lo que sucederá

si vuelves a usar tu boca) nos perderemos los mejores orgasmos —La besó casi

devorándola y la penetró. El arrebato de placer los hizo gemir al unísono. Ella

trabó las piernas alrededor de las caderas hasta que él quedó firmemente

incrustado y se convirtió en una parte de ella. Él se retiró y empujó de nuevo.

Fuerte. Ella gimió, odiandose por hacerlo, pero no podía parar. Él le puso esa

enorme mano en el vientre y frotó, ejerciendo una sutil presión y aumentando

la fricción de sus rítmicas invasiones. Él sí ejercía control, aunque ella

rápidamente empezaba a experimentar el descontrol, a punto de caer en la

inconsciencia.

Le aferró los brazos, temblando, rogando. Él aumentó la velocidad,

guiándola, llevándola hacia el orgasmo.

—No lo reprimas, amore. Yo estoy yendo despacio, pero como mujer tú

puedes acabar todas las veces que quieras. No lo reprimas.

Ella era incapaz de reprimirlo. El sol podía haberse puesto, que ella ni se

hubiera dado cuenta, tan profundamente se había sumido en las sensaciones.

Como un pulso, las embestidas de él la hacían vibrar entera. Se disolvía debajo,

alrededor de él, descubría el éxtasis y rogaba por más.

Perdidos para el mundo, hicieron el amor bajo el sol, de modo lento,

desenfrenado, y embriagados por la sensación y el sabor, absortos en sí mismos,

elevándose y rompiendo junto con las olas. Formaban un solo cuerpo en la

llamarada de la pasión, cada movimiento de caderas los llevaba a niveles más

profundos de sensual percepción. El olor de Eros se fundía en la cabeza de

Alanis con el olor de la arena, el resplandor del sol y con el ruido de las olas que

rompían en la orilla formando ráfagas de rocío, embriagadores como poderosas

drogas.

Y en medio del delirio interminable que seguía y seguía, en la

profundidad de los recovecos de su mente derretida, ella llegó a una decisión:

amaría a su feroz amante milanés con toda su alma y todo su corazón, con la

esperanza de que algún día ese amor fuera recíproco.

Oculto detrás de una gran piedra, un par de ojos ardían cruelmente.

Cesare maldijo. Transpiraba como un cerdo, con el cuerpo en llamas. No se

había esperado que la nieta del duque inglés resultara ser una belleza con los

cabellos color azafrán y largas piernas de color crema. El verla con Stefano le

crispaba los nervios. Ese bastardo pagaría por aquello, con dolor, sangre y

humillación. Chillaría como un cerdo asándose ensartado en una espita,

rogando por una muerte rápida.

—Han pasado dos horas —dijo Roberto con tono monótono y con los ojos

pequeños y brillantes como saliéndose de las cuencas—. ¿Cuánto tiempo piensa

seguir? Ni los griegos otorgaron medallas olímpicas por follar.

—¡Cállate, stronzo! Me estás babeando las botas — Plegando el telescopio,

Cesare apartó al pesado de un empujón y se quitó parte del cuello de encaje

para secarse la frente transpirada. No lograba recordar la última vez que había

sentido tal arrebato de lujuria. Lo había dejado temblando, con los pantalones

dolorosamente ceñidos. Pronto lo haría con aquella rubia caramellina. Pronto. Se

lo haría tan a conciencia que ella olvidaría que alguna vez había existido

Stefano.

Roberto se levantó del suelo, sacudiéndose la arena de sus harapos.

—¿Y ahora qué?

Cesare sonrió burlonamente.

—Ahora provocaremos a las bêtes noires, las despreciables bestias.

—Deberíamos ir regresando —Suspiró Eros—. Además del hecho de que

me comería un caballo, Sallah y Nasrin se estarán preguntando si ya he acabado

contigo.

Alanis ya se estaba poniendo los pantalones de montar.

—Podría beberme un cubo entero de zumo frío.

—Escucha —Le quitó la arena de la mejilla, sonriendo de manera

conspiradora—, almorzaremos con nuestros amigos que se marchan, los

despediremos y luego nos echaremos una larga siesta en mi alcoba.

—Siempre y cuando incluya un baño —Ella terminó de vestirse y estaba

lista para regresar a la casa cuando apareció Dolce al trote por el túnel, con un

pañuelo del cocinero atada al cuello con manchas.

Eros rió ahogadamente.

—Creo que nos están llamando a almorzar. Mustafá tiene un humor

extravagante —Le dio una palmada al felino en la cabeza—. Vai, ve con

Antonio. Dile que conserve la comida caliente.

Dolce le lamió la mano y obedientemente corrió por el túnel.

Alanis rió.

—Es inteligente, ¿verdad?

—Dolce es muy inteligente —coincidió Eros con orgullo—. También

posesiva, malcriada y más exquisita en sus gustos que una princesa romana.

—¿Dónde la encontraste? Debes admitir que no es una mascota común.

—Ella me encontró a mí. Era muy pequeñita, estaba hambrienta y

deshidratada. Creo que su madre murió y ella se perdió. El Sahara es el habitat

natural de los leopardos, aunque el agua y la comida escasean. Yo la adopté y

cuando recuperó sus fuerzas, cabalgué con ella hasta el Rif. Me siguió a casa.

Pensé en conseguirle un macho, pero mantener dos felinos salvajes en

cautiverio me pareció demasiado cruel. Con suerte, algún día olerá algún

macho saludable y lo seguirá hasta el desierto.

Alanis le lanzó a Eros una sonrisa sardónica.

—¿No ves que Dolce cree que ya encontró a su macho? Y mirándote —

amplió la sonrisa—, no puedo culparla.

Eros le rodeó con un brazo la cintura.

—¿Crees que parezco un enorme gato con manchas?

—En realidad me recuerdas a un leopardo negro con ojos azules. Una

bestia muy peligrosa.

Él le dio un fuerte pellizco en la cintura.

—Allora, esta peligrosa bestia ya ha reclamado el derecho de una ninfa

rubia, así que Dolce tendrá que encontrarse a alguien más con quien entrelazar

la cola.

La risa compartida fue interrumpida por una tos significativa. Giraron en

redondo y se quedaron helados. Corsarios argelinos y soldados franceses

venían marchando en fila por otro sendero del acantilado, apuntándoles

directamente con carabinas francesas. Uno de ellos, que Alanis reconoció, era

Hani, pero el líder —un noble europeo, a juzgar por su aspecto y su ropa— se

adelantó un paso y ella abrió los ojos con incredulidad. Miró fijamente a Eros, a

quien se le veía asombrado, y luego miró al desconocido. Salvo por detalles

menores tales como la cicatriz de Eros y el largo de la melena, parecían

exactamente iguales, como dos gotas de agua, idénticos como mellizos. Aunque

había una clara excepción: los vividos ojos color zafiro del desconocido eran

fríos. Sonrió rapazmente.

—Saluti, Stefano. Es un placer verte después de tantos años.

—¡Vete de aquí, Alanis! —dijo Eros con voz áspera—. ¡Ahora!

El desconocido apuntó a Alanis con el arma y cambió de idioma.

—Dai, Stefano, preséntame a tu hermosa acompañante. Dieciséis años en

la selva y ya te has convertido en un salvaje —Le sonrió a ella—. ¿Sabías que su

nombre es Stefano? Generalmente, a él le resulta inútil compartir ese tipo de

información ya que jamás se queda con una mujer lo suficiente como para

molestarse en hacer las presentaciones.

Eros miró al desconocido ferozmente y disparó una salva en forma de

advertencia en italiano. El hombre sólo rió.

—Eros, ¿quién es este hombre? —le preguntó Alanis en un susurro, con las

piernas clavadas en el mismo sitio.

Él le lanzó una mirada en la que ella detectó tensión.

—Cesare es mi primo. Hijo de Carlo.

—Sí. El parecido es escalofriante, ¿verdad? Cualquiera diría que somos

hermanos y no primos. Esa es una gran posibilidad, teniendo en cuenta que tu

madre era una prostituta —Cesare rió de modo grosero.

Hani apareció al lado de Cesare.

—¿Qué estás esperando? ¡Capturémoslos y larguémonos de aquí antes de

que su ejército entero nos caiga encima bajando por la colina!

Cesare apretó la mandíbula.

—¡Cállate, idiota!

Eros fijó la vista en los soldados franceses.

—De modo que fuiste con Luis. Predecible. ¿Cuánto pagó por tu país y tu

alma? Supongo que no más que unos pocos cientos de libras.

—Más de lo que tú vales —escupió Cesare—. El hecho de saber que seré el

futuro Duque de Milán lo puso de un humor derrochador.

—Luis jamás está de un humor derrochador. Ese viejo miserable debe de

haberte enviado para recuperar sus tantos de la última vez que jugamos vingt-

et-un en Versalles. Siempre fue un mal perdedor.

La tez de Cesare se enrojeció. Eros sonrió burlonamente y cruzó los brazos

a la altura del pecho. Estaba evadiéndose, dedujo Alanis, con la esperanza de

que su prolongada ausencia provocara alarma en la casa.

—¿Entonces, qué es lo que quieres de mí? —le preguntó—. ¿Cuál es el

motivo por el cual todavía no me has matado?

Cesare se puso tenso.

—Il medaglione.

Eros echó la cabeza atrás y lanzó una carcajada.

—Pobre primo. Después de todos estos años aún no te dejan apoderarte de

Milán sin una prueba de mi muerte. Ya entiendo por qué fuiste con Luis.

Alanis miró de reojo al cuello desnudo. El medallón todavía debía de estar

en la alcoba, sobre la mesa, donde él lo había dejado la noche anterior.

—Luis estuvo más que complacido de ayudar —se burló Cesare—. Al

parecer no le caes tan bien como crees.

—Luis no ama a nadie más que a sí mismo —afirmó Eros—, y a Francia,

aunque considera que él y Francia son una misma cosa. Probablemente no

pensó que fueras a encontrarme. Sólo por curiosidad, ¿fue él quien te incitó a

buscar a mis enemigos en Argel?

—Ellos también demostraron ser de ayuda. Al parecer no tienes a nadie en

todo el mundo, Stefano. Todos te quieren muerto. Ahora devuélveme el

medallón, antes de que yo...

—Jamás tendrás mi medallón, Cesare. Le pertenece a mi padre, al legítimo

duque de Milán. Y permanecerá en legítimas manos.

Poniéndose impaciente, Hani se acercó a su socio.

—¡Capturémoslos y larguémonos!

—Todavía no —dijo Cesare—. No antes de que me devuelva lo que quiero.

Eros se aprovechó de su distracción y empujó a Alanis a un lado.

—¡Vete, ahora!

—Si ella se mueve, morirás —Cesare apuntó el cañón de su arma hacia

Eros—. Vos decidís, bionda.

—Yallah! ¡Larguémonos! —insistió Hani—. Después te dará lo que quieres.

—¡No necesito escuchar la opinión de un sucio mono! —vociferó Cesare—.

Creo que ya has servido a tu propósito —Le apuntó con la pistola y disparó.

Hani se derrumbó, apretándose el torso sangrante.

Eros se dirigió a Alanis.

—¡Lárgate de aquí! ¡No tiene sentido que muramos los dos!

Con el terror en el corazón, ella se quedó quieta y susurró:

—Nos iremos juntos.

Eros la miró pasmado y luego la empujó a un lado, gritándole:

—¡Vuelve a Inglaterra! ¡Olvídate de mí! ¡Deja que tu abuelo te case con

algún noble estirado! ¡Jamás fuiste más que un pasatiempo para mí, prostituta

tonta y llorona!

Ella lo miró fijo con ojos cargados de lágrimas.

—Te capturará y jamás podré encontrarte... Jamás volveré a verte...

Eros rechinó los dientes. Sus ojos ardían de la angustia.

—Entonces, es que no tenía que ser así. Ahora vete, Alanis, por favor... —le

imploró en un susurro—: ¡Vete!

Ella le lanzó una última mirada, grabándose la imagen en el corazón,

luego se dio vuelta y salió corriendo. Oyó unas terribles explosiones, los

proyectiles pasaban chillando por encima de su cabeza e impactaban astillando

las piedras, pero ella continuó corriendo por el túnel hasta llegar al caballo. Lo

montó de un salto y galopó colina arriba, con esperanza, a pesar de los

obstáculos, de que cuando llegara hasta Giovanni no fuera demasiado tarde...

Alanis atravesó los portones al galope, gritándoles a los guardias que

bajaran a la playa a ayudar a Eros. Le entregó las riendas a uno de ellos y se

abalanzó hacia los cuarteles más alejados, gritando el nombre de Giovanni a

todo pulmón. Giovanni, Nico y Rocca salieron de prisa. Les explicó

resumidamente instándoles a que se apresuraran. Ellos no perdieron tiempo.

Cogieron armas y caballos y atravesaron los portones a toda velocidad. Se

reunieron más hombres. Mustafá y Sallah bajaron corriendo las escaleras de la

fachada.

Alanis repitió la explicación concisa, jadeando, llorando, aterrorizada de

muerte.

—Sallah, bajemos. Vi la popa de un barco del otro lado de la colina. Me

temo que Cesare se lo llevará y jamás volveremos a verlo. Jamás podremos

encontrarlo.

Sallah la llevó hacia los portones. Cabalgaron por la colina empinada, en

medio de una nube de arena. A lo lejos, hombres y caballos rondaban la boca

del túnel, algunos entrando, otros saliendo. Pistolas en mano, con los rostros

tensos, Niccoló y Giovanni se aproximaron a ella. Sacudieron la cabeza.

—¡No! —Ella entró corriendo al túnel y emergió en la gruta escondida.

Hani yacía tirado en la arena, muerto, rodeado de pisadas. Su cuerpo entero se

estremeció. Eros ya no estaba.

Capítulo 20

El primer impulso fue caer de rodillas y llorar, pero tenía que mantenerse

despabilada. Tenía que rescatar a Eros. Levantó la cabeza y se encontró con la

mirada abatida de Sallah y los hombres.

—Preparad todo barco disponible —le ordenó a Giovanni—. Zarparemos

de inmediato.

Horas más tarde, ella estaba parada junto a la barandilla del alcázar y vio

la desértica línea de la costa teñirse de carmesí bajo la puesta del sol. ¿Cómo

había sucedido aquello? Se preguntaba. Estaba al mando del Alastor, a cargo de

su feroz tripulación y tomando decisiones fatales relacionadas con la vida de

Eros.

Este pirata está sumamente agradecido de poner su vida en tan delicadas manos.

No cuentas con nadie en todo el mundo, Stefano; todos te quieren muerto.

Ella cerró los ojos y rezó una plegaria mentalmente:

—No te fallaré —juró—. No lo haré.

Nico apareció a su lado y le dio una palmada suave en el hombro.

—No os preocupéis. Lo encontraremos. Entre nosotros no hay hombre que

no sea capaz de entregar su vida por Eros. Le debemos todo.

—¿Aún no hay rastros de algún barco argelino o francés? —Le echó una

mirada, pero él se retorció incómodo y no quiso mirarla—. ¿Qué? —exigió ella—

. Dímelo ahora mismo.

—El viento ha amainado y ellos llevan ventaja. Estamos navegando tras

una búsqueda a ciegas. Ella se alejó de la barandilla.

—Necesitamos hacer una asamblea. Busca a Giovanni, Greco y todo el que

pueda contribuir con una idea inteligente. Nos reuniremos en el camarote de

Eros.

Un momento después, ella ya estaba haciendo surcos caminando por la

alfombra del lujoso camarote negro y púrpura.

—Nuestro mejor recurso es navegar rumbo a la kasba —afirmó Sallah—.

Desde hace ya tiempo el dey anda como loco detrás la cabeza de Eros. Le haré

una visita a Sanah. Quizás ella pueda decirnos algo.

—El Rey de Francia también está involucrado en esto —dijo Nico—. No

debemos descartar a Francia.

—Ni a Milán —agregó Giovanni—. ¿Dijisteis que este hombre, Cesare, es

milanés?

Alanis asintió con la cabeza.

—Pero en Milán hay una guerra. Si yo fuera Cesare, no me arriesgaría a

meterme en zona de fuego. Llevaría a mi prisionero a un sitio bien conocido, a

algún lugar privado, donde lo mantendría oculto durante largo tiempo hasta

obtener lo que quisiera de él. Evitaría Argel y Francia también porque querría

que ni el dey ni el Rey de Francia interfirieran en mis planes.

—Italia no es el país más extenso del mundo —dijo Nico—, pero hay

mucho territorio que cubrir.

—Le advertí a Eros que estaba haciendo frente a demasiados flancos a la

vez —suspiró Sallah—. Podría ser el Dey, decidido a eliminar a uno de sus

enemigos, o Hani actuando por cuenta propia, o los franceses, o Cesare... —

Miró a Alanis de manera confusa, sin duda preguntándose qué era lo que ella

no les estaba diciendo.

—Podría estar en cualquier parte —resumió Alanis, sintiendo la opresión

del pánico.

—Conozco a alguien que podría ayudar —La voz de Nasrin atrajo todas

las miradas—. Su nombre es Sidi Moussa d'Aglou. Es un viejo pescador ciego

que vive en la costa, en las cavernas cerca de Safi. Queda a unas horas de

navegación rumbo a Argel. En el camino podemos detenernos para verlo.

Alanis la miró agradecida, pero Sallan pareció ponerse algo incómodo.

—Sidi Moussa es un adivino, querida, o lo que algunos llamarían un

charlatán. Los marroquíes lo convocan para fisgonear sus pozos cuando se

secan, y ni siquiera eso me convence de que él sirva para algo.

—Sidi Moussa es un santo —insistió Nasrin—. Además, fuiste tú el que

empezó con lo de consultarles a clarividentes y adivinos. ¿Qué hay de malo en

detenernos ante su caverna y preguntarle? Mi hermana me contó que el año

pasado él encontró un camello extraviado tocando los arneses de metal.

Podemos hacerle tocar el medallón de El-Amar. Tal vez él lo encuentre por

nosotros.

Alanis vio a Nico y a Daniello mirando al cielo, pero nadie se mofó

abiertamente de la idea de Nasrin, salvo Sallah.

—Eso es una absoluta estupidez —criticó—. Nos costará un tiempo

precioso llegar a Argel para hacer un rastreo en condiciones.

Nasrin lo miró echando chispas por los ojos.

—Entonces cuando les consultamos a tus charlatanes sí es un acto

inteligente, pero cuando yo sugiero a alguien respetado de aquí a Tánger, a

quien toda Marrakech...

—Cuéntame algo más sobre este hombre, Nasrin —le pidió Alanis. El

tiempo se estaba agotando.

—Es el hombre más dulce y es muy sabio —le aseguró Nasrin—. Mis

hermanas y yo solíamos visitarlo en su caverna de la playa cuando mis padres

nos llevaban a la costa durante los agobiantes veranos de Marrakech.

Compartía sus pescados asados con nosotras y nos contaba historias de tierras

desconocidas que nadie de los alrededores había escuchado jamás. Es muy

especial, te digo, y tiene el don divino de ubicar individuos extraviados tocando

metales que ellos tenían el hábito de usar.

—Camellos perdidos querrás decir... —murmuró Sallah y se ganó otra

mirada encolerizada de la esposa.

—¿Qué queréis que hagamos, milady? —le preguntó Nico con gentileza—.

¿Queréis consultar a este Sidi Moussa d'Aglou?

Todos los ojos se posaron en ella. Se preguntaba cómo aceptaría Eros esa

nueva situación. Tocó el pesado medallón que tenía anidado dentro del escote.

Era el objetivo por el cual Cesare lo había perseguido y la cruz que cargaba Eros

por la tragedia de su vida entera: lo que le daba el derecho a gobernar el ducado

de Milán, privilegio que él ya ni siquiera quería, aunque estaba poco dispuesto

a perder. Esa era su maldición.

Sabía que a Eros no le importaría morir antes de renunciar a la reliquia de

su padre y entregársela al hijo de Carlo. Sin embargo, ella lo quería con vida, y

al diablo con el medallón. Si lograba llegar hasta Cesare, negociaría recuperar a

Eros a cambio del medallón. Levantó la cabeza y dijo:

—A Sidi Moussa primero.

Aquella noche, el Alastor echó anclas lejos de la costa de Safi.

Desembarcaron en la costa en dos botes y se toparon con un grupo de

pescadores que estaban preparando la cena en una fogata en la playa. Nasrin

hizo las presentaciones, ofreciendo humildemente fruta y mantas traídas del

Alastor. Los pescadores recibieron los obsequios e invitaron al extraño grupo de

forasteros a compartir el café y el pescado asado. Una vez relajados en torno al

fuego, Nasrin entabló conversación, mencionando a El Amara —la Ciudad Roja,

Marrakech— y señalando las cavernas con ademanes.

—Ella les está comentando que es de Marrakech —Sallah le susurró a

Alanis al oído—, y les está pidiendo por favor que le indiquen cuál es la caverna

del santo Sidi Moussa, hombre al que le guarda sumo respeto y al que visitó a

menudo con sus hermanas cuando eran niñas. Escuchemos a ver si lo conocen.

Los pescadores se consultaron entre sí. Uno de ellos habló. Nasrin le hizo

un gesto con la cabeza a Alanis.

—Confían en nosotros. Sidi Moussa aún vive en una de las cavernas de

más allá. Nos llevarán con él.

Guiados por los amigables pescadores, se encaminaron hacia las

irregulares brechas del acantilado. Un hombre de aspecto frágil, anciano y

arrugado, estaba sentado junto al fuego tocando su flauta.

—Venimos con la bendición del Señor, Sidi Moussa —Nasrin se sentó a su

lado y cruzó las piernas. Le ofreció las manos para recibir la inspección. Una

sonrisa animó el rostro arrugado del anciano pescador, los ojos le brillaron

como un par de luces de color indistinto. Le habló con tono cálido.

—Le está preguntando por sus hermanas y sus padres —tradujo Sallah—.

Mi esposa estará de buen humor esta noche. Nadie le ha preguntado por sus

padres en años. Han fallecido hace una década.

El anciano escuchó con atención la historia que Nasrin le contó, asintiendo

con la cabeza y haciéndole preguntas. Ella se puso de pie y se acercó a Alanis.

—Necesito el medallón de El-Amar.

Con manos temblorosas, Alanis se quitó del cuello la pesada cadena de

oro y se la entregó. Nasrin se sentó junto al anciano pescador y le puso el

medallón entre sus curtidas manos. Él frotó los grabados con suma

concentración, murmurando para sí mismo, invocando al Señor para que lo

iluminara.

—¡Ah! —Los ojos empañados resplandecieron con una extraña

percepción. Le habló a Nasrin con una sonrisa sagaz, moviendo las manos en el

aire nocturno y señalando al norte.

—¡Sallah...! —Alanis le aferró la gruesa muñeca, siseándole al oído—.

¡Traduce!

Sallah frunció el ceño.

—Ha hablado en beréber. Tendremos que aguardar a la traducción de

Nasrin.

Llevó un momento más, pero finalmente, Nasrin se puso de pie y se acercó

a ellos. Lucía ambivalente.

—Sidi Moussa se refirió al dueño del medallón como "el Emir con el Alma

Dividida".

—¡Sallah! ¿Has oído eso? —exclamó Alanis—. ¿Qué más, Nasrin? ¿Dónde

llevaron a Eros?

—Se torna aún más extraño. Sidi Moussa dice que el Emir aún no ha

llegado a su destino, pero que su ruta conduce a una ciudad especial, a una

ciudad eterna, y a un pozo oscuro de desesperanza.

—¿Un pozo oscuro de desesperanza? ¿En una ciudad eterna? —El corazón de

Alanis se oprimió del temor. ¡Dios Santo!

—¿Cuál es esa ciudad especial? —preguntó Sallah con tono realista—.

Podría ser cualquiera: Argel, París. La cabeza me va a estallar con tantas

posibilidades.

—Hay más —añadió Nasrin de modo incómodo—. El camino que Sidi

Moussa describe tiene muchos senderos sinuosos que conducen al mismo sitio:

a la ciudad donde conducen todos los caminos —Sus ojos se llenaron de

remordimiento—. Lo siento, querida. No fue mi intención meternos en...

—¡Espera! —Alanis sintió que se le erizaban los vellos de la nuca—. La

ciudad eterna donde conducen todos los caminos...

Nasrin frunció más el ceño.

—¿Eso tiene algún sentido para ti?

Alanis les dio la espalda y miró fijamente el mar negro. La ciudad eterna

donde conducen todos los caminos... Y a un oscuro pozo de desesperanza. Fijando la

vista en las estrellas, dijo en un suspiro:

—Roma.

Capítulo 21

Un invierno frío los recibió en los sombríos confines del Castel

Sant'Angelo. Aferrando firmemente el codo de Sallah, Alanis los siguió hasta el

puente de mármol suspendido sobre el río Tíber y oró en silencio a la diosa

protectora, Roma, rogándole que le revelara en qué sitio de la ciudad ocultaba a

su amado. Al cabo de tres semanas de buscar en todo tipo de foso de

encarcelamiento y aún sin rastros del paradero de Eros, ella comenzaba a

desesperarse.

—Ese sería un riesgo inútil —suspiró Sallah junto a ella—. Sólo un tonto

pondría a un prisionero como Eros en las mazmorras de un castillo tan

llamativo como el Ayuntamiento. Desafortunadamente para nosotros, ese

rufián de Cesare es cualquier cosa menos ingenuo.

—La ingenuidad no es algo que caracterice a su familia. Debemos ser

astutos, Sallah. No podemos continuar de este modo, tanteando en la oscuridad

mientras Eros paga un alto precio por nuestra incompetencia.

—Maldición, pero esto es desesperante. No es que me moleste andar

arrastrando los pies de sol a sol, de un pozo a otro, ni sobornando a todo sucio

carcelero de Roma, pero está llevando una condenada cantidad de tiempo, y

sólo Dios sabe la horrorosa hospitalidad que el primo le estará brindando, si es

que aún está con vida...

—Él está vivo —afirmó ella con énfasis—. Y está aquí. Lo presiento —No

podía perder las esperanzas. No ahora. Ni jamás. No hasta que viera a su... Ella

era incapaz de completar ese pensamiento.

—¡Por supuesto que está vivo! —exclamó Sallah con una sonrisa

alentadora—. Y no envidio en absoluto a sus carceleros. ¿Te conté lo de esa vez

que fue a verme a Londres y lo metieron en la Torre acusado de espionaje? Los

idiotas creyeron que se trataba de un agente español. ¡Como si un español

tuviera los mismos ojos que un príncipe del norte de Italia! —rió

nerviosamente.

—Sallah, cuando te conté la verdad acerca de su origen afirmaste no saber

nada al respecto —Ella se lo había tenido que contar a él y a Nasrin. Tres

cabezas eran mejor que una. Los únicos detalles que había omitido fueron los

relacionados a la traición de su madre.

—Yo tenía fuertes sospechas. Sabía que él era un noble. Es imposible no

detectarlo en Eros. Además esos escudos milaneses eran elocuentes, aunque yo

fui demasiado cobarde para mirarle a la cara y preguntárselo. Él conocía todos

los salaces chimes sobre los monarcas, las princesas y todos los generales de alto

rango del continente entero. Eso implicaba más que un mero interés por la

política, pero jamás se me pasó por la cabeza que fuera Stefano Sforza. ¿Sabes?

Yo le entendía. Sabía el tipo de hombre que era.

—Es —lo corrigió Alanis.

—Es. Y no me hizo falta saber más. Me alegra que haya confiado en ti.

Necesitaba alguien en quien confiar, que no fuera su hermana pequeña.

Alguien lo bastante fuerte para ayudarlo en los momentos de necesidad —Los

ojos negros se tornaron más cálidos—. Tú apenas eres una muchachita, Alanis,

bonita y frágil, como salida de un cuento de hadas; sin embargo, eres todo

corazón, afilada y fuerte como un arma. Creo que en ti él encontró su pareja.

—No tan fuerte —admitió ella, con voz serena y vacía. Se estaba muriendo

por dentro.

—Ven —Sallah le rodeó los hombros con un brazo—. Cruzaremos el río e

iremos caminando hasta Piazza Navona. Te invitaré a una taza de chocolate

caliente. Eso nos animará.

Mientras cruzaban en silencio el puente ornamentado, Alanis se embebió

de las vistas de la ciudad que se expandía: enormes palacios y piazzas que

conmemoraban cardenales se yuxtaponían a los monumentos en honor de

dioses y emperadores. Esta era la Roma de los cesares, de las legiones y de las

águilas doradas, de los papas y príncipes, del poder y la decadencia. Ella

encontraba a Londres inspiradora, a París subyugante, pero la Ciudad Eterna la

conmovía. Con el vecino espíritu navideño, Roma estaba adornada con

guirnaldas de color rojo, verde y dorado.

—¿Qué pestosa mazmorra sigue en la lista de Nasrin? —preguntó ella.

Nasrin tenía dificultad para respirar en lugares cerrados así que era la

encargada de investigar y aportar brillantes ideas como la que los había llevado

hasta allí.

Sallah extrajo un trozo de papel arrugado y leyó con el ceño fruncido.

—Catacumbas, columbario, necrópolis. La lista es interminable. Hay toda

una ciudad subterránea construida bajo nuestros pies.

—Siento pavor de pensar que Eros pueda estar enterrado vivo en una

siniestra tumba jesuita —Ella se detuvo en la mitad del puente—. Esto no va

bien, Sallah. Necesitamos limitar nuestra búsqueda. Si estuviésemos en

Londres, trataríamos de valernos de conexiones y conseguir la ayuda de

personas influyentes, ¿por qué no hacerlo aquí?

Sallah extrajo un cigarro.

—Aquí no conocemos a nadie. ¿A quién podríamos acudir? ¿A la familia?

Alanis se serenó.

—¿Mi familia?

Él aspiró el filtro del cigarro encendiendo en él un brillo rojo, con aire

pensativo.

—Tu abuelo no es el tipo de pariente que tenía en mente; no obstante, es

un hombre influyente. Comprendo tu renuencia a apelar a él. Temes que te

ordene regresar a Inglaterra y dejar que Eros se salve por su propia cuenta.

—Lo hará —la congoja se veía grabada en los ojos azul verdosos de

Alanis—. ¿Y entonces la familia de quién?

—La de Eros.

—No sé si hay otro Sforza además de Jasmine y Cesare, y me temo que si

lo hubiera, podrían estar confabulados con el ruin primo.

—Entonces la familia de la madre. La realeza se casa con la realeza. La

rama materna debería ser de la misma alta alcurnia. Alguien debe saber algo.

—Esa no es una buena idea —Ella sabía que a Eros no le agradaría recibir

ayuda por esa parte—. Sallah, no necesitamos parientes anónimos. Necesitamos

una figura accesible y neutral con rango, muy acaudalada y que conozca esta

ciudad como la palma de su mano. Alguien como el Papa.

Se miraron sumamente anonadados y rompieron a reír.

—¡Somos unos idiotas! —exclamó Alanis entusiasmada.

—¡Eres un genio! —Sallah arrojó el cigarro y la asfixió con un fuerte

abrazo.

Mirando al cielo, la esperanza le brotó en el corazón y ella le dio gracias a

Dios en silencio. Después de todo era Navidad, época de milagros.

—¡Iremos a verlo de inmediato! —anunció ella—. Será incapaz de negarnos

su ayuda para rescatar al príncipe italiano. Él encontrará a Eros por nosotros.

Sallah tosió.

—Eh... supongo que cuando dices "nosotros" quieres decir "tú" y que

tienes una idea sólida sobre con qué pretexto te acercarás al Papa en nombre de

un hombre con el que no tienes relación alguna. Eres una mujer que no está

casada y se encuentra sola en un país extranjero...

El corazón se le hundió como una roca.

—No tengo pretexto —Su relación con Eros no era algo que se pudiera

mencionar en la presencia del Santo Padre.

Sallah frunció las cejas.

—Entonces tendremos que buscar una excusa creíble.

—Tal vez seas tú el que deba ir —lo alentó Alanis—. Eres un caballero, el

socio de Eros, y su mejor amigo. Suena tan bien como ser de la familia.

Sallah meneó la cabeza.

—Yo no puedo acudir a la Iglesia Católica, querida mía. No me inclinaré

ante él. No le besaré la mano ni me persignaré. Me enfrentaría a los leones en la

arena antes de renunciar a mi fe. Ni siquiera por Eros.

Alanis asintió con la cabeza, con aire sombrío.

—Lo respeto.

Sallah se rizó el bigote.

—El deber de salvar una vida es más importante que la ley del Sabbath.

¿Crees que sea más importante que el hecho de mentirle al Papa?

—Mentiré si debo hacerlo —dijo Alanis pausadamente—. Por Eros.

—Entonces que así sea. Tengo un plan que hará que te reciban —dijo

Sallah con un gruñido.

Se pasaron el día entero buscando al individuo que necesitaban para

formalizar el plan. La búsqueda resultó de un éxito asombroso —un buen

presagio— y regresaron al hotel en Rione Campo Marzo a cambiarse. Alanis

tuvo sumo cuidado con el atuendo, ansiosa por causarle a Su Santidad la

impresión adecuada, y también emperifollándose en secreto para Eros. Aquella

era una idea estúpida; era improbable que él estuviese esperándola en los

despachos del Papa, pero ella hasta podía percibir el olor de su perfume

embriagador mientras revolvía los arcones.

Sallah y Nasrin la escoltaron en un carruaje cerrado hasta el conjunto de la

basílica de San Pedro, la más grande de todas las basílicas, y la dejaron en la

Piazza San Petro entre las imponentes columnas. La nevasca flotaba en el aire.

Las torres, castillos, oficinas y bibliotecas rodeaban el área, pero ella sólo tuvo

ojos para la majestuosa catedral que se alzaba ante ella. Rogó que Su Santidad,

el papa Clemente XI, fuese tan omnipotente como el aura de su colosal imperio.

Lágrimas y temores la rodeaban por los cuatro costados cuando Alanis se

registró en la recepción de la secretaría del vicario de San Pedro, firmando con

su nombre y especificando el motivo por el que solicitaba audiencia. Estaba

cayendo la noche y los colosales espacios del edificio parecían haber absorbido

la escarcha de afuera. Sentada en un corredor atestado de infinitos visitantes,

ella repasó mentalmente los detalles que había acordado con sus inteligentes

amigos en el trayecto hasta allí. Debía tener especial cuidado con lo que decía si

quería que todo funcionara, y —para salvar su alma— mentir lo menos posible.

Con una imagen de aplomo y virtud, permaneció sentada durante horas,

masajeándose las manos, ensayando su discurso, observando la cola reducirse a

una velocidad increíblemente lenta, y rezando por Eros... Pasaron las horas.

—Madonna —Una palmadita en el hombro la hizo dar un salto. Abrió los

ojos con rapidez. Debía de haberse quedado dormida. ¿Qué hora era?

¿Medianoche? Un sacerdote con una sotana color escarlata estaba de pie frente

a ella, con una expresión serena—. Venid, por favor. Su Santidad os recibirá

ahora.

Atravesaron largos pasillos pintados al fresco, bordeados de enormes

estatuas de mármol creadas por maestros. Las obras maestras esculpidas,

diseñadas para poner mortales en su lugar, canonizaban a los anteriores papas,

congelando la vida en sus rostros. Reinaba la inspiración divina, el spettacoli

grandiosi intentaba traer a los católicos al redil y fortalecerles su fe, reconciliar a

los ateos con la Iglesia y bañar a los agnósticos con la luz del Todopoderoso. En

algún lugar de aquel reino de santidad existía un techo más hermoso que el

cielo, pintado por Miguel Ángel. Por algún motivo, ese pensamiento la

inspiraba.

Rodeado de cardenales y otros sacerdotes de alto rango, vestido de color

marfil con adornos dorados grabados en relieve, el Papa estaba sentado sobre

un trono elevado, en una habitación pintada con frescos. Básicamente era un

despacho. Un secretario superior le hizo una seña para que se adelantara y ella

se hincó de rodillas con gracia para besar el dobladillo de la toga y los anillos de

su mano.

—Sua Santita —murmuró ella, con la vista baja y persignándose.

El Papa le hizo la señal de la cruz sobre la cabeza, susurró una bendición y

le hizo un gesto con la mano. Los ojos de él se posaron de inmediato en el

medallón de oro que pendía entre sus pechos.

—La admisión con poca antelación es altamente heterodoxa —Hablaba

inglés fluido, confirmando sus aptitudes lingüísticas—. La gente viene hasta

aquí de todas las partes del mundo y se pasa meses esperando tener una

audiencia. ¿Sabéis por qué se hizo una excepción con vos, Donna Sforza?

El pulso se le aceleró ante la mención de su falso título. No podía discernir

a qué le temía más: si a Dios, por engañar a su emisario; al Papa, por si su

mentira era descubierta; o a Eros, que con toda seguridad a la larga se enteraría.

A falta de respuesta, ella inclinó la cabeza respetuosamente.

El Papa leyó el extracto que tenía sobre su regazo.

—Vos sois la nieta del duque de Dellamore. Tuve el placer de conocer a su

Excelencia cuando visitó Roma hace quince años. Por aquel entonces, yo era el

secretario del nuncio apostólico. Él hizo una considerable donación a la

Biblioteca del Vaticano. Según recuerdo, el duque es un apasionado estudioso

de la filosofía y la ciencia política romanas.

—Así es, Su Santidad —respondió Alanis aún con la vista baja.

—También es mecenas del arte antiguo.

—Efectivamente, Su Santidad. El arte de la antigua Roma es su preferido.

—Como lo es para mí —recalcó el Papa con orgullo—. Su Excelencia vino

después de la Revolución Católica antirromana en Inglaterra, como

consecuencia de la cual perdió popularidad por el hecho de ser católico.

—Mi abuelo es miembro del Partido Liberal, Su Santidad. Su ideología no

coincide con la de los que apoyan al Partido Conservador pro-anglicanista. Es

consejero personal de la reina Ana —Ella agradecía pertenecer a una familia

que apoyaba la derecha, al menos en esa ocasión.

—Providencialmente, la reina Ana es católica y las cosas están de nuevo

en orden —sonrió el Papa—. Está bien informada sobre la política de vuestro

abuelo. También poco ortodoxo para una mujer.

—Somos muy íntimos, Su Santidad. Mi abuelo me crió después de la

prematura defunción de mis padres. A menudo lo he asistido en su

correspondencia.

—Y mientras, prestabais mucha atención —La examinó atentamente.

¿Estaría tratando de determinar si aquella extraña criatura que tenía enfrente

era digna del príncipe hijo del fallecido duque de Milán?, se preguntó ella—.

Habladme del príncipe Stefano. Vuestro esposo ha sido dado por muerto

durante dieciséis años, madonna.

Ella estaba preparada para ello.

—Después de la muerte de su padre, el duque Gianluccio Sforza, que Dios

lo tenga en su Gloria, mi esposo tuvo que huir de Milán. Desde entonces ha

estado viviendo en el extranjero.

—El príncipe Stefano tenía dieciséis años cuando los españoles asesinaron

a su padre. Se da por hecho que ya superó la juventud. ¿Por qué no apareció

para reclamar su patrimonio real? ¡Tiene un compromiso vinculante con un

millón de milaneses! ¡Sus territorios están siendo aplastados por el salvajismo

de las potencias extranjeras! ¿Es que no tiene noción del concepto de virtud u

honor al descuidar sus responsabilidades de ese modo?

Alanis no se había esperado esto.

—Él es consciente de sus responsabilidades, Su Santidad. En su corazón,

mi esposo no ha olvidado a Milán —Sin importar lo mucho que Eros lo negara.

—¿Y entonces dónde está? —exigió saber el Papa—. ¿Por qué lo posterga?

Alanis tragó saliva con dificultad.

—Stefano Andrea está prisionero —respondió ella con calma, consciente

de que la voz le había fallado—. Está encarcelado en Roma por su mismísimo

primo, Cesare Sforza.

Los ojos del Papa centellearon.

—¿Cesare Sforza tiene prisionero al legítimo duque de Milán?

—He venido a solicitar la ayuda de Su Santidad para localizar a mi esposo.

—De acuerdo con este certificado de matrimonio —dijo dando golpecitos

sobre el documento que tenía en su regazo—, vos os casasteis por la iglesia

católica de San Jago de la Vega, en la isla de Jamaica hace tres meses.

—Correcto, Su Santidad —respondió ella, percibiendo el calor que le subía

por las mejillas.

—Decidme, madonna: entre sus actividades como experta política y

secretaria, ¿estáis por casualidad familiarizada con la Ley de Lombardía?

El corazón le dio un vuelco.

—No, Su Santidad.

—Pues deberíais estarlo, porque vuestro certificado de matrimonio no vale

ni el papel en el que está impreso.

Alanis empalideció. El experto falsificador lo había echado a perder.

—¿Su Santidad? —Se le quebró la voz.

—La Ley de Lombardía decreta que el Príncipe Real de Milán estará

legalmente casado sólo después de que el Arzobispo de Milán realice una

ceremonia en el Duomo de Milán. Por consiguiente, si el príncipe Stefano

falleciera o deseara romper los votos de matrimonio que realizasteis en Jamaica,

vos no tendréis derecho a reclamar su nombre, ni sus títulos, ni patrimonio

alguno. Vuestro matrimonio será anulado.

La Ley de Lombardía. Otra parte de la adivinanza que se resolvía.

—Su Santidad —susurró ella con la garganta obstruida—. Si el príncipe

Stefano falleciera, no tendré interés en patrimonio alguno.

El Papa la contempló minuciosamente.

—Vuestro corazón habla en nombre de vuestro esposo, madonna. Cesare

Sforza es una desgracia para el augusto nombre de su familia: traición,

adulterio, corrupción. Ha cometido todo tipo de pecados. Habéis hecho bien en

venir a verme. Tened por seguro que haré mis investigaciones. El príncipe

Stefano Sforza será encontrado y os será devuelto.

** ** **

Cesare detestaba las caliginosas y espantosas tumbas de los sitios donde

las siniestras sombras trepaban por las paredes, donde las goteras hacían eco al

caer de los techos bajos, y donde las celdas con barrotes susurraban locura.

Una profunda oscuridad lo acompañaba mientras descendía más y más

hacia las fétidas entrañas de la tierra, los tacones de sus botas hacían un ruido

sordo en la rudimentaria piedra arenisca. A ambos lados había nichos que

excavaban las paredes. Estaba buscando una maldita tumba. Con un farol en

una mano, se tapó la nariz con un pañuelo y aceleró el paso, ansioso por salir al

aire libre. Si hubiera tenido el estómago para obligarse a bajar más a menudo, a

estas alturas ya hubiera obtenido el medallón Sforza. Se tranquilizó al pensar

que Stefano se estaba quebrando. Por muy resistente que fuera su primo,

ningún hombre era capaz de soportar para siempre la tortura, el hambre y el

cautiverio en un sitio como aquel. Tarde o temprano, Stefano se rendiría y

Cesare Sforza se convertiría en el futuro duque de Milán.

Una profunda oscuridad lo recibió en el interior de la última cámara. Al

levantar el farol en alto, una silueta torturada salió a la luz. Tenía las muñecas

fuertemente sujetadas con grilletes crucificados a las paredes laterales, y los pies

encadenados al suelo. Los músculos cubiertos de harapos de su gran cuerpo

desnudo estaban cubiertos de mugre y brutales marcas, testimonio del delicado

tacto de Roberto.

—Stefano —llamó la atención del esqueleto viviente—. Estás salvado. Tus

vacaciones aquí han terminado. El sitio que escojas para ir depende

exclusivamente de ti.

Dejó que las palabras penetraran en la nublada conciencia del prisionero,

pero como los minutos pasaban y no surgía reacción alguna, Cesare se adelantó

y le levantó la cabeza tirándole bruscamente de la cabellera corta. Valles negros

se hundían debajo de sus ojos. Sus delgados huesos sobresalían a través de la

piel pálida. Una barba negra envolvía la parte inferior de su rostro. Y los ojos

hinchados por los golpes aún se negaban a abrirse.

—Sé que me escuchas —dijo Cesare con voz áspera—, y cooperar es por tu

propio bien. Créeme cuando digo que no tienes la resistencia de soportar para

siempre el dolor que se te inflija con los medios que tengo a mi disposición.

Morirás o tu voluntad se quebrantará. Y como el tiempo es vital, ya no tendré

piedad de ti como la he tenido hasta ahora. Dime dónde has escondido el

medallón y te liberaré.

Al cabo de lo que pareció una eternidad, el prisionero movió los labios.

Cesare detestaba tener que acercarse, en especial cuando el esqueleto sonreía al

pronunciar palabras apenas audibles:

—Jesús te lo susurrará al oído antes de que yo lo haga.

Cesare dijo furioso:

—¡Idiota! ¿Por qué resistes tanto? No podrás llevarte ese trozo de oro a la

otra vida. Deja que te dé una muerte honrosa y sin dolor en esta vida. Morir

como un soldado.

Los ojos hundidos seguían cerrados.

—Mátame, Cesare, como yo maté a tu padre.

—¡No quiero matarte! —rugió Cesare—. Quiero retenerte aquí hasta que

no quede otra cosa de ti más que huesos podridos que hasta las ratas aniden.

¿Dónde está el medallón Sforza?

Abrió un poco los ojos.

—Llevaré mi medallón al Elíseo y te esperaré allí.

Maldiciendo, Cesare le soltó la cabeza. Su imbécil primo era un

masoquista. Costaría una sutil persuasión hacerle hablar a ese bastardo.

—¿He mencionado que tu esposa se encuentra aquí, en Roma?

¡Victoria! El prisionero levantó la cabeza lentamente. Unos ojos profundos

y brillantes se clavaron en Cesare.

—Ah, finalmente tengo tu absoluta atención. La preciosa rubia significa

algo para ti. Espléndido. Bien, sólo necesitamos descubrir exactamente cuánto

valoras su bienestar.

Los ojos hundidos centellearon con ferocidad. Cesare continuó:

—Admito que no tenía ni idea de que te habías casado con esa jovenzuela.

Las cosas se vuelven más interesantes, ¿no crees? —Dio vueltas alrededor del

cadáver encadenado, tapándose la nariz con el pañuelo de encaje—. Al parecer

la rubia tiene cerebro además de un delicioso trasero. Acudió al Papa y ahora la

ciudad entera está siendo registrada por ti. Ya ves, por mucho que quiera, no

puedo tenerte aquí mucho más tiempo. Pronto, estarás saludando a nuestros

padres. Sin embargo —se detuvo detrás del hombro del prisionero—, si

entregas el medallón, prometo dejar a la rubia en paz.

—¡Va all'inferno! —siseó el prisionero, haciendo rechinar las cadenas.

Cesare entrecerró los ojos.

—¿La estás protegiendo porque tiene el medallón? —¿O es que ella no

significaba tanto para su primo como él creía? Por primera vez se preguntó si

podría llegar a establecerse en Milán sin el maldito medallón. El emperador lo

echaría a patadas, pero aunque Luis era inconstante y traicionero, se podía

confiar en que tomaría parte en la destrucción de sus rivales. Con todo, ya no

podía mantener al prisionero con vida. Sacó la daga y la puso en el cuello de su

primo—. Luchaste bien, Stefano. Pero tu suerte estaba en el juego de cartas.

Saluda a mi padre cuando te lo encuentres. Y dile a ese bastardo que su hijo es

mejor hombre de lo que lo fue él —La voz sonó ruda hasta para sus propios

oídos. Sus dedos se apretaron alrededor de la empuñadura enjoyada, pero se

negó a cortar. No menos sorprendido estaba su prisionero, rígido bajo el frío

acero. Stefano no quería morir. Extraño, pensó Cesare, después de semanas de

absoluta apatía.

No obstante, a él no le interesaba perder el tiempo pensando en el cambio

del estado mental de su primo al estar rodeado de restos de hace miles de años.

Enviaría a Roberto para que acabara con él. Enfundó la daga, caminó hacia la

entrada, ansioso por largarse. Le clavó una última mirada a su primo.

—Tu título, tu principado, tu prestigio... Debieron de pertenecerme a mí

en primer lugar —Giró sobre sus talones y se marchó, perdiéndose el renovado

brillo de vida en los ojos que lo seguían en su retirada.

** ** **

El pequeño ejército armado con uniformes rojos, reunido en la plaza bajo

la ventana de su hotel, le resultaba a Alanis aún más asombro que la llegada de

una enviado del despacho del secretario del nuncio apostólico sólo tres días

después de la visita a Su Santidad. Ella examinó rápidamente por tercera vez la

misiva que tenía aferrada con fuerza entre sus temblorosas manos: "Su Alteza

Real, el Príncipe Stefano Andrea Sforza, está encarcelado en el Burgo de Ostia

Antica".

Alanis se apartó de la ventana y se fue junto a Sallah y Nasrin, que

miraban de reojo a los tres desconocidos apiñados en el lujoso vestíbulo: el

capitán general del Papa, el enviado oficial y el gerente del hotel, que se

encontraba ahí porque aquel revuelo brindaba una excelente publicidad para la

imagen del hotel.

—¿Me acompañaríais? —les preguntó ella a sus amigos.

Sallah emitió un bufido de satisfacción.

—Por supuesto.

Cogieron los abrigos y se marcharon. Un magnífico carruaje que portaba

el escudo del papa Clemente XI aguardaba en la entrada del hotel. Subieron y

ocuparon los asientos de suave terciopelo rojo. Carruaje y caballos traquetearon

por la plaza hacia la calzada adoquinada de San Pietrini.

Al abandonar el Muro Aureliano, tomando la vieja carretera a Ostia, el

paisaje cambió de edificios de ladrillo y mármol a verdes colinas bordeadas de

pinos. Con las manos juntas sobre la falda, Alanis miraba por la ventana y se

preguntaba qué sería esa sensación de mal agüero que tenía en la boca del

estómago. Habían pasado casi cinco semanas desde la captura de Eros. Ella no

lograba disipar el terror que le minaba el corazón.

El carruaje se detuvo frente a un imponente bastión marrón. Los soldados

protegieron el área y el carruaje avanzó bamboleándose. El capitán los recibió

en el portón.

—Insisto en que aguardéis afuera, milady. Aquí las celdas son

considerablemente menos salubres que las del Castel Sant'Angelo.

—Mi... esposo está prisionero aquí, capitán —dijo Alanis—. Ya hace

semanas que está aquí. Os acompañaré adentro.

—Como gustéis —El oficial le hizo un brusco gesto con la cabeza y

procedió a atravesar el portón.

Alanis sintió un brazo amable rodeándola por los hombros.

—Lo haremos juntos, como antes —le aseguró la cálida voz de Sallah. Ella

se encontró con sus ojos afectuosos y sonrió con gratitud. Entraron al bastión.

Un revellín fortificado encerraba el torreón del Burgo. Había varios

escudos de papas y cardenales por todas partes, un foso en pendiente, con

almenas y ventanas construidas para disparar tiros de gracia. Una inscripción

en latín esculpida en la entrada decía: Cuidaos de las decepciones. La esperanza está

en la fortaleza. Libraos del miedo.

Los miedos de Alanis se multiplicaron. Centinelas armados vestidos con

uniformes inidentificables los observaban con cautela mientras entraban, pero

no hacían ni un movimiento para bloquearles el paso. El interior del bastión era

tenebroso y frío, unas aperturas en lo alto de las gruesas paredes dejaban entrar

luz y aire. Ella cogió el brazo de Sallah con las dos manos y se pegó a su

costado. El corazón le latía ferozmente. El capitán y los soldados se detuvieron

para armarse de antorchas antes de descender las escaleras del angosto y

sinuoso túnel, que conducía a un oscuro foso. El primer grito vibrante de

miseria le dio a Alanis un susto tremendo.

—Calma —la reconfortó Sallah y la apretó contra él—. No llevará

demasiado tiempo.

Ella sentía deseos de metérsele en el bolsillo. Estaba tan nerviosa que trastabilló

varias veces. Parecía que las voces del pasado murmuraban sus nombres,

gritando su desafío a la muerte, ¿o es que eran voces de seres vivos

atormentados por la locura y la desesperación? Otro mensaje en latín advertía a

los que tendían a permanecer allí mucho tiempo: No toquéis al mortal. Respetad la

cabellera.

Las paredes se volvieron pequeños nichos, sarcófagos y baúles, el depósito

de Hades. El polvo se levantaba de la piedra arenisca tornando el aire aún

menos soportable de lo que ya era. El sitio apestaba a muerte, no sólo de los que

habían escogido ser sepultados allí hacía más de cientos de años, sino también

de la muerte reciente. Alanis estaba a punto de sufrir una crisis nerviosa cuando

una profunda oscuridad los acogió en el interior de una pequeña cámara. Unas

pesadas cadenas vacían en el suelo manchado de sangre. Alguien —¿Eros?—

había estado cautivo allí hasta hacía poco tiempo. Los soldados intercambiaron

miradas pesimistas. Alanis no se había percatado de la presencia del mugroso

carcelero que los había guiado hasta que el capitán se dirigió a él con aspereza.

El hombre se encogió, con la culpa y el terror en los ojos. Los gritos del capitán

lo quebraron y lloriqueó lastimosamente.

Alanis jamás había visto a Sallah tan ceñudo como cuando el capitán se

dio vuelta para mirarlo de frente con expresión desfavorable.

—Lo siento mucho... Su Alteza está muerto. El carcelero afirma que el

prisionero murió anoche. Esta mañana arrojaron su cuerpo al Tíber.

—¡No! —El grito de angustia de Alanis retumbó en todo el túnel, cargado

de un dolor que desgarraba el alma. Luego la nada. Sólo la oscuridad.

Una vez, Roma, que representaba al mundo bueno,

tenía dos soles, cada uno iluminaba su propio camino:

el sendero del mundo y el sendero de Dios.

Dante: Purgatorio.

Capítulo 22

Las pesadillas eran tan desagradables como las frías horas despierta. De

manera consciente, Alanis no era capaz más que de invocar una vaga imagen de

Eros, aunque en sus sueños lo veía claramente: hermoso, fuerte, brillante con

agua de mar. Sólo que jamás perduraba, se desvanecía en el momento en que

estiraba la mano para tocarlo, esfumándose entre sus dedos como la bruma del

mar. Y ella sentía frío. Tanto frío.

Siete días habían llegado y pasado siguiendo su curso continuo, y más que

fría ella se sentía gris. El fulgor de su corazón se había apagado, dejando un

vacío y una depresión tan desapacible que ella dejó de ser una persona. En

Roma, la estación del año era gélida y gris. La mayor parte del tiempo las calles

estaban desiertas; el repique de las campanas anunciaba el paso de las horas

como único testimonio de que en el interior de las casas, los negocios, palacios e

iglesias, la vida seguía latiendo. Sin embargo, en las oscuras cavidades de su

corazón, sólo la desesperanza estaba al acecho.

Ella no tenía ni idea de lo que iba a hacer ahora. Ni tampoco tenía la

entereza para decidir. Sólo podía estar sentada con la ventana abierta, mirando

cómo afuera caía una lluvia torrencial.

Al caer la noche Sallah y Nasrin fueron a su alcoba. La temperatura había

bajado abruptamente y ella ya no podía escuchar el tamborileo de la lluvia.

¿Estaría nevando? No tenía idea. Nada le importaba.

—¡Dios! Estás viviendo en un glaciar —Conteniendo un escalofrío, Nasrin

corrió a cerrar las ventanas—. Encontrarás la muerte sentada aquí día y noche,

sin dormir, sin comer. No puedes seguir así. Eres una mujer joven. Te quedan

años que esperar.

Ese era el problema, pensó Alanis. Los años.

Unas manos cálidas se posaron sobre sus hombros.

—Baja a cenar con nosotros —sugirió Sallan—. No te quitará la tristeza

pero te recordará que aún estás entre los seres vivos. Hará que te sientas mejor.

En un rincón alejado había una lámpara encendida. El fuerte resplandor

hizo que Alanis entrecerrara los ojos.

—No tengo hambre, Sallah. Ve tú. En este momento no me siento una

buena compañía.

—Estos días nunca te sientes —Nasrin se sentó a su lado y le dio una

palmadita en la mano—. El duelo es un proceso sano, querida mía. Uno necesita

llorar por el fallecimiento de un ser querido: si no, jamás se libra de ese dolor.

Pero hay reglas para el dolor y otras para la vida, y después de los siete días de

luto uno se levanta y retoma la vida cotidiana. Torturar a tu cuerpo y tu alma

no lo traerá de vuelta.

Alanis se cubrió el rostro con las manos. Se sentía tan... triste. Le había

fallado al hombre que amaba.

—¿Cómo pudimos hacerle esto? Dejamos que se pudriera en el foso

durante un mes entero...

—Así que ahora te estás culpando de su muerte... — Sallah le lanzó a su

esposa una mirada seria.

Alanis levantó la cabeza, con las lágrimas ardiendo en sus ojos.

—¡Una día, Sallah! ¡Lo perdimos en menos de un día! ¡Y sí, es por mi

culpa! No importa cómo lo veáis vosotros... ¡Es culpa mía! ¡Yo lo maté! Si no

fuera por mí, él estaría todavía con vida. ¡Yo lo seguí como si fuera un nudo

apretandole la garganta, cuando lo único que él quería era ser libre! —gritó ella,

sin poder contener más las emociones reprimidas.

—Eso es completamente absurdo —murmuró Sallah—. Casualmente,

cuando yo le mencioné a Eros que no tenía ningún derecho de retener a una

mujer de procedencia aristocrática como la tuya, me mandó al demonio.

Alanis sacudió la cabeza.

—Yo me metí en su vida, lo confundí, lo forcé a revelarme su identidad.

Cesare no lo hubiera atrapado de no haber estado ahí en la playa como dos

imbéciles aquella mañana. Yo lo distraje cuando él podía haber estado a salvo... —Se

hundió en la alfombra y sollozó, con el cuerpo temblando y el alma desgarrada

por la angustia. Sentía deseos de morir ella también. No quería seguir viviendo

en un mundo que había perdido a su sol más brillante. Quería yacer en una

tumba fría sin sentir nada. Sin ser nada. Quería morir y estar con Eros...

—¡Mi niña querida! —Nasrin se arrodilló junto a ella y la envolvió entre

sus brazos. Acunándola, como una madre con su bebé, la calmó murmurándole

cosas, besándola, suspirando y ofreciéndole todo el consuelo posible—. No

llores, mi alma... No llores.

Alanis lloraba incontrolablemente, derramando más lágrimas de las que

había derramado en los siete últimos años. El hecho de no volver a sentirle, a

acariciarle, a verle, la estaba arrastrando muy profundo, hacia un oscuro pozo

de tristeza, donde sólo la aguardaba la locura.

Llevó un largo rato, pero finalmente los sollozos cesaron y otra vez pudo

levantar el rostro. Tenía un aspecto terrible. Sin embargo, sorprendentemente,

se sentía mejor. Más liviana. Hasta fue capaz de mirar a sus amigos a los ojos y

hacer un gesto reconfortante. Desgraciadamente, ella todavía no estaba muerta.

Nico y Daniello se les unieron para cenar en el exclusivo restaurante del

hotel. Estaban despidiéndose en el pomposo vestíbulo, cuando se les acercó un

empleado acompañado por un muchacho mugriento. El empleado del hotel le

hizo un gesto al muchacho para que se adelantara y éste metió la mano en el

bolsillo y le ofreció a Alanis una misiva manchada. Aferró la andrajosa gorra y

aguardó, con los ojos bien abiertos y con una expresión ansiosa en mitad de su

sucio rostro. Incapaz de interpretar aquella escena estrafalaria, Alanis aceptó la

nota y la abrió.

—Bien —apuró Sallah—, ¿qué es lo que dice?

—No lo sé —murmuró Alanis—. Está escrita en italiano —Ella examinó la

página rápidamente, tratando de descifrar los garabatos extranjeros. Leyó en

voz alta—: "San Paolo Fuori le Mura. Via Ostiense. Venga da sola. Sorella

Maddalena". —Levantó la cabeza—: ¿Nico?

—San Paolo, del otro lado del Muro. Carretera Ostia. Venga sola.

Hermana Maddalena —tradujo Nico fácilmente—. Del otro lado del Muro

Aureliano hay un convento con ese nombre. Queda sobre la carretera a Ostia,

cerca del bastión donde tenían a Eros. No tiene pérdida. Tiene unos altos

campanarios, y...

—¿Un convento? —Los ojos de Alanis se encendieron con renovada

esperanza.

—Es una trampa —Sallah miró al muchacho con ceño fruncido—.

Pregúntale quién le pagó para entregar esta misiva.

Nico hizo lo que se le pidió y tradujo de inmediato.

—Es un pilluelo de un orfanato local. La hermana Maddalena les enseña a

diario. Ella le pidió que entregara esta misiva y le regaló un dulce como pago

por sus esfuerzos. Pero ha estado lloviendo todo el día y tuvo problemas para

encontrar el hotel. Ella insiste en que vayáis sola. La hermana Maddalena fue

inflexible respecto a eso. ¿Deseáis que os acompañemos, milady?

—En absoluto —afirmó Sallah—. No vas a salir corriendo a esta hora y con

este tiempo por este pilluelo escuálido que salió de Dios sabe dónde, de parte

de a saber quién...

—Debo ir, Sallah —Alanis le pidió al empleado del hotel que enviara a

alguien a su habitación para traerla su capa—. Nico y Daniello me escoltarán en

un carruaje cerrado. Estaré completamente a salvo.

Nasrin intervino.

—Querida mía, te estás olvidando de que Cesare Sforza aún anda por ahí

suelto. Puede llegar a enterarse de que tú tienes el medallón. Creo que por una

vez, Sallah tiene razón. No debes ir.

—Iré —anunció Alanis con determinación—. No tengo nada que perder.

—¿Pero qué es lo que tienes que ganar? —dijo Nasrin, y luego agregó en

un susurro—: Eros está muerto.

Alanis la miró fijamente de manera decidida.

—Yo no he visto su cuerpo. ¿Y tú?

** ** **

Una intensa aguanieve cubría la antigua Via Ostiense. San Paolo Fuori le

Mura se alzaba imponente al frente, con blancos campanarios de piedra

arenisca que contrastaban con el cielo azul oscuro. Alanis abrió la ventana del

carruaje y sacó la cara al frío viento nocturno. Había perdido al único hombre

que había amado de verdad —que habría podido amar— y necesitaba

encontrar algunas respuestas, aunque fuera arriesgando su propia vida.

En cuanto el carruaje se detuvo, Nico bajó de un salto y fue a tocar la

campanilla en la puerta de hierro. Daniello ayudó a Alanis a bajar del carruaje y

la escoltó hasta la entrada. Una portezuela se abrió a la altura de los ojos,

dejando un par de ojos a la vista:

—Lady Sforza, para ver a la hermana Maddalena —le informó Nico a los

ojos curiosos. Alanis se bajó la capucha de piel descubriendo la cabeza rubia y

se adelantó.

Desatrancaron un pestillo de metal y la puerta se abrió.

—Sólo la dama —insistió la monja.

—Estaré bien —Alanis le dio a Nico una palmadita en la mano. Sola, entró

en el convento amurallado. El antiguo edificio estaba construido alrededor de

un jardín de rosas escarchadas, rodeado de cuatro galerías abiertas; las

columnas helicoidales tenían un tramado hecho en mosaico y mármol. Ella

seguía a la monja por un corredor iluminado por la luz de la luna, tratando de

recordar si el invierno pasado había sido tan frío como éste. ¿Sería por temor

que estaba buscando un sitio para ocultarse? Un monasterio era una elección

particular para tener un encuentro secreto, incluso para un ser repugnante

como Cesare Sforza, ¿pero por qué las religiosas lo habrían dejado entrar a su

refugio?

Entraron en un tenebroso corredor. Antorchas humeantes pendían de las

paredes húmedas por encima de sus cabezas, proporcionando poca luz y menos

calor. La hermana caminaba enérgicamente, impávida ante los espeluznantes

chillidos de los roedores que corrían a pasos cortos por los suelos de baldosas

de piedra. No tan valiente, Alanis se esforzaba por no pisarles las delgadas

colas cuando cruzaban veloces por su camino. El eco vacío de los pasos

resonaba en el corazón del ella. Quienquiera que la hubiera citado allí quizás no

era Cesare. Tal vez se trataba de una misteriosa mano que se extendía desde la

oscuridad para su bien. Tal vez...

El corredor terminó en un tramo de escalera curva. Alanis se levantó las

faldas y subió tras los pasos de la monja. En el último piso, la religiosa avanzó

hacia una puerta pesada. Se detuvo ante ella, golpeó, luego la abrió y le hizo un

gesto a Alanis para que entrase. Ella se detuvo. Lo que fuera a encontrar del

otro lado de esa puerta cambiaría su vida. Para bien o para mal, enderezó los

hombros y avanzó.

Lúgubres paredes color ocre la rodearon en un cuarto apenas iluminado.

Una lámpara de color tostado proyectaba un parche de luz sobre una cama

alejada. Sentada junto a ella, de manera encorvada y afectada, había una silueta

cubierta con un velo, que proyectaba en el suelo una sombra larga y delgada.

Sobre la cama había un modesto crucifijo colgado en la pared. Alanis se esforzó

por mirar la cama silenciosa. Allí había un hombre, delgado, pálido, cadavérico,

con los cabellos oscuros cortados casi al cero, con el rostro demacrado envuelto

en una barba negra. Una sábana blanca lo cubría casi por completo. Alanis se

estremeció. Estaba ante un cadáver.

—Hermana Maddalena —dijo ella con cautela—. ¿Vos enviasteis a

buscarme?

La silueta envuelta en el velo giró la cabeza.

—Donna Sforza. Gracias por venir —Tenía la voz suave y femenina, el

semblante tranquilo. Enmarcados en una cofia y un velo negro suelto, unos ojos

azules como el mar brillaban grandes y expresivos, personificando el

resplandor de la Madre de Dios, como una fuente de luz en aquel sitio sombrío.

Una profunda compasión resplandecía en los finos rasgos aristocráticos de la

monja adulta, que compensaban una belleza perdida—. Por favor. Pasad,

sentaos —La religiosa le hizo un gesto indicándole la banca que había junto a

ella.

"¿Sentarse junto a un cadáver extraño?". Alanis miró fugazmente al cuerpo

que allí yacía. ¿Quién era aquel hombre? No se parecía a su pirata en lo más

mínimo. Y aquella monja: ¿cómo estaba enterada de la búsqueda del príncipe

de Milán? ¿Y por qué se molestaba en encontrar a la supuesta esposa?

Aparentemente, la información se propagaba rápido en cualquier parte, en

especial en las enormes instituciones como la Iglesia católica.

La frustración se dibujó en el ceño de la monja.

—¿No lo reconocéis?

—¿Debería? —Alanis miró al hombre de mala gana. Desde donde ella se

encontraba, las facciones eran imprecisas, pero no necesitaba anteojos de

aumento para saber que no se trataba de Eros—. Hermana, ha habido un error.

—No hay ningún error —insistió la hermana firmemente—. Si vos sois

quien decís ser, entonces deberíais mirar de nuevo —Volvió la vista hacia la

cama y cogió la débil mano del hombre entre las suyas. Tenía una brutal

hemorragia alrededor de la muñeca; los dedos parecían golpeados y negros. La

monja los aferró con respeto y luego se llevó la mano a los labios y la besó.

Alanis retrocedió. Había algo terriblemente familiar en aquella mano. ¡No

podía ser posible! Estaba imaginando cosas. Tenía la mente tan mortificada por el

dolor que estaba dispuesta a creer lo que fuera. Ahogando un sollozo, se dirigió

a la monja:

—Este hombre no es Stefano Sforza. Dadle su debida sepultura. Yo pagaré

los costos.

—Lo encontré en una cámara en Ostia Antica, encadenado.

El corazón de Alanis dio un violento vuelco.

—El carcelero dijo que habían arrojado su cuerpo al Tíber.

—Arrojaron al Tíber el cuerpo de otra persona. Yo lo cambié. Este hombre

está vivo.

—¡Vos hicisteis el cambio equivocado! —Se sofocó Alanis, sintiéndose

vacía de la frustración, ¿o sería por la furia ante las crueles vicisitudes del

destino? ¿Por qué? ¿Por qué aquel hombre no podía ser Eros, vivo? ¿Por qué ella

había tenido que perderlo en el término de un día, una noche? Tantos porqués,

tantos malditos porqués...

Incapaz de soportar aquello un instante más, Alanis recobró la calma y se

dio vuelta dirigiéndose a la puerta. ¿En qué había estado pensando al ir hasta

allí? ¿Es que de ahora en adelante estaría dispuesta a ser acosada por cualquiera

que la convocara para identificar a algún pobre vagabundo anónimo? Debía

regresar a Inglaterra, con su abuelo. Eso era lo que debía hacer. Sentía tanto frío,

un terrible frío y soledad...

—Estáis cometiendo un grave error —le advirtió la monja.

Aferrando los pliegues de la capa con una mano, Alanis asió el picaporte y

se volvió:

—No hay ningún error —murmuró—. Este hombre no es Eros —Y abrió la

puerta.

El hombre recostado soltó un débil gemido, murmurando algo. Alanis giró

en redondo. Eros. Se le doblaron las rodillas. Era como una broma cruel, como si

alguien allá arriba hubiera decidido atormentarla... Pero esa voz. La mano. Los

cabellos. Las largas extremidades. Era Eros. Y estaba con vida. Ella se había

negado a creerlo porque había tenido —todavía tenía—tanto miedo...

Se acercó tambaleándose, dando un paso, luego otro. ¡Eros! Un apretado

grito gutural le desgarró el corazón. Se acercó a la cama de prisa y cayó de

rodillas, inclinándose sobre la silueta inmóvil.

—Eros —susurró. Le acarició la huesuda mejilla con ternura, con miedo a

creer, con demasiadas condenadas lágrimas nublándole la vista. La piel de él se

sentía cálida bajo la palma de la mano, el olor de su cuerpo le era familiar, aquel

rostro delgado, esquelético, barbado, golpeado, el rostro más amado del

mundo. Era la imagen fantasmal del hombre que alguna vez había sido. Ella

tuvo que convencerse de que era él. ¡Tenía que ser valiente para creerlo!—. Eros —

murmuró—. ¿Puedes oírme?

Él abrió apenas los ojos: bellísimos zafiros, algo vidriosos, cansados. Le

sonrió débilmente:

—Princesa... ¿Qué estás haciendo en Roma? —Con la voz apenas audible,

aunque sí era su voz, debilitándola de amor. Las miradas se encontraron y ella

ya no sintió frío. Rebosó de calor y felicidad. Como una criatura llena de luz. Ella

le sostuvo la letárgica mirada, extasiada, el contacto de sus almas era tan

intenso y directo como siempre: como dos personas muy vivas.

—Estás bien —dijo ella, aturdida, sonriendo, con las lágrimas rodando por

sus mejillas—. Estás vivo.

—Ugh... —Eros soltó un débil quejido—. Mezzo morto. Medio muerto.

—Ni un poco —Se inclinó hacia delante y le depositó un suave beso en los

labios magullados, cerrando los párpados y dejándose llevar por la absoluta

embriaguez durante un breve instante. Eros le devolvió el beso, muy débil pero

activamente. Ella creyó que le explotaría el corazón—. Gracias — susurró—, por

estar vivo.

Una risa apagada escapó de sus labios.

—Eres un fastidio, Alanis.

—Un gran fastidio —coincidió ella—. Vine hasta aquí de paseo por el

pueblo y en cambio te encontré a ti. Él cerró los párpados.

—Debí de haberlo sabido —exhaló con fatiga—. Pero qué fastidio que

eres...

Una voz femenina se oyó decir:

—Debéis sacarlo de aquí. Esta noche.

Se había olvidado de la monja. Alanis se enderezó y se encontró con los

grandes ojos color azul mar. La religiosa parecía satisfecha.

—¿Cómo supisteis de quién se trataba? —Le preguntó Alanis con

asombro—. ¿Cómo supisteis dónde encontrarlo? ¿Y cómo...? ¿Quién sois vos?

Los ojos de la hermana Maddalena brillaron.

—Yo conozco Roma y tengo espías por todos lados, hasta en el despacho

papal. Allí hay muchos secretos que no son muy bien guardados. Hay que saber

a quién escuchar, dónde estar. Una sola vez en la vida uno se entera de un

milagro, investiga y encuentra el milagro. Como dije, sólo sucede una vez, de

modo que hay que estar muy atento, o de lo contrario uno se pierde el milagro.

¿Ella estaba sonriendo? Alanis no sabría decir por qué, pero aquella era la

monja más extraña que había visto, y la rodeaba un aire de consumación, y de

paz. Alanis entornó los ojos.

—¿Vos lo conocéis?

—Así es.

Aquella mujer la intrigaba:

—¿Y él os conoce?

La monja perdió algo de su serenidad:

—Sí —Lanzó una mirada hacia Eros—. Ahora está dormido. Necesita

dormir. Ha pasado por el infierno.

Alanis frunció el ceño.

—¿Por qué debo sacarlo de aquí esta noche? Parece demasiado enfermo

para viajar.

—Su primo es peligroso. Por el momento, Cesare lo cree muerto, pero vos

sois una figura conocida en Roma y la gente habla. Pronto Cesare se dará

cuenta del engaño.

—¿El engaño? —Alanis apenas la seguía.

Un brillo de triunfo apareció en los ojos de la monja.

—La noche anterior a que vos fuerais a Ostia, yo lo cambié por un

cadáver. Sabía que lo mejor sería que la gente lo creyera muerto.

—¿Lo habéis tenido aquí durante una semana? ¿Por qué no me

informasteis al menos de que estaba a salvo?

—Tenía que ser algo creíble —manifestó la religiosa—. Él tiene demasiados

enemigos.

Alanis la miró con recelo. Aquella monja con aspecto majestuoso y

excéntrico guardaba secretos que no quería compartir.

—Muy bien. Tengo a dos de sus hombres esperando afuera. Esta noche lo

sacaremos de Roma, pero sigo pensando que está demasiado enfermo para

subir a un barco —dijo mirando el pálido rostro de Eros.

—En eso estamos de acuerdo. Llevadlo al interior —sugirió Maddalena—.

Id a Toscana. Os daré la dirección de una casa que pertenece a su familia, una

casa segura. Es una de las pocas que su noble amigo aún no ha incautado. El

encargado, Bernardo, era un hombre de su padre.

Aquello ya era demasiado.

—¿Cómo sabéis todo eso? ¿Y cómo es que os interesáis tanto por él? —

Alanis tuvo un recuerdo fugaz de la monja besándole la mano.

—Demasiadas preguntas —sonrió la hermana—. ¿También interrogáis a

Eros todo el tiempo?

—Sí —Alanis frunció los labios con culpa—. Si no, ¿cómo se entera uno de

todo? Según mi experiencia, los secretos tienen un desagradable modo de salir a

la luz en el momento menos indicado.

Maddalena parecía entretenida e interesada.

—¿Dónde lo conocisteis?

—Aja —sonrió Alanis—. Ahora la intrigada sois vos.

—Decidme.

Siguiendo una vaga corazonada, Alanis dijo:

—Los conocí a él y a su hermana en Jamaica.

—Gelsomina —Maddalena resplandeció. Inspiró profundo—: ¿Es bonita?

Alanis la taladró con la mirada.

—Muy bonita. Con cabellos largos y negros y unos ojos color azul zafiro.

Tiene una sonrisa brillante como el sol y usa pantalones. Se casó con un noble

inglés que se vuelve imbécil cuando ella anda cerca. Creo que esa es la única

cualidad de él que a Eros le parece rescatable.

—Gracias —La monja se apartó y Alanis la vio secarse una lágrima de la

mejilla. Una sonrisa torcida se le dibujó en los labios. La hermana Maddalena

era la madre de Eros. La Arpía.

No parecía una arpía. Era una mujer triste y arrepentida, que extrañaba

mucho a su familia; aquello era evidente en la expresión que tenía en los ojos,

en cada rasgo de su rostro. Sin lugar a dudas, Alanis sabía que una mujer que

amaba tanto a un hijo, como Maddalena parecía amar a Eros, era incapaz de

sentenciarlo a muerte a sangre fría, ni ahora, ni nunca, sin importar lo que Eros

escogiera creer. Ella tenía algo que a Alanis le recordaba las tragedias griegas:

como si fuera una heroína condenada a destruir lo que más amaba y pasar el

resto de su vida pagando por ese pecado predestinado. ¿Qué era lo que en

verdad había sucedido aquella noche en Milán? Alanis no se atrevió a preguntar.

No en ese momento.

—¿Él habla con vos?

Los ojos de Maddalena reflejaban zozobra.

—Él me ignora.

Alanis sintió compasión por la mujer mayor. La fría serenidad de

Maddalena, su gracia e inteligencia, su oculta fragilidad y la soledad que sus

grandes ojos reflejaban a Alanis le conmovieron el alma.

—Tengo que hacerle una confesión... —se escuchó decir a ella misma—:

Nosotros no estamos casados.

Maddalena parecía desilusionada.

—¿Nunca os casasteis? ¿Ni siquiera fuera de Milán?

Alanis negó con la cabeza. La monja sonrió y Alanis supo de cuál de los

dos padres Eros había heredado esas sonrisas desganadas y malvadas.

—Estáis enamorada de él —afirmó Maddalena con satisfacción—. Bien. El

merece ser amado por una mujer como vos. Roma se ha convertido en un

alboroto desde vuestra visita al Santo Padre. Gracias a vos, yo supe dónde

encontrarlo. Le habéis salvado la vida.

—De todos los sitios que hay, ¿por qué se encuentra aquí, en Roma? —le

preguntó Alanis, incómoda por el rumbo que iba tomando la conversación, en

especial ahora que Maddalena estaba al tanto de su mentira.

—Yo soy romana. Me siento menos solitaria aquí de lo que me sentía en

Milán.

Con un acuerdo tácito, ambas pusieron todo sobre la mesa: de manera

asombrosa y manejándose extraordinariamente bien.

—¿Cómo era Eros cuando era niño? —quiso saber Alanis con una sonrisa

de curiosidad.

Una sonrisa maternal iluminó el rostro de Maddalena.

—Astuto como un diablillo, salvaje, hermoso como el Miguel de Leonardo,

con los ojos llenos de travesura. Me manejaba con el dedo meñique.

Alanis esbozó una leve sonrisa.

—Es bueno en ese tipo de cosas.

—Ese era el problema. Era bueno en todo: nada le resultaba demasiado

interesante.

Alanis frunció el ceño.

—¿Qué queréis decir?

Maddalena suspiró.

—Esperaba demasiado de sí mismo. Tenía que ser perfecto, como su

padre: un gran duque. Milán siempre estaba primero, excepto su familia. Él

adoraba a su hermana menor.

—Aún la adora —Aunque él apenas hablaba de su principado. Por el

mismo motivo.

—Tengo algo para vos —Maddalena metió la mano en el bolsillo—. Y

luego debéis marcharos —Extendió la mano y le ofreció a Alanis una sortija,

con una hermosa víbora con diminutos diamantes incrustados, oro negro y un

par de amatistas que formaban los ojos; estaba enroscada alrededor de un

enorme diamante con forma de óvalo.

Asustada, Alanis la miró a los ojos.

—Pero yo no soy su esposa.

—Lo seréis.

El corazón de Alanis dio un vuelco, pero no dijo nada; realmente se sentía

incómoda con el tema.

—Fue mi sortija de compromiso —susurró Maddalena—. Perteneció a

Bianca Visconti, la esposa de Francesco Sforza, el primer duque Sforza.

Ponéoslo.

Alanis rehusó.

—Lo siento. No puedo aceptar esta sortija. No sería correcto.

—Es una buena sortija, no está mancillada —Maddalena le aseguró

humildemente—. Fue diseñada por un joyero judío llamado Menashe Ish

Shalom. Su nombre significa: "Hombre de paz".

—Me honra que me eligiera para tenerla —le respondió Alanis con

seriedad—. Pero debo rechazarla.

Maddalena asintió con la cabeza.

—Por ahora.

Atreviéndose a hacerle una última pregunta, Alanis dijo:

—¿Por qué lo llamasteis Eros?

Eros se movió. Alanis fue a ponerse de cuclillas junto a él. La imagen de su

rostro la llenaba de euforia.

—Debo sacarte de aquí. ¿Te sientes lo bastante fuerte para viajar? —le

preguntó ella con tono suave.

—No —respondió él con un gemido. Una sonrisa le torció los labios—.

Pero si tengo que hacerlo...

—Bien —sonrió Alanis—. Entonces partiremos al campo de vacaciones de

invierno.

Él abrió los ojos de par en par y la miró de manera penetrante.

—¿Tú vendrás conmigo?

Alanis le sonrió con ternura.

—Por supuesto que iré. Sólo te dejaría si me lo pidieras. Él cerró los ojos.

—Recuerda tus palabras, amore. Recuerda siempre lo que dijiste...

Capítulo 23

—¿Dónde diablos habrá escondido el maldito medallón? —vociferó

Cesare, caminando de un lado a otro por el más célebre tocador de Roma: el que

pertenecía a Leonora Orsini Farnese. Aunque estaba casada con Rodolfo

Farnese, el primo idiota del duque de Parma, ella era una Orsini de sangre, y

tan feroz como sus hermanos, a quienes se los consideraba de Militibus, los

Defensores de la Antigua Roma. Los Orsini siempre estaban ocupados con

gestiones militares y poseían un tremendo poder político en Italia. Eso

convertía a Leonora en un valioso recurso para Cesare, sumado a los beneficios

privados.

Unos ojos verde esmeralda se encontraron con los suyos en el espejo del

tocador.

—Tú no necesitas el medallón. Stefano está muerto. La Feuillade17 está

sitiando Turín. Vendôme controla Lombardía. Ve a ver a Luis. En este momento

él es el que controla el norte y tú tienes un acuerdo.

Cesare la observaba cepillarse la fogosa cabellera roja, sumamente

seductora vestida con una bata negra. No era tan lento como para no darse

cuenta de que era su nueva condición social lo que lo ponía en el sitio correcto

en lo que a Leonora se refería. Ella moría por convertirse en princesa de Milán.

Movió los labios pintados de rojo escarlata de manera seductora:

—¿Cuándo contraeremos matrimonio, tesoro?

—Pronto —Se dirigió sin prisa hacia la ventana que daba al Lungotevere,

pensando que la vida en Dado, el Palazzo Farnese, iba mucho más con su

sensibilidad que las lúgubres paredes del maldito Castello Sforzesco. Le

enfermaba calcular la cantidad de oro que se necesitaría para transformar

aquella ruina marrón en algo habitable: el oro al que todavía tenía que echarle

mano. Stefano tenía oro, pero el bastardo había insistido en llevárselo consigo.

Mirando fijamente hacia el Tíber calmo y verde, Cesare pensó en algunos peces

gordos que estaban en deuda con él. Dejando los morbosos pensamientos a un

lado, adjuntó el nuevo título a su nombre y descubrió que le gustaba cómo

sonaba: príncipe Cesare Galeazzo Sforza. Encantador.

La voz de Leonora se oyó desde el otro lado del cuarto.

—¿Y qué hay con Camilla?

—¿Quién? —Cesare se dio la vuelta y la observó rociarse con perfume

caro.

17

Mariscal francés.

Leonora miró al cielo.

—Tu esposa. Realmente tienes que hacer algo con esa vaca desgarbada.

Ha andado por todos los palacios de Roma alzando el mentón y haciéndose

llamar princesa.

—Yo me ocuparé de Camilla. Tú y tu linda cabecita concentraos en ese

estúpido esposo que tienes, Rodolfo. ¿Cómo pretendes callar a ese idiota? ¿A la

antigua? —Rió él con disimulo.

—Supongo que te refieres al veneno, ¿me equivoco? —Ella le dirigió una

sonrisa malvada a través del espejo.

Él se le acercó por detrás y deslizó una mano por dentro de la bata,

cubriéndole un pecho suave.

—O dejar que tus hermanos lo dejen hors de combat. Y lo saquen del juego,

como dicen los franceses.

Ella le apretó la mano.

—Cierra el pico en lo que a mis hermanos respecta. Si quieres que te

ayuden a apropiarte de Milán, no los asocies con el crimen. Ya es bastante

perjudicial el chismorreo que se oye en todos los palacios de Roma con respecto

a cómo tuviste preso a Stefano en Ostia y lo torturaste hasta matarlo —Ella se

puso de pie y caminó por el cuarto—. Dicen que se casó con alguien, la nieta del

un duque inglés. Si mi padre estuviera vivo, ¡desollaría a Stefano por esto!

¡Nuestro compromiso matrimonial era definitivo! Tengo papeles que lo

prueban.

—Échalos a los peces.

—El duque Gianluccio quería para su hijo una novia de pura sangre

romana, ¡pero ese cobarde! —dijo echando humo—. Metió el rabo entre las

piernas y huyó como un perro apaleado. Y yo tuve que quedarme con el cerdo

de Rodolfo.

—Tú no te quedarás con él por mucho tiempo, caramella —le recordó

Cesare con una sonrisa desagradable.

—Dicen que es una rubia de ojos azules —comentó con tono ácido—. Me

pregunto de dónde habrá sacado ese fetiche.

Cesare se estaba aburriendo del tema.

—Olvida a Stefano. Los Sforza y los Orsini sí terminarán juntos en la cama.

Sólo que esta vez, mi dulce Rosa Orsini, acabarás con el primo correcto.

—Antes de que agregues el rojo heráldico de los Orsini a tus víboras y

águilas, sugiero que vayas a visitar a tu buen amigo, el Rey de Francia. Piensa

en la horrible desgracia si otro contrato matrimonial entre nuestras familias

sufriera la misma suerte que el primero...

** ** **

Acurrucada en un sillón, Alanis despertó cuando el frío matinal entraba

arremolinado en la alcoba ducal. Se levantó a cerrar la enorme ventana con

parteluz. Más lejos, una densa niebla cubría los bosques de color verde oscuro y

los techos terracota de las casas de las villas aledañas. Había pasado una

semana desde su llegada a Lucca y ella aún no se cansaba de apreciar la belleza

del paisaje de Toscana. Echó un vistazo a la cama con dosel y sonrió.

—Buenos días —Se acercó, se sentó junto a la cama y puso una mano en la

frente de Eros en un gesto tierno. Fría. Gracias a Dios. La fiebre recurrente

finalmente había cesado—. ¿Pido el desayuno?

Unos dedos negro azulados la cogieron de la muñeca.

—No... cuida de mí, Alanis. Por favor —Le bajó la mano, susurrando—:

Acuéstate a mi lado. Déjame sentirte. Abrazarte. Fuerte —Levantó las mantas y

cambió de lado, dejándole el espacio donde su cuerpo había calentado y

hundido el colchón. Alanis se metió y él la arropó, rodeándole el cuerpo con un

brazo, de manera posesiva. Suspiró en los cabellos de ella—. Hueles tan bien. Se

sientes tan bien —Le besó el cuello. Ella sintió como una descarga eléctrica. Él

levantó la cabeza—. ¿Qué sucede? ¿Ya no te gusta que te bese?

Ella se encontró con su mirada azul sorprendida.

—Sí me gusta. Te he extrañado terriblemente —le susurró, esforzándose

por sostener un tono de voz blando. Se acurrucó contra su hombro, maravillada

por su cercanía.

—He soñado con este momento durante todo el tiempo que estuve en

Ostia. El mejor pensamiento que tenía en mi cabeza era la mañana que pasamos

juntos en la playa de Agadir. Recordaba el color de tus ojos, el sonido de tu voz,

la sensación de tu piel, el dulce sabor de tu boca, todos tus sabores... —Él la

aferró contra sí—. En mis sueños, Morfeo te traía de nuevo a mi lado. Por

momentos resultaba imposible diferenciar entre el pensamiento y la realidad.

Ella lo miró a los ojos y se derritió por dentro. Allí veía la oscuridad, el

profundo dolor que él traía consigo desde Ostia.

—¿Qué fue lo que él te hizo? —le preguntó ella de modo tenue.

—¿Mi primo? Me hizo desear estar muerto. Pero cuando me dijo que

estabas en Roma, buscándome, eso me devolvió a la vida. Tú me devolviste a la

vida. Me di cuenta de cuánto te necesitaba —Le pasó los nudillos magullados

por la mejilla—. ¿Porqué razón no regresaste a Inglaterra?

—¿Querías que lo hiciera?

—No.

—Bueno —sonrió ella—. Uno no deja morir a los heridos en el campo de

batalla.

Él sonrió abiertamente por primera vez en días.

—Una respuesta muy diplomática. Se nota que eres nieta de tu abuelo. Y

entonces, ¿por qué viniste a buscarme, Alanis? Ahora, la verdad.

Porque no puedo vivir sin ti. No tuvo el coraje de confesarlo.

—¿Cómo podía olvidarme de ti y regresar a casa? Tú eres... mi amigo —Le

sonrió con afecto.

El brillo de sus ojos se apagó.

—Ya veo. ¿Y quién te protegió a ti mientras estuve en prisión? ¿Niccoló?

De modo que él se había dado cuenta. Quizás Nico estaba a mano

demasiado a menudo, preguntando por su bienestar diez veces al día,

escoltándola hasta la villa en ocasiones.

—Es sólo un amigo, Eros.

—¿Un amigo como yo?

La sonrisa de ella se desvaneció.

—¿Cómo puedes pensar eso? —Buscó debajo del escote del camisón color

malva y extrajo el medallón—. Esto te pertenece —Deslizó la cadena por encima

de su cabeza.

—Gracias —Eros empuñó el medallón, pero la vista siguió puesta en ella,

en la boca. Dejó el medallón a un lado y deslizó una mano por el escote. La miró

a los ojos, buscando, preguntando. El primer botón de perla se desabrochó,

dejando a la vista la hendidura entre los pechos. Él se inclinó hacia delante.

Ella le apoyó una mano en el pecho.

—Necesitas recuperar fuerzas. Casi no has comido...

Ella miró con desánimo.

—No soy agradable a la vista, ¿verdad? Estoy hecho un miserable

ragazzuccio, ¿eh?

Ella se mordió el labio y sonrió.

—Pareces un oso escuálido que ha estado atrapado en una cueva durante

mucho tiempo —El bronceado pirata había desaparecido: tenía los cabellos

cortos como púas y estaba demasiado flaco para su estructura. Ella le acarició

suavemente la sedosa barba negra azabache—. ¿Tal vez yo pueda afeitarte y así

ya no lucirás como un... ragazzuccio?

Él estuvo de acuerdo, luciendo aún más desanimado.

—Siempre que me des algo...

Una semana después Sallah visitó a su convaleciente amigo en el aposento

ducal. Bernardo, el mayordomo, estaba ayudando a Eros a ponerse una capa

negra extrafina, de pie frente al espejo.

—Bueno, caramba —expresó Sallah con reconocimiento—. Aquí hay

alguien que sin duda luce como una persona absolutamente diferente. Y

también más rellenito.

—No te hagas ilusiones —Eros le lanzó una sonrisa y movió los hombros

para acostumbrarse a la capa confeccionada a medida. Caminó hacia el tocador

y sacó la daga. Tocó el puño adornado con joyas y lo hizo girar con la habilidad

de un malabarista antes de enfundarla en la vaina de cuero que llevaba

prendida a la cintura—. ¿Dónde está Alanis? No estaba en su alcoba la última

vez que fui a ver.

—Fue a la ciudad con Nasrin. Dijo que estarían de regreso a la hora del

almuerzo —Sallah frunció el ceño al ver merodeando a los tres corpulentos

capitanes—. Y para ser absolutamente franco, entiendo por qué ella necesitaba

tomar aire puro. En esta última semana has convertido tu alcoba en un gabinete

de crisis. ¿Contra quién estás planeando hacer una guerra? ¿Contra los

franceses del norte, o contra tu primo en Roma?

Eros le lanzó una mirada penetrante a Giovanni.

—¿Dónde está Niccoló?

Giovanni se encogió de hombros.

—Ya ha regresado, pero siempre puedo volver a enviarlo a hacer otra

diligencia.

—Envíalo a Venecia —Eros se volvió hacia Sallah—. Tenemos que hablar

—Lo condujo puertas afuera diciendo—: Antes de responder a tu pregunta,

necesito saber qué sucedió desde el momento en que me capturaron. Quizás

puedas explicarme algo que Cesare me dijo en Ostia. Y —su voz se tornó

severa—, me gustaría saber, ¿por qué a Alanis le ha crecido una sombra

masculina viviente?

—Ah, él. No hay de qué preocuparse —le aseguró Sallah, mientras subían

las escaleras—. Niccoló fue muy amable y protector con ella cuando te cogieron

prisionero.

—Yo no estoy muerto.

Sallah se detuvo.

—¿Qué es exactamente lo que esperas de ella? Eros suspiró y se pasó una

mano por las espesa cabellera corta.

—Cuando pienso en lo que quiero me muero de miedo.

—Tienes dos opciones: cásate con ella, o piérdela. Y ten en cuenta que no

estará dispuesta a casarse con un pirata e ir a vivir en una playa de mala

muerte. Ella tiene otras responsabilidades además de ti.

La irritación atravesó la frente de Eros.

—Yo no soy su responsabilidad.

—Al parecer ella cree que sí. Alanis es quien te salvó la vida, si es que aún

no lo has entendido. Yo estuve a punto de darme por vencido en varias

ocasiones. Ella no quería ni oír hablar de eso.

—¿Qué quieres decir con que ella me salvó? Fue... aquella monja la que...

—Alanis asumió la responsabilidad desde el comienzo. Tomó las

decisiones correctas. Acudió al Papa.

Los ojos de Eros ardieron con furia. Sallah frunció el entrecejo.

—No me mires tan asombrado —Su amigo tenía una cara como de alguien

a quien le hubieran entregado un billete para cancelar la deuda pública—. Ella...

te tiene mucho cariño.

La expresión de Eros se tornó afligida.

—Sallah, creo que debes contarme todo.

—Debes preguntarle acerca de ese ejército que está reclutando —Nasrin

frunció el ceño al ver un grupo de mercenarios armados que las miraban de

soslayo al pasar caminando por una taberna local. El ruido del metal golpeando

contra el metal sonaba desde el taller del herrero. Las carnes de ave y de venado

adornadas con perejil colgaban en la entrada de la carnicería. Las frutas y

verduras cubiertas de gotas de rocío estaban a la venta debajo de las gradas de

laja decoradas con geranios rojos. A Alanis le encantaba el pueblo, con sus

diminutas calles, las encantadoras plazas y el aroma del pan horneado que salía

de la panadería. Ella deseaba que Eros le dedicara un momento para pasear

juntos.

—Aquí hay miles —insistió Nasrin—, y me he enterado de que hay otros

acuartelados en las villas vecinas. ¿Crees que se esté preparando para avanzar

hacia Milán?

—No sé qué es lo que está tramando. No me lo ha dicho —respondió

Alanis con un suspiro.

—La mayoría de los hombres que aparecen en tropel en la región son

marineros de sus barcos, pero él está contratando a muchos más de todas las

provincias de Italia. Seamos realistas. Cesare es un hombre, no una fortaleza.

Eros debe de tener planes más importantes bajo la manga que una simple

venganza. Debes averiguar de qué se trata. Después de todo —agregó Nasrin

deliberadamente—, te convertirás en la futura duquesa de Milán.

Alanis se sentó en un banco de piedra, callada. Nasrin se sentó a su lado.

—Mi querida niña, no me digas que esto te asombra. Ese hombre está

medio loco por ti. Y es un príncipe. Será incapaz de resistirse a recuperar el

principado que perdió, su herencia. Cuando pienso en los palacios en los que

vivirás, en el glamour... —Suspiró ella—. Uf, pertenecerás a la realeza. De hecho,

me siento tan orgullosa como si fuera tu madre.

—Te lo suplico, Nasrin, no hables más de esto. Él aún no se encuentra bien

y tú ya estás planeando matrimonios y entronizaciones. Además, Milán está en

guerra, con las tres grandes potencias del mundo involucradas: España, Francia

y la Alianza. ¿Cómo hará Eros para superar los obstáculos?

Y había otra potencia que tener en cuenta: Eros mismo. Ella dudaba de

que él se levantara de su lecho de enfermo dispuesto a cambiar su vida. Él no

era un hombre común. Era profundo, complejo... e impredecible.

Nasrin la miró con recelo.

—¿Qué es lo que te perturba? Has estado intranquila durante días.

—No creo que haya boda lombarda, Nasrin. Eros jamás considerará la

idea de casarse antes de recuperar su imagen en Milán, y yo no creo que tenga

intención de escoger entre una cosa u otra. No sé cómo encajo yo en su vida, ni

él en la mía. Me preocupa mi abuelo, pero si le escribo, enviará al general

Marlborough a buscarme junto con sus tropas.

—Tienes que tomar una decisión, querida mía. Sallah le ha pedido a Eros

que prepare nuestra partida y tú debes decidir si es que esto es simplemente

una aventura y regresas a casa con nosotros, o si ésta es tu vida. Si de veras lo

amas, si él significa más para ti que la vida a la que estás acostumbrada, debes

hacerle saber lo que sientes y ofrecerle un motivo sólido para que él luche por

su hogar. En cuanto a tu abuelo, él es un hombre mayor. Ya ha tomado sus

decisiones. Ésta es tu vida, Alanis. No la suya.

Sintió un calambre de ansiedad en el estómago.

—Pero ¿y si él no me ama, si lo presiono y lo pierdo...?

Nasrin la cogió de la mano.

—Aún no conozco a un hombre que sea inmune a tanto amor. No

obstante, sí es que lo pierdes, entonces no habrás perdido nada, pues uno no

puede perder lo que jamás tuvo.

Unas sombras altas se proyectaron sobre el banco. Alanis alzó la vista y

vio a tres soldados echándoles una mirada de soslayo.

—Ni siquiera lo penséis —dijo una conocida voz masculina con tono firme

y cortante. Alanis suspiró de alivio al reconocer esa cabellera de color rubio

oscuro, azotada por el viento. Nico despidió a los pesados y luego saludó

haciendo una reverencia—. Signora. Milady. Mis disculpas. Estos hombres serán

despedidos hoy mismo. Eros quiere mantener sus asuntos aquí en calma. No

necesitamos alborotos de borrachos por mujeres.

—Niccoló —sonrió Alanis—. Estábamos a punto de regresar al castillo.

¿Nos acompañarías?

Él sonrió con placer cuando ella le puso una mano en el brazo ofrecido y

comenzaron a caminar.

—¿Dónde has estado? No has venido a verme en tres días —lo reprendió

ella.

—Eros me envió a Génova. Más buques —suspiró. Alanis sospechaba que

los buques no eran el único motivo por el que Eros lo enviaba lejos. Nico sonrió

con vergüenza y extrajo una caja elegantemente decorada—. Os compré un

obsequio. Espero que no os parezca demasiado osado.

Alanis tiró de las cintas doradas y abrió la caja.

—¡Caramelos! Me encantan los caramelos.

—Lo sé. Lo recuerdo de Roma. Estos son un manjar de especialidad

genovesa.

—Gracias. Estoy tan contenta de que hayas regresado. Ven a casa.

Jugaremos a las cartas.

—Yo... no creo que Eros vaya a aprobarlo —dijo Nico—. Os acompañaré,

pero después debo marcharme.

Se pusieron en marcha, Nasrin quejándose de la llovizna y Alanis

vaciando la caja de caramelos.

—¿Y qué se propone este ejército? —preguntó Alanis.

—Yo sé tanto como vos. Preguntadle a Eros. A vos os lo diría antes que a

mí.

Cuando llegaron al castillo, Nico le cogió la mano enfundada en un

guante, con los ojos color avellana derretidos y la rozó con los labios. Giró sobre

sus talones y se marchó, silbando una cantinela de marineros.

Nasrin la detuvo antes de entrar.

—Si sigues entusiasmando a este muchacho, las cosas se tornarán

sangrientas. Puede que El-Amar sea un príncipe italiano, pero tiene la

mentalidad de un corsario de Magreb. Los celos lo cegarán y alguien saldrá

herido. Muy probablemente, tu amigo marinero.

A las siete menos diez un firme golpe hizo vibrar la puerta de la alcoba

ducal. Sentada frente al tocador, mientras la criada, Cora, le arreglaba los

cabellos, Alanis encontró su mirada brillante en el espejo que tenía enfrente y

llamó con entusiasmo.

—Pase.

Eros entró despacio, alto y elegantemente vestido con un fino traje de

noche. Buscó los ojos de ella en el espejo.

—Buonasera —Le sonrió de modo malvado. Un fular blanco níveo le daba

un efecto de espuma en el cuello. Lucía un pendiente nuevo de diamante en la

oreja, en lugar del que había perdido en Ostia. Parecía todo un príncipe del

norte de Italia, con los cabellos cortados de cualquier modo, la palidez señorial

y aquellos ojos lombardos azules oscuros. Alanis sintió el calor de esa mirada

hasta la punta de los pies. Se dirigió a Cora y dijo—: Finisci presto, raggaza.

—Si, monsignore. Subito —La criada hizo una reverencia y sonrió

respetuosamente, como parecía ser el caso con todo el personal desde que el

príncipe perdido durante tanto tiempo se había presentado en la entrada hacía

dos semanas.

Alanis siguió su magnífica silueta aún demasiado delgada, al dirigirse

hacia el lujoso cortinado de color damasco y correrlas a un lado. Se filtraron los

rayos del sol entre carmesí y dorado, los últimos minutos de la puesta del sol.

—Tengo algo especial que mostrarte —le dijo—. Si no nos damos prisa,

nos lo perderemos.

Alanis le dio las gracias a la criada que iba de salida y se levantó de un

solo movimiento que hizo crujir la seda azul plateada. Estaban a solas. A ella le

temblaban las manos. Se miraron fijamente, deteniendo el instante antes de...

Eros atravesó el cuarto dando cinco pasos. La agarró de la cintura y le

estampó un beso ardiente en el cuello.

—¿Cómo pude sobrevivir seis semanas sin verte? —murmuró él.

Alanis se preguntaba lo mismo acerca de él. Hasta ese olor almizcleño

suyo la excitaba hasta la locura.

—Eros —Ella cerró los ojos y pensó que moriría si él no la besaba

inmediatamente.

Él debería haber intentado besarla lentamente al principio, pero en el

instante en que le cubrió la boca se descontroló. La invadió el deseo, agresivo y

en carne viva y sabía que él sentía la misma prisa. La devoró, las lenguas se

frotaron con necesidad.

—Santo Michele —gimió él—. ¿Cómo haremos para aguantar una cena de

tres horas? —Le atravesó la boca con otro beso que le derretía la mente,

emitiendo tanto calor que la hacía arder. Ella lo cogió de las mangas sintiéndose

demasiado débil para mantenerse en pie.

—Olvidemos la cena —le sugirió con voz ronca—. Quedémonos aquí—Ella

le echó los brazos alrededor del cuello y lo besó: en la boca, las mejillas, el

cuello, haciéndolo gemir—. Querías mostrarme algo —le susurró,

mordisqueándole el lóbulo.

—Diavolo —Él lucía dolorido—. Ay, está bien. Ahora —La cogió de la

mano y atravesaron la puerta rápidamente y subieron las escaleras de caracol

hasta el torreón. Un aire helado los recibió. La colocó adelante suyo, la abrazó

por los hombros desnudos y le susurró—: Mira hacia delante.

Alanis quedó boquiabierta. El anochecer iba cayendo tranquilamente

sobre las lejanas villas y los surcos de viñedos, que parecían salvajes pero

estaban cuidados. Revestido con una niebla color púrpura se extendía un

frondoso bosque de robles y castaños con cipreses intercalados. Los techos color

terracota de los pueblos apiñados brillaban con un color bronce bajo el sol

agonizante. Antiguos campanarios escondidos entre las colinas pronunciadas

anunciaban la hora con un repique metálico. Y en el horizonte lejano, la

redonda cúpula de Florencia tocaba el serpenteante río Arno.

—¿Ves los picos blancos al norte? —La voz grave de Eros le llenó el oído—

. Son los Alpi Orobie, los Aples milaneses. Y el alpeggio que hay debajo, esa

montaña esmeralda de verdes pastos... E Milano.

Ella le miró el perfil. Una tierna nostalgia le derretía el iris.

—Tu hogar —le susurró ella.

—Mi hogar —Él la apretó con fuerza y miraron al frente hasta que el

último rayo de sol dejó de brillar. En momentos como aquel, ella se sentía más

cerca de él de lo que jamás se había sentido con alguien.

—Sallah me contó todo —dijo Eros—. Sidi Moussa, las prisiones romanas,

la visita al papa Clementino. ¿Cómo supiste que estaba en Roma? Esa fue la

parte que Sallah no pudo explicar.

—Sidi Moussa le dijo a Nasrin que te habían llevado a la ciudad eterna

adonde conducen todos los caminos. Yo recordé algo de las lecciones de latín:

«Todos los caminos conducen a Roma».

—«Tutte le strade portano a Roma» —Él le besó los labios con suma

ternura—. Hermosa e inteligente Alanis, esta es la segunda vez que me salvas la

vida. Te lo agradezco desde el fondo de mi corazón.

—No hay de qué —Sonrió ella—. Aunque casi no merezco todos los

créditos.

Los ojos de él brillaron intensamente al decir:

—¿Entonces siempre te arriesgas hasta ese punto por tus amigos?

Era el momento de la verdad, el que ella había estado temiendo. Se dio la

vuelta, deslizó los brazos por debajo de la capa, alrededor de la cintura, lo miró

a los ojos e inspiró profundo...

—Estoy enamorada de ti —le confesó—. Te amo, Eros. Te amé desde el

momento en que te conocí. Haría cualquier cosa por ti. Siempre —Se sentía tan

débil que le sorprendía seguir estando de pie—. ¿Tú me amas?

Eros se quedó callado. El tiempo pasó. Años.

—Tú... ¿no me amas? —le preguntó ella, con la voz tan débil como las

rodillas.

Él estaba callado.

Ella tragó un sollozo. ¿A dónde iba uno después de aquello? Ni el infierno

era tan triste. Se apartó de él, con los miembros paralizados, los dientes

castañeándole y se dirigió hacia el tramo de escalera de caracol. Lanzó una

mirada fugaz hacia la espalda de él en penumbras. Eros permanecía tan inmóvil

como los lejanos Alpes.

En el enorme salón comedor, se encontró con Sallah y Nasrin.

—¿Dónde está el Príncipe Azul? —preguntó Sallah al mismo tiempo que

su esposa quiso saber con ansiedad—. ¿Qué ha pasado?

Una lágrima se deslizó por el rostro de Alanis.

—Nada. Está en el torreón. Si me disculpáis, no tengo tanta hambre como

pensé. Me retiraré ahora. Buenas noches.

Sallah y Nasrin intercambiaron miradas inquietas,

—Veré qué es lo que lo retiene —sugirió Sallah y subió las escaleras. Se

topó con Eros en la galería, donde los duques Sforza desplegaban sus

armaduras e imponentes retratos—. ¡Ahí estás! —exclamó con forzada alegría.

Eros ni siquiera lo miró, mientras se echaba un abrigo sobre los hombros y

se dirigía de prisa hacia las escaleras. Sallah fue de prisa tras él.

—¡Eros, espera! ¿Qué es lo que está sucediendo aquí? ¿Volvió a correr

sangre? Maldita sea, hombre, ¡quédate quieto un segundo!

Pero como si fuera una tormenta negra, las botas de Eros golpearon el

suelo de mármol al dirigirse hacia la entrada. El viento ululó cuando abrió la

puerta, hinchándole el abrigo negro y dejando entrar un alboroto de hojas secas

y el olor a lluvia incipiente. Sin decir una palabra, desapareció en medio de la

noche, cerrando de un golpe la puerta detrás de sí.

Una ráfaga de viento revolvió el aire sofocante en el viejo Heartless Fortune

Inn. Estaban sentados en medio de rostros sudorosos absortos en juegos de

azar: cricca y tricchetrach que dieron lugar a una serie de insultos y discusiones,

donde los jugadores peleaban por un centavo y se los escuchaba gritando desde

tan lejos como San Gimignano. Giovanni alzó la vista de una mano de cartas

desmoralizante y frunció el ceño. Eros entró despacio, con un abrigo negro y

una expresión que hacía juego. Giovanni lo llamó con una seña.

—Eres la última persona que esperaba ver esta noche —Rió con disimulo y

dispuso a su lado una silla para Eros—. ¿De quién te estás escondiendo? ¿De tu

hermoso ángel rubio... o de ti mismo?

—¿Recuerdas que hay cosas que no hablo con nadie? Alanis es una de

ellas —Eros le hizo señas al mesonero para que le trajera una jarra de vino y

dejó caer una bolsa con monedas sobre la mesa—. Greco, cuéntame para la

próxima ronda.

Giovanni se inclinó para acercarse más.

—Te dejaré entrar sí te cuento un pequeño secreto, Eros. Sí yo tuviera una

mujer como la tuya, no estaría aquí jugando cricca contigo —Esa mirada llegó

hasta las zonas más internas de Eros y él frunció el entrecejo con

preocupación—. Tu captor no te causó ningún... daño permanente, ¿verdad?

—No. Pero yo sí lo haré contigo, si no te callas.

Giovanni meneó la cabeza.

—No te entiendo. Hay un hombre —hizo un gesto con el mentón para

señalar una mesa alejada—, que daría su brazo derecho por ser tú esta noche. Yo

creo que el daño está dentro de tu cabeza.

Eros desvió la mirada hacia un rincón alejado de la posada, donde estaba

sentado Niccoló, encorvado sobre una jarra de ron. Giovanni sintió la repentina

fuerza feroz de la furia de Eros que le puso los pelos de punta. Nico debió de

haberlo presentido, porque alzó la vista y estaba mirando fijamente en dirección

a Eros.

—No hagas nada de lo que vayas a arrepentirte —le aconsejó Giovanni

con discreción—. El pobre hombre es un miserable. Creo que quiere que lo

mates.

—Pues no lo haré. Así que sólo mantenlo alejado de ella, y de mí.

Nico los miró un momento más, luego dejó algunas monedas sobre la

mesa y se marchó. Eros se relajó y Giovanni le dio las gracias a algunos santos

en silencio.

—Sabes que él jamás haría nada que te hiciera daño —lo calmó—. El

problema es que estos días, él no está pensando con claridad. ¿Y quién puede

culparlo? Tú volviste de la muerte y duermes con la mujer de la que está

enamorado. Está dividido entre la lealtad hacia ti y los sentimientos hacia ella, y

sabe que no tiene ninguna posibilidad. Para empezar, ella no sólo fue tuya, sino

que ahora, además de eso, eres un príncipe real.

El mesonero llegó con un vino y con el rostro radiante.

—Monsignore —esbozó una reverencia—. El vino corre de la casa, en

memoria de Su Alteza vuestro padre, el Gran Duque Gianluccio, a quien tuve el

honor de servir en el Lanze Spezzate hace muchos, pero muchos años.

Eros parecía consternado. Luego poco a poco su expresión se fue tornando

más cálida. Se puso de pie. Una sonrisa sincera se le expandió en el rostro.

—Compaesano? Milanese?

—¡Sí, sí! Mi nombre es Battista —El mesonero se quitó el delantal y se

abrió la camisa de un tirón, exhibiendo orgulloso el vientre con una hoja de

color púrpura tatuada en el pecho—. Treinta años de servicio.

—¿Tú prestabas servicio con Lentes Rotos, el Guardia Especial?

El mesonero sacó pecho.

—Si, monsignore. En Vigevano, Novara y Galliate, con el honor y valor

correspondiente que el duque, que Dios lo tenga en su gloria, inspiraba entre

sus soldados.

—Entonces será un gran honor estrecharle la mano a un soldado veterano

de Milán —Eros le ofreció la mano y soltó una leve risa cuando Battista la aferró

y se la estrechó con entusiasmo, echando una mirada a su alrededor para

asegurarse de que los demás estuviesen prestando mucha atención.

—«El príncipe Stefano tiene la mente y el corazón dispuestos para cada

gran empresa» —recitó Battista—. «Es el caballero más decente y noble, el hijo

de Marte que acaba de descender. Un joven inteligente y encantador, capaz de

expresarse bien y comportarse con gracia principesca, digno futuro duque de

Milán, si es que alguna vez lo hubo». Esas fueron las palabras mencionadas por

un cronista milanés sobre Vuestra Alteza en ocasión de celebrarse vuestro

decimotercer cumpleaños, y ya hace semanas que estamos celebrando el retorno

de Vuestra Alteza.

—¿Celebrando su retorno? —Eros parpadeó. Las cejas se le juntaron en un

gesto feroz.

—Hemos esperado durante dieciséis años a que Vuestra Alteza regresara

y enarbolara la bandera de la Víbora en contra de los malvados vencedores —

continuó Battista con añoranza—. Desde que se oyó el rumor acerca del regreso

del príncipe Stefano y de que está formando un ejército para liberar Milán, aquí

han llegado personas para alistarse. Pues ¿quién mejor que un Sforza para

dirigir a los milaneses contra los franceses y españoles, un príncipe que es un

soldado, capaz de resistir años de guerra, capaz de satisfacer a la gente y

protegerla de los nobles, quien ha pasado años en el exilio y conoce el sabor de

la crueldad, el prejuicio y las típicas injusticias de los seres humanos? Vuestra

Alteza es nuestra verdadera y última esperanza de salvación, un hombre

extraordinario a quien Milán reclama.

Sin saber qué decir, Eros simplemente se quedó mirando al hombre, y

según notó Giovanni, comenzó a sentirse extremadamente incómodo. Él mismo

se sentía de nuevo un poco nostálgico por su Sicilia, después de décadas.

—Como lo escribió nuestro gran Cicerón —declaró Battista—: «Puede que

la gente sea ignorante, pero voluntariamente seguirán a un hombre digno de

confianza». En nombre de los milaneses: ¡os saludo, Vuestra Alteza! —Con una

profunda reverencia se disculpó y regresó a su sitio detrás de la barra. Eros

tomó asiento de manera rígida.

Giovanni reorganizó las cartas y le entregó un montón a Eros.

—¡Vamos, Barbazan, entrega algunas monedas! Francés miserable. Cree

que su fortuna es una mujer de la que no se puede separar.

—La fortuna sí es una mujer —respondió Barbazan—, y amigos míos,

como toda mujer, hay que hacerla marchar al trote de un golpecito, pues ellas

prefieren a los hombres jóvenes menos inclinados a amaestrarlas.

—No te presentaré a mi hermana —murmuró Greco, examinándole la

mano.

—La fortuna es una cortesana —agregó Eros y sacó una carta del mazo—.

Si ayer fue complaciente, mañana te dará la espalda —Miró fijamente las cartas

durante un largo y tedioso rato.

Estaban jugando con una baraja de cartas de Visconti, que comúnmente se

utilizaba por esas partes, era a esto a lo que Giovanni atribuía la lentitud de

Eros. Pero saltó con los demás mientras, maldiciendo, Eros se ponía de pie y

arrojaba las cartas sobre la mesa. Un instante después se había marchado.

—¿Y de qué va eso? —preguntó Greco—. Miró las cartas como si su futuro

entero estuviera revelado allí—. ¿Creéis que el retrato del alguno de sus

antepasados le habló desde ahí?

—¡Meteos en vuestros propios asuntos! —Giovanni calló las risas. Recogió

la pila de cartas de Eros y dejó caer una carta al suelo. La tapó con la bota. Sólo

cuando la atención de todos estaba puesta en un nuevo juego él levantó la bota.

Debajo, boca arriba, estaba la carta de Los Amantes.

** ** **

Alanis se sentó frente al tocador y se quitó las horquillas una por una. La

cabellera rubia cayó a ambos lados del rostro acongojado. Eros, te amo. ¿Tú me

amas? "Idiota", criticó su patética reflexión. Al menos ahora lo sabía. Él no la

amaba. La quería de amante.

Alguien llamó a la puerta. Ella giró la cabeza y alcanzó a ver que

deslizaban una nota por debajo de la puerta. Tal vez sí la amaba. La cogió

rápidamente y con dedos temblorosos la abrió de prisa. Encontrémonos en la

fuente de lirios. Ella cogió la capa y salió corriendo. Las hojas y ramas secas

giraban en espiral sobre la tierra fría. Bajó de prisa por el tramo de escaleras de

piedra y corrió hacia el solitario estanque. Unos rayos plateados brillaban a

través de las veloces nubes de lluvia que se acercaban. Una silueta oscura estaba

de pie de espaldas a ella, observando los patos. Ella se detuvo, jadeando por

recuperar el aire.

—Eros.

Él se giró y a ella se le esfumó la alegría.

—Lady Alanis —sonrió Nico con vacilación—. Disculpadme por haceros

venir de noche, especialmente con una tormenta que se avecina, pero tenía que

veros.

—De veras, Niccoló —dijo ella de mal humor—, no debiste haber enviado

esa nota. Estaba escrita en inglés. Me engañaste.

—Michele me la escribió. Él sabe un poco inglés, y... yo no sé escribir muy

bien, ni siquiera en italiano. Lo siento.

—Al menos pudiste haberla firmado.

—¿Hubierais venido?

—Probablemente no. Y es por eso por lo que no debiste haberla enviado.

Si Eros nos encuentra aquí, en una cita a media noche, te matará. Él tiene un

asunto con la traición y tú eres uno de sus hombres.

—Eros está en la posada del pueblo, bebiendo y jugando. No regresará en

horas. Esta puede ser nuestra última oportunidad para hablar a solas. ¿Podríais

hacer el favor de escucharme? —La luz de la luna se reflejaba en su rostro

cambiando de formas, los ojos parecían más grandes y con una expresión de

ansiedad. Ella no tuvo el valor para rechazarlo.

—De acuerdo. Te escucho. ¿Por qué dices que esta puede ser nuestra

última oportunidad para hablar a solas?

—Eros me está enviando a Venecia, pero estoy considerando la idea de

quedarme allí, si vos venís conmigo.

—¿A Venecia? —repitió ella, sin entender demasiado su intención.

—Es la ciudad más hermosa del mundo. Lo sé porque yo nací allí. Crecí

junto al puente Rialto, en medio del mercado monetario europeo más activo y

los burdeles.

Ella sonrió un poco sorprendida.

—¿Tú? ¿Veneciano? ¿Un león en la liga de San Marcos?

—Un republicano —sonrió él de manera orgullosa—. Pero mi familia era

pobre, de modo que a los doce años me hice marinero para ganar mi fortuna.

Prestaba servicios en un buque mercante cuando los argelinos nos atacaron.

—¿Cómo escapaste?

—No lo hice. Me llevaron a Argel y me pusieron a trabajar en el muro.

Eros me encontró allí, como esclavo. Él ya estaba establecido con los rais, así que

cuando se enteró de que yo era italiano, se impuso ante el agá, el capitán del

baño, y me sacó de allí. Desde entonces estoy con él.

—¿Entonces el republicano se volvió guerrero?

Nico se encogió de hombros.

—Cuando uno se asocia con los milaneses, la guerra pasa a ser una

ocupación y también un estilo de vida.

Ella se quedó callada. Eros le había dicho exactamente lo mismo.

—¿Tú sabías quién era él?

—Sabíamos que era de Milán. Tenía el acento, la arrogancia y algo que ver

con las víboras. Eros es valiente y dedicado a perseguir el poder. Un típico

milanés. No hay ningún misterio en eso.

—¿Qué es lo que sabes acerca de los Sforza? —preguntó Alanis con

interés.

—Eran muy poderosos hasta que llegaron los franceses, y luego los

españoles. Tenían gran reconocimiento público en la época en que el Papa era

su capellán, el Emperador su condotiero, Venecia su camarlengo y el Rey de

Francia su cortesano. Todo el mundo les temía. Incluso Cosimo de Medici les

rendía homenaje para mantenerlos fuera de Florencia. Ahora, yo... —Le cogió la

mano.

Alanis sutilmente la retiró.

—¿Qué sucedió? ¿Cómo es que Francia conquistó Milán?

—Los aristócratas discutían entre sí y apoyaban a cualquier aventurero,

interno o externo, que compartiera sus ambiciones personales. Había luchas de

clases sociales, celos insignificantes, corrupción, simonía... Milán es de Marte,

milady. El mundo entero quería humillarlos.

Marte. La figura más física y volátil entre los dioses: un luchador, una

bailarín, un amante, un inmortal gobernado por su corazón y sus deseos,

impulsado por la furia, la lealtad y la venganza. Ella no quería pensar en Eros,

pero la similitud era demasiado fuerte.

—Debería ir regresando —dijo ella.

—No os marchéis justo ahora —le suplicó Nico—. Venid a Venecia

conmigo. Dejadme que cuide de vos. Tengo una pequeña fortuna ahorrada.

Abriré un negocio. Dedicaré mi vida a haceros feliz. Sólo si... —Hincó una

rodilla en tierra—. ¿Me haríais el honor de aceptar ser mi esposa?

—¿Tu esposa? —Alanis retrocedió tambaleándose, con la boca abierta. Le

estaba proponiendo matrimonio. Él se puso de pie.

—Os amo, lady Alanis. Vos sois la mujer más noble y dulce del mundo, y

soy consciente de que vuestra condición social supera diez veces a la mía, pero

yo puedo haceros feliz. Vos os merecéis algo mejor que un hombre con el

corazón cerrado con llave, aunque se trate de un príncipe real.

Ella se sujetó la capa contra el viento penetrante.

—Yo... Yo no sé qué decir.

Nico la tomó de los hombros, mirándola fijamente a los ojos.

—Decid que sí.

Ella se retorció con incomodidad.

—Yo, eh, me siento profundamente elogiada, pero no puedo aceptar tu

proposición. Yo...

—Sólo tenéis ojos para Eros —terminó él con tono grave—. Él os romperá

el corazón, milady. Ya lo he visto antes, muchas veces. Mientras que yo... —La

atrajo hacia sí y le rozó los labios.

Un caballo relinchó. Alanis giró en redondo. Un jinete moreno, envuelto

en un abrigo, apareció de manera amenazante en el sendero que daba a los

establos. Sentado en la montura, la observaba en medio del vigorizante viento.

Aunque su rostro estaba a oscuras, ella supo de quién se trataba. Aquella fría

indignación masculina a ella le heló la sangre.

Con espeluznante reserva, el jinete se movió en la montura y se marchó

cabalgando. Lo has perdido, escuchó decir a una voz frenética dentro de su

cabeza, pero otra voz, una más triste, dijo: De todos modos jamás lo tuviste.

Perdidos estamos, y ya estamos tan castigados,

que sin esperanza vivimos con deseo.

Dante: Inferno.

Capítulo 24

El cielo se partió en dos en el instante en que Alanis subió corriendo la

escalera de la fachada. Se apresuró a entrar y cerró la puerta con una ráfaga de

viento que azotaba la lluvia. Se desplomó contra la superficie tallada de la

puerta para recuperar el aliento. Cayó un relámpago y un momento después el

vidrio de colores del vestíbulo vibró ruidosamente. En la posterior oscuridad

ella vio una luz tenue que se fugaba por las puertas abiertas de la biblioteca.

Una silueta de hombros anchos llenó el marco de la puerta. Eros. El corazón le

dio un ruidoso vuelco en la caja torácica.

—La arpía traicionera —La voz sonaba profunda y sarcástica—. Pasa.

Hazme compañía, mientras me emborracho hasta el sopor. Es un estado que

recomiendo encarecidamente.

Una sensación de cautela le subió por la espalda.

—Ya suenas borracho —murmuró ella.

—No tanto. Cuando uno está borracho como una cuba no le importa haber

caído en la misma desgracia que su padre al haber permitido que una hermosa

arpía le encadenara el alma. Ni ser sólo la simple suma de sus deseos.

Ella se quedó paralizada un instante, luego se apartó de la puerta y colgó

la capa. La cabellera cayó salvaje y enmarañada hasta la cintura; tenía los

zapatos de satén embarrados. Se los quitó y consideró la idea de esperar hasta

la mañana para solucionar aquello con él.

El cuerpo pesado se reclinó sobre ella y pudo oler el coñac caro en su

aliento. Eros apoyó una mano en la pared y deslizó la otra por el torso de ella

hacia el seno izquierdo. A ella se le cortó la respiración cuando la apretó con

vehemencia, acariciando con un dedo la piel desnuda que se hinchaba debajo

del encaje.

—Tu corazón inconstante se acelera cuando lo acaricio —Él respiraba

bruscamente—. Me pregunto, ¿qué les provocaré a esos labios mentirosos...? —

Le dio vuelta y la besó de manera brutal y posesiva. Ella lo empujó, pero él la

cogió de las muñecas y arremetió con más fuerza, apretándole el cuerpo,

obligándola a que su lengua se defendiera contra la suya. El deseo la consumía

como una llama, como una maldición. Claudicaba ante sus besos, odiándose a sí

misma, aunque odiándolo más a él por arrastrarla consigo.

Casi aturdida, sintió que la cogía en brazos y la llevaba hasta la biblioteca

iluminada por el hogar encendido. Una agradable fragancia de madera de pino

ardiendo perfumaba el aire. Él serpenteó entre pesados muebles de caoba

tapizados en terciopelo de color rojo hasta llegar al sofá frente al hogar. Cayó

encima de ella, atacándola con sus ávidas manos y su boca sin ningún

preámbulo. No le estaba haciendo el amor; la estaba castigando.

—No, Eros. Espera. ¡Espera! —Lo apartó de un empujón y gateó lejos de él.

Exaltado, Eros se levantó del sofá y se dirigió hacia el mueble de las

bebidas. Descorchó una botella llena hasta la mitad y se sirvió en una copa. El

coñac se derramó brillante y dorado. Con la copa en la mano, él se volvió a

mirarla. Aquella expresión en sus ojos a ella le detuvo el corazón. Dolor. Rabia.

Angustia.

—Me mentiste —la acusó en un susurro severo—. Mentiste esta noche.

Mentiste la noche que pasamos juntos en Agadir —La furia ardiente le encendía

el iris—. ¡Besaste a Niccoló, Alanis!

—¡Él me besó a mí! —rebatió ella acaloradamente—. Ni siquiera fue un

beso. No significó nada. Nico sabe lo que siento. ¡La única persona en este

cuarto que no siente nada eres tú!

—No debo sentir nada. Cualquiera diría que podría ser inmune a una

mujer como tú. Después de todo, fue una mujer así la que me dio la vida y

luego me sentenció a muerte.

—Tu madre no te sentenció a muerte. Cualquier persona con la mitad de

cerebro que tú a estas alturas ya lo hubiera comprendido. Si no hubieras estado

tan empeñado en castigarla, hubieras visto el amor reflejado en sus ojos cuando

cogió tu mano y te llamó "su milagro". ¡Fue desgarrador! Yo no te salvé la vida,

Eros. Tu madre lo hizo. Ella te sacó de ese foso. Ella te curó las heridas y me dijo

dónde ocultarte. Ella es tu ángel de la guarda, aquella pobre monja triste a

quien desprecias, la que educa a los pequeños descarriados y abandonados de

la ciudad, la que ha dedicado los últimos dieciséis años de su vida a hacer

beneficencia y a la contrición. Maddalena no abandonó a su hijo, Eros. Él la

abandonó a ella.

—¡No quiero hablar de esto! —gruñó Eros.

—Bien. No hables. Pero eres tú el que esta noche ha abierto la caja de

Pandora, así que tendrás que escuchar. Una mujer que sentencia a su hijo a

muerte es una arpía, pero las arpías no se vuelcan en la Iglesia. No llenan sus

corazones solitarios con el amor de los huérfanos, ni arriesgan la vida

rescatando hijos. Sea lo que sea lo que sucedió aquella trágica noche,

Maddalena es inocente. Ya sabes lo fácil que es para un hombre dominar a una

mujer. Estoy convencida de que tu tío le hizo algo y la encerró en su residencia

para sostener la mentira. Me sorprende que le hayas creído tan rápido sabiendo

la despreciable víbora que era y cuánto te amaba tu madre. Pero tú, su hijo

adorado, ¿no pudiste forzar esa puerta para constatar que ella fuera su cómplice

antes de coger a tu hermana y desaparecer? Dejaste a tu madre sola. ¿No

pensaste ni siquiera un instante en ella, en lo que debe de haber sufrido?

Maddalena jamás ha dejado de amarte, Eros, y si te queda una pizca de

compasión, deberías volver a Roma y rogarle que te perdone.

—Hay un hecho que tu teoría no sostiene. Carlo se enteró de la Nueva

Liga a la que mi padre apoyaba. ¿Cómo? Sólo mi madre lo sabía.

—Tendrás que preguntárselo a Maddalena. Regresa al convento. Ella se

merece tus disculpas, o al menos tu gratitud.

El desvió la mirada y bebió el coñac.

—Jamás regresaré a ese convento.

—Previsible —emitió una risa amarga y meneó la cabeza—. Sigue así,

conserva tu cinismo, tu rencor absurdo y tus recuerdos tergiversados.

Encuentras tanto consuelo en compañía... ¿Para qué molestarse en buscar la

verdad cuando puedes echarle la culpa a tu pobre madre de todas las

adversidades de tu vida? Eso es mucho más fácil que mirarse al espejo y ver las

desagradables verdades.

—Yo sé cuáles son mis desagradables verdades —le respondió él con tono

brusco—. Es hora de que tú admitas las tuyas. Aquella noche viniste hasta mi

cama por el motivo más obvio de todos. Lamentablemente, a mí me cegó el

deseo por ti, y estaba tan obsesionado por tenerte que me dejé convencer de que

me querías tanto como yo a ti.

—¿Un motivo obvio? —siseó ella impasible, con las lágrimas que le

picaban en los ojos—. ¿Y cuál será ese motivo? ¿Que soy una arpía fría y

manipuladora, sedienta de tu sangre, tu alma y tu principado? ¡Soy la nieta de

un duque! ¿Por qué razón un viejo título me atraería a la cama de un hombre

cuando es de eso precisamente de lo que escapo? ¡Si tuviera intención de vivir

en un palacio, ya estaría en Inglaterra!

—Viniste hasta aquí porque sabías quién era yo.

—¡Vine a buscarte porque te amo! —gritó ella, incapaz de contener las

lágrimas.

—¡No mientas! —rugió él—. ¡Tú no me amas a mi! ¡Esto es lo que amas! —Se

dio vuelta y con fuerza brutal arrojó la copa de coñac contra la pared de encima

del hogar, y el fino cristal se hizo trizas contra el escudo Sforza que había allí

colgado.

Ella lo miró pasmada.

—Estás equivocado —le susurró—. Eso es lo que tú amas, Stefano.

Parecía como si a Eros le hubieran clavado una estaca en medio del

corazón. Sus ojos ardían en llamas. El pecho subía y bajaba con dificultad.

—Stefano Sforza ya no existe. ¡Esa parte de mí está muerta! ¡Ya te lo dije

hace meses! Sólo hay un hombre viviendo dentro de mí, Alanis: un dannato, ¡un

único condenado!

Aquello no tenía nada que ver con ellos, se percató ella. Tenía que ver con

su pasado, con el hecho de que se encontrara de nuevo en Italia después de

dieciséis años y de tener que volver a enfrentarse a sus viejos demonios. Y más

importante aún: tenía que ver con aceptar quién era él realmente.

—Tú no eres un condenado. Stefano Sforza está bien vivo en tu interior,

pero lo has enterrado tan profundamente, que está... un poco perdido.

—Es una causa perdida.

Un silencio denso cayó entre ambos. Él estaba allí parado tan soberbio y

apuesto ante ella, y con un aspecto tan terriblemente miserable, que a ella le

sangraba el corazón. Las peores cicatrices no estaban en su piel, sino en su alma.

Ella se le acercó y le deslizó los brazos alrededor del cuello.

—Tú no eres ninguna causa perdida. Eres maravilloso y eres mío. Si te

hubieras muerto en aquel foso, mi alma hubiera muerto contigo.

Él le apoyó la cabeza en el hombro. La abrazó tan fuerte que ella casi no

podía respirar. Él no dijo nada durante un largo rato. Cuando habló, su voz

sonó suave y arrepentida.

—No hay nada que temer cuando no se tiene nada que perder. A los

dieciséis años yo perdí todo, y no he tenido nada más que perder desde

entonces —Levantó la cabeza. Tenía los ojos oscuros y doloridos—. Hasta que tú

entraste en mi vida, amore.

—No es cierto —Ella sonrió con ternura, amándolo cada vez más—.

Siempre te has tenido a ti mismo.

—¿Y quién es ése, según tú?

Ella cogió el medallón y tiró de él suavemente.

—Eso lo tendrás que averiguar por ti mismo.

Él tragó con dificultad.

—Todo el mundo espera que avance hacia Milán, venza a los invasores y

establezca un nuevo régimen Sforza. Yo no puedo hacerlo, Alanis. Ni siquiera

estoy seguro de quererlo.

Ella contempló esa mirada como de sentirse enjaulado.

—¿Por qué eres tan reticente a esa idea?

Él soltó un suspiro de angustia.

—Saboya está allí. Vendôme está allí... El norte es un infierno.

—«Es mejor reinar en el infierno que servir en el Cielo» —ella trató de

animarlo un poco, pero perdió la sonrisa al verle el ceño fruncido—. Tal vez

deberías considerar unirte a Saboya. Los Aliados y los franceses están en tablas.

Una alianza contigo inclinaría la balanza a su favor, y tú, como príncipe

gobernante independiente, te beneficiarás de su futura protección contra

recurrentes ataques franceses.

—No resolveré ningún problema metiendo a los austriacos en Milán para

expulsar a los franceses y a los españoles. Para empezar, eso fue lo que ocasionó

la desaparición de mis antepasados.

—Los Aliados no están interesados en subyugar a Milán. Sólo quieren

expulsar a los franceses.

—Los milaneses no necesitan otro príncipe hambriento de poder que

venga a hacer la guerra en sus tierras. Milán ha sido el campo de batalla más

sangriento de Europa durante más de un milenio.

—¿No dijiste que eras tú a quien habían escogido como líder? ¿Su legítimo

príncipe? El Papa me dijo lo mismo. Me preguntó por qué postergas el hecho de

cumplir con tu deber.

Él se pasó una mano por la cabellera.

—No me presiones, Alanis. Esta noche ya he oído demasiado en la posada.

—¿De qué estás tan avergonzado? —le preguntó ella con tono suave—.

¿Qué es lo que te parece tan indigno de convertirte en el futuro duque de

Milán?

—¿Tú qué crees? ¿Honestamente crees que los milaneses me volverán a

recibir después de haber saltado del barco con el rabo entre las piernas? Ellos

dependían de que yo ocupara el lugar de mi padre y los defraudé. Dejé que

Milán se defendiera sola, sin liderazgo, sin nadie que condujera su ejército y

protegiera sus intereses contra Francia y España. Yo no merezco su lealtad. Ni

yo mismo me volvería a recibir.

—Todos saben que eras muy joven cuando asesinaron a tu padre. Si te

hubieras quedado, ahora estarías muerto y no le servirías de nada a Milán. No

tenías alternativa.

—Siempre hay una alternativa y yo tomé el camino cobarde —La

autoaversión reflejada en sus ojos igualaba al gesto desdeñoso de sus labios—.

Tengo treinta y dos años, Alanis. Poseo decenas de barcos. Tengo a miles de

hombres a mi cargo. Cuento con suficiente armamento para respaldar diez

guerras. Entonces, ¿dónde he estado hasta ahora? ¿Qué fue lo que me impidió

cumplir con mi deber?

—Estabas... comprometido de otra manera —Ella no quería hacer hincapié

en sus inmoralidades del pasado. No esa noche. No cuando se encontraban a

solas en aquel cuarto con el hogar encendido y la lluvia golpeando las ventanas.

No cuando finalmente estaban hablando.

Eros rió de manera burlona.

—Sí. Comprometido de otro modo, enredado con Luis y...

Sus miradas se encontraron. Él no tuvo que seguir hablando.

—¿Por qué estás formando este ejército? —le pregunto ella—. ¿Por

venganza? ¿Irás tras Cesare?

—No necesito ningún ejército para cazar a un cobarde. El es una criatura

social. Lo encontraré en Roma y lo mataré con mis propias manos —El frío

brillo de sus ojos a ella se le caló hasta los huesos. Había olvidado lo peligroso

que era, cuando yacía enfermo y herido con esos ojos conmovedores como los

de un cachorro. Obviamente, había recuperado su antiguo ser y era más letal

que nunca—. En Ostia tuve mucho tiempo para pensar —dijo—. Yo no creo en

las coincidencias. Cuando visitamos la kasba, Taofik me advirtió sobre un noble

italiano. Luego llegó Hani y trató de matarme. El era un títere de Taofik y lo

envió junto con Cesare a mi casa de Agadir. Sin su ayuda ellos no hubieran

sabido en dónde buscar. Por lo tanto, cuando llegue la primavera iré a Argel y

arrasaré con todo.

—Entonces castigarás a Taofik por ser el individuo malvado y corrupto

que siempre supiste que era...

—Él fue mi mentor. Él me enseñó lo que es valor y la perfidia y... a veces

era mi amigo.

—Jamás fue tu amigo. Él te usó. Tú eras joven, irascible y vulnerable.

Cuando él descubrió lo capacitado que eras, se aprovechó de todas tus

cualidades. No te autodestruyas exigiendo revancha. Él no vale la pena. Se

trazará su propio camino al infierno.

Maldiciendo, él se acercó al hogar y cogió un atizador para remover los

leños.

—Taofik se merece lo que está a punto de caerle. No puedo borrar lo que

su ambición y sus intrigas me han costado. Sus enemigos mueren en rincones

oscuros con un cuchillo clavado en la espalda. Yo no pasaré el resto de mi vida

mirando por encima de mi hombro. Y lo mismo vale para mi primo. Cesare me

ha querido muerto durante años. Volverá en cuanto se entere de que estoy con

vida. ¡Ambos deberían arder en el infierno! —Las chispas subieron volando por

el tubo de la chimenea.

Ella clavó los ojos en su espalda ancha y rígida.

—Antes de que salgas corriendo a acabar con ellos, piensa en la inusual

oportunidad que tienes delante. Milán queda a unos pocos días a caballo.

Cuentas con un enorme ejército que acampa en las colinas y ya he visto cómo

funciona tu cabeza. Eres un experto estratega, diez veces más competente que

los generales que dirigen esta guerra. Eres capaz de lograr cualquier cometido

que te propongas. Sólo necesitas desearlo. Muy pocos son los que alguna vez

tienen una segunda oportunidad, Eros, y yo sé que quieres recuperar tu hogar.

Si dejas pasar esta oportunidad, ¿en qué lugar quedarás cuando tus enemigos

estén muertos y enterrados? Te seguirás sintiendo como ahora: solo, a la deriva

y con nostalgia. No habrás logrado nada.

Eros levantó la cabeza y la paralizó con la mirada.

—Me estás abandonando.

Sin querer que él viera sus ojos llorosos de nuevo, le dio la espalda.

—No lo sé. Aún no lo he decidido. No zarparé contigo en tu expedición de

venganza. No es el tipo de vida que quiero para mí. Tenía la esperanza de que

pudiéramos discutir las cosas, pero está claro que tú ya estás decidido.

Él se acercó por detrás y le envolvió los hombros con los brazos.

—Cuando estaba en el convento tuve un sueño —susurró—. Tú me

prometías ciertas cosas. Dijiste que no me abandonarías a menos que te lo

pidiera —Le posó los labios sobre una lágrima que rodaba por la mejilla—.

¿Todavía no me conoces? ¿No sabes que jamás te permitiré que me abandones?

Te necesito. Te quiero. Pienso en ti todo el tiempo. Todo el tiempo. No tienes que

marcharte cada vez que te irrito.

—Tú quieres una amante, Eros. Cualquier falda puede cubrir ese puesto

—Alanis cerró los ojos ante el torrente de lágrimas, preguntándose tristemente

cómo podía el mundo volverse tan cruel como para hacerla sentirse la más

protegida entre los brazos de un hombre capaz de causarle el peor dolor.

—Ya no —Él le dio vuelta y besó una por una las lágrimas que surcaban

su rostro—. Fuiste tú la que sembró este dolor dentro de mí y sólo tú puedes

calmarlo —Le cogió la mano y mirándola intensamente le besó la palma—.

Dime qué tengo que hacer para retenerte a mi lado.

Amarme, clamó su corazón miserablemente. Pero el amor no era algo que

se le pidiera a una persona.

—Sé que te preocupas por tu abuelo. Pero si me convierto en el duque de

Milán, no habrá escándalo. ¿Es eso lo que quieres que haga? ¿Que reclame

Milán?

—Sí quiero que recuperes tu hogar, pero no que lo hagas por mí, Eros.

Hazlo por ti.

—Por ti, yo haría cualquier tontería —sonrió—. No zarparé a Argel. Nos

quedaremos juntos en Toscana y... seguiremos hablando. Eso, si accedes a

quedarte aquí conmigo. No te presionaré para que...

Él era demasiado alto para besarlo sin los zapatos puestos, de modo que

ella le enroscó una mano alrededor de la suave nuca y le bajó la cabeza. Él

inspiró enérgicamente.

—¿Me deseas? —La voz sonó grave, ronca y algo insegura—. Porque yo sí

te deseo. Terriblemente.

—¿Esto responderá tu pregunta? —Ella apretó la boca contra la suya,

embriagada por la aterciopelada suavidad de sus labios y el delicioso sabor de

su boca. La respuesta de él llegó tan naturalmente como la respiración. Él

inclinó la boca y la besó como si les fuera la vida en ello: en un solo beso. El

terrible deseo que ella había tenido que reprimir durante las semanas de

buscarlo, de no saber si estaba vivo o muerto, se desbordó como un dique. Ella

ya no quería sufrir más. Quería acostarse con él, amarlo y redescubrir el sitio

mágico que habían encontrado juntos en las arenas de Agadir.

—No te muevas —le susurró Eros y se dirigió hacia la puerta. El cerrojo

hizo un ruido. Al cabo de un instante estaba de nuevo a su lado, se encorvó y la

alzó en brazos sin ninguna dificultad evidente. Se dirigió hacia el hogar a

grandes trancos, hasta el sofá rojo oscuro que estaba enfrente, y la depositó en el

suelo. Se besaron sin poder detenerse. Sintió los dedos masculinos

desabrochándole los corchetes de la espalda mientras ella buscaba a tientas el

fular y le quitaba el abrigo por los hombros. Eros la soltó para dejar que el

abrigo se deslizara hasta caer sobre la alfombra y luego le desató las enaguas.

Tenían suma urgencia por quitarse la ropa y las manos eran torpes en el

proceso. Finalmente, cuando la última prenda se unió al montón que había a los

pies de ella, le desabrochó el primer botón de los pantalones. Él hizo una

mueca.

—Déjame hacerlo o quedaré en ridículo —Se hizo cargo de eso, pero al

verla parada frente a él, con el cuerpo desnudo dorado por el fuego, le cogió la

cabeza rubia entre las manos y le susurró—: Come puoi essere cosí bella? ¿Cómo

puedes ser tan hermosa?

Avergonzada por lo que percibía en los ojos masculinos, ella lo cogió de la

mano y lo llevó hasta el sofá. Se recostó de espaldas y lo instó a que se acostara

encima. Él se apoyó entre los muslos, con los pantalones a medio abrir y con el

enorme cuerpo deliciosamente pesado encima de ella. Ella le acarició los suaves

mechones negro azabache.

—Sansón, Sansón, tu cabello están tan corto... Me encantaba tu cabellera

larga y sedosa.

Una profunda carcajada le sacudió el pecho:

—Niña malvada. Me lo dejaré crecer para ti. Lo regaré todos los días —La

besó ávidamente y ella le enroscó las piernas alrededor del cuerpo mientras él

se mecía—. Moría de ganas de esto. De ti —Se deslizó un poco más abajo y

lamió el pezón hasta que se endureció y quedó erecto como un botón rosado. Lo

succionó y ella se arqueó, cerrando los puños para no arañarle la espalda, y

preguntándose por qué diablos él aún no se había quitado los malditos

pantalones. Le buscó ese intenso latido entre las piernas y la volvió loca

moviendo los dedos lenta y habilidosamente. Ella gemía y daba respingos

amenazando con asesinarlo cuando aquello acabara; apenas sintió los labios

que iban bajando, quemándole la piel con los besos hasta que se dio cuenta de

lo que intentaba hacer, reemplazar los dedos por la boca. Ella lanzó un grito,

cegada por el arrollador arrebato de placer y se despegó del sofá formando con

el cuerpo un arco perfecto. El tuvo que sujetarle los muslos separados para que

no los cerrara de golpe.

Alanis se mordió fuerte la mano mientras la presión crecía en su interior.

Sentía la boca de él caliente, insaciable, avasalladora y empezó a estremecerse.

Llegó a un orgasmo tan intenso que casi era doloroso. Cada célula de su cuerpo

explotó de placer y por un breve instante ella quedó flotando entre el cielo y la

tierra. Al abrir los ojos, Eros estaba suspendido encima de ella, sonriendo.

Ella lo contempló a través de sus largas pestañas.

—Quítate el resto de la ropa, rufián.

Eros se sentó y se quitó de un tirón las botas y los pantalones. Cuando

reapareció encima de ella, tenía una expresión tensa de ansiedad, con los ojos

brillantes de deseo.

—Por lo que sea que me hayas hecho, moriré como un hombre feliz —La

penetró de un solo movimiento firme y certero. Se incrustó tan íntegramente

que gimió de placer pero no se detuvo; el ritmo era fuerte e inquebrantable,

ambos meneaban las caderas en una danza frenética. Mantenían el contacto

visual en todo momento. Una delgada capa de sudor brotó en sus cuerpos; la

piel resplandecía a la luz del fuego. Afuera, el viento ululaba, los árboles se

postraban ante el ataque de la tormenta, pero nada de eso invadía la apasionada

unión de ellos.

—Abrázame... Ámame... —le imploró él en un susurro, con los ojos azul

oscuro como dos pozos llenos de deseo.

Ella lo hizo, en medio de la turbulenta carrera hacia el éxtasis, mientras su

cuerpo se derretía alrededor de él y los ojos se le volvían como dos brillantes

lagunas. La eyaculación de Eros fue abundante y explosiva. Gritó el nombre de

ella y cayó sudoroso y laxo en el refugio de sus brazos. Permanecieron

inmóviles, con las húmedas extremidades enredadas, las mentes en blanco, el

crepitar de los leños consumidos por el fuego llenando el silencio.

Él se estiró para coger la chaqueta de terciopelo color borgoña que estaba

en el respaldo del sofá y la arrojó sobre los cuerpos desnudos. Los ojos saciados

y adormecidos le brillaron con ternura.

—Carissima —Le pegó la cara a la mejilla como si fuera un gran tigre

mimoso y le murmuró—: Di de nuevo que me amas.

Ella parpadeó perezosamente y el ruego de él quedó sin respuesta al

vencerla el sueño.

Sallah y Nasrin se quedaron perplejos cuando Eros y Alanis llegaron de la

mano a almorzar al mirador de la terraza al día siguiente. El sol brillaba y cada

hoja parecía más verde.

Eros ayudó a Alanis a sentarse y se apropió de su mano por debajo de la

mesa para tenerla aferrada encima del muslo.

—Ya me he encargado de los preparativos para vuestra partida —

anunció—. Zarparéis desde Genova a bordo de uno de mis barcos pasado

mañana, pero honestamente, me gustaría que os quedarais más tiempo.

—Mi esposa extraña a sus hijas, y francamente, si yo fuera vosotros

consideraría la idea de unirme a nosotros. Me he enterado de que en Yorkshire

hay abuelos tirándose de los blancos cabellos y garabateando órdenes de

arresto.

Cuatro criados se presentaron blandiendo platos de porcelana

artísticamente colmados con Ossobuco alia Milanse. Sallah se distrajo y terminó

relatando su infructuoso intento en el juego de cricca de esa mañana en la

posada del pueblo. Eros rió todo el tiempo hasta quedar sin aire.

—La próxima vez que vayas a jugar por estos lugares llévame de

acompañante —le advirtió—. No puedo creer que hayas perdido cien ducados

contra el tonto de Rizo.

—No habrá próxima vez —Nasrin le lanzó al esposo una sonrisa con los

labios apretados.

—¿Cómo puede uno ganar a algo con esa panda de bárbaros? —Se quejó

de mal humor—. ¡Jamás en mi vida me han atacado con un lenguaje y un

comportamiento tan salvajes!

—¿No se los devolviste? —dijo Eros con una sonrisa burlona y bebió el

vino—. Los bárbaros eran los hunos, los celtas y los vikingos, y bueno,

prácticamente toda tribu salvaje o cavernícola de Europa. Los civilizados eran

los romanos. Gente como el aquí presente —Hizo un gesto señalándose a sí

mismo.

—¡Aja! Déjame corregirte en eso, mi querido descendiente romano. Mi

ancestro, el rey Salomón, jugaba al ajedrez con la reina de Saba mientras tus

antepasados, Rómulo y Remo, todavía mamaban de una loba. Y ahora quién es

el bárbaro, ¿eh?

—Touché! —Eros inclinó la cabeza con dignidad—. Tienes razón, por

supuesto.

—¡Y mira bien de recordarlo! —exclamó Sallah con aire de triunfo—. Ah, a

propósito, mientras pasaba por esa horrible experiencia, sucedió que escuché

un rumor muy interesante.

Después de lanzar una mirada al cielo, Nasrin lo instó con tolerancia:

—Ilumínanos, querido.

—Bueno, no es un rumor demasiado difundido debido a su naturaleza

delicada, pero mi fuente es bastante confiable. Aparentemente, cierto marinero

veneciano se le declaró anoche a cierta dama inglesa.

—Bastardo! —Golpeando el puño sobre la mesa, Eros se puso de pie—.

¡Esto es demasiado! ¡Es hombre muerto!

Alanis lo siguió de prisa cuando él iba a matar al pobre Niccolo. Ella le

cogió la mano y lo obligó a mirarla de frente.

—Yo lo rechacé. Por favor, no le des más importancia de la que tiene.

—¡Para empezar, él no tuvo ni el menor reparo en ir a declararse! —

vociferó nervioso.

—Lo rechacé, Eros.

—Lo rechazaste —repitió él, aunque los ojos seguían buscando consuelo.

A Alanis se le oprimió el corazón. Él se sentía presionado por la decisión de Nico

de casarse con ella.

—¿Qué es lo que te da tanta rabia? —preguntó Sallah—. Deberías estar

agradecido de ser tú con quien ella quiere casarse. En lugar de asesinar a sus

pretendientes, ¿por qué no te le declaras tú?

Alanis se ruborizó. Eros palideció. Y Nasrin le pateó la pierna al esposo.

—Cállate, Sallah, y come tu carne de ternera. Puede que explotes de

gordo, ¡pero al menos no terminarás ahogado con un pie metido en la boca!

Dos días más tarde, un coche aguardaba en el patio del castillo. Mientras

Eros acompañaba a Sallah hasta la puerta principal, Alanis y Nasrin los seguían

a paso tranquilo.

—¿Estás segura de que quieres quedarte con él? —preguntó Nasrin con el

ceño fruncido de preocupación—. Sé que yo te alenté, pero ahora creo que debes

regresar a casa con nosotros y darle la oportunidad de que se dé cuenta de que

no puede vivir ni un solo día sin ti. Créeme cuando te digo que te seguirá al

trote alegre, meneando su preciosa cola y pedirá tu mano en matrimonio.

De nuevo esa palabra: matrimonio. Alanis desvió los ojos hacia la cabeza

morena que conversaba con Sallah. El sol brillaba en sus ojos de color zafiro. La

sonrisa era un encandilador destello blanco.

—Si lo sigues mirando de ese modo se derretirá —la regañó Nasrin

cariñosamente—. Aunque confieso que se le ve más feliz que nunca. Lo rodea

un resplandor que es absolutamente obra tuya.

Alanis gimió internamente. Si Eros tenía un resplandor, ella temía

preguntar lo ridículamente enamorada que se vería ella, locamente enamorada

de un príncipe pirata que tenía problemas para decidir cuál de los dos prefería

ser.

—Estoy bebiendo de nuevo la infusión —le susurró esperando que la

criticara.

—Te mentiría si te dijera que lo apruebo. Si no confías en que él haga lo

correcto...

—No se trata de confianza. Un bebé no será la fuerza que nos una. Yo no

quiero ligarlo a mí con un niño y convertirme en otro deber además de los que

ya pesan sobre él. Me preocupa, Nasrin, apenas duerme de noche pensando en

Milán, en la guerra —El temor se apoderó de ella. No era la primera vez que se

cuestionaba la sensatez de enviar a Eros a luchar por su hogar. Una guerra era

una guerra, y él en esencia era un soldado. Ella sentía una intensa necesidad de

protegerlo, de llevárselo de nuevo al desierto y tenerlo allí oculto, pero era

consciente de que él necesitaba recuperar su familia y cumplir con su deber. O

de otro modo, jamás encontraría la paz.

Nasrin posó los delgados brazos alrededor de Alanis.

—Todo estará bien, querida. Ya verás...

El siguiente turno para darle un abrazo era de Sallah.

—Sabes que eres como una hija para mí. No lo olvides jamás. Y no

permitas que este canalla te fastidie demasiado. Recuerda que sólo es un niño

grande malcriado.

Alanis rió y se secó las lágrimas. Los saludó con la mano mientras el coche

se marchaba dando tumbos.

Unos brazos fuertes la rodearon por detrás.

—Al fin solos —Eros le enterró el rostro en el cuello—. Y yo tengo asuntos

urgentes que discutir con vos en privado, milady.

Alanis se recostó sobre su amplia estructura mientras recibía las caricias

de su nariz en el cuello.

—¿Cómo de urgentes?

—Que arden —La cogió de la mano y subieron de prisa las escaleras de la

fachada.

—De nuevo como conejos —la voz grave de Eros llenó la penumbra

mientras descansaban entrelazados en su enorme tina de bronce, sumergidos en

agua caliente, contemplando las llamas que saltaban en el hogar.

—Brrr... —sonrió Alanis y apoyó la cabeza en el pecho resbaladizo y

mojado. Así, entre sus brazos, con los cuerpos desnudos resplandeciendo bajo

la débil luz del fuego, ella debía sentirse feliz. Y así era, hasta cierto punto,

siempre y cuando no pensara en la guerra ni en el matrimonio. Esas dos

palabras revoloteaban en su cabeza como la espada de Damocles. Cerró los ojos

y soltó un fuerte suspiro.

—¿Qué te perturba, mi inocente hada de agua?

Alanis soltó una tenue risita apenada.

—Ya no soy tan inocente.

—Para mí lo eres —Le besó la mejilla. Ella alzó la vista. La luz del fuego le

doraba la mitad del rostro mientras que la otra seguía ensombrecida: las dos

caras del mismo hombre: uno cerrado, el otro abierto y bueno. Le acarició la

mandíbula cuadrada y esa sombra oscura que formaba la barba crecida de un

día le pareció irresistible. Le acarició la boca, fascinada por la forma y la textura.

Él era hermoso, como el dios Marte, e igual de contradictorio. Los brillantes ojos

azules, los rasgos severos y perfectos, los cabellos negros lustrosos: todo

personificaba el ardiente espíritu que había en su interior.

—Dai, no arrugues la frente —Le puso un dedo entre los ojos y suavizó las

pequeñas arrugas—. ¿Tan terrible te parece esto? Ahora estamos juntos, ¿No es

lo que más importa, ser amantes de nuevo?

Amantes. Una palabra de doble filo, pensó ella.

—¿Es eso lo que somos, amantes?

Eros se quedó callado. Hundió un jarro de bronce en el cubo con agua

caliente que había sobre una parrilla de hierro. Vertió el agua sobre la cabellera

de ella y observó extasiado cómo el agua limpia le cubría la piel. Le enmarcó el

rostro con las manos y le apartó unos mechones dorados y mojados de la frente.

—Sí. Somos amantes.

Al mirarlo a los ojos ella deseaba tanto creer que él la amaba, pero el color

era el mismo azul de la base del fuego e igualmente misterioso. A veces ella

creía que podía sentir más que interpretar los pensamientos que habitaban los

privados rincones de su mente. Sin embargo, sabía que una parte melancólica

de Eros siempre permanecería oculta. Pensó en el vino italiano: era necesario

considerar la configuración del terreno para lograr entender la característica del

vino, pues no sólo se trataba de la uva sino también de la diversidad de la tierra

de Italia, que era lo que le añadía ese sabor especial a la uva: como las cenizas

volcánicas del lago de Bolsena, la exuberante región del Chianti o el rocoso

terreno de Massa. Eros no era diferente: él era la creación de Lombardía y

Argel, de Roma y Versalles. Y al explorar sus ojos, ella casi lograba percibir esos

rasgos de similares e irresistibles características.

—Estoy considerando la idea de convocar al Consiglio Segreto, el Consejo

Privado milanés —dijo él—. Ejerce poder sobre todas las áreas de Milán, y está

conformado por miembros de la nobleza del más alto rango. Los grandi son

muy poderosos y distinguidos y contratan por su cuenta ejércitos permanentes.

Ella se enderezó de golpe salpicando agua y se montó sobre él a

horcajadas.

—Eros, ¿estás diciendo que...?

—Esta posición me distrae mucho, Alanis, pero sí, estoy decidido a hacer

mi mejor intento —Sonrió—. ¿Te das cuenta de las dificultades a las que nos

enfrentaremos? Todo el mundo quiere Milán, y ahí están todos con ejércitos

cinco veces más grandes que el mío y contando con recursos ilimitados para

arrojar al campo de batalla.

A ella se le iluminaron los ojos.

—Pero tú tienes al pueblo milanés de tu lado, y bueno, tú eres quien eres.

Él le besó los labios:

—Sólo tú me valoras tanto.

—Y con buen motivo —sonrió ella—. Una vez que le hagas saber a la gente

que estás de vuelta, te seguirán en masa.

—Aunque obtenga el apoyo de los milaneses, yo conozco a mi país.

Intriga. Corrupción. Avaricia. Italia es como una tigresa, hermosa y letal —

Sujetándole los muslos, él se deslizó más profundo en la caricia del agua

caliente y apoyó la cabeza en el borde curvo de la tina—. Antes de la traición de

mi tío, la cadena de mando siempre conducía al duque, pero durante los

pasados dieciséis años los grandi ejercieron un poder absoluto, con los españoles

fiscalizando a distancia. Son como un grupo de estafadores con una

característica que podría serme útil: la voluntad de cambiar un soberano por

otro, creyendo de esta forma que mejoran la situación. Tal vez accedan a unirse

a mí. Ya veremos.

Con una sonrisa torcida, ella recitó:

—«Si liberas a Milán de esta detestable dominación, ¿qué puertas podrán

cerrarse ante ti? ¿La envidia de quién podrá estar en tu contra? ¿Qué italiano

podrá negarte lealtad? Serás recibido con amor en todas aquellas provincias que

han resistido esas hordas extranjeras durante años. Deja que tu ilustre hogar

asuma esta tarea con valor y esperanza, para que esta nación pueda enaltecerse

bajo tu estandarte y para que las palabras de Petrarca se vuelvan realidad.»

Él levantó la cabeza. Primero la miró asombrado, luego una lenta sonrisa

le torció los labios y siguieron recitando el resto al unísono:

—«Contra la furia bárbara, la virtud entrará en el campo de batalla e

interrumpirá la lucha. Fieles a su linaje, los corazones italianos demostrarán su

poder romano.»

Ella pegó un grito cuando él se le abalanzó encima, vaciando media tina.

La cogió de la nuca, susurrándole en los labios:

—Bruja celta, ¿cómo te atreves a citarme a Machiavelli, a mí? Me parece...

increíblemente excitante —Su boca se sentía cálida y seductora. La besó suave,

lenta y profundamente—. Tú me haces sentir tan bien. Cuando estoy contigo me

siento de nuevo en mi juicio. Di que me amas, amore.

Alanis le acarició los hombros resbaladizos y musculosos, contoneando el

trasero contra su regazo.

—Amo tu cuerpo. Eres un amante excelente. Estoy ciega de lujuria.

Él le dio una leve palmada en la nalga, con un brillo malvado en los ojos.

—Monstruo. Pequeño monstruo adorable —Inclinó la cabeza y le lamió el

pezón erecto dejando un círculo de fuego. Se lo metió en la boca y lo succionó

fuerte. Ella gimió en respuesta—. Alanis —dijo él en un gemido, arrastrando la

boca hasta el cuello femenino—. Necesito estar dentro de ti.

—Yo también te deseo —Cerró los dedos en el sexo erecto y lo presionó

con suavidad. Un suspiro agradecido escapó de los labios de él cuando ella se

levantó y se introdujo el miembro masculino. Él se enroscó las piernas de ella

alrededor de su cuerpo y la tomó con movimientos fuertes y rítmicos, la

expresión de su rostro revelaba el esfuerzo que le costaba contener el orgasmo.

La tensión que crecía en el interior de ella era tan poderosa, que temía acabar

con un grito capaz de derrumbar el castillo entero encima de ellos. Era una

batalla feroz. Ella lo apretaba como un puño con sus músculos internos,

estimulándolo hasta que finalmente le sacó un poderoso chorro de semen.

Primero se rindió gimiendo y temblando y luego enterró el rostro entre los

pechos femeninos.

Alanis se quedó mirando fijamente las alegres llamas y sonrió con

satisfacción femenina. El invencible Víbora que rara vez perdía el control —y

que cuando lo hacía siempre era de modo controlado— ya no se contenía más.

Eso tenía un único significado: el corazón estaba dominando la cabeza...

—Prométeme —le susurró mientras la abrazaba—. Prométeme que jamás

me abandonarás.

Una sonrisa llena de esperanza asomó en los labios.

—Lo prometo. Jamás te abandonaré...

Capítulo 25

Lucas Hunter se enorgullecía de ser una persona resistente. Había

sobrevivido a Eton, Cambridge, el tiránico conde de Dentón, y a piratas; sin

embargo, estaba transpirando.

—Su Excelencia —La voz sonaba sin aliento y ronca—. Asumo plena

responsabilidad por esta... grave situación. De hecho, mi conducta fue...

imperdonable. Tenéis todo el derecho de exigir compensación. Yo...

—¡Cierre la boca, Silverlake! —rugió el duque de Dellamore—. ¡Aquí lo

que está en juego es la vida de Alis, no los detalles de la hora y el sitio en que te

incrustaré una bala en ese fofo trasero! Así que dejaré ese asunto del honor para

tu conciencia y volveré a preguntarte: ¿Quién-tiene-a Alis?

Lucas parpadeó, clavado en el suelo ante aquellos gélidos ojos azules que

lo miraban con ira debajo de unas cejas plateadas. Sin embargo, él le debía a

Alis dejar las cosas en orden.

—El hermano de mi esposa tiene a Alis, señor.

El duque se apoyó sobre el escritorio y cogió a Lucas del fular.

—Un nombre, Silverlake.

Tragando el nudo que tenía en la garganta, Lucas cerró los ojos y barbulló:

—Eros.

Se desplomó en la silla, pero no sucedió nada más. De modo perplejo,

abrió los ojos y contempló la escena más triste de su vida: el duque de

Dellamore sentado en su silla, con los codos sobre el escritorio, apoyando la

cabeza entre las manos y con lágrimas de terror en los ojos. Estaba temblando.

—¡Su Excelencia! —Lucas cogió una botella de whisky y una copa y le

sirvió al duque un generoso trago—. Permitidme ir a por mi esposa, señor. Ella

podrá responderos cualquier pregunta mejor que yo.

El duque lo despidió haciendo un gesto con la mano.

Minutos después, Lucas condujo a su esposa encinta hacia la biblioteca de

Dellamore. El duque no estaba solo. Hassock, uno de sus hombres, estaba

memorizando órdenes para emprender el viaje, mientras el secretario, Simms,

tomaba nota de una carta dirigida al lord alto admirante. Dellamore partiría

rumbo a Londres de inmediato. Lucas escuchó las palabras: bloqueo,

extradición, Magreb. Entonces la persecución había comenzado. Eros sería

cazado como un perro rabioso. Bien. Él esperaba que a ese bastardo le pegaran

un tiro de inmediato.

Sin embargo, su esposa se encendió como una antorcha.

—¡Su Excelencia! —Corrió a su lado, haciendo rebotar los bonitos rizos

negro azabache—. Antes de poner a la Flota entera tras mi hermano, debéis

permitirme explicaros...

El duque pareció asombrado, luego sanguinario.

—Veo que no habéis perdido el tiempo.

—Su Excelencia —lo serenó Jasmine—. Eros no secuestró a lady Alanis.

Ella partió con él por voluntad propia. Iban a viajar juntos por el mundo. Ella

confiaba en él. Juntos formaban una...

—¿Queréis decir que mi nieta se fugó con ese despreciable sinvergüenza?

—Ellos no huyeron y mi hermano no es despreciable.

El duque despidió a sus hombres y le ordenó a la pareja que tomara

asiento.

—Sugiero que discutamos esto a fondo. Os advierto, vizcondesa, como

caballero que soy, que todo lo que digáis podrá ser usado en contra de vuestro

hermano cuando sea aprehendido.

—Agradezco la advertencia —dijo ella con tono severo—, pero hay cosas

que pueden favorecer el concepto de mi hermano —Ella le echó un vistazo a

Lucas—. Cosas que ni siquiera le he dicho a mi esposo.

—Soy todo oídos, señora —dijo el duque con tono cortante—. Habladme

de Eros.

—Tengo entendido que vos habéis oído hablar de él, Su Excelencia, ¿no es

cierto?

—¿Que he oído hablar de él? —dijo el duque con un bufido—. He enviado

flotas tras él. He declarado la guerra en contra él. Vuestro hermano, querida

mía, es un condenado pirata. ¡El peor de todos!

—¡Un asesino y un ladrón! —masculló Lucas sumándose.

—Cállate, Hunter —dijo Jasmine en voz baja. Y al duque le dijo—:

Efectivamente, Su Excelencia, sí ha oído hablar de él, pero debo decir que Eros

no ha practicado la piratería desde hace casi una década. Es un empresario

responsable. Es dueño de las minas reales de Agadir, entre otros prósperos

proyectos.

—Entonces tiene cabeza para los negocios igual que para aterrorizar los

mares. El infame ardid planeado por vuestro hermano tuvo que ser

decididamente inteligente para seducir a una joven tan lista como mi Alis.

—No hubo tal plan malvado, Su Excelencia. Simplemente una negociación

amistosa. Lady Alanis tenía deseos de conocer el mundo y Eros, al sentirse en

deuda con ella por salvarle la vida, accedió a llevarla en un pequeño viaje por

los sitios más interesantes del mundo. Estoy segura de que lady Alanis

regresará a Inglaterra dentro de poco, con su reputación intacta, si las cosas se

conducen adecuadamente...

—¡No hay motivo alguno para que las cosas no se conduzcan

adecuadamente! —vociferó el duque.

—Exactamente. Y Eros partirá a luchar en contra de Lui... —Se tapó la

boca con la mano.

—¿Cómo es eso? —Se agitó el duque—. ¿La Víbora luchando contra los

franceses? Esa sí que es una noticia interesante. A mis colegas del Ministerio de

Guerra les agradará escuchar eso. ¿Pero por qué motivo Eros no se unió a la

Alianza si está desafiando tan abiertamente al rey de Francia? Enfrentarse a él

por cuenta propia es un asunto arriesgado. Podría costarle la vida.

—Eros tiene sus propios motivos, Su Excelencia. Asuntos personales que

resolver con Luis.

El duque unió las cejas plateadas en un gesto ceñudo.

—¿Asuntos personales?

Con aire satisfecho, Lucas musitó:

—Una excelente situación beneficiosa para ambas partes. O el rey de

Francia nos hará el placer de librar alta mar de esta bestia, o Eros nos ayudará

con la caída de la Casa de Borbón. Y luego lo eliminaremos.

—Te lo juro, Hunter —siseó Jasmine—, una sola sucia palabra más y...

—¡Señora, debéis informarme sobre el paradero de vuestro hermano de

inmediato!

—Yo no os ayudaré a aprehender a mi hermano, Su Excelencia. Os doy mi

palabra de que lady Alanis regresará en perfecto estado. Él no le hará daño.

—¿Pero y si él no la devuelve? Vuestro hermano es un hombre y mi nieta

es una piedra preciosa de primera. ¡Él no puede tenerla! Aunque la haya

deshonrado... —El duque se puso de pie—. ¡En la Flota Real hay un nudo

particular guardado que lleva su nombre!

Jasmine se puso en pie.

—Su Excelencia, por favor, permitidme explicarme. Tal vez una vez que

aclare cierto asunto vos os sentiréis menos reacio a... aceptarlo como... ¿nieto

político?

—¡Habéis llegado demasiado lejos, señora! —Tenía los pensamientos

escritos en el rostro: el hecho de que el heredero de su viejo amigo se hubiera

casado con alguien tan inferior a él no significaba que él tuviera que soportar un

arreglo similar.

Con la cabeza en alto, Jasmine miró ferozmente a los ojos al duque.

—Alanis es mi amiga. Es sólo por preocupación y respeto a ella que le voy

a revelar esto. Vos, señor, no merecéis tal honestidad —Ella se detuvo y se armó

de coraje—: Mi hermano nació en Milán el 4 de octubre del año de Nuestro

Señor de 1674, fue el primer hijo de Gianluccio Sforza y Maddalena Anna

Capodiferro de Roma. Fue bautizado en el Duomo como Stefano Andrea

Sforza, Conde de Pavía, Duque de Bari, y futuro Príncipe Real de Milán. Yo nací

diez años después, como Gelsomina Chiara Sforza.

Lucas y el duque se quedaron perplejos.

—Tengo recuerdos fragmentados de nuestro pasado. Eros no habla de eso.

Él prefiere olvidar. Hace unos dieciséis años mi padre fue acusado de

conspiración nacional en contra de España y condenado a muerte, pero Eros y

yo huimos. Debido a un desafortunado giro del destino, llegamos a Argel y

fuimos capturados como esclavos. Para salvarnos de la adversidad, Eros se unió

a los rais y se convirtió en corsario. Una anciana sabia cuidó de mí en la kasba

mientras él estaba en alta mar. Desde entonces no hemos regresado a Milán.

—El Príncipe de Milán... —murmuró el duque—. El hijo y heredero del

duque Gianluccio. Supongo que vos tendréis pruebas de esta extraordinaria

historia.

—Los impostores son los que necesitan pruebas —Jasmine levantó un

poco el mentón—. Eros sólo necesita mostrar la cara en París, Roma, o mejor

aún, ante su amigo y aliado, el príncipe Eugenio de Saboya, que lo conoce

desde niño. Presentadme cualquier hombre de cualquier corte de Europa que

niegue el patrimonio legal de mi hermano de Lombardía, Emilia, Liguria y los

Alpes Meridionales, y yo os mostraré a un mentiroso. Stefano es el sucesor vivo

de la línea Visconti-Sforza, con una estirpe de un millar de años. Él pertenece a

la realeza. ¿Es este suficiente linaje para la nieta del duque Dellamore?

Mientras Lucas luchaba por recuperarse del asombro, el duque decía con

tono cortante:

—Esta situación ha ido de mal en peor, señora, porque si vuestro hermano

es quien vos decís, entonces Alis está en mucho mayor peligro del que

imaginaba. Ahora además de estar preocupado por quitarle las manos de

encima de ella, ¡debo preocuparme porque el resto del mundo le quite las

manos de encima a él! El Ducado de Milán es el quid de esta guerra. Si se llega a

saber que el Príncipe de Milán está sano y salvo y dispuesto a desplazarse

libremente por los mares como un pez, muchas partes se sentirán amenazadas.

Lo querrán muerto.

Jasmine le lanzó una mirada fría.

—Nadie aparte de vos lo sabe, Su Excelencia.

—En eso estáis equivocada, señora. Aparentemente, el rey de Francia

también lo sabe —Él se puso de pie y llamó al secretario con una campanilla—.

Debo partir hacia el Ministerio de Guerra inmediatamente. Algo me dice que Su

Majestad, el Rey Sol, no se encuentra descansando despreocupadamente entre

sus doradas fleurs-de-lis.

** ** **

—¡Ah! ¡Cesare Sforza! —El rey Luis amplió la sonrisa zorruna cuando

Cesare lo saludó con una reverencia al entrar en el despacho real—. Pasa,

Cesare. ¡Entra, así puedo gruñirte! —Se tomó un minuto para garabatear una

firma pomposa en una serie de cartas oficiales y luego dejó la plume d'oie de oro

y llamó al secretario para que terminara la sucia tarea de estampar el gran sello

en charcos de cera caliente—. «¡Más puede la pluma que la espada!» —Exclamó

haciendo un además con la mano adornada con joyas.

Echándole una mirada al engreído rey, Cesare consideró la idea de

informarle a Su Majestad de que el origen de ese proverbio era la pequeña isla

que él tanto detestaba.

—Su Majestad, «Que otras plumas se explayen en el remordimiento y la

miseria».

El sentido del humor del rey se esfumó. No a diario un zéro, un insolente

como Cesare Sforza, se atrevía a burlarse del Rey Sol. Se calmó y se apoyó en

los lirios dorados grabados en relieve en el tapizado de seda azul de su bergére.

—Qué atento de tu parte venir hasta aquí por tu cuenta, Cesare. Estoy

ansioso por separar tu inepta cabeza de tu igualmente inútil cuerpo.

Cesare palideció.

—Debe haber un error, Su Majestad. Yo he mantenido mi promesa en

nuestro trato: Stefano... está muerto.

—¡Stefano está bien vivo! —gritó el rey—. ¡Me debes un buque, cincuenta

mil luises de oro y tu cabeza en bandeja!

A Cesare le latían los oídos. Seguramente se trataba de un error. Stefano

no podía haber sobrevivido a Ostia. La última vez que Cesare había visitado el

foso, él no era más que un cadáver.

—De hecho, no pretendo estar al corriente de lo que sucede con cada

conspiración, como Su Radiante Alteza, pero en este caso puedo garantizaros

con total seguridad que Stefano se encuentra durmiendo con los peces en el

Tíber.

—¡Maldición! —El rey golpeó el escritorio con el puño—. ¡Stefano está

engordando en Toscana!

—¡Imposible! —exclamó Cesare—. ¡Él está muerto!

—¡Bicarat! —Luis pegó un grito llamando al secretario—. ¡Ven aquí,

escritorzuelo bueno para nada! ¿Dónde está el mensaje que recibí desde Milán

hace dos días? ¡Tráemelo! —le ordenó al tiempo que Bicarat ya le estaba

dejando la misiva enfrente—. ¡Ah! ¡Aquí estás! —Examinó el contenido

rápidamente—. ¡Aquí! —Se la ofreció a Cesare—. Léelo tú mismo. Sabes leer,

¿no es cierto? Supongo que reconoces la florida firma de abajo, ¿verdad?

A Cesare le tembló la mano al aceptar la siniestra misiva. Él conocía bien

la marca de Cáncer impresa en el papel. Pertenecía al conde Tallius Cancri, el

Cangrejo de Ocho Patas, como le decía la mayoría, jurista y presidente del

consejo de Milán. Un consejo en Lucca, el próximo mes, el Consejo Privado entero era

convocado nada menos que por... Cesare maldijo enconadamente. La parte que

describía la excelente salud de la que su primo, dado por muerto, gozaba en

Toscana, no era la peor parte. ¡El muy bastardo había regresado de la muerte

para reclamar Milán!

—¡Tallius Cancri está mintiendo! —dijo Cesare a gritos, horrorizado—.

¡Stefano está muerto!

Con el desprecio escrito en el rostro, Luis dijo:

—Tallius Cancri no tiene motivos para mentir.

—Sí, los tiene. ¡Yo soy el heredero! ¡Yo soy el príncipe! ¡Me quiere muerto

para que él y sus compinches puedan conservar lo que le robaron a Stefano y

seguir en el poder!

—Tú no eres el heredero ni el príncipe, ¡pero sin lugar a dudas estás casi

muerto!

Sin querer escuchar nada más que su propia miseria, Cesare maldijo:

—¡Es por esa ramera inglesa! ¡Esa perra rubia que tomó por esposa! ¡Ella

fue quien lo rescató!

—¿Cuál esposa inglesa? —comenzó Luis—. ¿Stefano se ha casado con una

inglesa?

A Cesare le empezó a funcionar la cabeza de nuevo.

—Stefano se casó con la preciosa rubia nieta del duque de Dellamore,

consejero personal de Ana y embajador en ocasiones especiales.

Un silencio sobrevino en el despacho real.

—¡No puedo creerlo! —Luis se levantó del trono de un salto—. Stefano

jamás me haría esto: ¡casarse con una inglesa después de desairar a toda

princesa francesa que le he ofrecido! ¡Lo único que le interesa es perseguir

aventureras!

—Ya no, Su Majestad —pronunció lento Cesare—. Se acuesta con la

Alianza.

A Luis se le salieron los ojos de las órbitas:

—¿Está trabajando con los perros ingleses? ¿Con ese traidor de Saboya?

Cesare era toda suavidad.

—Así parece, Su Majestad.

—¡Es un demonio! —Luis caminaba por el despacho de un lado a otro—.

¡Me niego a creerlo! Stefano no ha sido más que un problema desde que

cumplió los dieciséis, pero no es Judas.

—Bueno... Su Majestad ordenó su muerte. ¿Tal vez se haya sentido

ofendido?

—¡Estaba molesto con él! —expresó el rey con un gruñido—. Había dejado

a diez de mis fragatas hors de combat en menos de un año, ¡y eran de las mejores!

¡Por Dios, eso fue demasiado! Una de vez en cuando no me preocupa

demasiado, ¿pero diez en once meses?

Cesare suspiró.

—Entiendo qué fue lo que llevó a Su Majestad a ordenar su muerte.

—¡Su muerte! ¡Su muerte! ¡Si quisiera verlo muerto, enviaría a alguien más

idóneo que tú! ¡Alguien lo suficientemente competente para terminar el trabajo!

—El rey tenía una amarga frustración grabada en el rostro—. ¡Yo le tenía afecto

a ese rufián! Como cualquier rey se lo tendría a un canalla que le gana un juego

en su propia mesa, que coquetea abiertamente con su amante, o que se dirige a

él con el menor de los respetos. Cada vez que yo le ofrecía un ducado en

Francia, un almirantazgo en mi marina, y cosas por el estilo, él se me reía en la

cara y afirmaba tener demasiado sentido común para involucrarse en la

competencia sin tregua de los políticos. Juró que jamás aceptaría un soberano

sobre su cabeza. Y ahora descubro que él no es mejor que el traidor de Saboya.

Interesados, ingratos, buenos para nada, ¡los dos! Qué bien les quedan los

papeles de Brutus y Marco Antonio.

—Aún puedo completar mi misión, Su Majestad —ofreció Cesare de modo

seductor—. Puedo encargarme de que Stefano jamás salga de la convocatoria.

—No sabía que contaras con la aprobación del Consejo Privado de Milán.

—Estoy bien conectado con ciertos partidos, Su Majestad, aquellos que

tienen mucho que perder si Stefano es proclamado duque.

—¿Y puedes dar fe de que cooperen voluntariamente?

—Con el simple hecho de que vos hayáis recibido esta misiva, Su

Majestad, se puede apreciar que al menos un individuo de ese Consejo objeta el

hecho de cambiar el soberano actual por otro. Yo podría garantizar la

colaboración del Consejo entero, sólo si... fuera tan afortunado de que se me

concediera el mando del gran ejército de Su Majestad en Milán. El Ejército

Orsini, del que estoy a cargo en la actualidad, ya ha abandonado Roma para

acampar en la frontera sur de Emilia. Esperan mis órdenes, señor.

—Siempre supe que eras un canalla, Cesare, del tipo que sería capaz de

vender a su propio país, a su familia y hasta sus honores, aunque no del tipo

que enfrentaría a dos hermanos —dijo Luis con desdén—. Con profundo pesar

y a falta de una mejor opción, estos tiempos apremiantes me llevan a reclutar a

un canalla como tú para estabilizar mis fuerzas en el norte de Italia —Él

contempló el rostro de Cesare, ansiando ver una anticipada sonrisa satisfecha o

alguna respuesta tonta que lo salvara de expresar su poco satisfactoria decisión.

Ese milagro no sucedió. Por ende, el rey anunció—: Elimina al Príncipe de Milán

y te nombraré Príncipe de Milán a ti en su lugar.

Cesare sonrió con placer.

—Os lo agradezco, Su Suprema y Radiante Excelencia. Esta vez no fallaré

—Hizo una reverencia con una exageración de ademanes, casi limpiando con el

fular el suelo de mármol del despacho real.

Luis torció los labios en una expresión de disgusto.

—Asegúrate de que Stefano no se quede con los laureles, Cesare. Puede

que el Consejo empiece a aceptarlo más que a ti y lo proclamen duque. Después

de todo, sólo se trata de una formalidad. Él ya posee ese privilegio.

Cesare esbozó una sonrisa ancha y despreocupada.

—Como dicen en Roma: «El que entra al cónclave como papa, sale como

un cardenal». De donde vengo yo, la misma regla se aplica para los duques.

—Sólo como precaución, invitemos a esa esposa inglesa que tiene a asistir

al baile de primavera que ofreceré en Versalles. Tienes cuatro semanas. Confío

en que seas capaz de planificar algo... ¿elegante?

Cesare casi lo besa.

—¡Excelente idea, Su Majestad! Enviaré de inmediato la invitación por

medio de un delegado especial —Y mentalmente pensaba: Roberto. Se marchó

haciendo una profunda reverencia.

—«La labor de los temerosos del Señor es por otros realizada» —Luis

sonrió satisfecho. Siempre era gratificante reír el último, o decir el proverbio

más sabio, según el caso. Sin embargo, también había bastante trabajo que hacer

para los incorruptos—. ¡Bicarat! Anota una carta. Veamos, ¿cómo podría

comenzar? —Echó una mirada a la esmeralda de cuarenta kilates encaramada

sobre su dedo meñique—. ¡Aja! Ya lo tengo: «Estimado duque de Dellamore,

seria de mi real placer, etc., etc.,... recibir a Su Señoría en nuestro tradicional

Baile de Máscaras de Primavera, que tendrá lugar en Versalles el primero de

Abril...»

Capítulo 26

Roberto conocía bien su ocupación: primero, había que empezar a

contaminar el área una semana antes de ejecutar la misión. Se estudiaban las

rutas y rutinas y se las combinaba, volviéndose familiar hasta que se es

invisible. Se planeaba y se esperaba el momento oportuno hasta que se

presentaba por sí sólo.

Y así sucedió. En la mañana de la convocatoria, el Consiglio Segreto llegó

con un extenso séquito de guardias, sirvientes, cocheros y la jauría de revoltosos

perros del conde Gonzaga. Roberto entró a las cocinas con todos ellos mientras

que los superiores eran invitados a refrescarse en cuartos privados. Su plan era

sencillo: esperaría hasta que todos estuvieran ebrios y luego subiría las escaleras

de servicio hasta el cuarto de la duquesa. Se marcharía del mismo modo que

había entrado: desapercibido.

Alanis encontró a Eros en la alcoba, tumbado en un sillón, jugando con la

daga de manera distraída.

—¿Esperando impresionar hoy a los aristócratas con tus trucos argelinos?

—Entró recién bañada, haciendo crujir la seda color verde laguna del vestido

que llevaba puesto, que le resaltaba el color de los ojos y la tez clara.

Esbelta, alta y elegante, ella lo seducía como una fruta prohibida. Él sonrió

abiertamente.

—¿Quieres decir arrojarles dagas? —Dejó el arma a un lado y se acercó

para cogerla entre sus brazos— No, amore. Hay un viejo truco italiano con el

que pienso impresionarlos. Se llama "El juego de la confianza".

—Suena terriblemente alarmante —murmuró ella antes de que él le tapara

la boca con un beso. Le deslizó una mano por debajo de las solapas del abrigo

extrafino disfrutando de la familiar sensación de los cálidos músculos envueltos

en un género de fino algodón y le besó un punto sensible debajo de la

mandíbula—. Prométeme que te cuidarás.

—Siempre me cuido.

Con la mirada llena de preocupación ella dijo:

—No siempre. Recuerda que los condes no son de fiar.

El sonrió sagazmente y le guiñó un ojo.

—No te preocupes. Yo tampoco soy de fiar.

Ella rió pero lo sabía bien. Después de observarlo instruir

meticulosamente a su ejército durante las pasadas semanas, ella comprendió

por qué sus hombres veneraban el suelo que él pisaba. Era estricto pero también

considerado, honrado y confiable. Era el tipo de persona capaz de desnudarse

hasta quedar en camisa, a pesar de la incesante llovizna, e instruir a los

soldados menos experimentados en batirse en duelo y otras formas de combate

cuerpo a cuerpo. Él era el tipo de persona capaz de arriesgar su vida antes que

la de cualquiera.

—No hay nada fortuito en esta reunión. Cada sutileza está planeada hasta

el último detalle. Pero tú debes prometerme que te quedarás en tu cuarto hasta

que yo venga por ti. Capisce?

A ella se le dibujó una mirada dolida en los ojos.

—¿Soy como una niña malcriada a quien hay que mandar a su cuarto?

Él la cogió de la mano cuando ella se apartó.

—Por favor, no me hagas sentir como un ogro. No te estoy escondiendo.

Te estoy protegiendo. Estos condes tienen una vieja deuda conmigo. Utilizarán

lo que sea para destruirme, y tú... —La abrazó con fuerza y le susurró entre los

cabellos—: Tú eres mi debilidad, Alanis. Por favor, di que te mantendrás fuera

de su vista.

—¿Vendrás por mí en cuanto se marchen? —le preguntó ella de mala gana

haciéndolo sonreír.

—¿Con quién compartiré mis triunfos y fracasos si no es con mi... mejor

amiga?

A ella le gustó aquello.

—Me esconderé en mi cuarto como una niña buena y esperaré a que

vengas a por mí.

—Espera desnuda —Al rozarle la boca, unos nudillos firmes sonaron en la

puerta. Maldiciendo, Eros la soltó y gritó—: Entra!

Bernardo entró apurado, trayendo un mensaje en una bandeja plateada.

Eros rompió el lacre y examinó rápidamente la misiva. El aire se puso denso

por la tensión que él irradiaba.

—Mannaggia —Arrugó la nota en el puño y la arrojó al fuego—. Los Orsini

han acampado en la frontera sur de Milán.

Alanis intercambió miradas temerosas con Bernardo. El fiel sirviente había

sido hombre de confianza del duque Gianluccio y ahora le servía a su hijo.

—¿Quiénes son los Orsini? —preguntó ella.

Unas líneas de frustración trazaron la frente de Eros.

—Son una poderosa familia romana, cinco hermanos y una hermana. No

se conformarían ni con diez ducados. ¡Maldito Cesare! Yo lo tenía todo

planeado. Saboya está en Viena. Vendóme está acuartelado en Mantua. Pero

ahora Cesare hará estallar toda la maldita zona.

Con delicadeza, Alanis sugirió:

—¿Tal vez deberías reconsiderar unirte a la Alianza?

La inmovilizó con una mirada furiosa.

—Jamás aceptaré un soberano sobre mi cabeza. Nunca.

—Monsignore —tosió Bernardo—. Pazzo Varesino está aquí. Vino con el

Consejo.

—Varesino es un barón genovés. No es un miembro del consejo —Eros

cayó en la cuenta y se le notó en los ojos. Cerró los puños—. Han traído a su

asesino con ellos. Busca a Giovanni. Dile que se mantenga cerca —Asió a Alanis

y le dio un beso rápido—. Cierra la puerta con llave.

—Eros, espera —le aferró el brazo—. Si estás haciendo esto porque te

hostigué... no lo hagas. Siento haberte presionado. No es necesario que seas o

hagas nada que no quieras. Cancela la reunión. Regresa al desierto. Yo siempre

te amaré. Siempre. Me quedaré contigo sin importar lo que suceda.

—Sí estoy haciendo esto por ti, Bimba, pero no porque me hostigaras. Tú

hiciste que me diera cuenta de que no se puede escapar de uno mismo para

siempre, vivir sin raíces, sin un sentido de la identidad. Hay ciertas cosas por

las que vale la pena luchar. Soy un hombre mejor gracias a ti. Por primera vez

en casi dos décadas sé el significado de orgullo y de determinación. Mi nombre

ya no suena extraño en mis labios. Soy íntegro. Y no tengo miedo de admitir

que extraño a Milán como un loco. Quiero visitar la tumba de mi padre que no

conozco. Quiero cumplir con mi deber ante mi gente. Y... quiero regresar a casa.

Contigo.

Los ojos de ella brillaron de amor.

—En ese caso... in bocca al lupo! Buena suerte, amor mío.

Eros la atrajo hacia sí, susurrándole:

—Mi corazón se detiene al mirarte, Alanis. De noche cuando estás entre

mis brazos, no puedo creer que seas mía —Le plantó un beso posesivo en los

labios y luego la soltó y se marchó con los tacones de las botas resonando en el

suelo de mármol.

Inmóvil, Alanis observó su silueta alta a través de enormes lágrimas

cristalinas. Esta vez estaba segura de que el corazón le iba estallar.

—Ya sabes lo que tienes que hacer —le dijo Eros en voz baja a Bernardo al

oído—. Señores, bienvenidos —Inclino la cabeza al reunirse con ellos al pie de la

escalera del imponente salón—. Qué agradable es volver a ver viejas caras

conocidas después de todos estos años.

Los condes intercambiaron miradas de asombro. Estaban ante una réplica

de su fallecido duque —el hombre que había infundido el temor y la obediencia

en sus trémulos corazones—, el Príncipe Gianluccio Sforza. Reprimiendo su

amarga renuencia, los destacados condes se hincaron de rodillas rígidamente,

tragándose un gruñido, dominando el orgullo, e hicieron una reverencia con las

cabezas ante el Príncipe de Milán, en reconocimiento a su supremacía.

Cuando terminó el saludo formal, el conde Vitaliano exclamó:

—¡Stefano! ¡Qué sorpresa! ¡Qué bien te ves! Y pensar que hace dieciséis

años todos lloramos tu muerte —Y le lanzó una mirada de incredulidad poco

convincente—. ¡Increíble! Estás sano y salvo, y hecho todo un hombre,

—Todo un hombre —sonrió Eros con frialdad. Entornó los ojos al ver a un

hombre mayor que lo estaba mirando—. Conde Tallius, nuestro honorable

presidente y Cangrejo de Ocho Patas. ¿Cómo están esas pinzas legales?

—Como las de un viejo cangrejo oxidado —rió el conde entre dientes. De

manera informal, le echó un brazo a Eros sobre los anchos hombros—. Qué

alegría verte, muchacho. Eres la viva imagen de tu padre, que Dios lo tenga en

su gloria —Un zumbido unánime se oyó en el salón entero, con todo el mundo

inclinando la cabeza respetuosamente.

—Qué reconfortante acogida —les agradeció Eros atentamente-—. Estoy

seguro de que hasta un severo lombardo como mi padre hubiera derramado

una lágrima en este momento, aunque con mucha discreción —El comentario se

ganó una risotada—. Procedamos a entrar a la Sala Ducale y brindemos en su

memoria.

Un robusto Bernardo cargando una bandeja de plata vacía bloqueó la

puerta doble.

—¿Qué es esto? —clamó el conde Tommaso da Vimercate, sorprendido.

—Sólo para que descarguen sus montones de dagas, mi viejo amigo —

explicó Eros al tiempo que señalaba el mango con joyas incrustadas que el

conde tenía en el cinturón—. Esta es una reunión amistosa, ¿no es cierto?

—¡Absurdo! —exclamó el conde Bossi—. Nuestras dagas son un adorno,

parte de nuestra vestimenta. ¡No pretenderéis que nos quedemos en calcetines!

Eros abrió las solapas con ribetes dorados del abrigo negro y se paró

delante de sus invitados. El medallón descansaba sobre un chaleco de satén

color púrpura y un fular blanco con volantes de encaje, pero no llevaba ninguna

daga amarrada a la cintura.

—Caballeros —les sonrió cálidamente—, no espero más de ustedes de lo

que yo mismo doy. Así que, por favor, hagamos de nuestra conferencia un

evento feliz y no uno sangriento.

Los condes objetaron en voz alta. El conde Tallius intervino con una

sonrisa.

—¿Para qué estropear una agradable reunión con innecesaria

desconfianza? Todos recordamos la triste lección de Senigallia cuando Cesare

Borgia sedujo a sus insurgentes capitanes a una conferencia pacífica y fueron

capturados y masacrados por su guardia personal mientras la escolta había

quedado en la puerta. ¿No tendréis por casualidad la misma intención? —Rió

entre dientes—. La confianza es un estado de ánimo, Su Alteza. O se confía o no

se confía.

Eros contempló al sagaz juez.

—En eso tenéis razón, mi letrado amigo. Por favor, disculpad mi extrema

desconfianza. He andado entre chacales y lobos durante tanto tiempo que había

olvidado el significado de la palabra pariente de sangre —Le hizo un gesto a

Bernardo y las puertas se abrieron.

Mientras el rimbombante grupo ingresaba, Tallius le palmeó el hombro a

Eros afectuosamente, riendo ahogadamente.

—Hay un reciente rumor dando vueltas de que vos, nuestro propio

príncipe, a quien juramos lealtad mientras lloraba durante todo el bautismo en

el Duomo hace treinta y dos años, ¿os habéis convertido en un implacable lobo

de mar?

Eros sonrió mirando el suelo.

—Qué rumor tan malvado. ¿Cuánto de reciente dijisteis que era?

Un ejército de sirvientes uniformados desfilaron de manera imperial para

acomodar a los condes, cada uno cargando una botella de vino. Las copas de

cristal fueron llenadas hasta el borde con la bebida roja granate y la asamblea se

dio por inaugurada de buena gana. El conde Gianfranco Visconti, pariente de

sangre, recibió el honor de ofrecer el primer brindis. Ocupando el prestigioso

sitio en la mesa generosamente ornamentada, en el extremo opuesto al príncipe,

él se puso de pie:

—Estimados congregados, hoy hemos sido convocados no por cualquier

príncipe, como abundan en estas tierras, sino por el que al nacer Italia entera

proclamara: ¡el nuevo hijo de Marte ha descendido! —Y todos saludaron a

Eros—. Hemos atravesado presurosos los territorios hostiles controlados por la

voraz Florencia, hemos viajado furtivamente disfrazados de comerciantes, con

algunos acompañantes para estar hoy de pie ante él. Honorables amigos, hoy

no sólo nos arrodillamos ante nuestro príncipe, sino que estamos acogiendo en

el afectuoso seno de nuestra familia a un hermano perdido durante mucho

tiempo, que pronto será nuestro padre: por el Príncipe Stefano Andrea Sforza,

el futuro Gran Duque de Milán, en memoria de su excelente y apreciado padre,

el duque Gianluccio Sforza, un gran hombre y un verdadero líder: Salute!

Siguió un momento de indesición. Nadie se atrevía a beber el vino. Con

una sonrisa oculta, Eros llamó a Bernardo.

—Por favor, cambia mi copa con la de cualquier estimado concejal que

escojas.

Bernardo frunció el ceño ante la extraña petición: tocar la copa de un noble

antes de que beba. No obstante, tomó la copa de su amo y rodeó la mesa hasta

que se detuvo detrás de la silla de Varesino. Con un ademán altivo cambió la

copa y luego se la llevó a su amo.

Eros alzó la copa de vino.

—Caballeros, ya que nos hemos cerciorado de que no hay veneno en el

menú, les invito a que bebamos el brindis en honor a mi padre —Su mirada

chocó ruidosamente con la de Tallius.

La fría mirada del conde revelaba que había sido amargamente burlado,

pues él había sido lo bastante tonto para iniciar el juego de la confianza.

—Salute —Se llevó la copa a los labios mientras incitaba a los demás a

seguir su ejemplo de buena fe. Los cristales sonaron y lo que siguió fue un

enérgico: Salute!

Mientras bebían, Eros le sostenía la mirada a Tallius por encima del borde

de la copa. Intercambiaron una mirada inquietante. Al final de la guerra sólo

habría un vencedor que sería el que se llevaría todo.

** ** **

La dama dorada se autorrecluyó en sus aposentos el día entero. Los

sirvientes iban y venían con sus comidas, pero nadie más que Stefano tenía

permitida la entrada a su cuarto privado: el hombre era locamente celoso hasta

del más incondicional de sus capitanes, en especial del veneciano que no

lograba quitarle los ojos de encima. Roberto rió disimuladamente y con

satisfacción mientras subía de prisa por las intrincadas escaleras de servicio del

castillo. Pronto Cesare sería duque y él estaría allí a su lado para cosechar la

gloria. Por lo tanto, llevaría a cabo su misión al pie de la letra para garantizar

que su amo recibiera el premio intacto. Un coche de alquiler lo aguardaba del

otro lado del muro, con un cochero ciego, sordo y mudo a cambio de unas

pocas monedas. Sin hacer ruido, desatrancó la puerta lateral y avanzó

sigilosamente. Ella yacía en la cama, dormida, con la larga melena desplegada

sobre la almohada en forma de abanico. Extrajo un paño y una botella de

cloroformo que había traído de París y se desplazó hacia la silueta serena. El

corazón se le aceleró ante una imagen tan bella y que se encontraba tan

encantadoramente cerca. Ella era un poco alta. Afortunadamente, la bolsa en la

que él planeaba cargarla era bastante grande.

—Ven, belleza —murmuró él al tiempo que le pegaba a la boca rosada el

paño empapado en el anestésico—. Estás invitada a un gran baile en Versalles...

Ya casi era medianoche. Eros se estaba poniendo inquieto. Bernardo notó

que su amo desviaba continuamente la vista hacia un punto del techo encima

del cual estaba ubicada cierta alcoba. Se estaba trazando en detalle un plan de

ataque en contra de la latente fortaleza francesa y española diseminada por

todo Milán. Lo único que restaba era el voto de los condes. Sin embargo,

perdían el tiempo discutiendo sobre viejos temas acompañados de un vino

añejo. Cualquiera hubiera dicho que lo hacían intencionalmente.

—Sigo sosteniendo que dirigir al ejército como comandante en jefe es un

error enorme del que todos nos lamentaremos en vida salvo tú, Stefano, porque

estarás muerto —argumentó el conde Corrado de Bérgamo—. Respeto vuestra

pasión por dirigir el brazo ofensivo de nuestra fuerza conjunta, Dios sabe que

nosotros los bergameses elogiamos el valor por encima de todas las cosas, ¿pero

quién tomará las riendas si vos fracasáis?

—No fracasaré —Eros afirmó de manera clara y concisa.

—Sed razonable, Su Alteza —dijo el conde Castiglione como

canturreando, con las mejillas rojas que atestiguaban la cantidad de veces que le

habían vuelto a llenar la copa de vino—. Si os capturan u os matan en el campo

de batalla, no quedará nadie que dirija la campaña. Vos sois nuestro estratega.

No podéis marchar como un soldado cualquiera.

—Vendóme lo hace y también Saboya y Marlborough —señaló Eros a

secas.

—Sí, en el furgón de caballería, pero no a la cabeza de las tropas. ¡Eso es

suicida!

—Entonces soy un suicida —murmuró Eros. Disimuladamente, llamó a

Bernardo—. Sube a verla —le susurró—, mira a ver si necesita algo... alguna

compañía... y dile que subiré pronto.

—Francesco Sforza se abrió paso al poder mediante su habilidad con las

armas —recordó el conde Carlino—. Tenía poco que vender más que la fortaleza

de sus hombres y la ambición que ardía en sus venas, y la gente se llenó de

euforia al llevarlo al Duomo junto con su caballo para aclamarlo duque.

—Historia antigua —masculló Tallius—. Admiro vuestra fortaleza de

ánimo, Stefano. Sin embargo, existen doctrinas sobre cómo dirigir una guerra, y

poner al soberano a punta de lanza simplemente no es algo que se haga en estos

días. Va en contra de toda regla.

—Preocupaos por cerrar vuestro pacto —le sugirió Eros—. Tenéis mucho

de que ocuparos.

En el extremo opuesto de la larga mesa, el conde Gonzaga estaba

exponiendo sus razones en favor de un tratado con Francia en lugar de un

ataque por sorpresa.

—Hablamos como si Luis, maldita su alma, nos permitiera hacerlo volar y

mantenerlo lejos. ¿Acaso no sabe todas las tretas de un demonio en el mando?

Mientras que Felipe retenga la Corona española, Francia no es una, sino dos

potencias.

El debate se enardeció con opiniones que bombardeaban a Eros desde

todos los flancos: una mitad de la mesa llamaba a la otra mitad "amantes

barbáricos", mientras que la otra mitad respondía de igual modo. El conde Rossi

se puso de pie y vociferó:

—¡La infantería francesa es formidable y es considerada la más efectiva

del mundo!

—La infantería francesa no puede sostener recurrentes ataques de

caballería —respondió Eros con calma—. Ellos dirigen sus campañas a la

antigua, con maniobras en vez de combate y asediando fortalezas. Los

tomaremos doblemente por sorpresa porque utilizaremos artillería móvil, del

tipo que se usa para destruir barcos pero que también es efectiva para atrapar a

muchas de las fuerzas enemigas de un solo disparo. Nuestra campaña le

mostrará al mundo que las filas atrincheradas, las fortalezas bien guarnecidas y

otras medidas defensivas se desmoronan bajo la energía y la habilidad ofensiva

desplegada en el campo de batalla.

Los condes parecían intrigados. Armándose de paciencia, Eros lanzó el

discurso final:

—El Viejo Mundo está enraizado en la tradición. Los franceses se guían

tanto por las estrechas reglas del arte, según las interpreten, como por las

instrucciones de Louvois, quien admito es un gran ministro de guerra pero no

entiende la guerra. Su máxima es: tomar los sitios fuertes del enemigo y éste

caerá. Y a pesar de haber sido testigo de las más espléndidas victorias obtenidas

por hombres que desatendieron las reglas y avanzaron hacia el enemigo, él

pierde demasiado tiempo y dinero espiando los movimientos y robándoles los

medios de subsistencia, cuando debería llevar la iniciativa. Eso cuesta mucho

dinero y él carece de esa chispa divina que deben tener los genios de la guerra.

Y ése es sólo un ejemplo. Los españoles son más aireaos, aunque sus

instrucciones son no entregarse al combate a menos que la victoria sea segura.

El sultán Kara Mustafá es valiente y más listo. Aunque carece de hombres y de

medios para estar al frente de ataques a gran escala, él improvisa. Conspira y

hace planes para vencer la prosperidad occidental. Tened en cuenta a la

diminuta Argel, que ha sido como una espina clavada en vuestra carne durante

siglos.

—¿Y el armamento? —interrumpió el conde Marco Rossi—. ¿Qué hay con

el armamento español?

—Sus cañones no serán efectivos —prometió Eros—. Mis hombres son

expertos en actuar sigilosamente y mi jefe de artilleros tiene una especial

inclinación por el acero español.

—¿No sería más inteligente esperar a la conclusión de la guerra para saber

a qué atenerse? —preguntó el conde Pietro Fogliani, embajador de la Corte

Papal—. Si los Aliados ganan...

—Entonces tendríamos nuevos soberanos de Habsburgo —destacó Eros—,

sólo que nuestros nuevos lores hablarían alemán en lugar de español. ¿Cuánto

tiempo estamos dispuestos a ser vasallos de los reyes de Europa?

—La Alianza no está interesada en gobernar Lombardía —exclamó Pazzo

Varesino.

—Tal vez —coincidió Eros—, pero tampoco la liberarán. Derramarán

sangre hasta dejar la tierra seca porque no tienen minas de oro en Panamá y

para el final de la guerra sus arcas estarán vacías.

Varesino torció los labios con desdén.

—Nuestros antepasados romanos comenzaron siendo una república y la

Historia ha probado que los consejos hacen muchas mejores elecciones que los

príncipes. ¿Por qué razón deberíamos vemos persuadidos a conferirle autoridad

a un hombre de mala reputación y hábitos corruptos? ¿Qué tipo de talentos os

califican a vos para salvar a Milán? ¿La capacidad mental de mantener la calma

bajo el fuego? Vos os basáis en el saqueo, el robo y la extorsión, y según

recuerdo, en atravesar con una lanza a los caballeros en los torneos. Si a los

trece años erais un sanguinario, sin duda os convertisteis en un pirata de sangre

fría. Tenéis el potencial.

Un silencio reinó sobre la mesa; sin embargo, las caras a su alrededor

lucían curiosas pero no sorprendidas. ¿Estarían esperando a ver si la Víbora

demostraba aquello por lo que se había ganado esa escalofriante reputación?, se

preguntó Eros. Tras decidir jugar un poco con ellos, sorbió el vino.

—Lo habéis hecho bien para ser un advenedizo, cuya habilidad letal con la

daga de asesino no sólo os ha hecho ganar un puesto en la Corte, sino también

gozar de una considerable pensión por senilidad. He estado siguiendo vuestro

éxito atentamente, Pazzo. Lo que no lograsteis conseguir durante el reinado de

mi padre a través de medios honestos, lo robasteis después de su muerte. Os

apropiasteis de la Mansión Torelli para vuestra amante, la Martesana para

vuestro hijo bastardo. Mis bienes personales. ¿No os resultó peculiar que el

hombre de mi padre os cambiara la copa a vos y no a otra persona? —Sonrió—.

¿Sabéis? La única copa envenenada era la mía.

El rostro de Varesino se enrojeció. Se llevó la mano al cuello y de un tirón

se aflojó el fular.

—Una pequeña dosis de cantrella lleva horas hasta ser absorbida por la

corriente sanguínea del ser humano, pero es suficiente para matar a un toro —

Eros pronunciaba lentamente con satisfacción—, como vos bien sabéis.

Assassino.

Varesino se sofocó. Movió el brazo y la luz reflejó el delgado filo de un

cuchillo. Eros se incorporó rápidamente. Se inclinó sobre Rossi, extrajo la daga

de la vaina del sobresaltado conde y se la lanzó a Pazzo. El filo traspasó la mano

del barón que sostenía el cuchillo, a la altura de la muñeca, una fracción de

segundo antes de que él apuntara para lanzar su propio estilete. Un enfurecido

grito de dolor brotó de los labios de Pazzo. Se dobló aferrándose la mano

apuñalada. Los dedos ensangrentados se abrieron con rigidez y dejó caer el

estilete sobre la mesa.

—Me engañasteis... —gritó al tiempo que caía tirando del mantel con todo

su peso y la vajilla de porcelana y cristal se hacía añicos. Se desplomó en el

suelo, pronunciando una sarta de improperios.

Los ojos asombrados se turnaban para mirar el sitio vacío y ensangrentado

en la mesa y al hombre frío sentado en la cabecera, con el rostro con esa cicatriz

en forma de media luna marcado por la repugnancia.

—Vuestro asesino no morirá envenenado, pero el intento fue notable, y,

debo decir, desgraciadamente previsible —dijo Eros—. Sé que sabíais que estaba

vivo, y estoy bien informado acerca de vuestras hazañas de estos últimos

dieciséis años. Robasteis mis tierras, mis casas y todos los bienes de mi

principado, y los dividisteis entre vosotros. Vinisteis hasta aquí dispuestos a

eliminarme, seguros de que si su intento fallaba, alertaríais a Francia y así me

emboscaríais cuidadosamente. Sabiendo eso, yo me esforcé por haceros cambiar

de idea, no obstante, porque somos hermanos. Sin mí, Milán seguirá ocupada y

vuestro poder como consejo seguirá siendo un chiste. Conmigo perderéis algo

de vuestro poder local, pero recuperaremos el país. Con o sin vosotros, yo voy a

regresar. Ahora es vuestro turno para comenzar a trabajar —Él abandonó la

mesa levantando de esa forma la sesión.

Las puertas dobles se abrieron de golpe. Giovanni y Bernardo entraron de

prisa y casi se chocan con él.

—¡Ella no está! —declaró Giovanni al tiempo que Bernardo le mostraba el

paño con el olor acre.

—¡Bastardos! —rugió Eros. Sacó el par de pistolas del cinturón de

Giovanni y se giró. Con los ojos brillando de rabia, avanzó con resolución hacia

el conde Bossi, le apuntó a la cabeza y apretó el gatillo.

Un estallido mortal hizo saltar a los condes de las sillas. Un chorro de

sangre salió del cráneo perforado del conde, salpicando a los que estaban más

cerca y también el mantel blanco.

—¡Ejecutasteis a Bossi! —gritó Tallius, con la furia reflejada en sus ojos

desorbitados—. ¡Estáis loco!

—Peor. Estoy absolutamente cuerdo —Con el rostro duro como una

piedra, Eros avanzó hacia ellos, haciéndolos apartarse de un salto como si

fueran una banda de gallinas ante un poderoso depredador—. Bossi era un

enfermo pervertido —dijo fríamente con ira—. Nadie lo extrañará,

especialmente los niños que recluía y de quienes abusaba en mi Villeta Maiella,

de la que se apropió dos meses después de que me fuera de Milán. Sin embargo,

en cuanto a vosotros, estimados condes, ¡apreciaré mucho ejecutarlos, uno por

uno, hasta que uno de vosotros dé un paso al frente y me diga dónde diablos os

la llevasteis! —les rugió con los ojos bollándole de un color azul asesino.

—¡No tenemos nada que ver con eso! —chilló Gonzaga desde detrás de

una silla alta.

—¡Sí tenemos que ver con lo de Varesino, pero no con eso! —ratificó

Visconti desde su sitio oculto detrás de las cortinas.

—¡Sed razonable, Stefano! —imploró Corrado desde un rincón lejano,

agazapándose de miedo junto a un busto romano de mármol—. ¿En qué nos

beneficiaríamos si estuviésemos mintiendo?

—¡Hablad, cobardes! —gritó Eros, con apariencia cada vez menos

tolerante. Sus pasos resonaban de manera amenazante en el suelo de mármol—.

¡Esta es vuestra última oportunidad!

—¡Es obra de vuestro primo! —gritó Rossi—. ¡Cesare también planeó

vuestro asesinato!

—¿Dónde? —La mirada de Eros se chocó con la de Tallius por encima de

una silla. Levantó la segunda pistola.

—¡Esperad! —Tallius se paró con las manos en alto—. Luis estará

ofreciendo su Baile de Máscaras de Primavera en Versalles dentro de diez días.

Si no alcanzas a los hombres de Cesare, la encontrarás allí.

Capítulo 27

Versalles estaba tan glamuroso como Alanis lo recordaba. Blancos

flambeaux de cera brillaban en cada ventana. Los fuegos artificiales desgarraban

el cielo, derramando un rocío de coloridas chispas sobre los decorados jardines.

Una larga fila de carruajes se detenía frente al magnífico palacio, trayendo

innumerables invitados con deslumbrantes trajes. Le Bal Masqué Printanier era la

gala favorita del rey Luis y no se reparaba en gastos.

Aquel hombre despreciable que la había raptado en Toscana y con el que

había pasado diez penosos días en carreteras fangosas, le pinchaba las costillas

para que acelerara el paso al bajar las escaleras del corredor de servicio. Ella le

pegó un codazo, harta de ser empujada y pinchada. Era uno de los hombres de

Cesare, de modo que no resultó una gran sorpresa cuando abrió la puerta

dorada y la imponente silueta de Cesare apareció ante sus ojos.

—¡Por fin! —Cesare le gruñó a Roberto y condujo a Alanis al interior de

los lujosos aposentos. Una vez más a ella le sorprendió la escalofriante

semejanza con Eros. Sin duda él cargaba un gran resentimiento sobre sus

espaldas. En apariencia eran iguales; sin embargo, su primo había nacido con

todos los privilegios, mientras que Cesare no tenía nada—. Tenemos menos de

una hora para arreglarte para la audiencia con Luis —le dijo—. El rey está

ansioso por conocer a la inglesa que capturó el corazón de nuestro seductor.

—Eros vendrá por mí —ella lo miró con ira y con aire de desafío, y

esperaba de corazón que así fuera.

Cesare sonrió:

—Confío en eso. Sin embargo, para ti no todo está perdido. Cuando

Stefano muera, aún puedes convertirte en Duquesa de Milán. Simplemente

necesitas repetir aquel acto...

Alanis lo abofeteó:

—Ni en un millón de años —siseó ella, sintiendo una satisfacción visceral

al verle la desagradable marca roja que le había dejado en la mejilla. Esa noche

la exhibiría ante todo París.

Cesare la atrajo bruscamente hacia sí.

—Estoy empezando a preguntarme qué fue lo que Stefano encontró en ti

que le resultara tan excitante, pero quizás si yo probara la mercancía... —Trató

de forzarla a que lo besara, pero un enfurecido grito femenino interrumpió su

concentración.

—Cretino! —Una bella pelirroja irrumpió en el cuarto repentinamente, con

los ojos color esmeralda brillando de rabia y las faldas color rubí crujiendo.

Alanis lo apartó de un empujón y en el instante en que se hizo a un lado, otra

bofetada veloz encontró su mejilla—. ¡Estás muerto, stupido! ¡Mis hermanos te

cortarán en mil pedazos!

—No seas tonta, Leonora —Se tocó la mejilla dolorida—. Ella nos servirá a

Stefano en bandeja. Ahora déjala usar el vestido que traes puesto. Rojo pasión,

¿no es así? Precisamente, ése es el rol que ella estará jugando esta noche. Ponte

el verde que a mí me gusta tanto. Querrás lucir inmejorable para tu viejo

prometido, ¿no es cierto? —él lanzó una mirada rencorosa.

Leonora aspiró de manera irritable, alzó el mentón y cogió a Alanis del

codo.

—Ven conmigo.

El principal escaparate de Europa, Versalles, celebraba la llegada de la

primavera y la grandeza de su monarca con toda la extravagancia de un baile

organizado en el Monte Olimpo. Toda la flor y nata de la aristocracia francesa

iba a codearse con las figuras de más alto rango del continente y a mezclarse

abiertamente con famosas cortesanas, acróbatas, poetas y artistas que

complementaban la obscena atmósfera con gran pompa y esplendor. Oprimida

dentro del vestido de seda rojo indecentemente escotado, Alanis bendecía la

máscara emplumada que le cubría el rostro.

Mientras la pareja del infierno la mezclaba entre los hedonistas bebedores

absortos en los tragos y flirteos, ella se dio cuenta de que en una multitud como

aquella uno fácilmente podía perder a los acompañantes. Tenía que estar alerta,

esperar el momento oportuno y aprovechar para desaparecer.

—No fomentes falsas esperanzas, caramella —le advirtió Cesare por lo bajo

y le aferró el brazo con fuerza—. Puede que la habilidad de Stefano sea

legendaria en situaciones en las que las armas empiezan a arder, pero su

destreza de pirata no lo salvará de lo que le tengo preparado esta noche para su

beneficio.

Alanis rechinó los dientes al sentir en el brazo un dolor punzante, pero

mantuvo la boca cerrada. Era mejor asumir la docilidad que la obstinación y

esperar a que él bajara la guardia para escabullirse, decidió.

Comenzaron a buscar a Eros por el salón. La cacería debía de haber

resultado fácil dado el tamaño y contextura de la presa, pero entre el animado

enjambre de monstruos., fieras, sultanes, reinas y bestias se tornaba imposible.

Exploraron los balcones, los corredores, el gran bufé y las salas de juego, donde

a Cesare se le nubló la vista ante las activas mesas de juegos de azar. Una

ambición enfermiza y febril ardía a través de la rendija de la máscara de satén

negra. Si lo venciera la tentación, rogaba Alanis. Desafortunadamente, Leonora

intervino y se lo llevó de un tirón.

A las diez en punto, la escena se atenuó y el nuevo objeto de la colección

del rey, un gong chino, anunció la presencia del Rey Sol. Flanqueado por filas

de lacayos, vestidos con alegóricos trajes de primavera, cada uno cargando un

flambeau ardiente, el rey Luis, disfrazado de Apolo, lleno de adornos de oro y

brillantes con diamantes incrustados, lucía cual estrella solitaria del

firmamento, conducía a Dauphin, su Alteza Real, al Gran Prior y a los primeros

diez ministros hacia su trono. Lo siguió un grupo desenfrenado de criaturas, la

posibilidad de ser visto por el rey incitaba a los cortesanos a ubicarse a su paso.

En los eventos reales, ser visto aunque fuera con ojos distraídos era preferible a

no ser visto en absoluto.

Aprovechándose del desorden, Alanis hundió con fuerza un tacón en el

dedo del pie de Cesare, se soltó y se perdió en medio de la marea de cortesanos.

Corriendo escudriñaba a la multitud por todas partes en busca de una cabeza

morena en lo alto, sumamente consciente de que además de su tez clara, su

cuerpo resplandecía enfundado en ese vestido rojo chillón. Ella no deseaba

toparse con su perseguidor, ni con ningún otro rufián, Dios sabía que la

sociedad francesa contaba con su propia considerable cantidad de degenerados.

Sólo con Eros, si es que se encontraba allí...

Las luces revivieron y el rey se ubicó en su trono con todo su atuendo

festivo, haciendo señas para que comenzara el Ballet de Primavera. Ya sin actuar,

invitó a Su Alteza a participar de la primera entrée. Alanis registraba los

extraños rostros enmascarados que se le venían encima. Jamás se había sentido

tan apiñada, tan expuesta. Siguió adelante, volviendo la cabeza en todas

direcciones para asegurarse de que Cesare no le pisaba los talones. Vio una

cabeza morena encumbrándose por encima el resto, buscando afanosamente

entre la multitud. Lágrimas de alivio le llenaron los ojos. Avanzó dando

empujones, contenta de estropear el ordinario vestido de Leonora, y fijó la vista

en la cabeza negra azabache de su amado. Alcanzó a ver un brillo azul a través

de la hendija de su máscara negra. Eros. Se le aceleró el pulso. Llegó hasta muy

cerca de él cuando un destello de seda color esmeralda que estaba a su lado le

llamó la atención. Leonora también la vio y alertó a Cesare. Él avanzó decidido,

moviéndose con asombrosa velocidad. Alanis retrocedió tambaleante y casi

tropieza de la prisa por evadirlo. El era grande, fornido y estaba cruelmente

decidido a atraparla: era su precioso señuelo, del cual dependía su futuro. Unos

desconocidos enmascarados notaron las miradas furtivas de ella, pero no

interfirieron, porque estaban muy borrachos o muy agotados para ayudar a una

dama en apuros. Abriéndose paso con dificultad entre el mar de rostros

llamativos absortos en la juerga, ella huyó rápido. Se le secó la garganta, el

corazón le latía en los oídos. Corría, pero no había hacia dónde ir, nadie que la

rescatara.

Comenzó la segunda entrée. Los Diez destacados fueron invitados a bailar

el minué con sus esposas. Se hizo espacio en el suelo de parqué y de pronto

alguien la cogió por detrás y la sacó del camino. Ella pateó y gritó pero el captor

le tapó la boca con una mano enfundada en un guante y se dirigió de prisa

hacia la parte trasera de la aglomeración. Ella estaba perdida y peor que eso:

también lo estaba Eros. Las manos de acero la dieron la vuelta y ella se encontró

con unos ojos azules brillantes como piedras preciosas, tapados por una

máscara de satén negra. No eran fríos, los ojos, pero brillaban como engullendo

la imagen de ella con aquel seductor vestido.

Ése no era Cesare, se percató Alanis. El hombre enmascarado le enredó

una mano en la nuca y la atrajo más hacia sí.

—Di mi nombre —pidió esa voz grave, haciéndole tamborilear el corazón.

—Eros —Lo cogió de la nuca y lo abrazó fuerte, mareada de placer. No

quería soltarlo nunca—. Has venido a por mí — murmuró ella casi sin aliento—,

hasta la jaula de los leones.

Eros se quitó la máscara, dejando a la vista la cicatriz en forma de

medialuna y un rostro cargado de sentimientos.

—Nos iremos juntos —susurró. Le besó los labios como un nómada del

desierto embriagado en un oasis.

—Debemos irnos, mi amor. Cesare está aquí. Ha planeado algo horrible

para ti. Y tengo motivos para creer que el rey de Francia está detrás de eso... —

Un movimiento detrás del hombro de él le llamó la atención—. ¡Eros, cuidado! —

gritó ella al tiempo que un cuchillo brillante y delgado apretó el cuello de él.

—Nos encontramos de nuevo, primo —dijo Cesare por encima del

hombro de Eros, apuntándole la letal punta del estilete en la garganta—. Dicen

que los muertos no tienen nada que temer salvo la ira de Dios, pero tú te ves

bastante vivo, Stefano. No creo que la misma regla se aplique a los seres

vivientes.

La mirada fija de Alanis iba del rostro enmascarado de Cesare a los ojos de

Eros. Le estaba haciendo una seña para que se apartara. Obedeciendo la orden

tácita, ella retrocedió lentamente y lo vio buscar algo en el interior de su capa.

Todo suavidad, Eros preguntó:

—¿Cómo harás para explicarle a Luis que me cortaste la garganta en

medio del salón de su gala preferida? El viejo tiene debilidad por mí. Debiste

ver cómo coqueteaba y discutía conmigo por nada, por dos doblones de oro,

cuando jugamos al bacará en su mesa de juegos.

—Tus días de gloria se acabaron —masculló Cesare—. ¿Quién crees que

planeó esta brillante emboscada? Me encantaría quedarme con el crédito, pero...

Un fuerte codazo se le hundió en el estómago y él salió volando hacia

atrás. Con la daga argelina en la mano, Eros dio un rápido giro para hacerle

frente. Le lanzó a Cesare una sonrisa deslumbrante.

—¿Qué estabas diciendo?

—¡Eres hombre muerto! —Cesare se arrancó la máscara y sacó el

espadín—. En guard!

La gente empezó a prestar atención y formaron un círculo alrededor de

ellos, incitando a Eros a que entablara combate. Alanis contuvo la respiración al

observar cómo sus dedos aferraban la empuñadura del arma. El pulso le

martilleaba en la mandíbula. El hecho de sacar la daga parecía haberse tornado

una comezón que él tenía que evitar rascar.

—Esto no es el Circo Máximo, Cesare —dijo Eros con voz áspera—. No

hagas de nosotros un espectáculo para agasajar a todo París. Nosotros no somos

como estos cortesanos del rey. Somos milaneses, descendientes de las Casas de

Sforza y Visconti, casas más importantes que las de Borbón.

—¡Haz las paces con tu Creador! —gruñó Cesare—. Ya que tengo intención

de terminar en este instante lo que comencé en Ostia —Avanzó de un salto,

blandiendo la espada. Eros retrocedió trastabillando. Cambió la daga a la mano

izquierda y sacó el espadín. Formaban círculos entre ambos como si fueran

gladiadores en la arena.

—Metiste a los Orsini en Milán. ¡Sólo por eso debería matarte! —Eros se

abalanzó sobre su primo e hizo un corte en el brazo de Cesare.

Impávido ante el rasguño, Cesare sonrió.

—Sabía que apreciarías mi ingenio. ¿Te arruiné el plan de ataque? —Para

deleite de la multitud, él atacó de nuevo. Eros le esquivó y atravesó con el

espadín el brillante aro que formaban los cuchillos. Los espadines se trabaron a

la altura del pecho, dejando a los duelistas mirándose a los ojos—. Debiste

haberte quedado en las alcantarillas de Argel, Stefano. Te fuiste de Milán a los

dieciséis años, demasiado verde para lograr el grado de astucia que Italia exige

de un príncipe. Con o sin mí, tú no hubieras durado ni un día como duque de

Milán. Habrías hallado la muerte en el suelo de la sacristía de Santo Stefano,

asesinado por tus propios cortesanos.

—Me das demasiado crédito al decir que mi virtud se mantuvo intacta.

Ruego a Dios que tengas razón —Apretando la mandíbula, Eros golpeó

violentamente con la frente el rostro de Cesare, fracturándole el tabique nasal.

La multitud hizo una mueca de dolor. La sangre salpicó el suelo de parqué.

—¡Salvaje! —gruñó Cesare. Sacó un pañuelo de encaje y se apretó la nariz

sangrando—. ¡Eres tan vulgar como esos simios a los que serviste en la kasba!

Eros lo miró divertido.

—Lloriqueáis como una mujer, Cesare. Sólo es sangre.

—Ventrebleu, Stefano! —El grito repentino cautivó la atención de todos.

Apurados por despejarle el paso a Su Radiante Alteza Real, el estrecho círculo

de espectadores se dividió en dos enjambres de abejas que zumbaban.

Caminando enérgicamente y con aspecto de disgusto, el rey Luis avanzó sin la

máscara. Se detuvo frente a Eros, frunciendo el ceño ferozmente.

—¡Aquí estás, en mi palacio! ¿No se te pasó por la cabeza anunciarte de

manera apropiada sabiendo que verte sería de mi agrado?

—Buenas noches, Majestad. Espléndido baile. Soberbio, como siempre —

Eros bajó el espadín e inclinó la cabeza galantemente. Pero no le hizo una

reverencia, notó Alanis con una sonrisa.

—¿Entonces —lo apuró el rey—, no tienes excusas que ofrecerme? ¿Ni

disculpas?

Una sonrisa llena de seguridad curvó los labios de Eros:

—Estaba a punto de presentaros mis respetos cuando un asunto familiar

reclamó mi atención. Se trata de asuntos apremiantes. Uno nunca sabe con

quién puede toparse y verse obligado a intercambiar cumplidos —Apuntó el

espadín al primo lastimosamente descuidado, con la nariz sangrando, que

estaba de pie no muy lejos de ellos—. Aquí tenéis un ejemplo.

—¡Aja! ¡Tú también estás aquí! —exclamó Luis—. ¡Ya me encargaré de ti

también! ¡Bien! —Miró a Eros echando fuego por los ojos—. ¡El regreso del hijo

pródigo! ¡Y omnipresente, además! ¿Dónde has estado? ¿En qué has estado

metido? Todo el tiempo escucho distintas historias acerca de tus hazañas. Un día

aquí, otro allá... ¡Uno nunca sabe qué creer! —Una sonrisa genuina le arrugó el

rostro empolvado—. Ya estaba comenzando a preocuparme pensando en que

tenías un hermano mellizo malvado rondando por ahí, encargándose de

asuntos en tu nombre.

—Qué alarmante idea, Majestad —Eros se estremeció finamente—. ¿Otro

como yo?

—De hecho una idea alarmante —Luis frunció los labios. A Alanis, ese

diálogo le pareció algo surrealista. Sin mencionar las espadas en la mano y el

duelo pendiente, conversaban como viejos amigos que hacía mucho que no

salían de juerga—. Bueno —el rey finalmente se dirigió a un Cesare muy

malhumorado—. ¿Tenéis intención de terminar con vuestras vidas esta noche,

nada menos que en mi baile?

—Su Majestad —Aún apretándose la nariz con el pañuelo, Cesare blandió

la espada e hizo una reverencia formal exagerada—. Lamento profundamente

lo...

—No me muestres esa cara tuya de compungido y arrepentido, Sforza. No

confío en tu hipocresía —Cesare trató de hablar, pero Luis levantó la mano

silenciándolo—. Tampoco me interesan tus excusas. Ya las conozco de memoria.

En especial, cuando le echas la culpa a tu primo.

Poniéndose intensamente colorado, Cesare se calló.

—Mi primo preferido y yo estábamos a punto de trasladarnos a los

jardines —le informó Eros al rey—. Ni soñábamos con arruinar la gala favorita

de Su Majestad. Los duelos son tan vulgares...

—¿Arruinar? ¿Por qué dices arruinar? ¡Seamos vulgares esta noche! —El

rey hizo un ademán grandilocuente con una mano adornada de joyas—. Mi

salón queda a vuestra disposición, messieurs. Continuad, por favor.

A Eros se le acabó la diversión. A Alanis le quedó claro que él se resistía a

ventilar los asuntos familiares para el beneficio de la chusma de todo el

continente. No obstante, el tema estaba fuera de su control. Luis había dado su

consentimiento. En un falso gesto de severidad, Eros se llevó la empuñadura

dorada del espadín a la nariz.

—¡Ave, Caesar! Morituri te salutamus: ¡Los que vamos a morir te saludan!

—¡Aja! —resolló Luis—. ¡Eso depende de ti! —Se acercó más a Eros—. Ven

a verme más tarde en privado, Stefano. Tengo intención de reprenderte —

Formando un remolino de seda dorada, se dio la vuelta y se marchó

pavoneandose hacia el estrado dorado y mientras lo hacía exclamaba—: ¡Que

gane el mejor!

La orquesta dejó de tocar. Con los ojos encendidos anticipándose a la

inminente masacre, todos aguardaban a que continuara el duelo. Las personas

que habían conquistado el mundo tenían en ese momento sólo dos intereses:

pan y circo, pensó Alanis de manera mórbida, imaginando a la multitud vestida

con togas en lugar de lujosas prendas de satén.

Se oyó una ovación y Eros se desplazó velozmente para bloquear el

movimiento de la espada de Cesare. Con la agresión redoblada por el desaire

poco delicado del rey, Cesare arremetía con fuerza y se movía más rápido,

aunque esquivaba como un hombre que le tenía el mayor de los respetos a su

epidermis. Discípulos de los mejores maestros de esgrima italianos, ambos

luchaban de manera deslumbrante, la elegancia letal de sus ataques exhibía una

destreza e inteligencia fuera de lo común. Los espadines se cruzaban una y otra

vez, chocándose con un sonido estridente, brillando intermitentemente bajo la

iridiscente luz de los candelabros, casi irreales. Luchaban como tigres rabiosos,

girando incesantemente uno en torno del otro, con ataques rápidos y

relampagueantes. En medio del combate arrojaron las capas y se abrieron paso

entre la embelesada multitud, con las camisas blancas empapadas de sudor y

sangre.

Alanis vio mujeres desvaneciéndose con elegante gracia, oyó que se hacían

apuestas, hombres que incitaban a los duelistas a que se acuchillaran. Resultaba

imposible deducir a quién apoyaban con gritos como "¡Mi oro por ti, Sforza!" o

"¡Hacedle conocer el frío acero!".

Eros perdió pie y rodó por el suelo. La multitud lo abucheó. Un hombre

que estaba detrás de ella gritó:

—¡Aquí van mis cien luises!

No obstante, Eros se levantó de un salto y retomó la lucha. Alanis dio

vuelta la cabeza y siseó:

—¡Sujetad vuestra lengua, Alfred! A ver cómo os defenderíais vos ahí —

Por casualidad, su mirada se topó con la de Leonora. La barracuda pelirroja

estaba parada justo detrás de ella, conversando con una amiga. Alanis

sospechaba que ella había escogido ese sitio deliberadamente.

—¡Qué emocionante, chérie! —la amiga francesa de Leonora aplaudió—. Si

Cesare gana, tú te convertirás en duquesa de Milán y yo seré tu madrina de

boda en el Duomo.

—Qué aburrida eres, Antoinette —Leonora le deslizó una sonrisa fría a

Alanis—. Esta noche no importa quién gane. El pirata con el que Cesare está

peleando es Stefano Sforza, el verdadero Príncipe de Milán. Y a pesar de que

dicen que se casó con una cosa tímida de la Pequeña Isla para asegurarse la

buena fe por parte de la Alianza, según la Ley de Lombardía, esa promesa de

matrimonio es nula. El mayor deseo del duque Gianluccío era que su hijo se

casara con alguien de pura sangre romana, como él. Y yo soy una Orsini.

Stefano jamás se casará con una celta. Él seguirá el testamento de su padre al pie

de la letra y olvidará por completo a esa inglesita.

—¡Oh! —Antoinette exclamó con entusiasmo—. ¡Eros, el misterioso rufián

por cuya cama pasaron todas las cortesanas de Versalles como ropa sucia, es tu

príncipe milanés!

—Precisamente —sonrió burlona Leonora—. Después de todo, aún

estamos comprometidos.

Comprometidos. Alanis sintió como si le pusieran esposas en el corazón. Sin

duda Eros se irritaba con el tema del matrimonio. Ya estaba comprometido con

una princesa romana que su padre le había escogido. Sintiéndose preocupada y

miserable, ella observó a Eros poner a Cesare contra la pared.

—Podemos ponerle fin a esto cuando quieras, fuera de esta arena —le dijo

Eros a su primo.

Jadeante y sudoroso, Cesare gruñó:

—¿Es que tu sangre se ha vuelto débil, o hay que echarle la culpa a las

cadenas de hierro de Ostia por romperte la espalda?

—Oh, deseo matarte —dijo Eros con voz áspera y gélida—, no lo dudes.

Pero matarte tranquilamente, en un lugar alejado y confortable, donde no

puedas hacer alarde de tu muerte ante nadie.

—¡Luchemos ahora hasta la muerte! —gruñó Cesare.

Un brillo decidido iluminó los ojos de Eros.

—Luchemos hasta la muerte —Con renovado vigor, se abalanzó sobre

Cesare, amagando en todas direcciones, mientras su primo retrocedía

tambaleándose hacia el centro del salón. Cambiaba la guardia constantemente y

blandía el espadín con implacable brutalidad. A él ya no le quedaba ni

compasión ni tolerancia. Con deliberada crueldad atacó los puntos débiles de

Cesare, rasgándole la camisa hasta dejarla hecha jirones al tiempo que le dejaba

heridas en cada trozo de piel desnuda. La multitud enmascarada retrocedía

trastabillando para dejar espacio a los duelistas, pero seguían apretujándose

para lograr conservar posiciones cercanas a la lucha. La defensa de Cesare se

tornó desesperada. Se esquivaba, se agazapaba, doblaba las rodillas,

balanceándose con la mano enfundada en el guante y manteniendo la cabeza

bien atrás, pero un calculado demi-vaulte le hizo un corte en el brazo hasta el

hueso. La sangre brotó. La multitud se puso frenética, ovacionando en un coro

que parecía ondularse como un oleaje en medio de una tormenta. Cubierto de

sudor, con el pecho que subía y bajaba, Eros avanzó de un salto y el delgado filo

de la espada atravesó el hígado de Cesare, que se desplomó en el suelo, donde

su cuerpo formó un charco de sangre.

—Stefano... —El miedo se reflejaba en sus ojos. Deslizó la mirada

rápidamente hacia donde yacía su espada, alejada unos metros—. Mi espada...

—murmuró tratando de alcanzarla de manera impotente.

Eros parecía tan agotado como su primo. Enfundó la espada.

—Suelta el cuchillo —le ordenó. Cesare vaciló, sin confiar demasiado en la

generosidad de su primo.

—¡Suelta el cuchillo, bastardo! —gruñó Eros—. Te concederé el último

deseo, sólo tú morirás con un cuchillo, como merece un traidor.

Cesare sacó la daga.

—Tú también estás muerto, Stefano. Sólo que no te das cuenta —Con una

brutal patada derribó a Eros, rodó sobre él y lanzó una cuchillada.

El grito de Alanis fue tragado por el ruido de la multitud. Hasta el rey se

puso rápidamente en pie.

De espaldas en el suelo, Eros cogió a su primo de la muñeca y luchó para

rechazar el cuchillo que avanzaba. Cesare estaba fatalmente herido, sin

embargo, demostraba tremenda fuerza al empujar la temblorosa daga

centímetro a centímetro hacia el pecho de Eros. Los ojos de Alanis permanecían

fijos en el cuchillo, sólo a unos centímetros del rostro tenso de Eros. Entonces,

cuando todo parecía perdido, Eros arremetió y se quitó a Cesare de encima.

Emitiendo un grito gutural, se estrelló contra él, lo inmovilizó en el suelo y le

enterró la daga en el pecho. La empuñadura con piedras incrustadas sobresalía

del pecho de su primo como si fuera una lápida.

Cesare abrió los ojos; sus labios estaban salpicados de sangre:

—Stefano... —aferró la camisa desgarrada de Eros, el dolor agonizante le

cambió el semblante cruel por uno desolado—. ¿Qué le ganaste a Luis?

Arrodillándose junto a él, los ojos de Eros se llenaron de arrepentimiento.

—Milán hoy estaría libre si hubiéramos unido nuestras fuerzas, primo. Tú

has sido un enemigo digno y hubieras sido un aliado más digno aún, pero la

codicia y los celos te envenenaron el alma —A Alanis le pareció ver una sonrisa

triste cuando dijo—: Sólo gané diez doblones de oro. ¿Pensaste que ese viejo

avaro arriesgaría un centavo más?

—Miserable tacaño —sonrió Cesare débilmente. Los ojos se le volvieron

oscuros del temor. Su puño ensangrentado apretó más la camisa de Eros y tiró

de él—: Escúchame. La siniestra mano del Cangrejo de Ocho Patas es lo que

debes temer —La cabeza se desplomó y el iris de color azul mar se cubrió de

escarcha e inconsciencia.

Una profunda pena arrugó la frente de Eros al deslizar con suavidad una

mano por los ojos abiertos de Cesare.

—Perdóname, primo —susurró, tragando un nudo apretado—. Yo te

perdono...

Alanis se adelantó de un salto, pero una mano fuerte la aferró del brazo.

Giró la cabeza como un latigazo. Un caballero de cabellos plateados disfrazado

de filósofo griego estaba frente a ella. Ella quedó boquiabierta.

—¿Abuelo?

Los gélidos ojos azules del duque brillaron.

—Hola, Alis. Me alegra mucho que te acuerdes de mí.

Ella se mordió el labio. ¡Qué mala suerte! Se esforzó por saludarlo con una

sonrisa.

—Abuelo, por favor —rogó—. Debo ir un momento con Eros. Más tarde te

explicaré todo.

—De hecho lo harás, Alis, camino a casa. ¡Nos vamos! —Comenzó a

dirigirse hacia la entrada.

Alanis se retorció para liberarse.

—¡No! No puedo desaparecer sin decirle nada. Necesito ir con él...

El duque se detuvo.

—Échale una mirada a tu héroe —Le señaló con un gesto el bullicio

femenino que se agrupaba en torno a Eros. De manera grotesca, mientras

sacaban arrastrando el cuerpo de Cesare, Eros tenía que luchar con las copas de

champagne, las tartaletas de salmón y los pañuelos ofrecidos para secarle la

frente. Las damas que lo rodeaban no parecían molestarse por el tosco

despliegue de músculos empapados en sudor y salpicados de sangre.

—Bien, Alis —exigió el abuelo severamente—. ¿Estás lista para partir antes

de que el rey de Francia decida torturarme con un interrogatorio?

Ella apenas lo escuchaba. Abatida, vio cómo Leonora se acercaba a Eros. Él

sonrió con aspecto sorprendido. Alanis maldijo. Consideró la idea de partir:

dejarlo que la siguiera todo el camino hasta Inglaterra, con el rabo entre las

piernas. Por el rabillo del ojo, ella vio las filas de alabarderos acercándose a él.

Su abuelo la instó a que avanzara.

—Somos ingleses en suelo francés. Debemos marcharnos.

—No. ¡Espera! —gritó ella, con la cabeza martilleándole—. No puedo

abandonarlo. Ellos tienen intención de capturarlo.

—¡Olvídalo, Alis! Tendrá que arreglárselas con su buen amigo, Luis.

Arrastrada en contra de su voluntad, Alanis tenía la mente envuelta en

zozobra.

—¡Alanis! —El profundo rugido la dejó inmóvil. Ella se soltó de su abuelo

y se dio la vuelta para mirar cómo Eros avanzaba hacia ella decididamente. El

guardia estaba a punto de caerle encima; sin embargo, él parecía ajeno al

peligro. La mirada afilada se desvió hacia el anciano duque que estaba junto a

ella y luego buscó los ojos de ella. No te marches, la poderosa súplica la dejó

clavada en su sitio. Miró a su abuelo con ojos suplicantes.

—Por favor. Márchate sin mí, abuelo. Inglaterra te necesita, y yo... amo a

Eros.

—¡Maldición, Alis! Ahora ninguno de los dos se marchará —Los tres

estaban acorralados, mientras que el resto de los invitados era respetuosamente

desalojado hacia los jardines.

—¡Arrestadlo! —Escoltado por dos de los cortesanos de más alto rango y

un escuadrón de guardias del palacio, el rey de Francia se aproximó a ellos

pavoneándose. Los alabarderos se apresuraron a rodear a Eros con una cuerda

tirante mientras dos guardias lo tenían sujetado de los brazos, conteniendo su

enérgica resistencia.

—¡Bueno, bueno, bueno! —le dijo a Eros vociferando—. ¡Entonces ese

canalla no mintió! ¡Estás acostándote con la Alianza! ¡Aja! ¡El estimable

Dellamore! Levantaos, monsieur le Duc, y presentadme a vuestra encantadora

nieta, que ha endemoniado el corazón de mi Stefano, tanto que ha olvidado

para qué está hecho y quiénes son sus amigos —Caminó a grandes pasos en

dirección a Alanis y, para sumo desagrado de ella, le puso un dedo debajo del

mentón, levantándole el rostro hacia la luz. Estática como una reina de hielo

enfundada en seda color rubí, los ojos aguamarina se clavaron en el rey

airadamente—. Encantadora —murmuró él—. Ahora comprendo todo.

—¡Déjala en paz, Luis! —Eros avanzó de un salto pero fue brutalmente

reprimido por los guardias. Los músculos se le abultaron al luchar por liberarse;

tenía los ojos encendidos. Hicieron falta cuatro hombres para sujetarlo.

—Estoy consternado, monsieur—Luis miró ferozmente al duque—. ¿Cómo

pudisteis dejar que esta exquisita flor cayera en manos de un vividor de mala

fama, un donjuán y un canalla? —Le echó una rencorosa mirada de reojo a

Eros—. Quizás después de esta noche, con su nuevo estado de viuda, juntemos

las cabezas, hagamos de casamenteros y le encontremos alguien más

conveniente. El marqués Du Beq sería una excelente elección —El rey presentó

a uno de sus cortesanos—. Cualquiera puede notar que él ya está enamorado.

Du Beq hizo una reverencia. Alanis sintió aquellos ojos recorriéndole el

escote como si fueran manos indeseables. Se encontró con los ojos de Eros. Él

estaba preocupado por ella: parecía más perturbado por el manoseo del rey que

por su calamitosa situación. Ella se soltó el mentón de un tirón, sin importarle

que estaba desairando un dedo real.

—¡Oh, y qué fogosa! —Luis rió entre dientes—. ¿Os estoy irritando, mi

hermoso gato salvaje? ¿Es que estáis tan enamorada de nuestro Stefano como

tantas otras antes que vos?

El bigote plateado del duque se encrespó.

—Su Majestad, mi nieta no está unida al príncipe Stefano Sforza de ningún

modo. Ella regresará conmigo a casa.

—¡Nadie regresará a casa tan pronto! —El pésimo humor de Luis volvió a

surgir—. Vos, mi estimado duque, sereis escoltado hasta vuestros aposentos

junto con vuestra encantadora nieta. Y tú... —Apuntó a Eros con un dedo

sobrecargado con una esmeralda—. Tienes preparada una celda especial

decorada con tu mentiroso nombre: ¡en la Bastilla!

—¡No puedes ponerme ni un dedo encima, Luis, y lo sabes muy bien! —

Eros habló con voz áspera de manera intrépida, dejando a todo el mundo

impactado con aquel discurso contundente, inclusive a Alanis—: Soy un

príncipe real. Sólo la Santa Sede y el Emperador tienen el poder de sentenciarme

a muerte. Si me matas, la iglesia te multará tan severamente que irás a la

quiebra al cabo de un mes. El Papa no es tan benévolo con monarcas extranjeros

que osan ejecutar a alguien con sangre de la realeza italiana. Ya me imagino la

cara del cardenal de Rouen cuando se entere de que sus posibilidades de

convertirse en Papa se fueron al pozo junto conmigo decapitado. Qué día de

campo tendrías que pasar con tus católicos.

—¡Cállate! —gritó Luis—. ¡Te has pasado de la raya más de una vez y yo

he hecho la vista gorda, pero nunca más! Mortbleu, ¡hasta aquí hemos llegado!

¡No debiste irte del lado de ese traidor saboyano! ¿Te ofreció Milán? ¿Te

prometió la monarquía de Italia? ¿Cómo te atreves a suponer que podías poner

en ridículo al Rey de Francia? ¿Pensaste que tu traición quedaría impune? ¡Yo te

hubiera convertido en un dios en Francia! ¡En un almirante en jefe! ¡En el

motivo del brindis de todo París!

—¿El motivo del brindis de París? —resolló Eros—. Conozco a un capitán

de barco al que le encantaría eso.

El humor del rey se fue por las nubes.

—¡Veamos si conservas tu chispa después de pasar unos días tranquilos

en la Bastilla! —Y a los alabarderos les gritó—: ¡Lleváoslo!

Capítulo 28

—La ejecución tendrá lugar en la Place de la Concorde dentro de una

semana —anunció el duque de Dellamore dos días después al entrar a los

aposentos que compartía con Alanis.

Alanis se sentó, con la vista nublada. No había dormido durante días.

—Por favor ayúdame a sacarlo de Francia —le imploró—. Utiliza tus

contactos, tal vez madame de Montespan...

—¡Maldición, Alis! No obtendrás mi compasión. ¡Te comprometiste con

ese bastardo por completo y fuiste su amante durante meses! Tu madre debe

estar revolviéndose en su tumba.

—¡Mi madre querría que encontrara la felicidad! — respondió ella,

enojada con el duque y con ella misma. ¿Por qué diablos le había confesado

todo a su abuelo?—. Eros me hace feliz. Me respeta. Confía en mí. ¡Vino hasta

aquí para rescatarme a pesar del peligro que significaba para él!

—Lo que no entiendo es... ¡Tu absoluta lealtad hacia él! ¿Qué fue lo que

hizo para merecer una devoción tan ciega? ¿Se te declaró? ¿Te pidió que te

casaras con él?

Ella bajó la vista.

—Ya te expliqué lo de la Ley de Lombardía —murmuró de manera

incómoda.

El duque caminaba por el cuarto de un lado a otro.

—Por el amor de Dios, Alis, ¿cómo pudiste marcharte con un hombre de

su reputación? Te llevó a Argel, ¡por todos los cielos! ¿Es que eres tan torpe

como para poner tu vida en manos de ese canalla?

Ella miró al techo. Al cabo de dos días de incesante regaño ya no le

quedaba ni una gota de tolerancia para escuchar ni una palabra más.

—Él no es un canalla. Es el hombre que amo, ¡y es un príncipe real!

—Y que pronto será un príncipe muerto. ¡Y enhorabuena, diría yo! ¡Ese

hombre te utilizó y abusó de ti!

—¡Él jamás abusó de mí! Yo me enamoré y me marché con él por mi

propia voluntad.

—¡Por tu propia voluntad! ¡Obviamente fue él quien hizo que te

interesaras en él! ¿Pensaste que era como ese cachorro de Silverlake con cara de

melocotón? Stefano Sforza es un astuto depredador. ¿Qué crees que lo convirtió

en el terror de los mares? Él no es una persona afectuosa, Alis. Es precisamente

para lo que fue educado: un Víbora milanés, astuto y cruel de todas las maneras

posibles. No hago concesiones con él. Ni tampoco te absuelvo de tus

estupideces. Caíste en sus encantos cuando él no tenía intención de hacer lo

correcto contigo. Es tan resbaladizo como esa maldita lustrosa cabellera negra

que tiene, ¡he dicho! ¡Que se pudra en la Bastilla!

Alanis se quedó en silencio. Necesitaba la ayuda de su abuelo y estaba

fracasando rotundamente.

—Un condenado príncipe —murmuró el duque—, y eso no evitó que se

haya comportado mal contigo, Alis, de hecho muy mal. ¡Debió haberlo pensado

mejor antes de arrastrar a una inocente hasta la peor guarida del mundo! Debió

actuar actuado con cautela y llevarse también a tu acompañante en lugar de

dejarte a merced de su banda de asesinos. ¡Y debió haberse guardado las

malditas manos! ¡Qué desgracia! Viniendo de cualquier otro, yo lo hubiera

entendido, ¿pero de un hombre con sus antecedentes? Ese canalla no tiene ni

una sola cualidad redimible en todo ese enorme cuerpo. Es un corrupto de los

pies a la cabeza.

—¿Entonces lo único que le da crédito es su título? — preguntó ella

fríamente.

—Un título es un título, en especial uno tan importante como el suyo. Si él

me hubiera abordado de manera educada, yo habría recapacitado. Podría

habérselo presentado a Marlborough. Quizás hasta podría haber favorecido su

causa. ¡Pero ahora no! ¡Ahora jamás! Stefano Sforza escogió el camino cobarde.

Te llevó a su cama sin la menor consideración de tu reputación. Manipuleo tus

sentimientos y se aprovechó de tu inocencia. ¿No ves que esa es la verdad?

Estoicamente, ella dijo:

—No tengo deseos de provocar ni escándalo ni angustia. Tú has sido un

excelente abuelo y yo no puedo justificar mis actos. Salvo que... a diferencia de

Lucas, Eros me quiso a mí por mí misma, no porque se sintiera obligado ni

porque yo tuviera las cualidades convenientes para ser una esposa bien

educada.

Una sonrisa afectiva suavizó el ceño del duque.

—¿Y por qué no se haría ilusiones contigo? Precisamente eres el tipo de

mujer capaz de seducir a un hombre tan cínico como él. Podrá tener a cualquier

prostituta pintada de ahí abajo, pero ninguna de ellas le devolvería la

autoestima. Tú eres su trofeo, el legítimo merecido de su vida, significas la

compensación de todas sus privaciones durante los años que estuvo perdido.

Al recordar a Leonora, Alanis dijo tristemente:

—Cuando se convierta en Duque de Milán, el mundo olvidará su mala

fama. Podrá escoger la mejor entre una selección de princesas de todo el

continente.

—Ya escuchaste al rey. Lo matará. Incluso si logra sobrevivir a esta

adversidad, Stefano Sforza jamás tendrá Milán. Toda reputación de la que

alguna vez hizo gala y de la que se jactaba era su poder, se derrumbó. Sus

aliados lo abandonarán, su ejército se desintegrará porque él ya no podrá

ofrecer los triunfos que prometió y sus capitanes lucharán por conseguir estar al

servicio de algún amo con más suerte. El pueblo de Milán lo recordará con odio

y repugnancia. Será visto como un ser cobarde, llorón, fanfarrón, débil, lo

esquivarán todo lo posible y lo mirarán con el peor de los desprecios. ¿Es ése el

tipo de hombre que quieres por esposo, Alis? ¿A un fracasado?¿A alguien en

ruinas?

Las lágrimas le brotaban de los ojos.

—No tienes idea de lo mal que juzgas su carácter. Él es leal, fuerte e

inteligente, y yo lo amo con todo mi corazón. Por favor, habla con el rey. Tú

conoces su ideología. Si quisieras, podrías evitar esta ejecución.

El temor atravesó el ceño del duque.

—Alis, querida mía, ¿estás... esperando familia?

Alanis se puso una mano en el abdomen plano. En ese momento deseaba

poder decir "Sí".

—Debéis de estar ansioso por regresar a casa, monsieur le Duc —comentó

Luis con una sonrisa astuta—: Sin embargo, tengo a un príncipe enfermo de

amor en mi calabozo desfalleciendo por vuestra nieta. Y como soy famoso por

mí benevolencia, no puedo negarle el último deseo a un condenado.

Dellamore miró al hombre que estaba detrás del escritorio real.

—¿El último deseo, Su Majestad? ¿Y cuál es?

—Que le permita a lady Alanis visitarlo en la Bastilla. Me ha estado

hostigando desde hace dos días, enviándome a los guardias —Luis entrecerró

los ojos sagazmente, interesado en escuchar la respuesta del duque—: ¿Y bien?

El duque apretó los dientes.

—Alis respetará las órdenes de Su Majestad, naturalmente; no obstante,

debo insistir en que la insignificante conexión entre ella y su prisionero no

merece esta visita.

Luis se le acercó más.

—Yo escuché todo lo contrario, monsieur. Mis fuentes me dicen que ellos

están casados.

—Ellos no están casados.

—... y que Stefano está con la Alianza.

—Como representante de la reina Ana, puedo garantizar terminantemente

que no es así.

La duda afloró a los ojos del rey:

—¿A vos no os importa que lo cuelgue?

—De ninguna manera. Colgadlo.

Bufando, Luis se hundió en el trono.

—Ya veo. Vos no tenéis prisa por regresar a casa.

El duque se dio cuenta de que no tenía otra opción más que seguirle la

corriente. Se inclinó hacia delante y en voz baja dijo:

—¿Puedo confiar en el discreto oído de Su Majestad? Este es un asunto

muy delicado, por cierto...

—¿Ah, sí? —Impaciente como un gato frente a un pote de nata, Luis se

inclinó hacia el duque.

—Bueno, ellos no están casados, pero puede que haya habido una

indiscreción. Ya sabe...

Francés ante todo, el rostro de Luis se iluminó de antemano.

—¿Sí? ¿Sí?

—El príncipe Stefano mantuvo cautiva a mi nieta durante meses, Su

Majestad. Sin acompañante —agregó el duque agitando sus cejas plateadas de

manera significativa.

Luis se acercó más:

—¿Y...?—lo incitó.

—Pues eso.

Con aspecto muy decepcionado al serle negados detalles del romance,

Luis dijo con tono cortante:

—Mis fuentes del papado afirman que el certificado de matrimonio que

ella le presentó al Papa acreditaban que habían contraído matrimonio en

Jamaica hace varios meses. ¿Qué tenéis vos que decir acerca de ello, monsieur?

Sosteniendo su papel de viejo chismoso, el duque explicó:

—Él la engañó. Le prometió matrimonio, principado... Su Majestad debe

saber lo impresionables que son las jovencitas. Alis mordió el anzuelo, ¡y madre

mía! Al parecer él ya estaba comprometido, y lo que es peor... Los votos

matrimoniales sólo son válidos si son tomados ante el Duomo en Milán. Según

la Ley de Lombardía.

—¡Así es! —se movió Luis—. ¡La Ley de Lombardía! Ahora lo recuerdo.

—Entonces Su Majestad comprenderá por qué Alis no tiene motivos para

visitar a ese despreciable canalla.

—Sí que lo es, pero ella lo visitará de todos modos; con custodia, por

supuesto —Cuando el duque abrió la boca para objetar, Luis lo miró como un

santurrón—. ¡Mi benevolencia, monsieur!

—Ah, sí... —El duque reprimió una maldición—. La benevolencia de Su

Majestad...

El rey le indicó las puertas abiertas.

—Entonces el asunto ya está resuelto. Lady Alanis visitará a Stefano y

luego podrán regresar a su pequeña isla —La audiencia se dio por concluida.

Al llegar la noche, el capitán La Villette llegó para escoltar a Alanis a la

Bastilla. Ella le pidió que la esperara en el vestíbulo y buscó a su abuelo en su

cuarto.

—Entonces partes hacia el foso parisino —dijo el duque—. ¿Necesitas que

vaya contigo?

—Me las arreglaré —ella rechazó el indiferente ofrecimiento—. Desde que

conocí a Eros me he convertido en una exploradora de fosos. Para ser un

príncipe, él tiene una particular tendencia a habitar los sitios más

desagradables.

—Mmm. Confío en que no estarás fantaseando con la idea de sacarlo de

contrabando en tu bolsillo, ¿verdad?

Alanis sonrió de manera brillante.

—Como dijiste esta mañana, él es demasiado grande de tamaño para eso.

Pero descuida, juntaremos las cabezas y algún plan inteligente se nos ocurrirá

—De hecho, la sola idea de pensar en unir cabezas, bocas y cuerpos a ella la

llenaba de excitación y esperanza.

El duque se quitó el monóculo.

—Luis cree que tu pirata ha tomado partido por nuestro bando. ¿Cómo

intentas convencerlo de que su favorito personal le sigue siendo fiel?

—Eros jamás le juró fidelidad a nadie. Jamás tendrá a un rey por encima

de su maldita lustrosa cabeza.

—Aun así —reflexionó el duque en voz alta—: «No hay nada más

peligroso que experimentar una sensación de normalidad sin una realidad que

la respalde». Hay un modo de convencer al rey de que su mascota preferida no

está colaborando con nosotros. ¿Quieres salvarlo, Alis? Déjalo. Renuncia a él.

La sonrisa se le derrumbó. Ella también había llegado a esa conclusión

abyecta; pero para convencer al rey, primero tenía que convencer a Eros. La más

horrible de las sensaciones se apoderó de ella: una escarcha la invadió y penetró

por todo el cuerpo como si hubiera ingerido veneno. Una lágrima grande y

cálida rodó por su mejilla.

—No voy a mentirte, Alis. La idea de que abandones a Sforza me resulta

muy atractiva, pero no soy un despiadado. Me doy cuenta de que tus

sentimientos, al menos, son sinceros. Este es el mejor consejo que puedo

ofrecerte.

Ella regresó al vestíbulo. Al capitán La Villette se le veía impaciente.

—¿Mademoiselle está lista?

Otra ciudad, otro foso. Ella se irguió.

—Mademoiselle está lista.

Cupido dice el nombre y titulo de este libro:

—Guerras —dijo él—, las guerras son lo que me esperan,

lo presiento.

Ovidio: Remedia Amoris (Remedios para el amor)

Asesinos y ladrones, bohemios, prostitutas, falsificadores y deudores

habitaban la prisión más siniestra de Europa: la Bastilla. Convivían en celdas

mugrientas y húmedas, encadenados, a merced de despiadados e insensibles

carceleros. El aire apestaba a hedor humano: a muerte, enfermedad y miseria

que tomaban forma en los espectrales ojos que asomaban por entre las hendijas

con barrotes. Alanis seguía a La Villette, que bajaba por interminables túneles

iluminados por antorchas; descendió cientos de escalones y se estremeció ante

los insalubres huecos.

—Diez minutos, mademoiselle —dijo el capitán cuando llegaron al fondo

del foso.

Un jorobado que gruñía, que parecía una bestia autóctona de aquella

espantosa guarida abrió la celda. La puerta se abrió haciendo un ruido metálico

y las bisagras medievales chirriaron. Alanis entró. Al principio no percibió nada

más que la oscuridad. Al cerrarse la puerta de golpe, sintió unas manos fuertes

que la aferraron. El corazón le dio un vuelco violentamente.

—Alanis —Unos cálidos labios suaves y conocidos le rozaron los suyos. El

deseo de responderle el beso era arrollador, pero ella se contuvo, sabiendo que

si demostraba algún indicio de calidez, Eros jamás le creería. Le estaría cavando

su propia tumba.

—El rey me envió aquí —dijo de manera impasible—. Afirma que has

estado preguntando por mí.

—Día y noche —Él tenía el rostro cubierto de hollín, pero sus ojos aún

brillaban intensamente bajo la tenue luz de las antorchas filtrándose por entre

los pequeños huecos; su sonrisa era un sol—. Cielos, estás preciosa —Le acarició

los cabellos rubios y le depositó otro beso en los labios—. Te he extrañado, ninfa.

¿Y tú, me has echado de menos?

A pesar de lo sucio que estaba, ella se excitó con su caricia. Se moría por

acariciarle los cabellos espesos y grasientos y devorarle la boca. Pero en cambio

le preguntó:

—¿Cómo has estado resistiendo?

La sospecha se notó en los ojos de él.

—Bien. ¿Y tú? Espero que las bestias de mi primo no...

—Tú llegaste a tiempo. Gracias. Parece que mi pequeña mentira al Papa te

puso en un tremendo problema. Luis cree que te uniste a las Fuerzas Aliadas.

Con Marlborough y Saboya.

—Imagínate —Él sonrió burlonamente.

—Programó una cita contigo y el verdugo de París para la próxima

semana.

Eros vaciló.

—He decidido ceder ante el ultimátum de Luis. Aceptaré su almirantazgo.

—¿Cómo? ¿Lo aceptarás como soberano? ¿Te convertirás en una marioneta

francesa y le servirás como capitán de su ejército? —le preguntó ella

horrorizada. El pueblo de Milán lo recordará con odio y repugnancia—. Si haces eso

—susurró ella—, jamás recuperarás tu país. ¿Por qué, Eros?

—Por ti. ¿Vivirías conmigo en Francia? —la voz sonó más grave—. ¿Como

mi esposa?

El corazón le latió con una fuerza brutal, y si no hubiese tenido los brazos

de Eros aferrados alrededor de la cintura ella se hubiese desplomado en ese

suelo mugriento lleno de paja como una idiota pasmada.

—¿Tu esposa?

Se apretó a la mejilla de ella.

—Estoy ansioso por darle a Luis mi consentimiento, salir de este agujero

apestoso y hacerte el amor en una cama limpia. Tú y yo, Alanis, marido y

mujer.

En ese momento, Alanis sabía sin lugar a dudas que prefería caminar

sobre el fuego antes de permitir que él sacrificara su principado. Verlo andar

por la vida castigándose por haber abandonado a sus paesani y apoyado a sus

enemigos sería un tormento mucho peor que renunciar a él por completo. Eso

los destruiría a ambos poco a poco. Ella tenía que dejarlo. Por su bien. Echó la

cabeza atrás.

—Lo siento. No puedo aceptar tu propuesta. No viviré en Francia.

El torció la boca en una sonrisa sarcástica.

—Entiendo tu aversión, inglese. Créeme, a mí tampoco me entusiasma la

idea de vivir aquí. Pero no será para siempre. Nos fugaremos a la primera

oportunidad que se nos presente.

—¿Y qué hay de las bodas según Lombardía? Sé todo acerca de las leyes

de Milán.

—¿De veras? Bueno, ahora no tiene importancia —se encogió de hombros

de modo descuidado—. La Ley de Lombardía se aplica a los príncipes reales de

Milán, no a marineros franceses anónimos y sin techo.

El dolor oculto de él a ella le desgarraba el corazón, pero su determinación

se volvió más firme.

—¿No serás príncipe?

Él la abrazó con más fuerza, con una sonrisa llena de confianza y calidez.

—¿Sabes? A esta ninfa con la que pienso casarme no le importa. Resulta

que supe que me ama —Él buscó tranquilidad en los ojos de ella y al verla

desviar la mirada sutilmente se puso rígido del temor—. ¿Tienes... dudas?

—Bueno, más bien esperaba... —Ese era el momento para lanzar otra

andanada—. Luis le aseguró a mi abuelo que si yo te visitaba, nos permitiría

regresar a Inglaterra. Partimos mañana.

Sus brazos cayeron a los lados del cuerpo.

—No te creo. Estás mintiendo. ¿Por qué?

Ella lo miró a los ojos.

—Porque tú tenías razón desde el principio. Aquella noche sí fui a

buscarte en respuesta a lo que me habías dicho. Quiero ser una princesa, y si no

es en Milán, entonces en alguna otra parte.

El terror le atravesó la frente.

—Tú me amas.

Dominando las lágrimas, ella le sostuvo la mirada sorprendida.

—Jamás lo hice.

Concretamente, Eros parecía dudar de su cordura, o al menos, de sus oídos.

—Debo de ser un verdadero idiota —susurró—. No... No estoy

comprendiendo...

La desdicha de él a ella le retorció el estómago.

—Sí que entiendes. Simplemente te niegas a aceptarlo.

—¿Aceptar qué? —gruñó él con desánimo—. ¿Que la mujer que me sacó a

rastras del foso del infierno, que volvió a unir los pedazos de mi alma, que

durmió entre mis brazos noche tras noche durante semanas, es una persona que

ni siquiera reconozco? ¿Por qué eres tan desalmada?

Desalmada era una definición acertada, porque lo que a ella le quedaba

adentro del pecho eran escombros.

Le cogió el rostro entre las manos y la miró fijamente a los ojos.

—Alanis, ¿no has pensado en la posibilidad de que podamos estar

esperando un hijo? ¿Nuestro hijo?

Alanis parpadeó.

—¿Ahora te preocupa?

—Jamás me preocupó —Le sostuvo la mirada expresando más de lo que

ella quería ver.

Ella cerró los ojos brevemente para recobrar la calma y luego le apartó las

manos y con tono áspero dijo:

—No hay tal bebé —Dejó que él la despreciara. Que maldijera su nombre

por toda la eternidad. Al menos viviría para eso en Milán. Retrocedió y dio el

golpe final—: Ya me encargué de eso.

Las palabras de ella lo golpearon tan fuerte como una almádena.

—¡Viniste a mí siendo virgen, Alanis! ¿Cómo sabías cosas como esa?

Ella se estremeció ante la furia de él.

—Una virgen. No una idiota.

Él la cogió de los brazos con fuerza y la sacudió brutalmente.

—¿Qué fue lo que hiciste con tu cuerpo? ¡Dímelo!

Parecía una muñeca de trapo entre sus manos. El desprecio que mostraban

sus ojos la hicieron encogerse del miedo.

—Infusiones especiales —le confesó con tono inexpresivo—, que bebía

hervidas cada mañana.

Él cerró los ojos, creyéndola finalmente. La soltó y se apartó de ella.

Mentalmente, ella sentía que estaba desmoronada, llorando a sus pies.

—Adiós, Eros.

Él la miró, como si fuera un leopardo negro con ojos azules, con un

mechón de cabellos negro azabache caído sobre sus ojos de tigre. Se quitó la

pesada cadena de oro del cuello y le cogió la mano. Dominando la mirada

vidriosa de ella, le depositó el medallón en la palma de la mano, acomodó la

cadena y le cerró el puño.

—Consérvalo. Te lo has ganado. Es todo lo que cualquiera de los dos

tendrá de Milán.

Jamás volverás a verlo, le decía una vocecita dentro de su cabeza que lloraba

desconsoladamente. Con la espalda erguida, ella se dirigió hacia la puerta y

pidió salir. La última mirada que le echó a Eros fue a través del hueco con

barrotes de la puerta de la celda. Él la miraba fijamente, y los hermosos ojos le

brillaban intensamente con lágrimas contenidas.

** ** **

Altas olas rompían contra los acantilados de Dover. Parada junto a la

baranda, con el frío aire matinal, Alanis veía la costa de Inglaterra y se sentía

tan desolada como los grises despeñaderos. En el fondo de su corazón sabía que

había hecho lo correcto. Eros viviría. Escaparía de Francia y se convertiría en el

futuro Duque de Milán. Merecía la felicidad. Ella sabía que lo había perdido

para siempre.

El frío que sentía en los huesos era una sensación conocida: desdicha,

náuseas, soledad. Ella reconocía todos esos síntomas. Un sonido que en parte

era un sollozo y en parte una risa amarga escapó de sus labios. Qué modelo de

bondad y de condenada hipocresía era. Ya ardía de celos y angustia

despreciando a la mujer que pasaría el resto de su vida con él, no dudaba ni un

instante de que Eros no acogería la castidad. Encontraría consuelo, placer y

finalmente, encontraría el amor.

Y ella sufriría por él eternamente, como los acantilados de Dover que

desfallecían por el sol.

Comenzó con un llanto suave. Luego, el dolor aumentó y se tornó

insoportable. Tapándose la cara con los brazos, ella sucumbió ante un llanto

desgarrador. ¡Oh, Dios! Eros. Te amo... Te amo...

** ** **

Llegó el día de la ejecución. Tras suspender la orden, Luis se atrincheró en

el Trianon desde el amanecer y se negó a recibir a ninguno de sus ministros ni

cortesanos. El polvo cubría el refugio real cuando el rey finalmente mandó a

llamar a su valet de chambre, su fiel Jacquoui.

—Ventrebleu, mon Jacquoui! —exclamó Luis—. Tengo el poder para enviar a

nuestro voyou18 traidor con sus ancestros sólo con chasquear mis dedos, ¡y sin

embargo mi dedo se niega a emitir un chasquido!

Al observar a su rey caminando y dejando una huella en la alfombra roja,

Jacquoui le ofreció humildemente:

—Tal vez el dedo real siente cariño por el acusado y por eso rehúsa a

separarse de él.

—Mortbleu, ¡mi sabio Jacquoui! El dedo real está terriblemente disgustado

con el acusado. Desearía poder emitir un chasquido pero muestra gran

renuencia ante el menor intento. Es tan insolente como el rufián a quien ha

escogido apoyar.

—¿El dedo real ha mostrado antes estos signos de preocupación,

monsignor? —preguntó Jacquoui con aires de alguien que estaba discutiendo un

asunto de lo más importante en lugar de las rabietas de un dedo.

—Sí. Lo hizo —masculló el rey—. El molesto asunto comenzó a principios

de semana cuando el duque inglés se marchó con la nieta.

—Ah, la dama alta y rubia con ojos felinos —Jacquoui no logró ocultar la

sonrisa—. ¿Es ella la responsable de haberle causado este daño al dedo real y de

provocar estos arrebatos de rebeldía, monsignor?

—De hecho, es ella, mon Jacquoui. Tiene la sangre de un soberbio corcel

inglés. Envió al pobre voyou al diablo y regresó a la Pequeña Isla. ¡Desalmada,

absolutamente desalmada!

Jacquoui lucía pensativo.

—Bien, al parecer el voyou no era del todo culpable de los delitos de los

que se lo acusaba. Tal vez merece otra audiencia. Soy de la idea de que eso hará

maravillas en el dedo real, monsignor.

—¿Eso crees? —Levantó la ceja real de modo interrogativo.

—Absolutamente, monsignor. Una vez que el dedo real escuche el relato

del voyou después de haber pasado toda una semana en la Bastilla meditando

acerca de su inmoral conducta, se comportará obedientemente.

—Superb! Ahora ve a buscar al capitán, ¿cómo se llamaba?

—La Villette.

—Busca a La Villette y dile que me traiga a Stefano de inmediato.

—¿Pero Su Majestad no estaba a punto de tomar una siesta ahora? Una

cabeza real necesita dormir.

—¡Dormir! ¿Crees que alguna vez duermo con los ministros dando

vueltas, que jamás me dejan ni un minuto de sosiego hablándome de España,

de Austria, de Inglaterra? Ya ni duermo, monsieur, A veces sueño, eso es todo.

¡Ahora ve! Liberad a mi Stefano de prisión.

18

Voyou: gordo, maleante.

Acompañado de cuatro guardias, el capitán La Villette escoltaba al

príncipe Stefano Sforza hasta el Trianon. El prisionero lucía inusualmente

pasivo, incluso, advirtiendo su conducta firme, La Villette dedujo que ese

extraño comportamiento más bien se debía a la melancolía que a la debilidad en

general. Una semana en la Bastilla no podía arruinar la salud de un hombre

como él, pero sí podía desanimarlo. La Villette había visto a hombres rudos

desmoronarse en cuestión de días cuando una sentencia de muerte se cernía

sobre sus cabezas.

Cuando el prisionero entró al palacio en miniatura, el rey empezó a decir:

—¡Jacquoui! Haz algo con este... este... —Señaló agitadamente el

deplorable estado de higiene de Eros—. Tráele una camisa nueva, agua y jabón

para que se lave la cara, y frambuesas con crema y champagne para mí.

Un momento después, Eros se lavó la cara en presencia del rey y se

cambió la camisa harapienta por una limpia. Pero rechazó los refrigerios y se

mantuvo apartado y apático. Luis despidió a los sirvientes y rodeó al prisionero

como si fuera un interrogatorio.

—Stefano, ¿cómo es que conociste a la rubia gata salvaje? Siento

curiosidad por saberlo —Al no escuchar respuesta, él se detuvo y miró con ceño

al alto italiano—. Se marchó, ¿sabes? Se volvió a la pequeña isla con el abuelo —

Ese comentario provocó un leve gesto torcido en el rostro del prisionero—. Ah,

todavía estás vivo. Por un momento pensé que ya habías muerto. Entonces,

dime. ¿Cómo es que ella terminó contigo? Hace tres años cuando me la

presentaron estaba comprometida con un vizconde inglés, y parecía contenta

con él.

Eros acuchilló al rey con una mirada maléfica.

—Se la robé a su estúpido prometido.

—¿Se la robaste? ¿Así de fácil? —Los ojos de Luis brillaron de

admiración—. ¿Cómo? ¿Sin quejas? ¿Estaba tan enamorada de tu hermoso

rostro que accedió a abandonar al vizconde? ¿Eh?

—Ella sí se quejó.

—¿Y...? —insistió el rey con afán.

Eros simplemente lo miró con el ceño fruncido. El rey resopló con

desagrado. Detestaba que le ocultaran ese tipo de asuntos jugosos.

—He reconsiderado tu sentencia, pero hay una condición: permanecerás

en Versalles. Tenemos mucho que discutir. Evitaste mi corte durante tres años,

Stefano. Eso fue muy grosero de tu parte. Tienes mucho que reparar.

Ignorando el protocolo, Eros se desplomó en una silla y miró fijamente a

Luis de manera irritada.

—¿Quieres retenerme aquí para hablar de la nieta del duque de

Dellamore?

Luis se sentó en el sofá que estaba enfrente.

—Tú no eres así, Stefano. Generalmente las mujeres son las que quedan en

ridículo ante ti. ¿Cómo pudiste permitirte caer en esta ruina?

Eros esbozó una sonrisa burlona e infame.

—Todo el mundo tiene el derecho de hacer el ridículo alguna vez.

—Ah, hoy estás insufrible —El rey levantó el tazón con frambuesas y se lo

puso sobre el regazo. Escogió una fruta y la sumergió en la crema—. ¿Cómo

hago yo para soportarte?

—Un misterio.

—Esperaba que tú lo supieras mejor que yo. Solías dominar a las mujeres.

Había épocas en las que tú manejabas mi palacio como si se tratara de tu harén

privado —Se metió la frambuesa en la boca.

Eros le deslizó una mirada lenta y desafiante.

—¿A dónde quieres llegar, Luis?

El rey engulló otra fruta.

—Todos sabemos que una mujer es capaz de vender a un hombre por diez

luises. ¿Cómo es que la rubia gata salvaje aceptó casarse contigo si le

desagradabas tanto?

Aquello captó la absoluta atención de Eros. La duda le eclipsó los ojos, al

tiempo que contempló al rey durante largo rato.

—Ella no aceptó casarse conmigo. Ella quería convertirse en duquesa de

Milán. Luis suspiró.

—Ah, jovencito, jovencito. Cuídate: te lo repito, cuídate. Las mujeres son

las que nos han llevado a la ruina; aún lo hacen, y lo harán mientras el mundo

exista. Escucha a un viejo francés cuando habla sobre el amor. Escucha mi

consejo y olvídate de ella —Los ojos de Eros centellearon de ira y Luis dejó caer

una frambuesa en la crema—. Ventre saint gris! ¡Demonio infeliz! Sigues

enamorado de ella, después de todo lo que te hizo. Esa mujer te engañó, te

rechazó, te escupió en la cara y te dejó para que murieras. El día de mañana le

hará lo mismo a otro. Si me dices que tu corazón sigue sangrando por ella, me

veré forzado a acabar con tu miseria.

—Adelante. Me estarías haciendo un favor.

No había más que hablar. Luis se lamió los dedos y señaló la puerta:

—¡Vete! Aséate, come algo y duerme un poco. Búscate una mujer o

embriágate con el veneno que te venga mejor. Después, cuando hayas

mejorado, discutiremos el puesto de almirantazgo que te he habilitado en mi

ejército. Tal vez si te mantengo bajo mi ala, olvidarás esta idiotez.

Eros se inclinó hacia delante y apoyó los codos sobre las rodillas.

—¿Me liberaste porque una mujer me rompió el corazón? —preguntó con

desconfianza.

—¿Puedes culparme? —gritó Luis—. ¡Mírate! Una semana en la celda y ya

no eres nadie.

—¿No te preocupa que me marche de este palacio y me una a tu enemigo,

Saboya, sólo para vengarme?

—Ah, pardieu! —sonrió Luis de un modo encantador—. No hablemos más

de estos malentendidos. Será como siempre ha sido entre nosotros, Stef.

Mientras mi hijo se entretiene con sus gatos descerebrados, y mis ministros se

quejan del próximo movimiento de Saboya, nosotros jugaremos un poco a los

naipes, discutiremos sobre política y tramaremos brillantes estrategias de

guerra para aplastar a nuestros enemigos.

—Inglaterra y Saboya —sonrió Eros con agudeza.

—Precisamente. Y cuando hacia el final del año toda Italia esté bajo

nuestro dominio, ¡tu desalmada rubia se teñirá la cabellera de otro color! —rió

el rey.

—¿Tú me entregarás Italia? —Eros parecía dudar.

Luis sonrió abiertamente y con satisfacción.

—¿Quién más podría entregártela? José no, y desde luego tampoco tu

Consejo. Ni siquiera los perros ingleses están de tu lado, según nos hemos

enterado. La reputación es un producto delicado. Una vez que se pierde, no se

puede enmendar.

—Si toda Europa me califica de fracasado, ¿por qué querrías tú que yo

gobernara Italia para ti?

—Porque tú eres el candidato perfecto. Eres considerado como un hombre

despiadado. Tienes la experiencia para garantizar el temor y por consiguiente la

obediencia inquebrantable: antes de desacreditar tu autoridad lo pensarán dos

veces. El temor al gobernante conduce al país a la unidad pacífica e induce a la

lealtad. Ahora, no es que esté diciéndote que gobiernes con mano vengativa. En

absoluto. Tienes la libertad de actuar con más clemencia que otro que aún tenga

que imponer la tendencia malvada de su naturaleza. Pero ten en cuenta que un

gobernador sabio debe confiar en lo que él es capaz de controlar y otros no. Si

eres consciente de eso, tendrás todo bajo control —Sus ojos sagaces brillaron al

decir—: Te convertiré en el rey de Italia, Stefano. Tendrás Milán, Napóles,

Sicilia, Saboya y Cerdeña... ¡Cásate con una princesa romana y obtendrás Roma!

Tienes la sangre indicada corriendo por tus venas. También posees la

arrogancia, la inteligencia y la ambición necesaria para convertirte en una

potencia muy peligrosa. Tú, mi soberbio joven milanés, naciste y fuiste criado

para ser exactamente en lo que intento convertirte: ¡un soberano!

—Tú quieres una marioneta, Luis. Y yo no soy bueno con las cuerdas.

—¡Una marioneta! ¡Una marioneta! ¡Tengo suficientes marionetas como

para poner otra más en las estúpidas obras de monsieur Moliere! ¡Lo que sí

necesito es un hijo fuerte y capaz para acceder al trono cuando yo ya no esté

dispuesto a mantener la Gloire! Lástima que seas más Sforza que Borbón, pues

yo soy más Borbón que Sforza. De modo que Italia debe ser para ti, mientras

que mi nieto, Felipe, con suerte logrará conservar España, y mientras el Dauphin

y sus gatos a la larga se encargarán de mi Versalles...

Iba a alojar al príncipe en el palacio pero lo mantenía fuertemente

vigilado. El capitán La Villette se enorgullecía de ser un patriota, aunque el

brazalete de amatista que le pesaba en el bolsillo tenía una collar haciendo

juego. Cierta señora se lo había dejado. De escapar el prisionero, sería él quien

reuniría a la familia. Una densa niebla descendía sobre el parque, mientras él

seguía a los cuatro guardias que conducían al prisionero hasta el palacio. La

preocupación de La Villette era tan profunda que no se percató de los

sospechosos movimientos hasta que estuvo encima. El prisionero derribó al

guardia de atrás y le arrebató una de las alabardas. La enterró en el pecho de

uno de los guardias restantes y le dio un puñetazo en el rostro al segundo

guardia, y con el codo le dio un golpe en la nuca.

La Villette vio un escuadrón de guardias vigilando más lejos por el

callejón. En el instante en que se dieran cuenta de la situación, él perdería el

collar para siempre. La Villette sacó la espada. Quizás el rey trataba a aquel

hombre como un príncipe, pero todos conocían aquella cruel cicatriz con forma

de medialuna.

—¡Desistid y entregad las armas! —le ordenó en un susurro severo.

El prisionero lo miró, luego echó un vistazo por encima del hombro y

divisó el escuadrón que se acercaba.

El temor trepó por la espalda de La Villette, como si fuera una procesión

de hormigas. Bajó la espada.

—No me matéis —le imploró con voz ronca—. Os ayudaré a conseguir un

caballo sin que os vean.

En un francés con acento italiano, la Víbora le ordenó:

—¡Muéstrame dónde!

Capítulo 29

El denso humo y la vigorosa capacidad intelectual condensaban el aire del

Consejo de Guerra Imperial en el Schonbrunn Palace en Viena.

—Los franceses están por todas partes, atrincherados en fortalezas. No veo

manera de ocupar Milán —se quejó el general Marlborough ante el duque

mayor que tenía al lado—. «De no haber sido más que un tonto, jamás hubiera

resistido lo que resisto por este palacio en medio de las espadas de los

lombardos».

—Conque citando a papas muertos, ¿verdad? —Rió su viejo amigo entre

dientes.

—Malditos mílaneses que dejaron a los franceses justo en el medio. Y

pensar que tú casi te ganas al líder como nieto político... Oh. Disculpa,

Dellamore. Eso fue de mal gusto.

El duque de Dellamore frunció el ceño profundamente.

—No me hubiera importado en lo más mínimo, de no ser por mi pobre

Alis, John. Ella está desconsolada por causa de él. El problema es que ese rufián

aún sigue con vida.

—¿Averiguaste algo sobre él? ¿Continúa en Francia? —preguntó

Marlborough.

—Ojala fuera así, John. Desafortunadamente, ese bastardo desapareció sin

dejar rastro.

—Eso debería dejarte tranquilo. Se largará a Argel y jamás la volverá a

molestar.

—Eso es poco probable —suspiró el duque.

—¿Eh? —Las cejas de Marlborough se juntaron—. ¿Crees que ella es su

punto débil?

—Eso, o algo peor —El duque levantó la vista—. ¿Alguna vez lo has visto?

—¿Si he visto a quién? —Saboya interrumpió la conversación privada—.

Espero que no sea a un milanés.

Dellamore inmovilizó a Saboya con una mirada directa.

—Stefano Andrea Sforza.

Saboya levantó las cejas.

—Stefano Sforza... Sí, lo conocí bien. Hace muchos años, en Milán.

—Parece ser que soy el único que no ha conocido al Víbora —masculló

Marlborough—. Qué poco halagador. Entiendo que vosotros no le prestasteis

demasiada atención al joven príncipe, ¿verdad? —provocó.

—En realidad, más bien lo contrario —respondió Saboya—. A mí me cayó

muy bien. En su juventud, Stefano demostró gran potencial. Sobresalía en todo,

en educación militar y en general en temas por el estilo. No había misión de

gran escala que a él no le pareciera un asunto menor. No le temía al esfuerzo ni

al peligro. Pero hoy en día... bueno, hoy es un hombre al que hay que tratar con

precaución.

Dellamore asintió con la cabeza.

—Es del tipo que uno sencillamente no puede ponerle un dedo encima.

Casi a todo hombre que termina en Argel lo despojan del alma durante el

primer año y sólo unos pocos logran escapar. Stefano Sforza se convirtió en rais.

—Precisamente —dijo Saboya como una esfinge.

—Maldición. Ahora estoy intrigado —La mirada aguda de Marlborough

alternaba entre sus dos compañeros—. ¿Y entonces cuál es el veredicto?

¿Stefano Sforza es de los buenos o de los malos?

Dellamore y Saboya intercambiaron miradas.

—Buena pregunta —dijo finalmente Saboya.

Minutos más tarde, Su Majestad Imperial, Soberano de Austria, Hungría y

Bohemia, el emperador José, se unió al consejo.

—Caballeros —convocó la atención de todos— preparaos para otra

sorpresa milanesa. Al parecer esta noche está a punto de tornarse aún más

interesante.

Mientras el recinto zumbaba de manera especulativa, a Dellamore se le

ponían los nervios de punta. Las grandes puertas volvieron a abrirse. El silencio

se apoderó del recinto al tiempo que todos los ojos se fijaron en el hombre alto

que entraba a grandes pasos hacia la larga mesa que había frente al Emperador.

Vestido con uniforme negro adornado con víboras de color plateado y púrpura

que le llegaban hasta los puños, con los cabellos al natural alisados atrás en la

nuca, él irradiaba absoluta seguridad en sí mismo. Las sillas se movieron

cuando los concejales se giraron para inspeccionar al recién llegado. Algunos

reconocieron la juventud en el rostro adulto y quedaron igual de asombrados

que los que jamás lo habían visto. Dellamore fijó brevemente la mirada en

aquellos ojos intensos y se percató de que tenía la piel en llamas.

—Estimados miembros del Consejo Imperial —la voz del Emperador

recorrió la mesa—. Les presento al príncipe Stefano Andrea Sforza, Conde de

Pavía, Duque de Barí, Príncipe Real de Milán. Buonasera, Sua Altezza. ¿Qué

vientos lo traen a Viena?

—Vientos de cambio, Su Majestad —Frío e inescrutable, el ademán de

respeto de Eros se redujo a una rápida inclinación de cabeza, como un capitán

saluda a su condottiere—. He venido a unirme a la Alianza. Reconozco la

supremacía de Su Majestad, el Emperador, y me rindo ante la autoridad de sus

comandantes en jefe.

Los miembros del consejo lo miraban como una jauría de lobos veteranos

examinando al valiente macho joven.

Él sonrió abiertamente.

—Generales: ¿alistamos al príncipe Stefano en nuestras filas?

Saboya entornó los ojos. A Marlborough le picó la curiosidad. Él fue quien

disparó la primera pregunta.

—Su Alteza, ¿cuál es su experiencia en comandar campañas en el interior

de gran escala?

—Ninguna.

Un zumbido de descontento surgió entre los delegados. El agregado

holandés preguntó:

—¿Cuál es su noción sobre el Consejo Privado en Milán? ¿Podemos

esperar su apoyo?

—Mi noción sobre el Consejo de Milán es nula. Ellos son hostiles.

Las exclamaciones en torno a la mesa sonaron más alto y más elocuentes.

—¿Cuál es su ambición personal en unir fuerzas con la Alianza? —

preguntó el Emperador.

—Mi ambición no es personal. Mi objetivo es unirme para liberar al

pueblo de Milán.

—Seguramente espera surgir en Milán con algún tipo de poder hacia el

final de la guerra, ¿no es así?

—No alimento tales aspiraciones.

El embajador portugués parecía desconfiado.

—¿No reclama sus derechos sobre Lombardía, Emilia, Liguria ni los

Alpes?

—Depende de los milaneses elegir a un líder de su agrado.

—¡Milán no es una república! —exclamó el secretario de Estado

austriaco—. La decisión depende del Sacro Imperio Romano y vos deberíais de

estar muy agradecido, Su Alteza, ya que de no ser por la tradicional supervisión

del Imperio en tales asuntos, ¡vuestro oportunista primo se hubiera nombrado

duque él mismo hace muchos años!

—Vamos, conde Bartholomeo —dijo el Emperador arrastrando las

palabras—, el príncipe Stefano es consciente de que su petición es poco

ortodoxa. El Imperio establecera el liderazgo de Milán cuando llegue el

momento oportuno.

—No. No lo hará —afirmó Eros dejando a todos pasmados—. Mi familia

obtuvo investidura imperial hace cientos de años, y como legítimo sucesor

Sforza, yo he heredado este derecho. Y ahora se lo lego al pueblo de Milán.

Elegir el liderazgo es su derecho natural. Esa es mi única condición para jurarle

fidelidad a La Causa.

—¡Lombardo arrogante! —exclamó el archiduque Karl, hermano menor

del emperador José y pretendiente austriaco del trono español—. ¿Cómo os

atrevéis a imponernos algo?

—Mi soberbio joven príncipe —dijo el Emperador—. Os sugiero que

equilibréis vuestra bravura con precaución y que practiquéis prudentia antes que

fortitudo. ¿Qué es lo que vos tenéis que ofrecernos, que venís a ponernos

condiciones?

—A mí mismo.

El suave chiflido de Marlborough perforó el resultante alboroto. Se inclinó

a un lado y le susurró a Dellamore:

—Debió de haber nacido en Bérgamo, pues tiene un par de unos grandes,

relucientes y descarados. Su Alteza— dijo—: Estoy algo desconcertado. Venís

hasta aquí, audaz, arrastrando un pasado de destrucción no muy lejano,

presentándoos en persona, salido directamente desde el campo mismo del

enemigo a meteros tan fresco en la jaula de los leones. ¿Qué es lo que esperáis

conseguir?

Eros se encontró con la penetrante mirada calculadora del duque de

Dellamore.

—Reivindicación.

La asamblea estalló en risas.

—Nosotros no tenemos nada que ver con ese asunto de la limpieza de

espíritu, Stefano —exclamó Saboya—. Intentadlo con el Papa en Roma —El

comentario provocó otra risotada.

Eros acuchilló a Saboya con una mirada furiosa personal.

—Tal vez vos no tengáis que ver con la reivindicación, Eugenio, pero sin

duda os hicisteis rico con los impuestos que recaudasteis de las naciones

ocupadas que tomasteis de Luis. Pero por supuesto, vosotros sois Libertadores

del Mundo, luchando contra la Oscuridad de la Tiranía.

La expresión de Saboya se endureció.

—Vuestro sarcasmo os desacredita, Stefano.

Eros sonrió malvadamente.

—Si sueno sarcástico, Eugenio, es porque hace tiempo que he dejado de

creer en el altruismo del ser humano. Puede que Luis sea un voraz asesino, pero

vos tenéis vuestros propios intereses al igual que él —Volvió a dirigirse al

consejo con voz firme—: Emperadores, concejales: Milán está en el momento

oportuno. Luis está demasiado confiado y el pueblo de Milán arde por la

independencia. Para desbancar a Francia, debéis recurrir a la necesidad básica

de cada hombre de ser libre. ¡Alistad a los milaneses! ¡Convencedlos de

sublevarse y acabar con la ocupación franco-española!

El discurso despertó exclamaciones tanto positivas como negativas.

—Los italianos llevan este sentimiento xenófobo demasiado lejos —

protestó el emisario danés.

Eros apretó la mandíbula.

—Un día no muy lejano los estados divididos de Italia lograrán reunirse

bajo un mismo estandarte, y ni todos las potencias extranjeras del mundo juntas

lograrán detenerla. Si entendéis esto y encendéis la llama patriótica, ganaréis la

guerra.

—¿Cómo proponéis que lo hagamos? —preguntó el Emperador—. Las

fuerzas de Vendóme están asentadas en fortalezas en todo Milán, que es

bastante populosa. La Feuillade está atrincherado en Turín y el duque de

Saboya está al borde de la ruina. Todo intento de llegar a él fue jaqueado por los

franceses. El rey de Francia sigue moviendo las piezas del ajedrez y nosotros

vamos perdiendo el juego.

—Conceded poder a los milaneses en lugar de someterlos a la masacre.

—Tenéis cierto descaro al darnos sermones sobre humanidad —replicó el

portugués—, cuando, de hecho, vos habéis estado practicando la piratería con

bastante notoriedad hasta hace poco.

—No he practicando la piratería desde hace más de ocho años, salvo en

contra de Luis.

—¡Qué buena telaraña estáis tejiendo sobre nosotros! —El danés se hizo

eco del descontento colectivo.

—Hoy en día el deber de atender los intereses de Milán es responsabilidad

del Consejo Privado —dijo el Emperador.

Eros sonrió burlonamente.

—Tallius Cancri atiende sus propios intereses. Confiad en él y podéis estar

seguros de que cualquier estrategia que diseñéis llegará a oídos de Luis antes de

que suenen las trompetas de guerra.

La voz de Marlborough sonaba con un indicio de optimismo al reclamar:

—¿Tenéis alguna estrategia en mente, o habéis venido hasta aquí para

comprobar si la nuestra es de vuestra satisfacción, Su Alteza?

—Comando un ejército de soldados profesionales. La mayoría de ellos

presta servicios en mis barcos, pero también he reclutado milaneses expatriados

a quienes los españoles desterraron después de la muerte de mi padre. Todos

son italianos y destacados guerreros. Hombres valientes que están dispuestos a

dar sus vidas por liberar Milán.

—¿Corsarios cazafortunas y una tropa de agricultores? —se burló el

danés.

—Príncipe Stefano, ¿está ofreciendo dirigir este... ejército ad hoc en contra

del Mariscal de Francia, le Duc de Vendóme? —preguntó Marlborough con una

expresión de desconcierto.

—Quedaos tranquilo —respondió Eros severamente—. Mis hombres son

soldados feroces. Son bien experimentados y todos han conocido la guerra. Y si

en el pasado la guerra significaba beneficio y entusiasmo, le aseguro que hoy

estos hombres tienen un interés que va mucho más allá de la carrera de armas.

Quieren recuperar su país, libre de potencias extranjeras. Quieren su hogar.

—¿Exactamente de cuántos hombres estamos hablando? —quiso saber

Saboya concretamente.

—Veinte mil.

La asamblea dejó de discutir. Todo el mundo miró al alto príncipe moreno

que sobresalía al final de la mesa. Asombrado, Saboya preguntó:

—¿Estáis diciendo que comandáis catorce batallones? Eso son dos tercios de

mi ejército acuartelado en Verona —Le lanzó a Marlborough una mirada

significativa.

—Entrenados como cuirassiers19, divididos en cinco brigadas montadas —

especificó Eros.

—¿Dónde diablos los esconde?—quiso saber Marlborough—. ¿En el

bolsillo?

—En Toscana.

Crecieron estridentes exclamaciones de incredulidad. Marlborough

parecía impresionado.

—¿Veinte mil soldados cuirassiers tendidos boca arriba a cinco minutos de

Milán? Saboya, ¿habéis oído eso?

El Emperador comenzó a decir:

—Vaya declaración, ¡vos dirigiendo un ejército hacia Milán enarbolando la

Víbora!

—Enarbolaré los colores Sforza junto con los de la Alianza —reconoció

Eros.

—¡La decisión de incluir al príncipe Stefano en la Alianza debe someterse

a votación absoluta! —insistió el agregado holandés acaloradamente—.

¡Necesita un consenso oficial de La Haya!

—¡El príncipe Stefano es enemigo de su propio consejo! —afirmó el

danés—. ¡Es el favorito personal del rey Luis y un pirata! ¡Me opongo

firmemente e insisto en desacreditar la moción de inmediato!

Saboya silenció el furor.

—Elogiamos vuestro sentido del deber, Stefano, pero el hecho de uniros a

nosotros no es una perspectiva posible dada la situación actual. No obstante os

aseguro que Milán será liberada.

—En otras palabras: ¡idos al demonio, espía francés! —gruñó Eros—.

¿Honestamente creéis que le vendí mi alma a ese tirano francés, Eugenio?

—Estoy bien familiarizado con los increíbles poderes de persuasión de

Luis. Sin duda él os habrá ofrecido las estrellas y la luna por esto. Se guarda el

sol para él mismo —añadió Saboya irónicamente.

Eros apaciguó la furia.

—Vos me conocéis desde niño. Conocisteis a mi padre. El rey de Francia

me calificó de protegido devenido en traidor y me envió a la Bastilla porque me

negué a convertirme en una marioneta francesa. Porque él cree que me parezco

a vos, Savoiardo20. El único motivo por el que estoy aquí esta noche ante vosotros

es porque un pájaro más listo me convenció de que vuestros objetivos eran más

nobles. Con gran pesar ahora veo que ella estaba equivocada.

19

Cuirassiers: coraceros, soldados armados con coraza. 20

Savoiardo: saboyardo, habitante de Saboya.

—¿Tenéis alguna garantía que os desacredite como agente francés? —

exigió el Emperador.

Eros se puso de pie.

—Ninguna —Su mirada desilusionada recorrió la mesa. Reconocía la

mayoría de los rostros: viejos amigos de su padre, viejos enemigos. Todos

deseaban verlo incómodo.

El duque de Dellamore no se privó de percibir el sentimiento que ardía en

los ojos del príncipe. Él no tenía intención de ganar. Realmente se moría por

participar en la liberación de su país. Después de todo Alis tenía razón acerca

de su pirata. El duque se puso de pie.

—Tenéis mi palabra, concejales, como emisario especial de Su Majestad, la

Reina de Inglaterra. El príncipe Stefano Sforza no está colaborando con los

franceses.

Todos los ojos se fijaron en el duque. Un par de ojos en particular parecía

anonadado.

—Desde hace tiempo Inglaterra ha estado controlando los movimientos

del príncipe Stefano —continuó Dellamore—. Estamos al tanto de que ha estado

preparando armamento marítimo secreto en contra de Francia. Él rechazó la

oferta de almirantazgo que le ofreció Luis, incluyendo un conveniente título

nobiliario francés, y fue sentenciado a muerte. Afortunadamente, después de

cumplir condena en la Bastilla, logró escapar. Deberíamos elogiar su resistencia

y su valor. Yo personalmente garantizo su integridad con confianza.

Los concejales quedaron boquiabiertos con pavor.

—Pues bien —dijo el Emperador—, al parecer el asunto está resuelto.

Uníos a nosotros, Su Alteza. Podemos beneficiarnos de vuestra experiencia.

Caballeros, procedamos. Se está haciendo tarde, y francamente, yo me estoy

haciendo viejo. Necesitamos decidir cuál de nuestros objetivos tiene prioridad:

Milán o sus vecinos del oeste, Turín.

Aceptando una silla con un gesto de cabeza a un sirviente que se la

acercaba, Eros preguntó:

—¿Por qué elegir?

Saboya se acercó y le informó sobre la situación, concluyendo:

—Vendóme cuenta con setenta y siete mil hombres a orillas del río Adigio

al norte, cerca de Salo. La Feuillade mantiene Turín con cuarenta y dos mil

hombres y doscientos treinta y siete cañones y morteros.

—Nuestras fuerzas no están ni cerca de ser tan fuertes, sólo contamos con

treinta y dos mil —participó Marlborough.

—Cincuenta y dos mil —corrigió Eros y recibió un gesto de apreciación de

parte de Saboya. Marlborough continuó:

—El duque de Saboya se apoderó de ocho mil hombres en los Alpes

Cocios en Luserna y le está pidiendo ayuda a Eugenio a gritos. Salvo que si

Eugenio abandona la región de Milán, Vendóme lo interceptará en la ruta a

Piamonte. Su superioridad en número le impedirá a Eugenio llegar a Turín y

perderemos la posición que ya poseemos en Milán.

Eros examinó el mapa.

—No necesariamente. Supongamos que partimos juntos desde Verona,

ocupando cada fuerte hasta Piacenza, donde dividiremos nuestras fuerzas. Yo

avanzaré al norte, hacia la ciudad de Milán, mientras Saboya avanza hacia el

oeste, a Piamonte. Vendóme perderá un tiempo precioso tratando de decidir a

qué fuerza seguir, y si escoge seguir detrás de vos, Eugenio, entonces para

cuando os alcance, vos ya habréis llegado a Stradella, donde un pequeño

ejército puede resistir uno mayor.

—¡Por supuesto! —exclamó Saboya—. ¡El paso de Stradella es crucial en el

noroeste de Italia! Desde allí está Voghera, Tortona... —Siguió con el dedo en el

mapa—. Hasta Villastellona, donde me organizaré para encontrarme con el

duque de Saboya. Entre nosotros, aplastaremos a La Feuillade en Turín —Le

lanzó a Eros una mirada de disculpa—. Un plan acertado, Stefano. Tiene todos

los ingredientes adecuados: óptima utilización de la topografía, elemento de

suspenso, sorpresa para el enemigo...

—¿Y trabajo en equipo? —Un brillo de esperanza se encendió en los ojos

de Eros.

—Hace poco nuestro equipo recibió una gran paliza de parte de Vendóme

—confesó Saboya—. ¿Estáis seguro de que deseáis subiros a bordo?

Eros sonrió.

—Sin lugar a dudas.

—Excelente. ¡Bienvenido, paesano! —Saboya estrechó con firmeza la mano

de Eros.

Alentado por el momento, Marlborough comentó:

—Eso os dejaría Milán a vos. ¿Sois consciente del enorme riesgo al que os

estáis enfrentando, Su Alteza? Si Vendóme os presiona...

—Teniendo en cuenta que Luis está caliente por vuestra cabeza... —agregó

Saboya con una sonrisa.

Eros rió.

—Precisamente por eso no puedo hacerme el Carlomagno y marcharme a

Argel. Luis estaría terriblemente decepcionado. Ahora, en cuanto a Vendóme,

aunque es un individuo muy indolente, posee una consagrada habilidad. Si

viene detrás de mí, estaré preparado. Conozco todos sus vicios.

—Aun así —insistió Marlborough—, debéis esperar una fuerte oposición,

inclusive si Vendóme se lanza tras Saboya. Tendréis que ocuparos de su

compinche, Mendavi, y de una serie de resistentes guarniciones. ¿Estáis seguro

de que vuestras tropas pueden resistir un combate cruento? Podríais terminar

masacrado por los ejércitos franceses o españoles en cualquier parte del trayecto

hacia la capital.

—Ese es un riesgo que tendré que asumir —afirmó Eros con firmeza.

—La idea general es que llegue a la capital sin perecer en el camino —

recalcó Saboya.

—Llegaré hasta allí —prometió Eros, con la determinación brillándole en

los ojos.

—Vuestra estrategia propuesta es inteligente y audaz —el Emperador

elogió a Eros—. Veo una gran lógica en ella. Vuestros antepasados eran

formidables guerreros. ¿Estaréis vos a la altura de vuestra imagen?

—No defraudaré a mi gente, Su Majestad. Sin embargo, hay algo que aún

queda por resolver ahora: la garantía de que el Imperio no interferirá en Milán

cuando la guerra termine. Los milaneses elegirán a su propio líder, aunque

resulte ser un parlamento.

Todo el mundo hizo objeciones.

—¡Silencio! —ordenó el Emperador, aunque el intenso color de sus

mejillas confirmaba su propia frustración—: Sois muy astuto, príncipe Stefano.

Nos habéis seducido con su inteligencia y encanto hasta haceros indispensable.

Acepto.

Eros hizo un gesto con la cabeza.

—Muy bien, Su Majestad. Y a su vez le doy mi palabra al consejo de que

no importa lo que suceda en el trayecto a la capital, llegaré a Milán aunque sea

lo último que haga.

—Aseguraos de eso —murmuró el duque de Dellamore, captando la

absoluta atención de Eros—. Y por el amor de Dios, hombre, esforzaos por

preservaros íntegro...

Capítulo 30

Furioso y gritando como un poseso, el rey de Francia reunió en Versalles a

sus mariscales, ministros y consejeros para discutir la oleada de la guerra que

avanzaba inexorablemente en el norte de Italia sobre las fuerzas francesas.

—¡La caballería ha actuado de manera deficiente, muy deficiente! —

rugió—. ¡Estamos perdiendo guarniciones, poblaciones, y nos están aventajando

a cada paso! Dividir fuerzas en el Paso de Stradella es un viejo truco. ¿Es que

ninguno de ustedes pudo anticiparse a esa táctica? ¿Qué tipo de circo estoy

dirigiendo aquí?

El estado mayor de guerra de Luis se desvivía ofreciendo infinitas

disculpas, excusas y explicaciones pero el rey los cortó a todos en seco.

—¡Imbéciles! ¡Ineptos idiotas! ¡Estáis despedidos! ¡Todos! ¡Ahora me

encargo yo! ¡Quiero a Stefano muerto, a su ejército aniquilado y lo quiero para

ayer! ¡Si él llega a la ciudad de Milán, esta guerra se termina y vuestras cabezas

rodarán! ¿Estoy siendo claro?

—Su ardid altera todo tipo de cálculos que estén a nuestro alcance —

murmuró el mariscal de campo Marsin—. Vendóme tuvo que correr hacia Turín

tras Saboya. Si dejamos al mariscal La Feuillade desprotegido...

—La Feillade comanda noventa batallones —se entrometió de Orleans—,

ciento treinta y ocho escuadrones y sesenta mil hombres. ¿Cuánto más se

necesita para defender una ciudad?

—Seguramente Su Majestad no considera que un expirata con su tropa de

aventureros aficionados sea capaz de conquistar una región entera fortificada

con veintitrés sitios de resistencia, ¿verdad?—insistió Marsin.

—¿Aficionados?—rugió Luis—. ¡De hecho me pregunto quién es el

aficionado aquí! —Miró con furia a de Orleans—. ¿Podéis hacer algo mejor que

el incompetente de Vendóme? —Cuando el duque asintió firmemente con la

cabeza, Luis masculló—: Y llevaos a Marsin con vos como segundo. ¡Queda

claro que un solo cerebro francés no es suficiente!

** ** **

Tras recibir el número de las pérdidas y establecer un cuarto de

operaciones en el palacio de Cremona, donde lo invitaron a quedarse, Eros

encontró a los capitanes en el mirador, vaciando una garrafa de vino.

—Nico, toma diez escuadrones y persigue a los fugitivos. No quiero

sorpresas nocturnas.

Greco examinó la camisa de lino sucia, los pantalones llenos de polvo, las

botas gastadas y el pesado cinturón de cuero que llevaba en las caderas cargado

con su arsenal personal.

—¿No deberíais mejorar vuestro aspecto para la celebración de esta

noche? —le preguntó con humor—. Sí somos campesinos brutos, pero los

ciudadanos están esperando a un príncipe, no a un soldado común vestido con

un uniforme sangriento.

Eros se sirvió un jarro lleno de vino.

—Después de dos meses de combate, te aseguro que soy el mismo

denigrante. Además, el banquete es para agasajar a los hombres, no a mí.

La música llegó a la piazza. Con ramilletes de flores, los habitantes llegaron

al mirador, reclamando:

—¿Cuál es? —y todos a la vez señalaron a Eros—: ¡Él!

La fuerza entera que estaba en la piazza rompió a reír, cuando al

comandante lo llevaron en andas hombres que gritaban, abuelas regordetas y

niños con los ojos brillantes de idolatría.

El banquete comenzó al caer la noche. Se servía vino, se decían cálidos

discursos y un coro cantaba canciones antiguas. Pero sólo cuando Eros se relajó

con una copa de coñac se dio cuenta de la imagen más fascinante: en lo alto,

banderas con la víbora y el águila flameaban al viento con orgullo.

La celebración continuó hasta bien entrada la noche. Cuando Eros

finalmente se puso de pie se oyeron más ovaciones. Le llevó una eternidad

atravesar la piazza hacia el Palazzo Fodri hasta llegar a la cama mullida que allí

lo esperaba. Se detuvo para hablar con el capitán de guardia, a quien impartió

órdenes para su partida temprana al día siguiente, y acortó el camino por el

parque. Allí, echados sobre meridianos, los capitanes se entretenían con las

bellezas locales en fiestas privadas con velas, vino y música suave incluida.

Cuando Eros se acercó, Giovanni fue a su encuentro, arrastrando consigo a

dos risueñas damas:

—Ésta es Sofia —Le presentó a la morena, que le hizo una reverencia y le

pestañeó—. Y ésta es Maria.

La primera no le atrajo nada, pero ésta lo cautivó.

—Buonasera —dijo Eros con voz suave.

—¡Rubias, siempre rubias! —Giovanni rió entre dientes y se llevó a Sofia a

la rastra.

Sonriendo, Maria cogió a Eros de la mano y lo llevó hasta un sofá alejado.

Él aceptó una copa de vino y la dejó que lo entretuviera con su charla, pero

cuando ella inclinó los suaves pechos sobre él y lo besó de lleno en la boca, él se

puso rígido. La apartó, cerró los ojos y tragó saliva.

—¿Sucede algo? —le preguntó ella con incomodidad.

—No —Él se pasó una mano por la cabellera. Se puso de pie, murmuró

una disculpa y se marchó.

Una mano pesada sobre el hombro lo detuvo.

—¿Qué es lo que te sucede? —exigió Giovanni—. Has andado corriendo

por el campo de batalla durante semanas, siempre encabezando el primer

ataque, planeando, dirigiendo, avanzando en medio del combate más intenso.

¿Por qué no te relajas y disfrutas para variar?

—Déjame, Giova. Estoy cansado.

—¿Cansado de una mujer? ¿Tú? ¡Es por esa condenada bruja que te dejó

morir en Francia!

Eros lo cogió del cuello y lo estrelló con fuerza contra una pared en

penumbras. Él no dijo nada.

Giovanni hizo una mueca.

—Olvídala, Eros. Ella se fue. ¿Qué sentido tiene continuar como un

Orlando enfermo de amor? Yo veo el riesgo que asumes en el campo de batalla.

Estás rogando morir. ¿No es más importante lo que estás logrando por estas

personas que un par de suaves muslos blancos?

A Eros le brillaron los ojos.

—Una palabra más y desearás seguir en el campo de batalla. Ahora,

regresa a tu fiesta y no olvides que nos levantaremos a primera hora —Soltó a

Giovanni y se alejó, escuchando detrás una sarta de insultos y un exasperado:

—¡Haz lo que te plazca!

** ** **

—Escucha esto —Alanis le llamó la atención a una madre joven que

acunaba a un ángel regordete en el sofá junto a ella—. «A menudo escuchamos

algo sobre el soldado ignorante cuyo valor y agudo instinto militar lo vuelven

superior al ratón de biblioteca lleno de refranes militares y ejemplos belicosos»

—leyó un artículo de The Gazette—. «No obstante, con su diligencia e

inteligencia, el príncipe Stefano es el mejor ejemplo de ambas cualidades.

Aunque su pasado es un misterio, se dice que se sabe a Jenofonte y Polibio de

memoria y que fue entrenado para la guerra; y que con su resistencia única él

nos demuestra en reiteradas oportunidades que los mejores capitanes son

hombres poseedores del beneficio de ambas cualidades». Luego siguen

haciendo comparaciones de sus tácticas con las de Caesar y Gustavus, y

elogiando su forma de combatir por ser la más ardiente incluso después de

permanecer durante cinco días en el campo de batalla.

Jasmine sonrió con calidez.

—Lo extrañas.

Alanis palideció.

—Lo extraño —Terriblemente. Ella extrañaba mirarlo, acariciarlo. Extrañaba

todo de él. Dormía con un par de graciosas babuchas rojas debajo de la

almohada y un medallón de oro entre los pechos. Ninguna de las dos cosas

sustituía al hombre...

—Sabía que vosotros dos os enamoraríais locamente. Todos los indicios

eran obvios. Eros prácticamente se inventaba excusas para llevarte rápidamente

con él. Y jamás se llevó a ninguna mujer a ninguna parte.

Alanis no logró contener una sonrisa triste:

—¿Eso crees?

—Absolutamente. Te quiso sólo para él desde el comienzo.

—Igual que yo a él —confesó Alanis—. No hay otro igual a Eros. Él es

perfecto.

Jasmine hizo una mueca.

—Mi hermano dista de ser perfecto. Es irascible, dominante, caprichoso,

arrogante, ingobernable...

—Es maravilloso, ¿no es cierto? —Los ojos llorosos de Alanis brillaron de

nostalgia y tristeza.

—Me alegra que te haya encontrado. Tú tenías la paciencia y la resistencia

necesarias para llegar a su lado tierno. Yo solía tener miedo de no encontrar

jamás una persona capaz de hacerle sombra, pero luego me di cuenta de lo

difícil que él era. Yo necesitaba alguien que fuera más... apacible.

Alanis seguía sosteniendo que Eros y Lucas eran como el agua y el aceite,

pero ella entendía la preferencia de Jasmine. No todo el mundo disfrutaba de

jugar con fuego todo el tiempo. Sin embargo, ella se estaba marchitando sin él,

como una flor privada de la luz del sol. Y se preocupaba por él día y noche...

—Cuando la guerra termine y haya un nuevo duque de Milán —anunció

Jasmine—, llevaré a mis dos hombres para asistir a la entronización. Tú también

deberías ir. Tal vez convenzas a Eros para que venga conmigo a visitar a

nuestra madre. Ahora que sé que está viva, estoy ansiosa por verla.

A Alanis le hubiera encantado ser testigo de esa reunión, qué pena...

—Yo no soy miembro de tu familia. Y para ser absolutamente franca, no

quiero volver a verlo, y sé que él tampoco querrá verme a mí.

—Le debes una explicación.

Alanis se imaginaba yendo a felicitarlo y a Eros dándole la espalda.

—Tienes miedo —concluyó Jasmine con tono solemne—, de que te haga

un desaire.

Alanis cerró los ojos y soltó un suspiro de desánimo.

—Te daré su medallón cuando partas a Milán. Pero por favor, no

hablemos más de él.

** ** **

Él estaba cansado de combatir, tan cansado. Había ocupado decenas de

poblaciones fortificadas, pero toda esa ardua tarea no era suficiente. Con el

control de la capital él tendría el control del ducado y nadie lo sabía mejor que

Eros. Desplazándose entre las filas de cañones y las picas de defensa, desvió la

mirada hacia el norte, donde se encontraba la línea que los franceses y

españoles llamaban "Ne Plus Ultra": Nada más allá es posible. Kilómetros de

contravalación y circunvalación se extendían alrededor de la ciudad. Hierro

forjado por expertos y miles de cañones. Un muro de fuego. Más lejos,

floreciendo sobre una meseta por donde corría un arroyo, bañada por una

densa capa de rocío matinal, se erguía la ciudad de sus antepasados, de su

niñez, de su corazón, la ciudad que él había abandonado en tiempo de

conflictos, contra todos los votos de sangre que había hecho siendo un joven

optimista y consciente de sus deberes: Milán.

La Feuillade casi había destruido Turín durante su sitio. ¿Habría

bombardeado su hogar? Se preguntaba Eros por millonésima vez. Una ciudad

de doscientos años de antigüedad, sede del Imperio Romano que Leonardo Da

Vinci reconstruyó como la Ciudad Ideal, comunicada con el Po a través de

arroyos y canales. Inspiró el aire fresco que soplaba desde los Alpes y

contempló las cúpulas que se elevaban en la ciudad. Entre ellas, unos pináculos

de marfil y unos gabletes brillaban bajo el sol: el Duomo. El pecho se le oprimió

ante aquella vista. Cercada por el Muro Español, su ciudad florecía y él había

vivido para volverla a verla: su hogar. Sólo que allí no había nadie que lo

recibiera con los brazos abiertos: ni padre, ni madre, sólo desconocidos con

esperanza de salvación. Él no podía bombardear Milán. Tenía que permanecer

intacta para las generaciones futuras, quizás hasta para sus generaciones

futuras...

Se desplomó sobre el tronco carcomido de un árbol sin raíces ni hojas que

a los hombres les servía de cómodo banco y se compadeció de la leña.

Evidentemente, él también había sido condenado a andar por la vida sin pasado

ni futuro. Como una causa perdida.

—«Guerras» —dijo él—, «las guerras son lo que me esperan...».

Se acercaron cinco oficiales. Aunque apenas habían dormido, sus hombres

lucían tan en forma como siempre y listos para la acción.

—¿Cuáles son vuestras órdenes? —preguntó Niccoló—. ¿Cuándo

atacamos?

—No lo haremos —Eros apoyó los codos sobre las rodillas y enterró los

dedos en la cabellera.

Los hombres intercambiaron miradas de desconcierto. Giovanni se acercó

más.

—¿Quieres que aguardemos a los refuerzos del general Saboya cuando él

regrese de Turín?

—No. Para cuando él regrese estaremos rodeados. Si es que regresa.

—Podemos lanzar un ataque menor —ofreció Daniello—. Husmear sus

armas de cerca.

—Nos resistirían. Ellos son más fuertes que nosotros.

—Pero su fuerza se desperdicia en la magnitud de sus líneas —señaló

Nico—. Y probablemente los hombres hayan perdido bastante el vigor en las

trincheras, sabiendo que pertenecen a una fuerza superior.

—Hagamos un cauteloso reconocimiento del terreno enemigo para

descubrir sus sitios más débiles —propuso Giovanni—, Luego nos infiltramos

allí y dividimos al enemigo en dos.

Eros levantó la cabeza.

—¿Y arriesgarnos a que nos hagan añicos cuando sentemos el

campamento en la zona? No lo creo —Sus cuirassiers serían quemados vivos

bajo el fuego de las armas.

Barbazan frunció el entrecejo.

—¿Y entonces qué es lo que quieres que hagamos, Eros?

—No lo sé —Contaba con menos de veinte mil hombres en línea, todos a

caballo y situados casi al límite del alcance de la artillería. Y aunque era

altamente imprudente por parte de los franceses mantener una línea

estrictamente defensiva, ellos creían que el enemigo era demasiado débil para

atacar sin quedar expuestos a un retirada peligrosa, y por consiguiente él no lo

intentaría. Estaban en lo cierto.

—¿Puedo hacer una sugerencia? —dijo Greco—. Creo que la única

solución sería dejar a la artillería de ellos fuera de acción. Podemos esperar a

que caiga la noche e infiltrarnos en sus líneas.

Eros lanzó una mirada por encima del hombro.

—¡Qué pena! Dejé mis alas doradas en Agadir.

—Es muy arriesgado —reconoció Giovanni—, pero no imposible.

—No, es suicida —afirmó Eros con sequedad—. Nadie regresará de esta

misión.

—¡Es todo o nada! —Nico trató de animarlos y recibió una mirada furiosa

en respuesta—. Tenemos que hacer algo —murmuró él, uniéndose a Eros en el

tronco de árbol—. Podemos llegar hasta allí a nado.

Eros se quedó inmóvil en el lugar. Miró fijo a Nico. Miró el tronco con

forma de tubo sobre el que estaban sentados. Echó un vistazo a la ciudad

amurallada —con muros que eran españoles— y conectada con arroyos y canales

a toda masa de agua de la zona, de modo que jamás se secaría.

—¡El tiene un plan! —exclamó Giovanni golpeando con el puño la palma

de la mano.

—Todavía no —Eros se puso de pie—. Tengo que pensarlo antes de tomar

una decisión.

—¡Ve! ¡Piénsalo! —exclamó Giovanni mientras él se retiraba—. Pondré

diez guardias alrededor de tu tienda para que se aseguren de que dormirás

como un bebé.

** ** **

Alanis se despertó sobresaltada. Había tenido la esperanza de dormir

como un tronco después de haber pasado el día visitando a los inquilinos de

Dellamore con su agente inmobiliario, inspeccionando las nuevas reparaciones

hechas en sus viviendas, pero una terrible premonición le invadió los sueños:

Eros estaba en grave peligro.

Encendió una vela y sostuvo el medallón contra el corazón.

—¿Por qué insistí en enviarte a la guerra? —Recordaba a Maddalena

diciendo que la mayor ambición de Eros era convertirse en un gran duque como

su padre: en el Duque de Milán—. Piensa en positivo —se ordenó a sí misma—.

Haz que él sienta lo mucho que lo amas, aunque te haya olvidado por completo

—Se aovilló de costado y visualizó su rostro—. Por favor, por favor, ten

cuidado... —Cerró los ojos fuertemente y rezó.

** ** **

Ardientes antorchas y cadenas de centinelas formaban un círculo cerrado

alrededor de las silenciosas hileras de tiendas. El aro de fuego que protegía al

Ejército de la Liberación irradiaba esperanza a kilómetros de distancia, directo a

los corazones sitiados en la gran ciudad. Alguien de allí afuera había venido a

liberarlos: alguien que era uno de ellos.

La tranquilidad de la noche desterró a Marte, el dios de la guerra, y atrajo

al dios de los sueños, Morfeo, para tejer magias ilusorias en su cabeza: esa

noche ella vino a él, rubia y bella, con aquellos ojos, se metió a hurtadillas en su

cama y en su mente adormecida, con esos labios que imploraban amor y ese

cuerpo cual misterio de inolvidables curvas de marfil. Sus dulces suspiros lo

envolvían como una cálida brisa: como la llamada letal de una sirena que lo

condenaba al castigo, a entregar su corazón, su voluntad, su alma...

Eros. Te amo. Jamás te abandonaré...

Como un simple marinero que llegaba a las islas humeantes de oro

diseminadas más allá del Ecuador, él casi tocaba la sedosa cabellera dorada

esparcida sobre su almohada, casi acariciaba el suave cuerpo desnudo, casi se

ahogaba en aquellos ojos como lagunas claras, y ella desapareció. Otra imagen

apareció: una monja. Ella se giró y él le vio la cara —era el rostro de Alanis—

que se reía. Se reía de él salvajemente.

Eros despertó. Si tuviera el alma de un lobo hubiera aullado de dolor.

Temblando y transpirando, se sentó y enterró las manos en la cabellera. Sentía

desesperación: depresión. Eran palabras similares. Se estaba desmoronando y

no había nada, absolutamente nada que hacer para detener esa sensación.

La oscuridad lo engulló. Lo invadió un poderoso deseo de coger una

botella de coñac de su baúl y beber a cántaros, pero mañana era otro día y

millones de vidas y sueños dependían de él. Ni siquiera podía darse el maldito

lujo de ponerle fin a aquella... agonía.

Se levantó para humedecer con agua la garganta seca. Fue en ese instante

cuando vio las tres sombras moverse furtivamente afuera de su tienda,

delineados por la luz de la luna; se los veía empuñando dagas. Asesinos.

Aguzado por años de violencia, él recobró sus reflejos por completo.

Desenfundó la daga y abultó la almohada debajo de las sábanas para que

pareciera que él aún dormía en la cama. Descalzo y a medio vestir se desplazó

por el suelo alfombrado y permaneció a la espera de sus atacantes.

La puerta de la tienda se movió. Los rayos de luna se filtraron sobre la

cama quieta. Un hombre se quedó en la entrada mientras que los otros dos se

acercaron de puntillas hacia el confuso bulto. Eros dejó que se aproximaran, y

justo cuando estaban a punto de apuñalar a la almohada, agarró fuertemente

por detrás al que vigilaba y le hizo un corte en la garganta de un solo

movimiento limpio. La sangre cálida se le esparció por los dedos. El hombre

cayó en la alfombra. Los otros dos se dieron cuenta de que estaban tratando de

matar a una almohada porque la tienda se llenó de plumas que flotaban. Se

dieron la vuelta rápidamente. Eros le arrojó el cuchillo al primero que avanzó,

enterrándoselo en el medio de los ojos abiertos como platos. El segundo se

abalanzó sobre Eros y cayeron al suelo, rodando una encima del otro. Eros le

arrebató el puñal al asesino y apretó la punta contra el cuello del hombre,

susurrando:

—Dime quién te envió y esta noche sales con vida. ¡Ahora habla!

Sonó la alarma. El campamento volvió a la vida con gritos y actividad.

Giovanni descorrió la puerta de la tienda y entró. Encendió una lámpara de

aceite y examinó el suelo lleno de cuerpos.

—Veo que tuviste invitados. Acróbatas —Le lanzó a Eros una sonrisa

amplia—. Buen trabajo.

—Gracias —Con un brazo enroscado en el cuello del atacante y

apuntándolo con la daga, Eros suspiró—: Desafortunadamente, no son los

invitados con los que había estado soñando.

Giovanni frunció el ceño.

—No entiendo cómo lograron hacer desaparecer a tus guardias. Afuera no

hay rastros de lucha, ni de los guardias.

—Yo los despedí —Eros apretó más el cuello del cautivo. El hombre chilló

pero no soltó nada—. Sabes que no puedo dormir con gente a mí alrededor.

—Mejor que os acostumbréis, Su Alteza. Quizás hasta debas considerar

emplear a un criado. Ya sabes, alguien que os ayude a vestir esas elegantes

capas y que os afeite vuestro principesco rostro...

Haciendo un gesto, Eros quería hacer un comentario sobre permitir que

cualquiera le pusiera un cuchillo en la garganta y recordó una ocasión en que se

lo había permitido a alguien... Fijó la atención en la presa. El idiota seguía

guardando silencio.

—Giova, fíjate qué es eso pesado que tiene en el bolsillo. Huele a oro.

Los dedos poco delicados del gigante de un solo ojo lo registraron con

rapidez y extrajeron una bolsa de cuero llena de monedas. Emitió un silbido al

tiempo que la sacudió un poco en la palma de la mano.

—Pesada. Deberías sentirte halagado. Los compañeros muertos deben de

tener bolsas similares. Alguien te quiere muerto, Eros.

—¡Mira tú por dónde! —Eros le dio un codazo al hombre en el cuello

dejándolo inconsciente. Se apartó los mechones de la frente y cogió el cucharón

con agua. Después do vaciarlo, le hizo un gesto a Giovanni para que le arrojara

la bolsa con monedas—. Mmm. Francos franceses. No significa nada.

Cualquiera puede pagar en francos, y entonces se puede interpretar de varias

maneras confusas: el que paga quiere que yo piense que es francés, quiere que

piense que él me quiso hacer creer que es francés, y así sucesivamente...

—Dejo esto a tu criterio —Giovanni emitió un rugido que convocó a los

centinelas de inmediato.

Eros frotó una de las monedas.

—Podemos descartar a Felipe como asesino ingenioso. Es un mentecato.

De modo que o se trata de Luis, o... «La siniestra mano del Cangrejo de Ocho

Patas es lo que debes temer» —Una segunda advertencia tintineó en su cabeza.

Con tono enigmático, dijo—: «Ten cuidado cuando la Luna esté en Cáncer».

—¿Qué es lo que significa eso? —Giovanni estaba perplejo.

Alanis lo entendería, Eros meditó tristemente. Ella recordaría la

advertencia de Sanah. Miró con furia al hombre que estaba volviendo en sí en la

alfombra e hizo saltar la bolsa de oro en la palma de la mano.

—Eh, stupido, ¿te gustaría recuperar esto y además lo de tus amigos

muertos?

** ** **

El cortejo fúnebre comenzó al anochecer del día siguiente. Un sendero de

antorchas subía serpenteando hasta la ciudad sitiada, monjes vestidos con

sotanas negras cargaban los restos del asesinado príncipe de Milán, pidiendo

entrar por la Porta Romana. Su único deseo era que les permitieran depositar

los restos del último de los príncipes Sforza para que descansara junto a sus

antepasados en la enorme lápida fría de la catedral de Milán.

El capitán de la guardia lo consultó a sus supervisores. Durante todo el

día, el rumor de que el príncipe Stefano había sido asesinado en su cama del

ejército se había extendido por toda la ciudad cual peste negra. Ahora el rumor

estaba confirmado: Stefano Andrea Sforza estaba muerto. Los centinelas del

muro observaban cómo el campamento del enemigo era levantado estaca por

estaca. La ausencia de doscientos hombres pertenecientes a las fuerzas

enemigas pasó completamente desapercibida. Estaba demasiado oscuro y valía

aún menos la pena investigar los troncos de árbol que flotaban por los canales

del sur hacia la ciudad. En las líneas de circunvalación, donde las rejas de hierro

filtraban la basura del agua, los troncos permanecían inertes en los viaductos,

golpeando contra los barrotes.

—Toma mucho aire —le dijo Eros al hombre que formaba equipo con él

dentro del tronco de árbol ahuecado—. Tenemos una larga zambullida por

delante.

Lo único que Nico vio fue un destello blanco en contraste con una bruñida

piel morena y unos ojos brillantes que titilaban cual diamantes.

—Es todo o nada —dijo antes de que se sumergieran en la profunda

oscuridad.

El agua estaba helada, nutrida de los glaciares de los Alpes. Sólo la

desbordante fuerza de sus extremidades pateando y abriéndose paso por la

líquida oscuridad inyectaba calor en las corriente sanguínea de Eros. Que Dios

lo ayudara si el sistema de riego que él había dibujado de memoria estaba

equivocado: doscientos de sus hombres se ahogarían. Se resistió a pensar en ello

y nadó más rápido. Nadaron varios metros, las siluetas oscuras, navegaban con

las manos a lo largo de las mugrosas paredes del muro. Cuando al final salieron

a la superficie para tomar aire, tenían las caras casi azules. Con los pulmones

ardiendo, Eros dio gracias en silencio y salió del agua de un impulso. Estaban

del lado de dentro del Muro Español.

Otros grupos emergieron a la superficie. Algunos entrarían en la ciudad,

reducirían a los centinelas y abrirían las puertas. El resto se infiltraría por los

pasadizos del muro, barrerían con armas y hombres y las fuerzas se unirían

afuera, donde yacía una formidable batería de cañones. Para ese entonces,

calculaba Eros, su ejército supuestamente habría levantado el campamento y se

habría retirado del campo de batalla.

Volvieron a dividirse en parejas y atravesaron los intrincados y oscuros

corredores de la muralla. Descalzos y chorreando agua, Nico y Eros se

desplazaban cual fantasmas. Detectaron un par de centinelas, avanzaron

lentamente, le taparon la boca a cada guardia y los silenciaron para siempre.

Continuaron así, sistemáticamente hasta encontrarse con las otras parejas de

compañeros en las almenas, donde inhabilitaron las armas. Para cuando Eros

cogió una cuerda segura y se deslizó por el lienzo de la muralla, franjas doradas

formaban estrías en el cielo del este. Se puso en cuclillas para calzarse las botas,

que traía amarradas a la espalda, y marchó hacia la línea de cañones.

—¡Misión cumplida! —lo recibió Greco—. Todos están cargados y listos

para disparar, encantadores monstruos de hierro. Y como vos dijisteis, están

apuntando en otra dirección. ¡Hacia su propia muralla!

Eros examinó la larga línea de contravalación que apuntaba hacia el lado

equivocado.

—Buen trabajo, Greco. Ahora levantemos a los muertos —Esperó a que

todo el equipo llegara y tomara posición detrás de las armas. Levantó la mano—

. ¡Fuego! —gritó al tiempo que el Muro Español se derrumbó estrepitosamente.

La ciudad volvió a la vida con el ruido de cientos de armas retumbando a

la vez, de paredes derrumbándose y polvo levantándose tan alto como el

amanecer en el cielo. El pánico y el alboroto se apoderó de las calles: los

oficiales gritaban a todo pulmón, los soldados desaliñados salían en tropel de

los cuarteles. Todos salían en desbandada hacia el sur, hacia el origen de la

devastación y se detenían. Boquiabiertos, se quedaban mirando hacia la

frontera sur, donde en lugar de estar la muralla fortificada de su ciudad había

una pila de escombros en medio de una nube de polvo. El daño que se había

provocado del lado interior de la muralla era muy poco, pero el efecto a la vista

era horroroso. Luego la tierra tembló.

Como una plaga de langostas, el ejército de cuirassiers emergió desde el

sur. Montado sobre caballos de guerra armados, los cuerpos protegidos con

hierro ennegrecido, los flancos extendiéndose hacia el este y el oeste, llegaron a

cientos, el ruido de los poderosos cascos de los caballos como un rugido,

pisoteando cada brizna de hierba y blandiendo la bandera Sforza y una cruz

roja sobre fondo blanco: la insignia de Milán.

Los comandantes franceses improvisaron posiciones de batalla. Madres

preocupadas apremiaban a los niños a entrar a sus hogares y hasta el hombre

más fornido hubiera huido de no ser por la figura imponente que trepaba por

encima de los bloques derrumbados. Imperturbable ante la amenaza de salvas

por parte de la infantería francesa acuclillada al frente, Eros recorrió a los miles

de rostros con una mirada de halcón y levantó los brazos:

—¡Milaneses! —exclamó con una voz grave que llegó hasta los callejones

más lejanos—. ¡Ha llegado el momento de luchar contra la espada de los

bárbaros, levantar las armas y expulsar a las hordas extranjeras de Italia!

Los milaneses bramaron con éxtasis.

—¡Noble sangre latina! —Eros se dirigió a su pueblo—. ¿Cuánto tiempo

debemos sufrir esta opresión? ¿Cuánto tiempo permitiremos el copioso

derramamiento de nuestra sangre? ¡No creéis un ídolo en vano! ¡Por Dios! ¡Los

corazones que el soberbio y cruel Marte endurece y cierra se abrirán, se

elevarán y serán liberados! —Sacó la espada y apuntó al Duomo de marfil que

brillaba bajo el sol naciente.

Siempre listos, los milaneses sacaron las pistolas y espadas y emularon su

saludo.

La sangre de Eros corría espesa y caliente.

—«Italia mia! ¡Contra la furia bárbara, la virtud entrará en el campo de

batalla e interrumpirá la lucha. Fieles a su linaje, los corazones italianos

demostrarán su poder romano!».

La multitud se puso frenética, recitando a gritos las palabras junto con él,

vitoreando y agitando los puños. Los cuirassiers atacaron. Los mosqueteros

franceses dispararon. Los milaneses se abalanzaron. La batalla comenzó.

Giovanni saltó junto a Eros empuñando el arma.

—¡Recuerda conservarte íntegro!

—¡Si tú eres el último sobreviviente —le gritó Eros por encima del

tumultuó de la batalla—, regresa a Sicilia, cásate con la muchacha campesina

que ha estado encendiendo una vela en la ventana por ti!

—¡A la orden, mi capitán! —Giovanni sonrió abiertamente y se zambulló

en el combate.

Eros lo siguió. Bloqueó el ataque de un soldado francés, luego otro, sin

prestar atención a las granadas que estallaban y le escupían tierra y metal en la

cara. Los batallones enemigos abrían un fuego torrencial, pero el espíritu de los

italianos era fuerte y la batalla fue tenaz hasta el extremo.

Eros vio demasiado tarde la granada volando hacia donde él se

encontraba. Algo lo golpeó ruidosamente. Se golpeó con la cabeza en el suelo,

pero no sintió ninguna herida abierta.

—Eros... —El peso que le había caído encima gimió, tosiendo sangre. Eros

reconoció la voz al instante, y la cabeza rubia oscura ensangrentada. Nico yacía

en un charco de sangre, con la piel desgarrada... por la granada que había

dejado que impactara en él para salvarlo. ¿Por qué demonios había hecho algo

tan estúpido?

—Niccoló —Eros se deslizó a un lado y le puso una mano debajo de la

cabeza. Apretó la herida abierta con la otra, sintiendo cómo se le salían los

intestinos. Los proyectiles seguían silbando cerca de su cabeza, pero él apenas

los notaba—. Lo hiciste bien, amigo mío, hasta el momento en que decidiste que

mi vida era más preciada que la tuya.

—Lo es —sonrió Nico débilmente—. Para Milán, y para toda Italia. Qué

pena que yo no viva para ver a nuestro país de nuevo unido.

—Lo harás, si ahorras energías —Aunque sabía que no había esperanzas.

Odiaba ver los signos—. Regresarás a Venecia, como siempre quisiste y abrirás

ese negocio...

—Nah. Muy aburrido —Nico rió y se ahogó en sangre. Gimiendo de

dolor, miró a Eros a los ojos—: Jamás imaginé que tendría a un príncipe como

amigo y que me aferraría la mano en el momento de mi muerte. Me

concedisteis doce años de libertad, Eros. No hubiera durado ni un año como

esclavo en Argel.

—No me debes nada —insistió Eros. Se le retorcía el alma al darse cuenta

de lo que había impulsado a Nico a lanzarse entre él y la granada—. Jamás me

lo debiste.

A Nico se le dificultó la respiración.

—Haced algo por mí—murmuró.

Eros tragó con dificultad.

—Lo que sea.

Violentos espasmos sacudieron el cuerpo de Nico y abrió los ojos con

urgencia repentina.

—Decidle...

Eros se endureció.

—¿Sí?

Una suave sonrisa se dibujó en los labios de Nico.

—Decidle que la amáis —Y luego falleció.

Eros apoyó con delicadeza la cabeza de Nico en el suelo y le cerró los

párpados. Tenía la vista nublada. Una mano consoladora le apretó el hombro.

Al levantar la cabeza vio a Giovanni y a Daniello parados junto a él. Ahora

entendía por qué aún no le habían disparado. Ellos lo estaban protegiendo.

—Quiero que lo enterréis en Venecia —dijo Eros, tragando el nudo que

tenía en la garganta—. Daniello, ¿podrías encargarte de que reciba la debida

cristiana sepultura? ¿Y que su familia quede bien atendida?

—Lo haré —prometió Daniello con voz ronca, con las lágrimas dejando

finos surcos en sus mejillas ennegrecidas.

Eros se sacudió y se puso de pie.

—Ahora vayamos a tomar la ciudad.

El combate se propagó por toda la ciudad causando caos y destrucción. El

suelo no era apto para la operación de la caballería y el conflicto se convirtió en

una brutal masacre. Cada metro era ganado con un enorme esfuerzo ante un

enemigo perseverante. Justo en el centro de la pelea, Eros lanzaba cuchillazos a

diestro y siniestro, haciendo cortes a cualquiera que se interponía en su camino.

De ahí en adelante, todo se tornó borroso. Lo invadió un frío interior

endureciéndole el corazón, entumeciéndole los pensamientos. La sensación no

le resultaba desconocida. Ese modo de separar cuerpo y mente cuando la

situación se tornaba muy mala, cuando su consciencia rehusaba aceptar el

horror que él mismo causaba, cuando su brazo casi se rendía, cuando la sangre

y el sudor le bañaban el rostro, cuando gritos de dolor penetraban su razón y

aun así él los ignoraba, y cuando enfermo de muerte le rogaba a Dios que se

apiadara de su alma, sabiendo que no merecía nada.

** ** **

El frío y oscuro interior le hicieron pensar en el reinado del que apenas

había escapado ese día. Velas conmemorativas titilaban en rincones alejados,

elevando las almas de los muertos más y más alto hacia el cielo. Cincuenta y

dos enormes pilares, decorados con santos y profetas, se erguían para crear un

ambiente de grandeza. Su gran antepasado, el duque Gian Galeazzo Visconti,

había construido ese edificio gótico como símbolo de poder; pero para Eros el

Duomo simbolizaba otra cosa completamente distinta.

Con los ojos rojos del agotamiento y las botas resonando firmemente en el

suelo de mármol, descendió hacia la oscura cripta. Un profundo sentimiento de

paz y desamparo se mezclaban en su corazón. Había regresado, aunque no a la

vida plena y opulenta de la que había disfrutado allí anteriormente, sino a una

tumba fría e inánime.

Palpando el camino en la oscuridad, encontró la primera losa, un ataúd

fijo de fría inmortalidad: la tumba del primer duque Sforza, Francesco. Sólo

algunas personas sabían que su hijo, Galeazzo Maria, el quinto duque de Milán,

compartía el mismo ataúd, en lugar de haber recibido uno que llevara su

nombre, de tal manera que en la posteridad no se lo iba a poder mostrar

diciendo: «Aquí yace el duque Galeazzo, asesinado por sus propios

cortesanos». El padre de Eros fue asesinado por su propio hermano.

Él se tropezó con bloques de mármol con ilustres nombres grabados en

relieve, se movió a tientas, hasta que finalmente distinguió otra tumba, una que

antes no estaba allí. Pasó los dedos por encima de la suave piedra, buscando

cuidadosamente algo grabado. Cuando los dedos detectaron lo que allí había

grabado en latín, él cayó de rodillas y apoyó la mejilla en el frío y duro mármol.

Con la garganta oprimida, susurró:

—He regresado, papá. Estoy en casa.

** ** **

Octubre en Dellamore era cálido dorado y castaño rojizo. Mientras pasaba

un apacible anochecer en la biblioteca, Alanis contemplaba las llamas que

bailaban en el hogar al tiempo que su abuelo hojeaba The Gazette. Seis meses

habían pasado desde que habían regresado de Francia, y ella pensaba en el vino

de Málaga, la salada brisa del mar y en flores de color rojo encendido. Cerró los

ojos y soltó un suspiro desde el corazón.

—Ha conquistado Milán, ¿sabes? —afirmó el duque, observándola

preocupado con aquellos gélidos ojos azules.

Ella no quería hablar de él. No quería escuchar mencionar su nombre.

Aunque ya había pasado por ese loco deseo, el dolor visceral, la opresión del

corazón, los pensamientos de Eros se reservaban estrictamente para sus

momentos de privacidad al anochecer en su cama, cuando las lágrimas

hirviendo rodaban hasta que se quedaba dormida.

—Los refuerzos franceses llegaron demasiado tarde — continuó el

duque—, y ahora él está desterrando del país el resto de fuertes franceses. Milán

es de nuevo un ducado, aunque no formalmente todavía.

Alanis frunció el ceño.

—¿Por qué no? ¿Es que los milaneses no lo proclamaron duque

inmediatamente después de la batalla?

—Lo hicieron, pero él pospuso la ceremonia de coronación.

Ella se tocó el pesado medallón escondido en el interior de su escote. Si

Eros lo necesitaba, vendría. Pronto. El temor y la expectación le aceleraron el

pulso. Ella debía entregárselo a su hermana, pero, ¿lo haría? Se moría tanto por

volver a arder... aunque eso la destruyera por completo, para siempre.

** ** **

—Una delegación de condes está solicitando audiencia, monsignore.

Eros levantó la cabeza de una pila de papeles y se frotó los ojos cansados.

Le frunció el ceño al secretario que asomaba del otro lado del macizo escritorio.

—¿Una delegación de condes? ¿Qué condes?

—El Consejo Privado, monsignore. Desean felicitar a Su Alteza por su

victoria y daros la bienvenida a casa.

De modo que esos bastardos hipócritas y lameculos se encontraban allí

para reparar sus faltas. Eros sonrió con malicia:

—Que pasen, Passero, pero asegúrate de que sepan que estoy de mal

humor.

—Muy bien, monsignore —Passero ocultó la sonrisa y se retiró haciendo

una reverencia.

Eros sabía que los intrigantes condes eran los que habían enviado aquellos

asesinos a su tienda; sin embargo, les perdonaría la vida. ¿Por qué? Porque los

necesitaba. Porque compartían la sagrada misión de curar y reconstruir juntos

la nación. Al igual que curar sus propias cicatrices personales...

Se sirvió una copa de coñac y miró por la ventana. Los muros marrones

rojizos del castillo sembraban en él una intensa sensación de pertenencia, algo

que no había sentido casi en dos décadas. Bebió su coñac de pie, esperando a

que entraran los condes. De ese modo, cuando esas comadrejas inclinaran sus

maquinadoras cabezas, se sentirían verdaderamente humillados. Por primera

vez en su vida, por un breve instante, Stefano Andrea Sforza estaba a punto de

obtener una inmensa satisfacción del poder que el prestigio y la sangre real le

proporcionaban. Y se regodeó.

... Con arrepentimiento que se desahoga con lágrimas.

Dante: Purgatorio.

Capítulo 31

La antigua carretera romana le tendía una emboscada en cada pisada a las

finas suelas de sus zapatos cuando Maddalena iba camino de regreso a San

Paolo, pero los niños del orfanato esperaban sus visitas diarias y ella no podía

permitir que un asunto insignificante como la rotura de eje de la carreta la

mantuviera alejada de ellos. Los niños eran la luz de la vida y ella había perdido

la suya. Sin embargo, se le había concedido el milagro de volver a ver a su hijo,

de acariciarle la sedosa cabellera negra, y de estar a su lado cuando él la

necesitaba. Ninguna madre podía pedir más.

Maddalena abrazaba el recuerdo en su corazón. Ella siempre había sabido

que Stefano Andrea crecería y se convertiría en un hombre maravilloso; tenía

todos los atributos del padre, aunque también, sonrió ella, un par de rasgos

suyos. Trataba de imaginar a Gelsomina como una mujer adulta. Seguramente

era bellísima. A Maddalena se le entibió el corazón al saber que su hija había

encontrado el verdadero amor. Ella también lo había conocido una vez, y había

sido tanto el cielo como el infierno. El tiempo había curado las cicatrices del

pasado y ahora podía pensar en Gianluccio con ternura y hasta reconfortarse

con ello. El recuerdo del hombre que le había destrozado el corazón con sus

incontables infidelidades y a quien ella había destruido en un desenfrenado

arrebato de celos se quedaría con ella por siempre. Algún día se volvería a

encontrar con él y le rogaría que la perdonara, pero hasta entonces, tenía una

sagrada tarea que llevar a cabo aquí en la tierra: cuidar de los niños sin padres y

colmar sus corazones solitarios con el amor maternal.

—¡Hermana Maddalena! —la hermana Maria corrió hacia el portón del

convento—.Venid rápido. ¡De prisa!

Maria era una joven de dieciocho años. Acababa de unirse al convento

después de que sus padres fallecieran, dejándola sola y sin un centavo. Todavía

no se había adaptado a la serenidad del convento.

—Hola, Maria —sonrió Maddalena—. ¿Qué es lo que te tiene tan agitada

hoy?

—¡La cosa más increíble! ¡Una visita para vos! Un caballero. La hermana

Picolomina lo ha conducido a la sala pequeña de oración. Os ha estado

esperando más de una hora.

—Sssh, hermana —la calló Maddalena con delicadeza mientras entraban a

la fría capilla—. El hombre puede tener un niño enfermo, o padecer alguna otra

desgracia. Tu júbilo podría ofenderlo.

—¡Este hombre no tiene ningún niño enfermo! —exclamó María con

entusiasmo—. Es un noble joven y apuesto, con ropas finas.

—La mano de la desgracia no distingue entre el pobre y el rico. Ni

perdona al joven ni al agradable a los ojos. Ante Dios, todos somos iguales, sin

importar las vestimentas — Maddalena se aproximó al altar, se arrodilló

diciendo una oración y luego se levantó e hizo la señal de la cruz.

—Sólo pidió veros a vos —dijo Maria—. Y cuando la madre superiora

quiso saber la naturaleza del asunto, él no dijo nada, salvo que se trataba de

algo personal y que esperaría. Fue muy amable. Todo este tiempo ha estado

sentado junto a la ventana, esperando.

—Maria —Maddalena le frunció el ceño a la joven—, ¿has estado

espiándolo?

Las mejillas de Maria se pusieron coloradas.

—Yo no lo molesté. Me quedé del otro lado de la ventana.

—No debes soñar con hombres de ese modo. Recuerda, estás casada con el

Hijo de Dios.

—No he pecado, hermana. De veras. Es sólo que él... lucía tan triste. Me

preguntaba qué podía haber llenado de pesar esos hermosos ojos. Parece un

hombre tan atento y afectuoso. Le donó a la madre superiora una pesada bolsa

de monedas de oro.

—Pronto sabremos qué triste suerte fue la que lo trajo hasta nosotros,

¿verdad? —Maddalena aceleró el paso. No era la primera vez que un noble

requería de su ayuda. A veces, era por causa de una esposa o un hijo enfermo, u

otras, por el triste caso de un hijo no deseado. Aunque curiosamente, ella

presentía que lo que fuera que había llevado a este hombre hasta San Paolo, era

de una naturaleza totalmente distinta.

Consciente de tener a Maria mirando ansiosamente por encima de su

hombro, Maddalena giró el pomo de metal y echó un vistazo a través de la

rendija que había entre la pared y el marco. Vio un brazo envuelto en terciopelo

oscuro. El hombre, según Maria lo había descrito, estaba sentado en un banco

frente a la ventana del jardín, absorto en sus pensamientos. Tenía el codo

apoyado en el alféizar, un guante negro de piel de ante colgaba de su mano

como con descuido. Ella abrió la puerta y entró.

—Buongiorno, signore. Soy la hermana Maddalena. ¿Vos pedisteis verme?

En el instante en que la espalda del hombre se volvió enteramente visible,

a ella le dio un vuelco el corazón. Tenía la cabellera tan negra y brillante como

la de un cuervo, espesa y alisada en la nuca. La elegante capa negra

exquisitamente adornada con plateados seguía la forma de la ancha espalda.

Maddalena ahogó un sollozo.

El hombre alto de cabellos oscuros se puso de pie y lentamente se dio la

vuelta para mirarla.

—Buenas tardes, madre —le dijo con voz calma.

Maddalena escuchó el gemido de sorpresa de Maria. La puerta se cerró

suavemente detrás de ella y unos pisadas ligeras se marcharon de prisa. Ella

miró fijamente a su hijo, delineado por un halo de luz del sol de octubre. Le

brillaban los ojos; tenía la garganta visiblemente oprimida. Estaba bronceado,

fornido y saludable. No había ni rastro del pichón esquelético que ella había

rescatado de la muerte el invierno pasado. Y era un duque, como lo había sido

su padre.

—Eros —murmuró ella, con la humedad de los ojos traicionando la

serenidad que luchaba por conservar. Sintió la garganta obstruida y seca. ¿Se

encontraría allí por algún motivo específico? ¿O es que simplemente estaba allí?

Ella le sonrió de modo maternal, llena de amor, orgullo y ternura—: Eros, mi

hermoso ángel. Estás aquí—murmuró ella de manera reservada, sin saber con

seguridad cómo reaccionaría él.

La nuez de la garganta de Eros se movió con dificultad. Se adelantó un

paso hacia ella.

—Aquí estoy.

Había tanto que explicar y de que disculparse... pero esto tendría que

esperar. Después de diecisiete años de separación, su hijo estaba allí, ya no era

un niño sino un hombre, y ella sentía deseos de aferrarlo con fuerza contra su

pecho y no soltarlo más. Sin lograr contener las lágrimas, Maddalena abrió los

brazos y para su absoluto asombro y júbilo, Eros se acercó y dejó que lo

abrazara haciéndole daño en el corazón. A ella le temblaba la mano al

acariciarle la cabeza.

—Perdóname, hijo mío... Perdóname...

Él se enderezó y con ternura le apartó la cofia y el velo de la cabeza. Tenía

los cabellos rubio ceniza sujetos en un ceñido moño. Los ojos llorosos de color

azul marino brillaron. Un cálido destello se extendió en los ojos de él.

—Mama —Con una sonrisa llena de recuerdos, él extendió los brazos y la

abrazó con fuerza, como si fuera un niño. Ella lloró y le ofreció más disculpas,

pero él la calló—, No, mamá. Perdóname tú, perdóname...

Maddalena se ahogó en lágrimas. Miró por encima del hombro de él la

modesta imagen que había en la pared: él pareció sonreírle con infinita

compasión. Ella movió los labios en silencio: Gracias, Padre Misericordioso.

Gracias...

** ** **

—Un brindis —el duque de Dellamore levantó la copa de vino—. Por

nuestro valiente general y héroe de guerra: ¡el duque de Marlborough!

El enorme salón estalló en un aplauso. Los cristales tintinearon y una

abundante cantidad de vino respondió el brindis. Parada entre sus dos duques

favoritos, la Reina de Inglaterra, Ana Estuardo, sonreía con placer, con los ojos

brillantes.

—Lo que me gustaría saber es por qué estarán brindando en Versalles en

este momento. ¡Qué injusto de parte de Luis no habernos invitado!

Todo el mundo rió.

—Realmente, Su Majestad —dijo Marlborough—. Qué miserable por parte

del Rey de Francia sentir envidia de nuestro éxito. ¿Acaso Sforza y Saboya no le

permitieron retirar sus tropas de Italia sin incidentes? Debería estar agradecido

de que le permitieran retirar el resto de sus guarniciones en paz, cuando ya que

no podía resistir más en Italia.

—¡Escuchad! ¡Escuchad! —exclamó Godolphin, el tesorero, levantando la

copa—. ¡Tanto Milán como Turín ahora están dirigiendo un asalto más incisivo

sobre la retaguardia francesa!

Otra rueda de aplausos y risas se extendió por el amplio círculo de

dignatarios reunidos en el Hampton Court en la celebración por las victorias.

Apiñada entre ellos, Alanis se esforzó por sonreír y se unió a los saludos. Ella

no había estado demasiado entusiasmada por hacer su aparición esa noche,

pero la idea de pasar una noche más en casa, deprimida, cuando todo el mundo

estaba afuera divirtiéndose, le resultaba aún más deprimente que tener que

aguantar a unos ebrios desconocidos.

Ana dijo:

—Gracias a nuestro nuevo aliado, el príncipe de Milán, Italia está

descontaminada de franceses, y no sólo eso, sino que la guerra ahora se

combate en las fronteras mismas de Francia. ¡Esperemos tener igual éxito en

Holanda y Alemania y ganar esta guerra! —Todos saludaron y la reina le hizo

una seña a la orquesta para que comenzara a tocar.

Mientras el salón de baile se transformaba en un mar colorido de sedas y

joyas, un hombre fue a pararse junto a Alanis.

—Lucas —Lo saludó ella sonriente—. ¿Dónde está tu adorable esposa?

—Allí está —Le señaló hacia donde estaban unas damas bombardeando a

Jasmine con atenciones—. Ahora que se conoce su identidad como la hermana

del príncipe Stefano Sforza, ella hace furor —Él miró a Alanis—. Lo siento, Alis,

por lo que sucedió en Jamaica. Por favor, acepta mis disculpas. Me comporté

horriblemente mal.

Alanis le dio una palmadita en el brazo.

—Yo también, te debo una disculpa, Lucas. Debí haber resuelto el asunto

de una manera civilizada en lugar de desaparecer como lo hice. ¿Serás capaz de

perdonarme?

—Por favor —le puso una mano sobre la suya —ya no hablemos más de

eso. Debemos ser amigos... como hermanos... como lo hemos sido siempre.

Alanis asintió totalmente de acuerdo.

—Eso me gustaría mucho.

El duque de Dellamore y el padre de Lucas, el conde de Dentón, se les

unieron.

—Oye, Dellamore —empezó a decir Dentón—, corre un rumor de que el

general Saboya hará su aparición esta noche. Y se dice que traerá con él a... —

Una hostil mirada severa por parte de Dellamore lo hizo callar.

Alanis le lanzó a su abuelo una furiosa mirada acusadora. El calor y el frío

se fundieron de una forma peculiar y le recorrieron el cuerpo: se cubrió las

mejillas ardiendo con las manos heladas. Eros. Aquí. Esta noche. Ella no podía

hablar, ni pensar, ni respirar...

Jasmine se le acercó enérgicamente, sonriendo con los ojos brillantes

comunicando el mensaje. Alanis se acobardó. No podía soportarlo. Tenía que

irse. Tenía que huir... Le ordenó a sus piernas como de piedra que comenzaran

a moverse cuando sintió un puño fuerte cerrarse alrededor de su muñeca.

—Enfrentarás esto hasta el final, Alis —le susurró su abuelo con

determinación—. Ahora tu pirata es una figura estimada. No permitiré que

salgas corriendo a esconderte cada vez que él ponga un pie en suelo inglés o

cuando vuestros caminos se crucen en algún lugar del mundo. Yo no te crié

para que fueras una cobarde.

Agitada y asustada como un pajarillo enjaulado, Alanis posó los ojos

desolados en aquel rostro severo. ¿Cómo podía encontrarse con Eros en ese

momento? ¿Ver el aborrecimiento reflejado en sus ojos? Se moriría...

El maestro de ceremonias le hizo una seña a la orquesta para comenzar a

tocar las formales notas tradicionales que anunciaban la llegada de una persona

importante. Alanis miró fijamente las puertas del salón. Y por cierto no le llevó

mucho tiempo distinguir una conocida cabeza morena que sobresalía

dolorosamente...

Acompañado por una gran comitiva de caballeros excelentemente

vestidos y sus acompañantes femeninas, Eros entró sin prisa, impactante y

apuesto, vestido de negro, blanco y un toque de púrpura. Estaba sonriendo por

algo que le decía el hombre que estaba a su lado. Eugenio de Saboya lucía

ridículamente pequeño junto al alto milanés —atributo que siempre causaba

asombro y diversión a los que esperaban que un gran general encajara bien en

el papel—. Los ojos de Alanis se posaron exclusivamente en Eros. Bronceado,

elegante, irradiando vigor y vitalidad, la derritió hasta dejarla hecha sopa. La

espesa cabellera negra azabache le caía hasta la altura de los hombros. Su

contextura había adquirido el volumen de sus proporciones naturales. Aquel

era su pirata del Caribe; sólo que este pirata era un príncipe, el tan admirado y

elogiado Príncipe de Milán.

Todo el mundo se reunió a su alrededor, colmándolo de felicitaciones y

saludos. Alanis oyó un grito de alegría y vio a Jasmine que volaba a los brazos

de su hermano. Él la levantó, abrazándola con fuerza y le besó las mejillas. Las

lágrimas inundaron los ojos de Alanis. Eros aún tenía que enterarse de que era

tío.

Ella estaba temblando. Entonces, cuando su abuelo la cogió del brazo y la

condujo hacia el círculo de la reina, donde todo el mundo estaba parado

esperando a ser presentado, ella se movió torpemente. Dellamore, Marlborough

y Saboya se palmearon las espaldas. Los condes milaneses estrecharon las

manos con la nobleza inglesa. Eros se dirigió a la reina, cautivándola con un

saludo pronunciando lentamente:

—Buonasera, Sua Maestá —un beso en la mano y una sonrisa con hoyuelos.

Alanis hizo todo lo posible por volverse invisible, pero justo cuando ella echaba

una mirada furtiva a aquel hermoso perfil, él giró la cabeza en dirección suya.

Unos duros zafiros se clavaron en ella. Ella sentía el calor de él con tal

ardiente intensidad que hacía esfuerzos por respirar. Su mirada cambió

fríamente de rumbo en dirección a su abuelo. Le hizo un gesto con cortesía y se

unió a la conversación de Saboya. Un sollozo murió en la garganta de ella. Se

quedó como una estatua, envuelta en sedas color nácar, con mechones de

cabellos dorados cayéndole en cascada por encima de los hombros desnudos,

helada por la indiferencia tan directa.

—Vendóme fue un oponente digno —dijo Eros—. Su retirada hacia los

Países Bajos propinó el golpe mortal a los franceses. Y de Orleans, a pesar de su

promesa a Luis, fue incapaz de defender dos sitios al mismo tiempo. Debió

haber venido tras de mí, pero en cambio avanzó hacia Turín.

Marlborough estuvo de acuerdo y expresó con un gruñido:

—Después de la retirada de Vendóme, los franceses actuaron de pésimo

modo. Abrieron la carretera a Piamonte para que el príncipe Eugenio penetrara,

no se disputaron el desfiladero de Stradella y se quedaron en las líneas de Turín

para ser derrotados.

—Y para cuando intentaron retirarse a Milán —dijo Saboya—, no tenían a

dónde regresar. Stefano había ocupado la región, avanzando con ese

impertinente ímpetu italiano. Un verdadero César.

—Hasta Julio César de vez en cuando tuvo que agradecer su suerte —

admitió Eros con humildad.

—Eres demasiado modesto, Stefano. Tu destacada habilidad te permitió

hacer lo que ninguno de nosotros consiguió. Milán era impenetrable. Sin

embargo, tú hiciste lo posible, lo imposible y luego lo impensable. La operación

subacuática para infiltrarse en el territorio enemigo fue una idea

extraordinariamente arrojada y brillante.

Eros no la miraba, ni siquiera fugazmente, pero Alanis veía lo que los

demás no distinguían: los elogios de Saboya lo ruborizaban. Ella sonrió,

contenta de verlo destacarse y ser reconocido por su pares —por los príncipes y

reinas— como él se merecía. En Francia, ella había hecho lo correcto.

—Príncipe Stefano —dijo la reina Ana—. Todos estamos ansiosos por

saber qué dicen las lenguas en todo el continente. Contadnos todo, y no

escatiméis en palabras.

Concediéndole a la reina otra de sus deslumbrantes sonrisas de pirata, él

empezó a decir pronunciando despacio:

—Imagino que Su Majestad desea escuchar qué es lo que la lengua de Luis

está soltando en estos momentos.

—Por supuesto —La reina intercambió miradas picaras con algunas

damas engreídas.

—Allora, le informo con seguridad que el rey de Francia está pasando por

un momento difícil tragándose la rana, figuradamente hablando, por supuesto

—Eros le guiñó un ojo a la reina, que se ruborizó y rió con disimulo—. Echó a

tres de sus ministros, jubiló a dos generales y ya no se habla con Felipe.

—¿Que no se habla con Felipe? —la reina rió—. ¡Qué delicia! ¡Pues fue por

apoyar a Felipe por lo que él empezó esta guerra en primer lugar!

Alanis oyó decir a una inglesa chismorreando detrás de ella:

—¿No es el demonio más apuesto? ¡Un príncipe tan joven y encima

soltero! Qué pena que mi Carol ya le haya dado su consentimiento a Lord

Bradshaw. Ése es el tipo de figura que nuestras damas adoran.

—Realmente, Lillian —coincidió una voz más joven que Alanis identificó

pertenecería a una viuda rica y atractiva en constante búsqueda de consuelo

masculino—: «Valora la lascivia por encima de la mojigatería», eso es lo que

siempre digo. Pidamos que nos presenten.

La gente seguía mezclándose. Alanis aferró fuerte el brazo de su abuelo y

le siseó al oído:

—Un instante más de esto y seguro que grito. Con o sin tu permiso me v...

De manera abrupta el duque cambió la atención. El aire se agitó junto a

ella:

—Su Excelencia —Esa voz grave casi le provoca un desmayo. Ella volvió

la vista, sin palabras. Eros le sonrió al duque con gentileza—: Aún no os he

agradecido que me dierais crédito tan caballerosamente en Schónbrunn. Estoy

en deuda con vos —Inclinó la cabeza morena de manera elegante y clavó la

mirada en Alanis.

El anhelo y la zozobra le desgarraron el corazón, y cuando su abuelo dijo

"Por favor, permitidme presentaros a mi nieta, lady Alanis", ella sintió un

repentino impulso de quitar una baldosa del suelo y meterse debajo. Pero se

mantuvo con calma y siguió la etiqueta ofreciéndole a Eros los dedos de la

mano.

—Su Alteza —ella hizo una reverencia, entornando los ojos para disimular

el efecto que le producía sentir esos labios en su mano. Estaban jugando el juego

más condenado, sin embargo, lo único que ella podía hacer era seguirle la

corriente.

—Piacere —susurró con voz profunda—. Qué inesperado placer.

Ella lo miró a los ojos. La había saludado con las mismas palabras que

había usado en su primer encuentro en el camarote. El mundo se detuvo,

mientras él le sostenía la mirada angustiada e irrefutable, sin revelar ninguno

de sus pensamientos: ni odio, ni desprecio, ni enojo, ni un indicio de emoción.

Le soltó la mano.

Se anunció la cena y todos se dirigieron sin prisa hacia el comedor. Alanis

echó una mirada por encima del hombro de Eros. ¡Su abuelo la estaba

abandonando a su suerte!

—Al parecer voy a acompañar a Su Señoría hasta la mesa de la cena real

—observó Eros insípidamente, ofreciéndole un brazo como con descuido. Ni

siquiera la había mirado al ofrecérselo. Ella le examinó el perfil de piedra,

consumiéndose de la angustia mentalmente. Mi corazón se detiene al mirarte.

Nada. Ella lo cogió del brazo y siguieron la cola de vestidos de seda,

comportándose como perfectos desconocidos. Ella era físicamente consciente de

cada respiración suya, de cada músculo que se movía en su brazo, y percibió

que su última chispa de deseo se apagaba. Su indiferencia era tal que ni siquiera

se regodeó de su triunfo final.

La colorida procesión desapareció a la vuelta de una esquina. De repente,

Alanis fue tirada bruscamente y conducida hacia una puerta lateral que daba a

un salón iluminado por un suave resplandor. Con el corazón martilleándole,

ella observó a Eros cerrar la puerta y correr el pestillo.

Demasiado para tratarse de indiferencia, pensó ella nerviosamente,

mientras él se daba la vuelta y le clavaba una mirada tan efectiva como una

prensa de hierro. El intenso brillo de aquellos ojos le hicieron sentir deseos de

salir corriendo y ocultarse. Comenzó a caminar hacia ella, con paso lento, la

mirada firme. Venganza, la palabra retumbaba en su cabeza. Invadida por el

pánico, ella retrocedió hasta chocarse torpemente con una mesa. Una lámpara

se balanceó y ella se dio la vuelta justo a tiempo para ponerla de nuevo en su

sitio. Al levantar la cabeza, Eros estaba parado enfrente, con aquel rostro

hermoso como si fuera una máscara, irguiéndose unos centímetros por encima

de ella.

—Alanis —le dijo.

El escuchar su nombre pronunciado por aquellos labios le provocó un

temblor en el corazón.

—¿Por qué estás aquí, en Inglaterra?

—Vine a buscar algo que me pertenece.

Sin quitarle la mirada de encima, ella metió la mano en la faltriquera. En

general usaba el medallón sobre el corazón, pero no con aquel traje; el profundo

escote apenas le cubría la piel. Aferró la cadena de oro con dedos rígidos.

—Eres el Duque de Milán. Lo lograste —dijo ella con tono suave, al

tiempo que se preguntaba por qué diablos seguía teniendo esperanzas...—

¿Volver a casa fue como... lo esperabas? —ella le hizo frente con la esperanza de

encender una chispa de intimidad en él, algo de lo que había existido entre ellos.

Eros no dijo nada. Su expresión confirmaba que él recordaba cada palabra

que habían hablado en la Bastilla. Qué estúpido por su parte esperar que él

compartiera su momento con ella. Lo había abandonado. Le había hecho creer

que lo mágico que había entre ellos era falso. Y ahora él era el Duque de Milán,

admirado por todo gobernante del mundo, incluyendo al Emperador y al Papa.

Lo que ella había pretendido como requisito para ser su esposo. Le ofreció el

medallón.

—Este es el motivo por el que pospusiste la ceremonia de entronización,

¿verdad? Necesitas exhibirlo.

—No.

Alanis ya no sabía qué pensar, salvo que si él la seguía mirando tan

intensamente, su endeble compostura —o lo que fuera que la estuviera

conservando entera— se quebraría.

Eros se acercó más, con ojos inclementes, implacables, con la piel de un

suave bronceado bajo la luz tenue. Le aferró fuerte la muñeca que latía. Le

apartó la mano, incitándola a que dejara el medallón sobre una mesa de ébano.

Le aferró la otra muñeca y tiró de ella. Ella avanzó torpemente. Volvió a tirar,

deslizándole las manos lentamente por los brazos desnudos. Se quedaron con

las puntas de los pies pegadas, el aire a su alrededor cargado de electricidad, y

ella se preguntaba si él percibiría su pulso acelerado. La mirada de Eros se

volvió más intensa y ya no era inescrutable; sino miserable.

—Alanis —inclinó la cabeza y apretó la cálida mejilla contra la de ella.

Abrió los labios y le susurró al oído—: Te amo.

Ella se aferró a su cintura para no caerse de los tacones.

—¿Q...qué?

La estrechó fuerte entre sus brazos. Ella sintió los suaves labios en el

cuello. Con voz ronca, casi quebradiza, él confesó:

—No puedo vivir sin ti. No... quiero vivir sin ti.

Sintiendo un alivio inexpresable, ella le enterró el rostro en el hombro,

abrazándose a su cintura, humedeciéndole el abrigo con lágrimas.

—Yo también te amo —¿De verdad estaba sucediendo esto? ¿Podía la

suerte ser tan generosa?

Permanecieron abrazados, abstraídos de todo salvo de los latidos de sus

corazones. El era su alma gemela y había ido a buscarla. Levantó la cabeza del

hombro y le dijo:

—Mentí en la Bastilla.

La mirada de él en carne viva la conmovió:

—Lo sé. Fuiste casi... convincente. Cuando Luis vio lo deprimido que yo

estaba, eso bastó para caer en la cuenta y aprecié lo que habías hecho. Era a Luis

a quien querías convencer, no a mí—Le acarició la mejilla, recogiendo cuentas

de cristal que ella seguía derramando sin darse cuenta—. Tú querías que yo

recuperara mi hogar, amore.

—Así es. Dejarte abandonado en aquella celda fue el momento más difícil

de toda mi vida. Pero yo quería que te sintieras feliz y completo. Gracias a Dios

funcionó.

—A veces pensé que quizás lo habías dicho en serio, pero igualmente

hubiera venido —La atrajo más hacia sí y la besó con tanto amor y deseo que el

corazón de ella se llenó de sol—. Te amo, Alanis, más de lo cuerdamente posible

—le confesó sin permitirle más que un susurro entre besos lentos, y ella,

asombrada, se dio cuenta de que no todas las lágrimas que bañaban su rostro le

pertenecían.

—Eros —lo abrazó con tanta fuerza que tenía miedo de quebrarlo; pero

ése era Eros, se recordó a sí misma, no se quebraba tan fácilmente, ni por los

peores fosos, ni por las peores mentiras—. ¿Crees que Luis se da cuenta de que

fue él quien te condujo a unirte a sus enemigos? —le preguntó.

—Tal vez. Y quizás algún día se digne a perdonarme —Sonrió él con

satisfacción.

Ella lo contempló con perspicacia.

—Extrañarás su amistad, ¿verdad?

—La diversión. Mi nueva definición de amistad es un poco distinta a la

suya.

—¿Y Taofik? —le preguntó de nuevo preocupada—. Tal vez tenga

intención de quitarse tu sombra de encima y decida venir tras de ti para

recuperar su tranquilidad de espíritu.

—No creo que lo haga. Aunque él es de todo menos cobarde, dudaría de

aventurarse tanto en nuestro mundo. Mi mejor venganza será ignorarlo. Taofik

es un hombre que habita el lado oscuro, que lo ve todo con forma de violencia y

alevosía. Razón por la cual jamás podrá disfrutar de una noche entera de

descanso, preocupado por que yo pueda andar al acecho en algún sitio entre las

sombras. No obstante —Eros suspiró—, si de hecho viene tras de mí, yo lo...

manejaría.

Alanis sonrió.

—Estás cambiado.

—Más blando, ¿eh?

—Tu sed de sangre desapareció.

Exhalando, él pegó su frente a la de ella.

—Estoy harto de muerte. Harto de cuerpos mutilados nadando en ríos de

sangre. Harto de enterrar a mis amigos... —Levantó la cabeza—. Niccoló murió.

—No. Niccoló no —Lágrimas de angustia inundaron los ojos de ella—.

Tenía tantos sueños y planes, tanto que perseguir... Le echaré mucho de menos.

—Yo también. Me salvó la vida. Detuvo una granada dirigida a mí. Un

héroe. Sus últimas palabras fueron para ti, Alanis. Me dijo: "Decidle que la

amáis" —Los ojos de Eros reflejaron gran tristeza—. Podemos ir a visitarlo

juntos y encender una vela por su alma noble. Está enterrado en Venecia.

Ella asintió con la garganta obstruida. Por amarla, Nico había salvado al

hombre que ella amaba. No existía hombre más valiente y noble. Un héroe de

verdad.

—Tienes que contarme absolutamente todo sobre la guerra. Yo estaba

aterrada de que puediera sucederte algo... por haberte enviado a morir.

—Ni te imaginas cuánto he extrañado tenerte a mi lado, para consultarte,

confiar y compartir cosas juntos. Para abrazarte por las noches... —gimiendo,

Eros reclamó su boca con un beso más hambriento: un beso de amante. Ella se

aferró a él, dando gracias a Dios mil veces.

—No creí que vinieras a buscarme —admitió ella con tono suave—. Pensé

que te había perdido para siempre.

—Le rogué a Dios no encontrarte casada con otro. No pude echar a los

franceses lo bastante rápido para venir a buscarte. Si te hubiera perdido, no

habría existido un sitio lo bastante triste para ocultarme. Ni siquiera Agadir.

Milán tendría que haber buscado otro duque.

—¿Pospusiste la ceremonia de entronización por mí?

—Mi pueblo necesita un duque cuerdo, amore. No uno arruinado y enfermo

de amor.

—Y lo tendrán. Yo también te amo locamente, Eros. Tenía miedo de que

mi abuelo me comprometiera con Bridewell, si yo no mostraba prometedoras

señales de mejorar pronto.

Eros rió:

—Tu abuelo es una gran persona. Él me avaló en el consejo de guerra de

Viena. ¿Te lo contó?

Ella lo miró con esos ojos color aguamarina abiertos sin dar crédito.

—El viejo zorro no me contó nada.

—Bueno, esta noche te ha tendido una trampa y te dejó conmigo. ¿Crees

que le gustará la idea de que estemos juntos?

—Mmm —Ella frunció el ceño de manera pensativa—. Sanah sí mencionó

algo acerca de que mi abuelo me buscaba un imponente príncipe: una criatura

odiosa, siempre absorta en temas políticos...

Él le tiró un mechón rubio de manera juguetona.

—Y si no recuerdo mal, Sanah también mencionó que la próxima vez que

la visitáramos, tú estarías encinta. Por lo tanto, sugiero que uno de los dos

suspenda el uso de métodos anticonceptivos y que nos pongamos a trabajar en

llenar el Castello inmediatamente...

Aquellas palabras y los besos que siguieron le provocaron un mariposeo

en el estómago.

—De acuerdo.

Eros la soltó un poco, enderezó la espalda e inspirando de manera

reconfortante, le dijo:

—¿Querrías casarte conmigo, mi hermosa ninfa rubia? ¿Y venir a vivir

conmigo a Milán?

El corazón le dio un salto, pero antes de gritar "Sí", Alanis le preguntó con

agudeza:

—¿Y qué hay acerca de esa barracuda de prometida que tienes y sus

hermanos, los Orsini?

Eso lo sorprendió. Él medio hizo una mueca:

—¿Cómo te enteraste de lo de Leonora?

—Lo sé todo —ella le golpeó el pecho con la punta del dedo—. Debes

recordar eso.

—Lo haré —rió él ahogadamente—. En cuanto a Leonora, los Orsini son

agua pasada. Con Cesare muerto y yo unido a la Alianza, ellos se cruzaron de

brazos y se volvieron a Roma a paso lento.

—Entonces no hay princesa romana para ti, sólo una celta salvaje de la

Pequeña Isla.

—Una rubia hada de mar en lugar de... ¿cómo la llamaste? ¿Una

barracuda? Lo adoptaré. Y sólo para que lo sepas, yo también tengo mucha

sangre celta. Milán tiene sus orígenes en un remoto pasado celta. Según la

mitología romana, la esposa de Mercurio era una diosa celta llamada Rosmerta.

—¿Era bella? —le preguntó Alanis con esperanza.

—No particularmente. No como Venus —La sonrisa de él se dulcificó—.

No como tú, amore.

—¿Sabes? —dijo ella—, en general este tipo de petición se hace con una

sortija.

—Ah, qué fastidio —suspiró Eros. Metió la mano en el bolsillo y sacó una

sortija: con una delicada víbora con pequeños diamantes incrustados, ámbar

negro y un par de amatistas formando los ojos, enroscada alrededor de un

enorme diamante brillante—. Ya sabes a quién perteneció esta sortija.

—A tu madre —dijo ella boquiabierta—. Fuiste a verla. Oh, Eros.

Cuéntamelo todo.

—Tú tenías razón en todo. Ella sí fue a ver a Carlo aquella noche, después

de encontrar a mi padre con una de sus amantes. Él le fue eternamente infiel. Yo

era consciente de sus pecadillos, de manera pasiva, y los acepté como una

forma de vida, sin pensar jamás lo que esto le provocaba a mi madre. Ella lo

amaba, y durante años él hizo alarde de sus conquistas como si fueran símbolos

de prestigio, humillándola, ignorándola. Dios sabe por qué ella lo soportó

durante tanto tiempo. Su familia vivía en Roma, ella nunca encajó demasiado

entre los milaneses. Las transgresiones de mi padre y las habladurías

resultantes la hacían sentir aún más aislada y sola. Cuando tú me hablaste de

ella en Toscana, los recuerdos me vinieron a la mente. Me di cuenta de que sí

necesitaba saber la verdad. Cuando la vi, ella era... —esbozó una sonrisa de

niño y se encogió de hombros—: Mia mama. Ya nada más tenía importancia. La

extrañé. Necesitaba escucharla decir que nos había extrañado y que sí se había

preocupado por nosotros. Que siempre nos había amado. Y aún nos amaba.

—¿Y cuando fuiste a visitarla te contó lo que realmente sucedió aquella

noche?

—Con mucha reticencia. Sentía vergüenza de contarme a mí (el que la

había abandonado, despreciado y acusado erróneamente) que Carlo trató de

seducirla para obtener información acerca de la Liga, y que cuando ella forcejeó

con él, la amenazó con matar a mi hermana. Debí haber matado lentamente a

ese bastardo por lo que hizo. Que Dios me perdone, pero fui un idiota, un

pequeño cazzo recto, igual que mi padre —Los ojos azules brillaron con

remordimiento—. Mi madre no fue una arpía. Fue una víctima. Carlo la golpeó

y... abusó de ella y la encerró en su alcoba, y ella estaba avergonzada...

Alanis lo abrazó, desesperada por quitarle el dolor que sentía. Él estaba

temblando.

—Yo creé mi propio infierno —dijo—. No quiero que nosotros terminemos

como mis padres, con nuestros hijos perdiendo todo, como Gelsomina y yo.

Nada duele tanto. Nada. Especialmente una caída fácil. Quiero un hogar de

verdad, Alanis, una familia cariñosa y feliz —La miró con resolución—. Juro por

todo lo sagrado que siempre te seré fiel. ¿Tú me jurarías lo mismo?

—Lo juro con todo mi corazón.

Eros le cogió la mano, deslizó la sortija en el dedo y le besó los nudillos.

—Este anillo te liga a mí al igual que al pueblo de Milán, pero debes saber,

tesoro, que en Milán nosotros no llamamos "Víbora" a nuestro emblema —Le

sonrió de manera irónica—. Le decimos "il biscione". Lo verás reptando en

paredes y pilares. Creo que esta sortija irá muy bien con tus amatistas, ¿no?

Ella examinó su sortija nueva, demasiado deslumbrada para admirarla

entera.

—Ya no tengo mis amatistas. Se las di al capitán a cargo de ti en la Bastilla.

El acordó...

—Que me ayudaría a escapar. Lo hizo —Él la miró con asombro. Le

levantó la mano y se la besó—. Dios mío, Alanis, no puedo creer todo lo que

hiciste por mí. Juro que las recuperaré. Yo...

—Las joyas no me interesan, Eros. Sólo me importas tú —Sólo ver el amor

reflejado en los ojos de él era una compensación mucho más grande de lo que

ella jamás había pretendido. Lo abrazó fuertemente. De ahora en adelante ya

nunca tendría que dejarlo ir—. Te amo.

—Te amo —le dijo él con voz ronca—. Sin ti, mi vida no tiene sentido.

Ella echó la cabeza hacia atrás con un brillo de picardía en los ojos:

—¿Y entonces quieres una respuesta?

—Necesito testigos —La cogió de la mano, tomó el medallón y se dirigió a

la puerta.

Ella voló tras él, riendo, meneando el vestido de un lado al otro por todo el

suelo lustroso.

—¡Eros, espera! ¡Aún no sabes cuál es mi respuesta!

Él le lanzó una sonrisa por encima del hombro.

—Es por eso que necesito audiencia, amore, para asegurarme de que me

des la repuesta correcta. Te desafío a que me rechaces en presencia de la Reina

de Inglaterra...

Al entrar al salón comedor, todas las cabezas se levantaron con intriga.

Eros condujo a Alanis hasta los últimos sitios vacíos y golpeó la copa con un

tenedor, tosiendo a propósito.

—Su Majestad —inclinó la cabeza ante la reina. Buscó la mirada del duque

de Dellamore—: Su Excelencia —Esperó a recibir un gesto de aprobación. Luego

les sonrió a todos—: Encantadores damas. Honorables caballeros —Hincó una

rodilla sosteniendo la mano de Alanis. Ella casi se muere de la vergüenza.

Las sillas chirriaron en el suelo cuando el grupo entero se acomodó para

escuchar las palabras.

Alanis le lanzó a Eros una mirada de súplica. El la ignoró, dándole a

entender que así es como debía ser y que ella no tenía ni voz ni voto en el

asunto. La miró a los ojos con una sonrisa sólo para ella:

—Te ruego, angelical dama, que seas mía.

El numeroso grupo contuvo la respiración. La joya de su madre ya le

adornaba el dedo, de modo que lo único que restaba era decir "Sí". Ella le rodeó

el cuello con los brazos y lo besó de lleno en la boca ante la sorpresa de todos

los presentes. Los invitados se recuperaron rápidamente. Surgieron brindis, las

copas tintinearon, todo el mundo saludó a la pareja de enamorados mientras

especulaban con la idea de si aquel romance habría nacido delante de sus

narices en los momentos en que aquellos dos habían quedado a solas. Caía por

su propio peso que el príncipe de Milán había ido a Londres a celebrar su

victoria y a buscarse una buena novia.

Tomando ventaja del pequeño alboroto, Eros le susurró a Alanis:

—Ven a mis aposentos en el palacio esta noche después del baile. Enviaré

a Rocca a buscarte.

También de manera disimulada, Alanis pegó los labios a los oídos de él,

acariciándole despiadadamente los pliegues con la punta de la lengua:

—Espera desnudo.

Eros gimió.

** ** **

Eros estaba de pie frente a la chimenea, contemplando la pintura que

había arriba; llevaba puesta la bata de seda negra que le había prestado la noche

en que habían regresado de Argel. La luz del hogar le doraba el perfil y el suave

triángulo de piel bronceada del pecho al descubierto.

Cuando Alanis entró en la alcoba decorada al estilo Tudor, él volvió la

cabeza y sus miradas se acariciaron.

—Carissima —le dijo y ella atravesó el cuarto de prisa arrojándose a sus

brazos abiertos.

Eros la apretó contra sí, murmurándole entre los cabellos:

—Tú eres mi corazón. Jamás te dejaré ir —La besó con tanto amor que le

dolía el corazón. Aquel abrazo hablaba de un deseo agonizante, de las solitarias

noches en el campo de batalla—. Me muero por hacerte el amor, amore, pero

antes... un obsequio para ti, un regalo de bodas —La dio vuelta entre sus brazos

y le señaló el cuadro que había encima de la chimenea—: El príncipe Camillo

Borghese de Roma ha acordado amablemente cedérmelo por un período de

veinticinco años. Es una de las obras de arte de su casa de campo, pintada por

Tiziano: La Venere che benda Amore. Venus vendándole los ojos a Cupido —Le

apoyó el mentón en el hombro—. Una vez me preguntaste por qué mi madre

me llamaba Eros. Éste es el motivo.

Alanis levantó la vista. Un cupido rubio y alado con el torso desnudo

estaba parado entre las piernas de Venus, dejando que le tapara los ojos, aun

cuando el claro peligro acechaba desde todas las direcciones. La confianza

absoluta del niño hacia su madre a ella la conmovió hasta el último rincón del

corazón, evocando el más dulce de los recuerdos de la caricia de una madre.

Quedó cautivada por la belleza y la fuerza de la pintura.

—A mi madre le encantaba este cuadro —dijo él—, y a mí me obsesionó

durante años. Con sólo pensar en él me volvía loco. Aunque me había quitado

la venda de los ojos, seguía envidiando al niño, porque él tenía a alguien con

quien se sentía completamente protegido: un refugio —Le apretó los labios en

la mejilla—. Gracias, Alanis, por convertirte en mi Venus, y por amarme como

me amas. El hecho de que me vendaras los ojos con amor fue mi milagro... y mi

salvación.

—Me encanta mi regalo —le susurró ella. Se dio la vuelta y deslizó una

mano dentro de la bata de seda—. Tú eres el amor de mi vida, Eros. Debes

saberlo siempre —Le besó los labios, el cuello, el pecho, cada uno de los

músculos que se ondulaban, como queriendo asegurarse de que él había

regresado de la guerra sano y salvo.

La bata cayó al suelo. Eros le cogió la mano y la apretó contra su corazón.

Latía fuerte y rápido.

—¿Lo sientes? Cuando me tocas... tiemblo.

—Lo siento —Ella percibía las vibraciones que la recorrían como si ambos

fueran una sola persona.

Él le desabrochó el vestido, luego el corsé y las enaguas. De alguna forma

llegaron hasta la cama, tropezándose con la ropa interior y los calcetines en la

prisa por estar juntos. Él le cerró la boca con un beso rudo y excitante, y ella

quedó de espaldas con Eros entre sus piernas. Su olor, su cuerpo, todo él le

resultaba familiar, parecía que nunca habían estado separados.

—Tú y yo, amore, para siempre seremos... —susurró y el fuego comenzó a

arder. Se unieron en una tormenta, prometiéndose un futuro de amor y júbilo, y

cuando el éxtasis se tornó demasiado potente para prolongarlo, Eros la aferró

con fuerza contra sí, y dos palabras brotaron de sus labios:

—Ti amo. Ti amo. Te amo...

Esta es la tierra que te vio nacer, este es tu hogar más

justo: aquí debes buscar un importante oficio que

combine con tu noble nacimiento. Aquí hay ciudadanos

para persuadir con tu elocuencia, aquí hay abundante

esperanza de descendencia, aquí te espera el

amor perfecto de la que será tu esposa.

Propercio: Elegías.

Epílogo

La ciudad de Milán zumbaba con los preparativos de la boda. En un

principio, la boda ducal estaba planeada para junio, pero el duque de Milán, de

quien los milaneses habían afirmado: "É malato d'amore. Está loco de amor",

había ido adelantando la fecha hasta fijarla a comienzos de la primavera.

Desafortunadamente, la fecha coincidía con la gala favorita del Rey de Francia

—el famoso Baile de Máscaras— y muchos de los invitados se disculparon

amablemente y en cambio corrieron a asistir a la boda de Lombardía.

El Papa envió su bendición especial; el Emperador envió a su hermano;

todos los demás asistieron en persona: familias reales, nobles, embajadores y

amigos. Los fieles ciudadanos de Milán, que habían sido invitados a participar

del alegre evento, corrieron a la ciudad provenientes de todos los distritos,

ansiosos por divertirse.

Al enterarse de las noticias de la inminente boda y al no haber recibido

invitación, Leonora Orsini Farnese le dijo a su esposo Rodolfo:

—Hoy en día, la gente se casa con cualquiera.

Sallan y Nasrin trajeron un obsequio especial: un finísimo par de

candelabros, que Nasrin insistió era el privilegio de una madre judía hacia su

hija en el día de su boda, y a sus seis hijas solteras que habían jurado que algún

día ellas también se casarían con príncipes.

Llovió el oro para cubrir los gastos, cuyo alcance equivalía a una

extravagancia jamás vista en Italia desde los tiempos de los Borgia. Sin

embargo, según los rumores, la mitad de la suma era obsequio del sultán de

Marruecos.

El duque de Milán tenía tan en mente el deseo de complacer a su esposa

que no lograba mantener un registro de sus intenciones. Estableció un comité

para supervisar estos temas esenciales, algunos de los cuales eran tareas como

escoger flores frescas para decorar el tocador de la nueva duquesa y plumas

para el plumón de su cama. Sin embargo, al único ruego de ella al que él se

negó firmemente fue al sitio donde pasarían la luna de miel. Él escogió una villa

privada en una gruta, sin riesgo de muerte, cerca de la costa de Amalfi y

prometió llevarla a Constantinopla en el futuro.

Muchos de los preparativos de la boda estaban relacionados con las

prendas de guardarropa: como la moda era un tema serio en Milán, algunos de

los géneros para el vestido de novia y el ajuar habían sido traídos desde tan

lejos como Bruselas, Florencia y Roma. El duque había puesto a los joyeros

milaneses a trabajar frenéticamente en las piezas que tenía intención de

ofrecerle a su esposa: una tupida lista de casi treinta páginas. También había

organizado la participación de unos cincuenta músicos, complementando a su

propia banda con otros provenientes de las ciudades de Genova y Ferrara.

Maddalena, como nueva abadesa de Milán, asistida por su hija, organizó a

todos los huérfanos de la ciudad para que dieran un gran espectáculo para el

público el día de la boda. Ella además se autodesignó consejera secreta de

Alanis en asuntos concernientes a novias y suegras. Durante su tiempo libre, le

había explicado cosas a Alanis sobre los italianos y otros asuntos importantes

sobre los milaneses.

Increíblemente, una verdadera amistad había florecido entre el duque de

Milán y su cuñado. El príncipe ni siquiera se había molestado al enterarse de

que el vizconde había bebido una botella entera de oporto antes de su propia

boda, hasta caer desmayado.

La continua llegada de los invitados causó una pesadilla logística. Era

necesario proveer alojamiento, y en Milán la situación era difícil, ya que muchas

personas destacadas estaban asistiendo a la boda. Se corrió la voz de que el

mismo príncipe, en su grandeza, le había ofrecido sus aposentos al príncipe

Eugenio de Saboya y él se había mudado con su novia...

Para cuando finalmente llegó el día de la boda, el príncipe y la novia

estaban nerviosos, aterrorizados de que algo saliera mal. Sólo las estrictas

advertencias del duque de Dellamore y del arzobispo de Milán evitó que ellos

los enfurecieran huyendo a Sicilia.

Ese día, la tercera catedral más grande del mundo estaba completamente

atestada. El velo de la novia, confeccionado en un fino encaje traído de Bruselas,

cubría el pasillo central de la catedral, desde las escalinatas de la entrada hasta

el altar. El estimado arzobispo bendijo la unión, y poco después, la pareja

nupcial apareció en la Piazza del Duomo para saludar a los expectantes

milaneses. Un mar de flores y rostros felices atestaban la plaza y cada calle y

pasaje conectado a ésta. La orquesta ejecutó un alegre Te Deum; una bandada de

palomas levantó el vuelo; y lluvias de botones de flores y caramelos caían de

todas partes.

Un banquete formal iba a tener lugar en el Castello Sforzesco, pero en

lugar de subirse a la carroza ducal, el Duque de Milán aferró a la novia de la

mano y, ante el asombro de todos los oficiales, caballeros y damas, se

encaminaron a pie directamente hacia el corazón de la multitud. Se

confundieron con las eufóricas personas que les deseaban éxito, estrecharon sus

manos, palmearon espaldas, aceptaron saludos inclinando sus cabezas... Y

cuando estuvieron completamente rodeados sin esperanza de poder retirarse

fácilmente, Eros alzó a Alanis en brazos y con los ojos encendidos y los

hoyuelos marcados en las mejillas, la besó ampliamente ante el ferviente deleite

de la multitud.

RESEÑA BIBLIOGRÁFICA

RONA SHARON

Rona vive en Israel. Ha viajado alrededor del mundo desde pequeña y habla cinco

idiomas. Está graduada en económicas y finanzas por la Universidad de Tel Aviv y ha

trabajado durante años para el Departamento del Tesoro antes de tomar la decisión de

escribir a tiempo completo.

Autora de dos novelas histórico-románticas, ha obtenido una gran aclamación por

parte de los lectores del género.

MI MALVADO PIRATA

PRIMERO ÉL LE DIO UN BESO MALVADO…

Alanis, con sus ojos azul celeste, era con mucho el tesoro más exquisito jamás

reclamado por el malvado pirata conocido como la Víbora, pero sus motivos se

volvieron más profundos que su promesa de raptar a la enérgica heredera de Yorkshire.

Controlar las aguas del Caribe era el medio para conseguir su objetivo: reclamar su

patrimonio… y su deuda de sangre contra quienes lo habían traicionado.

LUEGO LE DIO NOCHES DE MALVADO PLACER…

Cómodamente prometida en matrimonio con un noble, Alanis nunca imaginó las

embriagadoras emociones implicadas en el verdadero juego de la seducción, juego que

este rufián parecía disfrutar muchísimo con ella. Arrastrada hacia una aventura que

pronto puso al descubierto a un caballero y a un alma gemela bajo la cruel apariencia de

un corsario, Alanis comenzó a ablandarse con su enigmático captor, mientras su orgullo

y su corazón caían bajo su erótico hechizo.

** ** **

Título original: My Wicked Pírate

Traducción: Ana Kusmuk

© 2006 Roña Sha ron. Reservados todos los derechos.

© 2007 VíaMagna 2004 S.L. Editorial ViaMagna. Reservados todos los derechos.

© 2007 por la traducción Ana Kusmuk. Reservados todos los derechos.

Primera edición: Julio 2007

ISBN: 978-84-96692-55-8

Depósito Legal: M-27815-2007

Impreso en España / Printed in Spain

Impresión: Brosmac S.L.

[1] Beryl: berilio, piedra preciosa. Pink Beryl: “Berilio Rosado”. (N. del T.) [2] Kasba: barrio antiguo de las ciudades norteafricanas. [3] Alastor: epíteto de Zeus y de las Erinias, que significa “vengador del crimen”.

(N. del T.) [4] Biscione: culebra grande. [5] Se trata de Felipe V, nieto del rey francés Luis XVI y primer monarca de los

Borbones en España.

6 Dandelion: diente de león. (N. del T.) 8 Cotillon: danza popular de la corte francesa entre el siglo XVIII y XIX. (N. del

T.) 9 José I de Habsburgo, emperador del Sacro Imperio Germánico. 10 Isabel I de Inglaterra. 11 Barbarroja. 12 Riyad: “los jardines”. (N. del T.)