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RESEÑAS 307 amoenus, cuya marcada carga erótica valió a su autor un proceso inquisitorial (en 1572). Como recuerda Daniel Nahson, este proceso no sólo fue suscitado por la transgresión del decreto del Concilio tridentino sobre la infalibilidad de la Vulgata (le reprochó la Inquisición a Fray Luis el haber enmendado el texto de la Vulgata y criticado a su autor san Jerónimo) y por la transgresión de la prohibición de poner en romance un texto sagrado: también fue acusado Fray Luis por haber realizado una traducción más parecida a una carta de amores «al ovidiano modo» (p. 272) que al canto alegórico de los amores de Cristo por su Iglesia. Por lo tanto, es de gran interés, al final del presente estudio de Daniel Nahson, la publicación, a modo de ilustración, de una de las dos respuestas que Fray Luis hizo en su proceso de 1573, a propósito de dos versículos muy discutidos por la Inquisición (La Respuesta sobre «Zama»; Ms. 18 575 (39) de la Biblioteca Nacional de Madrid). Fray Luis se defendió en el punto exegético afirmando que no pretendía «denunciar los errores de la Vulgata sino decir las cosas más clara, más significante y más cómodamente» (ibid.). Y también respondió a la acusación de que interpretaba su Exposición del Cantar como una «carta de amores carnales» diciendo que era más bien «carta de amores esprirituales» por ser «el propio lenguaje del Espíritu Santo...» (p. 273). Es lo que comenta Daniel Nahson en el último capítulo de su estudio haciendo particular hincapié en este tema tan controvertido en el siglo xvi del erotismo de la Exposición del Cantar por Fray Luis: recuerda que el mismo agustino lo había relacionado con el propio lenguaje del Dios de la Biblia, tomando así distancias, según Daniel Nahson, con la ironía ovidiana frente a un amor tirano y despiadado que lleva al amante a la desesperanza o a la huida en la volubilidad o en la ligereza (p. 276). De esta reflexión, y respaldado por su exigente análisis filológico, Daniel Nahson concluye que Fray Luis intentó purificar la conciencia erótica de la España del Siglo de Oro, dándole nueva relevancia a la literatura bíblica en el marco de la literatura renascentista (p. 287). Según él, la preocupación esencial de Fray Luis de León, como gran enamorado de la cultura y de la tradición hebrea, fue ante todo la «búsqueda de una transformación en el modo de pensar, de sentir y de experimentar el amor en la España de su tiempo» (p. 288). Por eso el fraile agustino acudió al texto original hebreo y a las fuentes hebreas para «oponer a una concepción marcada por el paganismo renacentista una aspiración a la unidad por medio de un amor que es reflejo de la divinidad» (ibid.). Al descubrir este libro, el lector podrá apreciar la altura de los planteamientos de Daniel Nahson (cuyo tono apasionado no está exento de acentos borgesianos) y se hallará frente a una forma innovadora de leer los textos religiosos áureos, una forma que toma en cuenta la traducción de las fuentes y su incidencia en la génesis de la escritura global de la obra. En este sentido, el presente estudio de la Exposición del Cantar de Fray Luis de León puede considerarse como un modelo metódico ejemplar para cuantos rastreen la pista del idioma y de los comentarios hebreos que subyacen en la prosa religiosa áurea española. Dominique REYRE (LEMSO, Universidad de Toulouse-Le Mirail) Cesáreo BANDERA, «Monda y desnuda»: la humilde historia de don Quijote. Reflexiones sobre el origen de la novela moderna. Madrid/Frankfurt am Main, Iberoamericana/Vervuert, 2005. 406 p. (ISBN: 84-8489-189-5; Biblioteca Áurea Hispánica, 37.) Un balance del año cervantino que ya pasó habrá de consignar una lista ingente de estudios que, desde muy diversos enfoques, fueron fruto del oportunismo y el buen olfato de algunos editores. No es el caso del libro del profesor Cesáreo Bandera, cervantista reputado y con una

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amoenus, cuya marcada carga erótica valió a su autor un proceso inquisitorial (en 1572) . Como recuerda Daniel Nahson, este proceso no sólo fue suscitado por la transgresión del decreto del Concilio tridentino sobre la infalibilidad de la Vulgata (le reprochó la Inquisición a Fray Luis el haber enmendado el texto de la Vulgata y criticado a su autor san Jerónimo) y por la transgresión de la prohibición de poner en romance un texto sagrado: también fue acusado Fray Luis por haber realizado una traducción más parecida a una carta de amores «al ovidiano modo» (p. 272) que al canto alegórico de los amores de Cristo por su Iglesia. Por lo tanto, es de gran interés, al final del presente estudio de Daniel Nahson, la publicación, a modo de ilustración, de una de las dos respuestas que Fray Luis hizo en su proceso de 1573, a propósito de dos versículos muy discutidos por la Inquisición (La Respuesta sobre «Zama»; Ms. 18 575 (39) de la Biblioteca Nacional de Madrid). Fray Luis se defendió en el punto exegético afirmando que no pretendía «denunciar los errores de la Vulgata sino decir las cosas más clara, más significante y más cómodamente» (ibid.). Y también respondió a la acusación de que interpretaba su Exposición del Cantar como una «carta de amores carnales» diciendo que era más bien «carta de amores esprirituales» por ser «el propio lenguaje del Espíritu Santo...» (p. 273) . Es lo que comenta Daniel Nahson en el último capítulo de su estudio haciendo particular hincapié en este tema tan controvertido en el siglo xvi del erotismo de la Exposición del Cantar por Fray Luis: recuerda que el mismo agustino lo había relacionado con el propio lenguaje del Dios de la Biblia, tomando así distancias, según Daniel Nahson, con la ironía ovidiana frente a un amor tirano y despiadado que lleva al amante a la desesperanza o a la huida en la volubilidad o en la ligereza (p. 2 7 6 ) . De esta reflexión, y respaldado por su exigente análisis filológico, Daniel Nahson concluye que Fray Luis intentó purificar la conciencia erótica de la España del Siglo de Oro, dándole nueva relevancia a la literatura bíblica en el marco de la literatura renascentista (p. 287) . Según él, la preocupación esencial de Fray Luis de León, como gran enamorado de la cultura y de la tradición hebrea, fue ante todo la «búsqueda de una transformación en el modo de pensar, de sentir y de experimentar el amor en la España de su tiempo» (p. 288) . Por eso el fraile agustino acudió al texto original hebreo y a las fuentes hebreas para «oponer a una concepción marcada por el paganismo renacentista una aspiración a la unidad por medio de un amor que es reflejo de la divinidad» (ibid.).

Al descubrir este libro, el lector podrá apreciar la altura de los planteamientos de Daniel Nahson (cuyo tono apasionado no está exento de acentos borgesianos) y se hallará frente a una forma innovadora de leer los textos religiosos áureos, una forma que toma en cuenta la traducción de las fuentes y su incidencia en la génesis de la escritura global de la obra. En este sentido, el presente estudio de la Exposición del Cantar de Fray Luis de León puede considerarse como un modelo metódico ejemplar para cuantos rastreen la pista del idioma y de los comentarios hebreos que subyacen en la prosa religiosa áurea española.

Dominique REYRE (LEMSO, Universidad de Toulouse-Le Mirail)

Cesáreo BANDERA, «Monda y desnuda»: la humilde historia de don Quijote. Reflexiones sobre el origen de la novela moderna. Madrid/Frankfurt am Main, Iberoamericana/Vervuert, 2 0 0 5 . 406 p.

(ISBN: 84-8489-189-5; Biblioteca Áurea Hispánica, 37.)

Un balance del año cervantino que ya pasó habrá de consignar una lista ingente de estudios que, desde muy diversos enfoques, fueron fruto del oportunismo y el buen olfato de algunos editores. No es el caso del libro del profesor Cesáreo Bandera, cervantista reputado y con una

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extensa trayectoria en la investigación sobre la literatura aurisecular a cuestas. De hecho, junto con otros pocos libros sobre el Quijote publicados el año 2005 , Monda y desnuda... ha de ser uno de los títulos realmente imprescindibles para la hermenéutica cervantina por venir. En la senda de su trabajo ya clásico Mimesis conflictiva (1975) y del más reciente The Sacred Game (1994) , Bandera nos brinda una profunda reflexión sobre la obra cervantina desde la perspectiva antropológica impulsada por Rene Girard: el «deseo triangular», es decir la condición mimética del deseo, que vuelve a unos hombres esclavos de otros, quienes fungen de modelos o mediadores. La compleja relación que se genera entre mediadores (los hombres vueltos dioses) y los mediatizados (los émulos y siervos) sólo se explica mediante un sentimiento muy humano, que mereció particular atención durante el Antiguo Régimen: la envidia. El deseo obedece no tanto al atractivo del objeto deseado en sí, sino más bien al hecho de que es deseado por otro, el mediador.

Este fenómeno inherente a la vida en sociedad, que ya se observa en el fondo de la tragedia clásica y cuyos orígenes se pierden en la noche de los tiempos, está asociado a su vez con el lento proceso de desacralización que Occidente experimenta precisamente entre los siglos xvn y xvm, cuando aparece la novela moderna. El Quijote, en especial, sería el primer exponente de este cambio. Mientras que en la Antigüedad y aún en la Edad Media la colectividad humana requiere de un chivo expiatorio para «limpiar» la ciudad y mantener la paz y la armonía, satisfaciendo con ello a las deidades tutelares (Edipo, expulsado para acabar con la peste, es la víctima cuya debacle permite que la violencia no se desate sobre todos), la modernidad se caracterizará por un abandono de estas prácticas, sustentado por el discurso científico y racionalista que se gesta durante el siglo del absolutismo. Pero antes existe una transición, encabezada por Cervantes, que se ubica, junto con Shakespeare, como un visionario. En la ficción que inaugura el Quijote la víctima, aquel chivo expiatorio que hasta entonces y sin objeciones había sido sacrificado simbólicamente para beneplácito del público, será redimida. Tal es el rasgo en verdad moderno del libro cervantino, mientras que Alonso Fernández de Avellaneda, el autor de la segunda parte espúrea, sigue totalmente sumergido en la dinámica ficcional heredada de la literatura antigua: el don Quijote apócrifo es la víctima de un sinúmero de burlas para acabar en el manicomio, encerrado y sin remedio, en un final (visto desde el gusto actual) bastante mediocre, pero coherente con los años en que fue escrito. Piénsese en finales de narraciones contemporáneas a Cervantes en las que el personaje largamente vilipendiado acaba por igual expulsado o muerto, como el Pablos del Buscón o la Elena de La hija de Celestina.

En el primer capítulo de Monda y desnuda... se nos dice que esta novedad que representa la ficción cervantina también se caracteriza por una humildad ejemplar, transmitida desde el prólogo a la primera parte, prólogo que intenta presentar el libro como un producto ligero e intrasdescente; precisamente reflejo, para Bandera, del propósito desacralizador del ingenio alcalaíno, quien no aspira a controlar o subordinar a su protagonista a los mandatos del viejo orden: «De ahí que Cervantes viviera la "intrascendencia" de su novela como una forma de abandono, de vulnerable desnudez, en suma, la forma de la víctima, del abandonado a su suerte más allá de los límites de la respetabilidad social» (p. 48) . Pero en la gestación de la novela moderna, Cervantes no está solo. Agotada la fórmula tradicional de la ficción, Mateo Alemán también había esbozado su proyecto novelístico, aunque mediante el movimiento contrario al cervantino: el sevillano antes que desacralizar intenta cristianizar las formas ficcionales heredadas. En ello encuentra Bandera, aunque reconociéndole cierto mérito literario, «el gran error de Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache» (p. 53) . Como respuesta a este intento fallido de renovar la ficción, Quevedo escribe el Buscón, una suerte de anti-Guzmán. Mientras en la ficción alemaniana el picaro al convertirse increpa a la sociedad, Pablos de Segovia, exento de sermones, es el protagonista de una historia planteada como poco menos que un ajusticimiento, confirmando el lugar de víctima que posee el picaro por el bien del orden social. Entre estos dos polos, el del reformista predicador y el del juez severo, se ubica Cervantes.

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Por ello, los capítulos dos y tres se ocupan del Guzmán de Alfarache de Alemán y del Buscón de Quevedo a través de sendos análisis. Respecto del primero se resaltan los objetivos serios de Alemán, quien pretende plasmar, ante todo, un proceso de conversión religiosa. Bandera defiende la autenticidad de la conversión del picaro, puesta en duda por algún sector de la crítica en las últimas décadas, pero saca a relucir el problema que subyace al planteamiento novelesco del Guzmán, que es la contradicción entre la materia propuesta y la forma elegida: el picaro «en la cima del monte de las miserias» se ofrece al sacrificio en aras de exaltar la verdad cristiana, pero lo hace dentro de una forma literaria (la autobiografía de un delincuente) concebida más bien como espectáculo, exhibición pública de su pasado afrentoso para diversión de los lectores. Bandera se sirve de una sagaz comparación: «El Cristo en la cruz no es una tragedia catártica, un espectáculo mimético para la muchedumbre como tal, sino [para] cada uno de sus miembros individualmente, interiormente» (p. 68) . Guzmán se ha equivocado de receptor, ya que su «general confesión» antes que dirigirse al pueblo debería dirigirse directamente a Dios. En este detalle, poco o nada atendido, intuye Bandera que se origina, razonablemente, la idea de la conversión como algo fraudulento sostenida por ciertos críticos. Un Guzmán de Alfarache exitoso en su propuesta habría sido, a decir de nuestro autor, uno más cercano a las Confesiones agustinianas, las cuales no pretenden ser literatura ni dan pie a un género literario tan proteico como la novela picaresca. En ese sentido, cabe reconocerle a Alemán que su error también entraña un acierto: si bien se queda rezagado en la carrera hacia la novela moderna, nos lega (recogiendo la lección del Lazarillo de Tormes) un género novelístico de largo aliento. La impronta religiosa del Guzmán es fácilmente desmontada por sus epígonos, muestra patente de su fracaso al querer armonizar la palabra evangélica con la vieja ficción.

En el tercer capítulo del libro, dedicado al análisis del Buscón, Bandera postula, a contrapelo de las aproximaciones estetizantes tan comunes ante la novela quevediana, una lectura «trascendental» de la historia de Pablos, a través de la cual Quevedo, recurriendo a la dinámica del carnaval (concepto anticristiano), le arrebata a la novela picaresca cualquier pretensión «digna» o «seria», como la tentada por Alemán. El elemento carnavalesco en el Buscón permite a Bandera realizar una crítica a la teoría bajtiniana, que ve como algo natural el paso de la fiesta popular a la novela moderna. La parodia ha existido y convivido con la épica desde siempre. El héroe y el antihéroe clásicos son opuestos, como afirma Bajtin, pero comparten, defiende Bandera, el carácter de seres sagrados y pertenecientes a formas rituales, que no se enfrentan como lo «totalizante» y lo «subversivo», sino que se complementan. Por eso, nuestro autor sostiene que el agotamiento de la épica, paralelo al surgimiento de la novela moderna, se produce por el proceso de desacralización y no por el triunfo del carnaval. Tanto el héroe carnavalesco (el antihéroe) como el héroe épico se extinguen; quien pervive es el personaje planteado en el Quijote, que no es ni lo uno ni lo otro. Volviendo al Buscón, nuestro autor encuentra su éxito en otra incongruencia, aunque diferente de la alemaniana: la apropiación que el protagonista, la víctima, realiza sobre la voz del verdugo, haciéndola suya: «Pablos absorbe con ansia, se aferra, al deseo del que lo rechaza y persigue, precisamente porque lo rechaza y lo persigue. Pablos sólo se ve a sí mismo a través del desprecio y la persecución de los demás» (p. 107) . Bandera desmonta otra de las lecturas típicas del Buscón, la que lo ve como mera denuncia de un arribista, de alguien que quiere escapar de su clase social, y considera a Pablos como un perturbador de la armonía en tanto sujeto envidioso de don Diego Coronel, su amigo de escuela y posterior rival en Madrid. Como víctima de la envidia, Pablos se identifica con el demonio, contra-imagen de Cristo, y por tanto chivo expiatorio cuyo vejamen, que sigue los cauces de la tradición antigua, servirá de válvula de escape para la sociedad.

Vistos los «referentes picarescos» que se sitúan en los extremos opuestos al Quijote, nuestro autor aborda en el cuarto capítulo la novedad de la novela cervantina, deteniéndose en el factor esencial del protagonista: la locura. A diferencia del loco don Quijote de Avellaneda, el de

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Cervantes no está enajenado total ni irremediablemente. El don Quijote cervantino tiene esperanza de cura y su vuelta a la razón es la que justifica en realidad todo el planteamiento de la novela. Esta argumentación provoca una crítica a otro de los estudiosos más reputados de las últimas décadas, Michel Foucault, a propósito de su particular teoría sobre la locura y el proceso de modernización occidental. A decir de Bandera, Foucault desatiende el lado positivo de la nueva mirada, científica, sobre la locura, que abre para el alienado mental «el espíritu de la esperanza». Precisamente la novela de Cervantes estaría impulsada por una intención esperanzada frente al mal que padece su protagonista. La visión de Foucault encajaría mucho mejor, de hecho, con el Quijote de Avellaneda, pero no logra comprender a cabalidad la novedad del original cervantino. Precisamente la cura de don Quijote ha sido uno de los aspectos más incomprendidos a lo largo de su recepción, sobre todo de parte de los románticos, quienes lo preferirían siempre loco. Apunta Bandera a propósito de ello: «Cervantes [...] consiguió escapar del contagio de su propia novela, porque vio la realidad de don Quijote más allá de su locura, más allá de los límites de la ficción, como parte de una realidad que no puede ser ficcionalizada sin ser automáticamente desvirtuada; lo cual fue, en última instancia, la razón de que jamás perdiera de vista la posibilidad de la recuperación final de su loco personaje» (p. 157) . Perdida la locura, don Quijote pierde interés novelesco, ciertamente, pero adquiere todo su valor humano.

En el capítulo quinto, «De te fábula narratur», Bandera se sirve del adagio latino para sustentar la singularidad de don Quijote, basada en el contagio general que produce su locura de índole literaria, tanto en los demás personajes de la novela como en los propios lectores. A manera de ilustración, nuestro autor refiere el juicio de Américo Castro, quien hallaba en la individualidad quijotesca «un mito ontológico» (p. 169) . Y esto ocurre en buena medida por la «quijotización» que sufre el propio crítico (Castro). De te fábula narratur ('la historia que habla de uno mismo') viene a ser otra de las claves de lectura del Quijote, el cual al exponer artísticamente el deseo de un hidalgo loco de ser caballero andante acaba por provocar el deseo de los lectores de ser dicho hidalgo. Como bien afirma Bandera: «Solo el deseo genera el deseo» (p. 173).

Junto con Castro, otro de los grandes lectores contemporáneos de la novela cervantina ha sido Miguel de Unamuno, a quien le debemos profundas reflexiones filosóficas a propósito del Quijote. Sin embargo, Bandera encuentra, no en sus textos clásicos y típicamente quijotistas (que no cervantistas: Unamuno despreciaba a Cervantes) como Vida de don Quijote y Sancho, sino en una novela como Abel Sánchez una comprensión cabal del gran tema de la envidia y el deseo mimético. En el capítulo «El Quijotismo de Unamuno», nuestro autor analiza la novela unamuniana a la luz del deseo triangular. El Joaquín Monegro de Abel Sánchez, moderno Caín, es la contrapartida de don Quijote y al mismo tiempo una reencarnación de personajes cervantinos como Cardenio y el Anselmo de El curioso impertinente: toda la bondad del hidalgo la posee Monegro en amargura; no obstante, este último se identificaría con el manchego: «Cuando el envidioso Caín ve a don Quijote, no sólo ve a alguien que él quisiera ser, es como si viera en el caballero una revelación de su propio ser, de lo que él es de verdad, precisamente esa verdad que el otro se obstina en no ver» (p. 201) . Unamuno es anti-cervantista en razón de su afán por asimilar al personaje de don Quijote a la pauta del héroe y el santo, cuando, como intenta postular Bandera, la creación cervantina escapa de estos paradigmas. La lectura unamuniana no está propiamente desviada. Más bien Unamuno habría comprendido mejor que nadie la cara menos edificante de don Quijote: la de la envidia hacia su modelo, Amadís de Gaula. Precisamente el episodio que saca a relucir este sentimiento es el de los leones, incluido en la segunda parte de la novela, al que Bandera dedica el capítulo séptimo. Sin embargo, fiel al mismo tiempo a su modelo (don Quijote es mediador de Unamuno), el filósofo desplazó la envidia quijotesca hacia su creador, Cervantes, y así labró la imagen de un novelista sumamente inferior a su propia novela. El «quijotismo» unamuniano es también producto del deseo mimético.

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En el octavo capítulo, «El Caín unamuniano y la historia de El curioso impertinente», se lleva a cabo un análisis comparativo entre el Abel Sánchez y la novela corta que se lee en la venta de la primera parte del Quijote. No se trata de la única pieza menor cervantina en que se trata el tema de los celos; en El celoso extremeño el perulero Carrizales naufraga, como Anselmo, en su intento de poseer una certeza absoluta, que revela la flaqueza del personaje. Esta obsesión adquiere rasgos diabólicos: recuérdese que el demonio también tenía envidia de Dios y que los primeros padres (Adán y Eva) son expulsados del paraíso por desear ser más sabios que su creador. El capítulo se cierra con un excurso, preludio del capítulo siguiente, en que se discute el lugar de La Galatea en el panorama cervantino que se nos presenta. Ya se encuentra en esta opera prima de Cervantes el interés por la pareja de amigos y el riesgo de que la amistad sea pervertida por un deseo malsano, aunque no llegue a desarrollarse cabalmente.

Pese a su gran originalidad, el autor del Quijote se inserta en una tradición narrativa, la pastoril, que ya había explorado el tema del deseo y sus peligros. En el capítulo «El precedente pastoril», Bandera se detiene a estudiar La Diana de Jorge de Montemayor, la cual está estructurada a partir de triángulos amorosos en cadena, donde «cuando A quiere a B, B no quiere a A normalmente porque quiere a C, que no le corresponde porque quiere a D, que no le corresponde por quiere a... y así sucesivamente y, en principio, interminablemente» (p. 270) . Este círculo vicioso se encuentra por igual en la Diana enamorada de Gil Polo. Los pastores aman solo porque se encuentran con obstáculos para concretar su amor: lo que aman en realidad es el obstáculo mismo. El mérito de los autores de libros pastoriles, con Montemayor y Gil Polo a la cabeza, no sería otro que descubrir el mecanismo de «el placer de leer novelas» del que hablaba Ortega y Gasset: la novela propone al lector la necesidad de satisfacer un deseo que ella misma plantea, pero que él nunca alcanzará a saciar por completo.

El capítulo décimo («El deseo del obstáculo») ahonda en el caos de las parejas que se encuentran en la venta de Juan Palomeque, cuya situación tanto recuerda a la de los pastores que se reúnen en el palacio de la sabia Felicia en La Diana. Los amantes sufren el deseo triangular: el objeto de su afecto lo es en la medida en que representa un obstáculo: «El deseo del obstáculo es un deseo ciego ante su propio mimetismo; un deseo que no ve su propio seguimiento del deseo del otro y, en consecuencia, confunde el efecto con la causa. Ve el deseo que sigue, que imita, el deseo modelo, como una interferencia externa, un obstáculo en su camino, y al mismo tiempo como la prueba que necesita de que el objeto que persigue es verdaderamente deseable» (p. 329) . El feliz desenlace de esta situación (que se estudia en el capítulo siguiente, «La venta de Juan Palomeque») representa un paso más allá de las convenciones pastoriles que condenaban al amante a la eterna tortura de los celos. La intervención de la providencia para que la anagnórisis en la venta lleve a buen puerto es un elemento que añade Cervantes hábilmente en reemplazo de la magia a la que apelaban los autores pastoriles: «Los encubiertos caminos de la providencia no interfieren en ningún momento con el poder último de la decisión del individuo, con la responsabilidad y la libertad individual. Es más, no sólo no existe interferencia, sino todo lo contrario, la providencia actúa aquí como una llamada a la responsabilidad que se ha olvidado y, por consiguiente, a la libertad» (p. 336) . La exculpación de don Fernando, a quien hubiera sido fácil dejar como el malvado sin remedio, representa también una solución armoniosa, una muestra de piedad cervantina. El punto final de esta exaltación de la providencia y de la libertad lo constituye la historia del cautivo, dispuesta precisamente después de las reconciliaciones de las parejas don Fernando-Dorotea y Cardenio-Lucinda. El relato del capitán Ruy de Biedma sobre su cautiverio y liberación gracias a la mujer de su vida, la mora Zoraida, carece de la peligrosa atracción del obstáculo, por lo que «es como si Cervantes hubiese vuelto al revés todas esas historias de amantes [las de Cardenio, Lucinda, Fernando, Dorotea, Grisóstomo, Marcela, etc.]. Aquí [en la historia del cautivo] los obstáculos no nacen de la relación entre los personajes. No son ellos los que los crean. Surgen de la historia misma de la época» (p. 358) . La confianza de los amantes

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venidos de Argel es reflejo de su propia fe cristiana. La conciencia del autor del Quijote respecto de los estrechos vínculos entre deseo y violencia queda patente en el debate sobre el baciyelmo, que arrastra a los personajes reunidos en la venta a una batalla campal. La solución de Sancho Panza a través del jocoso neologismo nos da a entender que para Cervantes la disputa es bizantina, absurda y merece por ende una salida igual de disparatada. Frente a este tipo de pelea inútil, que tanto parecido, en lo innecesaria, guarda a las de los amantes, la historia del cautivo sobresale por su ejemplaridad.

El último capítulo de Monda y desnuda... («Burladores burlados») bien vale como la conclusión del estudio de Bandera. Si la disputa del baciyelmo había sido provocada por la influencia de don Quijote en los demás, esta misma dinámica persiste a lo largo de la segunda parte de la novela cervantina. Siempre se trata de testigos de la locura del hidalgo que se encuentran fascinados por ella y desean ser partícipes de la misma (los casos más destacados son el bachiller Sansón Carrasco y la burlona Altisidora, sin contar a los duques). Como ya se apuntó, los lectores modernos del Quijote, cuya máximo representante es el quijotista Unamuno, también son víctimas del deseo mimético. Por ello el protagonista de la novela es ahora más que nunca un héroe, cuando Cervantes no lo pretendió así; de allí que para «elevar» a don Quijote, Unamuno haya tenido que «degradar» a su autor: «Solo Unamuno comprendió a fondo que para levantarle un pedestal a don Quijote no se podía contar con la colaboración de Cervantes» (p. 379) . Bandera resalta nuevamente la decisión cervantina de darle al protagonista una posibilidad de salvación, de retorno a la cordura, lo cual le significó a su vez un acto de desprendimiento frente a su propia creación. Cervantes «libera» a don Quijote del poder que como novelista, como «padrastro», ejerce sobre él. Esta liberación del personaje es evidente al contrastar la relación don Quijote-Cervantes con la de Augusto Pérez-Miguel de Unamuno en Niebla (donde el autor le niega a su protagonista la posibilidad de morir, al menos no sin su consentimiento). En suma, el mayor mérito de Cervantes, a decir de nuestro autor, es el haber mantenido «la simplicidad de la visión» (p. 394) frente a los hilos de la trama de su novela. Fácil era caer en la mirada antiheroica, de la que la novela picaresca es estandarte, o en lo contrario, la elevación de don Quijote a los altares, enalteciéndolo como héroe, a la manera de Unamuno. Este justo medio que se percibe en la elaboración del Quijote hace de Cervantes el pilar de la novela moderna, la novela sin héroes ni antihéroes, carente de maniqueísmos. Para comprender este esfuerzo del alcalaíno, sugiere Bandera, hay que empezar por leer la novela considerando que su verdadero inicio está en el final: en la curación de don Quijote. El resto es tener confianza en Cervantes y en la humilde historia de su hidalgo.

Fernando RODRÍGUEZ MANSILLA (Pontificia Universidad Católica del Perú)

Guiomar HAUTCŒUR PÉREZ-ESPEJO, Parentés franco-espagnoles au xvif siècle. Poétique de la nouvelle de Cervantes à Challe. Paris, Champion, 2005. 642 p.

(ISBN: 2-7453-1112-3; Bibliothèque de littérature générale et comparée, 54.)

Los estudios comparatistas parecen revitalizarse periódicamente por lo que respecta a las relaciones literarias hispano-francesas. Éste es el caso de los análisis sobre temas, personajes o géneros del Siglo de Oro español y su repercusión en la literatura francesa, que se han enriquecido recientemente con estudios sobre el teatro en ambos países y, ahora, con la obra de Guiomar Hautcceur Pérez-Espejo, sobre la narrativa. Felicitémonos, pues, de una tendencia académica que favorece la investigación con metodología comparatista, y que fructifica en Tesis Doctorales, como la que originó este libro, tan útiles a hispanistas como a francesistas.