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NOTAS Y COMENTARIOS Juan de la Cruz, lector de Dionisio ARMANDO LÓPEZ CASTRO (Universidad de León) «Lo que San Agustín es para el dogma y San Gre- gario para la moral, San Dionisia es para la mís- tica: el maestro incuestionable». San Buenaventura, De reductione artium ad theologiam En su origen, el cristianismo surge en un contexto judío fuerte- mente helenizado. El primer encuentro entre griegos y cristianos viene dado por el discurso de Pablo, antiguo judío y helenista, en el Areópago ateniense, con el que pretende hacer del cristianismo una continuación de la paideia clásica. Uno de sus discípulos (<<Salió Pablo de en medio de ellos. Algunos se adhirieron a él y creyeron, entre los cuales estaba Dionisia Aeropagita», Hech 17, 33-34) se convirtió en el representante de una teología orientada a la con- templación y al amor de Dios, cuyas ideas neoplatónicas, adoptadas más tarde por San Agustín y articuladas por Juan Escoto, ejercieron un enorme influjo tanto en la mística de las iglesias cristianas de Oriente, más filosófica e intelectualizada, como en la mística de Occidente, mucho más rica en sentimientos. La ruptura de Occi- dente con Oriente arranca de la segunda mitad del siglo XI, pues lo anterior constituye una tradición común, pero ya desde el siglo VI hasta finales del siglo XVI la teología negativa del Pseudo-Dionisia alumbra la Nube del no saber, los escritos de Eckhart y San Juan REVISTA DE ESPIRITUALIDAD (59) (2000), 105-118

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NOTAS Y COMENTARIOS

Juan de la Cruz, lector de Dionisio

ARMANDO LÓPEZ CASTRO

(Universidad de León)

«Lo que San Agustín es para el dogma y San Gre­gario para la moral, San Dionisia es para la mís­tica: el maestro incuestionable».

San Buenaventura, De reductione artium ad theologiam

En su origen, el cristianismo surge en un contexto judío fuerte­mente helenizado. El primer encuentro entre griegos y cristianos viene dado por el discurso de Pablo, antiguo judío y helenista, en el Areópago ateniense, con el que pretende hacer del cristianismo una continuación de la paideia clásica. Uno de sus discípulos (<<Salió Pablo de en medio de ellos. Algunos se adhirieron a él y creyeron, entre los cuales estaba Dionisia Aeropagita», Hech 17, 33-34) se convirtió en el representante de una teología orientada a la con­templación y al amor de Dios, cuyas ideas neoplatónicas, adoptadas más tarde por San Agustín y articuladas por Juan Escoto, ejercieron un enorme influjo tanto en la mística de las iglesias cristianas de Oriente, más filosófica e intelectualizada, como en la mística de Occidente, mucho más rica en sentimientos. La ruptura de Occi­dente con Oriente arranca de la segunda mitad del siglo XI, pues lo anterior constituye una tradición común, pero ya desde el siglo VI hasta finales del siglo XVI la teología negativa del Pseudo-Dionisia alumbra la Nube del no saber, los escritos de Eckhart y San Juan

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de la Cruz, sobre todo la Subida al Monte Carmelo y Las Noches, convirtiéndose en el lenguaje adecuado para expresar los misterios divinos. El autor del Corpus Dionisiacum, monje cristiano de forma­ción neoplatónica y familiarizado con las Sagradas Escrituras, se identifica con el nombre ateniense del discípulo de Pablo y se es­fuerza por integrar razón y fe en el camino hacia la unidad, dando al «Dios desconocido» la dimensión trascendente de la resurrec­ción l.

No es fácil establecer un análisis comparativo entre dos místicos que vivieron en épocas distintas y tuvieron una formación diferente. Sin embargo, a pesar de la especificidad de cada uno a la hora de expresar la unión del alma con Dios, objeto de toda mística, hay una radical convergencia de ambos, desde la unidad cristiana que susten­ta su pensamiento, en el camino de la interioridad escogida, de la soledad y el silencio, en busca de la contemplación divina, en la formulación de una teología negativa y en el uso de imágenes sim­bólicas. Así pues, por encima de semejanzas y diferencias, que no impiden el esfuerzo hacia la suprema realidad, tal vez sean los tres aspectos señalados los que más aproximan sus respectivas escrituras, por encima de cualquier tiempo y lugar.

Antes de comenzar con cada uno de ellos, conviene recordar que el Corpus Dionisiacum circulaba por España en la traducción latina de Ambrosio Traversari y que el primer historiador de la reforma carmelitana, el padre Quiroga, confirma que San Juan de la Cruz leyó las obras del Aeropagita. No sabemos con exactitud si empezó a leerlas en su trato con los cartujos o bien durante su estancia en Salamanca desde 1564 a 1568, lo cierto es que, al escribir su primer discurso (de «excelente» lo califican sus condiscípulos salmantinos), San Juan reflexiona sobre la naturaleza de la contemplación divina formulada por Dionisio: «Más perfectamente conocemos a Dios por negaciones que por afirmaciones. Más altamente sentimos de Dios

I Para la recepción de la paideia griega en el mundo cristiano primitivo, véase el estudio de W. JAEGER, Cristianismo primitivo y paideia griega, Méxi­co, FCE, 5." reimpresión, 1985. En cuanto a la relación de la mística oriental con la occidental, tengo en cuenta, entre otros, los estudios de R. OTTO, Mys­tique d'Orient et mystique d'Occident, Paris, Payot, 1951; y de V. LOSSKY,

Teología mística de la Iglesia de Oriente, Barcelona, Herder, 1983.

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que es incomprensible y sobre todo nuestro entender, que concibién­dole debajo de alguna imagen y hermosura criada, que es entenderle a nuestro modo tosco» (Teología mística 1, 2), Se anticipa ya, en tal reflexión, la' naturaleza solitaria de la experiencia contemplativa, encaminada a obtener una percepción directa e inmediata de la rea­lidad. La contemplación, que lleva implícita la superación de todo razonamiento, apunta así a una totalidad unificadora, a una penetra­ción en la plenitud de lo rea1 2

Las esquematizaciones necesarias a las historias de la filosofía nos llevan con frecuencia a interponer reducciones parciales respec­to a la continuidad de lo real, sin llegar a entrever, más allá de éstas, la unidad que las sustenta y las hace comunicarse. Dado que Dioni­sio y Juan de la Cruz mantienen el ideal del desapego y tienden a la simplicidad, con el objeto de expresar lo esencial, no tratan de separar lo inteligible de lo sensible, y esta indistinción marca la tonalidad de conjunto y une los diversos escritos, haciendo que se remitan continuamente unos a otros. Así, el Corpus Dionisiacum, que se ofrece como un género de síntesis y compendio, se reduce básicamente a cinco obras: Los nombres de Dios, que presuponen la existencia de cinco obras, Esbozos de teología, Sobre la propiedad y el orden de los ángeles, Sobre el alma, Sobre el justo juicio divino, Sobre la teología simbólica, y ofrecen una teología de la creación desde un punto de vista platónico; la Teología mística, que remite a Los nombres de Dios, a los Esbozos y a la Teología simbólica, y se centra en la figuración de lo divino; La Jerarquía celeste, que hace referencia a la Teología simbólica y a una obra Sobre los himnos divinos, y trata de los «giros» de los seres divinos o angélicos; La Jerarquía eclesiástica, que alude a La Jerarquía celeste y a una obra Sobre los objetos del conocimiento espiritual y sensible, y versa

2 Para las obras de Dionisio, sigo la edición preparada por Teodoro H. MARTÍN, Obras completas del Pseudo Dionisio Areopagita, Madrid, BAC, 1990, en la que se citan los textos, conforme a la edición de la Patrología griega de Migne, por capítulos, columnas y párrafos.

En cuanto a los autores espirituales, estudiados por San Juan de la Cruz en Salamanca entre 1564 y 1568, véase el artículo de L. E. RODRÍGUEZ-SAN PEDRO, «San Juan de la Cruz en la Universidad de Salamanca (1564-1568)>>, en Sal­manticensis, 36, 2 (1989), pp. 157-192.

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sobre la caída de los ángeles y su colocación en el cosmos divino; y la Carta IX, que nos lleva de nuevo a la Teología simbólica y aparece como resumen de sus fundamentos. En suma, tanto las obras conservadas como las perdidas nos conducen de algún modo al núcleo de la Teología mística, que así se muestra como el punto de referencia necesario de la teología del Aeropagita 3.

A comienzos del siglo XVI circulaban por España dos ediciones del Corpus Dionisiacum: la de 1502, impresa en Estrasburgo, y la de Alcalá de 1541. No sabemos cuál de las dos usó San Juan de la Cruz, pero el hecho de que la primera incluya las tres versiones más conocidas, la de Juan Sarraceno, Ambrosio Traversari y Marsilio Ficino, y figure en ella la variante «divine tenebrae radium», incor­porada por los escolásticos Alberto y Tomás de Aquino, nos lleva a pensar que fue tal vez en la versión de Sarraceno donde San Juan pudo hallar la verdadera contemplación mística en la oscuridad de la tiniebla deslumbradora, que se remonta hasta el Salmo 18,11. El místico es ganado por la noche trans1uminosa, en donde el deseo del otro continúa vibrando y se suspende toda interpretación. Lo oscuro ilumina la tiniebla (<<Admirable cosa que, siendo tenebrosa (la nube), alumbrase la noche», 2 Subida 3,5), de manera que el lenguaje del místico y del poeta se forman en ese fondo único de oscuridad y se manifiestan con la terrible luminosidad de lo oscuro.

La palabra del místico es radical y ambigua en la medida en que surge entre los extremos de la oscuridad y el deslumbramiento y llega a revelarse en la proximidad de lo invisible. Si ya Dionisio había establecido un perfecto equilibrio entre negación y afirmación,

3 San Agustín y Dionisia aparecen como los escritores clásicos de la teo­logía occidental. La teología mística se esfuerza por guiar el alma hasta la cumbre de la contemplación y lo hace por vía negativa, que es el camino de lo proficientes o perfectos. La teología apofática de Dionisia, que más tarde Nicolás de Cusa traduce por la docta ignorantia, lleva a la unión con Dios por el éxtasis del amor. Para la difusión de los escritos dionisíacos en la llÚstica occidental, véase el artículo de D. KNOWLES, «The influence of Pseudo-Diony­sius on Westem Mysticism», en Christian Spirituality: Essays in honour of Gordon Rupp (London SCM Press, 1975, pp. 79-94).

En cuanto a la popularidad del Pseudo Dionisia en la península ibérica, pues !legó a figurar incluso como personaje central en el Auto de la Pasión, de GIL VICENTE, véase el estudio de M. ANDRÉS, La teología española del siglo XVI, Madrid, BAC, 1977, vol. n, p. 111.

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entre la visión apofática y catafática, siguiendo el camino abierto por Gregorio de Nisa y Agustín, Juan de la Cruz asume ya esta dialéctica de vacío y plenitud en la desnudez de la noche, la cual descubre una totalidad unificada. Llegando a experimentar el vacío de la noche, saboreando una plenitud que no «cae en sentido», el místico descubre la realidad total en su transparencia. Sustituir la noche de los sentidos por la noche de la fe, oscurecer esta oscuridad, equivale a instalarse en el límite de lo posible. Sólo adentrándose por lo desconocido, viviendo esta experiencia del no-saber tan lejos como el dogma lo permitió, ambos místicos dejaron de querer serlo todo y pudieron liberarse del dominio de las palabras. La experien­cia mística, en su necesidad de ir hasta el punto extremo, es una aventura ilimitada hacia la noche del no-saber 4

Es propio de la experiencia religiosa la dispersión del Nombre y su retorno a él. De esta reunificación de lo disperso participa no sólo el proceso místico en su dialéctica de salida y retorno (exitus-redi­tus), visible en el Corpus Dionisiacum, en la Suma Teológica de Santo Tomás de Aquino, en la coincidentia oppositorum de Nicolás de Cusa y en la noche transluminosa de San Juan de la Cruz, sino también la palabra poética, que por remitir sin cesar al Verbo pri­mordial, la Palabra que estaba cerca de Dios y era Dios, genera ella misma la creación de otros mundos posibles y se manifiesta con libertad plenaria. Por eso, tanto Dionisio como San Juan de la Cruz, siguen la teología del Verbo encarnado, porque no quieren apartarse de su capacidad creadora.

Dado que la experiencia mística es irreductible al orden del decir y se muestra como absoluta diferencia respecto al lenguaje, lo inefa­ble permanece en el silencio y acompaña inexorablemente lo deci­ble. La unidad del hombre con Dios se transparenta en el silencio de

4 Esta dialéctica de la visión apofática (negación de los atributos divinos) y catafática (afirmación de los atributos divinos), que comienza con los Padres griegos y discurre por toda la mística medieval, ha sido analizada por M. Heidegger en sus Estudios sobre mística medieval, Madrid, Siruela, 1998, Por otra parte, los estigmas, visiones y alocuciones, pueden acompañar a la expe­riencia mística, pero no son constitutivos de ella, que consiste básicamente en tomar conciencia del misterio divino. A este adentrarse en la experiencia in­terior alude B. JIMÉNEZ DUQUE: «Mística es vivir profundamente el misterio cristiano», en Teología de la Mística, Madrid, BAC, 1963, p. 466.

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la noche, que así aparece como ámbito de lo esencial, como apertura al nacimiento del Verbo. «Dios es silencio», afirma el Maestro Eckhart, afirmación que, dentro del proceso místico de la salida­unión-retorno, incluye su contraria: «Dios es palabra, una palabra inexpresable». De acuerdo con la tradición creadora del Génesis, según la cual el hombre existe cuando la Palabra de Dios se dice en él, es necesario permanecer en profundo silencio, abrirse en pura receptividad, para que Dios actúe directamente en el alma y pueda decir su Palabra (<<Lo mejor y lo más noble que uno puede realizar en esta vida es permanecer en silencio y dejar que Dios hable», sigue diciendo Eckhart). Siguiendo el camino de la interioridad que nos abre hacia lo radicalmente otro, el místico sale de lo habitual para adentrarse en lo extraño a través de su viaje solitario en la noche. El místico debe regresar a ese lugar primero del origen, hacia lo más propio, a través de lo más extraño. Todo el Corpus Dionisia­cum está lleno de alusiones a la soledad y al silencio como formas de comunicación con lo divino, pero dentro de él destaca sin duda la Teología mística, obra que nos aproxima al límite del cielo y en la que Dios habla por vía de silencio. Al final de esta obra, al coronar el alma la cima y encontrarse con Dios, ya no tiene otro lenguaje que el silencio.

Cuando negamos o afIrmamos algo de cosas inferiores a la Causa suprema, nada le añadimos ni quitamos, porque nada puede añadir la afirmación a la que es perfecta y única Causa de todo cuanto es. y toda negación se queda corta ante la trascendencia de quien es absolutamente simple y despojado de toda limitación. Nada puede alcanzarlo (Teología mística, V).

De esa «Causa primera» o todo que es nada, lo cual nos llevaría a los conocidos versos que figuran en el dibujo del Monte al co­mienzo de la Subida, el lenguaje no puede dar noticia cierta, que­dándose corto ante la trascendencia de lo divino. La nada, la otra forma de la soledad o el silencio, es la que nos permite ser en otro. En esa experiencia de la unidad reunida a la que conduce la nada, experiencia de lo «absolutamente simple y despojado de toda limi­tación», habita la desnudez del lenguaje, del silencio como funda­mento y posibilidad de las palabras. Para San Juan de la Cruz, el

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silencio es anterior a todo, por eso lo asocia al nacimiento mismo del Verbo, que se sitúa siempre más allá de lo que puede ser con­cebido y expresado, de lo que trasciende todo razonamiento discur­sivo, y así nos dice en Dichos de luz y amor

Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siem­pre en eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma (Dichos, 99).

La palabra es el lugar de encuentro entre el don y la recepción. El silencio nos abre a lo divino y la palabra lo acoge. El silencio está para que la palabra pueda manifestarse. Sin el silencio la palabra resulta imposible y sin la palabra el silencio es un vaCÍo. Tan sólo desde el silencio, que es anterior a todo, la palabra llega a ser fecun­da. El silencio sería la palabra ausente, la que dispone un espacio súbito de fulguración para que el Verbo irradie entre las palabras 5.

El movimiento ascendente del alma hacia la plenitud de lo divi­no, viaje espiritual presente en los más importantes escritos místi­cos, arranca en realidad del Fedro platónico.

El alma también está en movimiento. Movimiento circular cuan­do entra dentro de sí, se olvida de lo exterior y recoge sus potencias espirituales para que nada la distraiga. Es una especie de movimien­to giratorio fijo que la hace tornar de la multiplicidad de las cosas externas y concentrarse en sí misma. Íntimamente ya unidas el alma y sus potencias, el movimiento giratorio la levanta hasta el Bien­Hermosura que trasciende todas las cosas, es uno y el mismo, sin principio ni fin. Se mueve el alma en espiral cuando, según su capacidad, es iluminada con las noticias divinas, pero no por vías de intuición intelectual en plena concentración del alma, sino más bien por razonamiento discursvo, pasando de una a otra idea. El movi­miento es rectilíneo cuando el alma, en vez de entrar dentro de sí misma, procede por las cosas que la rodean y se levanta de lo ex-

5 La palabra del místico, en cuanto nos invita a nombrar lo innombrable, tiende por naturaleza al silencio. Para una consideración del silencio como fundamento de toda palabra, véase el estudio de S. Kovadloff, El silencio primordial, Buenos Aires, Emecé Editores, 1993. También son importantes los estudios de F. RELLA, El silencio y las palabras, Barcelona, Paidós, 1992; y de E. LLEDó, El silencio de la escritura, Madrid, Espasa Calpe, 1998, si bien concebidos desde una perspectiva filosófica y hermenéutica.

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terno, como de símbolos varios y múltiples, a la contemplación de su simplicidad y unión (Los Nombres de Dios, IV, 9)

El triple movimiento hacia la luz inaccesible es el que da lugar a la triple teología de Dionisio: la simbólica de la Jerarquía ecle­siástica, de la Jerarquía celeste y de la Carta IX, que procede por vía analógica; la discursiva, utilizada en el tratado de los Nombres de Dios, que sigue el proceso de causa-efecto-causa por medio del razonamiento; y la mística, que sin método alguno apunta directa­mente a la simplicidad de la unión. Aunque San Juan de la Cruz conoce el método de la teología simbólica, basado en una relación de semejanza-desemejanza (<<No pudiendo el Espíritu Santo dar a entender la abundancia de su sentido por términos vulgares y usa­dos, habla misterios en extrañas figuras y semejanzas. De donde se sigue que los santos doctores, aunque mucho dicen y más digan, nunca pueden acabar de declararlo por palabras, así como tampoco por palabras se pudo ello decir», prólogo al Cántico espiritual), lo cierto es que su lenguaje, tanto en los poemas como en los comen­tarios en prosa, está en función del viaje del alma hacia la unión con Dios. Por eso Juan de la Cruz, lo mismo que Dionisia, identifica la Teología mística con una teología de la negación.

Llámala noche, porque la contemplación es oscura, que por eso la llama por otro nombre Mística Teología, que quiere decir sabidu­ría de Dios secreta o escondida ( ... ) lo cual algunos espirituales llaman entender no entendiendo (CB 39, 12) ..

La vía mística de la negación consiste en dejar de ser uno mismo para ser lo otro, para ser plenamente. Llevando el lenguaje al borde de sí mismo, a su propia negación, la palabra vuelve a ser el silencio y tiene la posibilidad de manifestarse. Por eso el místico calla, por­que dice haber hallado la totalidad del sentido. Espacio interior, fluyente, el de una palabra que se aventura por la oscuridad profun­da y ya no se detiene con el deseo de conquistar lo imposible. Esa voz única acaba incorporando, en su desposesión total, la claridad deslumbradora que se anuncia 6.

6 Puesto que no puede decirse nada con sentido acerca de Dios, la única forma de fe que nos resta es la contemplación de la Nada. De ella habla

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Disolución y nacimiento: lo que acaba de ser dicho en su propia negación se prolonga en un nuevo comienzo. La escritura fundacio­nal del místico sólo se percibe en su tanteo por lo oscuro, la escritura como tacto, en la prolongación de su fluir interminable. La palabra, iluminada en su recogimiento, ilumina a su vez la inminencia de su no ser. Gracias al despojamiento se ha llegado a la claridad naciente, a la fundación de una experiencia previa a toda experiencia y a todo decir, donde la vibración interior transmite su ritmo a la palabra. Construido sobre la negación, tenitorio único de afirmación poética, el lenguaje místico nos devuelve la visión de lo único y así se muestra preciso en su transparencia. Diríase que en su riesgo perma­nente hacia el otro lado de la visión, en su proyección hacia la forma única, la escritura deviene tensa inquietud y la continuidad del deseo da forma al discurso.

La expresión «teología negativa», que aparece en Los nombres de Dios (VII, 3) Y al final de la Teología mística (V), sirve de título al texto inglés del siglo XIV, The Cloud of unknowing (La nube del no-saber), y se repite varias veces en los escritos de San Juan de la Cruz, identificándose con la teología mística (2 Subida ~, 6; 2 Noche 5, 1 Y 20, 6; CB, prólogo 3, 9; 27, 5; 39, 12). Sin embargo, más que en los comentarios en prosa, tal vez la analogía más explícita se de entre el texto de Los nombres de Dios (VII, 3) Y la glosa que lleva por título Coplas del mismo hechas sobre un éxtasis de harta con­templación, pues ambos escritos están condicionados por la visión extática de la contemplación, que hace mirar al alma hacia lo alto, hacia lo trascendente.

Dionisia en Los nombres de Dios (V) y en la Teología mística (V) y a ella se ha referido L. KOLAKOWSKI en su ensayo «La negatividad divina en la cristian­dad», en Horror metaphysicus, Madrid, Tecnos, ] 990, pp, 61-64.

Aludiendo al inefable abismo de la Nada, donde reside lo divino, R. Mon­daIfa ha señalado: «La teología negativa es toda ella simplemente el esfuerzo continuo y denodado por acentuar toda plenitud y perfección más allá de todo límite de lo concebible y de lo expresable: a la suprema realidad, entonces, no puede corresponder sino la suprema impotencia de la mente y de la palabra, las cuales sólo saben encerrar sus objetos en determinaciones conceptuales y ver­bales, y son, por tanto, incapaces de comprender en sí aquello que excede toda magnitud apresable y determinable», en El infinito en el pensamiento de la antigüedad clásica, Buenos Aires, Nova, 1971, p. 383.

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Pero la manera más digna de conocer a Dios se alcanza no sabiendo, por la unión que sobrepasa todo entender. Cuando la in­teligencia, apartándose de todas las cosas y olvidándose incluso de sí misma, se une a los rayos que brillan de lo alto, quedando ilumi­nada en aquel imperceptible abismo de la Sabiduría. (Los nombres de Dios VII, 3)

Cuanto más alto se sube, tanto menos se entendía, que es la tenebrosa nube que a la noche esclarecía; por eso quien la sabía queda siempre no sabiendo toda scienr;:ia trar;:endiendo.

(Coplas hechas sobre un éxtasis de harta contemplación, 5).

Dado que lo divino se muestra como algo suprarracional para el hombre, tan sólo el no saber, el abandono de lo racional, trae la visión verdadera. Para alcanzar la cima de la contemplación, la se­creta «ciencia sabrosa» de amor, el místico tiene que romper los lazos del entender común, pues el vacío de la inteligencia es lo que da lugar a la plenitud de la Sabiduría divina. Así, al «no sabiendo» de Dionisio corresponde el «no sabiendo» de San Juan de la Cruz, siendo ambos el resultado de una total renuncia, que trasciende el pensamiento discursivo y deja al lenguaje próximo al silencio, en disposición de recibir la revelación divina 7.

Cuando Dionisio siente el deseo de comunicar su experiencia de lo divino, recurre a la imagen simbólica del rayo de tiniebla (<<Por­que por el libre, absoluto y puro apartamiento de ti mismo y de todas las cosas, arrojándolo todo del todo, serás elevado espiritual-

7 Para la analogía entre el texto de Dionisia, La nube del no saber y el poema de San Juan de la Cruz, que tal vez se remonta al libro De vita Moysis de Gregario de Nisa, véase mi ensayo, «La Nube del No-Saber y San Juan de la Cruz», en Sueño de vuelo. Estudios sobre San Juan de la Cruz, Madrid, FUE, 1998, pp. 135-156. Tal analogía sirve además de convergencia entre la experiencia mística y poética, pues ambas participan del abandono de la pala­bra. Véase, en este sentido, el estudio de G. STEINER, Lenguaje y silencio, Barcelona, Gedisa, 1982, pp. 34-36.

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mente hasta el divino Rayo de tiniebla de la divina Supraesencia», Teología mística, 1), que aparece ya en la primera carta de San Juan, en la que nos dice: «Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna» (1 Jn 1,5), y de forma reiterada en los escritos de Juan de la Cruz. Siendo la tiniebla de la sabiduría divina luz excesiva para el hombre y, por tanto, indefinible, ese Rayo de Luz-Tiniebla se manifiesta como lo radicalmente otro y el discurso más apropiado para expresarlo es decir que no es. Desde esta perspectiva apofática, las cuatro referen­cias sanjuanistas al «rayo de tiniebla», en las que San Juan cita explícitamente a Dionisio.

«y por eso, la llama (contemplación) San Dionisio rayo de tinie­bla» (2 Subida 8, 6).

«Que por esta causa San Dionisio y otros místicos teólogos lla­man a esta contemplación infusa rayo de tiniebla» (2 Noche 5, 3).

«Contemplación, la cual en esta vida, como dice San Dionisio, es rayo de tiniebla para el entendimiento» (CB 14, 16).

«oo. noticia de contemplación, la cual, como dice San Dionisio, es rayo de tiniebla para el entendimiento» (LB 3, 49).

equiparan la «teología mística» con la «contemplación infusa», dada gratuitamente al alma por la divinidad, y se hace patente la alteridad radical a través de la luz. Fuente de luz, Dios está más allá de toda luz. Con la luz pasamos de lo visible a lo invisible, del símbolo al misterio. Ahora bien, mientras para Dionisio la unión del alma con Dios está por encima de la inteligencia (<<A Dios no llegamos más que por el abandono de toda operación intelectual», Los nombres de Dios, II) y la «tiniebla muy luminosa» nunca desaparece, para Juan de la Cruz tiene lugar en el centro del alma, en la contemplación de la «noche oscura», que esclarece a medida que acerca la aurora. La imagen simbólica del «rayo de tiniebla», en cuanto generadora de la visión divina como infinita plenitud, es la vía que nos lleva al punto central de la Unidad que trasciende toda cosa, al fondo de la divina iluminación. No otra cosa sería Dios para el alma: el Uno-Punto de la luz-Tiniebla 8.

8 Para el doble sentido de la Tiniebla, como exceso de luz y como impu­reza del alma, véase el artículo de H. C. PUECH, «La ténebre mystique chez le Pseudo-Denys l' Aréopagite et dans la tradition patristique», en Études Carme-

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San Juan de la Cruz, a lo largo de sus escritos, confirma una lectura y una asimilación de la obra de Dionisio. Pero tal analogía no sería posible sin la unidad cristiana que los sustenta. Y el cristia­nismo es ante todo la religión de la encamación: el Dios invisible se ha hecho figura en el mundo y no hay conocimiento de lo divino sin los sentidos. Por eso, a la hora de establecer los tres núcleos com­parativos que orientan todos sus escritos hacia la contemplación, la doctrina trinitaria, la reunión de afirmación y negación, la dimensión cristológica, tal vez sea esta última la que funciona como principio general. En contra de lo que afirmó Lutero, Dionisio cristianiza más que platoniza, por eso Cristo aparece como el trasfondo de su pen­samiento (<<La verdad más clara de teología es que Jesús se encarnó por nuestra salvación», Los nombres de Dios, II), al igual que en el de San Juan de la Cruz (<<En Cristo mora corporalmente toda ple­nitud de divinidad», 2 Subida 22, 6), lo cual indica que las imágenes simbólicas, sobre todo la del «rayo de tiniebla», sólo se entienden desde esta teología del Verbo encarnado y todas ellas recorren el camino que va desde lo sensible a lo inteligible 9.

Desde Platón a Plotino, el pensamiento griego, en cuanto repre­sentación de la armonía divina, tiene una dimensión estético-religio­sa, que es asumida, después de Filón, por la teología cristiana y se manifiesta primero en los padres Capadocios, luego en los himnos griegos de Gregorio Nacianceno y en los latinos de Ambrosio, Ausonio y Prudencio, y por último en las formas de la liturgia grie-

litaines, núm. 23, 1938, pp. 33-53. En cuanto al tema dionisíaco de la «teología mística» o del «rayo de tiniebla», que San Juan de la Cruz ha profundizado desde la Subida a la Noche oscura, tengo en cuenta el lúcido ensayo de ISABEL ANDÍA, «San Juan de la Cruz y la Teología mística de San Dionisia», en Actas del Congreso Internacional Sanjuanista, vol. III, Valladolid, Junta de Castilla y León, 1993, pp. 97-125. A este propósito, no habría que olvidar tampoco el artículo más amplio de Ch. A. BERNARD, «Les formes de la théologie chez Denys l' Aréopagite», Gregorianum, 59 (1978), pp. 38-69.

9 En cierto modo, la estética ha sido la gran olvidada de la teología. Con razón ha señalado HANS URS VON BALTHASAR: «Difícilmente se encontrará una teología tan dominada por las categorías estéticas como la teología litúrgica del Aeropagita», en Gloria. Estilos Eclesiásticos, vol. 2, Madrid, Encuentro Edi­ciones, 1982, p. 154. Para la triple función que Dionisia asigna a las imágenes sensibles, catártica, analógica y reveladora, véase ahora el ensayo de IGNACIO GÓMEZ DE LIAÑO, «Símbolos y ruedas de fuego (en torno a Dionisia Areopagi­ta»>, en El círculo de la sabiduría, vol. I, Madrid, Siruela, 1998, pp. 629-638.

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ga. En Platón, lo humano aparece en cierto modo asediado por lo divino. En los escritos de Dionisio, al que se considera como el teólogo de la infinitud divina y que al mismo tiempo tiene un acu­sado sentido del límite, hay una asunción de lo espiritual por lo corpóreo, según revela su teología de la resurrección (<<Todo su ser será salvado y vivirá eternamente en la plenitud», La Jerarquía ecle­siástica, VII), de manera que el alma no puede resucitar si no lo hace el cuerpo. Puesto que la realidad material es fruto de la volun­tad divina, según revela el hecho de que el propio Dios se revistió de carne humana, no debemos rechazar las representaciones sensi­bles, puesto que las imágenes, al revestir a los nombres divinos, sirven de relación entre el alma y Dios. La escritura se destina en­tonces a captar lo invisible a través de lo sensible, a evocar el vaCÍo de la intimidad divina a través de las imágenes.

Por otra parte, esta asunción de lo corpóreo, de tan acusada presencia en los escritos de Santa Teresa y San Juan de la Cruz, es característica del arte cristiano, en el que la redención del hombre por Cristo, expresada según el esquema del exitus-reditus, supone una trascendencia de la historia. El término dionisÍaco de jerarquía nos sitúa ante un orden sagrado en el que lo visible se encuentra ya insinuado en lo visible (<<A mi juicio, jerarquía es un orden sagrado, un saber y actuar lo más próximo posible de la Deidad», La Jerar­quía celeste, III), de manera que la imagen simbólica, movida por algo que pretende revelarse, trasciende toda realidad definida para estar más cerca de la primera luz, de esa claridad enigmática que impulsa al poeta. El deseo de orientarse hacia la luz, intuición que impregna toda la poesía mística, es un anhelo de plenitud y de uni­dad, de lo que por sí mismo hace aparecer todo lo que es otro 10.

Dionisio intentó hacer de la teología un camino para la unión con Dios, por eso sus escritos fueron recibidos en la Edad Media

10 Para la ordenación celeste de las jerarquías, que debe entenderse tanto en sentido. teológico como estético, véase el estudio de R. ROQUES, L'Univers Dionysien. Structure hierarchique du monde selon Pseudo-Denys, Paris, Au­bier, 1954. Por otra parte, el método utilizado por Dionisio en la Teología simbólica, del símbolo visible a la realidad invisible, fue incorporado después por el arte cristiano en el sentido decisivo de la belleza para la salvación. Véase, a este respecto, el estudio de A. RUIZ RETEGUI, Pulchrum. Reflexiones sobre la Belleza desde la Antropología cristiana, Madrid, Rialp, 1998.

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con plena ortodoxia e incorporados por los místicos posteriores. Si fue el maestro espiritual más acogido en la Europa medieval, excep­ción hecha de San Agustín, ello fue debido, en buena medida, a la necesidad que tuvo la ortodoxia católica de reabsorber sus conteni­dos en beneficio propio. En el caso de San Juan de la Cruz, bien se trate de una lectura directa o bien a través del método estético de la teología tomista, lo cierto es que la presencia reiterada en su escri­tura de la doctrina trinitaria, de la visión apofática para adentrarse en la simplicidad de la plenitud divina y de la figura de Cristo asociada a la teología de la encarnación, revelan una profunda asimilación de su pensamiento. En el Tercer Abecedario, Francisco de Osuna nos advierte: «Si tú no comprendes a San Dionisio, no te imagines que es porque sea incomprensible». Hay aquí una llamada a frecuentar sus escritos, a permanecer en un estado de vaCÍo o suspensión (<<no pensar en nada») hasta llegar a la cima de la contemplación. Para San Juan de la Cruz, siguiendo los pasos de Dionisio, la nada engen­dra el conocimiento divino. Por eso ambos místicos se esforzaron por quitar peso al lenguaje (<<El hecho es que cuanto más alto vo­lamos, menos palabras necesitamos», escuchamos en la Teología mística), y tal vez sea esta sensación de levedad, de luminoso y musical aleteo, lo que más se transparenta en su escritura. Lenguaje hecho de nada, de una tiniebla luminosa donde la palabra se lanza hacia lo inalcanzable.

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