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Nuevas Fronteras de Filosofía Práctica Número 4, Marzo de 2015, pp. 50 – 89 ISSN-2344-9381 50 | Página CONVERSACIÓN CON FABIÁN MIÉ Dr. Fabián Mié, ¿podrías contarnos brevemente qué factores te impulsaron a dedicarte a la filosofía y cuáles fueron los principales momentos académicos de tu formación como investigador hasta este momento? Querido Guillermo, en primer lugar, quiero decirte que la longitud y complejidad de tus preguntas requerirían de mi parte una capacidad y un tiempo mental, además del físico que le dedicaré, bastante mayor del que dispongo. Dicho esto para tratar de justificar la parcialidad de mis respuestas, declaro también que la idea que persiguen tus preguntas me parece interesante. Hay muchos temas allí sobre los cuales uno tiene alguna idea a fuerza de haber tenido que enfrentarse a esas cuestiones (en el caso de las que pueden haber provocado alguna insatisfacción, e.g. los concursos) y otros que forman parte de cierta discusión y reflexión más o menos continua sobre la propia profesión, o bien sobre aspectos de la vida civil (la educación superior, la asignación de recursos públicos a la investigación, por caso) relacionados con nuestra profesión. Voy a asumir la entrevista como si fuera (y esto entraña, obviamente, cierta ficción) un diálogo en el que uno trata de ofrecer un punto de vista y espera la examinación argumentativa del interlocutor para mejorar el propio lógos. Claro que lo ficticio de esta situación encierra un déficit que no podremos cubrir: el hecho de que no habrá repreguntas e intentos de nuevas respuestas, al menos por ahora. Pero no podría hacerlo de otra manera, y creo además que hacer así es lo correcto si queremos con cierta prudencia encontrar afirmaciones satisfactorias. Parte esencial de esta situación ficticia es que yo tendría la disposición racional de revisar mis opiniones y cambiarlas por otras mejores ante tus objeciones potenciales. Esta es una linda pregunta porque me permite recordar personas a las que debo mucho, pero también me hace reconocer los huecos en mi formación, lo que es menos grato. Uno podría darle un tinte narrativo-biográfico a esta respuesta, o hacer una lista curricular. Buscaré una vía intermedia, sin ser auto-complaciente ni engañarme a través

Nuevas Fronteras de Filosofía Práctica€¦ · como representativo de lo que es una persona . En mi carrera de grado invertí muchas horas en el estudio del griego antiguo, siguiendo

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Nuevas Fronteras de Filosofía Práctica

Número 4, Marzo de 2015, pp. 50 – 89

ISSN-2344-9381

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CONVERSACIÓN CON FABIÁN MIÉ

Dr. Fabián Mié, ¿podrías contarnos brevemente qué factores te impulsaron a

dedicarte a la filosofía y cuáles fueron los principales momentos académicos de tu

formación como investigador hasta este momento?

Querido Guillermo, en primer lugar, quiero decirte que la longitud y complejidad de tus

preguntas requerirían de mi parte una capacidad y un tiempo mental, además del físico

que le dedicaré, bastante mayor del que dispongo. Dicho esto para tratar de justificar la

parcialidad de mis respuestas, declaro también que la idea que persiguen tus preguntas

me parece interesante. Hay muchos temas allí sobre los cuales uno tiene alguna idea a

fuerza de haber tenido que enfrentarse a esas cuestiones (en el caso de las que pueden

haber provocado alguna insatisfacción, e.g. los concursos) y otros que forman parte de

cierta discusión y reflexión más o menos continua sobre la propia profesión, o bien

sobre aspectos de la vida civil (la educación superior, la asignación de recursos públicos

a la investigación, por caso) relacionados con nuestra profesión.

Voy a asumir la entrevista como si fuera (y esto entraña, obviamente, cierta

ficción) un diálogo en el que uno trata de ofrecer un punto de vista y espera la

examinación argumentativa del interlocutor para mejorar el propio lógos. Claro que lo

ficticio de esta situación encierra un déficit que no podremos cubrir: el hecho de que no

habrá repreguntas e intentos de nuevas respuestas, al menos por ahora. Pero no podría

hacerlo de otra manera, y creo además que hacer así es lo correcto si queremos con

cierta prudencia encontrar afirmaciones satisfactorias. Parte esencial de esta situación

ficticia es que yo tendría la disposición racional de revisar mis opiniones y cambiarlas

por otras mejores ante tus objeciones potenciales.

Esta es una linda pregunta porque me permite recordar personas a las que debo

mucho, pero también me hace reconocer los huecos en mi formación, lo que es menos

grato. Uno podría darle un tinte narrativo-biográfico a esta respuesta, o hacer una lista

curricular. Buscaré una vía intermedia, sin ser auto-complaciente ni engañarme a través

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de ese poco confiable acceso que tenemos a nosotros mismos a través de la primera

persona, cuando esa primera persona es otra cosa que un mero contenido

sensorialciertamente, un caso válido, pero altamente restringido, como para tomarlo

como representativo de lo que es una persona .

En mi carrera de grado invertí muchas horas en el estudio del griego antiguo,

siguiendo lo que sospechaba era un talismán que, a la vez que proveerme alguna fortuna

en algún momento, iba también a protegerme de otros infortunios más en lo inmediato.

Quizá ambas cosas se cumplieron, moderadamente. Pero yo me doy por satisfecho con

poco en lo que a fortuna hace. Con el Prof. Ramón Cornavaca pude alargar mis estudios

de griego cursando varios años la materia filología griega. Además de otras cosas, me

siento feliz de que las competencias modestas que comencé adquirir en la traducción y

comentario de textos por aquellos años hayan sido la base para participar en la

actualidad de un proyecto de traducción y comentario al castellano, a gran escala, de

textos filosóficos antiguos, un proyecto de carácter grupal. En la actualidad también

trabajo en una traducción comentada de Metafísica ZH de Aristóteles, que también para

mí hacen verdadero aquel refrán ‘hic dolor proderitolim’.

Ahora bien, el estudio del griego lo realicé por fuera de mi carrera de grado en la

UNCórdoba, ya que el plan de estudios que afortunadamente en el año de mi ingreso a

la Universidad reemplazó al cavernícola plan puesto por los militares, excluía el griego

de la carrera de Licenciatura en Filosofía. Haber excluido al griego de la formación de

grado en filosofía era una decisión aceptada por algunos de mis compañeros de entonces

con un entusiasmo digno de mejores causas. Pero así fue.

En mi carrera de grado aproveché principalmente seminarios sobre autores como

Kant, Husserl y Gadamer, que se cuentan entre mis preferidos. En fin… eran años de

devorar textos, ¡así quisiera a veces uno poder leer ahora!, porque uno leía, diríamos,

con menos inquietud, con menos premuras (después de los 40 años uno se da cuenta que

el tiempo restante no es demasiado…), y también con una dosis de ingenuidad que

permitía, precisamente, devorar un libro y pasar a otro que trataba un tema distinto. En

un verano, al final de mi segundo año del grado, de una sentada leí, por ejemplo, para

prepararme para un seminario que comenzaba en marzo de mi tercer año de la carrera,

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las Investigaciones Lógicas de Husserl. Luego hice tres seminarios de grado de las

Investigaciones Lógicas, que junto con otros seminarios similares sobre Kant y

Gadamer se contaron entre las instancias que me permitieron empezar a entender un

poco más en aquel momento de qué se trataba esto. Escribí mi Tesis de Licenciatura

sobre Heidegger y su concepción del lenguaje como crítica a la metafísica bajo la

dirección de un profesor que nos enseñó a bucear en un texto filosófico, Eduardo

Peñafort. Las directoras de la Escuela de Filosofía de la UNCórdoba durante mi carrera,

las recordadas Elma Kohlmeyer de Estrabou y Luly Horenstein, tuvieron el buen tino,

no reeditado allí, de traer a muchos profesores de afuera a dictar con competencia varias

asignaturas importantes. En fin… eran años de formar muchos grupos de lectura

espontáneamente y sin buscar ningún papelito de acreditación de la actividad. El

contacto que preexistía con algunos filólogos de la Univ. de Tübingen en Alemania,

hizo que inclinara mi doctorado definitivamente hacia la filosofía platónica, que yo

había enfocado inicialmente desde el estrecho punto de vista heideggeriano, aunque

buscando en esa filosofía poner en tela de juicio algunos diagnósticos globales

cuestionables de la filosofía de Heidegger que parecían depender de su lectura de

Platón. Obtuve una beca del DAAD, para estudiar en Alemania bajo el asesoramiento

de Thomas Szlezák, quien era (es) un filólogo con un importante conocimiento de la

obra de Platón y de la Metafísica de Aristóteles. Pude allí aprender cierta virtud alemana

en el tratamiento y comentario estricto de los textos. Por ese entonces comencé a leer un

poco más seriamente los diálogos platónicos dentro de un ambiente donde aún se

respiraba la convicción de que esos textos contenían un núcleo de ideas que formaban

parte de mucho más que un legado principal de la cultura filosófica europea. En el

Seminario Filosófico de la Univ. De Tübingenun lugar donde en algún momento

estuvieron Hegel, Hölderlin y Schellingtodavía estaba Hans Joachim Krämer, en el

último año antes de su jubilación. Krämer dictaba entonces un par de seminarios a los

que asistí, por supuesto. Es lo más parecido que conocí a un profesor alemán a la vieja

usanza. Recuerdo que otros alumnos criticaban sus falencias pedagógicas no quiero

pensar qué hubiera sido posiblemente de Krämer en algún concurso en ciertas

universidades argentinas donde se da a la clase un porcentaje casi igual o superior que

los antecedentes; quizá ganaba finalmente por sus antecedentes. Ante tales críticas yo

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me reía para mis adentros, claro. ¿¡Qué podía importar que el tipo careciera de dotes

pedagógicas con todo lo que uno aprendía en cuanto a contenidos y precisión en sus

clases?! En cualquier caso, Krämer era lo que llamamos una ‘bestia’, su conocimiento

de vastas áreas de la filosofía era descomunal. Para quienes lo conocen menos, su área

profesional principal era la Academia antigua, cuyo conocimiento renovó en varios de

sus estudios. Su libro titulado “Arete beiPlatonundAristoteles”, del ’59, más allá de

cuestiones particulares de interpretación de pasajes, enfoque filosófico y metodología

hermenéutica, constituye un trabajo enorme. Claro que hay obras menos controvertidas,

pero también infinitamente menos relevantes e interesantes. Y en definitiva, un poco de

eso se trató todo para mí en mi en formación, de conjugar virtudes argumentativas con

relevancia e importancia filosófica. Hablo algo largamente de Krämer para sintetizar lo

que por entonces consideré importante asimilar de la línea de interpretación que

practicaban él junto a otros autores, entre ellos, Szlezák.

Claro que cuando hablamos de relevancia e importancia filosófica empezamos a

darnos cuenta de que, en realidad, estamos con nuestros pares mucho menos de acuerdo

de lo que solemos pensar. Quizá el enfoque inicialmente correcto para identificar qué es

para alguien un contenido filosófico relevante e importante consiste en delimitar la

tradición filosófica desde la cual se predican de cierto libro o de cierto autor esas

cualidades. En síntesis, en mi tiempo en Tübingen creo haber delimitado para mí mismo

lo que juzgo relevante e importante filosóficamente a partir de la filosofía que se lee en

los diálogos platónicos. Al menos, frente a otras tradiciones quizá no menos válidas,

Platón tiene a su favor, entre otras muchas cosas, el carácter del auto examen, y

naturalmente la amplitud de tópicos sistemáticamente vinculados que constituyen lo que

llamamos su filosofía. En la Univ. De Tübingen enseñaba también por aquellos años

Günther Figal, y por su intermedio pude también recibir algo de la Gadamer-Schule. Era

increíble, casi todo giraba allí, por cierto, al menos para mí, por esos años, en torno a

Platón.

Antes de repasar periplos posteriores, quisiera subrayar que tuve que

acostumbrarme a ello, y luego, al regresar a Argentina tras poco más de dos años, volver

a acostumbrarme a la irrelevancia con que aparecía eso que yo había incorporado con

intensidad. Al menos, el medio universitario al cual volví en mis primeros años de

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regreso se caracterizaba por una Stimmung respecto ya no de Platón, sino de otras

figuras de la historia de la filosofía, diametralmente diferente. Es difícil describirlo,

aunque centenares de veces, con pesar y frustración, me pregunté por ello. El caso es

que me parecía que predominaba una falta de interés por aquello que a mi me parecía

relevante e importante, incluso en los modos, tanto entre colegas como entre la inmensa

mayoría de los alumnos. Me parecía imposible que pudiera un día interesar seriamente

lo que implica varias cosas, por ejemplo, no al servicio de un uso preconcebido e

interesado ni sometido a una ingenuidad metodológica que arruinaba las mejores

intenciones un diálogo platónico en un ambiente donde a veces campeaba cierta

mezcla de ignorancia casi completa de la historia de la filosofía (ya no sólo de la

Antigua) con una casi desenfadada declaración de la innecesariedad de esa historia, que,

como digo, llegaba largamente hasta autores contemporáneos. Claro que no todos mis

colegas tenían esa actitud; había otros mejor dispuestos en tal sentido. Y naturalmente

había otros con buenas capacidades en distintas áreas de la filosofía, como la filosofía

de la ciencia, la lógica, la filosofía del lenguaje. Con el correr de los años, se acentuó

allí, por lo demás, el interés por ciertos temas de filosofía política y ética que, aunque

eventualmente por sí mismos importantes, generaban adhesiones más que discusiones,

sobreactuaciones antes que reconstrucciones argumentativas y evaluaciones teóricas. En

fin... Lo que escasamente experimenté en mis años posteriores a la finalización del

doctorado (en el año 2000) fue que en el medio de la unidad académica donde por

entonces me desempeñaba existiera, de manera perceptible y con cierto volumen,

interés por lo que a mí me interesaba, lo que incluye antes que áreas de la filosofía,

enfoques y metodologías de abordaje. Pocos años después cerré, feliz y acertadamente

mi trabajo en esa universidad repitiéndome a modo de lema que “donde uno no es

bienvenido, no hay razón para permanecer”, y tras un seminario sobre el Filebo de

Platón un texto sobre eudaimonía y teoría de las pasiones, ya prima facie muy

interesanteal que asistió un único alumno con otros seminarios sobre Aristóteles,

Strawson, David Wiggins, Kant o Husserl tuve apenas mejor fortuna en cuanto al

número de interesados di vuelta la página. Afortunadamente, el mundo es amplio y

variado, incluso el académico en Argentina, mucho más de lo que uno puede imaginarse

si tozudamente insiste en ignorar la verdad de aquel lema.

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Cierro este apartado, antes de hacer una breve referencia a la etapa postdoctoral

que poco a poco fue muy confortable, con un rápido señalamiento conexo. Si hablamos

de la carrera académica sería ingenuo suponer que tamañas diferencias de criterio con

algunos de mis colegas y, en su conjunto, con la unidad académica donde entonces me

desempeñaba, acerca de las preferencias y elecciones filosóficas carecían de un

correlato en parejas diferencias con respecto a preferencias, elecciones y

comportamientos en la política académica.

Ciertamente, no era el único de mi generación que tenía esas diferencias con la

Facultad de Filosofía y Humanidades de la UNCórdoba. Curioso era, al comienzo, que

teníamos diferencias con gente de nuestra propia generación, o apenas mayorescon

los cuales, cuando estudiantes, compartíamos críticas al espíritu de cátedra, a la difusión

en la tarea docente de material de segunda clase, a la falta de actualización, al

amañamiento de los concursos, al nepotismo generalizado, etc., y crecientemente con

jóvenes egresados que internalizaban prácticas que uno podría esperar ver sólo en gente

de más edad. Los estudiantes, por lo tanto, no movilizaban las exigencias de mejora en

la calidad de la enseñanza y educación que nosotros buscábamos. Las diferencias

concernían a criterios de calidad académica, a la organización del estudio de la carrera,

a la selección de los docentes…, no es sorpresa que tales diferencias eclosionaran

particularmente en las instancias de evaluación, entre ellas, en los concursos; pero se

trataba de diferencias de criterio constantes en el tiempo y extensas en los tópicos.

Con colegas y amigos de clásicas, sobre todo, fundamos un grupo que aún

sobrevive, y que se reunió en torno a la publicación de una revista de estudios clásicos

(Ordia prima) que aspiró desde el comienzo a alcanzar estándares internacionales.

Ordia prima intentó ser naturalmente, esto corre por cuenta exclusiva de quien lo

dice, y no involucra necesariamente a mis otros colegas en ese emprendimiento tanto

una reacción contra la mayoritaria inmadurez en cuanto a criterios científicos en las

publicaciones dentro del área de los estudios clásicos predominante por entonces (año

2001), como también ante la parálisis y desmoronamiento a que estaba expuesta la vida

universitaria argentina tras la crisis socio-económico-política que provocó el gobierno

de la Alianza y el patetismo del entonces presidente fugándose en helicóptero,

incluyendo el descalabro inmediatamente posterior que esto produjo en casi todas las

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instituciones públicas argentinas. Quiero recordar con esto dos cosas. Por un lado, que

éramos muchos los disconformes con los criterios de la unidad académica donde nos

desempeñábamos; y por otro lado, que incluso en instancias de casi extrema disolución

institucional resulta posible ejecutar otras opciones y lograr otras realizaciones. Como

dice un amigo chileno, cada uno de quienes buscábamos esas alternativas, a su manera,

despertaba una ‘latencia revolucionaria’ cuya pequeña escala ciertamente, juzgada

como insignificante por muchos sectores, tanto conservadores, lo que no es de extrañar,

como progresistas, lo que tampoco es de extrañar no iba en desmedro de cierto

potencial de cambio que tales emprendimientos alternativos traían aparejados. En el

fondo, siempre me han atraído mucho esos ´pequeños emprendimientos

revolucionarios’, como armar cátedras paralelas a profesores que eran vacas sagradas

cuando uno era estudiante, o sacar una revista de nivel internacional en medio de una

crisis política terminal de la cual los universitarios, en su mayoría, creían no ser partes

ni corresponsables. La Universidad fue, en última instancia, la única gran institución

pública nacional que supo sortear las críticas que arreciaban a otras instituciones, por

aquellos días. Sintomáticamente, el emprendimiento de Ordia primaque involucró

algunas conferencias y congresos buscando interactuar con nuestros invitados sobre

bases de intercambio diferentes de las usualesfue visto por distintos sectores en la

Facultad de Filosofía y Humanidades como un exotismo, cuando no directamente

ignorado, siguiendo el recetario de la mejor manera de doblegar al adversario intelectual

en Argentina. Eso fue así en sus primeros años, luego si el tiempo y cambios aparentes

en las cúpulas de la Facultad hicieron pensar a algunos de mis colegas de Ordia prima

que la revista y sus iniciativas académicas podrían insertarse como pieza con la cual

entrar en la pugna natural de la política universitaria en una sede que nos había servido

para perfilarnos como oposición académica no como fuerza política para competir

por cargos representativos, es algo sobre lo cual prefiero ahora no expedirme puesto

que tampoco ese cambio, eventualmente, modifica la naturaleza de las cosas del período

al cual me refiero, que coincidía con el comienzo de mi etapa postdoctoral y la

búsqueda de nuevos horizontes teóricos, profesionales y laborales, algo que dicho

período normalmente trae aparejado. Como ves, el perfil de la vida académica también

ayuda a forjar el contorno de la formación intelectual.

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En la etapa postdoctoral traté de avanzar en dos frentes que me habían

comenzado a interesar particularmente hacia el final del doctorado. Un poco influido

por la lectura de algunos trabajos de Ernst Tugendhat tanto sobre Aristóteles como

sobre filosofía analítica, y otro poco por discusiones kantianas que profundizaban

autores como Strawson, comencé a interesarme y trabajar tanto como pude en esa área.

En el año 2000, un año de varias frustraciones académicas para mi, pero en definitiva

experiencias que sirvieron para que empezara a apurar decisiones, solicité mi primera

'invitación' (un beneficio que el DAAD concede periódicamente a ex-becarios) para

volver a Alemania, y ya el tema que elegí indica que estaba buscando iniciar una nueva

etapa. Tuve la enorme fortuna de, en segunda elección, ir por un período, breve pero

intenso para mi, a Frankfurt a trabajar con Wolfgang Detelen un proyecto sobre la teoría

de la ciencia de Aristóteles, aunque propiamente lo que hice fue perfilar en Alemania

ese proyecto. Así como no tengo vergüenza en declarar que hay un bailarín de tango al

que envidio porque cuanto menos aparece mejor hace las cosas, tampoco me ruborizo

por decir que la manera tan concentrada y creativa, tan amplia en su manejo de

problemas y extremadamente puntillosa en lo argumentativo, que cultivaba Detel me

cautivó completamente. Si bien mi contacto con él se limitó a un par de estadías cortas

(la segunda cuatro años después) en Frankfurt, cuando Detel ya estaba pronto a

jubilarse, diría que gracias a esas estadías se abrió para mi un espectro de temas y

enfoques filosóficos sin los cuales tal vez podría haber seguido un derrotero mucho más

lineal, probablemente en el campo de la filosofía platónica, y tal vez, apoyado por la

linealidad, habría conseguido mejores resultados provenientes de las publicaciones que

uno puede extraer de una tesis doctoral. Pero cierto amateurismo que me inspira, quién

sabe, hizo que buscara otro derrotero. Los Segundos Analíticos y todo su mundo (Detel

publicó en 1993 el comentario alemán a esa obra, un comentario exuberante) son tan

apasionantes como difíciles e intrincados; más aun si uno no era tan inconsciente como

para pasar por alto la vara de medida que significaba el trabajo de Detel sobre esa obra

Aristóteles. Así, a partir de esos años comencé a trabajar en esa línea, que integraba la

filosofía de la ciencia y la epistemología contemporánea, y es todavía lo que estoy

haciendo. Me enorgullece, y atemoriza a la vez, estar ahora en un proyecto de

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traducción y comentario de los Segundos Analíticos, lo que constituye un gran desafío

en mi trabajo.

Encaré la etapa postoctoral, tras algún traspié, con una beca del CONICET

trabajando con Osvaldo Guariglia y Marita Santa Cruz en un proyecto amplio y algo

vago sobre Aristóteles. Comencé a asistir los viernes a un grupo de lectura dirigido por

Marita en la UBA, recuerdo que con mucho esfuerzo (siempre el mayor esfuerzo en

esos casos era de mi mujer, no es un mero halago a ella), ya que allá por el 2000 todo

era muy incierto tanto en mi vida laboral como en la política nacional. En particular de

Guariglia recibí mucho apoyo cuando esa incertidumbre laboral crecía peligrosamente,

conseguí además integrarme a grupos de investigación, como me lo permitió Marita por

aquellos años, todo lo cual me sacó de un medio en el que estaba empantanado. Como

te digo, me enfoqué en la interesantísima producción analítica sobre Aristóteles, lo que

constituyó mi insumo de trabajo principal. Paralelamente, comencé a estudiar temas del

esencialismo contemporáneo relacionados con la lectura analítica de Aristóteles. Los

tópicos de la metafísica analítica que más me interesan son los que surgen del ida y

vuelta de esa área con Aristóteles, y así en particular me interesé por David Wiggins.

Sin embargo, no he logrado tener toda la concentración y la energía necesarias para

hacer más que algunos seminarios tanto en esta área, y usar esos estudios como insumo

teórico para la interpretación de Aristóteles. Mantener un ritmo de lecturas y seminarios

sobre algunos aspectos de la metafísica analítica como también sobre otros

epistemológicos vinculados a la tradición kantiana en su recepción contemporánea por

parte de autores como Strawson es una pequeña lucha, con la que, a pesar de salir a

menudo derrotado, intento preparar el terreno para una ocupación mucho más intensa

con esos temas en los próximos años. Con el correr de los años, uno tiene que velar por

una segunda juventud.

En el año 2004 logré terminar y publicar dos libros surgidos de mi tesis doctoral,

pero que me llevaron mucho trabajo acomodar para hacer de ellos algo que me parecía

potable para cierto púbico e interesante. Uno de ellos intentaba hacer fructífera para la

interpretación de la dialéctica tardía de Platón (diálogos Sofista y algo del Filebo, en

primer lugar) la información proveniente de la tradición indirecta; es así un trabajo

influido por la investigación de Tübingen en el área de la tradición indirecta y la

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incidencia de la matemática en la ontología platónica, pero que intenta también aplicar

la discusión analítica sobre el análisis de la verdad y la falsedad, por ejemplo, ya que

todos esos tópicos se hallaban presentes en ese diálogo complejo y fascinante que es el

Sofista. El segundo libro está más marcado por la discusión analítica sobre la teoría de

las ideas en lo que hace a los temas que estudia: lenguaje, conocimiento y realidad,

aunque usa también otros recursos y atiende también a discusiones fenomenológicas y

neokantianas sobre la filosofía de Platón.

Por la época, hubo dos personas a quienes sólo después conocí personalmente,

pero que me brindaron un gran apoyo en la emergencia leyendo mis intentos de

entonces. Me refiero a Alejandro Vigo y Marcelo Boeri, el nivel de cuyos trabajos todos

conocemos; pero además son personas intelectualmente desusadamente generosas. Ellos

representaban también para mí un modo filosófico de hacer las cosas en el campo de la

filosofía antigua sobre el que me interesaba avanzar.

En circunstancias previas a la reconstrucción institucional, económica y de la

autoridad política que trajo el gobierno de Néstor Kirchner, tuve la fortuna de ingresar

como investigador al CONICET, en diciembre de 2002 y en medio de una situación

económica en la que la gente cocinaba tortas para trocarlas por el arreglo del calefón...

Uno no debe olvidarse de lo afortunado que ha sido en distintas ocasiones.

En 2009 utilicé una beca externa del CONICET para hacer una estadía de

investigación en Padova con Enrico Berti, uno de los más eminentes aristotélicos aun

vivos, y en 2012 comencé con una beca Humboldt en Munich con otro destacado

aristotelista, Christof Rapp. Mientras que en Padova trabajé sobre dialéctica y ciencia en

Aristóteles, en Munich lo hice y lo hago aún con un proyecto sobre los libros centrales

de la Metafísica de Aristóteles. Se trata de un proyecto en el que trabajo principalmente

en la actualidad, y que incluye una revisión crítica de cierta lectura actual de la teoría de

la sustancia aristotélica (la denomina interpretación ‘relacional' de la sustancia). El

proyecto abarca una interpretación tanto del programa de esos libros como de sus

principales temas. Como resultado de ello debería surgir una traducción comentada de

Metafísica ZH, que está en proceso. Las estadías en la Munich School of Ancient

Philosophy de la Univ. De Munich han sido muy fructíferas y estimulantes, como es de

suponer. Esto coincide con una etapa de muchos proyectos en curso, que involucran a

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otros colegas y que entrañan un trabajo en algunos aspectos bastante distinto, ya que los

artículos surgen como resultado de un proceso a veces extenso de presentaciones

previas y discusiones, lo que incluye en algunos casos la escritura conjunta de algunos

trabajos.

El hilemorfismo aristotélico y la teoría de la ciencia de los Segundos Analíticos

(temas como la teoría de la definición, la explicación causal y la relación entre

silogística y demostración), constituyen las dos áreas de mi trabajo en la actualidad.

Como te dije, la etapa posterior al doctorado fue mejorando hasta el presente, y

quisiera mencionar dos cosas también significativas. En 2006 me llamaron desde la

UNLitoral para trabajar en Filosofía Antigua. Comencé a trabajar con un contrato en

una Facultad y un Departamento que, con sus limitaciones ofrecía condiciones en casi

todo diametralmente opuesta a las que existían para mí en la UNCórdoba. Comencé a

trabajar desde el principio muy bien con mi colega Manuel Berrón, con quien venimos

trabajando ininterrumpidamente desde entonces. En 2010 hubo un concurso allí, y

desistí de presentarme al que casi al mismo tiempo y por un cargo similar se abría en la

UNCórdoba. Como dice el tango, un final inteligente..., en este caso de una de las

partes. En el aspecto docente, pudimos allí formar grupos de lectura, ciertamente, no

multitudinarios, pero ininterrumpidos, y hay tanto proyectos de investigación como

académicos (institutos, centros, etc.). Hemos organizados workshops y congresos

internacionales en un ambiente académico donde al interés por innovar en cosas con

sentido se suma a la implementación de criterios de privilegio de la calidad académica

que, al parecer, en otras unidades académicas, ya por su carácter añejo, ya por su

tamaño, compiten en condiciones de desigualdad con otros que, sencillamente, dan

lugar a configuraciones universitarias en las que a mí no me interesa integrarme.

Además de esto está el creciente contacto con colegas latinoamericanos, lo que

supone una situación históricamente inédita, que tampoco creo que sea ajena a los

tiempos políticos que, más allá de las diversidades, corren en la región. Hay en muchos

lugares de Latinoamérica muy buen nivel de trabajo en el área de la filosofía antigua, y

los proyectos en cooperación e invitaciones para realizar encuentros surgen muy

espontáneamente. Creo que en este aspecto nos hallamos al comienzo de lo que será una

nueva etapa que, entre otras características, salvará la rémora que en cuanto a

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producción científica en nuestra área todavía afecta a la región comparativamente con

otros lugares centrales del mundo donde se viene haciendo desde hace tanto tiempo

filosofía antigua.

¿Qué aspectos consideras son importantes en el trabajo de un filósofo?

Por un lado, uno podría pensar en sus compromisos académicos, por el otro en sus

compromisos cívicos. Pensando ahora en el primer tipo de compromisos, uno

imagina, por ejemplo, enseñar en el grado y el posgrado, formar recursos humanos

o publicar. Sobre esto último, por ejemplo, hay mucha discusión. Por caso, hay

filósofos que, incluso aprovechando ciertas ventajas económicas, de prestigio o

posicionamiento de poder, cuestionan aquello que supuestamente les concede estas

ventajas: publicar por ejemplo en revistas arbitradas y/o indexadas. Alegan que no

debería publicar el filósofo necesariamente o que no debería necesariamente

publicar en revistas arbitradas, y un largo etcétera. Algunos, en cambio, van en la

dirección contraria. Otros aceptan publicar en revistas arbitradas y le conceden un

valor respetable a esto, sin embargo, son defensores a ultranza de publicar en

idioma español; mientras que otros comparten lo de publicar en revistas

arbitradas e indexadas pero creen que el único idioma válido, al menos en

términos de tradición analítica, es el inglés. Recientemente un grupo de expertos

de Conicet, ha sacado una nueva clasificación de niveles de revistas indexadas,

clasificación que incumbe también a la filosofía y disciplinas de las ciencias

sociales. La clasificación, por supuesto, puede ser controvertida con argumentos

teóricos de peso, además de argumentos de tipo político. Entre los primeros, uno

advierte que los factores de influencia en las ciencias sociales son probablemente

aquellos parámetros fraguados en disciplinas de las ciencias naturales; fraguados

en general en un modelo norteamericano de investigación. Pero uno no puede

dejar de advertir que entre los propios científicos naturales hay desacuerdos sobre

el tipo de métrica que evalúa el impacto o calidad de sus trabajos. Ni hablar de los

problemas filosóficos que surgen de extrapolar un cierto parámetro de estas

ciencias a las ciencias sociales sin más. También se advierte que en Norteamérica

este sistema está también siendo muy revisado, justo cuando acá parece ser

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aclamado. Uno se pregunta, además, qué sucede con excelentes revistas nacientes,

hasta tanto obtengan una indexación. De algún modo se desalienta a los filósofos

que forman una estructura burocrático-científica a publicar en ellas, de modo que

podríamos estar atrapados en un círculo vicioso. Desde el punto de vista político

cabría preguntarse porqué los investigadores en general no pueden contribuir con

su opinión a este debate, pues esto sería más democrático. Ni hablar de las

contradicciones que un nuevo sistema puede producir con los criterios de mérito

que todavía perviven y en virtud de los cuales un intelectual ascendió en su carrera

académica. En todas estas posiciones yo veo cierto extremismo o falta de matiz. Si

mi intuición es correcta, ¿dónde tú pondrías el acento?

Esta pregunta es muy compleja, larga y aborda muchos aspectos. Creo entender más

o menos a lo que apunta. La divido en mi respuesta en dos aspectos: actividades y

compromiso civil y académico de un filósofo profesional, y el asunto de las

publicaciones.

Hay un compromiso primero que me parece que a un filósofo profesional,

integrado laboralmente a la docencia universitaria, le corresponde de manera

impostergable: hacer bien su propio trabajo, lo que implica un conjunto de interacciones

con pares, alumnos e instituciones. No es infrecuente que este trabajo bastante arduo y

meticuloso, con menos efectos visibles, sea en distintas universidades del país puesto en

un segundo plano. Preparar adecuadamente clases, asesorar y contribuir a la formación

de alumnos, y actividades conexas, no son actividades que deberían verse como aquellas

que nos llevan a encerrarnos en un profesionalismo que da la espalda a la sociedad, y

hacen de sus respectivos actores gentes que, en tanto se abocan a esas actividades, no

hacen cosas que, potencialmente, pueden contribuir a una sociedad un poco mejor.

Claro que se trata de una contribución limitada, potencial, parcial, pero creo que el

desarrollo de esa tarea constituye la principal apuesta social que, como profesionales,

hacemos quienes nos dedicamos a ciencias humanas.

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Lo que no me convence es la idea de que quien trabaja profesionalmente en las

tareas arriba aludidas se aísla de la sociedad. Y por lo tanto, tampoco creo que todos

debamos asumir la palinodia (es aquel canto que se emprende para salvar los errores

cometidos con antelación) de tener que ‘conectarnos’ con la sociedad mediante tareas

que presuntamente llegan directamente a la sociedad. Claro que no estoy en contra de

que un docente, por ejemplo, dé clases en la cárcel. Me ha tocado hacerlo, y lo he

tratado de hacer con responsabilidad; he aprendido algunas cosas al hacerlo, y espero

hacer servido a quienes fueron mis alumnos, gente en general muy necesitada de

instancias similares. Sin embargo, defiendo que la primera tarea que nos hace cumplir

nuestro deber civil es ser buenos profesionales. Recordemos que ser buenos

profesionales involucra un conjunto de actividades que repercuten e interactúan con

distintas facetas de la sociedad civil. Me ha sucedido que alumnos provenientes de

medios socio-culturales no favorecidos suelen reconocer especialmente la manera en

que se les dicta clases, tal vez viendo en ello un factor elemental de respeto y una cierta

confianza en el trabajo.

Alguien podría pensar que o bien ignoro o bien reniego de la figura tradicional

moderna del ‘intelectual’. Creo conocerla, y no la rechazo en general. También creo que

forma una parte de nuestra tarea profesional, en determinadas instancias, emitir opinión

pública, en distintos medios y por distintos canales, sobre tópicos que conciernen al

interés común. Pero si no los consideramos desde el punto de vista de nuestra profesión,

desde el punto de vista del conocimiento con el cual ella puede contribuir a una mejor

discusión general de esos tópicos, se transita un camino resbaladizo en el cual el experto

aparece investido como tal, pero se extralimita en su emisión de juicio, y parece mucho

más entonces a un opinólogo que a un experto. Claro que hay muchos tópicos que

conciernen al interés común y sobre los cuales incluso se nos prepara como

profesionales para entender; por ejemplo, nada menos que la educación.

Soy partidario también de que ante un conjunto de cuestiones y debates que

conciernen a toda la sociedad (e.g. reformas a códigos legales, legalizaciones de

prácticas como la del aborto, sanciones de leyes como la del matrimonio igualitario, o

temas económicos y tributarios, para poner algunos ejemplos frescos en nuestra

memoria en Argentina), la participación pública de profesionales y expertos sea mucho

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mayor de lo que, a mi juicio, lo es en nuestro país. Esto no significa atribuir al experto

un saber en temas comunes, puesto que temas como los mencionados implican un

volumen enorme de conocimiento técnico y de experticia (como se dice ahora) cuya

adquisición por parte de la sociedad tiene costos económicos, además, muy elevados, lo

que fácilmente se calcula en la inversión pública que implica formar un médico, un

ingeniero o un economista. Tal como me lo represento, el rol del experto en contextos

de discusión pública entraña un mejoramiento de la calidad de esa discusión, lo que

supone, obviamente, tanto capacidad de comunicación del conocimiento como

disposición pública a interpelar las opiniones preexistentes.

Sin embargo, también en esta actuación pública el profesional tiene que

restringir su actuación, y ser capaz de actuar aportando su punto de vista de experto.

Cada uno de nosotros es además de profesional otro conjunto de cosas, pero no se

espera que un profesional en su actuación pública anteponga a sus afirmaciones

elementos que provienen de ese otro conjunto de cosas que cada persona posee (e.g.

ideología política). Creo que uno de los déficits principales en la discusión pública en

Argentina, que cabe a varios sectores y a muchos medios de comunicación, proviene de

la pequeña franja que se le otorga a esta interacción que arriba bosquejé entre expertos y

sociedad.

Quizá habría que añadir que la complejidad del conocimiento y de la

organización social moderna hace que los roles de experto y lego se intercambien en

una misma persona varias veces al día. De manera que es improbable que un mismo

individuo o un conjunto de individuos adquiera un poder que desequilibre la sociedad

(concentrando poder en pocas manos), dada la variedad de expertos que hoy existe.

No creo, sin embargo, que esto conlleve un desplazamiento de los políticos por

los expertos. Más bien, la representación anterior indica que en las decisiones cada vez

más complejas que a los miembros de la sociedad civil nos toca tomar (y si uno de

nosotros asume funciones de representación política, esas decisiones pueden tener

mayor incidencia, pero todos tenemos que tomar decisiones como ciudadanos, todos

asentimos o rechazamos un conjunto de normas, etc.) la disposición de información y,

sobre todo, la discusión sea conceptualmente mucho más intensa y clara.

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Que nadie piense que yo creo que estamos en Suecia porque digo esto. A

cualquier argentino que no creció encerrado en Recoleta o en algún country no se le

escapa la tortuga de que para que el anterior bosquejo de interacción entre conocimiento

de los expertos y decisiones tomadas por la sociedad civil y sus representantes, para ser

efectiva, requiere de una homogeneidad socio-cultural de la cual estamos en Argentina

muy lejos, y no sólo por los niveles de pobreza, sino también por el enorme desprestigio

que tiene el conocimiento entre un sector numéricamente muy grande de las clases

económicas acomodadas. Pero esto es ya otro tema.

La segunda parte de esta pregunta (¡te advertí que todo era muy largo y

complejo, amén de opinable!) concierne al asunto de las publicaciones. Esto también es

complejo, aunque mucho menos que el tema anterior, ya que, además, concierne a un

pequeño grupo de personas. Coincido con vos en cuanto a que las humanidades (querría

separar las humanidades, y más particularmente la filosofía, de las ciencias sociales,

para formular mi razonamiento) están siendo sometidas actualmente a parámetros de

evaluación que parecen provenientes de otras áreas, donde la metodología, el trabajo

concreto y diario y los criterios de evaluación de la producción parecen distintos. Esto

es largo de explicar, pero tratemos de señalar algunas cosas.

En primer lugar, la publicación de cosas buenas no es algo que ocurre sólo en

revistas o editoriales internacionalmente reconocidas; esto es ya una perogrullada, pero

conviene machacar en ello. Ahora bien, no creo que de allí debamos inferir: da lo

mismo publicar en cualquier lado, en cualquier lengua, y siguiendo cualquier criterio.

En el área de la filosofía en la que me desempeño hay estándares en nuestras

producciones teóricas que forman parte de procesos de conquistas científicas muy

costosos (también económicamente para la sociedad), y que le dan a una disciplina

herramientas para su elaboración y sofisticación. Esas herramientas están asociadas al

establecimiento de órganos de publicación y prácticas de discusión, como la doble

evaluación anónima en la actualidad. Alcanzar buen nivel de elaboración de ideas y de

desarrollo argumentativo moviéndose por fuera del apego a esas prácticas y a los

órganos de publicación que las implementan me parece más la excepción que la regla.

Por otro lado, abogar por mecanismos de evaluación más articulados y adecuados a cada

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disciplina es algo que forma parte no de una crítica outsider del sistema, sino de una

mejora, eventualmente en algún aspecto drástica, del mismo sistema de difusión y

evaluación de textos y producciones teóricas.

No creas que observo estas cuestiones con la frialdad y la distancia de quien está

plenamente conforme con cómo están las cosas en lo que hace a evaluación y

producción en mi área. Está claro que hay producciones teóricas de excelente nivel en la

filosofía antigua, por ejemplo, que se realizaron bajo condiciones de producción y

evaluación muy distintas en comparación con las que estamos discutiendo actualmente

cuando se formulan indexaciones. En esos casos, pienso que para muchas de esas

importantes obras y sus descollantes autores tenemos que saber reconocer las prácticas

de su tiempo, prácticas que permitían la discusión y examinación de lo producido. Por

ejemplo, personas que desarrollan su actividad en medios académicos donde hay intensa

discusión con sus colegas encuentran en ello un mecanismo de mejora de sus ideas del

que no disponen otras personas que desarrollan su actividad en medios con menor

actividad. En fin, está claro además que el nivel de sofisticación y complejidad del

conocimiento científico actual requiere el trabajo en colaboración y en equipos. Eso

genera también mecanismos para mejorar la producción, en general.

En resumen, creo que necesitamos criterios de evaluación de grano fino,

flexibles y pluralistas. Con esto último quiero decir también que dejemos de

implementar casi absurdos mecanismos cuantitativos de citación para ponderar el valor

de una publicación y un autor. Que reconozcamos también que una producción en

filosofía (en una concepción más o menos clásica, diría yo, de la producción filosófica,

ciertamente) requiere tiempos y plantea exigencias conceptuales muy diferentes de los

que existen en otras ciencias, en las cuales alguien es incluido como autor en una

publicación por haber realizado la observación, descripción y clasificación de cierto

material. Las condiciones de producción en el área de la filosofía antigua exigen, por

ejemplo, la adquisición de un conjunto de conocimientos directa e indirectamente

relacionados con el tema, tal que es sencillamente absurdo plantear que a los seis meses

un becario debería estar en condiciones de presentar un informe de las tareas realizadas.

O bien, al hacerlo, menciona cosas tan necesarias como banales (como ‘he leído

cuidadosamente las fuentes’), de lo cual podríamos prescindir. La escritura de un texto

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de filosofía (de una monografía o de un artículo no meramente dirigidos a argumentar a

favor o en contra de lo que dijo X) requiere una capacidad arquitectónica que comienza

por acomodar los conceptos, conocer el estado de la cuestión, consultar fuentes, etc.,

cuyo tiempo es a menudo extenso; conlleva también una intensidad laboral que,

obsesiones aparte, explica la dedicación que requiere esta profesión e igualmente sus

tiempos de producción propios.

Y en cuanto al idioma de publicación, no voy explayarme más que diciendo que,

aun reconociendo el valor coyuntural de una lingua franca, que todos sabemos cuál es,

abogo por cierto pluralismo lingüístico para las publicaciones y exposiciones en la

filosofía en general. Hay razones dadas por la tradición (la filosofía se ha escrito en

muchos idiomas, por cierto, en algunos con más desarrollo que en otros), de desarrollo

cultural y científico de una nación o de una región, de afianzamiento de una política

científica nacional, y otras de orden expresivo (pues forma parte de la filosofía un

trabajo sobre la propia lengua, algo que suele involucrar el intercambio con otras

lenguas, como cuando se teoriza, desde muy distintas posiciones filosóficas, sobre la

distinción entre 'know that' y 'know how', o cuando se proponer entender la ‘Idea’

platónica y la ‘ousía’ aristotélica (cuyas traducciones por ‘forma’ y ‘sustancia’ están

firmemente establecidas) en el sentido de ‘Anwesenheit’, para poner dos ejemplos

provenientes de distintas tradiciones) y práctico que hacen preciso favorecer un

pluralismo lingüístico en las producciones filosóficas.

En nuestras universidades existen algunos lugares comunes sobre los que a veces

parece políticamente incorrecto plantear públicamente algunas dudas o preguntas.

Yo, particularmente, albergo bastantes preguntas críticas con la universidad

pública Argentina, lo cual no tiene por qué autorizar a inferir que estoy “contra”

un sistema de enseñanza universitaria pública. Todo lo contrario. Pero, entre

muchas preguntas o reflexiones, para no abrumarte, quiero plantearte lo siguiente.

¿Cómo ves el sistema de acceso a la enseñanza universitaria mediante el concurso

de antecedentes y oposición? Uno tiene la impresión de que es un tabú atreverse a

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cuestionar incluso su funcionamiento, ni hablar de formular otros métodos

alternativos existentes en excelentes universidades de otros países (de América

Latina, Europa, Norteamérica, Australia, Canadá, etc.). Mi impresión es que hay

tentáculos de diversos tipos de corrupción que favorecen un medio bastante

cerrado de acceso, endogámico y con una auto-visión de muchos miembros de una

institución de este tipo que se halla por encima de la realidad de excelencia

presupuesta. ¿Cuál es tu perspectiva de un tema tan práctico como éste por su

incidencia en la discusión de política universitaria, pero que también conlleva una

reflexión sobre los fundamentos de legitimidad de las instituciones de enseñanza

superior?

Tal vez tengamos dudas similares sobre la aparente incontestabilidad de los

concursos. Uno puede alegar a favor de ellos que son como la democracia, falible, pero

el mejor sistema. No tendría nada para decir en contra de tal alegato en general. Pero la

discusión acerca de si los concursos son el medio adecuado de acceso a los cargos

puede ser demasiado abstracta porque hay que tener en cuenta el medio, las condiciones

y un conjunto de factores contextuales que eventualmente pueden viciar ya no al

procedimiento, sino a su aplicación concreta. Esto no es, ciertamente, ninguna novedad.

Trato de especificar un par de cosas al respecto, y con ellas me doy por satisfecho en

esta pregunta, y ojalá te deje satisfecho a vos también.

Cuando se llama a un concurso hay que tener en cuenta un conjunto de factores,

por ejemplo, si hay profesores que están en condiciones de asumir, si hay profesores

jóvenes en etapa de formación en la universidad de origen a quienes puede convenir dar

un tiempo para que estén en condiciones de aspirar a un cargo con solvencia; además, el

tribunal que se convoque, y tantas cosas más. Hay un riesgo en todo ello: que pasen a

primar otros criterios de selección por sobre la calidad académica, que el mecanismo de

concursos busca garantizar, aparte de garantizar otros aspectos, como la

democratización en el acceso a los cargos y la transparencia del procedimiento en su

conjunto. Nadie descubre nada si dice que la realidad de los concursos está, en un alto

porcentaje, probablemente, muy por detrás de lograr esos objetivos. Pero yo creo que

allí el problema está más en la actuación profesional de los pares que en el sistema en sí.

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En otras palabras, yo no buscaría inmediatamente en nuestra realidad universitaria

introducir muchos ajustes al sistema de concursos, cuanto más bien favorecer un

conjunto de otras instancias para que los actuantes cometan menos errores. No creo que

logremos esto último poniendo más normas o incisos. Por ejemplo, en casos particulares

se puede discutir si el porcentaje que se asigna a antecedentes y oposición debe ser tal o

cual, pero yo conozco muchos casos en los cuales, para no ir más lejos, la asignación

porcentual está muy cerca de ser algo que uno tiene buenas razones para pensar se

estableció en vistas de favorecer a un determinado candidato. En otro orden, contar con

una lista confiable y transparente de colegas que pueden actuar en los concursos como

jurados, es algo elemental. Recuerdo que ante una sugerencia mía en tal sentido,

formulada en una reunión de consejo de Escuela, un colega me inquirió por qué clase de

lista o procedimiento pretendía yo. Esa clase de situaciones no se solucionan cambiando

el sistema de concursos. Jurados de calidad, específicos y externos parecen ser una

condición indispensable para que el sistema funcione.

Por otro lado, de todas las deficiencias que uno podría señalar en el sistema de

concursos en relación con sus objetivos (acceso democrático a los cargos, algo que se

entendía en su carácter revolucionario frente a la estructura decimonónica de la

universidad argentina a comienzos del S. pasado, con las cátedras heredadas, pero que

hoy habría que actualizar; transparencia en el procedimiento de selección, y calidad

académica), creo que el objetivo de la calidad académica es tal vez el menos satisfecho.

Pero, otra vez, más que una cuestión de forma y procedimiento, creo que el sistema de

concursos está atacado también en este caso por quienes somos sus actores, por el

contexto concreto de la actuación de éstos. Trato de poner un ejemplo. Creo que en

áreas centrales de la filosofía en todo el país hay insuficientes recursos humanos; faltan

incluso especialistas en las regiones económicamente más favorecidas y con mayor

intercambio entre sí y con el exterior. En nuestra área yo no dudaría, si tuviera los

medios, en promover la radicación (parcial o total) de investigadores y profesores del

exterior que permitieran hacer avanzar esas áreas y formar recursos entre los

investigadores jóvenes del país. Algo que va en la dirección correcta, en este aspecto, es

el programa de radicación de investigadores argentinos que trabajaban en el exterior,

que implementó el CONICET con mucho éxito e inteligencia en los últimos años.

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Plantear algo así en el CONICET es posible por varias razones, aunque también

significó un paso más en la dirección de un conjunto de cambios que se vienen

produciendo en ese organismo a lo largo de estos últimos años. Hacer algo similar en la

universidad, en general, parecería chocar ya no sólo contra resistencias individuales,

sino contra aspectos que pueden ser parte del sistema de concursos. No sé cuál de las

dos resistencias, las individuales o las sistemáticas, serían más fuertes. Quisiera poner

más claro qué creo que tenemos que incorporar urgentemente, si es que tengo razón en

que hay áreas centrales, al menos en el campo de la filosofía, que son casi áreas de

vacancia. Creo que el concepto de calidad académica tiene que apuntalarse hoy y

actualizarse en la universidad argentina, o en la parte de ella que desconozco menos,

que es mi propia área, y hacerlo incorporando en las universidades mucho más interés

por tener (disculpas si la expresión suena chocante) los mejores profesores. En áreas que

una unidad académica de una u otra manera defina como sus puntos fuertes, en esas

áreas, esa unidad académica tiene que estar en condiciones de, en un cierto tiempo,

tener muy buenos profesores, buenos grupos, y toda la parafernalia de cosas que hacen a

la calidad académica. La impresión que me llevo no de haber visto desde afuera, sino de

ser de distinta manera parte de algunas unidades académicas en Argentina es que la

identificación de áreas en las cuales va a estar el fuerte y el interés por tener los mejores

docentes disponibles es algo que se deja poco menos que librado al azar. Hay muchos

mecanismos para hacer lo que propongo. La acusación eventual de que los mismos

serían antidemocráticos no me preocupa mucho porque creo que es ligera y errónea. Al

contrario, la universidad pública cumple primariamente con la sociedad estando en

condiciones de elaborar conocimiento, de manera que dejar librado casi a la buena

fortuna las condiciones que lo hacen posible equivale a privarse de poder hacerlo. Creo

que si pasamos de la etapa meramente enunciativa, en cuya generalidad podemos

muchos estar de acuerdo, veríamos rápidamente que las discrepancias en lo concreto

son de gran peso; y creo que es parte del efecto de haber sido lo suficientemente hábil

como para sustraerse a cierta crisis de las instituciones, acaecida en el país en el 2001, y

así auto-protegerse, que la universidad pública no discute suficientemente estos temas

pendientes.

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Desde la universidad berlinesa, un criterio muy común es el de que “filósofo” es

aquel que estudió en una escuela o facultad de filosofía. Sin embargo, hasta antes

de que la filosofía se estructurara en unidades académicas como las facultades de

filosofía muchas personas se dedicaron con ahínco y rigor a la filosofía

produciendo grandes aportes. Inclusive ha habido notables filósofos que no

pasaron originalmente o de forma sistemática por facultades de filosofía, que

primero estudiaron ingeniería mecánica o que pulían espejos y no estaban en una

facultad de filosofía. Más aún está el dato, no menor, de profesores que vienen

originalmente de otras, vgr., la física, la química, la biología, el derecho como en

mi caso, etc., y se han dedicado a la filosofía. ¿Qué definiría entonces una labor y

un abordaje como filosóficos, más allá de la etiología original del pensador en una

cierta facultad o escuela universitaria? ¿Es posible aislar algunos de los rasgos más

relevantes que hacen de una persona, una actividad o un producto teórico

“filosóficos”?

Te confieso que esta pregunta me resulta un tanto confusa. Ciertamente, no hay

garantía de que una actitud filosófica se adquiera por haber cursado estudios en una

facultad de filosofía. ¿Qué serían los rasgos de una persona que podrían adquirirse

exclusivamente en una facultad de filosofía? Yo creo, sin embargo, que excepciones no

son reglas, y que cursar estudios en una facultad o estar integrado a un grupo donde se

estudia filosofía es, en la mayoría de los casos, la manera más adecuada de apropiarse

de un conjunto de conocimientos y competencias argumentativas que, en sus más

diversas ramas, definen un núcleo de temas y abordajes filosóficos. Luego, la filosofía

siempre ha estado en contacto con otras disciplinas y saberes, científicos, humanísticos,

artísticos. El contacto con la ciencia es hoy, obviamente, de una importancia e

intensidad mayor para la filosofía actual. Que en unidades académicas que no son

facultades de filosofía se formen personas con capacidades filosóficas no sorprende ya

que disponen de conocimientos a los que actualmente presta mucha atención la

filosofía, por ejemplo, tanto en la matemática como en la psicología.

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Sin embargo, esta pregunta puede tener otra arista que podemos ejemplificar así:

¿Debe la comisión de filosofía del CONICET admitir en el concurso a becas o ingreso a

carrera proyectos y personas que, aunque incluyan el nombre 'filosofía', no exhiben

competencias filosóficas? Yo creo que no. Lo propio harían o hacen otras comisiones

con potenciales candidatos filósofos que sin haber aprobado Álgebra I se presentaran a

una beca en la comisión de matemática. Esto no va en contra ni del pluralismo

metodológico ni de la interdisciplinariedad. La filosofía es una disciplina que presenta

en este aspecto aristas peculiares, ya que hay una filosofía de la ciencia general, pero

también filosofía de la física, de la biología, e historia de la ciencia, del arte, estética,

filosofía de la historia, etc. Sin embargo, y más allá de que alguien con formación

filosófica que trabaje en esas áreas entre en interacción con otros colegas físicos,

matemáticos, historiadores, artistas, etc., y que ello sea incluso necesario e

imprescindible para desempeñarse bien en su área disciplinar (pretender hacer filosofía

de la economía sin conocer economía es, ciertamente, un absurdo), creo que hay varios

factores que le dan impronta filosófica a un proyecto o a un artículo o libro que sea

'filosofía de ...' No estoy seguro de poder hacer una lista de esos factores o esas

características, pero sin ser exhaustivo, quizá uno podría considerar: trazado de

relaciones con teorías filosóficas, consideración de la historia de la filosofía,

argumentación filosófica... Pero claro, dentro de la gente que hace filosofía hay una

gran variedad de concepciones acerca de lo que es una argumentación filosófica, por

ejemplo. Quizá sería más fácil detectar ante un caso concreto qué cosas le faltan a un

cierto proyecto para pertenecer al área de la filosofía, y creo que esas cosas son

importantes y en ocasiones bastante evidentes. La filosofía debe defender hoy su

especificidad frente a distintas áreas con las cuales no considero que guarde una

relación disciplinar y metodológica estrecha, por ejemplo, algunas ciencias sociales. Un

trabajo filosófico, en el área que sea, supone cosas una movilización de conceptos y

argumentos filosóficos que, estando ausentes (claro, también de trabajos sobre filósofos,

ya que no por el solo hecho de que uno escriba un trabajo sobre un filósofo ese escrito

satisfará condiciones de argumentación y precisión conceptual) resultan bastante

evidentes y, en algunos casos, de una ingenuidad conceptual impropia de un trabajo

filosófico.

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Una de tus áreas de mayor dedicación es la filosofía antigua. Esta disciplina es

diferenciada por sus temas y autores de la filosofía medieval, la moderna y la

contemporánea. ¿Qué perspectivas metodológicas y problemáticas son las que

diferenciarían esta división disciplinar de la filosofía por períodos y la historia de

la filosofía como disciplina filosófica?

La división histórica de la filosofía parece hoy bastante evidente y hasta cierto

punto útil, sobre todo para organizar un curriculum de estudio. Es difícil identificar, sin

embargo, aspectos metodológicos diferenciales entre algunas de esas áreas. Puede haber

problemas que son característicos de la filosofía moderna, por ejemplo, el enfoque en el

rol del sujeto y su relación con el mundo, es decir, un enfoque de lo que solemos llamar

teoría del conocimiento. Pero uno puede leer también con ese enfoque, y se lo ha hecho

muy productivamente, el Teeteto de Platón. Algo similar ocurriría con otras teorías y

enfoques más propiamente desarrollados en distintas áreas históricas de la filosofía. Yo

creo que disciplinalmente a la filosofía antigua le corresponden ciertas capacidades

quemutatis mutandis se dan otras áreas históricas, y que en el caso de la filosofía

antigua tienen rasgos peculiares. Por ejemplo, el manejo de fuentes, una capacidad sin la

cual es muy difícil llevar a cabo un trabajo serio sobre cualquier tema, autor o problema

en la filosofía antigua. En este sentido, hay que recordar que la disciplina se conformó

con su arsenal metodológico y comenzó a ampliar su conjunto de problemas cuando, y

sólo cuando, comenzaron a editarse y comentarse los textos antiguos primarios y sus

comentarios, por ejemplo, el De anima de Aristóteles y sus comentadores antiguos. A

partir de la disposición de ese insumo elemental, el conocimiento de los textos, se fue

identificando y distinguiendo un conjunto de problemas característicos de nuestra área,

algo que sigue sin haber mermado su intensidad. Por ejemplo, la reciente edición, con

traducción y comentario,de los fragmentos de los estoicos, un enorme trabajo, por parte

de Boeri y Salles, seguramente abrirá una nueva etapa, al menos en nuestra amplia área

hispanoparlante, en los estudios de esos autores.

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Por lo demás, el desarrollo fructífero y a un alto nivel conceptual y

argumentativo en la discusión, ya no sólo en la exégesis textual, en el área de la filosofía

antigua, tal como ocurrió en el S. XX, no tuvo lugar, y esto no casualmente, sino por

medio de la interacciónde aquellos autores antiguos con otros modernos y

contemporáneos. Esto no sólo ocurrió en la recepción de Platón y Aristóteles por

hombres educados en la tradición de la filosofía analítica; Gadamer, por intermedio de

Heidegger, es otro claro ejemplo, proveniente de una corriente distinta; los neokantianos

y su recepción de Platón, son otro caso representativo. En todos ellos hay el interés de

interrogar desde perspectivas y problemas actuales cuál es la posición de un filósofo

antiguo determinado; en algunos de ellos, con más consistencia que en otros, hay

también la capacidad de 'dar la palabra', traduciendo a nuestro vocabulario y conceptos,

al filósofo antiguo del caso, y así en ocasiones obtener de él insights 'nuevos' para un

problema.

Luego también está el aspecto relativo a si los problemas de la filosofía, algunos

de ellos al menos, se delimitan fuera de la historia de la disciplina. Si no es así, como yo

creo efectivamente, la interacción con autores históricos es parte de la delimitación de

un problema, por más que éste tenga aristas propias de una época posterior al autor

antiguo. Es parte, además, de la experticia del filósofo (al menos de aquel que se ocupa

en realizar esa interacción al plantear un problema que a él le interesa) saber hacer

efectivo el contexto histórico que delimita cierto concepto en su uso por un filósofo

determinado. Creo que así se evitan no tan sólo bastante evidentes anacronismos, sino

también la situación hermenéuticamente poco fructífera en la cual la voz del filósofo

antiguo es un mero eco de lo que afirma el contemporáneo. Buscar el equilibrio entre

conocimiento del contexto histórico-filosófico, por un lado, y el uso de herramientas y

conceptos dúctiles y precisos, provistos por distintas áreas de la filosofía

contemporánea, da lugar a los resultados teóricamente más fructíferos. Si uno observa la

pertenencia disciplinar de quienes los obtienen, especialmente en la actualidad,

encuentra tanto personas que hacen con mucha competencia historia de la filosofía

antigua y filosofía de la acción, metafísica, lógica, etc.; como otras que tienen

primariamente una producción en áreas disciplinares de la filosofía no históricamente

delimitadas, pero que incluyen entre sus interlocutores a filósofos antiguos, medievales

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o modernos. Para poner un par nombres: P.F. Strawson con Kant y H.-G. Gadamer con

Platón.

Como una desagregación más específica de la pregunta anterior, quisiera

plantearte lo siguiente: Sueles emplear en tus artículos herramientas de la filosofía

analítica contemporánea, sea en términos de categorías sofisticadas de metafísica,

de la filosofía del lenguaje o de la mente. Ahora bien, según una visión tradicional,

el filósofo analítico brinda reconstrucciones racionales que se desentienden del

componente histórico de los conceptos o de ciertos conceptos filosóficos. ¿Cómo

vislumbras la relación que se puede establecer entre análisis o reconstrucción

racional e historia?

Creo que todos conocemos el interesante artículo de Richard Rorty sobre los

géneros historiográficos en la filosofía. No es éste el lugar para discutir algunos

aspectos que allí pueden parecer algo forzados o quizá excesivamente esquemáticos.

Voy a tratar de decir dos cosas bastante personales sobre la cuestión de tu pregunta. En

primer lugar, mi primera formación en la filosofía y algunos comienzos al menos

tienen una fuerza configuradora especial no fue la de quien se interesaba exclusiva ni

primariamente por la historia de la filosofía, como quien se formaba para ser un

historiador de la filosofía. Debo reconocer que para serlo tengo falencias grandes en mi

formación. A mí me interesó siempre el aspecto conceptual y sistemático de la filosofía.

Sin embargo, los autores que de alguna manera más me atrajeron tenían un importante

sentido histórico. Por ello es que mi intento de usar herramientas conceptuales de la

filosofía analítica actual, pero no exclusivamente de esa corriente filosófica, en la

interpretación de los textos de Aristóteles, por ejemplo, me resulta bastante natural y

espontáneo. Los alemanes de la primera mitad del S. XX usaban una categoría

hermenéutica, la de interpretación ‘histórico-sistemática’. Con ello querían señalar que

el interés estaba puesto en un armazón conceptual históricamente localizado, y a la vez

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que el contenido de esos conceptos no podía determinarse sin atender a su configuración

histórica. A grandes rasgos, yo me identifico con esa categoría.

Por otro lado, es algo exagerado, y quizá fruto de cierto desconocimiento de la

historia de la filosofía, incluso de la más reciente, suponer que reconstrucciones

racionales sólo fueron practicadas por los filósofos analíticos. También las hicieron

autores provenientes del neokantismo o de la fenomenología, si por reconstrucción

racional entendemos la explicitación de presupuestos e implicaciones implícitos en la

teoría de cierto autor, con el fin de examinar su plausibilidad desde un punto de vista

racional. No es preciso suponer que la racionalidad manifiesta en una argumentación no

está imbuida en un conjunto de conceptos con un contenido históricamente

determinable, para aceptar que reconstrucciones racionales es algo a lo que aspiran

autores de distintas corrientes. Una reconstrucción racional no desprovista de sentido

histórico permite poner a un autor de la historia de la filosofía a un nivel de discusión

que yo supongo que es aquel al cual el autor aspira para sus propias tesis. En tal sentido

acepto tales reconstrucciones y no veo en ellas un riesgo de anacronismo inminente.

En la actualidad, además, vemos que muchos autores educados en la filosofía

analítica, y Rorty es un ejemplo sobresaliente en este sentido (más allá de que

personalmente no tengo mucha simpatía por algunas de sus tesis), pero tomemos

también a McDowell o a P. F. Strawson, utilizan entre sus insumos teóricos o al menos

incluyen entre sus interlocutores no sólo a filósofos clásicos (Platón, Aristóteles, Tomás

de Aquino, Descartes, Hume, Leibniz, Kant), sino también a ‘continentales’ modernos y

contemporáneos (Hegel, Heidegger, Merleau-Ponty) estilísticamente bastante alejados,

en algunos casos, de la filosofía analítica clásica. Esto me parece que indica un notable

cambio en esa corriente, que tal vez pueda entenderse como una saludable ampliación

de temas que la ocupan, una vez que declinó el efecto del giro lingüístico y se

incorporó, por ejemplo, el interés por lo mental, la percepción, las emociones, lo social,

etc.

Por otro lado, un filósofo educado en la filosofía analítica que se ocupa de autores

de la historia de la filosofía, siendo o no un historiador de la filosofía en sentido estricto,

es alguien que, hoy en día, no tiene tantos rasgos exclusivamente analíticos. Su

producción se destaca por la reconstrucción de argumentos, la precisión conceptual y un

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uso más o menos importante, según los casos, de teorías actuales sobre el lenguaje, los

conceptos, la acción o la metafísica. Pero yo diría que, al menos en ciertos enfoques

metodológicos de la filosofía actual, eso ha pasado a ser un bien generalizado, ya no

exclusivamente perteneciente al filósofo analítico. Tal vez se trate de un cierto triunfo

de la filosofía analítica, pero conseguido al costo de haber moderado mucho sus

expectativas iniciales relacionadas, por ejemplo, con el cientificismo, la teoría

verificacionista del significado y la defenestración de la metafísica, tesis clásicas del

positivismo lógico. Ese cambio, como sabemos, comenzó desde dentro de la filosofía

analítica misma, con autores como Quine y su crítica a los dos dogmas del empirismo.

Pero también me parece que ha sido el resultado de un conocimiento más preciso de la

historia de la filosofía que poseen los filósofos analíticos más recientes.

Quisiera volver a una expresión de tu pregunta. Usando esa expresión pareces

sugerir que quien se sirve de herramientas de la filosofía analítica en la interpretación de

textos y teorías de la filosofía antigua, por caso, de alguna manera cualifica el nivel de

su producción con herramientas sofisticadas. Yo creo que eso es así, sería imposible

negarlo rotundamente, y todos quienes lo hacemos creemos que efectivamente nuestro

nivel de discusión actual, por ejemplo, sobre el hilemorfismo de Aristóteles es bastante

más articulado en cuanto a opciones teóricas examinadas, bastante más claro en el uso

de conceptos y en parte también más sólido en cuanto a la reconstrucción y el

ofrecimiento de una teoría, si lo comparamos incluso con buenos libros anteriores que

no utilizaban esas herramientas. Esto me parece característico del intercambio entre la

filosofía analítica concebida en un sentido amplio y con una fuerte impronta

metodológica y la interpretación de la filosofía en la actualidad. Sin embargo, habría

que agregar, por el otro lado, que muchos de los textos antiguos examinados contienen

una sofisticación en cuanto a las ideas que no siempre se corresponde con una expresión

conceptual y lógica al mismo nivel; de allí que son textos que realmente soportan que se

los cargue con toda una parafernalia de distinciones actuales, con distinciones

conceptuales que les resultan ajenas y con análisis lógicos que van más allá de lo que

hicieron autores de aquella época. Ahora bien, esto indica que los mismos antiguos

contienen una sofisticación también.

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En esta manera de hacer filosofía, que es capaz de validar la sofisticación de un

texto histórico, me parece que sigue habiendo mucho por recoger para nuestras

discusiones no primeramente enfocadas en la hermenéutica de un autor perteneciente a

la historia de la filosofía. Uno puede sentirse más o menos impresionado por la

originalidad con la cual notables filósofos contemporáneos Wittgenstein suele citarse

como el caso paradigmático en tal sentido plantearon cuestiones en una determinada

área y la transformaron de manera tal que lo que posteriormente pasó a entenderse como

temas de discusión pertenecientes a esa área no habría adquirido la configuración que

llegó a adquirir si aquel filósofo original no hubiera existido. Yo comparto esa

admiración, aunque limitadamente. Quien hace historia de la filosofía aprende a mitigar

esas impresiones, a menudo porque se da cuenta de que importantes innovaciones son

producto de planteos previos de otros autores menos conocidos. Así sucede, por

ejemplo, con la teoría de las categorías de Aristóteles, lo que obviamente no le resta

importancia a lo que Aristóteles llegó a hacer con esa teoría. Pero esta última

importancia tiene mucho más que ver con el trabajo sistemático que con el valor de una

jugada genial. Creo que esto se repite en otras áreas filosóficas. De allí que en la

filosofía, así considerada, la distinción entre primeras figuras y figuras secundarias,

asignando a las primeras la inspiración genial y a las segundas el arduo trabajo de

albañilería conceptual, me parece engañosa y algo desviante para entender procesos de

elaboración teórica, que es lo que está en el centro del asunto. De allí que la tarea

interpretativa, en la filosofía, no sea una tarea reservada exclusivamente al actor de

reparto.

Finalmente y para no abusar de tu tiempo quisiera que reflexionaras de manera

sintética, si te fuera posible, sobre la importancia de leer a los filósofos que

podríamos llamar “clásicos”. Esos que persisten en diferentes etapas y que nos

siguen ayudando a comprender la naturaleza de los problemas filosóficos. ¿Te

parece que se puede hacer buena filosofía sin tener en cuenta en forma consciente

a los clásicos? Una primera impresión podría responder que sí. A lo mejor un buen

lógico no necesita conocer cómo era la concepción lógica de los estoicos para

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producir una lógica potente. O, para poner otro ejemplo, un filósofo de la mente

puede hacer una contribución destacada con total prescindencia de una deferencia

por los clásicos. ¿Te parece que esto es correcto o tendrías alguna objeción?

Ésta es una pregunta que contiene algo de capcioso en la parte final. Nadie

podría plantear objeciones a quien hiciera innovaciones en un área de la filosofía

determinada sin atención a autores llamados clásicos. Uno debería estar agradecido a

quien haga innovaciones en un campo tan difícil como la filosofía. Pero creo que lo

interesante del asunto no está allí. Como vos mismo lo hacés en tu pregunta, cuando se

piensa en áreas donde se han hecho importantes innovaciones sin recurrir a

conocimientos de historia de la filosofía, se tiene en cuenta especialmente la lógica. Sin

embargo, se podría recordar que los grandes innovadores de la lógica, los inventores de

la lógica moderna, pongamos como ejemplo a Frege, no eran autores que en su propia

elaboración dejaran de recurrir a la discusión con otros autores de su área. A menudo,

como en el caso de Frege en, por ejemplo, los Grundlagen der Arithmetik, buena parte

de la elaboración de su teoría surge de una controversia con otros autores. Que algunos

de ellos puedan o no ser los canonizados en el grupo de los llamados 'clásicos', es una

cuestión hasta cierto punto menor. Frege discute, por lo demás, de manera directa o

indirecta, con clásicos, como Aristóteles, Leibniz, y con su contemporáneo Husserl, hoy

ingresado al canon junto con el mismo Frege. Lo que quiero ejemplificar con este caso

es que me parece característico de un área como la filosofía la discusión con autores

importantes; eso forma parte de la misma elaboración de una teoría filosófica. Y si es

así, conocer a algunos autores importantes para poder discutirlos es una ventaja para

quien pretende elaborar una teoría o perfilar mejor algunos aspectos de otra teoría

preexistente. En la filosofía no es el caso que uno sale al campo a hacer observaciones,

ciertamente. Nuestro análogo al trabajo de campo al es la interpretación de los

documentos de autores que se relacionan con nuestra área o con nuestros intereses. Por

eso también es parte de la educación filosófica aprender a tratar con esos documentos,

lo que incluye una correcta exégesis en atención a la especifidad histórica de los

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mismos. No es necesario estar citando de manera regular esos documentos en un trabajo

para certificar que el escritor los está teniendo en cuenta en su discusión.

Ahora bien, admitiendo que elaborar una teoría filosófica conlleva en mayor o

menor medida una discusión con otros autores del área, y regularmente más con los más

influyentes de dicha área, con los clásicos si es que los hay en esa área (me pregunto si

ya hay clásicos en la filosofía de la mente, quizá G. Ryle lo sea), hay diversas maneras

de considerar esos documentos. El interés de quien se propone reconstruir el

pensamiento de tal o cual clásico lo obliga a considerar sus textos de una manera

diversa respecto de aquel que intenta poner en discusión cierta afirmación de ese autor.

Por otro lado está la categoría de 'clásico' que vos introdujiste en tu pregunta y

que en mi respuesta he tratado de eludir un poco, al hablar de autores influyentes,

importantes, etc. en un área determinada, aunque no porque reniegue de aquella

categoría. Anticipando parte de su propia concepción hermenéutica, Gadamer hace una

interesante caracterización de lo clásico, que también cabe a la filosofía. Creo que él

caracteriza lo clásico no como aquello que está consagrado en un museo y existe aislado

de la historia, sino en cambio como la característica de una obra o de un autor según la

cual esa obra o ese autor suscitan la elaboración de nuevos puntos de vista en otras

obras o autores posteriores a partir de la confrontación con aquella obra o aquel autor

desde el punto de vista del lector posterior. Esto parece bastante lógico porque 'clásico'

es un calificativo que aplica la posteridad, y lo hace, naturalmente, desde el punto de

vista de los intereses y criterios de la época en la que se inscribe dicha posteridad. Pero

además esta caracterización acierta en reconocer queciertas obras o ciertos autores

(hablo primeramente del caso de la filosofía) tienen la fuerza de configurar campos de

cuestiones y conceptos, lo que explica que tales obras y autores aparezcan y reaparezcan

asociados a ese campo. Un autor clásico en filosofía parece ser un autor con una potente

y amplia producción, incluso diversa, aunque eso puede variar. Frege no trabajó en la

variedad de campos en que lo hizo Leibniz, aunque de alguna manera los dos son

clásicos.

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Como sabes, esta revista tiene un interés directo o mediato por cuestiones

prácticas; vgr, la moralidad, la política, la religión, el derecho, la estética, la

tecnología o la economía. Quisiera llevar la entrevista ahora en esta dirección

“práctica”. Si pudieras hacer una especie de síntesis de las aportaciones de dos

figuras centrales como Platón y Aristóteles ¿cómo reconstruirías la relación que se

puede establecer, con pie en ellos, entre conocimiento teórico y conocimiento

práctico?

Bueno, esto es muy difícil y entraña una exigencia teórica de una escala a cuya

altura no creo estar; no puedo ahora hacer una síntesis de las aportaciones de Platón y

Aristóteles, pero sí podría intentar expresar de una manera muy elemental y general

cómo creo que para ellos se articula la relación teoría-praxis.

Desde nuestro punto de vista moderno, tanto Platón como Aristóteles podríamos

afirmar que otorgan un predominio a la teoría ante la praxis. Hay célebres textos de

ambos autores en los cuales se elogia y premia la vida denominada 'contemplativa' o

'teórica' como la más perfecta para un ser que, como el humano, tiene capacidad

racional. La posesión de razón parece ser para ambos una posibilidad de desarrollar un

modo de vida, pero a la vez parece entrañar un compromiso para desarrollar ese modo

de vida específico, siempre que esa capacidad se asuma plenamente. Ambos autores han

vinculado ciertas características a la vida teórica, por ejemplo, la de auto-suficiencia.

También la de sustraerse a las vicisitudes de la contingencia; y al hacer esto último

parecen haber subordinado a la vida teórica la vida práctica o la vida política, que

incluye la dimensión de la acción, es decir, de lo que ambos delimitan como 'ética'.

¿Significa esto que Platón y Aristóteles buscaron un cielo de entidades inmutables (en

síntesis, las esencias) que sería contactado por el intelecto humano y que, a la vez que

constituir lo más propio del humano, le traería al ser humano concreto la realización de

rasgos que lo llevarían a éste a su propio límite, pero que respondería a su vez al deseo

racional humano?

Sabemos bien que hay disputa entre los especialistas al hablar de Platón y

Aristóteles en su conjunto sobre este tema, lo que hacemos suponiendo que ambos

comparten una misma posición básica al respecto. La posición de Aristóteles en algunos

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textos de la Ética Nicomáquea puede presentar alguna alternativa a favor de la vida

práctica. Pero también tenemos textos de Platón que así lo hacen; por ejemplo, la

obligación impuesta al filósofo, quien tras contemplar las Ideas fuera de la Caverna,

debe volver a prestar servicio a la comunidad política.

Creo que cualquier lector moderno de los textos que establecen la autonomía de

la contemplación tiene la sospecha de que tal clase de cosa no produce el efecto que

Platón y Aristóteles le adjudican, es decir, felicidad para el ser humano. Cuanto más, la

contemplación podría parecer que conlleva un estado de realización para el intelecto;

pero entonces ya no parecen estos autores hablar del humano en la complejidad que

ellos mismos reconocen en lo humano. Así, hay autores modernos, por

ejemploTugendhat, que rechazan que el concepto de filosofía pueda delimitarse a partir

de un ideal de vida teórica, como el que parecen haber compartido Platón y Aristóteles.

Entonces hay aquí una doble dificultad: la de determinar con claridad en qué

puede consistir la vida teórica, y la de determinar si tal clase de vida puede configurar

nuestro concepto aceptable de filosofía. La primera cuestión es extremadamente

compleja desde el punto de vista interpretativo; la segunda no lo es menos desde el

punto de vista de la preferencia, si se quiere hablar así, por un concepto de filosofía. No

voy a tratar de responder a la segunda, y sobre la primera diré apenas que el esfuerzo

interpretativo creo que tiene que estar puesto en integrar expresiones que pueden

resultar muy abstractas, y hasta abstrusas, al contexto teórico al que pertenecen. La vida

teórica puede querer decir para Platón y Aristóteles algo bastante pedestre y no

exclusivamente algo que conlleva condiciones de excepción, como la separación real

del alma respecto del cuerpo para poder efectivizarse. Pues en las filosofías de ambos

hay en la preferencia por el conocimiento teórico una faz socrática que hace humana a

una vida. Me refiero al auto-examen racional. Pero además en ambos autores, y en

particular en Aristóteles, está vigente la idea de que la racionalidad es fruto de un

ejercicio y se adquiere paulatinamente mediante prácticas en el campo teórico (por

ejemplo, explicar mediante demostraciones las creencias acerca del mundo que

consideramos aceptables) y hábitos en el campo práctico (por ejemplo, la educación y el

control de las pasiones que nos permiten ejercitar la prudencia). Si es así, la existencia

plenamente racional del ser humano se encuadra en contextos fácticos, y aunque tanto

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Platón como Aristóteles hacen depender dicha clase de existencia respecto de cierta

clase de propiedades que ambos incluyen en sus respectivos armarios ontológicos, la

vida racional, e incluso la vida puramente teórica, se muestran como resultados de

ciertas conductas que muestran rasgos característicos de la acción humana. Así, por

ejemplo, y ciertamente dentro de un contexto general de ataque a la Idea platónica del

Bien, en Ética Nicomáquea I 7 (dicho ataque está concentrado en el capítulo

precedente) Aristóteles delimita los rasgos de perfección y auto-suficiencia,

característicos de lo que es bueno, a partir de argumentos que buscan reconocer tales

rasgos dentro de lo que creemos que es bueno en el orden de la acción y de lo realizable

por parte del ser humano. A pesar de lo que podría pensar Aristóteles, creo que Platón

en el Filebo toma una orientación similar al identificar casi esos mismos rasgos como

características de lo que es bueno.

En el terreno también de la ética hoy es cada vez mayor el interés por las

emociones y su papel en la percepción, deliberación o razonamiento prácticos.

¿Cuál es la concepción filosófica antigua que te parece más defendible por su

acierto conceptual en cuanto a relacionar de manera virtuosa percepción,

emociones y razonamiento práctico?

La filosofía de Aristóteles parece ser la teoría antigua más detallada, además de

la eventualmente más convincente, lo que entraña otra clase de juicio, sobre percepción,

emociones y razonamiento práctico. Establecerla como la más defendible de manera

más o menos exhaustiva entrañaría una consideración de otro género, pero en relación

con algunos de sus argumentos uno puede traer a colación ahora el programa de su

Acerca del alma. El alma es para Aristóteles un principio de vida, y la vida se reconoce

por dos características principales: la percepción y el movimiento. Aristóteles se dedica

largamente a explicar las facultades que distinguen los organismos según la clase de

vida; la facultad perceptiva es una de ellas. Pero además el alma es principio del

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movimiento, y Aristóteles cree que lo que explica la locomoción es el deseo, al que

define como apetito de lo agradable. En el caso de animales racionales, esta misma

estructura motivacional del deseo está calificada por la racionalidad, de manera tal que

Aristóteles hace al fin del deseo el comienzo de la deliberación (el aspecto cognitivo de

la racionalidad práctica) y al fin de ésta el comienzo de la acción, en la medida en que

adoptar un curso de acción es producto de una deliberación sobre los medios a elegir y

tiene como fuente de su motivación al deseo, el cual, en el caso de animales racionales y

políticos, tiene como fin aquello que se cree que es bueno. La educación moral consiste

básicamente, en este contexto, en ser capaz de reconocer lo realmente bueno para

nosotros, y por supuesto en predisponernos mediante el hábito a alcanzar un estado

mental estable que nos permita reconocer y querer realizar lo realmente bueno en las

más diversas circunstancias. Aristóteles defendió una concepción así frente tanto a

variantes del relativismo y el anti-fundamentismo en la ética, como también frente al

intelectualismo socrático que no hace justicia a la importancia del hábito en la acción y

en la elección en el orden práctico. El intelectualismo socrático y cierta teoría del alma

que otorga al intelecto un rol que, desde el punto de vista aristotélico, aparece como

separado de las emociones, pervive en el estoicismo. Aristóteles también se enfrenta,

decantándose del mismo lado que su maestro, Platón, a variantes de hedonismo, a las

que puede atacar con su distinción entre bien real y bien aparente.

Un aspecto característico de la articulación aristotélica de la praxis humana se

encuentra en aquel programa de Acerca del alma que recordé recién. En efecto, allí se

pone de manifiesto que Aristóteles articula la naturaleza con la dimensión normativa de

una manera que puede ofrecer una genuina alternativa a la oposición moderna entre

ambos dominios. Habría que añadir que Aristóteles ancla la normatividad en las

costumbres y en la misma acción humana; sin embargo, posiblemente ese anclaje no

implique que las costumbres históricamente aceptadas decidan sobre la justificación de

una elección racional a favor de un curso de acción. Lo históricamente dado no sería,

según esto, auto-justificado (en contra de lo que al respecto sostuvo Tugendhat sobre la

posición de Aristóteles), en la medida en que la normatividad intrínseca a las

costumbres aceptadas puede ser vista como el punto de partida, pero no el de llegada,

para una concepción que, como la aristotélica, involucra en la tarea de justificación el

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examen de las creencias sobre lo bueno. Alguien puede pensar que Aristóteles o bien

está obligado a moverse siempre dentro de creencias para determinar qué es lo que

justifica un curso de acción, o sale fuera de las creencia para encontrar una justificación,

hacia un mundo que no las incluye, pero que, por esa misma razón, tampoco podría

alegarse para justificar la acción. Así, Aristóteles estaría ante un atolladero.

Aristóteles tiene un argumento, no exento de controversias interpretativas, para

determinar qué es lo bueno para el hombre; se trata del llamado ‘argumento del érgon’ o

‘función’, es decir, aquel argumento que intenta identificar qué es lo bueno para el

hombre atendiendo a cuál es la propia función del ser humano. En cierto pasaje

Aristóteles sostiene que la esencia de una cosa es su función; y en otro que lo bueno está

en la función.

El argumento del érgon es central para la ética aristotélica, y puede ser también

un caso para reconsiderar lo que conversamos antes acerca de las habilidades del

especialista en Aristóteles para buscar una alternativa ‘antigua’ a un atolladero

característicamente ‘moderno’, y aparentemente, al menos para algunas posiciones en la

ética contemporánea, algo dramático para nuestra propia argumentación acerca de la

justificación de un curso de acción como el mejor o el más adecuado. No estoy para

nada seguro de tener una buena respuesta aristotélica (ni conforme al texto de

Aristóteles ni conforme a la dimensión del problema sistemático de la justificación)

sobre este problema, pero voy a arriesgarme en esta última respuesta a ofrecer un mero

bosquejo, que no es mío original ¡el conocimiento histórico ayuda a morigerar

nuestra vanidad!, de lo que podría ser una salida defendible en los dos sentidos antes

mencionados (es decir, histórica y sistemáticamente). La discusión que tengo en cuenta

al escribir mi breve bosquejo laxo de respuesta aristotélica se encuentra en el conocido

libro de McDowell, Mind and World (Lecture IV § 7.), pero podría (y debería)

enriquecerse y perfilarse con mucha más precisión y creatividad atendiendo a otras

interpretaciones de la phrónesis aristotélica.

Lateralmente, es interesante en relación con algunas de tus preguntas anteriores

que McDowell crea que la visión ‘naturalista’ de la justificación a la que apelaría

Aristóteles es lo que aquel llama una ‘historicalmonstrosity’, es decir, un ‘anacronismo’

originado en el corte tajante entre naturaleza y razón efectuado en la época de la ciencia

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natural moderna. Lo que esto implicaría metodológicamente es que para solucionar un

problema sistemático serio referido a la justificación de la acción humana tenemos que

recuperar un horizonte histórico divergente del característicamente moderno al que

primariamente pertenecemos, y que está asociado al concepto de ‘naturaleza’ que se

forma en la ciencia natural de esa época. Esto no quiere decir que sea posible ni que se

sugiera pasar por alto la ciencia natural moderna; lo que no es el caso ya que nuestra

misma inquietud vinculada con la justificación está determinada por nuestra propia

posición moderna, que en la ética puede caracterizarse como una posición condicionada

por la división paralela que efectuó Kant entre dos razones, la teórica y la práctica. La

opción que al respecto puede ofrecernos Aristóteles consiste en evitar tener que recurrir

a un a priori práctico, que a su vez se funda en la suposición de nuestra pertenencia a un

reino supranatural, para justificar nuestras acciones, pero sin que tal evitación implique

volver a buscar en la naturaleza la misma que estaría por debajo de aquel reino

supranatural la justificación de la acción racional y del orden práctico humano. La

opción que ofrecería Aristóteles consistiría en plantear esta cuestión sin que exista una

tensión como la que crea el planteo característicamente moderno entre naturaleza y

razón. Aun cuando fracasáramos en hallar una opción aristotélica viable, ya el solo

hecho de poder buscar gracias a Aristóteles una alternativa muestra la permeabilidad

que existe entre al menos ciertos horizontes históricos de comprensión de un problema,

y muestra también, de paso, la ‘utilidad de la historia para la vida’.

Con el argumento del érgon, que Aristóteles desarrolla en Ética Nicomáquea I 7,

1097b24 ss.buscando determinar con mayor precisión una creencia unánimemente

aceptada, la de que la felicidad es lo máximamente bueno para nosotros,él no apunta a

identificar una posesión natural que el hombre, entre otras especies, tendría por el hecho

de pertenecer al orden biológico. Si el argumento de Aristóteles fuera ése, es decir, si él

le otorgara a la naturaleza un rol que ésta no juega en sus argumentaciones éticas,

entonces la posesión de una facultad intelectiva sería aquello específicamente humano

que, en el orden de una scalanaturae, nos distinguiría de otras especies. De ese orden

natural habría que obtener qué es lo bueno para el hombre en el orden de la acción. Sin

embargo, Aristóteles no parece apelar a una ‘naturaleza’ entendida en ese sentido

cuando, por ejemplo, califica al hombre como un animal político ‘por naturaleza’ (EN I

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7, 1097b11; Pol. I 2, 1253a2-3). El ámbito de pertenencia de esa ‘naturaleza’ humana

no es una scalade aquel tipouna idea que Aristóteles ciertamente introduce, pero en

otro contexto, sino, en cambio, en ese caso, la pólis.

El argumento del érgon viene después de que Aristóteles ha rechazado que el

bien sea un concepto general, un universal platónico; y también que, si ello existiera, tal

cosapudiera tener alguna utilidad para alcanzar los bienes que se pretenden realizar en

distintas actividades humanas. Tal clase de bien platónico, podríamos decir quizá

anacrónicamente, pertenecería, a ojos de Aristóteles, al orden de lo ‘suprasensible’, en

sentido kantiano. Para Aristóteles, ese concepto de bien platónico no surgiría de las

creencias humanas acerca de lo que hay de bueno en nuestras actividades. Ahora bien,

con este argumento Aristóteles trata de identificar una realización peculiar de las

actividades humanas; al hacerlo, él no apela simplemente a la posesión de una facultad

intelectual, sino a una clase de actividad que característicamente puede desarrollarse por

poseer dicha facultad. Lo propio del hombre sería cierta actividad peculiar de un ser que

posee razón (1098a3-4). Aristóteles enfatiza el carácter de ejercicio activo de esa

capacidad, ya que no es algo por lo cual el hombre sea inactivo ni tampoco algo que

realmente posea sin hacer uso de ello. Esa función propia del hombre una actividad

que él desarrolla conforme a la razón es a la vez algo que el hombre posee ‘por

naturaleza’ y algo por lo cual él pertenece a un orden específicamente humano de

comportamiento: algo por lo cual el hombre es virtuosoo excelente en tanto que hombre

(1098a8-9), es decir, aquello por lo cual la actividad propiamente humana se hace bien o

virtuosamente, o sea, una actividad que consiste en un conjunto de comportamientos

podemos entender las virtudes como un modo de comportarse en distintas referencias

y relaciones definidos como específicamente humanos a partir de lo que explica que

tales comportamientos sean actividades desarrolladas de manera humana. Y desarrollar

una actividad de manera humana implica hacerlo aplicando la razón práctica. La razón

práctica no es una virtud más entre las otras, no se inscribe en un comportamiento con

referencia a lo temible, como lo hace la valentía, por ejemplo, sino que es más bien

aquello que hace a tales comportamientos ser virtuosos. Un comportamiento es virtuoso

cuando actúa dando con el justo medio en cada referencia y caso particular. Y para eso

se requiere la capacidad general de reconocer lo bueno particularmente y en cada

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ámbito de acción al que pertenecen las virtudes. El hombre virtuoso es el que sabe

razonar de esa manera, haciéndolo además constantemente; es el phrónimos, aquel que

sabe convertir cada comportamiento y actividad en algo realizado en conformidad con

lo que es bueno en cada situación. La estabilidad del comportamiento del phrónimos

hace que ese rasgo de carácter pase a ser lo que se llama ‘segunda naturaleza’, es decir,

algo cuya base es la racionalidad humana informada por la capacidad de reconocer lo

bueno en cada situación.Creo que puede parecer plausible en lo anterior que el recurso a

cierta especificidad humana, sobre el cual se funda ese argumento, no es un recurso a

una naturaleza ‘cruda’ (para usar un término de McDowell), como lo sería un

argumento que pretendiera establecer un valor y una norma para la conducta humana a

partir de la posesión de la facultad intelectiva, entendida como aquello que nos ubica en

una scalanaturae.

Cuando Aristóteles apela a la función peculiar del ser humano en Ética

Nicomáquea I 7 no parece estar recurriendo a un dominio natural de facultades

biológicas disociado de la configuración de la vida (la ‘naturaleza’) humana. La

racionalidad a la que apela Aristóteles para explicar la configuración de la vida

humanaconcreta una racionalidad que si bien tiene su anclaje en el equipamiento

biológico del hombre, no se identifica con tal equipamiento; de lo contrario, Aristóteles

incurriría en una fundamentación ‘naturalista’ de la ética, una especie de falacia

naturalista como la que le atribuyen cometer distintos intérpretes, es la racionalidad

práctica, centralmente la phrónesis, que conlleva reconocer lo adecuado para configurar

las virtudes del carácter o virtudes éticas.

Para Aristóteles, poseer la facultad intelectiva, uno de cuyos ejercicios, como la

misma parte final del libro III del De anima lo pone de manifiesto, involucra también la

racionalidad vinculada a la acción, es decir, la racionalidad práctica. Dicha facultad, por

ende, marca también la pertenencia del hombre a una cultura histórica, que es

precisamente el espacio dentro del cual aquella racionalidad práctica se configura. La

racionalidad práctica consta de creencias pertenecientes al orden ético, las cuales

constituyen el acervo de conceptos pertenecientes al orden de la acción, al cual nos

orientamos al esgrimir razones sobre nuestro actuar, y dentro del cual también nos

educamos moralmente. El pensamiento crítico se ejerce ‘sobre’ esa base de creencias

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morales, y también (en su faz crítica) ‘contra’ esa base, pero sólo ‘por lo que’ dicha base

hace posible. La empresa socrática de auto examen es lo que pervive allí como una

herencia operativa referente a lo que sea una justificación racionalmente aceptable en

general. La ‘base’ que tiene a la vista Aristóteles en su emprendimiento crítico de

examen de creencias pertenecientes al orden práctico es suficientemente amplia y

variada, en parte gracias a su propia capacidad de examinar posibilidades teóricas que se

siguen de una u otra tesis, como para poner en tela de juicio desde ‘dentro’ de dicha

base algunas partes del propio andamiaje de esa base. Así, para contar como racional la

razón práctica no está obligada a moverse en un espacio libre (en el sentido de ‘liberado

de’) creencias, puesto que su potencia crítica envuelve centralmente la tarea de auto-

criticarse examinando la base de la configuración conceptual sobre la cual la razón

práctica apoya sus razonamientos. De esta manera, la alternativa aristotélica al dilema

moderno sonaría así: la función característicamente humana en que consiste la posesión

de la facultad intelectual conlleva un universo de conceptos y razones pertenecientes al

orden de la acción, ya que es parte de la naturaleza de un ser racional el actuar

racionalmente. Pero además es peculiar de tal clase de razón el hecho de que, como

parte central de su propio ejercicio o actualización se somete a examen la base de

conceptos que configuran nuestra comprensión del mundo de la acción humana,

haciéndolo sobre la base de esos mismos conceptos, es decir, sin que tal auto-examen

requiera de nosotros una pertenencia a otro mundo, sea éste el natural o el supranatural.

Estar a la altura de realizar tal auto-examen es parte de nuestra educación moral en el

ejercicio de la racionalidad práctica, que es de otro tipo, obviamente, que las solas

capacidades de realizar un cálculo. La phrónesis no es un mero logismós (para

despedirnos en tono heideggeriano).

(Conversación con Guillermo Lariguet)