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Ana Valerga De Silvina Ocampo Ana, Ana, la llamaban y acudía corriendo como si la persiguieran. Los ojos de lebrel, la boca de anfibio, las manos de araña, el pelo de caballo, hacían de ella un animal más que una mujer. La conocí por casualidad en el policlínico cuando acompañé a una de mis amigas a visitar a un niño que estaba internado allí. Por su cuenta, Ana Valerga había instalado en el edificio, en un rincón del garaje en desuso, una clase para niños atrasados, que le valió cierta fama en el barrio. Los niños eran difíciles de educar, algunos rebeldes y tercos, pero Ana Valerga tenía un sistema para domarlos: los amenazaba con un vigilante que los llevaría presos. El vigilante, que era amigo de ella, después de darle un beso, se colocaba estratégicamente detrás de una puerta para asustar a los niños. Ana también los amenazaba, cuando no estaba el vigilante disponible, con los monumentos de la ciudad; les decía que no eran de bronce, ni de piedra, ni de mármol, como creía la gente, sino de carne y hueso. Los indios, los caballos, los toros, los hombres y las mujeres aparentemente no se movían, pero bastaba que pasara un niño para que lo robaran. Lo que nunca había sabido era para qué los querían. En noches de insomnio, Ana Valerga ideaba modos de lograr la obediencia de los niños. Para que ellos creyeran las historias que inventaba, no vaciló en molestarse de mil maneras. Una vez persuadió al vigilante para que la detuviera, ante los niños, porque un vaso de agua se derramó; otra vez llevó, con un grupo de niños, maíz a un caballo de bronce; otra vez pan a mujeres de mármol; otra vez agua a un prócer. Los niños reaccionaron de un modo favorable: obedecieron, fueron más dóciles ante las amenazas. Si no hubiera sido por el desdichado Mochito, que estuvo a punto de perder la vida entre las flechas de

Ocampo, Silvina "Ana Valerga".doc

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Ana ValergaDe Silvina Ocampo

Ana, Ana, la llamaban y acuda corriendo como si la persiguieran. Los ojos de lebrel, la boca de anfibio, las manos de araa, el pelo de caballo, hacan de ella un animal ms que una mujer. La conoc por casualidad en el policlnico cuando acompa a una de mis amigas a visitar a un nio que estaba internado all. Por su cuenta, Ana Valerga haba instalado en el edificio, en un rincn del garaje en desuso, una clase para nios atrasados, que le vali cierta fama en el barrio. Los nios eran difciles de educar, algunos rebeldes y tercos, pero Ana Valerga tena un sistema para domarlos: los amenazaba con un vigilante que los llevara presos. El vigilante, que era amigo de ella, despus de darle un beso, se colocaba estratgicamente detrs de una puerta para asustar a los nios. Ana tambin los amenazaba, cuando no estaba el vigilante disponible, con los monumentos de la ciudad; les deca que no eran de bronce, ni de piedra, ni de mrmol, como crea la gente, sino de carne y hueso. Los indios, los caballos, los toros, los hombres y las mujeres aparentemente no se movan, pero bastaba que pasara un nio para que lo robaran. Lo que nunca haba sabido era para qu los queran. En noches de insomnio, Ana Valerga ideaba modos de lograr la obediencia de los nios. Para que ellos creyeran las historias que inventaba, no vacil en molestarse de mil maneras. Una vez persuadi al vigilante para que la detuviera, ante los nios, porque un vaso de agua se derram; otra vez llev, con un grupo de nios, maz a un caballo de bronce; otra vez pan a mujeres de mrmol; otra vez agua a un prcer. Los nios reaccionaron de un modo favorable: obedecieron, fueron ms dciles ante las amenazas. Si no hubiera sido por el desdichado Mochito, que estuvo a punto de perder la vida entre las flechas de los indios de mrmol, de la plaza Gualeguaych, una tarde, Ana Valerga hubiera progresado en su labor educativa; pero las autoridades cerraron su clase y la llevaron presa por practicar una enseanza ilegal y por torturar a los nios enfermos. Las madres protestaron: los nios haban progresado, sin vacilar reconocan el nombre de los monumentos, de los prceres. No parecan muertos, como antes.