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pro ópera Aci, Galatea e Polifemo en Turín Esta no es una ópera. Se trata de una serenata a tres —una verdadera joya— que fue compuesta en Nápoles en 1708 por un jovencísimo Georg Friedrich Händel para festejar, probablemente, las bodas del Duque de Alvito y Doña Beatriz Sanseverino. Una obra de celebración, por lo tanto, en el estilo de la fábula pastoral típica de la poética de la Arcadia, academia literaria en aquel entonces en ascenso. Dramatizar una trama tan endeble (un triángulo amoroso, obtenido de la metamorfosis de Ovidio, formado por dos jóvenes enamorados, Aci y Galatea, contrastando con el áspero Polifemo) representaba para David Livermore un verdadero reto. Actualizar el plot al día de hoy era muy fácil, y Livermore no se ha limitado a contar una historia plausible, sino que ha completado una operación inteligente de doble separación, y ha tenido éxito amplificando la afectividad presente en el texto musical, construyendo un interesante juego de relaciones entre dos humanos, hecho con bravura por tres mimos-actores, y dos provenientes del mundo animal (elegidos en base de estrictas citas del libreto) y precisamente un águila (Aci), una mariposa (Galatea) y una serpiente (Polifemo), visualizados de manera encantadora sobre cuatro pantallas, con una sola abertura visual, al grado de comunicar el interior de la villa del siglo XVIII destruida e inclinada (en la cual Livermore, encargado también de la escenografía, ambientó el evento) con la exuberante naturaleza circundante. Una lectura estimulante que ha encontró en Antonio Florio el justo conductor. Florio concertó con precisión y constante atención al respiro de la página händeliana. El fraseo nunca pareció frenético ni sin respiración, y aunque La Cappella della Pietà de’Turchini no estuvo exenta de fallas (las trompetas sobre todo), se puede decir que en conjunto se trató de una ejecución convincente, movida y fluida, y nunca seca o fría. Entre las voces la palma del mejor se debió a Sara Mingardo. La contralto veneciana cantó con propiedad estilística, timbre aterciopelado y conciencia del estilo patético o penoso. Su Galatea conmovió y tocó en lo más profundo. Ruth Rosique mostró una discreta coloratura aunque no siempre tuvo éxito para contralar la emisión. A su vez, con dificultades, Antonio Abete fue un Polifemo de timbre demasiado metálico, no al grado hacer la mejor faceta melancólica y doliente inherente al personaje. Su agilidad un poco imprecisa y hecha con legato insuficiente no le ha permitido un óptimo despliegue a fuego del complicado personaje. por Massimo Viazzo Aïda en Milán La Scala presentó nuevamente la producción de Franco Zeffirelli (creada para inaugurar la temporada 2006-2007 entre polémicas: la primera de las cuales fue la imprevista fuga del tenor Roberto Alagna a la mitad de la función, después de una protestada ejecución de ‘Celeste Aïda’, y la tempestiva sustitución en la ópera de Antonello Palombi vestido de civil). El marco escénico recuperado para esta ocasión, de Lorenza Cantini, mantuvo sustancialmente inalterada la propia vocación al decorativismo con una saturación del escenario un poco excesiva, que rozaba el kitsch. No creo que en el siglo XXI para disfrutar de Aïda el público debía por necesidad ver a los cantantes interactuar en un Egipto de papel mache…”Interactuar”, es ya una palabra fuerte, porque una verdadera dirección en los personajes (que cantaban en poses de estatuas y con gestos convencionales) no fue vista. En suma, un espectáculo que nació viejo, y que esperemos sea retirado muy pronto. Daniel Barenboim no encontró una llave de lectura convincente. Su interpretación, llevada al intimismo (muy poético el preludio de la ópera, por ejemplo) se vio comprometida por la inestabilidad en la conducción de los tiempos, que frecuentemente creó tensión entre el foso y el escenario. Su acometida de ‘Celeste Aïda’, por ejemplo, provino del director en un tiempo muy lento respecto al canto del tenor. El mismo infortunio ocurrió en medio de ‘Ritorna vincitor’, o en el dueto del tercer acto ‘Pur ti riveggo’. Este “estira y afloja” continuo podía quizás estimular o conducir en las intenciones de Barenboim a Foto: Ramella & Giannese Escena de Aci, Galatea e Polifemo en Turín Ópera en Italia

Ópera en Italia - proopera.org.mxproopera.org.mx/pasadas/sepoct/opmundo/Europa/opitalia_sepoct.pdf · Entre las voces la palma del mejor se debió a Sara Mingardo. La contralto veneciana

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Aci, Galatea e Polifemo en TurínEsta no es una ópera. Se trata de una serenata a tres —una verdadera joya— que fue compuesta en Nápoles en 1708 por un jovencísimo Georg Friedrich Händel para festejar, probablemente, las bodas del Duque de Alvito y Doña Beatriz Sanseverino. Una obra de celebración, por lo tanto, en el estilo de la fábula pastoral típica de la poética de la Arcadia, academia literaria en aquel entonces en ascenso.

Dramatizar una trama tan endeble (un triángulo amoroso, obtenido de la metamorfosis de Ovidio, formado por dos jóvenes enamorados, Aci y Galatea, contrastando con el áspero Polifemo) representaba para David Livermore un verdadero reto. Actualizar el plot al día de hoy era muy fácil, y Livermore no se ha limitado a contar una historia plausible, sino que ha completado una operación inteligente de doble separación, y ha tenido éxito amplificando la afectividad presente en el texto musical, construyendo un interesante juego de relaciones entre dos humanos, hecho con bravura por tres mimos-actores, y dos provenientes del mundo animal (elegidos en base de estrictas citas del libreto) y precisamente un águila (Aci), una mariposa (Galatea) y una serpiente (Polifemo), visualizados de manera encantadora sobre cuatro pantallas, con una sola abertura visual, al grado de comunicar el interior de la villa del siglo XVIII destruida e inclinada (en la cual Livermore, encargado también de la escenografía, ambientó el evento) con la exuberante naturaleza circundante.

Una lectura estimulante que ha encontró en Antonio Florio el justo conductor. Florio concertó con precisión y constante atención al respiro de la página händeliana. El fraseo nunca pareció frenético ni sin respiración, y aunque La

Cappella della Pietà de’Turchini no estuvo exenta de fallas (las trompetas sobre todo), se puede decir que en conjunto se trató de una ejecución convincente, movida y fluida, y nunca seca o fría. Entre las voces la palma del mejor se debió a Sara Mingardo. La contralto veneciana cantó con propiedad estilística, timbre aterciopelado y conciencia del estilo patético o penoso. Su Galatea conmovió y tocó en lo más profundo. Ruth Rosique mostró una discreta coloratura aunque no siempre tuvo éxito para contralar la emisión. A su vez, con dificultades, Antonio Abete fue un Polifemo de timbre demasiado metálico, no al grado hacer la mejor faceta melancólica y doliente inherente al personaje. Su agilidad un poco imprecisa y hecha con legato insuficiente no le ha permitido un óptimo despliegue a fuego del complicado personaje. por Massimo Viazzo

Aïda en MilánLa Scala presentó nuevamente la producción de Franco Zeffirelli (creada para inaugurar la temporada 2006-2007 entre polémicas: la primera de las cuales fue la imprevista fuga del tenor Roberto Alagna a la mitad de la función, después de una protestada ejecución de ‘Celeste Aïda’, y la tempestiva sustitución en la ópera de Antonello Palombi vestido de civil).

El marco escénico recuperado para esta ocasión, de Lorenza Cantini, mantuvo sustancialmente inalterada la propia vocación al decorativismo con una saturación del escenario un poco excesiva, que rozaba el kitsch. No creo que en el siglo XXI para disfrutar de Aïda el público debía por necesidad ver a los cantantes interactuar en un Egipto de papel mache…”Interactuar”, es ya una palabra fuerte, porque una verdadera dirección en los personajes (que cantaban en poses de estatuas y con gestos convencionales) no fue vista. En suma, un espectáculo que nació viejo, y que esperemos sea retirado muy pronto.

Daniel Barenboim no encontró una llave de lectura convincente. Su interpretación, llevada al intimismo (muy poético el preludio de la ópera, por ejemplo) se vio comprometida por la inestabilidad en la conducción de los tiempos, que frecuentemente creó tensión entre el foso y el escenario. Su acometida de ‘Celeste Aïda’, por ejemplo, provino del director en un tiempo muy lento respecto al canto del tenor. El mismo infortunio ocurrió en medio de ‘Ritorna vincitor’, o en el dueto del tercer acto ‘Pur ti riveggo’. Este “estira y afloja” continuo podía quizás estimular o conducir en las intenciones de Barenboim a

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Escena de Aci, Galatea e Polifemo en Turín

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Escena de Aïda en la Scala de Milán

obtener efectos interesantes, pero la orquesta, los cantantes y el coro parecieron estar en otra frecuencia de onda.

El elenco desilusionó, comenzando por Salvatore Licitra, un Radamès de voz no apoyada, técnicamente problemático y escénicamente banal. Violeta Urmana cantó correctamente, aunque dejó ver alguna tensión en el registro agudo, y su fraseo, inerte y monótono, no le permitió construir un sentido personaje.

Fiera y enamorada fue la Amneris de Luciana D’Intino, que es una cantante dotada de una voz importante, pero que perdió el timbre justo y se rompía en la emisión de notas de su registro grave. Aun así, logró captar con gran poderío las ansias y el disgusto de la princesa egipcia. Generosa fue la prueba de Juan Pons, que exhibió cansancio vocal, pero el barítono español delineó un Amonasro humano, autoritario y orgulloso. Confiable, como siempre, fue la prestación del Coro del Teatro alla Scala dirigido por Bruno Casoni, y no más que correctos estuvieron los demás intérpretes. por Massimo Viazzo

La dama de picas en TurínGianandrea Noseda conoce como pocos estas óperas, habiéndolas estudiado en sus años de aprendiz directamente en el Teatro Mariinsky de San Petersburgo con Valery Gergiev. Por lo tanto, puedo afirmar que entre los “no rusos”, el director milanés es hoy uno de los más acreditados a nivel internacional en este repertorio. Su Dama de picas, puesta en escena en el Teatro Regio de Turín, captó muy bien la mezcla entre fatalismo y fanatismo que contiene naturalmente la obra. Ya desde los primeros compases, un inspiradísimo Noseda se lanzó al alucinante y claustrofóbico mundo de la obra maestra de Tchaikovsky con su batuta enérgica y apasionada, pero siempre concentrada en el detalle y en el fraseo. El paso teatral fue rápido sin ser frenético, y el cuidado de las mezclas instrumentales (el sonido lívido de los arcos en sordina que abre la escena del segundo acto será difícil de olvidar) fue absolutamente idiomático. Escena de La dama de picas en el Teatro Regio di Torino

Denis Krief, que sustituyó al último momento al anunciado y emergente Dmitri Cerniakov, se presentó haciendo de la necesidad virtud. Evidentemente, la relevante disminución del financiamiento estatal en Italia está comenzando a hacerse sentir. Krief eligió, por lo tanto, la vía del minimalismo, pero lo hizo con conocimiento y gran maestría. Toda la acción se desarrolló sobre una plataforma trapezoidal que se ve de principio a fin, como la trágica mesa verde de juegos, el lecho de muerte de Germán y de su obsesión en la ultima escena de la ópera. Una pared reflejante en alto y una cortina en el fondo semi movible (más algunos sencillos elementos escénicos) sobre la cual hay luces cortantes, magistralmente maniobradas por el propio Krief, proyectaron sombras inquietantes y colgantes completando la escena. El regista franco-italiano dirigió a los cantantes poniendo la máxima atención sobre la

recitación. Así, una simple mirada, un movimiento mínimo, una intención apenas esbozada, adquirían una fuerza explosiva.

El cast en conjunto fue bueno, comenzando por la emocionante Liza de Kristine Opolais, muy segura en el registro agudo, sonoro y penetrante. Su aria del último acto arrancó el aplauso convencido del publico. El tenor Kor-Jan Dusseljee, Germán, cantó con generosidad. Su voz no careció de squillo aunque fue un poco penalizada por una emisión un poco forzada y con un timbre no precisamente bello. Anja Silja no requirió presentación: su condesa dio literalmente “miedo”. La escena de la muerte la consagró una vez más, a la “tierna” edad de 69 años, como una de las artistas mas carismáticas que pisa los escenarios. Cuando entonó ‘Je crains de lui parler la nuit’ congeló la sangre. Al final, no se puede olvidar la exitosa prueba del Coro del Teatro Regio dirigido por Roberto Gabbiani, que cuando canta así tiene pocos rivales, y no solo en Italia. por Massimo Viazzo

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Don Pasquale en BolognaHay momentos en la vida donde el teatro y la vida misma coinciden por unas situaciones similares que se confunden y no se distingue cuál es el uno y cuál la otra. ¡Y unas veces coinciden también la epoca de los hechos reales y la de la representación! El tema teatral del abuelo de setenta años que se enamora de la ninfa jovencita ya está presente en el mundo clásico y sigue a través de los siglos como uno de los más exitosos. De la misma manera, así hoy se ve —lo vieron en todo el mundo, con fotos, videos, grabaciones y chismes que no paran— una de las máximas personalidades de un estado moderno de Europa con su venerable edad corriendo detrás de unas ninfetas que lo llaman “papi” (mientras su mujer por esa causa quiere devorciar. ¿No parece tema para una ópera?) Esto es lo que pasa más o menos a Don Pasquale, uno de los personajes más resueltos de Donizetti y una de sus óperas más representadas, y con derecho. El bombardeo hormonal masculino siempre está al acecho pero, por los menos, Don Pasquale al final se da cuenta que hay una edad para todo. El otro abuelo del mundo real no. Quizás porque el teatro tiene una dignidad, y la vida real de hoy se olvida que la dignidad existe.

La puesta en escena de esta obra de Donizetti en el Teatro Comunale di Bologna se la encargaron a uno de los más justamente famosos barítonos italianos en el mundo, sobre todo en el repertorio cómico: Alfonso Antoniozzi. Como él es músico y técnico de la voz, su atención como director de los cantantes-actores fue fundamental. La música va antes de todo, claro, y nada que pueda molestar la desenvoltura vocal se permite. Esa puesta en escena, como dice él mismo, es una puesta de ideas y de acción, porque no hay mucha escenografía, un elemento que cuesta mucho en esos tiempos de austeridad presupuestaria.

Y para como está la austeridad, una salida segura para evitar los cachets demasiado altos de las estrellas de la ópera es darle la posibilidad a jóvenes artistas de aprender el arte lírico en una verdadera escena, con una verdadera orquesta y con unos profesionales de gran fama: los alumnos de la Scuola dell’Opera Italiana.

Este Don Pasquale —que en algunas funciones se iluminaba por la presencia de artistas como Michele Pertusi y Francesco Meli, mientras en las otras se alternaban los alumnos de la escuela que, en muchos casos ya son artistas consumados, o por los menos así lo demostraron— fue una operación bastante honesta. Hay que decir que los artistas líricos de las últimas generaciones tienen una diferente visión del arte de la escena, con una disponibilidad mayor a una gestualidad y actos minimalistas apenas perceptibles, más cercanos al lenguaje cinematográfico, pero que hacen la gran diferencia. Claro, hoy ocurre unas veces que el regista quiere que los artistas hagan cosas que no tienen pies ni cabeza, pero éste no es el caso. Al contrario, parecía que todos se divertían en esta producción, incluyendo al coro (que estuvo bien preparado por su director, el maestro Paolo Vero). Bravo Antoniozzi.

Pasamos a los artistas. Don Pasquale, en la función que vimos, fue Andrea Zaupa, cuya credibilidad escénica, de gran inteligencia y pertinencia, desafortunadamente no era de la misma intensidad de la vocal: él solucionó unos problemas de fiato que afectaban a su voz trémula (que pero, quizás, podría pertenecer a un abuelito) con el soberbio dominio de la escena. Pero no es un bajo, bien entendido, porque el registro grave apareció un poco débil, y su naturaleza baritonal siempre salió con un registro agudo más brillante. Fueron buenos momentos el dúo con Malatesta, con Norina y siempre en la ópera su presencia escénica se notaba, diseñando un burgués anciano y conservador con todas sus idiosincrasias.

El Dottor Malatesta, que Antoniozzi vistió de clergyman, Mattia Campetti, necesita estudiar más su papel, sobre todo desde el punto de vista musical y vocal. El barítono tiene una discreta voz pero tendría que disciplinar mejor la coloratura y el fraseo y seguir el tiempo sin demasiada preocupación. Desde el punto de vista escénico, Campetti fue más creíble. Ernesto fue Darío Schmunck, buen artista argentino que en la escena está muy cómodo, y el papel que Antoniozzi le encargó a él fue el del nieto rockero metropolitano, siempre con el iPod en las orejas y vestido de negro con tatuaje. Lástima que esa visión del personaje va mal con el libretto de Giovanni Ruffini, porque un rockero nunca se expresaría como hacen en una ópera del siglo XIX. Debe tener cuidado con las mezzevoci, porque se oyeron desapoyadas y pobres. Su aria ‘Cercherò lontana terra’ fue bastante bien cantada, con buenas intenciones musicales, aunque una mayor focalización del sonido no le molestaria a él, pero generalmente sus intuiciones eran buenas.

Esto habría que decírselo también a la Norina de Anna Kraynikova, que pintó un personaje de una vivacidad increíble y con una desenvoltura escenica de actriz con mucha práctica. A partir de su primera escena, ‘So anch’io la virtù magica’, en un cuarto decorado de una manera paródica del posmodernismo, con esculturas colgadas en el techo y otros particulares ridículos, ya se comprendía que la casa natural de la Kraynikova es el tablado. Como interactuaba con los otros era de verdad muy apreciable, y el momento de la presentación de Norina a Don Pasquale, con la siguiente revelación de su verdadero temperamento, fue muy divertido y también algo distinto de lo que comúnmente se ve: parecía llegar de una película italiana de los años 60. Pero su voz, aunque bien entonada y con una pronunciación

Dueto de Don Pasquale (Michele Pertusi) y Norina (Anna Kraynikova)

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perfecta, como si fuese italiana, tenía un registro agudo un poco raro: sí, los sonidos estaban todos allí, puntuales, pero algo ocurría cuando cantaba los agudos y sobreagudos, opacando su emisión, como si cantara con la mitad de su voz, así que en algunos momentos la orquesta sobrepasaba su voz. Muy bien su dúo con el tenor en ‘Tornami a dir che m’ami’, después de un ‘Com’è gentil’ un poco desenfocado y cantado, inusualmente, en la escena y no detrás de las cortinas.

La concertación fue de Leonardo Vordoni, que tuvo buenos resultados tímbricos de la orquesta y del coro del Comunale, y supo seguir bien lo que pasaba en la escena, elegiendo tiempos idóneos para los cantantes, pero no supo bien calcular la sonoridad, así que no era infrecuente que la orquesta cubriese las voces. Fuera de eso, un éxito, bien merecido. por Massimo Crispi

Eugene Onegin en MilánEn la última cita antes de la pausa estiva, el Teatro alla Scala tuvo invitada a la compañía del Bolshoi de Moscu, que trajo en tournée a Milán el multipremiado Evgenij Onegin de Dmitri Tcherniakov, producción escénica que marcó el inicio de una nueva temporada en el teatro moscovita. Cuando Tcherniakov, joven y vertiginoso director de escena, fue encargado en el 2006 de retirar la vieja y tradicional

producción de la obra maestra de Tchaikosvky, que se venia reponiendo desde hacia 60 años, quizás ninguno esperaba una relectura tan radical. La ópera, de hecho, está ambientada en un comedor dominado por una larga mesa ovalada en torno a la cual los personajes se relacionan, comen, discuten, ríen y cantan. El mundo de las convenciones: eso es lo que ha querido representar el regista ruso.

No es casualidad que Tatiana se sienta en esta mesa sola al inicio del tercer acto, cuando en calidad de mujer del príncipe Gremin forma (queriéndolo o no) parte de ese mundo. Una Tatiana que en los primeros dos actos se comportó sobre el escenario encerrada en su autismo, casi en estado de sonambulismo, y al inicio del tercero intentó mimetizar sus propios sentimientos detrás de una sonrisa “de faccia” tan luminosa como fingida. El ambiente creado por Tcherniakov —un ambiente cerrado y asfixiante, que solo en esquema rompe con la naturaleza circundante— se hace al estilo de la cinematografía bergmaniana, con una exaltación de la incomunicabilidad humana, en una aproximación psicológica y psicoanalítica de fuerte impacto dramático.

Tcherniakov se toma también libertades en su confrontación con el libreto, anulando el rol de Monsieur Triquet (sus couplets fueron cantados por Lensky, transformándose para la ocasión en un bufón que intenta divertir a Tatiana en el día de su cumpleaños), reescribiendo la escena del asesinato con la muerte accidental de Lensky e interpolando exitosos

Tatiana Monogarova (Tatiana) y Andrei Dunayev (Lensky)

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episodios de teatro en el teatro como, por ejemplo, la declaración de amor de Lensky a Olga en el primer acto.

El joven elenco, que fue creíble y teatralmente convincente, encontró en Vasili Ladjuk un Onegin de voz persuasiva y suave. Ladjuk cantó con buen fraseo, musicalidad y elegancia, con la que recreó un Onegin reservado y apasionado. Conmovedora la Tatiana de Tatiana Monogarova, dotada de un hermoso timbre bronceado, que si bien no siempre tuvo buena proyección en sus notas altas (en el clímax del “aria de la carta”) donde mostró una emotiva y muy intensa participación, su voz no sobresalió como debía. Justamente neurótico, determinado e hiperactivo fue el estirado Lensky de Andrei Dunayev, y carismático, aunque con alguna dureza, estuvo Anatoli Kotcherga en el papel de un paternal Gremin. Alexander Vedernikov, fresco dimisionario y por lo tanto “ex” director musical del teatro moscovita, condujo la Orquesta del Teatro Bolshoi —un poco incómoda la sección de los metales— con mano firme y segura, pero con fantasía limitada y poco gusto tímbrico. Discreto el resto del elenco e idiomático se mostró el coro. por Massimo Viazzo

La fille du régiment en TriesteLos habitantes de Trieste se quedaron asombrados ante el éxito que la ópera de Donizetti tuvo en el teatro de su ciudad. Usualmente las manifestaciones del público no van mas allá de la rutina, pero asistir como en esta ocasión y presenciar los aplausos a escena abierta y con gran regocijo al final, con gran parte de los asistentes de la platea de pie aplaudiendo a los artistas, fue una cosa insólita. Por otro lado, esta producción de La fille du régiment resultó bastante buena, ya que todo el elenco se mostró en un nivel cualitativo francamente alto y la dirección escénica contribuyó en gran parte a divertir a los espectadores.

David Livermore mostró su propia inteligencia artística caracterizando con propiedad a los diversos personajes de la obra, y alcanzando en el segundo acto momentos de elevada inventiva directiva, culminando con la exitosa “escena de la lección” hábilmente llevada por los artistas. Solamente se podría imputar a Livermore una diferenciada tendencia a delinear de manera torpe y manchada el desempeño de algunos actores de la función, pero el resultado en su conjunto justificó una interpretación que demostró el trabajo desarrollado con gusto y devoción por el regista. A su lado, Pier Paolo Bisleri se encargó de la escena tendiendo a sostener las ideas de Livermore, con algunos momentos infantiles, pero rescatando de una discreta gestión el aspecto visual durante el segundo acto.

Muy unida resultó en escena la pareja de enamorados: Marie de Eva Mei y Tonio de Antonino Siragusa. La soprano tuvo tal desenvoltura escénica que resultó ser una misma con el personaje, y brilló por su dúctil y suave voz, saboreando los pasajes de bel canto y los melancólicos. Siragusa se encuentra actualmente en el Olimpo de las voces tenoriles ligeras más interesantes, sellando con su aparición en Trieste un nuevo éxito en un periodo fecundo de su propia parábola artística. El cantante no tuvo problema para bisar, por la gran petición, interpretando los nueve “Does” de pecho, llevando al éxtasis al auditorio que le tributó al final de la función una entusiasta ovación. Paolo Rumetz en el papel de Sulpice

Eva Mei (Marie) y Antonino Siragusa (Tonio)

recitó bien y cantó con el gusto apropiado. Mientras tanto, se comportó muy bien la egregia Alessandra Palomba que exhibió, como la Marquise de Berkenfield, una dicción francesa impecable y una línea interpretativa desenvuelta y simpática. Completaron la compañía Manrico Signorini, un alegre Hortensius y la multiforme actriz triestina Ariella Reggio como La Duchesse de Krakentorp.

Concertando, aunque no impecablemente, Gérard Korsten tuvo la tendencia de privilegiar una amalgama orquestal no propiamente ligera. El Coro del Teatro Lirico “G. Verdi” de Trieste, guiado por Lorenzo Fratini, respondió con propiedad. por Francesco Bertini

Götterdämmerung en FlorenciaCarlus Padrissa, director de las cuatros óperas monumentales de Wagner, con la realización de la compañía catalana Fura dels Baus, mostró su visión en estos espectáculos, coproducción entre los teatros de Valencia y Florencia que dejarán sus huellas por mucho tiempo. El Götterdammerung que vimos fue el día final del ciclo, sumario y puerta para un porvenir, quizás. La muchedumbre de dispositivos y hombres que servían para accionar las máquinas como si ellas fuesen los verdaderos protagonistas Fo

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La inmolación de Brünnhilde en Florencia

del drama, tenía dimensiones fantásticas: cada aspecto de la tecnología disponible fue utilizado para realizar ese espectáculo multimedia, donde la imagen, la verdadera actriz de la modernidad, es la dueña de todo, y sobre todo de la música.

Ahora, si hay que apreciar enormemente el esfuerzo artístico para esta realización tan faraónica y sugestiva (y, suponemos, muy costosa), por el otro lado no se puede evitar subrayar los excesos que nada añadían a la ópera musicalmente, sino que inclusive perjudicaban a Wagner y su concepción del drama. A pesar de que Padrissa declarara lo contrario, la música siempre se respetó y cada idea, cada realización salió de la música. Pero, al final ese bombardeo de imágenes en movimiento, de personas colgadas en el aire por cables, por enormes grúas, en bañeras llenas de agua a diez metros de altura (con las Hijas del Rin al interior), además de un perpetum mobile de mimos, pantallas, herramientas, mareaba y distraía de la música de Wagner, por no hablar del ruido de los motores, los carritos, las poleas y de los hombres que necesitaban para accionarlos.

La visión de Padrissa privilegió una visión de la mitología antigua muy cercana a otra “futurible”, imaginando el Anillo como un río muy contaminado, donde el agua sólo existe en botellas de plástico que forman una corriente, donde el barco/corcel de Siegfried se desliza desde la roca de Brünnhilde hacia la ciudad de los Gibichungos, muy semejante a la Metrópolis de Fritz Lang.

Es allí donde Siegfried tira sus trajes de héroe salvaje y se viste con hábitos negros, urbanos y elegantes, listo para su alianza con Gunther. El filtro mágico es un cocktail anaranjado luminoso en un gran vaso sobre la mesa, y después de habérselo bebido, a Siegfried lo invade una tormenta hormonal irreprimible, también embarazosa, ya que él se pone a apremiar a una contenta Gutrune sobre la misma mesa puesta, en presencia de la familia de ella.

Un mapamundi proyectado y alarmante rodea sin parar los momentos sinfónicos, y el vuelo de Alberich (por su visión subjetiva) en el sueño de Hagen nos provoca el mareo por la constante pérdida del punto de referencia y estabilidad: demasiado largo y descontado, porque en la música ya estaría todo. Hay demasiadas cosas, demasiadas imágenes, demasiado movimiento que el texto de verdad no exige.

También hay que mencionar las ideas de Padrissa en torno al personaje de Alberich, por ejemplo, que siempre nos recuerda, y con insistencia, al personaje del Señor de los Anillos de Tolkien, Gollum, a quien le roban el anillo, y que parece ser anterior a Wagner, siendo lo contrario. Para estos espectáculos se gastaron millones de euros y me imagino también que el cachet del director ni siquiera se lo pudo haber imaginado el mismo Wagner.

Desde el punto de vista musical, Zubin Mehta hizo un trabajo estupendo con la orquesta, pero el reparto vocal fue menos convincente. Sobre todos brilló la estrella de una perfecta Jennifer Wilson, Brünnhilde, que garantizaba la calidad del sonido y una fuerte interpretación, compatible con sus viajes espaciales sobre maquinarias improbables. Soberbia voz, muy grande pero nunca gritada, siempre acompañada por una sabiduría de la respiración que apoyaba

el fraseo en todas las situaciones, sin igual. Eso también fue valido para Waltraute, de Catherine Wyn-Rogers, de la misma línea técnico-interpretativa. Las Nornas y Ondinas fueron normales, como tienen que ser, pero hay que elogiarlas por la dificultad de cantar colgadas del techo y haciendo acrobacias acuáticas.

El reparto masculino, en cambio, pareció mas oscilante desde el punto de vista vocal, y al contrario fue muy carismático escénicamente, y siguiendo con abnegación lo que el director de escena exigió. A Siegfried lo colgaron por los pies y cantó (por suerte sólo dos frases) desafiando la ley de gravedad: acrobacia inútil, que no añade nada al drama. Su voz, así como la de Hagen, de Hans Peter König, fue a menudo bastante fija y con problemas de entonación, y los dos eran propensos al grito sin conocer la gracia (aunque no pretendamos el bel canto en Wagner). También Bernadette Flaitz, Gutrune, aunque de hermosa figura, no tuvo una emisión muy feliz, con gritos frecuentes y entonación no siempre focalizada. Stefan Stoll, Gunther, pareció estar dotado de agradable voz y supo aprovecharse, ofreciendo un personaje cobarde y pusilánime. El coro del Maggio estuvo bien, preparado por Piero Monti.

La última imagen, la caída del Walhalla, fue verdaderamente conmovedora y de segura eficacia, pareciendo que la música entraba y salía del cuadro en perfecta ósmosis, preparando una palingenesia (o “eterna recurrencia”) nunca revelada pero sugerida. Pero, como la Fura es catalana, la pirámide humana que representaba la residencia de los dioses tenía peligrosamente algo similar con los “castellers”, símbolo de las ferias populares en Cataluña. Nada mal, por supuesto, pero para quien conoce el mundo catalán, la magia de esa última escena arriesgaba mostrar su lado un poco más regional y la teoría catalana-céntrica del mundo wagneriano podría volverse al final, provincial y cómica. por Massimo Crispi

Götterdämmerung en Venecia Con una copiosa, gélida, liberadora y purificadora lluvia, es como concluye el Ring des Nibelungen de Robert Carsen. Brünnhilde, en su último y catártico viaje,

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aparece acompañada de lo que podría ser el inicio de un extraordinario fenómeno atmosférico, quizás un nuevo diluvio universal, que sumerge y que anula todo, el fin y el inicio de un mundo (se espera) renovado, un mundo en el que la semilla del odio sea eliminada, un mundo en el que sean excluidas las guerras y los conflictos, un mundo en el que la profusa naturaleza vencerá. Este es el mensaje que se intuye del Ring de Carsen, fundamentalmente pacifista y ecologista (en esta Tetralogía, todos los dioses, héroes, hombres viven en una condición de guerra perenne y el Rin con sus habitantes —el Rheintochter— es reducido a una escuálido basurero). Para la conclusión efectiva de la Tetralogía en el Teatro la Fenice de Venecia falta un capítulo: de hecho, en un año, será representado Das Rheingold, de un ciclo que inició hace tres años con Die Walküre. Mientras tanto, disfrutamos las emociones intensas que este Götterdämmerung ha aportado.

Iniciamos con el gran artífice de esta velada triunfal, Jeffrey Tate, director que una vez más ha demostrado su afinidad con la música de Richard Wagner. Una dirección que ha hecho del lirismo, de la belleza de las mezclas tímbricas, del cuidado al detalle, su característica triunfadora. Pero es sobre todo el “alma” que Tate ha sabido transmitir a la orquesta, y poco importa si algunas fallas instrumentales han incidido un poco en la interpretación. Fue una gran lección de estilo que el público ha comprendido. No creo que haya muchos directores en circulación que sepan plasmar así de bien la materia wagneriana. ¡Jeffrey Tate es uno de estos!

El elenco en conjunto se presentó bastante homogéneo.

Jayne Casselman, Brünnhilde, aunque no sin fatiga, llevó al final una prueba de gran empeño, sin ahorrarse nada. Pero su voz, en la parte alta, se achicó y careció de proyección. Desafiante fue el Siegfried de Stefan Vinke, seguro en los agudos aunque con poca variedad en el fraseo. Vinke, dotado de una sonora voz, supo dosificar la fuerza llegando fresco al fin de la función y confeccionando, sin desmoronamiento, un emocionante ‘Brünnhilde! Heilige Braut!’ A la vez, pareció pálido el Gunther de Gabriel Suovanen, un poco forzado en los agudos, mientras que excesivo, estentóreo y muscular fue el imponente Hagen de Gidon Saks. Exitosa fue la caracterización de Alberich (que aparece en los sueños del hijo) de parte de un fiero Werner van Mechelen, de voz bien timbrada y línea muy firme. Con un canto elegante y una búsqueda de sustancia tímbrica, también en los agudos, Nicola Beller Carbone pudo lograr con introspección las ansias de Gutrune, temerosa y completamente atraída por la vil trama del hermanastro, dando así un notable relieve a un personaje que es frecuentemente relegado a un segundo plano. Apasionada fue la Waltraute de Natascha Petrinsky, dotada de un convincente timbre y de preciosa musicalidad. Su extraordinario monólogo, que domina la cuarta escena del primer acto, en el cual la Valquiria intenta convencer a su hermana a devolver el anillo maldito, estuvo cubierto de escalofríos de ardiente angustia. Bien por las Nornas y las Rheintocher, y por el coro, que se mostró preciso y compacto. Después de casi seis horas de espectáculo —así como Wagner lo pretende de su público— se escuchó un ensordecedor aplauso que marcó un triunfo inequívoco. por Massimo Viazzo

Escena de la producción de Robert Carsen de El ocaso de los dioses

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Ópera en la Arena di VeronaAïda Las previsiones del tiempo eran con reserva para esta velada y así transcurrieron tranquilamente los primeros dos actos, con la bella y funcional escenografía que Ettore Fagiuoli ideó para la mítica inauguración de agosto de 1913, y que repuso el regista veronés de 85 años, Gianfranco De Bosio. Se gozó a la pareja del momento, Daniela Dessì - Fabio Armiliato, por la impronta emotiva que le confirieron al canto y por la perfecta gestión de un medio vocal lírico y dramático en la Dessì; heroico y apasionado en Armiliato. Lamentablemente, no pudimos intoxicarnos con su inquietante dueto final, porque antes del final del segundo acto la lluvia nos sacó de nuestros lugares. Con la primera gota, la orquesta ya había desaparecido, y en pocos minutos el escenario se había vaciado. Esperando que se fuera la lluvia, esta se convirtió en un huracán y vino el anuncio de la dirección que la velada había concluido.

Respecto al espectáculo visto, que fue agradable, la escena se constituyó de elementos base clásicos (obelisco y esfinge en ambos lados, un portal al fondo, las famosos ocho columnas coloreadas y ordenadas con diversas geometrías en distintos cuadros, escalones, con figurantes), y detalles que complementaban como unas palmas, una escalinata, un trono frente a una estela con iconografía egipcia afianzada por dos animales dorados. Una ambientación egipcia completó con bellos vestuarios en estilo (predominando el blanco para el coro, para Aida y para Amneris y en rojo

para Radames) no faraónico, bellos y elegantes. Se confirió monumentalidad al espectáculo, como habitualmente sucede en la Arena, con el gran despliegue de las masas, ya sea en movimiento o en estática hierática, ordenada por De Bosio con habilidad y precisión en un espacio ya monumental por naturaleza. El uso artístico de las luces contribuyó a crear imágenes de sugestiva belleza, que inició como siempre en la Arena, con las miles de luces encendidas por los espectadores desde sus butacas.

Daniel Oren, concertador y director de la orquesta, optó por una lectura intimista, esculpiendo los sonidos y haciendo salir toda la belleza de esta música que Verdi dirigió al corazón, dibujando y acentuando sonoridad y densidad en la orquesta. Daniela Dessì fue una bellísima Aida negra, y una intérprete de alto rango, que utilizó la voz con seguridad y precisión en todos los registros, vibrante en el acento dramático y en el fraseo, y sensible en el pianísimo, que fue denso de lirismo. Se pudo constatar que ella es el personaje. Fabio Armiliato fue un heroico Radamès, aplaudido a escena abierta en ‘Celeste Aida’, de emisión correcta. Trichina Vaughn prestó a Amneris una voz pastosa de color seguro y luminoso en la tesitura aguda. Ambrogio Maestri externó una voz amplia, poderosa y bien proyectada como Amonasro. Giorgio Surian fue un correcto Ramfis. Bueno y bien amalgamado en las voces estuvo el coro preparado por Marco Faelli. por Giosetta Guerra

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Il barbiere di SivigliaUn elenco excepcional, justo para las grandes ocasiones, cantó en la Arena la ópera más conocida y representada de Gioachino Rossini, con la bella y original puesta escénica de Hugo de Ana, que además de la dirección escénica, se encargó de los vestuarios y la iluminación. Un laberinto verde de altos paneles, semicircular, movible, giratorio, corredizo, que se abría y cerraba cuando fue necesario; enormes rosas rojas con largos tallos sobre los paneles, crearon una ambiente al estilo de Alicia en el país de las maravillas; largas escaleras en las cuales se apoyaban los paneles hicieron la doble función de permitir la fuga organizada al final de la historia y a los personajes salir y descender; un cuadro con la imagen de la barbería se situó a la entrada de Fígaro; figurantes en cada escena, siempre danzando y en movimiento, no dejaron nunca vacíos los espacios en los extremos del escenario.

La dirección escénica tendió a representar y dar movimiento a la música de Rossini, personajes en vestuarios y pelucas del siglo XVII entraron al inicio de la obertura y se colocaron como estatuas a los lados del gran escenario, y después realizaron pasos de danza, además de que algunos de estos figurantes intervinieron en el coro. Es cierto que el Barbero representa una jornada de jocosidad organizada, pero el movimiento está ya en la música rossiniana y nada debe distraer el ritmo o la verve que de ella emana. Así, la función fue divertida y movida, con animación y gags de todo tipo.

Bartolo, figura central de la ópera, autor y víctima de los eventos que se desarrollan de manera jocosa, tuvo la comicidad de un artista del calibre de Bruno de Simone, un bufo serio, no obeso, que no rió pero hizo reír. En el plano vocal, su esmalte fue intacto, la voz imponente, robusta, de bello color, amplia y rica de armónicos, navegando con destreza y clara dicción en el canto típico del bufo rossiniano. Como Lindoro, el tenor Francesco Meli externó toda su confianza juvenil tanto en el gesto como en el canto. Buen belcantista y gran virtuoso, conoce el arte del canto y mostró suaves medios, y una voz reforzada con variaciones, agudo luminoso y bello color y peso vocal. Don Basilio, tuvo la inconfundible presencia y buena voz extensa y bien sostenida de Marco Vinco. El barítono Dalibor Jenis delineó un Fígaro versátil y bailador, con excelente maestría escénica y voz de buen peso. Vestida como una rubia centelleante estuvo la Rosina de Annick Massis, soprano de voz clara, ligera y luminosa, que ejecutó correctamente la virtuosa coloratura rossiniana, con variaciones y adornados y sostenidos agudos.

El coro de la Arena, preparado y guiado por Marco Faelli no solo interpretó eficazmente la acción pero con el canto

se convirtió en coprotagonista con el marcado movimiento escénico. La Orquesta de la Arena, dirigida por Antonio Pirolli, estuvo por momentos discreta bajo las voces, pero hizo sentir por momentos una presencia autoritaria. por Giosetta Guerra

CarmenSe inauguró el 87 Festival de la Arena de Verona con una Carmen usual, que únicamente llamar la atención por la presencia de Plácido Domingo, quien cantaría en una Noche de Gala para celebrar los 40 años de su debut en la Arena. Ahora,

sin embargo, el tenorissimo apareció en el foso como director concertador. Pero, en honor a la verdad, su batuta no es brillante, si bien llevó a cabo la representación decentemente. Domingo, seductor Don José en innumerables ediciones de la obra, no encuentra en el foso el mismo encanto que tiene sobre el escenario, prefiriendo tiempos cómodos en vez de subrayar el dramatismo de la obra. Se pierde por eso el frescor innato en la obra de Bizet.

Algunas de las voces fueron el punto de verdadero interés de la noche, sobre todo la Micaëla de Irina Lungu, que fue vibrante y demostró sus óptimas dotes actorales y canoras. No fueron igualmente eficaces los otros miembros del reparto, a partir de la desteñida prestación de la mezzosoprano Nancy Fabiola Herrera, una Carmen no muy creíble, ni escénica ni vocalmente. Nos asombraron también las no óptimas condiciones vocales del tenor Marco Berti, avezado intérprete de Don José, que parece inclinarse a un estilo de canto verista que resulta poco eficaz para los matices y colores del idioma francés.

El Escamillo de Giorgio Surjan resultó vagamente cansado, con evidentes dificultades en la zona aguda, a pesar del dominio que tiene del personaje. Los restantes papeles fueron desilusionantes, empezando por Gianfranco Montresor en el sargento Morales, y Antonio De Gobbi en el teniente Zúñiga. Más convincentes resultaron los dos contrabandistas: Marco Camastra como Dancairo y Gianluca Floris como Remendado. Incluso con algunos problemas de entonación, estuvieron las dos gitanas: la Mercedes de Anastasia Boldyreva y la Frasquita de Gladys Rossi. Sobre la mayor parte de los artistas reinó un rechazo casi total por la dicción francesa, que resultó maltratada y amasada. El público, sin embargo, se mostró demasiado caluroso, con frecuentes e inadecuadas manifestaciones de entusiasmo, más aún por el nivel del espectáculo lírico que presenciamos. o por Francesco Bertini

El elenco de Il barbiere di Siviglia

Nancy Fabiola Herrera (Carmen) y Marco Berti (Don José)

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A Midsummer Night’s Dream en MilánDespués de Alcina, presentada en la Scala, otra obra maestra firmada por Robert Carsen fue A Midsummer Night’s Dream de Benjamin Britten, coproducida entre el Festival de Aix- en-Provence y la Opéra de Lyon. Esta producción escénica tiene 18 años (fue creada en Aix en 1991), y no lo demuestra. La genial dirección artística de Carsen captó la intuición, la inteligencia, y el nuance de la comedia shakesperiana con perenne equilibrio entre el sueño y la realidad, el aturdimiento y el asombro. Así, los personajes se catapultaron sobre una cama blanda (en lugar del bosque encantado) con muchas almohadas suaves, sabanas y cobijas de color verde prado, que invadieron totalmente la escena en el primer acto, para después romperse en una simpática serie de pequeñas alcobas en las cuales se veía una muy cercana luna, que hizo sugestiones fantásticas y secretas, casi astrales, además de que se hicieron vueltas gimnásticas antes del final, pero desmaterializadas, sin peso, inefables como deberían aparecer en el sueño de una noche de mitad de verano.

¿Qué cosa hay mejor que una cama para representar el mundo de lo onírico y del inconsciente (con una base erótica no tan velada)? ¿Los lovers están solo soñando? ¿Bottom fue realmente transformado en una “cabeza de burro”? ¿Estos

hechos existen verdaderamente? A estas preguntas Carsen no da una respuesta definitiva, pero gracias a su ilusionismo uno sale del teatro con la intima sensación de haber soñado de verdad. O quizás ¿fue todo verdadero?

Sir Andrew Davis condujo con pericia entre la alquimia cameristica de la mágica partitura britteniana, extrayendo del cilindro sonoridad aérea, diáfana, cristalina, y de rara sugestión, pero sin ser más áspera y estridente (rústica). Su conducción se distinguió por la transparencia, la nitidez, sin forzar lo rítmico y sobre todo sin olvidarse del escenario. La cohesión del elenco completo fue notable. Desde el punto de vista de la puesta teatral, la contribución de cada intérprete al gozo del espectáculo fue normal. Vocalmente, subrayaría la seductora Tytania de Rosemary Joshua, brillante también en la agilidad, el flotante David Daniels en el papel de Oberon, de exquisita dicción y homogeneidad tímbrica (precioso fue el legato de su ‘I know a bank’), el autoritario Lysander de Gordon Gietz, la apasionada Deanne Meek (Hermia) y Erin Wall (Helena), y el exilarante Bottom, seguro y desafiante de Matthew Rose. “Last but not least”, el actor Emil Wolk, un verdadero montón de nervios, que caracterizó al elfo Puck de manera sorprendente. por Massimo Viazzo

Escena de A Midsummer Night’s Dream en Milán

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Il telefono e Il segreto di Susana en AbruzzoEn la región de Abruzzo, en la edición del refinado Festival Internacional de Música “Pietre che cantano”, se representó, en el monasterio cisterciense de S. Spirito de la localidad de Ocre, un exitoso díptico de óperas de cámara de rara ejecución: The telephone o l’amour à tríos de Gian Carlo Menotti, pero en italiano, e Il segreto di Susanna de Ermanno Wolf-Ferrari, y ¡sorpresa! todas las localidades se agotaron.

Después, la puesta en escena esencial en el sentido menottiano —con sólo un sofá y un aparato telefónico— fue extraordinariamente eficaz en ambas óperas, y para los intérpretes la tarea fue llenar la escena. Novella Bassano (soprano) y Leonardo Galeazzi (barítono), lo hicieron espléndidamente (con ideal entendimiento y complicidad, y con grandes dotes actorales), y ni qué decir de Bartolomeo Giusti, en el insólito doble papel de escenográfo-director escénico-vestuarista-actor mudo. Firmó un espléndido mayordomo, verdadera actuación de rara verve cómica. De las dos óperas, sin lugar a dudas fue mejor Il telefono, que posee una síntesis conmovedora: 20 minutos intensos sin la mínima mancha, donde la soprano hace el papel de patrón. Tiene un papel muy exigente que afronta con desenvoltura y elegancia. A su vez, le faltó un poco la refinada orquestación de Wolf-Ferrari, proporcionada en souplesse por la extraordinaria bravura de todos los intérpretes. De hecho, se escuchó la trascripción para piano, que el bravo Alessandro Soccorsi afrontó con determinación y precisión. En suma, algo mejor no podría haberse esperado. Cuando en una noche de verano, huyendo del clima húmedo de la ciudad, se es recibido por los sombríos muros de un monasterio amurallado… por Franco Soda

Winterreise en Florencia La tentación para un director de poner en escena algo que no tiene una estructura dramatúrgica siempre es un desafío. Así dice Roberto Andò en su entrevista en el programa de presentación del Winterreise de Schubert, que fue realizada por él en el enorme escenario del Comunale de Florencia para el Festival del Maggio Musicale 2009. Ya el sitio elegido parece demasiado grande para una obra cuya llave de lectura es la intimidad de un salón o de un pequeño teatro; de esa manera se dispersa su dimensión verdadera, sus preciocismos idiomáticos, su atmósfera interior hecha de apariciones, fantasmas, espectros del alma, más que imágenes auténticas, evocaciones de un mundo deseado pero inalcanzable, como a menudo fue el de Franz Schubert, que nunca tuvo éxito en su vida. Y esa infelicidad se apercibe muy bien sobre todo en ese ciclo. Todo ya es pasado en la narración de los 24 Lieder: son cuentos de una resignación, de una conciencia de que no hay nada que hacer, de una disilusión total. No hay acción, solo pequeños gestos, en la esfera íntima.

El intento de escenificar lo inescenificable es como una droga para los directores. Pero tenemos que decir que la

realización —más veces intentada en estos últimos años pero nunca alcanzada— de dar un vestido a la Winterreise nada añade a la completa incompletud del magnífico ciclo. Al contrario, la producción de imágenes que los poemas de Müller y la música de Schubert sugieren a quien escucha ya es bastante; las de las videoinstalaciones de Luca Scarzella y las escenografias, la iluminación y el vestuario de Gianni Carluccio, y la presencia de figurantes casi siempre inmóviles, sentados o andando, o proyectados en las pantallas, en lugares industriales abandonados o en habitaciones pequeñitas, maquetas de paisajes donde el tenor paseaba como Gulliver en el país de los lilliputianos y flores falsas plantadas en el tablado, son algo que no pertenece al ciclo de Lieder y que molesta la percepción y la escucha.

Los que dieron vida sonora a esa Winterreise fueron el tenor Ian Bostridge y el pianista Julius Drake. No comprendemos cómo Bostridge siga siendo considerado uno de los más aclamados intérpretes de Schubert y del

Escena de Il telefono, con Novella Bassano

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Liederismo en general, ni tampoco cómo pueda ser un punto de referencia ¡por su técnica! Lo que escuchamos fue algo como “gritos y susurros”, aunque los gritos siempre eran algo desordenado en la desordenada voz del tenor inglés, que no posee la entereza del registro que Schubert exige, sobre todo en ese ciclo. El registro central y grave no pertenece para nada a Bostridge, y cuando él se encuentra en esas zonas emite sonidos forzados e innaturales y, sobre todo, desagradables. Claro, siempre hay que considerar que Bostridge es un músico inteligente y culto, que cuida el fraseo del punto de vista de la pronunciación, y también se debe decir que había unas frases decentes a pesar de un ámbito muy estrecho de la textura central, pero no es suficiente para cantar a Schubert (ni Schumann, ni Strauss, ni otros) en vivo.

En las grabaciones, los artificios de la moderna técnica son innumerables y el problema no se presenta con tanta evidencia, aunque se intuya. Si en algunas frases susurradas sus intenciones interpretativas eran bastante buenas, pasando

al forte y en el registro medio-agudo su voz se constreñía en un vibrato forzado y con faltas tímbricas y, unas veces, de entonación. No hablamos de los sonidos fijos que Bostridge dona con mucha generosidad y que parecen ser parte muy importante de su escuela, aunque sean heridas para el oído... Llamémolos por los que son: carencias técnicas y no preciosidades estilísticas. Lástima, porque si él no forzara y cantara con su voz —limitada, hay que decirlo—, el resultado habría sido mejor.

Puede ser que Bostridge encarne lo que uno se espera de un tenor inglés, quizás, y para los que aman ese género de voces puede que él sea el non plus ultra. Al contrario, el pianista Drake fue fantástico al proponer los mil colores de la gama schubertiana: pianissimi encantadores, rubati seductores, fraseo lánguido. Nunca como en esta sublime performance la parte pianística fue tan manifiesta. Pero, al final... ¿qué espectaculo hemos visto? o por Massimo Crispi

Ian Bostridge en Winterreise

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Demofoonte en RavennaFue un placer asistir al Demofoonte de Niccolò Jommelli,

drama para música en tres actos con libreto de Pietro Metastasio, en el Teatro Alighieri de Ravenna, dentro del festival de esa ciudad organizado por Cristina Mazzavillani Muti. Una delicia para los ojos, oídos y para el espíritu. En coproducción con el Festival de Salzburgo y la Opéra National de Paris, el espectáculo se valió de la bella y airosa escena blanca de Margherita Palli, de los apropiados vestuarios de Marina Luxardo, orientados hacia el blanco, rojo, negro y marrón, y la atenta dirección escénica de Cesare Lievi, que tradujo con actitud el carácter de los personajes y con la ayuda de la bien estudiadas luces de Luigi Saccomandi.

La armonía de las líneas curvas y la luminosidad del blanco son los elementos dominantes de una escenografía casi fija, con algún desplazamiento y detalles simbólicos en una casi caja y columnas formadas por fachadas neoclásicas de palacios con portales y tímpanos que simbolizan la insoportable perturbación de la función, que trata sobre un cruento sacrificio humano, de un amor secreto alterado por una razón de estado y la duda de un presunto incesto, y el cambio de unos recién nacidos que resuelve al final. En el fondo una gran ventana se abre hacia un fondo de escena (mar nebuloso con barcas, follaje de arboles frondosos, paisajes de mar con rocas, cielo negro con estrellas y una gran luna, un volcán con humo tipo Vesubio).

La historia versa sobre Demofoonte, rey que debe elegir una virgen para el sacrificio anual a Apolo. La elegida Dircea, hija de Matusio, que se niega, está secretamente casada con Timante, hijo y heredero de Demofoonte, quien manda a prisión a ambos. Matusio muestra un folio donde esta escrito que Dircea no es su hija sino hija de Demofoonte, y menciona el intercambio de unos recién

nacidos, por lo que Timante es el hijo de Matusio, pero todo termina bien.

Los jóvenes artistas, en escena y en la orquesta, tuvieron el coraje de afrontar una ópera nada fácil pero bellísima y sobre todo ofrecieron una preparación global de alto nivel, de su maestro Riccardo Muti. El contratenor Antonio Giovannini fue un bello y alto Matusio, dotado de un timbre vocal agradable y pulido que hizo uso de una correcta técnica de canto, emitiendo sonidos graves y agudos vigorosos plenos de luminosidad. Maria Grazia Schiavo fue Dircea, una soprano squillante dotada de bella pasta vocal, hermoso timbre, pleno y luminoso. José María Lo Monaco, mezzo soprano en travesti y atuendo militar fue Timante (papel heroico y virtuoso reservado en algún momento a un castrado), usó su voz de buen timbre pero poco volumen. Demofoonte tuvo la figura imponente del tenor ruso Dimitri Korchak, que exhibió una voz clara pero robusta, de sonido afinado y buen sonido, dicción clara y bel canto en la media voz. La soprano Eleonora Buratto fue Creusa, que reveló una voz aguda bien sostenida en los fiati. Valentina Coladonato, soprano en travesti de buen peso vocal y bello color, fue Cherinto, y el sopranista Valer Barna-Sabadus estuvo vocalmente escaso en volumen y color como Adrasto.

La música de esta ópera es muy bella y estuvieron presentes todos los efectos, como las páginas espumosas con sugestivos crescendos y diminuendos, la obertura, y las páginas de desolación y escalofríos casi románticos que surgieron de la orquesta acariciada con gesto delicado por Muti. La Orchestra Giovanile Luigi Cherubini, formada, preparada y dirigida por Riccardo Muti, siguió atentamente el gesto vaporoso, preciso, magnético del maestro y alcanzó con profesionalismo y sensibilidad esta música sublime. por Giosetta Guerra

Escena de Demofoonte en Ravenna

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El Festival de PesaroLas tres óperas rossinianas elegidas para esta temporada

fueron Zelmira, La scala di seta (ambas en nuevas versiones escénicas y la primera en la incómoda Adriatic Arena, que aún seguirá en funciones el año próximo para ser luego reemplazada por el remozado Palafestival… para colmo la acústica ha empeorado con un molesto eco) y una reposición (junto con ‘La scala…’) en el Teatro Rossini de Le Comte Ory.

El nivel fue en general alto, aunque no equilibrado, y en cuanto a las puestas en escena, este año se llevan, al parecer, los espejos. El espectáculo que conquistó la unanimidad fue La scala… en un montaje de Damiano Michieletto con decorados de Paolo Fantin. Me pareció muy superior a la anterior Gazza ladra, que conquistó importantes premios y ha sido repuesta. Esta vez todo fue correctamente modernizado, el trabajo con los actores ha sido excelente y el nivel de conjunto ha sido el mejor (cierto, la obra es menos comprometida que las otras). Tal vez haya demasiados figurantes en escena (si hubo que cambiar de título porque el Sigismondo resultaba demasiado caro y esta puesta es muy sobria, se podría haber ahorrado también en esto.

La orquesta Haydn de Bolzano y Trento hizo una muy buena labor, aunque ni el veterano Claudio Scimone (en La scala…) ni Paolo Carignani (en Ory) resultaron ideales: el primero por una cierta pesadez y rigidez en sus tiempos, el segundo por haber hecho por momentos una ópera seria y sobre todo triste de una brillante y cínica, donde se acertaba en los momentos más “líricos” sin dejar asomar la ironía que subyace en todo momento. La anterior producción de Ory de Lluís Pasqual se deja ver con agrado, pero la idea de un juego de sociedad, interesante, se convierte en poco más que un pretexto y una ilustración superficiales.

Peor le fue a Giorgio Barberio Corsetti con la larga y difícil (pero tan interesante) Zelmira, donde prácticamente no hubo dirección de actores, el coro estuvo estático y las proyecciones de escenas de guerra y torturas contemporáneas no lograron ni dar actualidad a la trama ni convencer, y sí distraer o resultar superfluas. Claro que aquí hubo la mejor dirección, un excelente Roberto Abbado frente al coro (bien preparado por Paolo Vero) y la orquesta del Comunale de Boloña, que estuvieron magníficos, y las mejores prestaciones vocales,’de festival’.

Juan Diego Flórez añadió una perla más con su Ilo a su galería de personajes rossinianos magistrales. Gregory Kunde, a veces con algún esfuerzo y algunas veladuras, casi no le fue a la zaga en el difícil baritenor que es Antenore. Alex Esposito se confirma como un bajo notable en Polidoro (y en un papel de anciano ligeramente monocorde como personaje, muestra que no sólo sabe hacer personajes dinámicos y jóvenes). Marianna Pizzolato fue muy aplaudida en su única aria, pero el agudo es tirante y por momentos ofrece un grave engolado. Kate Aldrich es una buena respuesta para la difícil y enigmática vocalidad de la protagonista, aunque es demasiado mezzo y, al final, agudo y fiato se resienten. Mirco Palazzi sigue forzando el agudo y el timbre no siempre brilla.

En Ory, aparte del buen hacer de la Orchestra Comunale di Bologna y del Coro de Cámara de Praga (preparado por Lubomír Mátl), debe destacarse la labor de María José Moreno (de coloraturas un tanto mecánicas y algún agudo metálico) y de Lorenzo Regazzo en el Gobernador. Laura Polverelli estuvo correcta en Isolier, pero su agudo sigue exhibiendo limitaciones. Natalia Gavrilan exhibió material interesante en Ragonde, Roberto de Candia fue muy sólido en Rimbaud, pero con una voz cada vez más fea y limitada. El debut del joven Yihe Shi en el difícil titular demostró que un brillante alumno no está siempre a la altura de un gran profesional: resultó decoroso a lo sumo, de voz entre pequeña e inexistente y de extensión y emisión limitadas.

Kate Aldrich (Zelmira) y Juan Diego Flórez (Ilo)

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En La scala… , en cambio, Olga Peretyatko encontró un papel ideal en Giulia, que no sólo cantó sino que interpretó de maravilla, pero aún superior resultó Paolo Bordogna, inconmensurable en canto y actuación en el “tonto” servidor Germano. Carlo Lepore logró salir con dignidad de las insidias del aria agregada para Blansac, que por lo demás cantó e interpretó correctamente, como Daniele

Zanfardino en el breve rol de Dormont. Si José Manuel Zapata convenció menos que otras veces (algún agudo rígido y una media voz no siempre a punto) en Dorvil, Anna Malavasi en Lucia demostró ser bella, excelente actriz pero muy modesta cantante (si es realmente una mezzo, poco lo pareció, exhibiendo un timbre poco agradable). o por Jorge Binaghi

Escena de La scala di seta

Finale de Le comte Ory

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