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Poder Judicial de la Nación USO OFICIAL ///nos Aires, 29 de agosto de 2013. AUTOS Y VISTOS : Para resolver en la presente causa Nº 3956 del registro de este Tribunal Oral en lo Criminal Nº 17, seguida a JUAN GUILLERMO PALACIOS CHINGAY, sin sobrenombre ni apodos, peruano, nacido el 24 de enero de 1965 en Lima, República del Perú, indocumentado, soltero, con Prio. Pol. R.H. 237.597, hijo de Juan de Dios Palacios y Virginia Chingay, domiciliado en la calle Morse nº 2614, Casa 7 de Dock Sud, partido de Avellaneda, provincia de Buenos Aires, de en orden al delito de infracción al inciso “A”, del artículo 72 de la ley Nº 11.723, en grado de tentativa, reiterado en dos oportunidades, que concurren en forma real y; CONSIDERANDO : El Juez Pablo Daniel Vega, dijo: I. Que en su requisitoria de elevación a juicio, el agente fiscal imputó a Juan Guillermo Palacios Chingay la comisión del delito previsto en el inciso a) del artículo 72 de la ley Nº 11.723, en grado de tentativa, reiterado en dos oportunidades (ver fs. 278/279 vta.). II. Que a fs. 305/307 la defensa de Palacios Chingay instó el dictado del sobreseimiento de su asistido sobre la base de considerar que el secuestro en la vía pública de copias de discos compactos cuyas láminas aparecen como burdas, deduciéndose una precaria venta ambulante, convirtió a la imputación en débil e irrazonable frente al principio de lesividad, lo que habilita la solución del proceso de conformidad con lo normado en el artículo 336, inciso 3º del Código Procesal Penal de la Nación.

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///nos Aires, 29 de agosto de 2013.

AUTOS Y VISTOS:

Para resolver en la presente causa Nº 3956

del registro de este Tribunal Oral en lo Criminal Nº

17, seguida a JUAN GUILLERMO PALACIOS CHINGAY, sin

sobrenombre ni apodos, peruano, nacido el 24 de

enero de 1965 en Lima, República del Perú,

indocumentado, soltero, con Prio. Pol. R.H. 237.597,

hijo de Juan de Dios Palacios y Virginia Chingay,

domiciliado en la calle Morse nº 2614, Casa 7 de

Dock Sud, partido de Avellaneda, provincia de Buenos

Aires, de en orden al delito de infracción al

inciso “A”, del artículo 72 de la ley Nº 11.723, en

grado de tentativa, reiterado en dos oportunidades,

que concurren en forma real y;

CONSIDERANDO:

El Juez Pablo Daniel Vega, dijo:

I. Que en su requisitoria de elevación a

juicio, el agente fiscal imputó a Juan Guillermo

Palacios Chingay la comisión del delito previsto en

el inciso a) del artículo 72 de la ley Nº 11.723, en

grado de tentativa, reiterado en dos oportunidades

(ver fs. 278/279 vta.).

II. Que a fs. 305/307 la defensa de Palacios

Chingay instó el dictado del sobreseimiento de su

asistido sobre la base de considerar que el

secuestro en la vía pública de copias de discos

compactos cuyas láminas aparecen como burdas,

deduciéndose una precaria venta ambulante, convirtió

a la imputación en débil e irrazonable frente al

principio de lesividad, lo que habilita la solución

del proceso de conformidad con lo normado en el

artículo 336, inciso 3º del Código Procesal Penal de

la Nación.

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III. Que al contestar el traslado conferido

a partir de la presentación materializada por la

defensa del imputado Palacios Chingay, el señor

Fiscal General, a fs. 309/313, expuso, por los

argumentos allí plasmados, que teniendo en cuenta el

ínfimo perjuicio causado por la conducta investigada

y la falta de racionalidad, y por ende de

proporcionalidad, de una pena privativa de la

libertad como contrapartida de ella, no cabría otra

solución que desvincular al imputado Palacios

Chingay de la imputación por la cual fue indagado,

puesto que su accionar resulta atípico por falta de

lesividad, requiriendo que se haga lugar al planteo

defensista y se sobresea a Juan Guillermo Palacios

Chingay.

IV. Que la cuestión a desentrañar radica en

determinar si la comercialización del material

aludido constituye una acción de la que quepa

predicar su carácter típico en los términos en que

lo hubo hecho el representante de la vindicta

pública actuante durante la pesquisa.

En tal cometido, he de principiar recordando

que la labor interpretativa de la producción

legislativa debe orientarse conforme a los

postulados esenciales contenidos entre los

principios y garantías reconocidas en nuestra

Constitución Nacional, como sistema de normas no

sólo formales (es decir, reconocibles como vigentes

únicamente por su forma de producción) sino también

sustantivas sobre las condiciones en presencia de

las cuales las leyes vigentes son identificables

como válidas o inválidas a partir de su contenido o

significado. Se trata, siguiendo a Ferrajoli, de una

dimensión sustancial de la democracia constitucional

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que impone límites y vínculos de esa naturaleza a

todos los poderes ­sean éstos públicos o privados­

para la garantía de todos los derechos

fundamentales, tanto de libertad como sociales (Cfr.

Ferrajoli, Luigi, Principia Iuris, Teoría del

Derecho y de la Democracia, trad. Perfecto Andrés

Ibáñez, Carlos Bayón, Marina Gascón, Luis Prieto

Sanchos y Alfonso Ruiz Miguel; Trotta, Madrid, 2011,

t.1, p. 415).

Por cierto, en la base del Estado

Constitucional de Derecho se halla el principio de

legalidad, aunque no considerado como mera legalidad

sino entendido en un sentido estricto o fuerte,

según el cual las propias normas condicionantes

están a su vez condicionadas, en lo relativo al tipo

de efectos que están habilitadas para condicionar,

por vínculos y límites sustanciales impuestos por

normas superiores a ellas. Claramente lo expresa el

autor ya citado cuando caracteriza dicha máxima como

“el sometimiento al derecho del propio derecho que

sólo puede provenir del constitucionalismo

jurídico…” (Cfr. Ferrajoli, Luigi, Principia, cit.,

t.1, p. 414).

Establecido cuanto precede, adelanto mi

opinión en el sentido de negarle tipicidad a la

conducta incriminada en la especie, pues de ello me

persuade un triple orden de razones que responden a

tres planos diferentes, a saber: el de la filosofía

política, el de la realidad social y el

político−criminal.

V. Que desde la filosofía jurídica se alerta

acerca de que el presupuesto de efectividad de una

norma radica en que su significado o valor

prescriptivo sea compartido socialmente. En otras

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palabras, sostiene Ferrajoli, “que sea apta, en

virtud de su aceptación o por lo menos de su

percepción como regla, para producir una práctica

social y para conferir sentido normativo a la acción

social que regula. En caso contrario la regla es

inefectiva por el simple hecho de que no vale (es

decir, no es asumida, no funciona) como regla” (Cfr.

Ferrajoli, Luigi, ob. cit., t.1, p. 232).

Parece claro que la inefectividad de una

disposición legal puede obedecer a la propia

dinámica cultural en tanto productora de mudanzas

susceptibles de alterar la cosmovisión axiológica

imperante en una sociedad, en la medida en que toda

norma jurídica está siempre en relación con el

tiempo, así como lo está con el espacio.

En efecto, señala Mario Bretone que “(s)i el

derecho ̕vive̒ en el tiempo , si el tiempo es una

característica constitutiva del derecho, comprender

éste quiere decir comprenderlo como historia” (Cfr.

Bretone, Mario, Derecho y tiempo en la tradición

europea, trad. de Isidro Rosas Alvarado, Fondo de

Cultura Económica, México, 1999, 71). Se trata, en

definitiva, de la perspectiva de Heráclito cuyo

punto de partida ha de ser la comprobación del

incesante devenir de las cosas; la visión de un

mundo como flujo perpetuo.

En tal sentido, destaca Zaffaroni que toda

ley reconoce un contexto tanto discursivo como

social, y que el ámbito de lo legalmente prohibido

varía aunque el texto normativo permanezca idéntico,

porque el contexto cambia continuamente. En palabras

del autor, “(e)l cambio de contexto discursivo

acarrea problemas que son más graves cuando los

generan cambios en el contexto social, cultural o

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tecnológico. Conforme a cambios de esta naturaleza,

una conducta puede perder todo el contenido lesivo o

carecer de éste en la inmensa mayoría de los casos

(…). En estos casos la cuestión se resuelve por

aplicación del principio de lesividad. Pero el

problema se complica cuando, debido a uno de estos

cambios, el texto aparece abarcando un ámbito de

prohibición inusitadamente amplio” (Cfr. Zaffaroni,

E. Raúl−Alagia, Alejandro−Slokar, Alejandro W.,

Derecho Penal. Parte General, Ediar, Buenos Aires,

2002, pp. 119−120).

A fin de ilustrar lo dicho, los autores

citados ponen de ejemplo justamente el caso del

subjuntivo reproduzca del art. 72 de la ley 11.723

(de propiedad intelectual), relevando que “(e)n

1933, sólo era posible reproducir con los mismos

recursos técnicos con que se producía. No se

consideraba reproducción a la copia manual de una

página o de un capítulo de un libro ni de todo un

libro. La tecnología permite hoy la copia íntegra de

un libro o de cualquiera de sus partes a costo

inferior al precio comercial. La conducta se ha

generalizado y no sería posible criminalizar a todos

los que copian páginas de libros para uso personal.

Si a ello se suma los que registran o graban

emisiones radiofónicas o televisivas, prácticamente

la mitad de la población –incluyendo a todos los

investigadores− estaría incurriendo en delitos

conforme al texto y cualquiera de ellos podría ser

criminalizado arbitrariamente”.

Es evidente que el contexto socio−cultural

reinante en 1933 ha de ser sustancialmente disímil

al caracterizado por las circunstancias actuales,

entre las que no cabe soslayar el vertiginoso y

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profundo avance de la ciencia y de la técnica, en

cuya virtud hemos sido provistos de medios e

instrumentos que nos permiten acceder con facilidad

−y a menor costo− a un profuso catálogo de bienes y

servicios, que se ve a su vez aumentado por su

indudable efecto multiplicador.

Por lo demás, no exige mayores

disquisiciones afirmar que el acceso a tales medios

se ha generalizado al punto de encontrarse

disponible en todos los estratos sociales, incluso

para los más subalternos; aspecto este más que

relevante sobre el que volveremos cuando

consideremos la cuestión traída desde el punto de

vista de la realidad social.

Zaffaroni recurre al “constitucionalismo

jurídico” del que habla Ferrajoli y se apoya en el

principio de legalidad que impone el respeto

histórico al ámbito real de lo prohibido, a fin de

limitar el campo de programación criminalizante

legislativa, evitando así que un tipo penal se erija

en instrumento para la criminalización

indiscriminada (ob. cit., p. 120).

Ahora bien, basándose en Gerhart Husserl

(Recht und Zeit), Bretone argumenta que el derecho

acompaña al tiempo puesto que la norma jurídica no

tiene un lugar fijo en la historia, es decir, un

lugar que el acontecimiento productivo determinaría

de una vez para siempre −así como la existencia de

un hombre no se detiene en el punto de su

nacimiento−, sino que “el tiempo irrumpe a través de

la interpretación y la aplicación. En la norma

interpretada se insinúa el sentido del hoy, por más

que esté lejana la razón o la ocasión que determinó

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el surgimiento” (Cfr. Bretone, Mario, ob. cit., p.

44).

Sin embargo, este proceso de actualización

del sentido prohibitivo (o prescriptivo) de la norma

jurídica por vía de la interpretación se ve limitado

en función de cardinales principios constitucionales

que imponen al derecho penal una labor exegética que

ha de ser incompatible con la analogía in malam

partem (máxima taxatividad interpretativa).

Sobre la legalidad, Zaffaroni, Alagia y

Slokar afirman que “es un principio que sirve para

garantizar la limitación del ámbito de programación

criminalizante legislativa, y no se puede revertir

su sentido convirtiéndolo en un argumento de

extensión inusitada y nunca previsto en el contexto

originario del texto, cuyo efecto es conceder un

espacio selectivo de criminalización que alcanza los

límites máximos de arbitrariedad (Cfr. ob. cit., p.

120).

VI. Que esta conclusión de los autores

citados, me permite iniciar el desarrollo de la

segunda línea argumental para justificar mi opción

en favor de la atipicidad de las conductas

incriminadas en autos, línea ésta que se apoya en el

plano de la realidad social, a partir de la cual es

dable verificar la operatividad del sistema penal.

Un mínimo principio de realidad indica que

la copia de DVDs y CDs constituye una práctica

claramente generalizada, nutrida no sólo del

autoabastecimiento motivado en el propio interés

recreativo, sino también a partir de una demanda que

procede de todas las capas sociales, al punto de

impactar de lleno en la actividad de los denominados

“Videos Club” cuyo auge y desarrollo se ha disipado

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casi por completo –no pudiendo tampoco afirmarse la

total ajenidad de tales comercios a las prácticas

aquí cuestionadas−.

Por otra parte, la experiencia judicial pone

en evidencia que la criminalización secundaria de

tales conductas ha de ser ínfima y que los pocos

seleccionados proceden de los sectores más

vulnerables de nuestra sociedad, lo que parece

responder al mero arbitrio de las agencias

policiales orientado a su vez en la burocrática

necesidad coyuntural de engrosar estadísticas.

A ello cabe todavía sumar la aceptación

social de tales comportamientos toda vez que, como

se ha dicho, la reproducción o copia de material

fílmico atraviesa todos los estratos sociales,

además de componer éstos una demanda que fomenta la

clase de comportamientos aquí incriminados.

La atribución de la acción al tipo

constituye una operación jurídico−valorativa que ha

sido desarrollada por la dogmática penal sobre la

base de distintos criterios orientados a limitar la

grosera imputación de resultados proveniente del

llamado “dogma causal”, que dominó fuertemente la

sistemática jurídico−penal en épocas del causalismo

y del neokantismo.

Uno de esos esfuerzos dogmáticos fue

cristalizado en lo que se dio en llamar la teoría de

la adecuación social, que partía precisamente de la

insuficiencia de la consideración literal del tipo

para cerrar el juicio de tipicidad. Veamos como lo

definía Bettiol: “no debe creerse que las figuras

típicas delictuosas sean esquemas en oposición con

la historia, o figuras geométricas que vivan en un

mundo ideal, sin nexo alguno con el mundo social en

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que el derecho desarrolla su eficacia” (Bettiol,

Giuseppe, Derecho Penal. Parte General, trad. de

José León Pagano (h), Temis, Bogotá, 1965, p. 271).

No menos claro es Gonzalo Fernández quien,

refiriéndose a la adecuación social, sostiene que

“…constituye entonces, por cuanto viene de decirse,

un criterio normativo que excluye la atribución al

tipo de conductas socialmente admitidas, que no

afectan ni lesionan el bien objeto de tutela penal.

Es, pues, un criterio interpretativo, de corrección

o restricción del sentido literal de los tipos

penales, que surge de la conexión entre la ley

abstracta y la realidad del mundo de la vida social”

(Fernández, Gonzalo D., Bien jurídico y sistema del

delito, B de f, Buenos Aires, 2004, p. 172).

No pretendo con esta mención pontificar la

teoría de la adecuación social pues ha sido objeto

de críticas consistentes dentro del seno de la

dogmática jurídico−penal –en especial por resultar

un criterio relativamente inseguro (véase al

respecto, Jescheck, Hans−Heinrich, Tratado de

Derecho Penal. Parte General, Cuarta edición

completamente corregida y ampliada, trad. José Luis

Manzanares Samaniego, Editorial Comares, Granada,

1993, pp. 228−229)−. Pero sí debe destacarse que

ella constituye un esfuerzo real por racionalizar

los criterios de imputación para evitar la grosera

ampliación del ámbito de lo prohibido derivada del

tenor literal de los tipos penales.

En síntesis, la generalización de los

comportamientos incriminados en virtud de la

tolerancia social que media a su respecto, sumado a

la necesidad de afianzar un derecho penal ético que

niegue legitimidad a la burda selectividad de las

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agencias administrativas, me llevan también a optar

por la atipicidad del hecho traído a juicio.

VII. Que por último, me resta acometer la

justificación de mi opción en clave de política

criminal.

En función de todo lo dicho no advierto

tampoco cuál ha de ser la necesidad de considerar

típicas las conductas cuestionadas cuando ellas

gozan de tolerancia en el plano de la realidad

social y, además, la criminalización en tal sentido

se muestra claramente como inidónea para evitar el

fenómeno que supuestamente pretende prevenir.

Debo recurrir nuevamente a Ferrajoli y al

principio de “utilidad penal”, tal como fue

formulado en la literatura clásica (Hobbes,

Thomasius, Beccaria y Bentham), del que deriva una

doble limitación a la potestad prohibitiva del

Estado; a saber: a) el principio de necesidad o de

economía de las prohibiciones penales (nulla lex

poenalis sine necessitate), del que deriva no sólo

la regla de la pena mínima necesaria sino también la

de la máxima economía en la configuración de los

delitos y b) el principio de lesividad (Cfr.

Ferrajoli, Luigi, Derecho y Razón. Teoría del

garantismo penal, trad. Perfecto Andrés Ibáñez,

Alfonso Ruiz Miguel, Juan Carlos Bayón Mohino, Juan

Terradillos Basoco y Rocío Cantarero Bandrés,

Trotta, Madrid, 1995, pp. 464 y ss.).

La constatación de la ínfima criminalización

secundaria de las conductas de autos que evidencia

el reclutamiento de personas vulnerables

seleccionadas arbitrariamente, sumado todo a la

burda inidoneidad del modelo punitivo para resolver

lo que, en definitiva, la sociedad tolera, torna

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innecesario acudir al poder que deriva de aquel

modelo, por aplicación de principios que emergen

directamente del Estado Constitucional de Derecho

(Cfr. Zaffaroni – Alagia − Slokar, ob. cit., pp. 135

y ss.).

Sobre el particular, cabría indicar que la

inteligencia propuesta, en la medida en que se

asienta en la observancia al mandato de taxatividad

y con él al de certeza de la ley penal, es la que

más armoniza y resulta compatible con la

excepcionalidad que debe singularizar a la

criminalización primaria, rasgo que, por cierto,

deriva de su carácter fragmentario o de última

ratio, actualmente amenazado por la sobreproducción

de legislación punitiva que agudiza el colapso del

principio de legalidad en razón de la baja calidad

técnica empleada para su elaboración, por la

indeterminación de los tipos penales (acerca de la

deriva inflacionista y el colapso del principio de

legalidad, Cfr. Ferrajoli, Luigi, Principia, cit.,

t.2, pp. 356 y ss.).

VIII. Que por lo demás, cabría sumar a todo

lo expresado un argumento vinculado a lo que he de

calificar como límite a la jurisdicción. En efecto,

nada han discutido las partes con relación a lo que

resulta ser el objeto de esta incidencia, por cuanto

ambas han convenido en que el hecho del proceso, en

toda su dimensión de sentido, no puede subsumirse en

el tipo previsto en el art. 72 de la ley 11.723.

Pues entonces se impone dilucidar si el Tribunal se

halla facultado para desconocer la falta de

contradictorio sobre el particular para igualmente

avanzar con una decisión no homologatoria de dicho

acuerdo.

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En mi opinión, a menos que el representante

de la vindicta pública dictamine de modo arbitrario,

dogmático o en un sentido que riña claramente con

las constancias del proceso, el Tribunal incurriría

en un pronunciamiento extra o ultra petita si

pretende ignorar el acuerdo de las partes.

En la especie, ha quedado claro que mi

posición coincide con lo postulado por las partes en

cuanto a la substancia del planteo formulado, pero

aun cuando no hubiera sido de ese modo, no puedo

ignorar la razonabilidad de aquella articulación

jurídica por lo que mi conjetural disenso tampoco me

habilitaría a avanzar por encima de la partes,

alterando las reglas del debido proceso. En este

sentido, cabe recordar que nuetro màximo Tribunal,

al precisar qué debe entenderse por procedimientos

judiciales a los efectos del art. 18 de la

Constitución Nacional, ha dicho que esa norma exige

observancia de las formas sustanciales del juicio

relativas a la acusación, defensa, prueba y

sentencia dictada por los jueces naturales (Fallos:

125:10; 127:36; 189:34; 308:1557, entre muchos

otros), y dotó así de contenido constitucional al

principio de bilateralidad sobre cuya base, en

consecuencia, el legislador está sujeto a

reglamentar el proceso criminal (Fallos: 234:270).

En dicho marco fue que los jueces Lorenzetti

y Zaffaroni sostuvieron en la disidencia que

emitieron en el caso “Amodio” (Fallos: 330:2658),

“que la función jurisdiccional que compete al

tribunal de juicio se halla limitada por los

términos del contradictorio, pues cualquier

ejercicio de ella que trascienda el ámbito trazado

por la propia controversia jurídica atenta contra la

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esencia misma de la etapa acusatoria de nuestro

modelo de enjuiciamiento penal; máxime si se tiene

en cuenta que en el logro del propósito de asegurar

la administración de justicia los jueces no deben

estar cegados al principio de supremacía

constitucional para que esa función sea plena y

cabalmente eficaz (Cfr. doctrina de Fallos: 308:490

y 311:2478, entre otros).

En síntesis, una vez superado el control

jurisdiccional destinado a verificar la racionalidad

de lo dictaminado por el representante del

Ministerio Público Fiscal al adherir al pedido de

sobreseimiento materialializado por la defensa del

imputado, resulta de aplicación al caso la doctrina

emanada de nuestra Corte Suprema de Justicia de la

Nación en los fallos “Tarifeño” y “Mostaccio”.

Ha de ser también por ello que habré de hacer

lugar a la excepción planteada, propiciando la

adopción de un pronunciamiento remisorio que culmine

la tramitación de este proceso.

Tal es mi voto.

El Juez Juan Facundo Giudice Bravo dijo:

I. Que, la solidez de los argumentos

desarrollados por el juez Vega me llevan a suscribir

la propuesta de sobreseimiento de Juan Guillermo

Chingay.

Sólo me resta agregar algunas

consideraciones a la problemática que el caso

plantea.

II.

Que, no se discute que los hechos atribuidos

al procesado encajan en la prohibición contenida en

la ley de propiedad intelectual.

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Sin embargo, la sola adecuación formal de

una conducta al supuesto de hecho descripto por la

norma es insuficiente para afirmar la tipicidad.

Ésta, es el resultado de un proceso interpretativo

que exige verificar si la acción es jurídicamente

relevante para el derecho penal.

Al respecto Welzel explicaba que “En la

función de los tipos penales de presentar el

`modelo´ de la conducta prohibida, se pone de

manifiesto que las formas de conductas seleccionadas

por ellos tiene, por una parte, un carácter social,

es decir, están referidos a la vida social, pero,

por otra parte, son precisamente inadecuadas a una

vida social ordenada. En los tipos se hace patente

la naturaleza social y al mismo tiempo histórica del

Derecho Penal: señalan las formas de conducta que se

apartan gravemente de los órdenes históricos de la

vida social (Welzel, Hans “Derecho Penal Alemán”,

página 83, Editorial Jurídica de Chile, 1970).

La realidad indica que comportamientos como

el que nos ocupa se desarrollan en un contexto

social en el que se los percibe como normales.

En efecto, la presencia de hombres y mujeres

ofreciendo cds y dvds vulgarmente llamados “truchos”

en cualquier lugar de la ciudad –la vía pública,

kioscos de revistas, estaciones de subterráneo,

etc.- es habitual; inclusive, frente a personal

policial que se muestra indiferente ante dicha

práctica.

Por su parte, la demanda de esa clase de

productos también es generalizada pues, como bien

destaca mi colega, proviene de todos los estratos

sociales.

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Y no menos relevante es la circunstancia de

que ese mismo material, en muchas ocasiones, se

encuentra disponible en Internet para que

cualquiera, de modo sencillo, acceda a él.

Todo ello, en definitiva, conforma un

escenario caracterizado por la ausencia de disvalor

social de este tipo de conductas que obliga a

reinterpretar el alcance de la prohibición que

aparentemente las contiene.

La referencia de mi colega a la explicación

de Ferrajoli no puede ser más clara para dar

respuesta a esta disyuntiva: la seguridad

prescriptiva de una norma está atada a la percepción

social como regla de comportamiento.

Ocurre que, la norma de derecho expresa los

valores que caracterizan a una sociedad. Por ello,

su correspondencia con la realidad es un presupuesto

ineludible para su legitimidad material.

En ese sentido Jakobs explica que “el

derecho penal se legitima formalmente mediante la

aprobación conforme a la Constitución de las leyes

penales. La legitimación material reside en que las

leyes penales son necesarias para el mantenimiento

de la forma de la sociedad y del Estado. No existe

ningún contenido genuino de las normas penales sino

que los contenidos posibles se rigen por el referido

contexto de la regulación. Al contenido de la

regulación pertenecen las realidades de la vida

social así como las normas -especialmente las

jurídico- constitucionales”(Gunter Jakobs, “Derecho

Penal Parte General, Fundamentos y teoría de la

imputación, traducción Joaquín Cuello Contreras y

José Luis Serrano González de Murillo, pagina 44,

editorial Marcial Pons, Madrid, 1995).

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La circunstancia de que la venta callejera

cuestionada se haya convertido en una actividad que

la sociedad no percibe como delictiva, refleja la

falta de correspondencia entre ésta y la ley que la

reprimiría.

Es preciso señalar que aunque la práctica

generalizada no implique la derogación material de

la norma -por desuetudo- obliga a interpretarla en

consonancia con la configuración de la sociedad en

la que se aplica.

El mismo Jakobs expresa que “Esta

vinculación del Derecho a la costumbre no significa

que todo aquello que sea más o menos habitual esté

permitido; no se trata, por tanto, de equiparar el

Derecho y el promedio de la realidad. No es la

praxis misma, sino las normas que determinan la

práctica las que conforman el riesgo permitido. Sin

embargo, es evidente que frecuentemente una praxis

consolidada modifica las normas rectoras de la

práctica, hacia una regulación más laxa o más

estricta. El Derecho no puede desvincularse de la

evolución de la sociedad respecto de la cual ha de

tener vigencia (Gunter Jakobs, “La imputación

objetiva en derecho penal”, pagina 27, Universidad

Externado de Colombia, 1994).

Tal discordancia, a la luz del sentido de

los tipos penales, es la que a mi juicio permite

afirmar la falta de tipicidad de las acciones que se

desarrollan en ese escenario de aceptación.

La cuestión ha sido ampliamente debatida en

la dogmática a partir de los trabajos de Welzel para

limitar la amplitud del concepto causal-naturalista

de la tipicidad y el bien jurídico.

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Aunque la teoría de la adecuación social fue

sumamente criticada por la doctrina -sobre todo por

lo inseguro del concepto y los vaivenes en los que

incurrió el propio Welzel en lo relativo a su

ubicación sistemática dentro del injusto- sentó las

bases para el posterior desarrollo de la

normativización del tipo objetivo (aunque en

relación al tipo culposo, ver Mirentxsu Corcoy

Bidasolo, “El delito imprudente, criterios de

imputación del resultado”, pagina 280, Ed. B de F,

Montevideo, 200).

En punto a ello, dentro de la teoría de la

imputación objetiva, Jakobs explica que el riesgo

permitido es aquél “que se halla vinculado

necesariamente a la configuración de la sociedad;

por tanto, se trata de una concreción de la

adecuación social (Gunter Jakobs, ob.cit, página

38).

Sobre las acciones socialmente adecuadas

Welzel explicaba que “no son necesariamente

ejemplares, sino conductas que se mantienen dentro

de los límites de la libertad de acción social…La

adecuación social es en cierto modo la falsilla de

los tipos penales: representa el ámbito normal de la

libertad de acción social, que les sirve de base y

es supuesto (tácitamente) por ellos, Por esto quedan

también excluidas de los tipos penales las acciones

socialmente adecuadas aunque pudieran ser aun

subsumidas en ellos según su tenor literal” (Welzel,

Hans, ob.cit. página 87/88).

Quiere decir entonces que si la tipificación

de una conducta expresa su disvalor social,

particularmente grave e intolerable para la

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comunidad, su ausencia determinará, naturalmente, su

atipicidad.

Es que la norma es la expresión

institucionalizada de una expectativa de conducta;

es un reflejo de la identidad social y por lo tanto

generadora de la confianza de que será observada

respecto de determinados modos de comportamientos

valorados positivamente; el autor del delito

contradice la norma y frustra la expectativa de su

validez. Por ello, la sanción, confirma su validez y

la confianza social de que sus postulados rigen (cf.

Gunter Jakobs, “Sociedad, norma y persona en una

teoría de Derecho Penal funcional, páginas 17/18,

traducción Manuel Cancio Melia y Bernardo Feijóo

Sánchez, Ed. Civitas, Madrid 1996.)

En ese contexto, el consenso de que tales

acciones no se apartan de las pautas de convivencia

de forma tal que perturben gravemente el orden

social, deja sin sustento al objetivo que se

persigue con la imposición de una pena.

En otras palabras, como la conducta del

autor no se ha frustrado expectativa alguna, se

mantiene dentro del riesgo permitido;

consecuentemente, es atípica.

III.

Que, los alcances de la solución aquí

propuesta deben ser bien entendidos.

Sólo se resta relevancia penal a conductas

del tipo de las aquí tratadas, esto es, las del

vendedor callejero, corrientemente personas de bajos

recursos que lo hacen para ganarse la vida, es

decir, como medio de subsistencia y no para obtener

un rédito económico.

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Este tipo de acciones, no revisten la

gravedad suficiente como para ser castigadas

penalmente; merecen otro tipo de reacciones por

parte del Estado, como ser el secuestro y decomiso

de la mercadería ilegal.

En ese sentido, se ha dicho que “Sólo las

conductas más graves, como la reproducción en masa

de su obra artística amparada por el derecho, o su

distribución en grandes cantidades pueden configurar

delito. La venta callejera es el último eslabón del

comercio ilegal, y no tiene entidad suficiente para

justificar la aplicación del derecho penal (SAP de

Barcelona, Sección 7ª, 8 de febrero de 2006, citado

por Ricardo Robles Planas y María Teresa Catiñeira

Palou, en “Como absolver a los top manta”, revista

Indret.com).

Por ello, las razones que sirven para

fundamentar esa decisión, de ningún modo son

aplicables a quienes producen a gran escala obras en

infracción a la ley de propiedad intelectual.

El esfuerzo estatal para combatir la

piratería debe orientarse hacia ese sector del

comercio ilegal y no al último eslabón de la cadena.

Sin embargo, la realidad demuestra que los

pocos procedimientos policiales que se hacen, recaen

sobre los sectores más vulnerables de la población.

Aunque en referencia a la falta de violación

de la ley de marcas de productos falsificados

vendidos en la vía pública por los llamados

“manteros”, el fiscal de la Cámara Federal de

Casación Penal, Javier De Luca se pronunció en ese

sentido al señalar que “la acción de las autoridades

se limita a la detección y represión de los

„manteros‟ o vendedores ambulantes de objetos

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falsificados, a sacarlos de circulación e incautarse

de la mercadería, sin realizar el más mínimo

esfuerzo perquisitivo para proseguir hacia arriba en

la línea o pirámide delictiva”. Traducido: los

“perejiles”. El eslabón más pobre de la cadena, los

ejecutores –generalmente empujados por la necesidad–

de una maniobra que beneficia a organizaciones

delictivas que incluso llegan a explotar

laboralmente a quienes fabrican los productos

apócrifos. La justicia se ensaña con ellos, en lugar

de “descubrir y desbaratar a las organizaciones que

están detrás de la producción de estos productos

imitados que, precisamente, emplean a personas de

bajos recursos económicos, sociales y culturales

para llevar adelante su comercialización ilegal”

(CFCP, Sala I, causa n° 16.914).

IV.

Finalmente, es preciso señalar que el fiscal

general se ha pronunciado postulando el

sobreseimiento del procesado Chingay.

El Juez Alejandro Noceti Achával dijo:

Luego de que mis colegas han dado su opinión

analizando profundamente la cuestión y agotando,

casi por completo, la posibilidad de continuar con

su estudio, sólo queda que vierta yo la mía.

En esa senda, además de resaltar que

comparto la argumentación volcada en los votos

preopinantes al mío, me encuentro en la necesidad de

destacar que una decisión distinta a la postulada

resultaría abiertamente injusta y, consecuentemente,

contraria al objetivo propugnado desde el preámbulo

de la Constitución Nacional, cual es el de “afianzar

la justicia”.

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Es que, para el cumplimiento de sus fines de

contribuir al orden jurídico y a la preservación de

la paz pública, el Derecho Penal debe actuar de una

manera que resulte siempre compatible con el

ordenamiento fundamental de la Nación: la

Constitución Nacional.

Perseguir penalmente a quien, como se dice

respecto del imputado Palacios Chingay, se

encontraría comercializando en la vía pública

algunos discos compactos de música y video

presuntamente sin autorización de sus autores,

parecería contradecir los intereses de la sociedad

en general que, tal como refleja el enjundioso voto

del juez Vega, no sólo ha aceptado la realización de

conductas como las aquí analizadas, sino que, más

lejos aún, las impulsa y les facilita su proyección

al mostrarlas a través de los medios masivos de

comunicación y permitiendo su práctica en la vía

pública a la vista de todos, inclusive de quien no

quiera verlo.

Esta aceptación social de la conducta cuya

comisión se imputa al nombrado Palacios Chingay es

la que anula su pretendida contrariedad al derecho

que emerge de una selección criminalizante efectuada

por exclusiva voluntad de las fuerzas policiales,

posiblemente apoyada en la necesidad estadística de

explicar su propia razón de ser. Así, una respuesta

punitiva estatal contra un individuo que ofrece a la

venta mercadería que la sociedad en general reclama

adquirir, sólo obedecería a la aplicación automática

de las normas penales omitiendo realizar la

indispensable evaluación sobre la razonabilidad de

esas normas en el caso concreto.

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Y es allí donde se evidencia con toda fuerza

la hipocresía de un sistema penal basado

exclusivamente en la aplicación del poder punitivo

por el poder mismo desconociendo a su receptor como

miembro de la propia sociedad que promueve la

práctica de la conducta reprochada.

Ocurre que el uso de la violencia estatal a

través de los órganos de represión penal debe

fundarse en el principio de última ratio, pues el

Estado de Derecho encuentra su razón de ser en el

mantenimiento no violento de la organización de la

sociedad. De modo que las conductas que sus miembros

practican amparados en la aceptación global de la

propia sociedad no pueden estar alcanzadas por el

poder punitivo.

En esa línea, como sostiene Ferrajoli “Un

hecho no debe ser prohibido si no es, en algún

sentido, reprobable; pero no basta con que sea

considerado reprobable para que tenga que ser

prohibido” (Ferrajoli, Luigi; Derecho y Razón;

Teoría del garantismo penal; Editorial Trotta; 2006,

pág. 460).

En el caso, dada la aceptación social, no

puede mantenerse la idea de que la conducta imputada

continúa siendo reprobable y, consecuentemente, que

lesiona o pone en peligro el bien jurídico tutelado

por la ley.

De allí que, si se analiza el suceso desde

la óptica que aquí se propone, y se interpreta esa

presunta afectación al bien jurídico con arreglo a

los valores y principios que inspiran y sirven de

cimiento al modelo actual de estado social con

especial fundamento en el respeto a la dignidad

humana, resulta innegable que el reproche penal

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dirigido al procesado Palacios Chingay resulta

violatorio de los principios, derechos y deberes

consagrados por la propia Constitución Nacional.

Desde esa óptica el bien jurídico se erige

como fundamento y como límite del derecho punitivo

del estado.

Como fundamento por cuanto se dirige a

proteger los derechos individuales y colectivos

requeridos para una convivencia pacífica, próspera y

participativa en procura de que sus miembros

obtengan el cabal desarrollo de los derechos y

libertades reconocidos por la Constitución. Es

decir, que los bienes jurídicos deben ser

instituidos y ponderados desde un contexto político

social.

Y, como límite, en cuanto restringe al

legislador a seleccionar sólo los comportamientos

que verdaderamente ostenten la potencialidad de

dañar o poner en riesgo los bienes jurídicos

protegidos por la norma y al juez, en cada caso, a

verificar si esa determinada conducta efectivamente

lesionó o colocó en riesgo el mismo bien jurídico.

De esa manera, resaltando la conexión

material de ese concepto con el principio de

necesidad de la pena que limita al legislador y al

juez a acudir a la facultad sancionadora en casos

estrictamente necesarios y con los axiomas derivados

de última razón y subsidiariedad del derecho penal,

se advierte aún más claramente, la injusticia que

enmarca un proceso penal como el que nos convocó a

su resolución.

Ello por cuanto el Estado, para resolver los

conflictos sociales, debe primero agotar todos los

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medios y alternativas políticas para solucionarlo y

sólo acudir al derecho penal como último recurso.

Por todo lo expuesto el Tribunal,

RESUELVE:

HACER LUGAR A LA EXCEPCIÓN planteada por la

defensa y SOBRESEER a JUAN GUILLERMO PALACIOS

CHINGAY en orden al hecho por el cual fue elevada la

presente causa a juicio tipificado como infracción

al inciso “a” del artículo 72 de la ley 11.723, en

grado de tentativa, reiterado en dos oportunidades,

que concursan en forma real, (artículos 336 inciso

3º, 361 y concordantes del Código Procesal Penal de

la Nación).

Notifíquese. Líbrese cédula a la defensa la

que deberá ser diligenciada en la fecha de su

recepción; comuníquese a quien corresponda. Cumplido

ARCHIVESE.

Ante mí:

En la fecha se cumplió con lo ordenado. Conste.-

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/n de agosto de 2013, notifique al Sr. Fiscal de

Cámara de la resolución que antecede, firmando por

ante mí que doy fe.