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Poe, Edgar Allan - Cuentos de Humor y Satira

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EL SISTEMA DEL DOCTOR

ALQUITRÁN Y EL PROFESOR PLUMA

Durante el otoño de 18..., mientras visitaba las provincias del Mediodía de Francia, mi

ruta me condujo a las proximidades de cierta casa de salud, hospital particular de locos, del cual había oído hablar en París a notables médicos amigos míos. Como yo no había visitado jamás un establecimiento de esta índole, me pareció propicia la ocasión, y para no desper-diciarla propuse a mi compañero de viaje -un gentleman con el cual había entablado amistad casualmente días antes- apartarnos un poco de nuestra ruta, desviarnos alrededor de una hora y visitar el sanatorio. Pero él se negó desde el primer momento, alegando tener mucha prisa y objetando después el horror que le había inspirado siempre ver a un alienado. Me rogó, sin embargo, que no sacrificase a un deseo de ser cortés con él la satisfacción de mi curiosidad y me dijo que continuaría cabalgando hacia adelante y despacio, de manera que yo pudiese alcanzarlo en el mismo día o, a lo sumo, al siguiente. Cuando se despedía de mí me vino a la mente que tropezaría quizá con alguna dificultad para penetrar en ese establecimiento, y participé a mi camarada mis temores. Me respondió que, en efecto, a no ser que conociese personalmente al señor Maillard, el director, o que me proveyese de alguna carta de presentación, podría surgir alguna dificultad, porque los reglamentos de esas casas particulares de locos eran mucho más severos que los de los hospicios públicos. Por su parte, añadió, algunos años antes había conocido a Maillard y podía, al menos, hacerme el servicio de acompañarme hasta la puerta y presentarme; pero la repugnancia que sentía por todas las manifestaciones de la demencia no le permitía entrar en el establecimiento.

Se lo agradecí; y separándonos de la carretera, nos internamos en un camino de atajo, bordeado de césped, que, al cabo de media hora, se perdía casi en un bosque espeso, que bordeaba la falda de una montaña. Habíamos andado unas dos leguas a través de este bosque húmedo y sombrío, cuando divisamos la casa de salud. Era un fantástico castillo, muy ruinoso, y que, a juzgar por su aspecto de vetustez y deterioro, apenas debía de estar habitado. Su aspecto me produjo verdadero terror, y, deteniendo mi caballo, casi sentía deseos de tomar las bridas de nuevo. Sin embargo, pronto me avergoncé de mi debilidad y continué el camino. Cuando nos dirigimos a la puerta central noté que estaba entreabierta y vi un rostro de hombre que miraba de reojo. Un momento después, este hombre se adelantaba, se acercaba a mi compañero, llamándolo por su nombre, le estrechaba cordialmente la mano y le rogaba que bajara del caballo. Era el mismo señor Maillard, un verdadero gentleman a la antigua usanza: hermoso rostro, noble continente, modales exquisitos, dignidad y autoridad, a propósito para producir una buena impresión.

Mi amigo me presentó y expresó mi deseo de visitar el establecimiento; Maillard le prometió que tendría conmigo todas las atenciones posibles. Mi compañero se despidió y desde entonces no lo he vuelto a ver.

Cuando se hubo marchado, el director me introdujo en un locutorio extremadamente pulcro, donde se veían, entre otros indicios de gusto refinado, -muchos libros, dibujos, jarrones con flores e instrumentos de música. Un vivo fuego ardía alegremente en la chimenea. Al piano, cantando un aria de Bellini, estaba sentada una mujer joven y muy bella, que a mi llegada interrumpió su canto y me recibió con una graciosa cortesía. Hablaba en voz baja y había en todos sus modales algo de atormentado. Creí ver huellas de dolor en todo su rostro, cuya palidez excesiva no dejaba de tener cierto encanto a mis ojos, al menos. Estaba vestida de riguroso luto, y despertó en mi corazón un sentimiento mezclado de respeto, de in-

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terés y de admiración. Había oído decir en París que la casa de salud del señor Maillard estaba organizada

conforme a lo que generalmente se llama sistema de benignidad; que se evitaba el empleo de todo castigo; que no se recurría a la reclusión sino muy de tarde en tarde; que los enfermos, vigilados secretamente, gozaban en apariencia de una gran libertad, y que podían casi siempre circular por la casa y por los jardines vestidos como las personas que están en sus cabales.

Todos estos detalles estaban presentes en mi ánimo; por eso cuidé muy bien de lo que podía hablar ante la señora joven; porque nada me certificaba que estuviese en el pleno dominio de su razón; en efecto, había en sus ojos cierto brillo inquieto que me inducía casi a creer que no estaba plenamente cuerda. Restringí, pues, mis observaciones a temas generales o a los que creía que no podían desagradar a una loca, ni siquiera excitarla. Respondió a todo lo que le dije de una manera perfectamente sensata, y sus observaciones personales estaban robustecidas por el más sólido buen sentido. Pero un detenido estudio de la fisiología de la locura me había enseñado a no fiarme de semejantes pruebas de salud mental, y continué, durante toda la entrevista, practicando la prudencia que había empleado al principio.

En ese momento, un criado muy elegante trajo una bandeja cargada de frutas, de vinos y de refrescos, de los cuales me hicieron participar; al poco tiempo, la dama abandonó la sala. Después que hubo salido, dirigí a mi huésped una mirada interrogante.

-No -dijo-. ¡Oh, no! Es una persona de mi familia... mi sobrina... una mujer perfectamente correcta...

-Le pido mil perdones por la sospecha -repliqué-; pero sabrá usted disculparme. La excelente administración de su sanatorio es muy conocida en París, y yo creí que sería posible, después de todo...; ¿comprende usted?...

-Sí, sí, no me diga más; yo soy más bien quien debo darle las gracias por la muy loable prudencia que ha demostrado. Encontramos rara vez tanta cautela en los jóvenes y más de una vez hemos presenciado deplorables incidentes por la ligereza de nuestros visitantes. Durante la aplicación de mi sistema, y cuando mis enfermos tenían el privilegio de pasear por todos los sitios a su capricho, caían algunas veces en crisis peligrosas a causa de las personas irreflexivas, invitadas a visitar nuestro establecimiento. Me he visto, pues, forzado a imponer un riguroso sistema de exclusión, y en lo sucesivo nadie ha podido tener acceso a nuestra casa si yo no podía contar con su discreción.

-¿Durante la aplicación de su primer sistema? -le dije, repitiendo sus propias palabras-. ¿Debo entender con eso que el sistema de benignidad, de que tanto se me habló, ha cesado de ser aplicado aquí?

- Hace ahora unas semanas -replicó- que hemos decidido abandonarlo para siempre. - En verdad, me asombra usted. -Hemos juzgado absolutamente necesario -dijo, exhalando un suspiro- volver a los

viejos errores. El sistema de lenidad era un espantoso peligro en todos los momentos y sus ventajas se han avaluado con plusvalía exagerada. Creo, señor mío, que si alguna vez se ha hecho una prueba leal y sincera, ha sido en esta misma casa. Hemos hecho todo lo que razonablemente podía sugerir la humanidad. Siento que usted no nos haya hecho una visita en época anterior. Habría podido juzgar por sí mismo. Pero supongo que está usted al corriente del tratamiento de benignidad en todos sus detalles.

-Nada absolutamente. Lo que yo sé, lo sé de tercera o cuarta mano. -Definiré, pues, el sistema en términos generales; un sistema en que el enfermo era

tratado con cariño, un sistema de dejar hacer. No contrariábamos ninguno de los caprichos que se incrustaban en el cerebro del enfermo. Por el contrario, no sólo nos prestábamos a ellos, sino que los alentábamos, y así hemos podido operar un gran número de curaciones radicales. No hay razonamiento que impresione tanto la razón debilitada de un demente como la reducción al absurdo. Hemos tenido hombres, por ejemplo, que se creían pollos. El tratamiento consistía en este caso en reconocer y en aceptar el caso como un hecho evidente; en acusar al enfermo de estupidez, porque no reconocía el suyo como un caso positivo, y,

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desde luego, en negarle durante una semana toda otra alimentación que la que corresponde propiamente a un pollo. Gracias a este método bastaba un poco de mijo para aperar milagros.

-Pero esta especie de aquiescencia a la monomanía por parte de ustedes, ¿era todo lo que constituía el método?

-No. Teníamos gran fe también en las diversiones de índole sencilla, tales como la música, el baile, los ejercicios gimnásticos en general, los naipes, cierta clase de libros, etcétera. Dábamos indicios de tratar a cada individuo por una afección física corriente y no se pronunciaba jamás la palabra locura. Un detalle de gran importancia era dar a cada loco el en-cargo de vigilar las conversaciones de todos los demás. Poner su confianza en la inteligencia o en la discreción de un loco, es ganarlo en cuerpo y alma. Por esta causa no podíamos prescindir de una tropa de vigilantes que nos salía muy costosa.

-¿Y no tenía castigos de ninguna clase? -Ninguno. -¿Y no encerraba jamás a sus enfermos?... - Muy rara vez. De cuando en cuando, la enfermedad de algún individuo se exaltaba

hasta una crisis, o se convertía súbitamente en furor; entonces lo transportábamos a una celda secreta, por miedo de que el desorden de su cabeza contagiase a los demás, y lo reteníamos allí hasta el momento en que pudiésemos enviarlo a casa de sus parientes o sus amigos, porque no queríamos tener nada que ver con un loco furioso. Por lo general, era trasladado a los hospicios públicos.

-¿Y ahora ha cambiado todo eso y cree haber acertado?... -Decididamente, sí. El sistema tenía sus inconvenientes y aun sus peligros.

Actualmente, está condenado, ¡a Dios gracias!... en todas las casas de salud de Francia. - Estoy muy sorprendido -dije- de todo lo que me cuenta usted... -Pero llegará el día en que aprenda a juzgar por sí mismo todo lo que acontece en el

mundo, sin fiarse en la charla de otro. No crea nada de lo que oiga decir y no crea sino la mitad de lo que vea. Ahora bien; con respecto a nuestras casas de salud, es evidente que algún ignaro se ha burlado de usted. Después de comer, cuando usted haya descansado de las fatigas del viaje, tendré sumo gusto en pasearlo a través de la casa y hacerle apreciar un sistema que, en mi opinión y en la de todas las personas que han podido apreciar sus resultados, es incomparablemente el mejor y más eficaz de todos los concebidos hasta el día.

-¿Es su propio sistema? -pregunté-. ¿Un sistema de su invención?... -Estoy orgulloso -replicó- de confesar que es mío, al menos hasta cierto punto. Conversé así con el señor Maillard durante una hora o dos, durante las cuales me

mostró los jardines y los terrenos del establecimiento. - No puedo -me dijo- dejarlo ver a mis enfermos inmediatamente. Para un espíritu

sensitivo hay algo siempre más o menos repugnante en esta clase de exhibición y no quiero quitarle el apetito para la comida.

Porque comeremos juntos. Puedo ofrecerle ternera a la Sainte-Menéhould; coliflores con salsa aterciopelada; después de eso un vaso de Clos de Vougeót; sus nervios quedarán bien vigorizados...

A las seis se anunció la comida y mi anfitrión me introdujo en un amplio comedor, donde se había congregado una numerosa bandada, veinticinco o treinta personas en conjunto. Eran, en apariencia, personas pertenecientes a la buena sociedad, seguramente de esmerada educación, aunque sus trajes, a lo que me pareció, fuesen de una ostentación extravagante y participasen algo del fastuoso refinamiento de la antigua corte de Francia1.

Observé también que las dos terceras partes de los convidados eran mujeres, y que

1 A propósito de la ternera a la Sainte-Menéhould, de la salsa aterciopelada, de la antigua corte, etcétera, conviene no olvidar que el autor es norteamericano y que, como todos los autores ingleses y yanquis, tenía la manía de emplear términos franceses y de hacer ostentación de ideas francesas, términos e ideas algo pasados de moda.

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algunas de ellas no estaban vestidas conforme a la moda que un parisién de hoy considera como el buen gusto del día. Muchas señoras que no tenían menos de setenta años, estaban adornadas con profusión de cadenas, dijes, sortijas, brazaletes y pendientes, todo un surtido de bisutería, y mostraban sus senos y sus brazos ofensivamente desnudos. Noté igualmente que muy pocos de estos trajes estaban bien cortados o, al menos, muy pocos se adaptaban a las personas que los llevaban. Mirando alrededor, descubrí a la interesante jovencita a quien el señor Maillard me había presentado en la sala de visitas; pero mi sorpresa fue enorme al verla emperifollada con una enorme falda de volados, con zapatos de tacón alto y un gorrito de encaje de Bruselas, demasiado grande para ella, tanto que daba a su figura una ridícula apariencia de pequeñez. La primera vez que la había visto, iba vestida de luto riguroso, que le sentaba a maravilla. En suma, había un aire de extravagancia en toda la indumentaria de esta sociedad, que me trajo a la mente mi idea primitiva del sistema de benignidad y me hizo pensar que el señor Maillard había querido engañarme hasta el final de la comida por miedo a que experimentase sensaciones desagradables durante el ágape, dándome cuenta de que me sentaba a la mesa con unos lunáticos. Pero me acordé de que me habían hablado en París de los provincianos del Mediodía como de personas singularmente excéntricas y obsesionadas por una multitud de ideas rancias; y, además, hablando con algunos de los convidados, pronto sentí disiparse por completo mis aprensiones...

El comedor, aunque ofreciese algunas comodidades y tuviese buenas dimensiones, no ostentaba toda la elegancia deseable. Así el pavimento casi no estaba alfombrado; es cierto que esto ocurre con frecuencia en Francia. Las ventanas no tenían visillos; las contraventanas, cuando estaban cerradas, se hallaban sólidamente sujetas por barras de hierro, fijas en diagonal, a la manera usual de las cerraduras de los comercios. Observé que la sala formaba, por sí sola, una de las alas del castillo y que las ventanas ocupaban así tres lados del paralelogramo, pues la puerta estaba colocada en el cuarto lado. No había menos de diez ventanas en total.

La mesa estaba espléndidamente servida; cubierta de vajilla de plata y cargada de toda clase de exquisiteces. Era una profusión absolutamente barroca. Había bastantes manjares para regodear a los Anakim. Jamás había contemplado en mi vida tanta monstruosa ostentación, tan extravagante derroche de todas las cosas buenas que la vida ofrece; pero había poco gusto en el arreglo del servicio; y mis ojos, acostumbrados a luces tenues, sentíanse heridos vivamente por el prodigioso brillo de una multitud de bujías, en candelabros de plata que se habían puesto sobre la mesa y diseminado en toda la sala, dondequiera que se había podido encontrar un sitio. El servicio lo hacían muchos domésticos diligentísimos, y, en una gran mesa, al fondo de la sala, estaban sentadas siete u ocho personas con violines, flautas, trombones y un tambor. Esos personajes, en determinados intervalos de tiempo, durante la comida, me fatigaron mucho con una infinita variedad de ruidos, que tenían la pretensión de ser música, y que, al parecer, causaban un vivo placer a los circunstantes; bien entendido, con excepción mía.

En fin, yo no podía dejar de pensar que había cierta extravagancia en lo que veía; pero, después de todo, el mundo está compuesto de toda clase de gente, que tiene maneras de pensar muy diversas y una porción de usos completamente convencionales. Y, además, ya había viajado lo bastante para ser un perfecto adepto del nil admirari; por consiguiente, tomé tranquilamente asiento al lado de mi anfitrión, y, dotado de excelente apetito, hice los honores a esa buena comida.

La conversación era animada y general. Pronto vi que esa sociedad estaba compuesta, casi por completo, de gente bien educada, y mi huésped por sí solo era un tesoro de anécdotas alegres. Parecía que se disponía a hablar de su posición de director de una casa de salud, y con gran sorpresa mía, la misma locura sirvió de tema de conversación favorita a todos los convidados.

-Tuvimos aquí en una ocasión un gracioso -dijo un señor grueso sentado a mi derecha- que se creía tetera y, dicho sea de paso, ¿no es notable que este capricho particular entre tan

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frecuentemente en el cerebro de los locos? No hay en Francia un manicomio que no pueda suministrar una tetera humana. Nuestro señor era una tetera de fabricación inglesa y tenía cuidado de limpiarse él mismo todas las mañanas con una gamuza y blanco de España...

-Y, además -dijo un hombre alto que estaba precisamente enfrente-, hemos tenido, no hace mucho tiempo, un individuo a quien se le había metido en la cabeza que era un asno, lo cual, metafóricamente hablando, era perfectamente cierto. Era un enfermo muy fatigoso y teníamos que tener mucho cuidado para que no se propasara. Durante muchísimo tiempo no quiso comer más que cardos; pero lo curamos pronto de esa idea, insistiendo en que no comiera otra cosa. Se entretenía sin cesar en cocear así... así...

-¡Señor de Kock! Le agradecería mucho que se contuviese -interrumpió entonces una señora anciana sentada al lado del orador-. Guarde, si le parece, las coces para usted. ¡Me ha estropeado mi vestido de brocado! ¿Es necesario aclarar una observación de un modo tan material? Nuestro amigo, que está aquí, lo comprenderá igualmente sin esta demostración física. Palabra, que es usted casi tan asno como ese pobre loco que creía serlo. Su agilidad en cocear es completamente natural, tan cierto como yo soy quien soy...

-¡Mil perdones, señorita! -respondió el señor de Kock, interpelado de esa manera-. ¡Mil perdones! Yo no tenía intención de ofenderla. Señorita Laplace; el señor de Kock solicita el honor de brindar una copa de vino con usted.

Entonces, el señor de Kock se inclinó, le besó ceremoniosamente la mano y bebió el vino que le ofreció la señorita Laplace.

- Permítame usted, amigo mío -dijo el señor Maillard, dirigiéndose a mí-, permítame ofrecerle un pedazo de esta ternera a la Sainte-Menéhould; la encontrará delicadísima...

Tres robustos criados habían conseguido depositar, sin riesgo, sobre la mesa, un enorme plato, que más bien parecía un barco, conteniendo lo que yo suponía ser el monstrum horrendum, informe, ingens, cui lumen ademptum.

Un examen más atento me confirmó, no obstante, que sólo era una ternera asada, entera, apoyada en sus rodillas, con una manzana entre los dientes, según la moda usada en Inglaterra para servir una liebre.

-No, muchas gracias -repliqué-; para decir verdad, no tengo una gran debilidad por la ternera a la Sainte... ¿cómo dice usted?, porque, generalmente, no me sienta bien. Le suplico que haga cambiar este plato y que me permita probar algo de conejo.

Había sobre la mesa algunos platos laterales, que contenían lo que me parecía ser conejo casero, a la francesa; un bocado delicioso que me permito recomendaros.

-¡Pedro! -gritó mi anfitrión-. Cambie el plato del señor y sírvale un pedazo de ese conejo al gato.

-¿De ese... qué? -interrogué. -De ese conejo al gato. -¡Ah, pues lo agradezco mucho!... Pensándolo bien, renuncio a comerlo y prefiero

servirme un poco de jamón. En realidad (pensaba yo) no sabe uno lo que come en la mesa de estas personas de

provincia. No quiero saborear conejo al gato por la misma razón que no querría probar gato al conejo.

- Y luego -dijo un personaje de figura cadavérica, colocado al extremo de la mesa, reanudando el hilo de la conversación donde se había interrumpido-, entre otras extravagancias, hemos tenido en cierta época a un enfermo que se obstinaba en creerse un queso y que se paseaba con un cuchillo en la mano, invitando a sus amigos a cortar, para saborearlo, un pedazo de su muslo.

-Era, sin duda, un loco perdido -interrumpió otra persona-; pero no se podía comparar con un individuo que todos hemos conocido, con excepción de este caballero extranjero. Me refiero al hombre que se figuraba ser una botella de champaña y que hablaba siempre con un pau... pau... y un pschi... i... i..., de esta manera...

Entonces el orador, muy torpemente, a mi juicio, metió su pulgar derecho bajo su

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carrillo izquierdo, y lo retiró bruscamente con un ruido semejante al estallido de un corcho que salta, y luego, por un hábil movimiento de la lengua sobre los dientes, produjo un silbido agudo, que duró algunos minutos, para imitar el borboteo del champaña. Esta mímica no fue grata al señor Maillard, por lo que pude observar; no obstante, no dijo nada. Entonces la conversación fue reanudada por un hombre menudo, muy flaco, con una gran peluca.

-Había también -dijo- un imbécil que se creía una rana, animal al cual se asemejaba extraordinariamente, dicho sea de paso. Quisiera que usted lo hubiese visto, señor (se dirigía a mí); le habría causado alegría ver el aire de naturalidad que daba a su papel. Señor, si ese hombre no era una rana, puedo decir que era una gran desgracia que no lo fuese. Su croar era, aproximadamente, así: ¡O... o... o... güe... o... ooo... güe...! ... Solía dar verdaderamente la nota más limpia del mundo; i un sí bemol!, y cuando ponía los codos sobre la mesa de esta manera, después de haber bebido una o dos copas de vino, y distendía su boca así, y giraba sus ojos de esta manera, y luego los hacía pestañear con excesiva rapidez, así, ¿ve usted?..., señor, le juro de la manera más seria y positiva que usted habría caído en éxtasis ante la genialidad de ese hombre.

-No lo dudo -respondí. -Había también (dijo otro personaje) un tal Petit Gaillard que se creía una pizca de

tabaco y que estaba desconsolado de no poder tomarse a sí mismo entre su índice y su pulgar. -Hemos tenido también a Julio Deshouliéres, que era verdaderamente un genio singular

y que se volvió loco sugestionado por la idea de que era una calabaza. Perseguía sin cesar al cocinero para hacer que lo pusiera en un pastel, cosa a la cual el cocinero se negaba con indignación. i Por mi parte, no afirmaré que un pastel a la Deshouliéres no fuese un manjar exquisito, en verdad!...

-Usted me asombra -dije. Y miré al señor Maillard con ademán interrogativo. -¡Ah, ah! -dijo éste-. ¡Eh, eh! ¡Ih, ih! ¡Oh, oh, oh! ¡Uh, uh, uh!... Excelente, en verdad.

No debe asombrarse, amigo mío; este señor es un extravagante, un gran bromista; no hay que tomar al pie de la letra lo que dice...

− ¡Oh!... -dijo otra persona de la reunión-. Pero también hemos conocido a Bouffon-Legrand, otro personaje muy extraordinario en su género. Se le trastornó el cerebro por una pasión amorosa y se imaginó que era poseedor de dos cabezas. Afirmaba que una de ellas era la de Cicerón; en cuanto a la otra, se la imaginaba compuesta, siendo la de Demóstenes desde la frente hasta la boca y la de Lord Brougham desde la boca hasta el remate de la barbilla. No sería imposible que estuviese engañado; pero lo habría convencido de que tenía razón, porque era un hombre de gran elocuencia. Tenía verdadera pasión por la oratoria y no podía contenerse en manifestarlo. Por ejemplo, tenía la costumbre de saltar así sobre la mesa y luego...

En ese momento, un amigo del orador, sentado a su lado, le puso la mano en el hombro y le cuchicheó algunas palabras al oído; al oír esto, el otro cesó inmediatamente de hablar y se dejó caer sobre la silla.

- Y luego -dijo el amigo, el que había hablado en voz baja- hubo también un tal Boulard, la girándula. Lo llamo la girándula porque estuvo atacado de la manía singular acaso, pero no absolutamente insensata, de creerse transformado en veleta. Hubieran muerto de risa al verlo girar. Pirueteaba sobre sus talones de esta manera: vea usted...

Entonces, el amigo a quien él había interrumpido un momento antes, le prestó exactamente, a su vez, el mismo servicio.

-Pero -exclamó una anciana con voz chillona- su señor Boulard era un loco y un loco muy estúpido además. Porque, permítame preguntarle: ¿quién ha oído hablar jamás de una veleta humana? La cosa es absurda en sí misma. Madame Joyeuse era una persona más sensata, como usted sabe. También tenía su manía, pero una manía inspirada por el sentido común, y que causaba gran satisfacción a todos los que tenían el honor de conocerla. Había descubierto, tras madura reflexión, que había sido transformada, por un singular accidente, en gallo; pero en su calidad de gallo, se comportaba normalmente. Batía las alas así, así, con un

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esfuerzo prodigioso, y su canto era deliciosísimo... ¡Coo... o... co... coo... o...! ¡Coo... o... co... coo... oo...!

-Madame Joyeuse, le ruego que procure contenerse -interrumpió nuestro anfitrión con cólera-. Si no quiere conducirse correctamente como una dama debe hacerlo, puede abandonar la mesa inmediatamente. ¡Elija usted!...

La dama (a quien yo quedé asombrado de oír nombrar Madame Joyeuse, después de la descripción de Madame Joyeuse que ella acababa de hacer) se ruborizó hasta las pestañas y pareció profundamente humillada por la reprimenda. Bajó la cabeza y no respondió ni una sílaba. Pero una dama más joven reanudó el tema de conversación. Era la hermosa muchacha de la sala de visitas.

-¡Oh! -exclamó-. i Madame Joyeuse era una loca! Pero había mucho sentido común en la fantasía de Eugenia Salsafette. Era una hermosísima joven, de aire modesto y contrito, que juzgaba muy indecente la costumbre vulgar de vestirse y que quería vestirse siempre poniéndose fuera de sus ropas, no dentro. Es cosa muy fácil de hacer, después de todo. No tenéis más que hacer así... y luego así... y después... y finalmente...

-¡Dios mío! ¡Señorita Salsafette! -exclamaron una docena de voces a coro-. ¿Qué hace usted? ¡Conténgase!... ¡Basta! ¡Ya vemos cómo puede hacerse! ¡Basta!...

Y varias personas saltaban ya de las sillas para impedir a la señorita Salsafette ponerse al igual de la Venus de Médicis, cuando el resultado apetecible fue súbita y eficazmente logrado por consecuencia de los gritos o de los aullidos que provenían de algún departamento principal del castillo. Mis nervios se sintieron muy impresionados, si he de decir la verdad, por esos aullidos; pero los otros convidados me causaron lástima. Nunca he visto en mi vida reunión de personas sensatas tan absolutamente empavorecidas. Se tornaron todos pálidos como cadáveres, saltaban sobre la silla, se estremecían y castañeteaban de tenor y parecían esperar con oídos ansiosos la repetición del mismo ruido. Se repitió, en efecto, con tono más alto y como aproximándose; y luego una tercera vez, muy fuerte, muy fuerte, y, por fin, una cuarta vez, con energía que iba en descenso. Ante ese aparente apaciguamiento de la tempestad, toda la reunión recobró inmediatamente su alegría y su animación y las anécdotas pintorescas comenzaron de nuevo. Me aventuré entonces a indagar cuál era la causa de ese ruido.

-Una bagatela -dijo el señor Maillard-. Estamos ya fatigados de ello y nos preocupamos muy poco. Los locos, a intervalos regulares, se ponen a aullar a coro, excitándose el uno al otro, y llegando a veces a formar como una jauría de perros por la noche. Ocurre también de cuando en cuando que ese concierto de aullidos va seguido de un esfuerzo simultáneo de todos para evadirse; en ese caso, hay quien siente algún temor, naturalmente.

-¿Y cuántos tienen ahora encerrados? -Por ahora, diez entre todos. -Supongo que mujeres, principalmente... -¡Oh, no! Todos hombres y robustos mozos; se lo puedo afirmar. - La verdad es que yo

había oído decir siempre que la mayoría de los locos pertenecía al sexo amable. -En general, sí; pero no siempre. Hace algún tiempo teníamos aquí unos veintisiete

enfermos y de este número no había menos de dieciocho mujeres; pero desde hace poco, las cosas han cambiado mucho, como usted ve.

- Sí... han cambiado mucho... como usted ve -interrumpió el señor que había destrozado la tibia de Mademoiselle Laplace.

- Sí, han cambiado mucho, como usted ve -clamó al unísono la sociedad. -¡Cállense ustedes, cállense!... ¡Contengan la lengua!... -gritó mi anfitrión, en un acceso

de cólera. Al oír esto, toda la reunión guardó durante un minuto un silencio de muerte. Hubo una

dama que obedeció al pie de la letra al señor Maillard, es decir que, sacando la lengua, una lengua excesivamente larga, la agarró con las dos manos y la tuvo así con mucha resignación hasta el fin del banquete.

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- Y esta señora -dije al señor Maillard, inclinándome hacia él y hablándole en voz baja-, esta excelente dama que hablaba hace un momento y que nos lanzaba su ¡cocoricó! y ¡kikirikí!, ¿es absolutamente inofensiva, totalmente inofensiva, eh?

-¡Inofensiva! -exclamó con sorpresa no fingida-. ¿Cómo? ¿Qué quiere usted decir? -¿No está más que ligeramente atacada? -dije yo señalándole la frente-. Supongo que no

está peligrosamente afectada, ¿eh? -¡Dios mío! ¿Qué se imagina usted? Esta dama, mi particular y antigua amiga, Madame

Joyeuse, tiene el cerebro tan sano como yo. Padece de algunas excentricidades, sin duda alguna; pero ya sabe usted que todas las ancianas, todas las señoras muy ancianas, son más o menos excéntricas...

-Sin duda alguna -dije-, sin duda. ¿Y el resto de esas señoras y señores?... -Todos son mis amigos y mis guardianes -interrumpió el señor Maillard, irguiéndose

con altivez-, mis excelentes amigos y mis ayudantes. -¿Cómo? ¿Todos ellos? -pregunté-. ¿Y las mujeres, también, sin excepción?... - Indudablemente -dijo-. No podríamos hacer nada sin las mujeres: son las mejores

enfermeras del mundo para los locos; tienen una manera suya especial, ¿sabe usted? Sus ojos producen efectos maravillosos, algo como la fascinación de la serpiente, ¿sabe usted?...

- Seguramente -dije yo-, seguramente. Se conducen de un modo algo extravagante, ¿no es eso? Tienen algo de original. ¿No le parece a usted?

- ¡Extravagante! ¡Original! ¡Cómo! ¿Opina usted así?... A decir verdad, en el Mediodía no somos hipócritas; hacemos todo lo que nos agrada; gozamos de la vida; y todas esas costumbres, ya comprende usted...

- Perfectamente -dije-, perfectamente... - Y luego ese Clos de Vougeót es algo capitoso, ¿comprende usted?; un poco fuerte,

¿no es eso? -Seguramente -dije yo-, seguramente. Entre paréntesis, señor, ¿no le he oído yo decir

que el sistema adoptado por usted, en sustitución del famoso sistema de benignidad, era de una severidad rigurosa?...

-De ningún modo. La reclusión es absolutamente rigurosa; pero el tratamiento -el tratamiento médico, quiero decir- es agradable para los enfermos.

- ¿Y el nuevo sistema es de su invención? -Nada de eso, absolutamente. Algunos aspectos de mi sistema deben ser atribuidos al

profesor Alquitrán y del cual ha oído usted forzosamente hablar; y hay en mi plan modificaciones que me es grato reconocer como pertenecientes de derecho al célebre Pluma, a quien ha tenido usted el honor, si no me engaño, de conocer íntimamente.

- Me siento avergonzado de confesar -repliqué- que hasta ahora jamás había oído pronunciar los nombres de esos señores.

-¡Cielo santo! -exclamó mi anfitrión, retirando bruscamente la silla y levantando las manos en alto-. i Es posible que yo le haya entendido mal!... ¿No habrá querido usted decir, verdad, que no ha oído hablar jamás del erudito doctor Alquitrán ni del famoso profesor Pluma?...

-Me veo forzado a reconocer mi ignorancia -respondí-; pero la verdad ante todo. Créame que me siento humillado de no conocer las obras de esos dos hombres, sin duda alguna, extraordinarios. Voy a ocuparme de buscar sus escritos y los leeré con estudiosa diligencia. Señor Maillard, usted me ha hecho, lo confieso, avergonzarme de mí mismo...

Y era la pura verdad. -No hablemos más de eso, mi joven y excelente amigo -dijo con bondad,

estrechándome la mano-; tomemos cordialmente juntos un vaso de Sauterne. Bebimos ambos. La reunión siguió el ejemplo sin vacilaciones. Charlaban, bromeaban,

reían, realizaban mil extravagancias. Los violines rascaban, el tambor multiplicaba sus rataplanes, los trombones mugían como toros de Phalaris; y toda la cuadrilla, exaltándose a medida que los vinos la dominaban imperiosamente, se convirtió al fin en una especie de pan-

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demónium in petto. Sin embargo, el señor Maillard y yo, con algunas botellas de Sauterne y de Clos de Vougeót repartidas entre nosotros dos, continuábamos el diálogo a chillidos. Una palabra pronunciada en el diapasón ordinario no habría tenido más probabilidades de ser oída que la voz de un pez en el fondo del Niágara.

-Señor -le grité al oído-, me hablaba usted, antes de la comida, del peligro que implica el antiguo sistema de lenidad. ¡A qué se refiere usted?

- Sí -respondió-, había algunas veces un gran peligro. No es posible darse cuenta de los caprichos de los locos; y, a mi juicio, y asimismo según la opinión del doctor Alquitrán y del profesor Pluma, no es prudente jamás dejarlos pasearse libremente y sin vigilantes. Un loco puede ser pacífico, como suele decirse, por algún tiempo, pero al fin es siempre capaz de turbulencias. Además, su astucia es proverbial y verdaderamente muy grande. Si tiene un plan sabe ocultarlo con maravillosa hipocresía; y la habilidad con que remeda la lucidez ofrece al estudio del filósofo uno de los más singulares problemas psíquicos. Cuando un loco parece completamente razonable, es ocasión, créamelo, de ponerle la camisa de fuerza.

-Pero ese peligro, querido amigo, ¿ese peligro de que usted habla?... Según su propia experiencia, desde que esta casa está bajo su control, ¿ha tenido usted una razón material y positiva para considerar peligrosa la libertad en un caso de locura?...

− ¿Aquí? ¿Por mi propia experiencia?... Ciertamente, no puedo responder ¡sí!... Por ejemplo, no hace mucho tiempo, una circunstancia singular se ha presentado en esta misma casa. El sistema de benignidad, como usted sabe, estaba entonces en uso y los enfermos se hallaban en libertad. Se conducían notablemente bien, a tal punto que toda persona de buen sentido hubiera podido deducir de esa cordura la prueba de que se fraguaba entre estos amigos algún plan diabólico. Y, en efecto, una buena mañana, los guardianes aparecieron atados de pies y manos y arrojados a las celdas, donde fueron vigilados por los mismos locos que habían usurpado las funciones de guardianes.

-¡Oh! ¿Qué me dice usted? No he oído hablar jamás, en mi vida, de absurdo semejante...

- Es un hecho. Todo eso ocurrió, gracias a un necio, a un estúpido, a un loco a quien se le había metido en la cabeza que era el inventor del mejor sistema de gobierno de que se hubiera oído hablar jamás, gobierno de locos, bien entendido. Deseaba dar una prueba de su invento y así persuadió a los otros enfermos de unirse a él en una conspiración para derribar al poder reinante.

- ¿Y lo consiguió realmente?... -Completamente. Los vigilantes y los vigilados tuvieron que trocar sus respectivos

papeles, con la diferencia muy importante, sin embargo, de que los locos habían quedado libres mientras que los guardianes fueron inmediatamente encerrados en calabozos y tratados (me duele confesarlo) de una manera muy poco gentil.

-Pero presumo que ha debido llevarse a cabo muy pronto una contrarrevolución. Esta situación no podía durar mucho tiempo. Los campesinos de las cercanías y los visitantes que venían a ver el establecimiento habrán dado, sin duda, la voz de alarma.

- Está usted en un error. El jefe de los rebeldes era demasiado astuto para que eso pudiera ocurrir. No admitió en lo sucesivo a ningún visitante; con excepción, por una sola vez, de un caballero joven, de fisonomía muy boba y que no podía inspirarle desconfianza alguna. Le permitió visitar la casa, como para introducir en ella un poco de variedad y para divertirse con él. Inmediatamente que le hubo enseñado todo, lo dejó salir...

-¿Y cuánto tiempo ha durado el reinado de los locos?... -¡Oh, mucho tiempo, en verdad! Un mes, seguramente; no sé si más; acaso, pero no

puedo precisarlo. Sin embargo, los locos se daban buena vida; puedo jurárselo. Desecharon sus trajes viejos y raídos, y aprovecharon lindamente el guardarropa de familia y las joyas. Las bodegas del castillo estaban bien provistas de vino y esos demonios de locos son buenos catadores y saben beber bien. Han vivido espléndidamente, se lo aseguro...

-¿Y el tratamiento? ¿Cuál era el género de tratamiento que aplicaba el jefe de los

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rebeldes?... - En cuanto a eso, he de decirle que un loco no es necesariamente necio, como ya se lo

he hecho observar, y es mi humilde opinión que su tratamiento era un tratamiento bastante mejor que el que había sido modificado. Era un tratamiento verdaderamente fundamental, sencillo, limpio, sin obstáculo alguno, realmente delicioso... era...

Aquí las observaciones de mi anfitrión fueron bruscamente interrumpidas por una nueva serie de gritos, de la misma calidad de los que ya nos habían desconcertado. Sin embargo, esta vez parecían proceder de personas que se iban acercando rápidamente.

-¡Cielo santo! -exclamé-. Los locos se han escapado, sin duda. -Me temo que tenga usted razón -respondió el señor Maillard, poniéndose entonces

terriblemente pálido. Apenas concluida su frase cuando se hicieron oír grandes clamores e imprecaciones

debajo de las ventanas, e inmediatamente después observamos, con toda claridad, que algunos individuos que estaban fuera se ingeniaban para entrar por maña o por fuerza en la sala. Se golpeaba en la puerta con algo que debía de ser una especie de cencerro o un enorme martillo y las contraventanas eran sacudidas y empujadas con prodigiosa violencia.

Siguió una escena de la más terrible confusión, el señor Maillard, con gran asombro mío, se escondió debajo del aparador. Hubiera esperado de él más resolución y energía. Los miembros de la orquesta, que desde un cuarto de hora antes parecían demasiado beodos para ejercer sus funciones artísticas, saltaron sobre sus taburetes y sus instrumentos y, escalando el tablado, atacaron al unísono una marcha, el Yankee-Doodle2, que ejecutaron, si no con maestría, al menos con una energía sobrehumana, durante todo el tiempo que duró el desorden.

Con todo, el señor a quien antes se le había impedido, con gran dificultad, saltar sobre la mesa, saltó ahora en medio de vasos y botellas. Inmediatamente que estuvo instalado con toda comodidad, inició un discurso que indudablemente hubiera parecido de primer orden si se le hubiera podido oír. En el mismo instante el hombre cuyas predilecciones estaban por la veleta, se puso a piruetear alrededor de la habitación, con inmensa energía, tanto que tenía el aspecto de una verdadera veleta, derribando a todos los que encontraba a su paso. Y luego, oyendo increíbles petardeos y chorreos inauditos de champaña, descubrí que todo eso pro-cedía del individuo que durante la comida había desempeñado tan bien el papel de botella. Al mismo tiempo, el hombre-rana croaba con todas sus fuerzas, como si la salvación de su alma dependiese de cada nota que profería. En medio de todo ello, se elevaba, dominando todos los ruidos, el ininterrumpido rebuzno de un asno. En cuanto a mi antigua amiga, Madame Joyeuse, parecía hallarse atacada de tan horrible perplejidad, que me inspiraba deseos de llorar. Estaba de pie en un rincón, cerca de la estufa, y se contentaba con cantar, a voz en cuello, ¡cocoricó, kikirikí!

Por fin, llegó la crisis suprema, la catástrofe del drama. Como los gritos, los aullidos y los kikirikís eran las únicas formas de resistencia, los únicos obstáculos opuestos a los esfuerzos de los asaltantes, las dos ventanas fueron forzadas rápidamente y casi simultáneamente. Pero no olvidaré jamás mis sensaciones de aturdimiento y de horror cuando vi saltar por las ventanas y precipitarse atropelladamente entre nosotros, gesticulando con las manos, con los pies, con las uñas, un verdadero ejército aullador de monstruos, que primeramente tomé por chimpancés, orangutanes o grandes babuinos negros del Cabo de Buena Esperanza.

Recibí unos terribles golpes, y entonces me apelotoné debajo de un diván, donde quedé inmóvil. Después de haber permanecido allí un cuarto de hora aproximadamente, durante el cual escuché todo lo que ocurría en la sala, obtuve, al fin, con el desenlace, una explicación satisfactoria de esa tragedia. El señor Maillard, al contarme la historia del loco que había excitado a sus camaradas a la rebelión, no había hecho sino relatar sus propias fechorías. Ese

2 Aire popular norteamericano.

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señor había sido, en efecto, dos o tres años antes, director del establecimiento; luego su cerebro se había perturbado y había pasado al número de los enfermos. Este hecho no era conocido del compañero de viaje que me había presentado a él. Los guardianes, en número de diez, habían sido súbitamente atacados, luego bien alquitranados, luego cuidadosamente emplumados, luego, por fin, encerrados en los sótanos. Habían estado así encerrados más de un mes, y durante todo ese tiempo el señor Maillard no sólo les había concedido generosamente el alquitrán y las plumas (lo cual constituía su sistema) sino también... algo de pan y agua en abundancia. Diariamente una bomba impelente les enviaba su ración de duchas...

Al fin, uno de ellos, habiéndose evadido por una alcantarilla, devolvió la libertad a todos los demás.

El sistema de benignidad, con importantes modificaciones, ha sido restaurado en el sanatorio de los locos; pero no puedo menos de reconocer, con el señor Maillard, que su tratamiento, el suyo original y peculiar, era, en su género, un tratamiento fundamental. Como él mismo hacía observar con exactitud, era un tratamiento sencillo, limpio, sin dificultad alguna, absolutamente ninguna...

Sólo he de añadir unas palabras. Aunque he buscado por todas las bibliotecas de Europa las obras del doctor Alquitrán y

del profesor Pluma, no he podido, hasta hoy, a pesar de todos mis esfuerzos, conseguir un ejemplar.

AUTOBIOGRAFÍA LITERARIA DEL SEÑOR

NO SÉ CUÁNTO

AUTOBIOGRAFÍA LITERARIA DEL SEÑOR NO SÉ CUÁNTO3

Ex director del Hacen rin, hacen ran

Estoy envejeciendo y, como tengo entendido que Shakespeare y el señor Emmons murieron alguna vez, no es imposible que hasta yo mismo muera. Se me ha ocurrido, por lo tanto, que podría retirarme de las Letras y descansar por fin sobre mis laureles. Mi anhelo, sin embargo, es rubricar mi abdicación al trono literario con algún legado importante para la pos-teridad, y quizá no pueda dejarle nada mejor que una crónica de mis primeros años en la profesión. Por cierto, hace tanto tiempo que mi nombre ocupa sin interrupción un lugar de privilegio ante el público, que no sólo admito el natural interés que despierta por doquier, sino que acepto la responsabilidad de satisfacer la curiosidad que inspira. En efecto, dejar hitos que señalen el propio ascenso no es más que un deber de quien alcanza la grandeza, para que otros puedan seguir sus pasos.

Por ende, en este artículo (que en algún momento pensé titular "Memorias en beneficio 3 El nombre en inglés es Thingum Bob, expresión que se usa para referirse a alguien cuyo nombre no se conoce o no se recuerda, de modo que el nombre del autor ficticio de este texto equivaldría en español al de "Señor No se cuánto". [N. de la T.]

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de una historia literaria de los Estados Unidos") me propongo reseñar esos decisivos -aunque tímidos y vacilantes- pasos iniciales que me pusieron a la larga en la senda hacia la cumbre.

Es innecesario hablar mucho de nuestros antepasados más remotos. Mi padre, don Thomas Bob, ocupó durante varios años la cima de su profesión de barbero en la gran urbe Fatua. Su negocio era el refugio de la gente del lugar, especialmente de los miembros de las brigadas periodísticas, que a todos inspiran reverencia y veneración. Yo, por mi parte, los veía como dioses, y bebía con avidez el ingenio y la sabiduría sin par que fluían de sus augustos labios durante el proceso que se denomina de "aplicación en la espuma". El primer instante de genuina inspiración en mi vida data de esa época memorable, del día en que, ante un auditorio devoto formado por nuestros aprendices, el brillante director del Tábano recitó en los intervalos de la operación arriba mencionada un poema incomparable en honor de la "Única y Genuina Crema de Afeitar de Bob" (cuyo nombre provenía de su dotado inventor, mi padre), declamación por lo cual la firma Thomas Bob & Cía., barberos, lo recompensó con ge-nerosidad.

La genialidad de las estrofas de la "Crema de Bob" me insufló por primera vez el afflatus divino. Decidí en el acto ser un gran hombre y comenzar por ser un gran poeta. Esa misma noche, caí de rodillas a los pies de mi padre.

-Padre, iperdóname!, pero mi alma se eleva por encima de la brocha y de la espuma. Tengo el firme propósito de dejar el negocio. Quiero ser director de un diario, quiero ser poeta, quiero escribir estrofas a la "Crema de Bob". i Perdóname y ayúdame en mi camino hacia la inmortalidad!

-Querido Bagatela -contestó mi padre (me habían bautizado Bagatela en honor a un pariente acaudalado que tenía ese apellido) .

"Querido Bagatela -repitió alzándome por las orejas-, eres un as, y sales a tu padre en eso de tener un alma. También tienes una cabeza inmensa, y debe de contener mucho seso. Hace rato que me percaté de este hecho, y te destinaba a la profesión de abogado. Pero ese oficio, empero, se ha vuelto poco caballeresco, y el de político no rinde. En general, tu elección es sensata, el oficio de periodista es el mejor, y si puedes ser poeta al mismo tiempo, como lo son la mayoría de los periodistas dicho sea de paso, matarás dos pájaros de un tiro. Para alentarte en los comienzos, te alquilaré una buhardilla, te daré pluma, tinta y papel, un diccionario de la rima y un ejemplar del Tábano. No creo que puedas pedir más.

- Sería un villano ingrato si lo hiciera -contesté con entusiasmo-. Tu generosidad no tiene límites. Te la retribuiré haciéndote padre de un genio.

Así terminó mi plática con el mejor de los hombres y, apenas finalizada, consagré todo mi celo a las labores poéticas, puesto que en ellas cifraba mis esperanzas de alcanzar el enviciado sillón de director de un diario o revista.

En mis primeros intentos de creación poética, descubrí que las estrofas a la "Crema de Bob", más que provechosas, resultaban un estorbo. Su esplendor me encandilaba en lugar de iluminarme. En comparación con mis propios engendros, su carácter excelso me provocaba, naturalmente, desánimo, de modo que durante buen tiempo me esforcé en vano. Por fin, tuve una de esas ideas excepcionales por su originalidad que alguna que otra vez nacen en la mente del hombre de genio. Se trataba de lo siguiente o, más bien, así fue como la llevé a cabo. Entre los bodrios que había en una librería de viejo de un barrio apartado de la ciudad, elegí varios volúmenes antiguos totalmente desconocidos u olvidados. El librero me los vendió por nada. De uno de ellos, que decía ser la traducción de una obra titulada Infierno de un tal Dante, copié con gran prolijidad un largo pasaje sobre un hombre llamado Ugolino, que tenía varios hijos. De otro libro, que contenía una cantidad de obras de teatro de un autor cuyo nombre no recuerdo, copié con igual esmero algunos versos que hablaban de "ángeles", "sacerdotes que bendecían el pan", "espíritus infernales" y otras cosas por el estilo. De un tercer volumen, escrito por un ciego, no me acuerdo si griego o de la tribu choctaw (no puedo perder tiempo en recordar con precisión esas nimiedades), saqué unos cincuenta versos que

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comenzaban con la "cólera de Aquiles", "grasa" y alguna otra cosa.

De un cuarto, que también era obra de un ciego, elegí una página donde se hablaba de "salves" y de la "santa luz", y aunque no corresponde que un ciego escriba sobre la luz, los versos eran a su manera aceptables.

Una vez hechas las fieles copias de estos poemas, las firmé a todas con el seudónimo "Oppodeldoc" (nombre convenientemente sonoro) y, colocándolas en sendos sobres elegantes, las envié a las cuatro principales revistas literarias, solicitando su rápida publicación y consiguiente pago. La respuesta a este plan tan bien trazado (cuyo éxito me habría ahorrado muchas penurias posteriores), sin embargo, me convenció de que es im-posible engatusar a ciertos directores y dio el coup-de-gráce (como dicen en Francia) a mis incipientes esperanzas (como dicen en el centro de los trascendentes) 4

La cuestión es que todas y cada una de las revistas vapulearon al señor "Oppodeldoc" en sus "Respuestas a los lectores". El Plumífero aderezó sus comentarios de esta manera:

"Quienquiera que sea 'Oppodeldoc', nos ha enviado una larga tirade acerca de un lunático a quien ha bautizado `Ugolino', que tenía muchos hijos a quienes habría hecho en bien azotar y enviar a la cama sin comer. Toda la trama es muy desabrida, por no decir hueca.

`Oppodeldoc' (quienquiera que sea) carece totalmente de imaginación, y la imaginación, en nuestra humilde opinión, no sólo constituye el alma de la POESÍA, sino su corazón. Pero `Oppodeldoc' (quienquiera que sea) tiene además la audacia de solicitar por su basura una `rápida publicación y consiguiente pago'. No publicamos ni pagamos semejantes despropósitos. No obstante, `Oppodeldoc' podrá hallar compradores ansiosos de estas paparruchas en el Camorrero, el Almíbar o el Ganso Intoxicado.

Debo admitir que todo el párrafo era despiadado con "Oppodeldoc", lo más cruel de todo era la palabra POESÍA en versalitas. i Cuánta hiel rezumaban esas seis letras destacadas!

"Oppedeldoc", sin embargo, recibió un trato igualmente impiadoso por parte del Camorrero, que le contestó con estas palabras:

"Hemos recibido una singular e insolente carta de una persona (sea quien sea) que firma `Oppodeldoc', profanando así la memoria del ilustre emperador romano de igual nombre. Acompañaba esa carta una altisonante profusión de versos desagradables y sin sentido sobre 'Ángeles y sacerdotes que bendicen el pan', versos que nadie se atrevería a perpetrar como no fuera Nat Lee o ese tal `Oppodeldoc'. Y por este disparate se nos pide el `consiguiente pago'. i Se equivoca, señor! Nosotros no pagamos por ese tipo de producto. Para eso, diríjase al Plumífero, al Almíbar o al Ganso Intoxicado. Esos periódicos aceptarán sin duda cualquier basura literaria que reciban y también prometerán pagárselas."

Un comentario áspero, en efecto, sobre "Oppodeldoc", aunque en este caso el peso de la sátira recae sobre el Plumífero, el Almíbar y el Ganso Intoxicado, revistas a las que el artículo llama periódicos, y en bastardillas además, mordacidad que les debe de haber llegado al corazón.

Pero el Almíbar fue apenas menos incisivo:

"Un individuo que se regocija con el apelativo `Oppodeldoc' (i a cuán bajos menesteres se aplican con excesiva frecuencia los nombres de los muertos ilustres!) nos

4 El Club de los Trascendentes estaba formado por un grupo de intelectuales norteamericanos que se reunían en casa de Emerson y dio origen a un movimiento fisiológico, religioso y social que luego tuvo eco en Europa. [N. de la T.]

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ha hecho llegar unos cincuenta o sesenta versos que comienzan así:

De Aquiles de Peleo canta, Diosa, la venganza fatal que a los Argivos origen fue de, etc., etc., etc.5

"Se informa con todo respeto al señor Oppodeldoc' (sea quien sea) que no hay un solo tinterillo en nuestra oficina que no haya logrado en sus cotidianos tanteos versos mejores que ésos. Es imposible escandir los versos citados. El señor `Oppodeldoc' debería aprender a contar. Como sea, lo que está más allá de la comprensión es cómo se le ocurrió a ese señor que nosotros (finada menos que nosotros!) podíamos desacreditar nuestras páginas con esa tontería inefable. Semejante desatino apenas alcanza el nivel del Plumífero, el Camorrero y el Ganso Intoxicado, donde se acostumbra publicar el `Arroz con leche' como poesía original. Pero `Oppodeldoc' (sea quien sea) tiene incluso el tupé de reclamar un pago por esta sandez. ¿No sabe acaso `Oppodeldoc' (sea quien sea), no tiene conciencia por ventura de que ningún dinero sería suficiente para que publicáramos semejantes engendros?

A medida que leía, me sentía cada vez más pequeño hasta que, al llegar al punto en que calificaban al poema con desdén como "versos", apenas si quedaba algo de mí. En cuanto a `Oppodeldoc', empecé a sentir compasión por él. Sin embargo, el Ganso Intoxicado fue menos clemente aún, si es que cabe.

Ésta fue su repuesta:

"Un desdichado poetastro, que firma `Oppodeldoc', ha cometido la ridiculez de imaginar que publicaríamos y pagaríamos por una mezcolanza de ampulosidad e incoherencias que nos ha remitido, y que comienza con un verso más o menos inteligible

¡Salve, santa luz! ¿Progenie del Cielo, primogénito!' "Como hemos dicho `más o menos inteligible'. Quizá `Oppodeldoc' (sea quien sea)

tenga la bondad de explicarnos cómo el granizo6 puede ser luz santa. A nuestro buen saber y entender, siempre fue lluvia congelada. ¿Podría también decirnos cómo la lluvia congelada puede ser a la vez luz santa' (sea esto lo que sea y `progenie'). Si no ignoramos el inglés en demasía, este último término se aplica correctamente sólo a los vástagos de una estirpe. Pero es ridículo continuar con este absurdo, aunque `Oppodeldoc' (sea quien sea) tiene el desparpajo insólito de suponer que no sólo `publicaríamos' sus ignorantes delirios sino que, además, ¡se los pagaríamos!

"¡Maravilloso! ¿Excepcional! Casi estamos tentados de escarmentar la soberbia del joven escritorzuelo publicando realmente su composición verbatim et literatim, tal como la ha escrito. Ningún castigo más cruel podríamos infligirle, si no fuera por el aburrimiento que impondríamos a nuestros lectores al hacerlo.

"Que `Oppodeldoc' (sea quien fuere) remita sus futuras obras al Plumífero, al Almíbar y al Camorrero. Ellos las publicarán. Todos los meses publican cosas por el estilo. Envíeselas a ellos. No es posible insultarnos con semejante impunidad."

Fue mi fin. En cuanto al Plumífero, el Camorrero y el Almíbar, jamás entendí cómo sobrevivieron. El haberlos colocado en su lugar tan subalterno (ése era el problema: la

5 Poe cita aquí los versos iniciales de la Ilíada. La traducción citada es la de José Gómez Hermosilla, casa Editorial Garnier Hermanos, París. [N. de la T.] 6 Hay aquí un juego de palabras intraducible. En inglés, la palabra "iHail!" (traducida aquí como "¡Salve!", también significa "granizo"). [N. de la T.]

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consiguiente insinuación de su bajeza, su abyección) mientras NOSOTROS los contemplábamos desde las mayúsculas, tenía la amargura del ajenjo y de la hiel. De haber sido yo responsable de alguno de esos periódicos, no habría ahorrado esfuerzos para llevar a juicio al Ganso Intoxicado. Cabría haber invocado la Ley de Protección de los Animales. En cuanto a "Oppodeldoc" (sea quien sea), para ese momento ya me había hartado la paciencia y no me inspiraba el menor apego. Fuera de toda duda, era un tonto y se merecía lo que habían dicho de él.

El resultado del experimento con los libros usados me convenció, en primer lugar, de que "la honestidad es la mejor política" y, en segundo lugar, de que, si no lograra escribir mejor que el señor Dante, los dos ciegos y toda la antigua caterva, sería por lo menos difícil escribir peor que ellos. Recobré el ánimo y me propuse ser "absolutamente original" (como dicen en las tapas de las revistas), a costa de cualquier esfuerzo. Con las brillantes estrofas de la "Crema de Bob" otra vez ante los ojos, me dispuse a escribir una oda sobre el mismo tema que pudiera rivalizar con la anterior.

No tuve dificultades con el primer verso, que decía así:

"Exaltar en una oda la `Crema de Bob"

Habiendo consultado minuciosamente todas las rimas de "Bob", me fue imposible continuar. Ante el dilema, recurrí a mi padre para que me socorriera y, después de algunas horas de sesuda meditación, los dos juntos logramos terminar el poema:

"Exaltar en oda la `Crema de Bob' no es menos duro que las pruebas de Job." (firmado) SNOB

Desde luego, la longitud de la composición no era mucha pero, "todavía tenía que aprender", como dicen en el Edinburgh Review, que la mera extensión de una obra literaria nada tiene que ver con sus méritos. Con respecto a la cantinela del Quarterly acerca de un "esfuerzo sostenido", es imposible encontrarle sentido alguno. En líneas generales, por lo tanto, mi intento inaugural me satisfacía y mi única duda se refería a lo que haría con él.

Mi padre aconsejó que lo enviara al Mosca Viajera, pero había dos motivos que sugerían lo contrario. Temía la envidia del director, y sabía con certeza que no pagaba las colaboraciones originales. Después de las correspondientes deliberaciones, entonces, confié el artículo a las páginas más circunspectas del Almíbar y aguardé la respuesta con ansiedad, pero con resignación.

En el siguiente número tuve el orgullo de ver mi poema impreso en su totalidad como artículo principal, precedido por estas significativas palabras, escritas en bastardilla y entre corchetes:

[Llamamos la atención de nuestros lectores sobre las admirables estrofas de la "Crema de Bob" que nos han presentado. Es innecesario mencionar su carácter sublime, su pathos: no es posible leerlas sin lágrimas en los ojos. A los que ha sufrido los tristes versos que perpetró la pluma de ganso del director del Mosca Viajera sobre tan augusto tema, les haría bien comparar las dos composiciones.

P.S. Nos consume la curiosidad por develar el misterio que hay detrás del seudónimo "Nov". ¿Nos concedería el autor una entrevista personal?]

Si bien estrictamente justo, debo confesar que todo esto era más de lo que yo esperaba, lo reconozco para eterno deshonor de mi patria y de la humanidad. Sin embargo, sin pérdida de tiempo me presenté ante el director del Almíbar y tuve la suerte de encontrar a este

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caballero en su casa. Me saludó con aire de profundo respeto, algo matizado de una ad-miración paternal e indulgente suscitada, sin duda, por mi aspecto de extremada juventud e inexperiencia. Me indicó que tomara asiento y abordó de inmediato la cuestión de mi poema, pero la molestia me impide repetir los mil elogios que me prodigó. Los panegíricos del señor Ladilla (tal era el apellido del director) no eran indiscriminadamente exagerados. Analizó la composición con gran libertad y criterio, y no dudó en señalar algunos defectos triviales, hecho que lo elevó mucho en mi propia estima. Desde luego, surgió el nombre del Mosca Viajera y espero que nunca me sometan a una crítica tan aguda, a objeciones tan mordaces como las que el señor Ladilla le brindó en esa infeliz y fervorosa ocasión. Siempre había considerado al director del Mosca Viajera como un superhombre, pero Ladilla pronto me sacó del error. Analizó las cualidades literarias y personales del Mosca (así llamaba satíricamente al rival director del Mosca Viajera) a la luz de la verdad. El señor Mosca no valía nada. Había escrito textos infames. Era un escritorzuelo que vendía sus trabajos a razón de un centavo la línea, un bufón y un villano. Había concebido una tragedia que provocó risotadas unánimes en todo el país, y una farsa que lo inundó de lágrimas. Por otra parte, había tenido la desvergüenza de redactar una sátira con lo que opinaba de él mismo (del señor Ladilla) e incluso había osado aplicarle el mote de "asno". Me manifestó además que, si en cualquier circunstancia, yo tuviera el deseo de expresar mi opinión sobre Mosca, las páginas del Almíbar estaban desde ya a mi entera disposición. Entretanto, y habida cuenta de que me atacarían desde las páginas del Mosca por mi intento de componer un poema rival sobre la "Crema de Bob", él (el señor Ladilla) tomaría sobre sus hombros la tarea de ocuparse de mis intereses privados y personales. Y si yo no salía de todo esto convertido en un hombre hecho y derecho, no sería por culpa suya (del señor Ladilla).

Habiendo hecho el señor Ladilla una pausa en este punto de su discurso (cuya última parte me fue imposible comprender), me arriesgué a mencionar algo sobre la remuneración que podía esperar por mi poema, visto un anuncio en la portada del Almíbar donde se decía que (el Almíbar) "señalaba su posibilidad de pagar honorarios exorbitantes por todas las colaboraciones aceptadas, gastando a menudo en un solo poema breve más que todo lo invertido en un año por el Plumífero y el Ganso Intoxicado juntos".

Apenas pronuncié la palabra "remuneración', el señor Ladilla abrió primero los ojos y luego la boca hasta parecer un pato añoso y agitado en el acto de graznar, y así permaneció (llevándose de tanto en tanto las manos a la frente como si fuera presa de una perplejidad desesperante) casi hasta que terminé de decir lo que me había propuesto.

Cuando hube terminado, se hundió en el asiento como abrumado, con los brazos desmayados sin vida a los costados del cuerpo y la boca todavía abierta como un pato. Mientras yo lo miraba mudo de asombro ante conducta tan alarmante, se puso repentinamente de pie y corrió hacia el cordón de la campanilla, pero pareció cambiar de opinión, o lo que fuere, antes de alcanzarlo, porque se sumergió debajo de la mesa y resurgió de inmediato provisto de un garrote. Estaba ya por levantarlo (me es imposible imaginar con qué propósito), cuando una súbita sonrisa plácida inundó su rostro y se volvió a sentar reposadamente en la silla.

-Señor Bob -dijo (porque yo había enviado mi tarjeta antes de presentarme)-. Usted es un hombre joven, muy joven ¿supongo bien? Asentí y agregué que aún no había cumplido los quince años.

-¡Muy bien! -contestó-. Ya veo, no diga nada más. Acerca de este tema de la compensación, lo que usted dice es muy justo, extremadamente justo en realidad. Pero... por ejemplo, no es costumbre de ninguna revista pagar la primera colaboración. ¿Me entiende? La verdad es que, en tales casos, la revista es la beneficiaria. [El señor Ladilla sonrió de manera insulsa mientras subrayaba la palabra "beneficiaria".] En la mayor parte de los casos, nos pagan a nosotros por la publicación de una primera obra, especialmente en verso. En segundo lugar, señor Bob, la norma de la revista es no desembolsar jamás lo que en Francia denominan

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argent comptant: sin duda usted me entiende. Pasados tres o seis meses de la publicación del artículo -o pasado un año o dos- no tenemos objeción alguna contra un pagaré a nueve meses, siempre que podamos arreglar nuestras cosas de manera de poder liquidarlo a los seis meses. Realmente espero, señor Bob, que esta explicación lo satisfaga. Aquí se detuvo con los ojos húmedos.

Apenado en el fondo del alma por haber herido, aunque fuera sin intención, a un hombre tan eminente y tan sensible, me apresuré a disculparme y a tranquilizarlo expresándole mi total coincidencia con sus puntos de vista, así como mi comprensión cabal de la situación delicada en que se hallaba. Habiendo manifestado todo eso de manera clara y pre-cisa, me despedí.

No mucho después, una bella mañana, "me desperté siendo famoso". La difusión de mi renombre podrá apreciarse mejor si hago referencia a las opiniones periodísticas de ese día que, como se verá, aparecían bajo la forma de reseñas críticas del número del Almíbar que contenía mi poema y eran totalmente satisfactorias, concluyentes y claras, con la excepción de la inscripción en jeroglífico adjunta a todas ellas: "Sep. 15-1-t."

El Lechuzón, periódico de gran sagacidad y conocido por la reflexiva seriedad de sus opiniones literarias, decía:

"¡El Almíbar! El número de octubre de esta deliciosa revista supera a todos los que lo precedieron y desafía cualquier intento de competencia. En la belleza de la tipografía y el papel, en el número y la excelencia de sus grabados y en el mérito literario de sus colaboraciones, el Almíbar eclipsa a sus lerdos rivales como Hiperión al sátiro. Es cierto: la fatuidad del Plumífero, el Camorrero y el Ganso Intoxicado no tiene igual, pero en todos los otros aspectos ¡no hay como el Almíbar! Excede nuestra comprensión cómo este aplaudido periódico puede soportar costos evidentemente enormes. Sin duda, tiene una circulación de 100.000 ejemplares y su lista de suscriptores ha aumentado en un veinticinco por ciento en el último mes, pero por otro lado, las sumas que desembolsa permanentemente para pagar las colaboraciones son inconcebibles. Se comenta que Taimado recibió nada menos que treinta y siete centavos y medio por su incomparable artículo sobre `Los Cerdos'. Con el señor Ladilla como director y plumas tales como ESNOB y Taimado entre los colaboradores, la palabra `fracaso' no existe para el Almíbar. i Vaya y suscríbase! Sep.15-l-t."

Debo admitir que me halagó una reseña escrita con estilo tan elegante en una publicación tan respetable como el Lechuzón. Además, el hecho de que mi nombre, es decir mi nom de guerre, precediera al del gran Taimado era un acontecimiento tan feliz como merecido.

Acto seguido, llamaron mi atención los siguientes párrafos del Renacuajo, publicación conocida por su rectitud e independencia, por su falta total de adulonería y ciega sumisión ante los que ofrecen banquetes.

"El número de octubre del Almíbar está en la vanguardia de todos sus contemporáneos y los supera, desde luego, en el esplendor de su ornamentación así como en la riqueza de su contenido. Debemos admitir que la fatuidad del Plumífero, el Camorrero y el Ganso Intoxicado no tiene igual, pero en todos los otros aspectos ¡no hay como el Almíbar! Excede nuestra comprensión cómo este aplaudido periódico puede so-portar costos evidentemente enormes. Sin duda, tiene una circulación de 200.000 ejemplares y su lista de suscriptores ha aumentado en un treinta por ciento en la última quincena pero, por otro lado, las sumas que desembolsa mensualmente para pagar las colaboraciones son aterradoras. Se ha sabido que el señor Chapurreo recibió nada menos que cincuenta centavos por su recién publicada `Monodia en un charco de barro'.

"Entre los colaboradores originales del presente número se destacan (además de

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Ladilla, su eminente director) hombres como ESNOB, Taimado y Chapurreo. Más allá de los editoriales, lo más precioso a nuestro juicio, empero, es esa joya poética firmada por Esnob acerca de la `Crema de Bob', aunque nuestros lectores no deben inferir por la simi-litud del título que este bijou sin par se parezca en algo a los garabatos que escribió sobre el mismo tema un individuo despreciable cuyo nombre ofende los oídos refinados. El actual poema acerca de la `Crema de Bob' ha despertado curiosidades universal con respecto al dueño de evidente seudónimo. `Esnob' es el nom de plume del señor Bagatela Bob, vecino de esta ciudad y pariente del señor Bagatela (cuyo nombre lleva), ciudadano vinculado con las más ilustres familias de nuestro estado. Su padre, don Thomas Bob, es un rico comerciante de Fatua. Sep. 15-l t."

Tan generoso elogio conmovió mi corazón, muy especialmente porque provenía de una fuente de pureza tan impoluta, tan proverbial como el Renacuajo. Aplicada a la "Crema de Bob" escrita por Mosca, la palabra "garabatos" me pareció particularmente cáustica y conveniente. No obstante, las palabras "joya" y "bijou", utilizadas con referencia a mi propia obra, me parecieron algo débiles. Me daba la impresión de que les faltaba vigor. No eran suficientemente prononcés (como decimos en Francia).

Apenas había terminado de leer el Renacuajo, cuando un amigo me acercó un ejemplar del Topo, diario que gozaba de gran reputación por la agudeza de su percepción en general y por el abierto, honesto y elevado estilo de sus editoriales. El Topo se refirió al Almíbar en los términos siguientes:

"Acabamos de recibir el Almíbar de octubre y debemos decir que nunca antes un número de periódico nos había producido semejante placer. Lo decimos con toda intención. El Plumífero, el Camorrero y el Ganso Intoxicado deberían cuidar sus laureles. Sin duda, estas publicaciones superan a todas en la ostentación de sus pretensiones, pero en los otros aspectos, ¡no hay como el Almíbar! Excede nuestra comprensión cómo este aplaudido periódico puede soportar costos evidentemente enormes. Sin duda, tiene una circulación de 300.000 ejemplares y su lista de suscriptores ha aumentado en un cincuenta por ciento en la última semana pero, por otro lado, las sumas que desembolsa men-sualmente para pagar las colaboraciones son enormes. Sabemos de buena fuente que el señor Charlatán recibió nada menos que sesenta y dos centavos por su novela intimista El repasador de cocina.

"Las colaboraciones del número que tenemos ante nosotros son del propio Ladilla (eminente director), de ESNOB, Chapurreo, Charlatán y otros pero, después de las inimitables obras del propio director, nos quedamos con esa alhaja salida de la pluma de un poeta en ciernes cuyo seudónimo es `Esnob', nom de guerre al que auguramos un brillo que algún día hará sombra al afamado `Boz'7. Nos han informado que `ESNOB' es un tal señor No sé cuánto, único heredero de un opulento comerciante de esta ciudad, don Thomas Bob, y pariente cercano del distinguido señor Bagatela. El título del admirable poema del señor Bob es `Crema de Bob' elección algo afortunada, permítasenos decir de paso, ya que un despreciable vagabundo relacionado con la prensa fácil ha ofendido a la ciudad con otras líneas deleznables sobre el mismo tema. Pero no hay cuidado: es imposible confundir las dos obras. Sep. 15-l t."

La generosa aprobación de un periódico tan clarividente como el Topo llenó mi corazón

7 Boz, seudónimo de Dickens cuando colaboraba con el Morning Chronicle. [N. de la T.]

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de alborozo. La única objeción que me vino a la cabeza fue que la expresión "despreciable vagabundo" podría haberse mejorado de este modo: "sinvergüenza, granuja y despreciable vagabundo". Me parece que hubiera sonado mejor. Por otra parte, debe admitirse que el tér-mino "alhaja" apenas tiene intensidad suficiente para expresar lo que el Topo evidentemente pensaba del brillo propio de la "Crema de Bob".

La misma tarde en que vi las reseñas del Lechuzón, el Renacuajo y el Topo tuve oportunidad de leer un ejemplar del Jején, periódico cuya gran lucidez era proverbial. Allí se decía lo siguiente:

"¡El Almíbar! El número de octubre de esta espléndida revista ya está al alcance del público. Toda cuestión de preeminencia queda descartada definitivamente y, de aquí en adelante, sería francamente ridículo que el Plumífero, el Camorrero o el Ganso Intoxicado hicieran ninguno de sus espasmódicos esfuerzos por competir. Estos periódicos podrán superarlo en sus clamores pero, ino hay como el Almíbar! Es imposible comprender cómo esta célebre revista puede soportar gastos evidentemente enormes. Es cierto que cuenta con una circulación de medio millón de ejemplares y que sus suscriptores han crecido en un setenta y cinco por ciento en los últimos días, pero las sumas que desembolsa mensualmente en retribución por las contribuciones que publica son inverosímiles. Sabemos, por ejemplo, que la señorita Plagio recibió no menos de ochenta y cinco centavos por su último y valioso cuento titulado `El saltamontes de la ciudad de York y el saltaparedes de Bunker-Hill'.

"Las contribuciones más meritorias del presente número son, desde luego, las que firma el director (el eminente Ladilla), pero también hay artículos magníficos firmados por nombres de la talla de ESNOB, la señorita Plagio, Taimado, la señora Mentirillas, Chapurreo, la señora Fiasco y, por último, aunque no menos egregio, el de Charlatán. Semejante pléyade de genios constituye un desafío para el mundo entero.

"No se nos oculta que el poema firmado por ESNOB recibió elogios universales y estamos obligados a manifestar que, si cabe, merece aún más encomio. Esta obra maestra de la elocuencia y el arte se titula 'Crema de Bob'. Algún lector recordará tal vez vagamente, aunque con fastidio, un poema (?) de título similar, obra de un cagatintas miserable, un pordiosero y asesino que, según tenemos entendido, trabaja en uno de esos indecentes periodicuchos de los suburbios. A ese lector le rogamos, por amor de Dios, que no confunda a los dos autores. Por lo que sabemos, el autor de `Crema de Bob' es don No sé cuánto Bob, caballero de enorme talento y vasta erudición. `Esnob' es un mero nom de guerre. Sep. 15-l t."

Apenas si puedo contener mi indignación cuando leí las últimas líneas de esta diatriba. Para mí era claro como el agua que la manera ambigua, por no decir amable, con el que el Jején se refería a ese cerdo, el director del Mosca Viajera, sólo podía provenir de una complicidad con Mosca, a quien el Jején quería encumbrar a mis expensas. Hasta con los ajos cerrados, cualquiera podía darse cuenta de que si la intención real del Jején hubiera sido la pretendida, el artículo se habría expresado en términos más directos, más cáusticos y muchísimo mas atinados. Las palabras 'cagatintas", "pordiosero" y "asesino" eran epítetos tan equívocos e inexpresivos que sonaban peor que nada aplicados al autor de las más execrables estrofas que hayan salido de pluma humana alguna. Nadie ignora cómo se puede "utilizar la parquedad como crítica indirecta" y ¿quién podría dejar de advertir aquí el encubierto propósito de utilizar la reticencia como condena eufemística?

Pero si bien lo que el Jején tenía que decir del Mosca Viajera no era de mi incumbencia, sí lo era lo que decía de mí. Después de los elogios del Le-chuzón, el Renacuajo y el Topo con respecto a mis dotes, era demasiado tener que soportar la frialdad con que el Jején se refería a mí, calificándome de mero "caballero de enorme talento y vasta erudición". i

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Caballero! Instantáneamente, decidí obtener excusas por escrito o llevar las cosas al terreno del

honor. Imbuido de este propósito, busqué entre mis amigos alguien a quien pudiera confiar un

mensaje para su señoría, el director del Jején y, puesto que el director del Almíbar me había dado muestras de su estima, decidí solicitar su asistencia.

Jamás llegué a explicarme de manera satisfactoria para mi propio entendimiento la actitud y el semblante del señor Ladilla mientras escuchaba la exposición de mis propósitos. Repitió la escena de la campanilla y el garrote, sin omitir el pato. En un momento creí que realmente iba a lanzarse a graznar. Pero, al igual que la primera vez, el acceso cedió y Ladilla comenzó a actuar y a hablar de manera racional. Rechazó, sin embargo, ser portador del desafío y, de hecho, hasta me disuadió de enviarlo, pero fue lo bastante sincero como para admitir que el Jején había cometido un error imperdonable, especialmente en lo que concernía a la expresión "caballero de enorme talento y vasta erudición".

Hacia el final de la entrevista, el señor Ladilla, que realmente parecía tener interés paternal en mi persona, me sugirió que podía ganar algún dinero honradamente y procurar a la vez el aumento de mi reputación si, de tanto en tanto, hacía de Thomas Hawk para el Almíbar.

Le solicité que me informara quién era el tal Thomas Hawk, y cómo se suponía que yo podía hacer su papel.

En ese momento el señor Ladilla abrió los ojos desmesuradamente (como decimos en Alemania) pero, recuperado por fin de un profundo ataque de estupefacción, manifestó que había usado las palabras "Thomas

Hawk" para evitar la vulgaridad de mencionarlo como Tommy, pero que se trataba simplemente de Tommy Hawk, o tomahawk, y que la expresión "hacer de tomahawk" significa despellejar, intimidar o aniquilar de alguna manera al rebaño de pobres diablos que publican.

Aseguré a mi protector que, si sólo se trataba de eso, me resignaría a hacer el papel de Thomas Hawk. Acto seguido, el señor Ladilla expresó su deseo de que aniquilara de inmediato al director del Mosca Viajera utilizando el estilo más feroz que estuviera a mi alcance como prueba fehaciente de mis posibilidades. Así lo hice sin pérdida de tiempo en una reseña de la "Crema de Bob" original que ocupó treinta y seis páginas del Almíbar. Hacer de Thomas Hawk me resultó mucho menos difícil que hacer poemas, porque desarrollé un sistema que me permitió desempeñar mi tarea con suma facilidad. El procedimiento era el siguiente. En un remate, compré ejemplares (baratos) de los discursos de Lord Brougham, de las obras completas de Cobbet, del nuevo diccionario de slang, del Arte de la Injuria, del Método de la Diatriba (edición infolio) y de La Lengua, de Lewis G. Clarke. Desmenucé concienzudamente estas obras, luego las pasé por un cedazo para no dejar nada que pudiera parecer decente (una insignificancia), y separé las frases más duras colocándolas en un pimentero de orificios longitudinales, de modo que una frase entera pudiera pasar por la abertura sin dañarse. La mezcla quedó así pronta para el uso. Cuando ya estaba listo para hacer de Thomas Hawk, bauticé un pliego de papel con clara de huevo de ganso y luego desmenucé también la obra que debía reseñar como antes lo había hecho con los libros, sólo que con más cuidado para que cada palabra quedara separada. Mezclé los últimos trozos con los primeros, corrí la tapa del pimentero y espolvoreé bien la mezcla sobre el pliego ungido, donde quedó pegada. El efecto logrado era hermosísimo. Seductor. De hecho, con esta simple receta logré que me aceptaran reseñas sin parangón que maravillaron al mundo entero. Al principio, por pura timidez -producto de la inexperiencia-, me perturbó cierta incoherencia, un aire bizarre (como decimos en Francia) que se desprendía de la composición. No todas las frases coincidían (como decimos en anglosajón). Algunas eran bastante deformes. Otras estaban incluso al revés, y de estas últimas no quedaba ninguna incólume en cuanto al efecto, a excepción de los párrafos del señor Lewis Clarke, tan vigorosos y sólidos que ninguna posición lograba disminuirlos y resultaban siempre satisfactorios y felices, patas arriba o patas

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abajo. Es difícil establecer qué fue del director del Mosca Viajera después de mi crítica sobre

su "Crema de Bob". La conclusión más razonable es que lloró tanto que acabó por morirse. Como sea, desapareció de inmediato de la faz de la Tierra, y desde entonces nadie ha visto ni siquiera su espectro.

Habiendo llevado a buen término todo este asunto, y aplacadas las Furias, me convertí de golpe en el preferido del señor Ladilla. Me otorgó su confianza, me concedió empleo permanente en el Almíbar como Thomas Hawk y, como no podía pagarme un sueldo por el momento, me permitió aprovechar su tutela a discreción.

- Querido Bagatela -me dijo un día después de comer-, respeto sus aptitudes y lo quiero como a un hijo. Será usted mi heredero. Le dejaré el Almíbar como legado cuando me muera. Entretanto haré un hombre de usted, siempre que siga mis consejos. El primero que le doy es que debe quitarse de encima a ese viejo fastidioso.

-¿A quién? -pregunté. - Su padre. - Comprendo -dije.

-Tiene que labrar su fortuna, Bagatela -explicó el señor Ladilla-, y el autor de sus días es como una rueda de molino atada a su cuello. Debemos deshacernos de él. [Aquí saqué mi navaja.] Debemos deshacernos de él -continuó Ladilla- de una vez y para siempre. Es una carga. No sirve. Bien pensado, debería darle un buen par de puntapiés o de bastonazos, ahuyentarlo de algún modo.

-¿Qué le parece -dije con pudor- si empiezo por darle un par de puntapiés, después unos bastonazos y termino retorciéndole la nariz? El señor Ladilla me miró pensativamente algunos momentos y contestó:

-Opino, señor Bob, que lo que usted propone sería suficiente, más que suficiente en cierto caso, pero un barbero es hueso duro de roer y me parece que, en líneas generales, después de haber sometido a Thomas Bob a las operaciones que usted sugiere, convendría dejarle los dos ojos en compota, de manera concienzuda y eficaz, a fin de que no pueda volver a verlo a usted en los lugares de moda. Después de eso, no creo que usted pueda hacer más. Sin embargo, no sería desatinado revolcarlo también

una o dos veces en el arroyo y entregarlo a la policía. A la mañana siguiente, usted puede presentarse en la comisaría y alegar un asalto.

Los bondadosos sentimientos hacia mi persona que ese excelente consejo manifestaba me conmovieron en lo hondo, y no tardé en ponerlo en práctica. En suma, que me libré del viejo fastidioso y empecé a disfrutar de mi condición de caballero y mi nueva independencia. No obstante, la falta del dinero me originó cierta incomodidad durante algunas semanas pero, a la larga, usando bien mis dos ojos para observar lo que se me presentaba ante la nariz, caí en la cuenta de cómo tenía que manejar las cosas. Nótese que digo "cosas", porque la palabra latina es rem. A propósito, ya que hablamos de latín, ¿alguien puede decirme cuál es el significado de quocunque, o de modo?

Mi plan era sumamente simple. Compré por una bagatela una dieciseisava parte del Mordiscón: eso fue todo. Ahí terminaba el plan y el dinero entraba en mi bolsillo. Desde luego, hubo algunas disposiciones posteriores, pero eso no formaba parte del plan. Eran una consecuencia de él, un efecto. Por ejemplo, compré una pluma, papel y tinta y me sumergí en una furiosa actividad. Una vez terminado el artículo, le puse por título "FOL LOL", por el autor de "Crema de Bob" y lo envié al Ganso Intoxicado. Como esa revista lo tildaría de "tartajeo" en el "Correo mensual de los Lectores", cambié el encabezamiento por "Cataplín Cataplero", por el señor No sé cuánto, autor de la oda a la "Crema de Bob" y director del Mordiscón. Con esta enmienda, volví a enviarlo al Ganso Intoxicado y me dediqué a publicar diariamente en el Mordiscón mientras aguardaba la respuesta, lo que podría denominarse una investigación fisiológica y analítica a seis columnas de los méritos literarios del Ganso Intoxicado, así como los méritos personales de su editor. Al cabo de una semana, el Ganso

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Intoxicado descubrió que, por un error inexplicable, había "confundido un estúpido artículo titulado `!Hola Jején!' y firmado por un don nadie con una joya de brillo resplandeciente escrita por el señor No sé cuánto, el celebrado autor de la `Crema de Bob"' . La publicación declaraba "que lamentaba un accidente tan explicable" y por otra parte prometía la pu-blicación del genuino "i Hola Jején!" en el número siguiente.

La verdad es que en ese momento realmente pensé, y no tengo razón para pensar de otra manera ahora, que el Ganso Intoxicado se había equivocado de veras. Con las mejores intenciones del mundo, nunca conocí publicación alguna que cometiera tantos errores como el Ganso Intoxicado. Desde ese mismo día le tomé simpatía, advertí la profundidad de sus méritos literarios y no dejé de explayarme sobre ellos en el Mordiscón en cuanta oportunidad se me presentaba. Y debe considerarse como una curiosa coincidencia, una de esas coincidencias notables que hacen meditar profundamente, que una modificación tan radical de mis opiniones, un bouleversement (como decimos en francés) tan absoluto, un trastocamiento (si se me permite utilizar un término vigoroso de los choctaws) tan completo de mis opiniones por una parte y las del Ganso Intoxicado por la otra parte, semejante vaivén, insisto, volviera a repetirse muy poco después, en circunstancias muy parecidas, entre el Camorrero y yo y entre el Plumífero y mi persona.

Así fue como, por un golpe maestro de genialidad, alcancé por fin el triunfo "llenándome los bolsillos". Puede decirse sin faltar a la verdad ni a la justicia que así comenzó esa carrera brillante y rica en acontecimientos que luego me hizo famoso y que hoy me permite decir con Chateaubriand: "He hecho historia (rai fait l'historie)".

Sí, he hecho historia. Desde esa precisa época que ahora evoco, mis acciones -mis obras- son patrimonio de la humanidad. El mundo entero las conoce. Es innecesario entonces abundar en detalles sobre mi vertiginoso ascenso: la herencia del Almíbar, la fusión de éste con el Plumífero, la posterior oferta de compra del Camorrero que me hizo propietario de los tres periódicos, y el negocio final que ofrecí al único rival que subsistía, hasta que reuní toda la literatura de la región en una sola y magnífica revista conocida en todas partes con el nombre de Camorrero, Almíbar, Plumífero y Ganso Intoxicado

Sí. He hecho historia. Mi fama es universal. Llega hasta los lugares más apartados del globo. Es imposible leer ningún periódico donde no se halle una alusión al inmoral señor No sé cuánto. Que el señor No sé cuánto dijo tal cosa, que No sé cuánto escribió tal otra, que el señor No sé cuánto hizo esto o aquello. Pero soy modesto, y expiro con el corazón pleno de humildad. Al fin y al cabo, ¿qué es eso indescriptible que los hombres persisten en llamar "genio"? Concuerdo con Buffón (y con Hogarth): no es más que maña.

¡Contempladme! i Cuánto esfuerzo, cuánto ahínco, cuánta obra! i Oh dioses, lo que habré escrito! Nunca supe el significado de la palabra "descanso". Durante el día me sentaba ante un escritorio y por la noche -pálido estudioso- consumía el aceite de mi lámpara. Deberíais haberme visto. Me inclinaba a la derecha. Me inclinaba a la izquierda. Me adelan-taba en el asiento. Me apoyaba en el respaldo. Sentado, téte baissée (como dicen en Kickapoo), se me cerraban los párpados sobre la página de alabastro. Y, sobre todo, escribía. En la dicha y en la desdicha, escribía. Con hambre y con sed, escribía. Con buena o mala reputación, escribía. Bañado por la luz del sol y de la luna, escribía. Es innecesario decir qué escribía. ¡El estilo: eso era todo para mí! Lo aprendí del ilustre Charlatán, ¡ejem! Y en este mismo instante brindo a los lectores una muestra representativa.

CÓMO ESCRIBIR UN ARTÍCULO DE BLACKWOOD

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Supongo que todo el mundo ha oído hablar de mí. Mi nombre es Signora Psyche Zenobia. Esto lo sé con seguridad. Sólo mis enemigos me llaman Suky Snobbs. Me han asegurado que Suky es una vulgar corrupción de Psyche, que es una palabra griega que significa "el alma" (esa soy yo, soy toda espíritu) y, a veces, "una mariposa", lo que, sin duda, alude al aspecto que tengo con mi nuevo traje de satén carmesí, con el mantelet árabe azul cielo y las orlas de agraffas verdes, y los siete faralaes de aurículas de color naranja. En cuanto a Snobbs..., cualquier persona que se tomara la molestia de mirarme dos veces se daría cuenta de que mi nombre no es Snobbs. Miss Tabitha Turnip propagó ese rumor, movida por pura envidia. ¡Precisamente Tabitha Turnip! ¡La pobre infeliz! Pero, ¿qué se podía esperar de un nabo como ella? Me pregunto si conocerá el viejo adagio acerca de "sacar sangre de un nabo", etcétera (recordar: decírselo en la primera ocasión que surja, recordar también tirarle de las narices). ¿Por dónde iba? ¡Ah! Me han asegurado que Snobbs no es más que una corrupción de Zenobia, y que Zenobia fue una reina (igual que yo. El Doctor Moneypenny siempre me llama la Reina de Corazones), y que Zenobia, al igual que Psyche, es griego del bueno, y que mi padre era "un griego", y que, en consecuencia, tengo derecho a mi patronímico, que es Zenobia, y no Snobbs. La única que me llama Suky Snobbs es Tabitha Turnip; yo soy la Signora Psyche Zenobia.

Como ya dije antes, todo el mundo ha oído hablar de mí. Yo soy esa Signora Psyche Zenobia, tan justamente célebre como secretaria corresponsal de la "Asociación Singular, Operativa, Moral de Bellas y Retoños, Oficial de Salmodias Originales, Libros, Odontólogos, Tratados, Estudios, Ditirambos, En Azote, de la Zafiedad, Universal, Localizada". El Doctor Moneypenny fue el que se inventó el nombre, y dice que lo eligió así porque suena grandioso, como un tonel de ron vacío. (Es un hombre vulgar, que a veces..., pero es un hombre profundo.) Todos ponemos las iniciales de la sociedad detrás de nuestros nombres, como lo hacen los miembros de la R.S.A. (Real Sociedad de las Artes), de la S.D.U.K. (Sociedad para la Difusión de Conocimientos Utiles), etcétera. El Doctor Moneypenny dice que la "S" viene de rancio, y que "D.U.K." quiere decir pato (lo que no es cierto), y que lo que significa "S.D.U.K." es pato rancio, y no la sociedad de lord Brougham, pero, por otra parte, el Doctor Moneypenny es un hombre tan raro, que nunca se sabe seguro cuándo está diciendo la verdad. En cualquier caso, siempre añadimos al final de nuestros nombres las siglas A. S. O. M. B. R. O. S. O. L. O. T. E. D. E. A. Z. U. L. Es decir, "Asociación Singular Operativa, Moral, De Bellas y Retoños, Oficial de Salmodias Originales, Libros, Odontólogos, Tratados, Estudios, Ditirambos, En Azote, de la Zafiedad, Universal, Localizada", una letra por cada palabra, lo que introduce una clara mejora con respecto a lord Brougham. El Doctor Moneypenny insiste en que las iniciales son toda una definición de nuestro verdadero carácter, pero que me aspen si sé a lo que se refiere.

A pesar de los buenos oficios del doctor y de los enormes esfuerzos que hizo la asociación para hacerse notar, no tuvo un gran éxito hasta que yo me uní a ella. La verdad es que los miembros utilizaban un tono excesivamente frívolo en sus discusiones. Los papeles que se leían todos los sábados por la tarde se caracterizaban más por su estupidez que por su profundidad. No eran más que un revoltillo de sílabas. No existía ninguna investigación acerca de las causas primeras, de los primeros principios. De hecho, no existía investigación alguna acerca de nada. No se prestaba ninguna atención al grandioso aspecto de la "Adecuación de las Cosas". En pocas palabras, no había nadie que escribiera cosas tan bonitas como éstas. Era todo de bajo nivel, ¡mucho! Carecía de profundidad, de erudición, de metafísica, no había nada de lo que los eruditos llaman espiritualidad y que los incultos han decidido estigmatizar llamándolo jerga. (El doctor M. dice que "jerga" se escribe con "j" mayúscula, pero yo sé lo que me hago.)

Cuando me uní a la sociedad, mi propósito era introducir un mejor estilo tanto en el pensamiento como en los escritos, y todo el mundo sabe hasta qué punto he tenido éxito.

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Conseguimos ahora tan buenas publicaciones en la A. S. O. M. B. R. O. S. O. L. O. T. E. D. E. A. Z. U. L. como se puedan encontrar incluso en Blackwood. Digo Blackwood, porque me han asegurado que la mejor literatura sobre cualquier tema es la que aparece en las páginas de la tan justamente celebrada revista. La utilizamos ahora como modelo para todos nuestros temas, y, en consecuencia, estamos consiguiendo una gran notoriedad a gran velocidad. Y, después de todo, tampoco es tan difícil componer un artículo con el sello de Blackwood, siempre y cuando uno se tome la cuestión con seriedad. Por supuesto que no me refiero a los artículos políticos. Todo el mundo sabe cómo se hacen éstos, desde que el Doctor Moneypenny nos lo explicó. El señor Blackwood tiene unas tijeras de sastre y tres aprendices a sus órdenes. Uno de ellos le alcanza el Times, otro el Examiner y el tercero el "Nuevo compendio de Argot Moderno de Gulley". El señor B. se limita a cortar y entremezclar. Eso queda hecho rápidamente. Todo consiste en mezclar un poco del Examiner, "Argot Moderno" y el Times, después otro poquito del Times, "Argot Moderno" y del Examiner y después del Times, el Examiner y "Argot Moderno".

Pero el mérito fundamental de la revista radica en la variedad de sus artículos; y de, entre éstos, los mejores vienen bajo el encabezamiento de lo que el señor Moneypenny llama las "Bizarreríes" (lo que quiera que pueda significar eso), y el resto de la gente llama las intensidades. Este es un tipo de literatura que aprendí a apreciar hace largo tiempo, aunque sólo a raíz de mi última visita al señor Blackwood (como representante de la sociedad) he llegado a conocer el método exacto de su creación. El método es muy sencillo, aunque no tanto como el de los artículos políticos. Cuando llegué a ver al señor B. y una vez que le hice saber los deseos de la Sociedad, me recibió con gran cortesía, llevándome a su estudio y dándome una clara explicación de la totalidad del proceso.

Mi querida señora dijo él, evidentemente impresionado por mi aspecto majestuoso ya que llevaba puesto el traje de satén carmesí, con las agraffas verdes y las aurículas de color naranja.

Mi querida señora dijo él, siéntese. La cuestión parece ser ésta: en primer lugar, su escritor de intensidades debe utilizar una tinta muy negra, y una pluma muy grande, con un plumín muy romo. ¡Y fíjese usted bien, Miss Psyche Zenobia! continuó, después de una pausa, con gran energía y solemnidad. ¡Fíjese usted muy bien! ¡Esa pluma jamás-debe-ser-arreglada! Ahí, madame, está el secreto, el alma de la intensidad. Yo me atrevo a decir que ni un solo individuo, por muy genial que haya sido, ha escrito jamás con una buena pluma, entiéndame usted, un buen artículo. Puede usted partir del supuesto de que cuando un manuscrito se puede leer, no vale la pena leerlo. Este es el principio guía de nuestra fe, y si no está usted de acuerdo con él, habremos de dar por terminada nuestra entrevista.

Hizo una pausa. Pero como yo, por supuesto, no tenía ningún deseo de dar por terminada la entrevista, acepté aquella proposición tan evidente, que era además una verdad de la que había sido consciente desde siempre. El pareció satisfecho y siguió con su perorata.

Puede parecer pedante por mi parte, Miss Psyche Zenobia, el recomendarle un artículo, o una serie de artículos a guisa de modelo o materia de estudio, y aun así, no obstante, tal vez fuera lo mejor que le señalara unos cuantos casos. Veamos. Estaba el "muerto viviente", ¡algo fantástico! Era el relato de las sensaciones de un caballero que había sido enterrado antes de que la vida hubiera abandonado su cuerpo... Estaba repleta de buen gusto, terror, sentimiento, metafísica y erudición. Hubiera uno jurado que su autor había nacido y había sido criado en el interior de un ataúd. También tuvimos las "Confesiones de un comedor de Opio". ¡Espléndido, realmente espléndido! Una imaginación gloriosa, filosofía profunda, agudas especulaciones, abundancia de fuego y de furia, todo bien sazonado con toques de lo ininteligible. Aquello era una cháchara de la buena y la gente se la tragó

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encantada. Tenían la impresión de que Coleridge era el autor, pero no era así. Fue creado por mi babuino preferido, Juniper, con la ayuda de una jarra de Hollands con agua, "caliente y sin azúcar". (Esto me hubiera costado trabajo creerlo si me lo hubiera contado una persona que no fuera el señor Blackwood, que me aseguró que era cierto.) Estaba también "El Experimentalista Involuntario", que trataba de un caballero que fue asado en un horno, y salió vivo y en buen estado, si bien, desde luego, muy hecho. Estaba también "El Diario de un Doctor Extinto", cuyo mérito radicaba en la presencia de magníficos disparates y una indiscriminada utilización del griego, ambos muy del gusto del público. También estaba "El hombre de la campana", que, dicho sea de paso, Miss Zenobia, es una obra que no puedo dejar de recomendar a su atención. Es la historia de una persona joven, que se queda dormida bajo el badajo de la campana de una iglesia y es despertada por el sonar de la campana tocando a funeral. El sonido le vuelve loco, y, en consecuencia, saca su cuadernito y nos describe sus sensaciones. Después de todo, lo fundamental son las sensaciones, que supondrán para usted diez guineas la página.Si desea usted escribir con fuerza, Miss Zenobia, preste minuciosa atención a las sensaciones.

Eso mismo haré, Mr. Blackwood dije yo.

¡Magnífico! replico. Ya veo que es usted un discípulo de los que a mí me gustan. Pero debo ponerla au fait en conocimiento de los detalles necesarios para la composición de lo que podríamos llamar un genuino artículo de Blackwood con el sello de lo sensacional, del tipo que supongo que usted comprenderá que considero el ideal bajo cualquier circunstancia.

El primer requisito a cumplir es el meterse uno en una situación en la que nadie haya estado antes. El horno, por ejemplo... ese fue un verdadero éxito. Pero si no tiene usted a mano un horno, o una campana grande, y si no le resulta cómodo caerse desde un globo, o que se le trague la tierra en un terremoto, o quedarse atascada en una chimenea, tendrá que conformarse con imaginarse una situación semejante. Yo preferiría, no obstante, que viviera usted la experiencia en cuestión. Nada ayuda tanto a la imaginación como un conocimiento experimental del asunto a tratar. "La verdad es extraña", sabe usted, "más extraña que la ficción", aparte de ser mucho más apropiada.

Al llegar aquí le aseguré que tenía un magnífico par de ligas y que pensaba colgarme de ellas en la primera oportunidad.

¡Espléndido! replicó él, hágalo; aunque ahorcarse está ya algo visto. Tal vez pueda usted hacer algo mejor. Tómese una buena dosis de píldoras de Brandreth y después venga a explicarnos sus sensaciones. No obstante, mis instrucciones se aplican exactamente igual a cualquier caso de desgracia o accidente, y es perfectamente fácil que antes de llegar a su casa, le golpeen en la cabeza, la atropelle un autobús o le muerda un perro rabioso, o se ahogue en una alcantarilla. Pero continuemos con lo que íbamos diciendo.

Una vez decidido el tema, debe usted tomar en consideración el tono o estilo de su narración. Existe, por supuesto, el tono didáctico, el tono entusiasta, el tono natural, todos suficientemente conocidos. Pero también está el tono lacónico, o seco, que se ha puesto de moda últimamente. Consiste en escribir con frases cortas. Algo como esto: Nunca se es demasiado breve. Nunca, demasiado mordaz. Siempre, un punto. Jamás, un párrafo.

También está el tono elevado, difuso e interjectivo. Algunos de nuestros mejores novelistas son adictos a este estilo. Todas las palabras deben ser como un torbellino, como una peonza sonora, y sonar de forma muy parecida, lo que suple muy bien a la falta de significado. Este es el mejor estilo que se debe adoptar cuando el escritor tiene demasiada prisa para pensar.

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También es bueno el tono metafísico. Si conoce usted palabras ampulosas, ahora es el momento de utilizarlas. Hable de las escuelas Jónica y Eleática, de Architas, Gorgias y Alcmaeon. Diga algo acerca de lo subjetivo y de lo objetivo. Insulte, por supuesto, a un hombre llamado Locke. Desdeñe usted todo en general, y si algún día se le escapa algo un poco demasiado absurdo, no tiene porque tomarse la molestia de borrarlo, añada simplemente una nota a pie de página, diciendo que está usted en deuda por la profunda observación citada arriba con la "Kritik der reinem Vernunf", o con "Metaphysische Anfangsgründe der Naturwissenschaft". Esto le hará parecer erudita y... y... sincera.

Hay varios otros tonos igualmente célebres, pero mencionaré tan sólo dos más, el tono trascendental y el tono heterogéneo. En el primero, todo consiste en ver la naturaleza de las cosas con mucha más profundidad que ninguna otra persona. Esta especie de don del tercer ojo resulta muy eficaz cuando se aborda adecuadamente. Leer un poco el Dial le ayudará a usted mucho. Evite usted en este caso las palabras altisonantes. Utilícelas lo más pequeñas posibles y escríbalas al revés. Ojee los poemas de Channing y cite lo que se dice acerca de un "pequeño hombrecillo gordo con una engañosa demostración de Can". Introduzca algo acerca de la Unidad Suprema. No diga ni una sola palabra acerca de la Dualidad Infernal. Sobre todo, trabaje con insinuaciones. Insinúelo todo, no afirme nada. Si tuviera usted el deseo de escribir "pan y mantequilla" no se le ocurra hacerlo de una forma directa. Puede usted decir todo lo que se aproxime al "pan y mantequilla". Puede hacer insinuaciones acerca del pastel de trigo negro, e incluso puede usted llegar a hacer insinuaciones acerca del "porridge", pero si lo que quiere usted decir de verdad es pan y mantequilla, sea usted prudente, mi querida Miss Psyche y bajo ningún concepto se le ocurra a usted decir "pan y mantequilla".

Le aseguré que jamás lo haría en toda mi vida. Me besó y continuó hablando:

En cuanto al tono heterogéneo, no es más que una juiciosa mezcla, a partes iguales, de todos los demás tonos del mundo, y consiste, por lo tanto, en una mezcla de todo lo profundo, extraño, grandioso, picante, pertinente y bonito.

Supongamos entonces que usted ya ha decidido el tema y el tono a utilizar. La parte más importante, de hecho, el alma de la cuestión, está aún por hacerse. Me refiero al relleno. No es lógico suponer que una Dama, ni tampoco un caballero, si a eso vamos, haya llevado la vida de un ratón de biblioteca. Y, no obstante y por encima de todo, es necesario que el artículo tenga un aire de erudición, o al menos pueda ofrecer pruebas de que su autor ha leído mucho. Ahora le explicaré cómo hay que hacer para lograr ese aire. ¡Fíjese! dijo, sacando tres o cuatro volúmenes de aspecto ordinario y abriéndolos al azar. Echando un vistazo a casi cualquier libro del mundo, podrá usted percibir de inmediato la existencia de pequeñas muestras de cultura o de belespritismo, que son precisamente lo que hace falta para sazonar adecuadamente un artículo modelo Blackwood. Podría usted ir apuntando unos cuantos, según se los voy leyendo. Voy a hacer dos divisiones: en primer lugar, Hechos Picantes para la Elaboración de Símiles, y, en segundo lugar, Expresiones Picantes para Ser Introducidas Cuando la Ocasión lo Requiera. ¡Ahora escriba!

Y yo escribí lo que él dictaba.

HECHOS PICANTES PARA HACER SÍMILES. "Originalmente, no había más que tres musas, Melete, Mneme, Aoede: meditación, memoria y canto", Puede usted sacar mucho partido de ese pequeño hecho si lo utiliza adecuadamente. Debe saber que no es un hecho demasiado conocido y parece recherché. Debe usted poner mucha atención en ofrecer el dato con un aire de total improvisación.

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Otra cosa. "El río Alpheus pasaba por debajo del mar y resurgía sin que hubiera sufrido merma la pureza de sus aguas." Un tanto manido, sin duda, pero si se adorna y se presenta adecuadamente, parecerá más fresco que nunca.

Aquí hay algo mejor. "El Iris Persa parece poseer para algunas personas un aroma muy fuerte y exquisito, mientras que para otras resulta totalmente carente de olor." Esto es espléndido y... ¡muy delicado! Se altera un poco y puede dar un resultado prodigioso. Vamos a buscar algo más en el terreno de la botánica. Nada da mejor resultado que eso, especialmente con la ayuda de un poco de latín. ¡Escriba!

"El Epidendrum Flos Aeris, de Java. Tiene una flor de extraordinaria belleza y sobrevive aun cuando ha sido arrancada. Los nativos la cuelgan del techo y disfrutan de su fragancia durante años." ¡Esto es magnífico! Con esto ya tenemos suficientes símiles. Procedamos ahora con las expresiones picantes.

EXPRESIONES PICANTES. "La Venerable novela China Ju-kiao-li." ¡Espléndido! Introduciendo estas pocas palabras con destreza, demostrará usted su íntimo conocimiento de la lengua y literaturas chinas. Con la ayuda de esto posiblemente pueda usted arreglárselas sin el árabe, el sánscrito o el chicka-saw. No obstante, no se puede uno pasar sin algo de español, latín y griego. Tendré que buscarle algún pequeño ejemplo de cada uno. Cualquier cosa es suficiente, ya que debe usted depender de su ingenio para hacer que encaje en su artículo. ¡Escriba!

"Aussi tendre que Zaire", tan tierno como Zaire; en francés. Alude a la frecuente repetición de la frase la tendre Zaire, en la tragedia francesa que lleva ese nombre. Adecuadamente introducida demostrará no sólo su conocimiento de esta lengua, sino también la amplitud de sus lecturas y de su ingenio. Puede usted decir, por ejemplo, que el pollo que estaba comiendo (escriba un artículo acerca de cómo estuvo a punto de asfixiarse por culpa de un hueso de pollo) no resultaba del todo aussi tendre Zaire. ¡Escriba!

Ven muerte tan escondida, Que no te sienta venir

Porque el placer de morir No me torne a dar la vida

Eso es español, de Miguel de Cervantes. Esto puede usted meterlo muy à propos, cuando esté usted en los últimos espasmos de la agonía por culpa del hueso de pollo. ¡Escriba!

"Il Pover' huomo che non se'n era accorto, Andava combattendo, e era morto"

Esto, como sin duda habrá notado, es italiano, de Ariosto. Significa que un gran héroe, en el ardor del combate, sin darse cuenta de que estaba muerto, seguía luchando, muerto como estaba. La aplicación de esto a su propio caso es evidente, ya que espero, Miss Psyche, que dejará usted pasar al menos una hora y media antes de morir ahogada por el hueso de pollo. ¡Escriba, por favor!

"Und sterb', isch doch, so sterb'ich denn Durch sie durch sie!"

Esto es alemán de Schiller. "Y si muero, al menos muero por ti... ¡por ti!" Aquí es evidente que se dirige usted a la causa de su desastre, el pollo. De hecho, ¿qué caballero (o si a eso vamos, qué dama) con sentido común no moriría, me gustaría saber, por un capón bien

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engordado de la raza Molucca, relleno de alcaparras y setas, y servido en una ensaladera con gelatina de naranja en mosaiques? ¡Escriba! (Los sirven preparados así en Tortoni's.) ¡Escriba, hágame el favor!

Aquí hay una bonita frase en latín, que además es rara (uno no puede ser demasiado recherché ni breve al hacer citas en latín, se está haciendo tan vulgar...): ignorantio elenchi. El ha cometido un ignorantio elenchi, es decir, ha comprendido las palabras de lo que ha dicho usted, pero no su contenido. El hombre es un tonto, ¿comprende? Algún pobre idiota al que usted se dirige mientras se ahoga con el hueso de pollo, y que, por lo tanto, no sabe de lo que estaba usted hablando. Tírele a la cara el ignorantio elenchi e instantáneamente le habrá usted aniquilado. Si osa replicar, puede usted hacerle una cita de Lucano (aquí está), que los discursos no son más que anemonae verborum, palabras anémona. La anémona, a pesar de sus brillantes colores, carece de olor. O si empieza a ponerse violento, puede caer sobre él con insomnia Jovis, el arrobamiento jupiteriano, una frase que Silius Itálicus (fíjese, aquí) aplica a las ideas pomposas y grandilocuentes. Esto, sin duda, le herirá en lo más vivo. No podrá hacer nada mejor que dejarse caer y morir. ¿Tendría usted la amabilidad de escribir?

En griego tenemos que buscar algo bonito, por ejemplo, algo de Demóstenes.

Anero jenwn cai paclin macesetai

Existe una traducción tolerablemente buena de esto en Hudibras,

"Porque aquel que huye puede volver a luchar. Lo que jamás podría hacer el que ha sido muerto."

En un artículo Blackwood, nada queda tan bien como el griego. ¡Observe tan sólo, Madame, el aspecto astuto de esa épsilon! ¡Esa "pi" debería, sin duda, ser obispo! ¿Puede haber alguien más listo que esa omicrón? ¡Fíjese en esa tau! En pocas palabras, no hay nada como el griego para un artículo de verdadera sensación. En el caso presente, la aplicación que puede usted hacer de esto es de lo más evidente. Lance usted la frase, junto con algún terrible juramento y a modo de ultimátum al villano cabezota e inútil, que fue incapaz de comprender lo que le estaba diciendo en relación con el hueso de pollo. El aceptará la insinuación y se irá, puede usted estar segura.

Estas fueron todas las instrucciones que el Sr. B. pudo darme acerca de aquel tema, pero, en mi opinión, eran más que suficiente. Al cabo de un tiempo, fui capaz de escribir un genuino artículo de Blackwood y decidí seguir haciéndolo a partir de entonces. Al despedirnos, el Sr. B. me propuso comprarme el artículo una vez que lo hubiera escrito, pero como no podía ofrecerme más que cincuenta guineas por hoja, decidí que sería mejor dárselo a nuestra sociedad antes que sacrificarlo por una suma tan escasa. A pesar de su tacañería, el caballero tuvo todo tipo de consideración conmigo en los demás aspectos y me trató de hecho con la mayor educación. Sus palabras de despedida se grabaron profundamente en mi corazón, y espero recordarlas siempre con gratitud.

Mi querida Miss Zenobia me dijo con los ojos inundados de lágrimas, ¿existe cualquier otra cosa que pueda yo hacer para favorecer el éxito de su laudable labor? ¡Déjeme reflexionar! Cabe dentro de lo posible que no pueda usted, en un cierto margen de tiempo, a... a... ahogarse, o... asfixiarse con un hueso de pollo, o... o... ahorcarse, o... ser mordida por un... ¡pero espere! Ahora que lo pienso, tenemos un par de espléndidos bulldogs en el patio, unos animales magníficos, se lo aseguro, salvajes y todo eso... de hecho, son justo lo que usted necesita. En cuestión de cinco minutos se la habrán comido entera, con todo y aurículas (aquí tiene usted mi reloj), y ¡piense usted tan sólo en las sensaciones! ¡Tom, Peter, aquí! Dick, maldito seas, deja salir a ésos pero como yo realmente tenía mucha prisa, y no podía perder ni

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un minuto más, tuve, muy para mi disgusto, que acelerar mi partida y, en consecuencia, me despedí inmediatamente, y de una manera algo más que brusca de lo que la cortesía recomienda en otras circunstancias.

Mi objetivo fundamental, una vez terminada mi visita al señor Blackwood, era el meterme en algún tipo de dificultad inmediatamente, siguiendo sus recomendaciones, y con ese propósito pasé la mayor parte del día vagando por Edimburgo, en busca de aventuras desesperadas, aventuras que fueran adecuadas a la intensidad de mis emociones, y que se adaptaran a las ambiciosas características del artículo que había decidido escribir. Durante esta excursión me acompañaba un sirviente negro, Pompey, y mi perrita faldera, "Diana", a la que había traído conmigo desde Filadelfia. No obstante, no fue hasta bien entrada la tarde cuando, por fin, tuve éxito en mi ardua empresa. Fue entonces cuando ocurrió un importante suceso, cuya sustancia y resultados son los referidos en el artículo de Blackwood que sigue.

MALAVENTURA

¿Qué es, buena señora, lo que os ha afligido así?

Comus.

Era una tarde tranquila y apacible cuando paseaba por la agradable ciudad de Edina8. La confusión y el bullicio de las calles era terrible. Los hombres hablaban. Las mujeres chillaban. Los niños tosían. Los cerdos silbaban. Los carros crujían. Los toros bramaban. Las vacas mugían. Los caballos relinchaban. Los gatos maullaban. Los perros bailaban. ¡Bailaban! ¿Será posible? ¡Bailaban! ¡Ay!, pensé, ¡mis días de baile ya pasaron! Así es siempre. ¡Qué cantidad de pálidos recuerdos se despertarán siempre en la mente del genio y la imaginación contemplativa!, especialmente de un genio condenado a lo imperecedero, lo eterno, lo continuo y, como se podría decir, la continua, sí, la continua y continuadam, amarga, acosadora, turbadora y, si se me permite la expresión, la muy turbadora influencia de lo sereno, lo divino, lo celestial, lo exaltante y elevado y purificante efecto de lo que puede ser llamado lo más envidiable, lo más verdaderamente envidiable, i no!, lo más benignamente bello, lo más deliciosamente etéreo y, como si lo fuera, la más linda (si se me permite tan enfática expresión) cosa (perdóneme, amable lector) del mundo, siempre me dejo llevar por mis sentimientos. Con tal estado de ánimo, repito, ¡qué cantidad de recuerdos se amontonan por una nadería! ¡Los perros bailaban! Yo, yo no podía. Ellos retozaban, yo lloraba. Ellos brincaban, yo gemía. !Conmovedoras circunstancias! que no pueden dejar de traer a la memoria del clásico lector ese exquisito pasaje sobre la perfección de las cosas, que se encuentra al comienzo del tercer volumen y esa admirable y venerable novela china, el Yo-Voy-Lenta9.

En mi solitaria caminata por la ciudad tuve dos humildes pero fieles compañeros. Diana, mi perra lanuda, i la más dulce de las criaturas! Tenía gran cantidad de pelo sobre su único ojo y una cinta azul elegantemente atada en su cuello. Diana no tenía más de cinco pulgadas de alto pero su cabeza era algo más grande que su cuerpo, y su cola, cortada muy al ras, le daba un aire de inocencia lastimada que al interesante animal le hacía ganar la simpatía

8 Poéticamente, Edimburgo. 9 "Jo-Go-Slow" en el original inglés.

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de todos. Y Pompeyo, ¡mi negro!, ¿dulce Pompeyo!, ¿cómo podría olvidarte? Yo me había

tomado del brazo de Pompeyo. El tenía tres pies de alto (quiero ser precisa) y como setenta años, o quizás ochenta. Tenía las piernas combadas y era corpulento. Su boca no podría decirse pequeña, ni sus orejas cortas. Sus dientes, sin embargo, eran como perlas y el blanco de sus grandes ojos era delicioso. La naturaleza lo había privado de cuello y había puesto sus tobillos (como es usual en esa raza) en el medio de la parte superior de sus pies. Estaba vestido con impactante simplicidad. Sus únicas vestimentas eran una faja de nueve pulgadas de alto y un gabán casi nuevo que había pertenecido al alto, esbelto e ilustre doctor Moneypenny. Era un buen gabán. Estaba bien cortado. Bien hecho. El gabán era casi nuevo. Pompeyo lo sostenía con ambas manos para que no se ensuciara.

Había tres personas en nuestro grupo y dos de ellas ya han sido objeto de nota. Había una tercera y esa persona era yo misma. Yo soy la Signora Psyche Zenobia. No soy Suky Snobbs. Mi apariencia es imponente. En la memorable ocasión de la que hablo estaba vestida con un atuendo de satén carmesí y un mantelet árabe azul-cielo. El vestido estaba guarnecido de agraffas verdes y siete gráciles velos de aurícula naranjas. Así era la tercera del grupo. Estaba la perra de lana. Estaba Pompeyo. Estaba yo misma. Éramos tres. Del mismo modo que originalmente las Furias no eran sino tres: Meltia, Nimia y Hetia, la Meditación, la Memoria y el Violín.

Apoyándome en el brazo del galante Pompeyo y seguida por Diana a respetable distancia, seguí bajando por una de las populosas y agradables calles de la ahora desierta Edina. De pronto, apareció ante mis ojos una gran iglesia, una catedral gótica, venerable y con un alto campanario erguido hacia el cielo. ¿Qué locura me poseía ahora? ¿Por qué me apresuraba hacia mi destino? Estaba poseída por el incontrolable deseo de subir el empinado pináculo y desde ahí vislumbrar la inmensa extensión de la ciudad. La puerta de la catedral se mantenía invitadoramente abierta. Mi destino prevaleció. Entré por la ominosa arcada. ¿Dónde estaba entonces mi ángel guardián?, si es que tales ángeles existían. ¡Sí! ¡Perturbador monosílabo!, ¡qué mundo de misterio y significado y duda e incertidumbre envolvían esas solas dos letras! ¡Entré por la ominosa arcada! Entré y, sin dañar mis aurículas color naranja, pasé debajo del portal y emergí en el vestíbulo. Así como pasaba el inmenso río Alfred, ileso y sin mojarse, debajo del mar.

Pensé que la escalera no iba a terminar nunca. ¡Girando! Sí, girando y arriba, girando y arriba, girando y arriba hasta que no pude evitar sospechar, junto al sagaz Pompeyo en cuyo brazo descansaba con la confianza de un afecto temprano, no pude evitar sospechar que el extremo superior de la continua escalera de caracol había sido accidentalmente, o quizá premeditadamente, quitado. Hice una pausa para recobrar el aliento y, entre tanto, ocurrió un accidente de una naturaleza tal, tanto desde un punto de vista moral como metafísico, que no puedo dejar pasar. Me pareció, tenía por cierto bastante confianza en el hecho, no podía estar equivocada, ¡no!, había, por momentos, observado cuidadosa y ansiosamente los movimientos de mi Diana, dije que no podía estar equivocada, ¡Diana olió una rata! De inmediato llamé la atención de Pompeyo sobre el tema y él... él estuvo de acuerdo conmigo. No podía haber entonces duda razonable por más tiempo. La rata había sido olida, y por Diana. ¡Cielos! ¿Lle-garé a olvidar la intensa excitación del momento? ¡La rata!, estaba ahí, es decir, estaba en algún lugar. Diana olió a la rata. Yo, yo no pude. Del mismo modo que el Isis Prusiano tiene, para algunas personas, un perfume dulce y poderoso, mientras que para otras es perfectamente inodoro.

La escalera había sido conquistada y ahora sólo quedaban tres o cuatro escalones interponiéndose entre nosotros y la cima. Ascendimos un poco más y ahora sólo quedaba un escalón. ¡Un escalón! ¡Un pequeño, pequeño escalón! De tan pequeño escalón en la gran escalera de la vida humana, ¡qué vasta cantidad de humana felicidad depende! Pensé en mí, luego en Pompeyo y luego en el misterioso e inexplicable destino que nos rodea. ¡Pensé en

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Pompeyo!, ¡pensé en el amor! Pensé en los muchos pasos10 equivocados que había dado y que aún daría. Resolví ser más precavida, más reservada. Abandoné el brazo de Pompeyo y, sin su asistencia, monté el escalón que faltaba y llegué a la cámara del campanario. Fui seguida in-mediatamente por mi perra, Pompeyo quedó solo más atrás. Permanecí de pie en el extremo de la escalera y lo alenté a subir. Alargó su mano hacia mí y, desafortunadamente, al hacerlo se vio obligado a abandonar el gabán que sostenía con firmeza. ¿Nunca cesarán los dioses su persecución? El gabán se cayó y, con uno de sus pies, Pompeyo se enreda con el largo faldón del abrigo. Tropieza y cae, esta consecuencia era inevitable. Cayó hacia adelante y, con su maldita cabeza, me dio de lleno en... en el pecho, precipitándome hacia adelante, junto a él, sobre el duro, sucio y detestable piso del campanario. Pero mi venganza fue segura, inmediata y completa. Asiéndolo furiosamente de la lanuda cabellera con ambas manos, le arranqué una vasta cantidad de material negro, matoso y rizado y lo arrojé lejos de mí con todo un gesto de desdén. Cayó entre las sogas del campanario y ahí se quedó. Pompeyo se levantó y no dijo palabra. Pero me miró lastimeramente con sus grandes ojos y... suspiró. ¿Dioses, qué suspiro! Me penetró el corazón. Y el cabello... ¡la lana! Si pudiera haber alcanzado la lana la habría bañado con mis lágrimas en señal de arrepentimiento. Pero he ahí que ahora estaba fuera de mi alcance. Hamacándose entre el cordaje de la campana, imaginaba que estaba aún vivo. Imaginaba que se erguía con indignación. Como la felizdandy Flos Aeris de Java que da una bella flor que seguirá viva aun cuando se la arranca de raíz. Los nativos la suspenden del techo con un cordel y disfrutan de su fragancia durante años.

Nuestra disputa había acabado y buscamos una abertura que nos permitiese visualizar la ciudad de Edina. Ventanas no había. La única luz que se filtraba en la sombría cámara procedía de una abertura cuadrada, de cerca de un pie de diámetro a una altura de unos siete pies del piso. ¿Qué es lo que no puede hacer la energía del verdadero genio? Resolví trepar hasta ese agujero. Había, cerca y frente al agujero, una gran cantidad de ruedas, piñones y otra maquinaria de aspecto cabalístico; y a través de éste pasaba un bastón de hierro, parte de la maquinaria. Entre las ruedas y la pared donde estaba el agujero había apenas espacio para mi cuerpo y aunque era desesperante, estaba determinada a perseverar. Llamé a Pompeyo a mi lado.

- ¿Ves ese agujero, Pompeyo? Quisiera mirar por él. Te quedarás parado acá, justo debajo del agujero, así. Ahora, sostiene así una de tus manos y déjame poner un pie en ella. Ahora con la otra mano, Pompeyo, ayúdame a subir encima de tus hombros.

Hizo todo lo que le pedí y me encontré en cuanto estuve arriba con que podía fácilmente pasar mi cabeza y cuello por la abertura. La perspectiva era sublime. Nada podía ser más magnífico. Hice sólo una pausa para ordenarle a Diana que se comportase y le aseguré a Pompeyo que sería considerada y descansaría sobre sus hombros lo más ligeramente posible. Le dije que sería tierna con sus sentimientos, ossi tender que beefsteak. Habiéndole hecho justicia a mi fiel amigo me dediqué con viveza y entusiasmo al goce de la escena que gentilmente se desplegaba ante mis ojos.

Este tema, sin embargo, lo dejaré de lado. No describiré la ciudad de Edimburgo. Todos han estado en la ciudad de Edimburgo. Todos han estado en Edimburgo, la clásica Edina. Me limitaré a los detalles puntuales de mi lamentable aventura. Habiendo de algún modo satisfecho mi curiosidad respecto de la extensión, situación y apariencia general de la ciudad, tuve el deseo de ver la iglesia en la que estaba y la delicada arquitectura del campanario. Noté que la abertura por la que había asomado mi cabeza daba al disco de un gigantesco reloj y, desde la calle, debía de parecer como un gran ojo de cerradura tal como se ve en el frente de los relojes franceses. Sin duda debía de estar para permitir que el brazo de un operador ajuste, cuando es necesario, las agujas del reloj desde adentro. Observé también, con sorpresa, el inmenso tamaño de estas agujas, de las cuales la más larga no debería medir menos de diez pies y ocho o nueve pulgadas en su parte más ancha. Aparentemente estaban hechas de un

10 "Steps" en el original inglés, que significa tanto "escalón" como "paso".

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sólido acero y sus bordes parecían afilados. Habiendo tomado nota de estas particularidades, y de algunas otras, volví mis ojos hacia la gloriosa perspectiva de más abajo y me quedé absorta en la contemplación.

De ésta, después de algunos minutos, fui sacada por la voz de Pompeyo que me dijo que no podía seguir sosteniéndome por más tiempo y me pidió que tuviera la gentileza de bajar. Esto no era razonable y se lo dije con un discurso algo largo. Me contestó pero con una evidente falta de comprensión de mis ideas respecto del asunto. Empecé a enojarme en la mis-ma medida y le dije directamente que era un tonto, que había cometido una ignoramus electa, que sus nociones eran apenas insomnio de bueyes y sus palabras apenas mejores que un enema verborum. Con esto pareció quedar satisfecho y continué con mis contemplaciones.

Debe de haber sido como media hora después de este altercado que, estando profundamente absorta por el celestial escenario que se extendía debajo de mí, fui sobresaltada por algo muy frío que apretaba con gentil presión la parte trasera de mi cuello. No hace falta decir que me sentí inexpresablemente alarmada. Sabía que Pompeyo estaba a mis pies y que Diana, de acuerdo con mis expresas directivas, estaba sentada sobre sus cuartos traseros en el rincón más alejado de la habitación. ¿Qué podía ser? ¡Ay!, demasiado pronto lo descubrí. Haciendo suavemente mi cabeza a un lado, percibí, con el horror más extremo, que el gigantesco y centelleante minutero con aspecto de cimitarra había, en el curso de su giro horario, descendido sobre mi cuello. Supe que no había un segundo que perder. Me corrí hacia atrás... pero era demasiado tarde. No tuve ocasión de sacar la cabeza de la boca de esa terrible trampa en la que caí tan limpiamente y que se estrechaba cada vez más con una rapidez demasiado horrible como para ser concebida. La agonía de ese momento es algo que no puede ser imaginado. Extendí mis manos y apliqué toda mi fuerza en empujar hacia arriba la pesada barra de hierro. Podría mejor haber tratado de levantar en vilo a la catedral misma. Bajaba, bajaba y bajaba, cada vez y cada vez más cerca. Le pedí ayuda a Pompeyo a gritos pero me respondió que había herido sus sentimientos al llamarlo "ignorante electa". Le grité a Diana pero ella sólo respondió con un "guauguauguauguau" y que yo le había dicho que "por ningún motivo se alejara del rincón". Así no podía esperar ayuda alguna de parte de mis asociados.

Mientras tanto, la pesada y terrible Guadaña del Tiempo (pues ahora descubría la importancia literal de la clásica frase) no se había detenido ni se iba a detener. Bajaba y seguía bajando. Ya había enterrado su filoso borde una pulgada en mi carne y mis sensaciones se tornaban indistintas y confusas. En un momento me veía a mí misma en Filadelfia con el mundano doctor Moneypenny y al otro de vuelta en la oficina del señor Blackwood recibiendo sus invalorables instrucciones. Y luego de nuevo los dulces recuerdos de mejores y remotos tiempos y pensé en ese período feliz en que el mundo no era todo un desierto y Pompeyo no tan cruel.

El tictac de la maquinaria me divertía. Me divertía, digo, pues ahora mis sensaciones rozaban la perfecta felicidad y las circunstancias más triviales me aportaban placer. El eterno tictac, tictac, tictac del reloj era para mis oídos la música más melodiosa y, ocasionalmente, me recordaba los elegantes sermones del doctor Ollapod. Estaban también los grandes nú-meros de la esfera del reloj, i qué inteligentes, qué intelectuales parecían todos! Al momento empezaron a bailar una mazurka y me pareció que era el número V el que mayor satisfacción daba. Era, evidentemente, una dama bien educada. Nada de fanfarronería ni falta de delicadeza en sus movimientos. Hacía la pirueta admirablemente, girando alrededor de su eje. Hice el gesto de alcanzarle una silla pues vi que parecía fatigada de sus ejercicios y no fue hasta entonces que percibí mi lamentable situación. !Lamentable, por cierto! La hoja había penetrado dos pulgadas en mi cuello. Fui elevada a un grado de intenso dolor. Rogué por la muerte y, en la agonía del momento, no pude dejar de citar los exquisitos versos del poeta Miguel de Cervantes:

¡Vanny Buren, tan escondida

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Query no te senty venny

Pork and pleasure, delly morry

Nommy, torny, darry, widdy!

Pero ahora se presentaba un nuevo horror y uno que por cierto bastaba para soliviantar los nervios más templados. Mis ojos, por la cruel presión de la máquina, estaban saliéndose completamente de sus órbitas. Mientras pensaba en cómo podría arreglármelas sin ellos, uno saltó de mi cabeza y, rodando por la cornisa del campanario, cayó en la canaleta de desagüe que corría por los bordes del edificio principal. La pérdida de un ojo no era tanto como el insolente aire de independencia y contento con que me miraba después que estuvo fuera. Ahí estaba, en la canaleta, justo bajo mi nariz y los aires que se daba habrían sido ridículos si no fueran desagradables. Tales guiños y parpadeos nunca antes habían sido vistos. Ese comportamiento de parte de mi ojo en la canaleta no era sólo irritante teniendo en cuenta su manifiesta insolencia y vergonzosa ingratitud, sino también excesivamente inconveniente en vistas de la simpatía que siempre existe entre los dos ojos de la misma cabeza, no importa cuán alejados estén. Fui forzada, en cierto modo, a guiñar y parpadear, quiera o no, en coordinación exacta con esa cosa depravada que yacía bajo mi nariz. Fui en el acto liberada, sin embargo, por la caída del otro ojo. Al caer tomó la misma dirección que su compañero (quizá se complotaron previamente). Ambos rodaron juntos por la canaleta y la verdad es que me sentí muy contenta de librarme de ellos.

La barra estaba ahora cuatro pulgadas y media incrustada en mi cuello y sólo quedaba un pequeño trozo de piel por cortar. Mis sensaciones eran de completa felicidad porque sentí que, como mucho, en unos pocos minutos, quedaría liberada de mi desagradable situación. A la espera de eso no me hallaba del todo decepcionada. A las cinco y veinticinco minutos de la tarde, precisamente, el enorme minutero había avanzado lo suficiente en su terrible revolución como para cortar lo poco que quedaba de mi cuello. No me lamenté de ver la cabeza que me ocasionó tantas molestias separada definitivamente de mi cuerpo. Primero rodó por la cornisa, luego por la canaleta durante unos pocos segundos precipitándose entonces en medio de la calle.

Debo confesar con candidez que mis sentimientos eran ahora del más singular... no, del más misterioso, perplejo e incomprensible carácter. Mis sentidos estaban acá y allá al mismo tiempo. Con mi cabeza imaginaba, al mismo tiempo, que yo, la cabeza, era la verdadera Signora Psyche Zenobia, al instante siguiente estaba convencida de que yo, el cuerpo, era la propia identidad. Para esclarecer mis ideas sobre este tema saqué de mi bolsillo la caja de rapé pero, al querer aplicar un puñado de su gratificante contenido de la forma normal, me percaté inmediatamente de mi peculiar deficiencia y, al momento, arrojé la caja hacia abajo, a mi cabeza. Tomó el puñado con gran satisfacción y me devolvió una sonrisa de reconocimiento. Momentos después empezó a hablarme pero como no tenía oídos la oí muy mal. Alcancé, sin embargo, a entender lo suficiente como para darme cuenta de que la cabeza estaba muy extrañada de que yo quisiera seguir viviendo bajo estas circunstancias. En su frase final mencionó los nobles versos de Ariosto:

Il pover hommy che non sera corty

Andaba combattendo y erry morty

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comparándome así con el héroe que, en el calor del combate, no se daba cuenta de que

ya estaba muerto y seguía combatiendo con interminable valor. Ya no había nada que me impidiese bajar del sitio al que había subido y así lo hice. Nunca pude saber qué vio Pompeyo de particular en mi aspecto. Abrió la boca de oreja a oreja y cerró los ojos como si quisiese romper nueces con los párpados. Al fin, tirando su gabán, saltó hacia la escalera y desapareció. Grité al villano aquellas vehementes palabras de Demóstenes:

Andrew O'Phlegethon,

qué pálido estás

y torné hacia la amada de mi corazón, la del único ojo, la lanuda Diana. ¡Ay!, qué

horrible espectáculo me esperaba. ¿Había visto en verdad una rata que volvía a su cueva? Y esos huesos, ¿eran los del desdichado angelito que había sido cruelmente devorado por el monstruo? ¡Dioses!, ¡qué estoy mirando! ¿Ésa es el alma, la sombra, el fantasma de mi amada perrita, lo que veo allí sentado en el rincón con pesarosa gracia? ¡Escuchad al que habla y, cielos... en el alemán de Schiller!:

Unt stubby duk, so stubby dun Duk she! Duk she!

¡Ah, cuán ciertas resultaron sus palabras! Y si he muerto, al menos he muerto Por ti... por ti

¡Dulce pequeña! ¡Ella también se sacrificó por mí! Sin perra, sin negro, sin cabeza, ¿qué queda ahora de la infeliz Signora Psyche Zenobia? ¡Ay, nada! He terminado.

MISTIFICACIÓN

¡Demonios! Si éstos son tus "pasos" y tus "montantes", no quiero saber nada de ellos.

Ned Knowles.

El barón Ritzner Von Jung pertenecía a una aristocrática familia húngara, cuyos miembros (al menos hasta donde se puede comprobar con documentos antiguos y fidedignos) se habían destacado por esa suerte de grotesquerie de la imaginación, de la cual Tieck, uno de los descendientes, ha constituido un ejemplo, aunque no el más vívido. Mi relación con Ritzner comenzó en el magnífico castillo de los Jung, adonde me llevó una serie de extrañas aventuras que no quiero dar a publicidad, en los meses estivales del año 18... Fue allí donde me hice acreedor a su aprecio y donde, con algo más de dificultad, adquirí un conocimiento parcial sobre la conformación de su mente. Con posterioridad, ese conocimiento se hizo más estrecho, a medida que se profundizaba la amistad que le dio origen. Y cuando volvimos a

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encontrarnos en G...n luego de tres años de separación, sabía todo lo que necesitaba saber sobre la personalidad del barón Ritzner Von Jung.

Recuerdo los comentarios de curiosidad que su llegada despertó dentro del ámbito de la universidad la noche del veinticinco de junio. También recuerdo claramente que, si bien a primera vista todos lo calificaron de "el hombre más notable del mundo", nadie dio los fundamentos de su opinión. Tan innegable era que se trataba de un ser singular, que parecía una impertinencia preguntar en qué residía su singularidad. Pero dejando de lado este tema por el momento, me limitaré a observar que, desde el primer momento que puso un pie dentro del perímetro de la universidad, comenzó a ejercer sobre los hábitos, modales, personas, finanzas y preferencias de la comunidad entera una influencia tan amplia como despóti- ca, y al mismo tiempo tan indefinida como inexplicable. Así, el breve lapso de su residencia en la universidad conformó una era en sus anales, caracterizada por todas las personas que pertenecieron a ella como "la extraordinaria época de la dominación del barón Ritzner Von Jung".

A su llegada a G...n, Von Jung fue a buscarme a mis habitaciones. Tenía una edad indefinida. Con eso quiero decir que era imposible hacer el menor cálculo sobre sus años a juzgar por los datos de su aspecto físico. Bien podía ser que tuviera quince o cincuenta, y lo cierto es que tenía veintiún años y siete meses. No era de manera alguna un hombre apuesto, sino más bien lo contrario. El contorno de su cara era un tanto angular y severo. Tenía frente alta y muy hermosa, nariz chata y ojos grandes, vidriosos e inexpresivos. Con respecto a la boca había más para observar. Los labios eran levemente protuberantes, y solía llevarlos apretados de una manera tal que es imposible pensar en ninguna combinación de rasgos, ni siquiera la más compleja, que transmitiera de manera tan total y única la idea de gravedad, de solemnidad y reposo.

Por lo que ya he dicho, podrá advertirse sin duda que el barón era una de esas anomalías humanas que se encuentran de tanto en tanto, y que hacen de la ciencia del absurdo el estudio y la ocupación de su vida. El sesgo especial de su mente le confería dotes instintivas para esta ciencia, mientras que su aspecto físico le daba grandes facilidades para llevarla a cabo. Creo fervientemente que, durante esa afamada época a la que tan insólitamente se define como la dominación del barón Ritzner Von Jung, ningún alumno de G...n consiguió develar el misterio que ensombrecía su carácter. Tengo la convicción de que nadie de la universidad, salvo yo mismo, lo consideró nunca capaz de hacer una broma, fuese un simple chiste verbal o una broma pesada. Antes hubieran acusado al viejo bull-dog del jardín, al fantasma de Heráclito o a la peluca del profesor emérito de teología. Y esto, siendo que era evidente que los más egregios e imperdonables trucos, extravagancias y bufonadas eran realizadas, si no directamente por él, al menos por su intermedio o connivencia. La belleza, por así decirlo, de su arte mystifique residía en su gran habilidad (producto de un conocimiento casi instintivo de la naturaleza humana, y de un maravilloso aplomo) mediante la cual siempre daba a entender que las bromas que preparaba se producían pese a los esfuerzos que él hacía por impedir- las, y por preservar la dignidad y el orden de su universidad. La profunda, punzante y abrumadora mortificación que el fracaso de sus insignes esfuerzos dibujaba en todas sus facciones no dejaba la menor duda de su sinceridad en el ánimo hasta de sus compañeros más escépticos. No era menos digna de observación la astucia con que se ingeniaba para trasladar el sentido de lo grotesco del creador a lo creado, de su propia persona a los absurdos que originaba. Jamás, antes de este episodio, había visto yo que un bromista escapara a las naturales consecuencias de sus maniobras, es decir, que lo ridículo se traspasara a su propia persona. Envuelto de continuo en un clima de capricho, mi amigo parecía vivir sólo para las normas más estrictas de la sociedad; y ni siquiera las personas de su propia casa pensaron en asociar nunca el recuerdo del barón Ritzner Von Jung con otras ideas que las de rigidez y majestuosidad.

Durante la época de su estancia en G...n, daba la impresión de que el demonio del dolce

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far niente permanecía como un íncubo en la universidad. Al menos, no se hacía otra cosa que dedicarse a la comida, la bebida y el jolgorio. Los departamentos de los alumnos se habían convertido en igual número de tabernas, y ninguna de ellas era tan famosa ni tan concurrida como la del barón. Allí nuestras parrandas eran muchas, muy ruidosas y prolongadas, siempre llenas de incidentes.

En una oportunidad, habíamos prolongado la reunión casi hasta el alba, y se había bebido una desusada cantidad de alcohol. Los presentes eran siete u ocho, además del barón y yo. La mayoría eran muchachos de fortuna y de abolengo, orgullosos de su linaje e imbuidos de un exagerado sentido del honor. Abundaban en todos ellos las opiniones más ultragermánicas sobre el duelo. Estas ideas quijotescas habían recibido nuevos impulsos con ciertas publicaciones recientes aparecidas en París, así como por tres o cuatro lances con resultado fatal que habían ocurrido en G...n; por eso, durante casi toda la noche, la conversación giró, desenfrenada, alrededor del fascinante tema del momento. El barón, que durante la primera parte de la velada había estado insólitamente callado y abstraído, despertó por fin de su apatía, intervino en la conversación y se explayó sobre los beneficios -más especialmente sobre las bellezas- del código de etiqueta del lance caballeresco con tal ardor y elocuencia, con una vehemencia tan grande, que despertó el más cálido entusiasmo en sus oyentes y hasta en mí mismo, que sabía perfectamente bien que en el fondo él ridiculizaba las mismas cosas que en ese momento defendía, y más precisamente, y que sentía por toda la fanfaronade del duelo el desprecio que se merece.

Mirando alrededor en una de las pausas del discurso del barón (sobre el cual el lector podrá formarse una leve idea si digo que se asemejaba al estilo fervoroso, monótono y sin embargo musical del discurso sermonesco de Coleridge), noté en el rostro de uno de los presentes síntomas de algo más que un simple interés general. El caballero, a quien llamaré Hermann, era original en todo sentido, salvo quizás en el hecho de que era un reverendo tonto. Sin embargo, dentro de determinado grupo de la universidad se había hecho fama de profundo pensador metafísico, y de tener, creo, cierto talento para la lógica. Asimismo había adquirido gran renombre como duelista, incluso en G...n. No recuerdo exactamente el número de víctimas que cayeron a sus manos, pero eran muchas. Sin lugar a dudas, era un hombre valiente. Pero su mayor orgullo residía en su conocimiento íntimo de la etiqueta del duelo, y en el refinamiento de su sentido del honor. Estas cosas constituyeron una afición en él que llevó hasta la muerte. A Ritzner -que siempre andaba a la pesca de lo grotesco- esas peculia-ridades ya le habían ofrecido desde hacía tiempo pasto para las bromas. Eso yo no lo sabía. Sin embargo, en este caso en particular me di cuenta de que algo andaba tramando mi amigo, y que el destinatario era Hermann.

A medida que el barón procedía con su discurso -o mejor dicho, su monólogo-, noté que iba creciendo la excitación de Hermann. Por último éste tomó la palabra, objetó un punto sobre el cual Ritzner insistía y enumeró minuciosamente sus razones. El barón le respondió también en detalle, conservando su tono de entusiasmo exagerado, y terminando con un sarcasmo y una ironía que me parecieron de muy mal gusto. La afición de Hermann salió a la luz con todo su vigor, cosa que pude notar en el estudiado fárrago de su respuesta. Recuerdo claramente sus últimas palabras:

-Permítame que le diga, barón Von Jung, que sus opiniones, si bien en términos generales son correctas, en muchos aspectos constituyen un descrédito para usted y para la universidad a la que pertenece. Ciertos puntos ni siquiera merecen una refutación en serio. Más aún, me atrevería a agregar que, si no fuera por el temor a ofenderlo (aquí sonrió amablemente), diría que sus opiniones no son las que se pueden esperar de un caballero.

Cuando Hermann terminó esta equívoca frase, todos los ojos se posaron en el barón. Primero se puso pálido y luego muy colorado. Después dejó caer su pañuelo, y cuando se agachó para recogerlo pude vislumbrar en su cara una expresión que ninguno de los presentes alcanzó a verle. Era un rostro radiante, con la expresión burlona que constituía su carácter

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natural, pero que nunca le había visto adoptar salvo cuando estábamos a solas y él se permitía distenderse. Al instante se enderezó y enfrentó a Hermann; jamás había visto yo un cambio tan total de semblante en tan breve lapso. Por un momento hasta llegué a creer que me había equivocado, y que el barón obraba con seriedad. Daba la impresión de estar conteniéndose, y su rostro se había puesto de un blanco cadavérico. Se quedó un instante en silencio, al parecer tratando de dominar su emoción. Cuando por fin lo consiguió, tomó un botellón que tenía cerca, lo aferró con fuerza y dijo:

-El lenguaje que consideró apropiado usar para dirigirse a mí, Mynheer Hermann, es cuestionable en tantos aspectos, que no tengo tiempo ni deseos de especificárselos en detalle. Sin embargo, decir que mis opiniones no son las que pueden esperarse de un caballero es tan ofensivo, que me deja margen para una sola línea de conducta. De todos modos debo ser cortés con estas personas y con usted mismo, que son mis invitados. Tendrá que perdonarme, pues, que me aparte un poco de lo que es la conducta habitual de los caballeros en similares casos de afrenta personal. Discúlpeme por el moderado esfuerzo de imaginación que le impondré; le ruego que por un instante considere el reflejo suyo en aquel espejo como si fuera Mynheer Hermann en persona. Cuando lo haya hecho, no habrá la menor dificultad. Arrojaré este botellón de vino a la imagen del espejo, y así llevaré a cabo en espíritu, aunque no al pie de la letra, lo que debería hacer ante su insulto, evitando así ejercer violencia física contra usted.

Dichas estas palabras, lanzó el botellón lleno de vino contra el espejo que había frente a Hermann; golpeó con gran precisión la parte que reflejaba su imagen, y como era de prever, hizo añicos el cristal. Todos los presentes se pusieron de pie y se marcharon, a excepción de Ritzner y de mí. En el momento en que Ritzner se retiraba, el barón me pidió en susurros que lo siguiera y que ofreciera mis servicios. Acepté hacerlo, sin saber muy bien qué pensar de tan ridículo asunto.

El duelista aceptó mi ayuda en su estilo acartonado y ultra recherché, y, tomándome del brazo, me condujo a sus habitaciones. Me costó mucho no reírmele en la cara cuando pasó a comentar, con gran seriedad, lo que describió como "el carácter refinadamente peculiar" de la ofensa recibida. Luego de una aburridora arenga en su estilo habitual, bajó de la biblioteca una cantidad de mohosos volúmenes sobre el tema del duello, y me entretuvo largo rato leyéndome trozos de su contenido y comentándolos con convicción. Recuerdo el título de algunas de las obras: la Ordenanza de Felipe el Hermoso sobre el combate personal, el Teatro del honor, de Favyn, y un tratado sobre La autorización para los duelos, de Andiguier. También exhibió con gran ostentación las Memorias de duelos, de Brantome, publicadas en Colonia en 1666, con letra de tipo Elzevir, un volumen único y preciado, impreso en papel de vitela, con anchos márgenes y encuadernado por Deróme. Pero, con un aire de misteriosa sagacidad, me hizo reparar en un grueso volumen en octavo, escrito en latín bárbaro por un tal Hedelin, un francés, que ostentaba el raro título Duelli Lex Scripta, et non; aliterque. De ahí me leyó uno de los capítulos más extraños relativo a las Injuria per applicationem, per constructionem, et per se, la mitad de lo cual, según me dijo, se aplicaba estrictamente a su caso "refinadamente peculiar", aunque juro que no pude entender ni una palabra de todo eso.

Al terminar el capítulo, cerró el libro y me preguntó qué consideraba yo que debía hacerse. Le respondí que confiaba plenamente en la gran delicadeza de sus sentimientos, y que aceptaría lo que él propusiera. Mi respuesta lo hizo sentir halagado, y se sentó a escribirle una nota al barón. Decía así:

Señor: Mi amigo, el señor P..., le entregará esta esquela. Me veo obligado a requerirle

cuanto antes una explicación de lo ocurrido esta noche en sus aposentos. En caso de que declinara este pedido, el señor P... tendrá el agrado de arreglar, con la persona que usted designe, los pasos previos a un encuentro.

Con el más profundo respeto, su humilde servidor,

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JOHAN HERMANN Al barón Ritzner Von Jung, 18 de agosto de 18... Al no saber qué otra cosa podía hacer, llevé a Ritzner esta epístola. Cuando se la entregué

hizo una inclinación, y con semblante serio, me indicó que tomara asiento. Luego de leer el texto, escribió la siguiente respuesta, que luego llevé a Hermann:

Señor: Por medio de nuestro común amigo, el señor P..., he recibido su mensaje de esta

noche. Luego de reflexionar, admito con franqueza lo adecuado de la explicación que usted sugiere. Habiéndolo reconocido, sigue resultándome sumamente difícil (debido al carácter refinadamente peculiar de nuestra desinteligencia, y de la afrenta personal que le infligí) expresar lo que tengo que decir para disculparme de modo de satisfacer las minuciosas exigencias y los variados matices de este caso. Sin embargo, confío plenamente en la suma delicadeza de discriminación, en temas vinculados con las normas de la etiqueta, por la cual se distingue usted desde hace tanto tiempo. Por lo tanto, con la certeza de ser comprendido, no expresaré mis propios sentimientos, sino que me remitiré a las opiniones de Sieur Hedelin, tal como las expone en el noveno párrafo del capítulo sobre Injuriae per applicationem, per constructionem, et per se, de su obra Duelli Lex Scripta, et non; aliterque. La sutileza de su discernimiento en todas las cuestiones allí tratadas bastarán, estoy seguro, para convencerlo de que la mera circunstancia de que yo lo remita a ese admirable capítulo debe satisfacer su pedido de explicaciones en tanto hombre de honor.

Con la expresión de mi más profundo respeto, su obediente servidor,

VON JUNG Al señor Johan Hermann, 18 de agosto de 18...

Hermann comenzó la lectura de la carta con expresión adusta, que lentamente fue transformándose en una sonrisa de la más ridícula vanidad cuando llegó al galimatías sobre las Injuria per applicationem, per constructionem, et per se. Al terminar de leer, me rogó con la más amable sonrisa que ,tomara asiento, mientras él se remitía al tratado en cuestión. Buscó la página indicada, leyó con sumo cuidado en voz baja, cerró el li- bro y luego me solicitó, en mi carácter de amigo íntimo del barón Von Jung, que lo elogiara por su conducta caballeresca, y le asegurara que la explicación ofrecida era de carácter tan honorable como satisfactorio.

Un tanto desconcertado por esto, regresé a los aposentos del barón, quien recibió la amistosa carta de Hermann como si tal cosa. Conversó conmigo unos instantes, se dirigió a una habitación interior y regresó luego trayendo el insigne tratado Duelli Lex Scripta, et non; aliterque. Entregándome el tomo, me pidió que leyera una parte de él. Eso hice, pero de nada me sirvió pues no pude comprender ni una palabra. Tomó entonces él el libro y me leyó un capítulo en voz alta. Cuál no sería mi sorpresa cuando me di cuenta de que lo que leía era el relato más absurdo y horrible de un duelo entre dos mandriles. Procedió luego a explicarme el misterio, mostrándome que el volumen, contrariamente a lo que parecía prima facie, estaba escrito siguiendo los versos disparatados de Du Bartas; es decir, las palabras habían sido ingeniosamente colocadas para que presentaran todos los signos exteriores de inteligibilidad, y hasta de profundidad, cuando de hecho no existía ni el más mínimo atisbo de sentido. La clave consistía en leer una palabra de cada tres, con lo cual aparecía una serie de ridículas bromas sobre un combate realizado en nuestros tiempos.

El barón más tarde me informó que se las había ingeniado para que Hermann conociera el

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tratado dos o tres semanas antes de la aventura, y que por el tono de su conversación se dio cuenta de que lo había estudiado con suma atención, y creía a pie juntillas que se trataba de una obra de desusado mérito. Basándose en este indicio procedió a actuar. Hermann habría muerto mil veces antes que reconocer su incapacidad para comprender cualquiera de los escritos que existen en este mundo sobre el tema del duelo.

SIN ALIENTO

Oh, no respires, etc. (Melodías, de Moore)

La desventura más notoria a la larga debe ceder ante el incansable coraje de la filosofía, así como la ciudad más pertinaz frente a la incesante vigilancia del enemigo. Salmanasar, como sabemos por las Escrituras, sitió Samaria durante tres años; pero ésta al fin cayó. Sardanápalo -véase a Diodoro- consiguió mantenerse siete años en Nínive, pero de nada le sirvió. Troya sucumbió al terminar el segundo lustro, y Azoth, según jura Aristeo por su honor de caballero, al final tuvo que abrir sus puertas a Psamético, después de haberlas tenido trancadas durante la quinta parte de un siglo.

- ¡Canalla! ¡Perra! ¡Arpía! -le dije a mi mujer al día siguiente de nuestra boda-. ¡Bruja! ¡Antro de iniquidad! ¡Horrenda quintaesencia de todo lo abominable, tú, tú...! -En puntas de pie, la aferré del cuello, apoyé la boca cerca de su oreja, y cuando me preparaba para lanzarle un nuevo y más enérgico epíteto de oprobio que, de ser dicho, la convencería plenamente de su insignificancia, comprobé con horror y asombro que había perdido el aliento.

Las frases como: "Me he quedado sin aliento" o "Me falta el aliento" son muy habituales en la conversación, pero nunca se me había ocurrido que el terrible accidente del que hablo pudiera suceder bona fide y de verdad. ¡Imagine el lector, si tiene afición por la fantasía, imagine, digo, mi asombro, mi consternación, mi desesperación!

Sin embargo, tengo un genio protector que nunca me ha abandonado del todo. En mis estados de ánimo más incontrolables siempre conservo cierto sentido de la propiedad, et le chemin des passions me conduit -como Lord Edouard dice en Julie que le ocurrió a él- á la philosophie véritable.

Aunque al principio no pude determinar hasta qué punto me había afectado el hecho, decidí de todos modos ocultárselo a mi mujer, hasta que una ulterior experiencia me hiciera saber la medida de tan insólita calamidad. Por lo tanto, modifiqué mi expresión -que en un instante dejó su apariencia hinchada y deforme y adquirió un tono de pícara y coqueta bondad-, le di a mi mujer una palmadita en una mejilla y un beso en la otra y, sin pronunciar palabra (i Furias, me era imposible!), la dejé azorada de mi rareza, al tiempo que me retiraba de la habitación realizando un pas de zéphyr.

Véame ahora el lector escondido en mi boudoir privado, terrible ejemplo de las lamentables consecuencias que produce la irascibilidad: vivo, pero con las características de un muerto; muerto, con las propensiones de los vivos; una anomalía sobre la faz de la Tierra; muy tranquilo, pero sin aliento.

¡Sí, sin aliento! No bromeo cuando digo que se me había ido enteramente el aliento. No podría haber movido ni una pluma con él aunque mi vida dependiera de ello, como tampoco podría haber empañado la delicadeza de un espejo. ¡Triste suerte! Sin embargo, hubo cierto alivio de ese primer aplastante paroxismo de dolor. Realicé unas pruebas y descubrí que la

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facultad de dicción -que creía totalmente perdida debido a mi incapacidad de continuar la conversación con mi mujer- en realidad estaba afectada sólo en parte. También descubrí que, si en aquella interesante crisis hubiera bajado la voz a un tono profundo y gutural, quizá podría haber seguido comunicándole mis sentimientos, pues veo que ese tono (el gutural) no depende del paso del aire sino de cierto movimiento espasmódico de los músculos de la garganta.

Me desplomé en una silla y permanecí un rato absorto en la meditación. Mis reflexiones, a decir verdad, no eran de tipo consolador. Mil fantasías vagas y lacrimógenas se apoderaron de mi alma, y hasta cruzó por mi mente la idea del suicidio; pero es un rasgo de la perversidad de la naturaleza humana el rechazar lo obvio y lo fácil y preferir lo remoto y equí-voco. Me estremecía de sólo pensar en el suicidio como la más espantosa de las atrocidades, mientras mi gato ronroneaba vigorosamente sobre la alfombra, y el perro de aguas jadeaba bajo la mesa, haciendo ambos ostentación de la capacidad de sus pulmones y burlándose de mi propia incapacidad pulmonar.

Angustiado por un tumulto de imprecisas esperanzas y temores, oí por fin los pasos de mi mujer que bajaba la escalera. Seguro ya de su ausencia, regresé con corazón palpitante al escenario de mi desastre.

Cerré con llave desde adentro y emprendí una búsqueda minuciosa. Era posible, pensé, que el objeto de mis desvelos estuviera escondido en algún rincón oscuro, o agazapado en algún armario o cajón. Quizá tuviera una forma vaporosa y hasta tangible. La mayoría de los filósofos siguen siendo muy poco filosóficos en muchos puntos de la filosofía. Sin embargo, en su obra Mandeville, William Godwin asegura que "las cosas invisibles constituyen las únicas realidades", y éste, sin duda, es un caso en cuestión. Pido al lector criterioso que se detenga antes de acusar indebidamente de absurdas tales afirmaciones. Se recordará que Anaxágoras sostenía que la nieve es negra, y desde este episodio me he convencido de que, en efecto, lo es.

Continué investigando con esmero, pero la deleznable recompensa de mi industria y perseverancia resultó ser apenas una dentadura postiza, un par de rellenos de caderas, un ojo y cierto número de billets-doux del señor Muchoaliento para mi mujer. Vale la pena que aclare aquí que esta confirmación de la parcialidad de mi mujer para con el señor Mucho-aliento no me preocupaba demasiado. El hecho de que la señora de Pocoaliento admirara a alguien tan diferente de mí era un mal natural y necesario. Es bien sabido que tengo una contextura robusta y corpulenta, pese a lo diminuto de mi estatura. No es de extrañar, entonces, que la extrema delgadez como de palo de mi conocido y su altura, que se ha vuelto proverbial, despertaran la debida admiración a los ojos de la señora de Pocoaliento. Pero volvamos al tema.

Como ya he dicho, mis esfuerzos resultaron infructuosos. Armario tras armario, cajón tras cajón, rincón tras rincón revisé inútilmente. Sin embargo, en determinado momento creí estar seguro de mi presa cuando, revisando una caja de tocador, accidentalmente volqué un frasco de Aceite de los Arcángeles, de Grandjean, el cual, en tanto perfume agradable, me tomo la libertad de recomendar.

Regresé apesadumbrado a mi boudoir, a meditar allí sobre algún método para eludir la sagacidad de mi esposa, hasta que pudiera organizar mi partida del país, decisión que ya tenía tomada. En un país extranjero, desconocido, tendría alguna probabilidad de ocultar mi desdichada calamidad, una calamidad que seguramente me privaría, más que la pobreza, del afecto de la multitud, y atraería sobre mi persona la bien merecida indignación de los virtuosos y los felices. No vacilé mucho tiempo. Como soy naturalmente rápido, me aprendí íntegramente de memoria la tragedia de Metamora. Tuve la buena suerte de recordar que en la acentuación de este drama, o por lo menos en las partes que se le asignan al héroe, los tonos de voz que a mí me faltaban eran totalmente innecesarios, pues en toda la obra prevalecía un tono de voz monótono y gutural.

Practiqué durante un tiempo en los bordes de un concurrido pantano, pero no recurrí a

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similares procedimientos de Demóstenes sino a un método de mi propia invención. Decidí luego hacerle creer a mi mujer que me había entrado una repentina pasión por el teatro. En esto tuve un éxito casi milagroso; a cada pregunta o sugerencia que me hacía le contestaba con el tono de voz más sepulcral y parecido al croar de las ranas, citando algún pasaje de la tragedia; pronto advertí con gran placer que esos pasajes podían aplicarse igualmente bien a cualquier tema. No debe suponerse, empero, que al recitar dichos pasajes yo dejara de mirar de soslayo, de mostrar los dientes, mover las rodillas, arrastrar los pies o hacer cualquiera de las incontables gracias que con toda razón se consideran características de los actores populares. Desde luego, hablaban de ponerme chaleco de fuerza, ¡pero gracias a Dios jamás sospecharon que me faltaba el aliento!

Habiendo puesto por fin en orden mis asuntos, una mañana muy temprano ocupé mi asiento en la diligencia que se dirigía a..., dando a entender a mis relaciones que debía ir a aquella ciudad a encargarme de importantes asuntos personales.

El carruaje iba colmado de pasajeros, pero a la débil luz del alba no podía distinguir las facciones de mis compañeros. Sin oponer la menor resistencia, dejé que me ubicaran entre dos caballeros de colosales dimensiones, mientras que un tercero, de tamaño aun mayor, pidió perdón por la libertad que iba a tomarse, y se tendió sobre mí cuan largo era, quedándose dormido en un instante, ahogando mis guturales pedidos de ayuda con un ronquido que habría hecho enrojecer de vergüenza a los bramidos del toro de Falaris. Felizmente, gracias al estado de mis facultades respiratorias, era imposible pensar en una eventual sofocación.

No obstante, cuando al aclarar el día nos aproximábamos a los alrededores de la ciudad, mi torturador se levantó y, acomodándose el cuello de la camisa, me agradeció amablemente mi cortesía. Al ver que yo permanecía inmóvil (ya que tenía todos los miembros dislocados y la cabeza torcida hacia un lado), comenzó a preocuparse, y despertando al resto de los pasajeros les comunicó, en tono muy decidido, que en su opinión durante la noche les habían adosado un muerto fingiendo que se trataba de otro pasajero, tras lo cual me asestó un golpe en el ojo derecho para demostrar la verdad de lo que sostenía.

En consecuencia, los demás pasajeros (que eran nueve) se sintieron obligados a tirarme de a uno de las orejas. Un médico joven me aplicó un espejo a la boca, y al comprobar que yo no tenía aliento, declaró que las afirmaciones de mi torturador eran ciertas. Todo el grupo expresó luego la decisión de no tolerar tales imposiciones en el futuro, y con respecto al presente, no seguir viaje junto con un cadáver.

Por tanto, cuando pasábamos frente al cartel de la taberna del Cuervo, me arrojaron del carruaje sin que yo sufriera otro accidente que la rotura de ambos brazos bajo la rueda izquierda trasera del vehículo. Debo agregar para hacer justicia al cochero, que no se olvidó de tirarme uno de mis baúles más voluminosos, el cual, lamentablemente, cayó sobre mi cabe-za, partiéndome el cráneo de manera tan interesante como extraordinaria.

El posadero del Cuervo, que es un hombre hospitalario, al comprobar que mi baúl contenía lo suficiente para indemnizarlo por alguna molestia que se tomara por mí, mandó a llamar a un médico conocido y me entregó a su cuidado con una cuenta y recibo por diez dólares.

El comprador me llevó a su casa y de inmediato se puso a trabajar. Sin embargo, luego de cortarme las orejas descubrió ciertos signos de vida. Mandó entonces a llamar a un boticario vecino para consultarlo con urgencia. Por si acaso se confirmaban sus sospechas respecto de mi existencia, me practicó una incisión en el abdomen y me extrajo varias vísceras para disecarlas privadamente.

El boticario era de la idea de que yo estaba muerto, idea que traté de refutar pateando y saltando con todas mis fuerzas, y haciendo las más violentas contorsiones, pues la operación del médico me había devuelto los sentidos. Sin embargo, todo se atribuyó a los efectos de una nueva batería galvánica con la cual el boticario, que era un hombre instruido, realizó varios extraños experimentos que no pude dejar de presenciar con interés debido a mi participación personal en ellos. Sin embargo, lo que me mortificaba era que, pese a que hice varios intentos

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de conversar, carecía de la facultad de hablar pues ni siquiera podía abrir la boca, y menos aún responder a ciertas teorías ingeniosas pero estrafalarias que en otras circunstancias mi profundo conocimiento de la patología hipocrática me habría permitido rebatir rápidamente.

Al no poder arribar a una conclusión, decidieron dejarme en paz para un futuro examen. Fui llevado a una buhardilla; y cuando la mujer del médico me hubo vestido con calzoncillos y medias, el propio médico me ató las manos, y me ató también las mandíbulas con un pañuelo. Luego cerró la puerta por fuera y se fue a cenar, dejándome en silencio, entregado a la meditación.

Pronto descubrí con placer que, si no hubiese tenido atada la boca con el pañuelo, podría haber hablado. Consolándome con esta reflexión, comencé a repetirme pasajes de la Omnipresencia de la Divinidad, como acostumbraba hacer antes de dormir, cuando de pronto dos gatos, de aspecto voraz y vituperioso, entraron por un agujero de la pared, dieron un salto á la Catalani, y cayeron uno frente al otro sobre mi cara, tras lo cual comenzaron una indecorosa disputa por la miserable recompensa de quedarse con mi nariz.

Pero, así como el haber perdido sus orejas sirvió para elevar al trono a Ciro, el Mago de Persia, y así como la mutilación de su nariz le dio a Zopiro posesión de Babilonia, del mismo modo la pérdida de unas onzas de mi rostro resultó ser la salvación de mi cuerpo. Muerto de dolor y ardiendo de indignación, hice saltar de un solo golpe las ataduras y el vendaje. Recorrí la habitación a grandes trancos, y lanzando una mirada de desprecio a los contrincantes, abrí la ventana, y ante su horror y desencanto, me arrojé con destreza por allí.

En ese momento, el ladrón W., a quien me parecía enormemente, era llevado desde la cárcel del pueblo al patíbulo erigido en los alrededores para su ejecución. Debido a su extremada debilidad, y al largo tiempo que llevaba enfermo, había obtenido el privilegio de ir desatado. Vestido con el atuendo de los condenados -muy parecido al mío- yacía cuan largo era en el fondo del cano del verdugo (cano que justo pasaba bajo la ventana del médico en el momento de mi caída) sin más custodia que el carrero, que iba dormido, y dos reclutas del sexto de infantería, que estaban ebrios.

Quiso la mala suerte que yo cayera parado sobre el vehículo. W., que era un tipo astuto, captó en el acto su oportunidad. Bajó del carro de un salto, se introdujo en una callejuela, y en un abrir y cerrar de ojos había desaparecido. Sobresaltados por el ruido, los reclutas no pudieron comprender qué había pasado, pero al ver un hombre igual al delincuente parado en el carro ante sus ojos, opinaron que el sinvergüenza (refiriéndose a W.) trataba de escapar (eso dijeron), y luego de comunicarse uno al otro esta opinión, bebieron sendos sorbos, y acto seguido me derribaron a culatazos con los mosquetes.

Poco después arribamos a destino. Desde luego, nada podía aducir yo en mi defensa. Era inevitable que me ahorcaran, a lo cual me resigné con una sensación entre tonta y mordaz. Tenía yo muy poco de cínico, pero todos los sentimientos de un perro. El verdugo, sin embargo, me ajustó el lazo al cuello. La trampa cayó.

Me abstengo de describir mis sensaciones en el cadalso, aunque indudablemente podría hablar con seguridad, y se trata de un tema sobre el que no se ha dicho nada correcto. De hecho, para escribir sobre este tema uno tendría que haber sido ahorcado. Todo autor debería limitarse a lo que conoce por experiencia. Así, Marco Antonio redactó un tratado sobre la borrachera.

Permítaseme mencionar, empero, que no morí. Mi cuerpo estaba suspendido, pero eso no podía suspender mi aliento; y si no fuera por el nudo bajo la oreja izquierda (que sentía como si fuera un corbatín militar) me atrevería a decir que no experimentaba grandes molestias. En cuanto al sacudón que recibió mi cuello al caer, simplemente sirvió para corregir la torcedura de la cabeza que me había causado el grueso caballero de la diligencia.

No obstante, tenía buenas razones para retribuir por sus molestias al gentío. Se comenta que mis convulsiones fueron extraordinarias; mis espasmos, difíciles de superar. El populacho pedía un bis. Varios caballeros se desmayaron; y una cantidad de damas fueron llevadas de vuelta a sus casas con ataques de histeria. Pinxit aprovechó la oportunidad para hacer unos

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retoques, partiendo de un bosquejo tomado en el lugar, a su admirable cuadro de Marsias desollado vivo.

Cuando hube proporcionado suficiente diversión, se consideró apropiado retirar mi cadáver del patíbulo, máxime porque entretanto se había hallado y apresado al verdadero culpable, hecho del que lamentablemente no llegué a enterarme.

Desde luego, hubo demostraciones de conmiseración por mí, y como nadie se presentó a reclamar el cadáver, se ordenó que fuera sepultado en una bóveda pública.

Allí fui depositado luego de un lapso conveniente. Luego de retirarse el sepulturero, quedé solo. Un verso del Malcontento, de Marston, me pareció en ese momento como una mentira palpable:

La muerte es una buena amiga y tiene su casa abierta... Sin embargo, arranqué la tapa de mi ataúd y salí. El lugar me pareció terriblemente

lóbrego y húmedo, y me sentí afectado por el ennui. Para divertirme, fui tanteando los diversos ataúdes que allí había acomodados. Los bajé uno por uno, y luego de abrirles la tapa, quedé absorto en meditaciones sobre la mortalidad que encerraban.

- Éste -monologué, tropezando con un cadáver hinchado y abotagado-, éste ha sido sin duda un infeliz en todo el sentido de la palabra, un hombre desdichado. Tuvo la mala suerte de desplazarse como un pato en vez de caminar, de andar por la vida como un elefante y no como un ser humano, como un rinoceronte y no como un hombre.

Sus intentos de avanzar resultaban infructuosos, y sus movimientos giratorios eran un fracaso total. Cuando daba un paso adelante, la mala suerte le hacía dar dos a la derecha y tres hacia la izquierda. Sus estudios se limitaron a la poesía de Cangrejus. Nunca tuvo idea de la maravilla que puede ser una pirouette. Para él, el pas de papillon era un concepto abstracto. Jamás ascendió a la cima de un cerro. Nunca contempló desde un campanario el esplendor de una metrópolis. El calor era su enemigo mortal. En la canícula, pasaba unos días de perro. Entonces soñaba con llamas y asfixia, con una montaña sobre otra, el monte Pelión sobre el Ossa.

Le faltaba el aliento; sí, en una palabra, le faltaba el aliento. Consideraba un disparate tocar instrumentos de viento. Fue el inventor de los abanicos automáticos, de las mangueras de viento y de los ventiladores. Protegió a Du Pont, el fabricante de fuelles, y murió miserablemente cuando intentaba fumar un cigarro. Su caso me despertaba un profundo interés pues me solidarizaba sinceramente con su suerte.

-Pero aquí -dije, retirando malignamente de su receptáculo un cuerpo alto, de aspecto peculiar, cuya notable apariencia me produjo una desagradable sensación de familiaridad-, aquí hay un canalla que no merece la menor conmiseración en esta tierra. -Y diciendo eso, para poder ver mejor al sujeto, lo agarré de la nariz apretándosela entre el dedo pulgar y el índice, obligándole a sentarse en el suelo, y así lo mantuve mientras continuaba mi soliloquio.

-Que no merece la menor conmiseración en esta tierra -repetí-. ¿A quién se le ocurriría compadecerse de una sombra? Además, ¿no tuvo acaso todas las dichas de los mortales? Fue el creador de los monumentos altos, de los pararrayos, de los álamos de Lombardía. Su tratado sobre Tinieblas y sombras lo inmortalizó. Corrigió con distinguida maestría la última edición de South habla sobre los huesos. Concurrió desde muy joven a la universidad y estudió la ciencia neumática. Luego de regresar a su casa, se dedicó a hablar y a tocar el corno francés. Protegía las gaitas. El capitán Barclay, que andaba en contra del tiempo, no quiso andar contra él. Sus escritores predilectos eran Ventarrón y Muchoaliento; su pintor preferido, Psss. Murió gloriosamente, mientras inhalaba gas; levique flatu corrupitur, como la fama

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pudicitiae en San Jerónimo11. Era indudablemente un... - ¿Cómo se le ocurre... cómo se le ocurre? -interrumpió, jadeante, el objeto de mi

animadversión, arrancándose con un esfuerzo desesperado el vendaje de las mandíbulas-. ¿Cómo se le ocurre, señor Sinaliento, tener una crueldad tan infernal como para apretarme de ese modo la nariz? ¿No vio que me ataron la boca? ¡Y tiene que saber, si es que sabe algo, que debo exhalar una enorme cantidad de aliento superfluo! Si no lo sabe, siéntese y verá. En mi situación, es un gran alivio poder abrir la boca, explayarme, comunicarme con una persona como usted, que no es de los que interrumpen a cada instante el hilo del discurso de un caballero. Las interrupciones son fastidiosas y sin duda deberían ser abolidas, ¿no le parece? No conteste, se lo pido. Basta con que hable una sola persona por vez. Ya termino enseguida y puede empezar usted. ¿Cómo diablos llegó a este lugar, señor? ¡Ni una palabra, le imploro! Hace un tiempo que estoy aquí... ¿Terrible accidente! Se habrá enterado de él, supongo. ¡Una calamidad atroz! Cuando pasaba caminando bajo sus ventanas... hace un tiempo, más o menos en la época en que usted se interesó por el teatro... ¿Una cosa terrible! ¿Alguna vez oyó la expresión "contener el aliento"? i Cállese la boca, le digo! i Le aseguro que contuve el aliento de otra persona! Siempre me había sobrado con el mío... Ese día me encontré con Chismoso en la esquina... no me dejó decir ni una palabra... imposible calzar yo ni una sílaba... en consecuencia sufrí un ataque epiléptico... Chismoso se escapó... ¡Tontos de los demonios! Me tomaron por muerto y me trajeron aquí... i Los muy idiotas! He oído hasta la última palabra que dijo usted sobre mí. ¡Todo es mentira! ¡Algo horrible, espantoso, tremendo, incomprensible! Etcétera, etcétera, etcétera.

Imposible imaginar mi asombro ante tan inesperado discurso, y la alegría que me embargó cuando poco a poco fui convenciéndome de que el aliento tan afortunadamente apresado por el caballero (a quien pronto reconocí como mi vecino Muchoaliento) era, en realidad, la misma exhalación que yo había perdido en oportunidad de conversar con mi mujer. El tiempo, el lugar y la circunstancia lo confirmaban. Pero no solté de inmediato la nariz del señor Muchoaliento, al menos durante el largo rato en que el inventor de los álamos de Lombardía siguió ofreciéndome sus explicaciones.

En este sentido, demostraba yo la habitual prudencia que ha sido siempre mi rasgo dominante. Reflexioné que muchas dificultades había aún en la senda de mi salvación, y que sólo podría superar con gran esfuerzo de mi parte. Muchas personas, me dije, estiman los bienes que poseen -por inservibles o incómodos que sean- en proporción directa con los beneficios que obtendrían otros si los poseyeran, o ellos mismos si los abandonaran. ¿No podía ser ése el caso del señor Muchoaliento? Si me mostrara ansioso por ese aliento que tan dispuesto estaba a abandonar, ¿no quedaría muy propenso a sufrir las extorsiones de su avaricia? Hay sinvergüenzas en este mundo, recordé con un suspiro, que no tienen escrúpulos en aprovecharse del vecino de al lado; y además (estas palabras pertenecen a Epicteto), cuanto más ansiosa está una persona por librarse de la carga de sus calamidades, menos deseos tiene de aliviar la misma carga del prójimo.

Sobre reflexiones de esta índole, sin soltar aún la nariz del señor Muchoaliento, consideré apropiado basar la respuesta que le di:

- ¡Monstruo! -empecé, con un tono de profunda indignación-. ¡Monstruo e idiota de largo aliento! Tú, a quien los cielos han castigado por tus iniquidades confiriéndote una doble respiración, tú, digo, ¿osas dirigirte a mí con el lenguaje familiar de los viejos conocidos? Dices que miento, que me calle la boca. ¡Por supuesto! Qué gran conversación, por cierto, con un hombre que tiene un solo aliento. Y todo esto cuando está en mis manos la posibilidad de

11 Ternera res in feminis fama pudicitiae, et quasi flos pulcherrimus, cito ad levem marcescit, levique flatu corrupitur, maxime, etc. (Hieronymus ad Salviniam).

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aliviar la calamidad que tan merecidamente te aflige, eliminar las superfluidades de tu desafortunada respiración!

Al igual que Bruto, hice una pausa esperando una respuesta con la cual en el acto el señor Muchoaliento, como un tornado, me apabulló. Me ofreció protestas y disculpas de todo tipo. No había condiciones que él no estuviera dispuesto a acatar, y todas las aproveché yo para mi beneficio.

Acordados por fin los detalles preliminares, procedió a devolverme mi respiración. Luego de revisarla detenidamente, le entregué por ella un recibo.

Sé que muchos me recriminarán que hable de manera tan superficial sobre una transacción de tanta sutileza. Dirán que podría haber brindado detalles más precisos sobre un hecho que podría echar nueva luz -esto es muy cierto- sobre una rama sumamente interesante del conocimiento físico.

Lamento no poder responder a todo esto. La única respuesta que puedo dar es una simple insinuación. Había circunstancias -pero pensándolo bien, creo conveniente decir lo menos posible sobre un asunto tan delicado-, circunstancias, repito, muy delicadas, que al mismo tiempo involucran a un tercero cuyo ácido resentimiento no tengo el menor deseo de sufrir en este momento.

Poco después de esta necesaria operación escapamos de las mazmorras del sepulcro. La fuerza unida de nuestras voces resucitadas fue pronto oída. Tijeras, director de un diario republicano, aprovechó para volver a publicar un tratado sobre "la naturaleza y origen de los ruidos subterráneos". No tardó en aparecer en las columnas de un diario demócrata una respuesta-réplica-impugnación-justificación. La polémica sólo pudo zanjarse luego de que se abriera la bóveda, cuando la aparición del señor Muchoaliento y la mía demostró que ambas partes estaban decididamente equivocadas.

No puedo concluir estos detalles de algunos pasajes muy singulares de una vida sumamente memorable sin volver a llamar la atención del lector sobre los méritos de esa filosofía sin distinciones que constituye un seguro escudo contra los dardos de la calamidad que no se suelen ver, sentir ni comprender del todo. En el espíritu de esta sabiduría, los antiguos hebreos creían que las puertas del cielo se abrían inevitablemente para el pecador, o el santo, que, a voz en cuello y con una gran confianza, vociferaba la palabra "¡Amén!". En el espíritu de esta misma sabiduría, cuando una terrible plaga asoló Atenas y se agotaron todos los medios para derrotarla, Epiménides -según relata Laercio en su segundo libro sobre el filósofo-aconsejó que se erigiera un santuario "al Dios apropiado".

LYTTLETON BARRY

EL HOMBRE QUE SE GASTÓ

Relato de la reciente campaña contra los indios espantajos y los kickapoos

Pleurez, pleurez, mes yeux, et fondez vous en eau!

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La moitié de ma vie a mis l'autre au tombeau.12 Corneille.

No recuerdo en este momento cuándo ni dónde fue que conocí a ese hombre tan apuesto, el brigadier general honorario John A. B. C. Smith. Alguien me presentó a él, por supuesto, en alguna función pública, claro, realizada con algún motivo de gran importancia, sin duda, en un lugar o en otro, alguien, decía, cuyo nombre inexplicablemente he olvidado. Lo cierto es que esperé dicha presentación en tal estado de ansiedad que me impidió registrar una impresión precisa de tiempo o lugar. Soy de temperamento nervioso, se trata de un defecto de familia y no lo puedo evitar. La menor apariencia de misterio, cualquier cosa que no alcance a comprender del todo, me produce de inmediato un lamentable estado de agitación.

Había por así decirlo algo de notable -sí, de notable, aunque el término es muy débil para expresar todo lo que quiero dar a entender- en el aspecto del personaje en cuestión. Medía alrededor de un metro noventa, y su apariencia era imponente.

Emanaba de él un air distingué que daba a entender una esmerada educación y alcurnia. Sobre este tema -el de apariencia personal de Smith- siento una especie de satisfacción melancólica en ser detallista. Su pelo le habría hecho honor a un Bruto, pues tenía unas hermosas ondas y un brillo maravilloso. Era de un negro azabache, que también era el color -o mejor dicho, el no color- de sus patillas inimaginables. El lector ya habrá advertido que no puedo hablar de estas últimas sin entusiasmo, creo que no exagero si digo que eran el más bello par de patillas bajo el sol. Rodeaban, y a veces hasta cubrían, una boca incomparable, donde resplandecían los dientes más blancos y parejos que pueda concebirse. De esa boca, en cada ocasión apropiada, surgía una voz clara y melodiosa, de gran fuerza. Si hablamos de los ojos, Smith estaba, también, magníficamente dotado. Cada uno de ellos valía por un par de órganos oculares comunes. Sumamente grandes y luminosos, eran de un color castaño intenso, y a veces percibía en ellos esa dosis justa de oblicuidad que vuelve fecunda una mirada.

El torso del general era sin duda el mejor que yo hubiera visto jamás. Imposible encontrar alguna falla en sus maravillosas proporciones. Esta rara peculiaridad hacía resaltar unos hombros que hubieran hecho sonrojar de envidia al Apolo de mármol. Tengo debilidad por los hombros bellos, y puedo decir que nunca había visto otros tan perfectos. Los brazos estaban admirablemente moldeados, y los miembros inferiores no eran menos perfectos. Eran realmente el nec plus ultra de las piernas bellas. Todo conocedor de la materia reconocía que esas piernas eran atractivas. No eran ni demasiado carnosas ni demasiado magras... ni rudeza ni fragilidad. Imposible imaginar una curva más agraciada que la del os femoris, tenía además el suave abultamiento de la parte trasera de la fíbula que colabora con la conformación de una pantorrilla bien proporcionada. Ojalá mi amigo y talentoso escultor Chiponchipino hubiera podido aunque más no fuera contemplar las piernas del brigadier general honorario John A. B. C. Smith.

Sin embargo, aunque los hombres tan apuestos no abundan tanto como las razones o las zarzamoras, me costaba creer que eso tan notable que he mencionado -extraño je ne sais quoi que rodeaba a mi reciente conocido- se debiese a la excelencia de sus atributos físicos. Quizá podía deberse a su estilo, pero tampoco en esto puedo ser positivo. Había cierta severidad, por no decir dureza, en su porte, un grado de precisión mesu-rada, y si se me permite decirlo, rectangular, en todos sus movimientos, que en una

12 ¡Llorad, llorad ojos míos, y fundíos en agua! La mitad de mi vida ha llevado la otra a la tumba. [N. de la T.]

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persona de menor tamaño habría tenido un dejo de afectación o pomposidad, pero que en un caballero de sus dimensiones podía adjudicarse a cierta reserva, hauteur y, en resumidas cuentas, al loable sentido de lo adecuado a la dignidad de las colosales proporciones.

El amigo que tuvo la amabilidad de presentarme al general Smith me susurró al oído algunos comentarios sobre su persona. Se trataba de un hombre notable -muy notable-, de hecho uno de los más notables de esa época. También tenía un gran éxito entre las damas, principalmente por su gran reputación de hombre valiente.

- En ese sentido no tiene rival, es todo un temerario, sumamente audaz -dijo mi amigo, bajando la voz y llenándome de entusiasmo por lo misterioso de su tono-. Sí, sumamente audaz sin duda. Y eso lo demostró en la última y tremenda lucha de los pantanos, allá en el sur, contra los indios espantajos y kickapoos. [Aquí mi amigo abrió más los ojos.] ¡Cantidades de sangre y pólvora, loado sea Dios! ¡Prodigios de valor! Supongo que habrá oído hablar de él... Es el hombre que...

- ¿Cómo le va, amigo? ¿Cómo anda? i Me alegro mucho de verlo! -Interrumpió el mismo general tomando del brazo a mi compañero y haciendo una reverencia rígida pero profunda cuando le fui presentado. Me pareció en aquel momento (y aún lo pienso) que no había oído nunca una voz más clara y nítida, ni visto mejor dentadura que la suya. Sin embargo, confieso que en ese momento lamenté la interrupción pues, debido a los susurros e insinuaciones mencionados, se había despertado en mí un gran interés por el héroe de la campaña contra los espantajos y los kickapoos.

No obstante, la deliciosa y brillante conversación del brigadier general honorario John A. B. C. Smith pronto disipó este desagrado. Como mi amigo se marchó casi de inmediato, tuvimos un largo tête-à-tête, y el encuentro no sólo me dejó complacido sino que también me resultó muy instructivo. Jamás he oído a un hombre de un hablar tan fluido y tan bien informado como él. Con una digna modestia, sin embargo, evitó tocar el tema que más me atraía -es decir, las misteriosas circunstancias que rodearon la guerra contra los espantajos-, y por mi parte, una apropiada delicadeza me impidió hacer mención de dicho tema, aunque a decir verdad estuve sumamente tentado de hacerlo. También noté que el bizarro militar se inclinaba por las cuestiones de interés filosófico, y le complacía especialmente comentar el rápido avance de las invenciones mecánicas.

Por cierto, adondequiera que yo lo llevase, invariablemente volvía a este tema. - No hay nada comparable a esto -decía--. Somos un pueblo maravilloso y vivimos

en una era también maravillosa. ¡Paracaídas y trenes... trampas para individuos, y trampas de alambre y escopeta! Nuestros vapores surcan todos los mares, y el globo de Nassau está a punto de realizar viajes regulares entre Londres y Timboctú a sólo veinticinco libras el pasaje de ida y vuelta. ¿Quién puede calcular la enorme influencia sobre la vida social, sobre las artes, el comercio y la literatura que tendrán los grandes principios del electromagnetismo? ¡Y le aseguro que esto no es todo! El avance de las invenciones no tiene fin. Las más admirables... las más ingeniosas... Y permítame agregar, señor... señor... Thompson, creo... permítame agregar, digo, que los aparatos mecánicos más útiles, más ver-daderamente útiles, brotan cada día como hongos, si es que puedo expresarme de esta manera, o en sentido más figurado, como langostas, señor Thompson, sí, ja, ja, como langostas en torno de nosotros.

Mi apellido no es Thompson, pero de más está decir que me separé del general Smith con un mayor interés por su persona y una alta opinión de sus dotes para la conversación, además de un profundo sentido de los valiosos privilegios de que gozamos por el hecho de vivir en esta era de invenciones mecánicas. Sin embargo, mi curiosidad no había quedado del todo satisfecha, y de inmediato decidí realizar averiguaciones entre mis conocidos respecto del brigadier general honorario, en particular sobre los tremendos acontecimientos quorum pars magna fuit ocurridos durante la campaña contra los espantajos y

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los kickapoos.

La primera oportunidad que se me presentó -y que (horresco referens) no tuve el menor escrúpulo en aprovechar- sucedió en la iglesia del reverendo doctor Batidor de Parche donde, un domingo, llegado el momento del sermón, me encontraba no sólo sentado en uno de los bancos, sino al lado de la señorita Tabita T., una amiga mía muy meritoria y comunicativa. En ese momento me felicité, y con razón, por lo bien que se presentaban mis asuntos. Si había alguien que sabía algo sobre el propio brigadier general honorario, era la señorita Tabita T. Nos telegrafiamos unas señales, y acto seguido comenzamos, sotto voce, un animado tête-a-tête.

-¡Smith! -dijo ella en respuesta a mi ansiosa pregunta-. ¡Smith! ¿Se refiere usted al general A. B. C.? ¡Loado sea Dios! ¡Pensé que se habría enterado! ¡Ésta es una era de grandes inventos! ¡Qué episodio tan horrendo! Y esos kickapoos son unos sanguinarios! Luchó como héroe... prodigios de valor... fama inmortal. ¡Smith!... ¡brigadier general honorario John A. B. C.! Usted sabe que es el hombre que...

-¡El hombre -gritó en ese momento el doctor Batidor de Parche a voz de cuello, y dio un puñetazo que por poco derrumba el púlpito-, el hombre que ha nacido de mujer tiene una vida breve; apenas nace es cortado como una flor! -Me corrí hacia el extremo del banco, y por las encendidas miradas que me echaba el reverendo, me di cuenta de que la ira que casi resulta fatal para el púlpito provenía de los susurros entre la dama y yo. No había nada que hacerle; por lo tanto me sometí, y en medio del martirio de un silencio digno, escuché el resto de tan importante discurso.

A la noche siguiente llegué un tanto tarde al Teatro De La Farsa, donde seguramente podría satisfacer en el acto mi curiosidad con sólo entrar en el palco de esos exquisitos especímenes de afabilidad y omnisciencia, las señoritas Arabella y Miranda Sabedoras. El notable trágico Clímax representaba a Yago ante un público muy numeroso, y tuve cierta dificultad en hacerme entender, sobre todo porque nuestro palco colgaba práctica-mente sobre el escenario.

-¡Smith! -dijo Arbella cuando por fin comprendió lo que le preguntaba-. ¡Smith! ¿No será el general John A. B. C.?

-¿Smith? -preguntó Miranda, pensativa-. ¡Que Dios me ampare! ¿Alguna vez vio usted a un hombre de mejor porte?

-Nunca, pero por favor, dígame... -¿O una apreciación tan notable del efecto escénico? -¡Señorita! -¿O un sentido más excelso de las verdaderas bellezas de Shakespeare? ¡Tenga la bondad

de mirar esas piernas! -¡Que diablos! -exclamé, y volví a dirigirme a su hermana. -Smith -dijo ella-, ¿no será el general John A. B. C.? ¡Fue un episodio horrendo! ¿Verdad?

Y los espantajos, qué depravados... qué salvajes! Felizmente vivimos en una era de grandes inventos. ¡Smith! ¡Ah, sí! Un gran hombre. De una gran audacia... renombre inmortal... prodigios de valor. ¡Nunca supe de nadie igual! [Esto lo dijo a gritos]. ¡Dios libre y guarde! Es el hombre que...

-¡... ni la madrugada Ni todas las pócimas somníferas del mundo Te producirán jamás ese dulce sueño Que ayer tuviste! -me gritó Clímax en el oído, blandiendo el puño ante mi cara, de una forma que no pude ni quise tolerar. Me alejé de inmediato de las señoritas Sabedoras, fui detrás de las bambalinas y le propiné a ese sinvergüenza una paliza que supongo recordará hasta el día de su muerte.

En la soirée de la señora Kathleen O'Trump, una simpática viuda, me sentí seguro de que no habría de sufrir otra desilusión. Por consiguiente, no bien estuve sentado a la

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mesa de juego frente a mi bella anfitriona, planteé los interrogantes cuya respuesta se había convertido en un asunto fundamental para la tranquilidad de mi espíritu.

-¡Smith! ¿No se referirá al general John A. B. C.? Un episodio tremendo, ¿no? ¿Diamantes, dijo usted? ¡Ah, qué desgraciados los kickapoos! Por favor, señor Chismes, estamos jugando al whist... Sí, ésta es la era de las invenciones par excellence.

-¿Habla francés? Sí, todo un héroe... muy valiente... ¿No tiene corazones, señor Chismes? ¡No lo puedo creer! ¡Si es el hombre que...!

-¡Mann! ¿El capitán Mann? -gritó una voz femenina desde el extremo más apartado del salón-. ¿Habla usted sobre el capitán Mann y el duelo? ¡Ah, eso lo quiero escuchar! ¡Prosiga, por favor, señora O'Trump!

Y eso hizo la señora, se embarcó en un relato sobre un tal capitán Mann, a quien habían ahorcado o muerto de un disparo, o merecía haberlo sido. ¡Sí, por supuesto! Y como la señora seguía hablando, yo... me marché. Ya estaba visto que aquella noche no me enteraría de nada más respecto del brigadier general honorario John A. B. C. Smith.

Me consolé pensando que la racha de mala suerte no podía durar eternamente y decidí tratar con audacia de obtener información preguntándole a ese fascinante angelillo, la simpática señora Pirueta.

-¡Smith! ¿No se referirá usted al general John A. B. C.? Terrible ese asunto con los espantajos, ¿verdad? Qué seres tan espantosos los indios...

-¡Sáquese el dedo de la nariz! ¿No le da vergüenza? Un hombre muy valeroso, el pobre... Pero ésta es una era tan maravillosa, de grandes inventos... Ay, mi Dios, me quedo sin aliento... un hombre audaz... prodigios de valor... i Usted se enteró! No lo puedo creer.

-Tendré que sentarme y contarlo todo... ¡Smith!... Pero si es el que... -¡Man-fredo, le digo! -gritó en ese momento la señorita Medias Azules, cuando yo

llevaba a la señora Pirueta a un sillón-. ¿Alguien oyó alguna vez cosa semejante? ¡Es Man-fredo, y no Man-fred! Al decir eso, la señorita Medias Azules me hizo señas en un modo muy perentorio. Y yo, aunque no lo quisiera, tuve que alejarme de la señora Pirueta para terciar en un litigio relativo al título de cierto drama poético de Lord Byron. Y pese a que de inmediato aseguré que el verdadero título era Man-fredo, en absoluto Man-fred, cuando volví a buscar a la señora Pirueta no la encontré por ninguna parte. Entonces me marché de la casa sintiendo una gran animosidad contra toda la raza de personas parecidas a Medias Azules.

Las cosas se habían vuelto muy serias, por lo que resolví visitar cuando antes a mi amigo, el señor Theodore Sinivate, pues suponía que él podía darme alguna información precisa.

-¡Smith! -dijo, con su manera peculiar de arrastrar las sílabas-. ¡Smith! ¿Alude usted al general John A. B. C.? Ese episodio con los kickapoos fue lamentable, ¿no es cierto? ¡Una gran audacia! ¡Qué pena! ¡Una era de maravillosos inventos! ¡Prodigios de valor! A propósito, ¿oyó hablar del capitán Mann?

-¡Qué el capitán Mann se vaya al d...! -exclamé-. Continúe, por favor, con la historia. -¿Ejem! Bueno, es la la méme cho-o-se, como decimos en Francia. Smith, ¿eh? ¿Dice

usted el brigadier general John A. B. C.? [Aquí el señor Sinivate juzgó apropiado apoyar un dedo contra su nariz.] ¿No insinuará usted, sinceramente, que desconoce por completo ese episodio de Smith? ¿Se refiere usted a Smith, John A. B. C.? Válgame Dios, si es el hombre que...

- Señor Sinivate -le imploré-, ¿se trata del hombre de la máscara? -¡No-o-o! -respondió, poniendo cara de entendido-. Tampoco es el hombre de la luna. Consideré que esa respuesta era un claro insulto, por lo que en el acto me marché de

la casa indignado, con la firme decisión de llamar a mi amigo, el señor Sinivate, y pedirle una explicación de su conducta tan poco caballeresca y muy maleducada.

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Entre tanto, sin embargo, no quería prescindir de la información que deseaba. Todavía me quedaba un recurso. Recurriría a las fuentes mismas. Iría a visitar al propio general y le pediría, con palabras explícitas, una solución a ese abominable misterio. Allí al menos no habría posibilidad de error. Sería directo, positivo, perentorio, conciso como Tácito o Montesquieu.

Era temprano cuando llegué a casa del general, y éste se estaba vistiendo, pero como aduje que se trataba de un asunto urgente, un anciano negro me llevó de inmediato al dormitorio y se quedó allí por si su amo lo necesitaba. Al entrar en la habitación busqué con la vista a su ocupante, pero no lo localicé. Había un bulto grande, de aspecto singular, en el suelo, junto a mis pies, y como no me hallaba de muy buen humor, le di una patada para sacarlo del camino.

-¡Ejem, ejem! Qué educado, ¿no? -dijo el bulto, con la vocecita más fina y rara que he oído jamás, algo entre un chirrido y un silbido-. Muy poco cortés de su parte.

Lancé un grito de terror y huí en diagonal hasta el rincón más alejado de la habitación.

-¡Dios me ampare, mi estimado amigo! -volvió a silbar el bulto-, ¿qué... qué le pasa? Hasta creería que no me reconoce.

¿Qué podía decirle? Con paso tambaleante me desplomé en un sillón y me quedé con los ojos fijos y la boca abierta, esperando que se resolviera el misterio.

-Qué raro que no me conozca, ¿no? -pronunció al instante esa cosa indescriptible que, según advertí, se había puesto a efectuar en el piso ciertos movimientos semejantes a los de calzarse una media. Sin embargo, se veía una sola pierna. -Qué raro que no me reconozca. ¡ Pompeyo, alcánzame la pierna! -Pompeyo le entregó al bulto una pierna artificial de grandes dimensiones con la media ya puesta, que el bulto se atornilló en un instante. Luego se enderezó ante mis ojos.

"Y fue una batalla muy sangrienta -continuó diciendo la cosa, como en un monólogo-, pero uno no puede pelear contra los espantajos y los kickapoos y creer que va a salir sin un rasguño. Pompeyo, dame por favor ese brazo. Thomas [dirigiéndose a mí] es quien hace las mejores piernas ortopédicas, pero si alguna vez le hace falta un brazo, mi estimado amigo, permítame recomendarle a Bishop. -En ese momento, Pompeyo le ator-nilló un brazo.

"Fue una batalla terrible, como le decía. A ver, condenado, colócame los hombros y el pecho. Pettit fabrica los mejores hombros, pero si quiere un pecho, tiene que recurrir a Ducrow.

-¡Un pecho! -exclamé. - Pompeyo, ¿no vas a terminar nunca con la peluca? Duele mucho cuando a uno

le arrancan el cuero cabelludo, pero después de todo, luego se puede usar un peluquín tan bueno como éste, de De L'Orme.

¡Un peluquín! -¡A ver, negro, tráeme los dientes! Si quiere una buena dentadura, le conviene ir ya

mismo a Parmly. Cobra caro, pero el trabajo es excelente. Yo, por ejemplo, me tragué muchos dientes cuando un indio espantajo me golpeó con la culata de su rifle.

-¡Con la culata del rifle! ¡Lo golpeaba! ¡Mis ojos...! -Ah, casualmente... Pompeyo, trae el ojo y atorníllamelo. Esos kickapoos no son lerdos

para arrancarlos. Pero el doctor Williams es maravilloso; usted no se imagina lo bien que veo con los ojos de fábrica.

Comencé entonces a percibir con claridad que el objeto que tenía ante mí era nada menos que el brigadier general honorario John A. B. C. Smith. Las manipulaciones de Pompeyo, debo reconocer, habían cambiado notablemente el aspecto del hombre. La voz, sin embargo, me seguía intrigando, pero hasta ese aparente enigma se resolvió enseguida.

-¡Pompeyo, negro sinvergüenza! -chilló el general-. ¡Serías capaz de dejarme salir sin mi paladar!

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El negro se acercó a su amo murmurando una disculpa; le abrió la boca con el aire de persona entendida de un jockey, y con un movimiento diestro le acomodó en el interior un aparato de singular aspecto que no alcancé a distinguir. Sin embargo, el cambio operado en la expresión del general fue instantáneo y asombroso. Cuando volvió a hablar, su voz había recuperado la fuerza y el tono melodioso que yo le había notado cuando nos presentaron.

-¡Malditos sean esos vagabundos! -exclamó con una dicción tan clara que me sobresaltó-. ¡Malditos sean! No sólo me arruinaron el paladar, sino que se tomaron el trabajo de seccionarme siete octavos de lengua. Pero felizmente tenemos a Bonfanti en América si se necesitan artículos de esta clase. Se lo remiendo con confianza [al decir esto, el general hizo una inclinación de cabeza], y le aseguro que lo hago con gusto.

Agradecí lo mejor que pude su amabilidad y me marché en el acto, pues ya tenía un conocimiento cabal de la situación y comprendía perfectamente el misterio que durante tanto tiempo me había perturbado. Era evidente. Era un caso muy claro.

El brigadier general honorario John A. B. C. Smith era el hombre... era el hombre que se gastó.

LA ESTAFA

Considerada como una de las Ciencias Exactas

Hey, diddle, diddle

The cat and the fiddle.13

Desde el principio del mundo ha habido dos Jeremías. Uno escribió una jeremiada acerca de la usura, y se llamaba Jeremías Bentham. Fue muy admirado por el señor John Neal y fue un gran hombre a pequeña escala.

El otro dio nombre a la más importante de las Ciencias Exactas y fue gran- de a gran escala (y puedo afirmar que a la más grande de las escalas).

La estafa -o lo que el verbo estafar implica- es un término suficientemente bien entendido. Sin embargo, el hecho, el acto, la cosa que constituye la estafa es algo dificil de definir. Podemos llegar, no obstante, a una aceptable definición del asunto que nos ocupa definiendo no la cosa, la estafa en sí, sino al hombre como un animal que estafa. Si Platón hubiese atinado a esto se habría evitado la afrenta del pollo desplumado.

Se le preguntó a Platón, con mucha razón, por qué un pollo desplumado, que era claramente un "bípedo sin plumas", no era, según su propia definición, un hombre. Pero yo no seré importunado por preguntas similares. El hombre es un animal que estafa y no hay otro

13 Plin, plin, plin El gato y el violín. [N. del T.]

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animal que estafe excepto el hombre. Para contradecir esto deberá echarse mano de todo un gallinero de pollos pelados.

Lo que constituye la esencia, el meollo, el principio de la estafa es, de hecho, exclusivo de la clase de criatura que usa chaquetas y pantalones. El cuervo roba, el zorro engaña, la comadreja es ingeniosa y el hombre estafa. Estafar es su destino. "El hombre fue hecho para lamentarse", dice el poeta. Pero no es así: fue hecho para estafar. Esa es su meta, su objeto, su fin. Y es por esta razón que cuando un hombre ha sido estafado decimos que está "acabado".

La estafa, correctamente considerada, es un compuesto cuyos ingredientes son pequeñez, interés, perseverancia, ingenio, audacia, nonchalance, originalidad, impertinencia y burla.

Pequeñez: Tu estafador es pequeño. Opera a pequeña escala. Su negocio es la venta minorista en efectivo o con cheque al portador. Desde el momento en que es tentado por la gran especulación comercial pierde al momento sus rasgos distintivos y se vuelve lo que llamamos un "financista". Esta última palabra se condice en todo aspecto con la idea de la estafa excepto por lo que respecta a la magnitud. Un estafador puede ser visto como un banquero en potencia, y una "operación financiera", como una estafa en Brobdignag. Uno es a lo otro como Homero a "Flaccus", un mastodonte a un ratón o la cola de un cometa a la de un ratón.

Interés: Tu estafador está guiado por el interés en sí mismo. No estafa por el solo hecho de hacerlo. Tiene un objetivo a la vista -su bolsillo y el tuyo-. Siempre busca la mejor oportunidad. Cuida al número Uno. Tú eres el número Dos y debes cuidarte por ti mismo.

Perseverancia: Tu estafador persevera. No se desanima enseguida. Aunque la banca quiebre él no se preocupa por eso. Persigue su fin sin desviaciones y

Ut canis a corio nunquam absterrebitur uncto, así deja que lo suyo continúe. Ingenio: Tu estafador es ingenioso. Tiene una gran creatividad. Entiende de complots.

Inventa y reinventa. No es Alejandro pero puede ser Diógenes. Puede no ser un estafador pero será un hacedor de trampas para ratones o un pescador de truchas.

Audacia: Tu estafador es audaz. Es un hombre atrevido. Lleva la guerra al interior de Africa. Lo conquista todo por asalto. No temería las dagas de Frey Herren. Si hubiese sido un poco más prudente, Dick Turpin habría sido un gran estafador; Daniel O'Connell, si menos petulante; Carlos XII, con una o dos libras más de cerebro.

Nonchalance: Tu estafador es sereno. No se pone nervioso por nada. No tiene nervios. Nunca pierde la calma. Nunca se sale de quicio; de lo único que puedes sacarlo es de tu casa. Es frío como un pepino. Es calmo ("calmo como una sonrisa de Lady Sepultura"). Es adaptable como un viejo guante o las damiselas de la antigua Baiae.

Originalidad: Tu estafador es ingenioso, conscientemente o no. Sus pensamientos son suyos propios. Le daría vergüenza usar los de otros. Los trucos gastados le producen aversión. Estoy seguro de que devolvería un bolso si descubriera que lo obtuvo mediante una estafa poco original.

Impertinencia: Tu estafador es impertinente. Fanfarronea. Levanta los brazos. Pone las manos en los bolsillos del pantalón. Se ríe en tu cara. Te pisa los callos. Come tu cena, bebe tu vino, te pide dinero prestado, te tira de la nariz, patea a tu perro y besa a tu esposa.

Burla: Tu verdadero estafador hace la cuenta final con una risa burlona. Sólo él la ve. Se ríe cuando ha terminado el trabajo del día, cuando ha cumplido con sus labores, a la noche en su propio cuarto y sólo para su propia y privada diversión. Va a su casa. Cierra la puerta. Se quita la ropa. Apaga la vela. Se mete en la cama. Apoya la cabeza en la almohada. Después de todo esto, procede a reírse burlonamente. No es una hipótesis. Es un hecho. Lo pienso a priori, y una estafa no sería una estafa sin una risita burlona.

El origen de la estafa se remonta a la infancia de la Raza Humana. Probablemente el primer estafador fue Adán. En todo caso, podemos rastrear la ciencia hasta la Antigüedad. El

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hombre moderno, sin embargo, la ha llevado a una perfección nunca soñada por nuestros testarudos progenitores. Sin detenerme a hablar de los "viejos estafadores", me contentaré con un resumen de las "instancias más modernas".

Esta es una estafa muy buena. Un ama de casa que desea un sofá, por ejemplo, es vista entrar y salir de distintas mueblerías. Al final llega a una que ofrece una excelente variedad. Un individuo voluble y educado la aborda en la puerta y la invita a entrar. Ella encuentra un sofá de su gusto y, preguntando el precio, se sorprende agradablemente al oír una suma menor en un veinte por ciento, cuando menos, de lo que esperaba. Se apura a efectuar la compra, recibe una factura y un recibo y deja su domicilio pidiendo que el artículo le sea enviado a su casa lo más rápido posible

y se retira en medio de una profusión de inclinaciones del vendedor. Llega la noche pero no el sofá. Pasa un día y nada. Un sirviente es enviado a inquirir por la demora. Toda la transacción le es negada. Ningún sofá ha sido vendido, ningún dinero ha sido recibido excepto por el estafador que hizo, para la ocasión, el papel de vendedor.

Nuestras mueblerías suelen quedar completamente desatendidas y así se dan todas las facilidades para este tipo de truco. Los visitantes entran, miran muebles y se van sin haber sido vistos ni oídos. Si alguien quiere comprar o pedir el precio de algún artículo, hay una campanilla a mano y esto se considera más que suficiente.

Esta es otra estafa bastante respetable. Un individuo bien vestido entra en un negocio; hace una compra por valor de un dólar; encuentra, a su pesar, que ha dejado la billetera en el bolsillo de otra chaqueta y así se lo dice al vendedor:

- Señor mío, no importa, ¿tendrá la gentileza de enviarme el paquete a casa? Aunque..., espere, estoy casi seguro de que en casa no tengo billetes de menos de cinco dólares. No obstante, usted podrá enviar junto con el paquete cuatro dólares de cambio.

- Muy bien, señor -replica el vendedor que, para ese momento, ya se había hecho una elevada opinión de su cliente-. Conozco personas -se dice a sí mismo- que se habrían metido el paquete bajo el brazo y se habrían marchado con la promesa de volver a pagar el dólar por la tarde.

Es enviado un muchacho con el paquete y el cambio. A medio camino, y de forma bastante accidental, encuentra al comprador que exclama:

- iAh, ése es mi paquete por lo que veo! Pensé que llegarías a casa hace un rato. i Bien, sigue! Mi esposa, la señora Trotter, te dará los cinco dólares, le dejé instrucciones para ello. El vuelto me lo puedes dar a mí, necesitaré algo de cambio para la oficina postal. ¡Muy bien! Uno, dos, ¿es buena esta moneda?, tres, cuatro, ¡perfecto! Dile a la señora Trotter que me encontraste, ve tranquilo y no te distraigas por el camino.

El chico no se distrae en absoluto pero demora bastante en volver de su mandado pues no encuentra a ninguna mujer con el nombre de señora Trotter. Se consuela a sí mismo, sin embargo, diciéndose que no ha sido tan tonto como para dejar la mercancía sin el dinero y regresa al negocio con aire de satisfacción, aunque se sentirá herido e indignado cuando su patrón le pregunte qué ha hecho con el vuelto.

Una estafa muy simple es la siguiente: Una persona con aspecto de funcionario le presenta al capitán de un barco que está a punto de partir una factura de gastos inusualmente bajos. Contento de que haya resultado tan poco y presionado por los cientos de obligaciones que en ese momento lo apremian, paga la cuenta sin demora. En quince minutos le es remitida otra factura menos razonable por alguien que, sin duda, hace quedar al primer colector corno un estafador, y como una estafa la factura original.

Y también acá tenemos algo similar. Un vapor suelta amarras. Se avista un viajero, abrigo en mano, corriendo hacia el muelle, a toda velocidad. Hace un alto repentino, se agacha y levanta algo del suelo en una forma agitada. Es una billetera. "¿Algún caballero ha perdido su billetera?", exclama. Nadie puede decir que haya perdido precisamente la billetera, pero se produce una gran excitación cuando se descubre que el tesoro encontrado es de gran

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valor. El barco, sin embargo, no puede ser detenido. - El tiempo y la marea no esperan a nadie -dice el capitán. - Por el amor de Dios, espere sólo unos pocos minutos -dice el que encontró la billetera-

. El verdadero dueño se presentará. - No puedo esperar -responde quien manda-. Salga, ¿oyó? -¿Qué voy a hacer?-pregunta el hombre, con gran turbación-. Voy a dejar el país varios

años y no puedo retener a sabiendas esta gran suma. Permítame, señor (y aquí se dirige a un caballero en la orilla), pero usted parece una persona honesta. ¿Me hará el favor de hacerse cargo de esta billetera y devolverla? Sé que puedo confiar en usted. Usted ve que contiene una suma considerable. El dueño, sin duda, querrá recompensarlo por las molestias.

-¡No a mí!, la usted!, ¿fue usted quien encontró la billetera! - Bueno, silo dice de ese modo... Tomaré una pequeña recompensa, sólo para justificar

sus escrúpulos. Déjeme ver... ¿por qué estos billetes son todos de a cien? i Por mi alma! Cien es demasiado, es suficiente con cincuenta, estoy seguro.

-Vamos, fuera -dice el capitán. -Pero no tengo cambio de cien y usted tiene mejor... - Vamos, vamos -dice el capitán. -No importa -dice el hombre en la orilla, que ha estado examinando su billetera durante

el último minuto-, no importa. Lo puedo arreglar. Aquí tengo un billete de cincuenta del Banco de Norteamérica. Arrójeme la cartera.

Y el hombre escrupuloso toma los cincuenta con marcada reluctancia y arroja al caballero la billetera mientras el vapor silba y humea poniéndose en camino. Una media hora después de la partida se descubre que la "gran suma" son "falsificaciones" y que todo el asunto es una gran estafa.

La siguiente es una estafa audaz. Va a celebrarse una reunión rural o algo por el estilo en un lugar al que sólo se puede acceder por un puente. Un estafador se estaciona en el puente e informa respetuosamente a todos los pasajeros que por la nueva ley del condado, que establece un arancel de un centavo por pasajeros a pie, dos por caballos y mulas, etc., etc. Al-gunos se quejan pero todos acatan la norma y el estafador vuelve a su casa con cincuenta o sesenta dólares bien ganados. Cobrarle peaje a una gran muchedumbre es algo sumamente pesado.

Éste es un engaño hábil: Un amigo del estafador tiene un pagaré de éste, debidamente llenado y firmado, de los comunes, impresos en tinta roja. El estafador compra una docena o dos de esos formularios y cada día moja uno de ellos en su sopa, se lo arroja a su perro para que salte y lo agarre y por fin se lo da como un rico bocado. Cuando el documento llega a su vencimiento, el estafador y su perro van a lo del amigo y hablan del pagaré. El amigo lo toma del escritorio y en el momento de alcanzárselo al estafador, el perro salta y lo devora. El estafador no sólo se muestra sorprendido, sino vejado y molesto por la conducta absurda de su perro y expresa su completa disposición a cancelar la obligación cuando la evidencia de ésta le sea presentada.

La siguiente es una pequeña estafa. Una mujer es insultada en la calle por un cómplice del estafador. El estafador mismo vuela en su ayuda y, después de haberle dado a su amigo una cómoda paliza, insiste en acompañar a la mujer hasta la puerta de su casa. Se inclina apoyando la mano sobre el corazón y se despide muy respetuosamente. Ella lo invita a entrar para ser presentado como su salvador ante su hermano mayor y su padre. Con un suspiro, declina la invitación.

- Entonces, señor, ¿no hay manera -dice ella- en que pueda testimoniar mi gratitud? - Por cierto, señora, que la hay. ¿Sería tan amable de prestarme un par de chelines? En un primer momento la dama resuelve desmayarse. Lo vuelve a pensar, sin embargo,

abre su bolso y le da lo pedido. Ésta, me parece, es una estafa pequeña porque la mitad de la suma obtenida debe ser pagada al caballero que tuvo que proceder con el insulto y aguantarse

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la paliza por haberlo hecho. Una estafa también pequeña, pero científica. El estafador se aproxima al mostrador de

una taberna y pide un par de rollos de tabaco. Se los dan y, habiéndolos examinado ligeramente, dice:

-No me gusta mucho este tabaco. Tómelo y déme, en su lugar, un vaso de brandy y agua.

El estafador bebe el brandy y el agua que le sirven y se encamina hacia la puerta. Pero la voz del tabernero lo detiene.

- Creo, señor, que ha olvidado pagarme el brandy y el agua. -¿Pagar por el brandy y el agua? ¿No le di el tabaco a cambio del brandy y el agua?

¿Qué más quiere? -Pero, señor, por favor. No recuerdo que me haya pagado el tabaco. . -¿Qué quiere decir con eso, bribón? ¿No le devolví el tabaco? ¿No es ése que está ahí?

¿Espera que pague por lo que no tomé? -Pero, señor -dice el tabernero sin saber cómo seguir-, pero, señor... - Sin peros, señor -lo interrumpe el estafador, aparentemente muy disgustado y

golpeando la puerta tras de sí mientras se escapa-. Sin peros, señor, y basta de trucos contra los viajeros.

Acá hay otra hábil estafa, de la cual la simplicidad no es el rasgo menor. Un bolso o una billetera que realmente se ha perdido y de la cual el sujeto publica en uno de los diarios de una gran ciudad un aviso muy descriptivo.

Nuestro estafador copia los detalles de este aviso cambiando el encabezamiento, la fraseología general y el domicilio. El original, por ejemplo, es largo y explicativo, está encabezado como "i Billetera extraviada!" y pide dejar el objeto, cuando sea encontrado, en el n° 1 de la calle Tom. La copia es breve, está encabezada sólo corno "Pérdida" e indica el n° 2 de la calle Dick o el 3 de la calle Harry. Además, el aviso es colocado en cinco o seis diarios del día y aparece sólo unas pocas horas después del original. Si es leído por quien ha extraviado su cartera, difícilmente sospechará que pueda tener alguna relación con el suyo propio. Pero, por supuesto, las chances de que quien encuentre el objeto repare en el domicilio dado por el estafador en lugar del dado por el verdadero dueño son de cinco o seis a una. Aquél paga la recompensa, se embolsa el tesoro y desaparece.

Ésta es bastante parecida. Una dama acaudalada ha perdido en la calle un anillo de diamantes de un gran valor. Ofrece cuarenta o cincuenta dólares por su recuperación y da, en su aviso, una descripción muy minuciosa de la joya y de sus engarces, declarando que pagará la recompensa al instante en el n° tal y tal de la Avenida tal y tal, sin hacer una sola pregunta. Uno o dos días más tarde, en ausencia de la dama, alguien llama a la puerta en el domicilio citado; se asoma una criada; el visitante pregunta por la señora de la casa y se le responde que ésta se halla fuera; ante tan inesperado suceso, el visitante expresa su más sentido pesar. Su asunto es de importancia y concierne a la señora misma. De hecha, él tuvo la buena suerte de haber encontrado su anillo de diamantes. Pero quizás estaría bien que volviera a pasar en otro momento. "i De ninguna manera!", dice la sirvienta. "i De ninguna manera!", dicen la hermana y la cuñada de la dama, quienes son llamadas de inmediato. El anillo es clamorosamente identificado, la recompensa pagada y el visitante casi empujado fuera. La dama regresa y expresa cierto disgusto con su hermana y su cuñada porque han pagado cuarenta o cincuenta dólares por un facsímil de su anillo de diamantes, un facsímil incuestionablemente bien logrado.

Pero como realmente la estafa es algo que no tiene fin, tampoco lo tendría este ensayo aun cuando sugiriera la mitad de variantes o inflexiones de que esta ciencia es susceptible. Por fuerza, entonces, debo llevar este artículo a una conclusión y no puedo hacerlo mejor que mediante un breve resumen de una considerable aunque algo rebuscada estafa, de la cual nuestra propia ciudad ha sido teatro no hace mucho, y que fue posteriormente repetida con éxito en otras localidades de la Unión, todavía más ingenuas. Un caballero de mediana edad y

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procedencia desconocida llega a la ciudad. Es notablemente correcto, cauto y reflexivo en sus modales. Su vestimenta es puntillosamente pulcra, pero sencilla y sin ostentación. Usa una corbata blanca, un chaleco holgado, hecho expresamente para que resulte cómodo; zapatos de suela gruesa y pantalones sin traba. Tiene, de hecho, todo el aire del acomodado, sobrio y respetable hombre de negocios par excellence -una de esas personas duras por fuera y tiernas por dentro que vemos en las comedias- cuya palabra es una garantía, y que se destacan por repartir guineas de limosna con una mano mientras que con la otra, a la hora de negociar, exigen hasta la última fracción de un cuarto de penique.

Es muy quisquilloso para elegir donde alojarse. No le gustan los niños. Está acostumbrado a la tranquilidad. Sus hábitos son metódicos y por esto preferiría ocupar una habitación en casa de una familia pequeña y respetable, de inclinaciones religiosas. Las condiciones de pago, no obstante, lo tienen sin cuidado; sólo insiste en que liquidará la cuenta el primero de cada mes (ahora estamos al día dos) y, cuando finalmente obtiene una pensión a su gusto, le ruega a la dueña no olvidar sus instrucciones respecto de este punto: enviar una factura y un recibo, exactamente a las diez en punto, el primer día de cada mes y, en ninguna circunstancia, dejarlos para el segundo.

Hechos estos arreglos, nuestro hombre de negocios alquila una oficina en un barrio de la ciudad más respetable que de moda. No hay para él nada más despreciable que ser pretencioso. "Donde hay mucho espectáculo", dice, "rara vez hay algo sólido detrás", una observación que impresiona tan profundamente a su propietaria que la anota al instante en la gran Biblia de la familia, al margen de los Proverbios de Salomón.

El paso siguiente es publicar un aviso en los principales periódicos mercantiles de la ciudad; en los de seis peniques; los de un penique no son "respetables" y además reclaman el pago anticipado de todos los avisos. Como un punto de honor, nuestro hombre de negocios sostiene que no se debe pagar ningún trabajo hasta que no esté concluido.

PEDIDO. Los anunciantes, a punto de iniciar extensas operaciones mercantiles en esta ciudad, requieren los servicios de tres o cuatro empleados inteligentes y capaces, a quienes se remunerará convenientemente. Serán exigidas las mejores recomendaciones, no tanto por la capacidad como por la integridad que se espera. Dado que las tareas a cumplir implican una gran responsabilidad y que los contratados deberán manejar grandes sumas de dinero, consideramos necesario exigir a cada persona empleada un depósito de cincuenta dólares. No deberá postularse, en consecuencia, ninguna persona que no esté dispuesta a dejar esa suma en custodia de los anunciantes, y que no pueda presentar los más satisfactorios testimonios de moralidad. Se preferirá a los caballeros jóvenes con creencias religiosas. Presentarse de diez a once hs. y de dieciséis a diecisiete a los señores

Pantanos, Cerdos, Troncos, Ranas & Co. Calle del Perro n° 110

Para el día 31 del mes, el aviso ha llevado a las oficinas de los señores Pantanos, Cerdos, Troncos, Ranas & Co. a unos quince o veinte jóvenes caballeros con inclinaciones piadosas. Pero nuestro hombre de negocios no tiene apuro en cerrar contrato con ninguno (ningún hombre de negocios es jamás precipitado) y sólo después del más rígido cuestionario respecto de la piedad en la inclinación de cada joven caballero son contratados sus servicios y recibidos sus cincuenta dólares, sólo a manera de precaución, por la respetable firma Pantanos, Cerdos, Troncos, Ranas & Co. A la mañana del día primero del siguiente mes, la propietaria no presenta su factura de acuerdo con lo prometido, negligencia por la cual el satisfecho director de la firma que termina en las eses no habría dudado en reprenderla severamente si hubiese permanecido en la ciudad uno o dos días más a tal fin.

Como es de suponer, la policía pasó un mal momento con esto, corriendo de aquí para

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allá, y todo lo que puede hacer es declarar enfáticamente que el hombre de negocios es un "peso pesado", queriendo decir en realidad, según entiende cierta gente, que es un n.e.i., por lo cual debe entenderse supuestamente la muy clásica frase non est inventus. Entretanto,

los jóvenes caballeros, todos y cada uno, están un poco menos piadosamente inclinados que antes, mientras la propietaria compra la mejor goma de borrar de un chelín y, con sumo cuidado, elimina la nota a lápiz que algún tonto ha escrito en la gran Biblia familiar, sobre el ancho margen de los Proverbios de Salomón.

EL ÁNGEL DE LO RARO

Extravagancia

Era una fresca tarde de noviembre. Justamente acababa de despachar una comida más sólida que de costumbre, en la que la trufa dispéptica no constituyó el artículo menos importante. Estaba solo, sentado en el comedor, los pies en el morillo de la chimenea y el codo en una mesita que había acercado al fuego con algunas botellas de vinos de varias clases y de licores espirituosos.

Por la mañana había leído el Leónidas, de Glover; la Epigoniada, de Wilkie; la Peregrinación, de Lamartine; la Colombiada, de Barlow; la Sicilia, de Tuckermann, y las Curiosidades, de Griswold; así, pues, confesaré que me sentía ligeramente estúpido. A fuerza de vasos de Laffitte me esforzaba por despertarme, y no consiguiéndolo, recurrí desesperado a un periódico que había a mi lado. Habiendo leído detenidamente la columna de alquileres, y luego la columna de los perros perdidos, y luego las dos columnas de las mujeres y aprendices fugados, ataqué con vigorosa resolución la parte editorial, y, habiéndola leído desde el principio hasta el fin sin entender una sílaba, se me ocurrió que podía estar escrito en chino, y la releí desde el fin hasta el principio, pero sin obtener resultado más satisfactorio. Disgustado, estuve a punto de gritar:

Este in folio de cuatro páginas, obra dichosa

Que la crítica misma no critica,

cuando sentí mi atención un poco atraída por el siguiente párrafo: "Las rutas que conducen a la muerte son numerosas y extrañas. Un diario de Londres

menciona la muerte de un hombre, acaecida de un modo singular. Jugaba al puff the dart, que se juega con una larga aguja enhebrada de lana que se sopla contra un blanco al través de un tubo de estaño. Colocó la aguja en el lado malo del tubo, y, aspirando fuertemente para lanzar luego la aguja con más vigor, la atrajo hacia su gola, penetrando hasta los pulmones y matando al imprudente en pocos días".

Al leer eso, sentí inmensa rabia sin saber exactamente por qué. Este artículo, exclamé, es una despreciable falsedad, la hez de la imaginación de algún

deplorable borrajeador a cinco céntimos la línea, de algún miserable fabricante de aventuras en el país de Jauja. Esos pícaros, conocedores de la prodigiosa bobería del siglo, emplean todo su espíritu en imaginar improbables posibilidades, accidentes raros, como ellos dicen, pero para un espíritu reflexivo (como el mío, añadí a manera de paréntesis, apoyando sin darme

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cuenta de ello mi índice en la punta de la nariz), para una inteligencia contemplativa semejante a la que yo poseo, resulta evidente a primera vista que la maravillosa y reciente multiplicación de estos raros accidentes es el más raro de todos. Por mi parte, estoy decidido a no creer en adelante nada que implique algo de singular.

- Mein Gott! Hay que zer un azno para dezir ezto -respondió una de las más sorprendentes voces que jamás oí en mi vida.

Al principio la tomé por un zumbido de mis oídos, como suele ocurrir a un hombre que está muy ebrio; pero, reflexionando luego, consideré el ruido como más semejante al que sale de un barril vacío cuando se lo golpea con un palo; y, en verdad, hubiese creído lo último, a no ser por la articulación de las sílabas y de las palabras. Yo no soy nervioso por tem-peramento, y, como los varios vasos de Laffitte que había sorbido no sirvieron poco para infundirme valor, no experimenté ninguna trepidación; pero elevé simplemente los ojos, y miré cuidadosamente por el cuarto para descubrir al intruso. Pero no vi a nadie.

- ¡Uf! -prosiguió la voz, mientras yo continuaba mi examen-. Ez prezizo que zea ugté tonto de capigote paga no vegme zentado a zu lado.

Al oír esto me puse a mirar enfrente de mi nariz. En efecto, casi enfrentándome, estaba instalado cerca de la mesa un personaje aún no descrito, aunque no absolutamente indescriptible. Su cuerpo era una pipa de vino, un tonel de ron o algo análogo, y tenía una apariencia verdaderamente fantástica. A su extremidad inferior estaban unidos dos toneles que parecían desempeñar el oficio de piernas. En lugar de brazos, pendían de la parte superior del armazón dos botellas pasablemente largas cuyos cuellos figuraban las manos.

Todo lo que el monstruo poseía en lugar de cabeza era uno de esos baúles de Hesse parecidos a grandes tabaqueras con un agujero en el centro de la tapa. Este baúl (coronado por un embudo en la parte superior, como un sombrero de caballero echado sobre los ojos) estaba bien montado sobre el tonel, con el agujero vuelto de mi lado, y, por ese agujero que parecía guiñar y estaba arrugado como la boca de una solterona muy ceremoniosa, emitía la criatura ciertos ruidos sordos y roncadores que, evidentemente, tenía por lenguaje inteligible.

- Ez prezizo -dijo- que zea uzté tonto de capigote, paga eztag zentado ahí y no begme cuando yo estoy aquí, y que zea también máz animal que un ganzo paga no creeg lo que han imprezo en el periódico. Ez la beg-dá, la begdá, palabra pog palabra.

-Dígame quién es usted, se lo suplico -lo interrogué con mucha dignidad, aunque algo desconcertado-. ¿Cómo ha entrado aquí? ¿Qué se le ofrece?

- Cómo he entrado -replicó el monstruo -ez coza que no le impogta, y menog lo que hago aquí, y en cuanto quién zoi llo he venido senziyamente paga que ugté ze entere pog zí mizmo.

-Usted es un borracho miserable -le dije-, y voy a llamar a mi criado para que lo eche fuera a puntapiés.

-i Ji, ji, ji! -respondió el bellaco-. i Jo, jo, jo!, ugted no puede haceg ezo. -¿Que no puedo? -exclamé-. ¿Qué quiere decir? ¿Qué es lo que no puedo? -Tocag la campaniya -me replicó pretendiendo dibujar una mueca con su boca

abominable. Al oír esto hice un esfuerzo para levantarme y poner mi amenaza en ejecución; pero el

muy bandido se inclinó sobre la mesa, y asestándome un golpe en la frente con el gollete de una de sus largas botellas, me desplomó en el fondo del sillón, del que me había levantado a medias. El golpe me dejó completamente aturdido, y durante un minuto no supe qué partido adoptar. Él prosiguió su discurso:

-Ve ugté. Lo mejó zerá que egté tranquilo. Ahora zabrrá quién zoi. Míreme: zoi el Anquel ti Raro.

-Bastante raro, en efecto -osé replicarle-, pero me figuré que un ángel debía de tener alas.

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-Cáyate -exclamó grandemente enojado-. ¿Qué voi a hazeg con eyag? ¿Ez que me tomag por un poyo?

-No, no -respondí alarmadísimo-; usted no es un pollo; seguramente que no. -i Me alegro! Ezté tranquilo y compórtese megor, o le haré zufrir todavía el efegto de

mi puño. Ez el poyo quien tiene alaz, y el búho quien tiene alaz, y el demonio quien tiene alaz, y el cran tiablo quien tiene alaz. El ángel no tiene alaz, y llo zoi el Anquel de lo Raro.

-¿Y el asunto para el que ha venido usted, es... es...? -¡Paga ezo! -gritó el horrible objeto-; ¿qué vil espezie de Ganapán mal educado ez ugté

paga preguntag a un chentlemán y a un ánquel si le integuessan zug asuntog? Este lenguaje era superior a lo que yo podía soportar, aun procediendo de un ángel. Así,

pues, acopiando mi valor, tomé un salero que se hallaba al alcance de mi mano, y lo lancé a la cabeza del intruso. El eludió el golpe, y yo apunté mal; pues sólo conseguí romper el cristal que protegía el cuadrante del reloj colocado en la chimenea. En cuanto al Angel, comprendió mi intención y respondió al ataque con dos o tres vigorosos golpes asestados consecutivamente en la frente, como ya había hecho antes. Ese trato me sometió en seguida, y casi me avergüenzo de decir que, sea dolor, sea humillación, me acudieron algunas lágrimas a los ojos.

-Mein Gott! -dijo el Ángel de lo Raro, aparentemente dulcificado por el espectáculo de mi situación-, el pobrre hombrre eztá boracho. Ez prrezisso no beber assí de lo zeco; hay que echar acua en buestrro bino. Ea, beba egto; beba egto, como un niño bueno, y no yore mag! ¿Comprrende?

El Ángel de lo Raro llenó mi vaso (que sólo contenía una tercera parte de Oporto) con un fluido incoloro que vertió de uno de sus largos brazos. Yo observé que las botellas que le servían de brazos ostentaban unas etiquetas en el cuello, en las que se leía la inscripción Kirschenwasser (agua bendita) .

La solícita bondad del Ángel me aquietó grandemente, y aliviado con el agua que sirvió varias veces para atenuar mi vino, encontré al fin la suficiente calma para escuchar su extraordinario discurso. No pretendo relatar todo lo que me dijo; pero lo que de él retengo en sustancia es que era el genio que preside los contratiempos en la naturaleza, y que su función consistía en aportar esos accidentes raros que sorprenden continuamente a los escépticos. Como yo me aventurase una o dos veces a expresar mi total incredulidad referente a sus pretensiones, se puso rojo, hasta el punto de parecerme la más cuerda política el no decir nada, y dejarlo hablar.

Y habló, pues, a su gusto, mientras yo permanecía tendido en mi sillón, los ojos cerrados, comiendo uvas y arrojando los cabos por la habitación. Pero el Angel interpretó esa conducta como un signo de desprecio por mi parte, y levantándose con terrible irritación se caló completamente el embudo hasta los ojos, lanzó un enorme juramento, articuló una amenaza, cuyo preciso carácter no pude comprender, y, finalmente, me hizo un profundo saludo de adiós, deseándome, a la manera del arzobispo del Gil Blas, "mucha suerte y un poco más de buen sentido".

Su partida fue para mí un gran alivio. Los varios vasos de Laffitte que había bebido a pequeños sorbos, tuvieron por efecto amodorrarme, y sentí deseos de echar una siesta de quince o veinte minutos, como es mi costumbre tras la comida. A las seis tenía una importante entrevista, a la cual tenía gran necesidad de asistir. Habiendo expirado el día antes la póliza de seguro de mi habitación, y habiéndose suscitado una dificultad, se convino en que me presentase a las seis ante el consejo de los directores de la compañía para convenir los términos de la renovación. Lanzando una mirada al péndulo de la chimenea (pues me sentía harto pesado para sacar mi reloj), tuve el gusto de observar que aún me quedaban veinte minutos.

Eran las cinco y media; fácilmente podía llegar a la oficina de seguros en cinco minutos, y mi siesta habitual jamás pasaba de veinticinco minutos. Sintiéndome, pues,

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suficientemente tranquilo, me acomodé en seguida para echar mi sueño. Cuando lo hube terminado muy satisfactoriamente y me desperté, miré de nuevo el

reloj, y me sentí medio inclinado a creer en la posibilidad de los accidentes raros, viendo que, en lugar de mis quince o veinte minutos habituales, sólo había dormido tres. Recomencé, pues, la siesta, y en fin, al despertar por segunda vez, vi con inmensa sorpresa que seguían siendo las seis menos veintisiete minutos.

Di un salto para reconocer el reloj, y advertí que estaba parado. El que llevaba en el bolsillo me informó que eran las siete y media. Luego, había dormido dos horas, faltando así a la cita.

"Nada se ha perdido -me dije-, iré a la oficina por la mañana y me excusaré. Ahora bien: ¿qué habrá podido ocurrir al reloj?"

Al examinarlo reconocí que un cabo de las uvas que arrojé por el cuarto mientras que el Ángel de lo Raro me dirigía su discurso, había pasado a través del cristal roto, alojándose bastante singularmente en el agujero de la llave, y quedando fuera un pedazo había detenido la revolución de la aguja.

"¡Ah! -exclamé--. Ahora lo comprendo todo. Accidente natural, como suele ocurrir de tiempo en tiempo."

Y ya no volví a ocuparme de la cosa. A la hora habitual me metí en la cama. Habiendo colocado la bujía en una mesita, a la cabecera de mi cama, hice un esfuerzo para leer algunas páginas de la Omnipresencia de la Divinidad, y, desgraciadamente, me quedé dormido en menos de veinte segundos dejando encendida la luz en el mismo sitio.

Mi sueño estuvo horriblemente turbado por las apariciones del Angel de lo Raro. Me pareció que estaba al pie de mi lecho, que descorría las cortinas y que, con el sonido cavernoso, abominable, de un tonel de ron, me amenazaba con la más amarga venganza por el desprecio que yo le había inferido. Luego acabó su larga arenga quitándose su sombrero-embudo, y hundiéndome el tubo en la garganta, me inundó con un océano de agua bendita que derramaba en continuo chorro de una de las grandes botellas que le servían de brazos. Mi agonía se hizo a la larga intolerable, y me desperté en el momento preciso para poder observar que una rata huía con la bujía encendida; pero, desgraciadamente, no pude acudir a tiempo de impedir que se metiese en su agujero con su peligrosa presa. Mi olfato no tardó en percibir un olor fuerte y penetrante. La casa ardía, comprendí en seguida.

El incendio estalló violento en pocos minutos. Excepción hecha de la ventana, mi cuarto no tenía otro escape por estar todos cortados. La muchedumbre se procuró rápidamente una larga escalera y la arrimó al muro. Gracias a ella descendí velozmente, y ya me creía salvado, cuando a un enorme cerdo -cuya gran panza y aun la fisonomía toda me recordaron en cierto sentido al Ángel de lo Raro- que hasta entonces había dormido tranquilamente en el cieno, se le metió en la cabeza que su lomo izquierdo tenía la necesidad de rascarse y no encontró mejor rascador que el pie de la escalera. En un instante me vi precipitado en el suelo, y tuve la desgracia de romperme un brazo.

Ese accidente, unido a la pérdida de mi seguro y a la pérdida aún más grave de mis cabellos todos chamuscados, predispuso mi espíritu a las impresiones serias, hasta el punto de que decidí casarme.

Había una viuda rica que aún lloraba la pérdida de su séptimo marido, y ofrecí a su alma ulcerada el bálsamo de mis promesas. No sin resistencia me dio su consentimiento. Me arrodillé a sus pies, lleno de gratitud y de adoración. Ella se ruborizó e inclinó hacia mí sus abundantes bucles hasta ponerlos en contacto con los que el arte de Grandjean me había ofrecido para suplir temporalmente a mi cabellera ausente. Ignoro cómo se hizo el enredo; pero se hizo. Yo me levanté sin peluca, con un cráneo brillante como una bola; ella, llena de desprecio y de rabia, medio envuelta en una cabellera extraña. Así terminaron mis esperanzas relativas a la viuda por un accidente que de seguro yo no podía prever; pero que era una

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consecuencia natural de los sucesos.

Sin embargo, emprendí sin desesperarme el sitio de un corazón menos implacable. También ahora los destinos me fueron propicios durante algún tiempo; pero todavía un accidente trivial interrumpió el curso de mis cosas. Encontrando a mi novia en un paseo, adonde concurría la sociedad escogida, me apresuré a saludarla con uno de mis más respetuosos saludos, cuando una molécula de yo no sé qué extraña materia se alojó en mi ojo y me volvió momentáneamente ciego. Antes de que pudiese recobrar la vista, la dama de mi corazón había desaparecido, irremediablemente ofendida de que yo pasase por su lado sin saludarla, lo cual tradujo por una grosería premeditada. Mientras permanecí en mi sitio, todavía deslumbrado por lo súbito de este accidente (que a cualquiera hubiese podido acaecer) y mientras duraba mi ceguera, se me acercó el Angel de lo Raro, que me ofreció su ayuda con una delicadeza que yo no podía despreciar. Primero examinó mi ojo enfermo con gran dulzura y maestría; me dijo que tenía una gota en el ojo (ignoro qué clase de gota) y la extrajo procurándome así gran alivio.

Entonces pensé que era tiempo para mí de morir, puesto que la fortuna había jurado perseguirme, y, consiguientemente, me dirigí al próximo río. Allí me despojé de mis ropas (pues ninguna razón se opone a que muramos como hemos nacido) y me arrojé de cabeza en la corriente. El único testigo de mi destino era una corneja solitaria que, seducida por un grano empapado en aguardiente, se había embriagado y abandonado el resto de la bandada.

Apenas me sumergí en el agua, cuando al pájaro se le ocurrió huir con la parte más indispensable de mi vestido, de suerte que, aplazado por el momento mi proyecto de suicidio, metí lo mejor que pude mis miembros inferiores en las mangas de mi chaqueta, y empecé a perseguir a la culpable con toda la agilidad que reclamaba el caso y que las circunstancias me permitían. Pero el mal destino me acompañaba siempre. Como corría velozmente, sorbiendo el viento, y sólo me ocupaba del ladrón de mi propiedad, advertí súbitamente que mis pies no tocaban tierra firme. Lo cierto es que me arrojé a un precipicio, e infaliblemente me hubiese destrozado, si, por dicha mía, no hubiese tomado una cuerda que colgaba de un globo que pasaba por allí.

Apenas hube recobrado mis sentidos para comprender la terrible situación en que me encontraba colocado (o mejor, suspendido), desplegué toda la fuerza de mis pulmones para advertir mi situación al aeronauta colocado sobre mí. Durante mucho tiempo me despulmoné en vano. El imbécil no podía verme, o no lo quería perversamente. Entretanto, la máquina se elevaba con rapidez, mientras que mis fuerzas se agotaban aún más rápidamente.

Pronto estuve a punto de resignarme a mi destino, y a dejarme caer tranquilamente en el mar, cuando todos mis espíritus se sintieron transportados por una voz cavernosa que partía de una altura y que parecía preludiar indolentemente un aire de ópera. Alzando los ojos reconocí al Ángel de lo Raro. Con los brazos cruzados se apoyaba en el borde de la barquilla, con una pipa en la boca y arrojando tranquilas bocanadas. El Ángel parecía satisfecho de sí mismo y del universo. Yo estaba demasiado exhausto como para hablar, de modo que seguí contemplándolo con aire suplicante.

Durante algunos momentos no me dijo nada, a pesar de mirarme en pleno rostro. En fin, trasladándose cuidadosamente su espuma de mar del lado derecho de la boca izquierda, consintió en hablarme.

-¿Quién ez ugté? -me preguntó-. Y pog el diablo, ¿qué haze ahí? Al oír este supremo rasgo de impudicia, de crueldad y de afectación, apenas pude responder con algunos gritos:

-¡Socorro! ¡Ayúdeme! - ¿Alludagos? -respondió el bandido-. No, a fe mía. Ahí ba la boteya: sírpase ugté

migmo, y que el tiablo cargue con ugté. Dijo, y soltó una gran botella de kirschenwasser (agua bendita), que cayó precisamente

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encima de mi cabeza, haciéndome creer que mi cráneo había saltado en pedazos. Asaltado por esa idea, estuve a punto de soltarme y rendir con gusto mi alma, cuando me contuvo el grito del ángel recomendándome que me agarrase bien.

-¡Cuidado! -decía-. No ze dé prriza, ¿olle? ¿Quierre ugté otrra poteya, o ze ha dezempriagado y puelto en zí?

Yo le contesté moviendo dos veces la cabeza: una en sentido negativo, queriendo decir que prefería por el momento no recibir la otra botella, y otra vez en sentido afirmativo, significando que no estaba ebrio, y que, positivamente, me había repuesto. Así logré dulcificar un poco al Angel.

-¿Y ahoga -me preguntó-, crree ugté? ¿Crree ugté en la pozibilitá de lo raro? Hice con la cabeza un nuevo signo de asentimiento. - ¿Y reconoze ugté que ez un porracho ciego y un pestia? Aún respondí: sí. -¿Y ve ugté en mí al Ángel de lo Raro? Nuevo sí con la cabeza. -Entonzes meta ugté la mano trecha en el polziyo izquierdo de zu pandalón en

tegtimonio de zu perfegta zumizión al Anquel de lo Raro. Por razones evidentes me pareció imposible cumplir esta condición. Ante todo me había

roto el brazo izquierdo en la caída de la escalera, y si hubiese soltado la mano derecha habría descendido rodando. En segundo lugar, carecía de pantalón desde que me lo hurtó la corneja. Con gran sentimiento mío, me vi obligado a mover la cabeza en sentido negativo queriendo dar a entender al Ángel que me parecía incómodo en ese momento preciso satisfacer su demanda, por razonable que fuese. Tan pronto como acabé de sacudir la cabeza, el Ángel de lo Raro empezó a rugir:

-¡Entonces bállaze al tiáplo! Y pronunciando estas palabras, con un cuchillo bien afilado, cortó la cuerda a la que me

había asido, y, como precisamente pasábamos entonces sobre mi casa (que durante mis peregrinaciones habían reedificado convenientemente) tuve la fortuna de bajar de cabeza por la gran chimenea y de caer en el hogar de mi comedor.

Al recobrar el sentido (pues la caída me había aturdido completamente) advertí que eran las cuatro de la madrugada. Me encontré tendido en el lugar mismo donde el globo me dejó caer. Mi cabeza se agitaba en las cenizas de un fuego mal extinguido, mientras que mis pies reposaban en el naufragio de una mesita derribada, entre los restos de un yantar variado, sin omitir un periódico, algunos vasos rotos, varias botellas quebradas, y una botella vacía de agua bendita. Así se había vengado el Ángel de lo Raro.

MELLONTA TAUTA

A1 director del Lady's Book: Tengo el honor de enviarle para su revista un artículo que espero sea usted capaz

de comprender más claramente que yo. Es una traducción hecha por mi amigo Martin Van Buren Navis (llamado «El brujo de Poughkeepsie») de un manuscrito de extraña apariencia que encontré hace aproximadamente un año dentro de un porrón tapado, flotando en el Mate Tenebrarum-mar bien descrito por el geógrafo nubio, pero rara vez visitado en nuestros días, salvo por los trascendentalistas y los buscadores de extravagancias.

Suyo, EDGAR A. POE

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A bordo del globo Skylark, 1° de abril de 2848. Ahora, mi querido amigo, por sus pecados tendrá que soportar le inflija una larga carta

chismosa. Le digo claramente que voy a castigarlo por todas sus impertinencias y que seré tan tediosa, tan discursiva, tan incoherente y tan insatisfactoria como pueda. Además, aquí estoy, enjaulada en un sucio globo, con cien o doscientos miembros de la canaille, realizando una excursión de placer (¡qué idea divertida tiene alguna gente del placer! ), y sin perspectiva de tocar tierra firme durante un mes por lo menos, Nadie con quien hablar. Nada que hacer. Cuando una no tiene nada que hacer, ha llegado el momento de escribir a los amigos. Comprende usted, entonces, por qué le escribo esta carta: a causa de mi ennui y de sus pecados.

Prepare sus lentes y dispóngase a aburrirse. Pienso escribirle todos los días durante este odioso viaje.

¡Ay! ¿Cuándo visitará el pericráneo humano alguna Invención? ¿Estamos condenados para siempre a los mil inconvenientes del globo? ¿Nadie ideará un modo más rápido de transporte? Este trote lento es, en mi opinión, poco menos que una verdadera tortura. ¡Palabra, no hemos hecho más de cien millas desde que partimos! Los mismos pájaros nos dejan atrás, por lo menos algunos de ellos. Le aseguro que no exagero nada. Nuestro movimiento, sin duda, parece más lento de lo que realmente es, por no tener objetos de referencia para calcular nuestra velocidad, y porque vamos a favor del viento. Indudablemente, cuando encontramos otro globo tenemos una posibilidad de advertir cuán rápido volamos, y entonces, lo admito, las cosas no parecen tan mal. Acostumbrada como estoy a este modo de viajar, no puedo evitar una especie de vértigo cuando un globo pasa en una corriente situada directamente encima de la nuestra. Siempre me parece un inmenso pájaro de presa a punto de caer sobre nosotros y de llevarnos en sus garras. Esta mañana pasó uno, a la salida del sol, y tan cerca que su cuerda-guía rozó la red que sujeta la barquilla, causándonos seria aprensión. Nuestro capitán dijo que, si el material del globo hubiera sido la mala «seda» barnizada de quinientos o mil años atrás, hubiéramos sufrido perjuicios inevitables. Esa seda, como me lo explicó, era un tejido hecho con las entrañas de una especie de gusano de tierra. El gusano era cuidadosamente alimentado con moras -una fruta semejante a la sandía- y, cuando estaba suficientemente gordo, lo aplastaban en un molino. La pasta así obtenida recibía el nombre de papiro en su primer estado, y sufría variedad de procesos hasta convertirse finalmente en «seda». ¡Cosa singular, fue en un tiempo muy admirada como artículo de vestimenta femenina! Los globos también se construían por lo general con seda. Una clase mejor de material, según parece, se halló luego en el plumón que rodea las cápsulas de las semillas de una planta vulgarmente llamada euphorbium, pero que en aquella. época la botánica denominaba vencetósigo. Esta última clase de seda recibía el nombre de seda-buckingham14, a causa de su duración superior, y por lo general se la preparaba para el uso barnizándola con una solución de caucho, sustancia que en algunos aspectos debe de haberse asemejado a la gutapercha, ahora de uso común. Este caucho merecía en ocasiones el nombre de goma de la India o goma de whist15, y se trataba, sin duda, de uno de los numerosos hongos existentes. No me dirá usted otra vez que en el fondo no soy una verdadera arqueóloga.

Hablando de cuerdas-guías, parece que la nuestra acaba de hacer caer al agua a un hombre que viajaba en una de las pequeñas embarcaciones propulsadas magnéticamente que surcan como enjambres el océano a nuestros pies; se trata de un barco de unas seis mil 14 Una de las muchas bromas y retruécanos que hacen perder sabor a este relato una vez traducido. Se alude a James Silk Buckingham (1786-1855), parlamentario inglés que visitó los Estados Unidos y escribió un libro de impresiones. Silk significa igualmente seda. El nombre de este periodista y escritor aparece en «Conversación con una momia». 15 Rubber, caucho, denota asimismo una mano en el juego del whist u otros juegos de cartas.

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toneladas y, a lo que parece, vergonzosamente sobrecargado. No debería permitirse a esas diminutas embarcaciones que llevaran más de un número fijo de pasajeros. Como es natural, no se permitió al hombre que volviera a bordo, y muy pronto él y su salvavidas se perdieron de vista.

Me alegra, querido amigo, vivir en una edad demasiado ilustrada para suponer que cosas tales como los meros individuos puedan existir. La verdadera Humanidad sólo se preocupa por la masa. Y ya que estamos hablando de la humanidad, ¿sabía usted que nuestro inmortal Wiggins no es tan original en su concepción de las condiciones sociales y otros puntos análogos, como sus contemporáneos parecen suponer? Pundit me asegura que las mismas ideas fueron formuladas casi de la misma manera, hace unos mil años, por un filósofo irlandés llamado Peletero, a causa de que tenía un negocio al menudeo para la venta de pieles de gato y otros animales16. Pundit sabe, como no lo ignora usted, y no es posible que se engañe. ¡Cuán admirablemente vemos verificada diariamente la profunda observación del hindú Aries Tottle, según la cita Pundit! «Cabe así sostener que no una, o dos, o pocas veces, sino repetidas casi hasta el infinito, las mismas opiniones giran en círculo entre los hombres»17.

2 de abril.-Nos pusimos hoy al habla con el cúter magnético que se halla a cargo de la sección central de los alambres telegráficos flotantes. Me entero de que cuando este dispositivo telegráfico fue puesto en funcionamiento por Horse18, se consideraba absolutamente imposible llevar los alambres a través del mar, pero ahora lo imposible es comprender cuál era la dificultad. Así cambia el mundo. Tempora mutantur... excúseme por citar en etrusco. ¿Qué haríamos sin el telégrafo atalántico? (Pundit dice que antes se escribía «Atlántico».) Hicimos alto unos minutos para hablar con los del cúter y, entre otras gloriosas noticias, nos enteramos de que la guerra civil arde en Africa, mientras la peste cumple. una magnífica tarea tanto en Uropa como en Hasia. ¿No es sumamente notable que, antes de que la humanidad iluminara brillantemente la filosofía, el mundo tuviera costumbre de considerar la guerra y la peste como calamidades? ¿Sabía usted que en los antiguos templos se elevaban rogativas para que esos males (!) no asolaran a la humanidad? ¿No resulta dificilísimo comprender cuáles eran los principios e intereses que movían a nuestros antepasados? ¿Estaban tan ciegos como para no percibir que la destrucción de una miríada de individuos representaba una ventaja positiva para la masa?

3 de abril.-Resulta realmente muy divertido subir por la escala de cuerda que lleva a lo alto

de la esfera del globo y contemplar desde allí el mundo que nos rodea. Desde la barquilla, como bien sabe usted, el panorama no es tan amplio, pues poco se alcanza a ver verticalmente. Pero sentada aquí (desde donde le escribo), en la piazza abierta, lujosamente cubierta de almohadones, de lo alto del globo, se puede ver todo lo que ocurre en cualquier dirección. En este momento diviso una verdadera muchedumbre de globos, que presentan un aspecto sumamente animado, mientras el aire resuena con el zumbido de millones de voces humanas. He oído decir que cuando Amarillo (o como Pundit afirma, Violeta19, que, según parece, fue el primer aeronauta, sostenía la posibilidad de atravesar la atmósfera en todas direcciones, ascendiendo o descendiendo hasta encontrar una corriente favorable, sus contemporáneos apenas le prestaban atención, creyéndole una especie de loco ingenioso, y todo ello porque los filósofos (!) del momento declaraban que la cosa era imposible. ¡Ah, me resulta completamente inexplicable cómo una cosa tan factible pudo escapar a la sagacidad de los antiguos savants! Pero en todas las edades, los mayores obstáculos al progreso en las artes han sido creados por los así llamados hombres de. ciencia. Ciertamente, nuestros hombres de ciencia no son tan intolerantes como los de antaño... Pero tengo algo muy raro que decirle al

16 Furrier, o sea Charles Fourier, que por supuesto no era irlandés. 17 Aries Tottle: Aristóteles. 18 Morse. ( 19 Pero más probablemente «Verde», o sea Charles Creen, a quien Poe cita otra vez en «El camelo del globo».

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respecto. ¿Sabía usted que apenas han pasado mil años desde que los metafísicos consintieron en desengañar a la gente de la singular fantasía de que sólo existían dos cansinos posibles para llegar a la verdad? ¡Créalo, si le es posible! Parece ser que hace mucho, muchísimo, en la noche de los tiempos, vivió un filósofo turco (o más posiblemente hindú) llamado Aries Tottle. Esta persona introdujo, o al menos propagó lo que se dio en llamar el método de investigación deductivo o a priori. Comenzó postulando los axiomas o «verdades evidentes por sí mismas», y de ahí pasó «lógicamente» a los resultados. Sus discípulos más notables fueron un tal Neuclides y un tal Cant. Pues bien, Aries Tottle se mantuvo inexpugnable hasta la llegada de un tal Hog, apodado «el pastor de Ettrick»20, que predicó un sistema por completo diferente, que llamó inductivo o a posteriori. Su teoría lo remitía todo a la sensación. Hog procedía a observar, analizar y clasificar los hechos -instantiae natura, como se les llamaba afectadamente- en leyes generales. En una palabra, el método de Aries Tottle se basaba en noumena, y el de Hog, en phenomena. Pues bien, tan grande admiración despertaba este último sistema que Aries Tottle quedó inmediatamente desacreditado. Más tarde recobró terreno y se le permitió compartir el reino de la Verdad con su más moderno rival. Los savants sostuvieron que las vías aristotélicas y baconianas eran los únicos caminos posibles del conocimiento, Como usted sabe; «baconiano» es un adjetivo inventado para reemplazar a «hogiano», por más eufónico y digno.

Ahora bien, querido amigo, le aseguro rotundamente que expongo esta cuestión de la manera más leal, y basándome. en las autoridades más sólidas; fácilmente podrá comprender, pues, cómo una noción tan absurda debió retrasar el progreso de todo conocimiento verdadero, que avanza casi invariablemente por saltos intuitivos. La noción antigua reducía la investigación a un mero reptar; y durante siglos la ciega creencia en Hog hizo que, por así decirlo, se dejara prácticamente de pensar. Nadie se atrevía a expresar una verdad cuyo origen sólo debía a su propia alma. Ni siquiera valía que aquella verdad fuese demostrable, pues los tozudos savants de la época sólo se fijaban en el camino por el cual se había llegado a ella. No querían mirar los fines. « ¡Veamos los medios, los medios!», gritaban. Si al investigar los medios se descubría que no encajaban en la categoría Aries (o sea, Carnero), ni en la categoría Hog (a sea, Cerdo), pues bien, los savants se negaban a seguir adelante, declaraban que el «teorizador» era un loco y no querían nada con él ni con su verdad.

Ni siquiera puede sostenerse aquí que, gracias al sistema de reptación, fuera posible acumular grandes cantidades de verdad a lo largo de los tiempos, pues la represión de la imaginación era un mal que no se compensaba con ninguna certeza que pudieran dar los antiguos métodos de investigación. El error de aquellos Alamanes, Francos, Inglis y Amricanos (estos últimos, dicho sea de paso, fueron nuestros antepasados inmediatos) era análogo al del sabihondo que se imagina que va a conocer mejor una cosa si la arrima a un centímetro de los ojos. Aquellas gentes se cegaban a causa de los detalles. Cuando seguían el camino del Cerdo, sus «hechos» no siempre eran tales, cosa que en sí hubiera tenido poca importancia de no mediar la circunstancia de que ellos sostenían que sí lo eran, y que tenían que serlo porque se presentaban como tales. Cuando tomaban el camino del Carnero, su' marcha era apenas tan derecha como los cuernos de un morueco, puesto que jamás tenían un axioma que verdaderamente lo fuera. Debieron de estar muy ciegos para no verlo, aun en su época, pues ya entonces gran cantidad de los axiomas «establecidos» habían sido rechazados. Por ejemplo: Ex nihilo nihil fit, «un cuerpo no puede actuar allí donde no está», «no puede haber antípodas», «la oscuridad no puede nacer de la luz»; todas ellas, y una docena de proposiciones semejantes, admitidas al comienzo como axiomas, eran consideradas como insostenibles aun en el período del que hablo. ¡Gentes absurdas que persistían en depositar su fe en los axiomas como bases inmutables de la verdad! Aun si se los extrae de las obras de sus razonadores más sólidos, es facilísimo demostrar la futileza, la impalpabilidad de sus axiomas 20 Hog, cerdo, alude a Bacon (bacon, tocino). «El pastor de Ettrick», que la corresponsal menciona por puro disparate, era un poetastro llamado James Hogg -de ahí la confusión-, que gozó de mucha fama en Inglaterra (1770-1835).

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en general. ¿Quién fue el más profundo de sus lógicos? ¡Veamos! Lo mejor será que vaya a preguntarle a Pundit; volveré dentro de un minuto. ¡Ah, ya lo tengo! He aquí un libro escrito hace casi mil años y recientemente traducido del Inglis (que, dicho sea de paso, parece haber constituido los rudimentos del Amricano). Pundit afirma que se trata de la obra antigua más inteligente sobre la lógica. El autor (muy estimado en su tiempo) era un tal Miller o Mill, y nos enteramos, como detalle de cierta importancia, que era dueño de un caballo de tahona llamado «Bentham»21. Pero examinemos el tratado.

¡Ah! «La capacidad o la incapacidad de concebir algo -dice muy atinadamente Mr. Mill- no debe considerarse en ningún caso como criterio de verdad axiomática.» ¿Qué moderno que esté en sus cabales osaría discutir este truismo? Lo único que puede asombrarnos es cómo a Mr. Mill se le ocurrió mencionar una cosa tan obvia. Todo esto está muy bien... pero volvamos la página. ¿Qué encontramos? «Dos cosas contradictorias no pueden ser ambas verdaderas, vale decir, no pueden coexistir en la naturaleza.» Mr. Mill quiere decir, por ejemplo, que un árbol tiene que ser un árbol o no serlo, o sea, que no puede al mismo tiempo ser un árbol y no serlo. De acuerdo; pero yo le pregunto por qué. Y él me contesta -perfectamente seguro de lo que dice-: «Porque es imposible concebir que dos cosas contradictorias sean ambas verdaderas». Ahora bien, esto no es una respuesta aceptable, ya que nuestro autor acaba de admitir como truismo que «la capacidad o la incapacidad de concebir algo no debe considerarse en ningún caso como criterio de verdad axiomática».

Pues bien, no me quejo de los antiguos porque su lógica fuera, como ellos mismos lo demuestran, absolutamente infundada, fantástica y sin el menor valor, sino por su pomposa e imbécil proscripción de todos los otros caminos de la verdad, de todos los otros medios para alcanzarla, y su obstinada limitación a los dos absurdos senderos -uno para arrastrarse y otro para reptar- donde se atrevieron a encerrar el Alma que no quiere otra cosa que volar.

Dicho sea de paso, querido amigo, ¿no cree usted que nuestros antiguos dogmáticos se hubieran quedado perplejos si hubieran tenido que determinar por cuál de sus dos caminos se había logrado la más importante y sublime de todas sus verdades? Aludo a la verdad de la Gravitación. Newton la debió a Kepler. Kepler admitió que había conjeturado sus tres leyes, esas tres leyes admirables que llevaron al gran matemático inglis a su principio, esas leyes que eran la base de todo principio físico y para ir más allá de las cuales tenemos que penetrar en el reino de la metafísica. Sí, Kepler conjeturó... es decir, imaginó. Era esencialmente un «teorizador», término hoy sacrosanto y que antes constituía un epíteto despectivo. Y aquellos viejos topos, ¿no habrían sentido la misma perplejidad si hubiesen tenido que explicar por cuál de los dos «caminos» descifra un criptógrafo un mensaje en clave especialmente secreto, y por cuál de los dos caminos encaminó Champollion a la humanidad hacia esas duraderas e innumerables verdades que se derivaron del desciframiento de los jeroglíficos?

Una palabra más sobre este tema y habré terminado de aburrirlo. ¿No es extrañísimo que, con su continuo parloteo sobre los caminos de la verdad, aquellos fanáticos no vieran el gran camino que nosotros percibimos hoy, can claramente... el camino de la Coherencia? ¡Cuán singular que no hayan sido capaces de deducir de las obras de Dios el hecho vital de que toda perfecta coherencia debe ser una verdad absoluta! ¡Cuán evidente ha sido nuestro progreso desde que esta afirmación fue formulada! Las investigaciones fueron arrancadas de las manos de los topos y confiadas como tarea a los auténticos pensadores, a los hombres de imaginación ardiente. Estos últimos teorizan. ¿Puede usted imaginar el clamor de escarnio que hubieran provocado mis palabras en nuestros progenitores si pudieran inclinarse sobre mi hombro para ver lo que escribo? Estos hombres, repito, teorizan, y sus teorías son corregidas, reducidas, sistematizadas, eliminando poco a poco sus residuos incoherentes... hasta que, por fin, se logra una coherencia perfecta; y aun el más estólido admitirá que, por ser coherentes, son absoluta e incuestionablemente verdaderas.

21 Alusiones a John Stuart Mill (mill, molino) y a Jeremy Bentham.

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4 de abril.-El nuevo gas hace maravillas en combinación con el perfeccionamiento de la gutapercha. ¡Cuán seguros, cómodos, manejables y excelentes son nuestros globos modernos! He aquí uno inmenso que se nos acerca a una velocidad de por lo menos ciento cincuenta millas por hora. Parece repleto de pasajeros (quizá haya a bordo trescientos o cuatrocientos) y, sin embargo, vuela a una milla de altitud, contemplándonos desde lo alto con soberano desprecio. Empero, cien o aun doscientas millas horarias representan después de todo una travesía bastante lenta. ¿Recuerda nuestro viaje por tren a través del Kanadaw? ¡Trescientas millas por hora! ;Eso era viajar! Imposible ver nada... Nuestras únicas ocupaciones consistían en flirtear y bailar en los magníficos salones. ¿Recuerda qué extraña sensación se experimentaba cuando, por casualidad, teníamos una visión fugitiva de los objetos exteriores mientras el tren corría a toda velocidad? Cada cosa parecía única... en una sola masa. Por mi parte, debo decir que preferiría viajar en el tren lento, el de cien millas horarias. Había en él ventanillas de cristal y hasta se podía tenerlas abiertas, alcanzando alguna visión del paisaje. Pundit dice que el camino por donde pasa el gran ferrocarril del Kanadaw debió haber sido trazado hace aproximadamente novecientos años. Llega a afirmar que pueden verse huellas del antiguo camino, y que corresponden a ese antiquísimo período. Parece que los rieles eran solamente dobles; como usted sabe, los nuestros tienen doce rieles y están en preparación tres o cuatro más. Los antiguos rieles eran muy livianos y se hallaban tan juntos que, para nuestras nociones modernas, resultaban tan baladíes como peligrosos. El ancho actual de la trocha -cincuenta pies- se considera apenas suficientemente seguro... Por mi parte, no dudo de que en tiempos muy remotos debió existir una vía ferroviaria, como lo asegura Pundit; pues estoy convencidísima de que hace mucho tiempo, por lo menos siete siglos, el Kanadaw del Norte y el del Sur estuvieron unidos; ni que decir entonces que los kanawdienses se vieron obligados a tender un gran ferrocarril a través del continente.

5 de abril.-Me siento casi devorada por el ennui. Pundit es la única persona con quien se puede hablar a bordo; pero el pobrecito no sabe más que de arqueología... Se ha pasado todo el día tratando de convencerme de que los antiguos americanos se gobernaban a sí mismos. ¿Oyó usted alguna vez despropósito semejante?, Sostiene que tenían una especie de confederación donde cada persona era un individuo... a la manera de los «perros de las praderas» de que se habla en las fábulas. Dice que partieron de la idea más rara imaginable, a saber, que todos los hombres nacen libres e iguales... y esto en las mismas narices de las leyes de gradación, tan visiblemente impresas en todas las cosas, tanto en el universo moral como en el físico. Todos los hombres «votaban» (así le llamaban), es decir, se mezclaban en los negocios públicos, hasta que se acabó por descubrir que el negocio de todos es el negocio de nadie, y que la «República» (como llamaban a esa cosa absurda) carecía completamente de gobierno. Se dice, empero, que la primera circunstancia que perturbó seriamente la autocomplacencia de los filósofos que habían construido esta «República» fue el .sorprendente descubrimiento de que el sufragio universal se prestaba a los planes más fraudulentos, por medio de los cuales se obtenía la cantidad deseada de votos, sin posibilidad de descubrimiento o de prevención, y que esto podía llevarlo a cabo cualquier partido político lo bastante vil como para no sentir vergüenza del fraude. La menor reflexión sobre este descubrimiento bastó para mostrar con toda claridad que la bellaquería debía predominar; en una palabra, que un gobierno republicano no podía ser otra cosa que un gobierno de bellacos. Entonces, mientras los filósofos se ocupaban de ruborizarse por su estupidez al no haber previsto tan inevitables males, y trataban de inventar nuevas teorías, la cuestión fue bruscamente resuelta por un individuo llamado Populacho, quien tomó las cosas por su cuenta e inició un despotismo frente al cual las tiranías de los fabulosos Cerones y Heliopávalos resultaban tan respetables como deliciosas. Este Populacho (un extranjero, dicho sea de paso) parece haber sido el hombre más odioso que haya deshonrado la tierra. De gigantesca estatura, insolente; rapaz, sucio, tenía la hiel de un buey junto con el corazón de una hiena y el cerebro de un pavo real. Dé todos modos sirvió para algo, como ocurre con las cosas más viles, y enseñó a la humanidad una lección que ésta no habrá de olvidar: la de no correr jamás

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en sentido contrario a las analogías naturales. En cuanto al republicanismo, imposible encontrarle ninguna analogía en la faz (le la tierra, salvo que tomemos como ejemplo a los «perros de las praderas», excepción que sólo sirve para demostrar, si demuestra algo, que la democracia es una admirable forma de gobierno... para perros.

6 de abril.-Anoche vi admirablemente bien a Alfa Lyrae, cuyo disco, a través del telescopio del capitán, subtendía un ángulo de medio grado, y tenía el mismo aspecto que presenta nuestro sol en un día neblinoso. Aunque muchísimo más grande que el sol, dicho sea de paso, Alfa Lyrae se le parece en cuanto a las manchas, la atmósfera y otros detalles. Sólo en el último siglo -según me dice Pundit comenzó a sospecharse la relación binaria existente entre estos dos astros. El evidente movimiento de nuestro sistema en el espacio había sido considerado (¡cosa extraña!) como una órbita en torno a una prodigiosa estrella situada en el centro de la Vía Láctea. Conjeturábase que cada uno de estos cuerpos celestes giraba en torno a dicha estrella o a un centro de gravedad común a todos los astros de la Vía Láctea, que se suponía cerca de Alción, en las Pléyades; calculábase que nuestro sistema completaba su circuito en 117.000.000 de años. Pero a nosotros, con nuestras actuales luces y nuestros grandes perfeccionamientos en los telescopios, nos resulta imposible imaginar la base de semejante suposición. Su primer propagandista fue un tal Mudler22. Cabe presumir que la analogía lo indujo a postular tan extraña hipótesis; pero de ser así hubiera debido sostener la analogía en todo el desarrollo de su idea. A1 sugerir un gran astro central, Mudler no incurría en nada ilógico. Empero, y desde un punto de vista dinámico, este astro central tendría que ser muchísimo más grande que todos los otros cuerpos celestes juntos. Cabía entonces preguntarse: « ¿Cómo es que no lo vemos?» Precisamente nosotros, que ocupamos la región media del inmenso racimo, el lugar cerca del cual debería hallarse situado aquel inconcebible sol central, ¿cómo no lo vemos? Quizá en este punto el astrónomo se refugió en una noción de no-luminosidad y al hacerlo abandonó por completo la analogía. Pero, aun admitiendo que el astro central no fuera luminoso, ¿cómo explicar que el incalculable ejército de resplandecientes soles que se encaminan hacia él no lo iluminen? No hay duda de que lo que el sabio sostuvo al final fue la mera existencia de un centro de gravedad común a todos los cuerpos del espacio; pero aquí tuvo que renunciar de nuevo a la analogía. Nuestro sistema gira, es cierto, en torno de un centro común de gravedad, pero lo hace en relación con un sol material cuya masa compensa más que suficientemente las de todo el sistema junto. El círculo matemático es una curva compuesta por infinidad de líneas rectas; pero esta idea del círculo, que con relación a la geometría terrena consideramos como meramente matemática, distinguiéndola de la idea práctica de un círculo, esta idea es la única concepción práctica que cabe mantener con respecto a los titánicos círculos que debemos concebir, por lo menos en la fantasía, cuando suponemos a nuestro sistema y a sus semejantes girando en torno a un punto en el centro de la Vía Láctea: ¡Intente la más vigorosa imaginación humana dar un solo paso hacia la comprensión de un circuito tan inexpresable! Apenas resultaría paradójico decir que un relámpago, corriendo por siempre en la circunferencia de este inconcebible círculo, correría por siempre en línea recta. El camino de nuestro sol a lo largo de esta circunferencia, la dirección de nuestro sistema en semejante órbita, no puede, para la percepción humana, haberse desviado en lo más mínimo de una línea recta, ni siquiera en un millón de años; imposible suponer otra cosa, pese a lo cual aquellos astrónomos antiguos se dejaban engañar al punto de creer que una curvatura bien marcada habíase hecho visible en el breve período de la historia astronómica en ese mero punto, en esa absoluta nada de dos o tres mil años. ¡Cuán incomprensible es que consideraciones como las presentes no les indicaran inmediatamente la verdad de las cosas... o sea, la revolución binaria de nuestro sol y de Alpha Lyrae en torno a un centro común de gravedad!

22 Alude -llamándolo «embarrador»- a Johann Heinrich Von Mádler, astrónomo alemán

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7 de abril.-Continuamos anoche nuestras diversiones astronómicas. Vimos con mucha claridad los cinco asteroides neptunianos y observamos con sumo interés la colocación de una pesada imposta sobre dos dinteles en el nuevo templo de Dafnis, en la luna. Resultaba divertido pensar que criaturas tan pequeñas como los selenitas y tan poco parecidas a los hombres muestran un ingenio mecánico muy superior al nuestro. Cuesta además concebir que las enormes masas que aquellas gentes manejan fácilmente sean tan livianas como nuestra razón nos lo enseña.

8 de abril.- ¡Eureka! Pundit resplandece de alegría. Un globo de Kanadaw nos habló hoy, arrojándonos varios periódicos recientes. Contienen noticias sumamente curiosas sobre antigüedades kanawdienses o más bien amricanas. Presumo que estará usted enterado de que numerosos obreros se ocupan desde hace varios meses en preparar el terreno para una nueva fuente en Paraíso, el principal jardín privado del emperador. Parece ser que Paraíso, hablando literalmente, fue en tiempos inmemoriales una isla -vale decir que su límite Norte estuvo siempre constituido (hasta donde lo indican los documentos) por un riacho o más bien un angosto brazo del mar-. Este brazo se fue ensanchando gradualmente hasta alcanzar su amplitud actual de una milla. El largo total de la isla es de nueve millas; el ancho varía mucho. Toda el área (según dice Pundit) hallábase, hace unos ochocientos años, densamente cubierta de casas, algunas de las cuales tenían hasta veinte pisos; por alguna razón inexplicable se consideraba la tierra como especialmente preciosa en esta vecindad. Empero, el desastroso terremoto del año 2050 desarraigó y asoló de tal manera la ciudad (pues era demasiado grande para llamarle poblado), que los más infatigables arqueólogos no pudieron obtener jamás elementos suficientes (como monedas, medallas o inscripciones) para establecer la más nebulosa teoría concerniente a las costumbres, modales, etc., etc., de los aborígenes. Puede decirse que todo lo que sabemos de ellos es que constituían parte de la tribu salvaje de los Knickerbockers23, que infestaba el continente en la época de su descubrimiento por Recorder Riker, uno de los caballeros del Vellocino de Oro. No eran completamente incivilizados, sino que cultivaban diversas artes e incluso ciencias, pero a su manera. Se dice que eran muy perspicaces en ciertos aspectos pero atacados por la extraña monomanía de construir lo que en el antiguo amricano se llamaba «iglesias», o sea, unas especies de pagodas instituidas para la adoración de dos ídolos denominados Riqueza y Moda. A1 final, nueve décimas partes de la isla no eran más que iglesias. Las mujeres, según parece, estaban extrañamente deformadas por una protuberancia de la región donde la espalda cambia de nombre, aunque se consideraba que esto era el colmo de la belleza, cosa inexplicable. Se han conservado milagrosamente una o dos imágenes de tan singulares mujeres. Tienen un aire muy raro... algo entre un pavo y un dromedario.

En fin, tales eran los pocos detalles que poseíamos acerca de los antiguos Knickerbockers. Parece, sin embargo, que al cavar en el centro del jardín del Emperador (que, como usted sabe, cubre toda la isla), los obreros desenterraron un bloque cúbico de granito, evidentemente tallado y que pesaba varios cientos de libras. Hallábase bien conservado y la convulsión que lo había sumido en la tierra no parecía haberlo dañado. En una de sus superficies había una placa de mármol con ( ¡imagínese usted!) una inscripción... urna inscripción legible. Pundit está arrobado. Al desprender la placa apareció una cavidad conteniendo una caja de plomo donde había diversas monedas, un rollo de papel con nombres, documentos que tienen el aire de periódicos, y otras cosas de fascinante interés para el arqueólogo. No cabe duda de que se trata de auténticas reliquias amricanas, pertenecientes a la tribu de los Knickerbockers. Los diarios arrojados a nuestro globo contienen facsímiles de las monedas, manuscritos, caracteres tipográficos, etc. Copio para diversión de usted la inscripción Knickerbocker de la placa de mármol:

Esta piedra fundamental de un monumento

23 Se denomina así a los descendientes de las primeras familias holandesas que se establecieron en los Estados Unidos.

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a la memoria de JORGE WASHINGTON

fue colocada con las debidas ceremonias el 19 de octubre de 1847,

aniversario de la rendición de Lord Cornwallis

al General Washington en Yorktown, A D. 1781,

bajo los auspicios de la Asociación pro monumento a Washington de la

Ciudad de Nueva York. La precedente es traducción verbatim hecha por Pundit en persona, de modo que no

puede haber error. De estas pocas palabras preservadas surgen varios importantes tópicos de conocimiento, entre los cuales el no menos interesante es que, hace mil años, los verdaderos monumentos habían caído en desuso -lo cual estaba muy bien- y la gente se contentaba, como hacemos nosotros ahora, con una mera indicación de sus intenciones de erigir un monumento en tiempos venideros, colocando cuidadosamente una piedra fundamental, «solitaria y sola» (me excusará usted por citar al gran poeta americano Benton), como garantía de tan magnánima intención. Asimismo, de esa admirable piedra extraemos la seguridad del cómo, el dónde y el qué de la gran rendición de que en ella se habla. En cuanto al dónde, fue en Yorktown (dondequiera que se hallara), y por lo que respecta al qué, se trataba del general Cornwallis (sin duda algún acaudalado comerciante en granos24. No hay duda de que se rindió. La inscripción conmemora la rendición de... ¿de quién? Pues de «Lord Cornwallis». La única cuestión está en saber por qué querían los salvajes que se rindiera. Pero si recordamos que se trataba indudablemente de caníbales, llegamos a la conclusión de que lo querían para hacer salchichas. En cuanto al cómo de la rendición, ningún lenguaje podría ser más explícito. Lord Cornwallis se rindió (para servir de salchicha) «bajo los auspicios de la Asociación pro monumento a Washington», institución caritativa ocupada en colocar piedras fundamentales ... ¡Santo Dios! ¿Qué ocurre? ¡Ah, ya veo, el globo se está viniendo abajo y tendremos que posarnos en el mar! Sólo me queda tiempo, pues, para agregar que, después de una rápida lectura de los facsímiles que aparecen en los diarios, advierto que los grandes hombres de aquellos días entre los americanos eran un tal John; herrero, y un tal Zacarías, sastre25.

Adiós, y hasta la vista. Poco me importa que reciba usted o no esta carta, pues la escribo solamente para divertirme. Pondré de todos modos el manuscrito en una botella y lo arrojaré al mar.

Su amiga invariable, PUNDITA

EL MILÉSIMO SEGUNDO CUENTO DE SCHEHERAZADE

La verdad es más extraña que la ficción. (Viejo proverbio)

24 Corn, grano o cereal. 25 John Smith y Zacarías Taylor.

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Hace poco, en el curso de ciertas investigaciones sobre el Oriente, tuve oportunidad de consultar el Ahoradime Esonoasí, una obra (como el Zohar de Simeon Jochaides) prácticamente desconocida, aun en Europa, y que jamás fue citada por ningún americano, según tengo entendido -si exceptuamos, quizás, al autor de Curiosidades de la Literatura Americana-; tuve ocasión, digo, de hojear algunas páginas de esa obra tan notable, y me sorprendió mucho descubrir que el mundo literario ha estado en un error hasta ahora, extrañamente, con respecto al destino de Scheherazade, la hija del visir, tal como se lo describe en las Noches Árabes; y que el dénouement allí expuesto, si no del todo inexacto, es por lo menos culpable de no haber ido mucho más lejos.

Para mayor información sobre este interesante tema, debo remitir al lector inquisitivo al Esonoasí mismo; pero, mientras tanto, habrá de perdonárseme que resuma lo que allí he descubierto.

Se recordará que, en la versión habitual de los cuentos, cierto monarca, justificadamente celoso de su Reina, no sólo la condena a muerte sino que hace la promesa, por su barba y por el profeta, de desposar cada noche a la doncella más bella de sus dominios y enviarla por la mañana al verdugo.

Habiendo cumplido esta promesa varios años al pie de la letra, con una puntualidad religiosa y un método que le valió un gran crédito como hombre de sentimientos devotos y fina sensibilidad, fue interrumpido una tarde (en sus plegarias, sin duda) por la visita de su gran visir, a cuya hija, parece, se le había ocurrido una idea.

Su nombre era Scheherazade, y su idea era que libraría al reino del impuesto despoblador aplicado a la belleza, o perecería en el intento, como corresponde a toda heroína.

Consecuentemente, y aunque no era ése un año bisiesto (que hace el sacrificio más meritorio), ella envía a su padre, el gran visir, para que le ofrezca su mano al Rey. El Rey acepta la mano de inmediato (se había propuesto obtenerla, de todas maneras, y sólo aplazaba el asunto día a día por temor al visir) pero, al aceptarla, da a entender claramente a todas las partes que, gran visir o no, él no tenía la más mínima intención de alejarse un ápice de su promesa ni de sus privilegios. Por lo tanto, cuando la bella Scheherazade insistió en casarse con el Rey y en efecto lo hizo, pese al excelente consejo de su padre de no hacer tal cosa, cuando ella quiso y se casó, digo, fue con sus bellos ojos negros tan bien abiertos como la naturaleza del caso lo permitía.

Pero parece ser que esta política damisela (que, sin duda, había leído a Maquiavelo) tenía en mente un plan muy ingenioso. En la noche de la boda se las arregló, no me acuerdo con qué pícaro pretexto, para que su hermana ocupara un lecho lo bastante cerca de la pareja real como para poder mantener una conversación de cama a cama; poco antes de que cantara el gallo, se aseguró de despertar al buen monarca, su marido (que no le deseaba ningún mal, pero que le haría retorcer el cuello por la mañana) ; consiguió despertarlo, digo (pese a que la conciencia limpia y una excelente digestión le permitían dormir bien), gracias al interés de la historia (acerca de una rata y un gato negro, creo) que le estaba contando a su hermana (en voz baja, por supuesto). Cuando se hizo de día, sucedió que su historia aún no había terminado y que, como estaban dispuestas las cosas, Scheherazade no podría terminarla, pues era hora de levantarse para ser estrangulada, cosa muy poco más tentadora que el ahorcamiento, aunque algo más cortés.

La curiosidad del Rey, sin embargo, prevaleció incluso sobre sus sólidos principios religiosos, lamento decir, y lo indujo, sólo por esa vez, a posponer el cumplimiento de su promesa hasta la mañana siguiente, con el propósito y la esperanza de oír esa noche qué había ocurrido finalmente con el gato negro (creo que era un gato negro) y la rata.

Al llegar la noche, empero, Scheherazade no sólo puso un punto final al cuento del gato negro y la rata (la rata era azul) sino que, sin darse cuenta, se encontró a sí misma

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profundamente sumergida en los vericuetos de un relato referido (si no me equivoco) a un caballo rosa (con alas verdes) que se movía rápidamente mediante un mecanismo de relojería, y al que se le daba cuerda con una llave de color índigo. Esta historia le pareció al Rey mucho más interesante que la otra y, cuando el día rompió antes de su conclusión (pese a los esfuerzos de la Reina por llegar a tiempo para el estrangulamiento), no hubo más remedio que posponer la ceremonia por veinticuatro horas como se había hecho antes. La noche siguiente hubo un accidente similar con un resultado similar; y luego la siguiente, y de nuevo la siguiente... Hasta que, al fin, el buen monarca, después de ser, inevitablemente privado de toda oportunidad de cumplir su promesa durante un período de no menos de mil y una noches, o bien se olvida por completo del asunto al cabo de ese tiempo, o se declara legalmente ab-suelto del compromiso, o (lo que es más probable) la rompe directamente, lo mismo que a la cabeza de su padre confesor. Como sea, Scheherazade, que, al ser descendiente directa de Eva, heredó quizá los siete canastos de charla que esta última dama, todos sabemos, recogió al pie de los árboles en el jardín del Edén; Scheherazade, repito, triunfó finalmente, y el im-puesto a la belleza fue abolido.

Ahora bien, esta conclusión (que es la del cuento tal como lo conocemos) es, sin duda, sumamente apropiada y agradable, pero, ¡ay!, como muchas cosas agradables, es más agradable que cierta; estoy en deuda con el Esonoasí por la rectificación de este error. "Le mieux -dice un proverbio francés- est l'ennemi du bien" y, cuando mencioné que Scheherazade había heredado las siete canastas de la charla, debería haber agregado que las puso a generar interés hasta que fueron setenta y siete.

- Querida hermana -dijo ella, en la noche milésimo segunda (cito ahora literalmente el Esonoasí)-, ahora que este pequeño inconveniente de la estrangulación se ha disipado y que este odioso impuesto ha sido felizmente abolido, me siento culpable de una gran indiscreción por haberles ocultado a ti y al Rey (quien, lamento decirlo, ronca, algo que ningún caballero haría) el final completo de Simbad el Marino. Ese personaje pasó por otras muchas e interesantes aventuras, además de las que conté; pero la verdad es que esa noche tenía sueño, y me dejé tentar, abreviando el relato; un lamentable desatino por el que espero Alá me perdone. Pero todavía no es demasiado tarde para remediar mi gran negligencia y, tan pronto como le haya dado al Rey un par de pellizcones para despertarlo y hacer que termine con esos horribles ruidos, pasaré a entretenerte (y a él también, silo desea) con la continuación de esta notable historia.

Ante lo cual, la hermana de Scheherazade, como lo refiere el Esonoasí, no mostró mayor entusiasmo; pero el Rey, tras ser suficientemente pellizcado, cesó por fin de roncar y dijo "¡Hum! ", y luego "¡Mmm!" la Reina -sabiendo que esas palabras (sin duda arábigas) significaban que él era todo oídos y que haría lo posible por no roncar más-, cuando la Reina, digo, después de disponer las cosas a su entera satisfacción, retomó de inmediato la historia de Simbad el Marino:

- Finalmente, en mi vejez (éstas son las palabras de Simbad, tal como las refiere Scheherazade), finalmente, en mi vejez, y después de haber disfrutado muchos años la tranquilidad del hogar, me volvió a poseer el deseo de visitar otras tierras, y un día, sin decir nada a mi familia, empaqué algunas mercancías del mayor valor y el menor volumen y, contratando a un porteador para que las cargase, bajé con él hasta la costa a esperar la llegada de cualquier navío que pudiera sacarme del reino y llevarme a alguna región que aún no hubiera explorado.

"Dejamos los bultos en la arena, nos sentamos a la sombra de unos árboles y miramos hacia el océano con la esperanza de avistar algún barco, pero durante varias horas no divisamos ninguno. Entonces me pareció oír una especie de zumbido o murmullo singular; tras escuchar un instante, el porteador dijo que también lo percibía. Pronto se hizo más intenso y luego más intenso aún, por lo que no nos quedaron dudas de que el objeto que lo producía se estaba acercando. Al fin, advertimos en el horizonte un punto negro que rápidamente aumentaba de tamaño, y pudimos ver que se trataba de un enorme monstruo, nadando con una

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buena parte del cuerpo fuera del agua. Venía hacia nosotros a una increíble velocidad, levantando grandes olas de espuma en torno a su pecho e iluminando la parte del mar por donde pasaba con una larga línea de fuego que se perdía en la distancia.

"Cuando aquella cosa se acercó lo suficiente, la distinguimos con toda claridad. Su largo era igual al de tres árboles de los más altos, y era tan ancho como la gran sala de audiencias de tu palacio, ¡oh el más sublime y generoso de los califas! Su cuerpo, diferente del de los peces comunes, era tan sólido como una roca y de un negro azabache en toda la porción que sobresalía del agua, a excepción de una angosta raya roja que lo circundaba por completo. El vientre, que sólo podíamos ver por momentos, cuando el monstruo subía y bajaba entre las olas, estaba enteramente cubierto con escamas metálicas de un color como el de la luna con niebla. El lomo era chato y casi blanco, y salían de él seis espinas, aproxi-madamente tan largas como la mitad de su cuerpo.

"Esa horrible criatura no tenía una boca que pudiéramos percibir, pero, como para compensar esta deficiencia, estaba provista de, al menos, cuatro veintenas de ojos que sobresalían de sus órbitas como los de una luciérnaga verde y que estaban ubicados alrededor del cuerpo en dos hileras, una arriba de la otra, y paralelas a la franja roja, que parecía hacer las veces de ceja. Dos o tres de estos temibles ojos eran mucho más grandes que los otros y parecían hechos de oro macizo.

"Aunque esta bestia venía hacia nosotros, como dije antes, con la mayor rapidez, debía de avanzar por alguna arte mágica, pues no tenía aletas como los peces ni patas palmeadas como los patos ni alas como la ostra marina, que es impulsada a la manera de un velero; y tampoco se contorsionaba para avanzar como las anguilas. Su cabeza y su cola tenían una forma muy similar excepto que, no lejos de la última, había dos pequeños agujeros que servían de narices y a través de los cuales el monstruo exhalaba su pesado aliento con prodigiosa violencia y un desagradable chillido.

"Nuestro terror al contemplar esa criatura horrible fue muy grande, pero nuestra estupefacción lo sobrepasó cuando distinguimos sobre su lomo un gran número de animales del tamaño y la forma de los hombres, y muy parecidos a éstos, además, salvo que no usaban vestimenta alguna (como hacen los hombres), sino que estaban provistos (por la naturaleza, sin duda) de una fea e incómoda envoltura, semejante a la tela pero pegada a la piel, como para hacerlos lucir ridículamente torpes y someterlos, al parecer, a un intenso sufrimiento. Llevaban en la cabeza unas cajas cuadradas; a primera vista, pensé que las usarían a modo de turbantes, pero pronto noté que eran sumamente pesadas y sólidas, y deduje entonces que, en razón de su peso, se trataba de artefactos diseñados para mantener la cabeza derecha y encima de los hombros. Las criaturas tenían todas unos collares negros (distintivos de servidumbre, sin duda), como los que les ponemos a nuestros perros, sólo que más anchos y duros, por lo que les resultaba imposible mover la cabeza en cualquier dirección sin mover el cuerpo al mismo tiempo, y así estas pobres víctimas quedaban condenadas a la perpetua contemplación de sus narices, un espectáculo chato y torvo en grado sumo, si no absolutamente horrendo.

"Cuando el monstruo había casi alcanzado la orilla donde estábamos, proyectó repentinamente uno de sus ojos a gran distancia e irradió por él un terrible relámpago de fuego, acompañado por una densa nube de humo y un ruido que no puedo comparar con otra cosa que un trueno. Al disiparse el humo, vimos a uno de aquellos extraños animales-hombres parado cerca de la cabeza de la gran bestia, sosteniendo en la mano una trompeta; se la llevó entonces a la boca y se dirigió a nosotros con unos sonidos fuertes, ásperos y desagradables que, quizás, habríamos confundido con un lenguaje si no los hubiese emitido también por la nariz.

"Era evidente que se nos había hablado, pero yo no sabía qué contestar, pues no pude en absoluto entender lo que se dijo; ante esta dificultad, me volví hacia el porteador, que estaba a punto de desmayarse por el espanto, y le pregunté su opinión sobre el tipo de monstruo que teníamos enfrente, qué quería y qué clase de criaturas eran las que se amontonaban en su lomo. Dominando el temblor lo mejor que podía, el porteador respondió que una vez había

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oído hablar de aquella bestia marina; que era un demonio cruel con entrañas de azufre y sangre de fuego, creado por genios malignos para infligir desdichas a la humanidad, que las cosas sobre su lomo eran sabandijas como las que a veces infestan a perros y gatos, sólo que un poco más grandes y más salvajes, y que esas sabandijas tenían su utilidad, aunque maligna, pues con la tortura que le causaban a la bestia con sus mordiscones y picotazos, la llevaban al grado de enfurecimiento necesario como para hacerla rugir y provocar daño y así cumplir los vengativos y maléficos designios de los genios perversos.

"Esa explicación me hizo salir corriendo a toda velocidad hacia las colinas, sin mirar atrás ni una sola vez, mientras el porteador corrió con la misma rapidez, aunque casi en la dirección opuesta, de modo tal que consiguió escapar finalmente con mi equipaje, el que, no lo dudo, cuidó escrupulosamente, si bien eso es algo que no puedo confirmar, porque no recuerdo haberlo visto otra vez.

"Por lo que a mí respecta, fui hostigado por un enjambre de hombres-sabandija (que llegaron a la orilla en botes) y pronto fui capturado, atado de pies y manos, y llevado a bordo de la bestia, que volvió a internarse de inmediato mar adentro.

"Me arrepentí entonces amargamente de la locura de haber dejado un hogar confortable para arriesgar mi vida en aventuras como aquélla; pero, dado que lamentarse era inútil, procuré mejorar en lo posible mi situación y traté de ganarme la buena voluntad del hombre-animal que tenía la trompeta y que parecía ejercer cierta autoridad sobre sus semejantes. Me fue tan bien en esto que, en pocos días, la criatura me concedió varias muestras de su favor y hasta terminó por tomarse la molestia de enseñarme los rudimentos de lo que sería vano llamar su lenguaje; así, pude llegar a conversar con la criatura y logré hacerle entender mis ardientes deseos de ver el mundo.

"Quéyey escuach kik, Simbad, ejestaf taf rujumbler jis fis guis", me dijo un día después de la cena... i Pero pido mil perdones! Había olvidado que Vuestra Majestad no habla el dialecto de los cockneighs (así se llaman los animales-hombres; presumo que esto se debe a que su lenguaje se relaciona con el de los caballos y el de los gallos)26. Con vuestro permiso, lo traduciré: "Quéyey escuach" y demás, es decir, "Me alegra descubrir, mi querido Simbad, que eres realmente un excelente sujeto; ahora estamos a punto de hacer algo que se llama circunnavegar el globo, y ya que estás tan deseoso de ver el mundo, te haré una concesión y te daré un pasaje gratis en el lomo de la bestia".

Cuando la dama Scheherazade llegó a este punto, dice el Esonoasí, el Rey se volvió sobre su lado derecho y dijo:

- Es, sin duda, muy sorprendente, mi querida Reina, que hayas omitido hasta ahora estas últimas aventuras de Simbad. ¡Sabes que las encuentro extraordinariamente entretenidas y extrañas?

Habiéndose el Rey expresado de este modo, se nos dice, la bella Scheherazade reanudó su historia con las siguientes palabras:

"Le agradecí al animal-hombre su gentileza -dijo Simbad- y pronto me sentí como en mi casa sobre la bestia, que surcaba el océano a prodigiosa velocidad, aunque la superficie de éste, en esa parte del mundo, no es plana sino redonda como una granada, de manera que íbamos, por así decirlo, cuesta arriba o cuesta abajo todo el tiempo."

-Eso, creo, es muy raro -interrumpió el Rey. -Sin embargo, es verdad -respondió Scheherazade. - Tengo mis dudas -insistió el Rey-, pero, te lo ruego, ten la amabilidad de proseguir

con la historia. -Lo haré -dijo la Reina. "La bestia -continuó Simbad- nadó, como decía, cuesta arriba y cuesta abajo hasta que,

26 Cockney es como se llama popularmente a los londinenses. Cockneigh significa, literalmente, gallo-

relincho. [N. del T.]

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al fin, llegamos a una isla de muchos cientos de millas de circunferencia pero que, sin embargo, había sido construida en medio del mar por una colonia de pequeños seres parecidos a orugas''27.

-¡Hum! -dijo el Rey. "Al dejar esa isla -dijo Simbad (pues se entiende que Scheherazade no hizo caso de la

intempestiva interjección de su esposo)- llegamos a otra donde los bosques son de piedra sólida y tan dura que las hachas mejor templadas que utilizamos para cortarlos quedaron hechas pedazos"28.

- ¡Hum! -volvió a decir el Rey, pero Scheherazade, sin prestarle atención, continuó con el relato en palabras de Simbad.

"Pasando esta última isla, llegamos a un país donde había una cueva que se internaba treinta o cuarenta millas en las entrañas de la Tierra y que contenía un gran número de palacios, mucho más grandes y magníficos que los que puedan encontrarse en todo Damasco o Bagdad. De los techos de estos palacios colgaban miríadas de gemas, parecidas a los dia-mantes pero más grandes que los hombres, y en las calles llenas de torres, pirámides y templos, fluían inmensos ríos negros como el ébano, repletos de peces que no tenían ojos"29.

- ¡Hum! -dijo el Rey. "Fuimos luego hasta una región del mar donde encontramos una altísima montaña por

cuyas laderas bajaban torrentes de metal fundido, algunos de los cuales tenían doce millas de ancho y sesenta de largo30, mientras que de un abismo en la cima emanaba tan vasta cantidad de cenizas que el sol quedaba enteramente oculto en el cielo y el día parecía más oscuro que la más oscura medianoche, tanto que, cuando ya nos habíamos alejado ciento cincuenta millas de la montaña, aún era imposible ver el más blanco de los objetos, por cerca que lo

27 Los corales. 28 Una de las más notables curiosidades naturales de Texas es un bosque petrificado, cerca de la cabecera

del río Pasigno. Consiste en varios cientos de árboles, de posición erecta, todos convertidos en piedra. Algunos, aún creciendo, están parcialmente petrificados. Es un hecho sorprendente para la filosofía natural y debe inducir a modificar la teoría actual sobre la petrificación." Kennedy.

Este relato, en principio desacreditado, ha sido desde entonces corroborado por el descubrimiento de un bosque completamente petrificado, cerca de la cabecera del río Cheyenne, que tiene sus fuentes en las Colinas Negras de las Rocallosas.

Pocas veces, quizás, habrá en la superficie del globo un espectáculo más notable, aun desde un punto de vista geológico o pintoresco, que el presentado por el bosque petrificado, cerca de El Cairo. El viajero, habiendo pasado las tumbas de los califas, justo después de las puertas de la ciudad, procede hacia el sur, casi en ángulo recto al camino que atraviesa el desierto de Suez y, después de haber viajado diez millas por un valle bajo y estéril, cubierto con arena, grava y conchas marinas, fresco como si la marea se hubiera retirado ayer, cruza una serie de médanos que, por cierta distancia, han corrido paralelos a su camino. La escena que ahora se le presenta es más que singular y desolada. Una masa de fragmentos de árboles, todos convertidos en piedra, que cuando son hollados por los cascos de un caballo suenan como de hierro, se extiende por millas y millas alrededor en la forma de un bosque decaído y postrado. La madera tiene un tono marrón oscuro pero conserva su forma a la perfección, teniendo los pedazos de uno a quince pies de largo y de medio a tres pies de ancho, tan entreverados hasta donde se puede ver, que un asno egipcio apenas puede abrirse paso y tan natural que, aun en Escocia o Irlanda, puede pasar por un enorme pantano desecado en el cual los árboles exhumados yacen pudriéndose al sol. Las raíces y los brotes son, en muchos casos, casi perfectos y en algunos pueden reconocerse los agujeros que han hecho los gusanos en la corteza. Los más delicados canales de la savia y todas las porciones más finas del centro de la madera están perfectamente enteros y soportan ser examinados con las lupas más poderosas. El conjunto se ha silicificado hasta el punto de rayar el cristal y ser capaz de recibir el más profundo pulimento. Revista Asiática.

29 La Cueva del Mamut en Kentucky 30 En Islandia, 1783.

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tuviéramos de los ojos"31 -¡Hum! -dijo el Rey. "Al dejar esa costa, la bestia continuó su viaje hasta que nos topamos con una tierra en

la que la naturaleza de las cosas parecía invertida, pues vimos un gran lago, al fondo del cual, más de cien pies debajo de la superficie del agua, florecía un tupido bosque de altos y exuberantes árboles"32.

-¡Mmm...! -dijo el Rey. "Algunos cientos de millas más lejos encontramos un clima donde la atmósfera era tan

densa que podía sostener el hierro o el acero, como la nuestra sostiene una pluma"33. -¡Caramba! -dijo el Rey. "Siguiendo siempre en la misma dirección, llegamos a la más maravillosa región de

todo el mundo. Serpenteaba por ella un imponente río de varios miles de millas. Era de una profundidad incalculable y de una transparencia más diáfana que la del ámbar. Tenía entre tres y seis millas de ancho, y sus orillas, que se elevaban perpendicularmente mil doscientos pies a cada lado, estaban coronadas de árboles de follaje perenne y flores del más dulce aroma, que hacen de todo el territorio un magnífico jardín; pero el nombre de esta tierra exuberante era el Reino del Horror, y entrar en él significaba inevitablemente la muerte"34.

-¡Uff! -dijo el Rey. "Dejamos ese reino a toda prisa y, después de algunos días, llegamos a otro donde nos

sorprendió observar miríadas de animales monstruosos con cuernos semejantes a guadañas sobre sus cabezas. Estas bestias horrendas cavan en la tierra vastas cavernas con forma de canal, y alinean a los lados rocas dispuestas de tal modo que ceden instantáneamente cuando otros animales las pisan, precipitándolos en los cubiles de los monstruos, quienes les chupan la sangre en el acto y arrojan luego sus restos, desdeñosamente, lejos de las `cavernas de la muerte'"35

- ¡Bah! -dijo el Rey. "Continuando nuestro viaje, vimos un sitio donde las plantas no crecían en el suelo,

sino en el aire36. Había otras que brotaban de la savia de otras plantas37; y otras que extraían

31 Durante la erupción del Hecla, en 1766, nubes de esta clase producían tal grado de oscuridad que, en Glaumba, que está a más de cincuenta leguas de la montaña, la gente sólo podía encontrar su camino tanteando. Durante la erupción del Vesubio, en 1794, en Caserta, a cuatro leguas de distancia, la gente sólo podía caminar a la luz de las antorchas. En el 1° de mayo de 1812, una nube de cenizas volcánicas y arena, proveniente de un volcán en la isla de San Vicente, cubrió la totalidad de las Barbados, derramando una oscuridad tan intensa que, a mediodía, al aire libre, uno podía no percibir los árboles u otros objetos cercanos o aun un pañuelo blanco ubicado a una distancia de seis pies del ojo." Murray, p. 215, Phil. edit.

32 En el año de 1790, en Caracas durante un terremoto, una porción del suelo de granito se hundió y dejó

un lago de ochocientas yardas de diámetro y de ochenta a cien pies de profundidad. Era parte del bosque de Aripao que se hundió y los árboles permanecieron verdes durante varios meses bajo el agua." Murray, p. 221.

33 El más duro acero alguna vez manufacturado puede, por la acción del soplete, ser reducido a un polvo

impalpable que flotará tranquilamente en el aire atmosférico. 34 La región del Níger, Ver Colonial Magazine de Simmona. 35 El Mirmeleón, león-hormiga. El término "monstruo" es igualmente aplicable tanto a pequeñas como a

grandes cosas anormales mientras que epítetos tales como "vasto" son meramente comparativos. La caverna del mirmelón es vasta en comparación con el agujero de la hormiga roja común. Un grano de sílice también es una "roca".

36 El Epidendron, Flos Aeris, de la familia de las Orchieae, crece con sólo la superficie de sus raíces

aferradas a un árbol o a otro objeto del que no obtienen alimento alguno, sólo lo consiguen del aire.

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su alimento de los cuerpos de animales vivientes38; había también unas que brillaban con un intenso fulgor39; otras que se movían a voluntad de un sitio a otro40, y lo que era aún más asombroso, descubrimos flores que vivían, respiraban y movían sus miembros a voluntad y tenían, además, la detestable pasión que tiene la humanidad por esclavizar a otras criaturas y confinarlas en hórridas y solitarias prisiones hasta el momento de cumplir con las tareas indicadas41

- ¡Buhh! -dijo el Rey. "Al dejar esa tierra, pronto llegamos a otra en la que las abejas y los pájaros eran

matemáticos de tal genio y erudición que todos los días daban a los hombres sabios del imperio instrucciones para la ciencia de la geometría. El Rey del lugar ofrecía una recompensa por la solución de dos problemas muy difíciles, que fueron resueltos en el acto, uno por las abejas y otro por las aves. Pero el Rey guardó la solución en secreto, y sólo después de los cálculos y los trabajos más complicados, y de haber escrito una infinidad de libros durante una larga serie de años, los matemáticos humanos llegaron por fin a las mismas soluciones que las dadas al instante por las aves y las abejas"42.

37 Las Parásitas, tal como la maravillosa Rafflesia Arnoldii. 38 Schouw menciona un tipo de planta que crece en animales vivientes, la Plantae Epizooe. De esta clase

son los Fuci y las Algae. Mr. J. B. Wiliams, de Salem, Mass. se presentó en el "Instituto Nacional" con un insecto de Nueva

Zelandia descripto de este modo: El Hotte, decididamente una oruga o gusano, crece a los pies del árbol Rata y tiene una planta que le crece en la cabeza. Este insecto tan extraordinario y peculiar va del árbol Rata al Perriri y, penetrando por el tope, hace su camino carcomiendo, perforando el tronco del árbol hasta que llega a la raíz, sale entonces por ésta y muere o se queda durmiendo y la planta se propaga a partir de su cabeza; el cuerpo queda perfecto y entero, compuesto de una sustancia más sólida que cuando estaba vivo. De este insecto los nativos hacen un colorante que usan para tatuajes.

39 En minas y cuevas naturales encontramos especies de fungus criptógamos que emiten una intensa

fosforescencia. 40 Las orchis, scabius y valisneria. 41 "La corola de esta flor (Aristolochia Clematitis), que es tubular pero que remata hacia arriba en un

miembro ligulado, tiene una base globular. La parte tubular tiene pelos duros en su interior que apuntan hacia abajo. La parte globular contiene el peristilo, que solamente consiste en germen y estigma junto a los estambres que lo rodean. Pero los estambres, siendo aún más cortos que el germen, no pueden descargar el polen como para arrojarlo por sobre el estigma pues la flor se mantiene erguida hasta después de la fecundación. Y de ahí, sin ninguna ayuda adicional y peculiar, el polen debe necesariamente caer al fondo de la flor. Ahora, la ayuda que la naturaleza ha provisto en este caso es que el Tiputa Pennicornis, un pequeño insecto que entra en el tubo de la corola buscando néctar, desciende hasta el fondo y merodea hasta quedar bastante cubierto de polen, pero, como no es capaz de volver a salir debido a los pelos que apuntan hacia abajo convergiendo a un punto como los alambres de una trampa para ratones e impacientándose por su confinamiento, se agita hacia adelante y hacia atrás, probando cada rincón hasta que, después de haber atravesado repetidamente el estigma lo cubre con polen suficiente como para fecundarlo, a causa de lo cual la flor empieza pronto a inclinarse y los pelos a contraerse a un lado del tubo permitiendo al insecto una rápida salida. Rev. P. Keith, Sistema de Fisiología Botánica.

42 Desde que las abejas existen han estado construyendo sus panales con tal cantidad de lados, en tal

número y con tales inclinaciones como ha sido demostrado (en un problema que envuelve los más profundos principios matemáticos) que la cantidad de lados, el número y la inclinación es el que proporciona a las criaturas el mayor espacio compatible con la mayor estabilidad de la estructura.

Durante la última parte del último siglo, surgió entre los matemáticos la cuestión de "determinar la mejor forma que se les puede dar a las aspas de un molino de acuerdo con sus distancias variables desde los ejes giratorios y asimismo desde los centros de rotación". Éste es un problema excesivamente complejo pues consiste, en otras palabras, en encontrar la mejor posición posible en una infinidad de distancias y con una infinidad de puntos de apoyo. Hubo miles de intentos inútiles de parte de los más ilustres matemáticos para responder a la pregunta y cuando, por fin, fue hallada una innegable solución, los hombres descubrieron que las alas de un pájaro la habían dado con absoluta precisión desde que la primera ave atravesó el cielo.

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- i Vaya! -dijo el Rey. "Apenas perdimos de vista ese imperio cuando ya nos encontramos en otro, desde cuyas

costas vino hacia nosotros una bandada de pájaros, de una milla de ancho y doscientas cuarenta de largo; así que, aunque volaban a una milla por minuto, tardó no menos de cuatro horas en pasar la bandada entera, en la que había varios millones de aves, sobre nuestras cabezas43

- ¡Pamplinas! -dijo el Rey. "No bien nos libramos de esos pájaros, que nos causaron mucha molestia, nos aterró la

aparición de un ave de otra clase, infinitamente más grande que los enormes rucs que había visto en mis viajes anteriores, pues era más grande que la cúpula mayor de tu harén, oh el más Generoso de los Califas. A ese pájaro terrible no se le veía cabeza alguna, sino que era tan sólo un vientre redondo de prodigioso grosor, de una sustancia de aspecto blando, resplandeciente, y con rayas de diversos colores. Apresada entre sus garras, el monstruo llevaba a su nido en los cielos una casa a la que le había arrancado el techo, y en cuyo interior distinguimos claramente seres humanos que, sin duda, estaban en un estado de pavorosa de-sesperación frente al horrible destino que los esperaba. Gritamos cuanto pudimos, con la esperanza de que el pájaro se asustara y soltara a su presa, pero el ave se limitó a resoplar como con furia, y dejó caer sobre nuestras cabezas un pesado saco que resultó estar lleno de arena."

-¡Pavadas! -dijo el Rey. "Justo después de esta aventura descubrimos un continente de gran extensión y

prodigiosa solidez, pero que estaba apoyado íntegramente sobre el lomo de una vaca celeste que no tenía menos de cuatrocientos cuernos"44.

-Eso sí lo creo -dijo el Rey-, porque he leído algo parecido, en un libro. "Pasamos entonces por debajo de este continente (nadando entre las patas de la vaca) y,

después de algunas horas, nos encontramos en un país ciertamente maravilloso que, me informó el hombre-animal, era su tierra natal, habitada por seres de su propia especie. Esto lo elevó mucho en mi estima y, de hecho, empecé a sentirme avergonzado por el desprecio y la familiaridad con que lo había tratado, pues vi que los hombres-animales eran un pueblo de grandes magos que vivían con gusanos en el cerebro45, los que sin duda servían para estimularlos con sus dolorosos retorcimientos y contorsiones, obligándolos a los más milagrosos esfuerzos de la imaginación."

-¡Tonterías! -dijo el Rey. "Entre los magos, había animales domésticos de especies muy particulares; por

ejemplo, había un inmenso caballo cuyos huesos eran de hierro y cuya sangre era agua hirviente. En lugar de maíz, generalmente comía piedras negras y aun, a pesar de hacer una dieta tan pesada, era tan fuerte y rápido que podía acarrear un peso mayor al del templo más grande de esta ciudad, y a una velocidad que superaba la del vuelo de la mayoría de las aves46.

-¡Bobadas! -dijo el Rey. "Vi también entre esa gente una gallina sin plumas pero más grande que un camello; en

43 Observé una bandada de pájaros pasando entre Francfort y el territorio de Indiana, de, al menos, una

milla de ancho; la bandada tardó cuatro horas en pasar lo que, a la velocidad de una milla por minuto, da un largo de 240 millas y, a razón de tres pájaros por yarda cuadrada, el resultado es de 2.230.272.000 pájaros. "Viajes en Canadá y en los Estados Unidos" por el Tte. F. Hall.

44 La tierra está sostenida por una vaca de color azul que tiene una cantidad de cuatrocientos cuernos". El Corán.

45 Los Entozoa, o gusanos intestinales, han sido repetidamente observados en los músculos y en la

sustancia cerebral de los hombres. Véase la Fisiología de Wyatt, p. 143. 46 En el gran Ferrocarril Occidental, entre Londres y Exeter, se ha alcanzado una velocidad de 71 millas

por hora. Un tren de 90 toneladas recorrió la distancia entre Puddington y Didcot (53 millas) en 51 minutos.

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lugar de carne y hueso tenía hierro y ladrillos; su sangre, como la del caballo (con el que estaba estrechamente emparentada), era de agua hirviente y, como él, no comía otra cosa que madera y piedras negras. Esta gallina producía frecuentemente un centenar de polluelos al día que, después de paridos, vivían durante varias semanas en el estómago de la madre"47.

-¡Disparates! -dijo el Rey. "Un miembro de esa nación de poderosos hechiceros creó un hombre de bronce, madera

y cuero, otorgándole tal ingenio que podría haber derrotado al ajedrez a toda la raza humana, a excepción del gran califa Harún Al Raschid48. Otro de los magos construyó (con el mismo material) una criatura que avergonzaba el genio mismo de quien la hizo. Tan grandes eran sus facultades de raciocinio que, en un segundo, hacía cálculos tan extensos que hubieran requerido el trabajo conjunto de cinco mil hombres de carne y hueso durante un año49. Pero un hechicero aún más extraordinario fabricó una poderosa criatura que no era hombre ni bestia,

pero que tenía cerebro de plomo mezclado con una materia negra como la pez, y dedos que usaba con tal velocidad y destreza que no habría tenido problema en escribir veinte mil copias del Corán en una hora, y eso con una precisión tan exquisita que no se hallarían dos copias diferentes siquiera en el ancho de un cabello. Tan prodigioso era su poder, que erigía y destruía de un soplo los más grandes imperios; pero el mismo era empleado por igual para el bien y para el mal."

- ¡Ridículo! -dijo el Rey. "Entre los nigromantes de aquella nación había uno que tenía en sus venas la sangre de

la salamandra, pues no tenía escrúpulos en sentarse a fumar su chibuquí en un horno al rojo vivo hasta que su cena se hubiera cocinado en el piso de éste50. Otro tenía la facultad de convertir los metales comunes en oro sin siquiera mirarlos durante el proceso51. Otro tenía un tacto tan delicado que podía hacer un alambre tan fino que se volvía invisible52. Otro tenía una amplitud de percepción tal que contaba por separado todos los movimientos de un cuerpo elástico mientras éste se balanceaba hacia atrás y hacia adelante a razón de novecientos millones de veces por segundo"53.

- ¡Absurdo! -dijo el Rey. "Otro de estos magos, mediante un fluido que nunca nadie ha visto todavía, podía hacer

que los cadáveres de sus amigos movieran los brazos, sacudieran las piernas, se retorcieran o incluso se levantaran y bailaran54. Otro había cultivado su voz de un modo tal que podría haberse hecho oír de un extremo del mundo a otro55. Otro tenía un brazo tan largo que podía sentarse en Damasco y escribir una carta en Bagdad, o en cualquier otro sitio, a la distancia

47 La Incubadora. 48 El autómata jugador de ajedrez de Maelzel. 49 La máquina de calcular de Babbage. 50 Chabert y, tras él, otros cien. 51 El electrotipo. 52 Wollaston fabricó un alambre de platino de un grosor igual a la dieciocho mil ava parte de una pulgada

para la retícula de un telescopio. Sólo podía ser visto por medio de un microscopio. 53 Newton demostró que la retina, bajo la influencia del rayo violeta del espectro, vibraba 900.000.000 por

segundo. 54 La pila voltaica. 55 El aparato impresor electrotelegráfico.

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que fuera56. Otro le ordenaba al relámpago descender a él desde los cielos, y el relámpago acataba su llamado y le servía de juguete. Otro tomó dos sonidos muy fuertes y produjo con ellos un silencio. Otro hizo una profunda oscuridad a partir de dos luces brillantes57. Otro hizo hielo en un horno caliente58. Otro le ordenó al sol pintar su retrato y el sol lo obedeció59. Otro tomó ese astro, junto con la luna y los planetas y, después de pesarlos con escrupulosa exactitud, sondeó sus profundidades y calculó la solidez de la materia con que estaban hechos. Pero todo el pueblo es de una habilidad nigromántica tan sorprendente, que hasta sus niños y sus perros y gatos más comunes pueden ver sin problemas objetos que no existen en absoluto o que, veinte millones de años antes del nacimiento de su propia nación, habían desaparecido de la faz de la Tierra"60

- ¡Descabellado! -dijo el Rey. "Las esposas e hijas de estos magos incomparablemente sabios y grandes -continuó

Scheherezade sin sentirse en absoluto molesta por estas frecuentes y poco amables interrupciones de parte de su marido-, las esposas e hijas de estos eminentes hechiceros son de lo más educadas y refinadas, y serían las criaturas más bellas e interesantes de la creación si no fuera por una desafortunada fatalidad que las agobia y de la cual, hasta el presente, ni siquiera los milagrosos poderes de sus maridos y padres han conseguido salvar. Algunas fatalidades asumen ciertas formas, y otras asumen formas distintas; ésta de la que hablo asumió la forma de una excentricidad."

- ¿Una qué? -dijo el Rey. "Una excentricidad -dijo Scheherazade-. Uno de los genios malignos, que están siempre

alertas para hacer daño, ha metido en la cabeza de esas damas refinadas que, lo que definiríamos como belleza personal, consiste en la protuberancia de la región que se encuentra no muy lejos de donde termina la espalda. La perfección de la hermosura, les dijeron, está en

56 El electrotelégrafo transmite texto al instante, por lo menos a cualquier distancia en la Tierra. 57 Experimentos comunes en Filosofía Natural. Si dos rayos rojos provenientes de dos puntos luminosos

son admitidos en una cámara oscura y chocan contra una superficie blanca y difieren en su largo un 0,0000258 de pulgada, su intensidad se duplica. También se aplica si la diferencia en el largo es un múltiplo de esa fracción. Un múltiplo de 2 1/4, 3 1/4, etc. da una intensidad igual a la de un rayo; pero un múltiplo de 2 1/2, 3 1/2, etc. da un resultado de oscuridad total. Usando rayos violetas se obtiene un resultado similar cuando la diferencia en el largo es de 0,000157 de pulgada; y con todos los otros rayos los resultados son los mismos, la diferencia varía con un incremento uniforme del violeta al rojo. Experimentos análogos con el sonido han producido resultados semejantes.

58 Póngase un crisol de platino sobre una lámpara de alcohol y manténgase caliente; viértase en el mismo

un poco de ácido sulfúrico que aunque es el más volátil de los cuerpos a temperatura ambiente se hallará completamente estable en un crisol caliente y no evaporará una sola gota, quedando rodeado por una atmósfera propia; en efecto, no tocará las paredes del crisol. Se introducen ahora unas pocas gotas de agua, entonces el ácido, poniéndose de inmediato en contacto con los costados calientes del crisol, se evapora en una nube de ácido sulfuroso tan rápidamente que el agua pierde su calor interno y cae al fondo en forma de hielo; si se la saca antes de que vuelva a derretirse se habrá obtenido hielo de una vasija ardiente.

59 El daguerrotipo. 60 Aunque la luz viaja a 167.000 millas por segundo, la distancia a Cisne 61 (la única estrella cuya

distancia ha sido verificada) es tan inconcebiblemente grande que sus rayos requerirían más de 10 años en llegar a la Tierra. Para estrellas más lejanas, 20 o aun 1.000 años sería una estimación moderada. Así, si se han extinguido hace 20 o 1.000 años aún las estaremos viendo por la luz que partió de su superficie hace 20 0 1.000 años. Que muchas de las que vemos diariamente están realmente extintas no es imposible, ni siquiera improbable.

Herschel padre sostiene que la luz de la nebulosa más difusa vista a través de su gran telescopio debe de haber tardado 3.000.000 de años en llegar a la Tierra. Algunas, visibles con el instrumento de Lord Ross, deben de haber requerido, por lo menos, 20.000.000 de años.

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relación directa con la magnitud de esa protuberancia. Poseídas desde hace mucho por esa idea, y siendo los almohadones tan baratos en ese país, han pasado los días en que era posible distinguir a una mujer de un dromedario..."

- ¡Basta! -dijo el Rey-. ¡No puedo tolerar eso, y no lo haré! Ya me has dado un terrible dolor de cabeza con tus mentiras. Y veo, además, que está amaneciendo. ¿Cuánto tiempo llevamos casados? Mi conciencia me está causando problemas otra vez. Y encima ese asunto del dromedario... ¿me tomas por tonto? En suma, ya puedes levantarte y ser estrangulada.

Esas palabras -leo en el Esonoasí- sorprendieron y apenaron a Scheherazade; pero, sabiendo que el Rey era un hombre de escrupulosa integridad y en absoluto inclinado a romper su palabra, se sometió resignadamente a su destino. Halló gran consuelo pensando (mientras le apretaban la soga al cuello) que aún faltaba contar una buena parte de la historia, y que la petulancia del bruto de su marido le había valido un justo castigo, al privarlo de escuchar muchas otras aventuras increíbles.

PARÁGRAFO CON X

Como es bien sabido, los "sabios" vienen "del Oriente"61 y como el señor Toco-y-me-voy Cabeza-de-bala vino también del Este, se sigue que el señor Cabeza-de-bala era un sabio. Si hiciera falta una prueba adicional, aquí la tenemos: el señor C. era editor. La irascibilidad constituía su único lado flaco, pues la obstinación de la cual la gente lo acusaba no era en ab-soluto una debilidad, ya que él la consideraba justamente como su fuerte. Era su punto fuerte, su virtud; y hubiera hecho falta toda la lógica de un Brownson para convencerlo de que era "otra cosa".

He demostrado que el señor Toco-y-me-voy Cabeza-de-bala era un sabio; la única ocasión en que no se mostró infalible fue cuando hizo abandono de ese legítimo hogar de todos los sabios, el Este, y emigró a la ciudad de Alejandro-el-Grande-o-nópolis, o a cualquier sitio de nombre parecido, en el Oeste.

Debo hacerle justicia diciendo que, cuando se decidió finalmente a instalarse en dicha ciudad, tenía la impresión de que en esa parte del país no existía ningún diario y, en consecuencia, ningún editor. Al fundar La Tetera, esperaba ser el único dueño del terreno. Estoy seguro de que jamás se le habría ocurrido instalarse en Alejandro-el-Grande-o-nópolis si hubiera sabido que en Alejandro-el-Grande-o-nópolis vivía un caballero llamado John Smith (si mal no recuerdo), quien, durante muchos años, había engordado tranquilamente editando y publicando la Gaceta de Alejandro-el-Grande-o-nopólis. O sea que, sólo por haber sido mal informado, el señor Cabeza-de-bala vino a parar a Alejan... –llamémosle Nópolis, para abreviar– pero, una vez que estuvo allí, decidió mantener su reputación de obsti... de firmeza, y quedarse. Así que se quedó e hizo aún más: desembaló su prensa, su tipografía, etc., etc., alquiló un local situado exactamente enfrente de la Gaceta y, en la tercera mañana después de su arribo, publicó el primer número de La Tetera de Alejan..., es decir La Tetera de Nópolis, pues si mis recuerdos no me engañan, así se titulaba la nueva publicación.

El artículo de fondo, debo admitirlo, era brillante, por no decir severo. Se mostraba especialmente amargo con las cosas en general, y en particular con el director de La Gaceta, a quien hacía pedazos. Algunas observaciones de Cabeza-de-bala eran tan feroces, que desde entonces me he visto obligado a ver a John Smith –quien todavía vive– a la luz de una salamandra. No pretendo reproducir verbatim todos los párrafos de La Tetera, pero uno de ellos era como sigue:

"i Oh, sí! ¡Oh, percibimos! ¡Oh, sin duda! El editor de enfrente es un genio... ¡Oh, por

61 Los Reyes Magos, conocidos como "los sabios". [N. de la T.]

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mí! ¡Oh graciosos dioses! ¿A qué ha llegado el mundo? ¡Oh, tempora! ¡Oh, Moses!" Una filípica, a la vez tan cáustica y tan clásica, cayó como una granada entre los hasta

entonces pacíficos ciudadanos de Nópolis. Grupos de personas excitadas se juntaban en las esquinas. Todos esperaban, con sincera ansiedad, la respuesta del digno Smith, la cual apareció al día siguiente de esta forma:

"Extraemos de La Tetera de ayer el siguiente párrafo: ¡Oh, sí! ¡Oh, percibimos! ¡Oh, sin duda! ¡Oh, por mí! ¡Oh, dioses! ¡Oh, tempora! ¡Oh, Moses!' i Vamos! i Pero este hombre es todo O! Esto explica que razone en un círculo, y explica por qué él no tiene ni principio ni fin, ni tampoco lo tienen sus dichos. Estamos plenamente convencidos de que el pobre hombre es incapaz de escribir una sola palabra que no contenga una O. ¿Este Oes será una costumbre suya? Dicho sea de paso, este sujeto llegó del Este con gran apuro. ¿Tendrá tantas deudas62 como las que ya tiene aquí? ¡Oh, es lamentable!" No intentaré describir la indignación del señor Cabeza-de-bala ante esas escandalosas insinuaciones. Contra lo previsto, sin embargo, y de acuerdo con el principio de la anguila pelada63, no era el ataque a su integridad el que más lo ofendía. Era que se burlaran de su estilo lo que lo desesperaba. ¡Cómo! ¡Él, Toco-y-me-voy Cabeza-de-bala, incapaz de escribir una palabra que no contuviera una O! Bien pronto iba a probar a ese zángano que estaba equivocado. ¡ Sí, ya le mostraría hasta qué punto estaba equivocado, ese cachorrito! Él, Toco-y-me-voy Cabeza-de-bala, originario de Sapolagópium, demostraría al señor John Smith que él, Cabeza-de-bala, era capaz de redactar, si así lo creía conveniente, un parágrafo completo... ¡Ay!, ¡un artículo entero!... donde tan despreciable vocal no apareciera ni una sola, lo que se dice ni una sola vez. ¡Pero no! Eso significaría reconocerle un triunfo al susodicho John Smith. Él, Cabeza-de-bala, no cambiaría en nada su estilo, y menos para satisfacer los caprichos de cualquier señor Smith de esta Cristiandad. ¡Que tan vil pensamiento caiga en la nada! ¡Viva la O! Persistiría en la O. Sería tan O-bstinado como O-bstinado pudiera ser.

Ardiendo ante lo caballeresco de tal determinación, el gran Toco-yme-voy se limitó a insertar en el número siguiente de La Tetera este parágrafo referido al desdichado asunto:

"El editor de La Tetera tiene el honor de informar al editor de La Gaceta que él (La Tetera) aprovechará su edición de mañana para convencerlo (a La Gaceta) de que él (La Tetera) puede y ha de ser su propio amo en materia de estilo; y que él (La Tetera), con objeto de mostrarle (a La Gaceta) el supremo y absoluto desprecio que las críticas (de La Gaceta) provocan en el seno independiente de él (de La Tetera), componiendo para especial satisfacción (?) de él (de La Gaceta) un artículo de fondo de cierta extensión, en el cual tan hermosa vocal –emblema de la Eternidad–, tan ofensiva para la hiperexquisita sensibilidad de él (de La Gaceta) no ha de ser ciertamente evitada por éste su obediente y humilde servidor La Tetera." "¡Tanto por Buckingham!"

En cumplimiento de tan terrible amenaza, tan oscuramente y no claramente enunciada, el gran Cabeza-de-bala hizo oídos sordos a todos los pedidos de "material" y, limitándose a decir a su gerente que se fuera al demonio, en momentos que éste (el gerente) le aseguraba a él (La Tetera) que ya era tiempo de entrar en prensa, el gran Cabeza-de-bala, repetimos, hizo oídos sordos a todo y pasó la noche consumiendo el aceite de medianoche, absorto en la composición del incomparable parágrafo que sigue: Oh John, ¿cómo ahora? Te dije eso, sabes. ¡No cacarees otra vez antes de salir de los bosques! ¿Sabe tu madre que estás fuera? ¡Oh, no, no!

¡Así que vete a tu casa ahora mismo, ahora, John, a tus viejos odiosos bosques de Concord! ¡Vete a tu casa, a tus bosques, viejo búho, ve! ¡Tú no irás! ¡Oh, poh, poh, no hagas eso! ¡Tienes que irte, sabes! ¡Así que vete ya, y no vayas despacio, pues nadie te debe aquí, tú 62 O se lee como owe, en inglés deberle algo a alguien. [N. de la T.] 63 Eel-skinning, la anguila es muy pequeña y no se le puede sacar la piel. [N. de la T.]

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sabes! ¡Oh! ¡John, si no vas no eres hombre, no! Eres solamente un ave, un búho, una vaca, una cerda, una muñeca, una encuesta; un pobre, viejo, inútil-don-nadie, tronco, perro, cerdo o sapo, salido de una ciénaga de Concord. Tranquilo ahora... ¡tranquilo! ¡Quédate tranquilo, tonto! ¡Ninguno de tus cacareos, viejo gallo! ¡No frunzas el ceño, no lo hagas! ¡No chilles, ni aúlles, ni gruñas, ni te arquees de aflicción... aflicción! Buen Señor, John, ¿cómo estás? Te lo dije, tú sabes, pero deja de sacar tus gansos desde la vieja urna y ve y entierra tus tristezas en un cacharro64.

Exhausto, naturalmente, por tan estupendo esfuerzo, el gran Toco y me Voy no fue capaz de ocuparse aquella noche de ninguna otra cosa. Firme, sereno, pero a la vez con un aire de ser consciente de su poder, entregó su manuscrito al primer aprendiz que estaba de turno y luego se retiró con gran dignidad a sus aposentos.

Mientras tanto, el aprendiz a quien había sido confiado el original, voló sin perder un instante a su "caja" y se dispuso a "componer" el manuscrito.

En primer lugar, por supuesto y dado que la palabra inicial era ¡Oh...!, metió la mano en el agujero correspondiente al signo de admiración y la retiró triunfante con uno de dichos signos. Entusiasmado por este éxito, se lanzó de inmediato y con gran ímpetu a la caja de las "oes" mayúsculas; pero, ¿quién describirá su horror cuando sus dedos volvieron a salir sin la anticipada letra entre ellos? ¿Quién pintará su estupefacción y su rabia al advertir, mientras se frotaba los nudillos, que su mano no había hecho otra cosa que tantear inútilmente el fondo de una caja vacía? En el compartimiento de la "o" mayúscula no quedaba una sola "o" mayúscula; y, lanzando una ojeada temerosa al de la "o" minúscula, el aprendiz comprobó para su indescriptible espanto que tampoco había allí ninguna letra. Despavorido, su primer impulso fue correr en busca del encargado.

¡Señor! -jadeó, tratando de recobrar el aliento-. ¡No puedo componer nada si me faltan las oes!

-¿Qué quieres decir? -gruñó el encargado, malhumorado por tener que estar despierto tan tarde.

-¡Señor... no queda ni una o en la caja... ni grande ni chica! -¿Cómo? ¿Y dónde d... han ido a parar todas las que había? -Yo no sé, señor -dijo el chico, pero uno de los aprendices de La Gaceta anduvo dando

vueltas por aquí toda la noche, y a mí me parece que se las debe de haber robado. -¡Qué se queme en el infierno! ¡No tengo dudas! -gritó el encargado, rojo de rabia. No

importa, Bob, yo te diré lo que has de hacer. En la primera ocasión que tengas, entras allá y les sacas todas las íes que tengan... ¡y las zetas también, malditos sean!

De acuerdo -dijo Bob, guiñando el ojo-. Ya lo creo que iré, y ya lo creo que les haré alguna que otra cosa. Pero, entretanto... ¿y este parágrafo? Hay que componerlo esta noche, porque si no... seré yo quien cobre...

-Ya veo -dijo el encargado, suspirando profundamente-. ¿Es un suelto muy largo, Bob? Yo no diría que es muy largo -opinó Bob. ¡Ah, bueno, entonces arréglate como puedas! Sea como sea, "debemos" entrar de una

vez por todas en prensa -agregó distraídamente el encargado, que estaba hasta el cuello de trabajo-. En vez de "o" pon cualquier otra letra; de todos modos nadie va a leer la basura que este tipo escribe.

Muy bien -dijo Bob, y se volvió corriendo a su caja, mientras murmuraba para sí: "¿Conque tengo que ir a sacarles todas las íes y las zetas, eh? ¡Pues yo soy el hombre para

64 Este párrafo está escrito en inglés con términos con la vocal o, que es la predominante en el texto, de ahí que cuando se convierte la o en x el párrafo es incomprensible o casi, en la traducción se respeta el texto pues es imposible encontrar palabras en español para hacer el mismo juego y al mismo tiempo respetar el texto. [N. de la T.]

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eso!" La verdad es que Bob, aunque sólo tenía doce años y cuatro pies de altura, estaba en condiciones de afrontar cualquier lucha, siempre que no fuera muy dura.

La orden que acababa de darle el encargado no era demasiado extraña, pues cosas así suelen ocurrir en las imprentas. Aunque no tiene explicación es un hecho indiscutible, cuando eso sucede se acude siempre a la x como sustituto de la letra faltante. Quizá la razón resida en que la x suele ser sobreabundante en las cajas de composición (o, por lo menos así ocurría en otros tiempos), por lo cual los impresores se han ido acostumbrando a emplearla para sustituir otras letras. En cuanto a Bob, frente a un caso como el presente, habría considerado una herejía emplear otra letra que la x, pues tal era su costumbre.

-Deberé "exear" este parágrafo -se dijo a sí mismo, mientras leía asombrado-, pero es el más horrible parágrafo con o que he visto -así que lo "exeó" sin pestañear, y en la imprenta fue "exeado".

A la mañana siguiente la población de Nópolis se quedó de una pieza al leer en La Tetera el siguiente extraordinario artículo:

"Xh Jxhn, ¿cxmx ahxra? Te dije esx, sabes. ¡Nx cacarees xtra vez antes de salir de lxs bxsques! ¿Sabe tu madre que estás fuera? ¡Xh, nx, nx! ¡Así que vete a tu casa ahxra mismx, ahxra, Jxhn, a tus viejxs xdixsxs bxsques de Cxncxrd! ¡Vete a tu casa, a tus bxsques, viejx búhx, ve! ¡Tú nx irás! ¡Xh, pxh, pxh, nx hagas esx! ¡Tienes que irte, sabes! ¡Así que vete ya, y nx vayas despacix, pues nadie te debe aquí, tú sabes! ¡Xh! ¡Jxhn, si tu nx vas nx eres hxmbre, nx! ¡Eres sxlamente un ave, un búhx, una vaca, una cerda, una muñeca, una encuesta; un pxbre, viejx, inútil-dxn-nadie, trxncx, perrx, cerdx x sapx, salidx de una ciénaga de Cxncxrd! Tranquilx, ahxra... ¡tranquilx! ¡Quédate tranquilx, txntx! Ningunx de tus cacarexs, ¡viejx gallx! ¡No frunzas el ceñx, nx lx hagas! Nx chilles, ni aúlles, ni gruñas, ni te inclines de afliccixn... ¡afliccixn! Buen Señxr, Jxhn, ¿cxmx estás? Te lx dije, tú sabes, perx deja de sacar tus gansxs desde la vieja urna y ve y entierra tus tristezas en un cacharrx."

Difícil de concebir la agitación ocasionada por ese místico y cabalístico artículo. La primera idea concreta que circuló entre el pueblo fue que en esos jeroglíficos se ocultaba alguna traición diabólica, por lo cual hubo una avalancha de gente en dirección al domicilio de Cabeza-de-Bala, para lincharlo; pero dicho caballero no se encontraba allí. Había desapa-recido, sin que nadie supiera decir cómo, y desde entonces no se ha vuelto a ver ni siquiera su fantasma.

Incapaz de descubrir el legítimo objeto, la muchedumbre fue calmando poco a poco su furia, dejando detrás de él, como si fuera un sedimento, diversas opiniones sobre ese desdichado asunto.

Un caballero opinaba que todo había sido una excelente broma. Otro sostuvo que, indudablemente, Cabeza-de-Bala había demostrado poseer una fantasía exuberante.

Un tercero lo declaró excéntrico, pero no más que eso. Un cuarto sólo alcanzaba a suponer el deseo de expresar su exasperación de manera

general. "Digamos -sugirió un quinto- que quería exponer un ejemplo para la posteridad." Para todo el mundo resultaba claro que Cabeza-de-Bala había sido llevado a tales

extremos y, puesto que dicho editor había desaparecido, se habló en cierto momento de linchar al que quedaba.

La conclusión más compartida, sin embargo, fue que el asunto era sencillamente extraordinario e inexplicable. Incluso el matemático del pueblo admitió que no encontraba la solución a un problema tan oscuro. Como todo el mundo sabía, x representaba una incógnita; pero en este caso (como hizo notar apropiadamente) había una cantidad desconocida de x.

La opinión de Bob (que mantuvo en secreto su intervención en el parágrafo con X) no encontró la atención que yo creo que merecía, aunque fue expresada abiertamente y sin ningún temor. Bob manifestó que por su parte, no le cabía duda sobre el tema, pues era muy sencillo:

Al señor Cabeza-de-Bala "Nunca se lo pudo persuadir de que bebiera lo que bebían los

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otros muchachos del pueblo; se pasaba el tiempo bebiendo esa condenada cerveza marca XXX, y, como natural consecuencia, se le mezcló con la bilis y lo hizo volverse X (enojado) en extremo".

EL HOMBRE DE NEGOCIOS

El método es el alma de los negocios.

(Antiguo adagio)

Soy un hombre de negocios. Soy un hombre metódico. Al fin y al cabo, el método es lo más importante. Pero a nadie desprecio más que a esos tontos y excéntricos que hablan sobre el método y no lo entienden, que cumplen estrictamente con la letra y violan su espíritu. Esas personas viven haciendo las cosas más insólitas de una manera que definen como ordenada. He ahí, creo yo, una paradoja. El verdadero método pertenece sólo a lo que es común y obvio, y no puede aplicarse a lo outré.

¿Qué podemos entender si alguien menciona a algún "tonto metódico" o un "vanidoso sistemático"?

Mis ideas sobre esta cuestión podrían no haber sido tan claras como lo son, si no fuera por un afortunado accidente que me sucedió cuando era pequeño. Un día en que yo hacía más ruido de lo necesario, una vieja y bondadosa niñera irlandesa (a quien no olvidaré en mi testamento) me tomó por los pies, me revoleó dos o tres veces, y luego de maldecirme calificándome de "criatura gritona", terminó golpeándome la cabeza contra el respaldo de la cama, y convirtiéndomela en un sombrero de tres picos. Ese hecho decidió mi destino e hizo mi fortuna. En el acto me salió un chichón en la coronilla, y éste se transformó en un perfecto órgano del orden. De ahí proviene la marcada inclinación por el sistema y la regularidad que han hecho de mí el distinguido empresario que soy.

Si hay algo que detesto en este mundo son los genios. Los genios son todos asnos redomados -cuanto más geniales, más asnos-, sin la menor excepción. En especial, no se puede hacer un hombre de negocios de un genio, como tampoco sacarle dinero a un judío o conseguir nueces de un pino. Esos individuos viven saliéndose de su cauce para dedicarse a alguna actividad fantástica o ridícula especulación, totalmente reñida con "lo apropiado de las cosas", tampoco hacen negocios que puedan catalogarse de tales. A esos personajes se los reconoce enseguida por el carácter de sus ocupaciones. Si alguna vez el lector ve a un hombre que se instala como comerciante o fabricante, que se dedica al rubro del algodón, del tabaco o cualquiera de esos otros productos excéntricos, que comercia con tejidos, con jabones o algo por el estilo, que dice ser abogado, herrero o medico... es decir, cualquier cosa que no sea habitual, sepa con certeza que es un genio, y según la regla de tres, un asno.

Yo, por mi parte, no soy genio en absoluto, sino un empresario normal, y esto se aprecia en el acto en mi diario y mi libro mayor. Están bien llevados, aunque sea yo el que lo dice. Y en mi hábito de exactitud y la puntualidad, no me va a ganar el reloj. Más aún, mis ocupaciones siempre han coincidido con las costumbres de los demás.

No es que en este sentido me sienta en lo más mínimo en deuda con mis padres, sumamente débiles, que sin duda habrían hecho de mí un genio redomado si no hubiese

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aparecido en el momento justo mi ángel de la guarda a rescatarme. En las biografías, la verdad es lo más importante, y en las autobiografías lo es todavía más, sin embargo, no pretendo que me crean cuando afirmo, aunque lo haga solemnemente, que mi pobre padre, cuando yo tenía alrededor de quince años, me puso a trabajar en el despacho de "i un respetable comerciante ferretero y comisionista que realizaba una buena cantidad de negocios!" ¡Una buena cantidad de tonterías! Sin embargo, la consecuencia de tal desatino fue que, a los dos o tres días, hubo que enviarme de vuelta a mi obtusa familia con un estado febril, y con un dolor intenso y peligroso en la coronilla, alrededor de mi órgano del orden. Fue un caso casi perdido, pues durante seis semanas mi estado fue crítico, y los médicos estuvieron a punto de desahuciarme. Pero, pese a que sufría mucho, yo era en general un muchacho agradecido. Me salvé de convertirme en un "respetable comerciante ferretero y comisionista que realizaba una buena cantidad de negocios", y mentalmente agradecía a la protuberancia que había sido mi medio de salvación, como también a la bondadosa mujer que puso ese medio a mi alcance.

La mayoría de los muchachos se van de la casa a los diez o doce años de edad, pero yo esperé hasta los dieciséis. No sé qué habría hecho ni siquiera entonces, si por casualidad no hubiera oído a mi anciana madre sobre la posibilidad de instalarme por mi cuenta en el negocio de comestibles. ¡De comestibles! ¡Pensar que dijo eso! Resolví entonces marcharme de inmediato, y tratar de establecerme en alguna ocupación decente, para ya no tener que cumplir ciegamente los caprichos de esos ancianos excéntricos, y correr el riesgo de que a la larga me convirtieran en un genio. En este emprendimiento tuve éxito al primer intento, y a los dieciocho años, realizaba una amplia y redituable labor comercial en el ramo de las propa-gandas ambulantes.

Lo único que me permitió librarme de las molestas obligaciones de esa profesión fue adherir firmemente al sistema que constituía el rasgo más importante de mi mente.

Un método escrupuloso caracterizaba mis actos tanto como mi contabilidad. En mi caso, puede afirmarse que era el método -no el dinero-el que hacía al hombre, al menos la parte de él que no estaba hecha por el sastre para el que trabajaba. Todas las mañanas, a las nueve, iba a ver a ese individuo para recibir las prendas del día. A las diez me hallaba en un elegante paseo o en algún otro sitio de entretenimiento público. La exacta regularidad con que hacía girar mi elegante persona para dejar a la vista sucesivamente todas las porciones del traje que llevaba puesto era la admiración de todos los entendidos en la materia. Nunca pasaba la hora del almuerzo sin que hubiera llevado algún cliente a la casa de mis empleadores, los señores Corte & Vuelvaotravez. Esto lo digo con orgullo, pero con lágrimas en los ojos, puesto que los dueños de la firma resultaron ser los más viles ingratos. Ningún caballero familiarizado con la naturaleza del negocio puede considerar recargada la pequeña cuenta causante de que nos peleáramos, y por último de nuestra separación. En este punto, sin embargo, me produce un gran agrado permitir que el lector juzgue por sí mismo. Mi factura decía lo siguiente:

Señores Corte & Vuelvaotravez, Sastres.A Pe ter Proffit, anunciador callejero. Dólares

Julio 10 Paseo habitual. Regreso con un cliente $ 0,25 Julio 11 Idem, ídem $ 0,25 Julio 12 Mentira de segunda clase. Tela negra dañada vendida por verde invisible $ 0,25 Julio 13 Mentira de primerísima clase. Recomendación de un satinete como si fuera un género fino $ 0,75

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Julio 20 Compra de un cuello de papel para que resalte el grueso abrigo gris $ 0,02 Agosto 15 Por llevar puesto el traje de doble forro el termómetro marcaba 30 grados a la sombra) $ 0,25 Agosto 16 Por quedarme tres horas parado sobre una sola

pierna para exhibir los nuevos pantalones con

trabilla, a 12,1/2 centavos por pierna, por hora $ 0,371/2Agosto 17 Paseo habitual. Regreso con un cliente (hombre robusto) $ 0,50 Agosto 18 Ídem, ídem. (Hombre de contextura mediana) $ 0,25 Agosto 19 Ídem, ídem. (Hombre menudo y mal pagador) $ 0,06

$ 2,951/2 El punto cuestionado de esta cuenta era el precio muy moderado de dos centavos por

cuello de papel. Juro por mi honor que no era precio exagerado. Se trataba de uno de los cuellos más limpios y bellos que he visto jamás, y tengo buenas razones para creer que fue un elemento determinante en la venta de tres abrigos Petersham. Sin embrago, el socio principal de la firma sólo quiso pagarme un centavo, y se empeñó en demostrarme cómo podían obtenerse cuatro de los mismos cuellos de una hoja de papel oficio. De más está decir que me mantuve en el principio de la cosa.

Los negocios son los negocios, y hay que encararlos como corresponde. No había ningún sistema en el hecho de que me estafara un centavo (un evidente fraude del cincuenta por ciento), ni tampoco un método.

Dejé entonces de inmediato el empleo en lo de los señores Corte & Vuelvaotravez, y me instalé por mi cuenta en el negocio de la Ofensa a la Vista, la más lucrativa, respetable e independiente de las ocupaciones comunes.

Una vez más entraron en juego mi estricta integridad y mis rigurosos hábitos comerciales. Pronto me encontré con un negocio floreciente, y me hice muy conocido. Lo cierto es que nunca me metí en asuntos muy llamativos, sino que me mantuve dentro de la sobria rutina de la profesión, profesión en la que sin duda seguiría en la actualidad si no fuera por un pequeño accidente que sucedió en el curso de una de mis habituales operaciones. Cada vez que a un viejo avaro, un heredero despilfarrador o una empresa en quiebra se les ocurre construir un palacio, no hay nada que los detenga, como toda persona inteligente sabe. Ese hecho precisamente constituye la base del negocio de Ofensa a la Vista. Así, pues, no bien alguna de las partes nombradas proyecta construir un edificio, nosotros adquirimos una bonita esquina del lote elegido, o bien nos ubicamos justo al lado o enfrente. Luego esperamos hasta que la construcción haya llegado hasta la mitad, entonces le pagamos a un arquitecto de buen gusto para que nos levante una artística choza de barro en el terreno lindero, o una pagoda oriental u holandesa, o un chiquero, o bien alguna otra obra ingeniosa sea esquimal, kickapoo u hotentote. Desde luego, no podemos darnos el lujo de demoler estas estructuras por menos de una cifra superior en un quinientos por ciento al costo del lote y de los materiales. ¿Acaso podríamos hacerlo?, pregunto yo. Se lo pregunto a los hombres de negocios. Sería irracional suponer tal cosa. Sin embargo, hubo una empresa sinvergüenza que me pidió que hiciera ¡exactamente eso! Desde luego, no respondí tan absurda propuesta, pero consideré mi obligación ir esa misma noche y cubrir con negro de humo el frente de su palacio. Por este acto, aquellos villanos irracionales me metieron preso, y cuando salí, los caballeros vinculados con el negocio de Ofensa a la Vista no tuvieron más remedio que cortar toda

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relación conmigo. El negocio de Injurias y Golpes en el cual me vi forzado luego a aventurarme para

ganarme la vida no se adaptaba muy bien a mi delicada constitución, así y todo lo asumí de buena gana, y me vi beneficiado, igual que antes, por los estrictos hábitos de metódica precisión que me había inculcado aquella simpática nodriza (sería el más desagradecido de los hombres si no la recordara en mi testamento). Observando, como he dicho, el sistema más estricto en todas mis operaciones, y llevando con prolijidad mis libros, pude sortear graves dificultades hasta que logré establecerme decorosamente en la profesión. La verdad es que muy pocas personas han podido tener un negocio más cómodo que el mío. Me limitaré a copiar una o dos páginas de mi diario, así no tengo necesidad de autoelogiarme, deleznable costumbre que no practica ningún hombre de elevadas miras. Sin embargo, el diario no miente.

"1° de enero. Primer día del año. Me encontré en la calle con Snap, tambaleante. Memorándum: Él me va a servir, minutos después me encontré con Gruff, totalmente

ebrio. Memorándum: él también responderá. Asenté a ambos en mi libro mayor, y a cada uno le abrí una cuenta corriente.

"2 de enero. Vi a Snap en la Bolsa. Me acerqué a él y le pisé los dedos del pie. Cerró el puño y me derribó de un golpe. i Bien! Volví a levantarme. Tuve un pequeño problema con Bag, mi abogado. Quiero reclamar mil dólares por daños y perjuicios, pero él dice que por un simple puñetazo no conseguiremos más que quinientos.

Memorándum: tengo que sacarme de encima a Bag, pues carece de sistema. "Fui al teatro a buscar a Gruff. Lo vi sentado en un palco de la segunda fila, entre una

mujer gorda y una delgada. Estuve mirando a todo el grupo con los prismáticos, hasta que la mujer gorda se sonrojó y le susurró algo a G. Entonces me dirigí al palco, entré y puse mi nariz al alcance de la mano de Gruff. No me quiso dar un tirón. Me soné, y volví a intentarlo, pero sin éxito. Luego me senté y le guiñé el ojo a la dama delgada, hasta que tuve la satisfacción de que G. me levantara agarrándome del cuello y me arrojara al foso. Cuello dislocado y pierna derecha muy astillada. Volví a casa feliz, bebí una botella de champán y asenté en el libro al joven por el valor de cinco mil dólares. Bag dice que va a salir bien.

"15 de febrero. Llegué a un arreglo en el caso del señor Snap. Cifra asentada en los libros: cincuenta centavos.

"16 de febrero. Perdí el litigio contra el sinvergüenza de Gruff, quien me hizo un regalo de cinco dólares. Costas del juicio: cuatro dólares con veinticinco. Ganancia neta: setenta y cinco centavos (véase libros) .

Puede verse aquí que, en un período muy breve, había obtenido un beneficio de un dólar con veinticinco centavos, nada más que en los casos Snap y Gruff. Y juro que estos datos fueron tomados de mi libro diario, al azar.

Sin embargo, un viejo y cierto adagio dice que el dinero no es nada en comparación con la salud. Las exigencias de la profesión resultaron demasiadas para el delicado estado de mi cuerpo. Y cuando ya estaba totalmente desfigurado -tanto, que ya no sabía qué hacer al respecto y mis amigos, cuando me encontraba en la calle, no podían asegurar que yo fuera Peter Proffit-, se me ocurrió que lo más conveniente sería cambiar de ramo de negocio. Volqué pues mi atención al Salpicado de barro, labor que proseguí durante unos años.

Lo peor que tiene esta ocupación es que les gusta a demasiadas personas, y por ende la competencia es excesiva. Cualquier ignorante que no tenga suficiente cerebro como para abrirse camino trabajando de anunciador callejero, en el negocio de la Ofensa a la Vista o el de Injurias y Golpes cree, desde luego, que le va a ir muy bien como salpicador de barro. Pero

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nunca hubo una idea más errónea que la de creer que para salpicar barro no hace falta inteligencia. En especial, en este rubro no se puede hacer nada sin método. Yo, por mi parte, sólo lo hacía al por menor, pero mis viejos hábitos de sistema me hacían avanzar sobre la cresta de la ola. En primer lugar, elegí con cuidado el cruce de las calles, y nunca acerqué una escoba a ninguna parte de la ciudad como no fuera a ésa. También me preocupé de tener a mano un lindo charco con barro, al que podía recurrir en cualquier instante. Utilizando estos medios llegué a ser conocido como hombre confiable, y permítaseme decir, esto en los nego-cios es tener la mitad de la batalla ganada. Nadie que me haya tirado apenas un cobre llegó nunca hasta el lado de enfrente de mi cruce con los pantalones limpios. Y como en este sentido mis prácticas comerciales eran ampliamente conocidas, nunca tuve que soportar el menor abuso. De haber ocurrido así, no lo habría tolerado. Como yo no me imponía a nadie, no aceptaba que nadie lo hiciera conmigo. Los fraudes de los Bancos, desde luego, no los podía evitar. La suspensión de sus servicios me creaba grandes inconvenientes. Pero desde luego, los Bancos no son personas sino empresas, y las empresas, como se sabe, no tienen un cuerpo que uno pueda patear, ni un alma a la cual mandar al demonio.

Estaba ganando dinero en este negocio cuando, en un mal momento, me sentí tentado de ingresar en la Salpicadura de Perro, profesión en cierto sentido análoga, pero de manera alguna tan respetable. Mi ubicación en pleno centro por cierto era excelente, y no me faltaban betunes y cepillos. Mi perrito era muy gordo, y estaba habituado a todas las variedades de olfateo. Llevaba mucho tiempo en el oficio, y hasta puedo afirmar que lo comprendía. Nuestra rutina general era la siguiente: Luego de revolcarse en el barro, Pompeyo se quedaba en la puerta del negocio hasta que veía venir por la calle a un dandi con los botines bien lustrados. Salía a su encuentro y se frotaba una o dos veces contra él. El dandi lanzaba maldiciones y miraba alrededor en busca de un lustrabotas. Y ahí estaba yo, bien a la vista, con betunes y cepillos. Hacía el trabajo apenas en un minuto, y luego recibía seis centavos. La cifra me bastó durante un tiempo pues de hecho yo no era codicioso, pero mi perro sí lo era. Le daba un tercio de las ganancias, pero alguien le aconsejó que pidiera la mitad. Eso yo no podía tolerarlo, de modo que tuvimos una discusión y nos separamos.

Luego probé durante un tiempo ser Organillero, y puedo asegurar que me fue muy bien. Es un negocio fácil y honrado, que no requiere ninguna aptitud en particular. Se puede adquirir un organillo por muy poco dinero, y para ponerlo en funcionamiento basta con abrirlo y aplicarle tres o cuatro martillazos. Así se mejora el tono del aparato para sus fines comer-ciales, mucho más de lo que usted imagina. Luego de hacer esto, lo único que tiene que hacer es salir a caminar con el organillo a la espalda, hasta que ve un jardín con árboles y una aldaba forrada de cuero. Entonces se detiene y da vueltas a la manija, poniendo cara de estar dispuesto a tocar hasta el día del juicio. Al instante se abre una ventana, alguien arroja seis peniques y pide: "i Haga silencio y váyase, etcétera. Sé que algunos organilleros han aceptado marcharse por esa suma; yo, por mi parte, debido a lo alta que era mi inversión de capital, no podía darme el lujo de marcharme por menos de un chelín.

Me fue muy bien con esta ocupación, pero así y todo no estaba satisfecho, de modo que al final la abandoné. La verdad es que trabajaba con la desventaja de carecer de un mono, además, las calles norteamericanas son muy fangosas, y la plebe muy molesta... y abundan los chiquilines traviesos...

Estuve varios meses sin empleo, pero a la larga, con gran empeño, conseguí un puesto en el Falso Correo. El trabajo allí era sencillo, y me dejaba un margen bastante amplio de ganancias. Por ejemplo, de mañana muy temprano tenía que armar mi fajo de cartas falsas. Dentro de cada una escribía unas pocas líneas sobre cualquier tema que me pareciese mis-

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terioso, y firmaba todas las epístolas como Tom Dobson, Bobby Tompkins o algo así. Luego las cerraba, las lacraba y les agregaba sellos postales falsos de Nueva Orleans, Bengala, Botany Bay o cualquier otro sitio remoto. Hecho esto, salía de inmediato a mi recorrida diaria, como si tuviera mucha prisa. Iba siempre a casas importantes a entregar las cartas, y cobraba el franqueo. Nadie duda en pagar una carta, máxime si es voluminosa. i La gente es tan tonta! No me costaba nada llegar a la esquina y dar la vuelta antes de que tuvieran tiempo de abrir las epístolas. Lo peor de esta profesión era que me obligaba a caminar tanto y tan rápidamente, como también a cambiar a menudo de itinerario. Además, sentía graves escrúpulos de conciencia. No soporto que se insulte a las personas, y la forma en que toda la ciudad maldecía a Tom Dobson y Bobby Tompkins era muy desagradable de oír. A la larga sentí un profundo asco, y me lavé las manos del asunto.

Mi octavo y último emprendimiento fue en el rubro de la Cría de gatos, actividad que me ha resultado la más agradable y lucrativa de todas, sin causarme el menor problema. Como se sabe, abundan los gatos en la región, a punto tal que en la última y memorable sesión de la Legislatura se presentó un pedido de ayuda firmado por gran cantidad de personas respetables. En aquella época, la Asamblea se hallaba desusadamente bien informada, y coronó sus numerosas decisiones sabias y edificantes sancionando la Ley de Gatos. En su forma original, esta ley ofrecía una recompensa por toda cabeza de gato, a razón de cuatro centavos cada una, pero el Senado consiguió enmendar el artículo principal, y reemplazar la palabra "cabeza" por "colas". La enmienda era tan adecuada, que la Cámara de Representantes la aprobó nemine contradicente.

No bien el gobernador hubo firmado el decreto, invertí mis bienes en la compra de gatos. Al principio sólo pude alimentarlos con ratones (que son baratos), pero muy pronto aquéllos cumplieron el mandato bíblico a tal velocidad, que a la larga me pareció más adecuado adoptar una política más dadivosa, y comencé a alimentarlos con ostras y tortugas. Sus colas, a precio legislativo, me producen un buen ingreso, pues he descubierto un sistema que, utilizando el aceite de Macassar, me permite obtener tres camadas al año. Me encanta, también, que los animales se hayan acostumbrado tanto, que prefieran perder la cola a conservarla. Por lo tanto, me considero un hombre hecho, y estoy negociando la compra de una propiedad sobre el río Hudson.

UN CUENTO DE JERUSALÉN

Intensos rigidam in frontero ascendere canos Passus erat... Lucano, De Catone.

... un hirsuto aburrido Traducción.

- Corramos hacia las murallas -dijo Abel-Phittim a Buzi-Ben-Levi y Si-meón el Fariseo, en el décimo día del mes de Thammuz, en el año del mundo tres mil novecientos cuarenta y uno-, apurémonos hasta los muros cercanos a la puerta de Benjamín, que está en la ciudad de David y a la vista del campamento de los incircuncisos; pues es la última hora de la

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cuarta guardia, al alba, y los idólatras, cumpliendo la promesa de Pompeyo, nos estarán esperando con los corderos para los sacrificios.

Simeón, Abel-Phittim y Buzi-Ben-Levi eran los Gizbarim, o subcolectores de las ofrendas, en la ciudad santa de Jerusalén.

-Ciertamente -replicó el fariseo-, apurémonos, pues esta generosidad es rara de parte de los paganos y la volubilidad siempre ha sido característica de los adoradores de Baal.

-Que son volubles y traicioneros es tan cierto como el Pentateuco -dijo Buzi-Ben-Levi-, pero sólo hacia el pueblo de Adonai. ¿Cuándo se ha sabido que los amonitas descuidaran sus propios intereses? ¡Me parece que no es una gran muestra de generosidad dejarnos corderos para el altar del Señor, recibiendo a cambio treinta siclos de plata por cabeza!

-Sin embargo te olvidas, Ben-Levi -contestó Abel-Phittim-, que el romano Pompeyo, que está ahora sitiando impíamente la ciudad del Altísimo, no está seguro de que usemos estos corderos así adquiridos para el altar, sino para sustento del cuerpo más que del espíritu.

- Ahora, i por las cinco puntas de mi barba! -gritó el fariseo, que pertenecía a la secta llamada Los Flageladores (ese puñado de santos cuya manera de flagelarse y lacerar los pies contra el pavimento era como una espina y un reproche para los menos devotos, una piedra de toque para los menos dotados caminadores)-, ¡por las cinco puntas de la barba que, como sacerdote, estoy impedido de cortar! ¡Hemos vivido para ver el día en que la blasfemia y la idolatría que nace de Roma nos acusará de preferir los apetitos de la carne a los elementos más santos y consagrados? ¿Hemos vivido para ver el día en que...?

- No cuestionemos los motivos de los filisteos -interrumpió Abel Phittim-, pues hoy por primera vez nos beneficiamos con su avaricia o su generosidad; corramos más bien hacia los muros, no sea que las ofrendas falten en ese altar cuyo fuego las lluvias del cielo no pueden extinguir y cuyos pilares de humo ninguna tempestad puede disipar.

Esa parte de la ciudad hacia la que corrían nuestros valiosos Gizbarim y que tenía el nombre de su arquitecto, el rey David, era tenida por el más sólidamente fortificado distrito de Jerusalén; situada en la abrupta y majestuosa colina de Sión. Ahí, el ancho y profundo foso que la rodeaba, cavado en la roca sólida, estaba defendido por un muro de gran fortaleza erigido sobre su borde interior. Esta muralla estaba adornada, a intervalos regulares, por torres cuadradas de mármol blanco; la más baja tenía sesenta y la más alta ciento veinte codos de alto. Pero, cerca de la puerta de Benjamín, el muro no salía del borde del foso. Por el contrario, entre el nivel de la pared y la base del baluarte, se levantaba un risco perpendicular de doscientos cincuenta codos, formando parte del escarpado monte Mo-ria. Así que, cuando Simeón y sus asociados llegaron a la cima de la torre llamada Adoni-Bezek, la más orgullosa de todas las torres de Jerusalén y el sitio habitual de conferencia con el ejército sitiador, miraron abajo hacia el campamento del enemigo desde una altura que excedía en muchos pies la de la pirámide de Keops y, por varios, la del templo de Belus.

- ¡Verdaderamente -dijo el fariseo mientras miraba mareado por encima del precipicio- los incircuncisos son como las arenas de la playa, como las langostas en el páramo! El valle del Rey se ha vuelto el valle de Adommin.

-¡Y aun así -agregó Ben-Levi- no puedes señalarme un filisteo, ni siquiera uno... de la Aleph a la Tau, del exterior hasta la fortificación, que parezca algo más grande que la letra Jod!

-¡Bajad la canasta con los siclos de plata! -gritó un soldado romano con voz hosca y ruda, que parecía haber salido de la regiones de Plutón-. ¡Bajad la cesta con las malditas monedas que quiebran las mandíbulas del noble romano cuando pronuncia su nombre! ¿Es así como demostráis gratitud con nuestro señor Pompeius que, en su condescendencia, ha pensado en escuchar vuestra inoportuna idolatría? El dios Febo, que es un verdadero dios, anduvo en su carro durante una hora, ¿no ibais a estar en los muros al amanecer? ¡Aedepol! ¿Pensáis que nosotros, los conquistadores del mundo, no tenemos nada mejor que hacer que esperar junto a cada perrera del muro, para traficar con los perros de la tierra? ¿Bajadla, digo, y cuidad que vuestras baratijas sean de color brillante y de peso exacto!

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-¡El Elohim! -manifestó el fariseo a medida que los discordantes tonos del centurión reptaban por las grietas del precipicio y se desvanecían contra el templo-. ¡ El Elohim! ¿Quién es el Dios Febo? ¿A quién invoca el blasfemo? Tú, Buzi-Ben-Levi, que has leído las leyes de los gentiles y has vivido entre los que se contaminan con el Teraphim, ¿es Nergal de quien habla el idólatra? o Ashimah? o Nibhaz? ¿o Tartak? o Adramalech? o Anamalech? o Succoth-Benith? ¿o Dagon? ¿o Belial? o BaalPerith? o Baal-Peor? o Baal-Zebub?

- En realidad, ninguno; pero no dejes que la soga se deslice demasiado rápidamente entre tus dedos, pues si la cesta queda colgada de aquel saliente se caerán lamentablemente los objetos sagrados del santuario.

Con la ayuda de una maquinaria toscamente construida, la cesta pesadamente cargada era ahora cuidadosamente bajada entre la multitud y, desde el elevado pináculo, se veía a los romanos juntándose confusamente alrededor; pero debido a la gran altura y a una niebla persistente, no podía distinguirse lo que estaban haciendo.

Había ya pasado media hora. - ¡Llegaremos demasiado tarde! -se lamentó el fariseo cuando se asomó al abismo al

término de ese período -. ¡Llegaremos demasiado tarde! Los Katholim concluirán el oficio. -Nunca más -respondió Abel-Phittim-, nunca más festejaremos con lo más suculento de

la tierra, nuestras barbas no olerán más a incienso ni nuestros cuerpos lucirán el fino lino del Templo.

-¡Raca! -juró Ben-Levi-. ¡Raca! ¿Querrán defraudarnos con el dinero de la compra o, santo Moisés, estarán pesando los ciclos del tabernáculo?

-¡Al fin han dado la señal! -gritó el fariseo-. ¡Han dado la señal al fin! ¡Tira, Abel-Phittim! ¡Y tú también, Buzi-Ben-Levi, tira! Pues verdaderamente están aún los filisteos sosteniendo la canasta o el Señor ha suavizado sus corazones para poner ahí una bestia de buen peso.

Y los Gizbarim tiraron, mientras su carga se balanceaba pesadamente subiendo a través de la aún creciente niebla.

-Booshoh he! Booshoh he! -fue la exclamación que salió de los labios de Ben-Levi cuando, al cabo de una hora, un objeto en el extremo de la soga se hizo claramente visible.

-¡Oh vergüenza! ¡Es un carnero de los sotos de Engedi y tan arrugado como el valle de Jehoshaphat!

-Es el primogénito del rebaño -dijo Abel-Phittim-. Lo reconozco por su balido y la forma inocente de combar sus patas. Sus ojos son más bellos que las joyas del Pectoral y su carne es como la miel de Hebrón.

-Es un becerro engordado en las pasturas de Bashan -dijo el fariseo-. ¡Los paganos nos han tratado maravillosamente! ¡Elevemos un salmo con nuestras voces! ¡Demos gracias con el shawn y el salterio, con el arpa y el huggab, con la cítara y el sackbut!

No fue sino hasta que la canasta llegó a pocos pies de los Gizbarim, que un gruñido sordo traicionó su percepción: un cerdo de un tamaño poco común.

-El Emanu! -exclamó el trío, levantando los ojos lentamente y soltando la cuerda, a lo cual el puerco fue de cabeza hacia los filisteos-. El Emanu! ¡Dios sea con nosotros! ¡Es la carne innombrable!

LA ESFINGE

Durante el terrible reinado del cólera en Nueva York, acepté la invitación de un pariente a pasar quince días con él en el retiro de su cottage orné sobre las orillas del Hudson. Teníamos a mano todos los medios normales de entretenimiento veraniego y, vagando por los bosques, dibujando, paseando en bote, pescando, bañándonos, con música y libros,

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tendríamos que haber pasado el tiempo de manera suficientemente agradable excepto por las temibles noticias que nos llegaban cada mañana desde la populosa ciudad. No pasaba un día sin recibir novedades sobre la muerte de algún conocido. En consecuencia, a medida que la fatalidad aumentaba, aprendimos a esperar diariamente la pérdida de algún amigo. A la larga temblábamos en cuanto se acercaba un mensajero. El mismo aire que venía del sur nos parecía impregnado de muerte. Este paralizante pensamiento, en verdad, tomó completa posesión de mi alma. No podía hablar ni pensar y tampoco soñar con algo más. Mi anfitrión tenía un temperamento menos excitable y, aunque muy deprimido de ánimo, se esforzaba por sostener el mío. Su intelecto, filosóficamente rico, no era afectado en ningún momento por irrealidades. Para lo sustancial del terror estaba lo suficientemente vivo, pero no tenía aprensión por sus sombras.

Sus intentos de sacarme de la condición de anormal pesadumbre en la que había caído se frustraron, en gran medida, por ciertos volúmenes que encontré en su biblioteca. Eran de un carácter que obligaba a germinar cualquier semilla de superstición hereditaria que podía estar latente en mi pecho. Estuve leyendo estos libros sin su conocimiento y, por lo tanto, no podía explicarse la fuertes impresiones que habían provocado en mi fantasía.

Uno de mis temas favoritos era la popular creencia en profecías, una creencia que, en esa época de mi vida, estaba casi seriamente dispuesto a defender. Sobre este tema tuvimos largas y animadas discusiones; él mantenía la profunda insustancialidad de fe en tales asuntos, yo contestaba que un sentimiento popular que aparecía con absoluta espontaneidad, es decir, sin trazas aparentes de sugestión, tenía en sí los inconfundibles elementos de la verdad y merecía un gran respeto.

El hecho es que, enseguida después de mi llegada a la cabaña me ocurrió un incidente tan enteramente inexplicable y que tenía tanto de portentoso, que bien puedo ser excusado de tomarlo como una profecía. Me aterró y, al mismo tiempo, me dejó tan confundido y perplejo que pasaron muchos días antes de que pudiera decidirme a comunicar la circunstancia a mi amigo.

Casi al final de un día excesivamente caluroso, estaba sentado, libro en mano, ante una ventana abierta que dominaba una gran extensión de la orilla del río incluyendo una colina lejana, una de cuyas caras, la más cercana a mi posición, había sido despojada, por lo que se denomina un desmoronamiento, de la mayor parte de sus árboles. Mis pensamientos vagaban entre el libro que tenía frente a mí y la sombría y desolada ciudad vecina. Al levantar mis ojos de la página que leía, fueron a dar contra la cara desnuda de la colina, sobre un objeto... sobre un monstruo viviente de forma horrible que recorrió con rapidez la distancia entre la cima y la base, desapareciendo finalmente en el denso bosque de abajo. Cuando esa criatura se me presentó a la vista, dudé de mi propia cordura o, cuando menos, de la evidencia de mis propios ojos, y pasaron varios minutos hasta que me convencí de que no estaba loco ni soñando. Aun cuando pueda describir al monstruo (al que distinguí claramente y seguí con calma durante todo su recorrido), mis lectores, me temo, tendrán más dificultad que yo en convencerse.

Estimando el tamaño de la criatura en comparación con el diámetro de los árboles cerca de los cuales había pasado –los pocos gigantes del bosque que escaparon de la furia del desmoronamiento– concluí que era, de lejos, más grande que cualquier barco de línea existente. Digo barco de línea porque la forma del monstruo me sugiere esa idea, el caso de nuestros setenta-y-cuatro puede dar una muy tolerable concepción de la silueta general. La boca del animal estaba situada al extremo de una trompa de sesenta o setenta pies de largo y casi tan gruesa como el cuerpo de un elefante común. Cerca de la base de su tronco había una gran cantidad de hirsuto cabello negro, más de los que podían haber suministrado las pieles de una veintena de búfalos; y proyectándose desde este cabello hacia abajo y a los lados, emergían dos resplandecientes colmillos no diferentes de los del jabalí pero de dimensiones infinitamente mayores. Extendiéndose hacia adelante, paralelos a la trompa y a cada lado de ella, había una gigantesca asta, de treinta o cuarenta pies de largo, formada aparentemente de

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puro cristal y con la forma de un prisma perfecto, reflejando de una manera maravillosa los rayos del sol declinante. El tronco tenía forma de cuña con la punta hacia la tierra. De éste se extendían dos pares de alas, cada ala de cerca de cien yardas de largo, un par encima de otro y todo densamente cubierto con escamas de metal, cada una de aparentemente diez o doce pies de diámetro. Observé que las partes altas y bajas de las alas estaban conectadas con una fuerte cadena. Pero la principal peculiaridad de esta cosa horrible era la representación de una Calavera que cubría casi toda la superficie de su pecho y que estaba trazada con precisión en un blanco brillante sobre el fondo oscuro del cuerpo como si hubiera sido cuidadosamente dibujada por un artista. Mientras miraba a ese terrible animal y, más especialmente, la apariencia de su pecho, con una pavorosa sensación de horror, con un sentimiento de maldad inminente que encontré imposible de sofocar con ningún esfuerzo de la razón, noté que las gigantescas mandíbulas al extremo de su trompa se expandieron de repente y de ellas provenía un sonido de lamento tan fuerte y tan expresivo que sacudía mis nervios como el toque de difuntos, y en tanto el monstruo desaparecía al pie de la colina, caí al suelo de inmediato, desvaneciéndome.

Cuando me recobré mi primer impulso, por supuesto, fue el de informar a mi amigo lo que había visto y oído, y apenas puedo explicar el sentimiento de repugnancia que, al fin, me lo impidió.

A la larga, una tarde, como tres o cuatro días después del suceso, estábamos sentados juntos en el salón en que había visto la aparición, ocupando yo el mismo sitio junto a la misma ventana mientras él descansaba en un sofá cercano. La asociación del lugar y el momento me empujó a contarle el fenómeno. Me escuchó hasta el final, al principio rió con ganas y luego adoptó una actitud excesivamente grave, como si mi insanidad fuese algo de lo que no se podía dudar. En ese momento tuve de nuevo una clara visión del monstruo al cual, con un grito de absoluto terror, dirigí su atención. Miró detenidamente pero sostuvo no haber visto nada a pesar de haberle descrito minuciosamente el camino de la criatura a medida que bajaba por la cara desnuda de la colina.

Ahora yo estaba inmensamente alarmado pues consideraba la visión o bien como un presagio de mi muerte o, peor, como el prólogo de un ataque de locura. Me dejé caer pesadamente en mi silla y, por algunos momentos, hundí la cara en las manos. Cuando descubrí los ojos, la aparición ya no estaba.

Mi anfitrión, sin embargo, había vuelto, en alguna medida, a mostrarse calmo y me interrogó muy rigurosamente respecto de la conformación de la criatura vista. Cuando lo satisfice por completo, suspiró profundamente, como aliviado de algún intolerable peso y comenzó a hablar, con lo que pensé era una cruel calma, de varios puntos de filosofía especulativa que habían constituido hasta entonces tema de discusión entre nosotros. Recuerdo que insistió especialmente (entre otras cosas) en la idea de que la principal fuente de error en todas las investigaciones humanas yacía en la inclinación del entendimiento por subestimar o sobrevalorar la importancia de un objeto por, simplemente, medir de modo equivocado su cercanía. -Para estimar apropiadamente, por ejemplo -dijo-, la influencia que debe ejercer a la larga en la humanidad la amplia difusión de la Democracia, la lejanía de época en la cual tal difusión pueda posiblemente ser completada no debe dejar de formar parte de la estimación. ¿Puedes nombrarme un escritor que, sobre el tema del gobierno, haya pensado alguna vez que esta rama particular del asunto merece alguna discusión?

Acá se detuvo un momento, fue hacia la biblioteca y trajo consigo una de las sinopsis ordinarias de Historia Natural. Pidiéndome entonces que cambie de asiento con él, de modo que pudiera distinguir más claramente la delicada impresión del volumen, se sentó en mi sillón junto a la ventana y, abriendo el libro, continuó su discurso muy en el mismo tono que antes.

- Si no fuera por tu minuciosidad -dijo-- en describir el monstruo, nunca habría podido demostrarte lo que era. En primer lugar déjame leerte un apunte escolar del género Esfinge, de la familia Crepuscularia, del orden Lepidoptera, de la clase Insecta, o insectos. El apunte dice

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así: - "Cuatro membranosas alas cubiertas con pequeñas escamas coloreadas de apariencia

metálica; la boca forma una trompa enrollada, producida por una elongación de las quijadas, sobre cuyos lados podemos hallar rudimentos de mandíbulas y palpas vellosas; las alas inferiores se sostienen de las superiores por un pelo rígido, las antenas tienen forma de garrote alargado, prismático; el abdomen es puntiagudo. La Esfinge Calavera ocasionó, en ciertos tiempos, mucho terror entre el vulgo por la clase de grito melancólico que profiere y la insignia de muerte que lleva en el corselete".

Aquí cerró el libro y se inclinó hacia adelante en la silla, ubicándose precisamente en la posición que yo había ocupado en el momento de ver al "monstruo".

- Ah, acá está -exclamó en ese momento-, está reascendiendo la ladera de la colina, y debo admitir que es una criatura digna de admirar. Sin embargo, de ningún modo es tan grande o está tan lejos como imaginaste; el hecho es que, a medida que trepa por ese hilo que alguna araña tendió a lo largo del marco de la ventana, veo que mide cerca de una dieci-seisava parte de pulgada de un extremo al otro y está también a una dieciseisava parte de pulgada de la pupila de mi ojo.

POR QUÉ LLEVA LA MANO EN CABESTRILLO EL FRANCESITO

Para todos los que se complazcan en leerlas, están lo suficientemente claras en mis tarjetas de visita (y son todas de papel satinado rosa) las palabras: "Sir Patrick O'Grandison, baronet, 39 Southampton Road, Russell Square, Parroquia de Bloomsbury". Y si usted quiere saber quién es el maestro de la buena educación y el que da el tono a toda la ciudad de Londres..., bueno, soy yo precisamente. No es para asombrarse después de todo (así que, por favor, deje de escarbarse la nariz) ya que puedo afirmar que soy un caballero en cada pulgada de las seis vigilias, y desde que dejé los pantanos irlandeses para asumir la baronía, este Patrick ha vivido como un emperador, educándose y refinándose cada vez más. ¡Oh, sería una bendición para sus ojos posarse un instante sobre Sir Patrick O'Grandison, baronet, cuando se viste para ir a la ópera, o cuando sube a su coche para ir a dar un paseo por Hyde Park! Todas las damas se enamoran de mí a causa de mi apuesta figura. ¿Cabe alguna duda de que mido seis pies y tres pulgadas, en medias, y que mis proporciones son perfectas? En cambio ese extranjero, el francesito que vive frente a mi casa, apenas si mide tres pies y un poquitín más. ¡Así es, la misma persona que devora con los ojos (mala suerte para él) a la linda viuda Mistress Tracle, mi vecina (Dios la bendiga) e inmejorable amiga y conocida! Habrá notado que el gusanito anda algo cabizbajo y lleva la mano izquierda en cabestrillo. Y ahora mismo voy a contarle por qué.

La verdad es muy simple; el mismísimo día en que llegué de Connaught y saqué a pasear mi elegante figura por la calle, el corazón de la viuda, que estaba asomada a la ventana, quedó instantáneamente prendado de mí. Me percaté de ello enseguida, como puede advertir, y por Dios que es la pura verdad. Primero vi que abría la ventana y miraba por ella con sus grandes ojos. Después asomó un catalejo que la hermosa viuda se llevó a un ojo, y que el diablo me queme si ese ojo no habló tan claro como un ojo de mujer y dijo: "¡Tenga usted muy buenos días, Sir Patrick O'Grandison, baronet, preciosura! ¡Qué apuesto caballero! Yo misma y mis cuarenta años quedamos a su servicio, querido, en cualquier momento del día y para lo que guste mandar". Pero no me iban a ganar en gentileza y buenos modales, así que le

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hice una reverencia que le hubiera partido a usted el corazón de haberla visto; me descubrí la cabeza saludando y le guiñé los ojos dos veces como diciéndole: "Bien ha dicho usted, adorable criatura, Mrs. Tracle, mi encanto, y que me hunda ya mismo en un pantano si Sir Patrick O'Grandison, baronet, no pone una tonelada de amor a los pies de su alteza en menos tiempo del que dura una tonada de Londonberry."

A la mañana siguiente, justo cuando estaba pensando si sería educado enviarle una cartita amorosa a la viuda, vino mi criado con una elegante tarjeta y me dijo que el nombre escrito en ella (pues yo nunca pude leer nada impreso, por ser zurdo) era de un Mesiú, el conde A Gusto Miré, metré de dans (si es que eso significa algo), y que el dueño de toda esa endiablada jerigonza era el francesito que vive enfrente de mi casa.

Enseguida apareció el maldito en persona, hizo una complicada reverencia a modo de saludo, diciendo que se había tomado la libertad de honrarme con su visita, tras lo cual continuó hablándome un rato largo. Y maldita sea si le entendía una sola palabra, excepto cuando decía "parlé vú, vulé vú" y me largaba una carrada de mentiras, sosteniendo que (¡peor para él!) estaba locamente enamorado de Mrs. Tracle y que mi viudita Mrs. Trade estaba perdidamente enamorada de él.

Al oír esto, como puede usted suponer, me puse más furioso que un leopardo, pero recordé que era Sir Patrick O'Grandison, baronet, y que no era bueno que el enojo fuese más fuerte que la buena educación. Disimulé la rabia, por lo tanto, y me mostré muy amable con aquel pequeñajo. ¿Y qué me propone al cabo de un rato? i Visitar juntos a la viuda, diciendo que tendría el placer de presentarme!

- ¡Conque esas tenemos! -me dije-. Patrick, eres sin duda el más afortunado de todos los mortales. Pronto veremos si Mrs. Tracle sólo tiene ojos y oídos para el amor de mi apuesta persona o para ese pequeño Mesiú Metré Dedans.

Y así nos fuimos hasta la puerta vecina, y puede decirse que era una casa en verdad elegante. Había una alfombra en el piso y, en un rincón, un pianoforte y un arpa y el diablo sabe qué más. En el otro rincón había un sofá que era la cosa más linda del universo, y sentada en el sofá, nada menos que ese pequeño ángel, Mrs. Trade.

- Tenga usted muy buenos días, Mrs. Trade -dije yo, al tiempo que hacía una reverencia tan elegante que le habría maravillado verla.

- Vulé vú, parlé vú -dice el pequeño forastero francés-. Mrs. Tracle -prosiguió-, este caballero es su reverencia Sir Patrick O'Grandison, baronet, y es también el mejor y más íntimo amigo que tengo en el mundo.

Entonces la viuda se levantó del sofá, nos hizo el saludo más bonito que jamás se haya visto y volvió a sentarse. ¡Y no va usted a creerlo! El condenado Mesiú Metré Dedans se sentó tranquilamente en el sofá, a la derecha de la viuda. !Que el diablo se lo lleve! Por un momento creí que se me salían los ojos de las órbitas, tan furioso estaba. "!Conque así es la cosa? -pensé-. ¿Así es como nos portamos, Mesiú Metré Dedans?". En el acto, me senté a la izquierda de su alteza para estar a la par con el maldito. !Diablos! Se hubiera regocijado usted al ver el doble guiño que le hice a la viuda en plena cara y con ambos ojos.

El francesito no sospechaba de mí en absoluto, y empezó a cortejar desesperadamente a su alteza, "Vulé vú", le decía. "Parlé vú", agregaba.

"Eso no te servirá de nada, Mesiú Rana, querido mío" -pensé yo, y comencé a hablar en voz alta y sin pausa hasta ganar completa y absolutamente la atención de su alteza, gracias a la elegante conversación que mantenía con ella sobre mis queridos pantanos de Connaught. De tanto en tanto, ella me deleitaba con su exquisita sonrisa de oreja a oreja, con lo cual yo me sentía más envalentonado que un cerdo; y por fin, le tomé la punta de su meñique de la manera más delicada del mundo, mientras la miraba con los ojos en blanco.

Y sólo entonces percibí la astucia de mi ángel, pues apenas observó que trataba de tomarle la mano la retiró de inmediato y se la llevó a la espalda, como diciéndome: "Ahora sí, Sir Patrick O'Grandison, te doy una mejor oportunidad, mi querido, pues no queda bien tomarme la mano delante del pequeño extranjero francés, Mesiú Metré Dedans".

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Entonces le guiñé un ojo marcadamente, como respondiéndole: "No hay como Sir Patrick para estas triquiñuelas", y me puse manos a la obra. Se habría muerto de risa usted al ver la astucia con que deslicé mi brazo derecho entre el respaldo del sofá y la espalda de su alteza hasta encontrar su pequeña y dulce manecita, que parecía esperarme para decir: "Buenos días tenga usted, Sir Patrick O'Grandison, baronet." Y no sería yo, le aseguro, si no le hubiese dado el apretón más suave del mundo, el más delicado, como para no lastimar a su alteza. Y válgame Dios! ¿No fue el apretón más gentil y delicado de todos lo que recibí a cambio? "i Sangre y truenos, Sir Patrick, querido mío!" -pensé para mis adentros-. "Eres sin duda el hijo de tu madre, y no hay nadie más buen mozo y afortunado entre todos los jóvenes que dejaron alguna vez los pantanos de Connaught."

Apreté entonces su mano con más fuerza, ¡y por los cielos que ella me lo devolvió de la misma forma! Y en ese momento usted se habría desternillado de risa si hubiese visto cómo se portaba Mesiú Metré Dedans. Tanto parloteo, sonrisitas y parlés vús, y todo lo que le dedicaba a su alteza. ¡Nunca se vio algo semejante sobre la tierra! Y el diablo puede que-marme si no vi con mis propios ojos al francesito guiñarle un ojo. ¡Oh, no! ¡Quisiera que me dijesen si no estaba yo más furioso que un gato de Kilkenny!

- Permítame decirle, Mesiú Metré Dedans -le dije tan educadamente como pude-, que no es nada gentil, y que tampoco le queda bien estar mirando y mirando a su alteza de ese modo.

Y volví a apretarle la mano a la dama, como diciendo: "¿No es cierto que Sir Patrick, joya mía, sabrá protegerla?"

Y su respuesta fue un nuevo apretón, que decía claramente y del modo más directo en que un apretón puede hablar en todo el mundo: "Es verdad, querido Sir Patrick, y propio de un caballero como usted. Es la pura verdad." Y con esto abrió sus preciosos ojos de tal manera que creí que se le saldrían de sus órbitas, mientras miraba furiosa como una gata a Mesié Rana, y luego a mí, sonriendo angelicalmente.

- ¿Cómo? -dijo el miserable-. ¡Oh! Vulé-vú, parlé-vú. Y se encogió tanto de hombros que pensé que iba a salírsele la camisa, haciendo al

mismo tiempo una mueca despectiva con su maldita boca. Y ésa fue toda la explicación que obtuve de él.

Créame usted que quien se puso irracionalmente furioso en ese momento fue Sir Patrick, y más cuando el francés insistía en guiñarle el ojo a la viuda y la viuda seguía apretándome con fuerza la mano, como diciendo: "IA él, a él, Sir Patrick O'Grandison, mi cielo!" Por lo cual solté un terrible juramento y dije:

- ¡Tú, pequeña rata insignificante, hijo pantanero de una maldita monja! ¿Creerá usted lo que hizo entonces su alteza? Se levantó de un salto como si la hubiesen

mordido y se fue corriendo hacia la puerta, mientras yo la miraba asombrado y estupefacto y seguía su carrera con mis dos ojos. Usted comprenderá que yo tenía mis razones para pensar que mi ángel no podía salir de la sala aunque quisiera, pues tenía su mano en la mía, ¡y que el diablo me lleve si pensaba soltarla! Por eso le dije:

- ¿No se olvida un poquitín de algo que le pertenece, su alteza? ¡Vuelva usted, querida mía, así le devuelvo su manecita!

Pero ella salió disparada escaleras abajo sin escuchar, y entonces miré al francesito extranjero. ¡Demonios! ¡Era su maldita mano, pequeña como era, la que estaba agarrada de la mía!

Y no sería yo mismo si en ese momento no estuve a punto de morirme de risa al verle la cara al pobre diablo cuando advirtió que la mano que sostuvo todo el tiempo no era la de la viuda, sino la de Sir Patrick O'Grandison. ¡Ni el mismo demonio vio jamás una cara tan afligida como ésa! Por lo que respecta a Sir Patrick O'Grandison, baronet, no es hombre de preocuparse por un malentendido tan pequeño. Basta con decir que antes de soltar la mano del condenado Mesiú (y esto sólo sucedió cuando el sirviente de la viuda nos echó a patadas escaleras abajo), le di un apretón tan grande que se la dejé hecha mermelada de frambuesa.

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- Vulé vú -dijo él-. Parlé vú -agregó-. ¡Maldición! Y ésa es la razón por la que anda con la mano izquierda en cabestrillo.

BON-BON Quand un bon vin meuble mon estomac Je suis plus savant que Balzac, Plus sage que Pibrac; Mon bras seul faisant l'attaque De la nation Cossaque, La mettroit au sac; De Charon je passerois le lac En dormant dans son bac; J'irois au fier Eac, Sans que mon Coeur fit tic ni tac, Présenter du tabac65. (Vodevil francés)

Que Pierre Bon-Bon era un restaurateur de talento poco común, nadie que durante el reinado de... frecuentara el pequeño café en el cul-de-sac Le Febre, en Rouen, se animará -supongo- a discutirlo. Que Pierre Bon-Bon era, en un grado equivalente, versado en la filosofía de ese período resulta -presumo- más indiscutible todavía. Sus pâtés a la fois eran sin duda inmaculados; pero, ¿qué pluma puede hacer justicia a sus ensayos sur la Nature, a sus pensamientos sur l'Ame, a sus observaciones sur l'Esprit? Si sus omelettes, si sus fricandeaux eran inestimables, ¿qué littérateur de esos días no hubiera dado el doble por una "Idée de Bon-Bon" que por toda la hojarasca de "Idées" de todo el resto de los savants? Bon-Bon había hurgado en bibliotecas en las que nadie más había hurgado, había leído más de lo que nadie sospechara que se podía leer, había entendido más de lo que cualquier otro hubiera imaginado posible entender. Y aunque en su época no faltaban algunos autores en Rouen para los cuales "su dicta no mostraba ni la pureza de la Academia ni la profundidad del Liceo", o aunque -nótese bien- sus doctrinas eran en general muy poco comprendidas, no se desprende de ello que fueran difíciles de comprender. Creo que su propia evidencia llevaba a muchas personas a considerarlas abstrusas. El mismo Kant -y no llevemos esto más lejos- le debe su metafísica principalmente a Bon-Bon. Este no era por cierto platónico ni, estrictamente hablando, aristotélico, ni desperdició, como el moderno Leibnitz, las preciosas horas que podían emplearse en la invención de una fricassé o el simple análisis de una sensación, en vanos intentos de reconciliar las obstinadas aguas y aceites de la discusión ética. De ninguna ma-

65 Cuando un buen vino amuebla mi estómago Soy más sabio que Balzac, Más juicioso que Pibrac, Mi brazo atacando solo La nación cosaca La saquearía De Charon el lago pasaría En su barca dormiría Iría al orgulloso Eac, Sin que mi corazón hiciera tic ni taco A presentar tabaco.

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nera. Bon-Bon era jónico... E igualmente era itálico. Razonaba a priori... Razonaba a posteriori. Sus ideas eran instintivas... o no. Creía en George de Trebizond... y creía en Bossarion. Bon-Bon era, categóricamente, bonbónico.

He hablado del filósofo en su calidad de restaurateur. No quisiera, sin embargo, que ninguno de mis amigos piense que nuestro héroe, al cumplir sus deberes hereditarios en esa profesión, les restaba a éstos dignidad e importancia. Lejos de ello. Era imposible determinar qué rama de su trabajo le inspiraba más orgullo. En su opinión, los poderes del intelecto tenían una íntima conexión con las facultades del estómago. No creo, en realidad, que discrepara mucho con los chinos, para quienes el alma se aloja en el abdomen. En todo caso, pensaba él, tenían razón los griegos, que usaban la misma palabra para la mente y el diafragma. No quiero insinuar con esto una acusación de glotonería ni ningún otro cargo grave en perjuicio del metafísico. Si Pierre Bon-Bon tenía sus debilidades -¿y qué gran hombre no tiene miles?-, si tenía sus debilidades, digo, eran debilidades de muy poca importancia; faltas que, en otros temperamentos, suelen considerarse a la luz de las virtudes. Una de esas debilidades no merecería siquiera mención en esta historia, si no fuera por la notable prominencia, el extremo alto relieve con que se destaca en el plano general de su personalidad: jamás pasaba por alto una oportunidad de regatear.

No es que fuera avaro, no. No era en modo alguno necesario, para la satisfacción del filósofo, que el regateo le fuese favorable con tal que se llegara a un trato. Un trato de cualquier clase, en cualquier término y en cualquier circunstancia. Una sonrisa triunfante le iluminaría el rostro durante días, y un guiño astuto en sus ojos daría pruebas de su sagacidad.

Un humor tan peculiar como el que acabo de describir llamaría la atención en cualquier época, sin que ello tuviera nada de extraordinario. Y habría sido en realidad sorprendente si esa peculiaridad no hubiera atraído la atención en la época de nuestro relato. Pronto se advirtió que, en esas ocasiones, la sonrisa de Bon-Bon era muy diferente de la sonrisa franca con que festejaba sus propios chistes o recibía a un conocido. Corrieron rumores de carácter emocionante; se contaron historias acerca de tratos peligrosos pactados deprisa y lamentados a la hora del sosiego; y se habló de facultades extrañas, anhelos ambiguos e inclinaciones no naturales, implantados por el autor de todo mal para sus propios y astutos fines.

El filósofo tenía otras debilidades, pero apenas merecen nuestro análisis detallado. Por ejemplo, son pocos los hombres de extraordinaria profundidad que no tengan inclinación por la bebida. Si dicha inclinación es la causa o, por el contrario, la prueba válida de esa profundidad, es algo difícil de precisar. Hasta donde sé, Bon-Bon no creía que la cuestión jus-tificara una investigación minuciosa; y yo tampoco. Pero no debe suponerse que, al ceder a una propensión tan auténticamente clásica, el restaurateur perdía de vista esa discriminación intuitiva que solía caracterizar, a la vez y por igual, sus essais y sus omelettes. En sus reclusiones, el vino de Bourgogne tenía su hora, y había asimismo momentos para el Cote du Rhone. Para él, el Sauterne era al Medoc lo que Catulo a Romero. Jugaba con un silogismo sorbiendo un St. Peray, pero desentrañaba un razonamiento con un Clos de Vougéot, y desbarataba una teoría en un torrente de Chambertin. Bueno hubiera sido que ese mismo sentido agudo de lo apropiado lo hubiese acompañado en la frívola tendencia a que aludí, pero no fue el caso. De hecho, esa característica del filosófico Bon-Bon empezó a adquirir con el tiempo una extraña intensidad y misticismo, y parecía profundamente teñida de la diablerie de sus estudios germánicos favoritos.

Entrar en el pequeño café en el cul-de-sac Le Febre era, en la época de nuestro relato, entrar en el sanctum de un hombre de genio. Bon-Bon era un hombre de genio. No había en Rouen un sous-cuisinier que no dijera que Bon-Bon era un hombre de genio. Hasta su gata lo sabía, y evitaba acicalarse la cola en presencia del hombre de genio. Su gran perro de aguas también lo reconocía y, cuando su amo se acercaba, revelaba la conciencia de su propia inferioridad portándose beatíficamente, bajando las orejas y dejando caer la mandíbula

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inferior en un proceder nada indigno de un perro. Es verdad, sin embargo, que una buena parte de ese respeto habitual podía atribuirse a la apariencia del metafísico. Un aspecto distinguido, debo decir, impactará incluso a una bestia, y admitiré que en la envoltura carnal del restaurateur había mucho que podía impresionar la imaginación del cuadrúpedo. Hay una peculiar majestad en la atmósfera de los pequeños grandes -si se me permite una expresión tan equívoca- que la mera corpulencia física no podría crear por sí misma. Aunque Bon-Bon medía apenas tres pies de alto y su cabeza era diminutamente pequeña, era imposible contemplar la rotundidad de su estómago sin sentir una magnificencia que rozaba lo sublime: en su tamaño, tanto los perros como los hombres debían de ver un símbolo de sus logros; en su inmensidad, un espacio para alojar su alma inmortal.

Podría aquí, si quisiera, extenderme en el tema de la vestimenta y otros detalles exteriores del metafísico. Podría señalar que nuestro héroe usaba el cabello corto, suavemente combado sobre su frente y coronado por un gorro blanco de franela, cónico y con borlas; que su chaqueta verde no seguía la moda imperante entre el común de los restaurateurs; que sus mangas eran un poco más amplias que las permitidas por la convención; que el doblez de los puños no estaba hecho, como era habitual en aquel período bárbaro, con tela de la misma clase y color que la prenda, sino que estaban forrados, más imaginativamente, en terciopelo multicolor de Génova; que sus pantuflas eran de un púrpura brillante, curiosamente filigranadas, y que podían parecer japonesas, salvo por la exquisita terminación en punta y los tintes brillantes de la costura y el bordado; que sus calzas eran de ese material amarillo parecido al satén, llamado aimable; que su capa celeste, parecida a una bata y ricamente adornada con dibujos carmesíes, flotaba caballerescamente sobre sus hombros como la niebla de la mañana; y que su tout ensemble dio lugar a la notable observación de Benvenuta, la Improvisatrice de Florencia: "que era difícil decir si Pierre Bon-Bon era un ave del paraíso o, más bien, un paraíso de perfección". Podría, digo, explayarme sobre todos estos puntos si quisiera, pero me abstengo; los detalles meramente personales pueden ser dejados a los novelistas históricos: están por debajo de la dignidad moral de los hechos.

He dicho que "entrar en el café en el cul-de-sac Le Febre era entrar en el sanctum de un hombre de genio", pero sólo un hombre de genio podía estimar debidamente los méritos del sanctum. Un gran cartel pintado, con forma de libro, colgaba a la entrada. Una cara del volumen mostraba una botella; la otra, un pâté. En el lomo se leía en letras grandes: CEuvres de Bon-Bon. Así quedaban delicadamente insinuadas las dos ocupaciones del propietario.

Al traspasar el umbral se presentaba a la vista todo el interior del local. En realidad, todo lo que ofrecía el café era un largo salón de techo bajo, de construcción antigua. En un rincón del lugar se hallaba la cama del metafísico. Un arreglo de cortinas con un dosel a la Grecque le daba un aire a la vez clásico y confortable. En el rincón diagonalmente opuesto aparecían, en familiar comunión, los elementos de la cocina y la bibliothéque. Un plato de polémicas descansaba pacíficamente en el aparador. Aquí, una hornada de las últimas éticas... allá, una pava de mélanges en duodécimo. Los tratados alemanes de moral eran carne y uña con la parrilla; podía verse un trinchante al lado de Eusebius; Platón se reclinaba a sus anchas en la sartén, y manuscritos contemporáneos se apilaban en la asadera.

En otros aspectos, podría decirse que el Café de Bon-Bon no era muy distinto de los restaurants normales de la época. Un gran hogar bostezaba enfrente de la puerta. A la derecha de éste, una alacena abierta exhibía una formidable colección de botellas etiquetadas.

Fue allí una vez, alrededor de la medianoche, en el duro invierno de..., donde Pierre Bon-Bon, después de escuchar durante un rato los comentarios de sus vecinos acerca de su singular propensión, que Pierre Bon-Bon -repito echó a todos de su casa, cerró la puerta con un juramento y fue a instalarse, no de muy buen humor, en un confortable sillón de cuero, delante de un buen fuego.

Era una de esas noches terribles que sólo se ven una o dos veces en un siglo. Nevaba con furia y la casa temblaba hasta los cimientos con las ráfagas de viento que, filtrándose por las grietas de la pared y bajando impetuosamente por la chimenea, agitaban con violencia las

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cortinas de la cama del filósofo y alteraban el orden de sus fuentes de pâté y sus papeles. Expuesto a la furia de la tempestad, el gran cartel colgante crujía ominosamente, y sus puntales de roble macizo emitían un sonido lastimero.

No fue de buen humor, repito, que el metafísico acomodó su asiento en el lugar habitual junto al fuego. Durante el día habían ocurrido varias cosas de naturaleza desconcertante que perturbaron la serenidad de sus meditaciones. Al preparar unos oeufs a la Princesse le había salido, lamentablemente, una omelette a la Reine; un guiso que se volcó malogró el des-cubrimiento de un principio ético, y por último, aunque no lo de menos importancia, se había visto frustrado en uno de esos admirables regateos que siempre le encantaba llevar a feliz término. Pero, a la irritación surgida en su espíritu ante esas inexplicables vicisitudes, no le faltaba un poco de esa nerviosa ansiedad que la furia de una noche tempestuosa puede producir con tanta facilidad. Silbándole a su vecino más inmediato, el gran perro negro de aguas del que hablamos antes, y acomodándose inquieto en su sillón, no pudo evitar echar una mirada cauta e intranquila hacia los rincones del salón cuyas sombras implacables ni siquiera la intensa luz roja del fuego alcanzaba a disipar por completo. Después de concluir un escrutinio cuyo propósito exacto era quizás incomprensible para él mismo, acercó a su asiento una pequeña mesa llena de libros y papeles, y pronto quedó absorto en la tarea de retocar un voluminoso manuscrito que pensaba publicar a la brevedad.

Llevaba así ocupado unos minutos, cuando una voz plañidera murmuró de repente en el lugar:

-No tengo ningún apuro, Monsieur Bon-Bon. -¡Al Diablo! -exclamó nuestro héroe, incorporándose de un salto, derribando la mesa y

mirando perplejo alrededor. - Muy cierto -replicó la voz tranquilamente. -¡Muy cierto! ¿Qué es muy cierto? ¿Cómo entró aquí? -vociferó el metafísico, posando

la mirada en algo que estaba tendido a sus anchas sobre la cama. -Le decía -prosiguió el intruso, sin hacer caso a las preguntas-que no estoy en absoluto

apurado por la hora, que el asunto por el que me tomo la libertad de venir no es urgente; en pocas palabras, que puedo perfectamente esperar hasta que haya terminado su Exposición.

-¡Mi Exposición! Pero... ¿cómo sabe usted..., cómo llegó usted a saber que estaba escribiendo una Exposición? ¡Santo Dios!

-¡Shh...! -contestó la figura y, levantándose rápidamente de la cama, avanzó un paso hacia nuestro héroe mientras una lámpara de hierro que colgaba sobre él se balanceó convulsivamente evitando su cercanía.

El asombro del filósofo no le impidió efectuar un minucioso examen de la vestimenta y apariencia del desconocido. Un raído traje negro, ceñido al cuerpo y de un corte muy propio del siglo anterior, permitía apreciar claramente su figura, sumamente delgada, pero muy por encima de la estatura común. Era evidente que esa ropa había sido hecha para una persona mucho más baja que su actual poseedor, cuyos tobillos y muñecas quedaban varias pulgadas al desnudo. En sus zapatos, sin embargo, un par de hebillas muy brillantes contradecían la extrema pobreza que traslucía el resto del atuendo.

Llevaba la cabeza descubierta66 y era completamente calvo, salvo por una queue de considerable longitud que le nacía de la nuca. Un par de anteojos verdes, con cristales laterales, protegían sus ojos de la luz y, al mismo tiempo, le impedían a nuestro héroe determinar su color y conformación. No se le veía camisa por ningún lado, pero llevaba anudada con sumo cuidado una corbata blanca, de aspecto sucio, cuyas puntas colgaban solemnemente dando la idea (aunque me atrevo a decir que sin intención) de un eclesiástico. Por cierto, muchos otros detalles, tanto en su apariencia como en sus maneras, podrían haber 66 His head was bare, en el original. En un aparente descuido, un poco más adelante el autor le asigna al personaje un sombrero. [N. del T.]

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sustentado muy bien una impresión de esa naturaleza. En la oreja izquierda llevaba, al modo de un oficinista moderno, un instrumento que semejaba el stylus de los antiguos. En el bolsillo superior del saco asomaba conspicuamente un pequeño libro negro asegurado con broches de acero. Ese libro, accidentalmente o no, sobresalía de modo tal que dejaba ver las palabras Rituel Catholique en letras blancas sobre el lomo. Toda su fisonomía era atractivamente saturnina, cadavéricamente pálida incluso. La frente era alta, profundamente marcada por las arrugas de la contemplación. Las comisuras de la boca se recortaban hacia abajo imprimiéndole una expresión de la más sumisa humildad. Tenía además una forma de juntar las manos mientras se acercaba a nuestro héroe, un modo de suspirar y un aspecto general de una santidad tan absoluta que no podía ser sino forzosamente simpático. Una vez finalizada su inspección del visitante, toda sombra de ira se disipó en el rostro del metafísico; le estrechó entonces la mano cordialmente y lo invitó a tomar asiento.

Pero sería un error radical atribuir este instantáneo cambio de humor en el filósofo a cualquiera de esas razones que, como naturalmente se supondría, podrían haber influido en él. Hasta donde he llegado a entender su carácter, Pierre Bon-Bon era sin duda, de todos los hombres, el menos propenso a dejarse llevar por ninguna clase de apariencia externa. Era im-posible que un observador tan agudo de hombres y de cosas no advirtiera, en el acto, el verdadero carácter del personaje que había sacado provecho de su hospitalidad. Por no decir más, la conformación de los pies del visitante era bastante llamativa, llevaba puesto a la ligera un sombrero inusitadamente alto, se notaba un trémulo ondular en la parte posterior de sus calzas, y la vibración del faldón de su chaqueta era un hecho palpable. Júzguese, entonces, con qué satisfacción nuestro héroe se encontró de repente en compañía de un personaje por el que tuvo siempre el más incondicional de los respetos. No obstante, era demasiado diplomático como para dejarle ver la menor señal de sus sospechas respecto de la verdad. No era su intención mostrarse consciente del gran honor que tan inesperadamente disfrutaba, sino entablar una conversación con su huésped y elucidar algunas importantes ideas éticas que, incluidas en el trabajo que pensaba publicar, podrían esclarecer a la raza humana y, al mismo tiempo, inmortalizar al autor; ideas que, cabe agregar, la edad de su visitante y su conocido dominio de la ciencia moral le permitirían seguramente abordar sin problemas.

Movido por estas miras elevadas, nuestro héroe invitó al caballero a sentarse mientras agregaba algunos leños al fuego y colocaba sobre la mesa, devuelta a su posición natural, algunas botellas de Mousseux. Terminadas rápidamente estas operaciones, puso su sillón vis-a-vis del de su compañero y esperó a que éste iniciara la conversación. Pero aún los planes mejor concebidos suelen desbaratarse en la práctica, y el restaurateur se vio completamente desconcertado por las primeras palabras de su visitante.

-Veo que me conoce, Bon-Bon -le dijo-. ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo, jo! ¡Ju, ju, ju!

Dejando de lado la santidad de su aspecto, el Diablo abrió la boca al máximo, de oreja a oreja, mostrando un conjunto de dientes desparejos, semejantes a colmillos y, echando hacia atrás la cabeza, rió larga, sonora, perversa y ruidosamente, mientras el perro negro, agazapado, le hacía coro con entusiasmo y la gata atigrada, huyendo de golpe, se erizaba y chillaba desde el rincón más alejado de la habitación.

No así el filósofo; era un hombre de mundo muy aplomado para reír como el perro o revelar con chillidos la indecorosa alarma de la gata. Hay que confesar que sintió un poco de estupefacción al ver que las letras blancas que formaban las palabras Rituel Catholique, en el libro de su huésped, cambiaban súbitamente de color y de significado y que, en pocos segun-dos, en lugar del título original, brillaban en caracteres rojos las palabras Régistre des Condamnés. Este hecho sorprendente dio a la respuesta de Bon-Bon un tono de embarazo que, en otras circunstancias, probablemente no habría tenido.

-¡Vaya, señor! -dijo el filósofo-. ¡Vaya, señor! Para ser sincero... creo que usted es..., le doy mi palabra..., el d..., es decir, creo..., supongo..., tengo una vaga..., una muy vaga idea... del notable honor...

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-¡Oh... ah! i Sí, muy bien! -lo interrumpió Su Majestad-. No diga más, ya entiendo. Y, quitándose los anteojos verdes, limpió los cristales con la manga de la chaqueta y se

los guardó en el bolsillo. Si el incidente del libro había asombrado a Bon-Bon, el espectáculo que ahora se

presentaba ante él aumentó ese asombro de manera considerable. Al levantar la mirada con una gran curiosidad por saber qué color de ojos tenía su huésped, vio que no eran en absoluto negros, como esperaba, ni grises, como podría haber imaginado, ni castaños, ni azules, ni amarillos o rojos, ni púrpuras, ni blancos, ni verdes, ni de ningún otro color que existiese en los cielos o en la tierra, o en las aguas bajo la tierra. Para abreviar, Pierre Bon-Bon no sólo vio claramente que Su Majestad no tenía ojos, sino que tampoco advirtió señales de que los hubiera tenido alguna vez, pues el espacio donde naturalmente deberían hallarse era tan sólo -me veo obligado a decirlo- un plano liso de carne.

No estaba en la naturaleza del metafísico abstenerse de hacer alguna pregunta sobre la causa de tan extraño fenómeno, y la respuesta de Su Majestad fue inmediata, digna y satisfactoria.

- ¡Ojos! ¡Mi querido Bon-Bon...! ¿Ojos, dijo? ¡Oh, ah! ¡Ya entiendo! ¿Las ridículas imágenes que circulan le han dado una idea falsa de mi apariencia? ¡Ojos, por supuesto! Los ojos, Pierre Bon-Bon, están muy bien en su lugar adecuado..., y ese lugar, diría usted, ¿es la cabeza? Correcto, la cabeza de un gusano. Para usted, además, esas ópticas son indispen-sables. Pero le demostraré que mi visión es más aguda que la suya. Veo que hay una gata en el rincón..., una linda gata..., mírela..., obsérvela bien. Ahora, Bon-Bon, ¿ve usted los pensamientos..., los pensamientos, digo..., las ideas..., las reflexiones que se están generando en su pericráneo? ¡Ahí tiene, usted no los ve! En este instante piensa que admiramos el largo de su cola y la hondura de su mente. Acaba de concluir que yo soy el más distinguido de los eclesiásticos y que usted es el más superficial de los metafísicos. Como verá, no soy nada ciego; pero para alguien de mi profesión, los ojos de los que usted habla serían solamente un estorbo, expuestos a ser arrancados en cualquier momento por un tenedor o una horquilla. Admito que para usted esos elementos ópticos son indispensables. Esfuércese, Bon-Bon, por usarlos bien; mi visión se ocupa del alma.

Tras esto, el visitante se sirvió del vino que estaba en la mesa y, llenando una copa para Bon-Bon, le pidió que lo bebiera sin escrúpulos y se sintiera como en su casa.

-Un libro brillante el suyo, Pierre -continuó Su Majestad, palmeándole con aire conocedor el hombro a nuestro amigo cuando éste dejó su vaso, después de complacer puntillosamente el requerimiento del visitante-, un libro brillante, palabra de honor. Un trabajo de los que me gustan. Creo, sin embargo, que su tratamiento del asunto podría mejorarse; muchas de sus ideas me recuerdan a Aristóteles. Ese filósofo fue uno de mis conocidos más íntimos. Me caía bien, tanto por su terrible malhumor como por el don que tenía para equivocarse. Hay una sola verdad indiscutible en todo lo que escribió, y porque yo se la sugerí, por pura compasión, al verlo tan absurdo. Supongo, Pierre Bon-Bon, que sabe muy bien a qué divina verdad moral me estoy refiriendo...

-No puedo decir que... -¡Vaya! Pues, yo fui quien le dijo a Aristóteles que, al estornudar, el hombre expele las

ideas superfluas por la nariz. -Lo que es... ¡hic!... indudablemente cierto dijo el metafísico mientras se servía otra

copa de Mousseux y le ofrecía su caja de rapé al visitante. -También estaba Platón -continuó Su Majestad, declinando modestamente el rapé y el

cumplido que implicaba-. También estaba Platón, por quien, en un momento, sentí todo el afecto de un amigo. ¿Conoce usted a Platón, Bon-Bon? ¡Ah, por supuesto..., le pido mil perdones! Me lo encontré una vez en Atenas, en el Partenón, y me dijo que necesitaba an-gustiosamente una idea. Le sugerí escribir que . Me dijo que lo haría y se marchó a su casa, en tanto yo me encaminé hacia las pirámides. Pero me remordía la conciencia por haber expresado una verdad, aunque fuera para ayudar a un amigo, y,

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volviendo a Atenas a toda prisa, me acerqué por detrás a la silla del filósofo, que estaba escribiendo . Aplicándole a la lambda un golpecito con el dedo, la di vuelta. De modo que la frase dice ahora , y es, como usted sabe, la doctrina fundamental de su metafísica.

-¿Ha estado usted en Roma? -preguntó el restaurateur mientras terminaba la segunda botella de Mousseux y extraía de la alacena una generosa provisión de Chambertin.

-Sólo una vez, monsieur Bon-Bon, sólo una vez. En un tiempo -dijo el Diablo, como si estuviera recitando el pasaje de algún libro-hubo allí una anarquía que duró cinco años, durante los cuales la república, privada de todos sus funcionarios, no tenía otros magistrados que los tribunos del pueblo, quienes no estaban legalmente investidos de ningún poder ejecutivo... En ese momento, monsieur Bon-Bon, sólo en ese momento estuve en Roma, y no tengo, por lo tanto, relación terrena alguna con nada de su filosofía67.

-¿Qué piensa usted de... qué piensa de... ¡hic!... Epicuro? -¿Qué pienso de quién? -respondió el Diablo sorprendido-. ¡Supongo que no pretenderá

encontrar ningún error en Epicuro! i Qué pienso de Epicuro! ¿Está usted hablando de mí? ¡Yo soy Epicuro! Yo soy el mismo filósofo que escribió cada uno de los trescientos tratados elogiados por Diógenes Laercio.

-¡Eso es mentira! -dijo el metafísico, pues el vino se le había subido un poco a la cabeza.

-¡Muy bien! i Muy bien, señor mío! i Realmente muy bien! -dijo Su Majestad, sumamente halagado, al parecer.

-¡Es mentira! -repitió el restaurateur dogmáticamente-. ¡Es... ¡hic!... mentira! -¡Bien, bien, como usted diga! -respondió el Diablo pacíficamente, y Bon-Bon, al

derrotar a Su Majestad en esa disputa, consideró su deber acabar con una segunda botella de Chambertin.

-Le decía -prosiguió el visitante-, como le señalé hace un momento, que hay algunas ideas demasiado outrées en ese libro suyo, monsieur Bon-Bon. ¿Qué quiere usted decir, por ejemplo, con toda esa patraña del alma? Se lo ruego, señor, ¿qué es el alma?

-El... ¡hic!... alma -contestó el metafísico, remitiéndose a su manuscrito- es sin duda... -¡No, señor! -Indudablemente... -¡No, señor! - Indiscutiblemente... -¡No, señor! - Evidentemente... -¡No, señor! -Incontrovertiblemente... -¡No, señor! -¡Hic!... -¡No, señor! - Y fuera de toda duda, el... -¡No, señor, el alma no es tal cosa! (Aquí el filósofo, echando chispas, aprovechó para

terminar, en el acto, la tercera botella de Chambertin). -Entonces... ¡hic!... le ruego me diga..., señor, ¿qué... qué es? - Eso no viene al caso, monsieur Bon-Bon -contestó Su Majestad, pensativo-. He

probado..., es decir, he conocido algunas almas muy malas, y algunas otras bastante buenas. Al decir esto se relamió los labios y apoyó inconscientemente la mano en el libro que

tenía en el bolsillo, tras lo cual tuvo un violento ataque de estornudos. 67 "Ils écrivaient sur la Philosophie (Cicero, Lucretius, Seneca) mais c'était la Philosophie Grecque" (Condorcet): Escribían sobre filosofía (Cicerón, Lucrecio, Séneca) pero era la filosofía griega. Condorcet.

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Por fin, continuó: -Estaba el alma de Cratino... pasable; la de Aristófanes... picante; la de Platón...

exquisita; no su Platón, sino Platón el poeta cómico; su Platón le habría revuelto el estómago a Cerbero... ¡puaj! Luego, déjeme ver... estaban Nevius, Andrónico, Plauto y Terencio. Después, Lucilio, Catulo, Naso y Quinto Flaco... ¡querido Quinti! Como lo llamé cuando me cantó una seculare para entretenerme, mientras yo lo tostaba, de muy buen humor, en una horqueta. Pero a los romanos les falta sabor. Un griego gordo vale por una docena de ellos y, además, se conserva, lo que no puede decirse de un Quirite. Probemos su Sauterne.

Bon-Bon, a esa altura, había optado por el nil admirari, y procedió con esfuerzo a bajar las botellas en cuestión. Podía oír, sin embargo, un extraño sonido en la habitación, como el meneo de una cola. Pero no se dio por enterado de esa conducta, tan impropia de Su Majestad; simplemente pateó al perro, ordenándole que se quedara quieto. El visitante continuó:

-Encontré que Horacio tenía un sabor muy parecido al de Aristóteles; y usted ya sabe, me gusta la variedad. No hubiese podido diferenciar a Terencio de Menandro. Naso, para mi sorpresa, era Nicandro disfrazado. Virgilio tenía un fuerte dejo de Teócrito. Marcial me hizo recordar mucho a Arquíloco, y Tito Livio era Polibio en persona.

-iHic! -replicó Bon-Bon, y Su Majestad retomó la palabra. -Pero si tengo un penchant, monsieur Bon-Bon, si tengo un penchant, es por los

filósofos. Permítame decirle, señor, que no todos los diab..., quiero decir, no todos los caballeros saben cómo elegir un filósofo. Los altos no son buenos; y los mejores, si no están bien descascarados, suelen ser un poco rancios, por la hiel.

-i Descascarados! -Sin el cuerpo, quiero decir. - ¿Qué le parecería... ihic!... un médico? -¡Ni los mencione! ¡Puaj! -Su Majestad eructó violentamente-. Sólo probé uno... ¡Ese

canalla de Hipócrates!... ¡Olía a asafétida! ¡Uff! Me pesqué un resfrío espantoso al lavarlo en la Estigia, y a pesar de eso me produjo cólera.

-¡El muy miserable...hic! -exclamó Bon-Bon-. ¡Ese aborto de pastillero... hic! Y el filósofo dejó caer una lágrima. -Después de todo -continuó el visitante-, si un diab..., si un caballero quiere vivir, debe

tener suficiente ingenio; entre nosotros, una cara rechoncha es muestra de diplomacia. -¿Cómo es eso? -Bueno, a veces estamos muy escasos de provisiones. Usted sabrá que, en un clima tan

sofocante como el nuestro, a menudo es imposible mantener vivo a un espíritu por más de dos o tres horas; y, una vez muerto, si no lo adobamos de inmediato (y un espíritu adobado no es bueno), comenzará a... oler..., usted entiende, ¿no es así? Siempre hay que cuidarse de la putrefacción cuando nos envían las almas del modo habitual.

-¡Hic... hic! ¡Santo Dios! ¿Cómo se las arreglan? En ese momento, la lámpara de hierro empezó a balancearse con redoblada violencia y

el Diablo dio un respingo en su asiento; pero luego, con un ligero suspiro, recobró la compostura, diciéndole en voz baja a nuestro héroe:

-¿Sabe, Pierre Bon-Bon? Mejor no echemos más juramentos. El anfitrión apuró otro trago, denotando su plena comprensión y aceptación, y el visitante continuó:

-Bueno, hay diversas maneras de arreglarse. La mayoría de nosotros pasa hambre; algunos se conforman con la conserva adobada; personalmente, yo adquiero mis espíritus vivent corpore, pues encuentro que así se conservan muy bien.

-¡Pero el cuerpo... hic... el cuerpo! -El cuerpo, el cuerpo... ¿Qué hay con el cuerpo? ¡Oh, ya veo! Bien, señor mío, el

cuerpo no se ve afectado en absoluto por la transacción. He efectuado incontables adquisiciones de esa clase en mis tiempos, y los interesados jamás sufrieron inconveniente alguno. Puedo nombrarle a Caín y Nimrod, Nerón, Calígula, Dioniso, Pisístrato y... y otros mil, que en la última parte de sus vidas ignoraron por completo lo que era tener un alma; no

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obstante, señor, esos hombres adornaban la sociedad. ¿No tenemos ahora a A..., a quien usted conoce tan bien como yo? ¿No está él en posesión de todas sus facultades, físicas y mentales? ¿Quién escribe epigramas más agudos? ¿Quién razona con más ingenio? ¿Quién...? i Pero, es-pere! Tengo su contrato en el bolsillo.

Diciendo esto, sacó una cartera de cuero rojo y extrajo de ella una serie de papeles, entre los cuales Bon-Bon alcanzó a ver escrito "Maquiav... ", "Maza...", "Robesp...", y los nombres de "Caligula", "George", y "Elizabeth". Su Majestad eligió un pergamino angosto y leyó en voz alta lo siguiente:

"A cambio de ciertos dones mentales que no hace falta especificar, y a cambio, además, de mil luises de oro, yo, de un año y un mes de edad, cedo por la presente al portador de este acuerdo todos mis derechos, títulos y privilegios sobre el espectro llamado `mi alma'. Firmado: A...68." (Aquí Su Majestad dijo un nombre que no me siento autorizado a indicar de manera más inequívoca.)

-Un sujeto talentoso -continuó diciendo-, pero, corno usted, monsieur Bon-Bon, se equivocaba acerca del alma. i El alma un espectro! ¡Claro! ¡El alma un espectro! ¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Ju, ju, ju! ¡Imagínese un espectro fricaseado!

-¡Imagínese... hic... un espectro fricaseado! -exclamó nuestro héroe, iluminadas aún más sus facultades por la profundidad del discurso de Su Majestad-. ¡Imagínese... hic... un espectro fricaseado! ¡Vaya... hic... pff! ¡Ojalá yo hubiera sido tan... hic... simplón! ¡Mi alma, señor... pff...!

-¿Su alma, monsieur Bon-Bon? - Sí, señor... ¡hic!... mi alma no es... -¿Qué, señor? -¡Ningún espectro, maldita sea! -Usted quiere decir... -Sí, señor, mi alma es... ¡hic!... ¡pff! ¡Sí, señor! -No irá usted a sostener... -Mi alma reúne... ¡hic!... todas las condiciones... ¡hic!... para un... -¡Qué, señor? - Guiso. -¡Ja! -Soufflée. -¡Vaya! -Fricassée. -¡No me diga! -Ragout y fricandeau... y, vea, mi buen amigo, se la dejaré a usted por... ¡hic!... una

bagatela -dijo el filósofo, y le palmeó la espalda a Su Majestad. - Ni pensar en tal cosa -dijo este último en tono calmo, levantándose de su asiento. Bon-Bon se quedó mirándolo. -Estoy bien provisto por el momento -agregó Su Majestad. -¡Hic! ¿Eh...? -dijo el filósofo. - Y no tengo fondos a mano. -¿Qué? - Además, no estaría bien de mi parte... -¡Señor! - ... aprovecharme de... -¡Hic!

68 ¿Arouet, quizás?

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- ... su vergonzoso estado, indigno de un caballero. Entonces el visitante saludó y se fue -no se sabe exactamente de qué modo-. Pero en un

deliberado intento de arrojarle una botella al "villano", la delgada cadena que pendía del techo se cortó, y el metafísico quedó tendido debajo de la lámpara.

EL DUQUE DE L'OMELETTE Y entró al instante en una región más serena. Cowper.

A Keats lo mató la crítica. ¿Quién fue que murió de una Andrómaca69? ¡Almas innobles! El duque de l'Omelette pereció por un verderón. L'histoire en est breve. ¡Ayúdame, espíritu de Apicio!

Una jaula dorada transportó al pequeño vagabundo alado, enamorado, enternecedor e indolente, desde su hogar en el lejano Perú a la Chaussée D'Antin. De su regia dueña, La Bellísima, al duque de l'Omelette, seis pares del reino llevaron al pájaro afortunado.

Esa noche el duque cenaría solo. En la intimidad de su estudio, se reclinó lánguidamente en la otomana por la cual sacrificó su lealtad al Rey, al ofrecer más que éste en la subasta... La famosa otomana de Cadet.

Hunde la cabeza en la almohada. ¡Suena el reloj! Incapaz de contener sus impulsos, Su Gracia engulle una aceituna. En ese momento, la puerta se abre suavemente al son de una dulce melodía y... ¡mirad, el más delicado de los pájaros es presentado ante el más enamorado de los hombres! Pero ¿qué inexpresable desencanto ensombrece ahora el rostro del duque? "Horreur!... chien!... Baptiste!... l'oiseau! ah, bon Dieu!... cet oiseau modeste que tu as deshabillé de ses plumes, et que tu as serví sans papier!" Sería superfluo agregar nada: el duque expiró en un paroxismo de disgusto.

- ¡Ja, ja, ja! -dijo Su Gracia al tercer día de su deceso.

-¡Je, je, je! -respondió el Diablo débilmente, levantándose con un aire de hauteur. -¡ Vamos, no hablará usted en serio!... -observó de l'Omelette-. He pecado, c'est vrai, pero, mi buen señor... ¡no pensará realmente llevar a la práctica esas amenazas tan... bárbaras!

- ¿No qué? -dijo Su Majestad-. ¡Vamos, señor, desnúdese! -¡Desnudarme, claro! ¡Muy bonito, en verdad! ¡No, señor, no me desnudaré! ¿Quién es usted, le ruego me diga, para que yo, duque de l'Omelette, príncipe de Foie-Gras, apenas mayor de edad, autor de la Mazurquiada y miembro de la Academia, deba quitarme a requerimiento suyo los pantalones más exquisitos jamás hechos por Bourdon, la más refinada robe-de-chambre jamás confeccionada por Rombêrt, por no decir nada de sacarme los papillotes, y para no mencionar la molestia que me significaría quitarme los guantes?

69 Montfleury. El autor del Pamasse Reformé le hace decir en el Hades: "L'homme donc qui voudrait savoir ce dont je suis mort, qu'il ne demande pas si 'l fut de fievre ou de podagre ou d'autre chose mais qu'il entende que ce fut de 'L'Andromache"'. (Que el hombre que quisiera saber de qué he muerto no se pregunte si fue de fiebre o de verderón o de otra cosa sino que entiende que fue de Andrómaca.)

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-¿Que quién soy? ¡Ah, cierto! Yo soy Baal-Zebud, príncipe de las Moscas. Acabo de sacaros de un ataúd de palo de rosa incrustado de marfil. Estabais curiosamente perfumado, y facturado para entregar. Os envió Belial, mi Inspector de Cementerios. Los pantalones que decís fueron hechos por Bourdon, son un excelente par de calzoncillos de lino, y vuestra robe-de-chambre es una mortaja de bastante buen tamaño.

-¡Señor -replicó el duque-, no seré insultado impunemente! ¡Aprovecharé la primera oportunidad para vengar esta ofensa! ¡Tendrá noticias de mí, señor! i Mientras tanto, au revoir!

Y empezaba a alejarse de la satánica presencia después de saludar, cuando fue interceptado y devuelto a su sitio por un guardián. Su Gracia se frotó entonces los ojos, bostezó, se encogió de hombros y reflexionó.

Tras quedar convencido de su identidad, echó un rápido vistazo alrededor. El aposento era soberbio. El mismo de l'Omelette lo declaró bien comme il faut. No era

su largo ni su ancho, sino su altura..., i ah, era algo pavoroso! No había techo..., ninguno, por cierto..., sino un denso remolino de nubes color fuego. Su Gracia sintió que la cabeza le daba vueltas al mirar hacia arriba. Desde lo alto colgaba una cadena de un desconocido metal rojo sangre; su extremo superior se perdía, como la ciudad de Boston, parmi les nuages. Del extremo inferior pendía un enorme farol. El duque supo que era un rubí, pero emanaba de él una luz tan intensa, tan inerte y terrible como jamás se adoró una en Persia, como nunca imaginó una Gheber, como jamás soñó una el musulmán cuando, drogado con opio, tambalea hasta un lecho de amapolas, la espalda contra las flores y el rostro hacia el dios Apolo. El duque musitó un ligero juramento, decididamente aprobatorio.

Los rincones del aposento estaban redondeados, formando nichos. Tres de ellos estaban ocupados por estatuas de proporciones gigantescas. Su belleza era griega, su deformidad egipcia, su tout ensemble francés. La estatua del cuarto nicho estaba cubierta por un velo; no era colosal. Pero podía verse un tobillo delgado y un pie calzado con sandalias. De l'Omelette se llevó la mano al corazón, cerró los ojos, volvió a abrirlos, y sorprendió a su Satánica Majestad... ruborizado.

¿Pero aquellas pinturas! ¡Kupris! ¡Astarté! ¡Ashtoreth! ¿Mil y la misma! ¡Y Rafael las vio! Sí, Rafael ha estado aquí; ¿acaso no fue él quien pintó la...? ¿Y no fue condenado por eso? ¿Esas pinturas, esas pinturas! ¡Oh lujuria! ¡Oh amor! ¿Quién, contemplando esas bellezas prohibidas, tendrá ojbs para las delicadas obras que en sus marcos dorados salpican como estrellas las paredes color jacinto y pórfido?

Pero el duque siente desfallecer su corazón. No está mareado por la magnificencia, como supondréis, ni ebrio por el aroma arrebatador de los incontables incensarios. C'est vrai que de toutes ces choses il a pensé beau-coup - mais! El duque de l'Omelette está aterrado; pues - mirad... ¡en la rojiza vista que le permite una única ventana sin cortinas, brilla el más espantoso de todos los fuegos!

Le pauvre duc! No pudo no imaginar que las gloriosas, las voluptuosas, las inmortales melodías que llenaban aquel salón, filtradas y transmutadas por la alquimia de los ventanales encantados, eran los lamentos y los gemidos de los condenados sin esperanza. Y allí, en la otomana!, ¿quién puede ser?, ¿es él, el petit-maitre?, ¿o es la Deidad?, ¿quién es el que está sentado, como tallado en mármol, et qui sourit, con el rostro pálido, si amérement?

Mais il faut agir... vale decir, un francés nunca desfallece por completo. Además, Su Gracia odiaba las escenas... De l'Omelette vuelve a ser él mismo. Había algunos floretes sobre una mesa, y algunos estoques. El duque estudió con B..., il avait tué ses six hommes. Ahora, entonces, il peut s'échapper. Toma dos estoques y, con una gracia inimitable, ofrece la elec-ción a Su Majestad. Horreur! ¡Su Majestad no sabe esgrima!

Mais il joue! ¡Qué magnífica idea! Su Gracia siempre tuvo una excelente memoria. Alguna vez había hojeado Le Diable, del abate Gualtier. Se dice allí que "le Diable n'ose pas refuser un jeu d'écarté".

¡Pero las chances... las chances! Desesperadas, es cierto; pero apenas más desesperadas

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que el duque. Además, ¿no estaba él al corriente?, ¿no había leído al Pere Le Brun?, ¿no era miembro del Club Vingt-et-un? "Si je perds -se dijo- je serai deux fois perdu (me condenaré dos veces), voila tout!" (Y aquí Su Gracia se encogió de hombros). "Si je gagne, je reviendrai a mes ortolans; que les cartes soient préparées!"

Su Gracia era todo cuidado, todo atención; Su Majestad, todo confianza. Un espectador habría pensado en Francis y Charles. Su Gracia pensaba en el juego. Su Majestad no pensaba: barajaba. El duque cortó.

Se reparten las cartas. Se da vuelta el triunfo..., es... ¡el rey! No..., era la reina. Su Majestad maldijo su atuendo masculino. De l'Omelette se llevó la mano al corazón.

Juegan. El duque cuenta. La mano ha terminado. Su Majestad cuenta lentamente, sonríe, y toma vino. El duque se escamotea una carta.

- C'est a vous de faire -dijo Su Majestad, cortando. Su Gracia asintió, repartió, y se puso de pie en présentant le Roi.

Su Majestad pareció apesadumbrado. Si Alejandro no hubiera sido Alejandro, habría sido Diógenes; y el duque le aseguró a

su antagonista, al despedirse, "que s'il n'eút été De l'Omelette il n'aurait point d'objection d'étre le Diable".

TRES DOMINGOS EN UNA SEMANA -¡Tú, insensible, testarudo, costroso, mohoso, roñoso, añoso y viejo salvaje! -dije, por

lo bajo, una tarde, a mi tío abuelo Rumgudgeon agitando ante él el puño en mi imaginación.

Sólo en mi imaginación. El hecho es que, sí que existía justo entonces, una trivial discrepancia entre lo que yo decía y lo que no tenía el valor de decir, entre lo que hacía y lo que deseaba hacer.

La vieja marsopa, cuando abrí la puerta de la sala de estar, se hallaba sentada con los pies sobre la repisa de la chimenea y con una copa de oporto en su zarpa, haciendo activos esfuerzos por llevar a la práctica la cantinela:

Remplis ton verre vide!

Vide ton verre plein!

-Mi querido tío --dije, cerrando la puerta suavemente y aproximándome a él con la más meliflua de las sonrisas--, siempre has sido tan amable y considerado y has demostrado tu benevolencia de tantas, tantísimas maneras que... que creo que bastará sugerirte sólo una vez más ese pequeño asunto para estar seguro de tu plena aquiescencia.

-Ajá --dijo-- ¡Buen chico! ¡Prosigue!

-Estoy seguro, queridísimo tío (¡detestable y viejo bribón!) que no tendrás realmente, un serio propósito de oponerte a mi unión con Kate. Eso no es más que una broma de las tuyas, ya lo sé... ¡ja, ja, ja! ¡Qué divertido eres a veces!

-¡Ja, ja, ja! --dijo él-- ¡Qué condenado! ¡Vaya que sí!

-Desde luego, desde luego. Ya sabía que estabas bromeando. Bueno, tío, todo lo que Kate y yo deseamos es que nos favorezcas con tu consejo en... en lo que respecta a la fecha, tú

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ya me entiendes, tío. En un a palabra, ¿Cuándo te viene mejor que la boda vaya a consumarse? Ya me entiendes.

-¿Consumarse, bergante? ¿Qué quiere decir con eso? Mejor será que esperes primero a que se celebre.

-¡Ja, ja, ja! ¡Je, je, je! ¡Ji, ji, ji! ¡Jo, jo, jo! ¡Ju, ju ju! ¡Oh, eso sí que es estupendo! ¡Qué chiste! Pero lo que queremos ahora, ya me entiendes tío, es que nos indiques la fecha exactamente.

-¡Ah! ¿Exactamente?

-Sí, tío. Es decir, si te viene bien.

-¿No convendría más, Bobby, que lo dejara al azar? ¿Para algún día, dentro de un año o así? ¿O es que tengo que decirlo exactamente?

-Si te place, tío..., exactamente.

-Pues bien, Bobby, hijo mío... Tú eres un buen muchacho ¿verdad? Y como quieres saber la fecha justa, yo..., sí señor, yo te voy a dar gusto por una vez.

-¡Querido tío!

-¡Chist, caballerete! (Ahogando mi voz)..., te voy a dar gusto por una vez. Tendrás mi consentimiento... y la pasta, no debes olvidar la pasta. ¡Vamos a ver!... ¿Cuándo será? Hoy es domingo, ¿Verdad? Pues bien, ¡Os casaréis exactamente --¡exactamente!--, recuérdalo, cuando se junten tres domingos en una semana. ¿Me oyes, caballerete? ¿Por qué abres así la boca? Repito que tendrás a Kate y su pasta cuando se junten tres domingos en una semana, pero hasta entonces no, bribón, hasta entonces, no, aunque me muera. Ya me conoces... soy hombre de palabra..., y, ahora, ¡largo!

Dicho esto, se echó al coleto su vaso de oporto, mientras yo salía precipitadamente de la estancia lleno de desesperación.

Un “viejo y auténtico caballero inglés” era mi tío abuelo, sí; pero a diferencia de la canción tenía sus puntos flacos. Era un personaje menudo, obeso, pomposo, apasionado y semicircular con una roja nariz, un grueso cráneo, una gran fortuna y un fuerte sentido de su propia importancia. Con el mejor corazón del mundo contribuía, debido a un predominante espíritu de contradicción, a ganarse fama de tacaño ente aquellos que sólo le conocían superficialmente. Como ocurre con muchas personas excelentes parecía poseído de la manía de atormentar a la gente, lo cual hubiese podido tomarse fácilmente a primera vista por malevolencia. A toda su petición, su inmediata respuesta era un categórico “¡no!”. Pero al final, muy, muy al final, eran poquísimas las peticiones que dejaba de atender. A todos los ataques dirigidos contra su bolsa oponía la más feroz defensa, pero, en definitiva, la cantidad que se le arrancaba estaba por lo general en razón directa con la duración del asedio y la tenacidad de la resistencia. En cuestiones de caridad ninguno daba con más liberalidad ni con peor gracia.

Por las bellas artes y, en especial, por las belles lettres sentía un profundo desprecio, que le había inspirado Casimir Perier, cuya petulante preguntilla “A quoi un poète est-il bon?” tenía la costumbre de citar, con una pronunciación muy chusca, como el non plus ultra de agudeza lógica. De ahí que mi propia inclinación por las Musas hubiese provocado su total descontento. Me aseguró un día, cuando le pedí un ejemplar de una nueva edición de Homero, que la traducción de “Poeta nascitur non fit” era que “Un asqueroso poeta no vale para nada”70, observación que recibí con gran resentimiento. Además, su repugnancia hacia “las humanidades” había aumentado mucho últimamente a causa de un accidental viraje en favor 70 Juego de palabras intraducible. La pronunciación inglesa de la frase latina Poeta nascitur non fit = el poeta nace, no se hace, da pie a la interpretación de Rumgudgeon.

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de lo que él suponía que eran las ciencias naturales. Alguien le había abordado en la calle, tomándole nada menos que por el doctor Dubble L. Dee, el catedrático de física empírica. Esto le hizo cambiar bruscamente de rumbo, y justo por la época de esta historia, pues esta historia va camino de ser después de todo, mi tío abuelo Rumgudgeon se mostraba asquible y pacífico sólo en lo tocante a puntos que daban en coincidir con las cabriolas del hobby71 que montaba. Por lo demás, reía a mandíbula batiente y su política era inflexible y fácil de comprender. Pensaba, con Horseley, que “la gente no tiene que ocuparse de las leyes más que para obedecerlas”.

Había vivido yo toda mi vida con el anciano caballero. Mis padres, al morir, me habían donado a él como un rico legado. Creo que el viejo bribón me quería como a un hijo, casi, si no tanto, como a su hija Kate, pero me daba una vida de perros, después de todo. Desde mi primer año con él hasta el quinto, me favoreció con periódicas azotainas. Del quinto al decimoquinto, me amenazaba a todas horas con el correccional. Del decimoquinto al vigésimo no pasó un día en que no me prometiera desheredarme. Era yo un tarambana, es cierto, pero eso constituía una parte de mi naturaleza, un rasgo de mi manera de ser. En Kate, sin embargo, yo tenía una fiel amiga y lo sabía. Era una buena muchacha y me decía dulcemente que sería mía (con pasta y todo), siempre que a fuerza de importunar a mi tío abuelo le arrancara el necesario consentimiento. ¡Pobre muchacha! Tenía apenas quince años y, sin ese consentimiento, no podría echar mano a su pequeño capitalito hasta que cinco inconmensurables veranos hubiesen “terminado de arrastrar su larga existencia”. ¿Qué hacer, pues? A los quince, e incluso a lo veintiuno (pues yo había pasado ya mi quinta olimpíada), cinco años en perspectiva nos parecían quinientos. En vano asediábamos al anciano caballero con nuestra machaconería. Era aquella una pièce de résistance (como dirían los señores Ude y Carene) que se acomodaba perfectamente a su perversa imaginación. Habría excitado la indignación del mismo Job el ver hasta qué punto se conducía como un viejo perro ratonero con dos pobrecillos y míseros ratones como nosotros dos. Su corazón nada deseaba más ardientemente que nuestra unión. Era una idea que había alimentado desde siempre. En realidad, habría dado diez mil libras de su propio bolsillo (la pasta de Kate era de ella) si hubiese podido inventar algo que se pareciera a un pretexto para acceder a nuestros muy naturales deseos. Pero es que Kate y yo habíamos sido tan imprudentes como para mencionar por primera vez la cuestión nosotros mismos. Creo sinceramente que no oponerse a ella en tales circunstancias era algo superior a sus fuerzas.

He dicho ya que tenía sus puntos débiles, pero, cuando hablo de ellos, no debe entenderse que me refiero a su testarudez, que por cierto era uno de sus puntos fuertes: “assurément ce n’était pas sa faible”. Cuando menciono sus debilidades, hago ilusión a na inexplicable superstición de vieja comadre que le acosaba. Era dado a conceder mucha importancia a sueños, portentos et id genus omne de galimatías. Era, también muy puntilloso en pequeñas cuestiones de honor y , a su manera, hombre de palabra, sin ninguna duda. Aquello constituía, en realidad, uno de sus pasatiempos. No tenía escrúpulos en reducir el espíritu de sus promesas a cero, pero la letra era un compromiso inviolable. Ahora bien, fue de esta última peculiaridad de su idiosincrasia de la que el ingenio de Kate nos permitió un buen día, no mucho después de nuestra entrevista en la sala, sacar un provecho inesperado. Y habiendo agotado así en prolegómenos, a la manera de todos los bardos y oradores, todo el tiempo puesto a mi servicio y casi todo el espacio puesto a mi disposición, resumiré en pocas palabras lo que constituye el meollo de esta historia.

Sucedió entonces -así lo dispusieron los hados- que entre las relaciones náuticas de mi prometida se contasen dos caballeros que acababan de poner pie en las costas de Inglaterra, tras un año de ausencia, cada uno de ellos haciendo un viaje por el extranjero. En compañía de estos dos caballeros, mi prima y yo, premeditadamente, hicimos una visita al tío Rumgudgeon

71 Otro juego de palabras. Hobby, además de pasatiempo favorito, significa también caballito.

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un domingo por la tarde, el diez de octubre, justo tres semanas después de la memorable decisión que había echado por tierra tan cruelmente nuestras esperanzas. Durante media hora la conversación discurrió sobre tópicos corrientes, pero al fin nos las arreglamos, con toda naturalidad, para darle el siguiente giro:

Capitán Pratt.-Bien, he estado ausente justo un año. Justo un año hará hoy, a fe mía. Vamos a ver... ¡sí! Estamos a diez de octubre. Recordará usted, señor Rumgudgeon, que vine a verle tal día como hoy para despedirme de usted. Y, a propósito: sí que parece una coincidencia ¿no es verdad? que nuestro amigo el capitán Smitherton, aquí presente, haya estado ausente también un año... ¡un año se cumple hoy!

Smitherton.-Sí, justo un año redondo. Recordará usted, señor Rumgudgeon, que vine con el capitán Pratol ese mismo día, el año pasado para presentarle mis respetos al partir.

Tío.-Sí, sí, sí... lo recuerdo muy bien... ¡Muy raro, verdaderamente! Se marcharon ustedes dos hace justo un año. ¡Una coincidencia muy extraña, verdaderamente! Justo lo que el doctor Dubble L. Dee denominaría una extraña concurrencia de acontecimientos. El doctor Dub...

Kate.- Pues sí, papá, el capitán Pratt dio la vuelta al Cabo de Hornos y el capitán Smitherton dobló el Cabo de Beuna Esperanza.

Tío.-¡Exactamente! El uno fue por el este y el otro fue por el oeste, tunanta, y ambos han dado la vuelta completa al mundo. Entre paréntesis, el doctor Dubble L. Dee...

Yo (apresuradamente).-Capitán Pratt, debiera usted venir mañana a pasar la tarde con nosotros..., usted y Smitherton. Podrán contarnos todo lo referente a sus viajes, jugaremos al whist y...

Pratt.-Al whist, mi querido muchacho..., olvida usted que mañana es domingo. Alguna otra tarde...

Kate.-¡Oh, no, por favor! Robert no es tan torpe. Hoy es domingo.

Tío.-Claro que sí, claro que sí.

Pratt.-Les pido a los dos mil perdones, pero yo no puedo estar tan equivocado. Sé que mañana será domingo porque...

Smitherton (muy sorprendido).-¿En qué están pensando todo ustedes? ¿No fue ayer domingo?

Todos.-¡Ayer! ¡Vamos! ¡Usted está chiflado!

Tío.-Hoy es domingo, repito. ¿No lo sabré yo?

Smitherton.-Todos ustedes están locos... todos y cada uno de ustedes. Estoy tan seguro de que ayer fue domingo como de que me hallo sentado en esta silla.

Kate (levantándose impetuosamente).-Ya veo... ya lo veo todo. Papá, esto significa el fallo de... de ya sabes qué. No digáis nada y os lo explicaré en un minuto. Es una cosa sencillísima, verdaderamente. El capitán Smitherton dice que ayer fue domingo, y lo fue: tiene, pues razón. El primo Bobby, el tío y yo decimos que hoy es domingo, y lo es. Tenemos, pues razón. El capitán Pratt sostiene que mañana será domingo, y lo será: tiene, pues, razón también. El hecho es que todos tenemos razón y que de esta forma se han reunido tres domingos en una semana.

Smitherton (tras una pausa).-Pues sí, Pratt, Kate se halla totalmente en lo cierto. ¡Qué tontos somos los dos! Señor Rumgudgeon, la cosa es clara: la tierra, como sabe, tiene veinticuatro mil millas de circunferencia. Ahora bien, este globo terráqueo gira sobre su propio eje, da vueltas, se mueve en círculo... con lo cual esas veinticuatro mil millas de

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longitud se desplazan de oeste a este en veinticuatro horas exactamente. ¿Comprende, señor Rumgudgeon?

Tío.-Desde luego, desde luego... El doctor Dub...

Smitherton (cortándole la palabra).-Bien, señor, eso hace una velocidad de mil millas al este de aquí. Ahora bien, suponga que zarpo de un punto situado a mil millas al este de aquí. Desde luego me anticiparé una hora a la salida del sol aquí, en Londres. Veré salir el sol una hora antes que ustedes. Habiendo recorrido, en la misma dirección otras mil millas, me anticiparé en tres horas a ella, y así sucesivamente hasta dar la vuelta completa al globo y regresar a este punto en que, habiendo recorrido veinticuatro mil millas en dirección este, me habré anticipado a la salida del sol londinense en no menos de veinticuatro horas, es decir, tendré un día de adelanto con respecto al horario de ustedes. Comprendido ¿eh?

Tío.-Pero Dubble L. Dee...

Smitherton (hablando muy alto).-El capitán Pratt, por el contrario, cuando hubo navegado mil millas hacia el oeste de este punto, tenía una hora de retraso y cuando hubo navegado veinticuatro mil millas hacia el oeste tenía veinticuatro horas, o un día, de retraso con respecto al horario de Londres. Así, para mí ayer era domingo, así, para ustedes hoy es domingo y así, para Pratt mañana será domingo. Y lo que es más, señor Rumgudgeon, está taxativamente claro que todos tenemos razón, pues no puede existir ninguna razón filosófica para pensar que la idea de uno de nosotros deba tener preferencia sobre la de los demás.

Tío.-¡Vaya, vaya! Bien, Kate; bien Bobby, éste es el fallo, como decís. Pero yo soy hombre de palabra, ¡que no se olvide! Tuya será muchacho (con pasta y todo) cuando quieras. ¡Esto está concluido, por Júpiter! ¡Tres domingos en fila! ¡Iré a oír la opinión de Dubble L. Dee sobre eso!

EL DIABLO EN EL CAMPANARIO ¿Qué hora es? (Expresión antigua)

Todos saben de una manera vaga que el lugar más bello del mundo es -o era, desgraciadamente- el pueblo holandés de Vondervotteimittiss. Sin embargo, como se encuentra a cierta distancia de todas las grandes vías, en una situación por decirlo así extraordinaria, probablemente lo haya visitado un corto número de mis lectores. Por está razón considero oportuno, para entretenimiento de aquellos que no hayan podido hacerlo, entrar en algunos pormenores con respecto a él. Y esto es realmente tanto más necesario cuanto que si me propongo relatar los calamitosos acontecimientos ocurridos últimamente dentro de sus límites, es sólo con la esperanza de conquistar para sus habitantes la simpatía popular. Ninguno de quienes me conocen dudar de que el deber que me impongo no sea ejecutado con toda la habilidad de que soy capaz, con esa rigurosa imparcialidad, escrupulosa comprobación de los hechos y a ardua confrontación de autoridades, que deben distinguir siempre a aquel que aspira al título de historiador.

Gracias a la ayuda conjunta de monedas, manuscritos e inscripciones, estoy autorizado a afirmar positivamente que el pueblo de Vondervotteimittiss existió siempre, desde su fundación, precisamente en las mismas condiciones en que hoy se encuentra. Por lo que respecta a la fecha de su origen, me es singularmente penoso no poder hablar sino con esa

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precisión indefinida con que los matemáticos se ven a veces obligados a conformarse con determinadas fórmulas algebraicas. La fecha -me está permitido hablar así-, habida cuenta de su prodigiosa antigüedad, no puede ser menos que una cantidad determinable cualquiera.

Con respecto a la etimología del nombre Vondervotteimittiss; confieso, no sin pena, estar en duda. Entre una serie de opiniones sobre este delicado punto, muy sutiles algunas de ellas, otras muy eruditas y otras lo suficientemente en oposición no hallo ninguna que pueda considerar satisfactoria. Tal vez la idea de Grogswigg, que coincide casi con la de Kroutaplenttey deba aceptarse prudentemente. Está concebida en los siguientes términos: Vondervorreimittiss: Vonderlege Donder; Votteimittis, quasi und Bleitziz; Bleitziz obsol, pro Blit zen. A decir verdad, esta etimología encuentra, de hecho, bastante confirmación de algunas señales de fluido eléctrico que pueden verse todavía en lo alto del campanario del Ayuntamiento. Sea como fuere, no es mi intención comprometerme en una tesis de esta importancia, y le ruego al lector ávido de informaciones que consulte los Oratiunculoe de Rebus Praeter Veteris, de Dundergutz; que vea, también, Blunderbuzzard, De Derivationibus, desde la página 27 a la 5.010; infolio, edición gótica, caracteres rojos y negros, con llamadas y sin numeración, y que consulte también las notas marginales del autógrafo de Stuffundpuff, con los subcomentarios de Gruntundguzzell.

A pesar de la oscuridad que envuelve de este modo la fecha de la fundación de Vondervotteimittiss y de la etimología de su nombre, no cabe duda; como ya he dicho, de que ha existido siempre tal como lo vemos en la actualidad. El más viejo hombre del lugar no recuerda ni la más leve diferencia en el aspecto de una parte cualquiera de él, y, en realidad, la simple sugestión de tal posibilidad sería considerada como un insulto. El pueblo está situado en un valle perfectamente circular, cuya circunferencia mide, poco más o menos, un cuarto de milla, y está rodeado completamente por lindas colinas, cuyas cimas jamás pensaron sus habitantes hollar con su planta. No obstante, éstos dan una excelente razón de su proceder, por cuanto creen que no hay absolutamente nada al otro lado.

Alrededor del lindero del valle -que es completamente liso y pavimentado en toda su extensión con ladrillos planos- hay una ininterrumpida fila de sesenta pequeñas casas. Se apoyan por detrás sobre las colinas, y, por tanto, todas miran al centro de la llanura, que se encuentra justamente a sesenta yardas de la puerta delantera de cada casa. Cada una de éstas tiene a la entrada un jardincillo, con una avenida circular, un reloj de sol y veinticuatro coles. Las mismas construcciones son tan absolutamente iguales que es imposible distinguir una de otra. A causa de su extrema antigüedad, el estilo arquitectónico es un tanto extravagante, pero, por esta razón, es todavía notablemente pintoresco. Estas casas están construidas con pequeños ladrillos, bien endurecidos al fuego, rojos, con cantos negros, de tal modo, que las paredes parecen un tablero de ajedrez de grandes proporciones. Los remates están vueltos del lado de la fachada y poseen cornisas tan grandes como el resto de la casa en los bordes de los tejados y en las puertas principales. Las ventanas son estrechas y de amplio alféizar, con vidrieras formadas por cristales pequeñísimos y grandes marcos. El tejado está recubierto por una gran cantidad de tejas de puntas arrolladas. La madera es toda de un color sombrío, totalmente tallada, pero de dibujos poco variados, puesto que, desde tiempos inmemoriales, los tallistas de Vondervotteimittis no han sabido esculpir más que dos objetos: un reloj y una col. Ahora bien hay que reconocer que esto lo hacen admirablemente, y lo prodigan con singular ingeniosidad en cualquier sitio que pueda encontrar el cincel.

Las habitaciones son tan parecidas a la parte interior como a la externa, y los muebles son todos de un solo modelo. El piso está pavimentado con baldosas cuadradas. Las sillas y mesas son de madera negra, con patas torneadas, delgadas y finas. Las chimeneas son largas y altas; y no solamente poseen relojes y coles esculpidos en la superficie de su parte frontal, sino que, además, sostienen en medio de la repisa un auténtico reloj que produce un

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prodigioso tic-tac, con dos floreros, cada uno de los cuales contiene una col; situados en los extremos a modo de batidores. Entre cada col y el reloj se encuentra, además, un muñeco chino, panzudo, con un gran agujero en medio de la barriga, a través del cual puede verse la esfera de un reloj.

Los lares son amplios y profundos, con retorcidos morillos. Continuamente arde un gran fuego; sobre el que se encuentra una enorme marmita llena de sauerkraut y carne de cerdo, incesantemente vigilada por la dueña de la casa. Esta es una gruesa y vieja señora, de ojos azules y colorado rostro, que se toca con un inmenso gorro semejante a un pilón de azúcar.

Adornado con cintas purpúreas y amarillas; su traje es de mezclilla anaranjada, larguísimo por detrás y de estrecha cintura, por otros conceptos demasiado corto, porque deja descubierta la mitad de la pierna. Éstas son un poco gruesas, lo mismo que los tobillos pero están cubiertas por un lindo par de medias verdes.

Sus zapatos, de cuero rosado, están atados con un lazo de cintas amarillas dispuesto en forma de col. En su mano izquierda tiene un pesado relojito holandés, y con la derecha maneja un cucharón para el sauerkraut y la carne de cerdo. A su lado se encuentra un gato gordo y manchado, que exhibe en la cola un relojillo de cobre dorado de repetición, que «los chiquillos» le han atado allí como juego.

En cuanto a estos chicos, los tres están en el jardín, cuidando del cerdo. Todos tienen dos pies de altura, se tocan con tricornios y visten chalecos purpúreos que les llegan casi a los muslos, calzones de piel de gamo, medias roja de lana, zapatones con gruesas hebillas de plata y largas blusas con grandes botones de nácar.

Cada uno tiene una pipa en la boca y un abultado reloj en la mano derecha. Una bocanada de humo, una mirada al reloj; una mirada al reloj, una bocanada de humo. El cerdo, que es corpulento y perezoso, se entretiene unas veces en mordisquear las hojas que han caído de las coles y otras en querer morderse el relojito dorado que aquellos pícaros le han atado también al rabo, con objeto de embellecerle tanto como al gato.

Exactamente enfrente de la puerta de entrada, en una poltrona de amplio respaldo forrado de cuero, con patas torneadas y finas, como las de las mesas, se ha instalado el viejo propietario de la casa. Es un viejecillo excesivamente hinchado, con grandes ojos redondos y una enorme doble papada. Su indumentaria se parece a la de los muchachos, y nada más tengo que decir sobre está en particular. Toda diferencia consiste en que su pipa es un poco mayor que la de aquellos, y por tanto, puede lanzar más humo. Lo mismo que ellos, tiene un reloj, pero lo guarda en el bolsillo. A decir verdad, tiene algo que hacer más importante que vigilar un reloj, y esto es lo que voy a explicar. Está sentado, con la pierna derecha sobre la rodilla izquierda. Tiene el semblante grave y conserva siempre uno por lo menos de sus ojos decididamente fijo en cierto objeto muy interesante del centro de la llanura.

Este objeto está situado en el campanario del Ayuntamiento. Los miembros del Consejo son todos unos hombrecillos achaparrados, adiposos e inteligentes, con ojos gruesos como salchichas y enormes papadas. Visten trajes mucho más largos, y las hebillas de sus zapatos son mucho mayores que las del resto de los habitantes de Vondervotteimittiss. Desde que resido en el pueblo han celebrado varias sesiones extraordinarias, y han tomado estos tres importantes acuerdos:

«Es un crimen alterar el antiguo buen ritmo de las cosas.»

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«No existe nada tolerable fuera de Vondervotteimittiss.»

«Juramos fidelidad a nuestros relojes y a nuestras coles.»

Sobre el salón de sesiones se encuentra el campanario, y en el campanario o torre está, y siempre ha estado, desde tiempo inmemorial, el orgullo y maravilla del pueblo: el gran reloj de la aldea de Vondervotteimittiss. Y hacia este objeto están vueltos los ojos de los viejos caballeros que se encuentran sentados en poltronas forradas de cuero.

El gran reloj tiene siete esferas, una sobre cada una de las siete caras del campanario, de modo que se le puede observar cómodamente desde todos los barrios. Estas esferas son enormes y blancas, y las agujas, pesadas y negras. En la torre está empleado un hombre cuya sola misión consiste en cuidar del mismo, pero tal función es la más perfecta de las sinecuras, porque desde tiempos inmemoriales el reloj de Vondervotteimittiss jamás ha necesitado de sus servicios. Hasta esos últimos días, la simple suposición de semejante cosa era considerada como una herejía. Desde los más antiguos tiempos que los archivos registran, las horas habían sonado regularmente en la gran campana, y, en realidad, lo mismo acontecía con todos los demás relojes, grandes y pequeños, de la aldea. Nunca existió lugar comparable a éste en señalar con tanta exactitud las horas. Cuando el voluminoso mazo juzgaba llegado el momento de decir: «¡Las doce!» todos sus obedientes servidores abrían simultáneamente sus gargantas y respondían como un solo eco. En resumen, los buenos burgueses estaban encantados con su sauer-kraut, pero orgullosos de sus relojes.

Todas las personas que disfrutan de sinecuras son objeto de mayor o menor veneración, y como el campanero de Vondervotteimittiss poseía la más perfecta de ellas, es el más perfectamente respetado de todos los mortales. Es el principal dignatario de la aldea, incluso los mismos cerdos le contemplan reverentemente.

La cola de su casaca es mucho mayor. Su pipa, las hebillas de sus zapatos, sus ojos y su estómago son mucho mayores que los de ningún otro viejo caballero de la aldea, y en cuanto a su papada, es no solamente doble, sino triple.

Describo el feliz estado de Vondervotteimittiss. ¡Ay, qué lástima que tan delicioso cuadro estuviese condenado a sufrir un día una cruel transformación!

Hace muchísimo tiempo que ha sido aceptado y comprobado por los habitantes más sabios de la aldea un proverbio según el cual «nada bueno puede venir de allende las colinas». Y, en realidad, hay que creer que estas palabras contenían en sí algo profético. Faltaban cinco minutos para el mediodía de anteayer cuando, en lo alto de la cresta de las colinas del lado Este, surgió un objeto de extraño aspecto. Semejante acontecimiento era propio para despertar la atención universal, y cada uno de los viejos hombrecillos, sentados en sus poltronas tapizadas de cuero, volvió uno de sus ojos, desorbitado por el espanto, hacia el fenómeno, continuando con el otro fijo en el reloj del campanario.

Faltaban sólo tres minutos para el mediodía cuando se comprobó que el singular objeto en cuestión era un pequeño jovencillo que parecía extranjero. Descendía por la colina con una enorme rapidez, de modo que todos pudieron verle muy pronto fácilmente. Era realmente el más precioso hombrecillo que se había visto jamás en Vondervotteimittiss. Tenía el rostro un tono oscuro como el rapé, larga y ganchuda la nariz, ojos que parecían lentejas, enorme boca y magnífica hilera de dientes, que parecía muy interesado en exhibir riéndose de oreja a oreja. Añádase a esto patillas y bigotes, y no creo que nada más quedase por ver en su rostro. Tenía la cabeza descubierta, y su cabellera había sido cuidadosamente arreglada con papillotes para

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rizarla. Componíase su indumentaria de una casaca ajustada y colgante, que terminaba en una especie de cola de golondrina -por uno de cuyos bolsillos dejaba colgar una larga punta de pañuelo blanco-, de unos calzones de casimir negros, medias negras y unos gruesos escarpines cuyos cordones consistían en enormes lazos de raso negro. Bajo uno de sus brazos llevaba un chapeau-de-bras, y bajo el otro, un violín casi cinco veces mayor que él. En su mano izquierda tenía una tabaquera de oro, de donde continuamente cogía pulgaradas de rapé con la actitud más vanidosa del mundo, mientras saltaba descendiendo la colina y dando toda clase de pasos fantásticos.

¡Bondad divina! Era un gran espectáculo para los honrados burgueses de Vondervotteimittiss.

Hablando claramente, el pícaro reflejaba en su rostro, a pesar de su sonrisa, un audaz y siniestro carácter. Mientras se dirigía apresuradamente hacia el pueblo, el aspecto singularmente extraño de sus escarpines bastó para despertar muchas sospechas, y más de un burgués que le contempló aquel día hubiese dado algo por dirigir una ojeada bajo el pañuelo de blanca batista que colgaba de modo tan irritante del bolsillo de su casaca con cola de golondrina. Pero lo que despertó principalmente una justa indignación fue el hecho de que aquel miserable botarate, mientras ejecutaba tan pronto un fandango como una pirueta, no guardase una regla en su danza y no poseyera ni la menor noción de lo que se llama llevar el compás.

Mientras tanto, los buenos habitantes del pueblo no habían aún tenido tiempo para abrir del todo sus ojos cuando, exactamente medio minuto antes del mediodía, se precipitó el tunante, como os digo, en medio de ellos, hizo aquí un chassezé allí un balanceo y después de una pirouette y un pas-de-zephyr, se dirigió como una flecha a la torre del Ayuntamiento, donde el campanero fumaba estupefacto con una actitud de dignidad y temor. Pero el pillastruelo le agarró primero de la nariz, se la sacudió y tiró de ella, le puso sobre la cabeza su gran chapeau-de-bras, hundiéndoselo hasta la boca, y después, levantando su enorme violín, le golpeó con él durante tanto rato y con tal violencia, que, dado que el vigilante estaba muy gordo y el violín era amplio y hueco, se hubiese jurado que todo un regimiento con enormes tambores redoblaba diabólicamente en la torre del campanario de Vondervotteimittiss.

No se sabe a que desesperado acto de venganza hubiese impulsado aquel indignante ataque a los aldeanos de no haber sido por el importantísimo hecho de faltar medio segundo para el mediodía. Iba a sonar la campana, y era de absoluta y suprema necesidad que todos consultaran sus relojes. Era indudable, sin embargo, que, exactamente en ese instante, el pillo que se había introducido en la torre quería algo que se relacionaba con la campana, y se metía donde nadie le llamaba. Pero como empezaba a tocar, nadie tenía tiempo de vigilar sus maniobras, porque cada uno de los hombres del pueblo era todo oídos contando las campanadas.

-Una... -dijo el reloj .

-Una... -replicó cada uno de los viejos hombrecillos de Vondervotteimittiss, en cada sillón tapizado de cuero.

-Una... -dijo el reloj de su mujer.

Y:

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-Una... -dijeron los relojes de los niños y los relojillos dorados colgados de las colas del gato y del cerdo.

-Dos... -continuó la pesada campana.

Y:

-¡Dos! -repitieron todos.

-¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! -dijo la campana.

-¡Tres! ¡Cuatro! ¡Cinco! ¡Seis! ¡Siete! ¡Ocho! ¡Nueve! ¡Diez! -respondieron los otros.

-¡Once! -dijo la grande.

-¡Once! -aprobó toda la pequeña gente.

-¡Doce! -dijo la campana.

-¡Doce! -contestaron ellos perfectamente satisfechos y dejando caer sus voces a compás.

-¡Han dado las doce! -dijeron todos los viejecillos, guardando de nuevo sus relojes. Sin embargo, la gran campana no había acabado aún.

-¡Trece! -dijo.

-¡Trece!- exclamaron todos los viejecillos, palideciendo y dejando caer las pipas de sus bocas, mientras descabalgaban sus piernas derechas de sus rodillas izquierdas- ¡Trece!

-¡Trece! ¡Trece! ¡Dios santo, son las trece!- gimotearon.

¿Describir la espantosa escena que se originó? Todo Vondervotteimittiss estalló de repente en un lamentable tumulto.

-¿Qué le ocurrir a mi barriga? -gritaron todos los niños-. ¡Tengo hambre desde hace una hora!

-¿Qué les pasa a mis coles? -exclamaron todas las mujeres-. ¡Deben de estar cocidas desde hace una hora!

-¿Qué le ocurre a mi pipa? -juraron todos los viejecillos- ¡Rayos y truenos! Debe de estar apagada desde hace una hora.

Y volvieron a cargar sus pipas con gran rabia. Se arrellanaron en sus sillones y aspiraron el humo con tal prisa y ferocidad, que, inmediatamente quedó el valle velado por una nube impenetrable.

Mientras tanto, las coles iban adquiriendo tonalidades purpúreas, y parecía que el mismo viejo diablo en persona se apoderase de todo lo que tenía forma de reloj. Los relojes tallados sobre los muebles poníanse a bailar como si estuvieran embrujados, mientras que los que se encontraban sobre las chimeneas apenas si podían contener su furor y se obstinaban en un toque incesante: «¡Trece! ¡Trece! ¡Trece!»

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Y el vaivén y movimiento de sus péndulos era tal, que resultaba verdaderamente espantoso de ver. Lo peor era que los gatos y los cerdos no podían soportar más el desarreglo de los relojillos de repetición atados a sus colas, y ostensiblemente lo demostraban huyendo hacia la plaza, arañándolo y revolviéndolo todo, maullando y gruñendo, produciendo un espantoso aquelarre de maullidos y gruñidos, lanzándose a la cara de las personas, metiéndose debajo de las faldas, produciendo la más terrible algarabía y la más tremenda confusión que persona sensata pudiera imaginar. En cuanto al miserable tunante instalado en la torre, hacía evidentemente todo lo posible por lograr que la situación fuera más aflictiva. De cuando en cuando podía vislumbrársele en medio del humo. Continuaba siempre allí, en la torre, sentado sobre el cuerpo del campanero, que yacía de espaldas. El infame conservaba entre sus dientes la cuerda de la campana, sacudiéndola sin parar con la cabeza, de izquierda a derecha, produciendo tal barullo, que mis oídos se estremecen aún ahora al recordarlo. Descansaba sobre sus rodillas el enorme violín, que rascaba sin acorde ni compás con sus dos manos, procurando fingir horrorosamente, ¡oh, infame payaso! , que estaba tocando la canción de «Judy O'Flannagan and Paddy O'Rafferty».

Como las cosas habían llegado a tan lamentable estado, abandoné con repugnancia el lugar, y ahora dirijo un llamamiento a todos los amantes de la hora exacta y del buen sauer-kraut. Marchemos en masa hacia el pueblo y restauremos el antiguo orden de cosas en Vondervotteimittiss, expulsando de la torre a aquel bellaco.

NOTABILIDADES

-all people went Upon their ten toes in wild wonderment.

Bishop Hall's Satires.

Creo ser acreedor a que se me tenga por todo un hombre célebre, aunque no sea el autor de Junius, ni el Hombre de la Máscara de Hierro. Me llamo, según afirman, Robert Jones, y nací no sé en qué barrio de la ciudad de Fum-Fudge.

El primer acto de mi vida consistió en agarrarme la nariz con ambas manos. Mi excelente madre, al verlo, auguró que sería un genio; mi padre lloró de alegría y me premió regalándome un tratado de nasología. Fui un sabio en esta ciencia antes de usar pantalones.

Este hecho decidió mi orientación en el camino de la ciencia; por él comprendí que todo hombre, con tal que tenga una nariz suficientemente desarrollada, puede, sin más que dejarse arrastrar por su propio instinto, llegar a ser una notabilidad. No me entretuve en divagaciones teóricas, sino que, acudiendo a la práctica, todas las mañanas de todos los días de Dios, me tiraba dos veces de la punta de mi trompa, finalizando esta maniobra, como medio indispensable para el buen resultado de mis intentos, con media docena de copitas que a continuación me endosaba.

Un día, cuando fui mayor de edad, mi padre me invitó a seguirlo a su gabinete, y haciéndome sentar frente a él, me preguntó:

- Hijo mío, ¿en qué te ocupas, cuál es tu porvenir, cuál tu misión?

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-Padre -le respondí-, me dedico al estudio de la nasología. -¿Y qué significa eso de nasología, Roberto? - Señor, la ciencia que estudia las narices. -¿Y puedes decirme, hijo, cuál es la significación de la palabra narices?

-Padre, las narices -contesté, bajando algo la voz- las han definido de muy diverso modo millares de sabios -y, al decir esto, saqué el reloj, miré la hora y proseguí-: aún no es mediodía, y hasta las doce de la noche tendremos tiempo de pasar revista de todas estas definiciones. Esperemos, pues. La nariz, según Bartholius, es esta protuberancia, esta giba, esta excrecencia, esta...

-Todo eso está muy bien, Robert -interrumpió mi padre-, me confieso anonadado por lo profundo de tus conocimientos, te lo juro -dijo, cerrando los ojos y poniéndose la mano derecha sobre el corazón-. ¡Acércate! -añadió, tomándome del brazo-: tu educación está concluida; creo que es ya tiempo de que hagas tu entrada en el mundo, y para caminar por él, lo mejor que debes hacer es seguir sencillamente a tu nariz. Así, pues, márchate, y que Dios te proteja -me gritó, acompañando sus palabras con formidables puntapiés, que fui recibiendo hasta llegar a la puerta de la calle.

A pesar de todo, acepté el consejo paternal, y resolví seguir a mi nariz. Con mayor fuerza que de ordinario, me di de ella tres tirones mayúsculos, de los cuales brotó un folleto sobre la nasología.

Todo Fum-Fudge quedó estupefacto al leer mi primera obra. -¡Soberbio ingenio! -dijo el Quarterly. -¡Estupenda fisiología! -dijo el Westminster. -¡Ingenioso compañero! -dijo el Foreign. -¡Excelente escritor! -dijo el Edinbourgh. -¡Profundo pensador! -dijo el Dublin. -¡Ilustre hombre! -dijo Bentley. -¡Alma divina! -dijo Fraser. -¡Uno de los nuestros! -dijo Blackwood. -¿Quién será? -dijo una señora literata. -¿Qué será? -dijo una señorita literata. No hice caso de cuanto dijeron de mí estas gacetillas y, despreciándolas, fui derecho al

estudio de un artista. Estaba éste haciendo un retrato a la duquesa de Tal; el marqués de Cual tenía el perrito

de aguas de la duquesa; el conde de Esto-y-lo-otro jugueteaba con el frasco de sales de dicha dama, y Su Alteza Real de Nolime-tangere se mecía en su butaca.

Me acerqué al artista y me volví la nariz hacia arriba.

-¡Oh, bellísima! -suspiró Su Excelencia.

-¡Oh, socorro! -gritó el marqués.

-¡Oh, espantosa! -murmuró el conde.

-¡Oh, abominable! -gritó Su Alteza Real.

- ¿Cuánto quiere usted? -me preguntó el artista.

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-¿Por la nariz? -exclamó Su Excelencia.

- Mil libras -contesté, tomando asiento.

- ¿Mil libras? -me dijo el artista, pensativo.

-Mil libras -respondí.

- Muy buena es -me dijo con entusiasmo.

- Pues vale mil libras -repetí. - ¿La garantiza usted? -preguntó, volviéndome la nariz hacia la luz para examinar las

medias tintas.

- La garantizo -dije, sonándola con estruendo. -¿Es real, verdadera? -replicó palpándola con algún temor. -¡Vamos! -dije, tomándola y retorciéndomela bruscamente. - ¿No es copia? -volvió a preguntar, examinándomela con una lente. - Absolutamente original -le respondí, hinchándola.

-¡Admirable! -gritó entusiasmado por la maniobra.

- Mil libras -repetí. -¿Mil libras? -observó.

-Exactamente -dije.

- ¿Mil libras? -insistió. - Justas y cabales -contesté.

- Las tendrá -respondió-: ¡vaya ejemplar!

Me entregó un billete de mil libras y realizó un esbozo de mi nariz. Alquilé un piso en Jermyn-Street, y dediqué a Su Majestad la nonagésima novena edición de mi Nasología adornada con el retrato de mi trompa. El príncipe de Gales, ese calaverillo libertino, me invitó a comer un día. Éramos todos personas notables y gente del mejor tono.

Allí estaba un neoplatónico que citó a Porfirio, Jamblique, Plotino, Proclus, Hierocles, Máximo de Tur y Syrianus. Un profesor de perfectibilidad humana, que citó a Turgot, Price, Priestly, Condorcet, de Staël y el Ambitius estudiante en salud enferma.

Don Positivo Paradoja afirmó que todos los locos eran filósofos, y que todos los filósofos eran locos.

Estaba Estético Ético: Habló de fuego, unidad y átomos, alma bipartita y preexistente; afinidad y discordia; inteligencia primitiva y homomeria.

Teólogo Teología charló acerca de Eusebio y Arrio; sobre la herejía y el concilio de Nicea; sobre el Puseísmo y el Consustancialismo; sobre Homousios y Homoiosios.

El señor Guisado disertó sobre la lengua a la escarlata, las coles en salsa veloutée, la vaca a la Sainte-Menchould, el escabeche a la San Florentino y la jalea de naranja en mosaico.

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Bibulus, o Bumper, dijo cuatro palabras sobre el Markobrunner, el Champagne mousseux, el Chaulbertin, el Richebourg y el San Jorge; sobre el Haut-brian, el Leonville y el Médoc, sobre el Grave, el Sauterne, el Laffitte y el Saint-Peray, y moviendo la cabeza con ademán despreciativo, añadió que se preciaba de saber distinguir con los ojos cerrados el amontillado del jerez.

El señor Tintontintino de Florencia habló de Cimabue, de Arpino, Carpaccio y Agostino, de las tinieblas de Caravaggio, de la suavidad de Albano, del colorido de Ticiano, de las comadres de Rubens y de las picardías de Jan Steen.

El rector de la universidad de Fum-Fudge nos contó que la luna se llamaba Bendis en Tracia, Bubastes en Egipto, Diana en Roma y Artemisa en Grecia.

También habló un gran turco de Estambul, que creía firmemente que los ángeles son caballos, gallos y toros; que en el séptimo cielo existía uno que tenía setenta mil cabezas, y que la Tierra estaba sostenida por una vaca azul celeste, con infinito número de cuernos verdes.

Delfín Polígloto habló de lo que habían llegado a ser las ochenta y tres tragedias de Esquilo, las cincuenta y cuatro oraciones de Isaías, los trescientos noventa y un discursos de Lysias, los ciento ochenta tratados de Teofrasto, el octavo libro de las secciones cónicas de Apollonio, los himnos y ditirambos de Píndaro, y las cuarenta y cinco tragedias de Homero el Joven.

Don Fernando Fitz-Tosillus Feldspar hizo una reseña del fuego central de la Tierra y de las capas terciarias, aeriformes, fluidiformes y solidiformes; de las esquitas y chorlos; de la mica esquita y la pudinga, el cianito y el lipidolito; la amatista y la tremolita, el antimonio y la calcedonia, el manganesio y otras muchas cosas más.

Y, por último, me encontraba yo, que hablé de mí, de mí, y, sobre todo, de mí; de nasología, de mi folleto y de mí. Enseñé mi nariz y hablé de mí.

-¡Hombre venturoso! ¡Maravillosa criatura! -dijo el príncipe. -¡Soberbio! -exclamaron a una todos los convidados, y a la mañana siguiente, Su

Excelencia la duquesa me honró con su visita. - ¿Vendrá usted a Almack, hermosa criatura? -me dijo, haciéndome una caricia en la barba.

-Se lo prometo, bajo palabra de honor -contesté. -¿Con toda su nariz, por supuesto? -preguntó. -Eso ni qué decir tiene -le respondí. - He aquí una tarjeta de invitación, bellísimo ángel. ¿Anuncio su visita? ¡Vendrá usted? -Querida duquesa, con todo mi corazón. -¿Quién le habla de su corazón? Con su nariz, con toda su nariz, ¿no es verdad? -Ni un adarme menos, amor mío. Me la retorcí una o dos veces, y me dirigí hacia Almack. Los salones estaban repletos de invitados. -¡Ya llega! -gritó uno desde la escalera. -¡Ya llega! -repitió otro que estaba situado un poco más arriba. -¡Ya llega! -dijo un tercero desde más arriba aún.

-¡Llega!... -gritó la duquesa-. ¡Ya llegó nuestro ángel! Y, estrechándome entre sus brazos, me dio tres besos en la nariz. Inmediatamente la asamblea dio inequívocas muestras de desaprobación.

- Diavolo! -exclamó el conde Capricornutti. -¡Dios nos asista! -dijo el señor Navajas.

- Mille tonnerres! -gritó el príncipe de Grenouille. -¡Mil diablos! -gruñó el elector de Bluddennuff. "Esto no puede quedar así", pensé. Monté en cólera y, encarándome con Bluddennuff,

le dije: -Caballero, es usted un monigote.

-Caballero -replicó, después de una pausa-, ¡relámpagos y truenos!

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No hubo necesidad de una palabra más; cambiamos nuestras tarjetas, y a la mañana siguiente, en Chalk-Farm, le aplasté la nariz, y, por lo tanto, pude presentar la mía a mis amigos.

-¡Bestia! -me llamó el primero. -¡Tonto! -el segundo. -¡Avestruz! -el tercero. -¡Burro! -el cuarto. -¡Simple! -el quinto. -¡Badulaque! -el sexto. -¡Fuera de aquí! -me dijo el séptimo. Eso me apesadumbró de un modo atroz, y fui a ver a mi padre. -Padre mío -le pregunté-, ¿cuál es la misión de mi vida? -Hijo mío -me contestó-, el estudio de la nasología; pero al desnarigar al elector has

traspasado los límites de tus designios. Tienes una nariz hermosísima; pero Bluddennuff ya no la tiene. Te concedo que en Fum-Fudge la magnitud de una notabilidad es proporcional a la dimensión de su trompa; pero, por Dios, hijo, comprende que no puede existir rivalidad posible para una notabilidad que no tenga absolutamente ninguna.

CONVERSACIÓN CON UNA MOMIA El symposium de la noche anterior había sido un tanto excesivo para mis nervios. Me

dolía horriblemente la cabeza y me dominaba una invencible modorra. Por ello; en vez de pasar la velada fuera de casa como me lo había propuesto, se me ocurrió que lo más sensato era comer un bocado e irme inmediatamente a la gama.

Hablo, claro está, de una cena liviana. Nada me guste tanto como las tostadas con queso y cerveza. Más de una libra por vez, sin embargo, no es muy aconsejable en ciertos casos. En cambio, no hay ninguna oposición que hacer a dos libras. Y, para ser franco, entre dos y tres no hay más que una unidad de diferencia. Puede ser que esa noche haya llegado a cuatro. Mi mujer sostiene que comí cinco, aunque con seguridad confundió dos cosas muy diferentes. Estoy dispuesto a admitir la cantidad abstracta de cincos pero, en concreto, se refiere a las botellas de cerveza que las tostadas de queso requieren imprescindiblemente a modo de condimento.

Habiendo así dado fin a una cena frugal, me puse m gorro de dormir con intención de no quitármelo hasta las doce del día siguiente, apoyé la cabeza en la almohada y, ayudado por una conciencia sin reproches, me sumí en profundo sueño.

Mas, ¿cuándo se vieron cumplidas las esperanzas humanas? Apenas había completado mi tercer ronquido, cuando la campanilla de la puerta se puso a sonar furiosamente, seguida de unos golpes de llamador que me despertaron al instante. Un minuto después, mientras estaba frotándome los ojos, entró mi mujer con una carta qué me arrojó a la cara y que procedía de mi viejo amigo el doctor Ponnonner. Decía así:

«Deje usted cualquier cosa, querido amigo, apenas reciba esta carta. Venga y agréguese a nuestro regocijo. Por fin, después de perseverantes gestiones, he obtenido el consentimiento de los directores del Museo para proceder al examen de la momia. Ya sabe a cuál me refiero. Tengo permiso para quitarle las vendas y abrirla si así me parece. Sólo unos pocos amigos estarán presentes... y usted, naturalmente. La momia se halla en mi casa y empezaremos a desatarla a las once de la noche.

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Su amigo, Ponnonner». Cuando llegué a la firma, me pareció que ya estaba todo lo despierto que puede estarlo un

hombre. Salté de la cama como en éxtasis, derribando cuanto encontraba a mi paso; me vestí con maravillosa rapidez y corrí a todo lo que daba a casa del doctor.

Encontré allí a un grupo de personas llenas de ansiedad. Me habían estado esperando con impaciencia. La momia hallábase instalada sobre la mesa del comedor, y apenas hube entrado comenzó el examen.

Aquella momia era una de las dos traídas pocos años antes por el capitán Arthur Sabretash, primo de Ponnonner, de una tumba cerca de Eleithias, en las montañas líbicas, a considerable distancia de Tebas, sobre el Nilo. En aquella región, aunque las grutas son menos magníficas que las tebanas, presentan mayor interés pues proporcionan muchísimos datos sobre la vida privada de los egipcios. La cámara de donde había sido extraída nuestra momia era riquísima en esta clase de datos; sus paredes aparecían íntegramente cubiertas de frescos y bajorrelieves, mientras que las estatuas, vasos y mosaicos de finísimo diseño indicaban la fortuna del difunto.

El tesoro había sido depositado en el museo en la misma condición en que lo encontrara el capitán Sabretash, vale decir que nadie había tocado el ataúd. Durante ocho años había quedado allí sometido tan sólo a las miradas exteriores del público. Teníamos ahora, pues, la momia intacta a nuestra disposición; y aquellos que saben cuán raramente llegan a nuestras playas antigüedades no robadas, comprenderán que no nos faltaban razones para congratularnos de nuestra buena fortuna.

Acercándome a la mesa, vi una gran caja de casi siete pies de largo, unos tres de ancho y dos y medio de profundidad. Era oblonga, pero no en forma de ataúd. Supusimos al comienzo -que había sido construída con madera (platanus), pero al cortar un trozo vimos que se trataba de cartón o, mejor dicho, de papier maché compuesto de papiro. Aparecía densamente ornada de pinturas que representaban escenas funerarias y otros temas de duelo; entre ellos, y ocupando todas las posiciones, veíanse grupos de caracteres jeroglíficos que sin duda contenían el nombre del difunto. Por fortuna, Mr. Gliddon era de la partida, y no tuvo dificultad en traducir los signos -simplemente fonéticos- y decirnos que componían la palabra Allamislakeo1.

1 All a mistake, un puro engaño. (N. de T.) Nos costó algún trabajo abrir la caja sin estropearla, pero luego de hacerlo dimos con una

segunda, en forma de ataúd, mucho menor que la primera, aunque en todo sentido parecida. El hueco entre las dos había sido rellenado con resina, por lo cual los colores de la caja interna estaban algo borrados.

Al abrirla --cosa que no nos dio ningún trabajo-- llegamos a una tercera caja, también en forma de ataúd, idéntica a la segunda, salvo que era de cedro y emitía aún el peculiar aroma de esa madera. No había intervalo entre la segunda y la tercera caja, que estaban sumamente ajustadas.

Abierta esta última, hallamos y extrajimos el cuerpo. Habíamos supuesto que, como de costumbre, estaría envuelto en vendas o fajas de lino; pero, en su lugar, hallamos una especie de estuche de papiro cubierto de una capa de yeso toscamente dorada y pintada. Las pinturas representaban temas correspondientes a los varios deberes del alma y su presentación ante diferentes deidades, todo ello acompañado de numerosas figuras humanas idénticas, que probablemente pretendían ser retratos de la persona difunta. Extendida de la cabeza a los pies aparecía una inscripción en forma de columna, trazada en jeroglíficos fonéticos, la cual repetía el nombre y títulos del muerto, y los nombres y títulos de sus parientes.

En el cuello de la momia, que emergía de aquel estuche, había un collar de cuentas cilíndricas de vidrio y de diversos colores, dispuestas de modo que formaban imágenes de dioses, el escarabajo sagrado y el globo alado. La cintura estaba ceñida por un cinturón o collar parecido.

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Arrancando el papiro, descubrimos que la carne se hallaba perfectamente conservada y que no despedía el menor olor. Era de coloración rojiza. La piel aparecía muy seca, lisa y brillante. Dientes y cabello se hallaban en buen estado. Los ojos (según nos pareció) habían sido extraídos y reemplazados por otros de vidrio, muy hermosos y de extraordinario parecido a los naturales, salvo que miraban de una manera demasiado fija. Los dedos y las uñas habían sido brillantemente dorados.

Mr. Gliddon era de opinión que, dada la rojez de la epidermis, el embalsamamiento debía haberse efectuado con betún; pero, al raspar la superficie con un instrumento de acero y arrojar al fuego el polvo así obtenido, percibimos el perfume del alcanfor y de otras gomas aromáticas.

Revisamos cuidadosamente el cadáver, buscando las habituales aberturas por las cuales se extraían las entrañas, pero, con gran sorpresa, no las descubrimos. Ninguno de nosotros sabía en aquel momento que con frecuencia suelen encontrarse momias que no han sido vaciadas. Por lo regular se acostumbraba extraer el cerebro por las fosas nasales y los intestinos por una incisión del costado; el cuerpo era luego afeitado, lavado y puesto en salmuera, donde permanecía varias semanas, hasta el momento del embalsamamiento propiamente dicho.

Como no encontrábamos la menor señal de una abertura, el doctor Ponnonner preparaba ya sus instrumentos de disección, cuando hice notar que eran más de las dos de la mañana. Se decidió entonces postergar el examen interno hasta la noche siguiente, y estábamos a punto de separarnos, cuando alguien sugirió hacer una o dos experiencias con la pila voltaica.

Si la aplicación de electricidad a una momia cuya antigüedad se remontaba por lo menos a tres o cuatro mil años no era demasiado sensata, resultaba en cambio lo bastante original como para que todos aprobáramos la idea. Un décimo en serio y nueve décimos en broma, preparamos una batería en el consultorio del doctor y trasladamos allí a nuestro egipcio.

Nos costó muchísimo trabajo poner en descubierto una porción del músculo temporal, que parecía menos rígidamente pétrea que otras partes del cuerpo; pero, tal como habíamos anticipado, el músculo no dio la menor muestra de sensibilidad galvánica cuando establecimos el contacto. Esta primera prueba nos pareció decisiva y, riéndonos de nuestra insensatez nos despedíamos hasta la siguiente sesión, cuando mis ojos cayeron casualmente sobre los de la momia y quedaron clavados por la estupefacción. Me había bastado una mirada para darme cuenta de que aquellos ojos, que suponíamos de vidrio y que nos habían llamado la atención por cierta extraña fijeza, se hallaban ahora tan cubiertos por los párpados que sólo una pequeña porción de la tunica albuginea era visible.

Lanzando un grito, llamé la atención de todos sobre el fenómeno, que no podía ser puesto en discusión.

No diré que me sentí alarmado, pues en mi caso la palabra no resultaría exacta. Es probable sin embargo que, de no mediar la cerveza, me hubiera sentido algo nervioso. En cuanto al resto de los asistentes, no trataron de disimular el espanto que .se apoderó de ellos. Daba lástima contemplar al doctor Ponnonner. Mr. Gliddon, gracias a un procedimiento inexplicable, había conseguido hacerse invisible. En, cuanto a Mr. Silk Buckingham, no creo que tendrá la audacia de negar que se había metido a gatas debajo de la mesa.

Pasado el primer momento de estupefacción, resolvimos de común acuerdo proseguir la experiencia. Dirigimos nuestros esfuerzos hacia el dedo gordo del pie derecho. Practicamos una incisión en la zona exterior del os sesamoideum pollicis pedís, llegando hasta la raíz del músculo abductor. Luego de reajustar la batería, aplicamos la corriente a los nervios al descubierto. Entonces, con un movimiento extraordinariamente lleno de vida, la momia levantó la rodilla derecha hasta ponerla casi en contacto con él abdomen y, estirando la pierna con inconcebible fuerza, descargó contra el doctor Ponnonner un golpe que tuvo por efecto hacer salir a dicho caballero como una flecha disparada por una catapulta, proyectándolo por una ventana a la calle.

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Corrimos en masa a recoger los destrozados restos de la víctima, pero tuvimos la alegría de encontrarla en la escalera, subiendo a toda velocidad, abrasado de fervor científico, y más que nunca convencido de que debíamos proseguir el experimento sin desfallecer.

Siguiendo su consejo, decidimos practicar una profunda incisión en la punta de la nariz, que el doctor sujetó en persona con gran vigor, estableciendo un fortísimo contacto con los alambres de la pila.

Moral y físicamente, figurativa y literalmente, el efecto producido fue eléctrico. En primer lugar, el cadáver abrió los ojos y los guiñó repetidamente largo rato, como hace Mr. Barnes en su pantomima; en segundo, estornudó; en tercero, se sentó; en cuarto, agitó violentamente el puño en la cara del doctor Ponnonner; en quinto, volviéndose a los señores Gliddon y Buckingham, les dirigió en perfecto egipcio el siguiente discurso:

-Debo decir, caballeros, que estoy tan sorprendido como mortificado por la conducta de ustedes. Nada mejor podía esperarse del doctor Ponnonner. Es un pobre estúpido que no sabe nada de nada. Lo compadezco y lo perdono. Pero usted, Mr. Gliddon... y usted, Silk... que han viajado y trabajado en Egipto, al punto que podría decirse que ambos han nacido en nuestra madre tierra... Ustedes, que han residido entre nosotros hasta hablar el egipcio con la misma perfección que su lengua propia... Ustedes, a quienes había considerado siempre como los leales amigos de las momias... ¡ah, en verdad esperaba una conducta más caballeresca de parte de los dos! ¿Qué debo pensar al verlos contemplar impasibles la forma en que se me trata? ¿Qué debo pensar al descubrir que permiten que tres o cuatro fulanos me arranquen de mi ataúd y me desnuden en este maldito clima helado? ¿Y cómo debo interpretar, para decirlo de una vez, que hayan permitido y ayudado a ese miserable canalla, el doctor Ponnonner, a que me tirara de la nariz?

Nadie dudará, presumo, de que, dadas las circunstancias y el antedicho discurso, corrimos todos hacia la puerta, nos pusimos histéricos, o nos desmayamos cuan largos éramos. Cabía esperar una de las tres cosas. Cada una de esas líneas de conducta hubiera podido ser muy plausiblemente adoptada. Y doy mi palabra de que no alcanzo a explicarme cómo y por qué no seguimos ninguna de ellas. Quizá haya que buscar la verdadera razón en el espíritu de nuestro tiempo, que se guía por la ley de los contrarios y la acepta habitualmente como solución de cualquier cosa por vía de paradoja e imposibilidad. Puede ser, asimismo, que el aire tan natural y corriente de la momia privara a sus palabras de todo efecto aterrador. De todos modos, los hechos son como los he contado, y ninguno de nosotros demostró espanto especial, ni pareció considerar que lo que sucedía fuese algo fuera de lo normal.

Por mí parte me sentía convencido de que todo estaba en orden, y me limité a correrme a un costado, lejos del alcance de los puños del egipcio. El doctor Ponnonner se metió las manos en los bolsillos del pantalón, miró con fijeza a la momia y se puso extraordinariamente rojo. Mr. Gliddon se acarició las patillas y se ajustó el cuello,. Mr. Buckingham bajó la cabeza y se metió el dedo pulgar derecho en el ángulo izquierdo de la boca.

El egipcio lo miró severamente durante largo rato, tras lo cual hizo un gesto despectivo y le dijo:

-¿Por qué no me contesta, Mr. Buckingham? ¿Ha oído o no lo que acabo de preguntarle? ¡Sáquese ese dedo dé la boca!

Mr. Buckingham se sobresaltó ligeramente, quitóse el pulgar derecho del lado izquierdo de la boca y, por vía de compensación, insertó el pulgar izquierdo en el ángulo derecho de la abertura antes mencionada.

A1 no recibir respuesta de Mr. Buckingham, la momia se volvió malhumorada a Mr. Gliddon y, con tono perentorio, le preguntó qué diablos pretendíamos todos.

Mr. Gliddon le contestó detalladamente en idioma fonético; y sí no fuera por la carencia de caracteres jeroglíficos en las imprentas norteamericanas, me hubiese encantado reproducir aquí su excelentísimo discurso en la forma original.

Aprovecharé la ocasión para hacer notar que la conversación con la momia se desarrolló en egipcio antiguo; tanto yo como los otros miembros no eruditos del grupo contamos con los señores Gliddon y Buckingham como intérpretes. Estos caballeros hablaban la lengua materna

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de la momia con inimitable fluidez y gracia; - pero no pude dejar de observar que (a causa, sin duda, de la introducción de imágenes modernas, vale decir absolutamente novedosas para el egipcio) ambos eruditos se veían obligados en ocasiones a emplear formas concretas para explicar determinadas cosas. Mr. Gliddon, por ejemplo, no pudo hacer comprender en cierto momento al egipcio la palabra «política» hasta que no hubo dibujado en la pared, con un carbón, un diminuto caballero de nariz llena de verrugas, con los codos rotos, subido a una tribuna, la pierna izquierda echada hacia atrás, el brazo derecho tendido hacia adelante, cerrado el puño y los ojos vueltos hacia el cielo, mientras la boca se abría en un ángulo de noventa grados. Del mismo modo, Mr. Buckingham no consiguió hacerle entender la noción absolutamente moderna de whig hasta que el doctor Ponnonner le sugirió el medio adecuado; nuestro amigo se puso sumamente pálido, pero consintió en quitarse la peluca2.

2 Poe hace un juego de palabras con wig, peluca, y whig, partido político norteamericano

formado hacia 1834. (N. del T.) Se comprenderá fácilmente que el discurso de Mr. Gliddon versó principalmente sobre los

grandes beneficios que el desempaquetamiento y destripamiento de las momias había proporcionado a la ciencia, aprovechando esto para excusarnos de todos los inconvenientes que pudiéramos haber causado en especial a la momia llamada Allamistakeo; concluyó sugiriendo finamente (pues apenas era una insinuación) que, una vez explicadas estas cosas, muy bien podíamos continuar con el examen proyectado.

Al oír esto, el doctor Ponnonner se puso a preparar sus instrumentos. Pero parece ser que Allamistakeo tenía ciertos escrúpulos de conciencia -cuya naturaleza

no pude llegar a comprender- con respecto a la sugestión del orador. Mostróse, sin embargo, satisfecho de las excusas ofrecidas y, bajándose de la mesa, estrechó las manos de todos los presentes.

Terminada esta ceremonia, nos ocupamos inmediatamente de reparar los daños que el bisturí había ocasionado en nuestro sujeto. Le cosimos la herida de la frente, le vendamos el pie y le aplicamos una pulgada cuadrada de esparadrapo negro en la punta de la nariz.

Notóse entonces que el conde (tal parecía ser el título de Allamistakeo) temblaba ligeramente, sin duda a causa del frío. El doctor se trasladó al punto a su guardarropa, volviendo con una magnífica chaqueta negra, admirablemente cortada por Jennings; un par de pantalones de tartán celeste con trabillas, una camisa de guinga color rosa, un chaleco de brocado, un abrigo corto blanco, un bastón con puño, un sombrero sin alas, botas de charol, guantes de cabritilla de color paja, un monóculo, un par de patillas y una corbata del modelo en cascada. Dada la disparidad de tamaño entre el conde y el doctor (que sé hallaban en proporción de dos a uno), tuvimos alguna dificultad para disponer aquellas prendas en la persona del egipcio; pero, una vez vestido, hubiera podido decirse que lo estaba de verdad. Mr. Gliddon le dio entonces el brazo y lo llevó hasta un confortable sillón junto al fuego, mientras el doctor llamaba y pedía cigarros y vino.

La conversación no tardó en animarse. Como es natural, nos sentíamos muy curiosos ante el hecho bastante notable de que Allamistakeo siguiera todavía vivo.

-Hubiera pensado --expresó Mr. Buckingham- que estaba usted muerto desde hacía mucho.

-¡Cómo! -replicó el conde, profundamente sorprendido-. ¡Si apenas he pasado los setecientos años! Mi padre vivió mil y no estaba en absoluto chocho cuando murió.

Siguieron a esto una serie de preguntas y cálculos, tras de los cuales fue evidente que la antigüedad de la momia había sido muy groseramente estimada. Hacía cinco mil cincuenta años, con algunos meses, que le habían depositado en las catacumbas de Eleithias.

-Mi observación, empero -continuó Mr. Buckingham-, no se refería a la edad de usted en el momento de su entierro (ya que no tengo inconveniente en reconocer que es usted un

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hombre joven), sino a la inmensidad de tiempo que llevaba, según su propio testimonio, envuelto en betún.

-¿En qué? -dijo el conde. -En betún -persistió Mr. Buckingham. - ¡Ah, sí, creo entender! El betún podía servir, en efecto; pero en mi tiempo se

empleaba casi exclusivamente el bicloruro de mercurio. -Lo que nos resulta particularmente difícil de comprender -dijo el doctor Ponnonner- es

cómo, después de morir y ser enterrado en Egipto hace cinco mil años, se encuentra usted hoy lleno de vida y con aire tan sa ludable.

-Si hubiese estado muerto, como dice usted -repli có el conde-, lo más probable es que continuara están dolo; pero veo que se hallan ustedes en la infancia del galvanismo y no son capaces de llevar a cabo la que en nuestros antiguos tiempos era práctica corriente. Por mí parte, caí en estado de catalepsia y mis mejores amigos consideraron qué estaba muerta o que debía estarlo; me embalsamaran, pues, inmediatamente, pero... supongo que están ustedes al tanto del principio fundamental del embalsamamiento.

- ¡De ninguna manera! -¡Ah, ya veo! ¡Triste ignorancia, en verdad! Pues bien, no entraré en detalles, pero deba

decir que en Egipto el embalsamamiento propiamente dicho consistía en la suspensión indefinida de todas las funciones animales sometidas al proceso. Empleo el término « animal» en su sentido más amplio, incluyendo no sólo el ser físico, sino el moral y el vital. Repito que el principio básico consistía entre nosotros en suspender y mantener latentes todas las funciones animales sometidas al proceso de embalsamamiento. O sea, que, en resumen, cualquiera fuese la condición en que se encontraba el sujeto en el momento de ser embalsamado, así continuaba por siempre. Pues bien, como afortunadamente soy de la sangre del Escarabajo, fui embalsamado vivo, tal como me ven ustedes ahora.

-¡La sangre del Escarabajo! -exclamó el doctor Ponnonner. -Sí. El Escarabajo era el emblema, las «armas» de una distinguidísima familia patricia

muy poco numerosa. Ser «de la sangre del Escarabajo» significa sencillamente pertenecer a dicha, familia cuyo emblema era el Escarabajo. Hablo figurativamente.

-Pero, ¿qué tiene eso que ver con que esté usted vivo? -Pues bien, la costumbre general en Egipto consiste en extraer el cerebro y las entrañas del

cadáver antes de embalsamarlo; tan sólo la raza de los Escarabajos se eximía de esa práctica. De no haber sido yo un Escarabajo, me hubiera quedado sin cerebro y sin entrañas; y no resulta cómodo vivir sin ellos.

-Ya veo -dijo Mr. Buckingham-, y presumo que todas las momias que nos han llegado enteras son de la raza del Escarabajo.

-Sin la menor duda. -Yo había pensado -dijo tímidamente Mr. Gliddon- que el Escarabajo era uno de los

dioses egipcios. -¿Uno de los qué egipcios? -gritó la momia, poniéndose de pie. -Uno de los dioses -repitió el erudito. -Mr. Gliddon, estoy estupefacto al oírle hablar de esa manera -dijo el conde, volviendo a

sentarse-. Ninguna nación de este mundo ha reconocido nunca más de un dios. El Escarabajo, el Ibis, etc., eran para nosotros los símbolos (como seres semejantes lo fueron para otros), los intermediarios a través de los cuales adorábamos a un Creador demasiado augusto para dirigirnos a él directamente.

Hubo una pausa. La conversación fue reanudada por el doctor Ponnonner. -A juzgar por lo que nos ha explicado usted -dijo-, no sería improbable que en las

catacumbas próximas al Nilo haya otras momias de la raza de los Escarabajos e igualmente vivas.

-Sin la menor duda -replicó el conde-. Todos los Escarabajos embalsamados vivos por accidente siguen estando vivos. Incluso algunos de aquéllos, embalsamados expresamente,

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pueden haber sido olvidados por sus ejecutores testamentarios y, sin duda, continúan en sus tumbas.

-¿Sería usted tan amable de explicarnos -pregunté- qué entiende por embalsamar «expresamente»?

-Con mucho gusto -repuso la momia, luego de mirarme atentamente a través del monóculo, pues era la primera vez que me atrevía a hacerle una pregunta directa.

-Con mucho gusto -repitió-. La duración usual de la vida humana en mi tiempo era de unos ochocientos años. Pocos hombres morían, a menos de sobrevenirles algún accidente extraordinario, antes de los seiscientos; pero la cifra anterior era considerada como el término natural. Luego de descubierta el principio del embalsamamiento, tal como lo he explicado antes, nuestros filósofos pensaron que sería posible satisfacer una muy laudable curiosidad, y a la vez contribuir grandemente a los intereses de la ciencia, si ese término natural era vivido en varias etapas. En el caso de la historia, sobre todo, la experiencia había demostrado que algo así resultaba indispensable. Un historiador, por ejemplo, llegado a la edad de quinientos años, escribía un libro con muchísimo celo, y luego se hacía embalsamar cuidadosamente, dejando instrucciones a sus albaceas pro tempore, para que lo resucitaran transcurrido un cierto período -digamos quinientos o seiscientos años-. A1 reanudar su vida, el sabio descubría invariablemente que su gran obra se había convertido en una especie de libreta de notas reunidas al azar, algo así como una palestra literaria de todas las conjeturas antagónicas, los enigmas y las pendencias personales de un ejército de exasperados comentadores. Aquellas conjeturas, etc., que recibían el nombre de notas o enmiendas, habían tapado, deformado y agobiado de tal manera el texto, que el autor se veía precisado a encender una linterna para buscar su propio libro. Una vez descubierto, no compensaba nunca el trabajo de haberlo buscado. Luego de escribirlo íntegramente de nuevo, el historiador consideraba su deber ponerse a corregir de inmediato, con su conocimiento y experiencias personales, las tradiciones corrientes sobre la época en que había vivido anteriormente. Y así, ese proceso de nueva redacción y de rectificación personal, cumplido de tiempo en tiempo por diversos sabios, impedía que nuestra historia se convirtiera en una pura fábula.

-Perdóneme usted -dijo en este punto el doctor Ponnonner, apoyando suavemente la mano sobre el brazo del egipcio-. Perdóneme usted, señor, pero... ¿puedo interrumpirlo un instante?

-Ciertamente, señor -replicó el conde. -Tan sólo una pregunta -continuó el doctor-. Mencionó usted las correcciones personales

del historiador a las tradiciones referentes a su propio tiempo. Dígame usted: ¿qué proporción de dichas tradiciones eran verdaderas?

-Pues bien, señor mío, los historiadores descubrían que las tales tradiciones se encontraban absolutamente a la par de las historias mismas antes de ser reescritas; vale decir que en ellas no había jamás, y bajo ninguna circunstancia, la menor palabra que no fuera total y radicalmente falsa.

-De todas maneras -insistió el doctor-, puesto que sabemos que han pasado por lo menos cinco mil años desde su entierro, doy por descontado que las historias de aquel período, si no las tradiciones, eran suficientemente explícitas sobre el tema de mayor interés universal, o sea la Creación, que, como bien sabe usted, se produjo hace tan sólo diez siglos.

-¡Caballero! -exclamó el conde Allamistakeo. El doctor repitió sus palabras, pero sólo logró que el egipcio las comprendiera después de

muchas explicaciones adicionales. Entonces, no sin vacilar, dijo este último: -Confieso que las ideas que acaba de sugerirme me resultan completamente nuevas. En

mis tiempos jamás supe que alguien abrigara la singular fantasía de que el universo (o este mundo, si lo prefiere hubiera tenido jamás un principio. Sólo recuerdo que una vez -una vez tan sólo- escuché de un hombre de grandes conocimientos cierta remota insinuación acerca del origen de la raza humana, y esa misma persona empleó la palabra Adán (o sea tierra roja) que acaba de emplear usted. Pero él lo hizo en un sentido muy amplio, refiriéndose a la generación espontánea de cinco vastas hordas humanas salidas del limo (como nacen miles de

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otros organismos inferiores ), y que surgieron simultáneamente en cinco partes distintas y casi iguales del globo.

Al oír esto nos miramos, encogiéndonos de hombros, y uno o dos se llevaron un dedo a la sien con aire significativo. Entonces- Mr. Silk Buckingham, luego de echar una ojeada al occipucio y a la coronilla de Allamistakeo, habló como sigue:

-La larga duración de la vida en sus tiempos, así como la costumbre ocasional de pasarla en distintas etapas, según nos ha explicado usted, debe haber contribuido profundamente al desarrollo y a la acumulación general del saber. Presumo, pues, ,que la marcada inferioridad de los egipcios antiguos en materias científicas, si se los compara con los modernos, y más especialmente con los yanquis, nace dé la mayor dureza del cráneo egipcio.

-Debo confesar nuevamente -repuso el conde con mucha gentileza que me cuesta un tanto comprenderle. ¿A qué materias científicas se refiere, por favor?

Uniendo nuestras voces, le dimos entonces toda clase de detalles sobre las teorías frenológicas y las maravillas del magnetismo animal.

Luego de escucharnos hasta el fin, el conde se puso a narrarnos algunas anécdotas que demostraron claramente cómo los prototipos de Gall y de Spurzheim habían florecido en Egipto en tiempos tan remotos como para que su recuerdo se hubiese perdido; así como que -los procedimientos de Mesmer eran despreciables triquiñuelas comparados con los verdaderos milagros de los sabios de Tebas, capaces de crear piojos y muchos otros seres similares.

Pregunté al conde si su pueblo sabía calcular los eclipses. Sonrió un tanto desdeñosamente y me contestó que sí.

Esto me desconcertó algo, pero seguí haciéndole preguntas sobre sus conocimientos astronómicos hasta que uno de los presentes, que hasta entonces no había abierto la boca, me susurró al oído que para esa clase de informaciones haría mejor en consultar a Ptolomeo (sin explicarme quién era), así como a un tal Plutarco, en su De facie lunae.

Interrogué entonces a la momia acerca de espejos ustorios y lentes, y de manera general sobre la fabricación del vidrio; pero, apenas había formulado mis preguntas, cuando el contertulio silencioso me apretó suavemente el codo, pidiéndome en nombre de Dios que echara un vistazo a Diodoro de Sicilia. En cuanto al conde, se limitó a preguntarme, a modo de respuesta, si los modernos poseíamos microscopios que nos permitieran tallar camafeos en el estilo de los egipcios.

Mientras pensaba cómo responder a esta pregunta, el pequeño doctor Ponnonner se puso en descubierto de la manera más extraordinaria.

- ¡Vaya usted a ver nuestra arquitectura! -exclamó, con enorme indignación por parte de los dos egiptólogos, quienes lo pellizcaban fuertemente sin conseguir que se callara.

-¡Vaya a ver la fuente del Bowling Green, de Nueva York! -gritaba entusiasmado-. ¡O, si le resulta demasiado difícil de contemplar, eche una ojeada al Capitolio de Washington!

Y nuestro excelente y diminuto médico siguió detallando minuciosamente las proporciones del edificio del Capitolio. Explicó que tan sólo el pórtico se hallaba adornado con no menos de veinticuatro columnas, las cuales tenían cinco pies de diámetro y estaban situadas a diez pies una de otra.

El conde dijo que lamentaba no recordar en ese momento las dimensiones exactas de cualquiera de los principales edificios de la ciudad de Aznac, cuyos cimientos habían sido puestos en la noche de los tiempos, pero cuyas ruinas seguían aún en pie en -la época de su entierro, en un desierto al oeste de Tebas. Recordaba empero (ya que de pórtico se trataba) que uno de ellos, perteneciente a un palacio secundario en un suburbio llamado Karnak, tenía ciento cuarenta y cuatro columnas de treinta y siete pies de circunferencia, colocadas a veinticinco pies una de otra. A este pórtico se llegaba desde el Nilo por una avenida de dos millas de largo, compuesta por esfinges, estatuas y obeliscos, de veinte, sesenta y cien pies de altura. El palacio, hasta donde alcanzaba a recordar, tenía dos millas de largo, y su circuito total debía alcanzar las siete millas. Las paredes estaban ricamente pintadas con jeroglíficos en el interior y exterior: El conde no pretendía afirmar que dentro del área del palacio

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hubieran podido construirse unos cincuenta o sesenta Capitolios como el del doctor, pero, aun sin estar completamente seguro, pensaba que, con algún esfuerzo, se hubieran podido meter doscientos o trescientos. Claro que, después de todo, el palacio de Karnak era bastante insignificante. De todas maneras el conde no podía negarse conscientemente a admitir el ingenio, la magnificencia y la superioridad de la fuente del Bowling Green, tal como la había descrito el doctor. Se veía forzado a reconocer que en Egipto jamás se había visto una cosa semejante.

Pregunté entonces al conde qué opinaba de nuestros ferrocarriles. Contestó que no opinaba nada en especial. Los ferrocarriles eran un tanto débiles, mal

concebidos y torpemente realizados. Por supuesto que no se los podía comparar con las enormes calzadas, perfectamente lisas, directas y con vías de hierro, sobre las cuales los egipcios transportaban templos enteros y sólidos obeliscos de ciento cincuenta pies de altura.

Aludía nuestras gigantescas fuerzas mecánicas. Convino en que algo sabíamos de esas cosas, pero me preguntó cómo me las habría

arreglado para colocar las impostas de los dinteles, aun en un templo tan pequeño como el de Karnak.

Decidí no escuchar esta pregunta, y quise saber si tenía alguna idea sobre los pozos artesianos. El conde se limitó a levantar las cejas, mientras Mr. Gliddon me guiñaba con violencia el ojo y me decía en voz baja que los ingenieros encargados de las perforaciones en el Gran Oasis acababan de descubrir uno hacía muy poco.

Mencioné entonces nuestro acero, pero el egipcio levantó desdeñosamente la nariz y me preguntó si nuestro acero habría podido ejecutar los profundos relieves que se ven en los obeliscos y que se ejecutaban con la sola ayuda de instrumentos de cobre.

Esto nos desconcertó tanto que juzgamos prudente trasladar la ofensiva al campo metafísico. Mandamos buscar un ejemplar de un libro llamado The Dial, y le leímos en alta voz uno o dos capítulos acerca de algo no muy claro, pero que los bostonianos denominaban el Gran Movimiento del Progreso.

El conde se limitó a decir que los Grandes Movimientos eran cosas tristemente vulgares en sus días; en cuanto al Progreso, en cierta época había sido una verdadera calamidad, pero nunca llegó a progresar.

Hablaos entonces de la belleza e importancia de la democracia, y tuvimos gran trabajo para hacer entender debidamente al conde las ventajas de que gozábamos viviendo allí donde existía el sufragio ad libitum, y no había ningún rey.

Nos escuchó muy interesado y, en realidad, me dio la impresión de que se divertía muchísimo. Cuando hubimos terminado, nos hizo saber que, mucho tiempo atrás, había ocurrido entre ellos algo parecido. Trece provincias egipcias decidieron ser libres y dar un magnífico ejemplo al resto de la humanidad. Sus sabios se reunieron y confeccionaron la más ingeniosa constitución que pueda concebirse. Durante un tiempo se las arreglaron notablemente bien, sólo que su tendencia a la fanfarronería era prodigiosa. La cosa terminó, empero, el día en que los quince Estados, a quienes se agregaron otros quince o veinte, se consolidaron creando el más odioso e insoportable despotismo que jamás se haya visto en la superficie de la tierra.

Pregunté el nombre del tirano usurpador. El conde creía recordar que se llamaba Populacho. No sabiendo qué decir a esto, alcé mi voz para deplorar la ignorancia de los egipcios sobre

el vapor. El conde me miró lleno de asombro, pero no dijo nada. En cambio el contertulio

silencioso me dio fuertemente en las costillas ron el codo, diciéndome que bastante había hecho ya el ridículo, y preguntándome si realmente era tan tonto como para no saber que la moderna máquina de vapor deriva de la invención de Hero, pasando por Salomón de Caus.

Nos hallábamos en grave peligro de ser derrotados. Pero, entonces, para nuestra buena suerte, el doctor Ponnonner acudió a socorrernos e inquirió si el pueblo egipcio pretendía rivalizar seriamente con los modernos en la importantísima cuestión del vestido.

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El conde, al oír esto, miró las trabillas de sus pantalones y, tomando luego uno de los. faldones de su chaqueta, se lo acercó a los ojos durante largo rato. Por fin lo dejó caer, mientras su boca se iba extendiendo gradualmente dé oreja a oreja; pero no recuerdo que dijese nada a manera de contestación.

Recobramos así nuestro ánimo, y el doctor, acercándose con gran dignidad a la momia, le pidió que declarara francamente, por su honor de caballero, si alguna vez los egipcios habían sido capaces de comprender la fabricación de las pastillas de Ponnonner o de las píldoras de Brandeth.

Esperamos ansiosamente una respuesta, pero en vano. La respuesta no llegaba. El egipcio se sonrojó y bajó la cabeza. Jamás se vio triunfo más completo; jamás una derrota fue sobrellevada con tan poca gracia. Realmente me resultaba insoportable el espectáculo de la mortificación de la pobre momia. Busqué mi sombrero, me incliné secamente y salí.

Al llegar a casa vi que eran las cuatro pasadas, y me metí inmediatamente en cama. Son ahora las diez de la mañana. Desde las siete estoy levantado, redactando esta crónica para beneficio de mi familia y de la humanidad. A la primera no volveré a verla. Mi mujer es una arpía.

Diré la verdad: estoy amargamente cansado de esta vida y del siglo XIX en general. Me siento convencido de que todo va mal. Además tengo gran ansiedad por saber quién será Presidente en 2045. Por eso, tan pronto me haya afeitado y bebido una taza de café, volveré a casa de Ponnonner y me haré embalsamar por un par de siglos.

LOS ANTEOJOS

Hace años, estaba de moda ridiculizar la idea de "amor a primera vista"; pero aquellos que piensan, así como aquellos que sienten profundamente, siempre han defendido su existencia. De hecho, los descubrimientos modernos en el campo de lo que podría llamarse magnetismo ético o estética magnética parecen probar que los afectos humanos más naturales, y en consecuencia más auténticos e intensos, son los que surgen en el corazón como por simpatía eléctrica; en una palabra, que los grilletes psíquicos más radiantes y duraderos son los impuestos por una mirada. La confesión que voy a hacer agregará uno más a los ya casi incontables ejemplos que prueban la verdad de esa idea.

El relato me obliga a dar algunos detalles. Todavía soy un hombre joven; no he cumplido aún los veintidós años de edad. Mi nombre actual es muy común y bastante plebeyo: Simpson. Digo "actual" porque no hace mucho que me llamo así; he adoptado legalmente este nombre el año pasado para poder recibir una importante herencia que me dejó un pariente lejano, Adolphus Simpson, Esq.72 El legado me imponía como condición adoptar el nombre del testador; su apellido, no el nombre de pila. Mi nombre de pila, o más exactamente mi nombre de pila completo, es Napoleón Bonaparte.

Adopté el apellido Simpson con cierta renuencia, pues siento un orgullo muy perdonable por mi verdadero patronímico, Froissart, y creo que podría demostrar mi descendencia del inmortal autor de las Crónicas. Y ya que estamos en el tema de los nombres, de paso, quisiera mencionar una singular coincidencia de sonidos entre los nombres de algunos de mis predecesores inmediatos. Mi padre era Monsieur Froissart, de París. Su esposa -mi madre, que se casó con él a los quince años- era Mademoiselle Croissart, la hija mayor del banquero Croissart, cuya esposa, a su vez, de sólo dieciséis años al casarse con él, era la hija

72 Abreviatura de Esquire, literalmente "escudero", título honorífico sin un significado preciso, aplicado en Inglaterra a los comunes asimilados al rango social de caballeros; en los Estados Unidos solía aplicarse a los abogados.

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mayor de Victor Voissart. Monsieur Voissart, muy curiosamente, estaba casado con una dama de apellido similar: Mademoiselle Moissart. Ella también se casó siendo casi una niña, y su madre, Madame Moissart, tenía catorce años cuando la llevaron al altar. Estos matrimonios tempranos son comunes en Francia. Como sea, he aquí a los Moissart, los Voissart, los Croissart y Froissart, en línea directa de descendencia. Pero mi nombre, como dije, pasó a ser Simpson por disposición legal, y con tanto rechazo de mi parte que, en un momento, realmente dudé en aceptar el legado sujeto a aquella inútil y molesta condición.

En cuanto a dotes personales, no me faltan en absoluto. Por el contrario, creo estar bien formado, y poseo lo que nueve de cada diez personas llamarían un rostro bien parecido. Mido cinco pies y seis pulgadas de altura. Mi cabello es negro y rizado. Mi nariz está bastante bien. Tengo ojos grandes y grises, y aunque son débiles en un grado muy inconveniente, nadie sospecharía algún defecto en ellos por su apariencia. Esa debilidad, sin embargo, siempre me molestó, y he recurrido a todos los remedios, excepto los anteojos. Siendo joven y apuesto, naturalmente me desagradan, y me he negado rotundamente a usarlos. No conozco nada que desfigure tanto el rostro de una persona joven, ni que imprima tanto en los rasgos un aire no de gravedad, sino de santurronería y de vejez, directamente. El monóculo, por su parte, tiene un tinte de vanidad y afectación. Hasta ahora me las he arreglada tan bien como pude sin ninguno de esos elementos. Pero ya basta de estos detalles meramente personales que, después de todo, no tienen importancia. Me contentaré con agregar que mi temperamento es sanguíneo, arrebatado, ardiente y entusiasta, y que toda mi vida he sido un devoto admirador de las mujeres.

Una noche, el invierno pasado, entré en un palco del Teatro P... en compañía de un amigo, Mr. Talbot. Era una velada de ópera y el programa presentaba un atractivo muy especial, de modo que la sala se hallaba atestada. Sin embargo, nosotros llegamos a tiempo para ocupar las plateas que habíamos reservado y hasta las cuales, con cierta dificultad, nos abrimos paso.

Durante dos horas, mi compañero, que era un fanático musical, consagró toda su atención al escenario; yo, mientras tanto, me entretuve observando al público, compuesto en su mayor parte por la elite misma de la ciudad. Una vez satisfecho sobre este punto, estaba por dirigir mi vista a la prima donna, cuando mis ojos fueron detenidos y atrapados por una fi-gura que, en uno de los palcos privados, había escapado a mi observación.

Aunque viviera mil años, jamás podría olvidar la intensa emoción con que admiré esa figura. Era la mujer más exquisita que jamás había contemplado. Tenía en ese momento el rostro vuelto hacia el escenario y, durante algunos minutos, no pude verlo; pero su forma era divina; ninguna otra palabra alcanza a describir la belleza de su contorno, e incluso el término "divina' me parece ridículamente insuficiente mientras lo escribo.

La magia de una forma encantadora en la mujer -la nigromancia de la gracia femenina- fue siempre un poder al que había encontrado imposible resistirme; pero aquí estaba la gracia personificada, encarnada, el beau idéal de mis más exaltadas y entusiastas visiones. La figura, que la construcción del palco me permitía ver casi entera, sobrepasaba un poco la altura promedio, y rozaba casi, sin alcanzar de hecho, lo majestuoso. Su perfecta plenitud y tournure eran deliciosas. La cabeza, de la cual sólo se veía la parte posterior, rivalizaba en sus líneas con la de la Psique griega, y era más exhibida que ocultada por una elegante gorra de gaze aérienne, que me recordó el ventum textilem de Apuleyo. Su brazo derecho se apoyaba sobre la barandilla del palco, y estremecía cada fibra de mi ser con su exquisita simetría. Desde el hombro, y hasta pasar apenas el codo, estaba cubierto por una de esas mangas abiertas y sueltas que están de moda. Se continuaba entonces con otra, de un material tenue y ceñido, rematada en un puño de fino encaje que caía grácilmente sobre el dorso de la mano y sólo permitía ver los delicados dedos, en uno de los cuales resplandecía un anillo de diamantes, cuyo extraordinario valor advertí de inmediato. La admirable redondez de la muñeca se veía realzada por el brazalete que lucía, también engarzado y adornado con una magnífica aigrette de piedras preciosas, revelando al mismo tiempo, en términos inequívocos, la riqueza y el

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gusto refinado de su portadora. Me quedé contemplando aquella aparición regia por lo menos media hora, como si me

hubiese petrificado de repente; y durante ese tiempo sentí toda la fuerza y la verdad de cuanto se ha dicho o cantado sobre el "amor a primera vista". Mis sentimientos eran por completo diferentes de todos los que había experimentado hasta ese momento, aun en presencia de los modelos más renombrados de belleza femenina. Una inexplicable simpatía de alma a alma, que no puedo sino considerar como magnética, parecía fijar no sólo mi visión, sino todas mis facultades intelectuales y sensibles, en el admirable objeto que tenía ante mí. Vi, sentí y supe que estaba profunda, perdida e irrevocablemente enamorado, aun antes de ver el rostro de la persona amada. De hecho, tan intensa era la pasión que me consumía, que creo realmente no se habría atemperado mucho si las facciones, no vistas todavía, resultaran ser ordinarias: tan anómala es la naturaleza del único amor verdadero -el amor a primera vista- y tan poco depende en realidad de las condiciones externas, que sólo en apariencia lo generan y controlan.

Mientras estaba absorto admirando aquella imagen encantadora, un repentino disturbio entre el público la hizo girar ligeramente la cabeza hacia mí, y pude entonces contemplar su perfil. Su belleza excedía todas mis previsiones, y sin embargo había en ella algo que me desilusionó, aunque no podía precisar qué era. Dije "desilusionó", pero ésa no es en absoluto la palabra adecuada. Mis sensaciones se calmaron y exaltaron al mismo tiempo. Tenían ahora menos de arrebato y más de un entusiasmo sereno, de reposo entusiasmado. Esa sensación quizás obedeciera al aire maternal, como de Madonna, que mostraba aquel rostro... pero me daba cuenta de que no podía deberse enteramente a ello. Había algo más, algún misterio que no lograba develar, alguna expresión de aquel semblante que me perturbaba levemente al tiempo que avivaba intensamente mi interés. De hecho, me hallaba en ese estado mental que predispone a un hombre joven y susceptible de cometer cualquier acto de extravagancia. Si la dama hubiese estado sola, sin duda yo habría ido hasta su palco, arriesgándome a hablarle; pero afortunadamente la acompañaban dos personas: un caballero y una mujer sumamente hermosa y -daba la impresión- algunos años menor que ella.

Di vueltas en mi mente a mil planes que me permitieran en el futuro ser presentado a la dama de más edad, o en todo caso que me permitieran en el presente apreciar mejor su belleza. Me habría cambiado a un asiento más próximo al de ella, pero el teatro estaba repleto y era imposible hacerlo; y últimamente los rígidos decretos de la Moda habían prohibido en forma terminante el uso de gemelos en un caso como aquél, aun cuando los hubiera tenido, de manera tal que estaba desesperado.

Finalmente, decidí recurrir a mi amigo. -Talbot -le dije-, usted tiene unos gemelos. Préstemelos. — ¿Gemelos

? ¡No! ¿Qué supone que estaría haciendo yo con unos gemelos? -me respondió, volviéndose impacientemente hacia el escenario.

-Pero, Talbot -insistí, tironeándolo del hombro-, escúcheme, por favor. ¿Ve aquel palco? ¡Aquél... no, el siguiente! ¿Vio alguna vez una mujer más hermosa?

- Es muy hermosa, sin duda -dijo. -Me pregunto quién podrá ser... -¡Vaya! ¡Por todos los cielos! ¿No sabe quién es? "El no conocerla revela su propio

anonimato". Es la famosa Madame Lalande, la belleza del momento par excellence, y el comentario de toda la ciudad. Inmensamente rica; además, viuda y un gran partido. Acaba de llegar de París.

-¿Usted la conoce? -Sí, he tenido el honor. -¿Podría presentármela? - Por supuesto, con el mayor placer. ¿Cuándo? -Mañana, a la una, lo veré en el B...

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- Muy bien; y ahora cállese, si puede. A ese respecto, me vi obligado a escuchar el consejo de Talbot, pues éste se mantuvo

obstinadamente sordo a toda otra pregunta o insinuación, y se ocupó exclusivamente de lo que estaba ocurriendo en el escenario durante el resto de la velada.

Por mi parte, yo mantuve mis ojos fijos en Madame Lalande, y finalmente tuve la buena fortuna de ver su rostro de frente. Era exquisitamente encantador: eso, claro está, ya me lo había dicho mi corazón, aún antes de que Talbot me lo confirmara; pero ese algo ininteligible seguía perturbándome. Concluí finalmente que lo que afectaba mis sentidos era un cierto aire de gravedad, de tristeza o, más exactamente, de cansancio, que le quitaba a aquel semblante algo de su juventud y frescura, pero otorgándole una ternura y majestuosidad seráficas, y, por supuesto, para mi temperamento entusiasta y romántico, un atractivo diez veces mayor.

Mientras deleitaba de aquella manera mis ojos, noté estremecido, por un sobresalto casi imperceptible de la dama, que ésta había advertido de repente mi intensa mirada. Yo estaba absolutamente fascinado, sin embargo, y no pude dejar de observarla, ni siquiera un instante. Ella desvió el rostro, y volví a ver sólo el cincelado contorno de su cabeza. Tras unos minutos, como urgida por la curiosidad de saber si yo la seguía mirando, giró gradualmente el rostro una vez más, y una vez más encontró mi ardiente mirada. Bajó de inmediato sus grandes ojos oscuros, y un profundo rubor tiñó sus mejillas. Pero cuál no sería mi asombro al ver que no sólo no apartó la cabeza por segunda vez, sino que tomó de su regazo unos gemelos, los alzó, los ajustó, y se puso a observarme con ellos, atenta y deliberadamente, por espacio de varios minutos.

Si hubiese caído un rayo a mis pies no me habría sentido tan perplejo; solamente perplejo: ni ofendido ni disgustado en absoluto, aunque una actitud tan audaz en cualquier otra mujer seguramente me habría molestado. En este caso, todo aquello fue hecho con tanta serenidad, tanta nonchalance, tanta calma, con un aire tan evidente de la mejor crianza, en suma, que no se percibía el más mínimo descaro, y mis únicas sensaciones fueron de admiración y sorpresa.

Noté que la dama pareció satisfecha con la rápida inspección que hizo primero de mi persona, y estaba bajando los gemelos cuando, como asaltada por un segundo impulso, volvió a levantarlos y continuó mirándome con fijeza durante varios minutos; cinco minutos por lo menos, estoy seguro.

Aquel comportamiento, tan llamativo en un teatro norteamericano, atrajo la atención general y provocó entre el público un vago movimiento, un murmullo, que me llenó de confusión por un momento, pero que no produjo ningún efecto visible en el rostro de Madame Lalande.

Una vez satisfecha su curiosidad -si era eso- bajó los gemelos y se concentró nuevamente en el escenario, dándome el perfil como antes. Yo continué mirándola sin tregua, aunque tenía plena conciencia de lo impropio que era hacerlo. Entonces vi su cabeza cambiar lenta y ligeramente de posición; y pronto me convencí de que la dama, mientras simulaba interesarse en el escenario, estaba en realidad observándome atentamente. Huelga decir el efecto que produjo esa conducta, de parte de una mujer tan fascinante, en mi espíritu excitable.

Después de espiarme durante quizás un cuarto de hora, el bello objeto de mi pasión se dirigió al caballero que la acompañaba y supe, por las miradas de ambos, que hablaban de mí.

Luego, Madame Lalande se volvió una vez más hacia el escenario y, durante unos minutos, pareció estar absorta en la función. Pero al cabo de ese tiempo, me vi sumido en una extrema agitación cuando la vi tomar por segunda vez los gemelos, enfocarlos nuevamente hacia mí y, desdeñando el renovado murmullo del público, examinarme de pies a cabeza con la misma compostura que tanto había deleitado y confundido mi alma previamente.

Aquel comportamiento extraordinario me provocó una absoluta y febril excitación, un auténtico delirio de amor, y sirvió más para alentarme que para desconcertarme. En la

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insensata intensidad de mi devoción, me olvidé de toda otra cosa que no fuera la presencia y la majestuosa belleza de la visión que estaba contemplando. Esperé mi oportunidad y, cuando me pareció que el público estaba concentrado en la ópera, logré captar la atención de Madame Lalande y, sin más, le hice una leve pero inconfundible reverencia.

Se sonrojó visiblemente, apartó la mirada, miró luego lenta y cautamente alrededor, como para ver si mi osadía había sido advertida, y se inclinó después hacia el caballero sentado junto a ella.

Tomé entonces lacerante conciencia de la impertinencia que había cometido, y no esperé otra cosa que la denuncia inmediata, mientras una visión de pistolas a la mañana siguiente atravesó rápida e inquietantemente mis pensamientos. Pronto me sentí muy aliviado, sin embargo, al ver que la dama simplemente le dio un programa al caballero, sin decirle nada. Pero el lector podrá hacerse una vaga idea de mi asombro, de mi profundo desconcierto, del delirante trastorno de mi corazón y de mi alma cuando, inmediatamente después, tras haber mirado furtivamente alrededor, la dama posó plena y fijamente sus ojos resplandecientes en los míos, y luego, con una ligera sonrisa que dejó ver sus dientes brillantes como perlas, hizo dos inclinaciones de cabeza, claras, marcadas, inequívocas y afirmativas.

No tiene sentido, por supuesto, que me extienda acerca de la alegría, del arrebato, del éxtasis infinito de mi corazón. Si algún hombre enloqueció alguna vez por exceso de felicidad, fui yo en aquel momento. Amaba. Ése era mi primer amor, así lo sentía. Era un amor supremo, indescriptible. Era "amor a primera vista", y también a primera vista había sido apreciado y correspondido.

Sí, correspondido. /Cómo y por qué había de dudarlo un instante? ¿Qué otra explicación podía dar de semejante conducta por parte de una dama tan bella, tan adinerada, tan manifiestamente culta, de tan alta cuna, de posición social tan elevada, tan enteramente respetable en todo sentido como yo estaba seguro que era Madame Lalande? i Sí, ella me amaba, ella correspondía al entusiasmo de mi amor con un entusiasmo tan ciego, tan desinteresado, tan espontáneo, tan desenfrenado y tan absolutamente ilimitado como el mío! Esas deliciosas fantasías y reflexiones, sin embargo, se vieron de pronto interrumpidas por la caída del telón. El público se puso de pie y pronto se produjo el tumulto habitual. Abando-nando a Talbot abruptamente, hice todo lo posible por abrirme paso y acercarme a Madame Lalande. Frustrado en mi intento a causa de la multitud, desistí por fin de mi persecución y me dirigí hacia mi casa, consolándome por la decepción de no haber podido rozar siquiera el dobladillo de su capa al pensar que Talbot me presentaría a ella en forma debida, al día siguiente.

Llegó, por fin, ese día; es decir, amaneció finalmente después de una larga y agotadora noche de impaciencia. Y luego, hasta la una, las horas se arrastraron como caracoles, cansinas e innumerables. Pero incluso Estambul, se dice, tendrá su fin, y así concluyó aquella larga espera. El reloj dio la una. Mientras se apagaba su último eco entré en el B... y pregunté por Talbot.

-Salió -dijo el criado, precisamente el de Talbot. -¡Salió! -respondí, retrocediendo unos pasos-. Permítame decirle, mi buen amigo, que

eso es absolutamente imposible e inconcebible. Mr. Talbot no salió. ¿Qué es lo que quiere decir?

-Nada, señor..., sólo que Mr. Talbot no está. Eso es todo. Partió para S... inmediatamente después del desayuno, y dejó dicho que no volvería hasta dentro de una semana.

Me quedé petrificado de horror y rabia. Intenté replicar, pero mi lengua se negó a su deber. Finalmente, di vuelta sobre mis talones, lívido de ira y enviando por dentro a toda la tribu de los Talbot a las regiones más remotas del Erebo. Era evidente que mi considerado

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amigo, il fanatico, había olvidado por completo la cita que tenía conmigo; la había olvidado tan pronto como fue hecha. Jamás fue un hombre de mucha palabra. Aquello no tenía remedio, de modo que, ocultando mi enfado lo mejor posible, remonté la calle malhumorado, haciendo fútiles averiguaciones sobre Madame Lalande con cada conocido que me encontraba. Por los informes, descubrí que todos la conocían; muchos tan sólo de vista. Pero llevaba apenas dos semanas en la ciudad, y por lo tanto eran pocos los que la conocían personalmente. Esos pocos, siendo en realidad casi extraños para ella, no podían, o no querían, tomarse la libertad de presentarme mediante la formalidad de una visita matinal. Mientras, lleno de desesperación, conversaba con un trío de amigos acerca del tema que absorbía por completo mi corazón, sucedió que el tema mismo pasó por allí.

-¡Por mi vida, ahí está! -exclamó uno. -¡Sorprendentemente hermosa! -agregó el segundo. -¡Un ángel en la Tierra! -dijo el tercero. Miré, y en un coche abierto que se acercaba lentamente por la calle hacia nosotros, iba

sentada la encantadora visión de la ópera, acompañada por la dama más joven que la noche anterior ocupaba un asiento en su palco.

-Su acompañante también está muy bien -dijo el que había hablado primero. -Es asombroso -dijo el segundo-. Todavía tiene un aire de lo más lozano; pero es que el

arte hace maravillas. ¡Palabra, luce mejor que en París, hace cinco años! Una bella mujer todavía, ¿no le parece, Froissart?... Simpson, quiero decir.

-¡Todavía! -dije yo, ¿y por qué no habría de serlo? Pero, comparada con su amiga, es como una vela ante la estrella vespertina, como una luciérnaga frente a Antares.

-¡Ja, ja, ja! ¡Vaya, Simpson, usted tiene un don sorprendente para hacer descubrimientos..., por lo originales, quiero decir!

Y entonces nos separamos, mientras uno del trío empezó a canturrear un alegre vaudeville, del que sólo capté los versos

Ninon, Ninon, Ninonábas Á bas Ninon de l'Enclos!

Durante esta pequeña escena, sin embargo, una cosa había servido grandemente para consolarme, si bien alimentó la pasión que me consumía. Cuando el coche de Madame Lalande pasó junto a nuestro grupo, noté que ella me reconoció; y lo que es más, me bendijo con la más seráfica de las sonrisas imaginables, sin ninguna señal equívoca de aquel reco-nocimiento.

En cuanto a la presentación, me vi obligado a abandonar toda esperanza hasta que Talbot considerase apropiado regresar del campo. Mientras tanto, frecuenté con perseverancia todos los sitios respetables de entretenimiento y, por fin, en el mismo teatro donde la había visto por primera vez, tuve la suprema dicha de encontrarla y de intercambiar miradas con ella una vez más. Pero esto sólo sucedió al cabo de una quincena. Diariamente, en el ínterin, había preguntado por Talbot, y diariamente me había estremecido de rabia el eterno "No ha vuelto todavía" de su criado.

La noche en cuestión, por lo tanto, me hallaba en un estado próximo a la locura. Madame Lalande, me habían dicho, era parisina; había llegado hacía poco de Francia. ¿No podía regresar a París repentinamente, antes de que Talbot volviese? ¿Y no la perdería entonces para siempre? Era una idea terrible de soportar. Dado que estaba en juego mi felicidad futura, resolví actuar de modo viril. Al terminar la función, por lo tanto, seguí a la dama hasta su residencia, anoté la dirección y, a la mañana siguiente, le envié una larga y elaborada carta en la que volcaba todo mi corazón.

Me expresé audaz y libremente... en una palabra, me expresé con pasión. No oculté nada, ni siquiera mis defectos. Aludí a las románticas circunstancias de nuestro primer encuentro, e incluso a las miradas que habíamos intercambiado. Llegué al extremo de decirle

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que estaba seguro de su amor, y le ofrecí esa seguridad y la intensidad de mi devoción como dos excusas de mi conducta, por lo demás imperdonable. Como tercera, mencioné mi temor de que pudiera marcharse de la ciudad antes de haber tenido yo la oportunidad de serle presentado formalmente. Concluí la carta más vehemente y entusiasta que jamás se haya escrito declarando con franqueza mi posición social, mi fortuna, a la vez que le ofrecía mi co-razón y mi mano.

Aguardé la respuesta con angustiante expectativa. Después de lo que pareció ser un siglo, la respuesta llegó.

Sí, realmente llegó. Por romántico que parezca todo, realmente recibí una carta de Madame Lalande; la hermosa, la acaudalada, la idolatrada Madame Lalande. Sus ojos, sus magníficos ojos, no habían desmentido su noble corazón. Como la auténtica francesa que era, había obedecido los francos dictados de su razón, los generosos impulsos de su naturaleza, ig-norando las mojigaterías convencionales de la sociedad. No había desdeñado mis declaraciones. No se había refugiado en el silencio. No había devuelto mi carta sin abrir. Por el contrario, me había enviado en respuesta una escrita por su propia y exquisita mano. Decía así:

"Monsieur Simpson me pardonar por no ecribir la ermosa lengua de su pais tan bien como debría. Es solamente muy poco que he llegado, y no tuve opportunité para l'étudier.

"Echa mi disculpa po la manière, diré ahora que, ¡hélas, Monsieur Simpson! no a divinado sino la verdad. ¿Debo decir de más? ¡Hélas! ¿No me apuro a hablar en demasiado?

Eugénie Lalande"

Besé un millón de veces esa nota de noble inspiración, e incurrí seguramente en otras mil extravagancias que ahora escapan a mi memoria. Pero Talbot no volvía. i Ay! Si hubiera podido hacerse siquiera una vaga idea del sufrimiento que me causaba su ausencia, ¿su alma compasiva no habría vuelto de inmediato para aliviarme? Pero Talbot, sin embargo, no volvía. Le escribí. Me respondió. Lo retenían asuntos urgentes, pero pronto regresaría. Me rogaba que no me impacientase, que moderara mis arrebatos, que leyera libros tranquilizadores, que no bebiera nada más fuerte que vino del Rin, y que recurriera a los consuelos de la filosofía. i Grandísimo tonto! Si no podía venir en persona, ¿por qué, en nombre de todo lo razonable, no me enviaba una carta de presentación? Volví a escribirle, rogándole que así lo hiciera. La carta me fue devuelta por ese criado, con el siguiente endoso a lápiz. El truhán se había encontrado con su amo en el campo:

"Salió de S... ayer, no dijo a dónde, ni cuándo vuelve. Como reconocí su letra, y sé que usted siempre tiene algún apuro, me pareció lo mejor devolverle la carta.

Lo saluda atentamente, Stubbs"

Ni falta hace decir que envié al amo y al valet a las deidades infernales; pero de nada servía la ira, y no había en la queja consuelo alguno.

No obstante, aún me quedaba el recurso de mi audacia natural. Siempre me había sido muy útil, y resolví emplearla una vez más para mis fines. Por otra parte, después de la correspondencia que habíamos intercambiado, ¿qué acto de informalidad podía cometer, dentro de ciertos límites, que Madame Lalande pudiera encontrar indecoroso? Desde lo de la carta, había adoptado el hábito de vigilar su casa, y así descubrí que la dama, al caer la tarde, solía dar un paseo por la plaza de enfrente, acompañada solamente por un negro de librea. Allí, entre las arboledas exuberantes, en la penumbra gris de un ocaso estival, aguardé mi oportunidad y la abordé.

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Para engañar mejor al sirviente que la acompañaba, lo hice con el aire confiado de un viejo conocido. Con una presencia de ánimo auténticamente parisina, ella captó la situación en el acto y me tendió la más encantadora de las manos para saludarme. El valet se alejó de inmediato unos pasos. Y entonces, con los corazones rebosantes, hablamos extensamente y sin reservas de nuestro amor.

Como Madame Lalande hablaba inglés con menos fluidez de la que tenía para escribirlo, debimos mantener nuestra conversación en francés. En esa dulce lengua, tan propia para la pasión, di libertad al impetuoso entusiasmo de mi naturaleza y, con toda la elocuencia de que era capaz, le pedí su consentimiento para que nos casásemos de inmediato.

Sonrió ante mi impaciencia. Aludió a la vieja historia del decoro, ese espantajo que acobarda a tanta gente ante la dicha, hasta que la oportunidad de la dicha se desvanece para siempre. Señaló que, imprudentemente, yo había hecho saber entre mis amigos que deseaba conocerla, lo cual significaba que no habíamos sido presentados, lo cual significaba, a su vez, que no era posible disimular la fecha en que nos habíamos presentado. Casarnos de inmediato sería impropio, sería indecoroso, sería, outré. Dijo todo esto con un encantador aire de naïveté que me hechizaba al mismo tiempo que me dolía y me convencía. Llegó incluso a acusarme, entre risas, de precipitación, de imprudencia. Me pidió recordar que, en realidad, yo no sabía siquiera quién era ella, cuáles eran sus expectativas, sus vinculaciones, su posición social. Me rogó, pero con un suspiro, que reconsiderase mi propuesta, y llamó a mi amor una infatuación, un capricho, una ilusión o fantasía del momento, una construcción inestable y sin base, más de la imaginación que del corazón. Dijo estas cosas mientras las sombras del bello atardecer se hacían más y más oscuras alrededor; pero luego, con una suave presión de su mano de hada, echó por tierra en un delicioso instante todos los argumentos que había esgrimido.

Repliqué lo mejor que pude, como sólo un enamorado puede hacerlo. Hablé extensa y obstinadamente de mi devoción, de mi pasión, de su profunda belleza y de mi entusiasta admiración. Para finalizar, hice hincapié, con convincente energía, en los peligros que rodean el camino del amor -ese camino que jamás fue llano- y reparé en el evidente riesgo de alargar innecesariamente su recorrido.

Este último argumento pareció suavizar el rigor de su postura. Se ablandó, pero seguía habiendo un obstáculo, dijo, que sin duda yo no había considerado en su debida forma. Era un tema delicado de tratar, sobre todo para una mujer; sentía que al mencionarlo sacrificaba sus sentimientos, pero, por mí, todo sacrificio tenía sentido. Aludió al tema de la edad. ¿Me daba cuenta yo, me daba plenamente cuenta de la diferencia que había entre nosotros? El mundo consideraba admisible, e incluso conveniente, que el marido sobrepasara en algunos años -hasta quince, o veinte- la edad de su esposa. Pero ella siempre había creído que la edad de la mujer no debía exceder jamás la del esposo. Las diferencias tan marcadas daban lugar -i ay, con demasiada frecuencia!- a una vida de desdichas. Ella sabía que yo no pasaba de los veintidós años, y yo, por el contrario, quizá no tenía conciencia de que los años de mi Eugénie excedían considerablemente esa cifra.

En todo aquello había una nobleza de alma, una candorosa dignidad que me deleitó, que me hechizó, que selló para siempre mis cadenas. Apenas pude contener el profundo arrebato que me dominaba.

- ¡Mi dulcísima Eugénie! -exclamé-. ¿Qué está diciendo? Tiene usted unos años más que yo. Y qué? Las costumbres del mundo sólo son tonterías convencionales. Para aquellos que se aman como nosotros, ¿en qué se diferencia un año de una hora? Yo tengo veintidós años, dice usted; concedido: en realidad, bien puede considerarme de veintitrés. En cuanto a usted, mi amada Eugénie, podrá tener no más..., no más de..., de..., de...

Me detuve un instante, esperando que Madame Lalande me interrumpiera para decirme su verdadera edad. Pero la mujer francesa casi nunca es directa, y siempre tiene algún recurso práctico a manera de respuesta ante una pregunta embarazosa. En este caso, Eugénie, que desde hacía unos instantes parecía estar buscando algo que llevaba en el pecho, dejó caer sobre el césped un retrato en miniatura que recogí de inmediato para devolverle.

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- Consérvelo -me dijo con una de sus sonrisas del todo encantadoras-. Consérvelo en mi honor, en honor de aquella a quien representa demasiado halagadoramente. Además, en el reverso de ese retrato quizás encuentre la información que parece buscar. Ahora está oscureciendo, pero podrá examinarlo a gusto por la mañana. Entretanto, esta noche será mi acompañante. Mis amigos van a celebrar en casa una pequeña levée musical. Puedo prometerle que escuchará buen canto. Nosotros los franceses no somos en absoluto tan puntillosos como ustedes los norteamericanos, y no tendré ninguna dificultad en presentarlo como un viejo conocido mío.

Diciendo esto, se tomó de mi brazo y fuimos hacia su casa. Era una hermosa mansión, y descuento que estaba amoblada con buen gusto. No obstante, no puedo pronunciarme categóricamente sobre este último punto, pues ya había anochecido cuando llegamos y, durante el verano, en las mansiones norteamericanas más finas rara vez se encienden las luces a esa hora, la más deliciosa del día. Más tarde fue encendida una lámpara de techo en el salón principal, y pude ver que éste estaba arreglado con inusual delicadeza y hasta esplendor; pero las otras dos salas contiguas, donde estaban reunidos la mayoría de los invitados, permanecieron toda la velada en una agradable penumbra. Ésa es una costumbre bien pensada, que al menos permite a la gente elegir entre la luz y la sombra, y que nuestros amigos al otro lado del mar deberían adoptar sin pérdida de tiempo.

Aquella noche fue sin duda la más deliciosa de mi vida. Madame Lalande no había exagerado la capacidad musical de sus amigos: en ningún círculo privado, fuera de los de Viena, escuché jamás un canto como el que escuché allí. Los instrumentistas eran muchos y de un talento superior. Las voces, principalmente femeninas, eran todas de jerarquía. Hacia el final, ante el pedido de los invitados, Madame Lalande se levantó sin reparos ni afectación de la chaise longue en la que estaba sentada a mi lado y, acompañada por uno o dos caballeros y su amiga de la ópera, se dirigió hacia el piano situado en el salón principal. Hubiera querido escoltarla yo, pero sentí que, dadas las circunstancias de mi presentación, convenía que me quedase discretamente en mi lugar. Por lo tanto, no tuve el placer de verla cantar, pero sí el de escucharla.

La impresión que produjo en los presentes podría calificarse de eléctrica, pero su efecto en mí fue todavía mayor. No sé cómo describirlo. Se debió en parte, sin duda, al sentimiento de amor que me dominaba, pero sobre todo a la exquisita y convincente sensibilidad de la cantante. Escapa al arte infundir a un aria o un recitativo una expresión más apasionada que la suya. Su versión de la romanza de Otello, el tono con que dijo las palabras "Sul mio sasso" en Los Capuletos, aún resuenan en mi memoria. Su registro bajo era absolutamente milagroso. Su voz abarcaba tres octavas completas, desde el re de la contralto hasta el re de la soprano, y, aunque tenía potencia suficiente para llenar el San Carlos, ejecutaba con la más minuciosa precisión todas las dificultades de la composición vocal: escalas ascendentes y descendentes, cadencias y fiorituras. En el final de La Sonámbula, logró un efecto del todo notable donde dice:

Ah, non guingue uman pensiero Al contento ond `io son piena.

Allí, imitando a la Malibrán, modificó la frase original de Bellini para permitir que su voz cayera en el sol tenor, y entonces, con una rápida transición, saltó al sol sobreagudo, a dos octavas de intervalo.

Tras esos milagros de ejecución vocal, Madame Lalande se levantó del piano y volvió a ocupar su asiento a mi lado, momento en que le expresé, con el más profundo entusiasmo, el placer que me había causado su interpretación. No le dije nada de mi sorpresa, aunque estaba inocultablemente sorprendido: había notado una cierta debilidad, o más bien una trémula vacilación en su voz cuando conversaba, y no esperaba que demostrase al cantar ningún talento fuera de lo común.

Ahora, nuestra conversación fue larga, intensa, ininterrumpida y sin reservas. Me hizo

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contarle buena parte de mi vida, y escuchó con suma atención cada palabra de mi relato. Nada le oculté a su afecto y su confianza; no me sentía con derecho de hacerlo. Alentado por su candor sobre la delicada cuestión de su edad, no sólo detallé con toda franqueza mis muchos defectos menores, sino que confesé esos defectos morales y aun físicos cuya revelación, al exigir un grado tanto mayor de coraje, es prueba de amor tanto más grande. Le conté de mis locuras de estudiante, de mis extravagancias, de mis juergas, de mis deudas y mis galanteos. Hasta llegué a contarle de una tos consuntiva que me había preocupado durante un tiempo, de un reumatismo crónico, de una tendencia hereditaria a la gota y, por último, de la desagradable e inconveniente debilidad de mis ojos, que hasta ese momento había ocultado cuidadosamente.

-Sin duda cometió una imprudencia al confesar ese último punto -dijo Madame Lalande- pues, de no haberlo hecho, estoy segura de que nadie lo habría acusado de ese crimen. De paso -siguió diciendo, y, pese a la penumbra de la sala, me pareció distinguir un rubor en sus mejillas-, ¿se acuerda usted, mon cher ami, de este pequeño auxiliar visual que llevo colgado del cuello?

Al decir eso, hizo girar entre sus dedos el par de gemelos que tanto me abrumaran de confusión en la ópera.

-¡Perfectamente, claro que lo recuerdo! -exclamé, presionando apasionadamente la delicada mano que me ofrecía los gemelos para que los examinase.

Era un juguete sofisticado y magnífico, ricamente engastado y filigranado, resplandeciente de gemas que, aún bajo esa luz deficiente, dejaban ver su alto valor.

-Eh bien, mon ami! -continuó diciendo, con cierto empressement en su voz que me sorprendió un poco-. Eh bien, mon ami, usted me pidió fervientemente algo que se ha complacido en llamar inapreciable. Me pidió que nos casemos mañana. Si yo cediera a sus ruegos (y, podría agregar, a las súplicas de mi propio corazón) ¿no tendría yo derecho de pedirle a mi vez un favor muy, muy pequeño?

- ¡Pídalo! -exclamé con una energía que estuvo a punto de atraer las miradas sobre nosotros; y sólo la presencia de los demás impidió que me arrojara impetuosamente a los pies de mi dama-. ¡Pídalo, pídalo, mi amada Eugénie... aunque ya está concedido antes de que lo haga!

- Entonces, mon ami -dijo ella-, vencerá usted, por esta Eugénie a la que ama, esa pequeña debilidad que acaba de confesarme, esa debilidad más moral que física, y que, permítame asegurarle, no se corresponde con la nobleza de su verdadero carácter, con el candor de su temperamento; una debilidad que, en caso de acentuarse, tarde o temprano lo pondrá además en algún apuro muy desagradable. Vencerá, por mí, esa afectación que lo lleva, como usted mismo ha reconocido, a negar tácita o implícitamente el defecto de su vista. Pues usted niega ese defecto, de hecho, al no querer emplear el instrumento con que normalmente se lo alivia. Entenderá entonces que le diga esto: quiero que use anteojos. ¡Shh, no me diga nada...! Usted ya consintió en usarlos, por mí. Aceptará esta chuchería que tengo en la mano y que, aunque admirable como auxiliar de la visión, no tiene en realidad mucho valor como joya. Verá que, con un ligero ajuste, así..., o así..., se puede adaptar como un par de anteojos, o puede llevarla como gemelos en el bolsillo del saco. Pero es en la primera de esas formas, y de manera regular, que ya consintió en usarla, por mí.

- ¡Convenido! -exclamé con todo el entusiasmo que pude juntar en ese momento-. ¡Convenido, aceptado con el mayor de los júbilos! Sacrifico cualquier sentimiento por usted. Esta noche llevaré esos amados gemelos, como gemelos, sobre mi corazón; pero con las primeras luces de la mañana que me proporcione el placer de llamarla mi esposa, me los pondré sobre la... sobre la nariz... y de allí en más los usaré para siempre de la forma en que usted lo desea, menos romántica y menos a la moda, pero sin duda más útil.

Nuestra conversación se volcó entonces a los detalles de los arreglos para el día siguiente. Talbot, me dijo mi prometida, acababa de volver a la ciudad. Tenía que verlo de inmediato, y procurarme un coche. La soirée no terminaría antes de las dos, y el vehículo

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estaría en la puerta para esa hora, cuando, en la confusión ocasionada por la partida de los invitados, Madame Lalande podría subir a aquél sin ser observada. Iríamos entonces a casa de un clérigo que nos estaría esperando; allí nos casaríamos, dejaríamos luego a Talbot y seguiríamos viaje para realizar una breve gira por el Este, dejando que la sociedad local hiciera los comentarios que mejor le pareciera.

Planeado todo esto, salí de la casa y fui en busca de Talbot; pero, en el camino, no pude contenerme y entré en un hotel para examinar el retrato, cosa que hice con la poderosa ayuda de los gemelos. ¡El rostro era extraordinariamente bello! ¡Esos grandes ojos luminosos! ¡Esa altiva nariz griega! ¡Esos rizos oscuros y exuberantes!

- ¡Ah! -me dije-. ¡Es... es la imagen viva de mi amada! Di vuelta la miniatura y descubrí las palabras: "Eugénie Lalande, veintisiete años y siete

meses". Encontré a Talbot en su casa y, sin perder tiempo, lo puse al tanto de mi buena fortuna.

Se mostró profundamente sorprendido, por supuesto, pero me felicitó con gran cordialidad y me ofreció toda la ayuda que estuviera en sus manos proporcionarme. En resumen, cumplimos el plan al pie de la letra y, a las dos de la mañana, apenas diez minutos después de la ceremonia, me encontraba en un carruaje cerrado con Madame Lalande -es decir, con la señora Simpson- alejándome a gran velocidad de la ciudad, hacia el nordeste.

Talbot nos había aconsejado que, dado que estaríamos despiertos toda la noche, hiciéramos nuestra primera parada en C..., un pueblo situado a unas veinte millas de la ciudad, donde podríamos tomar un desayuno temprano y descansar un poco antes de continuar viaje. A las cuatro en punto, por lo tanto, el coche se detuvo en la puerta de la posada principal. Ayudé a bajar a mi adorada esposa y ordené que nos trajeran un desayuno. Nos hicieron pasar a un pequeño salón donde nos sentamos.

Ya prácticamente había amanecido. Y, mientras contemplaba extasiado al ángel que estaba junto a mí, me asaltó de repente la idea de que, en realidad, aquella era la primera vez, desde que conociera la celebrada hermosura de Madame Lalande, que podía contemplar esa belleza a la luz del día.

- Y ahora, mon ami -dijo ella, tomándome la mano e interrumpiendo mis reflexiones-, dado que estamos indisolublemente unidos, pues he cedido a sus ruegos apasionados y he cumplido mi parte de nuestro acuerdo, presumo que no habrá olvidado que también usted tiene un pequeño favor que cumplir, una pequeña promesa que es su intención mantener... ¡Ah, veamos, déjeme recordar! Sí, recuerdo perfectamente las palabras exactas de la promesa que le hizo anoche a su Eugénie. Usted dijo: "¡Convenido, aceptado con el mayor de los júbilos! Sacrifico cualquier sentimiento por usted. Esta noche llevaré esos amados gemelos, como gemelos, sobre mi corazón; pero con las primeras luces de la mañana que me pro-porcione el placer de llamarla mi esposa, me los pondré sobre la... sobre la nariz... y de allí en más los usaré para siempre de la forma en que usted lo desea, menos romántica y menos a la moda, pero sin duda más útil." Esas fueron las palabras exactas, mi amado esposo, ¿no es así?

- Así es -le respondí-. Tiene usted una memoria excelente; y le aseguro, mi bella Eugénie, que no está en mi ánimo evadir el cumplimiento de la trivial promesa que implican. ¡Vea! ¡Mire! Me quedan bastante bien, ¿no es cierto?

Y entonces, tras ajustar los gemelos como anteojos, me los puse cuidadosamente donde debían ir, mientras Madame Simpson, arreglándose el tocado y cruzándose de brazos, se sentaba erguida en la silla, en una postura un tanto rígida y afectada, e incluso un tanto indecorosa.

- ¡Por todos los cielos! -exclamé, en el instante mismo en que el puente de los anteojos se acomodó en mi nariz-. ¡Dios mío! ¡Por todos los cielos! ¿Qué puede pasarles a estos lentes?

Me los quité rápidamente, los limpié con un pañuelo de seda y volví a ajustarlos. Pero si en la primera ocasión había ocurrido algo que me provocó sorpresa, en la

segunda esa sorpresa se convirtió en perplejidad; y esa perplejidad era profunda..., era extrema... En verdad, podría decir que era espantosa. En nombre de todo lo horrible, ¿qué

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significaba aquello? ¿Podía dar crédito a mis ojos?... ¿Podía?... Ésa era la cuestión. ¿Eso era... eso era... eso era rouge? Y ésas eran... ésas eran... ésas eran arrugas, en el rostro de Eugénie Lalande? Y... ¡oh, Júpiter y todos los dioses y diosas, grandes y pequeños! ¿Qué... qué... qué había pasado con sus dientes? Arrojé con violencia los anteojos al suelo y, levantándome de un salto, me paré delante de Mrs. Simpson con las manos a la cintura, echando espuma por la boca, pero absolutamente incapaz de pronunciar una palabra, por el espanto y la rabia.

Ya he dicho que Madame Eugénie Lalande -es decir, Simpson-hablaba inglés apenas un poco mejor de lo que lo escribía, motivo por el cual, con toda sensatez, procuraba no emplearlo nunca en las ocasiones ordinarias. Pero la ira puede llevar a una dama a cualquier extremo, y en el presente caso llevó a Mrs. Simpson al extraordinario extremo de pretender mantener una conversación en una lengua que prácticamente desconocía.

-Bian, Monsieur -dijo, después de observarme unos instantes, aparentemente con gran asombro-. ¡Bian, Monsieur! ¿Qués que hay? ¿Qué pasa? ¿Tiene usted el bal de San Vito? Si no es su gusto, ¿por qué compra antés de ver?

-¡Miserable! -exclamé, conteniendo el aliento-. ¡So... so... vieja bruja! - ¿Bruja? ¿Vieja? ¡No soy tan muy vieja, después de todo! Yo soy ni un día más de

ochenta y dos anios. -¡Ochenta y dos! -repetí, tambaleando hacia la pared-. ¡Ochenta y dos mil mandriles! ¡

El retrato decía veintisiete años y siete meses! -¡Pues sí, sí! ¡Así es... así era! Pero entonces el retrato fue tomado por estos cincuenta y

cinco anios. Cuando me casé con mi segond' esposo, Monsieur Lalande, mandé hacer el retrato para mi hija de mi primer esposo, Monsieur Moissart.

-¡Moissart! -dije. -Sí, Moissart -repitió ella, burlándose de mi pronunciación, que, a decir verdad, no era

de lo mejor-. ¿Qués que hay? ¿Qué sabe usted sobre de Moissart? -¡Nada, vieja espantosa!... Absolutamente nada; es sólo que tuve un antepasado de ese

nombre. -¡Ese nombre! Y qué tiene a decig dese nombre? Es muy bon nombre, comme Voissart,

que es muy bon nombre también. Mi hija, Mademoiselle Moissart, se es casó con Monsieur Voissart, y los dos nombres son nombres muy respectables.

-¿Moissart? Y Voissart? -exclamé-. ¿Qué quiere decir usted? -¿Qué quiero decig? Quiero decig Moissart y Voissart, y para el caso, quiero decig

Croissart y Froissart, también, si me da la gana. La hija de mi hija, Mademoiselle Voissart, se es casó con Monsieur Croissart, y más tarde la nieta de mi hija, Mademoiselle Croissart, se es casó con Monsieur Froissart; y usted dirá, supongo, que ése no es un nombre muy respetable.

-¡Froissart! -dije, empezando a desvanecerme-. Seguramente, usted no estará diciendo Moissart y Voissart, y Croissart y Froissart...

-Sí -replicó, reclinándose en la silla y estirando las piernas a sus anchas-. Sí, Moissart y Voissart, y Croissart y Froissart. Pero Monsieur Froissart era un muy grandísimo lo que ustedes llaman tonto, era un grand bobo como usted, porque dejó la Selle France por venir a esta stupide Amérique, y guando llegó aquí tuvo un hijo muy stupide, muy, muy stupide, según dicen, aunque no tuve el plaisir de conocerlo todavía... ni yo, ni mi amiga, Madame Stephanie Lalande. Su nombre es Bonaparte Froissart, y supongo que usted dirá que ése tampoco es un nombre muy respetable.

Por su extensión o por su carácter, aquel discurso tuvo el efecto de poner a Mrs. Simpson en un estado de excitación realmente extraordinaria: no bien lo terminó, con gran esfuerzo, saltó de la silla como hechizada, dejando caer al piso un universo entero de miriñaque. Ya de pie, hizo chasquear las encías, agitó los brazos, se arremangó, sacudió el puño delante de mi cara y concluyó la función arrancándose la toca, y con ella una inmensa peluca del más costoso y espléndido pelo negro, todo lo cual arrojó al suelo con un alarido, para pisotearlo y bailarle encima un fandango, en un absoluto éxtasis de rabia.

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Yo, mientras tanto, me desplomé horrorizado en la silla que Madame dejara vacía. "¡Moissart y Voissart!", repetía ensimismado, mientras ella ejecutaba una de sus figuras, y "¡ Croissart y Froissart!", mientras completaba otra.

- ¡Moissart y Voissart y Croissart y Napoleón Bonaparte Froissart! ¡ Vieja serpiente diabólica, ése soy yo... soy yo! ¿Me oye? ¡Ése soy yo! -grité con todas mis fuerzas-, ¡ése soy yo! ¡Yo soy Napoleón Bonaparte Froissart! ¡Y que me confunda por toda la eternidad si no me he casado con mi propia tatarabuela!

Madame Eugénie Lalande, quasi Simpson -y antes Moissart- era mi tatarabuela. Había sido hermosa en su juventud, y aún a los ochenta y dos años conservaba la altura majestuosa, la cabeza escultural, los bellos ojos y la nariz griega de su pasado. Con la ayuda de ello, de polvos de arroz, de rouge, de cabello postizo, dientes postizos y falsa tournure, así como de las mejores modistas de París, lograba mantener una posición respetable entre las bellezas un peu passées de la capital francesa. En ese sentido, por cierto, podría habérsela considerado casi a la par de la famosa Ninon de l'Enclos.

Era inmensamente rica, y al enviudar por segunda vez -sin hijos-se acordó de mi existencia en América. Dispuesta a hacerme su heredero, viajó a los Estados Unidos en compañía de una bellísima y lejana parienta de su segundo marido, una tal Madame Stephanie Lalande.

En la ópera, la insistencia de mi mirada distrajo la atención de mi tatarabuela, quien, al observarme a su vez con los gemelos, creyó ver en mí un cierto parecido de familia. Excitada su curiosidad, y sabiendo que el heredero que buscaba residía, de hecho, en la ciudad, indagó a sus acompañantes acerca de mi persona. El caballero que estaba con ella me conocía, y le dijo quién era. La información obtenida la indujo a repetir su escrutinio; y ese escrutinio fue el que me envalentonó para actuar de la absurda manera que ya he detallado. No obstante, me devolvió el saludo, pensando que, por alguna singular coincidencia, yo había descubierto su identidad. Cuando, engañado por la debilidad de mi vista y las artes del tocador sobre la edad y los encantos de la dama desconocida, le pregunté con tanto entusiasmo a Talbot quién era ella, éste supuso que me refería a la belleza más joven, naturalmente, y me dijo entonces, sin faltar a la verdad, que era "la célebre viuda, Madame Lalande".

A la mañana siguiente, mi tatarabuela se encontró en la calle con Talbot, un viejo conocido suyo de París, y la conversación, claro está, recayó sobre mi persona. Se enteró entonces de mis deficiencias visuales, que eran famosas, aunque yo ignoraba por completo su fama; y mi buena parienta descubrió así, para su gran pesar, que se había engañado al supo-nerme al tanto de su identidad, y que yo, sencillamente, había estado haciendo el ridículo al galantear en un teatro, en forma pública, con una anciana desconocida.

Para castigarme por esa imprudencia, se puso de acuerdo con Talbot, quien abandonaría la ciudad a propósito, evitando así tener que presentarme. A ojos de los demás, mis averiguaciones callejeras sobre "la hermosa viuda, Madame Lalande" debían referirse a la dama más joven, por supuesto; y así, la conversación con los tres amigos que encontré a poco de dejar el hotel de Talbot se explica fácilmente, lo mismo que su alusión a Ninon de l'Enclos. Nunca tuve oportunidad de ver a Madame Lalande de día, y en la soirée musical, mi tonta renuencia a usar anteojos me impidió descubrir su edad. Cuando los invitados pidieron que cantase "Madame Lalande", hablaban de la dama más joven, y fue ésta quien se levantó para responder al pedido; pero mi tatarabuela, prosiguiendo con el engaño, se levantó al mismo tiempo y la acompañó hasta el piano, en la sala principal. De haber querido escoltarla, pensaba insinuarme la conveniencia de permanecer donde estaba, pero mi propia prudencia lo hizo innecesario. Las canciones que tanto admiré, y que tanto confirmaron mi impresión de la juventud de mi amada, fueron interpretadas por Madame Stephanie Lalande. Los anteojos me fueron obsequiados como para añadir un reproche a la burla, un aguijón en el epigrama del engaño. Y obsequiarlos le dio oportunidad para aquel sermón sobre la afectación con el que

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fui tan particularmente esclarecido. Es casi superfluo agregar que la anciana había cambiado las lentes del instrumento por otras que se adaptaban mejor a mi edad. De hecho, me resultaban perfectas.

El clérigo, que sólo había fingido unirnos en ese nudo fatal, era un compinche de juergas de Talbot, y no tenía nada de sacerdote. Pero era un cochero excelente, y después de cambiar la sotana por un levitón, condujo el carruaje que transportó a la "feliz pareja" fuera de la ciudad. A su lado, Talbot hacía las veces de acompañante. Así, los dos miserables "pre-senciaron la matanza", y por una ventana semiabierta del salón de la posada, se divirtieron observando el dénouement del drama. Creo que deberé desafiarlos a ambos.

Con todo, no soy el esposo de mi tatarabuela, y ése es un pensamiento que me produce un alivio infinito; pero sí soy el esposo de Madame Lalande -de Madame Stephanie Lalande-, con quien mi buena y anciana parienta, además de declararme su heredero universal cuando muera... si es que alguna vez lo hace, se tomó el trabajo de arreglarme una boda. En conclusión: terminé para siempre con los billets doux, y jamás me verán con ANTEOJOS.

CUATRO BESTIAS EN UNA EL HOMBRE CAMALEOPARDO

Cada uno tiene sus virtudes. (CREBILLON, Xeraés)

Antíoco Epifanes es generalmente considerado como el Gog del profeta Ezequiel. Este honor, sin embargo, corresponde naturalmente a Cambises, hijo de Ciro. Y, por otra parte, el monarca sirio no tiene verdaderamente necesidad de atavíos o adornos suplementarios.

Su advenimiento al trono, o más bien su usurpación de la soberanía, ciento setenta y un años antes de la venida de Cristo, su tentativa para saquear el templo de Diana en Éfeso, su implacable odio a los judíos, la violación del santo de los santos, y su muerte miserable en Taba, después de un reinado tumultuoso de once años; son circunstancias de tanto bulto y que han debido generalmente atraer la atención de los historiadores de su tiempo más que las impías, cobardes, crueles, absurdas y caprichosas hazañas que hay que añadir para formar el total de su vida privada y de su reputación.

Supongamos, amable lector, que estamos en el año del mundo tres mil ochocientos treinta, y por algunos minutos, transportados a la más fantástica de las mansiones humanas, a la notable ciudad de Antioquía. Verdad es que había en Siria y en otras comarcas dieciséis ciudades de este nombre, sin contar aquella de que vamos a ocuparnos. Pero la nuestra es la que se llamaba Antioquía Epidafne, a causa de que estaba próxima a la aldea de Dafne, donde había un templo consagrado a esta divinidad.

Fue edificada (aunque la cosa es discutible) por Seleuco Nicator, primer rey después de Alejandro el Grande, en memoria de su padre Antíoco, y se convirtió en breve tiempo en capital de la monarquía siria. En los buenos tiempos del Imperio Romano, era residencia ordinaria del prefecto de las provincias orientales; y muchos emperadores de la ciudad reina (entre los que merecen especial mención Vero y Valente) pasaron en ella gran parte de su vida.

Pero observo que hemos llegado. Subamos sobre esta plataforma y echemos una ojeada sobre la ciudad y el país vecino.

¿Cuál es ese ancho y rápido río que se abre un paso accidentado por innumerables cascadas, a través de un caos de montañas y después a través de un caos de construcciones?

-Es el Orontes, y es la única agua que se percibe, a excepción del Mediterráneo, que se

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extiende como inmenso espejo hasta doce millas al sur. Todo el mundo ha visto el Mediterráneo; pero permítanme ustedes decirles que muy pocas personas han disfrutado del golpe de vista que ofrece Antioquía; quiero decir, muy pocas de las que, como nosotros, han tenido el beneficio de una educación moderna. Por lo tanto dejemos el mar en su sitio y fijemos toda nuestra atención en ese conjunto de edificios que se extiende a nuestros pies. Ustedes recordarán que nos hallamos en el año del mundo tres mil ochocientos treinta. Si fuera más tarde, por ejemplo en el año mil ochocientos cuarenta y cinco de nuestro Señor Je-sucristo, nos veríamos privados de este extraordinario espectáculo. En el siglo XIX, Antioquía está, es decir, Antioquía estará en un lamentable estado de abandono. En el intervalo, Antioquía habrá sido completamente destruida tres veces diferentes por tres terremotos sucesivos. A decir verdad, lo poco que quede de su primera condición se hallará en tal estado de desolación y ruina que el patriarca transportará su silla a Damasco. Está bien: Veo que sigue usted mi consejo, y que aprovecha el tiempo en inspeccionar los lugares y en:

................ saciar sus ojos Con el recuerdo y los objetos todos, Que de la gran ciudad forman la gloria

Dispense usted, había olvidado que Shakespeare no florecerá hasta dentro de 1.750 años. Pero el aspecto de Epidafne, ¿no justifica el epíteto de fantástica que le he dado? -Está bien fortificada; desde este punto de vista debe tanto a la naturaleza como al arte.

-Tiene usted razón. -Hay una cantidad prodigiosa de imponentes palacios.

-En efecto. -Y los templos son numerosos, suntuosos, magníficos, y pueden sostener el parangón

con los más célebres de la antigüedad. -Efectivamente así es. Sin embargo hay una infinidad de chozas y abominables barracas. También hay que confesar que existe en todas las calles una maravillosa abundancia de inmundicias; y a no ser por el omnipotente humo del incienso idólatra no podríamos resistir la hediondez. ¿Ha visto usted nunca calles tan insoportablemente estrechas y casas tan maravillosamente altas? ¡Qué negrura proyectan sus sombras sobre el suelo! Es una suerte que las lámparas suspendidas en esas interminables columnas estén encendidas todo el día; de otro modo tendríamos aquí una segunda edición de las tinieblas de Egipto. -i Verdaderamente éste es un lugar extraño! ¿Qué significa ese raro edificio que se ve allá abajo? i Mire usted! Domina todos los demás y se extiende a lo lejos, al este del que supongo es el palacio real. -Es el nuevo templo del Sol, adorado en Siria con el nombre de Elah Gabalah. Más tarde un muy famoso emperador instituirá este culto en Roma y se llamará Heliogábalo. Me atrevo a afirmar que la vista de la divinidad de este templo le agradaría a usted mucho. No tiene que mirar al cielo, su majestad el Sol, por lo menos el sol adorado por los asirios, no está allí. Esta deidad se encuentra en el interior del edificio situado allá abajo. Es adorado bajo la forma de un ancho pilar de piedra, cuya cima está terminada por un cono o pirámide que representa el fuego o pyr.

-¡Mire! ¡Mire! ¿Quiénes pueden ser esos ridículos seres, medio desnudos, con la cara pintada, que se dirigen a la canalla con grandes gestos y vociferaciones? -Algunos, en corto número, son saltimbanquis; otros pertenecen más especialmente a la raza de los filósofos. La mayor parte, sin embargo, especialmente los que apalean al populacho, son los principales cortesanos del palacio que ejecutan, como es su deber, alguna farsa inventada por el Rey.

-¡Calle! i Otra cosa nueva! ¡Cielo! i La ciudad hormiguea de bestias feroces! ¡Qué terrible espectáculo! ¡Qué peligrosa rareza!

-Terrible, si usted quiere, pero muy poco peligrosa. Cada animal, si usted se toma el trabajo de observarlo, camina tranquilamente detrás de su dueño. Algunos, sin duda, son

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llevados con una cuerda al cuello, pero son principalmente las especies más pequeñas y tímidas. El león, el tigre y el leopardo andan enteramente libres. Han sido reducidos a su presente condición sin ningún trabajo y siguen a sus propietarios respectivos como ayudas de cámara. Verdad es que hay casos en que la naturaleza reivindica su imperio usurpado; pero un escudero devorado, un toro sagrado estrangulado, son circunstancias muy vulgares para producir sensación en los Epidáfneos.

-Pero, ¿qué extraordinario tumulto oigo? ¡De seguro he aquí un gran ruido aun para el mismo Antíoco! Esto indica algún inusitado incidente.

-Sí, indudablemente. El Rey ha ordenado algún nuevo espectáculo, alguna exhibición de gladiadores en el Hipódromo, o tal vez el asesinato de los prisioneros escitas, o el incendio de su nuevo palacio, o también, a fe mía, la quema de algunos judíos. El estruendo aumenta. Suben por los aires rumores de grandes carcajadas. El aire es desgarrado por los instrumentos de viento y por el clamor de un millón de gargantas. Descendamos y veamos lo que ocurre. Por aquí, i tenga cuidado! Estamos aquí en la calle principal que se llama calle de Timarco. El populacho, semejante a un mar, llega por este lado y nos será difícil remontar la corriente. Se esparce a través de la avenida de los Heráclidas, que parte directamente del palacio; según esto, el Rey forma parte de la banda. Sí, oigo los gritos del heraldo que proclama su venida con la pomposa fraseología de Oriente. Podremos verlo bien, cuando pase delante del templo de Ashimah. Pongámonos al abrigo del vestíbulo del santuario; pronto llegará aquí. Entre tanto consideremos esta figura. ¿Quién es? ¡Oh! Es el Dios Ashimah en persona; usted ve bien que no es ni cordero, ni macho cabrío, ni sátiro; no tiene ninguna semejanza con el Pan de los arcadios. Y, sin embargo, todos estos caracteres han sido, ¡vuelvo a equivocarme!, serán atribuidos, quiero decir, por los eruditos de los siglos futuros al Ashimah de los sirios. Póngase sus anteojos y dígame lo que es. ¿Qué es?

-¡Dios me perdone! i Es un mono! -Sí, verdaderamente, un babuino, pero de ningún modo una deidad. Su nombre es una

derivación del griego simia; ¡qué terribles tontos son los anticuarios! Pero, ¡vea usted! ¡Vea ese granujilla desarrapado que corre allá abajo! ¿Adónde va? ¿Qué rebuzna? ¿Qué dice? ¡Oh!, dice que el Rey llega en triunfo; que trae el traje de las grandes fiestas; que acaba de dar muerte por su propia mano a mil prisioneros israelitas encadenados. Por esta hazaña el pequeño miserable lo pone en las nubes. ¡Atención! He aquí que viene una banda de gente que parece disfrazada. Ha compuesto un himno latino acerca de la valentía del Rey y lo canta andando:

Mille, mille, mille Mille, mille, mille Decollavimus, unus homo! Mille, mille, mille, mille decollavimus! Mille, mille, mille! Vivat qui mille occidit! Tantum vini habet nemo Quantum sanguinis effudit73

Lo que puede parafrasearse así:

"¡Mil, mil, mil,

73 Flavio Vopisco dice que el himno intercalado aquí fue cantado por el populacho, cuando la guerra de los sármatas en honor de Aureliano, que había matado con su propia mano novecientos cincuenta hombres al enemigo.

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Mil, mil, mil. Con un solo guerrero hemos degollado mil! Mil, mil, mil. ¡Cantemos mil para siempre!

¡Hurra! Cantemos Larga vida a nuestro rey, Que mató mil hombres tan lindamente. ¡Hurra! gritemos a voz en cuello, Que nos ha dado una más copiosa Vendimia de sangre. Que todo el vino que puede producir Siria".

-¿Oye usted esa banda de cornetas? -Sí, ¡el Rey llega! i Vea usted! i El pueblo está lleno de admiración, y levanta sus ojos

al cielo con respetuoso enternecimiento! ¡Ya llega! ¡Ya llega! ¡Aquí está! -¿Quién? ¿Dónde? ¿El Rey? No lo veo; le juro que no lo veo. -Pues es preciso estar ciego.

-Es posible que lo esté. La verdad es que sólo veo una tumultuosa multitud de idiotas y locos que se apresuran a prosternarse delante de un gigantesco camaleopardo, y que se matan por poder depositar un beso en la pezuña del animal. i Vea usted! La bestia acaba justamente de golpear fuertemente a uno del populacho; i ah! otro ahora, y otro, y otro. En verdad, no puedo menos de admirar al animal por el excelente uso que hace de sus patas.

-¿Populacho, dice? ¡Pues son los nobles y libres ciudadanos de Epidafne! ¿La Bestia, ha dicho? ¡Tenga cuidado, que nadie lo oiga! ¿No ve que el animal tiene cara de hombre? Amigo mío, ese camaleopardo no es otro que el rey Antíoco Epifanes, Antíoco el Ilustre, rey de Siria, y el más poderoso de todos los autócratas de Oriente. Verdad es que a veces se le llama Antíoco Epimanes, o el Loco. Es cierto que por el momento está encerrado en la piel de una fiera, y que hace lo posible por desempeñar su papel de camaleopardo; pero lo hace para sostener mejor la dignidad real. Por otra parte, el monarca tiene una estatura gigantesca, y por consiguiente, el traje no le sienta mal ni le está demasiado grande. Podernos, no obstante, suponer que, a no ser por alguna circunstancia solemne, no se lo habría puesto. Por ejemplo, el caso presente, o sea la matanza de mil judíos. ¡Con qué prodigiosa dignidad se pasea el monarca en cuatro patas! Su cola va levantada en el aire, como vemos, por sus dos principales concubinas, Eliné y Argeláis; y todo su aspecto sería excesivamente simpático, si no fuese por la protuberancia de sus ojos, que acabarán por saltársele, y por el extraño color de su rostro, que se ha vuelto indefinible a causa de la gran cantidad de vino que ha tragado. Sigámoslo al hipódromo, a donde se dirige, y escuchemos el canto de triunfo que empieza a entonar él mismo:

"¡Quién es rey sino Epifanes?

Decid, do sabéis? ¿Quién es rey, sino Epifanes?

¡Bravo! ¡Bravo! ¡No hay más rey que Epifanes,

No, no hay otro! ¡Así, echad abajo los templos

Y apagad el sol!"

i Bien cantado! El populacho saluda al Príncipe de los poetas y Gloria del Oriente, Delicias del Universo, y, por último, el más maravilloso de los Camaleopardos. Le hacen repetir su obra maestra, y, ¿oye usted?, la vuelve a empezar. Cuando llegue al Hipódromo, recibirá la corona poética como preparación para su victoria en los próximos Juegos

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Olímpicos. -Pero, buen Júpiter, ¿qué ocurre en la multitud detrás de nosotros?

-¿Detrás de nosotros, dice usted? ¡Oh!, ya comprendo. Amigo mío, me alegro de que haya hablado a tiempo. Pongámonos en lugar seguro lo más pronto posible. ¡Aquí! Refugiémonos bajo los arcos de este acueducto, y le explicaré el origen de esta agitación. Como presumo, esto acaba mal. El singular aspecto de este camaleopardo con su cabeza de hombre, debe de haber chocado con las ideas de lógica y armonía aceptadas por los animales salvajes domesticados en la ciudad. De aquí ha resultado un motín, y, como sucede siempre en tales casos, todos los esfuerzos humanos serán impotentes para reprimir el movimiento. Algunos sirios ya han sido devorados; pero los patriotas de cuatro patas parecen unánimemente decididos a comerse el camaleopardo. El Príncipe de los Poetas se ha endere-zado sobre sus patas traseras, porque se trata de su vida. Sus cortesanos han abandonado el campo, y sus concubinas han seguido tan excelente ejemplo. ¡Delicias del Universo, en mal paso te encuentras! ¡Gloria del Oriente, estás en peligro de ser comido! Por consiguiente, no mires tan lastimosamente tu cola; se arrastrará por el lodo, no hay remedio. ¡No mires, pues, atrás, ni te ocupes de su inevitable deshonra; sino anímate, pon en juego vigorosamente las piernas, y escapa hacia el Hipódromo! ¡Acuérdate de que eres Antíoco Epifanes, Antíoco el Ilustre! y también ¡el Príncipe de los Poetas, las Delicias del Universo y el más maravilloso de los Camaleopardos! ¡Santo cielo! ¡Posees unas piernas que son tu mejor defensa! ¡Así vas bien, camaleopardo! ¡Glorioso Antíoco! ¡Corre, salta, vuela! ¡Como una flecha lanzada por la catapulta se aproxima al Hipódromo! ¡Corre! ¡Da un grito! ¡Ya llegó! Suerte has tenido; porque ¡oh, Gloria del Oriente!, si tardas medio segundo más en llegar a las puertas del anfiteatro, no hubiera habido en Epidafne un solo oso, por pequeño que fuese, que no se cebase en tu osamenta. Vámonos, partamos, porque nuestros modernos oídos son demasiado delicados para soportar el inmenso estrépito que va a empezar en honor de la libertad del Rey. ¡Oíd! Ya ha empezado. Toda la ciudad está alborotada.

-¡He ahí ciertamente la ciudad más populosa de Oriente! ¡Qué hormigueo de pueblo! ¡Qué confusión de clases y edades! ¡Qué variedad de trajes! ¡Qué Babel de lenguas! ¡Qué gritos de bestias! ¡Qué estrépito de instrumentos! ¡Qué pandilla de filósofos!

-¡Vámonos, vámonos! -Un momento aún: veo en el Hipódromo una gran algazara; dígame, por favor, ¿qué

significa?

-¿Esto? ¡oh, nada! Los nobles y libres ciudadanos de Epidafne, hallándose, según declaran, satisfechos por completo de la lealtad, bravura, sabiduría y divinidad de su Rey, y además, habiendo sido testigos de su reciente agilidad sobrehumana, piensan llenar un deber depositando sobre su frente (además del laurel poético), una nueva corona, premio de la ca-rrera a pie, corona que será preciso que obtenga en las fiestas de la próxima Olimpíada y que naturalmente decretan hoy por adelantado.

NUNCA APUESTES TU CABEZA AL DIABLO

Cuento con moraleja

"Con tal que las costumbres de un autor sean puras y castas -dice don Tomás de las

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Torres en el prefacio de sus Poemas amatorios- importa muy poco que no sean igualmente severas sus obras." Presumimos que don Tomás está ahora en el Purgatorio por dicha afirmación. Sería conveniente tenerlo allí, desde el punto de vista de la justicia poética, hasta que sus Poemas amatorios se agotaran o quedaran eternamente en los estantes por falta de lectores. Toda obra de ficción debería tener una moraleja, más aún, los críticos han descubierto que toda ficción la tiene. Tiempo atrás, Philip Melancthon escribió un comentario de la Batracomiomaquia, y demostró que el objetivo del poeta era estimular el desagrado por la sedición. Pierre La Seine fue un paso más allá, y mostró que la intención era recomendar a los jóvenes temperancia en la comida y la bebida. Por su parte, Jacobus Hugo se convenció de que en Euenis, Homero insinuaba a Calvino, que Antonio era Martín Lutero, que los lotófagos eran los protestantes en general, y las arpías, los holandeses. Nuestros escoliastas, más modernos, son igualmente agudos. Estos individuos encuentran un sentido oculto en Los antediluvianos, de una parábola en Powhatan, de nueve ideas en Arrorró mi niño y del trascendentalismo en Pulgarcito. En resumidas cuentas, se ha demostrado que nadie puede sentarse a escribir sin contar con un profundo designio. Así, los autores se ahorran muchos problemas. Un novelista, por ejemplo, no tiene que preocuparse por la moraleja pues está allí -es decir, en alguna parte de su obra-, y tanto ella como los críticos pueden arreglárselas solos. Cuando llegue el momento adecuado, todo lo que el caballero quería decir, y todo lo que no quería, saldrá a la luz en el Dial o en el Down-Easter, juntamente con todo lo que debería haber querido decir y aquello que claramente intentó decir, de modo que al final todo saldrá muy bien.

Por lo tanto, no hay motivo para la acusación que ciertos ignorantes me han hecho: que jamás escribí un cuento moral, o más precisamente un cuento con moraleja. No son ellos los críticos predestinados a hacerme salir a la luz y a desarrollar mis moralejas, ése es el secreto. Tarde o temprano el North American Quarterly Humdrum los hará avergonzar de su estupidez. Entretanto, para aplazar el ajusticiamiento y mitigar las acusaciones contra mí, ofrezco el siguiente y penoso relato, una historia cuya moraleja no puede ser cuestionada en absoluto ya que uno puede leerla en las letras mayúsculas que forman el título del cuento.

Debería reconocerme un mérito por usar este recurso, mucho más sensato que el de La Fontaine y otros, que reservan hasta último momento la impresión que desean transmitir y la incluyen al final de sus fábulas.

Defuncti injuria en officiantur, decía una ley de la doce tablas, y De mortuis nil nisi bonum es un excelente mandamiento, aun si los muertos en cuestión no valen nada. Por lo tanto, no es mi intención vituperar a mi difunto amigo Toby Dammit. Era un pobre perro, en verdad, y tuvo una muerte de perros, pero no hay que echarle en cara sus vicios. Éstos se de-bían a un defecto personal de su madre. Esa mujer que se esforzó lo más posible en cuanto a proporcionarle azotes cuando Toby era pequeño pues, para su ordenada mente, los deberes eran siempre placeres, y los bebés, al igual que la carne dura o los olivos griegos, mejoran si uno los golpea. i Pero pobre mujer! Tenía la desgracia de ser zurda, y es preferible no azotar a un niño antes que azotarlo con la mano izquierda. El mundo gira de derecha a izquierda. No sirve azotar a un bebé de izquierda a derecha. Si cada golpe asestado en la dirección adecuada extirpa una propensión al mal, de ahí se desprende que cada golpe en sentido contrario profundiza aún más la maldad. Yo solía estar presente cuando castigaba a Toby, y hasta por la forma en que el niño pateaba me daba cuenta de que cada día que pasaba se estaba poniendo más malo. Por último vi, con lágrimas en los ojos, que ya no quedaban esperanzas para el sinvergüenza, y un día en que lo habían golpeado tanto hasta dejarle la cara tan negra que bien podía habérselo tomado por un niño africano, sin obtener otro efecto que el de hacerlo retroceder en un ataque de furia, ya no pude soportarlo más y, cayendo de rodillas, alcé mi voz y profeticé su ruina.

Lo cierto es que la precocidad de Toby para el vicio era terrible. A los cinco meses le daban unos ataques tan virulentos, que no podía articular palabra. A los seis meses lo pesqué

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mordisqueando un mazo de naipes. A los siete se había acostumbrado a abrazar y besar las bebidas. A los ocho se negó perentoriamente a firmar un documento en pro de la temperancia. Así, mes a mes fue creciendo en él la iniquidad hasta que, al cumplir su primer año de vida, no sólo usaba bigotes sino que había adquirido cierta propensión a lanzar juramentos y malas palabras, y a respaldar sus afirmaciones con apuestas.

Esta última y poco caballeresca práctica fue la que causó por fin la ruina que yo había vaticinado para Toby Dammit. El hábito "fue creciendo con él y fortaleciéndose con su fuerza" de modo que, cuando Toby ya fue un hombre, apenas si podía pronunciar una frase sin adornarla con una propuesta de juego.

No apostaba en serio, no. Debo ser justo con mi amigo, y decir que antes hubiera preferido hacer cualquier otra cosa. Para él, el hábito era una simple fórmula, nada más. No daba ningún sentido especial a sus expresiones; éstas eran simples imprecaciones -aunque no del todo inocentes-, frases ocurrentes con las cuales redondeaba sus ideas. Cuando decía: "Le apuesto a aquello", a nadie se le cruzaba por la mente tomarle la palabra, pero yo no podía dejar de considerar que mi deber era reprenderlo. Ese hábito era inmoral, y así se lo decía. Era vulgar, y le imploraba que me creyera. Era desaprobado por la sociedad, cosa que no era más que la verdad. Estaba prohibido por una ley del Congreso, y al decir esto no me animaba ni la menor intención de mentir. Le hacía objeciones, pero en vano. Lo instaba, y él sonreía. Le suplicaba, y se reía. Si lo sermoneaba, me miraba con desdén. Si lo amenazaba, me lanzaba una palabrota. Silo pateaba, llamaba a la policía. Si le daba un tirón de nariz, se la sonaba y apostaba su cabeza al diablo a que no me atrevería a repetir el experimento.

La pobreza era otro vicio que la peculiar deficiencia física de la madre de Dammit había legado al hijo. Era detestablemente pobre, y por una razón, sin duda, sus exclamaciones relacionadas con las apuestas rara vez

tomaban un giro pecuniario. Nadie podrá decir que le oyó alguna vez usar formas de expresión tales como: "Le apuesto un dólar". Por lo general decía: "Le apuesto lo que usted quiera", "Le apuesto lo que usted se atreva", "Le apuesto cualquier cosa" o, más significativamente aún: "Le apuesto mi cabeza al diablo".

Esta última forma es la que parecía complacerlo más, tal vez porque implicaba el menor riesgo, pues Dammit se había vuelto parsimonioso en exceso. Si alguien le hubiera tomado la palabra, habría perdido poco puesto que tenía una cabeza pequeña. Pero éstas son reflexiones personales que me hago, y en modo alguno puedo atribuírselas a él. De todas formas, la frase en cuestión se volvía cada vez más habitual, pese a lo impropio de que un hombre apostara a su cerebro como si fuera billetes de Banco, pero la perversa naturaleza de mi amigo no le permitía entenderlo. Con el tiempo llegó a abandonar toda otra fórmula, y se entregó por en-tero a "Le apuesto mi cabeza al diablo" con una pertinencia y exclusividad que desagradaban y sorprendían. Siempre me desagradan las circunstancias que no logro explicarme. Los misterios obligan al hombre a pensar, y así se resiente su salud. A decir verdad, había algo en el aire con que el señor Dammit pronunciaba aquella ofensiva expresión, algo en su manera de enunciarla, que primero me interesó y luego me puso muy nervioso, algo que, a falta de término más preciso, debo calificar de extraño, pero que Coleridge habría denominado místico, Kant panteístico, Carlyle retorcido y Emerson hiperexcéntrico. Aquello empezó a desagradarme sobremanera. El alma del señor Dammit corría grave peligro. Decidí entonces usar toda mi elocuencia para salvarla. Juré consagrarme a él tal como dice la crónica irlandesa que San Patricio se consagró al sapo, es decir, "despertándolo para que tomara conciencia de su situación". De inmediato me aboqué a la tarea. Una vez más me propuse reconvenir a mi amigo. Una vez más junté todas mis energías para un intento final de recriminación.

Cuando hube concluido con mi discurso, el señor Dammit se permitió una conducta sumamente equívoca. Durante unos instantes permaneció en silencio, limitándose a mirarme inquisidoramente a la cara, pero luego inclinó la cabeza hacia un lado y arqueó mucho las cejas. Acto seguido tendió las palmas de las manos y se encogió de hombros. Guiñó el

ojo derecho y repitió la operación con el izquierdo. Después cerró fuertemente los dos,

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y al instante los abrió tanto, que me preocupé seriamente por las consecuencias. Aplicándose el pulgar a la nariz, juzgó oportuno realizar movimientos indescriptibles con el resto de los dedos. Por último, poniendo los brazos en jarra, se avino a responder.

Me vienen a la mente sólo los titulares de su discurso. Me estaría muy agradecido si me callara la boca. No quería que le dieran consejos. Despreciaba todas mis insinuaciones. Ya era bastante grande como para cuidarse solo. ¿Todavía lo consideraba un bebé? ¿Me atrevía a criticar su naturaleza? ¿Me proponía insultarlo? ¿Era tonto yo? En una palabra, ¿sabía mi madre que yo me había ausentado de mi casa? Esta última pregunta me la hacía considerándome un hombre veraz, y estaba dispuesto a creer en mi respuesta. Una vez más me preguntaba explicativamente si mi madre sabía que yo había salido. Mi confusión, según dijo, me traicionaba, y por ende estaba dispuesto a apostarle su cabeza al diablo a que no sabía nada.

El señor Dammit no se detuvo a la espera de mi respuesta. Giró sobre sus talones y me abandonó con indigna precipitación. Y de lo bien que hizo. Me había herido en mis sentimientos y hasta había provocado mi indignación. Por una vez en la vida habría querido aceptarle su insultante apuesta. Habría ganado para el Archienemigo la pequeña cabeza del señor Dammit, porque lo cierto es que mi madre estaba perfectamente enterada de mi ausencia temporal del hogar.

Pero Coda shefa midéhed -el cielo brinda un alivio-, como dicen los musulmanes si uno les pisa los dedos de los pies. Había sido ofendido mientras cumplía con mi deber, y soporté el insulto como un hombre. Sin embargo, ahora me parecía que había hecho todo lo que se me podía pedir por aquel miserable individuo, y decidí no molestarlo más con mis consejos, dejándolo librado a su propia conciencia y a sí mismo. Sin embargo, aunque desistí de darle más consejos, no pude renunciar del todo a su compañía. Hasta llegué a soportar algunas de sus inclinaciones menos cuestionables, y en ciertas oportunidades hasta elogié sus desagradables chistes tal como elogian los epicúreos la mostaza: con lágrimas en los ojos; tan profundamente me hería oír su maligno lenguaje.

Un hermoso día en que habíamos salido a pasear juntos, tomados del brazo, el camino nos llevó en dirección a un río. Había un puente y decidimos cruzarlo. Era un puente techado que servía para proteger del mal tiempo, y como tenía pocas ventanas, adentro resultaba incómodamente oscuro. Cuando ingresamos, el contraste entre el resplandor externo y la penumbra interior me produjo un gran desánimo. No así al desdichado Dammit, quien enseguida apostó su cabeza al diablo a que yo me sentía deprimido. Él, por su parte, estaba de muy buen humor. Tal vez un poco animado por de más, lo cual me había sentir cierta suspicacia. No es imposible que lo haya afectado algún tipo de trascendentalismo. Pero no soy muy versado en el diagnóstico de esta enfermedad como para expedirme sobre nada, y lamentablemente no estaba presente ninguno de mis amigos del Dial. No obstante, sugiero la idea debido a cierto espíritu payasesco que parecía aquejar a mi pobre amigo haciéndolo comportarse como un tonto. Nada le agradaba más que deslizarse y saltar por debajo o por encima de cualquier cosa que se le pusiera por delante, y lo hacía gritando o susurrando todo tipo de palabras o palabrotas, aunque manteniendo siempre el rostro serio. Yo sinceramente no sabía si compadecerlo o patearlo. Por último, cuando ya habíamos cruzado casi todo el puente y nos acercábamos al final, un molinete de cierta altura nos impidió seguir. Ca-lladamente lo sorteé como suele hacerse, es decir, haciéndolo girar. Pero esto no convenía al señor Dammit, quien insistió en saltarlo por arriba y afirmó que era capaz de realizar también una pirueta en el aire. Ahora bien, en conciencia no me parecía que pudiera hacerlo. El que mejor piruetas hacía era mi amigo Carlyle, y como yo sabía que él no podía hacerlo, tampoco creía que lo pudiera hacer Toby Dammit. Por consiguiente se lo dije con todas las letras, agregando que lo consideraba un fanfarrón que no podía cumplir con lo que decía. Esto que dije lo lamenté posteriormente, pues en el acto él apostó su cabeza al diablo a que lo hacía.

Estaba yo a punto de responderle, pese a mi anterior resolución, reprochándole su impiedad, cuando oí muy cerca una tos muy parecida a la exclamación "¡Ejem!". Me

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sobresalté y miré asombrado en derredor. Mis ojos cayeron por fin en un nicho que había en la estructura del puente, y repararon en la figura de un diminuto y anciano caballero cojo, de venerable aspecto. Nada podía ser más excelso que su apariencia, pues no sólo

iba vestido todo de negro, sino que llevaba una camisa muy limpia, con cuello que se doblaba prolijamente sobre una corbata blanca, y usaba el pelo con raya al medio como una muchacha. Tenía las manos entrelazadas en gesto pensativo sobre el vientre, y había puesto los ojos en blanco.

Observándolo más atentamente noté que, por encima, de su ropa, llevaba puesto un guardapolvo de seda negra, lo cual me resultó muy raro. Sin embargo, antes de que tuviera oportunidad de hacer un comentario sobre tan singular circunstancia, me interrumpió con un segundo "¡Ejem! ".

No me sentí preparado para responder de inmediato tal observación. Lo cierto es que los comentarios tan lacónicos son prácticamente imposibles de responder. Conozco una revista trimestral que quedó desconectada ante la palabra "¡Tonterías!". Por lo tanto, no me avergüenza decir que me volví al señor Dammit en busca de ayuda.

-Dammit, ¿qué haces? -le pregunté-. ¿No oyes? Este caballero dice "¡Ejem!". Lo miré con aire serio mientras le hablaba, porque a decir verdad me sentía

particularmente desconcertado, y cuando un hombre se siente particularmente desconcertado, debe fruncir las cejas y poner expresión salvaje, porque de lo contrario es seguro que parecerá un tonto.

-Dammit -continué, aunque la palabra pareció una maldición, cosa que estaba muy lejos de mi pensamiento-, Dammit74, este caballero dice "¡Ejem!".

No trataré de defender mis palabras afirmando que eran profundas pues a mí tampoco me lo parecieron, pero he notado que el efecto de nuestras palabras no siempre es proporcional a la importancia que tiene ante nuestros ojos. Y si hubiera arrojado una bomba al señor Dammit, o si lo hubiera golpeado en la cabeza con un ejemplar de Poetas y Poesías de Norteamérica, no lo habría visto tan molesto como cuando le dirigí aquellas simples palabras:

-"Dammit, ¿qué haces? ¡Acaso no oyes? El caballero dice ¡Ejem!" -¿Ah, sí? -musitó al fin, y por su rostro pasaron más colores que los que despliega, uno

tras otro, un barco pirata cuando lo persigue una nave de guerra-. ¿Estás seguro de que eso dijo? Bueno, de todos modos ya estoy listo, y mejor que enfrente el tema con decisión. Aquí voy: i Ejem!

Al oír esto el hombrecito pareció complacido, sólo Dios sabe por qué. Salió del nicho donde se hallaba, se adelantó rengueando con un aire gentil y estrechó cordialmente la mano de Dammit, mirándolo con la más pura expresión de bondad que pueda imaginar un ser humano.

-Estoy convencido de que usted ganará, Dammit -dijo, con una sonrisa franca-, pero por fuerza debemos tener una prueba, por una mera formalidad.

-¡Ejem! -repuso mi amigo quitándose la chaqueta con un profundo suspiro, atándose un pañuelo de bolsillo a la cintura y modificando inexplicablemente sus facciones, para lo cual revolvió los ojos y bajó la comisura de sus labios-. i Ejem! i Ejem! -repitió tras una pausa, y a partir de allí no le oí decir otra cosa que el mismo "¡Ejem! ".

"Ajá -me dije, aunque no lo expresé en voz alta-, éste es un silencio notable por parte de Toby Dammit, sin duda consecuencia de su anterior verbosidad. Un extremo induce al otro. Me pregunto si se ha olvidado de todas esas preguntas imposibles de responder que con tanta fluidez me formuló el día en que le di mi último sermón. De todos modos, parece curado de los trascendentalismos."

-¡Ejem! -respondió Toby como si hubiera estado leyendo mis pensamientos, y con cara de carnero viejo en un sueño.

El anciano caballero lo tomó del brazo y lo llevó más hacia el interior del puente, hasta 74 Damn it!: En inglés, ¡Maldición! [N. de la T.]

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unos pasos antes del molinete. -Estimado amigo -dijo-, en conciencia tengo que concederle todo este tramo para que

pueda correr y tomar impulso. Espere aquí hasta que yo me ubique junto al molinete, así puedo ver si lo salta en forma elegante y trascendental, sin omitir ninguno de los movimientos de la pirueta. Pura formalidad, como usted sabe. Diré "Uno, dos, tres, ya". No arranque hasta oír el "¡Ya!". -Se ubicó junto al molinete, hizo una pausa como sumido en profunda reflexión, miró hacia arriba y me pareció que esbozaba una sonrisita; luego se ajustó las tiras del delantal, miró largamente a Dammit y pronunció las palabras convenidas:

Uno, dos, tres... ¡Ya! Al oír el "¡Ya!", mi pobre amigo salió a la carrera. Su estilo no era tan notable como el

del señor Lord, ni tan malo como el de los críticos del señor Lord, pero me dio la impresión de que lograría superar obstáculos. Y si no pudiera? Ah, ésa era la cuestión. ¿Y si no pudiera? ¿Qué derecho tenía un anciano caballero -dije- de obligar a otro a saltar? ¿Y quién es este tipo? Si me pide a mí que salte, no lo haré, lisa y llanamente no lo haré, y no me importa quién diablos sea.

Como he dicho, el puente estaba cubierto de una manera muy ridícula, y en todo momento había dentro de él un eco muy incómodo, eco que nunca había notado tan nítidamente como cuando pronuncié las tres últimas palabras.

Pero lo que dije, lo que pensé o lo que oí ocupó apenas un instante. Menos de cinco segundos después de haber tomado impulso, mi pobre Toby daba el salto. Lo vi correr ágilmente, dar un grandioso salto y efectuar notables movimientos con las piernas al elevarse. Lo vi en lo alto, realizando una admirable pirueta sobre el molinete, y desde luego, me pareció insólito que no completara el movimiento del salto. Pero todo eso duró un momento, y antes que tuviera tiempo de hacer una reflexión profunda, vi que el señor Dammit caía de espaldas, del mismo lado del molinete de donde había partido. Y en ese mismo instante, vi también que el anciano caballero salía corriendo y rengueando a toda velocidad, luego de recoger y envolver en su delantal algo que caía pesadamente desde la penumbra del techo en arco, justo sobre el molinete.

Todo eso me dejó atónito, pero no tuve demasiado tiempo para pensar, pues el señor Dammit se hallaba particularmente quieto, por lo cual deduje que se sentía ofendido y necesitaba mi ayuda. Rápidamente me acerqué a él y comprobé que había recibido lo que podría denominarse una herida grave. A decir verdad, había sido privado de la cabeza, que no pude encontrar por ninguna parte. Decidí entonces llevarlo a casa y mandar a llamar a los homeópatas. Entretanto, se me ocurrió algo, y luego de abrir una ventana en el puente, descubrí la triste verdad. A una altura de un metro y medio del molinete, cruzando la arcada del techo a modo de soporte, se extendía una barra plana de hierro puesta con el filo horizontalmente, uno de varios soportes similares que contribuían a reforzar la estructura del puente. Al parecer, el cuello de mi infortunado amigo había entrado precisamente en contacto con dicho filo.

Mi amigo no sobrevivió a su terrible pérdida. Los homeópatas le suministraron bastante poco remedio, y el poco que le dieron él no lo pudo tomar. A la larga empeoró y murió, dando así una lección a todas las personas de vida licenciosa. Regué su tumba con mis lágrimas, agregué una barra siniestra al escudo de armas de su familia y, para cubrir los gastos generales de su entierro, envié una cuenta muy módica a los transcendentalistas. Como los sinvergüenzas se negaron a pagar, en el acto hice exhumar al señor Dammit y lo vendí como alimento para perros.