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11
El extraño ascensor les había posado en la cima de una montaña un
tanto peculiar, cubierta de un forro inmenso y espeso de suave hierba
verde. Desde allí creían divisar El Otro Lado en toda su extensión, aunque
quizá, si ese mundo subterráneo se asemejaba a la superficie del planeta en
la que estaba incluido, el horizonte que veían desde allí podía ser sólo el
principio de otro horizonte.
La mayor diferencia que observaron con el paisaje que habían dejado
a más de dos kilómetros por encima de sus cabezas, era su colorido de tonos
pastel, mucho más suaves y relajantes que los que estaban acostumbrados
a ver en la superficie de la Tierra. Lo demás era parecido: terrenos llanos
semejantes a campos de cultivo, pequeños montículos con arbustos llenos
de flores multicolores, zonas de bosques con grandes árboles frondosos, y
un pequeño río que rodeaba casi por completo la montaña en la que se
encontraban.
―¡Por fin respiro! ―fue lo primero que dijo Fran, cuando se encontró
en un espacio tan amplio y decidió olvidar los malos ratos que había tenido
que pasar para llegar allí.
―Es verdad, ¿no habéis notado que aquí el aire parece más puro?
―preguntó Daniel, que tenía un sentido del olfato muy desarrollado.
―Seguro que así de limpia sería la atmósfera de la Tierra cuando los
hombres vivían en cuevas y no había fábricas ni coches echando humo
―comentó Fran, el gran defensor de la naturaleza.
―Me parece mentira que estemos aquí tranquilamente hablando de
si respiramos bien o mal, sin que ya nada parezca sorprendernos ―cortó
Víctor―. ¿Os dais cuenta de que hemos descubierto algo que nadie en
nuestro mundo conoce?
―¡Yo no estoy tan seguro de eso! ―discrepó Jaime―. Te recuerdo lo
que leímos sobre la teoría de la Tierra Hueca…
―Que haya gente que crea que existe vida en el subsuelo terrestre,
no quiere decir que hayan visto lo que nosotros estamos viendo ahora
―opinó Víctor.
―¡Es posible!, pero me cuesta trabajo creer que seamos tan
privilegiados ―contestó Jaime incrédulo.
―Pero lo más extraño ―interrumpió Rosa―, es pensar en lo que
quieren de nosotros quienes nos han guiado hasta aquí, pues estoy segura
que este mundo no lo hemos descubierto por casualidad.
―Y más extraño todavía, es que deberíamos sentirnos asustados por
el lío en el que estamos metidos ―afirmó Víctor―, y no sé vosotros, pero
yo no tengo ningún miedo.
―¡Pues yo me siento como en mi casa! Y, por si fuera poco, aquí el
tiempo no cuenta... ―dijo Daniel―, porque nuestros relojes siguen
parados.
―¡No del todo! ―rebatió Rosa―. ¿Cuánto tiempo creéis que
llevamos en lo alto de esta montaña?
―Unos diez minutos aproximadamente ―contestó Jaime, que era
muy bueno calculando el tiempo.
―No os lo he querido decir antes para no preocuparos ―explicó
Rosa―, pero desde que hemos llegado aquí, mi reloj ha empezado a
moverse otra vez y marca cinco minutos más. Ahora son las tres y veinte.
Miraron enseguida sus relojes y comprobaron que Rosa tenía razón.
Si el tiempo seguía marchando, aunque fuese más lento, pronto regresarían
los abuelos a la casa y se encontrarían que sus nietos habían desaparecido.
―Si nos fijamos en la hora que es y si llevamos en este lugar unos
diez minutos, más o menos ―razonó Víctor―, calculo que aquí el tiempo
avanza la mitad de deprisa que allí arriba. Es posible, que una hora de
nuestro mundo se corresponda con media hora en El Otro Lado.
―Aunque no lo podemos saber con exactitud, algo así debe ser
―afirmó Rosa―. Lo que tenemos que hacer, de cualquier manera, es
observar nuestros relojes mientras sigamos aquí.
―¡No!, lo que tenemos que hacer es intentar salir de aquí como sea
―dijo Fran, cada vez más preocupado al pensar que el tiempo no estaba
detenido.
―Tienes razón, deberíamos irnos, pero de momento esta montaña
sólo nos da la posibilidad de bajar ―dijo Víctor― y, a primera vista, yo no
veo ninguna manera de poder volver.
―No nos debemos preocupar tanto ―opinó Rosa―. Seguro que
encontramos una buena excusa para tranquilizar a los abuelos si llegamos
tarde.
―¡Sí!, pero te recuerdo que no sé qué excusa vamos a encontrar
cuando nos vean salir por la puerta de la bodega... ―dijo Fran, que no lo
veía tan claro.
―¡Vamos a dejar el tema! ―cortó Víctor―. No tenemos otra
solución que seguir donde estamos, así que intentemos disfrutar de lo que
estamos viviendo.
Estuvieron un buen rato decidiendo lo que iban a hacer, mientras
inspeccionaban el paisaje desde lo alto de aquella curiosa montaña. Lo más
raro de lo que veían, era la falta de movimiento y el absoluto silencio; el
agua del río parecía totalmente inmóvil, y lo único que se escuchaba allí era
el sonido de sus propias voces que retumbaban como en un eco.
―Está claro que la única opción es bajar al pie de esta montaña
―afirmó Víctor.
―¿Y me puedes decir cómo? ―preguntó Jaime―. Las laderas son
demasiado empinadas y no hay ni un solo sitio donde poderse agarrar.
―¡Pues está claro! ―contestó Daniel en sustitución de su primo―.
Es que a mí me parece que esto no es una montaña, es un tobogán enorme
por el que te puedes tirar para cualquier lado, si hubiese uno así en un
parque de atracciones seguro que tendría mucho éxito.
―¡Sí, listo! ―dijo Fran―. Si esto es un tobogán, ¿me puedes decir
dónde está la escalera para subir una vez que estás abajo?
―Pues como ahora no vamos a subir ―cortó Víctor―, vamos a bajar
de la manera que dice Daniel, y de la escalera nos preocuparemos cuando
la necesitemos para volver.
―¡Tendremos que llevar cuidado! ―apuntó Rosa―. Es posible que
cuando empecemos a deslizarnos, esta especie de alfombra de hierba tan
lisa nos haga coger demasiada velocidad, ¡ y el suelo está bastante lejos...!
―Lo mejor será que yo me tire primero ―dijo Víctor―, y cuando
compruebe los problemas que se pueden presentar, bajáis los demás.
Víctor eligió un lugar apropiado y se sentó justo donde empezaba la
pendiente de la montaña, se dio un pequeño impulso y empezó a bajar. Los
demás pudieron ver, asombrados, cómo repentinamente se abrió una
especie de surco entre la hierba. Al chico le pareció estar sobre un tobogán
como los del parque acuático en el que había estado unas semanas antes,
pero lo más asombroso fue cuando se dio cuenta de que el conducto por el
que bajaba no seguía una línea recta, sino que se iba abriendo en una
espiral interminable que descendía rodeando la montaña. Víctor sólo tuvo
tiempo de gritar a los demás que bajasen detrás de él sin perder ni un
segundo.
Fueron dando vueltas y vueltas, mientras cada vez se veían más cerca
del suelo, sin tiempo casi a mirar por donde pasaban. Cuando pensaban que
ya habían llegado al final del recorrido, el insólito tobogán giró
inesperadamente hacia la misma pared de la montaña, y ellos pensaron que
se iban a estrellar. Pero como siempre, en El Otro Lado las cosas no eran lo
que parecían.
Atravesaron lo que supusieron una nueva pared holográfica y se
encontraron, de pronto, en el interior de la montaña. Ahora seguían
deslizándose, todavía sentados, por un túnel de luz azul semejante a los que
ya conocían, pero no mucho más grande que el tobogán de hierba por el
que acababan de bajar, hasta que fueron poco a poco perdiendo velocidad
y se detuvieron por completo en lo que parecía el final del pasadizo.
―¿Encontraremos alguna vez el lugar al que vamos? ―dijo Fran con
desesperación―. ¡Otra vez estamos encerrados!
―Yo ya no sé qué pensar, alguien nos quiere marear ―contestó
Rosa―. En esta Tierra Hueca ya no sabemos lo que es y lo que no es. Dudo
que el paisaje que hemos visto antes sea real, quizá también fuese un
gigantesco holograma.
―¡Tienes razón! ―dijo Jaime―, porque ahora que lo pienso, las
imágenes también estaban difuminadas, como los demás hologramas que
hemos visto hasta ahora.
―¡Pero el césped que cubría la montaña por la que acabamos de
bajar era real! ―exclamó Daniel, mostrando sus manos cubiertas de
auténtica hierba verde.
―¡Esto es un verdadero lío! ―afirmó Víctor―. En este momento
nuestra principal preocupación es averiguar la manera de salir de aquí.
Estaban totalmente atrapados, porque el túnel al que acababan de
llegar se cortaba por delante con una pared luminosa del mismo color azul,
pero cuando intentaron retroceder, vieron que el otro extremo estaba
bloqueado de la misma manera.
Por suerte, no tuvieron mucho tiempo para pensar en su nueva
situación, pues vieron que la singular puerta del final del túnel se abría con
suavidad, replegándose sobre sí misma y desapareciendo, igual que lo había
hecho poco antes la pared del ascensor.
Una esfera de color azul, igual a las que ya conocían, estaba frente a
ellos totalmente inmóvil. Los cinco chicos permanecían también inmóviles,
a la espera de que algo ocurriese. Un segundo después, sin que ninguno
supiera lo que había pasado, sucedió lo increíble: un muchacho más o
menos de la edad de Víctor se dirigía hacia ellos sonriente. Lógicamente se
quedaron sin palabras, mientras contemplaban atónitos cómo se les
acercaba alguien con apariencia humana, que un momento antes era sólo
una bola de luz azul y que encima..., ¡era albino!
―¡Hola!, mi nombre es Yakolú y espero que pronto podamos ser
amigos. El lugar donde nos encontramos se llama Esfera, y es mi mundo
―informó con un acento perfecto, como si con esas escuetas palabras todo
estuviese dicho entre ellos.
Se miraban, perplejos, unos a otros y sus voces se resistían a salir de
sus bocas. El tal Yakolú, sin embargo, pareció sentirse muy a gusto entre
ellos, y esperó comprensivo a que los chicos lo observasen de arriba abajo,
dándoles así tiempo a asimilar la nueva situación.
Lo primero que llamó la atención de los cinco, fueron los ojos azul
pálido del que se decía su nuevo amigo, que con su extraño brillo parecían
desprender una energía especial; su pelo corto y liso era casi blanco, al igual
que su piel; tenía un cuerpo atlético y daba la sensación de ser el más alto
del grupo; pero lo más extraño era su vestuario: una especie de maya de
color azul brillante, el mismo color que la esfera de luz que tuvieron delante,
se ajustaba a su cuerpo dejando sólo a la vista su cabeza y sus manos.
Aunque se sentían muy impresionados por la extraordinaria aparición,
curiosamente ninguno estaba asustado: la cara amable de ese chico no
tenía nada que ver con el gesto casi feroz del Albino, aunque estaba claro
que los dos debían pertenecer al mismo mundo.
Después de unos largos minutos de silencio, el de siempre se decidió
a despegar los labios.
―Tengo dos preguntas importantes que hacer: la primera es si eres
un extraterrestre, y la segunda... ¿cómo puedes ponerte ese traje tan
ajustado?
―¡Daniel! ―gritó su hermana―. ¡Eres increíble!
―No te preocupes Rosa, es lógico que tenga curiosidad, también a
mí me parecen raras vuestras ropas. Y extraterrestre..., se podría decir que
sí, aunque he nacido en el planeta Tierra al igual que mis padres, mis
abuelos y muchísimas generaciones anteriores a mí...
―¡Me has llamado Rosa! ¿Cómo sabes mi nombre? ―le interrumpió
admirada.
―Sé de vosotros muchísimas más cosas de las que os podéis imaginar
―contestó con una sonrisa―. Tú eres Daniel ―dijo señalándole―, el más
ocurrente del grupo y futuro arquitecto...
Nadie se movía ni pestañeaba, mientras Yakolú los nombraba uno por
uno y describía en pocas palabras su forma de ser y sus aficiones.
―Y tú... ―dijo por último señalando a Víctor―, eres el “jefe” de este
grupo, por decirlo de alguna manera, y te gustaría ser policía secreto.
Cuando dejó de hablar, estaban tan asombrados que realmente no
sabían siquiera qué decir. Daniel decidió sentarse en el suelo y los demás
siguieron su ejemplo, intentando asimilar la última información recibida.
―¿Cómo puedes saber tanto de nosotros? ―preguntó Víctor
tomando la iniciativa.
―Llevo escuchando vuestras conversaciones en la Guarida desde
hace años... ―afirmó.
―¿Y en tu país, o lo que sea esto, es de buena educación escuchar
las conversaciones de los demás? ―dijo Daniel, más bien por curiosidad
que con mala intención.
―Pues la verdad es que no, pero yo te pregunto: ¿qué harías tú si
tuvieses la oportunidad de escuchar lo que hablo yo con mis amigos?
―Pues está claro que lo mismo que tú ―contestó Rosa por su
hermano―. ¡Conociéndole...!
―Siento haberos espiado en ese lugar que considerabais tan secreto,
pero espero que me perdonéis y podamos ser amigos. ¡Me encantaría
formar parte de vuestra pandilla!
―Pero eso no es tan fácil, antes hay muchísimas cosas que aclarar
―replicó Víctor―. En primer lugar, si eres un extraterrestre, me parece
extrañísimo que conozcas nuestro idioma.
―Es normal, los esférides lo aprendemos desde pequeños, además
de muchas otras cosas sobre vuestro mundo ―explicó―, al que, por cierto,
nosotros llamamos La Tierra Alta.
―¡Qué curioso!, nosotros a veces llamamos La Tierra Hueca al tuyo,
aunque preferimos llamarle El Otro Lado —informó Daniel.
—Ya os lo he oído decir, y la verdad es que los dos nombres me
parecen muy apropiados —aseguró Yakolú.
—¿Y me puedes decir por qué vosotros conocéis tanto de nuestro
mundo y nosotros no tenemos ni idea de vuestra existencia? ―le interrogó
Jaime.
―Eso es muy largo de contar, pero os prometo hacerlo dentro de un
rato, porque ahora os invito a visitar Esfera. Este túnel, no es el lugar más
adecuado para mantener una conversación.
―Nos encantaría conocer tu Tierra Hueca ―dijo Víctor—, pero
estamos muy preocupados porque es la hora de volver a casa y no
queremos que nos empiecen a echar de menos.
―Creo que ya sabéis, por experiencia, que en Esfera podemos
controlar el tiempo...
―¡Te lo aseguro! ―exclamó Fran, sin querer volver a recordarlo.
―Por eso quiero que confiéis en mí ―continuó―. Llegaréis a
vuestras casas a la hora que decidáis.
No conocían a Yakolú más que unos minutos, y además en unas
circunstancias demasiado increíbles; no sabían qué hacían allí ni lo que
quería de ellos, pero sus ojos transmitían tanta sinceridad que los cinco
estuvieron seguros de que podían confiar en él, así que se relajaron
pensando que ya no había ninguna prisa.
―¡De acuerdo! ¡Vamos donde tú digas! ―dijo Víctor hablando por
todos.
―Por favor, ¡salgamos de aquí! ―interrumpió de pronto Fran―. No
soporto los espacios...
Pero el chico dejó la frase sin terminar y se desmayó. Tanto tiempo
pasando por tubos, ascensores, toboganes, y sabiéndose bajo muchas
toneladas de piedra sobre su cabeza, habían puesto al límite su
claustrofobia.
―¡No os preocupéis! ―dijo Yakolú tomando la iniciativa―. Sé que
Fran tiene problemas en los espacios cerrados, pero esto lo soluciono yo
ahora mismo.
El esféride cerró los ojos, juntó las palmas de sus manos, y al
separarlas otra vez vieron una misteriosa luz blanca entre ellas. Acercó esta
luz hasta la cabeza de Fran, que despertó al instante algo desorientado.
―¿Qué me ha pasado? Me encuentro estupendamente, parece que
he dejado de sentir ese ahogo tan raro que me da en los sitios cerrados.
―Creo que ya no vas a tener que preocuparte nunca más por eso
―contestó Yakolú muy convencido.
―¿Quieres decir que has curado su claustrofobia? ―preguntó Rosa
incrédula.
―No lo definiría así porque yo no soy médico, pero... ¡sí, ya está
curado!
―Si eso es verdad, tienes mi amistad para toda la vida ―se
comprometió Fran―. Ninguno os podéis imaginar lo mal que lo paso.
―Yakolú, ¿esto es una moto? ―interrumpió Daniel, que mientras los
demás hablaban había traspasado el hueco por donde había salido el
esféride y estaba explorando el lugar, que era simplemente otro túnel de
luz un poco más ancho y de color verde.
―¡Algo así! Es mi tolión ―le contestó.
―¿Tolión? ¡Qué nombre más raro! ―replicó Daniel―. Me encanta
aprender tu idioma, ¿me puedes enseñar alguna palabra más?
―¡Daniel! ¡Tienes unas cosas...! ―le regañó su hermana―. ¿Tú crees
que éste es el momento más adecuado para aprender idiomas?
―Te prometo enseñarte algún día las palabras que quieras. El
nuestro, es un idioma fácil y divertido. Pero ahora, por favor, subid a mi
tolión porque es la forma más rápida de llegar a donde vamos.
―¿No lo dirás en serio? ―preguntó Víctor extrañado―. Parece que
no te has fijado que contigo somos seis, y en este chisme sólo cabe uno.
―No os preocupéis, este vehículo se estira ―contestó Yakolú muy
serio.
―Puedes repetir, por favor. ¿Qué se estira...? ―preguntó Daniel
divertido.
―¿Es que no hay vehículos en La Tierra Alta que se estiren?
―preguntó a su vez el esféride.
―Pues la verdad es que no. Creo que nos estás intentando tomar el
pelo ―contestó Víctor impaciente.
―Perdonad, es posible que nos sea difícil entender las diferencias
que existen entre nuestros dos mundos ―les dijo―. Al principio os he
sorprendido con lo que sabía de vosotros, pero la verdad es que, aunque
conozco vuestro mundo en lo general, no sé mucho de los detalles. Ahora,
confiad en mí y subid al tolión porque os aseguro que cabemos.
El vehículo, construido de un extraño material más bien blando y
bastante brillante, tenía una forma parecida a las motos de agua que los
chicos estaban acostumbrados a ver en las playas. Como les había
asegurado Yakolú, se sentaron detrás de él sin problema, pues cada vez que
uno de ellos se subía el asiento se alargaba para dejar sitio al siguiente.
―¡En mi vida había visto una moto elástica! ¡Parece de plastilina!
―decía Daniel, observando con interés el insólito material del que estaba
hecha.
Una vez que estuvieron instalados, el tolión arrancó suavemente y,
guiado por su dueño, empezó a desplazarse sin rozar el suelo. Fueron
recorriendo largos pasadizos de distintas formas y colores, girando a
izquierda o derecha de forma inesperada, pues los túneles se abrían a su
paso y curiosamente desaparecían detrás de ellos.
―Yako, ¿falta mucho para llegar? ―preguntó Daniel, inventandose
un diminutivo para su nuevo amigo.
―¡Casi estamos llegando! ―le contestó―. Y si no te importa...,
llámame Yakolú.
12
Como estaban en La Tierra Hueca, no se sorprendieron cuando, sin
previo aviso, pareció abrirse el telón de un escenario, y se encontraron en
el auténtico mundo al que se habían estado acercando durante tantos días
y tan poco a poco. La espera había merecido la pena, el lugar que estaban
viendo era tan extrañamente fantástico, que ni en sus mejores sueños lo
habrían podido imaginar.
―Lo que estáis viendo es la ciudad de Esfera. Un día quiero que la
visitemos juntos, y también el resto de mi mundo que desde aquí no
podemos ver —dijo Yakolú, mientras suspendidos en el aire contemplaban
desde lo alto aquella vista espectacular―. Aquí es donde vivimos los
esférides en realidad, el lugar donde estuvisteis anteriormente era otra
enorme gruta, aunque ni mucho menos tan grande como esta.
―¿Pero aquello era real? ―preguntó Rosa muerta de curiosidad.
―El paisaje que visteis a vuestro alrededor era un enorme
holograma, como vosotros he escuchado que lo llamáis ―aclaró―. Sólo la
montaña por la que bajasteis era más o menos real.
―¿Qué quieres decir con más o menos real? ―preguntó Jaime
extrañado.
―Ese lugar, digamos que es una zona de diversión para los
ciudadanos de Esfera ―volvió a aclarar―. La montaña está un poco
arreglada para cumplir su función de tobogán.
―¡Lo veis! ―exclamó entonces Daniel, orgulloso de sí mismo―. ¡Yo
tenía razón!
―¡No hace falta que te lo creas tanto! ―le regañó Fran, que pensaba
que su primo era demasiado presumido.
Durante un buen rato, su nuevo amigo les dejó admirar la ciudad
desde las alturas, aunque sin darles ninguna explicación más de lo que
estaban viendo.
Las construcciones en Esfera tenían una estructura tan circular como
su propio nombre, pero lo que les resultó más curioso fue que los edificios
y las calles de la ciudad estaban dispuestos de tal manera, que en su
conjunto formaban una figura simétrica semejante a la rueda de una
bicicleta con sus radios. Otra cosa que también llamó su atención, fue la
cantidad de jardines que parecían adornarlo todo, pero al estar demasiado
lejos, no podían distinguir la clase de plantas y árboles que había en ellos.
Aunque lo más maravilloso era, por supuesto, lo que había en el mismo
centro de aquel puzle en el que todas las piezas encajaban a la perfección:
una gigantesca esfera, formada por miles de aros luminosos entrecruzados
en infinitas direcciones y de todos los colores, daba vueltas con gran
lentitud.
―¡No se ve ni un alma allí abajo! ―observó Daniel―. ¿Es que en
Esfera sólo vives tú?
―Es que ahora todos los ciudadanos están durmiendo ―contestó
Yakolú.
―Si ahora que es de día dormís, ¿qué hacéis por la noche? ―volvió a
preguntar Daniel.
―En Esfera nunca se hace de noche, Lúpula es la encargada de
proporcionarnos la luz que estáis viendo, y siempre emite la misma
―explicó.
―¿Lúpula? ―preguntaron a la vez.
―Sí, es nuestra fuente de energía y el motivo de que estéis hoy aquí
―dijo por último, antes de empezar a descender suavemente.
Lúpula era la inmensa bola luminosa hacia la que se estaban
dirigiendo desde el cielo de Esfera. El tolión se situó justo encima de ella, y
al instante se sintieron absorbidos a su interior, mientras cientos de reflejos
de luces multicolores rebotaban en sus cuerpos. Pronto la terminaron de
atravesar y llegaron a una gigantesca estancia circular, cuyas paredes
desprendían un intenso brillo plateado.
―Estáis en el Ipératus ―dijo Yako, una vez que pusieron los pies en
tierra firme―, y digamos que ésta es la casa de mi abuela.
―¿De tu abuela...? ¿Y por qué vive aquí en vez de en una casa como
las que vimos arriba? ―preguntó Jaime sorprendido.
―Mi abuela es la Ipératis, es decir la..., ¿reina...? ―les interrogó,
pues no estaba seguro de estar empleando la palabra adecuada en este
caso.
―¿Te refieres a que tu abuela es quien gobierna Esfera? ―preguntó
Fran.
―Así es, mi abuela es la esféride más sabia y noble de mi pueblo, y
por eso es nuestra gobernante. Cuando un Ipératis desaparece, su sucesor
tiene que ser siempre el más sabio y noble de todos los habitantes de
Esfera. Éstas son nuestras leyes.
―¿Y cómo sabéis quien es el más sabio y más noble? ―interrogó
Daniel.
―El Consejo de Esfera, formado por los ciudadanos más ancianos, es
el que elige al Ipératis que sucederá, en este caso, a mi abuela. El candidato
sucesor tiene que tener unos valores y capacidades especiales. Una vez que
lo designan, recibe una instrucción especial hasta que le llega el momento
de ser el nuevo Ipératis.
―¿Y si ese ciudadano no desea tener ese honor...? ―le interrumpió
Rosa, pensando que si a ella le tocase gobernar su país saldría corriendo.
―Nunca en nuestra historia se ha dado el caso, pero los esférides
somos muy comprensivos y estoy seguro de que no supondría ningún
problema.
―¡Cambiando de tema! ―intervino Víctor―. Antes has dicho que la
bola que hay encima de nosotros...
―¡Lúpula! ―corrigió Yakolú.
―Bueno pues..., Lúpula, es el motivo de que estemos hoy aquí.
¿Podrías aclararnos eso de una vez? ―preguntó Víctor, que necesitaba
cuanto antes una explicación.
Nada más terminar de decir esas palabras, escucharon otra vez aquel
extraño sonido metálico de unas puertas invisibles que se abrían.
―¡Yo os daré la explicación que tanto esperáis! ―contestó alguien
tras ellos con una voz impresionante.
Se dieron la vuelta, con curiosidad, hacia el lugar de donde procedía
aquella voz, y escucharon asombrados lo que les pareció un auténtico
trabalenguas.
―Me llamo Nálira, soy la abuela de Yakolú y la Ipératis de Esfera.
Yakolú corrió hacia su abuela e intercambió con ella unas cuantas
palabras en un idioma extraño; a continuación, volviéndose hacia los cinco
humanos, anunció orgulloso:
―¡Nálira!, te presento a mis amigos de La Tierra Alta. Como verás, he
cumplido la misión que me encomendaste.
―Ya sé, Yakolú, que tú nunca me decepcionas. Serías un excelente
Ipératis.
Los chicos quedaron impresionados por la presencia de aquella
extraordinaria mujer albina, que desprendía una energía y una belleza
imposible de describir. Vestía una malla parecida a la de Yakolú, aunque de
tantos colores entremezclados que pensaron estar ante la segunda Lúpula;
una especie de halo de energía sobre su cabeza, semejante a la corona de
una auténtica reina terrestre, despedía miles de reflejos multicolores en
todas direcciones.
―No me gusta ser malpensado ―susurró Daniel al oído de su
hermana―, pero esta señora no puede ser abuela de nadie. ¡Las abuelas
tienen arrugas!
―Ya veo Daniel que no te parezco una abuela corriente ―dijo la
Ipératis, que o bien había leído el pensamiento del chico, o bien había oído
su último comentario.
―Perdone a mi hermano, pero en nuestro mundo no estamos
acostumbrados a ver abuelas tan jóvenes ―contestó Rosa, un poco
cohibida y hablando de usted, como siempre le habían enseñado que debía
hacer con las personas mayores
―No hace falta que seas tan formal conmigo, prefiero que me tutees
―le sugirió―. Comprendo que os parezca joven, y aunque en Esfera no se
mide el tiempo como en La Tierra Alta, mi edad en vuestro mundo sería
aproximadamente de ciento cincuenta años.
Los cinco chicos no pudieron reprimir una exclamación de asombro
ante estas últimas palabras.
―En Esfera ―continuó Yakolú interrumpiendo a su abuela―, las
personas cuando se hacen mayores no envejecen por fuera igual que los
humanos.
―¡Está claro que me vengo a vivir aquí! ¡Me encanta este mundo!
―exclamó Daniel, que nunca se podía estar callado cuando algo le
entusiasmaba.
―Creemos ―siguió explicando la Ipératis―, que el envejecimiento
que se produce en vosotros se puede deber a las radiaciones solares, a la
manera de alimentaros, o a esa extraña vida que lleváis llena de agresividad
y de preocupaciones ―terminó de decir―. Y ahora, si me acompañáis a un
lugar más cómodo, os explicaré el motivo de que estéis hoy aquí.
Nálira y su nieto empezaron a caminar directamente hacia una zona
de la sala circular en la que se encontraban. Los muchachos les siguieron,
sin sorprenderse esta vez cuando la pared se esfumó, y vieron ante ellos un
corredor de una luminosidad azulada que parecía tener en el otro extremo
una puerta casi auténtica.
―¡Bienvenidos a mi casa! ―dijo, mientras la puerta del fondo del
corredor se abría a su paso.
―¡Guau...! ―fue la expresión de Daniel cuando traspasó la puerta.
Lo primero que causó su asombro, fue el precioso jardín que se podía
ver a través de unos enormes ventanales redondos, dispuestos a lo largo
del salón circular en el que se encontraban. Por supuesto, pensaron que
estaban ante un nuevo paisaje holográfico, aunque les parecía imposible
que el agua que veían caer por una cascada, o los árboles frondosos y las
flores multicolores fuesen sólo una especie de espejismo.
―¡Es increíble! ―exclamó Rosa acercándose a las ventanas―.
¿Cómo es posible que esto no sea real?
―¡Esta vez te equivocas! ―corrigió Yakolú―. Lo que estáis viendo es
auténtico.
―Pues yo también había pensado que se trataba de un holograma,
porque al parecer sois expertos... ―dijo Jaime, intentando que le explicasen
algo sobre uno de los temas que le tenían más intrigado.
―En realidad, en lo que somos expertos en mi mundo es en controlar
la energía luminosa ―corrigió Nálira―. Vosotros mismos creo que ya
habéis comprobado que somos capaces de desmaterializar cualquier objeto
y convertirlo en luz, y no sólo los objetos, sino que nosotros mismos nos
transformamos en luz cuando lo deseamos.
―Sí, creo que Yakolú es una especie de globo azul parecido al que me
compré hace tres años cuando fui a la feria de no sé qué pueblo... ¿Podrías
demostrarnos otra vez cómo te transformas?
―¡Daniel! ¡No te pases otra vez! ―interrumpió Fran a su primo sin
muchas contemplaciones.
―¡Déjale, no me molesta! Ya tendrás tiempo de ver muchos globos
de colores iguales a mí ―dijo Yakolú bromeando―. Lo malo es, que si nos
vemos mañana puede ser que no me reconozcas, porque a lo mejor me
pongo mi traje preferido y en vez de un globo azul seré uno rojo.
―Entonces..., ¿tu color depende de la malla que te pongas?
―preguntó Rosa extrañada.
―¡Eso es! ―contestó.
―¿Y qué pasa si estás desnudo?
―¡Daniel! ¡Eres increíble! ―le regañó su hermana.
―Pues en ese caso no me puedo desmaterializar ―respondió Yakolú,
sin importarle las preguntas del más pequeño―. Nuestros trajes están
fabricados de un tejido especial que ayuda a esta transformación.
―¿Eso quiere decir, que si tú nos prestas uno de tus trajes nosotros
podríamos convertirnos también en esferas de luz? ―preguntó Jaime
incrédulo.
―No es tan sencillo, se requiere además un entrenamiento mental
especial. No estoy seguro de que los humanos lo pudieseis conseguir, pero
es cuestión de probar algún día...
―Sé que tenéis muchas preguntas que hacer ―interrumpió Nálira―,
pero ahora no tenemos tiempo.
―¡Sí! Creo que ha llegado el momento de que nos expliquéis lo que
hacemos aquí ―dijo Víctor, que había estado muy callado durante toda la
conversación.
La majestuosa Ipératis se dirigió entonces hacia el centro de la sala, y
en ese mismo instante aparecieron ante ellos unos objetos tan extraños que
en principio no supieron definir. Sólo Daniel, con su ingenio de siempre,
pudo acercarse a la realidad de lo que estaban viendo, cuando exclamó:
―¡Esto debe ser como subirse en una nube!
Nálira les invitó a sentarse junto a ella, en aquella especie de sillones
colocados en círculo, justo en el centro de la sala. Daniel no los habría
podido definir mejor, porque eran como nubes blancas y esponjosas
suspendidas en el aire como por arte de magia. Pero lo mejor llegó cuando
se sentaron en ellos y les invadió una sensación maravillosa de paz y
bienestar que nunca habrían podido explicar con palabras.
―Estáis comprobando ―explicó Nálira cuando estuvieron
instalados―, que sentarse en estas nubes, como dice Daniel, da la claridad
mental necesaria para tratar cuestiones importantes o tomar decisiones
trascendentales. Por eso, he pensado que éste es el mejor lugar para
explicaros por qué estáis hoy aquí. Debéis comprender claramente el grave
problema por el que atraviesa Esfera, y de vosotros depende el que decidáis
ayudarnos.