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De Roger Silverstone en esta biblioteca ¿Por qué estudiar los medios? Televisión y vida cotidiana Roger Silverstone Amorrortu editores Buenos Aires - Madrid

¿Por qué estudiar los medios?facultad.pucp.edu.pe/comunicaciones/ciudadycomunicacion... · 2016-06-08 · De Roger Silverstone en esta biblioteca ¿Por qué estudiar Televisión

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De Roger Silverstone en esta biblioteca ¿Por qué estudiar los medios? Televisión y vida cotidiana

Roger Silverstone

Amorrortu editores Buenos Aires - Madrid

Para Jennifer, Daniel, Elizabeth y William. Biblioteca de comunicación, cultura y medios Director: Aníbal Ford Why Study the Media?, Roger Silverstone (1) Roger Silverstone, 1999 (edición en idioma inglés publicada por Sage Publications de Londres, Thousand Oaks y Nueva Delhi) Traducción, Horacio Pons

La reproducción total o parcial de este libro en forma idéntica o modificada por cualquier medio mecánico, electrónico o informático, incluyendo foto-copia, grabación, digitalización o cualquier sistema de almacenamiento y recuperación de información, no autorizada por los editores, viola dere-chos reservados.

Todos los derechos de la edición en castellano reservados por Amorrortu editores S. A., Paraguay 1225, 7° piso (1057) Buenos Aires www.amorrortueditores.com

Amorrortu editores España SL C/Velázquez, 117 - izqda. - 28006 Madrid

Queda hecho el depósito que previene la ley n° 11.723 Industria argentina. Made in Argentina

ISBN 950-518-655-X ISBN 0-7619-6454-1, Londres, edición original

Silverstone, Roger ¿Por qué estudiar los medios? - 1° ed.- Buenos Aires : Amorrortu, 2004. 256 p. ; 24x14 cm. - (Biblioteca de comunicación, cultura y medios)

Traducción de: Horacio Pons

ISBN 950-518-655-X

I. Medios de Comunicación I. Título CDD 302.23

Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, provin-cia de Buenos Aires, en enero de 2004.

Tirada de esta edición: 2.000 ejemplares.

Indice general

11 Prefacio y agradecimientos

13 1. La textura de la experiencia 32 2. Mediatización 41 3. Tecnología

55 Demandas textuales y estrategias analíticas

57 4. Retórica 70 5. Poética 83 6. Erótica

97 Dimensiones de la experiencia

99 7. Juego 112 8. Actuación 127 9. Consumo

139 Ambitos de la acción y de la experiencia

143 10. La casa y el hogar 156 11. La comunidad 170 12. El planeta

185 Comprender

9

Prefacio y agradecimientos 187 13. La confianza 201 14. La memoria 214 15. El otro 227 16. Hacia una (nueva) política de los (nuevos)

medios

245 Referencias bibliográficas

Simplemente, cómo empezar, ahora que ya lo termi-né. Tal vez releyendo mi propuesta inicial. Para recor-dar qué me proponía hacer. Y no hacer.

Este iba a ser un libro sobre los medios, pero no so-bre los estudios mediáticos, o por lo menos no sobre los estudios mediáticos tal como se los considera a menudo. Iba a ser un libro que sostuviera la importancia central

ITOITnedios en la cultura y la sociedad en nuestra en-trada al nuevo milenio. Iba a ser un libro que planteara cuestiones arduas y tratara de definir diferentes agen-das para quienes nos interesamos en los medios, pero no buscaría demasiadas respuestas. La meta era abrir, no cerrar cuestiones.

No podemos escapar a los medios. Intervienen en to-dos los aspectos de nuestra vida cotidiana. En su con-junto, el proyecto reservaba u. lug.arcentral al deseo de situarlos en el núcleo de la experiencia, en el cor'azón de nuestra capacidad o incapacidad de comprender el mundo donde vivimos. No menos central era el deseo de reclamar para el estudio de los medios una agenda inte-lectual aceptable en un mundo que desestima con de-masiada ligereza la seriedad y pertinencia de nuestras preocupaciones.

Quería que el estudio de los medios surgiera de estas páginas como una empresa tan humanística como hu-mana. Iba a ser humanística en su interés por el indivi-duo y el grupo. Iba a ser humana en cuanto a establecer una lógica distintiva, sensible a lo histórica y sociológi-camente específico y enemiga de las tiranías del deter-minismo tecnológico y social. Intentaría navegar en el límite entre las ciencias sociales y las humanidades.

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Quizá, por sobre todas las cosas, el libro fue concebi-do como un manifiesto. Yo buscaba definir un espacio. Comprometerme con quienes están fuera de mi discur-so, tanto en los otros ámbitos académicos como en el mundo que está más allá de ellos. Era hora, creía, de to-mar en serio los medios.

El estudio de los medios debe ser crítico. Debe ser re-levante. Debe establecer y mantener cierta distancia con respecto a su objeto. Debe ser un pensamiento en acción. Espero que lo que sigue cumpla, por lo menos en alguna medida, con estos exigentes requisitos.

Sin embargo, si logra alcanzar, aunque sea en parte, sus objetivos, será gracias a que tantas personas, cole-gas como estudiantes, contribuyeron directa e indirec-tamente a ello. Permítanme citarlos con gratitud y en orden alfabético: Caroline Bassett, Alan Cawson, Stan Cohen, Andy Darley, Daniel Dayan, Simon Frith, An-thony Giddens, Leslie Haddon, Julia Hall, Matthew Hills, Kate Lacey, Sonia Livingstone, Robin Mansell, Andy Medhurst, Mandy Merck, Harvey Molotch, Mag-gie Scammell, Ingrid Schenk, Ellen Seiter, Richard Sennett, Bruce Williams, Janice Winship y Nancy Wood. Ninguno de ellos, por supuesto, tiene responsabi-lidad alguna por los errores y desaciertos que aún per-sistan.

1. La textura de la experiencia

El talk show diurno de Jerry Springer, 22 de diciem-bre de 1998. Repetido por enésima vez en el canal sate-lital UK Living. Springer habla con hombres que traba-jan de mujeres. Dos filas de travestidos y transexuales discuten su vida, sus relaciones y su trabajo. La audien-cia televisiva los azuza. Les hacen preguntas sobre te-ner hijos. Una pareja intercambia anillos: «Después de todo, no lo hicimos antes y estamos en la televisión na-cional» Jerry cierra con una homilía acerca de la nor-malidad y la falta de seriedad de ese comportamiento y recuerda ante su público a Milton Berle y Some Like it Hot [Una Eva y dos Adanes]:* la actuación en una épo-ca más inocente cuando el travestismo no se veía como una especie de perversión.

Un momento de la televisión. Explotador pero tam-bién explotable. Un momento olvidado con facilidad, una partícula subatómica, un pinchazo en el espacio mediático, pero hoy, aunque más no sea en esta página, evocado, señalado, sentido, fijado. Un momento de la televisión que era local (todos los personajes trabajaban en un restaurante temático de Los Angeles), nacional (se transmitía originariamente en Estados Unidos) y global (lo vimos aquí). Un momento de la televisión que araña la superficie de -la sensibilidad suburbana, toca os márgenes, llega ala base.

Un momento de la televisión que, sin embargo, servirá perfectamente su propósito. Representa lo corriénte y lo continuo. En su singularidad, resulta

* Entre corchetes y en bastardillas, los títulos de filmes según se conocieron en la Argentina. (N. del T)

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completamente típico. Un elemento en la constante masticación mediática de la cultura cotidiana, cuyos significados dependen de si verdaderamente lo adver-timos, si nos afecta, nos escandaliza, nos repele o nos compromete, a medida que entramos, salimos y atrave-samos con rapidez nuestro ambiente mediático cada vez más insistente e intenso. Un elemento que se ofrece al espectador fugaz y a los anunciantes que reclaman su atención, acaso con desesperación creciente. Y que se me ofrece como punto de partida en un intento por res-ponder a la pregunta: ¿por qué estudiar los medios? Lo hace contradictoriamente, desde luego, pero también con toda naturalidad, porque plantea muchas cuestio-nes, cuestiones que no pueden ignorarse, cuestiones que surgen del mero reconocimiento de que nuestros frie-dios son ubicuos, cotidianos, constituyen una dimen-

' Sión esencial de la experiencia contemporánea. No po-, -demos evadirnos de la presencia de los medios, ni de lifsrepresentaciones. Hemos terminado por depender de los medios impresos y electrónicos para nuestros placeres e información, confort y seguridad, para tener cierta percepción de las continuidades de la experiencia y, de vez en cuando, también de sus intensidades. El fu-neral de Diana, princesa de Gales, fue un caso significa-tivo.

Puedo consignar las horas que el ciudadano global pasa ante el televisor, junto a la radio, hojeando los dia-rios y, cada vez más, navegando por Internet. Puedo señalar, también, que estas cifras varían globalmente de norte a sur y dentro de cada país, de acuerdo con los recursos materiales y simbólicos. Puedo anotar canti-dades: las ventas globales de software, las variaciones en la concurrencia a los cines y el alquiler de videos, la propiedad personal de computadoras de escritorio. Puedo reflexionar sobre los patrones de cambio y, si soy lo bastante temerario, sobre las proyecciones aleatorias de las futuras tendencias del consumo. Pero al hacer to-das esas cosas, o cualquiera de ellas, me quedo patinan-do sobre la superficie de la cultura mediática. Una su-

perficie que con frecuencia resulta suficiente para quie-nes están interesados en vender, pero que es claramen-te insuficiente si nos interesa qué hacen los medios y qué hacemos nosotros can ellos. Y es insuficiente si que-remos captar la intensidad e insistencia de nuestra vi-da con nuestros medios. Por eso tenemos que convertir la cantidad en calidad.

-----Mi idea es que debemos estudiar los medios porque

son centrales en nuestra vida cotidiana. Estudiarlos co-mo dimensiones sociales y culturales, y como dimensio-hes políticas y económicas slelinundo moderno. Estu-diarlos en su ubicuidad y complejidad. Estudiarlos en SU-a—parte a nuestra capacidad variable de comprender el mundo, elaborar y compartir sus significados. Sos-

ngo que debemos estudiar los medios, según expresa Isaiah Berlin, como parte de la «textura general de la

, , experiencia», una expresión que alude a la naturaleza _

fundada-de la vida en el mundo, a los aspectos de la ex- periencia que damos por sentado y que deben sobrevi-

kvir si pretendemos vivir juntos y comunicarnos unos con otros. Désde hace mucho, los sociólogos se preocu-

\ pan por la naturaleza y calidad de esa dimensión de la vida social, en su posibilidad y continuidad. Tampoco los historiadores, al menos según Berlin, pueden evitar depender de ella, porque su trabajo, el de todos los inte- grantes de las ciencias humanas, depende a su turno de la capacidad de reflexionar sobre el otro y entenderlo.

Hoy, los medios son parte de la textura general de la experiencia. Si incluyéramos el lenguaje como un me-dio, seguiría siendo así, y tal vez querríamos entonces considerar las continuidades del habla, la escritura y la representación impresa y audiovisual como indicativas del tipo de respuestas que busco para mi pregunta; que si no prestamos atención a las formas y contenidos y a las posibilidades de la comunicación, tanto dentro de lo que damos por sentado en nuestra vida como contra ello, nunca lograremos entender esa vida. Punto.

La caracterización de Berlin es, desde luego, sobre todo metodológica. El porqué implica necesariamente

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el cómo. La historia debe ser una empresa humanísti-ca, no científica en su búsqueda de leyes, generalizacio-nes o conclusiones éticas, sino una actividad fundada en el reconocimiento de la diferencia y la especificidad y la conciencia de que los asuntos de los hombres (¡cuán trágica es la inflexión de género en la imaginación libe-ral!) exigen una clase de comprensión y explicación un tanto alejadas de las exhortaciones kantiana y cartesia-na en pro de la racionalidad y la razón puras. Esa será mi reivindicación del estudio de los medios, y también volveré de vez en cuando a sus métodos.

Berlin señala también que el tipo apropiado de expli-cación está relacionado con el análisis moral y estético:

«en la medida en que presupone concebir a los seres hu-manos no meramente como organismos en el espacio, cuyas regularidades de conducta pueden describirse y encerrarse en fórmulas que ahorran esfuerzos, sino como seres activos, que persiguen fines, modelan su vi-da y la de otros, sienten, reflexionan, imaginan, crean, en constante interacción e intercomunicación con otros seres humanos; en síntesis, que están embarcados en todas las formas de experiencia que entendemos por-que las compartimos, y que no vemos como simples ob-servadores externos» (Berlin, 1997, pág. 48).

Su confianza en un sentimiento de humanidad compar-tida es conmovedora y discrepa, quizá, con el saber transmitido contemporáneo, pero sin ella estamos per-didos y el estudio de los medios se convierte en una im-posibilidad. También esto dará forma a mi análisis, y volveré sobre ello.

En los intentos por captar el papel de los medios en la cultura contemporánea hay otras metáforas. Hemos pensado en ellos como conductos que proponenruia más o inenosdesPejádas desde el mensaje hastála mente; podemos considerarlos como_lenguajes, que pro-porcionan textos y representaciones para su interpreta-ción; o abordarlos como un marco que nos envuelve en

la intensidad de una cultura Mediáticarluaalternatiiza— mente sacia, contiene y desafía. Marshall McLuhan ve los medios como extensiones del hombre, como prótesis que realzan a la vez el poder y el alcance pero que acaso —y es posible que él lo haya advertido— nos incapaci-tan y capacitan al mismo tiempo, en la medida en que, tanto sujetos como objetos de los medios, nos entrelaza-mos de manera gradual en lo profilácticamente social.

Podríamos pensar en los medios como profiláctica- n mente sociales, por cuanto se han convertido en susti-

.1--- tutos de las incertidumbres habituales en la interac- (,\ \ ción cotidiana, al generar incesante e insidiosamente

los como si de la vida diaria y crear cada vez más defen-láscontralas intrusiones de lo inaceptable° lo. inmane-jable. Qran parte de nuestra inquietud pública por los efectos de los medios se concentra en un aspecto de lo que vemos especialmente en los nuevos medios: que lle-guen a desplazar la sociabilidad corriente y que este-mos creando, sobre todo por conducto de nuestros hijos varones y muy en particular de nuestros hijos varones negros o de clase obrera (todavía el centro de nuestro pánico moral), una raza de adictos a la pantalla. Mar-shall McLuhan (1964) no va tan lejos a pesar de su am-bivalencia. Al contrario. Pero su visión de la cultura cy-borg se adelanta unos veinte años a la de Donna Ha-raway (1985).

Estas metáforas son útiles. En rigor, sin ellas esta-ríamos condenados a observar nuestros medios como si fuera a través de un vidrio oscuro. Pero como todas las metáforas, la luz que arrojan es parcial y efímera, y es preciso que las trascendamos. Mi objetivo es justamen-te ese. La respuesta a mi pregunta implicará rastrear los mecillál¿ comunicación a través del modo como -___ participan en la vida social y culturaLcontemporánea. Srs:ilir_nplicará examinarlasanedias reino un proceso, como actúa y sobre lo que se actúa en todos los niveles allí donde los seres humanos se congreguen, tanto en_el espacio real como el virtual, donde se comu- niquen, donde procuren convencer, informar, entre-_

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tener, educar, donde busquen de muchas maneras y con diversos grados de éxito conectarse unos con otros.

Entender los medios como proceso xyeconocer que este es fundamental y eternamente social significa

insistir en su carácter históricamente específico. Los medios están cambiando y-Iaireañíbiado 'de' manera radical. El siglo XX vio convertirse el teléfono, el cine, la radio y la televisión tanto en objetosde consumo masivo como en herramientas esenciales para la vida cotidia-na. Hoy nos enfrentamos con el fantasma de una mayo intensificación de la cultura mediática, a través del cre-cimiento global de Internet y la promesa (algunos di-rían la amenaza) de un mundo interactivo en el que na-da ni nadie podrá escapar a un acceso instantáneo.

Entender los medios como proceso también implica reconocer que el proceso es, en lo fundamental, político o, quizá, con mayor rigor, políticamente económico. Los significados que se proponen y elaboran por medio de las distintas comunicaciones que inundan nuestra vida diaria surgieron de instituciones progresivamente más globales en su alcance y en sus sensibilidades e insensi-bilidades. Apenas oprimidas por el peso histórico de dos siglos de avance capitalista y cada vez más desdeñosas del poder tradicional de los estados naciones, han esta-blecido una plataforma para —hay que aceptarlo— la comunicación masiva. A pesar de su diversidad y flexi-bilidad crecientes, esta es aún su forma dominante, que restringe e invade las culturas locales, aunque no las subyuga.

Los movimientos entre las instituciones dominantes de los medios globales tienen una escala tectónica: una erosión cultural progresiva y luego súbitos cambios sís-micos cuando algunas multinacionales surgen del mar como cordilleras, mientras otras se hunden y, como la Atlántida, sólo se recuerdan en los mitos como si algu-na vez hubieran sido, quizá, pasable y relativamente benévolas. El poder de estas instituciones, la capacidad de controlar las dimensiones productivas y distributi-vas de los medios contemporáneos, y el debilitamiento

correlativo y gradual de los gobiernos nacionales que les impide controlar el flujo de palabras, imágenes y da-tos dentro de sus fronteras nacionales, son profunda-mente significativos e indiscutibles. Se trata de un rasgo central de la cultura mediática contemporánea.

Gran parte del debate contemporáneo se alimenta de la percepción de la velocidad de estos distintos cam-lia y transformaciones, pero confunde la velocidad_del cambio tecnológico, e incluso del cambio en las mercan-cías, con la del cambio_ social y cultural. Hay una ten-sión constante entre lo tecnológico, lo industrial y lo so-cial, una tensión que es preciso afrontar si queremos re-conocer a los medios, efectivamente, como un proceso

rde mediatización. Puesto que hay pocas líneas , directas de causa y efecto en el estudio de losioedios. Las insti-tuciones no eiáhoranáignificados. Los proponen. Las

tituciones no cambian de manera pareja. Tienen di-ferentes ciclos de vida y diferentes historias.

Pero entonces nos enfrentamos a otra cuestión, y luego a otra y a otra. ¿Quién mediatiza los medios? ¿Y cómo? ¿Y con qué consecuencias? ¿Cómo podríamos en-tender los medios a la vez como contenido y forma, vi-siblemente calidoscópicos, invisiblemente ideológicos?

iiinoeVálüáiñOs el modo como se producen las luchas en torno y dentro de los medios: luchas por la propiedad y el control de instituciones y significados; luchas por el acceso y la participación; luchas por la representación; luchas que informan y afectan la percepción de los otros y la de nosotros mismos?

Estudiamos los medios porque queremos respuestas a estas preguntas, respuestas que, sabemos, no pueden ser concluyentes y, en rigor, no deben serlo. Por más atractivo o superficialmente convincente que pueda pa-recernos, no es posible establecer una teoría única de los medios. A decir verdad, sería un terrible error tratar de encontrar una. Un error político, un error intelec-tual, un error moral. No obstante, nuestra preocupa-ción con los medios es siempre, y al mismo tiempo, una preocupación por los medios. Queremos aplicar lo que

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hemos llegado a entender, comprometer a quienes pue-den estar en condiciones de responder, alentar la refle-xividad y la responsabilidad. El estudio de los medios debe ser una ciencia tan relevante como humanística.

Las respuestas a mis propias preguntas, por lo tanto, se basarán en una percepción de estas compleji-dades, que son a la vez sustantivas, metodológicas y, en el sentido más amplio, morales. Después de todo, tengo que vérmelas con seres humanos y sus comunicaciones, con la lengua y el habla, con el decir y lo dicho, con el re-conocimiento y el no-reconocimiento, y con los medios como intervenciones técnicas y políticas en el proceso de asignar un sentido a las cosas.

De allí el punto de partida. La experiencia. La mía y la de ustedes. Y su habitualidad.

Con frecuencia, la investigación sobre los medios prefirió lo significativo, el acontecimiento, la crisis, co-mo base de su indagación. Hemos contemplado per-turbadoras imágenes de violencia o explotación sexual y tratado de apreciar sus efectos. Nos hemos concentra-do en acontecimientos mediáticos clave, como la Guerra del Golfo o los desastres, tanto naturales como obra del hombre, para explicar el papel de los medios en el ma-nejo de la realidad o el ejercicio del poder. También nos concentramos en los grandes ceremoniales públicos de nuestra época para explorar su papel en la creación de la comunidad nacional. Todo esto tiene un sentido, puesto que clesdellrend 8211(2,1110S cuánto revela_sobre lo normal la investigación de lópatológico, e incluso de lo , exagerado. No obstante, la atencion constante hacia lo excepcional provoca inevitables lecturas erróneas. Puesto que los medios son, si no otra cosa, diarios. Tienen una presencia constante en nuestra vida coti-diana, dado que entramos y salimos, nos conectamos y desconectamos de un espacio mediático, una conexión mediática, a otros. De la radio a los diarios, de los dia-rios al teléfono. De la televisión al equipo de alta fideli-dad, de este a Internet. En público y en privado, solos y con otros.

Los medios actúan de manera más significativa en el ámbito mundano. Filtran y modelan las realidades cotidianas a través de sus representaciones singulares o y múltiples, y proporcionan mojones, referencias, para la conducción de la vida diaria y la producción y el man-tenimiento del sentido común. Y es aquí, en lo que pasa- por sentido común, donde debemos fundar el estudio - -

lid-á-Medios. Ser capaces de pensar que la vida que lleva-- ffius-es una realización constante que requiere nuestra participación, si bien con mucha frecuencia en circuns-tancias sobre las cuales tenemos poco o ningún poder de decisión y en las que lo mejor que podemos hacer es simplemente arreglárnoslas. Los medios nos dieron las palabras para hablar e ideas para expresar, no como una fuerza desencarnada que actúa contra nosotros mientras nos ocupamos de nuestros asuntos cotidianos, sino como parte de una realidad en la cual participamos y compartimos y que sostenemos -diariamente por intermedio de nuestras conversaciones e ih eracciones habituales. )

Debemos comenzar en el sentido común, por supues-to ni singular ni indiscutido. El sentido común, tanto la expresión como la precondición de la experiencia. El sentido común, compartido o al menos compartible, y medida a menudo invisible de la mayoría de las cosas. Los medios dependen de él. Lo reproducen, apelan a él pero también lo explotan y lo representan erróneamen-te. Y, a decir verdad, su falta de singularidad da pábulo a las-di-á:putas y consternaciones cotidianas cuando nos vemos obligados, tanto a través de los medios como de cu—arquier otra cosa, y quizá cada vez más sólo a través de ellos, a ver y enfrentar los sentidos y culturas comu-nes de los otros El miedo a la diferencia. El horror de la -ciase media ante te las páginas de la prensa amarilla o los tabloides. La precipitada y posiblemente filistea deses-timación de lo estético o lo intelectual. Los prejuicios contra naciones o géneros. Los valores, actitudes, gus-tos, culturas de clase, etnicidades y demás, que son re-flejos y constituciones de la experiencia y, como tales,

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ámbitos clave para la definición de identidades, para uestra capacidad de situarnos en el mundo moderno. .11

Y gracias al sentido común estamos en condiciones, si realmente lo estamos, de compartir nuestra vida con los otros y distinguirla de ellos.

Esta capacidad para la reflexión —en rigor, su ca-rácter central— ha sido señalada con bastante frecuen-cia por quienes buscan definir las características deter-minantes de la modernidad y la posmodernidad, no obstante lo cual sus reflexiones tienden a ver el giro re-flexivo más o menos exclusivamente en los textos espe-cializados de filosofía o ciencias sociales. pormipárte, quiero reclamarla también kara el sentido común,_ para

`I6 cotidianoy, en verdad, de vez en cuando, incluso, o acaso especialmente, para los medios. Los medios son centrales para este próvecto reflexivo no sólo enlas yl.a.-

/--r----raciórieá---S-ócIalmente conscientes de las telenovelas, ' 'los programas diurnos de conversaciones o los progra-

' mas de radio con participación telefónica del público, sino también en las noticias y los asuntos del momento y en la publicidad, cuando, a través de las múltiples lentes de los textos escritos, auditivos o audiovisuales, el mundo que nos rodea se despliega y representa: rei-terada e interminablemente.

¿Qué otras cualidades podríamos adjudicar a la ex-periencia en el mundo contemporáneo y en el papel que los medios juegan dentro de él?

Perdónenme si me embarco en metáforas espaciales para intentar esbozar una respuesta, porque me parece que el espacio proporciona efectivamente el marco más satisfactorio para abordar la cuestión. También el tiem-po, desde luego, pero el tiempo —y esto es hoy un lugar común de la teoría posmoderna— ya no es lo que era. Ya no una serie de puntos, ya no claramente delimitado por distinciones de pasado, presente y futuro, ya no sin-gular, ya no compartido, ya no resistente. Podemos de-cir todo esto a sabiendas, sin embargo, de que esa de-sestimación no está del todo bien o, por lo menos, que es prematura; a sabiendas de que la vida transcurre en el =,,,

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tiempo y que es finita; a sabiendas, también, de que la secuencia es todavía central, que el tiempo no es rever-sible (excepto, por supuesto, en la pantalla) y que to-davía pueden contarse historias. Sabemos que vivimos nuestra vida a través de los días, las semanas y los años; una vida marcada por las reiteraciones de trabajo y juego, las repeticiones del calendario y las longues du-

rées de una historia apenas advertida y quizá cada vez más olvidable. Los medios son en buena medida res-ponsables de esta situación, en especial los compu-tarizados de última generación, porque la radioteledi-fusión siempre se basó en el tiempo, aunque no sucedie-ra lo mismo con el contenido del programa, los juegos en la computadora son infinitos e Internet es inmediata. ¿Puede el tiempo sobrevivir, como antaño habría pre-guntado Lewis Carroll, a tamaña paliza?

Así, pues, debe ser el espacio, al menos por un tiem-po. Y el espacio en múltiples dimensiones, si aceptamos que el espacio mismo, como sugiere Manuel Castells (1996), no es más que tiempo simultáneo. Déjenme proponer —y no es una idea original— que pensemos en nosotros mismos a lo largo de nuestra vida cotidia-na, y en nuestra vida con los medios, como nómadas, vagabundos que se desplazan de un lugar a otro, de un medio a otro, y que en ocasiones pueden estar en más de un sitio a la vez, como podríamos creer que nos ocurre cuando, por ejemplo, miramos televisión o navegamos por la World Wide Web. ¿Qué tipos de distinciones pueden trazarse aquí? ¿Qué clases de movimientos resultan posibles?

Nos movemos entre espacios privados y públicos. Entre espacios locales y globales. Pasamos de espacios sagrados a espacios seculares y de espacios reales a es-pacios ficcionales y virtuales, ida y vuelta. Nos move-mos entre lo familiar y lo extraño. De lo seguro a lo ame-nazante y de lo compartido a lo solitario. Estamos en casa o fuera de ella. Cruzamos umbrales y vislumbra-mos horizontes. Hacemos todas estas cosas sin cesar y en ninguna de ellas, en absolutamente ninguna, esta-

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mos nunca sin nuestros medios, como objetos materia- les o simbólicos, como guías o huellas

-----, tomó experien-

cias o andes-me-motres. Encen-a-er el televisor o abrir un diario en la privaci-

dad de nuestra sala es embarcarse en un acto de tras-cendencia espacial: una ubicación física identificable —el hogar— confronta y abarca al planeta. Pero esa acción, leer o ver, tiene otros referentes espaciales. Nos vincula con otros, nuestros vecinos conocidos y descono-cidos, que a su vez están haciendo lo mismo. La panta-lla parpadeante, el revuelo de la página, nos unen por un momento —pero de manera muy significativa, al menos durante el siglo XX— en una comunidad na-cional. Sin embargo, compartir un espacio no es nece-sariamente poseerlo; ocuparlo no nos da obligatoria-mente derechos. Nuestras experiencias de los espacios mediáticos son particulares y a menudo fugaces. Rara vez dejamos una huella, apenas una sombra, cuando nos relacionamos con aquellos, los otros, a quienes vemos o escuchamos o sobre los cuales leemos.

Nuestro tránsito diario implica movimientos a tra-vés de diferentes espacios mediáticos y dentro y fuera de ellos. Los medios de comunicación nos ofrecen es-tructuras cotidianas, puntos de referencia, puntos de detención, puntos para el vistazo y la mirada atenta, puntos para unirnos y oportunidades de desunirnos. Los flujos incesantes de la representación mediática son interrumpidos por nuestra participación en ellos. Fragmentados por la atención y la desatención. Nues-tro ingreso en el espacio mediático es tanto una transi-ción de lo cotidiano a lo liminar como una apropiación de lo liminar por lo cotidiano. Los medios pertenecen al ámbito de todos los días y, a la vez, son una alternativa a él.

Lo que digo es un tanto diferente de lo que Manuel Castells (1996, pág. 376 y sigs.) identifica como «espacio de flujos». Para Castells, el espacio de flujos señala las redes electrónicas pero también materiales que propor-cionan el reticulado dinámico de la comunicación a lo

largo del cual se mueven sin cesar la información, los bienes y las personas en nuestra era informacional emergente. La nueva sociedad se construye en su movimiento, su eterno fluir. El espacio se vuelve lábil, se disloca de la vida que se vive en los lugares reales, aunque en cierto sentido sigue dependiendo de ella. mol, reconocer esta abstracción„ mi punto de • anida • refie-rélijar el flujo de lo que Castellarama « cional» a los cambios dentro y a través de la experien cia, dado que se producen en ella: en cuanto se siente se conocen y a veces se temen. También nos movemo en espacios mediáticos, ya sea en la realidad ya sea e la imagine-á16n, tanto material como simbólicament Estudiár los medios es estudiar estos movimientos ssIViiiférrelaciones en el espacio y el tiempo y quizá

como consecuencia, descubrirse no tan con- `vencido por los profetas de una nueva era, así como por -5-iiniformidad y los beneficios de esta.

De modo que, si estudiar los medios es estudiarlos en su contri • ución a la textura genera • e a expenen-

Tiff;Sédédüteridé -élló álgu—nárclias. La primera es la necesidad de reconocer la realidad expe»ncia: las expenéncias son reáles, aun las mediáticas. En cierto rriodo, esto nos opone a gran parte del pensamiento pos- moderno que sostiene que el mundo que habitamos es-tá seductora y exclusivamente compuesto de imágenes y simulacros. Según este punto de vista, el mundo es un ámbito donde las realidades empíricas son negadas progresivamente, tanto para nosotros como por noso-tros, en el sentido común y la teoría. Esta concepción nos hace vivir la vida en espacios simbólicos y eterna-mente autorreferenciales que no ofrecen más que las generalidades del ersatz y lo hiperreal, sólo nos brindan la reproducción y nunca el original y, de ese modo, nos niegan nuestra propia subjetividad y, en rigor, nuestra capacidad de actuar de manera significativa. Desde esta perspectiva, debemos aceptar el desafio que signi-fica nuestro fracaso colectivo en distinguir la realidad de la fantasía y el empobrecimiento, si bien impuesto,

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e de nuestras capacidades imaginativas. Para este punto de vista, los medios se convierten en la medida de todas las cosas.

Pero sabemos que no lo son. Sabemos, aunque sólo sea de nosotros mismos, que podemos distinguir y distinguimos entre fantasía y realidad, que podemos mantener y mantenemos una distancia crítica entre

liosotros y nuestros medios, que nuestras vulnerabili-ades a la influencia o la persuasión mediáticas son esparejas e impredecibles, que hay diferencias entre irar, entender, aceptar, creer, influir o representar,

que nos cercioramos de lo que vemos y oímos en compa-ración con lo que sabemos o creemos, que de todos mo-dos ignoramos u olvidamos gran parte de ello y que nuestras respuestas a los medios, tanto en particular como en general, varían según los individuos y a través de los grupos sociales, de acuerdo con el género, la edad, la clase, la etnia y la nacionalidad, y también a lo largo del tiempo. Sabemos todo eso. Es sentido común. Y si quienes estudiamos los medios decidiéramos, no obs-

1 tante, cuestionar ese sentido común —cosa que ha- cemos, conveniente y continuamente—, no podríamos hacerlo sin caer en la misma trampa en la que vimos caer a otros: no lograr tomar en serio la experiencia y utilizarla para someter a prueba nuestras teorías, es decir, someterlas a pruebas empíricas. Tampoco nues- tras teorías escaparán nunca a lo autorreferencial. También ellas se convertirán, sin fin, en reflexivamente irreflexivas.

Abordar la experiencia de los medios, así como su aporte a la experiencia, e insistir en que se trata de una empresa a la vez empírica y teórica, es más fácil de de-cir que de hacer. Esto se debe, en primer lugar, a que nuestra pregunta nos exige investigar el papel de los - dios en el modelado de la experiencia y, a la inversa,

él papel de la experiencia en el modelado de los medios. Y, en segundo lugar, a que nos obliga a indagar más pro-fundamente en lo que constituye la experiencia y su modelado.

Concedamos, entonces, que la experiencia es, en efecto, modelada. Los actos y los acontecimientos, las palabras y las imágenes, las impresiones, las alegrías y las aflicciones, e incluso las confusiones, resultan signi-ficativos en la medida en que pueden relacionarse entre sí dentro de algún marco a la vez individual y social: un marco que, aunque tautológicamente, les da signifi-cado. La experiencia es una cuestión de identidad y di-ferencia. Es al mismo tiempo única y compartible. Es fisica y psicológica. Hasta aquí, todo resulta claro y, en rigor, trivial y obvio. Pero, ¿cómo se modela la experien-cia, y cómo cumplen los medios un papel en su mode-lado?

a experiencia\ se moldea, ordena e interrumpe. Es 221eaapor agendas anteriores , y experiencias pre- vias-SeJardena de acuerdo con normas y clasificaciones _ que pasaron la prueba del tiempo y de lo social. Es inte-rrumpida por lo inesperado,lane-preparadarla confin gencia, la catástrofe, su propia vulnerabilidad, su inevi-table y trágica falta de coherencia. La experiencia es ob-jeto de actuación e influencia. En este aspecto es física, y se basa en el cuerpo y sus sentidos. A decir verdad, el carácter común de la experiencia corporal a través de las culturas es lo que los antropólogos, en particular, adujeron como precondición para nuestra aptitud de entendernos recíprocamente. «La imaginación surge del cuerpo tanto como de la mente», sugiere Kirsten Hastrup (1995, pág. 83), pese al hecho de que esto se advierte en escasas oportunidades. El cuerpo en la vi-da, su encarnación, es la base materiaLde_l experien-ci Nos da una ubicación. Es el lugar no cartesiano de

II' acción y el lugar, también, de las aptitudes y compe-tencias sin las cuales quedamos inhabilitados. Estotie-ne implicaciones importantes en cuanto ab:n0d° de -ábórdarTo-s medios y la intrusión de o&exi

corporal, puesto que se entrometen,coptinuly tecnológicamente. El concepto de techne de Martin Hei-

-degger aprehende el sentido de la tecnología como habi-lidad. Nuestra capacidad de relacionarnos con los me-

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dios tiene como precondición la capacidad de manejar la máquina. Empero, como ya lo he señalado, podemos pensar en los medios como extensiones corporales, pró-tesis, y entonces no significa dar un gran paso comen-zar a perder de vista los límites entre lo humano y lo técnico, el cuerpo y la máquina. Piense digital. Habrá más que decir sobre los medios y los cuerpos.

Y en los cuerpos hay algo más que fisico. La expe-riencia no se agota ni en el sentido común ni en el de-sempeño corporal. Tampoco está contenida en la mera reflexión sobre su capacidad de ordenar y ser ordenada. Puesto que, burbujeante debajo de la superficie de la experiencia, está el inconsciente, que perturba la tran-quilidad y fractura la subjetividad. Ningún análisis de los medios puede ignorarlo, ni las teorías que lo abor-dan. Y así llegamos al psicoanálisis.

Sí, pero el psicoanálisis es un gran problema. Lo es en varios aspectos. Propone, y tal vez lo haga

con el mayor vigor, una manera de abordar lo pertur-bador y lo no racional. Nos obliga a confrontar con la fantasía, lo ominoso, el deseo, la perversión, la ob-sesión: los llamados trastornos de lo cotidiano que se representan y se reprimen —las dos cosas— en los tex-tos mediáticos de uno u otro tipo, y que perturban el delgado tejido de lo que suele pasar por racional y nor-mal en la sociedad moderna. El psicoanálisis es como un lenguaje. Es como el cine. Y viceversa. El paso de la teoría y la práctica clínicas a la crítica cultural está sembrado de ofuscación y, a menudo, la elisión dema-siado ligera de lo particular y lo general, así como la ar-bitrariedad (enmascarada como teoría) de la interpre-tación y el análisis. No obstante, como el propio incons-ciente, el psicoanálisis no se marchará. Nos ofrece una manera de pensar los sentimientos: los miedos y las desesperaciones, alegrías y confusiones que arañan y hieren lo cotidiano.

El psicoanálisis también es un gran problema en la medida en que perturba la confortable racionalidad de gran parte de la teoría de los medios, cognitiva en su

orientación y conductista en su intención. Pone en tela de juicio el reduccionismo sociológico, aunque en su ma-yor parte omite reconocer lo social. Es, o sin duda de-bería ser, un enfoque para fortalecer la percepción de las complejidades de los medios y la cultura sin clausu-rarlas. Si queremos estudiar los medios, es preciso que enfrentemos el papel del inconsciente tanto en la cons-

,L, titucion como , en la impugnación de la experiencia y, asimismo , si queremos responder la pregunta, ¿por qué ,

. t estudiar los medios?, parte de nuestra respuesta debe- ' rá ser: porque propone un camino, si no una vía regia, liala Tos territorios ocultos de la mente y el significado.

La experiencia, mediatizada y mediática, surge en la interfaz del cuerpo y la psique. Se expresa, desde luego, en lo social y en los discursos, la conversación y las his-torias de la vida cotidiana, donde lo social se reproduce constantemente. Citemos una vez más a Hastrup: «La experiencia no sólo está siempre anclada en una colecti-vidad, la verdadera agencia humana también es incon-cebible al margen de la conversación continua de una comunidad, de la que surgen las distinciones y evalua-ciones previas necesarias para tomar decisiones sobre los actos» (Hastrup, 1995, pág. 84).

Nuestras historias, nuestras conversaciones, están presentes en las narraciones formales de los medios, en los programas periodísticos y en los de ficción, como en nuestros relatos cotidianos: chismes, rumores e inter-acciones casuales en los que encontramos los recursos para fijarnos en el tiempo y el espacio. Sobre todo, de fijarnos en nuestras relaciones mutuas, conectar y separar, compartir y rechazar, individual y colectiva-mente, en la amistad y la enemistad, la paz y la guerra. Se ha sugerido (Silverstone, 1981) que tanto la estruc-tura como el contenido de las narraciones mediáticas y

rdénuesiros-distürsos de tódo-sloS díaS stítiltiterdé- Pendientes, y que juritanrós-permiten expresar y medir la experiencia. Lo público y lo privado se entrelazan harrativamente. Así tiene que ser. En las telenovelas y los talk shows, los significados privados se ventilan

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públicamente y los significados públicos se ofrecen al consumo privado. La vida privada de las figuras públi-cas se convierte en la materia de la telenovela diaria; los actores de telenovela se convierten en figuras públi-cas a quienes se exige que construyan una vida privada para consumo público. ¡Hola!* Hello!

¿Qué pasa aquí? En el núcleo de los discursos so-ciales que se arraigan en torno de la experiencia y la en-carnan, y para los cuales nuestros medios se han vuelto indispensables, hay un proceso y una práctica de clasi-ficación: el establecimiento de distinciones y juicios. La clasificación, entonces, no es sólo un asunto intelectual y ni siquiera práctico, sino, en términos de Berlin, estético y ético. Podemos manejar nuestra vida en la medida en que existe una pizca de orden, _suficiente para brindar las seguridades que nos permiten llegar al

-.—al-del dia.-Sin-embargo, ese orden, tal como somos ca-paces de alcanzarlo, no es neutral ni en sus condiciones ni en sus consecuencias, en el sentido de que choca con el orden de otros, y en el sentido de que dependerá del orden, e incluso del desorden, de los otros. También aquí enfrentamos una estética y una ética —una po-lítica, en esencia— de la vida cotidiana, para las cuales los medios nos proveen, en un grado importante, tanto de herramientas como de problemas: los conceptos, categorías y tecnologías para construir y defender distancias; los conceptos, categorías y tecnologías-para construir y sostener conexiones.,stas ta vez sean mas eviderites que illunca, y por lo tanto más contenciosas, cuando una nación está o se siente en guerra. No permitamos, empero, que esta visibilidad momentánea nos ciegue al trabajo diario en el cual nosotros —de nuevo, tanto individual como colec-tivamente— y nuestros medios estamos constante e intensamente comprometidos, minuto a minuto, hora a hora.

Por consiguiente, en la medida en que los medios ocupan, como lo he sostenido, un lugar central en el pro-ceso de establecimiento de distinciones y juicios, y en la medida en que, precisamente, mediatizan la dialéctica entre la clasificación que modela la experiencia y la ex-periencia que colorea la clasificación, debemos indagar en las consecuencias de esa mediatización. Debemos es-tudiar los medios.

* En castellano en el original. (N. del T.)

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2. Mediatización

Comencé por sugerir que deberíamos pensar los medios como un proceso: un proceso de mediatización. Hacerlo nos exige considerar que la mediatización se extiende más allá del punto de contacto entre los textos mediáticos y sus lectores o espectadores. Nos exige su-poner que envuelve a productores y consumidores de medios en una actividad más o menos continua de unión y desunión con significados que tienen su fuente o su foco en esos textos mediatizados, pero que se ex-tienden a través de la experiencia y se evalúan con refe-rencia a ella en una multitud de maneras diferentes.

La mediatización el movimientodel signifi-cado _de un texto a otro, de un discurso a otro, de un acontecimiento a otro. Implica la transforración_cons-tante de los significados, tanto en gran escala como en pequeña significativa e insignificante, a medida que los textos mediáticos ylos textos sobre los medios circulan por escrito, en el habla y en formas audiovisua-les., y nosotros, individual y colectivamente, directa e indirectamente, contribuimos a su producción.

La circulación del significado, que es mediatización, constituye más que un flujo de dos pasos desde el pro-grama transmitido por conducto de los líderes de opi-nión hasta las personas de la calle, como sostuvieron Katz y Lazarsfeld (1955) en su estudio seminal, aunque efectivamente tiene pasos y efectivamente fluye. Los significados mediatizados circulan en textos primarios y secundarios, a través de intertextualidades sin fin, en la parodia y el pastiche, la repetición constante y los discursos interminables, tanto en la pantalla como fue-ra de ella; en ellos actuamos e interactuamos como

productores y consumidores, con la intención urgente de comprender el mundo, el mundo mediático, el mun-do mediatizado, el mundo de la mediatización. Pero también, y al mismo tre-mpo, utilizamos los significados mediáticos para evitar el mundo, distanciarnos de él y, tal vez, de los desafíos de la responsabilidad o el cui-dado„el reconocimiento de la diferencia.

Esta inclusión dentro de los medios, nuestra partici-pación impuesta en ellos, es doblemente problemática. Es difícil de desentrañar, difícil encontrar un origen, dificil construir una explicación singular de, por ejem-plo, el poder de los medios. Y es difícil probable .ente imposible— que nosotros:como analistas, nos aparte-ca mos de la cultura Médiática, nuestra cultura mediática. 'Claro está, nuestros propios textos, como analistas, son parte del proceso de mediatización. En este aspecto, somos como lingüistas que trataran de analizar su pro-pia lengua. Desde adentro, pero también desde afuera.

«Un lingüista no se aparta del tejido móvil de la lengua real —su propia lengua, las lenguas mismas que conoce— más de lo que un hombre se pone fuera del alcance de su sombra» (Steiner, 1975, pág. 111). E igual sucede, a mi juicio, en el caso de los medios. De allí la dificultad: una dificultad epistemológica, concerrieiite7 ITriado-Confoáferhamos nuestra compren sj (In ..cle la TriediatizáCión. Y ética, en la medida en que nos exige emitir juicios sobre el ejercicio del poder en el proceso de mediatización. Estudiar los medios es un riesgo, en ambos aspectos. Implica, inevitable y necesariamente: ún proceso de desránnhárización. Desafiar lo que se da por senEáló7E5-1cp orar debajo de la superficie del signi-ficado. Rechazar lo obvio, lo literal, Jp singular. En nues-

Ir° trabajo, ..a menudo y apropiadamente, lo simple se vuelve complejo, y lo obvio, opaco. Iluminar las sombras las hace desaparecer. Todo es cuestión de perspectiva.

La mediatización es comóTa traducción, según conci-- beSrteiriéra esta: nunca completa, siempre transforma- dora y jamás, tal vez, enteramente satis -faCtória. Siem- pre discutida, también. Un acto de amor. Steiner la des-

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cribe en términos de movimiento hermenéutico, un pro- ceso cuádruple que • • anza, agresión, apro- piación y restitució . Confianza porque al iniciar el pro-,— . ceso de la traducción s valor al texto que abor- aamos; un valor que queremos entende recuperar yic—oniimicar a otros y a nosotros mismoS. En este acto

de confianza declaramos nuestra creencia en que hay un significado por aprehender en el texto al que nos acercamos, y que ese significado sobrevivirá a nuestra tras 'n. Podemos, desde luego, estar equivocados.

orque todos los actos de comprensión son ntemente apropiadores y, por lo tanto, violen-

tos» (Steiner, 1975, pág. 297). En la traducción, pene-tramos en un texto y reclamamos la propiedad de su significado (Stein exista impenitente en sus metáforas), pero ue ejercemos dire los significados de otros, os intentos más modera- dos de entender, es bastante conocida: nuestros propios discursos están salpicados de afirmaciones de que la re-presentación mediática es ten. - • cio eológica y a menudo simplemente falsa. a apropiación cer comprensibles los significa•o incompraciín,e1 consumo, la domesticación (los términos son de Stei-ner) más o menos exitosos, más o menos completos del significado. No obstante, se trata de un proceso incom-pleto in sfactorio sin el cuarto y último movimien-to a restitución. a restitución señala la reevaluación: la re-Clii-Orciela • entro de la cual el traductor restablece el significado y, en el proceso, tal vez lo acentúa. El ori-ginal puede haber desaparecido en su prístina gloria, pero lo que surge en su lugar es, por cierto, algo nuevo; a veces mejor, posiblemente; algo diferente, sin duda. Como sostiene Jorge Luis Borges en «Pierre Menard», ninguna traducción puede ser perfecta, ni siquiera en su perfección. Ninguna traducción. Y ninguna mediati-zación.

La referencia de Steiner, no obstante su sensibilidad y la de la traducción, es a esta como un proceso diádico, un movimiento de un texto a otro, y para Steiner, prin-

cipalmente un movimiento a lo largo del tiempo, que implica la transición entre textos pasados y presentes. Un movimiento que envuelve significado y valor. La traducción es una actividad estética y ética a la vez.

La mediatización parece ser al mismo tiempo más y menos que la traducción, tal como la interpreta Steiner. Más, porque se abre paso a través de los límites de lo textual y propone versiones tanto de la realidad como de la textualidad. Es a la vez vertical y horizontal, de-pendiente de los cambios constantes de los significados a través del espacio tridimensional, e incluso del tetra-dimensional. Los significados mediatizados se mueven entre los textos, sin duda, y a lo largo del tiempo. Pero también a través del espacio y los espacios. Se mueven de lo público a lo privado, de lo institucional a lo indivi-dual, de lo globalizador a lo local y personal, ida y vuelta. Están fijos, por decirlo así, en los textos, y fluyen en las conversaciones. Son visibles en las carteleras y los sitios de la web, y están enterrados en la mente y los recuerdos. Pero la mediatización es menos que la tra-ducción, quizá, porque a veces es algo menos que amo-rosa. El mediatizador no está necesariamente atado a su texto ni a su objeto por amor, aunque en casos indivi-duales podría estarlo. La fidelidad a la imagen o el acontecimiento no es ni por asomo tan fuerte como lo es, o lo fue en otros tiempos, la fidelidad a la palabra.

Una traducción es reconocida y honrada como una obra de autor. La mediatización implica el trabajo de instituciones, grupos y téc-nologías. Nocon-lie-alni termina con un féxto singular. Sus pretensiones̀ " de. ' -cUirstira;Trodircto de las ideologías y narrativas de los programas noticio-á-Os-7154Si' ejemplo, se ven comprometi-

-das en el punto de transmisión por el conocimiento cer-tero de que la siguiente comunicación, el siguiente bole-tín, el siguiente reportaje, comentario o cuestionario, seguirán moviendo las cosas y las llevarán a otra parte. La concepción de Steiner de la traducción no se prolon-la -Más allá del texto, pese al reconocimiento de su pro- pió lifgar en- el lenguaje-. -Por otro lado, la mediatización

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no tiene fin y es el producto del desciframiento textual, tanto en las palabras, hechos y experiencias de la vida cotidiana, como por las continuidades de la transmisión general [broadcasting] y la transmisión segmentada [narrowcasting].

De modo que la mediatización es menos que la tra-ducción justamente en la medida en que se trata del producto de un trabajo institucional y técnico con pala-bras e imágenes y, también, del producto de un compro-miso con los significados informes de sucesos o fanta-sías. Los significados que en efecto surgen o que se ale-gan, tanto provisoria como definitivamente (una y otra cosa a la vez, desde luego, en casi todos los actos de comunicación), aparecen sin la intensidad de una aten-ción específica y precisa al lenguaje o sin la ne

(

e recrear, hasta cierto punto, un texto origin En este sentido, la mediatización es menos determinada, más abierta, más singular, más compartida, más vulne- rable, quizás, a los abusos.

No obstante, la discusión sigue siendo pertinente, y en especial si tenemos en cuenta que lo implicado no es la distinción entre diferentes tipos de traducción: lite-ralidad, paráfrasis e imitación libre, que el propio Stei-ner considera estéril y arbitraria. Es pertinente porque se trata del reconocimiento de que la significación de la traducción reside en la inversión, tanto ética como esté-tica, que se hace en ella y en las demandas que se plan-tean a su favor y por su intermedio. La traducción es un proceso en el cual se producen significados que cruzan fronteras, a la vez espaciales y temporales. Indagar en ese proceso es indagar en las inestabilidades y flujos de los significados y en sus transformaciones, pero tam-bién en la política que los inmoviliza. Esa indagación proporciona el modelo para las pocas cosas que quiero decir ahora sobre la mediatización.

Consideremos el ejemplo de un joven investigador televisivo que trabaja en una serie documental sobre la vida en instituciones integrales: una serie que exami-nará de qué manera dichas instituciones, en este caso

un monasterio, socializan a sus miembros en un nuevo modo de vida, una nueva regla, un nuevo orden. Una idea inicial y el hecho de haber logrado convencer de su viabilidad al productor ejecutivo resultaron en un al-muerzo con el abad en un restaurante del Soho. ¿Podría el abad permitir al equipo de producción ingresar al monasterio para seguir a un grupo de novicios mien-tras se preparan para ser miembros de la comunidad? ¿Concedería a la televisión los derechos de representa-ción? El abad consideraría la posibilidad. Un programa anterior en otro punto de la red había sido evaluado co-mo bastante menos que exitoso, pero esta era una idea interesante y parecía haber entre los dos hombres cierta afinidad, suficiente para sugerir que el investiga-dor visitara el monasterio con el objeto de seguir discu-tiendo.

Algunas semanas después, el investigador se en-cuentra en una sala con toda la comunidad monacal. Presenta la idea del programa y se ve sometido a un in-terrogatorio. Tal vez con inocencia, pero más pro-bablemente con orgullo profesional, destaca lo que es-pera lograr en el programa y afirma que este retratará con fidelidad el modo de vida de los monjes, sin distor-siones ni sensacionalismo. El investigador vivirá du-rante un tiempo en la comunidad. El filme será objeto de una cuidadosa y rigurosa investigación. Se dará ca-bida a las propias voces de los monjes. Estos pueden confiar en que el investigador transmitirá la verdad (sí, dijo eso). Es convincente. Se llega a un acuerdo. El in-vestigador pasa dos semanas con los monjes y sigue su rutina. Habla y come con ellos y asiste a sus servicios. Termina por respetarlos enormemente, pero no entien-de su fe. Elige a dos novicios y analiza con ellos cómo se desenvolverán las cosas. El plan es que la película abar-que un período de un año, a fin de seguir el progreso del noviciado.

El investigador vuelve a Londres e informa al direc-tor y el productor. Comienza el rodaje, que termina a su debido tiempo. Kilómetros y kilómetros de imágenes,

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palabras y sonidos que es preciso armar en un texto coherente. El investigador, pese a haber realizado mu-chas de las entrevistas ante las cámaras, ya no intervie-ne demasiado en el proceso de producción y aguarda mientras el mundo que él ha observado y el mundo que, aunque imperfecta e incompletamente, ha llegado a en-tender, se reconstruye cuadro por cuadro. Con creciente impotencia, contempla la producción institucional de sentido: la construcción de una narración; la creación de un texto que concuerde con las expectativas del pro-grama, un texto que encaje en el casillero correspon-diente del plan y demande una audiencia y un signifi-cado. Ve emerger una nueva realidad montada sobre la antigua, apenas reconocible, al menos para e , pero ca- h vez más alejada de lo que el investigador creé -qüélos-propios monjes conocerían y entenderían.

Esta es una traducción encarada con buena fe. Sin embargo, cuando los significados emergentes cruzan el umbral entre los mundos de las vidas mediatizadas y los medios vivientes y a medida que cambian los pla-nes, cuando la televisión, en este caso, impone, inocente pero inevitablemente, sus propias formas de expresión y trabajo, sale de las profundidades una nueva realidad mediatizada, que rompe la superficie de un grupo de experiencias y ofrece, demanda otras.

El programa se transmite e incluso se repite. Algún tiempo después, el investigador encuentra en una oca-sión social a uno de los miembros de la comunidad. ¿Qué piensa este, qué piensan ellos? Tímida y un tanto afligida, la respuesta es suficientemente clara. Decep-ión. Pesar. Otro fracaso. Una oportunidad perdida. Tal

vez haya sido un documental, pero no documentó, no re- , flejó ni representó con precisión sus vidas o su institu-

---,?' ción. El investigador no está del todo sorprendido ni pasmado. Pero se siente deshecho por la admisión del fracaso. ¿Es su fracaso? ¿Era inevitable? ¿Podría haber habido otro resultado?

Entretanto, millones de personas habrán visto el programa; muchos lo habrán hecho con placer, y otros

muchos habrán incorporado parte de su significado a su propia comprensión del mundo. La descripción que da Steiner de la traducción no incluye al lector o la lec-tura. Mi descripción de la mediatización debe hacerlo, porqué si no privilegiamos a aquellos —todos no$0.— 1-r-o-S----4iresefriVolucran constante e infinitamente con Vs significados mediáticos, y no nos preocupamos pon ra-efectiYidad de "-éia injerencia, corremos el riesgo de un a lectura erreifieá. Todos participamos en el proceso de medratrzacrorr. O no, según sea el caso.

La historia de este contacto de un documental televi-sivo con un mundo privado quizá sea bastante familiar, y cada vez la entienden más tanto los convocados a par-ticipar con carácter de sujetos en la mediatización como los espectadores y lectores que han llegado a compren-der algunos de los límites de la pretensión de autenti-cidad de los medios. Sin embargo, como lo reconoce Steiner, en su núcleo está la cuestión de ma confianza' . Y la confianza en muchos momentos diferentes e proce-so. Los sujetos del filme deben confiar en quienes se presentan como mediatizadores. Los espectadores de-

-b-jrc-Onfiar en los mediatiza-dores prbreálóiiállá. `rnediatizadores profesionales deben confiar en sus pro;

pías aptitudes y capacidades_para proporcionar un tex-to honesto.

Y -aun-que se nos pudiera excusar por ver esa con-fianza traicionada con tanta facilidad, cínicamente o no, se trata de una precondición de la mediatización, una precondición necesaria en todos los intentos de re-presentación de los medios, y en especial la representa-ción fáctica. Es evidente que esta cuestión de la con-fianza no estructura todas las formas de mediatización, pese a lo cual sigue siendo, como lo sostuvo Jürgen Ha- bermas (1970), una precondición de cualquier comuni-cación eficaz. Un interrogante que aparecerá una y otra vez en este libro es qué pasa con la confianza en el co-razón del proceso de mediatización, y la comprensión de la verdadera importancia de hallar maneras de pre-servarla o protegerla.

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Todos somos mediatizadores, y Jos significados mis-mos que creamos son nómadas También son podero--áóáirás fronteras sé cruzan y, una vez transmitidos los programas, construidos los sitios web o enviados los co-rreos electrónicos, seguirán cruzándose hasta que las palabras e imágenes que han sido generadas o simula-das desaparezcan de la vista o la memoria. Todo cruce es también una transformación. Y toda transformación es, en sí misma, una demanda de significado, por su pertinencia y su valor.

En consecuencia, nuestro interés en la mediatiza-ción como proceso ocupa un lugar central en la cuestión de por qué debemos estudiar los medios: la necesidad de prestar atención al movimiento de los significados a

3. 'Ibenología

No podemos avanzar mucho con nuestro interés por los medios sin indagar en la tecnología. Nuestra iiiíj: taz con el muridd:Yuéstfá manera de enclyar la reali-ilad.-Laá tecnologías mediáticas, porque son tecnolo-gías, tanto el hardware como el software, vienen en di-ferentes formas y tamaños, formas y tamaños que hoy cambian rápidamente y de una manera desconcertan-te, e impulsan a muchos de nosotros al nirvana de la llamada «era de la información», mientras dejan a otros jadeantes y sin aliento como ebrios en la acera, arras-trándose en medio de la basura de un software ya obso-leto y sistemas operativos descartados o, a lo sumo, arreglándoselas simplemente, con la vieja y sencilla telefonía y las transmisiones terrestres analógicas.

Pensar en la tecnología, cuestionarla en el contexto de un interés en los medios, no es cosa sencilla. Y no sólo por la velocidad del cambio, en sí misma ni predecible ni carente de contradicciones en sus implicaciones. Mu-cho se ha escrito acerca de la capacidad de la tecnología mei:llauca para determinar laTrianera como nos -oCiipa-nió-s dé nuestros asuntos cotidianos, y las facilidades y restricciones que implica para nuestra facultad de actuar en el mundo. Se nos dice —y también es cierto, al menos para una pequeña proporción de la población mundial— que estamos en medio de una revolución tecnológica con consecuencias de gran alcance, una re-volución en la generación y difusión de la información. Nuevas tecnologías y nuevos medios, cada vez más convergentes gracias al mecanismo de la digitalización, transforman el tiempo y el espacio sociales y culturales. Este nuevo mundo nunca duerme: difusión de noticias

través de los umbrales de la representación y la expe-pencia,_Establecer los lugareá_y-, lasfuente_p_s ertur-bación. Entender la rel_a njeos

r----ivá-diil,-"y-e—tién textos y tecnologías. E identificar los puntos e-tensión. Es necesario, además, que no sólo nos consagremos al informe de los hechos, los medios como fuentes de información. Los medios entretienen. Y también en este aspecto se elaboran y transforman significados: esfuerzos para atraer la atención, para la satisfacción y la frustración del deseo; placeres ofreci-dos o negados. Pero siempre recursos para la conversa-ción, el reconocimiento, la identificación y la incorpo-ración, cuando comparamos, o no comparamos, nues-tras imágenes y nuestra vida con las que vemos en la pantalla.

Es preciso que entendamos este proceso de mediati-zación, que entendamos cómo surgen los significados, dónde y con qué consecuencias. Es preciso que seamos capaces de identificar los momentos en que el proceso parece derrumbarse. Cuando lo distorsionan la tecnolo-gía o la intención. Es preciso que entendamos su políti-ca: su vulnerabilidad al ejercicio del poder; su depen-dencia del trabajo de instituciones, así como de duos, y su propio poder de persuasión y su capacidad para reclamar atención y respuesta.

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y servicios financieros las veinticuatro horas del día. Acceso instantáneo y global a la World Wide Web. Co-mercio interactivo y sociabilidad interactiva en econo-mías y comunidades virtuales. Una vida para vivir en línea. Canal tras canal. Decisión tras decisión. Televi-sión de caramelo masticable.

Escuchemos las voces de Silicon Valley o el Media Lab. Escuchemos, por ejemplo, a Nicholas Negroponte (1995, pág. 6):

«A principios del próximo milenio, sus gemelos o pen-dientes derecho e izquierdo tal vez se comuniquen entre sí mediante satélites de órbita baja y tengan más capa-cidad computacional que su PC actual. Su teléfono no sonará de manera indiscriminada; recibirá, selecciona-rá y quizá responderá las llamadas entrantes como un mayordomo inglés bien entrenado. Los medios masivos de comunicación se redefinirán debido a la presencia de sistemas para transmitir y recibir información y entre-tenimiento personalizados. Las escuelas cambiarán hasta convertirse en algo más parecido a museos y pa-tios de juego, en los que los niños aunarán ideas y socia-lizarán con otros niños de todo el mundo. El planeta digital será como la cabeza de un alfiler».

¿Qué se dirán mis gemelos el uno al otro? ¿Qué haré con toda esa capacidad computacional? Si toda mi informa-ción está personalizada, ¿cómo voy a aprender algo nuevo? ¿Quién solventará el nuevo tipo de escuelas y se encargará de dar nueva capacitación a los docentes (o les conseguirá otros empleos cuando se hayan ido)? ¿Cómo me las arreglaré con los punzantes alfilerazos de la proximidad global?

El problema es cómo pensar esto exhaustivamente, es decir, una vez que admitimos que la tecnología no cae sobre nosotros sin intervención humana. Una vez que reconocemos que surge de complejos procesos de diseño y desarrollo que están, en sí mismos, inmersos en las actividades de instituciones e individuos limitados y

promovidos por la sociedad y la historia. Nuevos me-dios se construyen sobre los cimientos de los viejas. No surgen plenamente desarrollados o perfectamente formados. Nunca resulta claro, tampoco, cómo se insti-tucionalizarán y utilizarán y, menos aún, qué conse-cuencias tendrán para la vida social, económica o polí-tica. Las certidumbres de , una tecno-lógica, las certi-dumbi.éáWündesarrollo acumulativo en materia, por ejemplo, de velocidad o miniaturización, no producen su equivalente en los reinos de la experiencia.

No obstante, el cambio tecnológico genera en efecto consecuencuu_Y estas pueden ser, y sin duda han sido, profundas: cambian, tanto visible como invisiblemente, `el mundo en que vivimos. La escritura y la imprenta, la telegrafía, la=radio, la telefonía y la televisión, Internet:

-énda una de ellas propuso nuevas maneras de manejar la información y nuevas maneras de comunicarla; nue-vos modos de articular el deseo y nuevos modos de in-fluir y agradar. Nuevos modos, en verdad, de elaborar, transmitir y fijar el significado.

La tecnología, entonces, no es singular. Pero, ¿en qué sentidos es plural?

Marshall McLuhan querría que viéramos la tecnolo-gía como física, como extensiones de nuestra capacidad humana de actuar material y psicológicamente en el mundo. Nuestros medios, en especial, extendieron su campo y su alcance, otorgándonos un poder infinito pe-ro también modificando el medio ambiente en que se ejerce ese poder. Las tecnologías, prótesis para la mente y el cuerpo, totales en su impacto, nunca sutiles ni ca-paces de discriminar sus efectos, hacen esto por sí mis-mas La atracción que despertaba McLuhan en la dé-cada de 1960 se basaba en la novedad y generalidad de su enfoque. Un profeta de su tiempo y en su propia tie-rra. Y aún lo es. Su mensaje sobre la simplicidad del desplazamiento del mensaje por los medios como ám-bito de influencia está en armonía con la idea de quie-nes ven en la generación actual de tecnologías interacti-vas y de redes la plena realización del mundo como me-

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dio. PaLátla gente, Antenlet esun inod.eksle lo que so- n2nylDorgs. Cibernautas. Dejemos correr las fanta- sías. Y las fantasías, o por lo menos algunas de ellas,se realizan. Almacena miento infinito. Accesibilidad infini-

Tá. Tarjetas inteligentes e implantes retinales. Los usuatos.son_traxisformad os por su uso y> rnin aresulta- . do, se transforma con la misma certeza lo que significa ser humano Clic.

Lo que es teóricamente poco sutil tiene su valor. Con-centra la mente en la dinámica del cambio estructural. Nos hace cuestionar. Pero omite los matices de la agen-cia y el significado, d¿rejercicio humano del pbr"ye nuestra resistencia. • mité, tanabién7ntras -ftreiités-de cam io!Táéoire7que afectan la creacrlii dé las tevirrio-gías mismas factores • ue mediatizan nuestras res-

stas a ellas. Sociedad, economía, política, cultura. Las tecnologia, hay que decirlo, son habilitantes (e inhabilitantes) más que determinantes. Aparecen, existen y desaparecen en un mundo que no es del todo obra suya.

No obstante, la atracción es comprensible. Y lo que McLuhan articula y a la vez refuerza de manera irre-flexiva es en gran medida un universal de la cultura, según el cual la tecnología puede verse como encanta-miento. La expresión es casi la de Alfred Gell, quien la usa para describir las tecnologías —las tecnologías del encantamiento— que los seres humanos idearon para «ejercer control sobre los pensamientos y acciones de otros seres humanos» (Gell, 1988, pág. 7), mediante lo cual alude al arte, la música, la danza, la retórica, los dones y todos los artefactos intelectuales y prácticos surgidos para permitirnos expresar la gama completa de las pasiones humanas; vale decir, los medios.

Pero la tecnología como encantamiento tiene una re- ferencia más vasta, porque describe el modo como todas las sociedades, incIüida ra nuestra, encuentran en ella una fuente y un ámbito de magia y misterio. Gell tam- bién plantea este aspecto. Para él, la tecnología y la ma- gia están inextricablemente ligadas. El hechizo se pro-

duce cuando se plantan las semillas Con ello se explica y se reivindica a la vez el éxito futuro. A decir verdad, por definición. Puesto que la tecnología no debe enten-derse meramente como máquina. Incluye las aptitudes

—3-r-a-m---Petencias, el conocimiento y el deseo sin los cuales no puede funcionar. Y «la magia consiste en un "comen-tario" simbólico sobre las estrategias técnicas» (Gell, 1988, pág. 8). Las culturas que hemos creado alrededor de nuestras rñáqumas y nueOs medios son precisa-iñente eso. En el sentido común y los discursos cotidia-nos, e incluso—en los escritos académicos, las tecnologías aparecen mágicamente, son magia y tienen consecuen-cias mágicas, tanto blancas como negras. Son el centro aé fantasías utópicas y distópicas que, tan pronto como se pronuncia el conjuro, adoptan una forma física, ma-terial (aquí es oportuno mencionar el caso de Wired, el órgano periodístico del Silicon Valley). Las operaciones de la máquina son misteriosas y, como resultado, con-fundimos su origen y su significado. El uso que les da-mos está cargado de folclore, el saber compartido de grupos y sociedades que desean controlar las cosas que no entienden.

Así pues, la tecnología es mágica y las tecnologías médiáticas son en efecto tecnologías del encantamien-to. Esta sobredeterminación da a las tecnologías me-diáticas un poder considerable, por no decir pavoroso, en nuestra imaginación. Nuestra participación en ellas está impregnada por lo sagrado, mediatizada por la an-siedad, abrumada, de vez en cuando, por la alegría. De-pendemos de ellas de manera sustancial. Nos sentimos completamente desesperados cuando se nos priva del acceso a ellas: el teléfono como «línea de vida», la televi-sión como esencial «ventana al mundo». Y en ocasiones, cuando nos enfrentamos con lo nuevo, nuestra emoción no conoce límites: «¿Cuatro billones de megabytes? ¡No!».

En este contexto, lo mismo que en otros, podernos empezar a vei:Tatecnología como cultura: ver que las tecnologías, en el sentido que comprende no sólo el- qué

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(- sino también el cómo y el porqué de la máquina y sus usos, son tanto simbólicas como materiales, estéticas al igual que funcionales, objetos y prácticas. Y también en este contexto podemos comenzar a investigar los espacios culturales más amplios en los que operan las tecnologías, y que les otorgan a la vez su significado y su poder.

Walter Benjamin reconocía en la invención de la fotografia y el cine momentos decisivos en la historia de la cultura occidental, momentos que, aun en el contexto de su propia ambivalencia, nunca malinterpretó, sin embargo, como desencantamiento. La reproducción mecánica (vigente por primera vez, desde luego, en la imprenta) es el rasgo definitorio de la tecnología mediá-tica, que fractura la sacralidad cerrada e íntima, ina-bordable y distante de la obra de arte y la reemplaza por las imágenes y sonidos de la cultura de masas. Para Benjamin, eso implicaba la posibilidad de una nueva ,política, dado que los nuevos espectadores masivos de 'las imágenes cinemáticas se enfrentaban a representa-

r ciones de la realidad que estaban verdaderamente en Iil r_ltanía-son-Bla-experienelt.-Al- respecto, escribía lo si- ] guiente: I

«El cine es la forma artística que está en armonía con la amenaza creciente a su vida que debe afrontar el hom-bre moderno. La necesidad del hombre de exponerse a efectos de choque es su ajuste a los peligros que lo ame-nazan. El cine corresponde a cambios profundos del aparato perceptivo: cambios experimentados en una escala individual por el hombre de la calle en el tránsito por las grandes ciudades, y en una escala histórica por cualquier ciudadano de nuestros días» (Benjamin, 1970, pág. 252, n. 19).

En este caso, y en otros, se considera que las tecnologías mediáticas surgen como puntos de necesidad generali-zada, más social que individual. Raymond Williams (1974) plantea un argumento similar con referencia a

la radio. Y, por otro lado, es posible reconocer en la nTáturac- ión- de esas tecnologías los aspectos en que ex-presan y refractan una buena parte de la dinámica de la cultura más vasta. Max Weber podría haber califica-do esta situación de afinidad electiva, pero esta vez en-tre cambio tecnológico y cambio social y no entre protes-tantisino y ca¡Wfá«Wm—o. AdemáI;-áifii5 nos preocuparan en exceso las líneas discretas de causación, podríamos seguirlo. En efecto, es posible ver en el carácter granu-lar recíproco de las culturas, etnicidades, grupos de in-terés, gustos y estilos contemporáneos y en el de la eco-nomía emergente de la difusión segmentada otra ex-presión más de la misma interdependencia socio- técnica.

Las tecnol2gías mediáticas pueden considerarse como cultura en otro sentido conexo, aunque_ contrasta-

"aT--«C óomo el prducto-de una industria culturál y el objé-to de la cultura más o menos motivada y más o menos determinante inscripta por la inserción de las tecno-logías en las estructuras del capitalismo tardío. Esta es la bien conocida posición de los antiguos colegas de Benjamin, Theodor Adorno y Max Horkheimer (1972). Y pese a la intransigente estridencia de sus argumen-tos, lo que estos dicen debe reconocerse, tal cual parece ser una vez más, como una crítica extremadamente vigorosa de la capacidad y el poder del capital de trai-cionar la cultura mientras afirma defenderla, y un aná-lisis sostenido de las fuerzas culturales desatadas por las tecnologías mediáticas (y eso que apenas si veían te-levisión) en la creación y el mantenimiento de las ma-sas como una mercancía enteramente vulnerable a las lisonjas de una industria totalizadora que no deja nada, ni siquiera el bucle de la estrella en cierne, fuera de su alcance. Lo sabemos, aunque lleguemos a valorarlo de diferente manera.

Aquí no hay escape. Siempre gana la tecnología, que envenena la originalidad y el valor para reemplazarlos por la banalidad y la monotonía. La crítica recae sobre el cine y no sobre películas específicas; sobre la música

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grabada, en particular el jazz, y no sobre canciones en particular. Todos representan la industrialización de la cultura: el ersatz, lo uniforme y lo inauténtico. y se_ tra-ta, en lo fundamental, de una crítica de la tecnología

yde la tecnología como cultura en cuanto es impensable al margen de las estructuras poritiagY étonómicas, en especial estas últimas, estructuras que la contienen y en cuyo yunque se forja su producción diaria.

No obstante, podemos pensar de otra manera en la tecnología como economía política. Y no sólo como una economía política de la tecnología mediática, una eco-nomía política que, a su turno, depende de un interés en los mercados y su libertad, en la competencia, en la in-versión y en los costos de producción y distribución, in-vestigación y desarrollo. Esa economía política entraña la aplicación de una teoría y una práctica económicas más amplias al campo específico de los medios y la tec-nología, aun cuando en este caso, desde el comienzo mismo, los cambios tecnológicos obligaron a los econo-mistas a replantear principios y categorías, principal-mente como resultado de la producción del mercado mundial y la globalización de la información, sin la cual ese mercado no podría sostenerse. El mercado de la in-formación es muy diferente del mercado de bienes tan-gibles. No hay costos de reproducción y los costos de dis-tribución son cada vez más bajos. La economía política de la radioteledifusión pública, del acceso universal, de la escasez del espectro y luego, en la era posdigital, de su abundancia, surgió cuando lo hicieron las propias tecnologías mediáticas e informacionales y mientras estas, a su vez, siguen recusando y transformando el saber económico recibido.

En ningún lugar es esto más cierto que en la esfera de la economía política de Internet, en la cual la infor-mación es, posiblemente, tanto la mercancía como el principio de su administración. La nueva economía po-lítica tiene que vérselas con cuestiones como la seguri-dad, la protección de datos, las normas y el cumpli-

miento de los derechos de propiedad intelectual. Debe concordar con un espacio económico que se define por un marco informacional en rápida expansión y aún relativamente abierto en el cual tiene lugar el comercio (el comercio electrónico); un marco del cual ella depen-de. Como lo señala Robin Mansell (1996, pág. 117): «Las empresas tienden cada vez más a establecer servicios comerciales en Internet, y muchos de ellos son el sopor-te de los elementos informacionales del comercio elec-trónico». El rizo. Información para la información. Di-nero paraérdrileró. Pero, ¿como córiléguir 1»,:ce,

En un-fállgr reálizado en la Universidad de Califor-nia, académicos europeos se reúnen con representantes de Silicon Valley: el empresario, el abogado, el econo-mista, el analista financiero, el periodista y el cronista. Hay tanto defensores como críticos, pero los participan-tes están unidos por su condición de miembros del siste-ma y, para el mundo, hablan en lenguas. No obstante, lo que surge de esos dos días y medio de conversaciones es la visión de una nueva economía, que no carece de rela-ciones con la antigua, por supuesto, pero motorizada hoy por los nuevos principios y prácticas, unos y otras resultantes de los ensayos y errores de la ganancia de dinero en Internet. En este mundo el futuro es descono-cido y el pasado apenas se recuerda, pero de todos mo-dos es bastante irrelevante. La única preocupación es el presente. Impregnadas por las ideologías evolutivas de la cultura norteamericana, en la cual Darwin reina tanto en el espacio económico y social como en los domi-nios de la biología, y donde los actores individuales lu-chan por la supervivencia económica en un juego cuyas reglas sólo surgen como un resultado de sus acciones y no como una precondición de estas —otra nueva fronte-ra—, las discusiones giran en torno de la transforma-ción de la misma Internet en un producto de consumo.

La esfinge consumista. Fortalecidas por una econo-mía supuestamente libre de fricciones en la cual las elecciones entre productos son infinitas, la información sobre ellos es accesible y clara, y nuestra capacidad de

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elegir unos y no otros es (por fin) racional, se considera que nuestras decisiones de compra, como individuos y como instituciones, no tienen otra restricción que nues-tra capacidad de pago. No obstante, este fortalecimien-to queda comprometido, en ese mismo instante, por las diversas estrategias que las empresas, tanto las glo-bales como las locales, desarrollan para conquistar y restringir nuestras elecciones. Se registran nuestras decisiones de compra, se verifican nuestras preferen-cias, se definen nuestros gustos, se reclaman nuestras lealtades. Se habla de compaks (servicio, recompra y acuerdos de actualización que nos mantienen engan-chados a un producto determinado), clics (haces de compulsas informacionales acerca de nuestras decisio-nes de compra en línea, que comparan el comporta-miento económico con los patrones de acceso a los sitios, lo cual permite una comercialización sumamente per-sonalizada) y zags («Código postal, edad y género y lis-to, ya lo [o la] consiguió»).*

También se habla de las «secuelas de lo gratuito»: entregar sin cargo el software inicial y ganar dinero con las actualizaciones, información más sofisticada o pro-ductos secundarios. Afeitadoras y hojas de afeitar. Net-scape, Bloomberg, Microsoft. Y se alude a los desafíos del recalentamiento de un espacio tecnológico donde los ciclos de los productos se miden en meses y no en años, y al riesgo de que los consumidores empiecen a advertir (tal vez ya lo han advertido) que la última actualización va a ser, en efecto, la última. Que la fanfarria de la ma-yor capacidad y la velocidad creciente empiece a bajar de tono y que los consumidores comiencen a cansarse. Aunque esto seguro que no. Y se habla, también, del Volkscomputer, la solución minimalista a los problemas de la tecnología compleja. ¿Quién será el siguiente gran maestro o maestra de la industria del hardware, su Henry o Henrietta Ford?

* Zag es sigla de «zip, age and gender», código postal, edad y género. (N. del T.)

Nos informamos sobre los mercados: que el negocio de los videojuegos es hoy más grande que Hollywood; que el mercado del karaoke en línea vale en Japón dos mil millones de dólares. Nos enteramos del surgimiento de mercados concentrados para la compra de ancho de banda en las líneas ADSL. Discutimos las leyes antimo-nopolios, el copyright y la propiedad intelectual. ¿Qué es exactamente una copia en el ciberespacio? Y discuti-mos la marca, siempre la marca. El poder del nombre, el significante de un producto global, el ámbito de la nueva aura. El dios, la marca. La marca, el dios. Nike, el espíritu de la victoria. La deidad en quien confiamos. La fuente de la comunidad y la salud y la potencia y el éxito, que sólo existe, contra Benjamin, en su reproduc-ción masiva e insaciable. De la cantidad a la calidad. Intel inside (e Intel está efectivamente adentro, precar-gado en mi diccionario. Viejo y querido Microsoft). Síganme. Síganme. Cómprenme.

Y no sólo las multinacionales pueden intervenir en este juego. La gente del común también puede tener marcas. «Yo soy una marca», dice un colaborador. «Mi libro sobre Silicon Valley vendió setecientos mil ejem-plares en todo el mundo. Tengo una columna habitual en el sitio web de PBS. Vendo mis servicios como con-sultor. Tengo una serie de televisión y estoy desarro-llando una empresa de software para la puesta en mar-cha de negocios». Su tarjeta comercial reza «escritor, presentador, perito en computadoras» y muestra una computadora de costado con una lengua móvil que sale de la pantalla y brazos que se agitan alocadamente a ambos lados del monitor.

Las metáforas se acumulan con rapidez y en gran-des cantidades a medida que la discusión rastrea las continuidades y discontinuidades entre el presente y lo poco que se sabe o se recuerda del pasado. Proctor and Gamble todavía está ahí, pero esta vez en sitios web y no en telenovelas. Y lo mismo ocurre con Microsoft, el eje alrededor del cual empieza a girar Internet y el pro-veedor de una infraestructura de software global sobre

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cuyas plataformas productores más pequeños de soft-ware desarrollan sus propios productos patentados. Es como si comenzara a surgir un monopolio natural y, por razones de fuerza mayor, una compañía global cons-truyera todos los caminos por los cuales debe viajar el resto. O tal vez no. El futuro, al menos aquí, tendrá que cuidar de sí mismo; al igual que el mercado. Puesto que en California —al menos así parece— el precio del fra-caso es pequeño, las posibilidades de volver a empezar son reales y los premios al éxito están más allá de toda medida. Esto vale tanto para las grandes firmas como para las pequeñas: para quienes tienen fuerza y para quienes tienen maña; para quienes pueden comprar ideas y para quienes realmente las tienen. El camino será dificil para quienes están en el medio.

Si esto es cierto, podemos ver que lo mismo pasa en otros lugares, tanto en el espacio político como en el es-

acio económico. Los nuevos medios tienden percepti-blemente a crear una sociedad con un sector medio ex-cluido, en la cual, tanto en lo que se refiere al mundo de las organizaciones políticas como al de las organizacio-nes económicas, el centro mediador, la mediana empre-a y, a decir verdad, el estado nación, son desplazados

de la contienda por las fuerzas de lo grande y lo peque-ño, lo global y ,lo local

En rigor, en el mundo de Intern et así co o en el es- , pacio mediático eral, la ,tecnologí también puede verse como • oUtic, Y esto eit mensiones. La política que surg- . . . r la que puede abogarse en tor-no de los medios es una política de acceso y regulación, y la política que puede o no ser posible dentro de los me-dios es una política de participación y representación, en ambos sentidos de la palabra, en la cual podrían

\ aparecer nuevas formas de democracia; o, a decir ver-dad, nuevas formas de tiranía.

A lo largo de los años, mucho se habló de los efectos de la televisión, en especial, sobre el sistema político; mucho, también, de los efectos combinados de los me-dios, la mercantilización y el naciente estado burgués

sobre la posibilidad de un discurso democrático genui-no. En ambos casos, las tecnologías son condiciones ne-cesarias pero no necesariamente suficientes para el cambio. Sólo actúan en contexto. Sin embargo, en nues-tro nuevo ambiente mediático existe la esperanza de que, a partir de los improbables comienzos de la anar-quía interactiva que es Internet en su situación aún relativamente libre, surjan nuevas formas de política receptiva y participativa que sean pertinentes tanto pa-ra la comunidad global como para la local. La democra-cia en línea y los concejos municipales y referendos elec-trónicos son la materia de la nueva retórica política que efectivamente ve la tecnología como política. En sí misma, esa esperanza depende, empero, de una política más convencional que producirá, o no, políticas para el acceso, que definan y garanticen alguna forma de servi-cio universal, protejan la privacidad y la libertad de pa-labra, administren la concentración de la propiedad y, en general, destinen los frutos del espacio electrónico al bien social general.

Las tecnologías mediáticas e informacionales son ubicuas e invisibles. En efecto, son cada vez más ambas cosas, a medida que los microprocesadores desapare-cen dentro de una máquina tras otra y ellas supervisan, regulan, controlan su funcionamiento y lo que harán por nosotros, y generan y mantienen sus conexiones con otras máquinas igualmente invisibles. Como tales, la computadora e incluso la televisión pueden conver-tirse con rapidez en cosa del pasado. La tecnología como in formación. Atrapados en la red.

En nuestra dependencia de la tecnología y el deseo que nos despierta, nosotros, los usuarios y consumi-dores, nos confabulamos con esta situación. La enten-

>1 demos. Tal vez incluso la necesitamos. No es necesario que veamos la máquina o comprendamos su funciona- miento. Dejemos simplemente que funcione. Dejemos que trabaje para nosotros. En una proporción significa-tiva, la cultura tiene que ver con la domesticación de-lo

TaTvaje. Lo Eacemos con nuestras máquinas, nuestra

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) información, así como lo hicimos en el pasado con nues- tros animales y nuestras cosechas. En esta actividad

I hay lógica y magia. Seguridad e inseguridad. Confian-i za y miedo. rr " Es preciso que entendamos la tecnología, en especial

nuestras tecnologías mediáticas e informacionales, jus-tamente en ese contexto, si pretendemos captar las su- tilezas, el poder las consecuencias del cambio tecno- ,

las tecnologías son cosas sociales, im-pregnadas de lo simbólico y vulnerables a las eternas paradojas y contradicciones de la vida social, tanto en su creación como en,su_uso, \E1 estudio de los medios,

Lserstengo, -férlüle-r-e a su vez un cuestionamiento seme- te de la tecnología.

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Demandas textuales y estrategias analíticas

En esta sección me concentro en la manera como los medios nos reclaman. Desde luego, en su núcleo está la inquietud por el poder de los medios, tanto en su efica-cia como en sus efectos. Las demandas son demandas de atención, pero también de respuesta. Nuestro mun-do mediatizado se está inundando rápidamente de mensajes y llamados que hay que oír; un empalago de información, un empalago de placeres, un empalago de persuasiones, para comprar, votar, escuchar. Las car-teleras, la radio, la televisión, las revistas y la prensa, la World Wide Web, todas forcejean en busca de espacio, tiempo y visibilidad: atrapar un momento, tocar una sensibilidad, lanzar un pensamiento, un juicio, una sonrisa, un dólar.

El foco está en la mecánica de la mediatización; las técnicas, si no las tecnologías que empujan los medios a nuestra vida. ¿Cómo cautivar la mirada? ¿Embargar el intelecto? ¿Seducir el espíritu? Los textos de los medios son textos como cualesquiera otros. Los instrumentos para analizarlos y las cuestiones que planteamos sobre ellos no difieren en esencia de las cuestiones que se for-mularon sobre otros textos en otros tiempos. El hecho de que en cierto sentido sean populares, de que en cierto sentido sean ubicuos o efímeros, no descalifica este tipo de indagación. Al contrario, podemos utilizar las he-rramientas analíticas que nos fueron útiles en otros lu-gares. Es preciso saber cómo funcionan los medios: qué nos ofrecen y cómo. Y el punto de partida para esa indaga-ción se encuentra en los textos mismos y sus demandas.

Esta investigación puede encararse de muchas maneras, a través del detalle, hora tras hora y día tras

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día, de los cambios de carácter y contenido, o a través de las consistencias e insistencias de estructura y forma. Me interesan estas últimas. En el análisis de los medios el diablo no está en el detalle. Las telenovelas y los noti-ciosos van y vienen, y por encantados que estemos con las minucias de personajes o situaciones, lo que se debe explicar es la producción de ese encantamiento. Aun lo excepcional, el acontecimiento o la catástrofe, los mo-mentos únicos y trascendentes de la cultura contempo-ránea, se moldean y exhiben por medio de formas cono-cidas, que posiblemente contienen la perturbación que pueden causar, y que los domestican al mismo tiempo que los explotan o les dan un tratamiento sensaciona- lista.

En esta sección me concentro, entonces, en los tres principales mecanismos del compromiso textual: la retórica, la poética y la erótica. Cada una de ellas, a su turno, permite prestar atención a una cualidad particu-lar de los medios en cuanto procuran persuadirnos, complacernos y seducirnos. La retórica, la poética y la erótica son estrategias a la vez textuales y analíticas. Todos los textos las emplean de una manera u otra y en grados diferentes. Sin embargo, si queremos compren-der las complejidades de la atracción textual y el poder de los medios, tenemos que pensar analíticamente, por-que los textos nos involucran de diferentes maneras y con diferentes interpelaciones a nuestras sensibilida-des. Las emociones son tan importantes como el intelec-to. Lo superficial, tanto como lo profundo. Y hay distin-tas clases de participación. Consumimos nuestros me-dios de diferentes maneras, a menudo sin reflexionar: estupefactos o alertas; activos, con frecuencia, sólo en términos de nuestro deseo y nuestra capacidad de na-vegar a través de los espacios mediáticos, con un toque del control remoto o del mouse. ¿Qué espacios nos ofre-cen nuestros medios y qué hacemos dentro de ellos? ¿Cómo funcionan y qué trabajo hacemos nosotros como respuesta?

4. Retórica

La retórica es a la vez práctica y crítica. Hablar bien y con alguna finalidad y entender y enseñar cómo ha-cerlo de la mejor manera posible. Retórica, memoria e invención. Inextricablemente entrelazadas, constituye-ron antaño la base de una cultura oral pública y hacían posible la expresión, realzaban la creatividad y enno-blecían el pensamiento: instruir, conmover, agradar. La retórica pareció morir con la Ilustración; se convirtió en ornamento. Hoy hablamos de mera retórica, recelosos del artificio de la frase pulida o la metáfora sorprenden-te. Pero también deploramos su pérdida en los discur-sos de los políticos y otras figuras públicas, prisioneros, como parecen estarlo cada vez más, del bocadillo televi-sivo o radial y la elocuencia obstruccionista.

La retórica es, sobre todo, persuasión. Es lenguaje orientado hacia la acción, hacia el cambio de su direc-ción y su influencia También es lenguaje orientado ha-cia el cambio de actitudes y valores. Conmover pero también encauzar: «La retórica está arraigada en la función esencial del lenguaje mismo, una función que es completamente realista y renace sin cesar, el uso del lenguaje como un medio simbólico de inducir la coope-ración en seres que, por naturaleza, responden a los símbolos» (Burke, 1955, pág. 43).

En este capítulo quiero explorar la retórica como una dimensión de los medios, cosa que de manera noto-ria es, y como un instrumento para su análisis, cosa en que, posiblemente, debe convertirse. Mi intención es se-ñalar que los espacios que los medios construyen en pú-blico y en privado para nosotros, en nuestros oídos, nuestros ojos y nuestra imaginación, se construyen re-

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tóricamente, y que si pretendemos comprender cómo esos medios nos plantean sus demandas, lo sensato es al menos volvernos, aunque no servilmente, a los prin-cipios que apuntalaron tanto la realización como el aná-lisis de las primeras expresiones de la cultura oral pú-blica. Sugiero que el lenguaje de los medios es lenguaje retórico, y que la presunción del deseo de influir, así co-mo la aceptación de una jerarquía en la estructura de la comunicación mediática, es más adecuada que, por ejemplo, la que apuntala la concepción de Jürgen Ha- bermas (1970) cuando sostiene que el lenguaje es o de-bería ser exclusivamente un lenguaje de igualdad y re- ciprocidad.

En rigor, como lo admiten muchos autores, persua-sión implica libertad. No tiene sentido tratar de persua-dir a alguien de que no puede elegir, de que no puede ejercer por lo menos en parte su libre albedrío. La per-suasión también implica diferencia, dado que, del mis-mo modo, es inútil tratar de influir en alguien que ya piensa como uno, excepto tal vez como una especie de reafirmación ideológica. La retórica se basa en una jerarquía, el reconocimiento de esa diferencia. Implica clasificar y argumentar, y no sólo persuadir. Es habla, pero también escritura. Fue crucial, alguna vez, en la composición de «cartas y petitorios, sermones y plega-rias, documentos y alegatos jurídicos, poesía y prosa, pero [también] para los cánones de la interpretación de leyes y textos religiosos y para los dispositivos dialécti-cos del descubrimiento y la prueba» (McKeon, 1987, pág. 166). Y aún lo es, podríamos agregar.

No hay contradicción, por lo tanto, entre retórica y democracia o entre retórica y conocimiento. Al contra-rio, la retórica supone la democracia y a la vez la exige; y en la medida en que es práctica y crítica, también la sostiene. La retórica es fundamental tanto para el ejer-cicio del poder como para la oposición a él. Del mismo modo, en cuanto está en el centro de la clasificación y la comunicación, y se define y realiza a través de sus cinco ramas —invención, ordenamiento, expresión, memoria

y emisión—, supone igualmente que, cualquiera sea la apariencia contemporánea, hay algo que debe comuni-carse.

Lo que analizaré, en consecuencia, no será mera retórica.

Al distinguirla de la lógica, Zenón de Citio describe la retórica como un puño abierto, muy diferente del pu-ño cerrado de la lógica. «La elocuencia», dice, según la transcripción que Cicerón hace de sus palabras, «era co-mo la palma abierta». Michael Billig (1987, pág. 95), quien cita esta frase, encuentra en la metáfora una im-portante verdad metodológica: que el argumento puede ser otra cosa que el puño apretado de la lógica, que la retórica señala un espacio de disputa y debate, una for-ma de argumentación que no padece la clausura a veces arbitraria de una lógica rigurosa. El puño abierto mar-ca el reconocimiento de que en el mundo de los seres hu-manos, cuando se trata, por ejemplo, de derecho, polí-tica o ética, siempre habrá diferencias de opinión, sin que su resolución esté garantizada.

Hay, sin embargo, otro modo de explorar la metáfora de Zenón, que tiene pertinencia directa tanto para los medios como para mi argumento. Consiste en ver en el puño abierto una demanda, un pedido, un llamado de atención. En reconocer que la retórica no garantiza el éxito, que el orador puede suponer una audiencia pero no insistir en ella, que el argumento o la apelación pue-den ser ignorados. El puño abierto no determina. Invi-ta. La retórica requiere una audiencia pero no puede in-ventarla. La oración, el texto, al menos, no sólo deben ser oídos sino también escuchados.

Vivimos en una cultura pública en la cual las au-diencias son muy solicitadas, la atención es muy solici-tada y nuestros medios ofrecen, incesante e insistente-mente, un puño abierto: que compromete, reclama, implora la atención, comercial, política y estéticamen-te. Nuestro examen debe concentrarse en los mecanis-mos mediante los cuales se produce esta situación: los modos como los publicistas se dedican a sus negocios, al

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igual que la manera como se conduce la política parti-dista; pero también cómo afirman los canales de noti-cias [factual media] sus verdades y realidades. Debe-mos preocuparnos por la relación entre las estrategias textuales y las respuestas de la audiencia, por la reto-rización de la cultura pública, y es preciso que estemos en condiciones de hacerlo tanto analítica como crítica-mente.

Cuando Habermas (1989) lamentaba la refeudaliza-ción de la esfera pública, la destrucción del espacio frá-gil y efímero (y posiblemente imaginario) que los miem-bros varones de la burguesía británica de fines del siglo XVIII crearon en la prensa y en los cafés para la dis-cusión y el debate —una destrucción resultante de las fuerzas combinadas de los medios, la mercantilización y la intrusión del estado—, reconocía y malinterpreta-ba a la vez el resurgimiento de la retórica mediática co-mo una fuerza dominante en la vida pública. Acaso John Reith comprendió mejor las cosas cuando expresó que la misión de la BBC era informar, educar y entrete-ner. También lo hizo Guy Debord (1977) cuando denos-tó la sociedad del espectáculo.

Considérese, sin embargo, el que quizá sea el logro retórico más fundamental de nuestros medios contem-poráneos —en rigor, de todos los medios— y en especial de los medios que transmiten noticias: su capacidad de convencernos de que lo que representan sucedió efecti-vamente. Tanto los noticiosos como los documentales tienen pretensiones equivalentes de verdad. Estas pueden expresarse, según lo indica Michael Renov (1993, pág. 30), como «créanme, yo soy el mundo». El papel del documental consiste en su aptitud de movili-zar pruebas éticas, emocionales y demostrativas: el va-lor de un argumento, el debatirse de las cuerdas del sentimiento, la coherencia de los gráficos de barras. ¿En qué sentido, como se pregunta Jean Baudrillard (1995), la Guerra del Golfo no tuvo lugar?

Y no sólo la Guerra del Golfo. Podemos reflexionar sobre la fatídica noche de 1969 en que Neil Armstrong y

Buzz Aldrin pisaron la Luna. En un estudio de Wem-bley, al norte de Londres, un grupo de jóvenes investi-gadores y productores, que habían estado atareados durante varios días, daban los últimos toques a un programa en vivo que mostraría las primeras imágenes del alunizaje, también en vivo, a los espectadores de la nación. El programa anterior a las esperadas imágenes incluía una discusión en el estudio con expertos invi-tados, desde luego, y lo que era probablemente la pri-mera participación telefónica del público en la tele-visión británica: un proceso, podría sugerirse, en que se reivindicaba y domesticaba, para consumo interno, lo desconocido salvaje. Horas de espera y discusión y una interminable ansiedad entre bambalinas precedieron la transmisión final, en vivo y por satélite, de las imáge-nes; imágenes que eran completamente extrañas pero también extrañamente familiares. Imágenes, aunque también palabras: confusas pero legibles y audibles; marionetas de sombras y voces quebradizas pero omi-nosas. Las demandas de la historia. Sus vistas y sus so-nidos Las voces en off que nos contaban lo que sucedía; que insistían en su significación, interpretaban las imágenes turbias y, de cuando en cuando, nos devolvían al control de la misión.

El equipo de producción, una vez liberado de los afanes del manejo del personal y la inundación de lla-madas telefónicas, se reunió en un estudio lateral para mirar. Contaban con el beneficio de una enorme panta-lla Eidofor que aumentaba los granos de la imagen pero al mismo tiempo envolvía el espacio del estudio. En cierto sentido, participaban realmente y, de algún modo misterioso, habían contribuido al acontecimiento: ellos depositaban a los hombres en la Luna.

Esa misma noche, más tarde, cuando otros los rele-varon en su tarea informativa, los investigadores se marcharon. Mientras caminaba hacia su casa, uno de ellos pudo ver las parpadeantes luces azules de los tele-visores en las salas de departamentos y casas a lo largo de la calle. Reflexionó entonces, como lo hace hoy, sobre

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la naturaleza de esa experiencia mediatizada y sobre la capacidad de la televisión, pero también de la radio, en ese momento y antes, de reivindicar su realidad y adju-dicarle significación. ¿Cómo sabía que lo que veíamos estaba sucediendo realmente y no se representaba en algún terreno baldío de Hollywood o Florida? ¿Cómo juzgábamos su importancia?

La respuesta, por supuesto, reside en parte en nuestra confianza en las instituciones responsables de traernos la historia, la confianza en sistemas abstrac-tos y técnicos que es un componente decisivo de la mo-dernidad. Pero en parte, también, reside en las conven-ciones de la representación, en las formas de expresión, en el frágil pero eficaz equilibrio entre lo conocido y lo nuevo, lo esperado y lo inesperado, la certeza y el rease-guro de la narración y la voz; reside en el lenguaje, en la retórica del texto emergente y en cómo se apoya en otros textos anteriores y posteriores, aquellos que vuel-ven a subrayar y afirmar la realidad alegada. En este caso, la retórica ocupaba el espacio y proponía un enla-ce entre acontecimiento y experiencia, como siempre in-tentaría hacerlo. Nos veíamos en la necesidad de creer en algo de lo cual no teníamos pruebas independientes. Entonces y ahora, y para siempre, es el texto el que nos llama y nos reclama. «Créanme Yo soy el mundo». Y la imagen indigna de confianza es silenciada por la retóri-ca incorporada de una voz insistente.

Pero resultaba notorio que esto no sólo tenía que ver con algo que ocurría fuera de nuestro alcance, sino tam-bién con el convencimiento sobre su significación y su significado. El alunizaje era el alba de una nueva era; el triunfo, mientras la Guerra Fría aún seguía su curso, del bien sobre el mal y de la superioridad de las tecnolo-gías y la valentía humana de Occidente sobre las del Este. También en esto se nos pedía que creyéramos. Y durante un momento, tal vez, la mayoría lo creyó.

Los retóricos, tanto los antiguos como los nuevos, señalaron que, si pretende ser eficaz, la retórica debe basarse en cierto grado de identificación entre el orador

y la audiencia. Persuadimos a alguien sólo en la medida en que hablamos su lenguaje. Para modificar una opi-nión es preciso hacer concesiones. En el núcleo de la persuasión y la raíz de la retórica están los tópicos, los topoi, sin los cuales no puede haber conexión ni crea-ción: ni memoria ni invención. Los tópicos son las ideas y valores, marcos de sentido, compartidos y comparti-bles por hablantes y oyentes. Son lo conocido en lo cual se basa lo novedoso, lo obvio y lo descontado con los cua-les se construyen las sorpresas y se reclama la atención. Abrevan en los conceptos y recuerdos compartidos de los participantes, pero autorizan el cuestionamiento y la revisión de esos recuerdos. Los tópicos aparecen cuando la retórica encuentra y explota el sentido co-mún, a veces a través del clisé, a menudo a través del estereotipo, convocando un marco de cognición y reco-nocimiento sin el cual los intentos persuasivos resultan infructuosos. ¿De dónde provienen los tópicos? Esto dice Richard McKeon (1987, pág. 34): «Mientras que la retórica de los romanos tomaba sus tópicos de las artes prácticas y la jurisprudencia y la retórica de las huma-nidades los extraía de las bellas artes y la literatura, la nuestra los encuentra en la tecnología de la publicidad comercial y las máquinas de calcular» Los tópicos son los símbolos compartidos de una comunidad. Comparti-dos, aunque no necesariamente indiscutidos. Discuti-dos, por lo tanto, pero reconocibles. Cada sociedad ten-drá sus tópicos, su realidad manifestada en las frases e imágenes de la vida cotidiana, fijada en las carteleras, parpadeante en las pantallas, y juntos proporcionarán marcos para la comprensión y el prejuicio, piedras de toque para la experiencia y sitios para la retórica me-diática de fines del siglo )0(. Los tópicos enuncian lo que podría pasar por opinión pública. También dependen de ella.

La retórica es técnica. Podríamos decir que es una tecnología. Citando la Etica a Nicómaco de Aristóteles, Richard McKeon la califica de «arquitectónica»: «un ar-te arquitectónica es un arte de hacer. Las artes arqui-

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tectónicas se ocupan de los fines que ordenan los fines de las artes subordinadas» (1987, pág. 3). Sus mecanis-mos son los tropos, así como las figuras: entre aquellos, principalmente los de la metáfora, la metonimia, la si-nécdoque y la ironía; las figuras, separadas del tropo por una divisoria inequívoca, que los retóricos clásicos enumeraban y clasificaban de diferentes maneras:

«Las figuras del discurso son los rasgos, las formas o los giros de la frase que son más o menos notables y más o menos privilegiados en su efecto, y por medio de los cua-les, en la expresión de ideas, pensamientos y senti-mientos, el discurso se desvía en mayor o menor me-dida de lo que habría sido la expresión simple y común» (Todorov, 1977, pág. 99).

Cuando la retórica declinó, el centro de la preocupación pasó a ser su dimensión figurativa y no su dimensión persuasiva. Como lo indica Tzvetan Todorov, la retórica se convirtió imperceptiblemente en estética: el estilo se volvió ornamento; y la retórica, mera retórica.

No obstante, las figuras, «las luces del pensamiento y el lenguaje», siguen siendo la materia de la elocuencia y la argumentación. Cicerón enumera algunas, y tal vez sería apropiado demorarse unos momentos en su lista, aunque sólo sea para incitar a reflexionar sobre las continuidades de la expresión y las coincidencias de la mediatización que ella sugiere. El interés, desde luego, no está en insistir en que esa clasificación y ese análisis son suficientes para comprender cómo funcio-nan nuestros medios, sino en indicar que cualesquiera sean los conocimientos que lleguemos a definir como adecuados para nuestra cultura oral electrónica y secundaria, esa parte de esta deberá algo a las formas clásicas de expresión, formas que integran el texto pero también lo exceden. De modo que cuando Stuart Hall y sus colaboradores (1978) describen de qué manera los actos individuales de violencia personal se convier-ten en «asaltos» y, como tales, en una cuestión de sig-

nificación nacional, o cuando Stanley Cohen (1972) se refiere al pánico moral provocado por los choques inter-mitentes entre mods y rockers en las ciudades de la costa, se embarcan, entre otras cosas, en un análisis retórico. Podemos ver la retórica en acción tanto dentro de los medios como a través de ellos; sobre todo, en ese aspecto de lo retórico que conocemos como amplifica-ción. Y podemos empezar a reconocer su significación política.

Pero vayamos a Cicerón. En el libro III del De Ora-tore discute sobre el estilo, la metáfora, la sintaxis, el ritmo, el efecto subconsciente del estilo sobre la audien-cia (y sus caídas) y las líneas de argumentación:

«Puesto que suscitamos una gran impresión si nos ex-tendemos en un único punto y también si explicamos con claridad y damos una presentación casi visual de los acontecimientos como si estuvieran sucediendo prácticamente, cosas que son muy eficaces para plan-tear un argumento y explicar y ampliar su formulación, con el objeto de lograr que el hecho que amplificamos ante la audiencia aparezca tan importante como es capaz de mostrarlo la elocuencia; y la explicación es a menudo contrarrestada por una rápida revisión, una sugerencia que hace que se entienda más de lo que en realidad decimos y la concisión alcanzada sin menosca-bo de la claridad, y por la desestimación, y junto con ella la burla» (Cicerón, 1942, págs. 161-3).

Cicerón habla de digresión, repetición, reducción, exageración, contención, ironía, pregunta retórica, vacilación, distinción, corrección, preparación de la audiencia para lo que vamos a hacer, asociación de la audiencia a nuestro objetivo, personificación, etc. Enu-mera las figuras del discurso (repetitio, adiunctio, progressio, revocatio, gradatio, conversio, contrarium, dissolutum, declinatio, reprehensio, exclamatio, im-mutatio, imago): todas ellas ejemplos de «dicción real (. . .) que es como un arma tomada para utilizarla, con el

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objeto de amenazar o atacar, o simplemente blandida como alarde» (Cicerón, 1942, págs. 165-7).

Aquí podemos advertir lo fácil que resulta para el orador —y Todorov señala al propio Cicerón como el punto de inflexión— convertirse en retórico, y para este, en el clasificador obsesivo de los giros y matices de la expresión, el coleccionista de estilos y caprichos verbales. No ha de sorprender que retórica llegara a ser una mala palabra.

Se convirtió en una mala palabra, aunque disfraza-da, después de su breve renacimiento en el estudio de los medios en la década de 1970. Era la época en que es-tructuralistas y semióticos excavaban profundamente en los lenguajes de los medios, en principio en la cine-matografía y luego en la televisión, explorando estruc-turas y formas, y examinando las condiciones de posibi-lidad del significado (estructuralismo) y su determina-ción (semiótica). Había virtud en esta empresa, el pri-mer intento sostenido de investigar el poder de los me-dios de una manera que no dependiese del análisis de los efectos, pero fue un ruidoso fracaso precisamente en su presunción de ese poder. Proponía un análisis del significado en un punto del proceso, pero no indagaba en sus consecuencias ni en los significados que resulta-ban posibles en cuanto plurales, diversos, inestables y discutidos. No se sentía obligada a investigar lo social o lo humano e indagar en las indeterminaciones presen-tes en el corazón de la comunicación. Al contrario, era un tiempo, y siguió y sigue siéndolo, en que el sujeto hu-mano, antaño considerado la fuente de la invención y el ámbito apropiado de una exploración de la relación en-tre medios y experiencia, desaparecía en las estructu-ras, tanto literarias como institucionales, dentro de las cuales se veía el ejercicio de ese poder.

El análisis clásico de Roland Barthes sobre la pu-blicidad de Panzani en su artículo «La retórica de la imagen», uno de los primeros análisis sostenidos de la retórica de la cultura de consumo (sin embargo, McLu-han, el archirretórico, se adelantó a este intento unos

diez años, en su libro The Mechanical Bridge), propone una descripción de las imágenes como ideología y de las maneras sutiles, y no tan sutiles, como puede transmi-tirse el significado. La retórica, en efecto, aparece «co-mo el aspecto significante de la ideología» (Barthes, 1977, pág. 49). Siempre se consideró que las imágenes eran indignas de confianza. La seguridad estaba en las palabras. Pero en el mundo del consumo masivo, unas y otras se veían como poco más que disfraces: trampas para incautos, lugares para encerrar al consumidor he-chizado en textos y ciclos de productos, así como en lo políticamente incorrecto.

Mi argumento, que se convertirá en algo parecido a una cantinela, es que esa atención a los textos mediáti-cos, a su mecánica y, en este momento, a su retórica, es un enfoque necesario pero insuficiente para compren-der la mediatización en la cultura y la sociedad contem-poráneas. El conocimiento mediático (y tendré más co-sas que decir sobre este tema en el próximo capítulo) no requiere ni más ni menos que otras formas de conoci-miento: la capacidad de descifrar, apreciar, criticar y componer. También exige, al menos según yo lo percibo, comprender cuál es el sitio apropiado de la demanda textual, desde los puntos de vista histórico, sociológico y antropológico. Exige apreciar tanto el misterio como la mistificación.

«En el misterio puede haber extrañamiento; pero lo extraño también debe pensarse como capaz, en cierto modo, de comunicación» (Burke, 1955, pág. 115). Nues-tros elocuentes medios. Lo que une a Kenneth Burke y Roland Barthes en su análisis de la retórica es el ca-rácter central de la clase; la comunicación a través de la clase, a través de la división material, crea el espacio para la retórica: una forma de discurso, a juicio de Bur-ke, en la cual se enmascara pero también se legitima la inevitabilidad de la jerarquía. La retórica genera mis-terio. El capital lo explota. La persuasión es cortejo. La adulación de la clase y la diferencia sexual. Aquí se tra-ta de la retórica como un producto social, que requiere

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un análisis social y textual. Aquí, también, hay una pista para la retórica de la cultura popular, la adulación perfecta.

Las raíces de la retórica radican en estas diferencias fundamentales de tipo, por un lado, y en el deseo de co-municarse a través de ellas, por el otro. Llegar a una audiencia, pero también identificarse con ella. Movili-zar los tópicos compartidos de la cultura del momento, pero ir más allá de ellos, creativamente: puesto que los tópicos son los lugares de la invención y la innovación, así como de la memoria y la conmemoración.

Examinar retóricamente los textos de los medios es examinar cómo se elaboran y disponen los significados, de manera plausible, agradable y persuasiva. Es ex-plorar la relación entre lo conocido y lo nuevo; descifrar la estrategia textual. Pero también es investigar la au-diencia; descubrir dónde y cómo está situada en el tex-to; entender cómo se relacionan los tópicos con el sen-tido común; cómo se construye la novedad sobre bases conocidas, y cómo se invierten las artimañas y se movi-lizan los clisés en las modificaciones del gusto y el estilo. La publicidad es central (y, en efecto, una reciente exposición de arte en carteles, realizada en el Victoria and Albert Museum de Londres, utilizó la imagen del puño abierto en sus propios anuncios). Pero también lo son, como lo he señalado, los noticiosos y los documen-tales. La retórica pública en palabras e imágenes, es-tructurada gracias a la perspectiva de la cámara y el tono de la voz y las formas familiares de la representa-ción y reflexividad; los giros del argumento, el debate, la apelación; la articulación de una cultura pública, nunca inocente, aduladora hasta el extremo del enga-ño; misteriosa, mistificadora; que propone, reivindica, cuestiona una realidad.

Mi argumento es que el lugar de la retórica ha cam-biado. Ha pasado de la especificidad del texto a las ge-neralidades de la cultura, ubicua e insistentemente vi-sibles, ubicua e insistentemente audibles. Desde un punto de vista retórico, las campañas políticas se ganan

y se pierden a medida que se construyen y manejan las imágenes y los argumentos en una campaña mediática tras otra. La metáfora militar ciceroniana sobrevivien-te es reveladora. La publicidad es la industrialización de la retórica; las marcas son su mercantilización. Los noticiosos y documentales nos proporcionan la materia del mundo real dentro de formas, estructuras y tonos de voz que nos persuaden de su veracidad y honestidad. Mayoritariamente, no tenemos inconvenientes en acep-tar lo que se dice; en aceptar, por lo menos, su agenda.

Estas retóricas públicas, estratégicas en su ocu-pación de los ámbitos dominantes del capitalismo tar-dío y global, deben conectarse con lo cotidiano; la metá-fora pública, con lo privado. Sin audiencia, no hay cone-xión. Sin tópico, no hay comunidad. Pero aun entonces no hay garantías.

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Historias. Podemos contárnoslas unos a otros. Siem-pre nos las hemos contado unos a otros. Historias para consolar, sorprender, entretener. Y siempre hubo narra-dores, sentados junto al fuego, que viajaban de pueblo en pueblo, hablaban, escribían, actuaban. Nuestras historias, mitos y cuentos populares definieron, preser-varon y renovaron las culturas. Narraciones de pérdida y redención, heroísmo y fracaso. Historias que tanto manifiesta como secretamente ofrecen modelos y mora-lejas, rutas hacia el pasado y el futuro, guías para per-plejos. Historias que desafían, importunan y socavan. Historias con principios, medios y fines: estructuras fa-miliares, temas reconocibles, agradables en su varia-ción; una canción bien cantada, un cuento bien contado, un suspenso bien logrado. Nuestras historias son a la vez públicas y privadas. Aparecen en lo sagrado y lo profano, reclaman realidad, juegan con la fantasía, apelan a la imaginación.

Las historias necesitan audiencias. Necesitan ser escuchadas y leídas, así como habladas y escritas. En el contar también hay una demanda de comunidad, un deseo de participación, un cooperar, una suspensión de la incredulidad, una invitación a entrar en otro mundo y compartirlo, aunque sea brevemente. Y las historias viven más allá de su relato, en los sueños y las con-versaciones, murmuradas, recontadas, una y otra vez. Son una parte esencial de la realidad social, una clave de nuestra humanidad, una expresión de la experien-cia y un vínculo con ella. No podemos entender otra cultura si no entendemos sus historias. No podemos entender nuestra propia cultura si no sabemos cómo,

por qué y a quiénes contaron nuestros narradores sus historias.

No obstante, Benjamin, al considerar el relato en la modernidad, lamenta su declinación y encuentra el origen de esta en el exceso de información con que los medios, en su caso sobre todo la prensa, efectivamente nos agobian, aislándonos de la experiencia en vez de co-nectarnos con ella:

«El reemplazo de la antigua narración por la informa-ción, y de la información por la sensación, refleja la atrofia creciente de la experiencia. A su turno, hay un contraste entre todas estas formas y el relato, que es una de las formas más antiguas de comunicación. El objeto del relato no es comunicar un suceso per se, lo cual es el propósito de la información; antes bien, lo in-serta en la vida del narrador a fin de transmitirlo como experiencia a quienes escuchan. Lleva de tal modo las marcas del narrador, así como la vasija de barro lleva las marcas de la mano del alfarero» (Benjamin, 1970, pág. 161).

Creo que Benjamin se equivoca. En la cultura me-diática contemporánea no nos enfrentamos con la au-sencia de historias sino con su proliferación, tanto en los textos de los medios como en el ambiente que los ro-dea También nos enfrentamos cada vez más con el des-dibujamiento de los límites entre la información y el en-tretenimiento, los hechos y las historias, un desdibuja- miento que algunos consideran perturbador pero que nadie puede ignorar. Aún tenemos la facultad de rela-cionar los productos de los medios con la experiencia, no obstante su capacidad de alienación. Aún preservamos en nuestra cultura un profundo sentido del encanta-miento. Los medios encantan. En una medida significa-tiva, estamos encantados. En el western y la telenovela; en los informes de los grandes acontecimientos mediá-ticos de la hora y el relato de las historias de las come-dias de situaciones para adolescentes; en nuestro inte-

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rés en las estrellas y la fascinación por nuestros oríge-nes y futuros, la historia sobrevive. A decir verdad, prospera y apela, como puede hacerlo hoy en nuestra era electrónica, a fuentes tanto orales como impresas; extrae sus recursos, y lo hace cada vez más, de las cul-turas globales; ora plantea serias demandas de tiempo y atención, ora representa la espuma de la cultura popular: atrae, compromete, empalaga, consume; una mercancía en un mundo comercial.

Las historias proponen placer y orden. Para escu-charlas con placer o consternación es preciso tener cier-tos conocimientos; y ciertos conocimientos, también, se requieren para criticarlas y entender cómo funcionan. Aquí abogo por este último tipo de conocimiento, basa-do en la necesidad de entender justamente esa cone-xión entre intención y apelación, interés y respuesta, texto y acción, y de comprender los mecanismos de in-tervención de los medios en nuestra vida cotidiana. Nuestras historias son textos sociales: borradores, bocetos, fragmentos, marcos; pruebas visibles y audi-bles de nuestra cultura esencialmente reflexiva, que convierte los acontecimientos e ideas de la experiencia y la imaginación en relatos cotidianos, tanto en la pan-talla grande como en la pantalla chica. Y de este modo son, nos guste o no, nuestra cultura, que expresa las consistencias y contradicciones de la fantasía y la clasi-ficación, y nos ofrece textos a nosotros, sus audiencias, para que nos posicionemos, nos identifiquemos con per-sonajes y tonos, sigamos la trama y saquemos (o no) al-go de la capacidad imitativa de la narración.

El relato de historias está permanentemente en sub-juntivo. Crea y ocupa el territorio de los «como si»: incita afanes, posibilidades, deseos; hace preguntas, busca respuestas. Victor Turner (1969) lo ve como una función del ritual, las actividades que ocupan un espacio limi-nal, más o menos claramente marcado por un umbral que lo separa de lo cotidiano. El ritual es a la vez parte de la vida cotidiana y distinto de ella. Da cabida al jue-go. Las historias ocupan un espacio cultural similar.

De manera que cuando indagamos, como estudiosos de los medios, en los placeres narrativos brindados por una telenovela o una comedia de situaciones, indaga-mos en su capacidad de articular algo de nuestra cultu-ra común. Procuramos entender los ritmos de su narra-tiva, su caracterización, sus modos de representar un mundo reconocible; de proponer personajes —la mujer fuerte, el adolescente herido de amor, el enfermo de sida, el niño golpeado— y situaciones —divorcios, con-flictos de dinero, muerte— con los cuales las audiencias pueden relacionarse y, efectivamente, se relacionan. Y esa representación y esa relación no siempre son fáciles de entender, y sin duda no lo son para aquellos que con-sideran que el objeto generador de la conexión es re-prensible o carece de calidad. No obstante, debemos in-tentarlo.

Pero, ¿cómo? Las modas cambian; en la investiga-ción académica no menos que en otros ámbitos. Y en los últimos veinte años las modas en el estudio de las na-rrativas mediáticas cambiaron de manera muy signifi-cativa, a medida que las diversas formas de deconstruc-ción literaria erosionaban su presunta autoridad. Estas formas resultaron en versiones del mundo —una estéti-ca, en rigor— que consideran que los significados se dis-persaron, en la misma medida que las culturas e identi-dades de quienes los hacen, sobre todo en su recepción: como lectores, espectadores, consumidores.

Tenemos que reconocer, desde luego, que los dis-cursos del mundo, tanto el popular como el elitista, son múltiples. Se superponen. Convergen y divergen. Son inestables. Hablamos de rastros de significados, los hilos de plata que los caracoles dejan en las paredes del jardín. Comprobamos que los significados se hacen dia-lógicamente, en la interfaz entre texto y lector, o con-versacionalmente, en la interactividad de la charla por Internet. Hablamos de la fractura de las identidades en una era posmoderna, las indeterminaciones de etnici-dades, clases, géneros y sexualidades en torno de las cuales se forman las culturas, ofreciéndonos una cosa

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hoy y otra mañana; aquí, allá, por todas partes, a medi-da que vagabundeamos a través del tiempo y el espacio, como nómadas. Se nos ve como bailarines de un carna-val sin fin; máscaras en y entre lo hiperreal.

No puedo negar todo esto, pero sí sugerir que en gran parte es una fantasía: una proyección irónica e irreflexiva que ignora, en especial, la materialidad tanto del símbolo como de la sociedad, y que lee erró-neamente la capacidad de los textos de convencer, dar forma al significado, brindar placeres, crear comu-nidades; lee erróneamente, además, las realidades de la elaboración de significados y los placeres reivindica-dos y alimentados, de diferentes maneras, por supues-to, según las clases, las edades, los géneros y las etnici-dades, pero, con todo, reales.

De modo que mi parecer es que los textos impor-tan, las historias viven y los medios exigen su propia poética: «En contraste con la interpretación de obras es-pecíficas, [la poética] no procura designar el significado, sino que apunta a un conocimiento de las leyes genera-les que presiden el nacimiento de cada obra» (Todorov, 1981, pág. 6). Una poética mediática indagaría en las estructuras del discurso de los medios, los principios de su organización y los procesos de su surgimiento. Pero también en el modo como esos discursos se enfrentan con lectores y audiencias, la manera como crean los sig-nificados, los placeres y las estructuras de sentimiento que surgen en la mente consciente e inconsciente de quienes se permiten aunque sea una pizca de encanta-miento, junto a la radio, en el teclado, frente a la pan-talla.

Podríamos hacer algo peor que empezar con Aris-tóteles.

Su investigación apunta a los principios que subya-cen en la poesía y la hacen posible: lo trágico, lo cómico y lo épico; y principalmente al primero de ellos, la trage-dia. Su punto de partida es la imitación: mímesis. La imitación es, sugiere Aristóteles, natural en la humani-dad. Es lo que nos distingue de las bestias brutas, y es

natural que todos los seres humanos se deleiten con las obras imitativas. La tragedia, que implica la imitación de objetos serios en un tipo excelso de verso, a la vez que muestra a los hombres como mejores de lo que lo son en el presente (la comedia los representa peores), es la for-ma más elevada de imitación, y contiene seis partes: es-pectáculo, melodía, dicción, carácter, pensamiento y trama, de las cuales esta última es la más importante:

«La tragedia no es una imitación de personas sino de la acción y la vida, la felicidad y la desdicha. Ahora bien, la felicidad y la desdicha adoptan la forma de la acción; el fin hacia el que apunta el dramaturgo es cierto tipo de actividad, no una cualidad. Tenemos ciertas cualidades de conformidad con el carácter, pero somos felices, o lo contrario, en nuestras acciones. Los actores, en conse-cuencia, no actúan con miras a retratar un carácter; no, incluyen el carácter en beneficio de la acción» (Aristóte-les, 1963, pág. 13).

Las tramas son el alma misma de la tragedia. Tie-nen una unidad, un principio, un medio y un fin, nece-sariamente interrelacionados. El poeta no describe lo que ha sucedido sino lo que podría suceder, yen este as-pecto difiere de un historiador. Y como consecuencia, cree Aristóteles, la poesía es de mayor significación que la historia. La tragedia imita no sólo acciones comple-tas sino también incidentes que despiertan compasión y temor. Alcanza su mayor impacto en la presentación de lo inesperado y lo maravilloso. La complejidad lo es todo: la peripecia y el descubrimiento, sus elementos. Su meta es lo que podríamos llamar la suspensión de la incredulidad: «La trama (. . .) debe construirse de ma-nera tal que, aun sin ver las cosas que ocurren, aquel que simplemente escucha su descripción se llene de ho-rror y conmiseración ante los incidentes» (Aristóteles, 1963, pág. 23).

El mundo, por supuesto, ha cambiado desde Aristó-teles, pero no del todo. La mímesis, el realismo y la ve-

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rosimilitud se hallan también en el corazón de nuestra poesía, aun cuando esta se presente bajo la forma de la comedia de situaciones y el largometraje, aun cuando nuestras tragedias y comedias se extiendan a lo largo del horario nocturno y los canales, aun cuando sólo apa- rezcan en publicaciones por entregas, literatura barata o videos alquilados. Todos ellos, con grados variables de éxito y sometidos, sin duda, a diferencias de valor, re- quieren un análisis. Debemos saber cómo funcionan.

Y debemos hacerlo sin caer en la trampa de los for-malismos que definieron la poética como si fuera una cuestión de teoría literaria. Si bien es absolutamente aceptable ver en las narrativas contemporáneas un eco de formas anteriores, los mitos y cuentos populares de culturas preletradas, si bien es imposible ignorar las consistencias de la narración de historias a través del tiempo y las culturas, y si bien podemos argumentar que ese tipo de historias cumplen funciones similares a las de una cultura oral y reflejan, refractan y resuelven (o al menos parecen resolver) los grandes y pequeños dilemas de la vida y la creencia en sus culturas anfitrio-nas, sería un error insistir en que esas perspectivas agotan las complejidades de nuestra propia cultura me-diática. Puesto que nuestras historias forman parte de una cultura refractaria más amplia, y sus pasajes a través de las culturas, desde Hollywood hasta Teherán, así como desde Broadcasting House hasta Birkenhead, distan de ser neutrales en sus consecuencias o para sus significados.

La poética de los medios debe extenderse más allá del texto y examinar los discursos que los textos mis-mos pueden estimular pero no determinar. Debe elegir-se un camino entre la mano pesada del determinismo textual y las afirmaciones igualmente improbables so-bre la capacidad de los lectores de dar sólo su propia in-terpretación. Es preciso que esa poética indague en la relación entre las historias contadas y su reiteración, sus amplificaciones y distorsiones, en los cuentos que nos contamos unos a otros en nuestra vida cotidiana.

Debe indagar en las historias secundarias, terciarias y cuaternarias que son algo así como percebes en torno de los cascos hundidos de telenovelas o largometrajes muy promocionados: las historias que los tabloides nos cuen-tan sobre sus personajes y los actores que los interpre-tan; o la apropiación de esas historias, tanto por los me-dios como en nuestras conversaciones, para llevarlas a otros mundos: los de la política, el deporte y la familia de al lado.

A su turno, esa apropiación depende de la accesibi-lidad de los textos apropiados, de su transparencia, de su naturalidad. Jonathan Culler (1975) distingue cinco maneras de producir esa vraisemblance en un texto, una historia o un poema; cinco maneras de considerar que reclaman cierto tipo de familiaridad, al ajustarse a las expectativas de los lectores y ofrecer un mundo, una cultura compartidos. La primera es la afirmación de que representa el mundo real, la actitud natural. Se ba-sa en la expectativa de que lo que se representa es sim-ple, coherente y verdadero. La segunda se basa en la representación y la dependencia de un conocimiento cultural compartido, un conocimiento que puede ser es-pecífico de una sociedad y no de otra y estar sujeto a cambios, pero que, no obstante, es considerado por sus miembros como natural de una manera obvia y evi-dente por sí misma. Esas apelaciones textuales son culturalmente específicas y dependen, por ejemplo, de la presencia de estereotipos culturales. Podríamos con-siderar como ideológico este aspecto de la vraisem-

blance. La tercera manera depende del género o las conven-

ciones textuales que indican que una narrativa u otra es de un tipo particular y, como tal, reconocible por los lectores y las audiencias como, digamos, un western, un filme negro, un relato policial o una comedia de situa-ciones. «En esencia, la función de las convenciones de género consiste en establecer un contrato entre el escri-tor y el lector, a fin de hacer eficaces ciertas expectati-vas pertinentes y, así, permitir a la vez ser fiel a los mo-

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dos aceptados de inteligibilidad y apartarse de ellos» (Culler, 1975, pág. 147). La forma más sencilla de ex-presar la cuarta es señalar que se trata de un tipo de naturalización o reflexividad de segundo orden en la cual los textos se califican a sí mismos de artificiales pero, como resultado, reivindican su autenticidad en ese autoconocimiento. El narrador audible y consciente de sí es una expresión de esta versión de la vraisem-blance: el ámbito de las noticias televisivas en una sala de redacción en funcionamiento podría ser otra. La di-mensión final es la intertextualidad; a través de la pa-rodia, la ironía, el pastiche y simplemente por medio de la referencia a otro contenido o forma, los textos se re-fieren unos a otros y, al hacerlo, reclaman cierto tipo de naturalidad, una familiaridad sobre la cual puedan ba-sar su diferencia y su sorpresa.

Todas estas son estrategias textuales pero, como la retórica, son demandas y no compromisos. Podemos resistir incluso las lisonjas de una trama bien armada. Podemos hacer nuestro su mensaje. Y, desde luego, lo hacemos. Todo el tiempo. En el marco del estudio de los medios, se realizaron en años recientes muchas investi-gaciones que insisten en la capacidad de lectores y au-diencias para elaborar sus propios significados cuando se enfrentan con el texto singular. Dallas fue un foco de interés significativo, y justificablemente, no sólo por sus enormes audiencias estadounidenses, sino por su atracción global, con la excepción, hay que decirlo, de Japón. En este caso, los estudios resaltaban las caracte-rísticas particulares de la relación de las audiencias con la serie como una historia, vista como un foco de apego sentimental en el cual los espectadores se involucraban e identificaban más con situaciones que con el realismo de la trama no realista (Ang, 1986), o señalaban la ca-pacidad de audiencias étnicamente diferentes de rela-cionar su propia vida con la narración gracias a la iden-tificación con dilemas morales, políticos y económicos (Liebes y Katz, 1990). Cada uno de estos estudios —y hay muchos otros— enlaza la representación textual

con la experiencia o, al menos, con algún aspecto de la experiencia, aunque tal vez sin abordar a esta como tal.

La confianza es aquí una mercancía negociable, como en cualquier otro punto del proceso de mediatiza-ción. ¿Y la experiencia? No la reifiquemos. Aún es preci-so que entendamos cómo entran los medios en los mun- pdoosesdíea y la vi

nodsa permite comprender, arreglárnoslas y

a cotidiana, cómo nos llega y nos afecta su

avanzar. Una poética de los medios debe interpretar en este sentido el requerimiento de identificar «las leyes generales que presiden el nacimiento de cada obra», e incluir ent o de elaboración

publicación la el a boracóri d i de significados más allá del mo- m

de la obra, porque estos, en su atenuación, al estar sujetos a los patrones estructu-rados de la vida social, también están gobernados por reglas (si no son similares a leyes). En rigor, la Poética de Aristóteles no habla de estructura sino de estructu-ración y, como ya lo he señalado, esta (o la mediatiza-ción, en mi terminología) sólo se completa en la mente o la vida del lector o el espectador.

Deben establecerse vínculos entre la comprensión

iv debe bá ec tai cqau.

que ya está hecho, si la acción puede

está siempre articulada por narrativa

dP

signos, reglas y normas. Ya está siempre simbólica- narrarse, a se y

mente mediada (. . .) las formas simbólicas son procesos culturales que articulan la experiencia». Así, al discutir la relación entre tiempo y narrativa, Paul Ricceur (1984, pág. 57), fundándose en Agustín y Aristóteles (y en esta cita, también en Ernst Cassirer), sitúa la mímesis, tal cual yo ya empecé a hacerlo, como el enlace clave entre narrativa y experiencia. Y para Ricceur el tiempo perte-nece a la esencia. El ordenamiento temporal de la expe-riencia nos permite seguir el ordenamiento temporal de una narración, y este, a su vez, nos permite comprender la experiencia; «el tiempo se vuelve humano en la medi-da en que se articula por medio de un modo narrativo, y la narración alcanza su pleno significado cuando se con-vierte en una condición de la existencia temporal» (Ri-cceur, 1984, pág. 52).

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Puedo seguir una historia porque vivo en el tiempo. Tengo mi comienzo y mi final, una vez y definitivamen-te, pero también me multiplico en las horas, días y años de mi vida compartida con otros. Esa vida está imbuida de narraciones, tanto públicas como privadas, narracio-nes que me permiten comprender, al menos compren-der de algún modo, quién y qué soy y dónde estoy. Las historias que escucho, las que repito o imagino, se ba-san en mis experiencias del tiempo, y estas mismas ex-periencias dependen del conocimiento de esas histo-rias.

Nuestros medios existen en el tiempo: el tiempo del calendario anual de grandes acontecimientos, narrados por su parte en el tiempo; el tiempo del horario semanal y diario, modelado según la temporalidad de la semana laboral a la vez que la refuerza; el tiempo de las narra-ciones interrumpidas de las noticias y las telenovelas; el tiempo de las confesiones incesantemente reiteradas de los talk shows diurnos, narración tras narración, principios y medios y fines, historias para repetir, recor-dar, rechazar y resistir. Esas narraciones explican. Nos dicen cómo es la cosa; y la cosa es tal como nos la cuen-tan, no sólo en las fantasías subjuntivas del «como si», sino gracias a nuestra capacidad de reconocernos, en algún lugar, en algún momento, dentro de ellas. Seguir una trama implica participar en diferentes cualidades del tiempo; en su configuración, su totalidad, en la per-cepción de su final, en el reconocimiento de lo familiar y, en la repetición, una expresión de lo no lineal, lo no pro-gresivo. Tiempo hacia adelante y tiempo hacia atrás. Tiempo repetido. Tiempo interrumpido. Rápido. Lento. Líneas y círculos. El moldear y lo moldeado. El tiempo biológico y social informa nuestra capacidad de leer y escuchar, y ese mismo tiempo subyace, posiblemente, en la capacidad de los relatos mediáticos —algunos de ellos— de ignorar la especificidad de las culturas.

Así como en mi consideración de la retórica tuve que distinguir entre el misterio y la mistificación y deman-dar que una retórica mediática indagara en ambos, en

su interrelación y en la implicación de sus contradiccio-nes, corresponde ahora hacer otro tanto. Como nos lo recuerda Elin Diamond, es preciso diferenciar entre mímesis y mímica y recordar, como ella lo hace, qué intensamente recelosa era la caracterización que Pla-tón hacía de la imagen. El espejo miente. Pero lo peor es que seduce a su poseedor y lo induce a creer que el poder de lo real está capturado en su imagen. Para Dia-mond, el espejo es una herramienta facilitadora y, en ese aspecto, una herramienta de género; no para la fide-lidad sino para la diferencia, no para el reflejo sino para la refracción, y la mimesis no es cosa de imitación sino de representación. La mímesis es actuación. La míme-sis, como la actuación, «es un hacer y una cosa hecha». Y así es. La mímesis es facilitadora. No es necesariamen-te verdadera. «Por un lado, habla a nuestro deseo de universalidad, coherencia, unidad, tradición; por el otro, descifra esa unidad por medio de la improvisación, el ritmo encarnado, las poderosas objetivaciones de la subjetividad, y lo que Platón más temía (. . .) el remedo» (Diamond, 1997, pág. y).

En consecuencia, nuestra poética mediática tiene que ir más allá de lo descriptivo. No puede tomar el valor nominal a valor nominal. Sin embargo, debe en-tender que la crítica depende de una comprensión de los procesos en acción. El deleite que nos producen las historias, nuestra capacidad de relajarnos con ellas, de abandonar algunas de las tensiones de la vida cotidia-na junto al amplificador o frente a la pantalla, son parte de lo que nos posibilita seguir siendo humanos. Esto no es mero sentimiento. Esa capacidad, esa aptitud de sus-pender la incredulidad, de entrar en el territorio ape-nas limitado del «como si» en busca de los placeres de la cognición y el reconocimiento, hoy es probablemente tan importante como siempre, si no más importante que nunca. No obstante, las consecuencias de esa entre-ga para la identidad y la cultura, y para nuestra capaci-dad de seguir actuando en el mundo, distan aún de ha-berse entendido.

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A su turno, este argumento tiene sus propias con-secuencias. Es preciso recordarlo antes de lanzarse me-drosamente a depositar los desastres de la inmoralidad o la criminalidad contemporáneas a las puertas de los medios, como si la coincidencia fuera causación, como si la yuxtaposición fuera explicación, como si las historias de la influencia no mediatizada fueran espejos, como si nuestras acciones no fueran en sí mismas influencias y marcos para la comprensión, como si el narrador es-tuviera en cierto modo alejado de la sociedad en la que cuenta sus historias. Como si.

6. Erótica

El placer es un problema, desde luego. Tal vez no para nosotros como individuos. Sabemos lo que nos gus-ta, lo que nos excita. Nuestros gustos son bastante cla-ros. A nuestra modesta manera, buscamos la sensa-ción. Placeres compartidos o placeres culpables. Elegi-mos los programas o los sitios web que, a nuestro juicio, nos complacerán, en procura de recuperar la emoción de ayer, la diversión de ayer. Placer en el juego, la bro-ma, la situación, la fantasía. Nada malo hay en ello. Inocencia. Entretenimiento. Nadie sale lastimado.

Las industrias mediáticas están preparadas para producir placer, fácil y eterno. Naturalmente. Nuestros Xanadús privados. La elevada pila de discos compactos en un rincón del cuarto, los videos en el aparador, los si-tios favoritos a apenas un clic de distancia; y placeres accesibles sobre la marcha; dentro de casa y fuera de ella, televisivamente, cinemáticamente, enchufados a los walkmen y los aparatos de alta fidelidad.

En este capítulo quiero analizar lo erótico, no tanto como un producto del texto sino de la relación entre es-pectadores, lectores y audiencias y los textos y aconte-cimientos mediáticos que brindan placer. El placer exi-ge participación. El equilibrio de poder se inclina hacia el consumidor. Placeres del cuerpo y placeres de la men-te; lo físico y lo cerebral entrelazados. Placer, excita-ción, sensación se ofrecen constantemente, pero en rea-lidad no se entregan a menudo; la no consumación es la norma.

Sí, el placer es un problema en diversos aspectos. Sa-bemos lo que nos gusta pero nos resulta difícil explicar por qué nos gusta. Pasamos mucho tiempo frente al te-

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cidentes. Los nouveaux riches tenían dinero pero no cla-se. El artista o el académico tenían clase (por lo menos en Francia), pero no dinero. Sin embargo, ¿cuánto tiem-po tenían, y cómo usaban el tiempo que tenían, para hacer qué? 7)

A fines del siglo XX, el consumo no contractual ni libre. Hay que asignarle tiempo, y no todos tenemos el suficiente ni lo manejamos muy bien. En consecuencia, es posible distinguirnos, y de manera significativa, no sólo de acuerdo con la suma de capital económico o cul- tural que podemos poner en juego, sino también con respecto al monto de capital temporal. El capital tem- poral tiene un género. Las mujeres de clase media ins-aladas en su casa y que crían hijos tienen muy poco.

Sus esposos, bastante más. Los desocupados rebosan de él. Sin embargo, el capital temporal no es sólo una cuestión de cantidad, sino además de calidad. Y nues-tra capacidad de usar el que tenemos, y de usarlo bien, depende desde luego de nuestro control de los recursos materiales y simbólicos. El tiempo es precioso y escaso para muchos. Vacío e inútil para muchos más Esa dife-renciación hace que no tengan sentido los argumentos que lo muestran uniforme También hace que el tiempo sea mucho más interesante, y más complejo el papel de los medios en su definición, asignación y consumo. Puesto que en el consumo consumimos tiempo. Y en el tiempo consumimos y somos consumidos.

Los medios median entre el tiempo y el consumo. Proporcionan marcos y exhortaciones. Ellos mismos son consumidos en el tiempo. Las modas se crean y anulan. La novedad se proclama y se niega. Las com-pras se hacen y se dejan de lado. Los avisos se miran y se ignoran. Los ritmos se sostienen y se rechazan. Con-sumo. Conveniencia. Derroche. Frugalidad. Identidad. Ostentación. Fantasía. Anhelo. Deseo. Todo, reflejado y refractado en las pantallas, las páginas y los sonidos de nuestros medios. La cultura de nuestro tiempo.

Ámbitos de la acción y de la experiencia

En esta sección, el punto de mira cambia. Se tras-lada a la geografía de los medios y a cuestiones que, una vez más, los abordan como mediatizadores. El interés se sitúa en el contexto y la consecuencia. Nos involucra-mos con los medios como seres sociales de diferentes maneras y desde diferentes lugares. Los marcos desde los cuales miramos y escuchamos, meditamos y recor-damos, se definen en parte según dónde estamos en el mundo y dónde creemos estar, y a veces también, por supuesto, según dónde nos gustaría estar.

Los espacios del compromiso mediático, los espacios de la experiencia mediática, son a la vez reales y simbó-licos. Dependen de la ubicación y las rutinas que defi-nen nuestra posición en el tiempo y el espacio. Las ruti-nas que marcan las realidades del movimiento y la es-tasis en nuestra vida cotidiana. Las rutinas que defi-nen los sitios de y para consumo mediático. Sentados delante de la pantalla o frente al teclado. En un espacio personal, privado, pero también, como lo hemos visto, en un espacio público. No sólo las películas se hacen en exteriores.

¿Cómo afectan estas coordenadas espaciales la expe-riencia mediática? ¿Cómo afecta la experiencia mediá-tica nuestras autopercepciones en el mundo? ¿Cómo po-demos empezar a entender el espacio y el ámbito a la vez como objetivos: una sala de estar, un domicilio, tem-porario, permanente, y subjetivos: un producto de lo anhelado o soñado? ¿Y cómo se involucran los medios con nosotros en esas dos dimensiones? ¿Pueden fijarnos en un espacio social y físico? ¿Importa dónde miramos y

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escuchamos? ¿Qué clase de espacio o espacios nos ofre-cen o niegan los medios?

Estas preguntas son importantes justamente por-que el espacio se ha convertido en una entidad mucho más compleja, quizá, de lo que imaginábamos antes. La modernidad trajo aparejada la movilidad geográfica y social, un desarraigo que sucesivos estímulos indus-triales y políticos fortalecieron, de una manera tanto constructiva como destructiva. Somos muchos, cada vez más, los que no podemos depender ya de las seguri-dades y estabilidades del lugar. ¿Pueden los medios compensar esa pérdida? ¿La refuerzan?

Saber dónde estamos es tan importante como saber quiénes somos, y desde luego ambas cosas están ínti-mamente conectadas; pero el dónde y el quién se com-plican no sólo a causa de las circunstancias objetivas del ámbito y los límites que imponen a nuestra aptitud para actuar en y sobre el mundo, sino debido a la ca-pacidad de los medios de extender alcance y campo de acción: ofrecer una ventana al mundo que, cada vez más, no es sólo una ventana sino una invitación a am-pliar nuestra capacidad de actuar más allá de las res-tricciones de lo inmediato y lo físico. A decir verdad, en el espacio virtual.

En lo que sigue quiero, entonces, explorar estas cuestiones concentrándome en tres dimensiones —y hasta niveles— entrelazadas de acción y mediatiza-ción: el hogar, la comunidad, el planeta. Cada una de ellas brinda la oportunidad no sólo de considerar las ca-racterísticas objetivas de la vida y la comunicación en el espacio social y mediático: indagar en la política y la cultura del hogar, el barrio o el sistema global, sino también de explorarlas como un imaginario: un sitio cuyo significado y significacii5n se construyen como par-te de la cultura en los sueños y narraciones de los me-dios y la vida cotidiana. En este punto, o al menos así me parece, debemos investigar el papel de los medios, que definen y articulan el espacio y el lugar, nos res-guardan y nos perturban, sostienen y rehúsan la identi-

dad, nos ponen en el centro o los márgenes y nos ofrecen recursos para trascender los límites de nuestro espacio social inmediato. El hogar, la comunidad y el planeta, en su interrelación inconsútil y contradictoria, me per-mitirán, también, indagar en el papel de los medios en la facilitación u obstaculización de un sentido de perte-nencia.

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10. La casa y el hogar

Una niña de no más de cinco o seis años vuelve a casa desde la escuela una tarde de verano. Entra a la carrera en la sala de estar de su casa suburbana, arroja la caja de vianda vacía sobre el sofá y enciende el televi-sor. Se deja caer frente a él, de rodillas sobre la alfom-bra. Unos minutos después, el jardín la tienta y allí va. Hasta el fondo y el columpio. El televisor sigue en-cendido y la madre, desde su visión panóptica en la coci-na, al advertir que su hija ya no mira, entra y lo apaga. La niña reacciona de inmediato y, tan pronto como su madre deja la sala, vuelve corriendo, lo enciende y re-gresa al columpio, donde apenas le llegan los sonidos.

¿Qué se puede hacer con este fragmento de vida coti-diana? ¿Qué podría contarnos sobre el papel de los me-dios? ¿Qué cuestiones sugiere?

Este es el mundo infantil de la casa y el hogar. Un jardín. Una cocina. Una madre. Protegido. Seguro. Y dentro de él, ahora, los medios. El televisor. Encendido o apagado. Encendido y apagado. Siempre disponible. Siempre a mano. Inmerso en la cultura de la familia. Una fuente de discordia pero también de dependencia. Su familiaridad, su continuidad, su eternidad.

Hay mucho que decir sobre la casa y el hogar y sobre el papel de nuestros medios en su definición y facili-tación, así como en su debilitamiento. Y lo que quiero considerar ahora son estas dimensiones opuestas y con-tradictorias de la experiencia y su ámbito, su funda-mentación en el espacio físico y psíquico de nuestra do-mesticidad. Porque ya no podemos pensar en la casa, así como ya no podemos vivir en casa, sin nuestros me-dios.

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El hogar es un concepto intensamente evocador, en especial, tal vez, en el siglo XX, un siglo en el cual po-dría estimarse que llegó a ser muy vulnerable. En rigor, este tipo de conceptos, dominados por la nostalgia, sur-gen con mayor insistencia en momentos en que se reco-noce que acaso ya no sean seguros en el mundo real. El mismo destino ha caído sobre la familia, la comunidad y hasta la sociedad. Se los recupera súbitamente en los discursos, tanto académicos como de la vida cotidiana, cuando están a punto de desaparecer como estructuras o instituciones sociales concretas. A decir verdad, toda una serie de disciplinas, muy en particular la de la so-ciología, surgieron como un fénix de las cenizas de este mundo supuestamente agonizante En épocas más re-cientes, ideologías políticas enteras tienen un origen si-milar.

La lengua inglesa está impregnada de expresiones sobre la casa que evocan y dependen de emociones in-tensas: sentirse en casa [to feel at home], regreso al ho-gar [homecoming], sin techo [homelessness]. Hogar, dulce hogar. El hogar, en el romance y el deseo, como un lugar para todo, donde todo está en su lugar. Y también los medios, en sus telenovelas y comedias de situacio-nes, proporcionan, tanto de manera directa como indi-recta, representaciones igualmente eficaces e insisten-tes de lo que es estar en casa, al mismo tiempo que su-ponen, por lo menos durante la era de la radioteledifu-sión, que tienen un papel en el sostenimiento de la casa y el hogar. De modo que una discusión semejante debe ir al corazón de las cosas: en rigor, al hogar de las co-sas.*

Por lo tanto, hablar de la casa y el hogar es a la vez hablar no sólo de un único espacio físico. Es hablar de un espacio que tiene una profunda carga psíquica. Una carga en la cual la memoria se confabula con el deseo y a menudo lo contradice. Un lugar más que un espacio.

* Juego de palabras entre heart, corazón, y hearth, hogar, fogón y también, figuradamente, casa. (N. del T)

Un lugar de refugio. Un lugar tan facilitador como opresivo. Un lugar con límites que hay que definir y de-fender. Un lugar de regreso. Un lugar desde el cual con-templar el mundo. Privado. Personal. Interior. Conoci-do. Mío. Todos estos términos tienen su opuesto. Y el ho-gar es el producto de su diferenciación. Siempre es re-lativo. Siempre contrapuesto a lo público, lo imper-sonal, lo exterior, lo desconocido, lo tuyo. El hogar, en oposición a la casa [household] y la familia —cada uno de estos términos describe diferentes tipos de domesti-cidad—, parece haber tenido una vida inequívoca; ni si-quiera una vez dejó de brindar por lo menos una espe-ranza, una pizca de anhelo.

En su notable libro sobre la poética del espacio, el filósofo francés Gaston Bachelard se refiere al hogar como el ámbito del ir y venir, del afuera y el adentro. Podríamos considerarlo como una dialéctica de lo público y lo privado, pero también de lo consciente y lo inconsciente. En este sentido, el hogar es para Bache-lard un producto de esa dialéctica, así como, en el con-texto de la vida cotidiana, su precondición. Mi intención es sugerir que los medios están centralmente involu-crados en esta dialéctica del adentro y el afuera.

Permítanme seguir durante un momento a Ba-chelard en sus meditaciones críticas:

«Hay que decir, pues, cómo habitamos nuestro espacio vital, de conformidad con toda la dialéctica de la vida, cómo echamos raíces, día tras día, en un "rincón del mundo".

»Porque nuestra casa es nuestro rincón del mundo. Como se dijo a menudo, es nuestro primer universo, un verdadero cosmos en toda la acepción de la palabra. Si la observamos íntimamente, la morada más humilde tiene belleza (. . .) todo espacio realmente habitado lleva la esencia de la noción de hogar (. . .) Una casa constitu-ye un cuerpo de imágenes que dan a la humanidad pruebas o ilusiones de estabilidad. Reimaginamos constantemente su realidad: distinguir todas estas

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imágenes sería describir el alma de la casa; significaría desarrollar una verdadera psicología de la casa» (Ba-chelard, 1964, págs. 4, 17).

La preocupación de Bachelard, una preocupación fe-nomenológica, tiene que ver con el status de la casa co-mo hogar. Una casa que, como él dice, proporciona tanto las realidades como las metáforas de nuestra seguridad en un mundo incesantemente agitado. Nunca dejamos nuestra primera casa. La casa desde cuyo interior cons-truimos nuestro universo, nuestro espacio cósmico. Pe-ro la casa también propone espejos y modelos de la mente. El sótano es lo inconsciente, oscuro y húmedo en sus fuerzas subterráneas: primitivo y viscoso. El des-ván es la fuente de los temores cerebrales, más fáciles de racionalizar pero, pese a todo, monstruosos. Como lo sugiere Bachelard: «una casa que ha sido experimen-tada no es una caja inerte. El espacio habitado trascien-de el espacio geométrico» (Bachelard, 1964, pág. 47).

Y el espacio habitado tiene puertas y umbrales:

«¡Qué concreto se vuelve todo en el mundo del espíritu cuando un objeto, una simple puerta, puede transmitir-nos imágenes de vacilación, tentación, deseo, seguri-dad, bienvenida y respeto! Si tuviéramos que hacer un recuento de todas las puertas que hemos abierto y ce-rrado, de todas las puertas que nos gustaría volver a abrir, deberíamos contar la historia de nuestra vida en-tera» (Bachelard, 1964, pág. 224).

Los hogares y las casas implican entradas y salidas, movimientos desde adentro hacia afuera, y a la inversa. Umbrales a cruzar. Puertas a abrir. Paredes a defender. Los límites entre diferentes tipos de espacios, y los valores acordados a cada uno de ellos, varían de cultura a cultura y de tiempo en tiempo. La ciudad percibe sus puertas de manera diferente del suburbio. El italiano, del inglés. La clase media, de la clase obrera. Los esca-lones lustrados, las cortinas de encaje, las verandas y

las ventanas panorámicas señalan y significan una versión diferente de la barrera entre adentro y afuera: ver y no ser visto, ser visto y no ver. Acoger u ocultar. Moverse libremente o sentirse restringido. Escenarios y bastidores. Solitario y compartido. Aperturas y cie-rres. «Pero, ¿es el mismo ser quien abre la puerta y quien la cierra?» (Bachelard, 1964, pág. 224).

La puerta y su dintel marcan el umbral. Este, a su turno, se halla marcado como sagrado. Tradicional-mente, las familias judías ponen un cofrecillo, mez-zuzah, en la jamba derecha de la puerta. Al cruzarla, lo tocan y dicen una plegaria: «quiera Dios dejarme entrar y salir desde ahora y para siempre». El antropólogo Ar-nold van Gennep sugiere que este cruce y los diferentes tipos de espacios que se definen como consecuencia de él, son un modelo para todos los rituales y los modos como las sociedades sintieron la necesidad de distinguir entre lo sagrado y lo secular, lo habitual y lo marcada-mente excepcional; y de ver y expresar espacialmente esas diferencias. La puerta tiene, entonces, una signifi-cación a la vez literal y espiritual. Soñamos con puer-tas. Nuestras fantasías compartidas y compartibles se expresan como pasajes a través de puertas: las puertas de la percepción, puertas del otro lado de las cuales des-cubriremos misterios, placeres y terribles pesadillas. Alicia a través del espejo.

Van Gennep (1960, págs. 12, 20) es muy claro:

«La sacralidad es un atributo y no un absoluto; lo pone en juego la naturaleza de situaciones específicas (. . .) la puerta es un límite entre los mundos ajeno y doméstico en el caso de una vivienda corriente, y entre los mundos profano y sagrado en el caso de un templo. Por lo tanto, cruzar el umbral es unirse a un nuevo mundo».

Y quien controle las entradas y salidas controla gran parte de lo que es importante para los medios y la vida cotidiana.

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Ahora tenemos nuevas puertas, marcadas por el umbrárae- la pantallAclel televisor o la computadora. -13We'rfas ST 'ventanas cLuenpa_permiten ver e ir más allá de los límitesielesació físico de la casa y más allá, incluso,déra imaginación. Encender, conectarse, es desde luego trascender el espacio físico. Pero, aun en un mundo de impresos, es, como siempre ha sido, entrar en un territorio marcado que ofrece la vislumbre de algo sagrado; corriente pero ultramundano; poderoso en su capacidad de darnos la ilusión, y a veces la realidad, de un control conquistado y ejercido; poderoso, también, en lo que a menudo se le cree capaz de hacernos. En verdad, ¿dónde diablos tiene el poder personal otra cosa que un doble filo? Alcanzar también es ser alcanzado. Nuestras luchas por los medios, tanto las privadas co-mo las públicas, son luchas por este umbral.

En el Reino Unido, los radioteledifusores aceptan las restricciones de lo que se conoce, perceptivamente, como el umbral, la hora hechizada, las nueve de la no-che, cuando se supone que los niños ya no ven televisión y los emisores quedan liberados de algunas de las li itaciones en materia de decoro. ambién el tiempo

ene sus pue-tra-s-. as angustias que alimentaron y fi-

1 anciaron las investigaciones mediáticas desde su co-ienzo mismo, a partir quizá de los estudios del Payne und sobre el cine en la década de 1930, pero muy in-nsificadas en la era de la televisión, se basan en este

temor de que cosas inaceptables atraviesen un umbral. (Y más recientemente, con las líneas telefónicas de chat,

I las carteleras electrónicas y las redes globales porno-gráficas o políticamente inadmisibles, esas angustias se han vuelto aun más visibles. Hoy tememos ser ya in-capaces de controlar umbral alguno: ni el de la nación ni el de la casa. El temor a la penetración y la contami-nación es intenso. Los ritos y derechos de paso. Volveré a este tema.

Nuestra preocupación por la seguridad y el hogar está inevitablemente acompañada de las inquietudes por protegerlo. En mi ejemplo del comienzo de este ca-

pítulo, la madre tal vez haya estado más interesada en apagar el televisor para ahorrar electricidad que para evitar un mal necesario en otras circunstancias. Pero para la hija el aparato formaba parte de la casa. Su fa-miliaridad, y acaso hasta los sonidos distantes de las cortinas musicales de los programas favoritos, eran suficientes para brindarle confort, electrónicamente difundido pero, no obstante, real, aunque sólo fuera pa-ra ella.

Como lo indica Agnes Heller (1984, pág. 239), el ho-gar es la base de nuestras acciones y percepciones, cual-quiera sea el lugar en que nos encontremos:

«Esencial para la vida cotidiana promedio es la concien-cia de un punto fijo en el espacio, una posición firme desde la que "procedemos" (. . .) y a la cual regresamos a su debido momento. Esta posición firme es lo que lla-mamos "hogar" (. . .) "Volver a casa" debería significar: regresar a esa posición firme que conocemos, a la que estamos acostumbrados, en la cual nos sentimos a sal-vo y donde más intensas son nuestras relaciones emo-cionales».

¿Y cuando no podemos volver a casa? ¿Y cuando esta-mos en movimiento, desplazados por las guerras, la po-lítica o el deseo de una vida mejor? Con nuestros me-dios, podemos llevar con nosotros algo del hogar: el pe-riódico, el video, la antena satelital, Internet. En este sentido —y se ha convertido en un tropo familiar de gran parte de las teorizaciones recientes sobre la nueva era de la información—, la casa se ha transformado en algo virtual, sin ubicación, y puede mantenerse con esas características. Un lugar sin espacio, como compensa-ción, tal vez, de los momentos en que vivimos en espa-cios que no son lugares. Cuando no podemos ir a casa.

¿Qué se preserva y protege en estos espacios inten-sos y vulnerables, conectados [on-line] y desconectados [off-line], reales y virtuales e imaginados, que llama-mos hogar?

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La memoria y el hogar se hallan decisivamente in-terrelacionados. Gaston Bachelard (1964, págs. 6, 15) escribe:

«Los recuerdos del mundo externo tendrán la misma to-nalidad que los del hogar. Y al evocar estos, aumenta-mos nuestra provisión de sueños; nunca somos verda-deros historiadores y siempre un poco poetas, y la emo-ción quizá no sea otra cosa que la expresión de una poe-sía perdida.

»Así, al abordar la casa con la preocupación de no romper la solidaridad de la memoria y la imaginación, podemos tener la esperanza de hacer que otros sientan toda la elasticidad psicológica de una imagen que nos lleva a una inimaginable profundidad (. . .) la casa es un refugio para las ensoñaciones, la casa protege al soñador, la casa nos permite soñar en paz (. . .) La casa donde nacimos es más que una encarnación del hogar, también es una encarnación de los sueños».

Hogar. El receptáculo de la memoria y la cognición. Las vidas que se vivieron en él, compartidas por las fa-milias, tanto nucleares como extensas, y la familiari-dad de habitaciones y tecnologías, representan en con-junto un maletín para lo cotidiano, sus historias y sus recuerdos: sobre todo, tal vez, los de la infancia. Nues-tras experiencias del hogar están determinadas por las circunstancias materiales de nuestra vida cotidiana y el modo como se recuerdan y evocan. Las historias del hogar corren como venas a lo largo del cuerpo social. Y -e›Sas his as y---- g§tjúoqdm ¡os.

-Piensen en su propia infancia y adolescencia, y cuán a menudo un fragmento musical, un personaje de una telenovela e incluso el relato de un gran acontecimiento noticioso convoca, como un perfume, un mundo. Pienso en las mías. La pantalla de un televisor blanco y negro en la sala. La coronación de Isabel II. La radio de tran-sistores debajo de la almohada. Los programas de la in-fancia: Journey into Space, Two-way Family Favou-

rites, Cisco Kid, Quatermass and the Pit, In Town To-night, The Six Five Special, Potter's Wheel, Radio Lu-xembourg. Compartir ese mundo con nuestros coetá-neos, reflexionar sobre el pasado que evoca, es conec-tarse con el otro, domesticar un pasado que puede ser compartido. Pero también es incorporar los recuerdos de los medios a nuestra propia biografía, a los recuer-dos del hogar, buenos, malos e indiferentes. Estas son las experiencias formativas: el hogar como ~ro iie-diáriSdo y los medios como un espacio domesticado. legüros en ellos, podemos soñar. Sin ellos estamos desnudos. Dentro de ellos son posibles ciertos tipos de nociones: las cosas de nuestra vida cotidiana que damos por descontadas. A través de ellos surgen lenguajes privados y morales personales; las historias e identida-des compartidas de quienes reivindican un sueño sin-gular de la casa.

O lo desean. O proyectan en la fantasía y la apeten-cia esos sueños de mundos que se han perdido. Tam-bién aquí son centrales los medios. Puesto que con la modernidad llegó la dislocación, y como si se tratara de compensar esa desarticulación material, el movimiento de poblaciones, la desintegración de las familias, llega-ron los medios. Del púlpito al periódico, del carnaval al cine, del vodevil a la radioteledifusión: los medios masi-

vos. Compensaciones por la pérdida del hogar, que tras-ladan las imágenes y reivindicaciones de este al espacio público y las proyectan continuamente para el barrio y la nación.

La versión que presenta Walter Benjamin de este movimiento es la privatización del interior burgués de-cimonónico. Esos espacios domésticos inmaculados e inmaculadamente controlados en los cuales se cons-truía y proclamaba el mundo. «El salón era el palco en un teatro mundial» (Benjamin, 1976, pág. 176), un es-pacio desde el cual podían reclamarse las imágenes y la información de un espacio público, y al mismo tiempo se era capaz de decidir qué excluir. Para Raymond Wil-liams (1974), los medios respondieron a una segunda

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ola de confianza burguesa, cuando las familias se mu-daron de la ciudad a los suburbios. El tema volvía a ser la privatización, dado que el sistema de radioteledifu-sión apareció para facilitar la dispersión de las pobla-ciones: unir el hogar privado a uno público; a decir ver-dad, redefinirlo como un espacio en el que la radiotele-difusión era esencial, y definir una versión específica del hogar como apropiado para el manejo de la vida co-tidiana. En primer lugar la radio, luego la televisión:

«La radiodifusión significa el redescubrimiento del ho-gar. En estos días en que la casa y el hogar han sido en gran medida abandonados a favor de una multitud de otros intereses y actividades externos, con la consi-guiente desintegración de los lazos y afectos familiares, parece que esta nueva convicción puede hasta cierto punto volver a poner el techo parental en su antiguo lugar habitual, porque todos admitirán que este es, o debería ser, una de las mayores y mejores influencias sobre la vida» (C. A. Lewis, 1942, citado en Frith, 1983, pág. 110).

¿Y ahora? Los hogares son vulnerables a la historia. Esto no forma parte de la ecuación de Bachelard, pero difícilmente podamos ignorarlo. Y las puertas, como he señalado, pueden tanto abrirse como cerrarse. Hoy, los hogares son políticos. Es preciso reinventarlos conti-nuamente. Y los medios se movilizan, como ocurre con muchas tecnologías, para ir al rescate de una institu-ción que, según se estima, ellos mismos están socavan-do. Qué paradoja escarmentadora.

No obstante, es posible sugerir que casi todos nues-tros impulsos regulatorios, los que se enfrentan con la propiedad de las industrias mediáticas por un lado y los que conciernen al bienestar de la familia por el otro, es-tán preocupados por la protección del hogar. Lo que los vincula es, desde luego, el contenido: las imágenes, so-nidos y significados que se transmiten y comunican dia-riamente, y sobre los cuales los gobiernos creen tener

cada vez menos control. El contenido es importante por- que se presume significativo. Por banal que parezca, se considera que los melli2s2plaulrtantes debido al

nte ejercen sobre nosotros, en

casa ueden tanto quebrantar como resguardar el santuario. Esa es la lucha. Esa es, también, la líichá por la familia; una lucha para protegerla en su inocencia y su centralidad como una institución en la que presun-tamente coinciden las morales públicas y privadas. Una lucha por el control, una lucha que propagandistas y publicistas entendieron y aún entienden. Y una lucha que también entienden los padres, cuando discuten con sus hijos los hábitos de espectadores de estos o el tiem-po que pasan conectados en línea, y que define en parte, según las diferencias de edad y de género, la política particular de las familias.

Las investigaciones realizadas bajo la dirección de George Gerbner (1986) en la Universidad de Pennsyl-vania a lo largo de varios años sugieren que quienes miran televisión con mayor intensidad, una actividad que definen como «predominante», comienzan a articu-lar una visión de su mundo que es singularmente la de la propia televisión, ya que representa el mundo, en efecto, en términos que están un tanto alejados de las realidades de su vida cotidiana. El mundo es visto a tra-vés de la lente de la televisión, por así decirlo, y como consecuencia, sostienen los investigadores, esos es-pectadores convencionales son más ansiosos, más te-merosos y más conservadores. Estos descubrimientos quizá no sean sorprendentes una vez que admitimos que cualquier medio dominante, con mensajes más o menos consistentes —esto es, ideológicos—, tiene probablemente algún efecto sobre quienes lo consumen. Y la televisión se ve aquí como una amenaza para la casa y el hogar, al menos en su forma actual. Estos hallazgos llevan agua al molino de los reformadores morales y mediáticos, para quienes los medios son la fuente de gran parte de los males, si no de todos ellos. Sin embargo, semejante ingenuidad moral y metodoló-

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gica es insostenible, en especial hoy, cuando nuestros medios se extienden más allá del poder de control de los difusores, y más allá de la capacidad de la televisión de definir sus términos, tanto comerciales como de refe-rencia. Regular los contenidos empieza a parecer un imposible.

Y así prosigue la política de los medios, aun cuando las premisas en las que se basa sean inadecuadas y con-tradictorias. Esa política se preocupa sobre todo por el poder de abrir y cerrar puertas, y controlar los derechos de paso. Se preocupa por el control de las rutas y medios de acceso comerciales, y por las tecnologías y la codifica-ción de los conversores digitales.* Se preocupa por la propiedad de los multimedios y el poder del capitalismo global de dominar las nuevas frecuencias digitales. Se preocupa por la capacidad de los medios de promover o romper la vida en la casa, preservar las culturas nacio-nales y domésticas, y posibilitar el cultivo de esa idea de lugar sin la cual nuestra humanidad es vulnerable, una idea de la ubicación independiente del sitio en que po-damos realmente estar.

Y estudiamos los medios en su domesticidad debido a nuestra preocupación general por los límites que ro-dean esa domesticidad, y las amenazas específicas que nos plantean la pantalla y el umbral electrónico. Desde luego, se considera que la nueva ideología de la interac-tividad, que subraya nuestra capacidad de extender el alcance y el campo de acción y controlar, por medio de nuestras propias decisiones, qué consumir, cuándo y cómo, promete revertirlas. Se saluda en ella la posibi-lidad de deshacer un siglo de difusión de uno hacia mu-chos y la progresiva infantilización de una audiencia cada vez más pasiva. Es la expresión de un nuevo milenarismo. Se trata de las ideas utópicas de la nueva

* En el original, set-top decoder, también llamado «caja negra». Se trata de un dispositivo que permite que un televisor analógi-co normal reciba y decodifique señales digitales. La denomina-ción set-top se debe a que por lo común se ponen encima del televi-sor. (N. del T)

era en la cual se cree que el poder, al fin, ha pasado a manos de la gente: de la gente, vale decir, de quienes tienen acceso al mouse y el teclado, y pueden contro-larlos.

Hay en este campo cuestiones más amplias, por su-puesto, que seguiré abordando, tanto en esta sección como en el resto del libro. Y al hacerlo intentaré mante-ner dentro de mi propio marco las paradojas del poder mediático y la capacidad, igualmente paradójica, que tienen los individuos de utilizar los medios en su vida diaria para comprender esa vida e informar y articular la experiencia.

Comenzamos en la casa y en ella terminamos, en el deseo o la realidad. Los medios comprometen y mode-lan nuestro sentido doméstico y nos permiten señalar los pasajes hacia atrás y hacia adelante, en el tiempo y el espacio. Y posiblemente aún sea así, incluso en las so-ciedades y los momentos de la historia en que el hogar parece una causa perdida: cuando las poblaciones se ven obligadas a huir; cuando culturas enteras parecen estar al borde del abismo. Todavía necesitamos_las_mi: tos del eterno retorno; y los medios son una de sus fuen-tes decisivas.

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11. La comunidad

Vivimos en medio de otros. En eso radica nuestra humanidad. En eso radica, también, nuestra capacidad para la inhumanidad. Vivimos en barrios y en grupos de amistad y parentesco. Vivimos como integrantes de mayorías y minorías étnicas, como miembros de regio-nes y naciones. Compartimos valores, ideas, intereses y creencias y nos identificamos con aquellos cuyos va-lores, intereses y creencias son como los nuestros. Com-partimos pasados, así como el presente inmediato: nues-tras biografias entrelazadas con historias y fundidas por la memoria. Encontramos nuestras identidades en las relaciones sociales que se nos imponen y en las que buscamos. Las exteriorizamos diariamente. Sentimos la necesidad de pertenecer. Y necesitamos la con- firmación de que en efecto pertenecemos. Construimos , 1 eas o re a que cosa pertenecemos, y la definimos y comprendemos en las imagenes aue tenemos de ella o en las qué se nos ofrecen. Necesitamos que se nos re- cuerde y confirme constantemente que nuestro Sel-i-tido

i de pert-e-henciasrinestr Imliosos. —Tré modo que participamos en actividades que nos reúnen, actividades que pueden tener muy pocos objeti-vos al margen de reunirnos. Aveces, ese sentido de per-tenencia es opresivo. Los límites y las barreras que nos resguardan también nos restringen. No obstante, de-testamos que nos excluyan. Podríamos abandonar un grupo un día sólo para incorporarnos a otro al día si-guiente. Nos distinguimos de quienes son diferentes de nosotros y creamos o encontramos los símbolos, desde banderas hasta equipos de fútbol, para expresar esas diferencias. En rigor, esa diferenciación es esencial si

pretendemos reconocer y definir nuestros rasgos distin-tivos. De vez en cuando, lo hacemos de una manera muy agresiva: la necesidad de distinguirse de otros se convierte en el deseo de suprimirlos. Es demasiado ar-duo tolerar las diferencias.

Llamamos «comunidad» a estas experiencias contra-dicor-t—iiádjfa vida social. Se trata de un término des-ciírifiVó-y-v-álorativo. En un momento, una observacion benévola y neutral sobre la vida aldeana. Un instante después, un llamado a las armas. En un momento, un marco para el análisis de las continuidades y cambios de la vida social. Un instante después, el núcleo de un lamento por la pérdida de todo lo que se percibe como bueno y verdadero.

Soñamos con la comunidad. Con los elementos co-munes y las realidades compartidas que la apuntalan. Soñamos con una vida con otros; la seguridad del lugar, la familiaridad y la protección. A decir verdad, es dificil pensar en la comunidad sin un ámbito; sin una percep-ción de las continuidades de la vida social que se fun-dan, literalmente, en el lugar. La comunidad, entonces, es una versión del hogar. Pero es pública y no privada. Debe buscarse y a veces ericontrarSeénJI espacio en-tre la casa y la familia, y la sociedad en general. La co-munidad siempre implica una demanda. No es sólo una cuestión de estructura: de las instituciones que permi-ten la participación y la organización de la pertenencia. También es una cuestión de creencia, un conjunto de demandas de ser parte dé algo: una serie de demandas cuya eficacia se concreta, preci--~mente, en el hecho de que las aceptamos. Las eólnüriidádes se viven. Pero también se imaginan. Y, como ro Señaló célebremente el sociólogo norteameri-cano W. I. Thomas, si la gente cree que algo es real, ese algo lo es en sus consecuencias. Las ideas de comunidad rondan entre la experiencia y el deseo.

Como lo indicó Kobena Mercer (1996, pág. 12), cuan-do se trata de comunidad «a todo el mundo le gustaría pertenecer a una, pero nadie está del todo seguro de qué

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es». Esta incertidumbre es el producto de una sensación de pérdida, pero también de desasosiego: que el mundo en que hoy vivimos, un mundo de experiencia fractura-da, cultura fragmentadora y movilidad social y geográ-fica, ha socavado y seguirá socavando nuestra capaci-dad de sostener la vida social de una manera significa-tiva, segura y, acaso sobre todo, moral; en otras pala-bras, en algo que queremos llamar comunidad.

¿Dónde se encuentra esta comunidad? ¿Dónde hay que buscarla hoy? ¿De qué depende: de qué tipos de ac-tividades y compromisos personales y sociales? ¿Cómo debe crearse y defenderse? ¿Aún la queremos? ¿Y hasta qué punto un sentido de comunidad y, en rigor, la reali-dad de la comunidad, dependen de nuestros medios, co-mo agentes de significado, comunicación, participación, movilización?

Estas son las cuestiones que quiero abordar en este capítulo. Comunidad se ha convertido en una palabra pegadiza. Incorporada a la retórica de los nuevos movi-mientos políticos, conservadores en su mayoría, y a la de los planificadores de políticas públicas en los niveles nacionales y regionales, llegó a ser con frecuencia una excusa para la ausencia de pensamiento social. «Cuida-do en la comunidad» es una contradicción donde no hay comunidades que cuidar. La Comunidad Europea es aún una fantasía política. El comunitarismo se ha con-vertido en un credo fundado en el supuesto de que no xiste ningún conflicto irresoluble cuando se trata de

una cuestión moral o política. Y también nos enfrenta-mos —y esto es aquí un problema central— a la retórica de la era de la información, en la cual se afirma que la comunidad, y con ella cierto sentido de la identidad y la autenticidad, puede encontrarse no en el mundo de las relaciones cara a cara (que se estima destruido desde hace mucho por la marcha implacable de la moderni-dad), sino en los desplazamientos de lo real por lo elec-trónico y lo virtual: pasar de estar desconectado [off-line] a estar conectado [on-line] y algo más. Nuevas for-mas de relación social, nuevas formas de participación,

nuevas formas de ciudadanía: todo parece posible en el espacio electrónico. Es necesario explorar estas preten-siones y también examinar de qué manera los medios y la comunidad han llegado a estar tan intensa y seducto-ramente entrelazados.

La relación entre la comunidad y los medios es fun-damental, en verdad, y tal vez desde el comienzo mis-mo, con la aparición de una prensa nacional, el equili-brio entre las comunidades construidas a través de la experiencia del contacto cara a cara, las continuidades de una sociedad inmóvil y la coparticipación en el es-pacio físico y la cultura material, y las construidas me-diante lo que podríamos llamar imaginario, ha estado sometida a un proceso de cambio El descubrimiento de la comunidad imaginada por parte de Benedict Ander-son, generada por el ascenso de la prensa y aun cons-truida de nuevo cada día con la llegada y la lectura del diario matutino, describe la emergencia de un espacio simbólico compartido, el resultado de la actividad si-multánea de los millones de individuos que, en estos ac-tos de consumo literario, se alinean con una cultura na-cional y participan en ella. Las mismas noticias leídas cada día y luego olvidadas: un ritual de masas celebra-do en «el cubil del cráneo» (Anderson, 1983, pág. 39, que cita a Hegel); la creación de un público invisible; el surgimiento deijás-c7m-unidad abstracta y abstraída. mas impresiones masivas en lengua vernácula posi-bilitaron la formación de los estados naciones, creados en torno de un idioma compartido y una cultura cada vez más compartible. El periódico intensificó el proceso, producto, en gran parte, de las demandas de una nueva era imperial e industrial, una era en la cual las pobla-ciones en movimiento necesitan una nueva base para la comunicación y la cultura, una nueva base para la per-tenencia. De modo que a medida Que los límites físicos se hacían más porosos y las restricciones institucio-nales más laxas, los lazos vinculantes hubieron de bus-carse cada—vez más en el reino de lo simbólico, donde en rigor terminaron por encontrarse.

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Desde luego, la composición de las comunidades siempre fue tanto simbólica como material. Se las de-fine por las minucias de la interacción cotidiana, así co-mo por la efervescencia de la acción colectiva. Se actúa sobre ellas y se las actúa. No obstante, sin su dimensión simbólica no son nada. Sin sus significados, sin creencias, sin identidad e identificación, no hay nada: nada a lo cual pertenecer, en lo cual participar; nada que compartir, nada que promover y nada que defen-der. Como sostiene Anthony Cohen (1985, pág. 16):

«El referente esencial de la comunidad es que sus miembros dan o creen dar un sentido similar a las co-sas, ya sea en general o con respecto a intereses espe-cíficos y significativos, y que, además, suponen que ese sentido puede diferir del atribuido en otros lugares. Así, la realidad de la comunidad en la experiencia de la gen-

(

te es inherente a su adhesión o compromiso con un cuerpo común de símbolos».

«El triunfo de la comunidad consiste en contener esta variedad [de conductas e ideas] de tal modo que su dis-cordancia inherente no subvierta la coherencia aparen-te que expresan sus límites. (. . .) El punto más impor-tante de este argumento es que esa relativa similitud o diferencia no es una cuestión de evaluación "objetiva": es una cuestión de sentimiento, una cuestión que está en la mente misma de los miembros» (Cohen, 1985, pág. 20).

Cohen plantea esta idea como un argumento general pertinente para la comunidad, no sólo para comunida-

des históricamente específicas, no obstante lo cual es difícil no creer que la capacidad misma de plantearlo, así como su creciente pertinencia, son el producto de una era moderna en la cual la colunidad,precisa v em-píricamente, llegó a construirse.en.los textos y símbolos públicos de la vida cotidiana: en los significados media- , _ tizados de la cultura Jectrónica.

Permítanme profundizar en el argumento de Cohen, porque hacerlo nos llevará al corazón de las cuestiones que es preciso plantear acerca de los medios. Entre ellas es fundamental la del límite Y también la partici-pación en el ritual. Los límites definen, contienen y dis-tinguen. Dentro de ellos, los individuos encuentran sig-nificados compartibles y los símbolos que llegan a re-presentar la comunidad tienen igualmente un vigoroso papel en su definición. Los rituales implican un com-portamiento simbólico. Participamos en actividades que están preñadas de significado. Los rituales nos reú-nen, en nuestras diferencias, bajo el paraguas de un conjunto común pero poderoso de imágenes e ideas que son los mecanismos para afirmar y fortalecer nuestra singularidad, y que nos permiten distinguimos de aquellos, nuestros vecinos, de cuyo modo de vida desea-mos tomar distancia y excluirlo. Los rituales son esen-ciales para la comunidad que, al expresarse y reflejar-se en ellos, es esencialmente una reivindicación de la diferencia. La conciencia de los límites simbólicos de nuestra cultura y su dramatización cuando se los re-presenta son una precondición de la creación y soste-nimiento de la comunidad. Nuestros límites nos defi-nen. Estudiamos los medios porque suponen un recurso constante para la comunidad, aunque, como lo señala-ré, lo hacen a veces de una manera inesperada y contra-dictoria.

En rigor, los medios hacen la comunidad de tres ma-neras: expresion„ refracción y critica, Tal vez fuera po-sible incluso sugerir que estas tres dimensiones de los medios y la comunidad son tanto histórica como tecno-lógicamente específicos. Volveré a este aspecto.

Las comunidades, por lo tanto, se definen no sólo por lo que se comparte sino por lo que se distingue. Y en su comprensión ocupan un lugar central la existencia, la naturaleza y el poder de los límites trazados para dis-tinguir una comunidad de otra. Carácter común y dife-rencia. Pero no necesariamente uniformidad. Y ningún absoluto:

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La percepción de Benedict Anderson del papel de la prensa en la creación de una comunidad imaginada en una escala nacional es un ejemplo de cómo puede con-siderarse que los medios expresan la comunidad. Pero en la era de la radio y la televisión, esta capacidad y las afirmaciones favorables a ella se extienden más allá del campo de acción y el alcance de la palabra impresa. La radio, esto es, la radiodifusión pública, fue el medio por excelencia de edificación de la comunidad nacional. El Tratado de Versalles señaló una divisoria de aguas en el status de la nación en Europa, y el período de posguerra contempló el surgimiento, para bien y para mal, de ideologías e instituciones dedicadas a la construcción de comunidades nacionales fuertes y singulares.

La radio se convirtió en una parte crucial de este proceso, y lo hizo de una manera consciente. La BBC, bajo la dirección de John Reith, promovió esta concep-ción quizá de la forma más benigna. El uso que hizo Hi-tler de la radio fue, desde luego, otra historia. No obs-tante, ambos veían en ella la capacidad de proveer una materia prima simbólica con la cual una nación pudie-ra construir una identidad compartible. Y la radio lo hi-zo no sólo a través de la convocatoria a audiencias dis-persas y anónimas, sino al transmitirles una gama de programas, narraciones y acontecimientos altamente investidos que en conjunto proporcionaban, a quienes estaban dispuestos a escuchar, el marco simbólico para la participación en la comunidad. Creer en ello y actuar en su nombre. La programación de la BBC suministra-ba la estructura, en el ciclo de los horarios diarios y semanales y la difusión en vivo de grandes rituales na-cionales, tanto sagrados como seculares; y suministra-ba el contenido en los programas que contaban los re-latos de la nación, reformaban sus mitos e historias, transmitían sus sonidos y sus voces. Coronaciones, finales de copa, conversaciones; música y charla; el noticioso nocturno; lo pomposo, lo trivial y lo trascen-dente; algo para todo el mundo.

La singularidad y consistencia de los destinatarios de la radio, aun en su variación, eran una expresión precisa y una reivindicación de la comunidad. En tiempos de guerra —cuando los puños desnudos se aprestaban, y aún se aprestan, a la lucha—, es trans-parente. La ideología es reemplazada por la propagan-da. La comunidad debe ser movilizada. Pero en los pri-meros años, y hoy, los medios de radiodifusión fueron capaces de proporcionar, en su mayor parte de manera discreta, aunque no necesariamente siempre con com-pleto éxito, el cemento social que es la comunidad. Esta fue y es la nación que se expresa, se crea y se sostiene, se define en su singularidad y su diferencia. El límite es a la vez lingüístico y técnico: el inglés la lengua, el Reino Unido el territorio y la frontera de la transmisión. Pero el límite también se define y se defiende, desde luego, en la creación de una realidad simbólica, en la suposi-ción de su pertinencia y en la búsqueda de su poder.

Los límites de la comunidad también pueden defi-nirse de otros modos, en los cuales los medios son igual-mente fundamentales. Mientras que en la expresión mediática de la comunidad podemos detectar una agenda singular, tanto política como social, y ver, en esas reivindicaciones comunitarias, un franco llamado a la identificación y la participación, la experiencia de la comunidad es menos directa, y esta se refracta de un modo que con frecuencia dista de ser obvio.

Anthony Cohen destaca el fenómeno de la inversión simbólica, la manera como

«la gente no sólo marca un límite entre su comunidad y otras, sino que también revierte o invierte las normas de conducta y los valores que "normalmente" marcan sus propios límites. En estos rituales de inversión, la gente se comporta de manera muy diferente y co-lectivamente lo hace de modos que se supone aborrece o que suelen estar proscriptos» (Cohen, 1985, pág. 58).

Hay aquí una enorme agenda. La mejor manera de ocuparse de ella tal vez sea volver a Jerry Springer. El

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hombre y su programa son vilipendiados. No obstante, tienen una vasta audiencia. Y han producido gran can-tidad de imitadores. La televisión diurna norteameri-cana es confesional de cabo a rabo y el virus se difunde. Como expresión particular de las profundidades a las que descenderá la cultura popular tiene pocos parango-nes, no obstante lo cual la cuestión es precisamente ese descenso.

La cultura popular siempre tuvo capacidad para la inversión. El carnaval era simplemente su expresión más visible. Las sociedades encontraban contención, y las comunidades, persistencia, gracias a rituales a me-nudo claramente limitados en los cuales era posible re-presentar y proclamar todo cuanto era antagónico a lo dominante o cuanto se presumía como tal en la cultura de la época. La transgresión y la trascendencia implica-ban el descenso y la inversión y, mientras no se escapa-ran de las manos, eran toleradas, e incluso alentadas. Para un antropólogo, esos momentos y acontecimien-tos son profundamente funcionales. Los Señores del Desgobierno gobernaban y en sus proclamaciones fortalecían perversamente el poder de lo simbólico y de la autoridad que la comunidad tenía sobre sus miem-bros; y el poder del ritual permitía a estos identificarse en el espejo, al percatarse de lo que los hacía diferentes y especiales. Una experiencia a compartir y dramati-zar. Significados a sostener. Un sentido de pertenencia.

En nuestros tiempos de medios masivos lo popular aún está en acción, y esa función ritual, en la cual los valores e ideas de una comunidad se reflejan inverti-dos, todavía se sostiene. Hagamos a un lado, por el mo-mento, la crítica que ve esta situación como la estrate-gia deliberada de un capitalismo dominante y una so-ciedad totalitaria, y consideremos qué podría estar pa-sando y cuál es su pertinencia para una comprensión de la comunidad.

Hay continuidades históricas y culturales entre la prensa popular y las manifestaciones más recientes de la televisión popular. Los tabloides y la prensa amarilla

no fueron siquiera sus iniciadores. La imprenta dio pá-bulo a una procaz y sediciosa literatura en lengua ver-nácula, así como produjo la literatura religiosa e inte-lectual. Y estas diversas manifestaciones de lo popular proporcionaron un ámbito para la definición de lími-tes en el que los valores dominantes se transgredían y subvertían constantemente pero, en ese mismo proce-so, eran en su mayor parte afirmados. Las clases y las culturas encontraban sus rasgos distintivos en esos textos y manifestaciones simbólicas de la comunidad. En esos lugares y tiempos resultaba posible decir y hacer cosas que en otras circunstancias habrían sido inaceptables, pero que tenían una relación estructural con lo que se reconocía como específicamente normal. En tales lugares y tales tiempos era posible jugar y ac-tuar a contrapelo, y en el hecho de compartir ese juego y en esas actuaciones se afirmaba y reivindicaba la soli-daridad, tanto dentro del grupo actuante como en la co-munidad en su conjunto. Aunque lo popular, desde lue-go, no era sólo un ámbito de contención sino un estímu-lo para el cambio social y cultural.

¿Qué sucede en los programas de Springer, si no la proclamación ritual de lo no dicho y lo indecible en la vi-da social, a través del testimonio personal y el conflicto interpersonal dramático? En Springer se despliegan el incesto y la infidelidad, la transexualidad y las trans-gresiones de todas clases, que se representan por medio de conflictos extremadamente ritualizados delante de un invitado y la audiencia participante; los actores per-tenecen, en su mayor parte, a la infraclase [underdass] de la sociedad moderna: negros urbanos, blancos po-bres del sur, hispanos de segunda generación, cuyas culturas son negadas y reprimidas y a quienes se ha ofrecido y otorgado este espacio para que den su propia versión del desgobierno.

En este caso, los límites se transgreden y, .al mismo

tiempo, se afirman en la transgresión. El espacio para Ta inversión se definec"aidamente, no sólo mediante el tiempo disponible para cada programa, sino a través de

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la homilía de conclusión del propio Springer, en la cual se reintegra lo anormal a las formas dominantes de rea-lidad o se lo justifica contra ellas: los valores y creencias que el conductor espera que su audiencia entienda y comparta. A decir verdad, es poco lo que queda librado al azar. Y en la expectativa de que la audiencia entien-da la relación entre lo que ve y lo que sabe se reivindica cierto sentido de la comunidad. Aquí, esta se refleja a través de la lente de los medios. Aquí, sugiero, se defi-nen y refuerzan los límites en torno de nuestra cultura y aquí, también, de un modo que tal vez nos parezca di-ficil aceptar, los medios ofrecen igualmente la vislum-bre e-zeresna. b5ante.

a tercera manera e «hacer» la comunidad por parte de los medios, que quiero considerar brevemente, concierne al papel de estos como críticos. Una vez más, no hay nada nuevo en el modo como los medios pudie-ron involucrarse críticamente en los marcos políticos o éticos que sostienen las comunidades dentro de las cua-les aparecen. Ningún límite es sacrosanto. No obstante, gracias a la rápida expansión de las radios comunita-rias y el crecimiento de Internet, es posible ver, irónica-mente tanto en los medios masivos más antiguos como en los más recientes, una libertad para llevar adelan-te una agenda crítica o alternativa, desde los márge-nes, por decirlo así, o desde las capas inferiores de la vida social. En este aspecto, las radios comunitarias tie-nen un importante papel en el mundo en desarrollo, mientras que en las sociedades industriales avanzadas la liberación del espectro y la digitalización de la comu-nicación crearon nuevos espacios para voces alterna-tivas que dan cabida tanto a intereses comunitarios específicos como a lo discrepante y lo subversivo.

Como resultado de estas transformaciones, lo mi-noritario y lo local, lo crítico y lo global, es posible su-gerir que la primera y más significativa víctima será la comunidad nacional.

Consideremos por un instante el caso de la televisión de las minorías étnicas en la próxima era de la transmi-

sión digital satelital y por cable, una era en la cual, al menos en principio, habrá menos limitaciones al acceso a los canales de difusión y el precio de ingreso también será relativamente bajo. Un informe publicado en 1998 (Silverstone, 1998) abogaba por la creación de un canal judío satelital o de cable en el Reino Unido. El argu-mento se basaba en las características particulares y la percepción de las necesidades de la comunidad judía en ese país, una comunidad con una historia de participa-ción asimiladora en la cultura de la sociedad anfitriona, pero hoy desgarrada por la discordia y la declinación demográfica. El informe sugería que podría reanimar a la comunidad judía y revigorizar su cultura secular mediante, justamente, la creación de ese canal. En él se escucharían voces judías y se discutirían valores e ideas judías. La propuesta se consideraba como una oportu-nidad para la expresión y la reflexión. Pero era una oportunidad reclamada por una minoría. Otras mino-rías étnicas ya habían hecho o pronto harían lo mismo.

Estas demandas de comunidad a través de los me-dios son críticas, pero en dos sentidos. Proponen una vi-sión alternativa del papel de la radioteledifusión en la comunidad y una visión alternativa de esta última. Las nuevas demandas apuntan a la participación y la cons-trucción de lazos más estrechos entre los elementos en línea y fuera de línea del espacio de la difusión. Pero también a las comunidades en plural: discretas, posi-blemente introspectivas y con la probabilidad de gene-rar vigorosas repercusiones sobre la calidad y el ca-rácter de la vida pública en el próximo siglo. Es eviden-te que aquí hay tensiones sin resolver, que implican versiones contradictorias de la comunidad tanto en la estructura como en el contenido de los medios, y el ca-rácter y la consecuencia del papel de estos en la textura general de la experiencia.

Aquí tenemos sin duda una agenda para aquellos de nosotros que quieran estudiar los medios. «Comuni-dad» bien puede ser un término utilizado en exceso y mal, pero aborda algunas de las cuestiones centrales en

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torno de lo que hace posible y aceptable la vida cotidia-na. Los fundamentos conocidos para la creación y el mantenimiento de la comunidad a través de la moder-nidad empiezan a sufrir los efectos de la erosión. En es-te aspecto, los rnedios_pcupan un lugar fundamental, porque pr—o-veen los recursos smiboliEosfáritólán:el cambio como para la resistencia al cambio.

Sin embargo, la agenda no se agota en el interés por la radioteledifusión de las minorías o las radios comu-nitarias. También hay una agenda global para la comu-nidad, y un nuevo medio para crearla y sostenerla. En-tremos en la comunidad virtual y la vida social en In-ternet.

Un subproducto de mi argumentación en este ca-pítulo es el reconocimiento de que todas las comunida-des son comunidades virtuales. La expresión y de-finición simbólicas de la comunidad, tanto con los medios electrónicos como sin ellos, se establecieron co-mo un sine qua non de nuestra sociabilidad. Las comu-nidades son imaginadas y participamos en ellas con la relación cara a cara y sin ella, con contacto y sin él. Quienes proclaman que Internet hace posible una nue-va era de la comunidad sostienen que esta es posible sin cercanía, y que gracias a las comunicaciones persisten-tes múltiples (a veces, como en la descripción que Ho-ward Rheingold hace en 1994 de WELL,* apoyadas por ulteriores interacciones cara a cara, posiblemente cada vez más menguadas) entre un grupo autoseleccionado de entusiastas (que escriben en inglés), se crea una rea-lidad social compartida, en la cual los individuos reci-ben apoyo y pueden encontrar un significado y expresar y sostener una identidad personal.

No es mi intención, y me parecería bastante inútil, tratar la cuestión de si estos nuevos foros mediatizados son «verdaderas» comunidades o no. Tampoco lo es exa-

* Nombre de una comunidad virtual de hogares electrónicamen-te conectados, creada por ese autor. (N. del T)

minar, elemento por elemento, cómo resultan posibles la interacción social sustentable y la fantasía colectiva en los grupos MUD y Usenet que dominan la comunica-ción mediatizada por las computadoras. En el último caso, es bastante evidente que, aun considerando que los participantes estaban deprimidos (Kraut, 1998), hay muchas razones para creer posible algo parecido a una sociabilidad sustentable. En realidad, estas son cuestiones para un estudio ulterior.

No obstante, está claro que aún resta resolver gran-des problemas, principalmente en la interfaz entre las «comunidades» 'conectadas [on-line] I desconectadas

, y en la capacidad de nuevas expra p.--Wries—d1-- sociabilidad electrónica de compensar los frucasPs

-ád-v-éitidios de la sociabilidad tradicionalmente mediati-zadá. Como ya señalé, esto es particularmente lo que sucede en relación con el papel de los nuevos medios en la vida pública, y con su capacidad de facilitar una par-ticipación significativa en el sistema político. Volveré a estas cuestiones en el último capítulo.

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12. El planeta

La magistral novela de Thomas Wolfe, Del tiempo y el río, está dominada por la imagen y la metáfora del tren. Este, símbolo de la modernidad y de la inquietud de la juventud, empuja la narración siempre hacia adelante, hacia nuevas tierras, nuevos tiempos, hacia Norteamérica y el siglo de Norteamérica. El relato co-mienza con un viaje en tren, de sur a norte. Más adelan-te hay otro. Pero esta vez se trata de una carrera entre trenes de compañías rivales. Corren cabeza a cabeza por vías paralelas; por momentos se adelanta ligera-mente uno de ellos, luego el otro. Eugene Gant observa desde el cálido y seguro interior de su vagón Pullman y ve a los pasajeros del otro tren, como estos lo ven a él:

«Y se miraron unos a otros durante un momento, pasa-ron y se desvanecieron y desaparecieron para siempre; sin embargo, le parecía que había conocido a esas perso-nas, que las conocía mejor que a los pasajeros de su pro-pio tren y que, tras haberlas visto durante un instante bajo cielos inmensos e intemporales, mientras se preci-pitaban a través del continente hacia mil destinos dis-tintos, se habían rozado, pasado, desvanecido, pero re-cordarían esto para siempre. Y pensó que la gente de los dos trenes también sentía esto: se adelantaban lenta-mente unos a otros y sus bocas sonreían y sus miradas se mostraban amistosas, pero le parecía que había cierta pena y aflicción en lo que sentían. Puesto que, tras haber vivido juntos como extraños en la inmensa y hormigueante ciudad, ahora se habían encontrado so-bre la tierra eterna, se habían abalanzado para pasarse mutuamente durante un momento entre dos puntos del

tiempo sobre los brillantes rieles, y nunca más volver a encontrarse, hablarse, conocerse, y la brevedad de sus días, el destino del hombre, fue en ese instante saludo y despedida» (Wolfe, 1971, pág. 473).

Wolfe publicó esta novela en 1935. Estaba ambientada en la década de 1920.

Posiblemente la inició el ferrocarril: una nueva tec-nología de comunicación que abría continentes a la gen-te común y definía el carácter particular de nuestra modernidad, ese peculiar y paradójico desequilibrio de movimiento y estasis, de reconocimiento y alienación, de lugar y falta de lugar, de tiempo e intemporalidad, de conexión y desconexión, de lo frágil y lo efimero, de ga-nancia y pérdida.

Transporte y comunicación. Viaje, comercio e im-perio. Ferrocarril, telégrafo, teléfono, radio, cine, televi-sión, Internet, unión de la modernidad y la globaliza-ción: desde el vapor hasta las válvulas, los transistores y los chips. Un proceso continuo de dominación, exten-sión y abstracción, mientras la tecnología achica pro-gresivamente el planeta. Lo que hoy definimos como globalización y pregonamos como un gallardo mundo nuevo liberado por las maravillas de lo electrónico y lo digital tiene una historia. Una historia de la máquina, una historia de las instituciones e industrias que se de-sarrollaron en torno de la máquina y una historia de las cosas, la gente, las noticias, las imágenes, las ideas, los valores que fueron transmitidos por la máquina. Y puesto que la globalización tiene una historia, debemos tener la cautela de no atribuirla exclusivamente a la condición posmoderna.

Hasta cierto punto, la globalización es un estado mental; se extiende tanto como la imaginación. Los ma-pas del mundo, en sus distintas proyecciones, siempre propusieron representaciones de lo que se sabe, se cree y se pretende a nuestro alcance. Todos tenemos nues-tros propios mapas del mundo y de nuestro lugar den-tro de él.

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Pero la globalización también es una realidad mate- rial. La industria, las finanzas, la economía, la organi- zación política, la cultura, actúan juntas y separadas sobre el espacio global y el tiempo global y son construi- das por ellos: transgrediendo límites, trascendiendo identidades, fracturando comunidades, universalizan- do imágenes. Y los medios permiten y simultáneamen- te representan este proceso. Hasta tal punto que cada vez lo damos más por sentado. Damos por sentado que nuestras llamadas telefónicas y correos electrónicos llegan al otro lado del mundo en segundos, que las imágenes en vivo de catástrofes y partidos de fútbol y las telenovelas de las horas muertas del día pueden verse en las pantallas de todas las ciudades del globo. Y damos por sentado que, como lo señaló alguna vez Joshua Meyrowitz, «la televisión acompaña hoy a los niños a través del planeta aun antes de que tengan per- miso para cruzar la calle» (Meyrowitz, 1985, pág. 238).

Sin duda, vivimos en una era global. El mundo es literalmente nuestra ostra. Es una era en que las relaciones temporoespaciales van a ser reemplazadas por las relaciones espaciotemporales, la historia se reti-ra frente a la geografía y esta ya no necesita el espacio material para justificar su existencia. Harold Innes, mentor de Marshall McLuhan, veía estos cambios como un resultado directo de cambios en la naturaleza de la comunicación. Otro tanto hacía McLuhan, quien acuñó, con presciencia pero inexactamente, la expresión «al-dea global» para describir lo que creía ver. Y tras él, Ja-mes Carey y Walter Ong proporcionaron juntos un marco dentro del estudio de los medios, que situaba el cambio tecnológico en el centro del asunto. Nuestra ca-pacidad de conectar, comunicar, informar y entretener instantánea, insistente e intensamente dondequiera y en todas partes, tiene profundas consecuencias para nuestro lugar en el mundo y nuestra capacidad de en-tenderlo. Aquí y ahora hay una razón, si ya no teníamos una, para estudiar los medios, por su papel en todo esto, en la facilitación y transformación de las relaciones

sociales y culturales en la escena mundial y la sig-nificación que poseen para nosotros mientras nos ocu-pamos de nuestros asuntos cotidianos en ese mundo.

La globalización es el producto de un orden económi-co y político cambiante, en el cual la tecnología y el capi-tal se han combinado en un nuevo imperialismo multi-facético. Habría que tener la precaución de no insistir demasiado en la capacidad de expansión infinita del capitalismo, y reconocer sin duda su fuerza destructiva cuando se trata de la comunidad. Pese al visible desme-nuzamiento en los bordes, en Malasia, Rusia y América del Sur a medida que se acerca el milenio, su historia de posguerra constituye la historia de un extraordinario éxito. Es imposible ignorar los desequilibrios e inequi-dades que marcan la economía global, pero es igual-mente imposible ignorar su capacidad de reproducción y expansión continua.

Los últimos cincuenta años fueron testigos de la transformación de la capacidad productiva del capita-lismo global. El paso de una economía nacional fordista a una economía internacional posfordista puso el pro-ceso de fabricación y distribución más cerca del consu-midor: más receptivo, cada vez más motorizado por la demanda, con actitudes diferentes para con los trabaja-dores y grandes consecuencias para la industrializa-ción del mundo. Hay quienes describen el cambio como el paso del capitalismo organizado al capitalismo desor-ganizado. El capital, sin embargo, opera hoy en un esce-nario mundial de un modo que era imposible imaginar hace apenas algunos años: desplazamiento de las mer-cancías, desplazamiento de la mano de obra, despla-zamiento de las plantas de una región a otra con escasa consideración de las necesidades de las economías loca-les o los deseos de los gobiernos nacionales. Siempre justo a tiempo. Hay una conmovedora creencia en la ra-cionalidad de todo esto, pese a lo cual sus consecuencias más obvias —la incapacidad de las naciones para en-tender sus economías, por no hablar de controlarlas; los costos sociales que genera la inseguridad del empleo, y

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la vulnerabilidad creciente de las interdependencias financieras y económicas globales— han producido un mundo cada vez más alterado.

Quienes abogan por el libre comercio, tanto en ma-teria de tuercas y tornillos como de música y películas, tienden a dominar ese comercio, y en el mundo de la posguerra el capitalismo y la globalización han ido de la mano; se necesitan mutuamente. El flujo libre e ins-tantáneo de información los facilita, desde luego; un flujo que exige una nueva economía política para su comprensión y control, un flujo que tuvo profundas consecuencias sobre el modo de funcionamiento de las organizaciones en el tiempo y el espacio, un flujo que, según muchos creen, tendrá a su vez profundas conse-cuencias sobre la identidad de las culturas y las so-ciedades y su capacidad de sobrevivir.

Las industrias culturales fueron algunas de las primeras en globalizarse: causa y consecuencia del encogimiento del planeta. Hollywood aún es el paradig-ma. De modo que cuando hablamos, como lo hago y se-guiré haciéndolo aquí, de los tipos de libertades que las culturas minoritarias y los intereses locales todavía tie-nen que conquistar para contribuir a la cultura global o apropiarse de ella, es preciso que recordemos —en el ca-so de que no lo hagamos— los términos según los cuales se maneja el comercio. Aún es preciso que señalemos la escala y el alcance del control ejercido dentro de las industrias culturales por las multinacionales, aunque sus sedes estén en Berlín, Tokio o Londres y no en At-lanta o Seattle. Y aunque señalemos —como, una vez más, debemos hacerlo— la falta de coincidencia exac-ta entre la propiedad y el contenido, la ecuación no siempre resulta favorable a la diversidad y la apertura. En términos generales, Sony no produce cultura japo-nesa para el planeta. Produce la cultura de Hollywood y lo que alguna vez se llamó tin-pan alley.* Queda muy

* Nombre de un lugar de Manhattan donde entre fines del siglo XIX y principios del siglo XX se concentraron los editores de

poco de los terrenos comunes globales. Casi todos fue-ron cercados.

Lo que me interesa aquí es la globalización como una fuerza cultural mediatizada y su relación con la expe-riencia. La percepción que tenemos de nuestro lugar en el mundo depende, por supuesto, del modo como vivi-mos en él y de cómo lo vemos. En este aspecto, me aven-turo a sugerir que entramos y salimos constantemente de nuestra cultura global. Pasamos de los marcos lo-cales de referencia, la habitualidad de lo cotidiano, el barrio, la localidad, a tiempos y espacios que tienen una referencia y una definición más extensas. Lo hacemos tanto en nuestro trabajo como en el tiempo libre. Lo hacemos en el espacio fisico y en el espacio simbólico. Lo hacemos voluntariamente y bajo amenaza. Y en esos movimientos, los movimientos de individuos y grupos, reclamamos constantemente el derecho a ser nosotros mismos, reclamamos identidad, reclamamos una por-ción de lo poco que, en efecto, queda de los terrenos co-munes globales. Intrusos, cazadores furtivos, terroris-tas, todos. Y a veces exitosos.

Los autores identificaron esta situación como un proceso de flujo invertido: de lo local e individual a lo global y colectivo, y no al revés. Señalan la capacidad de las culturas locales —las más de las veces y muy en es-pecial las culturas musicales— de extenderse al espacio global y modificarlo. Señalan el poder simbólico ejercido por la industria fílmica de Bombay o las telenovelas brasileñas. Sin embargo, es probable que «flujo» sea una denominación equivocada. «Goteo» sería quizá más acertado, y aun así no sin lucha, no sin un constante cambio de significado. La música de Soweto según se expresa en el mbube de Ladysmith Black Mambazo ingresó en el espacio global con la hoy clásica apropiación que Paul Simon hizo de ella en su álbum Graceland. Todas las ambigüedades y contradicciones

música popular. Por extensión, el tipo de música allí producida.

(N. del T)

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de un movimiento semejante son visibles en este caso: una carga permanente sobre la cultura musical popu- lar global, y un cambio dentro de ella; la visibilidad de las voces y armonías de las minorías en la misma cultura, y no obstante una transformación del sentido y la significación una vez que esas voces abandonan el municipio. Y también podemos preguntarnos qué efectos tiene esa visibilidad global sobre la música local y su capacidad de mantener lo que podríamos llamar, si fuéramos suficientemente ingenuos, su autenticidad.

En lo que Arjun Appadurai (1996) llama paisaje me-diático [mediascape], la globalización es un proceso de traducción. Creemos que la información financiera trasmitida al instante entre Londres y Hong Kong o Singapur es la misma cuando llega y cuando sale. Cree-mos que Hollywood o Disney son iguales en París o Pe-nang que en Poughkeepsie. Creemos que las noticias del mundo son las mismas en cualquier lugar en que se reciban. Pero sabemos que no lo son. Sabemos que los significados viajan rápido y lejos, pero no viajan ni ino-cente ni invulnerablemente. Sabemos que las imágenes satelitales transmitidas en vivo desde el Golfo durante la guerra cuentan una historia aquí y otra muy distinta allá, y que con el tiempo la historia cambiará en ambos lugares. Y como lo he indicado, sabemos que las cultu-ras, las culturas locales, las culturas minoritarias, cul-turas agresivas cada vez más defensivas, tienen aún la capacidad de trabajar con los significados que llegan de otros lugares, y también de contribuir a ellos.

¿Qué significa lo global para los diferentes grupos y culturas existentes en su interior? Hay aquí una ten-sión: entre las fuerzas de la homogeneización y la frag-mentación; entre la blanda aceptación y la resistencia; entre el consumo y la expresión; entre el temor y el fa-vor. Las culturas híbridas que se constituyen tanto en el centro como en la periferia del sistema mundial, cul-turas aún significativamente modeladas por las polí-ticas culturales nacionales, surgen en todos los niveles. Y nosotros, porque estas son nuestras culturas, nos ve-

mos enfrentados a una interacción constante de la iden-tidad y la diferencia. En un momento Coca Diet, y un minuto después hígado en trozos.

La generalización resulta imposible o, si no imposi-ble, no excesivamente interesante. La frágil unidad del orden económico mundial no se expresa de manera automática ni en un orden político ni en un orden cul-tural uniformes. Quienes hablan del distanciamiento espaciotemporal o la comprensión espaciotemporal como denominador común de lo global, y encuentran en uno u otro o en ambos un apuntalamiento, así como un debilitamiento ontológicos de nuestra capacidad de vivir en el mundo, proponen una abstracción demasia-do grande. La desinserción, «el "levantamiento" de las relaciones sociales de los contextos locales de interac-ción a través de trayectos indefinidos de espacio-tiem-po» (Giddens, 1990, pág. 27), tiene una larga historia en la modernidad, por un lado (como lo ilustra el fragmen-to de Thomas Wolfe), pero ni siquiera hoy es de ninguna manera una experiencia global uniforme. Considérese la cantidad de teléfonos, televisores y computadoras per capita en Soweto, e incluso la capacidad del hombre y la mujer comunes de ese lugar para participar de ma-nera significativa en la economía global, y reflexiónese sobre lo que podría significar lo global, en sus variacio-nes y su diferencia.

No. Estudiamos los medios porque necesitamos re-conocer las ambigüedades y contradicciones de la cultu-ra global y las culturas globales. Y también los estudia-mos porque necesitamos saber cómo funcionan real-mente las culturas globales. Necesitamos saber, asi-mismo, qué se debe hacer para preservar y fortalecer los intereses de las minorías. ¿En qué sentido vivimos realmente en una cultura global, y de qué manera los medios nos facilitan o nos dificultan hacerlo?

Quiero ocuparme de esta cuestión con referencia al papel de los medios en los grupos desaventajados o marginados por la cultura dominante, minorías cuyo

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lugar en la cultura y la sociedad globales se define, tan-to positiva como negativamente, por su dislocación y su participación en lo que se ha reconocido como una de las dimensiones decisivas de la vida social a fines del siglo XX: la diáspora.

Antaño, la diáspora era singular. Describía la dis-persión de los judíos después de la caída del segundo templo de Jerusalén, una dispersión que los llevó a los rincones remotos de lo que era por entonces el planeta: el norte de Africa, Iberia, la India y Europa, tanto orien-tal como occidental. Hoy, la diáspora es plural. Describe los numerosos movimientos de poblaciones globales a lo largo y a lo ancho del globo. El final de la Segunda Gue-rra Mundial encontró a millones de personas despla-zadas a través de toda Europa. Desde entonces, ese mo-vimiento se convirtió en continental, dado que las po-blaciones y las culturas se han trasladado de un lugar a otro, atraídas por las oportunidades laborales u otras ventajas, empujadas por la pobreza, el hambre o la agi-tación política.

Afirmar que estas poblaciones, en cierto modo, fue-ron absorbidas, asimiladas por sus anfitriones e incluso por una cultura global uniforme sería, en su mayor par-te, cometer un notorio error. A decir verdad, la política global contemporánea es en grado significativo una política en la cual las minorías, desplazadas hace poco o no tan poco, buscan, y buscan defender, no sólo el dere-cho de existir materialmente, sino de mantener su pro-pia cultura, su propia identidad. Reiteremos que esto puede tener y ha tenido consecuencias tanto malas co-mo buenas. Pero lo que une estas distintas actividades es la idea de que las poblaciones involucradas son al mismo tiempo locales y globales: locales en cuanto se trata de culturas minoritarias que viven en determina-dos lugares, pero globales en su alcance y esfera de ac-ción. No tanto comunidades como redes: redes que enla-zan a los miembros en diferentes espacios, diferentes ciudades, redes que enlazan a los dispersos con quie-nes, en algún sentido del término, se quedaron en casa.

Redes que, en rigor, actúan cada vez más a través de los medios. Las poblaciones desplazadas, punjabíes en Southall, judíos marroquíes en Burdeos, turcos en Ber-lín, albaneses en Milán, mexicanos en Sacramento, chi-nos en Toronto, griegos en Melbourne, irlandeses en Boston, cubanos en Miami, pueden mantener lazos con otros grupos similarmente desplazados alrededor del mundo y también con sus países de origen.

En un breve pero sugerente artículo, que explora la mecánica y las implicaciones de este proceso y lo que el autor llama «medios interdiaspóricos», Daniel Dayan (1998) enumera los diversos modos tradicionales y «neotradicionales», según los califica, gracias a los cua-les los grupos dispersos pueden mantener y efecti-vamente mantienen su propia versión de la cultura glo-bal. Esos modos se extienden desde la producción y circulación de boletines, casetes de audio y de video (producidos tanto comercial como domésticamente), iconos sagrados y otros pequeños medios, hasta el intercambio de cartas, llamadas telefónicas, fotografias y viajeros, y la constitución de redes interdiaspóricas por parte de organizaciones religiosas o políticas con programas específicos. Y esto sin mencionar su partici-pación en los grandes medios masivos de comunicación que facilitan cada vez más, gracias al cable y el satélite, el acceso global a la programación local en televisión y radio y, por supuesto, en Internet.

Cada uno de estos aspectos es la manifestación de un medio específico que permite la formación de redes globales. ¿El resultado? Cierto grado de conexión. La imposibilidad del exilio. La capacidad de las minorías, por doquier, de ser minorías en todas partes. La capaci-dad de las culturas de sobrevivir, tal vez, cuando en otras circunstancias no podrían hacerlo, aunque en el proceso se transformen inevitablemente. Hay aquí cuestiones relacionadas, desde luego, con el paso del tiempo y con las diferentes experiencias de la primera, la segunda y ulteriores generaciones de migrantes; con el uso de distintos medios y su papel en la formación y

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re-formación de culturas minoritarias en los espacios adversos de las sociedades anfitrionas y los marcos glo-bales. Desde este punto de vista, la globalización es un proceso multifacético y, sobre todo, cuestionado. No se trata del coto exclusivo de las elites ni de los medios glo-bales, sino de un ir y venir de identidades e intereses, movilizados y articulados a través de un espacio cada vez más electrónico pero aún dependiente de los movi-mientos reales de distintas poblaciones a lo largo del es-pacio y el tiempo, y vulnerable a ellos.

Las minorías tienen que negociar su diferencia tanto en los contextos locales como en los globales. Los me-dios proporcionan recursos para ello: tanto los medios que ellas generan como los que reciben; los medios de su propia cultura y los de la cultura anfitriona. Lo que sur-ge es, claro está, algo nuevo: un cosmopolitismo menor, una nueva hibridez cambiante, reflejada y expresada en los medios, viejos y nuevos. Esto es lo que dice Marie Gillespie al concluir su estudio de los medios y la iden-tidad en la diáspora sudasiática en el oeste de Londres:

«a medida que articula nuevos tipos de relaciones tem-porales y espaciales, la globalización de las comunica-ciones y las culturas transforma los modos de identifi-cación disponibles en las sociedades. Consumidores productivos utilizan los medios para mantener y refor-zar los límites, pero también para crear nuevos espa-cios compartidos en los cuales puedan surgir formas culturales sincréticas, por ejemplo "nuevas etnicida-des". Estos procesos son desparejos y sus consecuen-cias, imprevisibles, pero probablemente de peso. No es posible, empero, examinarlos en abstracto o a la distan-cia» (Gillespie, 1995, págs. 208-9).

En todos estos sentidos, la globalización es un proce-so dinámico Las conexiones están allí; sólo falta esta-blecerlas. Las culturas se forman y re-forman en torno de los estímulos posibilitados por las comunicaciones globales. El estudio de Gillespie pone de relieve el papel

de la televisión y particularmente del video cuando per-miten a los inmigrantes parentales de primera genera-ción mantener lazos con sus países y culturas de origen y conservar así cierto contacto, aunque a mucha distan-cia, con la tradición; mientras que los mismos medios permiten a sus hijos resituar, redefinir un espacio cul-tural en el que coinciden los Mahabharata,EastEnders y MTV.

Desde luego, la globalización es contradictoria tanto en sus efectos como en sus significados. Cuando Ken-neth Starr puso en Internet su informe al Congreso es-tadounidense para que el mundo lo viera y fuera luego reproducido en las primeras planas y las pantallas de televisión de los medios mundiales, fue instantánea-mente global, como si en cierto modo hubiera un jurado global al cual apelar. Los taxistas de todas las ciudades del mundo preguntarían a sus pasajeros qué opinaban. La situación se convertiría en un chisme global. Si esto es lo que McLuhan quería decir al hablar de aldea glo-bal, es posible entonces que tuviera algo de razón. Un acontecimiento compartido. No obstante, al descender a las entrañas de las culturas nacionales, locales, regio-nales, étnicas, religiosas y privadas, sus significados y su significación se fragmentan. Desde el Talibán hasta Trinidad, no puede presumirse una coherencia de inter-pretación. Tampoco puede suponerse que la singulari-dad del acontecimiento, su presencia global, genere en cierto modo una respuesta uniforme. El tópico tal vez sea global, pero se convierte en un recurso para la ex-presión de intereses e identidades locales y particu-lares.

De modo que podríamos preguntarnos qué pasa con este sentido de lo global cuando se enfrenta a nuestra experiencia cotidiana. ¿Cómo puedo entender, cómo entiendo mi lugar en este mundo global? ¿Cuánto puedo tolerarlo? ¿Cuánta responsabilidad puedo asu-mir? O, más precisamente, ¿cuánta se me pide que asu-ma? ¿Cuán profunda es esta globalización? ¿Es en sí

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misma un «como si» de la representación mediática? ¿Depende de la separación crucial e inoportuna de la cultura y la sociedad?

Hacer estas preguntas es, por supuesto, plantear un conjunto de cuestiones morales y políticas que no pue-den responderse simplemente, aunque volveré a discu-tirlas en la última sección de este libro. Pero es plantear la cuestión de la globalización a la inversa de su formu-lación habitual. Puesto que muchos consideran que la globalización motorizada por los medios es el funda-mento de una política global, de una ciudadanía global y, en rigor, de una sociedad global. La televisión y, sobre todo, Internet, proporcionan el espacio global para el tráfico global de imágenes, ideas y creencias que, ma-nifiestamente, pueden compartirse. Como si ver y oír fuera entender. Como si la información fuera conoci-miento. Como si el acceso fuera participación. Como si la participación fuera eficacia. Como si las comunida-des de interés pudieran reemplazar a las comunidades interesantes. Como si la charla global, tanto la sincró-nica como la asincrónica, fuera comunicación.

Viajamos, como los pasajeros de Wolfe, en una in-fraestructura global, y nos pasamos unos a otros como ladrones en la noche. Momentos de reconocimiento, momentos de identificación. Conexiones efímeras con acontecimientos y vidas distantes. Algunos los recla-mamos. Algunos los movilizamos Algunos los mante-nemos a prudente distancia. Acontecimientos que ocu-rren en todo el planeta se ven y se discuten en nuestras pantallas. De vez en cuando nos afectan profundamen-te. Quizás estimemos que exigen una respuesta: un regalo, una donación a la beneficencia, la compra de otro diario. Y allí hay cosas que tenemos que aprender, que tenemos que llevarnos a casa. Sitios de Internet, páginas de inicio, para el fatigado ciberviajero. Hay vo-tos que tenemos que emitir y opiniones que tenemos que expresar, y un poder que aún debe ejercerse.

Lo global es frágil. La economía global está atada con alambres. La organización política global aún está

por nacer. La cultura global se ve pero no suele escu-charse. Los estados sobreviven. El regionalismo avan-za. Los conflictos sociales son endémicos. Pero —siem-pre hay un pero— nuestra imaginación abarca el pla-neta de modos novedosos y tangibles. Los medios lo per-miten, porque proveen la materia prima de ese trabajo imaginativo. Lo que sigue en discusión es cómo puede fijarse lo imaginario en los cañamazos de la vida coti-diana y, una vez más, qué papel podrían tener los me-dios en la empresa. Ese es el tema de la próxima sec-ción.

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Comprender

Esta sección se refiere a la comprensión [making

sensel y la fijación de significados. En ella me ocupo del lugar central de los medios en lo que respecta a nuestra capacidad de crear y sostener un orden en la vida coti-diana y la de encontrarnos y posicionarnos dentro de él. Los medios se han convertido en indispensables para esa empresa. Nuestros conocimientos mediáticos crean un contexto en el cual la referencia y la reflexión, las reiteraciones constantes del sentido común y las carac-terísticas definitorias de la modernidad, deben ser alu-didas en la presencia y representación ubicuas de los medios. Una vez que sabemos leer, ¿cómo podemos ig-norar el libro?

El orden y el desorden son temporales, espaciales y sociales. La clasificación implica medir la diferencia y la similitud, en el tiempo y el espacio, y gradualmente. Tanto las culturas como los individuos están involucra-dos. Nuestro sentido común y nuestros tópicos son nuestras piedras de toque de la realidad: donde hay que encontrar y justificar nuestro orden. Los medios son, en una medida significativa, la materia prima, las herra-mientas, pero también el producto de nuestro trabajo con ellas: en conjunto, la arena, la pala, el castillo y la bandera de la vida cotidiana. En ese sentido , los medios son esencialmente reflexivos. Y en ese sentido, targ- __ _ bién, estaríamos perdidos sin ellos !

Pero el proyecto de los medios no carece de ironías y contradicciones. Profundamente arraigado en el tejido del orden social, tal como lo está, proporciona a la vez un camino hacia la realidad y una barrera contra ella. Nuestra vida en el mundo subjuntivo de los medios ma-

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sivos exige un reaseguro constante. La textura de la ex-periencia, la que informa y respalda nuestras acciones, necesita una atención continua. La verdad y validez de lo que vemos y oímos, y lo que sentimos, debe someterse a prueba, constantemente. Siempre hay distorsiones y conflictos irresolubles. Hay cosas que no vemos con cla-ridad y cosas que confunden. Es preciso que lo entenda-mos, que entendamos cómo contribuyen los medios a nuestras certidumbres e incertidumbres habitadas, como individuos y como miembros del mundo social.

Las dimensiones clave del proceso social, las que nos sitúan en el espacio, el tiempo y la identidad, las que nos permiten manejar el riesgo, la historia y la pre-sencia de los otros, ya no están, si alguna vez lo estuvie-ron, libres de mediatización. Nuestro alcance concep-tual e imaginativo es ilimitado y esto se percibe, desde luego, como una liberación y una restricción. Como lo sugerí en más de una oportunidad, la expansión hacia la historia, la expansión a través de los continentes, es una expansión que transforma a medida que captura. La tradición entra en conflicto con la traducción. La identidad, con la comunidad. El sentido, con la sensi-

fbil• idad. Lo que sigue es una exploración de tres dimensiones

de la capacidad de los medios de suministrar un marco para el manejo de la vida social y la búsqueda de se-guridad e identidad en lo cotidiano. Confianza, „llenan- z s para es ia, otredad: todas son fundamentalee próyec- to social básico, y todas se definen y modifiaii-d-e-cisiva-mente en nuestras relaciones con Ios medios, en todos sus aspectos. Todas implican la creación y el manteni-miento de valores, y lo que planteo es, implícitamente, la cuestión del valor. Voy, por lo tanto, tras algo quizá muy intangible pero que, a su manera, es lo más funda-mental. Una percepción de los medios como una de las formaciones raigales de la sociedad moderna, sumergi-da en las profundidades de nuestra humanidad para afectarla intensamente.

13. La confianza

Hago clic en Amazon.com, la librería de Internet. «¡Garantizamos la seguridad y facilidad de sus pedi-dos!». Una página tranquilizadora. Nunca tendré que preocuparme por la seguridad de mi tarjeta de crédito, dado que todas las transacciones están protegidas en un cien por cien. Estoy a resguardo de cualquier gasto no autorizado. La combinación de la garantía de Ama-zon y la ley de facturación justa de créditos de Estados Unidos limita mi obligación a cincuenta dólares y la li-brería me cubrirá por cualquier suma que los exceda, «si el uso no autorizado de (mi) tarjeta de crédito no se debiera a (mi) responsabilidad» (aunque al parecer sólo si la transacción se realiza en Estados Unidos). Me ase-guran que los números no mienten• más de tres millo-nes de clientes compraron con tranquilidad en Amazon sin que hubiera fraudes con las tarjetas de crédito. Y que la tecnología es segura. El Secure Server Software (SSL), la norma de la industria, codifica toda mi infor-mación personal, a fin de que no pueda leerse «mien-tras viaja por Internet». Si aún estoy preocupado, todo lo que tengo que hacer es ingresar los cinco últimos nú-meros de mi tarjeta de crédito y me darán instrucciones para hacer el pedido por teléfono. ¿Estoy tranquilo? ¿Qué pasa aquí?

Me piden que confíe en un sistema abstracto. Me di-cen que mi dinero estará a salvo, y mi identidad, prote-gida. Nadie sabrá qué pido. Ni uno de mis dólares irá a parar a las manos equivocadas. Me piden que tenga fe en la tecnología. Me dicen que el gobierno federal me protegerá de lo peor. Y me proponen una metáfora tran-quilizadora del proceso: que la información que he pro-

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porcionado está realmente viajando con seguridad a través de una red.

Puedo, porque tengo la edad suficiente, imaginarme una versión electrónica de aquellos recipientes que se desplazaban por los tubos de vacío de las grandes tien-das en lo que hoy parece otra era: dinero doblado que volaba hacia su destino, la contaduría en el sexto piso y luego el vuelto con un recibo manuscrito. ¡Zuuum! Na-da demasiado problemático en todo esto. Ni entonces ni ahora. Y aun si hay algún problema, aun si en cierto modo la ausencia de una persona o una voz en la tran-sacción electrónica, la falta de reconocimiento de mi hu-manidad e identidad, el hecho de no admitir que yo sea tal vez algo más que una mera abstracción, aun si todo esto sigue siendo perturbador, entonces puedo telefo-near. Puedo volver a una infraestructura tecnológica con estoy familiarizado (aunqUe.alguna_vez tarn ti

btérrpiiédáliáb-ei-- desconfiado de ella). Puedo transmi-tir mi voz a una grabadora y, de cierto modo, sacarme el aguijón de la sospecha.

Pero, ¿si todavía desconfío? Si de alguna manera mi percepción de todo el proceso aún está condicionada, no por metáforas de seguridad sino de caos, por visiones de líneas que se cruzan y de paquetes que desaparecen en el éter, como mi asistente de Microsoft Office '97 cuando decido desactivarlo con un clic. Si no percibo un destino, o un norte y un sur. Si no creo en absoluto en la solidez y seguridad del mundo electrónico. O si imagino, al con-trario, que hay un poderoso sistema informático que en-trecruza los datos de todas las transacciones electróni-cas que hice en mi vida, con el resultado de que empeza-ré a recibir correos de propaganda que procuran hacer- __ me comprar más cosas. Si imagino que me reconstru-yen como unaTe—s-pecie de versión cibernética de mí mis-mo: un consumidor digital, compuesto en su totalidad de bits y bytes y pruebas incriminantes, para ser vendi-do al próximo proveedor de información comercial o po-lítica. Si en el pasado tuve que luchar denodadamente con facturas telefónicas que siempre parecían duplicar

lo que yo creía tener que pagar. Si no logré efectuar la transición de una tecnología a otra. Si lo nuevo es desco-nocido y amenazante. Si aún deseo aferrarme a las se-guridades del contacto cara a cara y al polvo de mi libre-ría local. Si todavía necesito tocar para negociar. ¿Qué pasa, entonces?

No puedo obligarme a confiar. La confianza no es un acto de la voluntad. Al contrario. Es a la vez una precon-dición y una consecuencia de una transacción como la que podría hacer con Amazon.com o cualquier otra transacción continua y habitual con un banco, un su-permercado o un agente de viajes. O, en rigor, con cual-quier otro actor de mi espacio social. Y la confianza, en este mundo intensamente mediatizado, es a la vez soca-vada y restablecida por los propios medios. Aquí, como en otras partes, los medios son centrales; no sólo en su capacidad de representar la confiabilidad de acciones e interacciones y plantear un reaseguro con esas repre-sentaciones, sino en su íntima participación en la co-municación, en la interfaz en la que se posibilita, o no, la confianza. Esta, como lo señala Partha Dasgupta (1988, pág. 50), es una mercancía frágil.

Sin confianza no podemos sobrevivir. Como seres sociales, económicos o políticos. La confianza es esen-cial para el manejo de la vida cotidiana; para nuestra percepción de la seguridad personal en un mundo com-plejo; para nuestra capacidad de actuar, llevarnos bien con nuestros semejantes, compartir, cooperar, pertene-cer. ¿Cómo la manejamos? ¿Qué papel juegan los me-dios en ese manejo? ¿Qué puede decirnos el estudio de los medios sobre la creación y sostenimiento de la con-fianza en nuestro mundo global?

¿Y qué es la confianza?

«confiar en una persona significa creer que, cuando ten-ga la oportunidad, probablemente no se comportará de una manera perjudicial para nosotros, y la confianza será típicamente pertinente cuando al menos una parte tenga la libertad de decepcionar a la otra, suficiente-

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mente libre para evitar una relación riesgosa y suficien-temente obligada a considerar la relación como una opción atractiva. En síntesis, la confianza interviene en la mayoría de las experiencias humanas, aunque, des-de luego, en proporciones muy variadas» (Gambetta, 1988, pág. 219).

Así dice el economista Diego Gambetta. La confianza resulta significativa cuando tengo que emitir un juicio acerca del comportamiento de otra persona para conmigo en condiciones en las que no puedo verificar qué ha hecho esta antes. Para que la confianza sea per-tinente, los otros deben tener una posibilidad de traicio-narnos. La confianza es un recurso para hacer frente a la libertad de los otros.

La confianza básica tiene su origen en la experiencia de la infancia; en rigor, en las primeras experiencias de la infancia. El psicoanalista británico D. W. Winnicott desarrolló una teoría del individuo que pone en su cen-tro una explicación de la capacidad de sentir y estar se-guro en el mundo. La «seguridad ontológica», una vez más la precondición y la consecuencia de nuestra apti-tud para la confianza, surge como resultado de las con-sistencias del cuidado que un padre brinda a un hijo en los primeros meses de vida, y el desarrollo correspon-diente del tipo de confianza en uno mismo, así como en otros, que se desprende de ese cuidado.

La seguridad ontológica es una condición fundada en nuestro ser en el mundo, y a la vez lo posibilita. Aprendemos, inconscientemente y si tenemos la suerte suficiente, a confiar en nuestros primeros entornos y, en especial, en quienes los pueblan. Aprendemos a distin-guirnos de los otros, a poner a prueba el límite entre realidad y fantasía, a iniciar el largo proceso que nos permitirá hacer un aporte a la sociedad en que vivimos, gracias a las consistencias del cuidado y la atención que recibimos. Esa confianza mantiene a raya la angustia. Nos permite manejar lo que de lo contrario sería un mundo complejo eternamente amenazante, en el cual

tendríamos que hacer frente a todas las interacciones como si fueran la primera, donde la experiencia no con-taría en absoluto y no seríamos capaces de distinguir la realidad, la honestidad y las buenas intenciones de sus opuestos.

En la mayoría de nosotros, la mayor parte del tiem-po, la actitud natural en el mundo que damos por sen-tado es la que nos permite mantener el juicio mientras transcurren la vida y los afanes diarios. Las rutinas, los hábitos, los refuerzos cognitivos y emocionales —cons-tantemente reafirmados—, las seguridades a menudo sumamente ritualizadas de nuestro paso a través del tiempo y el espacio, y las consistencias con las cuales nuestras interacciones recíprocas se adecuan a las ex-pectativas, representan en conjunto la infraestructura de un universo moral en el que nosotros, sus ciudada-nos, podemos ocuparnos de nuestros asuntos cotidia-nos. Gracias a que aprendemos a confiar en los otros aprendemos, de una u otra manera, a confiar en las co-sas. Y, del mismo modo, gracias a que aprendemos a confiar en las cosas materiales, aprendemos a confiar en las cosas abstractas. La confianza, por lo tanto, se al-canza y sostiene a través de la habitualidad de la vida cotidiana y las consistencias del lenguaje y la expe-riencia.

Pero hay que trabajar constantemente por esa con-fianza, así como nuestra participación en la vida coti-diana exige un compromiso permanente. Tenemos que hacer ambas cosas:

«lo que se aprende en la constitución de la confianza básica no es sólo la correlación de rutina, integridad y recompensa. También se domina una metodología extremadamente sofisticada de conciencia práctica, que es un recurso protector continuo (aunque cargado de posibilidades de fractura y separación) contra las angustias que aun el encuentro más casual con otros está en condiciones potenciales de provocar» (Giddens, 1990, pág. 99).

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Aquí, la contradicción entre la actividad exigida de nosotros como participantes de la sociedad para enfren-tar sin cesar los desafíos que plantea la vida, y la acep-tación pasiva de las estructuras del mundo autoevi-dente que, justo porque las consideramos por completo obvias, sugerirían que no es necesario enfrentarse cons-cientemente con ellos, es más aparente que real. Se re-quieren ambas cosas. Juntas, ambas son la precondi-ción de la eficacia y la cordura, de la seguridad y la con- fianza.

En un estudio anterior (Silverstone, 1994) analicé el papel de los medios en este proyecto de construcción y sostén de la confianza. Ahí señalaba el importante pa-pel que tuvo la televisión, y la radio antes que ella, en el fortalecimiento de nuestra seguridad ontológica y de la confianza en nuestras instituciones y en las continuida-des de nuestra vida cotidiana. Los medios de difusión surgieron con las grandes expansiones de los suburbios en el período de entreguerras. Su papel se intensificó durante la Segunda Guerra Mundial y, en una especie de repetición, las décadas de 1940 y 1950 contemplaron cómo la televisión, el medio suburbano por excelencia, en particular en las sociedades angloparlantes, se arraigaba profundamente en lo que todos damos por sentado como un componente esencial de la realidad ex- perimentada.

En lo que se refiere a esa seguridad, hemos llegado a depender de los medios. Confiamos en que estarán siempre y entramos en pánico cuando fallan. Depende-mos de ellos para obtener información sobre un mundo al cual no tendríamos acceso si nos faltaran, y nos tran-quilizan las familiaridades reiterativas de noticiosos y telenovelas: personajes que conocemos, locutores cuyas voces y caras reconocemos, estructuras de programa-ción que entendemos, podemos predecir y, en esencia, tomamos como un hecho cierto. La televisión siempre está encendida. Los medios siempre están con nosotros. Como primer y como segundo plano. Las continuida-des, el runrún del canal musical por un lado; el manejo

de la crisis por el otro. Pese al creciente cinismo de po-blaciones demasiado sofisticadas para aceptar todo lo que leen y escuchan como un evangelio, en tiempos de dificultades, dificultades nacionales, dificultades globa-les, dificultades en la casa del vecino, ponemos la radio, compramos más diarios, miramos más noticiosos tele-visivos. Las noticias durante todo el día, aun en el mun-do fragmentador del cable y el satélite, pueden verse como un intento de preservar este papel: televisión eterna, nunca fuera de alcance, siempre presente.

Las noticias durante las veinticuatro horas nos va-cunan contra el espanto y las entorpecedoras angustias de un mundo de alto riesgo. Desde luego, la capacidad de los medios de generar confianza es, como tantas otras cosas, de doble filo. Incitan al rechazo en la misma medida en que alientan la participación. Podemos confiar en la distancia que proponen entre nosotros y los riesgos y desafíos del mundo, así como en su estímu-lo a la participación. Los medios ocupan el espacio anta-ño habitado por la superstición y la religión, y nos per-miten modelar reflexivamente nuestra autopercepción, en un cotejo con lo que vemos y escuchamos con referen-cia al mundo que existe en alguna parte del otro lado de la pantalla o el altoparlante, en algún punto del ciberes-pacio: paraíso o infierno.

Los medios son sistemas abstractos en los cuales confiamos, que refuerzan nuestra disposición a confiar en otros sistemas abstractos y nos proporcionan una es-tructura para que confiemos unos en otros. Es discu-tible que esta confianza sea psicológicamente insatis-factoria, como sostiene Anthony Giddens (1990, pág. 13). Depende de lo que se compare con ella y de qué otras fuentes de confianza, incluida la personal, pue-dan estar o haber estado antaño a nuestro alcance. Por otra parte, es preciso decir que esa abstracción no es uniforme ni consistente. Vivimos en un raunda,en_el que las experiencias mediatizadas y no mediatizadas se entrelazan. En loá «cómo si» de nuestras relaciones con las figuras públicas en sus representaciones mediáti-

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cas, en nuestras capacidades de ocupar los espacios públicos sucedáneos que de vez en cuando nos ofrecen los medios, y en lo que tomamos de las enunciaciones públicas de la moralidad y el mito para llevarlo a nues-tra vida privada, los medios no son pura o exclusiva-mente abstractos. Tampoco funcionan sin nuestra par-ticipación activa.

Más problemático es el nivel de abstracción del que depende este argumento. Puesto que en el mundo en que vivimos muchos de nosotros, esa confianza no siempre es fácil de obtener, y la confianza misma de-pende siempre de las vicisitudes de la historia y las cir-cunstancias. Puede ser perturbada y socavada, así co-mo sostenida. Por lo demás, en su creación y su ausen-cia, la confianza nunca es inocente. No puede ser pres-cripta pero sí creada, o por lo menos pueden generarse las condiciones para su creación. Yen tales actividades, en las cuales intervienen de manera decisiva tanto las organizaciones como los individuos, la confianza ha llegado a ser fundamental para el funcionamiento de las sociedades complejas, la búsqueda de la cultura, el ejercicio del poder y la creación del mercado. En las so-ciedades modernas y posmodernas o tardo modernas, la confianza se ha convertido en una mercancía.

En un fascinante estudio, Lynne Zucker examinó su producción en el contexto del surgimiento de un nuevo orden económico e industrial en Estados Unidos en los ochenta años transcurridos entre 1840 y 1920. En argu-mentos que hacen eco a los de E. R Thompson (1971), y en los que discute el derrumbe de la economía moral del mundo preindustrial por obra de las fuerzas del mercado capitalista, Zucker rastrea los factores que minaron la certidumbre y la confianza en los comienzos del mercado estadounidense y en las relaciones entre los empleadores y sus empleados. La autora define_ la confianza como un conjunto de expe artir--

das por quienes participan en un intercambio. Esas ex: pectativas, sostiene, se fundan en el hecho de compartir normas básicas de comportamiento y usanzas sociales.

Y como tales sufren una quiebra cuando las normas so-ciales se debilitan o son imposibles de sostener. A medi-da que las sociedades en general se complejizan y las formas tradicionales de producción de confianza —tales como los procedimientos convenidos de inter-cambio en las sociedades tradicionales o las definicio-nes locales o regionales sobre lo que debe considerarse como un mercado social en las sociedades preindustria-les— son objeto de presiones, aumenta la importancia de la producción institucionalizada de confianza: «Si los mecanismos de producción de confianza se institucio-nalizan y, con ello, resultan más formales, la confianza se convierte en un producto vendible y las dimensiones del mercado que la comercializa determinan los montos de su producción» (Zucker, 1986, pág. 54). A raíz, justa-mente, de la quiebra aludida, la capacidad de reanima- miento del mercado norteamericano e incluso su mera capacidad de funcionar dependieron de su aptitud para producir confianza. Zucker describe tanto la lógica como los procesos institucionales que consolidaron el mercado para el capital.

En lo que sigue me gustaría reproducir brevemente su argumento, y lo haré por una serie de razones. La primera consiste en echar luz sobre las respuestas institucionales a la crisis decimonónica de la confianza en las condiciones básicas que apuntalaban un merca-do eficaz, condiciones cuya reaparición, aunque quizá no con tanto dramatismo, puede constatarse en el nue-vo mercado global y electrónico del siglo XXI. La segun-da consiste en desarrollar el contexto para una discu-sión sobre el papel de los medios en ese proceso, te-niendo en cuenta que estos intervienen en dos aspectos: como instituciones que transmiten confianza a las so-ciedades en que son recibidas y, al mismo tiempo, como procesos en los cuales es preciso confiar. Y la tercera ra-zón, por consiguiente, consiste en sugerir que la produc-ción de confianza, en todos sus aspectos, no puede di-vorciarse de los medios y, a la inversa, que cualquier es-

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tudio de estos debe, en uno u otro momento, abordar su papel en la creación de esa confianza.

Zucker distingue entre las expectativas contextua-les de confianza, que ya analicé en el marco de la segu-ridad ontológica, y que exigen un universo común que se dé por sentado y la reciprocidad de perspectivas, y las expectativas constitutivas de confianza, las reglas que definen una situación específica en la cual la acción legítima se define con mayor o menor precisión, pero de conformidad con conjuntos convenidos de expectativas a veces muy formalizadas que todos los participantes supuestamente conocen y entienden.

La autora analiza luego tres modos de producción de confianza: la confianza basada en los procesos, que de-pende de las continuidades de la cultura y el entendi-miento, como la reputación o el intercambio de regalos; la confianza basada en las características, que está atada al carácter y la identidad particular de las perso-nas, como la familia o la etnicidad, y la confianza insti-tucionalmente fundada que, como lo sugiere la expre-sión, implica instituciones, profesiones o intermedia-rios generadores de las condiciones para su producción y garantización. Mientras que los dos primeros modos de producción, los basados en los procesos y las caracte-rísticas, no generan un mercado de la confianza, el ter-cero sí lo hace. Las instituciones que surgieron dentro del capitalismo con el objeto de crear y proteger el mer-cado y establecer las condiciones para su funcionamien-to eficaz, también generaron un mercado de la confian-za: esta se convirtió entonces en una mercancía, y sigue siéndolo.

Los profundos cambios sociales que acompañaron la industrialización de la sociedad estadounidense en el siglo XIX, y especialmente la escala de la inmigración y la migración interna, engendraron un conjunto de con-diciones dentro de las cuales se desintegraron las for-mas tradicionales de confianza, tanto las basadas en la cultura y la memoria compartidas como las fundadas en la autoridad de la persona o el grupo primario; como

consecuencia de ello, la economía vaciló. La fuerza laboral era heterogénea, y como resultado se debilitó la confianza entre trabajadores y empleadores. La confianza basada en los procesos y las características se limitó exclusivamente a los grupos homogéneos, entre minorías étnicas o con una base territorial. Esos dos tipos de confianza no desaparecieron y sus bases, por supuesto, sobrevivieron tanto en los contextos económi-cos como, sin duda, en los sociales. Pero fueron incapa-ces de sostener una economía cada vez más compleja y diversificada. Esta no podía sobrevivir sin fuentes al-ternativas de confianza.

El argumento de Zucker es que la confianza sólo podía ser obra de una serie de nuevas instituciones cu-ya tarea era crear las condiciones para la realización de transacciones eficaces a través de los límites grupales y la distancia geográfica, y facilitar la concreción exitosa de una cantidad creciente de transacciones interrela-cionadas y no susceptibles de separarse. Las institucio-nes que surgieron, la difusión de las organizaciones bu-rocráticas racionales, el otorgamiento de credenciales profesionales, la economía de servicios —incluidos los intermediarios financieros y el gobierno— y la regula-ción y legislación y sobre todo, tal vez, la expansión de los seguros, apuntalaron en conjunto el mercado, al ge-nerar la confianza que permitía la realización segura y confiable de las transacciones.

La confianza es como la información. No se agota con el uso; cuanto más hay, probablemente más haya. En ri-gor de verdad, se reduce con el desuso (Gambetta, 1988, pág. 234). En el mundo moderno, los medios transmi-ten ambas. Pero en tiempos de cambio, su capacidad de hacerlo eficazmente se debilita. Cuando los medios cambian, las certezas familiares de nuestra relación con ellos ya no pueden sostenerse. Y cuando los medios cambian y reivindican nuevos tipos de interacción y nuevos tipos de sociabilidad, las formas conocidas de nuestras relaciones mutuas, y también con otras insti-tuciones, ya no pueden garantizarse.

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Los nuevos medios nos invitan a confiar en ellos. Nos invitan a creer en la autenticidad y autoridad de la ima-gen electrónica y el texto electrónico. Nos invitan a creer en su veracidad, honestidad y seguridad. Nos invitan a confiar en ellos con nuestro dinero y nuestras identidades. Nos invitan a creer en lo que vemos y escu-chamos y a aceptar lo que nos dicen, como receptores más o menos pasivos de su comunicación o como usua-rios activos que procuran concretar sus planes.

La expectativa de participar en el comercio electró-nico en Internet exige que nos apartemos doblemente: del contacto cara a cara por un lado, y de las formas co-nocidas y autoevidentes de mediatización por el otro. ¿Cómo puedo confiar en el otro a través de estas pertur-baciones y desplazamientos? ¿Cómo puede sostenerse mi participación continua y voluntaria en los complejos asuntos de la sociedad, especialmente en su vida econó-mica y política? Frente a esta incertidumbre, ¿cómo puedo refrenar mi deseo instintivo de retirarme, pri-vatizar mi conducta, regresar al grupo primario, poner mi dinero debajo del colchón, mi seguridad en manos de un vigilador y mi ciudadanía en la alacena?

La mercantilización de la confianza. La constatamos todo el tiempo. La vemos en el envoltorio con que nos presentan presidentes y primeros ministros y en el en-trelazamiento de redes políticas. Si no confías en el mensajero y el sistema de entregas, confía al menos en el símbolo. El clásico estudio de Joe McGinnis sobre la campaña presidencial de Nixon se tituló The Selling of a President [La venta de un presidente] (1970), un reco-nocimiento del necesario y paciente trabajo de cons-truirlo como una figura confiable, pese a la sombra de barba a las cinco de la tarde. Las apelaciones políticas dependen hoy de la pretendida confiabilidad de los principales participantes, una pretensión que desplaza la confianza institucional en beneficio de la confianza basada en las características. Lo llamamos «presiden-cialismo» y a menudo se culpa por ello a los medios y su doble papel de seductores del sistema político y seduci-

dos dentro de este. Señala, irónicamente, el verdadero fracaso de la confianza en el sistema político abstracto. Tal vez señale, por otro lado, una necesidad constante y persistente de confiar en la persona. Es sorprendente, sin embargo, que aún parezca funcionar.

En el mercado, la misma señal de regresión podría parecer una indicación de desastre. No obstante, tam-bién esto está sucediendo También aquí la confianza de fundamentos institucionales es desplazada por la basa-da en las características, como si viviéramos realmente en una aldea global, un mercado global. Los elementos básicos de la confianza en el comercio, si recordamos que el término «comercio» puede usarse para describir la interacción tanto social como económica —reciproci-dad y consistencia—, se presentan con un nuevo envol-torio. Siga la marca. La confianza se indica y proclama en el logo y la marca comercial. Eso es lo que se comer-cializa. Lo hemos servido bien, así que confíe en noso-tros, aun en los nuevos marcos transaccionales. En el paso del comercio tradicional [off-line] al comercio en lí-nea [on-line], la marca es el objeto transicional. El cen-tro de una abundante actividad emocional y cognitiva. Nos brinda seguridad en un mundo confuso. Nos per-mite consumir.

Me gustaría terminar este análisis con una serie de preguntas. Ninguna de ellas es de fácil respuesta, pero todas son fundamentales para la comprensión de los medios en la sociedad contemporánea y, en particular, de su papel cuando se trata de apuntalar e informar la experiencia, y permitirnos dar sentido y manejar el mundo que hoy nos confronta. Son preguntas que nos exigen estudiar los medios.

Es más fácil desconfiar que confiar. Así como nunca es dificil encontrar pruebas de la falta de confiabilidad, es virtualmente imposible probar su imagen positiva en el espejo (Luhmann, 1979, citado en Gambetta, 1988, pág. 233). En esas condiciones, entonces, ¿cómo confiamos en que los medios, tanto los viejos como los nuevos, sean veraces, honestos, seguros? ¿Cómo sa-

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bemos que ellos confían en nosotros? ¿Hasta qué punto los necesitamos como una precondición de nuestra ca-pacidad de confianza mutua? ¿Qué nos pasa y qué pasa con nuestra sociedad cuando se comprueba la quiebra de estas relaciones de confianza? ¿Podemos confiar, como parecemos hacerlo cada vez más, en que los medios compensen la pérdida de confianza institucio-nal generada por y a través de ellos? ¿Qué instituciones se necesitan hoy para asegurarnos que en nuestro nue-vo ambiente electrónico se generen y protejan relacio-nes sociales, políticas y económicas confiables?

Volveré a estas preguntas en el último capítulo de la obra.

14. La memoria

Al parecer, vivimos cada vez más sin historia. El pa-sado, como el presente, está fracturado por la división y la indiferencia. El mundo tardo moderno se reinventa noche a noche a través del drama histórico y la memo-ria falsa. Las tradiciones llegan tardía y lánguidamen-te. La reminiscencia es un callejón sin salida. Hemos perdido el arte de la memoria. No obstante, somos lo que recordamos, como naciones y como individuos; y la memoria es hoy el ámbito de luchas por la identidad y la posesión de un pasado. Luchas enconadas que se cen-tran en memoriales, monumentos y museos. Luchas enconadas para que el pasado no se olvide; para que el presente lo reivindique, y para que el futuro reivindi-que el presente. Pero, ¿qué pasado, y de quién?

Con la decadencia de la cultura oral, nosotros mis-mos ya no necesitamos recordar colectivamente. Tene-mos para ello registros y textos —aides-mémoire, mé-dias de mémoire— que apartan la memoria de los fun-cionamientos internos de la mente. La memoria oral era tanto una técnica como un recurso. Una la fijaba para la persuasión y el control; el otro le permitía cre-cer a través de las generaciones, sostenida por rituales públicos y relatos privados. Historias, no fragmen-tos. Creencias, no fantasías. Referencias, no represen-taciones.

Con el ascenso de la escritura y la ciencia, la memo-ria colectiva y personal se convirtió en un objeto: un ob-jeto que había que fijar e investigar, cuestionar y anali-zar. Tanto la historia como el psicoanálisis son ciencias del pasado, aunque a menudo en discrepancia. En am-bos, la memoria se convierte en algo así como un jugue-

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te. Plástico y arcilla. En rigor, se supone que la historia borra la memoria, la hace superflua gracias a las certe-zas de las narraciones establecidas, las fuentes docu-mentales y la tiranía de los hechos. Abstracción más que recuerdo. Y se supone que el psicoanálisis investiga la memoria, indaga en su poder y su alteración. La me-moria es energía, tanto creativa como destructiva de la individualidad, del yo.

En consecuencia, para la historia y el psicoanálisis la memoria es, a lo sumo, un recurso; y ni la historia ni el psicoanálisis ofrecen certezas. Su autoridad está sujeta a cuestionamientos. En rigor, la autoridad de ca-da uno de ellos es cuestionada por la autoridad del otro. La historia cuestiona al psicoanálisis en el tema del sín-drome de la memoria falsa, y el psicoanálisis cuestiona a la historia como un relato singular y literal. La memo-ria, por consiguiente, recupera su significación, y su re-lación con la historia, al igual que, en verdad, su rela-ción con la mente, es inestable y cambiante. Como sos-tiene Raphael Samuel, la memoria,

«lejos de ser meramente un receptáculo pasivo o un sis-tema de almacenamiento, un banco de imágenes del pasado, es antes bien una fuerza modeladora activa; que es dinámica —lo que procura olvidar sintomática-mente es tan importante como lo que recuerda— y que está dialécticamente relacionada con el pensamiento histórico, en vez de ser una especie de otro negativo con respecto a él. Lo que Aristóteles llamaba anamnesis, el acto consciente de evocación, era una labor intelectual muy semejante a la del historiador: una cuestión de ci-ta, imitación, préstamo y asimilación. A su propia ma-nera, era un modo de construir conocimiento» (Samuel, 1994, pág. x).

Para Samuel, la memoria es lo que se hace en la re-memoración, con tranquilidad o sin ella, a través del testimonio oral y el discurso compartible. En ella, los hilos privados del pasado se tejen para formar una tela

pública, que propone una visión alternativa, una reali-dad alternativa a las versiones oficiales de la academia y el archivo. Estos recuerdos inauguran otros textos, no menos históricos que los primeros pero, no obstante, otros, que surgen de lo popular y lo personal y son el producto de sus propios días. En la fluidez de esos re-cuerdos el pasado emerge como una realidad más com-pleja que singular y, como otros lo señalaron, la plura-lidad misma de la memoria es la prueba de la plurali-dad de la realidad y no necesariamente, en cierto senti-do, un error. Los recuerdos cambian en la evocación y el relato. Son discutidos y rebatidos, aunque en algún lu-gar siempre se afirma que al margen de la memoria hay una realidad que actúa como juez y jurado. Pero sa-bemos —¿acaso no sabemos?— que los hechos históri-cos sólo tienen significación en cuanto son de significa-ción, y que esta es una cuestión de valor, no de verdad (aunque la verdad, claro, es un valor).

No podemos ignorar la memoria, aun cuando no se-pamos ya del todo qué hacer con ella. Como muchas co-sas, la memoria es hoy un problema y no una solución. Y en la conjunción de lo privado y lo público, no es sólo personal. En rigor, es, y sin limitación, política.

Ese es el tema del que me ocupo en este capítulo. Mi intención aquí es señalar el carácter central de la memoria para la experiencia, tanto del individuo como de las culturas. Quiero sugerir que la memoria es aque-llo con que contamos, en privado y en público, para fi-jarnos en el espacio y, especialmente, en el tiempo. Y su-gerir, también, que nuestros medios, tanto por inten-ción como por defecto, son instrumentos para su articu-lación. Una memoria que es pública, popular, persuasi-va, plausible y, por ende, tanto apremiante como, de vez en cuando, también compulsiva. ¿Cuáles son las impli-caciones del juego con el pasado de los medios contem-poráneos? ¿Como narradores, como archivos, como pro-veedores del recuerdo? ¿Y cómo debemos entender su poder de definir los términos y el contenido de esa me-moria y esos recuerdos?

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Mi propio pasado, no menos que el de la nación, está ligado a las imágenes y los sonidos de un pasado media-tizado. Mi nostalgia por otra época, mi propia época, se construye mediante los recuerdos de programas y anuncios vistos u oídos en la infancia. Estos son, en par-te, la materia prima para compartir ese pasado con otros. Una reivindicación mutua de identidades de cla-se y cultura. Y puedo recordar imágenes mediáticas de grandes acontecimientos, asesinatos, coronaciones, mi-llas corridas en cuatro minutos, así como los mismos medios tienen hoy un pasado para recordar.

Pero sobre todo, a falta de otras fuentes, los medios tienen el poder de definir el pasado: presentarlo y re-presentarlo. Pretenden una autoridad histórica en el drama y el documental: versiones del realismo cuyo único referente se encuentra en otros relatos y otras imágenes. La movilización de los testigos; la recons-trucción de situaciones y encuentros; la revelación de pruebas: la retórica de la verdad. Aquí, como en otros lugares, esa es la pretensión. Recordar. Definir el pasa-do. Así fue. Imagínenlo.

La memoria clásica, renacentista y romántica de-pendía de imágenes. Imágenes para representar su estructura e imágenes para representar su contenido. Los primeros retóricos y magos erigieron modelos mentales de la arquitectura de los espacios públicos, los teatros y los paraísos como estructuras dentro de las cuales se construía la memoria y, con ello, se facilitaba la existencia de rasgos prodigiosos de memoria aplica-da. Simónides, Tomás de Aquino y Giordano Bruno construyeron las elaboradas mnemónicas («mnemotéc-nicas», según las describe Frances Yates, 1964, 1966) para fijar el pasado y elementos mentales que, de lo contrario, eran irrecuperables. En efecto, y como lo documenta con tanta brillantez Frances Yates, el arte de la memoria se convirtió en un arte de la magia en manos de los maestros ocultos del Renacimiento; un primer ejemplo, acaso, de la poderosa combinación de la imagen, la tecnología, la metáfora y la creencia que

ahora, como entonces, apuntala la capacidad de cons-truir una memoria pública y representarla. Tal era su poder para imponer la atención; tal era su poder para definir el pasado y a través del pasado, por lo tanto, re-clamar el futuro.

Pero a lo largo del mundo medieval las imágenes del pasado estaban en todas partes. El mundo debía leerse en su visibilidad. Los significados inscriptos en los vi-trales y en las geografías sagradas de los santuarios se ofrecían a quien los quisiera. La retórica de esas imáge-nes evocaba simbolismos conocidos de la cultura y la creencia y al mismo tiempo estaba suficientemente ex-puesta para inducir los pensamientos privados del cre-yente e incitar, quizás, una intersección de los recuer-dos públicos y privados. Y así sigue siendo.

La memoria es eficaz. Los textos que nos la afirman en el espacio público, trátese de imágenes, películas o memoriales únicos, son significativos porque a través de ellos se construye una realidad que de lo contrario sería inaccesible. Y esa realidad es la que impone la atención, reclama la creencia y pone en marcha la ac-ción. En este sentido, la «vida» y la «vida en la escritu-ra», según las expresiones de James E. Young, están necesaria y fundamentalmente interrelacionadas. Cuando escribe sobre el Holocausto, Young rechaza la separación de historia y narración, así como la inocen-cia del acontecimiento no mediatizado. «La literatura recuerda la destrucción pasada al mismo tiempo que modela nuestras respuestas prácticas a la crisis actual» (Young, 1990, pág. 4). Y no sólo la literatura, y no sólo los productos culturales de la elite, por supuesto.

Mis afirmaciones sobre el lugar central de los me-dios como piedras angulares para la construcción de la memoria contemporánea surgen de estos debates. No hay una divisoria inequívoca entre la representación histórica y la representación popular del pasado. Am-bas se fusionan, a la vez que compiten, en el espacio pú-blico. Y juntas nos definen textos y contextos: para la identidad, para la comunidad y, en el aspecto quizá más

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significativo y subyacente a ambas, para la creencia y la acción. Estudiar la relación de los medios con la memoria no es negar la autoridad del acontecimiento que es el foco de la evocación, sino insistir en la capacidad de aquellos de construir un pasado público, así como un pasado para el público. La textura de la memoria se entrelaza con la textura de la experiencia. La memoria es trabajo: nunca se modela en un vacío y sus motivos no siempre son puros (Young, 1993, pág. 2). La memoria es lucha. Y, por lo tanto, es prudente luchar por la memoria.

Considérese el Holocausto. Pero, ¿cómo empezar? Tal vez, con un reconocimien-

to de que en este momento, este momento de la escritu-ra, el momento en que quienes sobrevivieron ya no so-breviven, en el cual la posibilidad del testimonio se disi-pa en las arenas del tiempo, esta tragedia humana de-be, por fin, fijarse en el tiempo. Que este es el momento en que resulta posible que una nueva generación, los hi-jos y las hijas, reclamen la propiedad de lo que hoy sólo puede ser el dolor aludido de la historia; un momento en que el mundo occidental está obsesionado con lo que ya no puede conocer pero, en cierto modo, y justificada-mente, no desea olvidar; un momento para el memorial y el monumento; un momento en que parece haber lle-gado la hora de moldear los sonidos y las piedras de la memoria, de fijar el pasado, fijarlo para que todos lo vean, fijarlo para todos los tiempos.

Pero ¿cómo recordamos esas terribles heridas? Du-rante años hubo silencio. Todo lo dicho. Bien y propia-mente empapeladas las grietas de la historia. No obs-tante, hoy nos descubrimos recordando: forzando la me-moria de los testigos y los documentos. Tanto los histo-riadores como los medios. Escribiendo, reescribiendo y volviendo a escribir. Los sobrevivientes y sus hijos, por-que sólo los sobrevivientes pueden ver. Recordar, regis-trar y tratar de entender.

Parece que algo nos impulsa hoy a llenar el vacío re-ciente con vistas y sitios, sonidos, palabras e imágenes.

A ignorar la proscripción de Adorno contra la poesía. A ignorar el mandamiento que prohíbe la imagen esculpi-da. A transformar lo negativo en positivo. A creer que el tiempo no puede erosionar el significado de la memoria. Los medios, desde luego, no pueden ser silenciosos. Y nosotros no podemos permitirnos olvidar. Pero, ¿qué debemos recordar, y quién tiene los derechos de la na-rración y la inscripción?

En la ciudad de Kassel hay un monumento al Holo-causto que ya no puede verse. Está hundido bajo tierra. Concebido por Horst Hoheisel, se erigió para reempla-zar una fuente financiada por un empresario judío y construida en la ciudad en 1908. Como se trataba de una «fuente judía», los nazis la destruyeron en 1939, dos años antes de que el primer transporte de judíos de la ciudad partiera de la estación de trenes hacia Riga y luego más allá. Hoheisel diseñó un monumento nega-tivo. Así como antes había una fuente, ahora hay un po-zo; y lo que antes era una pirámide que se elevaba doce metros sobre la superficie, está hoy enterrado bajo la plaza. «La fuente hundida no es en absoluto el monu-mento conmemorativo (. . .) Sólo es la historia con-vertida en un pedestal, una invitación a los transeúntes que se paran frente a él, a fin de que busquen la conme-moración en su propia mente. Porque lo único que hay que encontrar es la conmemoración» (Hoheisel, citado en Young, 1993, pág. 46). Aquellos que visitan el espacio vacío y se detienen frente a él se convierten, por defecto e intención, en el monumento y la conmemoración. Ja-mes E. Young, con quien estoy en deuda por esta des-cripción, sintetiza lo que ve como la significación de lo siguiente:

«El contramonumento (. . .) obliga a la conmemoración a dispersar —no concentrar— la memoria, a la vez que concentra en un solo lugar los efectos literales del tiempo. Al disiparse en el tiempo, el contramonumento remedaría la dispersión misma de este, se convertiría más en tiempo que en memoria. Nos recordaría que la

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noción misma de tiempo lineal supone el recuerdo de un momento pasado: el tiempo como la distancia per-petuamente medida entre este momento y el próximo, entre este instante y un pasado recordado. En este sentido, el contramonumento nos pide que reconozca-mos que el tiempo y la memoria son interdependientes, están en un flujo dialéctico» (Young, 1993, págs. 46-7).

En su mayoría, nuestros medios rechazan esta opción, esta posibilidad, esta reticencia. Y al hacerlo, al margen de cualquier otra cosa que hagan, funden la memoria con un tiempo específico. Se dice que, una vez monumentalmente consagrada en memoriales o mu-seos, la vida de la memoria desaparece; que los monu-mentos, en la forma que fuere, pueden verse como sus-titutos de la memoria, desplazamientos o negaciones. Y esto también debe ser válido para las representaciones del pasado planteadas por nuestros medios. O, al me-nos, es necesario que lo tengamos presente.

Así, cuando indagamos en lo que hoy se produce co-mo un llamado al pasado, a la memoria, y en particular a la recordación del Holocausto en la cultura popular y los medios contemporáneos, no deberíamos olvidar que lo que ahora creamos como memoria también está histórica y socialmente situado. Nuestras descripciones surgen de nuestras inquietudes, las preocupaciones del aquí y el ahora. No pueden divorciarse de las condicio-nes de su producción: como momentos de mediatización en los complejos y mercantilizados espacios de la cul-tura popular y la vida cotidiana.

En consecuencia, el filme de Steven Spielberg, Schindler's List [La lista de Schindler] (1993), debe ver-se a través de la serie de velos que lo separan de su obje-to. El tiempo, antes que nada. Pero luego, también una narración primaria en el libro de Thomas Kinneally, un libro que inicia ya la destilación de un horror inimagi-nable y en gran escala en la vida de un solo hombre y unos mil sobrevivientes. El Holocausto implicaba la destrucción masiva, y no sólo de los judíos. Tanto Kin-

neally como Spielberg relatan una supervivencia par-ticular. Y desde luego a través de lo particular pero, co-mo ahora es una película, también de lo general. La se-cuencia final del filme, en la cual los sobrevivientes del acontecimiento, así como los actores que los represen-taron, surgen de una loma cubierta de hierba como si para todo el mundo fueran extras de The Sound of Mu-sic [La novicia rebelde], arrastra al espectador hacia una narración de esperanza, sentimiento e inmortali-dad. Aparta este relato de los horrores de sus imágenes de lo desconocido y, en rigor, lo incognoscible, para lle-varlo a la comodidad de lo familiar.

Esto es Hollywood en acción. Hollywood que «presta testimonio». Spielberg que «cuenta la verdad» (ambas citas en David Ansen, «Spielberg's obsession», News-week, 20 de diciembre de 1993, págs. 114, 112, citado en Zelizer, 1997). Y lo que Hollywood hace con la memoria es contenerla. Le extrae su aguijón. Mucho se ha dicho, en relación con esta película y la posterior de Spielberg, Saving Private Ryan [Rescatando al soldado Ryan] (1998), sobre la honestidad y veracidad de las imáge-nes. La destrucción del gueto de Cracovia, la secuencia en las cámaras de gas, los desembarcos en la costa de Normandía, reivindican una veracidad que golpea. Es-to es lo más cercano, lo más real que se puede lograr. Los sobrevivientes lo atestiguaron. Y tienen, desde lue-go, sus propios recuerdos. Lo que recuerda el resto, hip-notizado por las escenas de horror, es la película. Nos han ofrecido, y bien podemos aceptar, recuerdos de la pantalla, recuerdos seleccionados:* lo subjuntivo, pero también lo definitivo. No tenemos otro lugar adonde ir en el tiempo. El Holocausto se convierte en la película. La película se convierte en el Holocausto.

Hay aquí muchas cuestiones, claro está. Demasia-das para estas páginas. La estrategia representacional

* En el original, «screen memories, screened memories». En esta segunda utilización, screen remite a una pluralidad de sentidos: seleccionar, proyectar, tamizar, proteger. Pero también: screen memory, freudianamente: recuerdo encubridor. (N. del T)

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de Spielberg reside en el drama, la narrativa y el poder de la imagen reconstruida. No es para él la polvareda del testimonio, del testigo que lucha con su propio rela-to. Hay fuerza en ambas cosas, desde luego. Mientras que la primera deja poco librado a la imaginación, la se-gunda exige prestar atención a la palabra. Y la palabra brinda, no fuerza una imagen. El documental de nueve horas de Claude Lanzmann, Shoah [Shoah] (1985), es bien conocido por tomar el segundo camino Para él, la representación directa es un anatema. El Holocausto «es sobre todo único en el sentido de que levanta un ani-llo de fuego a su alrededor (. . .) La ficción es una trans-gresión. Creo profundamente que hay algunas cosas que no pueden ni deben representarse» (Lanzmann, 1994, citado en Hartmann, 1997, pág. 63).

Al no representar otra cosa que los recuerdos de la violencia, Shoah evita los posibles peligros de los efec-tos desensibilizadores de las imágenes directas de esta. Lanzmann se internó en el camino sugerido por la escultura de Hoheisel y su documental; del mismo mo-do, es un contramonumento al Holocausto. A decir ver-dad, también Spielberg puso en marcha un gran pro-yecto de videograbaciones de testimonios privados. ¿Hay más fuerza, más honestidad en el relato del tes-tigo o en el del narrador? ¿En los hechos o en la ficción? Demasiadas son las paradojas que hay que desentra-ñar aquí.

Sea como fuere, lo que tenemos que enfrentar es la mediatización de la memoria: fragmentos del pasado traducidos a través del tiempo y proyectados, como si fuera en la pantalla cinematográfica, en el futuro. Los recuerdos mediáticos son recuerdos mediatizados. La tecnología ha conectado y terciado. Nos han ofrecido su-plementos de la experiencia: vitaminas de tiempo.

En un brillante análisis de algunos de estos temas, específicamente con referencia a la representación fíl-mica del Holocausto, Geoffrey Hartmann plantea un argumento más amplio, que permitirá que yo también pase de lo específico a lo general y de la textura de la

memoria a la textura de la experiencia. Hartmann se ocupa de la doble vida de la imagen mimética, su como-didad pero también su alteración:

«En una sociedad del espectáculo, las imágenes fuertes son lo que suele decirse de la propiedad del suelo: una necesidad del alma. Si la incidencia de la memoria recuperada parece haber aumentado dramáticamente en años recientes, puede ser que las imágenes de violencia transmitidas hora tras hora por los medios, así como la difundida publicidad del Holocausto que lle-va a apropiaciones metafóricas (Sylvia Plath es un caso famoso), hayan popularizado la idea de un trauma de-terminante. Es comprensible que muchos sientan la presión de encontrar dentro de sí mismos, y para mos-trarla en público, una experiencia igualmente decisiva y vinculante, una señal de identidad sublime o terrible» (Hartmann, 1997, págs. 72-3).

Volvemos a la conjunción de la historia y el psicoaná-lisis, lo político y lo personal, y el juego de la mediatiza-ción. Volvemos, también, al reino de la actuación. Hart-mann sugiere que la preocupación de nuestros medios por el pasado, y por el pasado como trauma, está madu-ra para la cosecha. Las imágenes antaño enterradas y hoy dramáticamente exhibidas son parte del uso gene-ral de la vida cotidiana. Todos hemos necesitado o pare-cemos necesitar nuestro holocausto privado para rei-vindicar o justificar el dolor presente. En rigor, estas imágenes y el proceso de su construcción, en el testimo-nio, están ahí para que las usemos como modelos y me-táforas. Para hacerlas nuestras. Esto es muy inespera-do. No obstante, es comprensible. Puesto que el desplie-gue de la memoria es también una invitación: a compa-rar, adoptar, apropiarse. Las experiencias de los otros armonizan recíprocamente y con las nuestras en las continuidades de su mediatización y reproducción, y co-mo resultado, las líneas entre lo público y lo privado, el

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yo y el otro, el presente y el pasado, la verdad y la false-dad, no son ni singulares ni claras.

Estos recuerdos mediáticos están ahí para tomarlos y luchar por ellos. Toda memoria es parcial. Y lo que se ofrece en la retórica de los medios es una visión particu-lar de un pasado que incluye en la misma medida que excluye. Por eso las batallas por la memoria se libran con tanta vehemencia; por eso otros reivindican pasa-dos diferentes y rechazan los límites de una única inter-pretación de los sucesos. La historia es el yunque en el cual se forjan las identidades; la memoria es el ámbito de tantas demandas y contrademandas: a favor de la nacionalidad, a favor de la persona. Y lo que está cada vez más en juego es la historia popular, la memoria popular: el conocimiento extraoficial del cual los medios son amos y señores.

Los medios nos proponen sus versiones del pasado que son, desde luego, versiones de nuestros pasados puestos a la luz. No todas estas imágenes tienen la fuerza, la resonancia o, incluso, la incomodidad del Holocausto. Al contrario. Las adaptaciones televisivas de las novelas de Jane Austen o las representaciones dramáticas de la vida en las habitaciones de la servi-dumbre, así como las presentaciones documentales de la vida secreta de figuras famosas, ofrecen una dieta continua de los tiempos pasados como pasatiempos. Facilitan y a la vez estorban la imaginación. Dan digni-dad y la quitan. Como sostiene Raphael Samuel (1994, pág. 235), en una elocuente defensa de la industria de la herencia, la BBC tuvo que cumplir un papel crucial en la sensibilización de una nación hacia su pasado, y en particular al pasado popular, el pasado del pueblo.

Comencé este capítulo refiriéndome a la percepción común de nuestra era posmoderna: que carece de histo-ria. Tal vez esto no sea del todo acertado. Podría suge-rirse que, más que una ausencia de historia, hoy la hay en exceso. Las grandes narraciones no desaparecieron; simplemente, se reconstruyeron. Se reconstruyen a diario en las pantallas de nuestros medios. Todas nues-

tras narraciones son grandes. Todas reclaman aten- ción. Todas están sometidas a un interrogatorio y un

análisis constantes. Una vez, citando a Leo Lowenthal, Theodor Adorno

(1954) describió la televisión como un psicoanálisis al revés, con lo que sugería, o al menos así me parece, la capacidad de los medios de construir más que de de- construir los estratos del inconsciente, y de reproducir seductoramente en sus programas el enmascaramiento y el reflejo de la mente. Mi argumento sugiere que los medios —sobre todo el cine, la televisión y la radio— podrían describirse igualmente bien (o mal) como his-toria al revés. Esos medios producen textos para la ima-ginación popular, igualmente estratificados e igual-mente sugerentes. La memoria es la que une ambas cosas. La memoria como producto de los medios, y no sólo su precondición. La memoria como una exigencia de que nos identifiquemos con un pasado común a la vez que singular. Lo que yo afirmo es, desde luego, que no hay separación posible entre memoria mediatizada y memoria no mediatizada. Y, por consiguiente, si que-remos tratar de entender cómo se entrelazan biografla e historia, tenemos que tomar en cuenta esta interpene-tración. Necesariamente, tenemos que estudiar la re-tórica pública de la memoria de los medios.

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15. El otro

7--

1 «El Otro no es en modo alguno otro yo mismo, que participe conmigo en una existencia común. La relación con el Otro no es una relación idílica y armoniosa de comunión o una simpatía gracias a la cual nos ponemos en su lugar; reconocemos al Otro como semejante pero exterior a nosotros; la relación con el Otro es una rela-ción con un Misterio».

Emmanuel Levinas, El tiempo y el otro

Este capítulo se ocupa de los otros, la otredad, el Otro. Con O mayúscula. La O significa. Se refiere al re-conocimiento de que allí afuera hay algo que no soy yo, que no es de mi hechura ni está bajo mi control; distin-to, diferente, fuera de alcance, pero que ocupa el mismo espacio, el mismo paisaje social. El Otro incluye a los otros: personas que conozco o de cuya existencia jamás me enteré; mis amigos al igual que mis enemigos. In-cluye a mis vecinos, así como a aquellos a quienes sólo vi en fotografías y pantallas. Incluye tanto a quienes están en el pasado como a quienes están en el futuro. En mi sociedad y en la tuya. Pero como el Otro y yo com-partimos un mundo, como yo seré tu Otro en la misma medida en que tú eres el mío, aun cuando no te conozca, tengo una relación contigo. Esa relación es un desafio. Por ella, estoy obligado a reconocer que no estoy solo y que, de una u otra manera, tengo que tomar en cuenta al Otro.

Al hacerlo, ¿qué soy y qué hago? Una respuesta con-cisa consiste en decir que me convierto en un ser moral y que, al menos en principio, actúo o puedo actuar ética-mente. Al tener que tomar en cuenta al Otro, me en-frento, como sugiere Colin Davis, «con verdaderas al-ternativas entre la responsabilidad y la obligación ha-cia el Otro, o el odio y el repudio violento. El Otro me in-viste con una libertad genuina y será el beneficiario o la víctima del modo como yo decida ejercerla» (Davis, 1996, págs. 48-9). Sin el Otro, estoy perdido.

La experiencia, por lo tanto, incluye a otras personas en ella. Y la vida entre ellas es, por definición, una vida moral, aun en su inmoralidad crónica u ocasional. En este capítulo quiero considerar esta dimensión funda-mental de la experiencia, el fundamento de la vida so-cial, e indagar en la relación de los medios con ella. Esa indagación no será particularmente fácil, sobre todo por la incomodidad que se siente en nuestros días al in-tentar un discurso moral. En estos tiempos relativistas, la moral misma se percibe como otro, reprensible y peli-groso. Los sociólogos, como lo sostuvo Zygmunt Bau-man (1989), han huido temerosos de tales debates; encuentran en lo social los orígenes de la moralidad pe-ro no se precipitan a emitir un juicio, y ni siquiera se pronuncian. Si las sociedades son la fuente de la vida moral, cada una de ellas tendrá su propia moralidad; ¿quiénes somos nosotros para juzgar los códigos éticos de nuestros vecinos? Ese relativismo, aunque lo crea-mos ineludible, aunque aboguemos por su necesidad (ya que sabemos que en asuntos morales el absolutismo conducirá a la tiranía), es perturbador. Hay en la histo-ria y en el presente bastantes momentos en que tanto los individuos como las sociedades se ven obligados a enfrentar lo que se juzga como la inmoralidad de los otros, así como la nuestra: pero ¿cómo hacer esos jui-cios, y cómo hacerlos coherentemente?

Todo lo que hacemos, todo lo que somos, como sujetos y actores en el mundo social, depende de nuestras rela-ciones con otros: cómo los vemos, los conocemos, nos re-

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lacionamos con ellos, nos preocupamos por ellos o los ignoramos. Verlos es crucial. Los antropólogos señalan desde hace mucho que el estudio de otras sociedades y culturas echa luz sobre las nuestras, y lidiaron asimis-mo con los problemas de representar al Otro en textos y relatos que en cierto modo deben pasar la prueba de la traducción de una cultura a otra. Por un lado, ¿cómo re-presento al Otro en lo que escribo o filmo sin exotizarlo? Por el otro, ¿cómo lo represento en lo que escribo o filmo sin absorberlo en la percepción que tengo de mí mismo?

El Otro, sin embargo, puede actuar como un espejo, y en el reconocimiento de la diferencia construimos nuestra identidad, nuestra autopercepción en el mun-do. Si entendemos estas diferencias, e incluso si sólo las advertimos, tenemos que tomar en cuenta al Otro. No podemos suponer que el mundo es sencillamente como lo conocemos, una simple proyección de nuestra expe-riencia, ni podemos borrarlo, fingir que no existe. Tene-mos que admitir, en efecto, que hay cosas que no enten-demos ni podemos entender plenamente. Que el mundo es misterioso, enigmático.

Emmanuel Levinas, uno de los filósofos más dificiles del siglo XX, a quien ya cité al comienzo de este capí-tulo, construye un argumento y una visión del mundo con la moral en su centro. Pero al hacerlo no propone una versión específica de la vida moral; no propone un código, un código ético. Su filosofía se extiende en la moralidad, lo ético, como precondición de la vida social, y no como su consecuencia. El insiste en que el hecho existencial fundamental es mi ser con otros. Y áráéi- con otros tengo qué responsabilaarme por érls. Debo asumir esa responsabilidad sin ninguna expecta-tiva de que los otros hagan otro tanto conmigo. Respon-sabilidad sin reciprocidad. Es un pensamiento pasmo-so. Pero Levinas lo propone como la estructura prima-ria de la subjetividad. La moralidad es asimétrica. En este aspecto, Levinas concuerda con Dostoievski, quien en Los hermanos Karamazov escribe lo siguiente: «To-dos somos responsables por todo y por todos los hom-

bres antes que nada, y yo más que todos los otros», y con el Deuteronomio (24: 17-22), en su insistencia en el cuidado del extraño, el huérfano y la viuda.

A su turno, la responsabilidad exige un deber de cui-dado, y sólo puedo cuidar a quienes están cerca de mí. La responsabilidad requiere proximidad, aunque no necesariamente proximidad física. De manera corre-lativa, la distancia significa peligro. Y la moralidad ya no se ve como la garantía necesaria del orden moral, sino como un recurso del que la sociedad dispone para explotarlo o expulsarlo. En palabras de Bauman:

«La moralidad no es un producto de la sociedad. La mo-ralidad es algo que la sociedad manipula: explota, re-orienta, interfiere. A la inversa, el comportamiento inmoral, una conducta que abandona o abdica de la res-ponsabilidad por el otro, no es un efecto del mal funcio-namiento social. En consecuencia, lo que exige la inves-tigación de la administración social de la subjetividad es la incidencia del comportamiento inmoral, y no del comportamiento moral» (Bauman, 1989, pág. 183).

Decidí iniciar mi análisis de la otredad con Levinas y con sus intérpretes Colin Davis y Zygmunt Bauman, porque creo que representa un enfoque elegante, y convincente en la mayoría de sus elementos, de la mo-ralidad, efectivamente fundado en una indagación en el status del Otro. En este aspecto, es provocativo. En este aspecto es, en sí mismo, moral.

Pero la obra de Levinas es pertinente por otra razón, que Anthony Giddens (1991) da a entender en su consi-deración de la distintividad de lo que llama moderni-dad tardía, en comparación con lo premoderno y lo mo-derno. «Globalmente considerados», escribe (Giddens, 1991, pág. 27), «los muchos y diversos modos de cultura y conciencia característicos de los "sistemas mundiales" premodernos constituían un conjunto auténticamente fragmentado de comunidades sociales humanas. En contraste, la modernidad tardía genera una situación

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en la cual la humanidad se convierte en algunos aspec-tos en un "nosotros", y enfrenta problemas y oportuni-dades en los que no hay "otros"». La globalización crea un mundo único; la unificación va de la mano con la fragmentación. Pero, ¿qué nos pasa cuando «no hay "otros"»? ¿Qué nos pasa cuando no vemos al otro, ya sea porque parece asemejársenos ya sea por estar tan ale-jado que no tiene status ni significado para nosotros?

Aquí hay dos problemas. Ambos involucran, como demostraré, a los medios Ambos requieren, y desde luego este es mi argumento, que tomemos en cuenta a los medios al confrontarlos. El primero tiene que ver con la distancia. El segundo, con la subjetividad.

Permítanme empezar con la distancia. Bauman es1 inequívoco. Su análisis del Holocausto y la explicación que da sobre su posibilidad se fundan en su compren-sión de la capacidad de la sociedad alemana de expull

-sar a lóáliidí.os de suThiagiriaCión antes de expulsarlosdé la vida :Eh este proyecto tenía un lugar central la ' cireación de procesos institucionales y tecnológicos, el producto de la mente racional y eficiente, que aborda-ran a los judíos como un problema, cuya solución era el exterminio La sociedad reprimía la moralidad median-te la creación de una distancia. Los judíos ya no eran humanos Eran otro, no el Otro en el sentido de Levi-nas, sino el otro que está más allá de la preocupación y

la responsabilidad. Había que empujarlos más lta de la otredad. Así trabajaban la distancia y el distancia-miento.

Se nos alienta a creer que los nuevos medios cam-biarán todo esto. Un libro sobre la nueva revolución de las comunicaciones se llama The Death of Distante [La muerte de la distancia] (Cairncross, 1997), y ensalza los beneficios de la nueva escala de la vida humana posibi-litada por la digitalización y las redes electrónicas. La obra enumera treinta ítems que transformarán nues-tra vida, sobre todo en los aspectos económicos —con menos certeza en los políticos—, pero también desde el punto de vista social. Ve en la creciente intensidad de la

comunicación global una mayor comprensión y una mayor tolerancia hacia los seres humanos de otros lugares del planeta.

Pero la tecnológía no puede_borrár la distancia. Una llamada telefónica mantendrá separada a la gente aunque la conecte. El problema no es la conexión. Esta no garantiza la proximidad. Aún seguimos enfrentados al problema de la distancia. Las nuevas tecnologías mediáticas no detienen la guerra o el genocidio. Los pueden hacer más eficientes (la información al servicio de la destrucción), así como invisibles (la información al servicio del encubrimiento). Nos pueden mantener apartados al suministrarnos imágenes que invalidan el cuidado y la responsabilidad: imágenes de conflictos sin derramamientos de sangre, bombardeos sin daños, batallas sin ejércitos, guerras sin víctimas. Actos sin consecuencias. En este sentido, Jean Baudrillard acertaba al decir que la Guerra del Golfo no había teni-do lugar. La televisión se interpuso. No conectó. La tec-nología puede aislar y aniquilar al Otro. Y sin el Otro

estamos perdidos. La tecnología puede aniquilar la distancia del modo —

contrario. Puede acercar demasiado al Otro, al-al -Punto

que nos impida reconocerla—diferencia y la distintivi-dad Las políticas exteriores se implementan sobre la base de que el mundo es simplemente una proyección de nosotros mismos. El entrelazamiento de imágenes globales; la apropiación de las cultura-St ros

rilIPTos "Unes (¿con cuánta frecuencia es hoy lo «primi-tivo» un rasgo de la publicidad global, en la forma de africanos danzantes o el habitante de los bajos fondos empobrecidos?); la ex ectativa de ue mínima oportunidad • • • 7. • mete

igual a-n—o'sótrus. os rusos entienden la democracia, desde luego. Y aunlas imágenes documentales de otros mundos tienen que ajustarse a nuestros preconceptos. Los pobres deben parecer pobres; los hambrientos de-ben tener el vientre hinchado y moscas sobre los ojos. La familiaridad tecnológicamente inducida tal vez no

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alimente el desprecio, pero es posible que nutra la indi-ferencia. Si las cosas están demasiado cerca, no las ve-mos. En este aspecto, la tecnología también puede ais-lar y aniquilar al Otro. Y sin el Otro estamos perdidos.

Las representaciones mediáticas, las comunicacio-nes que emprendemos y que trascienden los límites del contacto cara a cara, las que rompen la proximidad, tie-nen consecuencias sobre nuestra manera de ver y vivir en el mundo. Modelan y a la vez informan la experien-cia. Exigen una respuesta ética pero, a primera vista, no nos dan mucho en materia de recursos para formu-larla. Las tecnologías que posibilitan y sostienen las sociedades tardo mode-mas en toda 1u coinpléjidad, y ñtre ellas preponderantemente nuestras` tecnologías

mediáticas, parecen haber cambiado el universo ético, que tradicionalmente, por lo menos, estaba contenido en el tiempo y el espacio y, al menos tradicionalmente, nos permitía seguir de manera exhaustiva las conse-cuencias de las acciones; confrontar el mundo tal como este nos confronta.

Aunque dificil de articular y admitir, está presente aquí la idea de que, contrariamente a lo que suele soste-nerse —que en el alcance global de los medios moder-nos enfrentamos el mundo en su Otredad como nunca antes, y que en esa confrontación podemos mostrar y demostrar que nos preocupamos (viene al caso mencio-nar el ascenso del movimiento ambientalista)—, los medios son amorales en un sentido estructural. Amora-les, no inmorales. La distancia que generan y enmasca-

"rairc-dino cercanía, las conexiones que establecen a la vez que nos mantienen apartados, su vulnerabilidad a la desemejanza (desde la falsificación de imágenes do-cumentales hasta el disfraz de la identidad en las co-municaciones por Internet), reducen la visibilidad, la vivacidad del Otro.

De ello se deduce que también el carácter «como si» de nuestros medios es, en muchos aspectos, amoral. Y ello no obstante los muchos y vigorosos programas, su-cesos mediáticos e informes noticiosos que atraviesan

las sensibilidades protegidas de la vida cotidiana. Esta es una terrible conclusión, tanto más cuanto que, como lo sostuve a lo largo de todo este libro, los medios tienen un papel muy central en la experiencia. Y esta amorali-dad se expresa y hasta se refuerza, tal vez, en el carác-ter esencialmente efímero y sustituible de los medios y las representaciones mediáticas. Si no nos gusta una cosa, podemos dedicarnos a otra. Si no nos gusta una cosa, esta, de todas maneras, pronto desaparecerá. Sal-drá de las pantallas y se deslizará por encima del borde del mundo, como una tortilla fuera de la sartén.

Como resultado, este deslizamiento también es manifiesto en la devaluación y desintegración del yo moral. Como lo señala Zygmunt Bauman:

«El yo moral es la más notoria y prominente entre las víctimas de la tecnología. El yo moral no puede sobrevivir ni sobrevive a la fragmentación. En el mun-do cartografiado por las necesidades y salpicado de obstáculos a su rápida gratificación, queda mucho espacio para el horno ludens, el horno oeconomicus y el

horno sentimentalis; para el apostador, el empresario o el hedonista, pero ninguno para el sujeto moral. En el universo de la tecnología, el yo moral con su despreocu-pación por el cálculo racional, su desdén por los usos prácticos y su indiferencia a los placeres, parece y es un extranjero inoportuno» (1993, pág. 198).

Esta visión del mundo coincide con muchos análisis de la condición de la alta modernidad o la posmoderni-dad, sobre todo en su insistencia en la fragmentación. Bauman habla de la fragmentación del sujeto. Anthony Giddens, en su sugerente análisis de lo que llama el «se-cuestro de la experiencia», también aborda esta percep-ción y señala que sectores del mundo con los que alguna vez nos enfrentamos, como dilemas u horrores, pero de todos modos en cuanto partes integradas de la vida por vivir, fueron colocados, en una medida significativa, al margen de la experiencia directa por instituciones

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concebidas para reducir los desafíos de y a lo cotidiano. Las instituciones creadas para reducir la incertidum-bre y la angustia pusieron fuera de la vista y el contacto la locura, la criminalidad, la enfermedad y la muerte, la sexualidad y la naturaleza (Giddens, 1991, págs. 144-80). En el argumento de Giddens, la sociedad nos sepa-ró de la vida, y una de las consecuencias imprevistas de esa transformación fue la represión de «un haz de com-ponentes morales y existenciales básicos de la vida hu-mana que, por decirlo así, son comprimidos para empu-jarlos hacia los márgenes» (1991, pág. 167). Giddens señala la significación de los medios en este proceso, sin desarrollar el argumento ni identificar la centralidad de aquellos tanto para el proceso como para su legiti-mación.

Puede estimarse, entonces, que la fragmentación afecta a instituciones e individuos. El sujeto moral ya no existe. Bueno, tal vez. La crítica fundamental que hace Levinas a la filosofia occidental, y en particular a su desarrollo en la fenomenología de Husserl y Heideg-ger, sobre la cual se basó su propia obra, es que ignoró de manera decisiva al Otro. Lo que surgió, a su juicio, fue una filosofia que construyó al sujeto como una mó-nada, histórica y sociológicamente desconectada y per-ceptivamente omnipotente en la búsqueda de una comprensión del mundo sólo basada en la capacidad del individuo de aprehenderlo o construirlo. Otros plantea-ron la misma observación desde el punto de vista sociológico, aludiendo al cariz narcisista que la cultura occidental, al menos, adoptó desde la Ilustración. Según parece, la elisión cartesiana del cogito y el ego fue fatal. Los sujetos dejaron de tener conexión entre sí. Se fragmentaron tanto el espacio filosófico como el so-cial y nos convertimos en islas.

No obstante, hay otra versión de esta fragmentación en los análisis del sujeto de la alta modernidad. No la mónada, sino el nómada. Bauman sugiere otro tanto, pero otros abordaron el tema con más fiereza. Lejos de ser singulares, la subjetividad y la identidad se conci-

ben hoy como plurales: objetos de una actuación y un juego, auténticas, quizá, sólo en su inautenticidad; estructuradas en su falta de estructura; consistentes en su inconsistencia. El sujeto diferenciado se rqueve_a_ través del mundo, á la manera de un camaleón, con lis-

á---s-37 manchas siempre cambiantes. Y este movimiento eáriibién está mediatizado, reflejado y refractado en los 'tedios, facilitado por estos y definido por nuestra raa:Cióri con ellos en sus diversas manifestaciones. El sueño de Marx de que en la nueva era podría «cazar a la mañana, pescar a la tarde, criar ganado al anochecer, criticar después de la cena, así como tengo una mente, sin convertirme nunca en cazador, pescador, pastor o crítico» (Marx y Engels, 1970, pág. 53) ha sido rápida-mente alcanzado por el llamado progreso de la moder-nidad, en el que puedo ser hombre a la mañana, mujer a la tarde y tal vez algo por completo distinto después de cenar, y donde mis gustos y estilos y mi persona pue-den cambiar con cada momento de consumo.

Si la moralidad radica en la relación entre el yo y el Otro, se requiere cierto grado de integridad en ambos Y esa integridad, a su turno, debe buscarse, si no encon-trarse, en las consistencias de la experiencia y en lo que yo llamaría, sin intenciones de ser ominoso, la lucha por

la vida moral. Quiero situar esta lucha, y el papel central que en

ella tienen los medios, en dos lugares. En privado y en público. En privado, dentro de las casas del mundo, las comunicaciones y los valores públicos, sin duda media- tizados por pantallas y altoparlantes, se someten a lo que en otro contexto llamé la «economía moral» de la casa (Silverstone, 1994). Confieso que en anteriores discusiones de la economía moral, me incomodaba la noción de lo moral. Analizaba la moralidad con una m muy pequeña y nada crítica. Aquí quiero sugerir algo más fuerte, pero por cierto más polémico: que el domes-

, -tico es un lugar significativo donde se sitúa la lucha por la vida moral en nuestra sociedad, una lucha que impli- ca el deseo y la capacidad de posicionarnos como seres

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}J,

sensibles y solícitos en relación con el Otro. Es una lucha porque no siempre tiene éxito, y cuando lo tiene, este nunca es completo.

Sin embargo, sucede que, una vez que las ideas, las im-Wgéries, los valores yja—s llam=adas verdadiaáriel-

- umbral entre las vidas y los espacios públicos y priva-dos, sus significados quedan sujetos a revisión, rechazo, trascendencia, de acuerdo con un conjunto de valores que sostienen, singularmente, el grupo social, la fami-lia u otros que ocupan éseespacio privado. En rigor, te-nemos que posicionarnos cada vez más como sujetos morales con referencia a los medios, con la comunica-ción y la representación mediatizadas, porque el Otro no suele aparecérsenos con otra apariencia y, cuando es posible, esas representaciones se cotejan con las experiencias vividas de la vida cotidiana. De este Mil-do, la amoralidad esencial_ de lo.s medios todavía- se

J enfrenta con los sitios de resistencia de las culturas, en sustancia tanto públicos como privados, que pueden pe-

1 dir cuentas a esos medios. Así, las penetrantes genera-

L' lizaciones de la teoría de la alta modernidad responden a su propio desafio: los modos de la vida cotidiana de quienes están en el mundo.

La segunda dimensión de la lucha por la vida moral concierne a la apariencia pública de la verdad. La ver-dad es, en los medios, como la comunidad en la socie-dad: sólo se descubre que es de valor y se convierte en el centro de la preocupación pública cuando está a punto de desaparecer. En el momento de escribir estas líneas, dos casos preocupan a los medios británicos. El primero tiene que ver con una película documental, The Connec-tion, filmada en el Reino Unido por una de las principa-les emisoras públicas, globalmente transmitida y gana-dora de muchos premios, que, según reveló un diario, falsificó elementos sustanciales en su pretensión de re-presentar la realidad del contrabando de drogas desde Colombia hacia Gran Bretaña. El segundo, informado en el mismo diario, se refiere a las aparentes falsedades en la autobiografía de Rigoberta Menchú, premio Nobel

de la Paz. En ambos casos, la acusación es que hay una realidad en comparación con la cual podemos cerciorar-nos de la exactitud y veracidad de los hechos narrados. Parece haber habido una escasa defensa pública del do-cumentalista, quien podría haber aducido que la pe-lícula representaba lo que él sabía verdadero pero que en cierta medida había tenido que crear, y que en bene-ficio de la tensión narrativa en una época hambrienta de «realidad no mediatizada» afirmaba (falsamente) co-mo sucedido en tiempo real. En el segundo caso se pro-puso una defensa, que apelaba al derecho de un autor (por razones políticas o de otro orden) a utilizar la me-táfora y la retórica para dramatizar una historia no del todo cierta, en busca de efecto e impacto. En ambos ca-sos puede considerarse que se reivindicó una verdad ge-neral por debajo de una falsedad literal. Como hemos visto, es lo que suele ser la memoria, ni más ni menos.

Es justo que nos preocupemos, pero con frecuencia nuestro enfoque parece ingenuo. Es preciso que enten-damos mejor las implicaciones de lo que hoy sucede con la verdad, como consecuencia, en especial y cada vez más, de la capacidad de la tecnología de distanciarnos de ella; sin el menor tapujo, por así decirlo. Hoy, los muertos (aunque los muertos, una vez filmados, nunca mueren verdaderamente) aparecen en nuevas secuen-cias en nuestras pantallas, digitalmente remasteriza-dos a partir de las imágenes existentes y formateados para constituir esas secuencias: en cuerpo y alma; en sonido e imagen, que nos venden perfumes, refrescos y automóviles. El mundo digital está condenado a men-tir. Lleva a nuevas alturas la amoralidad de los medios.

¿Qué debemos hacer? Aventuraré algunas sugerencias en el último capítu-

lo. Por el momento, quiero volver al lugar donde empe-cé. Al fundamento de la ética en el reconocimiento del Otro. Según mi parecer, el estudio de los medios debe ser ético en este sentido. A decir verdad, no puede sino serlo, porque al examinar las raíces de la representa-ción y el acceso que los medios brindan al Otro material

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y simbólico; al examinar cómo deben manejarse y juzgarse las relaciones entre nosotros y ellos y entre sí; y al entender estas relaciones como la fuente de la lucha por una vida moral, nuestros estudios de los medios apuntan al corazón de lo que hoy tenemos que conside-rar la condición humana.

Es apropiado terminar este capítulo con una cita del filósofo cuya obra inició el primero, Isaiah Berlin. En la introducción a su ensayo sobre la búsqueda del ideal, en un libro gráficamente titulado The Crooked Timber of Humanity [El fuste torcido de la humanidad], esta es su opinión sobre el tema de la ética:

«El pensamiento ético consiste en el examen sistemá-tico de las relaciones de los seres humanos entre sí, las concepciones, los intereses y los ideales de los cuales surgen los modos humanos de tratarse unos a otros, y los sistemas de valores sobre los que se basan esos fines de vida. Estas creencias sobre cómo debería vivirse la vida y qué deberían ser y hacer hombres y mujeres, son objetos de indagación moral; y cuando se aplican a gru-pos y naciones y, en rigor, a la humanidad en su conjun-to, se denominan filosofia política, que no es sino la éti-ca aplicada a la sociedad» (Berlin, 1990, págs. 1-2).

En cuanto las relaciones entre seres humanos dependen hoy de su mediatización electrónica, y nues-tro tratamiento recíproco y el que damos a las concep-ciones, intereses e ideales mutuos dependen de su comunicación a través de los mismos medios, y visto que se reconoce que estos modificaron tanto la escala como el alcance de tales relaciones, tenemos que acep-tar el desafio. Si pretendemos entender, y vuelvo a citar las palabras de Berlin, el «mundo a menudo violento en que vivimos», y el papel de nuestros medios en él, esta-mos embarcados de facto en una indagación ética.

16. Hacia una (nueva) política de los (nuevos) medios

ibdo es cuestión de poder, desde luego. En definitiva, el poder que tienen los medios para fijar una agenda. Su poder para destruirla. Su poder para influir en el sistema político y cambiarlo. El poder de facilitar, de informar. El poder de engañar. El poder de modificar el equilibrio de poder: entre el estado y el ciudadano; entre país y país; entre productor y consumidor. Y el poder que les es negado: por el estado, por el mercado, por la audiencia, el ciudadano, el consumidor resisten-tes u opuestos. Todo es cuestión de propiedad y control: el quién, el qué y el cómo de ello. Y cuestión del goteo constante de la ideología, así como del acontecimiento luminoso. Se trata del poder de los medios para crear y sostener significados; persuadir, adherir y reforzar. El poder de socavar y tranquilizar. Es asunto de alcance. Y es asunto de representación: la aptitud de presentar, revelar, explicar; y también la de dar acceso y partici-pación. Es cuestión del poder de escuchar y el poder de hablar y ser escuchado. El poder de incitar y guiar la re-flexión y la reflexividad. El poder de contar cuentos y articular recuerdos.

Estudiamos los medios porque nos preocupa su po-der: lo tememos, lo desaprobamos, lo adoramos. El po-der de definición, de estímulo, de ilustración, de seduc-ción, de juicio. Estudiamos los medios porque necesita-mos entender cuán poderosos son en nuestra vida coti-diana; en la estructuración de la experiencia; en la su-perficie y en las profundidades. Y queremos aprovechar ese poder para bien y no para mal.

El título de este capítulo es deliberadamente ambi-guo. Puede leerse de dos maneras. ¿Está en discusión

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un nuevo tipo de política para los medios o una políti-ca para el mundo de los nuevos medios?* La respues-ta, desde luego, es: ambas. Las cosas cambian, y los cambiantes medios son a la vez causa y consecuencia de esos cambios. Mientras antaño podíamos considerar que su papel político estaba más o menos exclusiva-mente dominado por los ideales de una prensa libre y una radioteledifusión pública, hoy ya no podemos afir-mar lo mismo. La fragmentación y fractura del espacio mediático y la liberalización de los mercados mediáti-cos, así como la destrucción digital de la política de escasez del espectro; las oportunidades brindadas por la caída del costo de ingreso a los medios, por un lado, y las restricciones impuestas por los costos en alza del éxito en una cultura mediática global, por el otro, son indicaciones de un nuevo tipo de espacio mediático que tendrá profundas implicaciones para el ejercicio del poder, así como para las oportunidades de participación pública en la vida política. Cuando los emisores se convierten en editores; cuando los mercados de bienes se convierten en mercados de imágenes; cuando el cen-tro político de gravedad sigue trasladándose del palco ministerial al televisor en el rincón;** y cuando Larry Flint, supremo pornógrafo, amenaza iniciar la disec-ción de la vida privada de senadores y representantes en las páginas de The Hustler, como pequeño aporte a la política y la vida pública de Estados Unidos, estamos obligados a reconocer que surgen nuevas realidades políticas con las cuales el sistema y las instituciones po-líticas existentes se verán en la dura tarea de lidiar.

* En el original el título es «Towards a new media politics», que permite, efectivamente, ambas lecturas. Para mantener en la me-dida de lo posible la ambigüedad a la que se refiere el autor, opta-mos por asignar el adjetivo a ambos sustantivos; los paréntesis que lo encierran señalarían entonces que esa atribución es fluc-tuante. (N. del T.)

** En el original: «from the dispatch box to the box in the corner». El <<dispatch box» es un palco del parlamento británico desde el cual hablan los ministros; «box» es una denominación familiar del televisor. (N. del T)

Mientras que en otros tiempos podríamos haber pensado en los medios como una dependencia del sis-tema político, un asistente de gobiernos y partidos, así como un irritante y un perro guardián, el Cuarto Esta-do, hoy tenemos que enfrentarlos como un elemento fundamentalmente inscripto en ese mismo sistema. La política, como la experiencia, ya no puede siquiera con-siderarse fuera del marco mediático. Mientras que an-taño podríamos haber pensado en los medios como ga-rantes de la libertad y el proceso democrático, hoy tene-mos que explicar cómo puede ser que las mismas liber-tades demandadas por ellos y a ellos otorgadas, que tan bien nos sirvieron en el pasado, estén a punto de ser destruidas por esos mismos medios en su florida ma-durez. Los medios, no menos tal vez que el capitalismo global en su conjunto, como lo afirmaría John Gray (1998) en su sostenida crítica, muerden la mano que les da de comer: tanto las libertades mediáticas como las del mercado están al borde de destruirse a sí mismas. Nos hemos convertido en caníbales culturales. Terrible paradoja, pero que es preciso entender y enfrentar.

Es extraordinario, sin embargo, advertir con cuánta frecuencia los medios se distinguen por su margina-ción, si no por su completa ausencia, en tantas de las críticas del estado actual de la sociedad global (Beck, 1992; Giddens, 1998; Gray, 1998; Soros, 1998). Me su-pera el hecho de que sea posible discutir la globaliza-ción, la reflexividad y el manejo del riesgo sin asignar a los medios un lugar central. Las economías y finanzas globales no pueden funcionar sin una infraestructura global de información, y sufren la amenaza de las mis-mas tecnologías mediáticas: la velocidad puede arrui-nar y matar la razón, así como facilitar las transaccio-nes y especulaciones. La política global depende de la comunicación rápida entre las partes pertinentes, tan-to en tiempos de paz como en la guerra. La cultura glo-bal es cultura electrónica: tanto la diáspora como Holly-wood. El riesgo se representa y maneja a la vez en el ir y venir de las declaraciones públicas de políticas y peri-

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cías rivales en los medios masivos. Y si uno quiere si-tuar la reflexividad —la capacidad de supervisar, en-tender pero nunca controlar del todo la dinámica com-pleja de la vida en la sociedad tardo moderna, una in-teracción de dos sentidos entre el pensamiento y la realidad, tal como la describe George Soros (1998)— co-mo un componente central de lo que da su carácter dis-tintivo a esas sociedades, me parecería, una vez más, que los medios son sus portadores. En rigor, son su pre-condición. Son simultáneamente los conductos para la representación del pensamiento y la acción públicos y privados, y sus estimulantes. Tanto para individuos como para instituciones.

Dados los argumentos que presenté hasta aquí en este libro, y planteado el caso —espero que más o menos convincentemente— favorable a la centralidad de los medios para la experiencia, me toca considerar las implicaciones que estos tienen para una compren-sión de la política y el ejercicio del poder a lo largo y lo ancho de la sociedad, cuando entramos en el nuevo mi-lenio. En efecto, si se tiene en cuenta lo que dije hasta aquí, habría que deducir que quienes estudiamos los medios tenemos la responsabilidad de comprometernos con el mundo que ha sido el objeto de nuestra atención. Por lo menos, en este campo ya no puede defenderse el límite que separa los ámbitos académicos del mundo de los negocios.

En este capítulo de conclusión, pero nunca final, quiero abordar algunas de las cuestiones planteadas en esta múltiple confrontación: entre los medios y el marco político en el cual actúan y al que moldean, así como la que se da entre el pensamiento y la acción. Quiero ex-plorar los medios en la política y la política de los me-dios. Al hacerlo, no propondré recomendaciones especí-ficas sobre políticas; sería absurdo que lo intentara. Lo que busco es el fundamento, la precondición de una (nueva) política de los (nuevos) medios. El desafio es abordar lo que podría verse razonablemente como una crisis en los medios globales sin recurrir a una especie

de fundamentalismo mediático. De modo que esta va a ser la base de un proyecto político, no un programa polí-tico. En su núcleo está la creencia de que el estudio mis-mo de los medios debe ser ese proyecto.

Vayámos, así, a las cuestiones que tiene que abordar ese proyecto, los problemas que debe enfrentar, los diTe—m-h-s-h-e—defie resolver. Quiero tratarlos a partir de

una s puestos, que son los siguientes.

1 s que las tecnologías mediáticas, como tol as las demás tecnologías, tienen lo social por detrás, 1-6-§-óciárpor delanle y lo social inmerso en ellas. Podría-mos decir que los medios tienen tal y cual efecto, y no sería un error hacerlo, pero es preciso recordar que las tecnologías mediáticas surgen como objetos materiales y simbólicos y como catalizadores de la acción, y sólo son eficaces en cuanto tales a través de los hechos de in-dividuos e instituciones. De ello se deduce, creo, que esas acciones son políticas. Por su propia naturaleza, implican una lucha en torno del significado y el control: en el diseño, en el desarrollo, en la distribución y en el

que los medios, como fuerzas cultura-les, sorra miismo políticos: sujetos a conflictos por el ac-ceso y la participación; sujetos a conflictos por los de-rechos de propiedad y representación, y vulnerables, siempre, a las incertidumbres y consecuencias impre-vistas de todos y cada uno de los actos de comunicación. Los medios conectan y separan en un abrir y cerrar de ojos. Incluyen y simultáneamente excluyen. Otorgan li-bertades de expresión y pretenden derechos de vigilan-cia y control. Capacitan e invalidan a la vez. Crean nue-vas desigualdades, así como procuran eliminar las an,tiguas.

El tercero es que los medios siempre fueron una par-te decisiva del sistema político, tanto en las democra-cias como en las tiranías, porque la difusión y el manejo de la información son, a su vez, una parte crucial de la gestión de un estado nación; y la creación y el manejo de la ciudadanía dependen a su turno de la información y

primero

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la comunicación eficaces dentro de los gobiernos y entre los : • os, así como entre unos y otros.

es quelnsanedios cambian, constantemen-te ,ys_us relaciones con las sociedades que los sostienen cambian-de manera concomitante. El siglo XX se defi-nió posiblemente por el surgimiento de los medios elec-trónicos: la radio y el teléfono estaban presentes en sus inicios, Internet lo está en su final. De la válvula al transistor, del alfabeto Morse a la codificación, de lo análogo a lo digital. Y de lo local a lo global, ida y vuelta. Del uno a uno al uno a muchos y —hoy también cabe imaginarlo—, con la forma de los referendos electróni-cos, los correos electrónicos a dirigentes políticos y los foros en línea para generar políticas, de muchos a uno. De Marconi a Murdoch y Microsoft. De Bell y Baird a l3rl.u.sconBertelsmann.

El quint es que vivimos en un mundo plural. Com-partirlió-s esé mundo con otros. Esosotros se llaman Simpson y Ewing, Oprah Winfrey y Dan Leno, Bill Clinton, Tony Blair y Saddam Hussein. Se llaman talibanes y tutsis, bosnios y serbios. Son los vecinos de nuestra calle y los seres anónimos del otro lado del planeta. Vivimos con ellos en su diferencia, tanto den-tro como fuera de los me los. Ñinguna política mediáti-ca que merezca el pan que come puede darse el lujo de ignorar ese pluralismo. En efecto, este debe ser el ci-miento sobre el cual aquella se construye. Y ninguna política nacional o global puede darse el lujo de ignorar los medios.

Estas presunciones su 'oren que necesitamos una reevaluácibnlundamental de la relación de los media' con el sistemapolítico. Según las palabras de Anthony Giddens (1998), vivimos en un mundo global de estados sin enemigos y de gobernancia [governance] más que de gobierno. Se trata de un mundo, sin embargo, que en su pluralidad no puede disfrazar la presencia continua de una diferencia y un conflicto fundamentales, tanto dentro de los estados como entre ellos. ¿Cómo habrá que manejarlos? ¿Qué papel pueden cumplir los me-

dios? Es un desafio enorme, un desafio que, a lo sumo, sólo seré capaz de comenzar a esbozar.

Acaso pueda empezar considerando algunas de las ideas y modelos que se propusieron hasta ahora. La pri-mera y más discutida, al menos por quienes abordaron directamente la relación entre los medios y el sistema político, es la de esfera pública.

El filósofo y sociólogo alemán Jürgen Habermas (1989) tomó la noción de esfera pública como piedra an-gular de su análisis del carácter distintivo de la moder-nidad y su infraestructura democrática, en la cual los medios cumplían un papel central. Desde su punto de vista, la esfera pública surgió cuando la propia burgue-sía apareció como una clase distinta y significativa, con la industrialización de las sociedades y la formación de los mercados entre fines del siglo XVIII y principios del siglo XIX. Lo que estaba en juego era la creación de algo denominado opinión pública y la posibilidad de que al-guien llamado ciudadano tuviera un papel en la políti-ca de lo que hasta entonces había sido un estado exclu-sivo y excluyente.

La esfera pública apareció entre el reino de la autori-dad pública, el estado, y el de la sociedad civil, incluidos los nuevos tipos de relaciones privadas y personales que se forjaban en el mercado y la esfera doméstica. Los integrantes de esta nueva clase, cada vez más seguros en su riqueza y ávidos de reclamar en los asuntos de la nación la influencia que creían merecida, establecieron las instituciones que permitirían hacer sentir su pre-sencia en la vida pública. En principio, la esfera pública estaba abierta a todos, y todos sus participantes esta-rían en un pie de igualdad. Era el inicio de la democra-cia liberal: alrededor de las mesas de los cafés, en las páginas de los diarios, que empezaban a incluir comen-tarios políticos además de noticias y anuncios, y en los reverenciados salones de museos, bibliotecas y univer-sidades públicas. Discutir y participar. Dejar que la ra-zón gobernara en los asuntos del mundo. Influir e im-poner.

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1

Tal como la describió Habermas, la esfera pública floreció brevemente en Europa del norte, sobre todo en el Reino Unido. Su vida fue corta, ya que rápidamente quedó comprometida y confiscada por el estado en expansión, cada vez más seguro de su aptitud y dere-chos para intervenir en la vida privada de sus ciudada-nos, y por un mercado crecientemente poderoso e insis-tente. El espacio y el tiempo para el debate libre y racio-nal menguaron. El ciudadano se convirtió en el consu-midor, que compraba ideas, valores y creencias, en vez de forjarlos por medio de la discusión. La prensa perdió su carácter incisivo a medida que se comercializaba. Los medios visuales participaron en la creación de lo que ulteriormente se llamó sociedad del espectáculo, una especie de refeudalización de la autoridad pública que reanimó el mundo cortesano del manejo de la imagen: de las exhibiciones de poder a través de la per-sona y la personalidad; el poder representado noche tras noche en la pantalla de televisión global.

Las ideas de Habermas dieron origen a muchos de-bates. Hay quienes sostienen que la esfera pública fue, desde el comienzo, una fantasía. Habermas no vio ni su capacidad de excluir (ni las mujeres ni los miembros de la clase obrera participaban efectivamente) ni la pre-sencia de ámbitos y culturas alternativas de debate y acción públicos, especialmente entre los trabajadores. Al parecer, no conocía su E. P. Thompson (1963). Hay otros que afirman que, a pesar de sus inexactitudes his-tóricas, muchas de las cuales fueron admitidas a poste-riori por el propio Habermas, sus argumentos constitu-yen un ideal más que una idealización, que puede y de-be servir de base a una crítica de los fracasos de los me-dios contemporáneos.

Un tercer grupo sostiene, al contrario, que estos mis-mos medios preservaron una parte significativa de lo que Habermas consideró distintivo en la esfera pública: nuestros medios, en particular con el atuendo de la ra-dioteledifusión pública, brindaron un acceso sin para-lelo a la vida pública y política y lo hicieron de una ma-

nera que permite su discusión de un modo receptivo y responsable. Están también quienes ven en los nuevos medios, muy especialmente en Internet, la oportunidad de revivir la esfera pública en toda su gloria imaginada: puesto que aquí hay por fin, dicen, un espacio global pa-ra la discusión y el debate libres e informados, un espa-cio que —y esto es crucial— está más allá del alcance del comercio y el estado.

Por último, hay quienes no ven en el nuevo marco mediático ninguna base real de comparación con lo que permitía el debate y la crítica a comienzos del siglo XIX. Los fundamentos de la participación efectiva han desa-parecido: ya no vivimos en un mundo de cafés; nuestro aprendizaje es en línea; el mundo es demasiado comple-jo para que podamos aprehenderlo; somos vulnerables a la sobrecarga informativa, y la misma opinión pública se ha convertido en un artefacto mediático que puede crearse y manipularse a voluntad, un barómetro suce-dáneo del bienestar de gobiernos o presidentes acha-cosos.

¿Qué quiero sacar de estas discusiones y debates? En primer lugar, reconocer el poder de la idea e identifi-car los valores que la informan. El argumento depende de una creencia en el imperio de la razón y un deseo de proteger ese imperio y los espacios en los que puede ejercerse. Está en juego la capacidad de las institucio-nes mediáticas de crear y sostener un debate público con significado: de manera comprometida, accesible y responsable. No podemos pedir ni deberíamos esperar menos.

Sin embargo, la versión habermasiana de la esfera pública tiende, podríamos decir, a desviarse en exceso hacia lo singular; y hay una vena utópica en la discu-sión que por su misma naturaleza es prescriptiva. Cu-riosa y paradójicamente, esto hace que la noción de es-fera pública sea ahistórica. En su deseo de insistir en el imperio de la razón, Habermas omite reconocer su pluralidad y los diferentes modos como las discusiones y debates públicos pueden tener lugar de una mane-

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ra significativa. Desaprueba lo popular, y en su propen-sión a condenar las nuevas formas de privatización y la retirada hacia el espacio interno y doméstico, por no de-cir suburbano, resultante de la aparición de los medios masivos de comunicación, pierde la oportunidad de examinar, aunque sea después de condenar, nuevos modos de ser y actuar en público, así como maneras al-ternativas de participar en el discurso público.

No obstante, lo que quiero preservar y, ya que esta-mos, fortalecer, es este sentido de apertura. Puesto que la segunda idea que me gustaría considerar, más breve-mente, es la de la sociedad abierta. La gran polémica de Karl Popper (1945) estaba informada por la masiva amenaza a la libertad y la razón que él veía tanto en las sociedades de su tiempo como en una importante co-rriente de pensamiento dentro de la filosofía occidental. La sociedad abierta era una sociedad preparada para correr riesgos: para estar abierta al debate y la crítica y no cerrada por las tiranías de las visiones utópicas, las ideologías únicas y la concentración del poder estatal. Popper arremetía contra la moralidad y la viabilidad de la ingeniería social: el tipo de rumbo político que los estados, informados por una percepción de su propio destino y su confiada creencia en que se encontraban del lado correcto de la historia, adoptaban como una manera de que el mundo volviera a una edad de oro perdida, o bien para tomar en sus manos el brillante y resplandeciente nuevo futuro. En nuestros días, el neoliberalismo y el comunismo son ejemplos obvios. El problema, para Popper, era el historicismo: una creen-cia en el destino; y el rechazo de la razón y la diferencia y falibilidad humanas. Para él, la historia no tiene sig-nificado. Ni la historia ni la naturaleza y tampoco, po-dríamos agregar, la tecnología, pueden decirnos qué de-beríamos hacer. Vivimos en un mundo de consecuen-cias imprevistas en el que no hay una solución final, un mundo por el cual, en nuestra vulnerabilidad, debemos hacernos responsables. La historia es plural. Las apela-ciones a un objetivo común están, en lo fundamental,

erróneamente concebidas e implican, sobre todo, un llamado a abandonar la razón.

Los blancos de Popper eran evidentes y en muchos aspectos singulares: la amenaza era, en efecto, la ame-naza de lo singular, y la singularidad del poder tenía que movilizar la política y alimentar el ejercicio del po-der. Su teoría dependía, desde luego, de una creencia en el poder de la razón singular que hoy sería objeto de cuestionamientos. No obstante, Popper vivía en y a través de un mundo totalitario. La mayoría de nosotros, no. Y al pensar exhaustivamente algunas de las impli-caciones de su obra para una comprensión del ejercicio del poder en la sociedad de la alta modernidad y, por su-puesto, para el papel de los medios dentro de ella, tene-mos que ocuparnos forzosamente de un marco más complejo. Es posible que los peligros actuales no se re-fieran sólo a lo singular, sino también a lo plural ilimi-tado. Todo vale. Tal vez temamos las restricciones a la acción y la creencia planteadas por la ideología avasa-llante y dominante, tenga esta su origen en las activi-dades del estado o en el fundamentalismo de una creen-cia en el mercado global, pero también nos enfrentamos a la fragmentación de la vida moral y política, reducida a las creencias y valores supuestamente inconmensu-rables de individuos y grupos. Política de la identidad. La política del individualismo. Que plantean, podría decirse, una amenaza tan grande a la libertad como cualquier ideología totalitaria. Una aceptación dema-siado apresurada de los derechos de los otros es a me-nudo una máscara para la irreflexión y la sinrazón. Po-demos entender pero no podemos juzgar. Y vale todo.

Los medios masivos crearon una sociedad de masas. La sociedad de masas era una sociedad vulnerable. In-dividuos atomizados en riesgo. La propaganda era el gran temor. La radio, su instrumento. Las sociedades autoritarias ejercían el poder a través de los medios, gracias al control directo tanto de instituciones como de agendas. Hoy, se teme lo contrario. Nuestros me-dios proporcionan todo y nada. El mercado gobierna,

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y dentro de él nosotros somos los reyes y las reinas Am-bos temores son exagerados, desde luego. Y ambos son ciertos.

Una política contemporánea de los medios, una polí-tica de los nuevos medios, tiene que seguir un camino entre la Escila de lo totalitario y la Caribdis de lo plural ilimitado. No se trata necesariamente de la tercera vía. Debo volver a Isaiah Berlin y Emmanuel Levinas.

Con el riesgo de distorsionar dos contribuciones filo-sóficas distintas y originales, quiero sugerir que ambos pensadores proponen una posición similar, fundada, hay que decirlo, en un humanismo profundo y, en el me-jor sentido de la palabra, liberal, basado a su vez en un respeto fundamental por el Otro. Ambos reconocen la irreductibilidad de la Otredad. Ambos insisten en un universo plural Ambos, asimismo, exigen el esfuerzo de llegar al Otro a través de la aceptación de una huma-nidad común. Para Berlin, esto es lo que distingue el pluralismo del relativismo. En su defensa de Herder y Vico contra esta última acusación, esto es lo que tiene que decir. Lo cito, por última vez, in extenso:

«Nos invitan a observar sociedades diferentes de la nuestra, cuyos valores últimos podemos considerar fines de vida plenamente comprensibles para hombres que, en efecto, son diferentes de nosotros, pero seres humanos, semejantes, en cuyas circunstancias pode-mos, mediante un gran esfuerzo que es nuestra obliga-ción hacer, encontrar un camino, "entrar", para usar el término de Vico (. . .) Si la búsqueda es exitosa, veremos que los valores de esos pueblos remotos son tales como aquellos de los que seres humanos como nosotros mismos —criaturas capaces de discernimiento intelec-tual y moral consciente— podrían vivir. Esos valores pueden atraernos o repelernos: pero entender una cul-tura pasada es entender de qué manera hombres como nosotros, en determinado medio ambiente natural o de factura humana, podían encarnarlos en sus activida-des, y por qué; a fuerza de suficiente investigación his-

tórica y simpatía imaginativa, ver cómo podía vivirse una vida humana (esto es, una vida inteligible) buscan-do alcanzarlos» (Berlin, 1990, págs. 79, 82-3).

El pluralismo supone la posibilidad de esa compren-sión a pesar de la diferencia. No es relativismo, porque presume una humanidad común gracias a la cual pue-den producirse tanto la identificación como los juicios. Esto no implica la imposición de un código moral único, sino una aceptación de que los seres humanos se defi-nen por lo que los hace humanos, y pueden ser juzgados con referencia a ello. Y para Berlin, Levinas y Bauman, el Otro, sin duda, puede estar equivocado.

La comprensión no puede ser moralmente neutra porque se basa en la identificación de la humanidad co-mún y los derechos de los otros. No comprenderemos si ignoramos esas diferencias, ya sea por borrarlas o sub- sumirlas. El Otro, sostiene Levinas, es como nosotros pero no como nosotros. Debe ser reconocido, confronta-do, apreciado, entendido. Reiterémoslo: nuestra huma-nidad es la consecuencia de nuestro reconocimiento de esa responsabilidad primaria, no su causa.

El desconocido, «el vagabundo que llega hoy y se queda mañana», el que es distante pero cercano, cerca-no pero distante, según la caracterización de Simmel, es una figura clave para la sociedad tardo moderna, aun más de lo que lo fue a comienzos del siglo XX. Ese desconocido nos parece próximo «en la medida en que sentimos entre él y nosotros similitudes de nacionali-dad o posición social, de ocupación o de naturaleza hu-mana general. Y está lejos en la medida en que estas si-militudes se extienden más allá de él y nosotros, y sólo nos conectan porque conectan a mucha gente» (Simmel, 1971, pág. 147).

Esta dialéctica de la distancia y la proximidad, de la familiaridad y la ajenidad, es la articulación crucial del mundo tardo moderno, y es una dialéctica en la cual los medios intervienen de una manera decisiva. Podría su-gerirse, en efecto, si bien de un modo completamente

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abstracto y fácil de trivializar, que ese es el proyecto por excelencia de los medios. Como lo he afirmado, estos son fundamentales para nuestra experiencia del mun-do, y en su campo de acción, a través del espacio y el tiempo, esa experiencia se enriquece o empobrece por obra de imágenes e ideas, palabras y mundos a los cua-les, de lo contrario, no tendríamos acceso. Esta percep-ción es también la que funda el carácter global de los medios e insiste en su posición central para una com-prensión de la cultura, la sociedad y la organización política globales.

¿Cuáles son las implicaciones de estas observacio-nes, entonces, para una (nueva) política de los (nuevos) medios? ¿Sobre qué cuestiones debemos pronunciar-nos?

Son una multitud, desde luego. No hay sector de la vida social contemporánea que no se vea afectado por la presencia de los medios. Y su ausencia se siente como una herida. En una llamada sociedad de la informa-

, ción, la ausencia de información se ve como un despojo más allá de toda medida. No obstante, aun esta percep-ción tantas veces enunciada es un error. La información no tiene valor. Lo que importa es el conocimiento. Es preciso- ser cautelosos frente afargumentos que ven en la creciente división entre la riqueza y la pobreza dé 'información un mal social inevitable y necesario. Cuan-dó-eiriormes cantidades de personas carecendé teléfo-nos y televisión, es dificil lamentar la falta de Internet. No obstante, en estos casos las tecnologías no son crea-tivas por sí mismas. Sin duda, el acceso a las redes de comunicación locales y globales facilita las cosas, pero debemos tener algo que decir y es preciso que haya al-guien que escuche y oiga. ¿No podemos hablar, en cam-bio, de la riqueza y la pobreza de comunicación, la ri-queza y la pobreza de conocimiento? ¿No podemos tras-cender la idea de lo que consideramos como una mer-cancía valiosa, si no esencial? La tecnología sólo puede complementar y mejorar la vida social y cultural cuan-do ya hay algo de valor para complementar y mejorar.

Sabemos, en efecto, cuán alienante se ha vuelto el mundo. Estamos alienados, cada vez más y acaso sobre todo, del sistema político, privados de una participación significativa en él a causa de las mismas tecnologías que constantemente nos informan de su funcionamien-to interno. ¿Cómo podemos, en definitiva, votar por una imagen? ¿Significará algo en absoluto el nuevo mundo de agentes y avatares inteligentes? ¿Cómo puedo res-ponder electrónicamente a un pedido de opinión sobre un asunto político si no entiendo qué me piden que juz-gue? Responder esas cuestiones no es hacer luddismo.* Al contrario. Muchos tratan hoy de idear modos de ha-cer que las nuevas tecnologías mediáticas intervengan en el renacimiento de la política nacional y la estimula-ción de la política global. Están quienes ven en la inter-actividad de una red global la oportunidad de revivir las estructuras democráticas existentes y permitir a los individuos (si bien sólo a aquellos que tienen acceso a una terminal y saben cómo usarla y por qué) responder y tal vez incluso iniciar un diálogo con los líderes políticos y los gobiernos. Otros ven en estas mismas tecnologías una oportunidad de crear formas completa-mente nuevas de participación política, nuevas estruc-turas y nuevos tipos de (auto)gobernancia. Por otro la-do, hay quienes ven en el enorme alcance y campo de acción de los nuevos medios posibilidades significativas de clausurar las libertades y establecer una vigilancia económica y política sin paralelo. Estas alternativas, estas amenazas, estas cuestiones son, desde luego, demasiado importantes para dejarlas en manos de los tecnólogos o los políticos.

Otro tanto con la política del riesgo. Yen este caso los medios también son herramientas y problemas. Mi sensación es que todas las sociedades y todos los indivi-duos, a lo largo de la historia, tuvieron que enfrentarse

* Alusión al movimiento iniciado por Ned Ludd a fines del siglo XVIII en Gran Bretaña. Sus miembros propiciaban la destrucción de las máquinas industriales causantes, según sostenían, de la desaparición de su anterior modo de vida. (N. del T.)

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con el riesgo, y que en la experiencia de la vida cotidia-na hay pocos elementos para distinguir los supuestos riesgos generados por los excesos de la ingeniería bio-médica o el calentamiento global de los fracasos de las cosechas y las amenazas del diablo. Así como las socie-dades anteriores tenían sus chamanes, nosotros tene-mos nuestros lectores de noticias. Ha habido pocos trabajos concertados con la intención de comprender el papel de los medios en el manejo del riesgo, pero pese a ello su centralidad difícilmente pueda negarse. Un es-tudio que sí lo hizo (Turner et al., 1986) examinó la vida en la falla de San Andrés y reveló un ciclo delicadamen-te equilibrado de informe de riesgos y manejo de la an-gustia en las noticias y los asuntos corrientes. Informes sobre los últimos descubrimientos y predicciones «cien-tíficas» alternaban con desmitificaciones y otras estra-tegias tranquilizadoras, de tal manera que la cuestión nunca se perdía de vista pero tampoco se permitía que se escapara de las manos (es decir, hasta que realmente lo hizo, en 1988). La (nueva) política de los (nuevos) me-dios, como la antigua, debe entender su significación para la gestión y la seguridad de la vida cotidiana. Si queremos evitar una política de pánico, como la experi-mentada en el Reino Unido durante el episodio de la encefalopatía espongiforme bovina, es preciso que abordemos, de manera directa e insistente, la maqui-naria no sólo del gobierno, sino del contexto en el cual este actúa, y que a su vez lo limita. Es decir que, en asuntos de política pública y gobernancia eficaz, los me-dios son texto y contexto: en este punto, por fin, querría-mos tal vez tomar a pecho una versión de la sentencia de Marshall McLuhan de que el medio también es el mensaje.

Y otro tanto ocurre con las políticas de inclusión. ¿Cómo pueden utilizarse los medios para permitir la participación sin exclusiones en la vida política? En un mundo donde se alienta a las minorías, tanto objetiva como subjetivamente definidas, a apoderarse de su tiempo y su identidad, y donde se considera a los me-

dios, con igual frecuencia, como instrumentos cruciale para ambas cosas, ¿cómo evitar una política provincia-na y cuasi defensiva de autodefinición y egoísmo? ¿Có-mo evitar las que tienen puntos de vista compartidos o compartibles, o valores sólo referidos a sí mismos, como una especie de gueto cultural electrónicamente media-tizado, autogenerado y autosostenido? ¿Cómo evitar el rechazo del Otro y el de la conmoción y la responsabili-dad por el Otro en que terminará ineludiblemente esa guetificación? ¿Cómo tender un puente hacia la socie-dad del sector medio excluido, en la cual instituciones más o menos incluyentes, hasta hace poco coto del esta-do y entre las cuales se contaba de manera decisiva la radioteledifusión, desaparecen bajo las amenazas com-binadas de los mercados globales, el espacio mediático fragmentador y los intereses locales y minoritarios? ¿Cómo hacer que el desconocido se sienta en casa?

En las discusiones actuales sobre la (nueva) política de los (nuevos) medios mucho se habla de la constante necesidad de regulación: de los mercados, de la compe-tencia, del contenido, especialmente a la luz de la cre-ciente dominación de la industria global por un puñado de corporaciones multinacionales. El caso es convincen-te, al menos en lo que se refiere al mercado y la compe-tencia, aunque dificil de implementar, dado que los go-biernos nacionales no pueden controlar su espacio me-diático como creían poder hacer en otros tiempos, y no hay una estructura internacional receptiva dentro de la cual puedan acordarse políticas orientadas o bien hacia la regulación o bien hacia los derechos. En rigor, podría argumentarse que en un mundo de industrias editoria-les mediáticas, en contraste con la radioteledifusión, esa regulación sólo puede ejercerse sobre la base de la legislación antimonopólica existente, un tipo de legisla-ción aplicable a cualquier intento de monopolización en cualquier industria.

Pero en la (nueva) política de los (nuevos) medios hay algo más que debates sobre la regulación. Mi inten-ción es sugerir que la educación es igualmente impor-

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tante, y por educación, en este contexto, me refiero a conocimientos mediáticos. Todos necesitamos saber cómo funcionan los medios, y cómo leer y entender lo que vemos y escuchamos. Este es nuestro proyecto, des-de luego; puesto que quienes estudiamos los medios también debemos transmitir lo que aprendemos. Em-pero, dadas su ubicuidad y centralidad en la vida coti-diana, y su preponderancia para nuestro proyecto coti-diano de comprender el mundo en que vivimos, nada menos que eso servirá.

La política tiene que ser a la vez pensamiento y prác-tica. La política mediática no es una excepción. Tanto la política como los medios dependen de la confianza. Es-tudiamos los medios porque necesitamos entender cómo contribuyen al ejercicio del poder en la sociedad tardo moderna, dentro del sistema político establecido y fuera de él. Los medios tienen, ni más ni menos, la responsabilidad de hacer que el mundo sea inteligible. Puesto que sólo en su inteligibilidad el mundo y los otros que viven en él se tornan humanos. Y quienes es-tudiamos los medios debemos hacerlos inteligibles. Se trata de un proyecto que no es fácil ni cómodo. Pero nos consagramos a él con la esperanza de que, si ponemos un grano de arena en una ostra, la irritación causada por nuestra suposición se convierta, de cuando en cuan-do, en una perla.

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