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Primer Certamen de Cuentos Histórico-narrativos "Guadalajara monumental" 2010 Primer premio Laura Vallejo de Uña El misterio de la puerta blanca Menciones especiales Marta Martí Graullera El Palacio del Infantado Mirian Muñoz Hermosa Tras las puertas del Palacio de la Cotilla Lucía Suárez Moreno Las apariencias engañan

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Primer Certamen de CuentosHistórico-narrativos "Guadalajaramonumental"

2010

Primer premio

Laura Vallejo de UñaEl misterio de la puerta blanca

Menciones especiales

Marta Martí GraulleraEl Palacio del Infantado

Mirian Muñoz HermosaTras las puertas del Palacio de la Cotilla

Lucía Suárez MorenoLas apariencias engañan

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Ayuntamiento de Guadalajara - Concejalía deTurismo – Ciudad: 550 Aniversario

Cop. 2010

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El misterio de la puerta blanca

Primer premio

Laura Vallejo de Uña

En un lugar de Guadalajara está el Palacio delInfantado, en el mismo lugar que ocupaban las"casas principales" de Don Pedro González, primerMendoza alcarreño. Hacia 1480 el segundo Duquedel Infantado, Iñigo López de Mendoza, derribó lasantiguas casas de la familia y decidió construir unnuevo palacio por acrecentar la gloria de susprogenitores y la suya. En 1483 se completó lafachada, poco después el patio, y al finalizar elsiglo, el palacio ya estaba completo en suestructura básica. Al terminar el siglo XV elmonumento lucía en todo su esplendor degoticismo, de artesonados y de riquezas. Las trazasse deben a Juan Guas, arquitecto toledano.

En 1560 se casó en este palacio Isabel de Valoiscon el Rey de España Felipe II.

En 1569 el quinto Duque del Infantado inició unaserie de reformas dirigidas por Acacio de Orejónque tendían a equiparar el palacio con la residenciaque el Rey Felipe II estaba levantando en lascercanías de Madrid. Intentó conseguirlo poniendociertos detalles renacentistas en la fachada (abriónuevas ventanas, tapó las antiguas, desmochó los

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pináculos góticos), en el patio y decorando lostechos de los salones bajos con pinturas al frescorealizadas por artistas italianos que estabantrabajando en El Escorial. Se construyó también el"jardín mitológico" junto al palacio.

En 1700, Mariana de Neoburgo, última reinaconsorte de los Habsburgo españoles, se retiró dela vida pública en este palacio, donde muriócuarenta años después, en 1740.

En siglos posteriores los Mendoza abandonaronGuadalajara para marchar a la Corte quedando elpalacio abandonado. A finales del siglo XIX, el XVDuque del Infantado realizó una venta/cesión de lamitad del palacio al Ayuntamiento. Posteriormentela Casa Ducal y el Ayuntamiento lo cedieron alMinisterio del Ejército, que lo utilizó como colegiopara huérfanos de militares. En 1936 el palacio fuebombardeado y destruido. Tras la guerra, terminó lacesión al Ministerio del Ejército, y los propietariosdel Palacio, es decir, el XVIII Duque del Infantado(reservando una zona para vivienda y archivofamiliar) y el Ayuntamiento de Guadalajara,cedieron el Palacio a la Diputación Foral en 1961para realizar un gran proyecto museístico. Se iniciala reconstrucción y rehabilitación aunque su antiguoesplendor se perdió para siempre, como seperdieron los artesonados mudéjares, unos de losmejores del mundo.

Pero mucho antes de que todo esto ocurriese, enese curioso palacio de Guadalajara se fue a vivir lafamilia de los Fernández Gómez, formada por elmatrimonio del apuesto duque Luis Fernández yuna bella duquesa llamada Elena Gómez. Ambos

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tenían una hija de diez años llamada BeatrizFernández Gómez, más conocida como Bea. Beano es que tuviese muchos amigos, ya que apenassalía del terreno del palacio. Tenía un perro llamadoToby, que era su mejor amigo.

Bea jugaba por todas las salas del enormepalacio, excepto una. Estaba cerrada con trescerraduras bastante antiguas y la pintura blancacon ondas doradas estaba bastante desgastada.Sus padres le habían dicho que esa puerta estuvosiempre cerrada, que la intentaron abrir pero sóloencontraron una pista de cómo se podría abrir,aunque todavía Bea era demasiado pequeña parapoder averiguar cómo se abría esa puerta. A Beasiempre le había picado la curiosidad de saber quéhabía dentro y siempre que pasaba cerca, mirabafijamente las tres cerraduras de la vieja puerta,hasta que Toby salía corriendo hacia el final dellargo pasillo.

Poco a poco fue pasando el tiempo y Beacumplió los quince años. Fue entonces cuandodecidió que iba a ser investigadora profesional yque estaba dispuesta a vivir aventuras resolviendograndes misterios, empezando por el que másansiaba resolver: el de la habitación cerrada, queresultaba ser la más grande de todas las delpalacio.

Sus padres se dieron cuenta de que su hija ya notenía diez años y que estaba preparada paraaveriguar cómo entrar en la habitación cerrada. Elproblema era que las llaves estaban escondidas enlos lugares más remotos del Palacio del Infantado.Sus padres le enseñaron el acertijo que se hallaba

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inscrito en una de las paredes del palacio, y que,según ellos recordaban, siempre había estado allí.Advirtieron a Bea de que sólo habían encontradoese, que correspondía al enigma de la primera delas tres llaves.

Bea comenzó la búsqueda con el primero de lostres acertijos, que decía:

Rojas son, y en el jardín se encuentran, aunque no sonlo que piensas.

Lo primero que pensó era que sería seguramentealguno de los muchos tipos de flores que había enel jardín. El problema era que la gran mayoría delas flores eran de color rojo. Buscó durante variosdías entre las flores del jardín aunque no tuvomucho éxito, ya que sólo encontró una muñeca detrapo de cuando era pequeña, varios pendientes desu madre, a los que le faltaban partes y se habíanestropeado; y un hueso de Toby.

Casi se había dado por vencida cuando recordóla última parte del acertijo: “… no son lo quepiensas”, ¿qué querría decir? Lo descubriría al díasiguiente.

Estaba paseando con Toby por el jardín que sehabía recorrido de punta a punta pensando en elacertijo, cuando derepente Toby salió corriendo enuna dirección y se paró ladrandoescandalosamente. Lo curioso era que ladraba auna hiedra de color rojo. Se acordó del acertijo ypensó “¿Será cierto? ¿Será esta la respuesta alacertijo? Debo responder a mis preguntas.”

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Decidida, Bea rebuscó entre la rojiza y espesahiedra, tocó un objeto de metal frío que pesaba unpoco. Al sacarlo de la maleza, Bea observó que erala llave que llevaba días buscando y que por finhabía encontrado. La guardó en un joyero que teníaen su habitación para no perderla. Tranquila y feliz,Bea se fue a dormir tras un día en el que habíadado un gran paso hacía la repuesta de misterioque había en esa habitación a la que nadie habíaentrado jamás.

El día siguiente lo dedicó por completo a buscarel segundo de los tres acertijos que debía resolverpara encontrar las llaves que abrían la puerta queestaba cerrada. Buscó por las habitaciones másinaccesibles del palacio, aunque no obtuvo ningúnéxito. No recordaba ninguna parte del palacio en laque hubiese una inscripción con forma de acertijo.Se dio cuenta de que le faltaban unos tres lugaresen los que buscar: la entrada al palacio, elcampanario y el pasillo de la habitación misteriosa.Bea se dirigió corriendo hacia la entrada, ya que nose atrevía a ir al pasillo de la puerta misteriosa y ledaba un poco de pereza subir al campanario. Sobreella había un gran arco romano de piedradesgastada y musgo que había decidido instalarseallí. Como Bea sospechaba, en el arco seencontraba el segundo acertijo. Éste decía:

Muchos iguales, con contenidos diferentes, todos enuna sala, bajo España lo encontrarás.

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Bea no dejaba de hacerse las mismas preguntasante el arco con la curiosa inscripción “¿Qué querrádecir? ¿A qué se refiere este curioso acertijo?”. Alpoco rato comenzó a llover y Bea se fue a tomar unté para reflexionar sobre el curioso acertijo.

A la mañana siguiente, Bea pensó que eseacertijo no tenía explicación, ¿cómo iba a estar unallave en una sala del palacio pero a la vez estar dealgún modo bajo tierra? ¡No tenía ningún sentido!Estuvo comiéndose la cabeza pensando en quélugar del enorme Palacio del Infantado se podríaencontrar.

Decidió tomarse un descanso cerca de lachimenea de la biblioteca del palacio con un buenlibro en las manos. Se detuvo un rato y observó asu alrededor: estaba en una sala repleta de libros,todos de aspecto similar pero de contenidos muydistintos. Fue entonces cuando recordó el acertijo yse dio cuenta que había dado con la solución. Selevantó de su cómodo sillón y se dirigió hacia loslibros relacionados con España, hasta que dio conuno bastante antiguo titulado “La historia deEspaña”. Lo abrió y vio que no era un libro común,ya que estaba hueco y en su interior se encontrabauna llave idéntica a la que encontró en la hiedra.Con la segunda llave hizo exactamente lo mismoque con la primera: la metió en su joyero.

Bea tuvo que dejar durante un tiempo suinvestigación debido a que se acercaba el día de sucumpleaños y sus padres habían decidido hacer unbaile en el jardín en honor a Bea.

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Llegó la noche y Bea no conocía a nadie de lafiesta, todos eran personas muy importantes segúnsus padres, pero a Bea sólo le parecían personassin escrúpulos a las que sólo les importaba eldinero y su estatus social. No se estaba divirtiendopara nada y encima habían encerrado dentro aToby, que era el único con el que le apetecía pasarsu cumpleaños.

Al día siguiente, Bea retomó su investigación yse dispuso a buscar el último y definitivo acertijo. Alhaber buscado el anterior durante mucho tiempo,tenía la ventaja de saber dónde no iba a encontrarnada. Sólo le faltaban dos lugares en los quebuscar, uno de los cuales era el de la puertablanca, que fue el primer sitio donde creía quepodía encontrar cualquier pista.

Se dedicó a examinar milímetro a milímetro laenigmática puerta hasta que se dio cuenta de quela inscripción, efectivamente, se encontraba en esavieja puerta blanca. En el marco de la vieja puertahabía una inscripción algo borrada en color oro. Elúltimo enigma decía lo siguiente:

Un gran estruendo provocan, lo que buscas seencuentra en su boca.

No había ninguna duda, esta vez si que se tratabadel campanario ya que sólo quedaba esa opción debúsqueda. Se hizo de noche, por lo que Bea tuvoque aplazar su última búsqueda.

Al día siguiente, Bea subió al campanario convarios trapos, ya que las quince campanas delcampanario estaban cubiertas de polvo, lo cual leimpedía encontrar la última llave. Con gran

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entusiasmo, Bea se puso a limpiar enérgicamentetodas y cada una de las campanas, hasta que sóloquedó la más grande. Cuando la terminó de limpiar,se fue a comer.

Tras haber terminado de comer, se dirigió ainspeccionar la última campana. Observó que en elbadajo había una especie de compartimento en elque ponía:

Sigue tu instinto y encontrarás la llave correcta.Bea abrió el compartimento. Para su sorpresa, en élhabía cinco llaves de tamaños similares. Beapensaba “Genial, lo que me faltaba: yo que estabaa puntito de resolver el misterio, y aparece otropequeño enigma. ¿Cuál de todas estas será?”.Guardó las cinco llaves apartadas de las otras dospara no confundirlas y acabar con su investigación.

La mañana siguiente, Bea quería despejar sumente un poco del caso, así que se fue deexcursión a un bosque cercano, ya que hacía buentiempo y en él había un lago con una cascadapreciosa. Se llevó a Toby y se dieron un refrescantebaño antes de comer el picnic que había preparado.Se llevó además las cinco llaves por si acaso allíaveriguaba algo, pero ni las sacó de la cesta delpicnic. Se tumbó en el suelo y reflexionó un ratosobre qué podría haber en esa habitación, perollegó Toby y le dio varios lametazos, lo cualsignificaba que quería jugar.

Tras una tranquila tarde, Bea y Toby regresaronal Palacio del Infantado a la hora de la cenafamiliar, donde comieron pavo en salsa con

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verduras variadas y de postre tomaron té conbizcocho y pastitas.

Llegó el día de retomar la investigación yterminar con ella. Se despertó con ánimo muypositivo. Tras terminar el desayuno, se dirigió haciasu cuarto para cambiarse y sacar todas las llaves,dejando las autenticas a cierta distancia del restode llaves para no confundirlas. Las examinó todas,una por una para fijarse en la mayor cantidad dedetalles posible. De las cinco llaves, descartó tresya que eran demasiado pequeñas o demasiadonuevas para la cerradura de la puerta.

Cogió las dos llaves restantes, una en cadamano, y las comparó con las llaves que sícorrespondían a las dos primeras cerraduras. Viociertas similitudes entre ellas, pero se fijó en que lasautenticas tenían una especie de mensaje escrito:

Abre la puerta… que te llevará…Se detuvo a leer detenidamente varias veces elmensaje y buscó el final de la inscripción en lasotras llaves hasta que dio con el final en una deellas:

…a la habitación cerradaFeliz de haber encontrado la tercera y última llave,Bea se dirigió corriendo hacia la puerta blancacerrada. Corrió tan rápido que se tropezó con Tobyy casi se cae encima de él.

Cuando llegó a la puerta, estaba tan nerviosa eimpaciente que le temblaban las rodillas (lo que erabastante raro en ella).

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Las tres llaves encajaban a la perfección. Al abrirla puerta, chirrió un poco, lo cual le resulto muydesagradable. Encendió una serie de velas medioconsumidas que había en la habitación. Todoestaba sucio y polvoriento, pero se distinguíanperfectamente cofres medio abiertos con uncontenido reluciente. No se lo podía creer: ¡Habíaencontrado un tesoro!

Había más de treinta cofres repletos de oro yjoyas de un valor incalculable. En las paredestambién había mapas y textos en una lengua muyantigua que todo el mundo desconocía hasta esemomento.

Bea dio saltos de alegría tan fuertes que levantóuna capa de polvo. Estornudó y fue corriendo paradarles la grandiosa noticia a sus padres, que a esahora se encontraban en la biblioteca leyendo unlibro y tomando el té de las cuatro.

Los padres de Bea se sobresaltaron y a sumadre se le cayó la taza al suelo armando un granjaleo. Bea lo recogió rápidamente y les llevó haciala sala del tesoro.

Sus padres se quedaron de piedra al ver lo quecontenía la habitación. Decidieron no hablar a nadiedel enorme tesoro que escondía el Palacio delInfantado. Usaron una pequeña parte del tesoropara pequeños caprichos, pero para nada más...

Fallecieron los padres de Bea y ella decidiómarcharse del palacio, pero no sin cerrar lahabitación y llevarse una de las llaves. Las otras lascolocó donde las había encontrado. Bea guardó el

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secreto eternamente, llevando siempre consigo suúnico recuerdo del tesoro: la tercera llave.

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El Palacio de los Duques delInfantado

Mención especial

Marta Martí Graullera

Sé que el Palacio del Infantado en Guadalajara,fue construido por una familia muy antigua, losMendoza; y que a lo largo de la historia, ocurrieronen él muchas cosas que no sabemos si son ciertaso no, porque el tiempo las oculta o las convierte enleyenda

Cuentan que doña Ana era una niña de treceaños cuando su padre, don Pedro, la prometió enmatrimonio a un duque vecino que quería que fuesesu aliado y que era mucho mayor que ella. Tuvieronque esperar unos años hasta que la niña creció yse casaron en Sigüenza. El duque, don Enrique,tenía un hijo de un anterior matrimonio, pero queríatener más hijos. Después de varios años, al ver queno podían tener otro hijo, el duque la apartó de sulado y continuó su vida de lujo y se dedicó a cazar ya dar banquetes.

El hijo de don Enrique que se llamaba Fernando,se enamoró de doña Ana, pero no lo decía portemor a su padre y aunque le veía llorar y ser infelizle miraba a escondidas y deseaba decirle que la

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amaba; pero el duque celoso no le dejaba salir desus habitaciones y no le dejaba ver a nadie.

Un día en el jardín, Fernando se encontró conAna y comenzaron a hablar. Él se dio cuenta deque la quería más cada vez que ella hablaba y legustaba su dulzura y le daba pena que estuvieseasí, tan joven y obligada a vivir como una viuda.

Día tras día, en esos encuentros se hicieron másfrecuentes, hasta que un día Fernando le confesósu amor y le pidió que se fuesen juntos lejos delPalacio para empezar una nueva vida. Ella le dijoque no podía, que estaba obligada por la ley, por laiglesia y por respeto a su padre a cumplir aunqueno le gustase, pero Fernando no se rindió y siguióinsistiendo día tras día.

Ella era muy desgraciada porque su marido no lehacía caso pero tampoco le dejaba marchar paraempezar una nueva vida. Así que un día, despuésde pensarlo mucho, decidió aceptar lo que decíaFernando y prepararon todo para escapar juntosmuy lejos, donde el duque don Enrique no pudieseencontrarles.

Muy temprano huyeron del palacio, por unapuerta trasera y acompañados de la nodriza dedoña Ana, hacia el Norte, donde Fernando teníaamigos que les darían casa y comida, y lesayudarían a encontrar una casa donde vivir lejos detodo lo que no querían.

Viajaron durante cuatro días y cuatro noches,casi sin descansar hasta que llegaron a Zaragoza,donde encontraron a sus amigos que les llevaron auna casita en el campo donde se instalaron.

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Allí vivieron felices, empezaron una nueva vida ytrabajaron sin que nadie supiera que eran hijos depersonas muy importantes y un día, Ana le dijo aFernando que iba a tener un hijo.

Mientras tanto, el duque don Enrique habíaenviado soldados para encontrarlos y día tras día ynoche tras noche, buscaron por todos los pueblos yciudades.

Mientras tanto, pasaron los meses y Ana dio aluz a un niño muy hermoso al que llamaronRodrigo. Como vivían en el campo a los soldadosno se les ocurrió buscar allí, hasta que un díapararon a comer algo en un pueblo cercano.

Allí, hablando con el tabernero, se enteraron deque hacía más o menos un año que había venidouna pareja joven a instalarse en una granja de lasafueras y por el tiempo que hacía y los rasgos delos jóvenes, pensaron que podrían ser ellos.

Se acercaron a la granja para comprobarlo perosólo estaba Ana y el niño. Al preguntar, ella se pusonerviosa y tartamudeó, hasta que uno de lossoldados la reconoció y dijo que era la mujer delduque. Así que la cogieron y se la llevaron.

Cuando Fernando volvió de una aldea cercana,se dio cuenta de lo que pasaba y montó en sucaballo y les siguió, hasta que los vio de lejos y lesgritó que se detuviesen. Ellos pararon y le dijeronque el duque les había enviado a buscarlos y adetenerlos por engañarle pero que no queríanhacerles daño y que su padre quería que volviesen.

Pero Fernando les dijo que nunca volverían yque deseaban vivir en paz con su hijo, lejos de su

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malvado padre, así que sacó su espada y atacó alos soldados. Uno de ellos, como eran más, le hirióy cayó del caballo. El jefe de los soldados bajó desu caballo y comprobó que estaba muerto y selamentó porque habían matado al hijo del duque.Pero siguieron el camino y llevaron a Ana y a suhijo al palacio.

Al llegar al palacio, el duque se enteró de lamuerte de su hijo y se quedó blanco. Lloró delantede todos y preguntó quién era el niño que venía consu esposa. “Es hijo de tu hijo” le dijeron. Pero elcontestó que era imposible, que aquella mujer nopodía tener hijos y que no podía ser nada suyo.

Así que mandó que el niño fuera entregado a losfrailes de un convento cercano para que lo criaseny que a su mujer, Ana, la encerrasen en unahabitación del palacio donde pasaría el resto de suvida sin ver a nadie.

A todos les pareció muy cruel lo que hacía elduque, pero nadie dijo nada por temor y Ana pasódos años encerrada sin ver a nadie hasta que elduque, por temor a que alguien le dijese que hacíamal, mandó darle un veneno para que muriese y nole causase más problemas.

Y dicen que desde entonces, se oye por la nocheun gemido en los jardines del palacio y que es doñaAna que llora por la felicidad que nunca le dejarontener.

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Tras la puerta del Palacio de laCotilla

Mención especial

Mirian Muñoz Hermosa

Todos los días, para ir al instituto, pasaba por elPalacio de la Cotilla. Pero nunca me imaginé quesería un lugar tan… ¡Increíble!

Ese día, estaba casi dormida. No iba con muchailusión, tenía un examen. Cuando pasé por lapuerta, me fijé que había alguien que se escondía.Era un chico que debía de tener mi edad, más omenos, y llevaba una ropa bastante rara. Meacerqué.

– ¡Hola! Me llamo Nica, ¿y tú?– ….– Eh… ¿A qué instituto vas?– …– Porque vas al instituto… ¿no?– …– Vale…– …– Bonita ropa… ¿de dónde la has sacado?

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– …(Tras varias preguntas sin respuesta.)– No parece que seas de por aquí…– …– ¿De dónde eres?–Ni siquiera hubo un silencio. Me miró fijamente y

después salió corriendo. Sentí que debía seguirle, yle seguí. Entramos en el palacio, subimos lasescaleras, mientras la gente nos miraba de unaforma rara, hasta que llegamos a un piso en el queno había nadie, y había una gran puerta. Estabaabierta, nos invitaba a entrar.

– ¿Por qué venimos aquí?– …No esperaba respuesta…entramos en la sala.

Era preciosa. Tenía unos dibujos chinos muy raros.El extraño chico se sentó en una esquina. Intentéen vano que me dijera algo, y después de un buenrato, cuando me canse de hablar sola, me puse aadmirar los dibujos. Me acerque…TANTO…que medesmayé y…

(Después.)¿Dónde estaba? Mire a mí alrededor. Habíamucha gente. Parecían muy ajetreados, y noparecía que se hubieran fijado en mi presencia.

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El chico poco hablador…había desaparecido. Mepuse muy nerviosa. Me puse a correr, le busqué,grité, y nadie me hacía caso. Entonces, me dicuenta de dónde estaba.– No te asustes…– ¿Quién eres? -pregunté.– Soy yo…– Miré…era el chico al que buscaba.– ¿Cómo…? –dudé.– Tengo mucho que explicarte -me dijo el chico.– Ya lo creo…Yo ya sabía dónde estábamos… ¡EN LOS

DIBUJOS DE LA PARED! Lo que no me explicabaera cómo podía ser posible. Comenzó a revelar:

– Bueno…todo empieza hace dos siglos. En elPalacio de la Cotilla, fue decorada la gran salanoble con un extraño papel chino. Nunca se supoquien lo había hecho, ya que lo habían comprado aun extraño mercader. Al principio, no pasaba nadacon el extravagante papel de arroz. Pero al poco,en el pueblo empezaron a desaparecer niños yniñas. Yo fui uno de ellos.

– ¿Y cómo es que estabas fuera, en la puerta?–pregunté.

– No sé cómo, exactamente hace dos semanas,salí. Pero ya no era el mismo lugar. La gente vestíade una forma rara.

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– …Ya…-interrumpí.– Y no parecían reconocerme. Fui a mi casa,

pero ya no estaba y había una casa muy grande dela que salían personas…

– …casa grande de la que salen personas…vale… -volví a interrumpir.

– Entonces…si ya no haces más comentarios…sigo… -me dijo.

– Claro, claro -contesté.– Como no sabía qué hacer, ayer me quede en

la puerta, hasta que llegaste tú, pero estabaasustado como para contestarte. Tanto, que salícorriendo hacía la sala. Me estuviste preguntandocosas…y cuando te cansaste, te acercaste a lapared, ¡y abriste un portal!

– ¿…un portal?– Sí. Cuando entre yo, se cerró de repente, y no

sé cuando se volverá a abrir…– ¡Pues ya estas tardando! -le grité- ¡Yo no me

quiero quedar dos siglos metida en este sitio!– Tampoco es tan malo, hay más gente como

nosotros.– Me da igual. Si tú ya no quieres volver, no es

mi problema. Yo aún tengo familia.– No os he dicho aún que soy una bocazas. Es

de suponer…que el chico salió corriendo. Siempre

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huye… Cuando le encontré…estaba llorando(según él, no):

– Lo siento…no quería decir eso…– …– De verdad…que hablo sin saber…– …– Si quieres…puedes venirte conmigo…porque

no querrás vivir aquí para siempre… ¿verdad?– ¿Contigo…?– Claro. Ya buscaré una escusa para que te

quedes en mi casa…pero eso ya lo arreglaré luego.(Su cara cambió repentinamente.)– ¡Vale!– ¡Bien! Bueno, lo primero, es descubrir cómo

salir de aquí. – Pues…Está claro que hay momentos en los

que se abren los portales. Tal vez…si nosacercamos…o…no sé…

– Aquí hay gente que llevará mucho tiempo yque también sabrá cosas ¿no? Pues con nuestras“pistas” y la de la gente de aquí, descubriremosalgo más.

– ¡Buena idea! – Oye…antes una cosa…¿Cómo te llamas?– Llamame Adel.

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Había realmente muchas personas…se dice quese han contado…380 figuras humanas, aunqueconmigo, serían 381. Encontramos soldados, unosa pie y otros a caballo, mujeres lavando, niñosjugando, y también en el colegio donde el maestroles enseñaba a leer los caracteres chinos, ancianosdando consejos… ¡Perfecto! ¡Seguro que ellossabrían algo!

– ¿Cómo vamos a hablar con ellos? -me dijoAdel.

– Pues… ¿tú no sabes chino…? -le pregunté.– Claro que no.– Pues entonces…alguno de tus amigos

sabrá…– ¡Sí! Espera.

Adel habló con uno de sus amigos. Luego, suamigo, habló con uno de los ancianos. Cómocomprenderás, yo no entendí nada.

(Después de la interesante conversación enmandarín.)

Bueno, ¿qué le ha dicho el anciano a tu amigo?-le dije a Adel.

– Pues son buenas noticias. Esta misma noche,se va a abrir un portal nuevo.

– ¡¿Sí?! ¿Y eso?– Pues…por que han pasado dos siglos exactos

desde que pusieron el papel en la pared.

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– ¿…y cómo lo abrí yo? ¿y tú…?– No lo sé…es muy raro…pero da igual, ¡lo

importante es que nos podemos ir de aquí!– No había pasado ni un día, pero parecía que

habían pasado…dos siglos. Estaba impaciente.– Bueno, nos vemos en el otro lado, Nica -me

dijo.– Si -le conteste.Entonces…se abrió el portal. Adel me empujó…y

me desmayé. Otra vez.(Después.)

– Nica…– ¿Adel? ¿Eres tú?-dije-.– ¿Quién es Adel? ¿Nica estás bien?– Eh…– Soy mamá.– ¿Y dónde está Adel? ¿Y los chinos?– Cariño, creo que tienes fiebre.– No…– ¿Seguro? Pues entonces prepárate para ir a

clase.– Vale...No sé qué había ocurrido exactamente. No podía

haber sido un sueño…y si lo había sido…era muy

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real. Llegue a clase. Me preparé para hacer elexamen.

– ¿Nica, qué haces? -me dijo una amiga.– Hay examen… ¿no?– No, Nica…fue ayer… ¿no te acuerdas?– Sí…sí…Llegó la profesora.– Hola chicos. Os voy a presentar un

compañero nuevo. Se llama…Era él.

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Las apariencias engañan

Mención especial

Lucía Suárez Moreno

Mis vacaciones del verano de 2010 son las queestán relatadas en estas cuantas páginas quetienes entre tus manos, aunque posiblemente senecesitaran muchas más para poder explicar contodo detalle lo que para mí significaron.Todoempezó hace dos años, cuando tenía doce. Al finalizar el curso, mis padres tuvieron conmigouna de esas largas y aburridas conversaciones delas cuales tan sólo se saca una simple idea quehubiera sido mejor discutir directamente, sin perdertanto tiempo. En este caso querían hablar acercade los comentarios de los profesores que figurabanen mis notas, aunque lo cierto es que en mis notaseran francamente buenas, exceptuando gimnasia,claro.

Yo era un niño más bien rellenito, adicto a lalectura y a la informática. Y esa era la cuestión.Según ellos, y mis profesores, yo no tenía amigos.Bueno, sí que tenía, sólo que mis padres no losentendían como tales. No necesitaba quedar conellos, estábamos constantemente conectados porinternet, chateando o jugando “on line”. Y si

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quedábamos alguna vez, era para jugar al fútbol enla “Play”, por supuesto.

Así que todo el sermón era porque mis padreshabían decidido enviarme a pasar el verano ni másni menos que con mi tía abuela, la tía Enma, quevivía en Guadalajara. Una ciudad, según yo ladescribí al verla en el mapa, como en el fin delmundo. Yo era de Barcelona, por lo que aquello eramás bien lejano para mí.

Lo increíble es que yo apenas conocía a la tíaEnma, porque casi nunca venía a vernos. Y, ya nodigo, ir nosotros a Guadalajara, aquella ciudaddesconocida para mí.

Más, no creáis, que aquello no era lo peor. Podíasobrevivir un par de meses metido en unahabitación y con la puerta cerrada. Lo peor era queno podía llevar ninguno de mis “cacharros”. Vamos,que tendría que olvidarme de móvil, consolas yordenadores durante todo el verano. Así, segúnellos: “Ya haría nuevos amigos”.

El viaje se me hizo largo, muy largo…, no sólopor la distancia, si no porque, además, yo hice todolo posible por retrasarlo. La verdad…, no teníaninguna ilusión por llegar. Aquellas iban a ser laspeores vacaciones de mi vida. Pero en algúnmomento u otro habría que llegar, y llegamos, y,por supuesto, nadie dio su brazo a torcer, pormucho que insistí. Me quedaría con la tía Enma.

Entramos a la ciudad por la antigua carreteranacional y lo primero significativo que pasamos fuela estación de tren, luego atravesamos un puentede diseño moderno desde el que se veía otro

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formidable de piedra de aspecto medieval. Al seguirsubiendo en la misma dirección dejé de prestaratención a mi alrededor sumergido en misrazonamientos. Cuando alcé la vista me encontrécara a cara con un impresionante edificio degrandes dimensiones y bellamente decorado, elPalacio del Infantado. Jamás me lo hubieraesperado aquí. Lo había visto en fotos en muchoslibros y siempre me había gustado, pero no sabíaque estuviera en Guadalajara. Supuse que, si teníaun edificio así, en el pasado debió ser una ciudadde gran importancia.

La tía Enma vivía cerca del palacio y era y esuna persona muy agradable, aproximadamente demi estatura y muy delgada. Parecía una muñeca deporcelana. Pero ya sabéis lo que dicen: no hay quefiarse de las apariencias. Nada más pasar un parde días con ella me di cuenta de que, aunque eramuy cariñosa y alegre, tenía una personalidadsegura y decidida, con una capacidad de convicciónincreíble.

Al llegar a su casa, lo primero que hice fueinstalarme en el que sería mi cuarto por unascuantas semanas. Y aunque no había mucho quecolocar me llevó toda la tarde, hasta las nueve.Bajé para ver si íbamos a cenar. Efectivamente, lacena ya estaba casi lista. Ayudé a colocar la mesa,aunque casi nunca lo hacía en mi casa. Aquí eradiferente, me sentía verdaderamente acompañado,comprendido, y apenas había cruzado unaspalabras con mi tía. La tía Enma ya me habíacalado, sabía que yo no deseaba estar allí e

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intentaba animarme en su silencio. Lo tuve quereconocer, era una persona muy curiosa.

Esa noche apenas pude dormir. Por la mañanadebía tener un aspecto horrible. Durante eldesayuno la tía Enma habló por todo lo que nohabía hablado durante la noche anterior. Mepreguntó sobre mis gustos, mis aficiones… Parecíaque me examinaba. Al saber que me gustaban losordenadores, sintió no poder ofrecerme uno, peroen cuanto a la lectura me sacó un montón de librosacerca de la historia de la ciudad. Me habló muchode la gente, de qué sitios había y, sobre todo, medijo que me presentaría a unos vecinos que teníanhijos de mi edad, y seguramente ordenador, pensé.Me había olvidado de decirles a mis amigos dóndeestaba y por qué no podían contar conmigo en todoel verano.

A mediodía tía Enma me ordenó que me vistiese.Parecía haber decidido que yo tenía que conseguirun ordenador cuanto antes, aunque pronto entendíque no era por el ordenador. Íbamos a ver a losvecinos.

Nos recibió una chica de unos quince años deedad, morena, de pelo largo y bastante más altaque yo. Nos invitó a pasar. El recibidor no era muygrande, pero tenía un aspecto acogedor, había unaalfombra muy antigua sobre un suelo de parqué.Las paredes eran de un tono amarillento y estabanrepletas de fotos y cuadros. Del techo, muy alto,colgaba una gran lámpara que parecía más bieninestable. También al lado de la puerta de entradahabía una mesita de caoba sobre la cual seencontraba la foto de la familia, por la que supuse

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que la pareja tenía tres hijos. La chica que nosrecibía era la mayor. La tía Enma pasó por unapuerta hacia la derecha al salón. Allí esperaba lamadre. Se besaron y sentaron juntas y, después desaludarme a mí, pidió a la chica que me presentaraa los demás.

Acompañe a la chica, que se me antojó bastantetímida, por un largo pasillo al que se accedía porotra puerta del recibidor. A sus lados estabandispuestas las distintas habitaciones. Entramos enla tercera. Allí estaban un niño de mi edad y unaniña pequeña, como en la foto.

– Hola – dijo el chico secamente, sin dejar demirar al papel que leía.

– La niña pequeña se me acercó. – ¡Hola! ¿Quién eres? –dijo.– Soy Jaime – respondí-. Soy de Barcelona.– ¡Qué guay! Yo soy Eva y ese aburrido de ahí

es Marcos mi hermano.– Hola Marcos – dije. No respondió.Eva era muy animosa y sociable a pesar de ser

tan pequeña, así que nos convenció para jugar conella, mientras su hermana mayor desaparecía sinhaber pronunciado una sola palabra. Después meenteré de que se llamaba Beatriz.

El aspecto de Marcos era poco original, llevabauna camiseta muy larga y los pantalones caídoscon unas zapatillas anchas. Su pelo era castañoclaro, casi rubio, a diferencia de sus dos hermanasmorenas, y lo llevaba corto con una cresta. Sus

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ojos, transparentes como una botella de agua, temiraban y escrutaban midiendo cada movimientoque hacías. Durante el juego pude descubrir queello le divertía.

Cuando la tía Enma me vino a buscar al cuartoya no estábamos jugando, sólo hablábamos.Marcos había dejado a un lado su aparenteaislamiento inicial y se mostraba abierto, riendo ycharlando conmigo y su hermana. También legustaban los ordenadores, pero aunque suene algopresuntuoso, yo sabía más que él. Yo le contécosas de Barcelona y de su gente y él me habló de“Guada”. También hablamos del colegio, de lasasignaturas, de los compañeros, de los profes, delos videojuegos, de las películas, de libros y comics;en fin, de lo que hablan dos chavales de doce añoscuando acaban de conocerse. Me caía bien.

Me despedí, no sin sentirlo, de él y de Eva, queandaba correteando alrededor nuestro, con el queparecía ser su habitual carácter. Beatriz tambiénpasó a despedirse, ya que había estado las doshoras sumergida en su habitación.

Estuve realmente poco tiempo, no llegó al par dehoras, y lo cierto es que se me hizo muy corto.Todo lo bueno termina para que pueda empezaralgo mejor.

Sinceramente, me lo había pasado bastantebien. Algo que creí iba a ser una pesadilla se habíaconvertido por unos momentos en una maravillosaforma de pasar el rato. Creo que hacía muchotiempo no me sentía así.

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En el trecho que había de su casa a la de la tíaEnma, ésta permaneció callada. En mi opinión, meobservaba, creo que tenía curiosidad en sabercómo lo había pasado. Mientras pensaba en ello,me di cuenta de que iba muy serio, no por nada,sólo era mi forma de ser. Así, que para demostrarque sí me había gustado intenté esbozar una levesonrisa. No creo que me saliese muy bien, pero ellapareció aliviada.

– Bueno, ¿qué me dices? ¿Te has divertido?-preguntó.

– Muy bien, son majos –respondí tontamente.– Lo sabía –susurró. – ¿Te han prestado el ordenador? –preguntó.– ¡Anda! –dije- Se me había olvidado por

completo.– No importa, ya volveremos otro día. Ana, su

madre, me ha dicho que casi todos los amigos deMarcos no están porque se van de campamentos oa sus pueblos. Así que le puedes llamar para que teenseñe la ciudad.

– Claro –dije algo sorprendido. Eso no me loesperaba pero, daba igual, yo no le llamaría. Yo nosoy tonto, seguro que a él le decían lo mismo.

– Sí, estaría bien –añadí.– Cuando regresamos, subí a mi cuarto, donde

pensativo me tumbé mirando al techo al mismotiempo que miraba las grietas y fisuras que

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posiblemente se habían ido abriendo con el pasodel tiempo. Pensaba lo bien que estaría que Marcosme llamara. Sí, no estaría nada mal…

Al cabo de veinte minutos bajé a comer. Era algotarde, así que devoré mi plato con rapidez.Después de la comida me quedé algo amodorradoen el sofá viendo la tele y esperando en mi interiorque sonara el teléfono. Aunque si me lo hubieranpreguntado en ese momento lo hubiera negadorotundamente.

No llamó ese día, ni el siguiente, ni el otro. – Peor para él –pensé. Él se lo pierde.

Al cabo de casi una semana cuando ya me habíamentalizado para salir de mi cuarto sólo en caso denecesidad, sonó el teléfono. Nunca lo hubieraesperado, y menos cuando la tía llamó a mi puertadiciendo que era para mí; supuse que era mi madrepara preguntarme qué tal estaba. Abrí el cuarto ybajé, tomando el auricular, bastante viejo ydescolorido, por cierto. Parecía de museo, no seoía muy bien.

– Hola, Jaime –dijeron al otro lado del teléfono.– Hola… -respondí, aún sin reconocerlo.– Pasaron unos instantes en los que nadie dijo

nada.– Hola –repetí. ¿Quién es?– Soy Marcos, es que voy a dar una vuelta por

ahí, porque me aburro, y, como no conoces la

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ciudad, te llamaba por si querías que te laenseñase un poco.

Mientras Marcos me decía esto podía oír a sumadre por detrás susurrándole e insistiéndole enello.

Por supuesto que no me iba a negar. ¡Puede quehasta me enseñara una tienda de videojuegos!

– Vale –le dije.- Te espero en la puerta de mitía.

Me vestí rápidamente y bajé, aunque tuve queesperar un poco. Cuando llegó, llevaba la quedebía ser su habitual vestimenta e iba acompañadode Eva, a la que debíamos dejar en casa de unfamiliar.

Atravesando varias calles llegamos a la calleMayor. La remontamos, ya que contaba con unapequeña pendiente. No había mucha gente a pesarde que ya eran las seis de la tarde, supuse que lacausa sería el calor, que era realmente mortal.Mientras subíamos pude ver algunos comercios, laadornada portada de una iglesia sobre una paredde ladrillo antiguo enfrente de lo que llaman la plazadel Jardinillo, donde estaban colocadas unas sillasde terraza. Para mis adentros pensé que ni loco mesentaría allí, a pesar de que había algunas parejasde insensatos, pues hacía un sol de justicia.Alrededor de la plaza también se encontraba unacasa señorial, el edificio del Banco de España y elde Hacienda. Continuamos subiendo en la mismadirección muy despacio y buscando las sombras,allá donde las pudiera haber, mientras Eva no

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paraba de contarnos lo mucho que echaba demenos a sus amigos, las buenas notas que habíasacado a final de curso, así como todo lo que se leocurría en el momento, lo cual no era en absolutorelajante. Seguimos andando por este segundotramo de la calle hasta llegar a la casa de sus tíos,encima de una pequeña librería, cerca ya de laplaza de Santo Domingo, dominada por el enormearco de la portada de San Ginés. La dejamos allí, ynos quedamos dando una vuelta y charlando,mientras tomábamos un helado a la sombra de losárboles del parque de La Concordia.

Sobre las nueve recogimos a su hermana ydecidimos esperar un poco antes de volver a casa,pues ya no hacía tanto calor. Recorrimos la calleque circunvala el parque hasta llegar a una rotondadonde hay una fuente enjaulada. Allí, Marcosdecidió que subiríamos hasta “el fuerte” paraenseñármelo, con lo que se refería a la vieja Iglesiade San Francisco y las instalaciones militares quela rodean.

Subimos una escalinata y nos internamos en elrecinto. No había un alma. Marcos avanzó hasta lapuerta de la Iglesia y al darse cuenta de que noestaba cerrada me invitó a asomarme, pues insistíaen que debía verla por dentro.

Yo no lo tenía tan claro, no creí que estuvierabien, pero, como me suele pasar en esasocasiones, hice de tripas corazón y los seguí, yaque Eva no parecía tener inconveniente.

Dimos unas cuantas vueltas hasta que nuestrosojos se habituaron a la penumbra. Observé

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sorprendido los altos techos de su única nave, labelleza de sus proporciones y la magnífica bóvedasobre el coro. Cuando íbamos a regresar ya,descubrimos una bajada de escaleras. Para sersincero, aunque me cueste reconocerlo, yo estabamuerto de miedo, aunque pude comprobar que erasin motivo.

– ¡En qué hora! –pensé.– ¡Eh! Jaime, ven a ver esto.- Me llamó desde

abajo Marcos. – Esto mola mucho - dijo.Eva bajó conmigo, pues, aunque no tenía miedo,

aquello le causaba un cierto respeto. Los escalonesno terminaban nunca. Entramos en un ambientepolvoriento, y aunque apenas hubiera luz, Marcos yyo nos habíamos percatado de que se trataba deunos enterramientos, posiblemente de algunafamilia importante de la antigüedad.

– Venga, vámonos. Que aquí no se ve nada-dije.

– ¡Espera! No seas gallina. Podemosiluminarnos con mi móvil –dijo Marcos.

Dimos un par de vueltas medio a tientas hastaque Eva, que había permanecido callada duranteun buen rato, gritó:

– ¡Algo se ha movido!– Eva,… déjalo ya. Intento leer lo que pone

aquí… -dijo su hermano.

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– ¡De verdad! ¡Allí! ¡Ven, míralo! –dijo Eva,tirando de la ropa de su hermano.

– No seas pesada…, ya voy –accedió Marcos.– Nos acercamos al sitio que señalaba.

Aparentemente sólo era uno de los adornos de unlado de la pared.

– Ves, tonta. No hay nada… -dijo Marcos,volviéndose a concentrar en las inscripciones quese empeñaba en descifrar.

Pero yo continúe palpando en la oscuridad lapared que había indicado Eva. Lo había visto en unmillón de videojuegos, pero, nada, allí no pasabanada. Ya me hacía yo ilusiones, pensé. De pronto,oí un ligero e imperceptible ¡click! a mis espaldas,donde hacía un momento estaba la pared quehabía estado tocando, ahora había un hueco,dentro del cual había algo que parecía una llave. Lagiré, y sentí como, a mi lado, una losa del suelo sedesplazaba. Eva y Marcos también lo oyeron.

– Pero, ¿qué has hecho? ¡Eh! Si se puede bajar– dijo Marcos.

– No bajes Marcos, es peligroso –exclamó Evaangustiada.

– No pasa nada, hay una escalera.– ¡No! ¡No! Se lo diré a mamá.– Tú cállate y déjame en paz.– Marcos siguió bajando.

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– No pasa nada, –repitió– la escalera es sólida.Intentad seguirme, que ya Ilumino yo con estetrasto.

Yo apenas podía articular palabra, me agaché yme introduje poco a poco por el hueco. Eva seapartó, negándose a acompañarnos. Sentí como sibajásemos unos diez metros por una especie detúnel vertical algo mugriento y con un olorespantoso, debido posiblemente a la humedad.Antes de terminar de recorrerlo, el móvil dejó deiluminar.

– ¡Porras! Se ha apagado. Hay que salir deaquí.

– Oye, por cierto, ¿qué hora es?– Ni idea, pero no creo que sea muy tarde.– Eva, ¿sigues ahí?– ¡Sí! ¿Habéis encontrado algo?– No, nada en absoluto. Ya subimos.

La subida se nos hizo mucho más larga sin luz yempezábamos a notar el frío, que debido a lahumedad, nos empezaba a entumecer los dedos.Volvimos por los empinados escalones de la criptay a tientas salimos de la nave de la iglesia. Ya sehabía hecho de noche. Era algo más tarde de loque creíamos.

Al despedirnos quedamos en reunir el materialnecesario para la próxima expedición a la cripta.Yo, por mi parte, trataría de informarme sobre lahistoria de la iglesia y las tumbas. Me vendrían muy

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bien los libros que la tía Enma me había prestado yque había dejado bajo la cama de mi habitaciónporque me habían parecido aburridos.

Al llegar, me disculpé por mi retraso.– Lo siento, se me pasó la hora – dije a la tía

Enma.– No tiene importancia, - respondió la tía Enma

– eso es que te has divertido, ¿no?– Sí, hemos estado dando una vuelta y me ha

enseñado algunos sitios – dije, intentando nolevantar sospechas.

Cené rápidamente y me subí a mi habitación,donde cerré la puerta e hice como si estuvieradormido mientras buscaba en los libros la historiade la iglesia de San Francisco. Bajo esta iglesia deun convento franciscano de 1330 se encontraba elfabuloso panteón de la poderosa familia de losMendoza, los mismos que construyeron el Palaciodel Infantado, el más importante edificio civil delmedioevo español, y que durante variasgeneraciones vivieron en esta ciudad, que gracias aellos obtuvo una gran relevancia. La cripta teníaforma oval y estaba ricamente decorada conmármol rosa y negro, a imitación del panteón realdel Escorial. Era una pequeña maravilla. Me aliviósaber que actualmente no había ningún cuerpoenterrado. La descripción que hacía era muy similara la que habíamos creído percibir en la oscuridad,más no se hablaba de ningún tipo de pasadizo,túnel, boca de alcantarillado o cualquier otroconducto. Volví a no pegar ojo en toda la noche

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pensando en lo que haríamos al día siguiente y enlas cosas que había en casa de tía Enma que nospudieran servir.

Al día siguiente nos reunimos en casa de Marcospara preparar nuestra expedición. Yo llevé mimochila con algunas cuerdas que encontré por lacasa de mi tía, así como velas y otros trastos quepensé podrían sernos útiles. En casa de Marcoscogimos linternas, una de ellas con dinamo, paraevitar preocupaciones con las pilas, de las cualestambién nos aprovisionamos, por si acaso. Mientrashablábamos estos temas con un sigilo total Evairrumpió en la habitación y nos pilló, como se sueledecir, con las manos en la masa. Fácilmente intuyóque pretendíamos dejarla al margen. Marcos legritó recordándole cuántas veces le había dichoque no entrara sin llamar. A mí me pareció algocruel, más lo cierto era que nuestros planes sevenían abajo, pues ahora insistía en que se chivaríasi no la llevábamos con nosotros. Y ambossabíamos que esa era la única solución, pues yanos había costado la noche anterior convencerla deque no debía decir nada.

– Marcos, ¿quieres dejar de gritar? –dijoBeatriz, entrando repentinamente en la habitación.-¿Se puede saber qué diablos estás haciendo?

– Está haciendo una mochila porque va a bajarpor una alcantarilla…

– Eva, cállate. Bocazas…– Marcos, ¿de qué está hablando?– De nada. Vete.

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– Mira, a mí me da igual, mientras no montesninguna y me dejes en paz. Eso sí, no metas anadie en líos –advirtió Beatriz.- Y se marchó,cerrando la puerta.

Programamos la salida para las doce de lanoche, pues antes sería imposible salir a hurtadillasde las casas, sin que nadie se enterase. Por latarde salimos a comprar unas botellas de agua,chocolate y algún aperitivo, por si las moscas.Quedamos en la esquina de su calle.

A las once y media comencé a vestirme con elmayor sigilo posible. Me puse mis habitualesvaqueros, una camiseta y una chaqueta, ya que enla cripta haría bastante frío. Cogí la mochila y salíde mi habitación cerrando la puertacuidadosamente, maniobra que no funcionódemasiado bien, pues esta chirrió molestamente yse cerró con un ruido horrible al encajarla. Bajédespacio las escaleras y en la entrada cogí lasllaves de repuesto que la tía guardaba en una cajavieja de madera.

Me junté con Marcos y Eva donde habíamosplaneado. Evidentemente, a esas horas la gentetodavía estaba en la calle en verano, cosa previstadesde el principio, porque de esta manerapasábamos desapercibidos. Cuando subimos hastala iglesia, nos dimos cuenta que, por el contrario,por allí no había nadie. Así que nos introdujimos enla iglesia hasta la cripta, donde iluminados por laslinternas pudimos observar que era tan maravillosacomo la describían los libros de historia.

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Tras encontrar el hueco en la pared, activamosde nuevo la palanca y descendimos en silencio porla escalera que se abría en el suelo. Marcos, queiba el primero, cuando habíamos bajado unostreinta metros, gritó: ¡Ya se acaba!

– ¿Qué hay? – pregunté yo intrigado.– No lo sé, pero se oye un ruido como de agua.

Escucha.Efectivamente, se oía un ligero murmullo de

agua corriendo. Cuando terminaba la escalera nosencontramos con ¿un pasadizo? Sí, por supuesto,era un pasadizo en toda regla, de piedra muydeteriorada por la humedad y que tenía el techoabovedado con una altura de no más de dosmetros. Podría haberse dicho que en el medio lorecorría una especie de acequia, que llevaba unhilo de agua. Avanzamos en la única direcciónposible, pues el otro sentido estaba taponado porun derrumbe del techo. Al llevar poco más detrescientos metros andados, que nos parecieronkilómetros, sugerí que discutiésemos qué debíamoshacer, pues aquello no parecía tener fin. Nossentamos y se hizo un silencio incómodo.

– Podíamos comer algo, tengo hambre –dijoEva.

– Creímos que era una idea genial y comencé asacar de mi mochila las botellas de agua, elchocolate y las bolsas de patatas fritas.

– De pronto, una voz retumbó en la oscuridaddel pasadizo a nuestras espaldas.

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– Vaya, vaya… que buena pinta…Asustados, dirigimos nuestras miradas hacia la

voz que se acercaba a la luz de nuestras linternas.Pudimos ver un hombre de mediana edad, aspectodescuidado y con una diabólica sonrisa en la cara…

– No sabíamos que esto fuera de nadie…, yanos vamos –dije, mientras les hacía una seña aMarcos y Eva para que se levantaran y empezarana recoger, pero no se movieron.

El hombre empuñaba una pistola en su manoderecha, por eso no se habían movido. No fuicapaz de pensar, yo también me quedé bloqueadopor el miedo. Sujetaba su arma justo enfrente de micara cuando observé que apretaba el gatillo. Unchorrito de agua salió disparado contra mi frente.No fui capaz de pensar, me quedé estupefacto.

El hombre comenzó a reír y todos le imitamos.– ¡Ja! Menudo susto os he dado. Esto no es de

nadie, chaval, nadie lo conoce, sólo yo… yvosotros, al parecer... –dijo, con una voz entreextraña y cómica.- Pero, ¿qué hacéis a estas horasaquí?

No pudimos responderle hasta después de unrato, no sin vacilaciones, que no hacíamos nada,que sólo estábamos explorando. Compartimos connuestro nuevo amigo nuestros aperitivos. Era unapersona agradable, pero parecía un poco loco y noshacía reír con sus ocurrencias. Vivía en la calle y noconocía el pasadizo desde hacía mucho, sólo

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utilizaba una parte como hogar para refugiarse porla noche desde el final del pasado invierno.

– Venid – dijo.- Os enseñaré esto. Accedimos y le acompañamos. El resto del

pasadizo era igual de lúgubre y frío, todosechábamos de menos algo más de abrigo. En ellado del pasadizo por el que andábamos el caminoestaba bastante despejado, pero en el otro lateralconstantemente había desprendidas enormespiedras del techo abovedado que dificultaban elpaso. Con una linterna pude ver algunasinscripciones y dibujos en las piedras, pero preferíno interrumpir la marcha.

Avanzamos unos quinientos metros más que sehicieron bastante pesados, pero finalmentenuestras linternas iluminaron el fin de la acequiacentral que se precipitaba en un hueco protegidopor una reja. Encima, por un arco de medio puntodecorado austeramente con motivos muydeteriorados se accedía a una amplia estancia de laque salía algo de luz. Dentro había algunosmuebles viejos, un colchón y poco más. Era elhogar de nuestro amigo. Todos quedamos bastantedecepcionados, pues esperábamos algo másemocionante al final del pasadizo.

De dentro de un putrefacto arcón de madera elhombre sacó un libro que él y Eva se pusieron aobservar con gran atención. Nosotros dos nossentamos en un par de taburetes a la espera dealgún comentario por parte suya. Mientras tantopude fijarme en aquella extraña sala. Se trataba deun espacio casi circular en el que los escasos

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muebles estaban repartidos por sus paredesrodeando la habitación, en el centro había una granmesa de madera con algunas sillas y taburetes, endos de los cuales estábamos sentados. Las pocasvelas que iluminaban las paredes daban un aspectobastante fantasmagórico a la piedra caliza llena demanchas en los muros. Pensando en esto estabacuando, de pronto, empecé a fijarme en unaporción concreta de la pared derecha cercana a laentrada y justo enfrente de mí. Una siluetacuadrada de una puerta se dejaba entreveriluminada por las velas. Me levanté y le hice unaseña a Marcos con la intención de que me siguiera,mientras Eva y el hombre continuaban hablandoanimadamente, mientras hojeaban el libro entre susmanos. Y, efectivamente, estaba en lo cierto, altacto se delataba la presencia de una puertatapiada y oculta. Marcos fue golpeando levementeel muro y al hacerlo sobre la marca notó quesonaba hueco, era una falsa pared y posiblementeno muy resistente.

– Mirad –dije, dirigiéndome a Eva y al hombre.– Ambos retiraron la vista del libro y se

acercaron.– ¿Sabéis lo qué es esto? –dijo Marcos con

aires de superioridad.- Es una puerta secreta.– Pues yo no veo nada –reconoció

sinceramente Eva.– Sí, ¿no ves la marca en el muro?

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– ¡Es cierto! –gritó excitado nuestro nuevoamigo.- ¡Apartaos, que la echo abajo!

Creímos que le había dado algo, puesinmediatamente corrió como un poseso paraestamparse contra la supuesta puerta. Esta crujiócon un sonido sordo, pero la pared no cedió.Asegurándonos no haberse lastimado, finalmentede una fuerte patada la derrumbó.

Cuando se disipó un poco la polvareda fue Evala primera en entrar, antes de que pudiéramoscontenerla. Una vez dentro no dijo palabra ytuvimos que esperar a saber lo que había pornuestros propios ojos. Nos encontramos con otrasala no muy grande, esta vez rectangular, en cuyofondo había una especie de altar con una imagende la Virgen sobre él.

– Increíble –balbuceé.– ¡Yo sé lo que es! Es una Virgen, la Virgen de

La Soledad, la que desapareció, nos lo contó unprofesor. ¡Es alucinante! –dijo Marcos.

– ¿Cómo sabes que es esa y no otra? –dije yo.– Lo pone ahí, en la placa de abajo. Mira:

“Virgen de La Soledad.1474”– ¡Qué bonita! –exclamó Eva.Los tres nos acercamos a ella, mientras

pensativo el hombre permanecía al fondo de laestancia. La imagen no parecía en muy mal estado.

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– ¡Hay que sacarla de aquí! ¡Saldremos en losperiódicos! –gritó Marcos-. Intentamos cogerla entrenosotros tres, pero pesaba demasiado.

– Ande, ayúdenos a llevarla –dijo Eva.– ¡No! Estaos quietos. Está es mi casa. No os la

podéis llevar –dijo el hombre.– Pero hay que sacarla para llevarla a un museo

– exclamó Marcos.– ¡No! ¡No! Es mía, está en mi casa y es mía

-repetía sin cesar el hombre.Se acercó para intentar retirarnos. Nosotros en el

intento de evitarlo lo esquivamos en un bruscomovimiento que hizo que la estatua se nosescurriera. Entonces Eva recogió algo del suelo ydijo:

– ¡Eh! Mirad lo que he encontrado.Nuestro forcejeo cesó y dejamos que el hombre

se aferrara a la estatua. Iluminé con mi linterna loque Eva sostenía en la mano, era una especie detapa de cuero.

– Es de la estatua, eso ha tenido que salir de laestatua –dijo Marcos.

– Ya la habéis roto, es que mira que sois bestias–escuchamos la voz de Beatriz, su hermana mayor,a nuestras espaldas.

– Marcos se enfadó y le acusó de habernosseguido.

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– Pues claro, –respondió ella– no iba a dejarque os metierais en una tumba vosotros solos.Dejadme que vea esto.

Beatriz encontró un orificio en la parte trasera dela imagen donde encajaba la tapa de cuero yconvenció al hombre de que no haríamos “daño” asu virgen, extrayendo un mohoso pergamino de suinterior. Leyó en voz alta:

El día de veinte y dos de junio del año mil cuatrocientosy treinta y cinco de Nuestro Señor fue bautizado en estaiglesia del Convento de San Francisco de Guadalajarapor la gracia de Dios el niño llamado CristoforoColombo, siendo su padrino el Excelentísimo Señor DonIñigo López de Mendoza y de la Vega, Duque delInfantado.

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Ayuntamiento de Guadalajara - Patronato Municipal de Cultura – Ciudad: 550 Aniversario

Cop. 2010

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El misterio de la puerta blanca

Primer premio

Laura Vallejo de Uña

En un lugar de Guadalajara está el Palacio del Infantado, en el mismo lugar que ocupaban las "casas principales" de Don Pedro González, primer Mendoza alcarreño. Hacia 1480 el segundo Duque del Infantado, Iñigo López de Mendoza, derribó las antiguas casas de la familia y decidió construir un nuevo palacio por acrecentar la gloria de sus progenitores y la suya. En 1483 se completó la fachada, poco después el patio, y al finalizar el siglo, el palacio ya estaba completo en su estructura básica. Al terminar el siglo XV el monumento lucía en todo su esplendor de goticismo, de artesonados y de riquezas. Las trazas se deben a Juan Guas, arquitecto toledano.

En 1560 se casó en este palacio Isabel de Valois con el Rey de España Felipe II.

En 1569 el quinto Duque del Infantado inició una serie de reformas dirigidas por Acacio de Orejón que tendían a equiparar el palacio con la residencia que el Rey Felipe II estaba levantando en las cercanías de Madrid. Intentó conseguirlo poniendo ciertos detalles renacentistas en la fachada (abrió nuevas ventanas, tapó las antiguas, desmochó los

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pináculos góticos), en el patio y decorando los techos de los salones bajos con pinturas al fresco realizadas por artistas italianos que estaban trabajando en El Escorial. Se construyó también el "jardín mitológico" junto al palacio.

En 1700, Mariana de Neoburgo, última reina consorte de los Habsburgo españoles, se retiró de la vida pública en este palacio, donde murió cuarenta años después, en 1740.

En siglos posteriores los Mendoza abandonaron Guadalajara para marchar a la Corte quedando el palacio abandonado. A finales del siglo XIX, el XV Duque del Infantado realizó una venta/cesión de la mitad del palacio al Ayuntamiento. Posteriormente la Casa Ducal y el Ayuntamiento lo cedieron al Ministerio del Ejército, que lo utilizó como colegio para huérfanos de militares. En 1936 el palacio fue bombardeado y destruido. Tras la guerra, terminó la cesión al Ministerio del Ejército, y los propietarios del Palacio, es decir, el XVIII Duque del Infantado (reservando una zona para vivienda y archivo familiar) y el Ayuntamiento de Guadalajara, cedieron el Palacio a la Diputación Foral en 1961 para realizar un gran proyecto museístico. Se inicia la reconstrucción y rehabilitación aunque su antiguo esplendor se perdió para siempre, como se perdieron los artesonados mudéjares, unos de los mejores del mundo.

Pero mucho antes de que todo esto ocurriese, en ese curioso palacio de Guadalajara se fue a vivir la familia de los Fernández Gómez, formada por el matrimonio del apuesto duque Luis Fernández y una bella duquesa llamada Elena Gómez. Ambos

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tenían una hija de diez años llamada Beatriz Fernández Gómez, más conocida como Bea. Bea no es que tuviese muchos amigos, ya que apenas salía del terreno del palacio. Tenía un perro llamado Toby, que era su mejor amigo.

Bea jugaba por todas las salas del enorme palacio, excepto una. Estaba cerrada con tres cerraduras bastante antiguas y la pintura blanca con ondas doradas estaba bastante desgastada. Sus padres le habían dicho que esa puerta estuvo siempre cerrada, que la intentaron abrir pero sólo encontraron una pista de cómo se podría abrir, aunque todavía Bea era demasiado pequeña para poder averiguar cómo se abría esa puerta. A Bea siempre le había picado la curiosidad de saber qué había dentro y siempre que pasaba cerca, miraba fijamente las tres cerraduras de la vieja puerta, hasta que Toby salía corriendo hacia el final del largo pasillo.

Poco a poco fue pasando el tiempo y Bea cumplió los quince años. Fue entonces cuando decidió que iba a ser investigadora profesional y que estaba dispuesta a vivir aventuras resolviendo grandes misterios, empezando por el que más ansiaba resolver: el de la habitación cerrada, que resultaba ser la más grande de todas las del palacio.

Sus padres se dieron cuenta de que su hija ya no tenía diez años y que estaba preparada para averiguar cómo entrar en la habitación cerrada. El problema era que las llaves estaban escondidas en los lugares más remotos del Palacio del Infantado. Sus padres le enseñaron el acertijo que se hallaba

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inscrito en una de las paredes del palacio, y que, según ellos recordaban, siempre había estado allí. Advirtieron a Bea de que sólo habían encontrado ese, que correspondía al enigma de la primera de las tres llaves.

Bea comenzó la búsqueda con el primero de los tres acertijos, que decía:

Rojas son, y en el jardín se encuentran, aunque no son lo que piensas.

Lo primero que pensó era que sería seguramente alguno de los muchos tipos de flores que había en el jardín. El problema era que la gran mayoría de las flores eran de color rojo. Buscó durante varios días entre las flores del jardín aunque no tuvo mucho éxito, ya que sólo encontró una muñeca de trapo de cuando era pequeña, varios pendientes de su madre, a los que le faltaban partes y se habían estropeado; y un hueso de Toby.

Casi se había dado por vencida cuando recordó la última parte del acertijo: “… no son lo que piensas”, ¿qué querría decir? Lo descubriría al día siguiente.

Estaba paseando con Toby por el jardín que se había recorrido de punta a punta pensando en el acertijo, cuando derepente Toby salió corriendo en una dirección y se paró ladrando escandalosamente. Lo curioso era que ladraba a una hiedra de color rojo. Se acordó del acertijo y pensó “¿Será cierto? ¿Será esta la respuesta al acertijo? Debo responder a mis preguntas.”

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Decidida, Bea rebuscó entre la rojiza y espesa hiedra, tocó un objeto de metal frío que pesaba un poco. Al sacarlo de la maleza, Bea observó que era la llave que llevaba días buscando y que por fin había encontrado. La guardó en un joyero que tenía en su habitación para no perderla. Tranquila y feliz, Bea se fue a dormir tras un día en el que había dado un gran paso hacía la repuesta de misterio que había en esa habitación a la que nadie había entrado jamás.

El día siguiente lo dedicó por completo a buscar el segundo de los tres acertijos que debía resolver para encontrar las llaves que abrían la puerta que estaba cerrada. Buscó por las habitaciones más inaccesibles del palacio, aunque no obtuvo ningún éxito. No recordaba ninguna parte del palacio en la que hubiese una inscripción con forma de acertijo. Se dio cuenta de que le faltaban unos tres lugares en los que buscar: la entrada al palacio, el campanario y el pasillo de la habitación misteriosa. Bea se dirigió corriendo hacia la entrada, ya que no se atrevía a ir al pasillo de la puerta misteriosa y le daba un poco de pereza subir al campanario. Sobre ella había un gran arco romano de piedra desgastada y musgo que había decidido instalarse allí. Como Bea sospechaba, en el arco se encontraba el segundo acertijo. Éste decía:

Muchos iguales, con contenidos diferentes, todos en una sala, bajo España lo encontrarás.

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Bea no dejaba de hacerse las mismas preguntas ante el arco con la curiosa inscripción “¿Qué querrá decir? ¿A qué se refiere este curioso acertijo?”. Al poco rato comenzó a llover y Bea se fue a tomar un té para reflexionar sobre el curioso acertijo.

A la mañana siguiente, Bea pensó que ese acertijo no tenía explicación, ¿cómo iba a estar una llave en una sala del palacio pero a la vez estar de algún modo bajo tierra? ¡No tenía ningún sentido! Estuvo comiéndose la cabeza pensando en qué lugar del enorme Palacio del Infantado se podría encontrar.

Decidió tomarse un descanso cerca de la chimenea de la biblioteca del palacio con un buen libro en las manos. Se detuvo un rato y observó a su alrededor: estaba en una sala repleta de libros, todos de aspecto similar pero de contenidos muy distintos. Fue entonces cuando recordó el acertijo y se dio cuenta que había dado con la solución. Se levantó de su cómodo sillón y se dirigió hacia los libros relacionados con España, hasta que dio con uno bastante antiguo titulado “La historia de España”. Lo abrió y vio que no era un libro común, ya que estaba hueco y en su interior se encontraba una llave idéntica a la que encontró en la hiedra. Con la segunda llave hizo exactamente lo mismo que con la primera: la metió en su joyero.

Bea tuvo que dejar durante un tiempo su investigación debido a que se acercaba el día de su cumpleaños y sus padres habían decidido hacer un baile en el jardín en honor a Bea.

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Llegó la noche y Bea no conocía a nadie de la fiesta, todos eran personas muy importantes según sus padres, pero a Bea sólo le parecían personas sin escrúpulos a las que sólo les importaba el dinero y su estatus social. No se estaba divirtiendo para nada y encima habían encerrado dentro a Toby, que era el único con el que le apetecía pasar su cumpleaños.

Al día siguiente, Bea retomó su investigación y se dispuso a buscar el último y definitivo acertijo. Al haber buscado el anterior durante mucho tiempo, tenía la ventaja de saber dónde no iba a encontrar nada. Sólo le faltaban dos lugares en los que buscar, uno de los cuales era el de la puerta blanca, que fue el primer sitio donde creía que podía encontrar cualquier pista.

Se dedicó a examinar milímetro a milímetro la enigmática puerta hasta que se dio cuenta de que la inscripción, efectivamente, se encontraba en esa vieja puerta blanca. En el marco de la vieja puerta había una inscripción algo borrada en color oro. El último enigma decía lo siguiente:

Un gran estruendo provocan, lo que buscas se encuentra en su boca.

No había ninguna duda, esta vez si que se trataba del campanario ya que sólo quedaba esa opción de búsqueda. Se hizo de noche, por lo que Bea tuvo que aplazar su última búsqueda.

Al día siguiente, Bea subió al campanario con varios trapos, ya que las quince campanas del campanario estaban cubiertas de polvo, lo cual le impedía encontrar la última llave. Con gran

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entusiasmo, Bea se puso a limpiar enérgicamente todas y cada una de las campanas, hasta que sólo quedó la más grande. Cuando la terminó de limpiar, se fue a comer.

Tras haber terminado de comer, se dirigió a inspeccionar la última campana. Observó que en el badajo había una especie de compartimento en el que ponía:

Sigue tu instinto y encontrarás la llave correcta.Bea abrió el compartimento. Para su sorpresa, en él había cinco llaves de tamaños similares. Bea pensaba “Genial, lo que me faltaba: yo que estaba a puntito de resolver el misterio, y aparece otro pequeño enigma. ¿Cuál de todas estas será?”. Guardó las cinco llaves apartadas de las otras dos para no confundirlas y acabar con su investigación.

La mañana siguiente, Bea quería despejar su mente un poco del caso, así que se fue de excursión a un bosque cercano, ya que hacía buen tiempo y en él había un lago con una cascada preciosa. Se llevó a Toby y se dieron un refrescante baño antes de comer el picnic que había preparado. Se llevó además las cinco llaves por si acaso allí averiguaba algo, pero ni las sacó de la cesta del picnic. Se tumbó en el suelo y reflexionó un rato sobre qué podría haber en esa habitación, pero llegó Toby y le dio varios lametazos, lo cual significaba que quería jugar.

Tras una tranquila tarde, Bea y Toby regresaron al Palacio del Infantado a la hora de la cena familiar, donde comieron pavo en salsa con

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verduras variadas y de postre tomaron té con bizcocho y pastitas.

Llegó el día de retomar la investigación y terminar con ella. Se despertó con ánimo muy positivo. Tras terminar el desayuno, se dirigió hacia su cuarto para cambiarse y sacar todas las llaves, dejando las autenticas a cierta distancia del resto de llaves para no confundirlas. Las examinó todas, una por una para fijarse en la mayor cantidad de detalles posible. De las cinco llaves, descartó tres ya que eran demasiado pequeñas o demasiado nuevas para la cerradura de la puerta.

Cogió las dos llaves restantes, una en cada mano, y las comparó con las llaves que sí correspondían a las dos primeras cerraduras. Vio ciertas similitudes entre ellas, pero se fijó en que las autenticas tenían una especie de mensaje escrito:

Abre la puerta… que te llevará…Se detuvo a leer detenidamente varias veces el mensaje y buscó el final de la inscripción en las otras llaves hasta que dio con el final en una de ellas:

…a la habitación cerradaFeliz de haber encontrado la tercera y última llave, Bea se dirigió corriendo hacia la puerta blanca cerrada. Corrió tan rápido que se tropezó con Toby y casi se cae encima de él.

Cuando llegó a la puerta, estaba tan nerviosa e impaciente que le temblaban las rodillas (lo que era bastante raro en ella).

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Las tres llaves encajaban a la perfección. Al abrir la puerta, chirrió un poco, lo cual le resulto muy desagradable. Encendió una serie de velas medio consumidas que había en la habitación. Todo estaba sucio y polvoriento, pero se distinguían perfectamente cofres medio abiertos con un contenido reluciente. No se lo podía creer: ¡Había encontrado un tesoro!

Había más de treinta cofres repletos de oro y joyas de un valor incalculable. En las paredes también había mapas y textos en una lengua muy antigua que todo el mundo desconocía hasta ese momento.

Bea dio saltos de alegría tan fuertes que levantó una capa de polvo. Estornudó y fue corriendo para darles la grandiosa noticia a sus padres, que a esa hora se encontraban en la biblioteca leyendo un libro y tomando el té de las cuatro.

Los padres de Bea se sobresaltaron y a su madre se le cayó la taza al suelo armando un gran jaleo. Bea lo recogió rápidamente y les llevó hacia la sala del tesoro.

Sus padres se quedaron de piedra al ver lo que contenía la habitación. Decidieron no hablar a nadie del enorme tesoro que escondía el Palacio del Infantado. Usaron una pequeña parte del tesoro para pequeños caprichos, pero para nada más...

Fallecieron los padres de Bea y ella decidió marcharse del palacio, pero no sin cerrar la habitación y llevarse una de las llaves. Las otras las colocó donde las había encontrado. Bea guardó el

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secreto eternamente, llevando siempre consigo su único recuerdo del tesoro: la tercera llave.

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El Palacio de los Duques del Infantado

Mención especial

Marta Martí Graullera

Sé que el Palacio del Infantado en Guadalajara, fue construido por una familia muy antigua, los Mendoza; y que a lo largo de la historia, ocurrieron en él muchas cosas que no sabemos si son ciertas o no, porque el tiempo las oculta o las convierte en leyenda

Cuentan que doña Ana era una niña de trece años cuando su padre, don Pedro, la prometió en matrimonio a un duque vecino que quería que fuese su aliado y que era mucho mayor que ella. Tuvieron que esperar unos años hasta que la niña creció y se casaron en Sigüenza. El duque, don Enrique, tenía un hijo de un anterior matrimonio, pero quería tener más hijos. Después de varios años, al ver que no podían tener otro hijo, el duque la apartó de su lado y continuó su vida de lujo y se dedicó a cazar y a dar banquetes.

El hijo de don Enrique que se llamaba Fernando, se enamoró de doña Ana, pero no lo decía por temor a su padre y aunque le veía llorar y ser infeliz le miraba a escondidas y deseaba decirle que la

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amaba; pero el duque celoso no le dejaba salir de sus habitaciones y no le dejaba ver a nadie.

Un día en el jardín, Fernando se encontró con Ana y comenzaron a hablar. Él se dio cuenta de que la quería más cada vez que ella hablaba y le gustaba su dulzura y le daba pena que estuviese así, tan joven y obligada a vivir como una viuda.

Día tras día, en esos encuentros se hicieron más frecuentes, hasta que un día Fernando le confesó su amor y le pidió que se fuesen juntos lejos del Palacio para empezar una nueva vida. Ella le dijo que no podía, que estaba obligada por la ley, por la iglesia y por respeto a su padre a cumplir aunque no le gustase, pero Fernando no se rindió y siguió insistiendo día tras día.

Ella era muy desgraciada porque su marido no le hacía caso pero tampoco le dejaba marchar para empezar una nueva vida. Así que un día, después de pensarlo mucho, decidió aceptar lo que decía Fernando y prepararon todo para escapar juntos muy lejos, donde el duque don Enrique no pudiese encontrarles.

Muy temprano huyeron del palacio, por una puerta trasera y acompañados de la nodriza de doña Ana, hacia el Norte, donde Fernando tenía amigos que les darían casa y comida, y les ayudarían a encontrar una casa donde vivir lejos de todo lo que no querían.

Viajaron durante cuatro días y cuatro noches, casi sin descansar hasta que llegaron a Zaragoza, donde encontraron a sus amigos que les llevaron a una casita en el campo donde se instalaron.

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Allí vivieron felices, empezaron una nueva vida y trabajaron sin que nadie supiera que eran hijos de personas muy importantes y un día, Ana le dijo a Fernando que iba a tener un hijo.

Mientras tanto, el duque don Enrique había enviado soldados para encontrarlos y día tras día y noche tras noche, buscaron por todos los pueblos y ciudades.

Mientras tanto, pasaron los meses y Ana dio a luz a un niño muy hermoso al que llamaron Rodrigo. Como vivían en el campo a los soldados no se les ocurrió buscar allí, hasta que un día pararon a comer algo en un pueblo cercano.

Allí, hablando con el tabernero, se enteraron de que hacía más o menos un año que había venido una pareja joven a instalarse en una granja de las afueras y por el tiempo que hacía y los rasgos de los jóvenes, pensaron que podrían ser ellos.

Se acercaron a la granja para comprobarlo pero sólo estaba Ana y el niño. Al preguntar, ella se puso nerviosa y tartamudeó, hasta que uno de los soldados la reconoció y dijo que era la mujer del duque. Así que la cogieron y se la llevaron.

Cuando Fernando volvió de una aldea cercana, se dio cuenta de lo que pasaba y montó en su caballo y les siguió, hasta que los vio de lejos y les gritó que se detuviesen. Ellos pararon y le dijeron que el duque les había enviado a buscarlos y a detenerlos por engañarle pero que no querían hacerles daño y que su padre quería que volviesen.

Pero Fernando les dijo que nunca volverían y que deseaban vivir en paz con su hijo, lejos de su

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malvado padre, así que sacó su espada y atacó a los soldados. Uno de ellos, como eran más, le hirió y cayó del caballo. El jefe de los soldados bajó de su caballo y comprobó que estaba muerto y se lamentó porque habían matado al hijo del duque. Pero siguieron el camino y llevaron a Ana y a su hijo al palacio.

Al llegar al palacio, el duque se enteró de la muerte de su hijo y se quedó blanco. Lloró delante de todos y preguntó quién era el niño que venía con su esposa. “Es hijo de tu hijo” le dijeron. Pero el contestó que era imposible, que aquella mujer no podía tener hijos y que no podía ser nada suyo.

Así que mandó que el niño fuera entregado a los frailes de un convento cercano para que lo criasen y que a su mujer, Ana, la encerrasen en una habitación del palacio donde pasaría el resto de su vida sin ver a nadie.

A todos les pareció muy cruel lo que hacía el duque, pero nadie dijo nada por temor y Ana pasó dos años encerrada sin ver a nadie hasta que el duque, por temor a que alguien le dijese que hacía mal, mandó darle un veneno para que muriese y no le causase más problemas.

Y dicen que desde entonces, se oye por la noche un gemido en los jardines del palacio y que es doña Ana que llora por la felicidad que nunca le dejaron tener.

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Tras la puerta del Palacio de la Cotilla

Mención especial

Mirian Muñoz Hermosa

Todos los días, para ir al instituto, pasaba por el Palacio de la Cotilla. Pero nunca me imaginé que sería un lugar tan… ¡Increíble!

Ese día, estaba casi dormida. No iba con mucha ilusión, tenía un examen. Cuando pasé por la puerta, me fijé que había alguien que se escondía. Era un chico que debía de tener mi edad, más o menos, y llevaba una ropa bastante rara. Me acerqué.

– ¡Hola! Me llamo Nica, ¿y tú?– ….– Eh… ¿A qué instituto vas?– …– Porque vas al instituto… ¿no?– …– Vale…– …– Bonita ropa… ¿de dónde la has sacado?

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– …(Tras varias preguntas sin respuesta.)– No parece que seas de por aquí…– …– ¿De dónde eres?–Ni siquiera hubo un silencio. Me miró fijamente y

después salió corriendo. Sentí que debía seguirle, y le seguí. Entramos en el palacio, subimos las escaleras, mientras la gente nos miraba de una forma rara, hasta que llegamos a un piso en el que no había nadie, y había una gran puerta. Estaba abierta, nos invitaba a entrar.

– ¿Por qué venimos aquí?– …No esperaba respuesta…entramos en la sala.

Era preciosa. Tenía unos dibujos chinos muy raros. El extraño chico se sentó en una esquina. Intenté en vano que me dijera algo, y después de un buen rato, cuando me canse de hablar sola, me puse a admirar los dibujos. Me acerque…TANTO…que me desmayé y…

(Después.)¿Dónde estaba? Mire a mí alrededor. Había mucha gente. Parecían muy ajetreados, y no parecía que se hubieran fijado en mi presencia.

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El chico poco hablador…había desaparecido. Me puse muy nerviosa. Me puse a correr, le busqué, grité, y nadie me hacía caso. Entonces, me di cuenta de dónde estaba.– No te asustes…– ¿Quién eres? -pregunté.– Soy yo…– Miré…era el chico al que buscaba.– ¿Cómo…? –dudé.– Tengo mucho que explicarte -me dijo el chico.– Ya lo creo…Yo ya sabía dónde estábamos… ¡EN LOS

DIBUJOS DE LA PARED! Lo que no me explicaba era cómo podía ser posible. Comenzó a revelar:

– Bueno…todo empieza hace dos siglos. En el Palacio de la Cotilla, fue decorada la gran sala noble con un extraño papel chino. Nunca se supo quien lo había hecho, ya que lo habían comprado a un extraño mercader. Al principio, no pasaba nada con el extravagante papel de arroz. Pero al poco, en el pueblo empezaron a desaparecer niños y niñas. Yo fui uno de ellos.

– ¿Y cómo es que estabas fuera, en la puerta? –pregunté.

– No sé cómo, exactamente hace dos semanas, salí. Pero ya no era el mismo lugar. La gente vestía de una forma rara.

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– …Ya…-interrumpí.– Y no parecían reconocerme. Fui a mi casa,

pero ya no estaba y había una casa muy grande de la que salían personas…

– …casa grande de la que salen personas…vale… -volví a interrumpir.

– Entonces…si ya no haces más comentarios… sigo… -me dijo.

– Claro, claro -contesté.– Como no sabía qué hacer, ayer me quede en

la puerta, hasta que llegaste tú, pero estaba asustado como para contestarte. Tanto, que salí corriendo hacía la sala. Me estuviste preguntando cosas…y cuando te cansaste, te acercaste a la pared, ¡y abriste un portal!

– ¿…un portal?– Sí. Cuando entre yo, se cerró de repente, y no

sé cuando se volverá a abrir…– ¡Pues ya estas tardando! -le grité- ¡Yo no me

quiero quedar dos siglos metida en este sitio!– Tampoco es tan malo, hay más gente como

nosotros.– Me da igual. Si tú ya no quieres volver, no es

mi problema. Yo aún tengo familia.– No os he dicho aún que soy una bocazas. Es

de suponer…que el chico salió corriendo. Siempre

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huye… Cuando le encontré…estaba llorando (según él, no):

– Lo siento…no quería decir eso…– …– De verdad…que hablo sin saber…– …– Si quieres…puedes venirte conmigo…porque

no querrás vivir aquí para siempre… ¿verdad?– ¿Contigo…?– Claro. Ya buscaré una escusa para que te

quedes en mi casa…pero eso ya lo arreglaré luego.(Su cara cambió repentinamente.)– ¡Vale!– ¡Bien! Bueno, lo primero, es descubrir cómo

salir de aquí. – Pues…Está claro que hay momentos en los

que se abren los portales. Tal vez…si nos acercamos…o…no sé…

– Aquí hay gente que llevará mucho tiempo y que también sabrá cosas ¿no? Pues con nuestras “pistas” y la de la gente de aquí, descubriremos algo más.

– ¡Buena idea! – Oye…antes una cosa…¿Cómo te llamas?– Llamame Adel.

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Había realmente muchas personas…se dice que se han contado…380 figuras humanas, aunque conmigo, serían 381. Encontramos soldados, unos a pie y otros a caballo, mujeres lavando, niños jugando, y también en el colegio donde el maestro les enseñaba a leer los caracteres chinos, ancianos dando consejos… ¡Perfecto! ¡Seguro que ellos sabrían algo!

– ¿Cómo vamos a hablar con ellos? -me dijo Adel.

– Pues… ¿tú no sabes chino…? -le pregunté.– Claro que no.– Pues entonces…alguno de tus amigos

sabrá…– ¡Sí! Espera.

Adel habló con uno de sus amigos. Luego, su amigo, habló con uno de los ancianos. Cómo comprenderás, yo no entendí nada.

(Después de la interesante conversación en mandarín.)

Bueno, ¿qué le ha dicho el anciano a tu amigo?-le dije a Adel.

– Pues son buenas noticias. Esta misma noche, se va a abrir un portal nuevo.

– ¡¿Sí?! ¿Y eso?– Pues…por que han pasado dos siglos exactos

desde que pusieron el papel en la pared.

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– ¿…y cómo lo abrí yo? ¿y tú…?– No lo sé…es muy raro…pero da igual, ¡lo

importante es que nos podemos ir de aquí!– No había pasado ni un día, pero parecía que

habían pasado…dos siglos. Estaba impaciente.– Bueno, nos vemos en el otro lado, Nica -me

dijo.– Si -le conteste.Entonces…se abrió el portal. Adel me empujó…y

me desmayé. Otra vez.(Después.)

– Nica…– ¿Adel? ¿Eres tú?-dije-.– ¿Quién es Adel? ¿Nica estás bien?– Eh…– Soy mamá.– ¿Y dónde está Adel? ¿Y los chinos?– Cariño, creo que tienes fiebre.– No…– ¿Seguro? Pues entonces prepárate para ir a

clase.– Vale...No sé qué había ocurrido exactamente. No podía

haber sido un sueño…y si lo había sido…era muy

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real. Llegue a clase. Me preparé para hacer el examen.

– ¿Nica, qué haces? -me dijo una amiga.– Hay examen… ¿no?– No, Nica…fue ayer… ¿no te acuerdas?– Sí…sí…Llegó la profesora.– Hola chicos. Os voy a presentar un

compañero nuevo. Se llama…Era él.

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Las apariencias engañan

Mención especial

Lucía Suárez Moreno

Mis vacaciones del verano de 2010 son las que están relatadas en estas cuantas páginas que tienes entre tus manos, aunque posiblemente se necesitaran muchas más para poder explicar con todo detalle lo que para mí significaron.Todo empezó hace dos años, cuando tenía doce. Al finalizar el curso, mis padres tuvieron conmigo una de esas largas y aburridas conversaciones de las cuales tan sólo se saca una simple idea que hubiera sido mejor discutir directamente, sin perder tanto tiempo. En este caso querían hablar acerca de los comentarios de los profesores que figuraban en mis notas, aunque lo cierto es que en mis notas eran francamente buenas, exceptuando gimnasia, claro.

Yo era un niño más bien rellenito, adicto a la lectura y a la informática. Y esa era la cuestión. Según ellos, y mis profesores, yo no tenía amigos. Bueno, sí que tenía, sólo que mis padres no los entendían como tales. No necesitaba quedar con ellos, estábamos constantemente conectados por internet, chateando o jugando “on line”. Y si

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quedábamos alguna vez, era para jugar al fútbol en la “Play”, por supuesto.

Así que todo el sermón era porque mis padres habían decidido enviarme a pasar el verano ni más ni menos que con mi tía abuela, la tía Enma, que vivía en Guadalajara. Una ciudad, según yo la describí al verla en el mapa, como en el fin del mundo. Yo era de Barcelona, por lo que aquello era más bien lejano para mí.

Lo increíble es que yo apenas conocía a la tía Enma, porque casi nunca venía a vernos. Y, ya no digo, ir nosotros a Guadalajara, aquella ciudad desconocida para mí.

Más, no creáis, que aquello no era lo peor. Podía sobrevivir un par de meses metido en una habitación y con la puerta cerrada. Lo peor era que no podía llevar ninguno de mis “cacharros”. Vamos, que tendría que olvidarme de móvil, consolas y ordenadores durante todo el verano. Así, según ellos: “Ya haría nuevos amigos”.

El viaje se me hizo largo, muy largo…, no sólo por la distancia, si no porque, además, yo hice todo lo posible por retrasarlo. La verdad…, no tenía ninguna ilusión por llegar. Aquellas iban a ser las peores vacaciones de mi vida. Pero en algún momento u otro habría que llegar, y llegamos, y, por supuesto, nadie dio su brazo a torcer, por mucho que insistí. Me quedaría con la tía Enma.

Entramos a la ciudad por la antigua carretera nacional y lo primero significativo que pasamos fue la estación de tren, luego atravesamos un puente de diseño moderno desde el que se veía otro

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formidable de piedra de aspecto medieval. Al seguir subiendo en la misma dirección dejé de prestar atención a mi alrededor sumergido en mis razonamientos. Cuando alcé la vista me encontré cara a cara con un impresionante edificio de grandes dimensiones y bellamente decorado, el Palacio del Infantado. Jamás me lo hubiera esperado aquí. Lo había visto en fotos en muchos libros y siempre me había gustado, pero no sabía que estuviera en Guadalajara. Supuse que, si tenía un edificio así, en el pasado debió ser una ciudad de gran importancia.

La tía Enma vivía cerca del palacio y era y es una persona muy agradable, aproximadamente de mi estatura y muy delgada. Parecía una muñeca de porcelana. Pero ya sabéis lo que dicen: no hay que fiarse de las apariencias. Nada más pasar un par de días con ella me di cuenta de que, aunque era muy cariñosa y alegre, tenía una personalidad segura y decidida, con una capacidad de convicción increíble.

Al llegar a su casa, lo primero que hice fue instalarme en el que sería mi cuarto por unas cuantas semanas. Y aunque no había mucho que colocar me llevó toda la tarde, hasta las nueve. Bajé para ver si íbamos a cenar. Efectivamente, la cena ya estaba casi lista. Ayudé a colocar la mesa, aunque casi nunca lo hacía en mi casa. Aquí era diferente, me sentía verdaderamente acompañado, comprendido, y apenas había cruzado unas palabras con mi tía. La tía Enma ya me había calado, sabía que yo no deseaba estar allí e

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intentaba animarme en su silencio. Lo tuve que reconocer, era una persona muy curiosa.

Esa noche apenas pude dormir. Por la mañana debía tener un aspecto horrible. Durante el desayuno la tía Enma habló por todo lo que no había hablado durante la noche anterior. Me preguntó sobre mis gustos, mis aficiones… Parecía que me examinaba. Al saber que me gustaban los ordenadores, sintió no poder ofrecerme uno, pero en cuanto a la lectura me sacó un montón de libros acerca de la historia de la ciudad. Me habló mucho de la gente, de qué sitios había y, sobre todo, me dijo que me presentaría a unos vecinos que tenían hijos de mi edad, y seguramente ordenador, pensé. Me había olvidado de decirles a mis amigos dónde estaba y por qué no podían contar conmigo en todo el verano.

A mediodía tía Enma me ordenó que me vistiese. Parecía haber decidido que yo tenía que conseguir un ordenador cuanto antes, aunque pronto entendí que no era por el ordenador. Íbamos a ver a los vecinos.

Nos recibió una chica de unos quince años de edad, morena, de pelo largo y bastante más alta que yo. Nos invitó a pasar. El recibidor no era muy grande, pero tenía un aspecto acogedor, había una alfombra muy antigua sobre un suelo de parqué. Las paredes eran de un tono amarillento y estaban repletas de fotos y cuadros. Del techo, muy alto, colgaba una gran lámpara que parecía más bien inestable. También al lado de la puerta de entrada había una mesita de caoba sobre la cual se encontraba la foto de la familia, por la que supuse

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que la pareja tenía tres hijos. La chica que nos recibía era la mayor. La tía Enma pasó por una puerta hacia la derecha al salón. Allí esperaba la madre. Se besaron y sentaron juntas y, después de saludarme a mí, pidió a la chica que me presentara a los demás.

Acompañe a la chica, que se me antojó bastante tímida, por un largo pasillo al que se accedía por otra puerta del recibidor. A sus lados estaban dispuestas las distintas habitaciones. Entramos en la tercera. Allí estaban un niño de mi edad y una niña pequeña, como en la foto.

– Hola – dijo el chico secamente, sin dejar de mirar al papel que leía.

– La niña pequeña se me acercó. – ¡Hola! ¿Quién eres? –dijo.– Soy Jaime – respondí-. Soy de Barcelona.– ¡Qué guay! Yo soy Eva y ese aburrido de ahí

es Marcos mi hermano.– Hola Marcos – dije. No respondió.Eva era muy animosa y sociable a pesar de ser

tan pequeña, así que nos convenció para jugar con ella, mientras su hermana mayor desaparecía sin haber pronunciado una sola palabra. Después me enteré de que se llamaba Beatriz.

El aspecto de Marcos era poco original, llevaba una camiseta muy larga y los pantalones caídos con unas zapatillas anchas. Su pelo era castaño claro, casi rubio, a diferencia de sus dos hermanas morenas, y lo llevaba corto con una cresta. Sus

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ojos, transparentes como una botella de agua, te miraban y escrutaban midiendo cada movimiento que hacías. Durante el juego pude descubrir que ello le divertía.

Cuando la tía Enma me vino a buscar al cuarto ya no estábamos jugando, sólo hablábamos. Marcos había dejado a un lado su aparente aislamiento inicial y se mostraba abierto, riendo y charlando conmigo y su hermana. También le gustaban los ordenadores, pero aunque suene algo presuntuoso, yo sabía más que él. Yo le conté cosas de Barcelona y de su gente y él me habló de “Guada”. También hablamos del colegio, de las asignaturas, de los compañeros, de los profes, de los videojuegos, de las películas, de libros y comics; en fin, de lo que hablan dos chavales de doce años cuando acaban de conocerse. Me caía bien.

Me despedí, no sin sentirlo, de él y de Eva, que andaba correteando alrededor nuestro, con el que parecía ser su habitual carácter. Beatriz también pasó a despedirse, ya que había estado las dos horas sumergida en su habitación.

Estuve realmente poco tiempo, no llegó al par de horas, y lo cierto es que se me hizo muy corto. Todo lo bueno termina para que pueda empezar algo mejor.

Sinceramente, me lo había pasado bastante bien. Algo que creí iba a ser una pesadilla se había convertido por unos momentos en una maravillosa forma de pasar el rato. Creo que hacía mucho tiempo no me sentía así.

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En el trecho que había de su casa a la de la tía Enma, ésta permaneció callada. En mi opinión, me observaba, creo que tenía curiosidad en saber cómo lo había pasado. Mientras pensaba en ello, me di cuenta de que iba muy serio, no por nada, sólo era mi forma de ser. Así, que para demostrar que sí me había gustado intenté esbozar una leve sonrisa. No creo que me saliese muy bien, pero ella pareció aliviada.

– Bueno, ¿qué me dices? ¿Te has divertido? -preguntó.

– Muy bien, son majos –respondí tontamente.– Lo sabía –susurró. – ¿Te han prestado el ordenador? –preguntó.– ¡Anda! –dije- Se me había olvidado por

completo.– No importa, ya volveremos otro día. Ana, su

madre, me ha dicho que casi todos los amigos de Marcos no están porque se van de campamentos o a sus pueblos. Así que le puedes llamar para que te enseñe la ciudad.

– Claro –dije algo sorprendido. Eso no me lo esperaba pero, daba igual, yo no le llamaría. Yo no soy tonto, seguro que a él le decían lo mismo.

– Sí, estaría bien –añadí.– Cuando regresamos, subí a mi cuarto, donde

pensativo me tumbé mirando al techo al mismo tiempo que miraba las grietas y fisuras que

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posiblemente se habían ido abriendo con el paso del tiempo. Pensaba lo bien que estaría que Marcos me llamara. Sí, no estaría nada mal…

Al cabo de veinte minutos bajé a comer. Era algo tarde, así que devoré mi plato con rapidez. Después de la comida me quedé algo amodorrado en el sofá viendo la tele y esperando en mi interior que sonara el teléfono. Aunque si me lo hubieran preguntado en ese momento lo hubiera negado rotundamente.

No llamó ese día, ni el siguiente, ni el otro. – Peor para él –pensé. Él se lo pierde.

Al cabo de casi una semana cuando ya me había mentalizado para salir de mi cuarto sólo en caso de necesidad, sonó el teléfono. Nunca lo hubiera esperado, y menos cuando la tía llamó a mi puerta diciendo que era para mí; supuse que era mi madre para preguntarme qué tal estaba. Abrí el cuarto y bajé, tomando el auricular, bastante viejo y descolorido, por cierto. Parecía de museo, no se oía muy bien.

– Hola, Jaime –dijeron al otro lado del teléfono.– Hola… -respondí, aún sin reconocerlo.– Pasaron unos instantes en los que nadie dijo

nada.– Hola –repetí. ¿Quién es?– Soy Marcos, es que voy a dar una vuelta por

ahí, porque me aburro, y, como no conoces la

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ciudad, te llamaba por si querías que te la enseñase un poco.

Mientras Marcos me decía esto podía oír a su madre por detrás susurrándole e insistiéndole en ello.

Por supuesto que no me iba a negar. ¡Puede que hasta me enseñara una tienda de videojuegos!

– Vale –le dije.- Te espero en la puerta de mi tía.

Me vestí rápidamente y bajé, aunque tuve que esperar un poco. Cuando llegó, llevaba la que debía ser su habitual vestimenta e iba acompañado de Eva, a la que debíamos dejar en casa de un familiar.

Atravesando varias calles llegamos a la calle Mayor. La remontamos, ya que contaba con una pequeña pendiente. No había mucha gente a pesar de que ya eran las seis de la tarde, supuse que la causa sería el calor, que era realmente mortal. Mientras subíamos pude ver algunos comercios, la adornada portada de una iglesia sobre una pared de ladrillo antiguo enfrente de lo que llaman la plaza del Jardinillo, donde estaban colocadas unas sillas de terraza. Para mis adentros pensé que ni loco me sentaría allí, a pesar de que había algunas parejas de insensatos, pues hacía un sol de justicia. Alrededor de la plaza también se encontraba una casa señorial, el edificio del Banco de España y el de Hacienda. Continuamos subiendo en la misma dirección muy despacio y buscando las sombras, allá donde las pudiera haber, mientras Eva no

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paraba de contarnos lo mucho que echaba de menos a sus amigos, las buenas notas que había sacado a final de curso, así como todo lo que se le ocurría en el momento, lo cual no era en absoluto relajante. Seguimos andando por este segundo tramo de la calle hasta llegar a la casa de sus tíos, encima de una pequeña librería, cerca ya de la plaza de Santo Domingo, dominada por el enorme arco de la portada de San Ginés. La dejamos allí, y nos quedamos dando una vuelta y charlando, mientras tomábamos un helado a la sombra de los árboles del parque de La Concordia.

Sobre las nueve recogimos a su hermana y decidimos esperar un poco antes de volver a casa, pues ya no hacía tanto calor. Recorrimos la calle que circunvala el parque hasta llegar a una rotonda donde hay una fuente enjaulada. Allí, Marcos decidió que subiríamos hasta “el fuerte” para enseñármelo, con lo que se refería a la vieja Iglesia de San Francisco y las instalaciones militares que la rodean.

Subimos una escalinata y nos internamos en el recinto. No había un alma. Marcos avanzó hasta la puerta de la Iglesia y al darse cuenta de que no estaba cerrada me invitó a asomarme, pues insistía en que debía verla por dentro.

Yo no lo tenía tan claro, no creí que estuviera bien, pero, como me suele pasar en esas ocasiones, hice de tripas corazón y los seguí, ya que Eva no parecía tener inconveniente.

Dimos unas cuantas vueltas hasta que nuestros ojos se habituaron a la penumbra. Observé

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sorprendido los altos techos de su única nave, la belleza de sus proporciones y la magnífica bóveda sobre el coro. Cuando íbamos a regresar ya, descubrimos una bajada de escaleras. Para ser sincero, aunque me cueste reconocerlo, yo estaba muerto de miedo, aunque pude comprobar que era sin motivo.

– ¡En qué hora! –pensé.– ¡Eh! Jaime, ven a ver esto.- Me llamó desde

abajo Marcos. – Esto mola mucho - dijo.Eva bajó conmigo, pues, aunque no tenía miedo,

aquello le causaba un cierto respeto. Los escalones no terminaban nunca. Entramos en un ambiente polvoriento, y aunque apenas hubiera luz, Marcos y yo nos habíamos percatado de que se trataba de unos enterramientos, posiblemente de alguna familia importante de la antigüedad.

– Venga, vámonos. Que aquí no se ve nada -dije.

– ¡Espera! No seas gallina. Podemos iluminarnos con mi móvil –dijo Marcos.

Dimos un par de vueltas medio a tientas hasta que Eva, que había permanecido callada durante un buen rato, gritó:

– ¡Algo se ha movido!– Eva,… déjalo ya. Intento leer lo que pone

aquí… -dijo su hermano.

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– ¡De verdad! ¡Allí! ¡Ven, míralo! –dijo Eva, tirando de la ropa de su hermano.

– No seas pesada…, ya voy –accedió Marcos.– Nos acercamos al sitio que señalaba.

Aparentemente sólo era uno de los adornos de un lado de la pared.

– Ves, tonta. No hay nada… -dijo Marcos, volviéndose a concentrar en las inscripciones que se empeñaba en descifrar.

Pero yo continúe palpando en la oscuridad la pared que había indicado Eva. Lo había visto en un millón de videojuegos, pero, nada, allí no pasaba nada. Ya me hacía yo ilusiones, pensé. De pronto, oí un ligero e imperceptible ¡click! a mis espaldas, donde hacía un momento estaba la pared que había estado tocando, ahora había un hueco, dentro del cual había algo que parecía una llave. La giré, y sentí como, a mi lado, una losa del suelo se desplazaba. Eva y Marcos también lo oyeron.

– Pero, ¿qué has hecho? ¡Eh! Si se puede bajar – dijo Marcos.

– No bajes Marcos, es peligroso –exclamó Eva angustiada.

– No pasa nada, hay una escalera.– ¡No! ¡No! Se lo diré a mamá.– Tú cállate y déjame en paz.– Marcos siguió bajando.

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– No pasa nada, –repitió– la escalera es sólida. Intentad seguirme, que ya Ilumino yo con este trasto.

Yo apenas podía articular palabra, me agaché y me introduje poco a poco por el hueco. Eva se apartó, negándose a acompañarnos. Sentí como si bajásemos unos diez metros por una especie de túnel vertical algo mugriento y con un olor espantoso, debido posiblemente a la humedad. Antes de terminar de recorrerlo, el móvil dejó de iluminar.

– ¡Porras! Se ha apagado. Hay que salir de aquí.

– Oye, por cierto, ¿qué hora es?– Ni idea, pero no creo que sea muy tarde.– Eva, ¿sigues ahí?– ¡Sí! ¿Habéis encontrado algo?– No, nada en absoluto. Ya subimos.

La subida se nos hizo mucho más larga sin luz y empezábamos a notar el frío, que debido a la humedad, nos empezaba a entumecer los dedos. Volvimos por los empinados escalones de la cripta y a tientas salimos de la nave de la iglesia. Ya se había hecho de noche. Era algo más tarde de lo que creíamos.

Al despedirnos quedamos en reunir el material necesario para la próxima expedición a la cripta. Yo, por mi parte, trataría de informarme sobre la historia de la iglesia y las tumbas. Me vendrían muy

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bien los libros que la tía Enma me había prestado y que había dejado bajo la cama de mi habitación porque me habían parecido aburridos.

Al llegar, me disculpé por mi retraso.– Lo siento, se me pasó la hora – dije a la tía

Enma.– No tiene importancia, - respondió la tía Enma

– eso es que te has divertido, ¿no?– Sí, hemos estado dando una vuelta y me ha

enseñado algunos sitios – dije, intentando no levantar sospechas.

Cené rápidamente y me subí a mi habitación, donde cerré la puerta e hice como si estuviera dormido mientras buscaba en los libros la historia de la iglesia de San Francisco. Bajo esta iglesia de un convento franciscano de 1330 se encontraba el fabuloso panteón de la poderosa familia de los Mendoza, los mismos que construyeron el Palacio del Infantado, el más importante edificio civil del medioevo español, y que durante varias generaciones vivieron en esta ciudad, que gracias a ellos obtuvo una gran relevancia. La cripta tenía forma oval y estaba ricamente decorada con mármol rosa y negro, a imitación del panteón real del Escorial. Era una pequeña maravilla. Me alivió saber que actualmente no había ningún cuerpo enterrado. La descripción que hacía era muy similar a la que habíamos creído percibir en la oscuridad, más no se hablaba de ningún tipo de pasadizo, túnel, boca de alcantarillado o cualquier otro conducto. Volví a no pegar ojo en toda la noche

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pensando en lo que haríamos al día siguiente y en las cosas que había en casa de tía Enma que nos pudieran servir.

Al día siguiente nos reunimos en casa de Marcos para preparar nuestra expedición. Yo llevé mi mochila con algunas cuerdas que encontré por la casa de mi tía, así como velas y otros trastos que pensé podrían sernos útiles. En casa de Marcos cogimos linternas, una de ellas con dinamo, para evitar preocupaciones con las pilas, de las cuales también nos aprovisionamos, por si acaso. Mientras hablábamos estos temas con un sigilo total Eva irrumpió en la habitación y nos pilló, como se suele decir, con las manos en la masa. Fácilmente intuyó que pretendíamos dejarla al margen. Marcos le gritó recordándole cuántas veces le había dicho que no entrara sin llamar. A mí me pareció algo cruel, más lo cierto era que nuestros planes se venían abajo, pues ahora insistía en que se chivaría si no la llevábamos con nosotros. Y ambos sabíamos que esa era la única solución, pues ya nos había costado la noche anterior convencerla de que no debía decir nada.

– Marcos, ¿quieres dejar de gritar? –dijo Beatriz, entrando repentinamente en la habitación.- ¿Se puede saber qué diablos estás haciendo?

– Está haciendo una mochila porque va a bajar por una alcantarilla…

– Eva, cállate. Bocazas…– Marcos, ¿de qué está hablando?– De nada. Vete.

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– Mira, a mí me da igual, mientras no montes ninguna y me dejes en paz. Eso sí, no metas a nadie en líos –advirtió Beatriz.- Y se marchó, cerrando la puerta.

Programamos la salida para las doce de la noche, pues antes sería imposible salir a hurtadillas de las casas, sin que nadie se enterase. Por la tarde salimos a comprar unas botellas de agua, chocolate y algún aperitivo, por si las moscas. Quedamos en la esquina de su calle.

A las once y media comencé a vestirme con el mayor sigilo posible. Me puse mis habituales vaqueros, una camiseta y una chaqueta, ya que en la cripta haría bastante frío. Cogí la mochila y salí de mi habitación cerrando la puerta cuidadosamente, maniobra que no funcionó demasiado bien, pues esta chirrió molestamente y se cerró con un ruido horrible al encajarla. Bajé despacio las escaleras y en la entrada cogí las llaves de repuesto que la tía guardaba en una caja vieja de madera.

Me junté con Marcos y Eva donde habíamos planeado. Evidentemente, a esas horas la gente todavía estaba en la calle en verano, cosa prevista desde el principio, porque de esta manera pasábamos desapercibidos. Cuando subimos hasta la iglesia, nos dimos cuenta que, por el contrario, por allí no había nadie. Así que nos introdujimos en la iglesia hasta la cripta, donde iluminados por las linternas pudimos observar que era tan maravillosa como la describían los libros de historia.

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Tras encontrar el hueco en la pared, activamos de nuevo la palanca y descendimos en silencio por la escalera que se abría en el suelo. Marcos, que iba el primero, cuando habíamos bajado unos treinta metros, gritó: ¡Ya se acaba!

– ¿Qué hay? – pregunté yo intrigado.– No lo sé, pero se oye un ruido como de agua.

Escucha.Efectivamente, se oía un ligero murmullo de

agua corriendo. Cuando terminaba la escalera nos encontramos con ¿un pasadizo? Sí, por supuesto, era un pasadizo en toda regla, de piedra muy deteriorada por la humedad y que tenía el techo abovedado con una altura de no más de dos metros. Podría haberse dicho que en el medio lo recorría una especie de acequia, que llevaba un hilo de agua. Avanzamos en la única dirección posible, pues el otro sentido estaba taponado por un derrumbe del techo. Al llevar poco más de trescientos metros andados, que nos parecieron kilómetros, sugerí que discutiésemos qué debíamos hacer, pues aquello no parecía tener fin. Nos sentamos y se hizo un silencio incómodo.

– Podíamos comer algo, tengo hambre –dijo Eva.

– Creímos que era una idea genial y comencé a sacar de mi mochila las botellas de agua, el chocolate y las bolsas de patatas fritas.

– De pronto, una voz retumbó en la oscuridad del pasadizo a nuestras espaldas.

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– Vaya, vaya… que buena pinta…Asustados, dirigimos nuestras miradas hacia la

voz que se acercaba a la luz de nuestras linternas. Pudimos ver un hombre de mediana edad, aspecto descuidado y con una diabólica sonrisa en la cara…

– No sabíamos que esto fuera de nadie…, ya nos vamos –dije, mientras les hacía una seña a Marcos y Eva para que se levantaran y empezaran a recoger, pero no se movieron.

El hombre empuñaba una pistola en su mano derecha, por eso no se habían movido. No fui capaz de pensar, yo también me quedé bloqueado por el miedo. Sujetaba su arma justo enfrente de mi cara cuando observé que apretaba el gatillo. Un chorrito de agua salió disparado contra mi frente. No fui capaz de pensar, me quedé estupefacto.

El hombre comenzó a reír y todos le imitamos.– ¡Ja! Menudo susto os he dado. Esto no es de

nadie, chaval, nadie lo conoce, sólo yo… y vosotros, al parecer... –dijo, con una voz entre extraña y cómica.- Pero, ¿qué hacéis a estas horas aquí?

No pudimos responderle hasta después de un rato, no sin vacilaciones, que no hacíamos nada, que sólo estábamos explorando. Compartimos con nuestro nuevo amigo nuestros aperitivos. Era una persona agradable, pero parecía un poco loco y nos hacía reír con sus ocurrencias. Vivía en la calle y no conocía el pasadizo desde hacía mucho, sólo

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utilizaba una parte como hogar para refugiarse por la noche desde el final del pasado invierno.

– Venid – dijo.- Os enseñaré esto. Accedimos y le acompañamos. El resto del

pasadizo era igual de lúgubre y frío, todos echábamos de menos algo más de abrigo. En el lado del pasadizo por el que andábamos el camino estaba bastante despejado, pero en el otro lateral constantemente había desprendidas enormes piedras del techo abovedado que dificultaban el paso. Con una linterna pude ver algunas inscripciones y dibujos en las piedras, pero preferí no interrumpir la marcha.

Avanzamos unos quinientos metros más que se hicieron bastante pesados, pero finalmente nuestras linternas iluminaron el fin de la acequia central que se precipitaba en un hueco protegido por una reja. Encima, por un arco de medio punto decorado austeramente con motivos muy deteriorados se accedía a una amplia estancia de la que salía algo de luz. Dentro había algunos muebles viejos, un colchón y poco más. Era el hogar de nuestro amigo. Todos quedamos bastante decepcionados, pues esperábamos algo más emocionante al final del pasadizo.

De dentro de un putrefacto arcón de madera el hombre sacó un libro que él y Eva se pusieron a observar con gran atención. Nosotros dos nos sentamos en un par de taburetes a la espera de algún comentario por parte suya. Mientras tanto pude fijarme en aquella extraña sala. Se trataba de un espacio casi circular en el que los escasos

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muebles estaban repartidos por sus paredes rodeando la habitación, en el centro había una gran mesa de madera con algunas sillas y taburetes, en dos de los cuales estábamos sentados. Las pocas velas que iluminaban las paredes daban un aspecto bastante fantasmagórico a la piedra caliza llena de manchas en los muros. Pensando en esto estaba cuando, de pronto, empecé a fijarme en una porción concreta de la pared derecha cercana a la entrada y justo enfrente de mí. Una silueta cuadrada de una puerta se dejaba entrever iluminada por las velas. Me levanté y le hice una seña a Marcos con la intención de que me siguiera, mientras Eva y el hombre continuaban hablando animadamente, mientras hojeaban el libro entre sus manos. Y, efectivamente, estaba en lo cierto, al tacto se delataba la presencia de una puerta tapiada y oculta. Marcos fue golpeando levemente el muro y al hacerlo sobre la marca notó que sonaba hueco, era una falsa pared y posiblemente no muy resistente.

– Mirad –dije, dirigiéndome a Eva y al hombre.– Ambos retiraron la vista del libro y se

acercaron.– ¿Sabéis lo qué es esto? –dijo Marcos con

aires de superioridad.- Es una puerta secreta.– Pues yo no veo nada –reconoció

sinceramente Eva.– Sí, ¿no ves la marca en el muro?

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– ¡Es cierto! –gritó excitado nuestro nuevo amigo.- ¡Apartaos, que la echo abajo!

Creímos que le había dado algo, pues inmediatamente corrió como un poseso para estamparse contra la supuesta puerta. Esta crujió con un sonido sordo, pero la pared no cedió. Asegurándonos no haberse lastimado, finalmente de una fuerte patada la derrumbó.

Cuando se disipó un poco la polvareda fue Eva la primera en entrar, antes de que pudiéramos contenerla. Una vez dentro no dijo palabra y tuvimos que esperar a saber lo que había por nuestros propios ojos. Nos encontramos con otra sala no muy grande, esta vez rectangular, en cuyo fondo había una especie de altar con una imagen de la Virgen sobre él.

– Increíble –balbuceé.– ¡Yo sé lo que es! Es una Virgen, la Virgen de

La Soledad, la que desapareció, nos lo contó un profesor. ¡Es alucinante! –dijo Marcos.

– ¿Cómo sabes que es esa y no otra? –dije yo.– Lo pone ahí, en la placa de abajo. Mira:

“Virgen de La Soledad.1474”– ¡Qué bonita! –exclamó Eva.Los tres nos acercamos a ella, mientras

pensativo el hombre permanecía al fondo de la estancia. La imagen no parecía en muy mal estado.

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– ¡Hay que sacarla de aquí! ¡Saldremos en los periódicos! –gritó Marcos-. Intentamos cogerla entre nosotros tres, pero pesaba demasiado.

– Ande, ayúdenos a llevarla –dijo Eva.– ¡No! Estaos quietos. Está es mi casa. No os la

podéis llevar –dijo el hombre.– Pero hay que sacarla para llevarla a un museo

– exclamó Marcos.– ¡No! ¡No! Es mía, está en mi casa y es mía

-repetía sin cesar el hombre.Se acercó para intentar retirarnos. Nosotros en el

intento de evitarlo lo esquivamos en un brusco movimiento que hizo que la estatua se nos escurriera. Entonces Eva recogió algo del suelo y dijo:

– ¡Eh! Mirad lo que he encontrado.Nuestro forcejeo cesó y dejamos que el hombre

se aferrara a la estatua. Iluminé con mi linterna lo que Eva sostenía en la mano, era una especie de tapa de cuero.

– Es de la estatua, eso ha tenido que salir de la estatua –dijo Marcos.

– Ya la habéis roto, es que mira que sois bestias –escuchamos la voz de Beatriz, su hermana mayor, a nuestras espaldas.

– Marcos se enfadó y le acusó de habernos seguido.

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– Pues claro, –respondió ella– no iba a dejar que os metierais en una tumba vosotros solos. Dejadme que vea esto.

Beatriz encontró un orificio en la parte trasera de la imagen donde encajaba la tapa de cuero y convenció al hombre de que no haríamos “daño” a su virgen, extrayendo un mohoso pergamino de su interior. Leyó en voz alta:

El día de veinte y dos de junio del año mil cuatrocientos y treinta y cinco de Nuestro Señor fue bautizado en esta iglesia del Convento de San Francisco de Guadalajara por la gracia de Dios el niño llamado Cristoforo Colombo, siendo su padrino el Excelentísimo Señor Don Iñigo López de Mendoza y de la Vega, Duque del Infantado.

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