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UN POEMA INVISIBLE Y OTROS QUE SE PUEDEN VER Roy Berocay AUXILIO:¡MADRES! [Fragmento] Malí Guzmán UNO DE MOCOS Magdalena Helguera OJOS GATUNOS Sergio López Suárez EL TORO AZUL Ignacio Martínez EL LAPICITO VERDE Susana Olaondo LOS POEMAS DE TIMOTEA Lía Schenck SIGNOS EN EL CUADERNO DE HECHIZOS Helen Velando 9 11 14 15 17 21 24 25 PRIMERA PARTE INFANTILES

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CUENTO CONTIGO PARA VIVIR LA LECTURA

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UN pOEma INvIsIblE y OTrOs qUE sE pUEdEN vErRoy Berocay

aUxIlIO:¡madrEs! [Fragmento]Malí Guzmán

UNO dE mOCOsMagdalena Helguera

OjOs GaTUNOsSergio López Suárez

El TOrO azUlIgnacio Martínez

El lapICITO vErdESusana Olaondo

lOs pOEmas dE TImOTEaLía Schenck

sIGNOs EN El CUadErNO dE hEChIzOsHelen Velando

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prImEra parTE INfaNTIlEs

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Una amiga que sabe

Me dijo una amiga que sabe que para hacer un bebé hay que usar piel muy suave, como una caricia de viento, como una manta de lana tejida por un ángel viejo.

Me dijo también que hay que darle pies para bicicletas y brazos para abrazarte.

Me dijo una amiga que sabe que para hacer un bebé hace falta llanto que estalle, que sea grito y chirrido para que solo lo calle la tibia piel de su madre.

Me dijo también que hay que darle ojos llenitos de luces y sueños inalcanzables.

Roy BerocayUN pOEma INvIsIblE y OTrOs qUE sE pUEdEN vEr

Me dijo una amiga que sabe que para hacer un bebé hace falta un amor.

Mi secreto

Tengo un secreto enorme que guardo con toda el alma, es tan redondo y perfecto que lo guardo en una caja.

Es un secreto alegre que a veces casi se escapa y tengo que hacer más fuerza por no gritarlo con ganas.

A veces rebota alto desde el techo hasta mi cama y vuelve a saltar contento de regreso hacia mi almohada.

Lo llevo siempre conmigo a la escuela en la mañana; es un secreto tan tibio que ella no sospecha nada.

UN pOEma INvIsIblE y OTrOs qUE sE pUEdEN vErRoy Berocay

aUxIlIO:¡madrEs! [Fragmento]Malí Guzmán

UNO dE mOCOsMagdalena Helguera

OjOs GaTUNOsSergio López Suárez

El TOrO azUlIgnacio Martínez

El lapICITO vErdESusana Olaondo

lOs pOEmas dE TImOTEaLía Schenck

sIGNOs EN El CUadErNO dE hEChIzOsHelen Velando

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Domingos de familia

Es domingo al mediodía, es día de mi familia; llega mi abuelo sin pelos y la chiflada de mi tía junto a una abuela tan vieja que dinosaurios corría.

Están también veinte primos pequeños y escurridizos que saltan sobre los muebles y avanzan todos en fila como enanos guerreros de alguna tribu perdida.

Hay hermanos y sobrinos traviesos y delincuentes;

mientras mi abuelo se duerme ellos le roban los dientes que ocultan, los muy graciosos, en la sopa bien caliente.

Y cuando llega la tarde mi tía recita poemas; mientras mi abuela descansa y ronca como ballena, los primos ríen y se burlan de sus enormes caderas.

Me gustan mucho los domingos con familia y casa llena aunque se quejen los vecinos por gritos y por peleas, aunque mi madre desmaye después, por tanta tarea. n

Yo tengo un secreto enorme que guardo con toda el alma porque si yo te lo cuento seguro que se me acaba.

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Malí GuzmánaUxIlIO: ¡madrEs! [Fragmento]

El minuto fatal

«Madre hay una sola» repetía la tele cinco o seis veces en cada tanda. «¡LLAME YA!»

Martina no escuchaba mucho, aprovechaba las tandas para pensar en Javier. Le gustaba decirle «Javier» aunque todos lo llamaran «Javo». Era como tener un secreto compartido. Y como no tenían ninguno, por lo menos el llamarlo Javier le daba algo de exclusividad en su relación con él.

Pero, ¿cuál era exactamente su relación con él? Amigos, sin duda. Súper, híper-amigos. Pero Martina sentía algo más, ganas de ser su no-via, por ejemplo. Solo que era imposible saber si Javier sentía lo mismo. Bah, saber si «sentía» ya era bastante difícil. Simpatía, compañerismo, esas cosas claro que sí, pero cuando ella lo miraba fijo-fijo para ver si él se avivaba e iba un poco más allá de la amistad… ¡ufff! esos momentos eran lo peor.

La mirada de Martina lo convertía en un mutante. Primero queda-ba duro como un Ken de plástico. Después pasaba de estar colorado a ponerse pálido como un vampiro. Y al final, peor. Porque los vampiros tienen algo atractivo (por lo menos en las películas) y además no tarta-mudean. Javier en cambio se ponía a hacer chistes pavos hasta que se le iba la tartamudez y comenzaba algo que Martina apreciaba pero la hacía avergonzar: la trataba igualito, igualito que a una hermana. Muy, muuuuy querida,… pero hermana.

En fin, que era imposible saber qué hacer con él, por ahora lo mejor sería no perderlo. Aunque fuera como amigo. Martina no podía ni imagi-

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nar una vida sin tenerlo al lado, así que se aguantaba eso de la «hermana del alma»: algo es algo.

«¿¿Madre hay una sola??», seguía chillando la tele.Aburrida de la tele y aburrida de la indecisión de Javier, trataba de

concentrarse en su cuadernola. La mañana siguiente tenía escrito de historia, pero no había caso. No podía memorizar ni una sola fecha, ni un solo héroe o batalla. ¡Si al menos se tratara de historias de amor!

Dicen que Artigas era bien enamoradizo, ¿por qué entonces insistir tanto con la batalla de Las Piedras?… ¡y el Éxodo!

¡Si habrá habido allí historias de amor! Eso lo contó la profe como de pasada (¡justo lo más importante!). Que los curas no daban abasto casando parejas jóvenes, porque si no las casaban se juntaban igual y se escapaban al monte. Así que mejor casarlas. Y encima, ricos con pobres, algo que en esa época era bien difícil, cualquiera se enamoraba de cualquiera en el Éxodo. De eso podría escribir si le tocara el tema, pero estaba segura de que la profe no estaría de acuerdo. Preguntaría cosas imposibles de recordar: lugares donde acamparon, número de personas, los motivos de bla, bla, bla. Pero de amor, nada de nada.

«Los tiempos cambian y la tecnología mejora nuestra calidad de vida», seguía gritando el tipo desaforado en la tanda, «no razone como en el siglo pasado, adáptese al presente y obtenga la felicidad.»

«¡Ja!, la felicidad con un escrito de historia, unos apuntes imposibles de entender y un ¿amigo? tan imposible de entender como los apuntes.» Eso pensaba Martina mientras su mamá le gritaba desde la cocina: «¿Po-dés apagar esa cosa y ponerte a estudiar en serio? En diez minutos está la cena pronta y vos todavía ni siquiera te bañaste. ¡Ay, por favor, apurate o el guiso se me va a pasar.»

«Uf, qué capacidad de juntar tantas maldades en una sola frase —pen-só Martina— escrito, baño, su eterna política anti-tele… y ¡guiso!… aggghhh…», en momentos así desearía ser huérfana.

La tele insistía con la propaganda y Martina decidió escuchar un mi-nuto a ver qué pavada querían venderle esta vez:

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««Madre hay una sola» ya es concepto antiguo: ahora puede elegir una a su medida. ¡SÍ! LLAME YA. Si llama en este mismo instante se lleva una madre perfecta, la que siempre soñó. Y por el mismo precio, otro pariente accesorio a su entera elección. Oferta limitada hasta agotar stock. Advertencia: ya no quedan tíos. ¡LLAME YA!»

¡Uau! Esta vez la oferta parecía interesante. Aún con ciertas dudas, Martina comenzó a mirar detenidamente los distintos modelos que apare-cían en pantalla. Madres tiernas, madres loquísimas, madres melancólicas. Su atención se detuvo en una bien distinta a la suya. Vestía un trajecito elegante, como de ejecutiva y estaba equipada con laptop, celu último modelo y no tenía aspecto de cocinar guisos.

Pero Martina dudaba. No tanto por cambiar de madre, sino porque el «Llame ya» casi siempre era re-trucho. Su madre verdadera ya se había comprado tres limpiavidrios que no limpiaban y su tía tenía arrumbadas dos bicicletas fijas donde era imposible pedalear, diez cremas antiarrugas y un caminador que marchaba para atrás. Se sentía un poco ridícula pare-ciéndose a su tía. Pero la oferta esta vez era de verdad muy tentadora.

«Modelo 5», decía la imagen que le pareció más apropiada (esa ma-dre que, por lo visto, apreciaba las computadoras y los celulares, y que jamás pero jamás se pondría un delantal para amenazarla con un guiso de arroz).

«Dale, nena, que se me pega todo. Después te quejás de que no te gusta la comida. Habrás estudiado bien, me imagino. No me vaya a en-terar después que te sacás una mala nota ¿eh? No salís por un mes, ¿te queda claro?»

Claro, clarísimo le quedó a Martina. Ese era el comentario que faltaba para que se decidiera a tomar el teléfono y concretar la compra. No en-tendía muy bien el mecanismo, pero ya se lo explicarían en la empresa o le darían un manual para entender bien cómo cambiar una madre por otra. La decisión estaba tomada. n

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Magdalena HelgueraUNO dE mOCOs

Mi amigo Luis se acaba de sacar un moco y se lo está pegando en la moña. La maestra explica la división entre seis, y el moco, redondo y verde, parece un grano en la moña de Luis.

Catorce para seis. El moco brilla y parece que se ríe. Al catorce, dos. ¡Entra una mosca al salón! La mosca vuela y se para en el escritorio.

El que no atiende no sale al recreo, ¿eh?¡Ahí va, ahí va la mosca hacia la moña de Luis! Seguro que se para

en el moco. La mosca planea, revolotea, Luis se la espanta, me quedan cuatro, ¿me alcanza?, la mosca vuela hacia Julia pero parece que vuelve, se va... se va... se va... ¡Goooool de la mosca en el moco de Luis! Justo en el medio. Ahora vuela otra vez, con parte del moco de Luis pegado a las patas. ¿Adónde lo irá a llevar? ¿A la trenza de Laura? ¿A los lentes del Moncho? ¿A la lapicera de la maestra? Cuando vaya a corregir los cuadernos el moco se le va a...

—Va a pasar a explicar Juan que se ve que sabe mucho, porque está muy interesado en otra cosa.

La mosca vuelve a salir por la ventana.Se lleva en las patas, vaya a saber adonde, parte del moco de Luis y

todo mi recreo. n

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Sergio López SuárezOjOs GaTUNOs

Mateo se sorprendió mucho al ver a aquella niña pintando el muro del frente de la escuela de su barrio. En verdad, lo que más le sorprendió fue la hora en que esa niña estaba allí. Mateo regresaba del trabajo bas-tante más tarde de lo habitual, porque había cumplido las tareas de un compañero que se había accidentado. Era una noche sin luna, y solo dos focos de luz permanecían encendidos para iluminar el frente del local escolar. Aun con esos focos encendidos, el muro con rejas que rodeaba la escuela, del lado de afuera quedaba en penumbras. Tal vez por eso, al principio Mateo no distinguió a la niña que tenía un pincel en una mano y un tarrito de pintura en la otra.

—¿Qué hacés aquí a esta hora?— le preguntó Mateo a la niña, acer-cándose despacio.

—Pinto—le respondió ella sin siquiera mirarlo.—¿Pero tus padres saben que estás sola aquí, haciendo esto?—No sé si mis padres saben que estoy aquí. Cuando salí, ellos estaban

durmiendo.—¿Y no te parece peligroso estar sola, de noche, siendo tan tarde y

en una zona tan oscura como esta?—La verdad es que yo no siento miedo. Además, siempre, siempre,

pinto de noche.—¿Y cómo hacés para ver, si yo, con mucho esfuerzo, apenas puedo

verte la cara?—¡Ah! ¿Usted no puede ver lo que estoy haciendo? Yo veo todo per-

fectamente.Mateo se mantuvo en silencio. La niña dejó el tarrito de pintura en el

suelo, apoyó el pincel sobre un pedazo de cartón y miró con sus ojos gatu-

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nos hacia la cara de Mateo. Cuando él vio el brillo verdoso que despedía la mirada de aquella niña, sintió un pequeño escalofrío que le hizo dar un paso hacia atrás. Ni bien se detuvo, la increpó con dureza, pues deseaba borrar la extraña sensación que esa niña había despertado en él.

—¡No te creo! Me parece que te estás burlando de mí.Ella pareció ignorar el reclamo de Mateo, levantó una de las cejas y

le preguntó con ironía:—¿Acaso no alcanza a ver lo que estoy dibujando? Acérquese bien y

podrá verlo. Mateo tuvo que agacharse para acercarse al dibujo. Se aproximó tanto

que su nariz rozaba la aspereza del portland. Mientras él escudriñaba las sombras de la pared, vislumbrando los trazos que la niña había pintado, ella entrecerró sus ojos y sacudió la cabeza, como si estuviera desconforme con la escasa visión que parecía tener ese hombre que brotó de la noche para pararse a su lado.

De pronto, Mateo quedó petrificado, e inmediatamente se levantó de un salto, exclamó «¡NO PUEDE SER!», y se perdió corriendo, tragado por la oscuridad que lo separaba de su casa.

La niña sonrió, tomó nuevamente el pincel, lo enjuagó en el aguarrás que tenía en una lata de arvejas y lo secó en el cartón. Luego hundió el pincel en otro tarrito que contenía un color diferente. Enseguida escurrió un poco el exceso de pintura y continuó coloreando su dibujo. Mientras hacía todo esto, entonaba una canción que describía aquello que estaba pintando: Érase una niña que hundida en la noche / pintaba una escena / sobre el muro blanco / de una oscura escuela. / Su pincel trazaba / con arte y soltura / la imagen de un hombre / con cara de miedo / mirando una niña…

Al amanecer, cualquiera que observara el muro de la escuela podría ver la nueva ilustración. También podría reconocer, sin dificultad alguna, la cara aterrada del vecino Mateo mirando a una niña —de ojos gatunos— aferrada a un pincel. n

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Ignacio MartínezEl TOrO azUl

Nunca nadie pudo pensar que existiera un toro de ese tipo, pero Joselo lo descubrió una mañana en pleno campo y rápidamente le contó a su padre que se lo contó al capataz, que a su vez se lo dijo al dueño del campo, quien se lo comentó al criador de toros de lid. Es que aquel toro joven, pero ya robusto, era absolutamente negro, negrísimo, tan negro que con la inclinación de los rayos del sol del mediodía o de las primeras horas de la tarde, se volvía completamente azul. Inmediatamente todos hicieron el cálculo del atractivo que tendría un toro bravío, preparado para la arena, con ese color tan llamativo. Todos menos Joselo, que enseguida entabló una amistad muy fuerte con el animal, al punto que lloró desconsolada-mente el día que se lo llevaron al campo de entrenamiento a cambio de unos euros que vinieron muy bien a la familia.

Hay quienes dicen que el toro azul también lloró, pero nadie creyó en esas tonterías, salvo la abuela de Joselo que, sin que nadie dijera nada, abrazó a su nieto y le murmuró al oído «yo sí te creo».

Varios meses duró la preparación del animal, hasta que surgió la oferta de mostrarlo en público y el anuncio fue comunicado a viva voz por to-dos los medios de prensa que llegaron hasta la capital. Un toro azul sería presentado ante el torero más grande del momento, con el fin de que éste lo derrotara hasta la muerte, con la última estocada que le partiera el corazón.

Joselo pidió desesperadamente que detuvieran la corrida, pero nadie le hizo caso, salvo la abuela, que organizó la mentirilla espléndida de visitar familiares lejanos en la ciudad donde tendría lugar el sacrificio. Le pidió a Joselo que la acompañara, pero advirtiéndole al niño que, si iban a la arena, él sufriría mucho cuando viera a su amigo azul desplomarse muerto,

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con el corazón partido, después de mil provocaciones, heridas, varillas clavadas, engaños y otros ardides del experimentado torero, que buscaría lucirse ante miles de personas presentes y cientos de miles mirando por televisión, en sus casas, el sacrificio del bello animal español que tendría la particularidad de brillar de color azul, con los rayos del sol, a la hora exacta en que sucedería su muerte.

El domingo llegó. Joselo y su abuela tomaron el tren a la ciudad y se dirigieron directamente a la arena con los billetes de las entradas adqui-ridos con buena antelación. No cabía un alma en aquella plaza y todo estaba preparado para que, de un momento a otro, ingresase el matador famoso, cosa que hizo acompañado de otros toreros y varios lanceros montados en caballos, cada uno resguardado con acolchados sobre sus pechos, sus costados y sus ancas, más parecidos a caballos de la Edad Media que a animales del siglo veintiuno, entrenados para hacer frente al toro, si fuera necesario.

El torero vestía ropa amarilla, ajustadísima, con adornos rojos y pla-teados. Su capa granate, recogida sobre su hombro derecho, y su paso lento, firme, varonil y elegante, saludando con su mano derecha alzada y sosteniendo la montura, le daban un porte de inmensa seguridad.

La música de violines y guitarras cesó. Las trompetas callaron. Todos los que formaban parte del espectáculo salieron de la arena, menos el torero, que giró sobre sus talones y miró fijo la puerta por donde entraría el animal azul.

El sol estaba en su máxima altura cuando el cerrojo se corrió y apare-ció, nervioso, mirando para todos lados, el toro amigo de Joselo, mucho más grande que como lo había dejado la última vez, musculoso, enérgico y con dos enormes astas cuyas puntas eran el arma más fuerte que toro alguno podía tener.

Lo demás lo hizo el sol y la exclamación fue unánime; todo el toro se volvió de un azul intenso que contrastaba claramente con sus cuernos amarillos y sus ojos casi desorbitados, que dejaban ver las líneas rojas del odio y la condena. El animal vio la capa roja que se movía en el centro de

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la plaza y ya nada más lo distrajo; bajó su cabezota, apuntó la cornamenta hacia ese sitio y atropelló. El torero, casi sin moverse, con cierta inclina-ción curva, el cuello partido hacia abajo y su brazo izquierdo tapado por la capa, lo dejó pasar y giró como el eje de un molinete, convirtiendo al toro y a su propio cuerpo en una espiral perfecta que el público aclamó. Luego el hombre se alejó unos pasos y volvió a provocar. El toro azul atacó una y otra vez en vano, más atraído por la capa roja que se movía que por el torero que la sostenía.

Las dos primeras varas se clavaron sobre el lomo del animal que ¡por primera vez! dejó de ver la capa, sacudió su cuello y su cabeza, y en esa recorrida de miradas hacia la masa colorida en las gradas, descubrió por una fracción de segundo un rostro conocido. Joselo advirtió que el toro azul lo había visto y su corazón comenzó a palpitar a toda velocidad, al tiempo que sus lágrimas brotaban sin detenerse, como la sangre del toro que avanzaba lomo abajo, dando brillo de laca a su cuero ahora azul violeta en los lugares por donde corría el dolor rojo de sus heridas.

Otras dos varas se clavaron casi en el mismo lugar que las anteriores, abriendo una herida profunda por donde manaba mucha sangre, en medio de los aplausos, los vítores y los vivas de la gente.

El toro azul, por un momento, se sintió mareado y el torero algo ad-virtió en los ojos de la bestia porque retrocedió varios pasos, actitud que no estaba prevista a esa altura del enfrentamiento.

Lo que el hombre notó fue que el toro parecía estar rezando, llamando a alguien, moviendo sus labios, no como los animales que pastorean, haciendo círculos con sus mandíbulas masticadoras, sino como los humanos que hablan. Nunca nadie podría afirmar haber notado nada, salvo Joselo y su abuela, que vieron lo mismo que el torero: la transformación del toro azul en la emblemática figura del toro del cuadro de Guernica, de Picasso.

La cara del torero ahora era una máscara quieta, como de estatua de cera. Ya no se movía y el toro se le fue acercando lentamente, rodeándo-lo, casi envolviéndolo. Caballos y jinetes, toreros y ayudantes, salieron a la arena para auxiliar a aquel torero inmóvil que de un momento a otro

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sería atravesado por una de las astas del enorme toro azul, el que, por una razón inexplicable para la inmensa mayoría de los espectadores, lo había paralizado.

Joselo se puso de pie. La abuela también. Ambos comenzaron a aplaudir la victoria del toro que, sin embargo, no atacó ni corneó, sino que sólo se limitó a girar alrededor del hombre quieto, corriendo, cada vez a mayor velocidad. Nadie se animaba a acercársele. Todo era demasiado excepcio-nal como para interrumpirlo. La muchedumbre estaba absolutamente absorbida por la escena y nadie notó que Joselo se lanzaba a la arena y en fracciones de segundos se paraba al lado de su amigo azul, que ahora sí parecía estar dispuesto a matar al hombre hipnotizado.

—No lo hagas —pidió Joselo que había pasado a ser el centro de la atención del mundo. El animal levantó su cabeza cuanto pudo y su imagen era de victoria, de honor, de valentía e hidalguía, fue la propia de los toros más genuinos de España, los que mueren luchando o los que perdonan.

El matador, paralizado, se sintió como un pobre asesino que no sabe lo que hace y por un instante pensó en las ventajas que siempre tenía sobre el toro, condenado a morir, de antemano.

Un grupo de hombres entró al ruedo y sacó al torero, que seguía duro como una estatua de piedra. Joselo tomó una a una las varas clavadas sobre el lomo del toro azul y las sacó de las heridas, arrojándolas a los pies de la muchedumbre callada. Lentamente, niño y toro salieron de la arena por un pórtico grande que daba a un patio donde los esperaba un camión que los trasladaría a las tierras de Joselo.

Del toro azul no se supo más nada. De Joselo tampoco, salvo el comen-tario de una muchacha que trabaja como guía en el museo Reina Sofía de Madrid, que dice que hay un joven que viene muy seguido a ver el cuadro de Picasso y que le enseñó a ella que hay ciertos días en que la luz alumbra de tal manera la creación, que el toro parece adquirir delicados tonos azulados, cosa que nadie sabe si está en la pintura realmente o en la imaginación o la retina de las personas que lo miran. Ella ha llegado a decir que ese muchacho le ha contado que, lejos de allí, viven los des-

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cendientes del verdadero toro que inspiró aquella vez al artista famoso y que aguardan el día en que puedan recuperar los pedazos perdidos de España. n

Susana OlaondoEl lapICITO vErdE

Una noche, muy tranquilo, Paco dibujaba un libro para niños, hasta que llegó el momento de pintar. Buscaba y buscaba y no había caso, no encontraba los lápices de colores.

Paco era muy ordenado con sus materiales de trabajo, pero no tenía idea dónde podían estar o en qué lugar los había dejado.

Estaba tan cansado que casi no podía pensar. Sin embargo, en un momento de iluminación, recordó con horror que la semana anterior se los había prestado a un amigo.

Ciento cuarenta y tres ideas se cruzaron por su cabeza, pero como era un tipo muy ingenioso y no se achicaba así nomás, se le ocurrió ha-cer un libro que fuera todo en blanco y negro.

Primero dibujó con negro sobre blanco, después con blanco sobre negro, miró bien y pensó: «Si fuera para una revista de decoración, a lo mejor servía…, pero no se parece en nada a un libro para niños. ¡Esto va a quedar aburridísimo!»

Por suerte recordó que tenía guardadas unas hojas de todos colores que podría usar para hacer los fondos. Y como era un tipo muy ingenioso y no se achicaba así nomás, empezó a dibujar cosas y animales que fueran en blanco y negro ya desde el nacimiento.

Dibujó un gato blanco, una luna, un ratón, un iglú, un pingüino…También una vaca, una nube de tormenta, un pato, una oveja negra

(que dicen que son bien bravas, pero esta le salió con cara de buena).

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Dibujó una cebra, un oso panda y un perro dálmata. «Mmmmm…interesante», pensó, «puede ser una buena idea y solo

tengo que usar el blanco y el negro». Lo que ni se le ocurrió pensar fue lo que iba a pasar más tarde: el

ratón empezó a correr al gato y el gato al perro…¡NOOO! En realidad el perro empezó a correr al gato y el gato al ratón.

El perro maullaba, el gato ladraba …¡NOOO! El perro ladraba y el gato maullaba y el ratón aunque casi ni se lo oía, decía algo así como: miñemiñemiñe…bien despacito: miñemiñemiñe… ¡Más despacito!: mi-ñemiñemiñemiñe…

Con tanto ruido todos los animales salieron a ver lo que pasaba y justo en ese momento el ratón que, como todo ratón, era rapidísimo, pasó corriendo a toda velocidad por las páginas.

Al verlo todos gritaron: ¡UN RATÓN! Y como en los casos de incen-dio, se fueron corriendo por la salida más próxima hasta encontrar un lugar más seguro.

¿Quieren saber qué hicieron? Hicieron lo que hace todo el mundo en esos casos, se subieron a un banquito. Por suerte no estuvieron mucho tiempo así parados, ya que la posición era bastante incómoda y porque el pingüino ordenó:

—«¡¡¡Rápido, rápido, todos al iglú !!!!» Salieron a toda velocidad a meterse en el iglú que, como corresponde, era todito de hielo.

El pingüino, que es un bicho del frío polar, se sentía como en su casa. Pero la oveja, la vaca, la cebra, el oso Panda, el pato, la nube, el perro y la luna —que aunque estaba afuera siempre acompañaba— empezaron a temblar y a dar diente con diente y pico con pico.

Temblaban tanto que el libro se empezó a mover y además se escucha-ba: ¡clac, clac, clac,clac,! que, multiplicado por nueve, no me pregunten cuánto es pero era un ruido bárbaro.

El dibujante, que si bien era un tipo ingenioso y no se achicaba así nomás, nunca pensó que le podía pasar esto y además era imposible dibujar con un libro en movimiento.

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Agotado porque la cosa se le estaba complicando demasiado, achicó al ratón que era el animal que le ocasionaba más problemas, al tamaño de una mosca. Dibujó un pedazo de queso más bien grande como para que se quedara quieto comiendo y no apareciera más y también en pe-nitencia, lo mandó al final del libro.

Mientras trataba de dibujar con una mano, con la otra buscaba algo en el bolsillo. El bolsillo era el lugar donde siempre guardaba las cosas importantes.

Allí encontró: 4 boletos usados, una piedra bien lisa, un montón de semillas de sandía, un caracol que le había regalado la novia, 3 tornillos, un llavero sin llaves, 3 llaves sin llavero, unas cáscaras de maní y allá en el fondo, bien pero bien en el fondo encontró lo que buscaba: ¡El lapicito verde! (siempre lo llevaba porque era chiquito y le daba buena suerte).

A toda velocidad pintó de verde un pasto. Por suerte los animales empezaron a comer y se tranquilizaron.

El perro y el gato también comían mientras recordaban otras comidas mucho más ricas y pensaban que eso de ser vegetarianos iba a ser solo por este libro.

—¿Y la nube? —preguntó el pingüino.—¡Me olvidé de la nube!¡No lo puedo creer! —dijo Paco, cansado. En las nubes de tormenta no se puede confiar y lo único que faltaría

es que se le ocurriera ponerse a llover y se mojara el libro. Paco la recortó y la pegó en la última página.

Paco, por más ingenioso que fuera y que no se achicara así nomás, estaba tan pero tan cansado, que se durmió sobre el libro.

Volvió a soñar con los animales en blanco y negro pero ahora estaban todos reunidos en una fiesta de disfraces divertidísima a la que podía entrar todo el mundo, con una única condición: siempre que todos estuvieran vestidos de muchísimos colores. n

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Lía SchencklOs pOEmas dE TImOTEa

El chajá rockero

Por el río Uruguay un camalote navega como un barco verde y blanco sin vela y sin timonel.

En el barco camalote va un tero, va un alguacil, una hormiga colorada, un sabiá y una lombriz.

Van a un festival de rock cerquita de Paysandú. El teatro al aire libre tiene la boletería en el tronco de un ombú.

El artista principal es el chajá Baldomero. Tiene las plumas teñidas todas de color azul, usa chaleco de cuero y un par de lentes de sol.

Él mismo toca guitarra batería y saxofón, porque la banda se fue a un concierto de raperos.

Navegan los navegantes sin vela y sin timonel para llegar al concierto que va a empezar a las diez.

Y más vale que se apuren, porque si no se lo pierden. Este concierto es en vivo y no se ve en internet, no se escucha por la radio ni lo pasan por tevé.

En avión

Un avión cuatrimotor rojo blanco y amarillo pasó volando una tarde cerca de Cuñapirú.

Como volaba bajito casi todo el mundo vio que iba solo un pasajero, un piloto, un copiloto dentro del cuatrimotor.

Una liebre era el piloto copiloto era un tatú ¿Y quién era el pasajero con moderno largavista

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una cámara de fotos y una laptop de cartón?

Era bajo, era gordito era verde, era panzón tenía manchas en el lomo boca grande de buzón. ¿Quién volaba aquella tarde en aquel cuatrimotor?

Una liebre era el piloto, el copiloto, un tatú, y el famoso pasajero, era un sapo que, desde el aire, quería ver las famosas sierras de Cuñapirú.

Poema con hormigas

Por las sierras de Aceguá van setecientas hormigas.

Una va detrás de otra; cada cual lleva su carga, carga verde, carga roja.

La primera va contenta con su hojita de arazá. La última va muy triste y mirando para atrás en voz baja va diciendo: «No me gusta y no me gusta no me gusta ir al final».

Un ciempiés que la escuchó se acercó y con mucho gusto le ofreció su compañía.

Fueron juntos conversando muy contentos todo el viaje. De qué hablaban nadie supo porque nadie lo escuchó.

Así fue que aquella tarde por la sierras de Aceguá van setecientas hormigas y un ciempiés de compañía. Al llegar al hormiguero el ciempiés se despidió. ¿Qué le dijo la hormiguita, qué le contestó el ciempiés? Nadie sabe, nadie supo, yo tampoco lo escuché.

Helen VelandosIGNOs EN El CUadErNO dE hEChIzOs

Yo estaba tranquilo, reposando sin hacer nada. Ojo, no soy un signo al que no le guste trabajar, no, para nada, pero bueno, cada tanto un poco de ocio no viene mal. Soy un signo bien parecido, redondo, rellenito, negro

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en la mayoría de los casos, en otros de distintos colores, depende de la pluma del hechicero. En general diría que me gusta ser claro, me gusta ponerme sobre las íes, pero también me pongo sobre las jotas. Cuando la frase me parece que es muy extensa pongo punto y seguido y después continúo con el mismo párrafo. Ahora, si creo que hay que cambiar de tema y que no da para más, pongo punto y aparte. Así soy yo: un punto bien definido y no me ando con vueltas.

De pronto, la vi venir por la lomita. Venía como siempre la flaca, un poco torcida. Yo no sé qué me pasa con ella, creo que es un tema de piel: siempre terminamos discutiendo. Esto no me pasa con los otros signos, y eso que también trabajamos juntos.

—¿Qué hacés, punto? —me preguntó la coma.—Descanso —respondí.—Sí, ya veo. Lo de siempre… —suspiró en tono burlón.—¿Y vos qué hacés?—Una pausa.—Obvio, vivís haciendo pausas. —Es mi trabajo —respondió la coma un tanto molesta.—No tengo ganas de discutir —la corté—. Además, no te olvides de que

a lo mejor tenemos que trabajar juntos.La coma se puso de costado y me miró con fastidio.—¡A mí no me gusta que te me pongas encima! Y mucho menos esa

pavada de Punto y coma, el que no está se embroma.—Son las reglas, querida. Juntos separamos las oraciones coordinadas

y cuando no podés sola yo te ayudo a hacer una pausa mayor, aunque no llegues a ser un punto como yo.

—¿Y después decís que yo soy agrandada? No me dirijas más la palabra y… punto.

—Te quejás, pero me nombrás siempre.Me volví a tirar sobre la lomita y la ignoré, se fue chueca como siempre

y se sentó cerca de una grapa plateada. Al rato vi que llegaban mis primos, uno encima del otro, saltando como dos payasos haciendo piruetas. Son

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adolescentes y por eso trato de tolerarlos. Ya se les va a pasar la pavada; la adolescencia es una edad difícil. Prosigo, venían los dos puntos, uno encima del otro, y cuando me descubrieron se acercaron. La coma ni los miró. Es porque somos familia que no se los banca.

—¿Qué andan haciendo, chiquilines?—Acá andamos, saltando uno encima del otro —contestó el de arriba.—Dirás uno debajo del otro —respondió el punto de abajo.Un segundo después habían cambiado de lugar y se reían como dos

nabos.—¿A qué no sabés a qué vinimos?—Ni idea. —Los dos puntos vinimos a lo siguiente: trabajar y jugar.—Sí, me lo suponía. Es el desarrollo más lógico de la oración, mucha-

chos.—Vamos a dar una vuelta antes de que nos llamen.Y salieron los dos, con aquella forma tan vertical de caminar, uno

sobre el otro, y yo me volví a sentar. Cuando cerré los ojos (porque si los puntos podemos hablar también podemos tener ojos, y en este caso son dos puntitos que a simple vista ni se notan) oí un relajo bárbaro y una canción que bien podrían haber aprendido en el estadio, y llegaron mis otros tres parientes.

—Hola, primo. ¿A qué no sabés a qué vinimos? Vinimos a…—¡Córtenla con el suspenso! —les advertí.—Nosotros, los suspensivos, estamos aquí para…—Para interrumpir, ¡para suspender un enunciado! —respondí mo-

lesto—. ¡Déjenme descansar, caramba!—¡Qué carácter! —dijeron los tres al unísono—. Con razón la coma

no quiere ser tu novia.—¡Desaparezcan! —bufé malhumorado y me quedé contemplando

el techo.La tranquilidad duró poco porque enseguida cayeron dos signos que

están como retorcidos hacia adentro. Ojo, digo esto sin ponerme a criti-

CUENTO CONTIGO PARA VIVIR LA LECTURA

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car, pero se parecen a un gancho. Yo siempre pensé que deben de tener problemas de columna, pero los signos de interrogación nunca se quejan ni nada. Sin embargo, los otros dos, los de admiración, como indican que la frase que está entre ellos debe pronunciarse con entonación exclamati-va, se dan unos aires bárbaros y siempre se andan quejando porque uno está bajo el renglón y el otro arriba. En cambio, los de interrogación solo quieren saber sobre algún tema y no se preocupan si el primero empieza la oración debajo del renglón y el que la termina queda arriba. En fin, cada signo con su tema.

Decía que los veía venir junto con otros parientes míos, porque acá, entre nosotros, somos una familia muy numerosa y hay puntos en casi todos lados, y en ese momento… nos llaman a trabajar.

¡El escándalo que se armó! La coma se quejó, los suspensivos quedaron esperando, los dos puntos se vinieron dando volteretas como jugando al rango, los de interrogación querían preguntar, pero los de admiración se quejaron porque no habían podido descansar ni un poquito. Yo me levanté y arranqué por el cuaderno sin saltarme ninguna raya.

No les voy a decir que fue una mañana tranquila. El dueño del cua-derno de hechizos nos hizo trabajar como locos. Yo después de tantas y tantas oraciones puse punto final y nos fuimos todos a dormir. ¡Fue un día agotador en el cuaderno de lenguaje! n

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