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9 Entra el Master Killah Corría octubre del año 1958 cuando la prensa se hizo eco de los asesinatos del Master Killah. De la noche a la mañana aparecieron más de siete cadáveres en puntos dispersos de Tweenione Town; cada uno en una punta de la ciudad sin más conexión aparen- te que el hecho de haber sido asesinados del mismo modo. Cada una de las víctimas apareció en un callejón distinto de la periferia, zona de escaso tránsito nocturno… Sin testigos, sin pistas. El pri- mero de los cuerpos fue encontrado a eso de las seis y media de la mañana por un operario de industria que iba a trabajar… Vein- te minutos después el programa de radio Briefing in the morning abría su emisión con la espantosa noticia de los extraños críme- nes de Tweenione. Según avanzó la mañana hubo sucesivos cortes informativos que sumaban víctimas al número de cadáveres. Co- mo era habitual en este tipo de programas sensacionalistas tarda- ron poco en enlazar todos los sucesos y asociarlos a un solo autor al que bautizaron con el escabroso apelativo de «el Máster Killah». Entre las elucubraciones del equipo se barajaban teorías como el ajuste de cuentas, tramas de corrupción en el gobierno, la CIA, los Illuminati… No fueron pocas las sandeces que se pudieron escu- char aquel día en toda la prensa nacional. En los días del Master Killah yo, Joe H. Diza, era un joven am- bicioso que trabajaba como aprendiz en prácticas en un periódico No la jodas con peros, Joe.indd 9 17/11/14 12:25

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Apoya este libro en: http://bit.ly/11ja7nT Tweenione Town se ha visto sacudida por una oleada de asesinatos cometidos por alguien a quien la prensa ha bautizado con el nombre de Master Killah. Entre tantas víctimas anónimas, el joven Smith Santana, hijo del poderoso multimillonario Walter Santana; dueño de la ciudad. Este fatídico incidente atraerá a multitud de mercenarios ansiosos de cobrar la recompensa de varios millones de dólares por la cabeza del responsable, el doble si le traen vivo.

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Entra el Master Killah

Corría octubre del año 1958 cuando la prensa se hizo eco de los asesinatos del Master Killah. De la noche a la mañana aparecieron más de siete cadáveres en puntos dispersos de Tweenione Town; cada uno en una punta de la ciudad sin más conexión aparen-te que el hecho de haber sido asesinados del mismo modo. Cada una de las víctimas apareció en un callejón distinto de la periferia, zona de escaso tránsito nocturno… Sin testigos, sin pistas. El pri-mero de los cuerpos fue encontrado a eso de las seis y media de la mañana por un operario de industria que iba a trabajar… Vein-te minutos después el programa de radio Briefing in the morning abría su emisión con la espantosa noticia de los extraños críme-nes de Tweenione. Según avanzó la mañana hubo sucesivos cortes informativos que sumaban víctimas al número de cadáveres. Co-mo era habitual en este tipo de programas sensacionalistas tarda-ron poco en enlazar todos los sucesos y asociarlos a un solo autor al que bautizaron con el escabroso apelativo de «el Máster Killah». Entre las elucubraciones del equipo se barajaban teorías como el ajuste de cuentas, tramas de corrupción en el gobierno, la CIA, los Illuminati… No fueron pocas las sandeces que se pudieron escu-char aquel día en toda la prensa nacional.

En los días del Master Killah yo, Joe H. Diza, era un joven am-bicioso que trabajaba como aprendiz en prácticas en un periódico

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de la comarca llamado Daily Questions. Con tan solo 24 años y re-cién licenciado en periodismo llegué a Tweenione Town dispuesto a comerme el mundo y me encontré en aquella sucia y cocham-brosa redacción, ocupado doce horas al día en llevar café al gus-to a todos los verdaderos periodistas; aguantando sus desprecios. Yo era un «traidor»… «Tráeme esto», «Tráeme lo otro» «¡¡Joe!! ¿Dón-de está mi maldito cappuccino? ¿Te has ido a Colombia a cul-tivarlo o qué?» «¿A esto le llamas cortado? ¡Joder, Joe, esto sabe rayos!». Y así cada día, esperando la oportunidad de cubrir una no-ticia. De entre todos los imbéciles de la redacción, solo uno se in-teresó por mí: El señor Sálvez. Era uno de los periodistas más an-tiguos de la ciudad al que la época de gloria le había pasado hace décadas. No había estudiado periodismo ni nada que se le pare-ciese pero cobró cierta notoriedad tras desenmascarar él solo to-da una red de corrupción en la guarda costera muchos años an-tes. Era un tipo duro de la vieja escuela. Tan de la vieja escuela era que apenas le quedaba un año para jubilarse; y a esas alturas de su carrera todo le importaba un pimiento. Ese hombrecillo gordin-flón de bigotes retorcidos y gafas con cristal grueso se encarga-ba de escribir una columna en la que ponía a parir de una for-ma u otra a todo el mundo. Sus comentarios satíricos eran unos de los principales atractivos de la publicación y le habían hecho ganarse muchos admiradores y también poderosos enemigos (en-tre otros el mismísimo multimillonario Walter Santana). El caso es que este tipo me acogió en su regazo como si fuera su pupilo o quizás su mascota. Cada vez que le llevaba el desayuno, me obli-gaba a sentarme con él a tomar algo. Casi siempre, después de co-merse su pepito de crema, alargaba su mano hasta la máquina de escribir y me daba a leer su artículo del día siguiente, en auténtica primicia… «Toma, Joe, tú que has estudiado. Dime… ¿Qué te pa-rece?», solía decir entre risas. Las primeras veces me ponía tan ner-vioso pensando que aquello era una prueba trampa que la única forma de contestarle que se me ocurría era asentir… Pero poco a poco cogí confianza. Al principio solo le hacía alguna aclaración

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meramente sintáctica o lingüística que él agradecía refunfuñando; pero poco a poco empecé a dar mi verdadera opinión sobre el te-ma y esto sí parecía divertirle, especialmente cuando no estaba de acuerdo con él y le ponía las pilas. Sonreía mientras me echaba bourbon en el café sabiendo que así discutiríamos más. Los jefes, sobretodo el director del tabloide, no veían con buenos ojos estos escaqueos de mis deberes como traidor, especialmente por ser es-to de la mano de Sálvez, a quién no apreciaban demasiado… Sin embargo nunca se atrevieron a decirnos nada.

Nada más ver la luz la noticia de los asesinatos, el departamen-to de policía de Tweenione Town, dirigido por el archiconocido Comisario Peter Rocklas tomó cartas en el asunto de inmediato. Si bien poco se podía hacer por las personas ya fallecidas, el obje-tivo de la policía se centró en contener la masa histérica de pobla-ción que, víctimas del pánico infundido por la noticia, corrió a la armería de la calle Enginer a buscar armas y munición. A la noche siguiente se confirmaron los peores temores del Comisario… Más de doce muertos y treinta heridos por arma de fuego; esencial-mente vecinos que se habían disparado entre ellos cuando saca-ban la basura. Sin embargo, entre los doce fallecidos había tres víc-timas de extrema relevancia. Dos de ellas fueron encontradas en la periferia siguiendo el mismo modus operandi que las del día an-terior… Posiblemente también víctimas del Master Killah. La ter-cera víctima, cuya identidad no se conoció en el momento, tam-bién fue atribuida por los informes oficiales de la policía al mismo asesino; pese a que el método había cambiado… Un disparo en la cabeza en lugar del habitual degollamiento limpio… Precisamen-te eso fue lo que me hizo sospechar, aunque no lo único. La si-guiente noche fue la peor, ni más ni menos que trece muertes atribuidas al mismo criminal. Entre los cuerpos hallados había dos policías, tres médicos, un forense, un empleado de limpieza de ta-natorio… Y para colmo se filtró a los medios de comunicación que la víctima anónima de la noche anterior no era tan anóni-ma después de todo. Se trataba del joven hijo del multimillonario

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Walter Santana que había salido de noche para visitar sitios don-de la ley y la corrección moral quedan apartadas. Una muerte in-oportuna… El problemón estaba servido.

Walter Santana era, posiblemente, la persona más poderosa de la ciudad; prácticamente se le consideraba el dueño de Tweenione Town. Poseía acciones en prácticamente todos los negocios de la zona y de forma evidente era el pilar económico de la ciudad. Su hijo Smith Santana era su único heredero, un chico malcriado de 19 años aficionado a las prostitutas y a las drogas… Todo el mun-do lo sabía del mismo modo que todos sabíamos que su asesinato no iba a pasar desapercibido. Ese mismo día Walter Santana emitió un comunicado ofreciendo una recompensa ni más ni menos que de veinte millones de dólares por la cabellera del responsable de la muerte de su hijo… Cuarenta si le traían vivo y atado. Walter quería hacerle sufrir; torturarle durante meses haciéndole padecer la mayor de las agonías de la historia de la humanidad… Cazare-compensas y mercenarios de todo el mundo llegaron a la ciudad en busca del Master Killah.

El día del entierro de Smith Santana, la tensión se mascaba en el aire. Casi toda la ciudad se encontraba sumergida en un falso luto mientras el gentío, más por morbo que por respeto, observa-ba a la misa. Toda la redacción del periódico asistimos obligados al evento. En un lado de la catedral, Walter llorando compungido y clamando venganza. Junto a él todas las personalidades poderosas de Tweenione Town, entre los que no faltaban el Comisario Peter Rocklas, el Alcalde, el Don Rouger (cabeza del sindicato del cri-men a nivel interestatal), varios ricachones y el Fiscal. Mezclados entre la muchedumbre los ojos de varios mercenarios codiciosos y expectantes, buscando y analizando… Y un susurro perspicaz de Sálvez me hizo pensar en que probablemente también estuviese entre los presentes el propio Master Killah.

Sálvez y Santana no se llevaban nada bien; sin embargo aquel día el periodista parecía sentir una lástima especial por su némesis. A la mañana siguiente fue una sorpresa para todos cuando nos en-

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teramos de que Sálvez no había ido a la redacción sino al hospital; para visitar a Walter. El millonario había sufrido una amenaza de infarto aquella madrugada; pero antes de que se hiciese pública esa información, Sálvez ya había comunicado al periódico que no iría a primera hora a trabajar... A media mañana, el periodista llegó a la oficina con una exclusiva.

«El mes que viene comenzará a rodarse la película La verdad so-bre la muerte de Smith que tratará sobre el suceso del trágico asesi-nato, el temible Master Killah y las razones del mismo.»

Para honrar la memoria de su hijo y vengar moralmente su muerte, Walter había decidido producir una película sobre los ase-sinatos de Tweenione. Para ello contrataría a los mejores actores y equipo técnico de Hollywood… Todo el mundo se puso a trabajar en la noticia mientras yo, aprovechando la distracción, me escapé al despacho de Sálvez intrigado por su entrevista con el millona-rio. El hombre no estaba precisamente de buen humor. Revisa-ba con cierto nerviosismo notas y artículos antiguos sin un orden concreto mientras bebía bourbon de forma poco saludable.

—No necesitó café, Joe. Ya he desayunado. —Respondió con tono arisco al verme entrar.

—¡Oh! Bueno, si necesita algo… —Dije mientras pensaba co-mo sonsacarle información.

—No te preocupes, no necesito nada. Lárgate.—¿Se encuentra bien? Le veo agobiado.—¿Se puede saber a qué coño viene tanto interés? ¿No ves

que estoy ocupado?—Nada, nada, jefe. Tan solo pensaba que a lo mejor quería que

le echara una mano con lo que sea que está haciendo.—Jodido novato… —Murmuró mientras paraba un momen-

to para encenderse un cigarro. Nunca antes le había visto fuman-do— ¡Maldita sea, Joe! Pasa y cierra la puta puerta.

Cumplí la orden sin rechistar y me acerqué a la mesa. Sálvez me miraba de arriba abajo con cierta desconfianza mientras mor-disqueaba el filtro del cigarrillo.

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—Muchacho… ¿Cuánto tiempo llevas en la ciudad?—Desde agosto, señor. Unos tres meses. —¿Tienes amigos aquí? ¿Familiares? ¿Conocidos?—No, al menos que yo sepa. Las únicas personas con las que

he hablado más de dos veces son mi casero, mi vecina la anciana del caniche que se empeña hacerme la comida y usted…

—Supongo que tú no eres el Master Killah… —Dijo total-mente serio. Por un momento no supe cómo reaccionar. —Es broma, no me hagas caso.

—No, yo no… ¿Por qué …? —pregunté desconcertado.—Joe. Eres un chico estupendo y muy listo, me caes bien; me

recuerdas a mí cuando tenía tu edad. Escucha chico… —Se incli-nó sobre la mesa y, mirándome fijamente por encima de las gafas, me preguntó—. ¿Cuánto estarías dispuesto a arriesgar para con-vertirte en un auténtico periodista?

—Emm ¿A qué te refieres? —No te lo pienses. Responde sí o no, cojones. ¿Estás dispuesto

a correr riesgos o no?—Sí, supongo que sí pero …—¡Quédate en el sí! No la jodas con un pero. —Me interrum-

pió.—Sí.—Escucha, Joe. ¿Ves esta caja fuerte? —dijo mientras abría su

armario y señalaba un dispositivo de seguridad—. Te voy a dar la combinación…

—¿A mí? ¿Por qué?—Déjame acabar, cojones. Te voy a dar la combinación anota-

da en este trozo papel. Necesito que la guardes y la protejas con tu vida si es necesario. No te puedo explicar mucho más pero es de vital importancia que lo conserves. Si mañana o cualquier otro día no estoy aquí a primera hora y no he avisado antes, debes abrirla. Dentro hay una carpeta con documentos… Debes leerlos. No hables de esto con nadie. ¿Me has oído? Con nadie.

—¿Estás en peligro?

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—Es posible... No estoy seguro. Puede que aún no, pero des-pués de mi columna del número de mañana lo estaré. ¿Me harás ese favor?

—Emm —Dudé por un segundo acerca de dónde me esta-ba metiendo pero Sálvez parecía estar realmente desesperado. Des-pués de todo el era el único que me trataba bien en esa ciudad—. No veo por qué no.

—Dame tu palabra.—¿Qué?—¡Qué me des tu palabra de honor! ¡Tu palabra de periodista!—Claro, sin ningún problema…Te doy mi palabra pero...—No la jodas con peros, Joe… —Se lamentó mientras se lle-

vaba la mano a la cara.—Lo siento. Quiero decir… Me gustaría saber por qué yo.

¿Por qué no el redactor jefe o cualquier otro compañero del pe-riódico?

—Escucha, Joe. No me fio de nadie. Hay algo muy gordo montado y cualquiera de estos cabrones con corbata puede estar en medio. Todos los periodistas de la ciudad hemos echado raíces, tenemos contactos, amistades… A la hora de la verdad cada uno tiene unos intereses que mantener. No les culpo… Cada uno jue-ga sus cartas, Joe. No puedo confiar en que ellos estén de mi par-te… Pero tú aún no has echado raíces aquí; de hecho yo soy tu única raíz. Eres un muchacho inteligente, sabrás apañártelas.

—No entiendo… —Ni tienes que entenderlo, tan solo hazme caso. —Dijo

mientras me metía en el bolsillo de la camisa el trozo de papel con la combinación. —Ahora lárgate a llevar cafés a la gente y no digas ni mú de lo que acabamos de hablar. Ya iba a salir del despa-cho cuando añadió…— Muchacho, tengo fe en ti. Serás un buen periodista… Algún día serás uno de los más grandes.

No hace falta que diga que, a la mañana siguiente, no apareció por la oficina...

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