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«Realmente nada perece, todo va hacia arriba, hacia ...€¦ · «La verdad de la vida es la vida misma, cuyo principio no está en el vientre y cuyo final no está en la tumba»

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  • «Realmente nada perece, todo va hacia arriba, hacia adelante; morir es

    mucho más tranquilo de lo que nos imaginamos» (Walt Whitman)

    «Karonte» Una nueva visión sobre el morir y la muerte.

    Compiladora: Silvia Helena Valencia Madrid.

    Correctora de Estilo: Gloria Lucia Fernández Gutiérrez.

    «Quien es dueño de su vida es dueño de su transición»

  • CONTENIDO

    AGRADECIMIENTOS

    PROLOGO

    INTRODUCCION

    GENERALIDADES

    1. Aprender a morir: Jorge Montoya Carrasquilla, médico gerontosiquiatra.

    2. La voz del silencio: Rubén Darío Correa Dávila, médi-co bioenergético.

    3. Una visión humanista sobre el morir y la muerte: Luis Alfonso Vélez Correa, médico.

    4. Muerte y salud mental: Mario Ruiz Osorio, psicólogo clínico.

    5. La agonía síquica: Mario Ruiz Osorio, psicólogo clíni-co.

    LA MUERTE EN LAS DIFERENTES ETAPAS DE LA

    VIDA

    6. La muerte del adolecente: Adolfo León Ruiz Londoño, psicólogo clínico.

    7. El adulto joven frente a la muerte: Mónica Duque Me-jía, médica psiquiatra.

    8. El adulto maduro hacia la muerte: Silvia Lucía Gaviria Arbeláez, médica psiquiatra.

  • 9. El viejo frente a la posibilidad de morir: Dora Luz Gon-zález Jiménez, médica psiquiatra.

    10. El proceso de la muerte en la vejez. Una mirada desde

    la gerontología: Alicia Macías Valencia, Gerontóloga.

    11. La familia frente a la muerte: Olga Montoya Echeve-

    rri, médica paliatóloga.

    EL DUELO

    12. El duelo anticipado: Maribel Gómez Ossa, trabajadora

    social.

    13.El duelo como un proceso natural: Mónica María Agu-

    delo Muñoz, psicóloga clínica.

    14.El duelo patológico: Mónica Duque Mejía, médica psi-

    quiatra.

    15.Duelo y trastornos mentales: Jorge Julián Calle Bernal,

    médico psiquiatra.

    16.Cómo vivir el duelo: Ana María Arias Zuleta, psicólo-

    ga clínica.

    17.Autocuidados en el proceso de duelo: Carmenza Gil

    Botero, psicoorientadora.

  • AGRADECIMIENTOS

    El libro que usted tiene en este momento en sus manos existe

    gracias a Lucía Margarita Restrepo Cuartas, amiga por tres

    décadas, profesora de radio de la Facultad de

    Comunicaciones de la Universidad de Antioquia, que nos

    motivó y orientó en la realización del programa radial

    Karonte: una nueva visión sobre el morir y la muerte. Del

    mismo modo, surgió del apoyo de la emisora de la

    Universidad de Antioquia con su directora de ese entonces,

    Alba Lucía Henao Torres y de la actual, Beatriz Mejía Mejía.

    Agradecemos a la enamorada de los símbolos y los arcanos

    del Tarot, Elena María Molina Villegas, que con sus

    profundos conocimientos y sabiduría nos conectó al mito y a

    la carta 5, el Pontífice o Hierofante.

    A todos los invitados de las áreas sociales, humanas y

    espirituales, investigadores profundos del tema,

    especialmente médicos y al maestro de maestros, el

    psicólogo junguiano Luis Enrique Mejía Domínguez, in

    memoriam.

    A Gloria Lucía Fernández Gutiérrez y su esposo Silvio

    Vargas González, quienes con su rigurosidad y encanto

  • amistoso le dieron forma precisa al texto: ella como

    correctora de estilo y él como animador respetuoso.

    Especialmente agradecemos a la comunidad de los

    Invisibles, sus familias visibles y a la comunidad en general.

    A mis Maestros de Oriente: D.K. Djwal-Khul, el Tibetano, y

    de Occidente, la psiquiatra suiza Elizabeth-Kubler Ross,

    pionera en los estudios sobre la muerte, los moribundos, los

    cuidados paliativos y las experiencias cercanas a la muerte.

  • PRÓLOGO

    AHORA ES EL MOMENTO

    La muerte nos despoja de toda vestidura: física, emocional y

    mental. Nos desnuda para que encontremos nuestro real ser:

    humano y espiritual. ¿Quién es esta desnudadora de seres

    humano espirituales? Este personaje, en el lenguaje

    universal, pertenece al género femenino: «la» muerte. Y es

    una mujer, Silvia Helena Valencia Madrid, quien nos brinda

    un abordaje diferente de ella, la muerte.

    Silvia Helena es pionera en nuestro medio en la difusión de

    una nueva cultura del proceso de morir y de la muerte

    misma. Lo novedoso de esta perspectiva es que no está

    basada en la tragedia, tristeza y dolor que tradicionalmente

    ha envuelto a lo tanático. Es un enfoque en lo consciente,

    liberador y luminoso de este proceso natural de la vida que

    llamamos la muerte. Dicho dolor es humano y seguirá

    existiendo en alguna medida y debe ser atendido; sin

    embargo, también existe lo trascendental, espiritual y divino

    que quiere resaltar Karonte, una nueva visión sobre el morir

    y la muerte.

    Esta magnífica obra es un ejemplo evidente de superación de

    la negación individual, familiar y social que hemos tejido

    alrededor de la muerte hasta convertirla en tabú y mito

    intocable e innombrable.

    En Karonte, Silvia Helena compendia el aporte de muchos

  • profesionales, artistas y humanistas, para conocer de una

    manera distinta no solo la muerte sino también la vida. El

    lector encontrará en este texto sabiduría sobre dolorología,

    paliatología y tanatología con el humanismo de quienes han

    vivido en «carne propia» el dolor, el «cuidar al que no

    pueden curar» y el «servir a quien va a partir». No son

    invitados al azar, son seres convocados por sus propias

    vivencias para enseñarnos sobre el desapego, el duelo, el

    servicio, la compasión, el perdón, la reconciliación, la

    meditación, la liberación, el silencio y la paz que están

    inmersos en el morir y la muerte. Cada invitado nos ofrece lo

    mejor de sí, no solo desde su teoría profesional sino también

    desde su experiencia vital de la muerte con los pacientes y

    familiares, enfermos terminales, moribundos y fallecidos.

    Incluso muchos de ellos se cuestionan sobre su propia

    muerte. Son seres citados por el cielo.

    Este es un material escrito con el alma y para el alma. Si no,

    no tendría explicación el hecho de que el lector halle en él

    mensajes tan profundos para su vida como:

    «La verdad de la vida es la vida misma, cuyo principio no

    está en el vientre y cuyo final no está en la tumba».

    «Para un mejor viaje, ir ligeros de equipaje».

    «Recuperemos la cercanía con ese ser que está a punto de

    partir y logremos que esa persona que se nos va, se sienta

    humana hasta el final».

    «Comprendamos que la muerte es la pérdida de un ser

    irremplazable y su duelo es único para cada persona, familia

  • y sociedad».

    Karonte es una invitación abierta a ser karontes. Que el

    lector conozca cómo superar su temor e impotencia ante la

    muerte de un ser querido, amigo, hermano, cercano o lejano,

    se prepare y se sienta partícipe del arte sagrado de ser puente

    entre la vida-muerte-vida. El servicio de karonte es un honor

    y un llamado de la vida para la persona que quiere servir con

    corazón a otro ser humano que completó su misión.

    El parto es un acto feliz para toda la familia, padre, madre,

    hermanos, amigos. La muerte es otro parto, la explosión de

    un volcán de luz naranja, el alma. Es otro evento feliz para

    los que esperan al fallecido al otro lado, en el túnel y en la

    luz. Es el reencuentro con los familiares y amigos que habían

    partido antes. Los que estamos a este lado del puente vital

    podemos participar de esa felicidad luminosa de la muerte

    siendo karontes.

    Con esta nueva conciencia, la de la transición feliz, la

    tanatología sería diferente: los dolores físicos y emocionales

    disminuirían, las agonías se acortarían y disolverían, no

    existirían las «almas en pena», los duelos serían procesados

    con gratitud y no con reclamo o desolación, se le enviaría luz

    al fallecido y no cuentas de cobro, el perdón sería la nota

    clave de este tiempo y habría más paz en cada corazón.

    Para alcanzar la luz hay que enfrentar las sombras y los

    miedos que rodean culturalmente al proceso de la partida

    final. Como decía uno de los entrevistados referente a hablar

    con la verdad, sin matar la esperanza, a los familiares del

    paciente que va a morir y no ocultarle con mentiras su

  • situación crítica, tarde o temprano se dará cuenta, «es

    imposible disfrazar la realidad».

    La muerte ha sido una de las realidades más disfrazadas y

    ahora es desenmascarada y desnudada para claridad vital de

    nuestra sociedad por muchos autores gracias a Silvia Helena

    Valencia Madrid y al programa radial de la Universidad de

    Antioquia: Karonte, una nueva visión sobre el morir y la

    muerte.

    Rubén Darío Correa Dávila Md.

    «Se nace desnudo

    Y se muere desnudo»

    Medellín, Julio 14 de 2015.

  • INTRODUCCIÓN

    Este texto recoge una selección de 17 programas radiales de

    una realización de 271 en su totalidad, que se emitieron entre

    1998 y 2012 por la Emisora Cultural de la Universidad de

    Antioquia. Los programas, con un carácter educativo y

    cultural, se emiten en la actualidad por el siguiente enlace:

    REDCON, Red de conocimiento de la Facultad de

    Educación de la Universidad de Antioquia.

    Nuestro programa nació de una necesidad sentida de educar

    y elevar el nivel de conciencia de la comunidad sobre la

    muerte. Ampliar la visión sobre este tema a fin de que

    colectivamente podamos comprender desde la vivencia

    cotidiana que la muerte no existe porque existe la vida, y que

    la vida y la muerte son dos caras de la misma moneda:

    opuestas y por ende complementarias.

    El objetivo está sintetizado en las palabras de nuestro

    maestro D.K. El Tibetano: «Se debe cultivar una nueva

    actitud y establecer una nueva ciencia respecto a la muerte.

    Que la muerte deje de ser lo único que no podemos controlar

    y que nos vence inevitablemente, y comencemos a controlar

    http://www.campusvirtualgitt.com/comunidadredco/?q=seccion/karonte

  • nuestro tránsito al más allá y a comprender algo de la

    técnica de esa transición».

    Con un espíritu ecléctico, multidisciplinario y pluralista

    fuimos tejiendo este programa con la intención enunciada.

    Su estructura se basó en el diálogo amable y sencillo,

    intercalando música y poesía, para que el oyente sintiera que

    nos acogía en la sala de su hogar para compartir y charlar

    coloquialmente acerca del morir, la muerte y el duelo.

    Nuestros invitados abarcaron una gran constelación de

    profesiones del área humanista y social: médicos,

    psicólogos, artistas, sacerdotes, enfermeras, trabajadores

    sociales, arquitectos, psiquiatras, educadores, astrólogos,

    antropólogos, comunicadores sociales y filósofos, entre

    otros.

  • Por qué y para qué este texto

    Porque como cultura occidental consideramos que es

    importante educarnos a fin de obtener una nueva visión más

    sana, natural y armónica de ese evento tan ligado a la vida,

    de modo que al adquirir una actitud más serena al respecto

    podamos valorar y apreciar más y mejor nuestra propia

    existencia y la de los demás y, en la medida de lo posible,

    entrar en un campo de relaciones armónicas. Quizás

    entender mejor la muerte nos podrá ayudar a desarrollar un

    arte de vivir, y por ende un arte de morir en forma

    consciente, digna y libre.

    Esta nueva visión sobre el morir y la muerte podríamos

    construirla colectivamente a partir de las siguientes

    preguntas dadas por los sabios de Oriente, que aluden a la

    muerte como «la gran transformación»:

    ¿Podemos imaginarnos que el momento de la Muerte-

    Transición pueda llegar a ser para el que parte y quienes lo

    rodeen un evento feliz, sereno y en paz?

    ¿Podríamos visualizar que en ese momento, en vez de

    lágrimas y temor por no querer reconocer lo inevitable, la

    persona moribunda, su familia —en caso de que exista— y

    sus amigos se pongan de acuerdo sobre el día y la hora y

    solo la felicidad caracterice ese tránsito?

  • ¿Y que las mentes y los corazones de los que quedan estén

    libres de ideas funestas y dolorosas y los lechos de muerte

    sean considerados ocasiones más felices que los nacimientos

    y casamientos?

    La nueva visión planteada apunta entonces a disolver el

    temor-terror de nuestra cultura frente al morir y la muerte, y

    a que comprendamos como humanidad que lo real es un

    ciclo circular, un continuum permanente de la danza vida-

    muerte-vida-muerte-vida-muerte. Aunque la verdad sea

    dicha, al llegar o ver aproximarse la muerte en nuestros

    hogares todo se desconfigura pues tememos al cambio, a

    salir de nuestra zona de confort aunque esta sea desgraciada,

    y nuestras estructuras de ego individuales y familiares se

    derrumban.

    Recordamos también en este momento para usted, amable

    lector, lo que hemos compartido innumerables veces a

    familias y grupos institucionales: las palabras de nuestra

    maestra del morir y la muerte en Occidente, la médica

    psiquiatra suiza Elizabeth Kübler-Ross (1926-2004): «La

    Muerte simplemente es la salida del cuerpo físico, así como

    la mariposa sale de su capullo. Es una transición a un nivel

    más alto de conciencia donde uno continúa percibiendo,

    entendiendo, riendo y creciendo.

  • Para aquellos que buscan entenderla, la muerte es una fuerza

    altamente creativa. Los más altos valores espirituales de la

    vida pueden originarse del conocimiento y estudio de la

    muerte».

    Por último les compartimos el mito que nos ha iluminado en

    el programa y cuya intención ha sido sanar y educar. Cada

    programa inicia y termina con la siguiente frase: «Karonte

    era el barquero que en la mitología griega pasaba las almas

    de la vida a la muerte, para ser juzgadas ante el tribunal de la

    muerte.

    Tú puedes ser ese buen barquero Karonte, que ayuda a pasar

    las almas al horizonte en forma digna y libre.

    Karonte: una nueva visión sobre el morir y la muerte».

    Detengámonos un momento para aclarar que estamos

    haciendo colectivo el mito, que desde la psicología simbólica

    alude al Puente, al Intermediario, al que ayuda a pasar de un

    lado a otro o de un estado a otro. En este sentido, todos

    somos Karontes-Puentes para otros.

    Desde la tanatología moderna y sus investigaciones de las

    experiencias cercanas a la muerte (ECM) no existe el juicio

    sino la revisión de la propia vida. Y siguiendo la línea de

    avanzada al respecto, proponemos el nombre del mito con K

  • y no con C, como siempre se halla en los libros de mitología

    griega, simplemente porque somos una nueva humanidad

    ante la vida y ante la muerte.

    Recordemos que estamos ante un arquetipo de la humanidad,

    pues todas las culturas cuentan con este personaje desde la

    más alta antigüedad.

    Esperamos entonces que este texto sea productivo y

    constructivo para su vida, sus duelos y su muerte o la de

    otros seres, al ser usted convocado en este servicio de

    Caronte.

    ¡Buen viento y buena mar!

    Silvia Helena Valencia Madrid ---Programa Karonte.

    Medellín, Colombia, Junio 3 de 2015

  • GENERALIDADES

    1. APRENDER A MORIR

    Jorge Montoya Carrasquilla

    «Quien enseña a un hombre a morir, le enseña a vivir».

    (Miguel de Montaigne)

    Antes de abordar cualquier idea sobre «aprender a morir», es

    preciso definir primero de qué muerte estamos hablando: ¿de

    la muerte de otro o de mi propia muerte? En el primer caso,

    cabe reflexionar si se trata de alguien muy cercano a mis

    afectos, y de ser así, es preciso examinar la intensidad de mi

    vínculo con ese ser, la fuerza del apego que me liga a él. Y

    en ambos casos, es decir, tanto si se trata de la muerte de un

    ser querido como de la mía propia, necesito discernir si

    estamos hablando de la muerte como de un acontecimiento

    que llegará en algún momento del futuro, o de la muerte

    como de un proceso que ocurre en un presente continuo.

    Porque la muerte es una presencia constante en la vida: cada

    noche morimos a la que fue la realidad de nuestro día, cada

    tanto dejamos atrás situaciones, afectos, convicciones.

    Nuestro cuerpo envejece, parten los seres queridos, cambian

    las circunstancias materiales. Morimos instante tras instante,

  • y momento a momento nacemos a formas nuevas de nuestra

    realidad.

    La respuesta personal de cada uno frente a la muerte también

    define la posible estrategia para aprender a morir. Cada

    persona se para frente a esa realidad de modo diferente, y de

    hecho esa posición varía a lo largo de la vida por factores

    como la edad, por ejemplo. El apego es un buen indicador de

    la calidad de dicha respuesta. ¿Qué tan intensa es la relación

    que establecemos con nuestras posesiones, nuestros seres

    queridos, nuestros planes, nuestras ideas? En cada uno de

    estos campos de nuestra realidad empeñaremos en mayor o

    menor medida el corazón. Y esta medida determinará la

    intensidad del sentimiento de pérdida cuando ocurra una

    muerte, un final, en cualquiera de ellos. Tal vez la muerte de

    una ilusión no cumplida nos afecte más que la pérdida de un

    amigo, o la renuncia a un deseo reprimido se convierta en

    una liberación. Todo dependerá de cuán capaces seamos de

    dejar ir, de renunciar a aquello que perdemos, de aceptar lo

    transitorio como un aspecto inherente al hecho de estar

    vivos. Y de nuestro modo de reaccionar ante sucesos

    angustiantes o potencialmente angustiantes.

    Hay algo más que incide en la respuesta que damos a una

    pérdida, y es si esta se presenta de manera súbita, o si hemos

    tenido tiempo de verla llegar o incluso de participar en el

  • proceso. Obviamente, es más traumática la pérdida que llega

    sin anunciarse y que trastoca nuestra realidad sin darnos la

    oportunidad de tomar medidas que amortigüen el trauma.

    Aunque un tiempo de espera demasiado largo para el

    desenlace también puede aumentar nuestra resistencia a dejar

    partir, porque empezamos a alimentar la ilusión de que

    finalmente no vamos a perder ese ser querido, no va a

    cambiar esa circunstancia de nuestra vida que queremos

    preservar.

    Cuenta además la disponibilidad del apoyo social y familiar;

    la presencia o la carencia de esta ayuda cambiarán la

    perspectiva de la recuperación frente a una pérdida.

    Finalmente, la llegada de crisis concurrentes, es decir, de

    problemas adicionales a la pérdida misma también

    dificultarán el proceso de adaptación.

    No hay duda de que la muerte trastoca de forma grave

    nuestra relación con el mundo y con otras personas. Así,

    cuando se pierde a alguien de forma súbita, la realidad que

    servía de base a todas las acciones, interacciones y

    expectativas se derrumba. La rutina diaria pierde todo su

    sentido: las conversaciones con otros, la forma de reaccionar

    ante los sucesos, los proyectos e ilusiones que se estaban

    construyendo, todo se hace añicos. Aprender a morir,

    entonces, significa aprender a nacer a una realidad nueva. A

  • esa realidad que poco a poco se configura después de la

    pérdida. Y si la persona, objeto o situación que se ha perdido

    era la base de nuestra relación con otros o con el mundo al

    punto que se había constituido casi una simbiosis, aprender a

    morir implica también aprender a vivir otra vez con los

    cambios profundos que seguramente sufrirá nuestra

    personalidad, pues el proceso de reacomodarnos a una vida

    nueva sin ese ser o esa circunstancia pondrá en evidencia

    emociones, comportamientos, memorias, anhelos: unos para

    ser revaluados y dejados atrás, otros para constituirse en

    nuevas fortalezas que se sumarán a las que la resolución del

    duelo traerá consigo.

    Resumiendo, aprender a morir es un proceso en el concurren

    varios factores: la muerte de la que estamos hablando, es

    decir, si se trata de mi propia muerte o de la muerte de otro;

    el grado de apego a esa persona o situación que ya no está; si

    la pérdida ocurre de improviso o paulatinamente; nuestras

    condiciones personales (edad, personalidad) y la

    disponibilidad de apoyo familiar y social (familiares,

    amigos, grupos de apoyo, ayudas terapéuticas, ambiente

    laboral). Todos estos elementos juegan un papel, porque

    nuestra forma de comportarnos es integral; sin embargo, el

    apego es quizás el más importante, pues tiene incidencia

  • directa en la facilidad con que nos adaptamos a los cambios

    que traen las pérdidas.

    Aprendemos a morir en el trabajo consciente con cada uno

    de estos temas. Por ejemplo, para encarar mi muerte futura

    puedo asumir que esa muerte ocurre en un presente continuo,

    que cada día muero un poco. Puedo entonces culminar cada

    día con un repaso sobre lo aprendido en la jornada y

    reflexionando sobre la manera en que puedo enriquecer con

    ese aprendizaje mi siguiente mañana. Los rosacruces llaman

    a esta práctica la técnica de retrospección. Con ella, el

    aprendizaje sobre la muerte se convierte en una vía para

    crecer.

    El número y nivel de mis apegos crean otro espacio de

    reflexión. ¿A qué o a quién estoy más apegado? ¿Cuáles

    pueden ser las estrategias para dejar ir estos apegos? ¿Sé cuál

    es la diferencia entre dejar ir y perder? Perder tiene la

    connotación de algo que me ha sido sustraído contra mi

    deseo. Dejar ir, en cambio, es un acto de la voluntad, algo

    que se hace con plena libertad y que trae consigo un

    crecimiento espiritual. En la observación atenta de mis actos,

    de mis emociones, de los rasgos de mi personalidad puedo

    detectar las fortalezas y las debilidades que me acompañan

    en esta tarea de liberarme de mis apegos.

  • Aprender a dejar ir es una empresa que puede tomarme toda

    la vida. Cada crisis puede convertirse en una oportunidad

    más para aprender a soltar, a fluir con los cambios. Cada

    partida, cada final, son libros abiertos llenos de experiencias

    que puedo capitalizar para mi beneficio. Vivir con la actitud

    de dejar ir, de ver el ave volar sin sentir la necesidad de

    apresarla, de aceptar que las cosas sigan su curso sin caer en

    la tentación de controlarlas. A medida que aprendo a dejar ir,

    cambia mi sentido de la vida. Me hago más libre, pues mi

    temor a perder lo que considero seguro desaparece. Vivo con

    más gratitud y apertura, pues sé que todo lo que llega a mi

    vida es un don que debo y puedo disfrutar mientras está

    presente, y que puedo despedir con agradecimiento cuando

    se va.

    La «parábola del equipaje», una técnica de introspección

    utilizada en los grupos de apoyo para situaciones de duelo,

    ayuda a contemplar la muerte, tanto como un acontecimiento

    futuro, como algo que nos sucede en un presente continuo.

    Según esta parábola, la muerte es un viaje que con seguridad

    haremos en algún momento remoto del futuro. Y aunque

    inevitablemente partiremos, el hecho de verlo como algo

    lejano en el tiempo nos exime de la necesidad de preparar lo

    que llevaremos como equipaje. Pero si en cambio sabemos

    que el viaje se nos presentará en cualquier momento,

  • entonces lo más sensato es que tengamos las maletas listas,

    que elijamos cuidadosamente lo que vale la pena guardar, lo

    que sea valioso y no se nos haga pesado de cargar. Desde

    esta perspectiva, cada uno examinará continuamente lo que

    vale la pena llevar en el equipaje, si lo llenaremos de apegos,

    de resentimientos, de miedos, es decir, de todo cuanto es

    pesado de llevar. O si por el contrario decidiremos dejar todo

    eso fuera de nuestras maletas para viajar con asuntos tan

    ligeros como el amor, la alegría, la esperanza, el gozo, los

    buenos recuerdos. Un equipaje así no solo nos prepara para

    la muerte, sino que hace más llevadera nuestra vida, no

    importa cuáles sean las circunstancias que debamos afrontar.

    Cabe aquí recordar la frase de Miguel de Montaigne, cuando

    dijo «Quien enseña a un hombre a morir, le enseña a vivir».

    Quien aprende a hacer bien su equipaje no solo está listo

    para ese viaje insoslayable, sino que además está siempre

    dispuesto a recibir lo que la vida le entrega con cada nuevo

    día.

    Aprender a morir, entonces, es hacerse dueño de la verdadera

    libertad. Libertad absoluta de apegos y temores para asumir

    la vida completa, con ética, con integridad, con gozo, con

    pasión. «Hoy es un buen día para morir», dijo alguna vez

    Caballo Loco, el jefe siux. Hoy es un buen día para morir

    porque llevo en mí el amor por lo que soy, por mis

  • circunstancias, por las personas que me acompañan. Hoy, en

    este momento presente, tengo todo lo que tengo que tener, no

    necesito nada más, estoy libre para partir en cualquier

    momento porque no dejo nada atrás: el amor soy yo, el amor

    va conmigo.

    2. LA VOZ DEL SILENCIO

    Rubén Darío Correa Dávila

    «En el momento de la muerte desaparece el lenguaje, a

    medida que se anuncia la palabra y se lleva a cabo la

    restitución. Luego, la palabra ya no se oye porque el sonido

    la elimina o absorbe, produciéndose la eliminación de todo

    lo que interfiere al sonido». (Djwhal Khul-D.K. El Tibetano)

    ¿Qué es la voz del silencio? La respuesta la hemos

    encontrado al lado de los pacientes que están próximos al

    instante definitivo de su partida. Pues esos momentos son

    una invitación abierta al encuentro con uno mismo, a la

    autoexploración. En ese silencio nos ponemos en contacto

    con nuestros valores reales y descubrimos nuestro ser más

    profundo.

    Nuestra cultura fomenta el ruido, e incluso el ruido

    ensordecedor. Y lo fomenta porque ese ruido nos impide el

  • encuentro con nosotros mismos y con el otro; entorpece el

    diálogo, trivializa los lazos y esconde bajo su estridencia

    nuestros más caros valores. Por eso es indispensable

    fomentar los espacios para compartir tranquilamente en

    familia, con los amigos, con nuestra soledad, espacios donde

    sea posible la introspección y el contacto real con los que

    nos rodean. Los medios masivos de comunicación buscan la

    exteriorización, no la interiorización del ser humano. Y

    aunque en algunos casos cumplen una función educativa, su

    objetivo es puramente comercial: vendernos un mundo

    externo tan atractivo, que nos lleve a olvidarnos de ese

    mundo interno tan vasto, tan valioso, que tenemos todos los

    seres humanos. En ese sentido, tal vez sea preciso pensar que

    necesitamos ver menos televisión, oír menos radio,

    desconectarnos por ratos largos de las redes sociales para

    establecer diálogos donde estemos más presentes y podamos

    vivir contactos realmente cálidos. Tal vez sea ese el camino

    para recuperar los valores que nos son comunes y cuya voz

    está sofocada por el ruido imperante.

    Todo ese ruido se nos ha vuelto casi una necesidad para

    poder estar con nosotros mismos. Encendemos la televisión,

    ponemos música, cualquier aparato que haga ruido para

    poder sentirnos presentes; es casi como si el ruido fuéramos

  • nosotros mismos, como si sentir siempre estímulos externos

    nos permitiera reencontrarnos.

    Pero ese reencuentro solo es posible en el silencio. Meditar

    en la voz del silencio es una invitación a escuchar el vacío, la

    calma interior, la voz de nuestra soledad. Apartarnos y

    silenciarnos no es un ponernos en un estado de tristeza o

    amargura. Por el contrario, nos ponemos en un estado de

    calma, de aceptación. En la soledad de ese silencio nos

    vamos haciendo maestros en el arte de escucharnos a

    nosotros mismos para conocer cuál es nuestra voz, cuál

    nuestro tacto, a qué nos sabe la vida. En la quietud de esa

    atención conocemos más y mejor nuestro cuerpo,

    desciframos su lenguaje, nos ponemos en contacto con sus

    emociones. Meditar en la voz del silencio es un camino para

    explorarnos con plena tranquilidad, sin que nada externo nos

    desvíe de la senda interior.

    Ahora, cuando el ruido y las exigencias del afuera son más

    estridentes, es cuando más se nos pide que nos conozcamos a

    nosotros mismos; que construyamos un mundo interior

    sólido que pueda hacer frente a lo incierto del mundo

    exterior. Enriquecernos con esa fuente infinita de paz, de

    alegría, de sabiduría, de compasión, de coraje que todos

    llevamos dentro para poder enriquecer a los seres que

    comparten su vida con nosotros. Ese enriquecimiento es

  • mutuo, pues en la medida en que me descubro mejor a mí

    mismo puedo descubrir mejor a los demás. En la medida en

    que salgo de mi ruido externo y me sintonizo con mi música

    interior puedo oír mejor la música de los valores de quienes

    me acompañan.

    Patanjali fue un pensador hindú autor del Yoga Sutra,

    importante texto acerca del yoga. Patanjali nos dice que la

    meditación en la voz del silencio invita a la quietud, a la

    tranquilidad del ser. Esa cualidad nos lleva a encontrarnos

    con el alma del silencio, con su naturaleza más profunda, que

    es la paz. Según él, meditamos para alcanzar nuestra meta

    más preciada, que es la realización del ser. En sus

    aislamientos prolongados, los grandes místicos de todas las

    vertientes espirituales se han podido realizar en el gran

    silencio para florecer y fructificar luego en sus comunidades.

    Es un movimiento dual, pero a la vez de integración: estar

    primero separados para después poder unirse; estar primero

    en el silencio para acceder luego a la música del todo.

    Hay otro silencio del que hemos oído hablar: el silencio de

    los cementerios, el silencio de los muertos. ¿Qué es ese

    silencio de los muertos? ¿Cómo podemos oírlo, si llevamos

    tanto ruido con nosotros? Cuando una persona está sola oye

    en su interior un permanente murmullo: los eventos del día,

  • de la semana, de los meses, de los años. Nunca tenemos paz,

    caminamos en la compañía de las voces de nuestro pasado.

    Cuando una persona está muriendo está haciendo un proceso

    de desprenderse de todo ese pasado, de todo el ruido que

    significa el recuerdo de su vida. Y si quien lo asiste tiene a su

    vez su propia carga interior, no podrá diferenciar si es su

    miedo frente a la muerte o si es el miedo del moribundo lo

    que está sintiendo allí. No podrá separar sus emociones de

    las de la persona a la que acompaña. En cambio, quien tiene

    silencio interior podrá estar en sintonía con las necesidades

    del moribundo, podrá sentir, intuir, palpar esa realidad

    humana que hay allí, y que en la mayoría de las ocasiones es

    profundamente dolorosa.

    El silencio de los muertos es el silencio del desapego, del

    desinterés, de la revisión en la escala de valores, de ver que

    todo lo que creíamos cierto ya no tiene ninguna validez. Es

    un silencio que nos lleva a aligerar el equipaje, a enfrentar el

    hecho de que ya no tenemos ningún asidero con el mundo

    material porque ha llegado el momento de ser solo lo que

    somos, no la ilusión de ser que habíamos construido para

    estar en el mundo.

    Son muchos los sentimientos que acompañan este silencio,

    sentimientos que son vividos tanto por el moribundo como

  • por los que están a su alrededor. Uno de ellos es el abandono

    total, la entrega a lo que está ocurriendo, y que debe ser

    asumida por el que parte y por los que lo ayudan a partir. El

    otro es la soledad; nacemos solos y morimos solos, nadie

    puede cruzar estos dos umbrales por nosotros.

    Otro sentimiento profundo es el de la infinitud, la

    inconmensurabilidad, la ausencia de límites. Quien

    acompaña a un moribundo constata que las cosas que eran

    importantes en la cotidianidad se rompen, se vacían de

    significado. El tiempo rompe sus límites, las antiguas

    coordenadas espacio-temporales pierden su finalidad. Por

    eso cuando se le ayuda a morir a alguien en medio de la voz

    del silencio es posible permanecer minutos, horas, días en

    profunda y silenciosa actitud de ayuda.

    La familia es fundamental cuando se trata de acompañar a un

    paciente en su proceso de muerte. Ellos son los mejores

    Karontes. Cada familia ayuda según su conocimiento, su

    cultura, su ambiente, sus tradiciones religiosas o espirituales.

    Sin embargo, hay unas pautas generales que pueden asegurar

    que este acompañamiento signifique el mayor bienestar

    posible para quien va a partir. En general, no es adecuado

    que haya numerosas visitas al lado del moribundo. Llegan

    tíos, abuelos, sobrinos, hijos, amigos, y se genera un ruido

    físico y emocional con todo tipo de conversaciones que no

  • vienen al caso. Esto sin contar con las manifestaciones

    descontroladas de dolor e incluso con discrepancias que se

    ventilan justo al lado del paciente. Olvidamos que el

    moribundo es un ser con percepción ampliada que está

    recibiendo toda esta información perturbadora. Si las visitas

    son cortas, y con pocas personas a la vez, se evitan este tipo

    de situaciones.

    La idea es que la familia esté centrada en lo que su ser

    querido está viviendo más que en la cotidianidad

    acostumbrada. De hecho, una persona en tránsito de muerte

    invita a que haya cambios profundos en la vida familiar. Su

    próxima partida obliga a todos los miembros de la familia a

    hacer una revisión de sus actitudes y sentimientos y abre las

    puertas para dejar atrás resentimientos y malos recuerdos.

    Y el mejor camino para que este proceso se viva desde el

    corazón y traiga consigo crecimiento y sanación, es hacerlo

    desde el silencio. Porque cuando meditamos en la voz del

    silencio descubrimos que somos seres completos, que

    siempre podemos estar en contacto con la fuente de nuestra

    felicidad interior. Descubrimos la vibración de nuestra alma,

    la luz interna, la tranquilidad y el amor que todos llevamos

    dentro y al que le hemos puesto toda clase de barreras. En

    resumen, nos ponemos en contacto con nuestro ser.

  • El Tibetano expresa bellamente esta verdad en su poema La

    voz del silencio:

    Antes de que el alma pueda ver, debe alcanzar la armonía

    interior.

    Los ojos de la carne deben permanecer ciegos a toda

    ilusión.

    Antes de que el alma pueda ver la imagen, el hombre

    debe estar sordo a los bramidos y murmullos.

    No debe escuchar ni los bramidos de los elefantes

    ni los argentinos zumbidos de la dorada luciérnaga.

    Antes de que el alma pueda comprender y recordar,

    debe unirse primero con la voz del que habla en el silencio.

    Mis experiencias como médico Karonte han sido bien

    curiosas. Cuando acudíamos a ayudar a estos pacientes

    pensando que nosotros éramos los terapeutas que todo lo

    sabían hasta nos deprimíamos un poco, cuando

    constatábamos que desde el punto de vista médico no

    teníamos mucho por hacer. Esa era la mirada que habíamos

    aprendido en nuestras universidades, y la impotencia que

    empezábamos a conocer convertía esos momentos en causa

    de dolor personal. Poco a poco aprendimos que sí teníamos

    mucho que entregarle a esos pacientes: el solo hecho de estar

    en silencio a su lado, de tocarles la cima de la cabeza, de

    poner la mano en su pecho, cerca de su corazón, nos ayudó a

  • descubrir una dinámica nueva en nuestra tarea como

    terapeutas. Empezamos a sentir que no éramos nosotros los

    que ayudábamos al paciente, pues era él quien nos ayudaba a

    descubrirnos a nosotros mismos. Pensábamos que hacíamos

    una especie de sacerdocio para que él diera el paso y

    resultaba que era el paciente el que nos iniciaba en nuestro

    acercamiento a la energía de la muerte. Así mismo, íbamos

    convencidos de que seríamos maestros para el paciente y su

    familia, cuando en realidad eran ellos los que nos daban

    lecciones de vida.

    La experiencia en el silencio y la soledad de la muerte nos

    hizo ver la vida en su esencia, en su grandeza, en la felicidad

    inagotable que había en ella. De hecho nos asombrábamos al

    constatar que no había tristeza en nosotros, aunque el

    paciente hubiera fallecido minutos antes. De cada encuentro

    salíamos llenos de energía, llenos de vida, sintiendo que la

    muerte no era un final sino un paso más en la existencia.

    El rol de la familia en el tránsito de un moribundo es

    esencial. Su papel, además de cuidar y acompañar con todo

    el amor posible, incluye el respetar el silencio de quien está

    próximo a partir. Para ilustrar esta idea recuerdo el caso de

    una paciente cuya casa quedaba cerca de una vía principal;

    su habitación daba justo sobre la calle y en consecuencia el

    ruido del tráfico podía oírse con mucha intensidad. Pero

  • además tenía al lado la sala de la casa, donde cada día de su

    enfermedad se reunían no menos de veinte personas a

    conversar en voz alta de lo divino y lo humano. Mientras

    estábamos allí, tratando de ayudar a esa persona, sentíamos

    la interferencia del ruido por todos los costados. Era

    imposible crear momentos de meditación, de tranquilidad, de

    intimidad; y si eso sentíamos nosotros, imaginen qué podía

    sentir la paciente que estaba allí muriendo.

    Podemos comparar los momentos finales de una persona con

    alguien que está durmiendo o quiere dormir. Cualquier ruido

    o movimiento fuerte lo sobresalta y le genera zozobra. Eso le

    ocurre al moribundo; él necesita silencio para entrar con

    serenidad en el sueño de la muerte.

    Cuando estamos en presencia de alguien próximo a morir y

    ocupamos el tiempo en parloteos inútiles, no estamos siendo

    conscientes del momento sagrado que se está viviendo en ese

    lugar. Porque la muerte es un momento sagrado que debe ser

    respetado en todas sus dimensiones: desde la más obvia de la

    tranquilidad que el paciente necesita para dar su paso

    definitivo en paz y felicidad, hasta el silencio interior al que

    él y su familia puedan acceder para revisar asuntos como el

    perdón y la reconciliación, por ejemplo. Incluso, para ayudar

    a su ser querido a bien morir, la familia debe evitar el que

    llamamos el ruido astral, es decir, los llantos, los gritos, las

  • recriminaciones, las preocupaciones, todo eso que en últimas

    es más de los que se quedan que de quien parte y que solo

    produce perturbación en unos y otros.

    Ya he mencionado el término de la energía de la muerte, y

    quisiera extenderme un poco al respecto. Muchas personas

    se extrañan cuando, uno o dos días antes de morir, el

    paciente parece tener una recuperación en la que se muestra

    de mejor ánimo e incluso se alimenta bien. Los parientes se

    preguntan entonces si su ser querido estará recuperándose,

    pero lo que ocurre es que la persona está haciendo acopio de

    nuevas fuerzas para dar el paso definitivo. Porque la realidad

    es que se requiere energía para cruzar el umbral de la

    muerte: energía bioquímica, energía mental y energía

    emocional. El moribundo necesita tener su mente clara, una

    consciencia de su decisión más profunda para poder

    desprenderse. Y quien lo acompaña también necesita

    descansar y alimentarse bien para estar en las mejores

    condiciones físicas y síquicas que le permitan estar presente

    y proporcionarle a su ser querido fuerza y serenidad.

    Pero aparte de estas energías digamos tangibles, hay otra

    energía que se intensifica cuando alguien está a punto de

    morir. Muchas personas la han experimentado como la

    presencia de una luz, de una vitalidad, de una felicidad

    diferente a todo lo que se ha experimentado antes. Puede

  • sonar contradictorio, pero la muerte es un suceso feliz; de

    hecho, muchas personas que han tenido las llamadas

    experiencias cercanas a la muerte manifiestan haber sentido

    el deseo de no regresar después de experimentar el estado de

    paz y felicidad que parece reinar al otro lado del velo. Y

    después de su vivencia, la inmensa mayoría de estas

    personas regresa con una energía especial, con una sabiduría

    nueva que les permite hacer cambios en su vida.

    La presencia del ángel de la muerte también es una

    experiencia común junto al lecho de un moribundo. Muchos

    pacientes expresan que ven a sus padres o a sus abuelos

    fallecidos, o a Cristo, la virgen María o al Buda, según sus

    creencias religiosas. El hecho es que experimentan una

    presencia especial en los momentos previos a la muerte, una

    presencia que los reconforta y les da tranquilidad, que les

    tiende la mano para conducirlos en su viaje. Por lo general

    esta presencia asume el aspecto de un ser luminoso que les

    extiende la mano y les muestra el camino por un túnel al

    final del cual los espera una luz brillante y acogedora. Son

    muchas las culturas que reconocen este ser de luz, este ángel

    de la muerte que apoya y acompaña a quienes están

    muriendo y les hace sentir que no están solos, que la muerte

    no existe porque lo que ocurre en realidad al final de la vida

  • es un tránsito, un cambio de energía hacia una realidad

    espiritual plena.

    Afirmar esta realidad no es una invitación al suicidio, a la

    decisión de partir simplemente porque lo que nos espera al

    otro lado sea una realidad mejor. Se trata de eliminar el terror

    a la muerte para vivirla como un proceso, como un paso que

    todos daremos ojalá en las mejores condiciones, sintiendo

    que hemos amado y crecido en esta vida y que nuestra tarea

    ha beneficiado a muchos otros. Se trata de desmitificar la

    muerte y tener sobre ella una visión profunda y espiritual.

    Porque lo que ocurre, contrario a esta visión de la muerte, es

    que la hemos deshumanizado, la hemos sacado de su

    contexto familiar e incluso la hemos tecnificado. Las persona

    mueren en los hospitales, en las unidades de cuidados

    intensivos, y después de su muerte el cuerpo es conducido,

    bien sea a salas de velación, o bien directamente a su proceso

    de cremación. Hemos olvidado que la muerte es un proceso

    vital, no un proceso técnico. Hemos perdido de vista que la

    muerte debe ser vivida, de ser posible, en la compañía de los

    seres queridos, en ese hogar que ha sido el escenario de vida

    de la persona que parte, ese lugar que guarda aromas,

    recuerdos, rincones que le son familiares y con los que ha

    tejido sus días. Una sala de velación podrá ser un lugar

    «cómodo», pero no es un lugar cálido ni humano. Si el

  • fallecido debe pasar allí algún tiempo, lo ideal es que sea un

    lugar lo más privado y tranquilo posible, porque después del

    momento mismo del deceso la persona que ha muerto pasa

    por algunas etapas en su viaje al mundo espiritual.

    Veamos a grandes rasgos cuáles son, según las enseñanzas de

    Djwhal Khul, El Tibetano. Pero primero hablemos un poco

    de este maestro espiritual. Su nombre apareció por primera

    vez en los libros de Madame Blavatsky, fundadora de la

    Sociedad Teosófica y autora de La doctrina secreta,

    publicado en 1888. Luego, a partir de 1919 Alice A. Bailey,

    teósofa también, empezó a escribir libros dictados por

    Djwhal Khul, el primero de ellos llamado Iniciación humana

    y solar. Hasta su muerte, acaecida en 1949, ella atribuyó sus

    numerosos escritos a la inspiración de este Maestro

    Ascendido.

    Según El Tibetano, las primeras etapas del proceso de la

    muerte son las de la restitución, cuando el vehículo físico

    entra en su más franco deterioro. En esas etapas pueden

    notarse fenómenos como temblores del cuerpo, señales de

    que el cuerpo energético se está desprendiendo de su

    envoltura física. Luego, cuando pensamos que ya la persona

    está muerta, viene la etapa que El Tibetano llama «el arte de

    la eliminación», es decir, de la destrucción de las emociones

    y apegos que no dejan descansar definitivamente al que está

  • haciendo la transición. Apegos a personas, emociones,

    posesiones, lugares. Si hay disputas familiares, las

    emociones negativas originadas por ellas generan energía

    astral que es sentida por quien ha partido y le causa

    desasosiego. Esas emociones y apegos son la carga que

    impide descansar a quien ha fallecido y pueden ser la causa

    que hay detrás de las manifestaciones de lo que llamamos

    almas en pena, es decir, personas que permanecen vinculadas

    a este plano terrenal sin poder seguir su camino al mundo del

    espíritu.

    En este mismo orden de ideas, el llanto es el ruido más

    perturbador y desgarrador para el moribundo. No hay nada

    que lo afecte más que oír a su alrededor los lamentos

    descontrolados de sus seres queridos. Imagine lo que usted

    sentiría si, cuando está a punto de dormir, entra a su

    habitación una multitud de personas gritando y llorando. Esa

    misma perturbación la experimenta el paciente moribundo,

    que no puede comprender por qué no lo dejan descansar

    tranquilo cuando más lo necesita. Pero además el ruido más

    estridente es el ruido emocional, producto de todas las

    emociones confusas que nos habitan: miedo, resentimiento,

    ira, ansiedad. La emoción con la que debemos sintonizar en

    esos momentos en los que acompañamos a un moribundo es

    la del amor, para darle paz y seguridad.

  • Acompañar al moribundo no implica necesariamente

    hablarle o darle instrucciones sobre su partida. Tal vez en

    esos momentos sea más poderoso el pensamiento, la

    presencia silenciosa y amorosa, tomar sus manos o poner

    nuestra mano en la cima de su cabeza o cerca de su corazón.

    Hacerle sentir, al tomar su mano con decisión y fortaleza,

    todo nuestro amor y al mismo tiempo todo el poder, toda la

    fuerza que ese ser necesita para dar su paso definitivo.

    Para nosotros, ese contacto silencioso significa simplemente

    cerrar los ojos, experimentar en nuestro cuerpo cómo la

    energía, las sensaciones, los pensamientos se serenan y

    silencian estando allí. Podríamos decir que esa persona nos

    ayuda a entrar rápidamente en una de las meditaciones más

    profundas y vibrantes que hayamos vivido nunca, pues nos

    pone en contacto con nuestro ser de luz. Esa comunicación

    profunda que establecemos con el moribundo nos pone en

    contacto con el alma, que es la rectora de la muerte.

    Con el ritmo de vida que llevamos en la actualidad, no es

    fácil morir en silencio. Sin embargo, uno de nuestros más

    grandes intereses es propender por una cultura del silencio;

    mientras más silencio tengamos en nuestros hogares, más

    tiempo tendremos para conectarnos con la esencia de la vida

    y para prepararnos para la muerte. Lo más probable es que si

    vivimos inmersos en el ruido, así será nuestra muerte, y sería

  • lamentable que un momento tan sagrado, tan feliz y

    luminoso sea desaprovechado en medio de un ambiente de

    perturbación. Ayudémonos unos a otros a que el silencio sea

    nuestro alimento cotidiano, a que compartamos más de

    nuestra consciencia gracias al sosiego que mora en nuestra

    alma. Descubriremos aspectos insospechados de nosotros

    mismos, podremos ser más y más felices al ver la vida con

    otra perspectiva y a nosotros mismos como lo que somos:

    esa energía, esa luz, esa paz, ese amor que abundan en

    nuestro interior. Y llegaremos entonces a la felicidad del

    silencio, a ser dichosos con o sin la persona que ha partido,

    pues moraremos en el silencio impersonal, en el desapego

    profundo que significa estar en contacto permanente con la

    esencia de nuestro ser.

    «Entonces, sobreviene el silencio y el sonido mismo ya no se

    oye; después del acto final de la integración, viene la

    profunda paz». (Djwhal Khul, D.K. El Tibetano)

  • 3. UNA VISIÓN HUMANISTA SOBRE EL MORIR Y

    LA MUERTE

    Luis Alfonso Vélez Correa

    «Si consideramos que no es el cuerpo físico el que alberga al

    espíritu, sino que el espíritu se expresa e interactúa por

    medio del cuerpo, podremos entender que el morir

    representa que el yo espiritual se desprende de su envoltura

    física. A partir de ese momento, el espíritu se manifiesta en

    otras personas por medio de la intuición. La muerte no es el

    fin, es el comienzo de una nueva forma de comunicación

    donde los pensamientos son más importantes que las

    palabras». (Elias Benzadon)

    Una visión humanista de la muerte contempla al ser humano

    en sus dos dimensiones de materia y espíritu. Como ha

    ocurrido innumerables veces en la historia del pensamiento,

    se cuida de caer tanto en el angelismo como en el

    materialismo. El primero, derivado de la filosofía platónica,

    considera que el espíritu está encarcelado en el cuerpo y que

    la muerte trae su liberación; para el segundo, la muerte

    significa la disolución de la materia, una transmutación de la

    misma y nada más.

    La perspectiva humanista hace énfasis en que el ser humano

    es carne espiritualizada o espíritu encarnado, y corresponde a

  • la mirada semita del ser humano. Si se lee la Biblia en su

    aspecto profundamente antropológico, se puede ver que para

    los judíos el ser humano no era un cuerpo más un espíritu,

    sino un cuerpo espiritualizado o un espíritu encarnado.

    ¿Qué pasa entonces con la muerte? Que el ser humano pasa a

    otras coordenadas totalmente distintas a estas de tiempo y

    espacio que nos son habituales. Por eso se nos hace tan

    difícil pensar en la muerte, porque no tenemos ningún

    referente para comprender esa otra realidad que intuimos. En

    este sentido no es extraño que el papa Juan Pablo II haya

    declarado alguna vez que ni el cielo ni el infierno eran

    lugares a los que se llegaba en un sentido real, y hacía

    énfasis en decir que el espíritu no ocupa un espacio y que

    además después de la muerte no transcurre el tiempo tal

    como lo comprendemos.

    Sea cual sea la perspectiva, el hecho es que nos hemos

    deshumanizado frente al morir y la muerte, y cuando digo

    deshumanizado me refiero al hecho de que hemos ignorado

    tanto la perspectiva espiritual como la material del ser

    humano. La historia de las religiones evidencia un desprecio

    hacia la materia que ha llevado a verdaderas aberraciones

    religiosas y aun culturales. Las mismas religiones han tenido

    que revisar ese desprecio por la dimensión material del ser

    humano que las ha llevado a condenar y castigar expresiones

  • naturales de la sexualidad, por ejemplo. Es ese mismo

    desprecio el que se pone de presente cuando desde lo

    religioso se considera que la muerte es una liberación del

    espíritu, que por fin puede abandonar así su cárcel material.

    Pero hoy la deshumanización también toca la otra polaridad,

    cuando desde una visión materialista se niega la dimensión

    espiritual del hombre y se piensa que la muerte es

    simplemente la disolución de la materia.

    En este contexto, ¿cómo podríamos hablar de una cultura de

    la muerte, en tanto posición consciente frente a la misma? En

    Colombia, por ejemplo, estamos familiarizados con las

    muertes violentas, presentes en todas sus formas en los

    medios de comunicación. Vemos a los padres enterrar a sus

    hijos, cuando en la espiral natural de la vida ocurre todo lo

    contrario. Nuestra sociedad se ha vuelto tanatofóbica, es

    decir, una sociedad temerosa de la muerte, que maquilla y

    esconde los cadáveres, que no permite que los niños asistan a

    los velorios y los entierros. Además de haber perdido el

    sentido humanista de la muerte, estamos llenos de

    ambivalencias frente al morir. Esta ambigüedad proviene de

    una falta de cultura, entendida esta desde el pensamiento de

    la antigua Grecia: cultura es la explicación que el ser

    humano y su comunidad hacen sobre la existencia del

    hombre, el mundo que lo rodea y su relación con los otros

  • hombres. Así, cuando yo reflexiono sobre mi existencia: por

    qué y para qué estoy aquí, cuánto tiempo estaré, estoy

    haciendo una reflexión cultural. Lo mismo ocurre cuando me

    pregunto qué es para mí el mundo que me rodea, cómo me

    comporto en ese mundo, qué representan las demás personas

    que lo habitan, cuál es mi relación con esas personas.

    Desafortunadamente, Occidente ha presenciado una pérdida

    cultural muy grande. No voy a entrar a discutir las razones,

    pero sí puedo afirmar que son pocas las personas que

    reflexionan sobre sí y sobre los demás. Hace algunos años

    Albert Camus definía así al hombre francés: «El hombre

    francés es un hombre que fornica y lee los periódicos».

    Definición que hoy puede aplicarse al hombre de cualquier

    lugar del mundo.

    La definición de Camus expresa la banalidad de las personas

    y sociedades, la banalidad de estar atados todos los días a

    comportamientos e informaciones que ahuyentan la

    reflexión. Por eso podemos decir que no es que neguemos la

    muerte, por lo menos a un nivel consciente, puesto que su

    presencia objetiva es ineludible. Pero sí la volvemos algo

    fútil al crear toda una pornografía de la misma cuando la

    exhibimos con sensacionalismo en los medios de

    comunicación sin ningún respeto, con ensañamiento y con el

    único propósito de generar miedo y ganar dinero.

  • El ser humano actual no ha querido darse la posibilidad de

    preguntarse ¿quién o qué soy yo? ¿hacia dónde voy? ¿qué es

    la muerte para mí?. Y si una sociedad y su cultura no tienen

    claras estas preguntas, se obtiene lo que estamos

    presenciando: la banalización de la vida y por lo tanto del

    morir y la muerte. Como profesor universitario que he sido

    sé que es muy frecuente que la sociedad culpe a la academia

    por muchos de sus problemas. Y en el tema que nos atañe, es

    muy común oír «¡Es que la universidad solo crea científicos,

    es que la universidad deshumaniza!». Y en cierto modo es

    cierto, pero la verdad completa es que en este proceso de

    deshumanización participa toda la sociedad porque a la

    universidad llegan estudiantes deshumanizados, producto de

    una sociedad deshumanizada. ¡Como se dice comúnmente,

    no podemos pedirle peras al olmo!

    Si el estudiante que ingresa a la universidad no ha tenido, ni

    en su casa ni en su ambiente social, acceso a la cultura en los

    términos que planteamos, si es una persona con una

    estructura de pensamiento superficial, es decir, tiene mucha

    información pero sin ninguna profundidad ni estructura, es

    apenas lógico que nuestros profesionales hayan perdido su

    sentido de humanidad. Por eso no creo que la culpa sea

    únicamente de la universidad. Es posible que desde ella deba

    hacerse énfasis en estos aspectos culturales, pero su materia

  • prima, por así decirlo, es fiel reflejo de la carencia de cultura

    de la sociedad: ahí es donde comienza el problema.

    El hedonismo y el afán de resultados inmediatos priman en

    el pensamiento actual. Y no es ni siquiera un hedonismo

    filosófico, como el que practicaba Epicuro, en el sentido de

    afirmar «Voy a vivir la vida a plenitud, porque no hay nada

    más que esto». Nuestro hedonismo, nuestro afán, no son

    expresiones culturales, no son formas de pensamiento: son

    una alienación neurótica.

    Creo que cualquier persona mentalmente sana debe tener una

    posición frente a su muerte. Puede pensar en que hay otra

    vida más allá, puede pensar que la muerte es una disolución,

    o puede aceptarla como una transformación, un cambio de

    estado o de energía. Pero sea cual sea su pensamiento debe

    tenerlo asumido y ser coherente con él; no se entiende por

    ejemplo que alguien que con creencias religiosas piense en la

    posibilidad de un cielo eterno se aterre frente al hecho de

    morir. Hay un pasaje muy bello en el Fedón, de Platón, en el

    que un discípulo le pregunta a Sócrates si tiene miedo de

    morir después de que se tome la cicuta. Sócrates le responde

    que él no tiene miedo, porque si después de la muerte hay

    algo, él espera llegar al mejor mundo después de una vida

    consagrada al bien; y si no hay nada, ¿entonces por qué

    temer?

  • Yendo un poco más allá en este intento de reflexionar sobre

    la muerte desde el humanismo, conviene preguntarse sobre

    la relación directa de este enfoque con la ética. Un primer

    paso es determinar qué es la ética. La ética es el respeto por

    la vida, es el respeto por el ser viviente y por el no viviente.

    Por eso en la actualidad la ecología va del brazo de la ética.

    Su posición de respeto y de cuidado del medio ambiente

    incluye los animales, el agua, los minerales y la flora, como

    signo de una posición ética. Tal vez por eso cuando la ética

    individual y social se degrada lo primero que se degrada es

    el medio ambiente, al faltar el respeto por el ser. En este

    espacio de reflexión, que incluye lo viviente y lo no viviente,

    decimos que el morir es un continuo con la vida. Este es un

    concepto difícil de entender en nuestro pensamiento

    occidental, tan dado a los antagonismos, a las polaridades.

    Pero el pensamiento oriental no ve el mundo en divisiones de

    blanco y negro, bueno y malo, sino en términos de bueno-

    malo, de un continuum entre dos manifestaciones. Desde ahí

    es posible entender la muerte no como contraria a la vida,

    sino como el desenlace de un proceso permanente de

    transformación. La vida no termina, se transmuta, o en

    términos de la ley de la conservación de la materia de

    Lavoisier, «Nada se crea, nada se destruye, todo se

    transforma». Cuando muero, mi núcleo vital no se destruye,

    simplemente cambia de estado. Este punto de vista rescata la

  • naturalidad del hecho de morir y descarta la posición

    antagónica entre la vida y la muerte. Así, Hipócrates les

    decía a sus alumnos que no debían sentirse derrotados

    cuando no pudieran salvar la vida de uno de sus pacientes,

    porque en la naturaleza la muerte estaba tan presente como la

    vida, y en consecuencia no tenía sentido una posición

    incompatible entre las dos.

    En el terreno de la práctica, ¿cómo se humanizaría la muerte

    en la medicina? Creo que la respuesta viene con la medicina

    paliativa que es, en palabras de Boulkin, cuidar a los que no

    podemos curar. En la formación de los profesionales de la

    salud siempre se ha inculcado que su tarea es conservar la

    vida, y que cuando aparece la muerte debe ser considerada

    como un fracaso. En consecuencia, a los estudiantes se les

    enseñaba a curar enfermedades y no más; de este punto en

    adelante no se consideraba ninguna otra intervención. Así

    que cuando llegaba la muerte, muchas veces el profesional se

    retiraba con una sensación de derrota que era transmitida al

    mismo paciente y a su familia.

    La medicina paliativa introdujo el concepto de que los

    médicos debían estar atentos y presentes al proceso y

    momento de morir, tan intensos desde el punto de vista

    humano. La medicina paliativa trata de brindar bienestar al

    paciente cuando ya no es posible intentar ninguna cura. Se

  • ocupa de tratar los síntomas que pueden perturbar a la

    persona que está a punto de morir, sin considerar ya opciones

    terapéuticas extraordinarias: su objetivo es simplemente

    ayudar y acompañar al paciente. Es posible confundir

    medicina paliativa con la eutanasia inclusiva o pasiva, que

    contempla la posibilidad de cesar el suministro de ciertos

    medicamentos o de suspender algunas terapias. Es en este

    campo difuso donde la sabiduría y humanidad del

    profesional de la salud le ayudarán a tomar decisiones con

    compasión y comprensión.

    Parece paradójico, pero los médicos y enfermeras, que

    somos los que estamos más en contacto con la muerte,

    tenemos ambivalencias profundamente nocivas frente a la

    misma. Muchos de estos profesionales huyen de la muerte

    del paciente o proyectan sus temores frente a él. Creo que

    cualquier persona que trabaje en el campo de la salud debe

    tener, más que cualquiera, una posición clara y elaborada

    sobre su propia muerte. Porque no es posible hablar y

    enfrentar la muerte de otro si antes no se ha hablado, no se

    ha asumido la muerte personal.

    Muchas veces, cuando he visto radiografías de pacientes con

    cáncer, he pensado: «Algún día va a haber una radiografía

    mía que muestre un cáncer, o va a llegar algún colega a

    decirme: “Hombre Luis Alfonso, tú estás próximo a morir”».

  • Entonces, ¿qué es para mí la muerte? Pienso que el concepto

    que cada persona tiene de la muerte depende mucho de la

    ciencia, la filosofía y las creencias que tenga. Por filosofía

    entiendo el saber del ser, por ciencia el saber de lo

    fenomenológico y por creencia el conocimiento amoroso de

    la realidad. Cuando digo filosofía no me refiero a

    conocimientos académicos en esta área. La filosofía es una

    posición frente al ser, o sea que un campesino analfabeta

    tiene una filosofía, una posición frente al ser; una creencia, y

    un saber fenomenológico que proviene de su oficio de

    agricultor. Para mí, la muerte es una transmutación, no una

    aniquilación. No puedo demostrar científicamente este

    concepto; más bien es una intuición, algo que me dice en mi

    ser que cuando muera, este yo no puede desaparecer.

    ¿Qué ocurre después de esta transformación? Aquí

    intervienen conceptos religiosos y culturales que operan

    desde la creencia, no desde la demostración científica.

    Budistas, judíos, cristianos, cada grupo tiene su propia

    descripción del mundo después de la muerte. Por eso digo

    que la creencia es un conocimiento amoroso de la realidad,

    porque se trata de un conocimiento en el que no hay una

    categoría racional aunque sí emocional.

    Creo entonces que las personas que se ocupan de sanar, antes

    que buenos profesionales deben ser buenos seres humanos,

  • personas íntegras y compasivas que puedan estar en

    condiciones de ayudar a otros cuando les llegue el momento

    de partir. No en vano Hipócrates decía que la cualidad más

    importante de un médico debía ser la filantropía, que

    etimológicamente quiere decir «amor por el ser humano»,

    esa bondad con que puede ayudar desde su corazón al

    paciente que llega al final de su vida. Pienso que rescatar esa

    bondad pasa por recuperar una figura que se ha perdido casi

    por completo: la del médico familiar, aquel médico que

    conocía al paciente y a su familia, conocía su casa, sus

    circunstancias, su historia personal. Cuando un médico

    conoce así de cerca a un paciente le queda mucho más fácil

    sentir empatía y establecer una relación más humana con la

    persona que va a morir.

    Otro tópico muy discutido cuando se habla de pacientes

    terminales es el de calidad de vida. Yo prefiero hablar de

    calidez de vida, porque el término calidad se ha impregnado

    de un sentido económico. Cuando se habla de calidad de

    vida de un paciente se habla de este tipo de valor: por

    ejemplo, si un pianista pierde una mano su calidad de vida

    como pianista se pierde, pero no así la calidez de su vida

    desde un punto de vista de sus relaciones como ser humano.

    Lo mismo podría decirse de un cuadrapléjico, que puede

    tener gran calidez de vida en el campo personal y poca

  • calidad de vida desde el punto de vista económico, si no

    puede trabajar. Calidez tiene que ver con amor, con calor,

    con lo que está presente cuando una persona quiere su vida,

    disfruta su existencia así tenga grandes limitaciones físicas o

    psíquicas, cuando ama y se siente amada, cuando siente la

    protección de un hogar y valora la oportunidad de existir. Por

    eso es muy grave que una persona sana determine la calidad

    de vida de una enferma subestimando la capacidad de

    adaptación del otro, su actitud interna para mantener la

    calidez en su vida.

    En este orden de ideas, es preciso humanizar los servicios de

    salud; es decir, humanizar a las personas que trabajan en

    ellos. Considerar que no solo la ciencia es necesaria para

    formar un profesional de la salud, sino también la filosofía,

    los sistemas de creencias. Si un médico o una enfermera

    tienen claros estos campos les será más fácil respetar las

    creencias y expectativas de sus pacientes y en consecuencia

    ayudarles mejor en el proceso de la muerte. Muchas veces

    las plegarias, los cirios que se ponen cerca de un paciente le

    dan más tranquilidad que cualquier medicamento. Se trata de

    ver al paciente como a una persona completa en la dimensión

    de sus creencias y su contexto cultural

    Es preciso también dejar de ver la muerte como una derrota

    de la medicina. Retomando a Hipócrates, reconocer que hay

  • personas que deben morir a pesar de la medicina, y saber que

    eso no está mal. El médico está llamado a ayudar a morir, a

    que ese proceso natural transcurra de la forma más

    confortable y natural que sea posible. Por eso Napoleón

    decía que los médicos, llevados por un cientificismo

    deshumanizado hacían las cosas más difíciles al momento de

    la muerte.

    Yo insisto en que los profesionales de la salud deben tener

    unos valores que vayan más allá de la ciencia y se acerquen a

    las dos virtudes indispensables para humanizar su práctica: la

    compasión y la capacidad de diálogo. Compasión, como la

    palabra indica, es estar acompañando a la pasión, es sentir el

    dolor del otro. En el caso del morir y la muerte, se acompaña

    el dolor y el sufrimiento de la persona que está próxima a

    partir. Aquí quiero hacer una distinción entre dolor y

    sufrimiento, porque no todo dolor produce sufrimiento, y

    viceversa: a uno le duele algo en el organismo, pero el que

    sufre es el ser. Desafortunadamente, a los profesionales de la

    salud se los capacita para curar el dolor, pero muy pocas

    veces para tratar el sufrimiento. El paciente sufre desde su

    ser, porque como dice Espinosa, «Todo ser quiere

    permanecer en su ser». Cuando el ser humano se siente

    amenazado en su integridad, sufre. Por eso todo paciente es

    metafísico, su sufrimiento es ontológico. Es preciso entonces

  • que el profesional de la salud tenga compasión por el

    sufrimiento del paciente y lo acompañe en ese sufrimiento,

    independientemente de que sienta o no dolor. Muchas

    personas mueren sin experimentar ningún dolor físico, pero

    sí angustia por la posibilidad de desaparecer como ser. En

    este sentido el diálogo es crucial, porque nos permite

    acercarnos al paciente. Toda persona en trance de muerte

    quiere dialogar, y tanto los médicos y enfermeras como los

    familiares tienen miedo de hablarle. Por eso se debe estar

    abierto a hablar de la muerte cuando el paciente lo requiera,

    o bien respetar su silencio: muchas veces un llanto callado

    expresa más que cualquier palabra.

    Mi recomendación es que todos reflexionemos sobre lo que

    significa la muerte desde el punto de vista de nuestras

    creencias, de nuestro contexto cultural y de nuestra particular

    manera de entender el mundo. Insisto especialmente en que

    los profesionales de la salud tengan muy clara su posición

    frente a la muerte para que puedan ayudar a otros, no solo a

    vivir, sino a tener una actitud serena y esperanzadora en el

    momento de su muerte.

    Cuando este tipo de reflexión se da en una familia, en una

    sociedad, el morir se hace menos doloroso. Verbalizar las

    situaciones de muerte ayuda a conjurar el miedo y hace más

    fácil afrontar la realidad del hecho de morir. Si nos

  • culturizamos hacia una actitud sana y positiva frente a la

    muerte, si no huimos de ella y acompañamos a la persona

    que está muriendo ofreciéndole amor, compasión y apertura

    a lo que quiera expresar, la muerte no será más una tragedia

    dolorosa sino un hecho natural.

    4. MUERTE Y SALUD MENTAL

    Mario Ruiz Osorio

    «Hablar, hablar para no morir,

    amar la palabra para no perderme.

    La palabra es mi luz,

    el fuego interior

    donde caliento mis manos»

    (Gloria Posada)

    Cuando uno aborda la muerte desde el punto de vista de la

    psicología, especialmente desde la psicología tradicional,

    constata que esta disciplina todavía tiene raíces muy hondas

    en la biología y la medicina, y que en este sentido la

    psicología se aproxima a la muerte con todas las

    herramientas de las ciencias biológicas. Sin embargo existe

    una propuesta, el psicoanálisis, que promete posibilidades

    más integradoras de abordar el tema de la muerte.

  • Aparece por ejemplo el concepto de la muerte como la

    sombra de la vida, como esa presencia oculta en el

    inconsciente de todos los seres humanos, que

    paradójicamente la convierte en una especie de ideación de

    inmortalidad: la mayoría de las personas sienten la muerte

    como algo ajeno, algo que les ocurre a otros, nunca a ellos.

    El mismo Freud afirmaba esta idea de inmortalidad que

    alberga el hombre. Y la verdad es que buena parte de

    nuestros hábitos parecerían confirmar esta idea, pues

    fumamos, tomamos licor en exceso, comemos alimentos

    ricos en grasas o practicamos deportes de alto riesgo como si

    nuestra vida fuera a durar por siempre. Así, el psicoanálisis

    describe la existencia como una pugna entre la vida y la

    muerte. Tendemos a la vida, pero la muerte está siempre a

    nuestras espaldas. Sin embargo, esta no es una visión

    fatalista; al contrario, saber que la muerte camina dos o tres

    pasos atrás nuestro debería inspirarnos para valorar más la

    vida, para vivirla con mayor consciencia y pasión.

    ¿Cómo relacionamos entonces los conceptos de muerte y

    salud mental? Recuerdo una definición de salud mental

    especialmente significativa: salud mental es reconocer que

    en uno también hay una parte enferma. Es decir, que los

    seres humanos gozamos de condiciones de armonía, de

    vitalidad, pero a la vez albergamos tristeza, neurosis,

  • depresión. En cada uno conviven aspectos luminosos y

    oscuros, pero desconocemos los segundos y queremos estar

    siempre dentro de los límites de la tranquilidad y la felicidad.

    En consecuencia, vemos la muerte como una fatalidad, una

    derrota. Y extrañamente persistimos en desafiarla, nos

    movemos impulsados por la tendencia a ser divididos por la

    muerte, a desaparecer tras ella.

    Cuando nos pensamos como un ser muerto, desaparecido,

    sentimos horror y tratamos de alejar ese pensamiento,

    tratamos de exorcizar la presencia de esa gran desconocida

    que, justamente porque no la conocemos, nos causa temor y

    dolor. La muerte, digámoslo así, es vista por la mayoría de

    los seres humanos como el lazo que está alrededor del cuello

    del ahorcado, es la amenaza de un final que puede llegar en

    cualquier instante. No obstante, lo que da sentido al

    recorrido de la vida es justamente la existencia de la muerte:

    la vida es un camino que todos recorremos para llegar al

    mismo lugar. La consciencia de la muerte nos posibilita

    construir una existencia, la inminencia de nuestra

    desaparición nos lleva a construir una obra que nos

    trascienda y deje una huella. Como bien decía Nietzsche,

    «Lo que uno viene a hacer aquí es una obra». Para muchos,

    la vida es una obra que finaliza con la muerte. Pero, ¿en

    realidad no queda nada de nosotros? La memoria de nuestra

  • obra queda con nuestra familia, con las personas que

    compartieron nuestro trabajo, con aquellos con los que

    tejimos vínculos. Pensemos por ejemplo en Sócrates, que

    vivió hace casi dos mil quinientos años. Aunque su cuerpo

    material ha desaparecido, su pensamiento sigue vivo entre

    nosotros. La muerte, entonces, encuentra sentido en la

    existencia.

    Pensar en la muerte no solo significa imaginar cómo será el

    momento en que expiremos, de qué modo dispondrán de

    nuestro cuerpo los que queden o qué nos pasará después de

    muertos, según nuestros miedos y creencias religiosas.

    Pensar en la muerte implica comprender que hay situaciones

    en nuestra vida que son también pequeñas muertes. Una

    depresión, un revés económico, el fallecimiento de un ser

    querido. Sucesos que rompen el orden de la vida y nos

    obligan a construir una realidad nueva. Si en lugar de eludir

    la angustia por la pérdida intentáramos enfrentarla, asumirla

    como parte de la existencia, nos acercaríamos a ese momento

    de verdad en el que nos reconocemos como seres frágiles,

    vulnerables, y podríamos pensar en la muerte con más

    serenidad. Sería posible que llegáramos al final de nuestra

    existencia aceptando que la misma se mueve entre lo

    positivo y lo negativo, lo trascendente y lo intrascendente, y

    que la muerte no es más que el otro polo de la vida.

  • Pero así como no pensamos en nuestra muerte, se nos

    dificulta también pensar en la muerte del otro cuando ese

    otro es un ser querido. Y cuando esa muerte nos toca, cuando

    perdemos a alguien que amamos, aparece el proceso

    psíquico del duelo. Un proceso doloroso, que desencadena

    toda clase de reacciones físicas y anímicas mediante las

    cuales reelaboramos el significado que ese ser tenía en

    nuestra vida. Un tiempo que debe ser vivido a consciencia,

    pues el hecho real de la muerte de alguien cercano nos

    confronta con la idea que tanto eludimos de nuestra propia

    desaparición. Por eso, si no vivimos el duelo con

    consciencia, nos condenamos a hacer de él algo patológico y

    a revivirlo de manera dañina más adelante.

    ¿Cuáles son esas conductas lesivas al momento de elaborar

    un duelo? La primera es la negación, engavetar el dolor en el

    último lugar del pensamiento y de la acción. No volver a

    hablar de la persona fallecida ni expresar los sentimientos

    que se generan por su ausencia. Toda esta energía reprimida

    y no elaborada se acumula en el interior y finalmente se

    desborda en estados como la melancolía o la depresión

    profunda en los que el sujeto pierde su autoestima y cae en

    una indiferencia total con respecto al mundo. Aquí es

    necesario considerar que en esta represión del duelo y su

    posterior manifestación en una situación patológica inciden

  • mucho las características de la personalidad, como en el caso

    de las personas muy dependientes que basan su seguridad y

    el sentido de su existencia en el otro. Cuando este tipo de

    personas sufren una pérdida, tienen menos recursos

    interiores para enfrentarla.

    Otro factor que puede desatar patologías es cultural: nos

    educan en la idea de que todo es susceptible de reparación,

    de que cualquier pérdida puede ser subsanada. Dicha

    creencia persiste como una fantasía animista que obstaculiza

    la aceptación de la partida definitiva de un ser querido

    cuando este muere. Cuando esta negación llega a extremos,

    cuando el duelo es reprimido, las personas caen fácilmente

    en la depresión y en estados aún más graves, como la

    autoagresión (alcoholismo, drogadicción, trastornos

    alimentarios y del sueño) e incluso el suicidio. Es preciso

    que vivamos el dolor sin la represión o la moderación que

    nos exige la cultura, abandonando el miedo a sentir y a

    expresar lo que sentimos.

    En resumen, negar la muerte, ignorar su posibilidad o su

    presencia, es la causa, por un lado, de patologías durante el

    duelo, y por otro, de un menor nivel de aceptación, de

    conexión y fluidez con la vida. Porque como hemos dicho, es

    justamente la muerte la que nos posibilita hacer una vida.

    Cuando en vez de huir de ella nos decidimos a pensarla,

  • cuando nos disponemos a estar presentes en el dolor que

    puede traer consigo, nuestra vida se enriquece y se toca con

    pensamientos y emociones de una profundidad que

    desconocíamos. De este modo la muerte potencia una

    creatividad, un querer hacer, un interrogar continuo de la

    realidad. Empezamos a encontrar en el dolor una puerta

    abierta hacia nuestro mundo interior, una oportunidad de

    crecimiento. Dejamos de ser espectadores pasivos de nuestra

    existencia y empezamos a vivir más intensamente penas y

    alegrías, éxitos y fracasos, encuentros y soledades.

    Siempre encontraremos en nuestra existencia situaciones que

    escapan a nuestro control. Y en vez de sentirnos

    todopoderosos, podemos acudir a otro que nos ofrezca

    consuelo y orientación. Ese otro puede ser un profesional, un

    buen amigo, un miembro de la familia. En este último caso

    vale resaltar que una familia que comparte su dolor en un

    proceso de duelo seguramente va a ver fortalecidos los

    vínculos entre sus miembros. El soporte emocional que se

    brindan entre sí incrementa el diálogo, estrecha el afecto y

    hace visibles las fortalezas y debilidades de la relación

    intrafamiliar para que todos sus miembros aprendan de ello.

    Frente a la idea de la muerte, es preciso empezar a pensar en

    eso que somos, en esa alma que nos lleva a emprender

    nuevos caminos y a ver el mundo del color que decidamos.

  • Si no nutrimos nuestra alma, las pérdidas y dificultades de la

    vida solo serán fuente de ansiedad, de amargura y de

    depresión, en lugar de ser fuente de aprendizaje y de

    crecimiento interior. Y ese cultivo del alma parte de

    conocernos, de mirar siempre hacia nuestro interior para

    descubrir nuestras fortalezas y debilidades de modo que

    podamos incrementar las primeras y trascender las segundas.

    En las penas y en las alegrías, el mejor texto que podemos

    leer, el mejor maestro al que podemos acudir es nuestra

    propia alma. Busquemos la respuesta que está siempre

    disponible en nuestro mundo interior para orientar con

    certeza nuestros pasos.

    5. LA AGONÍA PSÍQUICA

    Mario Ruiz Osorio

    «Mínima alma mía, tierna y flotante, huésped y compañera

    de mi cuerpo. Descenderás a esos parajes pálidos, rígidos y

    desnudos, donde habrás de renunciar a los juegos de antaño.

    Todavía un instante, contemplemos juntos las riberas

    familiares, los objetos que, sin duda, no volveremos a ver.

    Tratemos de entrar en la muerte con los ojos abiertos».

    (Marguerite Yoursenar)

  • Desde un punto de vista orgánico, se piensa que las últimas

    48 horas que vive un paciente terminal son la etapa de la

    agonía, cuando es imposible detener la enfermedad y lo que

    se sigue con certeza es la muerte. La medicina establece una

    serie de síntomas para determinar si un paciente ha entrado

    en estado agónico: los estertores que la gente llama

    comúnmente «el ronquido de la muerte», y que se

    caracterizan por una respiración ruidosa y por la dificultad

    para tomar aire y exhalarlo; el dolor físico; la incontinencia

    urinaria, o por el contrario, la retención de orina; la inquietud

    y agitación; las náuseas y vómitos; el dormir intranquilo, que

    se evidencia en movimientos oculares aunque la persona esté

    sedada; la sudoración excesiva; los rasgos, especialmente la

    nariz, perfilados; cambios en la temperatura, el color y la

    textura de la piel, y por último, la llamada lacrima mortis, o

    última lágrima que puede resbalar por las mejillas poco antes

    de morir.

    Todos estos síntomas nos remiten a la agonía en su aspecto

    orgánico. Pero ocurre que también se puede hablar de agonía

    desde una perspectiva psíquica, aunque la investigación

    sobre la misma haya estado dificultada justamente por la

    situación de los pacientes. Sin embargo, ha sido posible

    recoger testimonios de esta vivencia con algunos pacientes

    que lograron llegar lúcidos hasta el final o con los familiares

  • que acompañaron a sus seres queridos en esos últimos

    momentos.

    Lo anterior, añadido a mi experiencia personal cuando he

    podido presenciar la muerte de varias personas, me permite

    afirmar que aunque cada uno tiene su propia manera de

    afrontar ese último momento, hay algo que sí determina el

    encuentro con la muerte, y es el modo como se ha vivido.

    Porque la agonía conlleva el proceso de devolverse, de

    pensar en lo que se hizo y lo que se dejó de hacer para llegar

    a un balance definitivo. En consecuencia, estos últimos

    momentos evidencian lo que la persona ha sido, eso sí, de

    acuerdo con el nivel de consciencia con que pueda vivirlos,

    porque recordemos que hoy en día muchos pacientes

    agonizan completamente sedados, sin tener la posibilidad de

    expresarse. Cabe anotar también que en la mayoría de las

    investigaciones se privilegian los casos de quienes sufren

    hasta el final y no de quienes llegan a la muerte en paz y con

    aceptación, tal vez porque se estudia más aquello que es

    digamos anómalo.

    Como si se tratara de la explosión de una supernova, la

    agonía puede recoger en pocos instantes la vida entera de un

    sujeto. Morimos como vivimos. Por ejemplo, he visto casos

    en los que la familia le pide a su ser querido que exprese

    todo lo que siente, cuando la realidad es que la persona ha

  • vivido en silencio, sin abrir su corazón a los demás. Y

    aunque en estos momentos extremos algunos logran hacer un

    cambio, por lo general su partida corresponde a lo que ha

    sido su existencia. Por eso sostengo que uno vive hasta el

    final; que la agonía puede ser más dolorosa cuando no se han

    reparado viejos asuntos personales, cuando la vida ha sido

    vivida como una derrota. La muerte entonces es el momento

    del balance, es la oportunidad de verse con y en el otro y

    decidir cómo será nuestra partida.

    Como se dijo, cada uno tiene su forma personal de encarar

    ese último momento. Hay quienes se quedan en absoluto

    silencio desde mucho antes del final; es una mudez a la que

    he llamado heroica, porque el individuo se condena a sí

    mismo a una soledad interna y externa con la que expresa

    que cualquier intento de los demás por mantenerlo en el lado

    de la vida no significa ya nada. Y uso el calificativo de

    heroica porque se necesita valor para morir solo, negándose

    a la palabra.

    La agonía onírica es la de los pacientes que por su condición

    clínica mueren completamente sedados. El sujeto habita en

    su inconsciente gracias a un sueño artificial, y por lo general

    la muerte ocurre sin que la persona se dé cuenta, ya que los

    límites entre la vida y la muerte se hacen difusos. Hay otros

    casos, considerados patológicos, en los que la persona está

  • en un estado