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Regímenes de visibilidad. Imágenes de los indígenas en la formación de la identidad colectiva argentina. Álvaro Fernández Bravo Sitio: FLACSO Curso: Educación, imágenes y medios Clase: Regímenes de visibilidad. Imágenes de los indígenas en la formación de la identidad colectiva argentina. Álvaro Fernández Bravo Mayo -2008 Tabla de contenidos Introducción I. Pedagogía y subjetividad II. Fotos y cuerpos III. Iconos, memoria y visibilidad IV. Los indios en el currículum escolar V. Notas ampliatorias Bibliografía

Regimenes de visibilidad - Alvaro Fernández Bravo

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Material teórico, unidad 2

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Regímenes de visibilidad. Imágenes de los indígenas en la formación de la

identidad colectiva argentina. Álvaro Fernández Bravo

Sitio:

FLACSO

Curso: Educación, imágenes y medios

Clase:

Regímenes de visibilidad. Imágenes de los indígenas en la formación de la identidad colectiva argentina. Álvaro Fernández Bravo Mayo -2008

Tabla de contenidos

• Introducción • I. Pedagogía y subjetividad • II. Fotos y cuerpos • III. Iconos, memoria y visibilidad • IV. Los indios en el currículum escolar • V. Notas ampliatorias • Bibliografía

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Introducción

La clase que voy a exponer tendrá como eje el problema de la identidad colectiva, tomando como centro la formación del sujeto colectivo y su régimen de (in)visibilidad, concentrándome en la iconografía de la nación. La composición, el contenido, la inclusión y exclusión de diferentes componentes humanos para conformar autoimágenes de la identidad colectiva se produjo en la Argentina, como en otros países de América Latina, a través de un recorrido y un debate en el que intervinieron intelectuales, escritores y artistas. Lapostulación de quiénes integraban la nacionalidad, cuáles eran las fronteras de la ciudadanía y qué tipo de sujeto colectivo era deseable para el país, ocupó la atención de intelectuales y políticos, particularmente durante la segunda mitad del siglo XIX, cuando la Argentina, como otras sociedades americanas, ingresó en un veloz procesode modernización. Los sectores dirigentes diseñaron diferentes políticas públicas con el propósito de formular las características del sujeto colectivo deseado, al que consideraban incompleto, inadecuado, amorfo o simplemente vacío. La carencia de una identidad que se ajustara plenamente al modelo anhelado despertaba inquietud, y las imágenes en las cuales se plasmaría esa identidad permitirán analizar, a partir de la representación iconográfica, los rasgos específicos bajo los cuales esa identidad fue imaginada. Vale la pena recordar las palabras de Domingo F. Sarmiento (1811-1889), escritor y presidente argentino, pronunciadas en 1883: "¿Somos nación? ¿Nación sin amalgama de materiales acumulados, sin ajuste ni cimiento? ¿Argentinos? Hasta dónde y desde cuándo, bueno es darse cuenta de ello". (Sarmiento, 1951: 213)

Son precisamente los bordes de la subjetividad colectiva lo que le preocupaba a Sarmiento ("hasta dónde") y la escasa articulación entre los componentes ("materiales desajustados entre sí y sin cimiento") aquello que afectaba la cohesión de la identidad. Es decir, el sujeto colectivo, asociado con la nacionalidad, se pensó como una materia pasible de ser imaginada y manipulada porque en realidad se presentaba como una entidad incompleta. Sabemos que la educación cumplió un rol importante en la formación de la subjetividad colectiva. La educación era pensada como una herramienta para imbuir de un sentido de pertenencia a una población dispersa, heterogénea y carente de un emblema unificador. En el caso argentino, el efecto de la inmigración masiva -principalmente europea- que llegó al país entre 1880 y 1930, desató intensos debates sobre los contornos de la ciudadanía. (véase, Bertoni, 2001; Degiovanni, 2007)

En 1896 el diputado nacional Marco Avellaneda, durante el debate en el Congreso sobre la obligatoriedad del idioma nacional en las escuelas, se expresaba de la siguiente manera: "(...) La nacionalización del extranjero es hoy una necesidad (...) no podemos aceptar, no es justo que esa inmensa población que vive de nuestra propia vida, bajo el mismo cielo, limitada su vista por el mismo horizonte, permanezca extraña a nuestra propia vida pública, manteniéndose en colectividades autónomas en donde procurar perpetuar en sus hijos, como una herencia, su triste condición de emigrados (...) el desierto tiende a desaparecer, pero queda de pie un nuevo peligro: el extranjero (...). Hoy, pues, no basta poblar, es necesario poblar de ciudadanos. Hoy gobernar es poblar de ciudadanos (...)". (citado en Botana y Gallo, 1997:365-366)

Aunque la inmigración había sido buscada, significaba la presencia de un elemento nuevo, percibido como extraño al cuerpo social y potencialmente amenazante de la identidad. No obstante, pensado este proceso en un ciclo más extenso, otros grupos sociales provenientes del interior del país o de países limítrofes continuaron desafiando la idea de una identidad colectiva cohesionada y homogénea mucho después del auge de la inmigración europea. Es decir, la discusión sobre la naturaleza y características de la identidad colectiva tiende a reaparecer en épocas de crisis y nunca debe asumirse como un problema resuelto. En rigor, esta discusión es materia de un debate extendido, que acompaña la aparición y visibilidad de nuevos actores que continuamente reclaman redefinir qué entendemos por identidad colectiva. Este proceso ocurre no sólo en América Latina sino también en los países centrales, donde la inmigración del Tercer Mundo -árabes y africanos en

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Europa; latinos y asiáticos en los Estados Unidos, minorías de diversa procedencia en los principales centros urbanos mundiales- alimenta el debate sobre las fronteras del sujeto colectivo.

Si la presencia de un sujeto extremadamente desigual y heterogéneo parece un fenómeno nuevo en los países centrales, en América Latina estuvo presente desde la conquista. El mundo colonial fue un espacio de enorme diversidad cultural por la presencia de europeos y la mano de obra africana llegada con la esclavitud. Pero el fenómeno continuó con la república, cuando la consecución de un Estado moderno produjo la necesidad de un capital cultural propio y una iconografía. Esto nos permite interrogar el problema de qué se muestra y cómo se exhiben imágenes de la identidad y detenernos en los modos de exhibir y ocultar determinados sujetos. En el momento de consolidación del Estado-nación, sobre el que enfocaré mi atención, este debate se reavivó.

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I. Pedagogía y subjetividad

Una huella contemporánea de esta discusión puede encontrarse en los trabajos del crítico peruano Antonio Cornejo Polar (1994), así como en las contribuciones de Walter Mignolo (2006), Néstor García Canclini (1992), John Beverly y Hugo Achúgar (2002), entre otros investigadores que trabajan esta cuestión. El argumento de muchos de estos trabajos denuncia la voluntad de crear un sujeto homogéneo desde el poder y estudia los instrumentos utilizados desde el ámbito de la cultura en sus diversos recursos (instituciones pedagógicas, museos, ideologías, Estado, mercado) para reforzar el orden social. Los museos y las representaciones públicas de la identidad colectiva, como las fotografías y colecciones de objetos sobre los que me detendré, representarían una evidencia material de esta estrategia.

Sin embargo, sin cuestionar la validez de esta lectura, me gustaría detenerme en la simultánea emergencia, junto al afán por definir una identidad libre de presencias indeseables, de subjetividades menores, que desafían esa homogeneidad imaginada y dejan constancia de sus bordes exteriores. Es decir, quisiera reconocer e interrogar el surgimiento, sin desatender la oclusión, de representaciones menores y marginales, particularmente indígenas, en la cultura argentina, tal como resultan inscriptas en fotografías y objetos. Así, cuando a través de recursos como las exhibiciones y muestras en museos, la fotografía y las colecciones de objetos reunidas para representar las culturas nacionales se buscaba reafirmar una imagen moderna, europeizada y civilizada de las naciones latinoamericanas, aquello que no pertenecía a ese universo, que a menudo estaba referido al mundo indígena o africano, a las costumbres bárbaras pero a la vez características de la tierra, revierte o pone en evidencia la dificultad de silenciar (o volver invisibles) a esos componentes minoritarios. Indígenas, afroamericanos, mestizos e inmigrantes (además de las mujeres, que a comienzos del siglo XX empezaron a organizarse para reclamar su derecho a la participación política) constituían minorías cuya posición en la subjetividad colectiva resultaba problemática.

En algunos casos existía un interés por ingresar en la representación y, en otros, cierta indiferencia o incluso un rechazo de la ciudadanía, que traía aparejadas obligaciones como el servicio militar en el caso de la Argentina. En torno a esos sujetos fronterizos se dispararon debates, en algunos casos con la intención de asimilar y componer un sujeto colectivo más inclusivo. En otros casos, los efectos indeseados de la modernidad, como la presencia de inmigrantes politizados y desafiantes del sistema, dispararon reacciones hostiles hacia quienes cuestionaban el orden social. (Cf. Halperín Donghi, 1987)

En todos los casos, los bordes de la subjetividad y las imágenes que los retrataban resultan una zona de interés para explorar qué se muestra y qué no, por qué ciertas imágenes adquieren valor y capacidad de circulación y cómo se construye el capital cultural de una nación, en particular en su representación iconográfica. Me interesa un aspecto en particular de esta problemática, que es el lugar de las minorías indígenas en el imaginario argentino. Uno de los recursos que se consolida a fin de siglo, luego de la ocupación efectiva del territorio nacional por parte del ejército (la Campaña del desierto, 1879) fue apelar a una historia común en la que se aludía a los pueblos originarios, como personajes de un relato unificador. Los indígenas podían funcionar como los "ancestros" de la nacionalidad, aunque paradójicamente eran retratados con la moderna tecnología fotográfica, y su cultura material, inserta en colecciones de museos, catálogos de exposiciones y libros didácticos, según veremos más abajo. (1)

Mi interés específico se dirige a historizar y analizar, desde una perspectiva cultural, el problema de los regímenes de visibilidad en torno a la fotografía en el período finisecular, cuando la técnica del daguerrotipo se desarrolla y se convierte en un dispositivo clave para producir imágenes que

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serán observadas por distintos públicos, pero particularmente la audiencia de una ciudadanía en formación: inmigrantes e integrantes del aparato escolar (docentes y alumnos). La fotografía sirvió en ese momento para identificar y distinguir entre sujetos "anormales", "peligrosos" o indeseables, por un lado, del patrón de normalidad por el otro, que en el caso argentino, como en toda América Latina, debía aproximarse al hombre blanco europeo. El cuerpo de la nación se volvió entonces materia de discusión. (Véase Penhos, 2005)

La consecución de un cuerpo ajustado a un modelo estandarizado buscaba perseguir y corregir a los anormales: delincuentes, dementes, enfermos (que en el caso argentino a menudo se trataba también de inmigrantes) pero asimismo indígenas. Los indígenas eran considerados una población hostil a la civilización y un grupo en vías de extinción: un resto anacrónico que obstaculizaba la modernización, testimonio de un período que era preciso dejar atrás. En otros contextos las minorías negras y los mestizos, a los que se asociaba, a través de la frenología y el positivismo, con la degeneración, el desvío y la amenaza al cuerpo nacional, fueron objeto de políticas de vigilancia, observación, medición y por lo tanto se volvieron materia de retratos y fotografías. La doctrina positivista encarnada en los trabajos de Cesare Lombroso y Enrico Ferri, de amplia circulación tanto en la Argentina como en toda América Latina, avalaba esta lectura. (Véase Soler, 1968; Terán, 1987). Los libros del antropólogo cubano Fernando Ortiz, interesado en las prácticas religiosas africanas en Cuba y en el mundo del delito, son un testimonio elocuente de esta problemática. (Véase, Schwarcz, 2000; Ortiz, 1957).

En este sentido, la preocupación por obtener una identidad colectiva homogénea tuvo el efecto de poner sobre el tapete la presencia de minorías cada vez más visibles, aunque a menudo lo fueran, no por una consideración tolerante o inclusiva hacia estos grupos marginales, sino más bien por todo lo contrario: como evidencia de aquéllos componentes que se quería expulsar o neutralizar por considerar que amenazaban la pureza del sujeto colectivo. La fotografía podía servir como instrumento de medición, clasificación y archivo y, de este modo, operaba como un aliado del conocimiento científico para el control de los sujetos considerados peligrosos para el orden social. En el caso de la Argentina, la cuestión más acuciante fue la inmigración (como ocurrió, en menor medida, en el Sur del Brasil y en la zona de San Pablo). Pero también en Cuba, Perú, Chile y México hubo debates semejantes, que planteaban qué hacer con las minorías africanas, indígenas o mestizas, cómo asimilarlas o en qué lugar de la cuadrícula nacional ubicarlas.

La foto que vemos a continuación, de un indígena fueguino retratado en la Exposición Universal de París de 1889, puede servir de ilustración para este tipo de preocupación. Al incluir la imagen de frente y perfil se procura tener una idea cabal de los rasgos fisiognómicos y de la masa craneana del indígena y se le otorga un valor, si bien exotista, no por ello menos visible. Las imágenes proveían material para un archivo donde se estudiaban las razas en relación con teorías sobre la evolución, en las que los indígenas se ubicaban en un estrato inferior y atrasado. No obstante, las imágenes servían para archivar y catalogar, preservar y nutrir la memoria colectiva.

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II. Fotos y cuerpos

Me interesan en particular las imágenes plasmadas en fotografías y buscaré entender la centralidad del dispositivo fotográfico en el discurso sobre la identidad colectiva, así como plantear un conjunto de problemas teóricos sobre lo visible y lo invisible. Como señala Walter Benjamin, la irrupción de la fotografía puede pensarse en paralelo con la imprenta, por la capacidad de ambos dispositivos técnicos de reproducir contenidos en forma masiva, de ingresar en el mercado capitalista y multiplicar, además de alterar, el modo de circulación de las imágenes (Benjamín, 1982:63). En ambos casos el canal óptico, pensado como un componente central de la experiencia moderna, constituye el sentido privilegiado. Comenzando por el Renacimiento y la revolución científica, en general se estima que la modernidad ha estado resueltamente marcada por el ocularcentrismo (Cf. Jay, 2003:221). La fotografía constituyó una renovación enorme, y tanto por su capacidad de ser reproducida y alcanzar una audiencia masiva como por su lealtad con el referente, tuvo cierto protagonismo en la difusión de imágenes de la identidad colectiva.

En un ensayo clásico, "La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica", Benjamin analiza los cambios operados en el arte contemporáneo a partir de lo que denomina la pérdida del aura. El aura queda asociada con el valor de culto que dotaba a la obra de arte una función ritual en el mundo anterior a la aparición de la tecnología capaz de multiplicar las obras visuales. (Benjamin, 1982:26) Una de las contribuciones más significativas de la fotografía es precisamente su carácter masivo y no único -la ausencia del original que "emancipa a la obra artística de su existencia parasitaria en un ritual" (ibid, 27). Mientras el valor cultual (religioso) impide un distanciamiento y promueve un culto divino de las obras de arte, el valor exhibitivo otorga mayor peso a la capacidad de observación y más poder al espectador, que modifica su relación con la imagen, ahora ya no una obra única, rodeada de un aura de autenticidad. Benjamin escribe su ensayo en 1936, poco antes del advenimiento del nazismo en Europa, y también es consciente del peligro de apropiación del arte masivo por parte del fascismo. Su respuesta es llamar a una politización activa como recurso para abandonar la amenaza del arte como propaganda en manos del Estado autoritario y subraya la emancipación del espectador como el principal beneficio de la reproductibilidad técnica.

Por la repentina capacidad de reproducirse y de alcanzar un público masivo, la imprenta y la fotografía fueron particularmente útiles en América Latina, en el marco de las políticas públicas que buscaban recortar la identidad colectiva y forjarla de acuerdo con una agenda preconcebida. Podían alcanzar a un público disperso y desarticulado como el que constituía la audiencia posible en la Argentina, enunciar un discurso sobre la identidad nacional y canalizarlo, como veremos, a través de instituciones de educación pública como los museos y las escuelas.

Paralelamente a la fotografía, me detendré en las colecciones de objetos albergadas en los museos, pensados como un espacio complementario de la fotografía. A veces los museos exhiben fotografías, aunque en el caso de los museos antropológicos, son los objetos (flechas, vasijas, telas, instrumentos primitivos, cultura material) el referente más frecuente, a través del cual se busca retratar una cultura que resulta simbolizada en una pequeña muestra. Se trata del fenómeno estudiado por James Clifford, que las denomina metonimias etnográficas. Un ejemplo sería tomar una flecha o una pieza de alfarería como representación de una totalidad abstracta: la cultura araucana o la etnia bororo, simbolizadas en un pequeño objeto originario de esas sociedades. (Clifford, 1988:220).

Tanto las fotografías como los objetos expuestos en un museo comparten los efectos de la descontextualización: se trata de elementos retirados de su ámbito original y transportados a un escenario extraño. Pero las imágenes tienen, sin embargo, un mayor clivaje histórico: están ligadas

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al tiempo, insertas en él, y no cesan de evocarlo.

Podríamos pensar en este mecanismo como un claro ejemplo de procedimiento de visibilidad e invisibilidad. Por un lado, trae al espacio público (el museo, la escuela) una referencia a un grupo que probablemente tenía una visibilidad escasa hasta entonces. Por ejemplo, los indios tobas en el siglo XIX en la Argentina, o una tribu amazónica en el Brasil en el mismo período, al ingresar en el espacio del museo, siempre una institución pública rodeada de prestigio, dejan constancia de esas culturas dentro de un espacio "nacional" y son integrados a una colección que comprende otros grupos humanos ya asimilados al conjunto. Los museos, que tuvieron una rápida expansión a fines del siglo XIX, estaban asociados con la nación y cumplían una función importante para educar masivamente al nuevo público urbano. Pero, por otro lado, esa pequeña muestra de la identidad a menudo oculta, simplifica, fragmenta y proporciona una idea muy limitada del universo identitario vasto y complejo al que alude. Una cabeza reducida de los jíbaros puede sugerir que el atributo central de esa cultura es esa práctica, y ocultar, omitir o excluir otros rasgos relevantes de ese grupo humano.

Con frecuencia, fotos y objetos se superponen o pueden pensarse de modo paralelo. En algunos casos los museos exhiben objetos en el marco de dioramas, escenificaciones de un ámbito del cual los objetos han sido retirados (el lugar donde se los obtuvo) y se crea ese espacio mediante una fotografía. Otras veces los objetos son acompañados de fotografías que completan el sentido o proveen información adicional sobre esa cultura. En otros casos, se trata de fotos de objetos incluidas dentro de un libro, que comparte con el museo el carácter descriptivo, la aspiración comprensiva y abarcadora de una etnia o una cultura y su inserción en un régimen simbólico que, al describir, incluye los pueblos descriptos dentro de un nuevo orden que llamaremos nacional. Algunos libros comprenden una amplia información descriptiva y funcionan de un modo semejante a una exposición (de hecho, las Exposiciones Universales dieron lugar a numerosos libros donde se planteaban nociones generales tanto sobre los países que acudían a la Exposición, como sobre culturas menores representadas en ellas). Así ocurre por ejemplo en el libro de Félix Outes y Carlos Bruch, Los aborígenes de la Argentina (Buenos Aires: Estrada, 1910), que analizaremos más adelante, por lo que la fotografía, que reproduce objetos y rostros o cuerpos humanos, funciona como un mecanismo multiplicador de imágenes destinadas a un público al que se busca educar, informar y también crear de acuerdo a criterios de nacionalidad y un patrimonio cultural en común.

El patrimonio cultural, entonces, opera como cemento -amalgama, en términos de Sarmiento-, factor reconstituyente y recurso empleado para forjar una identidad colectiva que no es anterior sino resultado, efecto y producto de la operación coleccionista que reúne y asigna cualidades específicas a los objetos y los asocia con un determinado grupo humano. La idea de una cultura fragmentada y desunida funciona simultáneamente con una operación de selección, descontextualización y recombinación: en el Museo Etnográfico de la Universidad de Buenos Aires, creado en 1904, en un momento en que en esa misma ciudad más de la mitad de la población era extranjera (inmigrantes) y hablaban otras lenguas que no eran el español, la inclusión de referencias a diversos grupos indígenas significaba inscribir esas culturas dentro del colectivo "República Argentina" y emplearlos para ilustrar los diferentes componentes de la nacionalidad, a menudo forzando ciertas operaciones de orden temporal. La idea de que los indios son nuestros "antepasados", por ejemplo, constituye a todas luces el resultado de una maniobra ideológica, si imaginamos cómo podía recibirla un inmigrante napolitano en Buenos Aires en 1910. Esta idea es consecuencia de un ejercicio retórico que envía a los pueblos originarios a un lugar remoto y pensado como inofensivo -el pasado- donde resulta más fácil manipularlos, someterlos a la ingeniería social simbólica y asignarles posiciones menos amenazantes y más útiles para contribuir a la buscada cohesión social. Emplearlos, en última instancia, como personajes arcaicos de una ficción de Estado, un relato que los ubica fuera del tiempo histórico, aunque

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proponga hacer lo contrario.

La composición de una identidad compartida requiere así de "fragmentos" o partes que se integran entre sí y van formando una totalidad, para lo cual previamente deben sumarse, articularse y emplearse como un cemento y, a la vez, reconocer una diferencia entre esas partes que por su misma condición de "fragmentos" deben ser distintas entre sí. De este modo, determinados grupos étnicos, culturales y lingüísticos, como por ejemplo los diaguitas, los guaraníes, los matacos o los onas, proveyeron su particularidad para sumarse a una identidad compartida. No se trata, claro está, de una colaboración voluntaria. Los aborígenes a menudo rechazaban ser fotografiados y probablemente nunca supieron dónde ni cómo las imágenes de ellos mismos y su cultura material fueron empleadas.(2)

Pero la manipulación de grupos étnicos fue ciertamente impulsada por el dispositivo fotográfico. El momento finisecular es cuando la fotografía adquiere un auge particular y coincide con el avance del Estado sobre los territorios ocupados por los indígenas, que son simultáneamente exterminados e integrados al museo nacional y al aparato pedagógico. Me gustaría resaltar aquí una paradoja central en mi argumento: que la multiplicación de fotografías de indígenas y su "incorporación simbólica" en libros y muestras ocurre cuando son diezmados. En el caso particular de Tierra del Fuego, entre 1894 y 1920 la población fue literalmente exterminada por enfermedades o por medios violentos.

Adicionalmente a la fotografía, es durante estos años cuando los museos atraviesan en todo el mundo lo que se conoce como su edad de oro. Los grandes museos de Europa se expanden rápidamente y en América se crean muchos nuevos museos. En la Argentina se fundan los principales museos públicos: el Museo Nacional de Bellas Artes (Buenos Aires, 1895), el Museo de Ciencias Naturales de La Plata (1888) y el Museo Etnográfico de la Universidad de Buenos Aires (1904), donde testimonios de las culturas indígenas encontrarán (o no) un espacio para ser exhibidos.

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III. Iconos, memoria y visibilidad

Las imágenes tienen una relación compleja con el tiempo. Parecen encapsularlo dentro de sí al reflejar un momento histórico que siempre tiene una localización más o menos remota con respecto al presente. En este sentido, plantean una relación anacrónica con la contemporaneidad: una imagen se encuentra siempre en un tiempo pasado, "nos mira" desde un tiempo que nunca es el mismo de quien la observa (Didi-Huberman, 1997; 2006). El caso de las fotografías de indígenas, como por ejemplo la que vimos antes de la Exposición Universal de París de 1889, se reconocen como representaciones de un tiempo remoto respecto del lugar y tiempo en el que fueron exhibidas, pero conviven con la modernidad exaltada en París en ese momento, además de tratarse de fotografías de seres humanos vivos, transportados desde su medio original al escenario de la exhibición. Las Exposiciones Universales mostraban los últimos progresos de la tecnología y la modernidad, pero también exponían las referencias a un tiempo "atrasado", siempre asociado con el mundo colonial o periférico: aldeas africanas reconstruidas dentro de la feria, así como habitaciones de otros pueblos "primitivos", como los indígenas fueguinos exhibidos en zoológicos humanos.

La convivencia de tiempos desiguales dentro de una misma nación parece una situación frecuente en el ámbito latinoamericano. Ciudades modernas y cosmopolitas frente a regiones interiores atrasadas y empobrecidas. Ese desajuste cronológico, sin embargo, nunca quería mostrarse públicamente. Ni en los pabellones argentinos en las Exposiciones Universales ni en los principales museos del país el mundo indígena era mostrado como algo contemporáneo y representativo de la cultura nacional. La estrategia para incluir ese elemento dependía del tiempo. Si el mundo indígena quedaba asociado con algo histórico, pasado y alejado del presente, podía volverse visible en escenarios oficiales.

No obstante, existieron posteriormente, por ejemplo en el año 1939, algunas exhibiciones en Buenos Aires de indígenas del Chaco dentro del ámbito de la exposición rural, donde al igual que los fueguinos en los zoológicos humanos de París, los aborígenes quedaron asociados con lo animal, al menos por el espacio donde fueron exhibidos. (Véase Trinchero, 2007). (3) Pero también aquí las imágenes están más cerca del espectáculo circense y exotista, aunque no por ello menos ofensivo, que de un registro iconográfico capaz de otorgarles una visibilidad.

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Pero esta cuestión remite a un problema más amplio, que es la pregunta por el lugar de los indios en el imaginario nacional argentino. A diferencia de otros países latinoamericanos, la Argentina es

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quizás el país con rastros más débiles de los pueblos originarios en su literatura, en su pintura, en su iconografía y particularmente en las autoimágenes de la identidad colectiva. Es bien conocida la tradición eurocéntrica que se refleja, por ejemplo, en la absoluta ausencia de arte indígena en los principales museos del país hasta hace muy poco tiempo, así como en la clara preferencia de los coleccionistas argentinos por el arte europeo. (Véase, Baldasarre, 2006) (4)

Desde Sarmiento sabemos que la alteridad cultural, la barbarie en su expresión más frecuente en el imaginario argentino, fue una materia indispensable para elaborar fábulas de identidad y se alojó primordialmente en el gaucho. Así, los trabajos de Oscar Terán (2000), Alejandro Eujanián y Alejandro Cataruzza (2003), por ejemplo, asignan un lugar marginal o inexistente al mundo indígena en el imaginario de la elite. Citando a Alberdi, Terán recuerda que "el indígena no compone mundo" para los intelectuales argentinos. (Terán, 2000: 226)

Ha sido muy estudiado el ascenso del criollismo en el momento finisecular, que coincide con la canonización del Martín Fierro como el poema nacional y con el crecimiento de la alfabetización masiva (Cf. Prieto, 1998). Incluso el Martín Fierro puede incluirse dentro de la larga lista de textos con una fuerte marca anti indígena, además de huellas racistas hacia africanos e italianos, entre otros. Sin embargo, quisiera detenerme brevemente en este período, que coincide también con un interés emergente por el mundo indígena -sus imágenes e iconografía-. La percepción del peligro de desaparición de las culturas aborígenes despertó un interés por su patrimonio cultural: lengua, cultura material y patrimonio intangible (leyendas, tradiciones orales y costumbres) fueron objeto de inventarios y estudios. En esos años se escriben gramáticas y diccionarios de lenguas aborígenes y se publican numerosos artículos que estudian diferentes comunidades. Se trata de un momento en el que la etnografía adquiere un prestigio creciente (así como cuando ocurre el despegue de la antropología, que acompaña la mayor expansión conocida del sistema colonial europeo y norteamericano). Algunos científicos europeos (como Roberto Lehmann-Nitsche, Hermann Ten Kate y otros) se establecen en el país y prestan una atención al mundo indígena en la que son acompañados por sabios locales, como Samuel Lafone Quevedo, Adán Quiroga o Carlos Bruch y Félix Outes, de quienes nos ocuparemos al final. Los nuevos museos sin duda contribuyeron a esta expansión, y aunque la visibilidad del mundo indígena -según veremos- no estuvo exenta de dificultades, la necesidad de corregir el déficit de capital cultural genuino torció circunstancialmente la usual indiferencia hacia los pueblos originarios.

Un caso interesante es el de la llamada "urna Quiroga", una reliquia descubierta por el arqueólogo catamarqueño Adán Quiroga, hoy en día considerada una pieza de excepcional valor artístico y etnográfico. La urna fue adquirida por Quiroga en 1896 en la localidad de Amaicha, Tafí del Valle, Tucumán, y luego de la muerte del científico fue comprada por el Museo Nacional de Bellas Artes en 1904 junto con otros objetos ofrecidos por la familia del arqueólogo. Como lo señalaron en su momento el propio Quiroga, y los etnógrafos Juan Bautista Ambrosetti y Samuel Lafone Quevedo, la pieza concentra una fuerte simbología prehispánica y hubo debates sobre la relación posible de los signos representados en la urna con los de otras culturas americanas, particularmente los indios Pueblo de América del Norte. (Cf. Quiroga, 1901; Ambrosetti, 1899; Lafone Quevedo, 1908). No es mi intención profundizar aquí en esta cuestión, pero baste señalar que se trata de un objeto de una gran complejidad y riqueza iconográfica, producto de la llamada "cultura santamariana" y que su descubridor abogaba por el respeto y la visibilidad del legado cultural de los pueblos indígenas. Lo que me interesa es reconstruir brevemente el itinerario de la pieza, que permaneció desde 1904 hasta 1912 en el Museo Nacional de Bellas Artes, hasta su donación en ese año al Museo Etnográfico de la Universidad de Buenos Aires. Allí fue objeto de algunos estudios arqueológicos, pero salió de la visibilidad pública y del espacio simbólico del arte, para ingresar en un espacio de acceso más restringido, un museo-laboratorio que reunía importantes colecciones de objetos, la mayoría de los cuales eran raramente exhibidos porque el objetivo del museo, a diferencia del Museo de La Plata, no era llegar al gran público, sino convertirse en una institución de investigación. La urna se convirtió en un material frecuentado por especialistas, pero acorde con la política que entonces

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sostenía el Museo donde todavía permanece, alejado de un afán pedagógico y virtualmente invisible excepto para un limitado grupo de científicos. La posición débil y marginal de las culturas originarias se ve confirmada en este itinerario que le resta al objeto valor estético y sólo privilegia el valor informativo. Tampoco le asigna, ni siquiera tratándose de un objeto arcaico (900-1400 d.C.), una posición relevante en el imaginario nacional. (Cf. Roca, 2003; Fernández Bravo, Andermann, 2003).

La presencia escasamente visible de los indígenas en representaciones públicas de la identidad colectiva en la Argentina obedece a varias razones. Puede encontrarse una explicación en una tradición de fuertes marcas seculares y eurocéntricas formulada en la emancipación, y en una elite que miraba a Europa como modelo e instrumento de modernización. Los coleccionistas locales, preocupados por abastecer sus colecciones particulares y, eventualmente, las nacientes instituciones de exhibición, buscaban arte europeo. No es un comportamiento extraño, y una política semejante encontramos entre las burguesías brasileña y norteamericana. En esa ecuación, el indio ocupó un lugar marginal y secundario. Con raras excepciones simplemente se lo excluyó del discurso; no tuvo ni siquiera un rol destacado como antagonista, en contraste con el gaucho. No resulta sorprendente, por lo tanto, que los indígenas no hayan estado presentes en las delegaciones argentinas en las Exposiciones Universales y ferias internacionales, ni siquiera bajo imágenes codificadas y románticas como las de otros países de la región: el indianismo brasileño o el indigenismo mexicano aparecieron, si bien bajo imágenes estilizadas (El Palacio Azteca de la Exposición Universal de París de 1889, la pintura de Iracema en la Exposición de Río de Janeiro de 1882), como representaciones al fin. (Cf. Tenorio Trillo, 1996 y Andermann, 2006)

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IV. Los indios en el currículum escolar

Sin embargo, aunque las representaciones oficiales en las exposiciones universales y los museos prestaron escasa atención al mundo indígena, algunos estudios recientes han demostrado que hacia fin de siglo algo cambia (véase Penhos, 2005). Con el evolucionismo positivista, interesado en las mediciones de cráneos y en comprobar teorías de la frenología y la fisiognomía, primero los cráneos (existe una numerosa colección de cráneos recogidos luego de la Campaña del Desierto por Estanislao Zeballos, donados al Museo de Ciencias Naturales de La Plata) y luego las lenguas y el patrimonio cultural indígena capturaron durante un lapso el interés del mundo académico. (5)

Este interés, sin duda renovador, permitió un crecimiento de lo indígena en el repertorio científico, en colecciones, libros y revistas académicas; y aunque guarda todavía una relación ambivalente con la cuestión nacional, habilitó la emergencia de imágenes que inscribieron al mundo indígena en el imaginario colectivo y que, según vimos, tienen un poder posaurático y anacrónico que puede servir para intentar matizar la idea de la ausencia total de las culturas originarias en el inconsciente óptico. (6)

No obstante lo señalado y el recorrido de la urna Quiroga, que permite comprobar la escasa visibilidad del patrimonio cultural de los pueblos originarios, las imágenes de indígenas comenzaron a multiplicarse con el advenimiento de la fotografía. Incluso la pintura, también apoyada en el dispositivo fotográfico, produjo una obra canónica que representa el mundo indígena: una de las pinturas enviadas por la Argentina a la Exposición Universal de Chicago de 1893, La vuelta del malón, de Angel Della Valle. Laura Malosetti Costa ha dedicado un exhaustivo análisis histórico de esta obra y señala que "La pintura de Della Valle adquiría entonces un carácter diferente al de las imágenes de malones anteriores a 1879: no era ya la representación de un conflicto presente en forma real o potencial, como aquéllas, sino que aparecía como una evocación de la "vida del desierto" en un pasado próximo pero ya superado". (Malosetti Costa, 2001)

En efecto, la derrota de la resistencia indígena que se extendió incluso después de la campaña del desierto (la campaña al Chaco transcurre durante un extenso período que se prolonga hasta los años 30 del siglo XX), permitió una apropiación menos conflictiva y los indígenas ganaron visibilidad. Pero quisiera ir aún más lejos a partir de la observación de Malosetti Costa. El cuadro de Della Valle, del mismo modo que otras imágenes del mundo indígena, manifiesta la voluntad por enviar esas imágenes a un tiempo arcaico y restar peligrosidad al problema indígena. La representación del Otro sólo se vuelve posible cuando refiere una temporalidad alejada de la del observador, cuando se niega la coexistencia simultánea de ambos. La distancia temporal, ya presente en toda imagen, podríamos decir que resulta una condición de posibilidad para la visibilidad de los indígenas. Las imágenes autogeneran el pasado necesario para volverse visibles.

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La vuelta del malón, Angel Della Valle, 1892.

Si bien podemos argüir sobre la escasa visibilidad de los indígenas en el repertorio iconográfico argentino, la tecnología fotográfica plantea algunos problemas para esta ecuación: ¿cómo enviar al pasado a sujetos retratados con una tecnología de invención reciente, cuyas imágenes se multiplicaron en ediciones escolares, destinadas a circular en el ámbito del entonces floreciente sistema de educación público? ¿Cómo conjurar el hecho de que "toda fotografía es un certificado de presencia" (Barthes, 1989: 151), es decir, de algo que ha ocurrido y que por su contexto histórico, ocurrió por lo menos en un pasado reciente? Si los indígenas pertenecen al pasado, ¿cuán pasado era ese pasado?

Quisiera terminar concentrándome en el libro ya mencionado de Félix Outes y Carlos Bruch, Los aborígenes de la Argentina (Buenos Aires: Estrada, 1910). Me interesa estudiar este libro por varias razones. No sólo porque se trata de un volumen apropiado para estudiantes de un Diploma en Educación, imágenes y medios por la naturaleza de su contenido, sino porque si exploramos la circulación y visibilidad de las imágenes de indígenas en la cultura argentina, podemos descubrir que la escuela es uno de los lugares donde los indios tienen una figuración más persistente. Hoy en día los alumnos de las escuelas argentinas estudian los nombres de las diferentes etnias que habitaron nuestro territorio, representan sus costumbres y se refieren a los pueblos originarios de un modo más frecuente que otros discursos y espacios.

Ese lugar que se reproduce en el currículum escolar, probablemente pueda rastrearse hasta el libro de Outes y Bruch. De hecho, el volumen lleva como subtítulo "Manual adaptado á los programas de las Escuelas Primarias, Colegios Nacionales y Escuelas Normales", tuvo muchas reediciones y, presumiblemente, un impacto perdurable en el currículum escolar.

Los aborígenes de la Argentina es un libro escrito por un zoólogo y por un científico naturalista, ambos vinculados al Museo de Ciencias Naturales de La Plata y fue publicado en el contexto del Centenario -un momento de revisión del pasado y de una fuerte reacción nacionalista-. Está ilustrado con 146 grabados y una lámina en color e incluye una reproducción del fresco del Museo de La Plata de G. De Servi, "Un almuerzo de los habitantes prehistóricos de los llanos bonaerenses", en el que se ve a un grupo de "indígenas" devorando a un gliptodonte. Es decir, existe una fuerte voluntad por vincular el mundo indígena con un pasado remoto.

De hecho, el primer capítulo del libro, luego de una introducción que recorre las eras primaria a cuaternaria y sintetiza las investigaciones antropológicas en la Argentina, se titula "Los tiempos prehistóricos en la República Argentina". Aunque las fotografías, como dije, son de indígenas

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contemporáneos, el libro está atravesado por referencias al mundo prehistórico y la observación, objetos e imágenes siempre ocurren para iluminar una hipótesis sobre el mundo prehistórico. Aunque los capítulos 2 al 7 refieren a "los pueblos históricos" de las llanuras, el noroeste, el litoral, las selvas chaquenses, la Patagonia y los archipiélagos magallánicos, dividiendo el territorio en regiones y asociando grupos humanos con provincias, el texto se refiere con frecuencia a ellos en pasado: "Las agrupaciones diaguitas se alimentaban especialmente de productos vegetales. Utilizaban varias especies de maíz" (p.53). Al mismo tiempo, el texto se acompaña de imágenes de indígenas actuales, poniendo de relieve la contradicción entre el discurso en tiempo pasado y la imagen que sirve de referencia. Si bien es cierto que con algunos grupos étnicos, como por ejemplo los habitantes de la región chaqueña entonces no plenamente integrada, se emplea el tiempo presente, en todos los casos el inventario de costumbres y patrimonio cultural parece perseguir el rescate de algo destinado a desaparecer. Este interés, que probablemente también explica la abundante bibliografía sobre los diferentes grupos étnicos incluida al final de cada capítulo, no deja de operar sobre el eje temporal, situando a los indígenas o bien en un pasado apenas palpable en algunos descendientes, o bien en vías de ser devorados por el paso implacable del tiempo y la modernización.

Referencias a instrumentos y objetos de arte

diaguitas (p.57)

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Imagen de un mataco (p. 68)

La idea de los habitantes americanos como "seres primitivos", históricamente vinculados a un pasado remoto, resulta funcional al proyecto de país elaborado en esos años. Se trata de un mecanismo en el que las razas son estudiadas dentro del marco de la Historia Natural, donde el estudio de los pueblos originarios aparece próximo al estudio de las rocas, los animales y los fósiles. Aún así, el poder de la imagen permite reconocer estas representaciones en su duración y su anacronismo. Son imágenes que nos interpelan desde el pasado y sobre las que podemos volver para añadir nuevas capas de sentido, desmontando el discurso que busca guiar la observación.

Un recurso empleado en el libro, que tuvo un eco persistente, es la regionalización, es decir la fragmentación del territorio en regiones (provincias) que componen, una vez unidas, un mapa del territorio nacional. Las distintas etnias quedan asociadas con provincias como partes que componen un conjunto: la República Argentina. Al unirse entre sí y sumarse para formar una totalidad compuesta por fragmentos, las regiones permiten asistir a una unidad visible, apoyada en evidencia material de cada cultura. Las reliquias, lenguas, costumbres, instrumentos y retratos de indígenas sirven de pruebas de la identidad distintiva de cada grupo, reunidas en una unidad superadora que usa la diferencia para neutralizarla.

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Imagen de la región habitada por los diaguitas (p. 50)

El libro se ocupa de separar asimismo a los indígenas argentinos de otras etnias vecinas. La hipótesis de la lengua kaká (o cacana), que defendió Lafone Quevedo, distingue a los diaguitas de los quichuas, y les atribuye "un idioma autónomo y no un dialecto del Quichua peruano" (p. 52). Las lenguas nacionales-indígenas son así un recurso para afirmar un relato de unidad (y contraste con otras naciones) construido a través de fragmentos que se combinan para formar un conjunto. Las imágenes que vimos antes pueden servir como una muestra del uso de objetos, cultura material, cuerpos y mapas para construir una representación de la nación. Se trata, claro está, de un empleo estratégico y funcional de las culturas originarias, con efectos sobre la idea de conjunto nacional (pensado como colección) y los límites -internos y externos- del territorio.

Las imágenes, no obstante, permanecen mirándonos desde el pasado, exhibiendo su anacronismo y también su propio espesor. Aunque el uso de las imágenes corresponde, en el caso de Los aborígenes de la Argentina, a un propósito ideológico (nacionalizar, instruir sobre los indígenas a un público escolar, proveer a una audiencia débilmente identificada con el Estado nación de un relato coherente sobre su pasado), la propia densidad de la iconografía puede servir para leerla en su reverso, como huella de una temporalidad radicalmente heterogénea que desafía la uniformidad del conjunto. El libro de Outes y Bruch puede servir entonces para un propósito antagónico al que fue concebido: como un archivo de fotografías y restos en peligro sobre los cuales se puede volver para proponer una nueva lectura que reconozca la diferencia. Sólo a través de la visibilidad de las imágenes que este libro exhibe resulta posible desafiar el andamiaje retórico que busca guiar la producción de sentido, y emplear lo visible para seguir mirando, es decir, como un punto de partida para el pensamiento crítico.

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V. Notas ampliatorias

(1) La fotografía, dice Roland Barthes, tiene propiedades de acontecimiento: opera como la huella de un hecho, tiene "contingencia, singularidad, aventura". Es decir, alberga propiedades más intensas que otro tipo de imágenes. (Cf. La cámara lúcida: Nota sobre la fotografía. Barcelona: Paidós, 1989.)

(2) En la actualidad, existen distintos reclamos por la restitución de cuerpos y objetos alojados en museos, como por ejemplo el Museo de La Plata, por parte de asociaciones indígenas.

(3) En el libro de Trinchero, Aromas de lo exotico (retornos del objeto), aparecen referidas algunas de estas imágenes, pertenecientes a una exposición organizada por la Sociedad Rural Argentina en 1939, que consistió en una teatralización de la vida cotidiana de los pueblos del Chaco utilizando los bosques de Palermo como escenario natural. La exposición se llamó Paraíso Maccá y las imágenes pertenecen al programa de ese evento.

(4) El Museo Nacional de Bellas Artes incorporó una sala de arte indígena en su última reforma, en el año 2004. Sobre la formación del capital cultural en las artes plásticas véase María Isabel Baldasarre, Los dueños del arte: coleccionismo y consumo cultural en Buenos Aires. Buenos Aires: Edhasa, 2006.

(5) Habría que pensar en una transición que se da a partir de los años 20, a través de la cual el interés en mitos y folklore da lugar a una línea que, si bien parte de los archivos positivistas, en rigor se aparta del racionalismo y se dirige a lecturas más culturalistas, el kulturgesichte del cual derivan hasta cierto punto las obras tardías de Ricardo Rojas (El silabario de la decoración americana, Buenos Aires, La Facultad, 1930) y el trabajo del antropólogo suizo Alfred Métraux, a cargo durante los años 30 del Instituto Etnográfico de la Universidad de Tucumán.

(6) Piénsese en las gramáticas y vocabularios como los de la lengua cacana establecida por Lafone Quevedo en Tesoro de Catamarqueñismos o en Mitología Sudamericana, de Roberto Lehmann-Nitsche, donde se recopilan leyendas indígenas (fue publicado en varios volúmenes por el Museo de La Plata mientras el antropólogo trabajó en el museo hasta su regreso a Alemania en 1938).

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