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XIV certamen de relato corto Rozasjoven premiados premiados edición 2016

Relato 2016

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Publicación que recoge los relatos ganadores del XIV Certamen de Relato Corto de la Concejalía de Juventud de las Rozas de Madrid

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XIV certamen de relato corto

Rozas joven

p r e m i a d o sp r e m i a d o se d i c i ó n 2 0 1 6

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MEJOR RELATO

Autor: Victor García BustosObra: Estaré en casa por Navidad

MEJOR RELATO DE AUTOR LOCAL

Autor: Lucia ZhanObra: En busca de Mamá

PREMIO ROZASJOVEN

Autor: Pol Beckham BranchadellObra: Nueva alegoría de la caverna

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Autor: Víctor García BustosObra: Estaré en casa por Navidad

La música evoca la emoción, y la emoción trae el recuerdo. Oliver Sacks (1933-2015)

Ni siquiera se mira en el gran espejo antiguo que reina la habitación. Para él vuelve a ser la primera vez que, en el mundo, algo le preocupa más que él mismo: ella. Ha dejado de escucharse el fragor tenebroso de las bombas alema-nas pero, aunque esa casa escondida entre la nieve del invierno francés fuera la misma trinchera del frente, no sería capaz de sentir la orquesta perturbada de la guerra entre su agitada respiración y los latidos de su corazón. Está encadenado a la sonrisa aventurera de la francesita de pueblo que le ha confesado su sueño de ser actriz famosa, pero se siente libre y, olvidando su innata y vanidosa nece-sidad de comprobar la belleza de su propio rostro en el cristal que deja atrás, se acerca, se quita la guerrera y desliza sus dedos por los botones de la blusa de la muchacha. Es navidad, aunque la desesperación de la guerra ha arrastrado la ale-gría y el cariño de la familia unida, y, perdidos, solos, entre el frío y el olor de un monte que es capaz de atravesar el hielo y las paredes, los dos buscan un regalo en la calidez de sus cuerpos. Durante un instante, el soldado desconoce si el an-helo ansioso que brota en su interior lo han causado esos ojos que le miran con deseo, el cabello rubio que acaricia su frente, o si son simplemente las prisas de la preocupación; la intranquilidad de que su División haya marchado de allí y le tomen por un desertor. Sabe que compañeros suyos han muerto por eso. Cuan-do la abraza con fuerza y siente el calor de la piel desnuda sobre sus brazos des-aparece el miedo. No le importaría morir feliz. Tampoco que no haya un árbol de navidad decorado, o una rama de muérdago sobre la puerta que les protege del hálito álgido de ese invierno bélico. Mientras se sumerge en ella, empieza a cantar, y llamando con sus labios a una orquesta y una voz que recuerda y hon-ra a un soldado triste que escribe a su familia por navidad, empieza a sonar el himno de la nostalgia que había llegado poco tiempo atrás a las milicias aliadas con la magia de Bing Crosby. I’ll be home for Christmas. Y, bailando al son de la música que brota de su interior y acaricia sus labios, combaten con el fuego de su pasión el frío de la montaña. La Nochebuena me encontrará… Y se funden en un abrazo. Donde brilla la luz del amor. Mientras, el vestido cae, lentamente, hacia el suelo. Estaré en casa por navidad... Y boca sobre boca, piel sobre piel, se aman. Aunque sólo sea en mis sueños. En un arrebato de pasión, la francesita le empuja hacia detrás y los dos, a medio vestir, quedan reflejados por la realidad del espejo. La música deja de sonar. El pelo de oro de la chica se tiñe de gris, las arrugas del tiempo pintan su

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cara y unos lagrimones empiezan a caer de sus ojos. Inquieta y asustada, vuelve a cubrirse los senos, que, al contrario que su rostro rugoso y anciano, parecen todavía conservar una juventud que ha sobrevivido a cinco embarazos y las inclemencias de los años. El soldado se mira. Ha desaparecido su pelo. Apenas se reconoce en el viejo que le acecha desde ese otro lado. Su uniforme militar se ha convertido en una americana de pana sucia y desastrosa, llena de manchas y ara-ñazos, olvidada del glamour que una vez tuvo, y en unos pantalones grises que no le ciñen la cintura y dejan asomar el blanco de sus calzoncillos. Siente asco. Y vergüenza. Vuelve a ser navidad, pero hace mucho que dejó de ser un soldado. Su mujer, aterrada, llora. El viejo mira alrededor, desorientado y confun-dido. Poco queda de la casa humilde que conoció en el cuarenta y cinco, sólo el espejo cruel, tampoco ve el hogar impoluto y señorial que crearon de ella des-pués de su boda y con el que presumieron año tras año ante cada vez más veci-nos, cuando la aldea se convirtió en pueblo. El orden que había reinado siempre allí se había transformado en una leonera. De la decoración magistral de otros tiempos, con su abeto fresco, coronado por una estrella brillante y dorada, de las luces y guirnaldas apenas queda el recuerdo. Sobre la cómoda descansa un sándwich a medio comer. La cama está deshecha. Hay papeles, algunos tirados en el suelo y otros colgados en la pared, el armario o los cajones, sobre los que se anota todo lo que debe recordar con una letra grande y repasada. El lápiz culpable está sobre la mesita de noche, al lado de una caja de medicamentos va-cía. La ropa, usada y sin usar, empapela la habitación. Vuelve a dirigirse hacia su mujer pero ella, aún estremecida, con las mejillas mojadas, se aleja de él dando unos pasos hacia detrás. Parece que haya visto un fantasma. El rostro del vie-jo se inunda de tristeza, y antes de que pueda articular palabra alguna, si es que la enfermedad le permitiese lograrlo, escucha a la francesita mientras sale de la habitación con prisas, con una mano sobre el vestido y otra sobre su pelo gris. —Mon Dieu! Pourquoi est-ce arrivé à moi? Ya no puedo más —y vuelve a hundirse en llanto. La anciana huye de él y se encierra en el baño con una botella de vino. Con lo torpe que se ha vuelto su marido no pensaba que todavía conservase tanta fuerza, pero, sobre todo, jamás hubiera imaginado que su hombre, gran padre, si cabe, mejor esposo, aquel culto y coqueto soldado americano que le robó el corazón para regalarle el suyo por navidad durante la guerra y que sólo había vivido para su familia, hubiese intentado abusar de ella. A sus años. —Piensa—. Mientras vuelve a quitarse el agua salada de la cara con la manga, cierra los ojos. Intenta disculparle refugiándose en los besos del recuerdo, y en el vino. Muy lejos queda su noche de boda, pero, con un buen trago, la mujer in-tenta ver al hombre que fue. No está más cerca la traviesa infancia de sus niños, pero se fuerza a sentir la alegría de unas navidades pasadas. Intenta volver a reír viéndole tropezar disfrazado de Papá Noel y perder la barba blanca delante del desconcierto de sus hijos, y siente, de nuevo, el embriagador y afrutado ardor de la uva en su garganta. Ella nunca ha bebido, o no demasiado, pero cuando

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Estaré en casa por Navidad Víctor García Bustos

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recuerda los cientos de horas que han pasado juntos decorando la casa, decoran-do sus propios cuerpos para lucir los mejores conjuntos en las coloridas y mu-sicales fiestas de su pueblo, vuelve a sentir rabia y la ahoga en el alcohol. Ahora ni siquiera se quita esa chaqueta de pana ajada y mugrienta, dice en voz alta. Lo más profundo de su mente se lamenta por no haber querido asumir que el Al-zheimer llegara tan lejos. Ya no queda nada de él. Ese hombre no es mi marido, él nunca habría roto la ropa preciosa que le regalo con tal de que se quite ese trapo que lleva. Con lo que me costaron esas camisas. Qué habré hecho yo para pasar esta nochebuena, de las últimas, encerrada en el baño. Y, acercándose el cristal verdoso de la botella a sus labios, vuelve a extraviarse en el mundo ficticio y ebrio, que, aun siéndolo, le resulta infinitamente mejor que la sobriedad de recordar un amor perdido. Cuando sale de allí, recorriendo la senda ondulante y voluble de su em-briaguez, va directa al teléfono. Con el rabillo del ojo le ve, todavía, en la habi-tación, pero su rostro parece de cera. Ya ni siquiera se sorprende de tener miedo de su marido enfermo. Él camina arrastrando los pies, sin mover los brazos, como si fuera un alma en pena pero con la mano aferrada a un lápiz. No se da cuenta, tampoco parece importarle, y la anciana llama a su hija mayor. —No puedo más, tenemos que llevarle al médico. A papá. Que ha inten-tado pegarme —la vergüenza la abruma, y no se atreve a decirle a su hija qué es lo que ha ocurrido en realidad—. Venid para casa, que yo ya no me hago con él, y ya estoy mayor, y estoy harta, de verdad. El alcohol, la tristeza, la impotencia, el dolor y la rabia se aferran a su alma y no tiene valor para mirar a los ojos perdidos de su marido cuando están delan-te del médico, tampoco para escuchar lo que les dice. —No deben culparle, no sólo por él, porque quizá no pueda apreciarlo en el estadio en el que está de su enfermedad, sino por ustedes. —El anciano, con el vestigio vacío de una sonrisa tímida, mira al frente—. Todas las cosas que haga su marido tienen un sentido en su mundo interior, es la lucha para man-tener la identidad personal que le roba la enfermedad, y no hay nadie mejor que ustedes para descubrirlo, porque le conocen. —En esa consulta blanca, sus hijos escuchan, pero su mujer, que no ha cesado de vomitar una verborrea con la que pretende descansar su corazón del peso de la frustración, no—. Como lo que cuenta usted de la chaqueta. Siempre ha sido un hombre muy arreglado, y para él, para su realidad, esa americana de pana es el último resquicio que identifica como un buen vestir.Detrás de todo hay una explicación, sólo hay que encontrarla. Y si creen que le han perdido, inténtenlo con la música. Quizá para él, como para muchos pa-cientes, pueda ser la puerta abierta a la vida, no sólo una distracción, sino una necesidad.Al entrar, de nuevo, por la puerta antigua de casa el viejo ya sufre los efectos del sedante prescrito para evitar otro episodio violento. Él ya no lo recuerda,

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Estaré en casa por Navidad Víctor García Bustos

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y cuando su hija mayor le ayuda a acostarse en la cama, se pierde en su miste-rioso mundo de sueños. Ella ordena la habitación, tira un sándwich, guarda la ropa y recoge un lápiz. Lo deja sobre la mesita, y se da cuenta de que, en uno de los papelitos de los que guarnecían la puerta, las paredes y los muebles, hay una carta. Poco queda de la impecable y bella caligrafía de otros tiempos. Las letras, asimétricas y cuyas curvas se han convertido en ángulos temblorosos, están se-paradas, pero todavía pueden leerse. Con ojos de cristal, llama a su madre. Mi francesita, perdóname. No sé si volveré a despertar de este sueño ex-traño en el que la enfermedad ha convertido mi vida, antes sólo soñaba que volvía a ser la primera vez que te amé, aquel invierno tan duro y creo que he he-cho cosas que me arrepiento. Tus camisas son preciosas, ahora lo sé. Por si fuera la última vez, perdóname, ojalá pudiera ser yo quien te cuida a ti y hacerte el mejor regalo del mundo. Feliz navidad, mon chéri. Gracias por estar a mi lado. Te quiero siempre. La última letra se difumina con un trazo perdido más allá del papel. La mano de la anciana tiembla, antes de caer en un llanto mudo que arrastra el aroma del vino por su garganta. Su hija sale de la habitación y, antes de cerrar la puerta, escucha a su madre, volviendo a ser una muchacha de pueblo que sueña con ser actriz y con el fin de la guerra la Nochebuena fría de 1944. Christmas Eve will find me where the love light beams. I’ll be home for Christmas, if only in my dreams, le canta al oído al soldado dormido en una navidad como en la que se conocieron, sin luces, sin muérdago, sin árbol, sin guirnaldas. Se sorpren-de cuando los labios de su marido dibujan una gran sonrisa y él le aprieta con fuerza su mano. Y sigue cantando.

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Estaré en casa por Navidad Víctor García Bustos

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Querido diario: En los meses anteriores no tuve tiempo para escribirte, pero ahora te lo contaré, te contaré todo lo que ha pasado, lo que ha pasado hace unos meses, cuando empezó todo. Estábamos en guerra, recién había empezado, y ya estábamos siendo bom-bardeados fuertemente. Esa tarde preparábamos nuestras maletas rápidamente para irnos del país, a cualquier lugar donde estuviéramos a salvo. Cuando llega-mos a la estación de trenes nos sentamos a esperar. Cruzando las vías había un puesto de riquísimos churros con chocolate, por lo que mi madre me preguntó si quería, y me tendió unas cuantas monedas. —Pero, mamá, el tren va a llegar ya, no me dará tiempo para comprarlo sin perder el tren— le dije titubeando. —Tranquila, yo te esperaré, pero date prisa. “¿Puedo ir? ¿Puedo ir?” Preguntaba mi hermanita, lo que no supo es la desgracia que tuvo al venirse conmigo, porque cuando volvimos de comprar churros, mamá ya no estaba, y el tren tampoco… ya se fue, ya se fueron…los dos. El tren y mamá, dejándonos solas aquí. Aquella tarde intenté llamar a mamá desde un gabinete de telefonía, pero no cogía el teléfono, estaba apagado, y nadie sabía a dónde se fue. Nos habíamos acurrucado en un rincón de la estación esperando a que mamá volviera a por nosotras, veíamos pasar trenes, uno detrás de otro, pero de ninguno bajaba mamá, nos había dejado. No teníamos ni a donde ir, ni con quien… Días después nos moríamos de hambre, y las matanzas seguían, la gen-te pasaba gritando, disparando… nos miraban con lástima en los ojos, y no se atrevían a dispararnos, entonces, nos dejaban tiradas ahí, en medio de una calle llena de muertos, oscura y lúgubre. Era extraño, y nadie nos hacía caso. Pasaban policías, militares, trenes llenos de armas, y gente llena de heridas. Presenciábamos escenas traumáticas, llenas de sangre, llantos y socorros, pero no podíamos hacer nada, poco después parecía que ya no nos veían, como si no estuviéramos ahí, gritábamos, y ya nadie nos escuchaba, íbamos destruyéndo-nos poco a poco. Soledad era lo que llegaba. Nuestras ropas estaban rotas, harapientas, con trapos sueltos por aquí, y otros por allá, además de tener heridas por todos lados. Y mamá seguía sin vol-ver, hasta que un día, recibí una llamada desconocida de un lugar no muy lejos de aquí.

Autor: Lucia ZhanObra: En busca de Mamá

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En busca de Mamá Lucía Zhan

—¿Diga? —Hola. Esa voz sonaba rota, triste y cansada, iba imaginándome de donde venía, pero tenía miedo. —¿Quién eres? —…— Se escuchó un silencio. —¿Mamá?— Mi voz sonaba bastante ronca, cargada de sentimientos. Sentimientos acumulados tras aquel duro mes. Y mi garganta estaba a punto de explotar, no podía hablar, mis ojos ya no podían aguantar más, rompí a llorar; a llorar todo lo que no lloré cuando mamá nos dejó, lo lloré en ese momento, las lágrimas no dejaban de salir, era como un grifo abierto. Ya estaba bien de frenar las lágrimas, de intentar aparentar fuerza. —Sí— respondió. —¿Dónde estás? Mamá ¿A dónde te fuiste? —¿Annabelle? —negué con la cabeza al escuchar el nombre de mi herma-na aun sabiendo que no lo vería. —Anastasia— esperé en silencio— ¿Dónde estás? Mamá, te sigo esperando en la estación de trenes, te echo de menos. ¿Dónde estás? ¿A dónde te fuiste? —¿Sigues? ¿Y Annabelle? No es...— y de repente se calló, ahogando un sollozo, imaginándose lo que le había pasado a su hija pequeña. — Mamá, ¿Dónde estás?— Seguía repitiendo como un disco rayado. —Volví a casa hija, no puedo aguantarlo. —A casa. —Sí, a donde vive— Escuché unas interferencias y la llamada se cortó, de-jándome con las palabras en la boca, con ese sabor tan amargo de días sin cepi-llarse los dientes. Mamá no va a volver. Durante los siguientes días me dediqué a ayudar a la gente de la calle para ganarme un dinerillo, pero la gente se asustaba, no respondía y huía, quería conseguir un billete de tren para volver, para volver a casa, a buscar a mamá. No notaba ya el hambre, ni el dolor, iba desapareciendo. Aún recuerdo aquel día, en casa de la abuela, cuando mamá estuvo abra-zando a mis primos de 6 y 3 años, yo también quería un abrazo; mamá me abrazó dándome unas flojas palmadas en la espalda, riéndose de lo infantil que era al pedirle abrazos. Pero lo añoro, nunca es suficiente el tiempo que pasas con tu madre, y menos en estas condiciones. Lo recuerdo, y lo recuerdo tenien-do la cara hecha un asco de días sin ducharme, recuerdo cuando todos los días podía ducharme, ese agua tan calentita recorriendo mi cuerpo centímetro por centímetro, esa sensación de limpieza después de haberme lavado los dientes, ese sabor mentolado de la pasta, lo recuerdo, y no creo que jamás vaya a volver a sentirlo, porque parece ser que se ha acabado.

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Se dice que en la guerra, la gente no tiene piedad, mata y mata, no dudan ni un segundo, pero a mí la gente me mira y no dispara....Sentada sobre el banco donde estaba sentada mi madre antes de desaparecer, de irse, sentía el frío metal debajo de mi cuerpo, y aún con mi hermana sobre mis piernas, durmiendo su eterno sueño, me llegó un flashback de algo que ya presencié… Vi como empezaba una estampida de granadas que sonaban sin parar, una detrás de otra entre las vías de la estación. Vi como el edificio de servicio al cliente estallaba en llamas, con ese color rojo tan llamativo del fuego. Veía aquellos edificios en el fondo, ardiendo, y dándole a esa escena aún más terror. Y me vi intentando escapar, correr, con mi hermana en brazos, sintiendo desaparecer aquella sensación de frío al levantarme, pero el tejado se caía, las granadas me alcanzaban, y pedí ayuda, pero nadie me hizo caso, ni siquiera me miraron... la desesperación se llenaba en mí, el intento de huir, pero no lo con-seguí y empezó a volverse todo negro... Las granadas seguían, los bombardeos, metralletas, con aquel sonido tan atormentador, aquellos gritos, que segura-mente no sean por dolor, sino por tristeza y miedo, y más sonidos llenaban mi mente, como una pesadilla que nunca se iba a acabar. Y se acabó... dejé de escu-char, y de sentir a mi hermana en mi regazo, la desesperación llegó a mí, cuando todo se tornó negro, un negro de ser incapaz de hacer nada, un negro vacío. No podía perder a mi hermana, necesitábamos volver a casa, a nuestra casa, con mamá. Mamá, ¿qué debo de hacer ahora? Echo de menos esos consejos que me dabas. En ese momento caí en cuenta de algo… ¿Acaso…estoy ya muerta?

En busca de Mamá Lucía Zhan

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Autor: Pol Beckham BranchadellObra: Nueva alegoría de la caverna

I Cuando llega al mundo de las ideas, Platón es recibido con una gran ova-ción. Tras enterarse de la muerte orgánica del filósofo y de la consiguiente es-cisión y ascensión de su alma, la muchedumbre se reúne para rendir un sentido homenaje a quien se ha dedicado a difundir, entre los ofuscados habitantes del mundo sensible, las grandezas de esta dimensión suprema. Suenan trompetas, explosión de confeti; los batientes de una gran puerta se abren dejando al descu-bierto la figura de Platón. Las ideas se alinean en dos hileras paralelas, colocadas, de menor a mayor, según su rango jerárquico. A lo largo del pasillo resultante, Platón empieza su marcha triunfal. Está exultante; reparte apretones de manos y abrazos aleatorios –a la idea de zapato, a la de silla, a la de caballo, a la de blan-cura, a la de dualidad–, tratando de devolver ni que sea una milésima parte del afecto que recibe. La masa está enfervorecida, la histeria provoca desmayos; las fuerzas de seguridad y los servicios médicos están sobrepasados. El trayecto –son muchas las ideas que se han congregado– se prolonga durante más de una hora. Al final de todo, trajeadas y encorbatadas para la ocasión, lo esperan las cuatro ideas líderes: Belleza, Justicia, Verdad, Bien. Detrás de ellas, hay una comitiva formada por las almas de sus antiguas amistades, encabezada por la de su que-ridísimo mentor Sócrates. El abrazo entre los dos es de una potencia estética y emotiva casi cegadora; oportuna como siempre, la idea de cámara fotográfica –faltan aún unos cuantos siglos para que tenga una copia terrenal– lo inmor-taliza. Sin tiempo para más, empiezan los discursos. Platón los escucha desde la posición central que le ha sido asignada. Ni la obviedad de los contenidos ni la acumulación de tópicos efectistas impiden que se le escape una lágrima intangi-ble: cómo no emocionarse ante los reencuentros, la euforia ambiental, el retor-no al paraíso, la constatación, después de inevitables episodios de duda, de que aquello que había predicho en vida no había sido producto de una imaginación psicótica. El mundo de las ideas le parece, desde el momento en que ingresa en él, lleno de la perfección que había esperado. Todo es nítido, deliciosamente trans-cendente; queda lejos, por fin, la banalidad insípida del mundo físico. Cada mí-nima comparación pone en evidencia las graves deficiencias de la tramoya que acaba de dejar atrás. Ahora más que nunca le parece inconcebible que alguien pudiera tomarse en serio aquella pseudorealidad construida a base de toscas imitaciones. Un mundo que, para ser percibido, exige el auxilio de los sentidos y no de la razón, tiene que ser sospechoso. Un mundo en permanente mutación,

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incapaz de producir frutos eternos, que necesita la excusa de la materia para demostrar que existe, sólo puede ser un engaño, una caverna llena de sombras en la que la verdad aparente es pura impostura y la verdad absoluta, una entidad que sólo las mentes más lúcidas pueden llegar a intuir pero nunca comprender en toda su grandeza. Habiendo abandonado la caverna, Platón se siente recon-fortado por haberse librado de los instintos de un cuerpo egoísta y caprichoso, por poder acceder al pleno conocimiento a través de la razón. Todo recupera la sublimidad que ni con ochenta años de exilio a una realidad inferior había sabi-do olvidar ni dejar de añorar. Pasan las semanas, si es que puede haber continuidad cronológica en un lugar –¿lugar?– tan atemporal como el mundo de las ideas. Platón las pasa en gran parte con Sócrates y otros viejos amigos. Sus conversaciones filosóficas, por el hecho de haber sido resueltos todos los enigmas vitales, abandonan la estruc-tura de debate y se instalan en la apología permanente de este nuevo universo. A menudo lo invitan, en calidad de gran gurú, a eventos organizados por el aparato oficial. Es consciente de que, si ha dedicado toda una vida a defender una causa, ahora tiene que ser consecuente y seguir defendiéndola, aunque ya no tenga que convencer a nadie. Imparte conferencias, participa en mítines, firma autógrafos, se adentra en las altas esferas. Ante auditorios abarrotados de ideas y almas embelesadas, declama una y otra vez sus teorías. Siempre hay quien le pide, por favor, que cuente la alegoría de la caverna. Es la preferida del público: nadie puede resistirse a su atractivo simbólico ni dejar de sentir compa-sión hacia estos personajes grotescos que, estando invariablemente condenados a contemplar una sombra de la realidad, acaban acatándola como realidad mis-ma. II Por mucho que haya vuelto a su tierra prometida, Platón no ha perdido el hábito de cuestionarse todo lo que le rodea. Al llegar aquí, había aceptado el mundo de las ideas como la realidad definitiva, excelsa –platónica–, que tantas veces había imaginado como ser terrenal. Es innegable que, al menos a primera vista, parece mucho más elaborado y consistente que el mundo empírico. Y que se ha sabido ganar la confianza de toda la población, hasta de aquellos filósofos más escépticos. Sócrates, por ejemplo, parece estar encantado. Pero, ¿es objeti-vamente perfecto este mundo? ¿Se puede considerar, sin ninguna duda, el molde primero de todas las demás dimensiones? ¿Se trata, de verdad, del último esla-bón de la cadena? Platón, a medida que lo va estudiando, le encuentra nuevas taras y limitaciones. En un principio, quizás como mecanismo de autodefensa, no le quiere dar demasiada importancia: admitir que el mundo de las ideas no es tan fantástico como había creído sería un golpe durísimo para su ego de filóso-fo. Pero no puede dejar que el orgullo interfiera en su continua búsqueda de la verdad absoluta. No puede fingir que no pasa nada, seguir obviando el pensa-miento que empieza a atormentarlo. ¿Y si el mundo de las ideas no es más que

Nueva alegoría de la caverna Pol Beckham Branchadell

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un atrezo engañoso, una realidad frívola y decrépita encubierta por una fachada opulenta?Noches insomnes, días de aislamiento. Platón ya no se deja ver en actos públi-cos ni tertulias privadas. Queda atrapado en una meditación compulsivamente solitaria. Para justificar sus ausencias, improvisa excusas que no tienen la más mínima aspiración de credibilidad. Es obvio que se siente desencantado o mo-lesto por algún motivo que se niega a desvelar. Que Platón, el gran Platón, el ídolo de masas, el mesías, adopte este comportamiento no es bueno para la estabilidad del mundo de las ideas. El resentimiento hacia el filósofo empieza a ser visible entre los órganos de poder y la población. En una medida de urgencia diplomática, la idea de Justicia, la de Verdad, la de Belleza y la de Bien le hacen una visita. Intentan acercársele con ademanes deliciosos; impasible, él se limita a alegar cansancio. Lo invitan a reincorporarse a la vida pública, le proponen car-gos de importancia, le prometen comodidades y privilegios. “Eres necesario para nosotros”, gimotean casi de rodillas. Durante más de media hora, la secuencia es la misma: intervenciones persuasivas de las cuatro ideas, interjecciones ambi-guas y silencios de Platón. A partir de ahí, el tono de la conversación se vuelve, en este orden, frío, hostil y violento. La idea de Justicia resopla para subrayar su disgusto; la de Bien amenaza a Platón agitando el puño al aire. Las otras dos caminan de un sitio al otro, gesticulan, vociferan. Finalmente, como una re-velación, estalla la pregunta definitiva: “¿Sigues creyendo, con la convicción de antes, en el mundo de las ideas?” Platón prefiere no responder. En poco tiempo, pasa de héroe a repudiado. Es silenciado, se le quita el esta-tus de referente, es sometido a la calumnia popular. Los más íntimos también le vuelven la espalda. Sólo Sócrates, para quien el afecto hacia su amigo es más fuerte que cualquier divergencia ideológica, se mantiene a su lado. Un día, sen-tados en una idea de taberna –desde las otras mesas, todos les miran con rece-lo–, Platón le confiesa su intención de rebelarse contra el fraude que, considera, es el mundo de las ideas. Lo dice susurrando: sabe que es peligroso hablar de eso, no sabe exactamente en qué sentido, pero seguro que lo es. Si ha decidi-do explicarle no es tanto porque quiera aliviar su inquietud, sino porque busca desesperadamente un aliado. Y, ¿quién mejor que él, antiguo compañero de hazañas imposibles? Habían luchado juntos contra las falsas certezas del mundo empírico; ahora debían desenmascarar el mundo de las ideas para reivindicar una dimensión superior que, esta vez sí, sería la definitiva. “Como en los viejos tiem-pos”, dice Platón apelando al argumento sentimental. Si unieran fuerzas, ¿qué no podrían conseguir? Pero la reacción de Sócrates no es la esperada. Por lo que dice, a él tam-poco termina de convencerle el mundo de las ideas, pero prefiere resignarse. Le aconseja que no se enzarce en grandes quimeras, que no se obsesione otra vez con romper la harmonía de un mundo que, pese a no satisfacer sus expectativas, genera una aceptación unánime entre sus habitantes. La época de filosofar e

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impugnar los parámetros establecidos había sido emocionante, reconoce con un punto de nostalgia para acabar sentenciando: “pero ya forma parte del pasado”. Desde que llegó allí, ha preferido renunciar a su eterna insatisfacción de filósofo. Quizá eso implique traicionar sus principios, pero le compensa poder vivir sin grandes preocupaciones. Ya tuvo suficiente con lo de la cicuta. Le dice a Platón que puede ofrecerle su amistad, pero no su alianza para hacer frente al mundo de las ideas. Platón no volverá, nunca más, a dirigirle la palabra. La negativa es demasiado cercana a la traición. No entiende como pue-de ser que el hombre que le enseñó a dudar de todo ahora intente inculcarle el conformismo sistemático como modelo de vida. Pero este contratiempo, lejos de amainar su determinación, aún le da más fuerzas. Está solo, sí, pero más que acostumbrado a nadar contra corriente. Chocará de nuevo contra la opinión pública, sembrará enemigos por donde pase, tendrá que soportar burlas, acu-saciones de lunático y hereje. El camino será tortuoso; los obstáculos, segura-mente aún más complejos que los que se encontró en el mundo físico. Pero recolectará pruebas, buscará adeptos, fundará academias desde donde organizará la campaña para difundir, entre los ofuscados habitantes del mundo de las ideas, las grandezas de un nuevo mundo –falta aún encontrarle un nombre sugeren-te- que aloja los modelos cristalinos de estas ideas desdibujadas. Un mundo de eterna e infinita excelencia, donde, cuando consiga acceder en él –no sabe cómo, pero ya lo averiguará-, será recibido, seguro, con una gran ovación.

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