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PAPELES SOBRE EL ARTE DEL RENACIMIENTO - 3 El Quattrocento y el Cinquecento italiano CONTENIDO: Eugenio Battisti. El Quattrocento, pág. 1. Giulio Carlo Argan. El Cinquecento italiano y el idealismo, pág 9. Eugenio Battisti: EL QUATTROCENTO, en René Huyghe (dir.) El arte y el hombre. París-Buenos Aires-México, Editorial Larousse, 1966, tomo II, pp. 383-394. Mientras en el siglo XV la civilización medieval, «centrada» sobre todo en Francia, acababa de disolverse en los particularismos y los excesos, la cultura que iba a sucederle buscaba sus centros de gravedad. Le proporcionaba uno, sobre todo en el norte, el realismo, todavía incierto en sus formas y propulsado por la burguesía. El otro, la búsqueda de la belleza, iba a ser impuesto por Italia, depositaria del legado antiguo y llamada por ello a dominar la nueva fase. Desde comienzos del Quattrocento (siglo XV), Florencia se opone deliberadamente al gótico, creando, una tradición propia que estará cargada de consecuencias para todo el arte moderno. Cómo se constituyó el Renacimiento florentino En esta época, artistas, hombres de letras o intelectuales así como políticos y religiosos están fuertemente unidos entre sí, de una manera tan coherente que quizá jamás Europa conoció algo parecido. En esto ya hay una grave razón de oposición al gótico. En una pintura de Simone Martini o de Pisanello, el refinamiento de la ejecución y la extraordinaria sensibilidad en ciertos aspectos de la naturaleza, la seducción amorosa de la imagen incluso sagrada, el gusto por el detalle más familiar crean un clima de estética pura donde caen la cultura c incluso la religión en esa poesía amorosa y cortesana cuyos textos fundamentales son el tratado de amor de Andrea Cappellano y el Roman de la Rose . En una obra de Donatello o de Masaccio, lo que nos sorprende es un sentido extraordinario de lo concreto, de la materialidad. El repudio deliberado de toda elegancia, es decir cierta agresividad en la presentación, demuestran un concepto del arte radicalmente opuesto al de los góticos. Cuando Ghiberti escribe que el pintor debe conocer la gramática, la geometría, la filosofía, la medicina, la astrología, la perspectiva, la historia, la anatomía, la teoría, el dibujo y la aritmética, o afirma que «la escultura y la pintura son una ciencia formada por muchas disciplinas y enseñanzas variadas... conseguida con

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PAPELES SOBRE EL ARTE DEL RENACIMIENTO - 3El Quattrocento y el Cinquecento italianoCONTENIDO: Eugenio Battisti. El Quattrocento, pág. 1.Giulio Carlo Argan. El Cinquecento italiano y el idealismo, pág 9.

Eugenio Battisti: EL QUATTROCENTO, en René Huyghe (dir.) El arte y el hombre. París-Buenos Aires-México, Editorial Larousse, 1966, tomo II, pp. 383-394.

Mientras en el siglo XV la civilización medieval, «centrada» sobre todo en Francia, acababa de disolverse en los particularismos y los excesos, la cultura que iba a sucederle buscaba sus centros de gravedad. Le proporcionaba uno, sobre todo en el norte, el realismo, todavía incierto en sus formas y propulsado por la burguesía. El otro, la búsqueda de la belleza, iba a ser impuesto por Italia, depositaria del legado antiguo y llamada por ello a dominar la nueva fase.

Desde comienzos del Quattrocento (siglo XV), Florencia se opone deliberadamente al gótico, creando, una tradición propia que estará cargada de consecuencias para todo el arte moderno.

Cómo se constituyó el Renacimiento florentinoEn esta época, artistas, hombres de letras o intelectuales así como políticos y

religiosos están fuertemente unidos entre sí, de una manera tan coherente que quizá jamás Europa conoció algo parecido. En esto ya hay una grave razón de oposición al gótico. En una pintura de Simone Martini o de Pisanello, el refinamiento de la ejecución y la extraordinaria sensibilidad en ciertos aspectos de la naturaleza, la seducción amorosa de la imagen incluso sagrada, el gusto por el detalle más familiar crean un clima de estética pura donde caen la cultura c incluso la religión en esa poesía amorosa y cortesana cuyos textos fundamentales son el tratado de amor de Andrea Cappellano y el Roman de la Rose.

En una obra de Donatello o de Masaccio, lo que nos sorprende es un sentido extraordinario de lo concreto, de la materialidad. El repudio deliberado de toda elegancia, es decir cierta agresividad en la presentación, demuestran un concepto del arte radicalmente opuesto al de los góticos.

Cuando Ghiberti escribe que el pintor debe conocer la gramática, la geometría, la filosofía, la medicina, la astrología, la perspectiva, la historia, la anatomía, la teoría, el dibujo y la aritmética, o afirma que «la escultura y la pintura son una ciencia formada por muchas disciplinas y enseñanzas variadas... conseguida con

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cierta meditación, la cual se realiza por mediación de la materia y de los razonamientos», no se insiste tanto en la universalidad del artista como en la complejidad del arte.

En el Renacimiento, la estética es absorbida por la cultura o más bien es su forma, su manifestación concreta. La belleza no es un lujo en la vida, sino la apariencia visible de la civilización.

En efecto, los caracteres estilísticos del primer Quattrocento florentino corresponden perfectamente a las cualidades morales exaltadas entonces. Poggio Bracciolini, por ejemplo, escribe: «La naturaleza, madre de todas las cosas, ha dado al género humano la inteligencia y la razón para servirle de guías a fin de vivir bien y feliz y de tal modo que nada pueda ser juzgado mejor». Del mismo modo, de la inteligencia y de la razón nacen las leyes que regulan una estructura arquitectónica por las proporciones, o que precisan, por la perspectiva, la visión pictórica.

Florencia está obsesionada por la conciencia de la racionalidad del universo y de sus principios. Hay en esta exploración un gran fervor religioso y una ambición cívica de primer orden. El estudio, la investigación y la creación son una educación humana completa cuya conclusión y perfeccionamiento es la vida cívica. Para comprender el vínculo de estas ideas, por una parle con la religión y por otra con el clasicismo, hay que retroceder dos siglos hasta los orígenes ya coherentes de esta cultura. Federico II, entre 1234 y 1239, se hizo representar sentado y en traje romano al lado de dos jueces con toga, sobre un busto gigantesco de la justicia imperial en la puerta de Capua. La puerta no representaba sólo un elemento de defensa, sino que era un programa político. Oponía a la Iglesia el sistema laico fundado en la razón natural, cuyos principios eran los de las leyes imperiales. El estilo de la arquitectura y escultura simbolizaba el retorno a una moralidad y jurisdicción antiguas.

Bonifacio VIII fue el primer papa que reanudó esa significación propagandística y política del arte. Se hizo representar en San Juan de Letrán con las insignias de los últimos emperadores romanos para demostrar su sucesión directa de Constantino. Del mismo modo, hizo realizar por Giotto el famoso mosaico de la Navicella con los apóstoles socorridos por Cristo, para sostener que sólo el pontífice podía gobernar el mundo en la tempestad. Se puede encontrar el vínculo que une a Federico II con el Renacimiento en el concepto completamente nuevo del amor de la gloria, de la ambición de dominar, de la virtud cívica en que san Agustín veía los mayores vicios de los emperadores romanos. Y no es casual que el tema principal de la vida religiosa sea la disputa sobre la pobreza. El testamento de san Francisco prohibiendo a los monjes poseer bienes fue anulado por el papa. El propio Giotto escribió una poesía en elogio de la riqueza, es decir de la vida activa que halla sus razones sobre la tierra y su recompensa en la civilización. En el dialogo De avaritia (1428-1429), por Poggio Bracciolini, el ideal de pobreza de san Francisco es objeto de franca sátira; y además prosigue: «Todos los esplendores, todas las bellezas, todos los adornos desaparecerían de nuestras ciudades; nada de templos o catedrales, nada de monumentos, nada de arte... Toda nuestra vida e incluso la vida del estado se invertirían si cada uno se procurara solamente lo necesario». Por eso la arquitectura, que está más ligada a la actividad civil, había de tomar el puesto de guía. Y eso no era tanto por afán de urbanismo (el aspecto de Florencia en el siglo XIV ya era notable) sino por la importancia de la arquitectura en la vida urbana (recordemos las discusiones y luego los entusiasmos por la gran cúpula del Duomo) y por la actitud de los arquitectos de racionalizar las formas y reducirlas al número y proporción, en oposición permanente a los decoradores.

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Problemas nuevos de arquitectura y escultura La línea directa entre el clasicismo de Federico II y el ardor constructivo de

Bonifacio VIII, que hacía levantar su estatua en las ciudades conquistadas, y la tentativa de Florencia por afirmarse como hija legítima de Roma, es decir ciudad independiente de todo poder externo, explican por qué Brunelleschi, creador de la nueva arquitectura más allá del gótico, se vincula al estilo románico de San Miniato y de los Santos Apóstoles, construcciones consideradas como áulicas y realizadas precisamente bajo el signo de una renovación de la cultura clásica.

Al comparar las obras de Brunelleschi con las anteriores, comprobamos la diferencia cualitativa entre el Renacimiento y los renacimientos medievales. Ante todo, adquiere este movimiento un conocimiento teórico excepcional y en segundo lugar, ya no es un producto artificial o exclusivamente religioso, sino el resultado de una amplísima penetración cultural y de un espíritu moderno, afinado por la práctica de los negocios, es decir de un cálculo preciso. Así da Brunelleschi a la arquitectura una función que es ante todo teórica y directriz (Argan). Se sitúan en primer plano las investigaciones conceptuales, las proporciones y la perspectiva. La basílica de San Lorenzo o la Capilla Pazzi no tienen ninguna relación substancial con los estudios de lo antiguo hechos en Roma por Brunelleschi. Sólo se toma un vocabulario literal de los elementos antiguos. Hay dos caracteres absolutamente nuevos: el ritmo del espacio conseguido por la geometría y no por intuición y la proporción de los miembros del edificio calculada de una manera orgánica y general. Perspectiva, simetría y proporción se convierten así en las leyes de la visión, en el medio de que el arte pase de la experiencia a la ciencia, de las cosas a las ideas. En Brunelleschi se aprecia una mística de las formas que se anticipa al neoplatonismo de Ficino. La capilla Pazzi, uno de los espacios más completamente cerrados que existan, se inspira en orientaciones influidas por la astrología; el uso de paredes claras, de luces distribuidas de modo más sereno y uniforme pretende oponerse a la distribución empírica de pinturas de enseñanza y devoción, divulgadas en las iglesias góticas italianas. Esta solemnidad y esta limpieza son quizá la conquista más alta del Renacimiento. Sabemos por fuentes contemporáneas que tal distribución de luces tenía por fin «dar a los devotos cierta idea de la gloria divina».

En la catedral de Pienza, Rosellino, «con el brillo del sol entra tanta luz que los que están en el templo no se sienten encerrados en un círculo de muros, sino en una casa de vidrio». Y Alberti cree que «aunque Dios no estima esas cosa despreciables que aprecian tanto los hombres, sin embargo se conmoverá por la pureza de estas cosas espléndidas». Además amenaza con penas a cualquiera que «viole el candor de las paredes y de las columnas» o «haga pinturas, cuelgue cuadros y añada capillas o altares». Ahí está la devoción sabia e incluso de fuente clásica; Alberti añade: «Cicerón, que sigue la opinión de Platón, cree que es bueno establecer legalmente que, al renunciar a toda especie y toda delicadeza de adorno en uso, se debe procurar ante todo hacer una obra clara y pura. A Dios le agrada ante todo la pureza y la sencillez del color lo mismo que le place la pureza de la vida». Brunelleschi, gracias al éxito de su cúpula, no sólo consiguió prestigio y riqueza, sino también la posibilidad de realizar de la manera más coherente su poética. Hizo las primeras aplicaciones prácticas de la perspectiva a la pintura y por eso también fue un teórico.

En escultura, el problema era el bulto redondo y más que nunca se imponía una confrontación con la Antigüedad. Los humanistas lectores de la Ética a Nicómaco (donde Aristóteles afirma que la virtud consiste en el ejercicio de la razón y en el dominio de los sentidos) e imitadores de los hombres ilustres de la Antigüedad debían ansiar la traducción de la iconografía sagrada en términos igualmente racionales. El artista que intentó esta experiencia, dejando aparte la deslumbrante

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y dramática pieza de Brunelleschi para la puerta del Bautisterio, fue ciertamente Nanni di Banco: los Quattro Santi Coronati al lado de Or San Michele, solemnes como dignatarios, que parecen el programa de la nueva plástica. El afán por lo monumental y por lo plástico es evidente por completo; lo mismo que en la fachada del Duomo, en el San Lucas que suspende la lectura del texto sagrado para recogerse y donde Nanni di Banco se muestra más seguro en la ejecución que el joven Donatello. Sin embargo su concepto no fue seguido, no tanto porque muriera el artista a comienzos del siglo, en 1421 (después de haber vuelto además a una posición más gótica), sino porque el aspecto clásico de sus figuras contrastaba demasiado con la ascesis espiritual de los primeros años del siglo XV.

La escultura había de plantearse diversos problemas. La revolución arquitectónica de Brunelleschi había respetado dos caracteres esenciales del gótico local: la rigurosa simplicidad de la estructura y la tensión de los elementos tan legibles en el empeño de San Lorenzo. Nanni di Banco, por el contrario, había querido dar un corte demasiado rotundo con la tradición, tropezando con hechos esenciales como el naturalismo de Ghiberti en la primera puerta del Baptisterio, donde la historia sagrada halla también una expresión sentimental, y con la elegancia de Jacopo della Quercia y de su famosa tumba de Illaria del Carretto en la catedral de Lucca, en 1407. Ghiberti y Jacopo tenían, como Nanni, la experiencia de la escultura antigua, pero con un conocimiento falto de rigor.

Donatello entre el gótico y el clasicismoHallar un camino nuevo entre los dos polos del clasicismo y del gótico era una

tarea ardua, la de Donatello, la más compleja personalidad artística quizá de Italia. Según Lanji, plantearía por primera vez directamente en arte el problema fundamental de la edad moderna: lograr la expresión moral a través de la estética.

Alberti lo declaró por su genio «igual a cualquier artista de la Antigüedad». Donatello, modesto y sobrio en su vida, podía afirmar orgullosamente su propio valor; hizo contestar al patriarca de Venecia: «Yo soy patriarca en mi arte como vos lo sois en el vuestro». Por su desprecio de la vida fastuosa, Donatello anticipa algunos aspectos del Renacimiento tardío, resumidos en el concepto del genio «hombre melancólico». Para madurar su genio, el artista tuvo que encerrarse en sí mismo y esperar una sublimación interior, a la que se debe la insociabilidad, la vida despojada y ascética.

A pesar de esta forma acentuada de intelectualismo, Donatello se dedicó a fondo a las prácticas manuales. Coloca la técnica en primer plano. En su cultura se halla el mismo afán por la investigación. Ragghianti observa que Donatello redescubre el gótico y lo reutiliza con tanto fervor que lo traspone en una plástica completamente nueva. Para comprender la significación de esta investigación, hay que partir del nuevo concepto del artista como creador e inventor, caracterizado desde Brunelleschi por una inteligencia industriosa y refinada. Pero Donatello se separa de él por el papel de la técnica. Mientras que en Brunelleschi el proyecto domina a la ejecución, Donatello es llevado por su temperamento a buscar y a realizar en la materia concreta. Existe: así un maravilloso acuerdo entre la concepción de la obra y su materia. En el San Jorge de Or San Michele, por ejemplo, el tratamiento de la figura del santo es un bulto redondo con una extrema claridad de forma, totalmente diferente de la materia pintoresca y alusiva de la predela. Donatello impone su personalidad a la materia de manera casi dramática: la pliega, la complica, la enriquece, la hace elegante, monumental o pobre, exalta los valores luminosos, las posibilidades expresivas, espaciales o constructivas. Esas deformaciones están siempre henchidas de una especie de exasperación interior. En suma, entre el aristotelismo y el platonismo, vota por el aristotelismo; entre el aislamiento y la acción, vota por la acción. Para él, la técnica no es un instrumento de conocimiento, sino de creación. Son problemas estos debatidos en

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los primeros años del siglo XV entre C. Salutati y los dominicos. Deliberadamente sitúa Donatello la creación artística en el terreno moral. Hay una comparación tradicional entre un crucifijo de Brunelleschi y un crucifijo de Donatello. Éste, ante la imagen idealizada del arquitecto, exclamaría: «Él te ha concedido hacer Cristos y a mí campesinos». La arquitectura podía alcanzar el sentimiento religioso por una purificación, por una idealización del espacio (Ghiberti veía en ello un retorno a la pureza de la iglesia primitiva), pero la escultura tenía que afrontar a la humanidad concreta. En Donatello, una sola línea explica su desarrollo interior, la de la expresión dramática. El Santo Entierro de Padua o los Pupitres de San Lorenzo con las pinturas de Masaccio y la Pietá Rondanini de Miguel Ángel son la cumbre de la espiritualidad del Renacimiento.

Masaccio y la evolución de la pintura religiosa Para Masaccio, padre de la nueva pintura, el problema central es también

religioso. En el siglo XV, el tema pesaba enormemente sobre el estilo y el pintor que había de decorar una capilla o pintar una imagen votiva estaba impregnado de sugestiones místicas. Durante el primer Quattrocento, el arte no es profano de ningún modo y habrá que esperar la floración mitológica de Botticelli o, antes aún, las fábulas ilustradas por Pesellino y otros decoradores de «cassoni» (arcones de boda).

Poco a poco, no obstante, habrá menos preocupación por los fines últimos de la existencia que por el libre ejercicio de la vida cívica. A pesar de todo, éste irá acompañado, sobre todo en Florencia, por una exaltación casi mística de las virtudes laicas. Ya para Federico II, el Estado debía fundarse en la justicia, a la que se concedía un valor trascendente: el reino se convertía en una «Iglesia». Esta concepción política, en cierto modo herética respecto a Roma, revivió en Florencia. Por añadidura, artistas como Brunelleschi, Donatello y Masaccio no eran productos normales de la sociedad, sino que representaban en ella por el con-trario la crisis interior. Los primeros decenios del siglo XV, incluso políticamente, no son un período de optimismo natural. La sociedad fundada en la razón, que sucede a las inquietudes y a las crisis morales del siglo XIV, es una ciudadela oficial en la que, a pesar de la penetración creciente de las elegancias cortesanas (la Adoración de los Reyes de Gentile da Fabriano, pintada para el mercader Palla Strozzi, es un prodigio de insensibilidad religiosa), los espectros del pecado y de ultratumba seguían aterrorizando las conciencias.

La comparación de los frescos de Masaccio en el Carmine con las obras de Lorenzo Monaco (quizás el más sensible representante de la «Piedad» de finales del siglo XIV) demuestra que la obsesión religiosa era también muy fuerte, pero los dos maestros tienen dos poéticas completamente opuestas. Así Lorenzo Monaco, en el admirable dibujo de Berlín, los Reyes Magos siguiendo a la estrella, ha puesto a los tres caballeros mayores que las ciudades y los navíos, en un paisaje fantástico; el ritmo de la composición es tan violento en sus deformaciones lineales que la escena se convierte en una cabalgata apocalíptica. Del mismo modo, en sus retablos consigue abstracción y solemnidad recurriendo a lo convencional y a lo esquemático. En Masaccio impresiona en seguida cierta falta de estilización. Sólo luego se descubren las sabias perspectivas en escorzo, los ritmos que unen rostro con rostro y expresión con expresión. La dureza psicológica y la simplificación violenta que impresionaban al principio dejan su lugar, cuando se entra en los detalles, al sentido de la realidad, de la naturaleza, de la humanidad, que así entraban por primera vez en el mundo del arte.

En su prolongada colaboración, Masaccio y Masolino, gótico tardío, tienen en común la búsqueda, más allá de los esquemas, de la naturaleza y de una experiencia aguda de la vida humana. Pero asignan un objetivo diferente a esta experiencia. Masolino revaloriza la realidad embelleciéndola, acentuando la

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elegancia de la vida cotidiana. Masaccio la redime demostrando su moralidad. Para sus personajes, encerrados en su vida interior, la virtud no es un impulso sensible, sino la costumbre del dominio de sí mismo. Mendigos y sujetos de milagro, en las calles estrechas, conservan tanta dignidad que el milagro aparece completamente lógico y natural. Lo divino alienta en el orden del mundo. Para Masolino, por el contrario, todo es milagroso, desde la ordenación visual de la perspectiva hasta esas magníficas telas que constituían la riqueza de Florencia. Para tener una última prueba de lo «natural» de Masaccio, basta seguir la evolución de las figuras de donantes. En la predela, con la Adoración de los Reyes de Berlín, están al lado de los Magos; en la asombrosa Crucifixión de Santa María Novella, son tan grandes como los personajes divinos: aunque el marido y la mujer estén fuera de la falsa capilla, el gesto de María y su dolor son tan humanos que ya no hay sepa ración entre la vida terrestre y la eternidad.

El esqueleto bajo el altar, así como los colores violentos, expresionistas, que la restauración ha revelado, y el ritmo de la perspectiva demuestran cuán agudo era entonces el problema religioso para los florentinos.

La generación de Cosme de MédicisCon la subida al poder de Cosme de Médicis en 1434, no se interrumpen las

grandes empresas edilicias. Pero las artes sufren la reacción de esta dictadura encubierta y se crea una especie de gusto oficial. El famoso Ghiberti trabaja en la segunda puerta del Baptisterio y allí realiza la consagración oficial de la perspectiva. Fray Angélico que, como todos, ha estudiado a Masaccio, saca partido de ello para expurgar la pintura religiosa de toda seducción sensual y dar a las imágenes, tan tiernas, una fascinación más racional, fundada en las proporciones de las formas, en la organización de la visión y en una composición estática y meditada.

Filippo Lippi teme menos a la carne; es caluroso e impetuoso y prepara la sutileza sentimental de un Botticelli. En la capilla del palacio Médicis, Benozzo Gozzoli hace del cortejo de los Magos una gran procesión. Las manifestaciones más aparentes de la devoción popular eran las «sacre rappresentazioni» en las plazas, representaciones escénicas en las que tomaban parte las diversas artes. Gustaban de tal modo que cinco años antes, en 1454, «tres Magos con un séquito de más de doscientos caballos magníficamente adornados se dedicaron a Cristo recién nacido».

Pero para comprender lo amanerada que era esta cultura, basta fijarse en sus pocas referencias a la naturaleza, incluso por parte de artistas como Fray Angélico que algunas veces saben abrir los ojos y descubrir nuevos horizontes pictóricos. Frente al estremecimiento gótico, nos sentimos en un país de ficción protegido por lisas murallas, una Arcadia en que ya no vibran las plantas alineadas y las hierbas menudas ni tampoco los rostros de porcelana de las madonas. Basta también comparar el palacio Strozzi con la Ca d’Oro de Venecia o con los mil deliciosos palacetes lombardos con adornos de tierra cocida, para sentir que uno se ahoga en Florencia.

La calidad artística, si no depende directamente de los factores sociales, se adscribe a ellos al adoptar los principales temas poéticos y morales de cada generación.

Con Cosme pierde el arte su vinculación religiosa y civil, pero adquiere una extraordinaria dignidad como ciencia. Todos los tratados, desde el «de la pintura» de Alberti hasta los «Comentarios» de Ghiberti, el De prospectiva pingendi de P. della Francesca y el Della divina proportione de Luca Pacioli, que se encadenan, están de acuerdo para conceder el primer lugar al aspecto matemático y geo-métrico del dibujo, considerado entonces como la base de toda actividad artística. No se trata naturalmente de un perfeccionamiento técnico, sino que la perspectiva,

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es decir cl aspecto geométrico de la pintura, se convierte en un método de visión que va a reconquistar el espacio y el volumen. Es el descubrimiento de una nueva naturaleza entusiástica y misteriosa. Pero de este modo, el acento se desplaza del contenido al estilo, de la expresión a la visión. Mientras los artistas adquieren su dignidad económica y social en comparación con los artesanos, su tarea pierde la función solemne que tenía en la ciudad de ayer; se hace profana. Lo atestiguan dos grandes personalidades pictóricas, Paolo Uccello y Andrea del Castagno. Vasari nos describe al primero: «Solitario, extraño, melancólico, pobre..., siempre al acecho de las cosas artísticas más difíciles y más imposibles..., quedándose semanas y meses en su casa sin dejarse ver». Para caracterizar el gusto nuevo res-pecto al de la primera generación del siglo XV, después de haber alabado las invenciones de perspectiva de Paolo Uccello, Vasari las hace criticar por Donatello. Éste, su mejor amigo, le dice muchas veces mostrándole bolas con 72 facetas en punta de diamante y con virutas enroscadas en bastoncillos sobre cada faceta y otras extravagancias en que consumía su tiempo: «Eh, Paolo, tu maldita perspectiva te hace abandonar lo cierto por lo incierto. ¡Para qué estas cosas que no pueden servir más que a los que hacen marquetería!». En realidad, las grandes composiciones de Uccello parecen formas geométricas engarzadas unas en otras y a las que una perspectiva infalible hace todavía más abstractas. Como los tres cuadros de la batalla de San Romano, quizá de 1456, donde cada caballo tiene su escorzo peculiar sin acuerdo perspectivo con los demás. Sólo el ritmo del color intenso y dramático consigue organizar el conjunto. Armas, escudos, trompas, caballos, insignias, todo está representado según imprevisibles puntos de vista, como para un tratado de escorzo. La batalla con su tumulto escapa a la historia lo mismo que a la emoción y resulta absolutamente gratuita. Andrea del Castagno, por el contrario, intenta por todos los medios ligar de nuevo el arte con la expresión y el contenido, histórico o religioso. Acentúa progresivamente la línea y el volumen. Cristóforo Landino lo define: «Un gran dibujante y de gran relieve: aficionado a la dificultad y al escorzo». Su Crucifixión y su Cena en Santa Apolonia revelan una intensidad apasionada y un talento descriptivo, sin que no obstante sus personajes, especialmente sus Hombres ilustres, que son como el programa moral del Renacimiento, revelen una verdadera vida interior.

Uccello y A. del Castagno, como Donatello, trabajaron en Venecia. Gracias a Donatello, Padua sobre todo se convirtió en centro de difusión de las ideas toscanas en Italia central que se extienden y tienen más alegría y más calor. Naturalmente, la perspectiva sigue siendo la bandera de combate. Quizás en el estudio de la propagación del estilo toscano se haya subestimado la reacción del gótico internacional, que entonces tuvo una virtud revolucionaria y renovadora tan grande como el renacimiento florentino. Lo demuestran los frescos monumentales, frecuentemente de temas profanos, de Lombardía, del Trentino, del Piamonte, de las Marcas, de Umbría e incluso de Sicilia, además sin equivalente. Por otra parte, durante todo el siglo XV, fueron muy intensos los intercambios culturales entre el área mediterránea y el mundo flamenco. La pintura sienesa, con Sassetta y Giovanni di Paolo, parece volver a descubrir y exaltar sus auténticos caracteres de misticismo religioso y de poesía, situando sólo la narración en un espacio en apariencia más lógico y natural.

En Padua, Mantegna, que pudo aprovechar un clasicismo local maduro desde el Trecento, quiso dar una lección de arqueología a partir de sus obras de juventud; utilizó colección de copias romanas y griegas de Squarcione, se puso a buscar inscripciones y calcos, intentó reconstruir una antigüedad heroica e idealizada y enriquecer con innumerables temas nuevos el repertorio decorativo.

En Ferrara, una escuela admirable de la que salen Tura, Cossa y Ercole de’Roberti, intenta rehabilitar el mundo gótico e incluso su parte simbólica,

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dándole una inflexible cohesión. Lo que era ritmo espontáneo y deformación estilística se hace linealismo agresivo y énfasis expresivo. La insistencia que Mantegna pone en la descripción analítica, la marcan los ferrareses por el ritmo de la composición, de una violencia cortante.

Arte, ciencia y poesíaEl mérito de haber transformado el estilo florentino, que en sus comienzos era

de alcance local, en un estilo italiano y de haber realizado por completo el ideal de equilibrio, de claridad y de lógica sin renunciar a la carga emotiva del gótico corresponde a Piero della Francesca y a Leo Battista Alberti. Piero estudió en Florencia, junto a Masaccio, pero heredó también algo de la frescura cromática y de la sensibilidad natural de Domenico Veneziano, primer gran mediador entre el gótico y el Renacimiento. Asimiló la perspectiva y captó de tal modo la cualidad geométrica que la condujo hasta una simplificación, a una regularidad de formas nunca más alcanzada. Pero fue también de los primeros que en Italia usaron la «velatura», transparencias muy delicadas de influencia flamenca. Sus ríos en los que se reflejan los árboles y las orillas, sus fondos que recuerdan con una máxima precisión los valles de los Apeninos, especialmente los del Tíber y del Save, sus arquitecturas que rivalizan en esplendor con las de Urbino, demuestran un profundo análisis del mundo exterior. El hombre y la naturaleza viven en un acuerdo mágico, en un cosmos purificado, pero no estéril de sentimientos.

En el rigor geométrico de Piero hay siempre un fin expresivo que se impone mediante ínfimas irregularidades: fruncimiento de cejas, una mirada baja o incluso la acentuación de una sombra. Ficino escribirá: «En nuestro tiempo, no nos conformamos ya con el milagro, sino que necesitamos una confirmación racional y filosófica». Piero cree en una correspondencia perfecta entre la sabiduría y la religión. El aislamiento del mundo y la contemplación aristotélica que caracterizan a sus personajes corresponden al ideal de una tranquilidad serena del alma, tal como sostenía Francesco Filelfo por los mismos años. Alberti explicará ese equilibrio como una armonía recobrada, un acorde vuelto a encontrar en la música del universo.

Las teorías de Alberti, aunque diferentes de la poética de Piero della Francesca, la iluminan a veces; por ejemplo, cuando define la belleza como «la unión concordante de las diferentes partes en un conjunto armonioso en el que ninguna se puede quitar, disminuir o modificar sin que padezca el conjunto». Por eso se relacionan ambos artistas. Alberti, en sus famosos planos de urbanismo -quizá se remonta a él la ciudad moderna- coordina las exigencias religiosas, culturales, políticas, sociales y astrológicas en un rigor estético muy apreciable; Piero pone su huella tanto en la heráldica como en la devoción popular.

Así se explica la cultura de Piero, pero no su poesía, tan delicada y sutil, toda luz. En sus cuadros de caballete y en sus frescos se hace evidente que es precisamente la luz lo que da el tono supremo a tanta belleza. Marsilio Ficino la definirá como «sonrisa del cielo que procede de la alegría de los espíritus celestiales» y «realidad espiritual más que corporal». Castiglione, heredero con Rafael de la poética de Piero y de la cultura de Urbino, comparará del mismo modo la belleza a «un influjo de la bondad divina, la cual se extiende por toda cosa creada como la luz del sol».

Habría que ver una dulce sensualidad en los rostros serenos de Piero. Ésta es la lección que dará a Antonello de Mesina y a Bellini, seguramente en contacto con sus ideas: no sólo un nuevo sentido de la forma, lejos del dibujo flamenco y del grafismo de Mantegna, sino también un nuevo entusiasmo por la luz y el color.

El color, al oponerse a lo racional lo mismo que al volumen, va a convertirse desde este momento y con el nacimiento de la verdadera pintura veneciana en la transcripción inmediata de la emoción nacida de la naturaleza; al mismo tiempo,

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se pondrá al servicio de esa religiosidad mezclada de melancolía que, otra vez por influencia flamenca, va a sustituir en toda Italia a la presentación áspera y dolorosa de las imágenes sagradas.

La segunda época del Renacimiento, que por intermedio de Piero y de Alberti renovó profundamente nuestro arte, tiene por así decirlo su mito en Urbino, en las escenas esculpidas que decoran la estancia «della Jole», donde Hércules, fascinado por su amada olvida sus acciones heroicas.

El tercer período, casi contemporáneo de Lorenzo de Médicis, contempla de nuevo la preeminencia toscana y halla su símbolo en la obra destruida de Signorelli en Berlín: el Retorno de Pan. No sólo hace alusión al retorno de Platón a la tierra y a la Accademia di Carreggi, sino que celebra la solemne unión de la religión, del mito, de la literatura y del arte que representa.

En la Venus y la Primavera de Botticelli, en los desnudos heroicos de Signorelli que interpretan las páginas de Valla, en la celebración de Hércules por Pollaiuolo, que parece ilustrar un mito de Landino, en todos esos relatos pintados, hay como un exceso de refinamiento, un esoterismo exasperado. Y sin embargo hoy están entre las pinturas más populares.

Hay en esta evasión del arte hacia la poesía, sensiblemente más ascética que la anterior identificación del arte con la ciencia, un matiz de nostalgia y de decadencia, sensible en Florencia en la decoración de Santo Spirito, realizada al final del siglo. A pesar de los desnudos que celebran la grandeza y la divinidad del hombre, Marsilio Ficino escribe: «Haced, Dios mío, que todo sea un sueño; que mañana al despertarnos a la vida no nos demos cuenta de que hasta ahora estábamos perdidos en un abismo, donde todo se halla deformado por el miedo; que como los peces del mar éramos criaturas encerradas en una prisión líquida que nos oprimía con íncubos horribles». Abismo y prisión eran pues las casas, las ciudades, las artes, las ciencias, las invenciones exaltadas por Manetti; íncubo horrible el propio Renacimiento. El mito del hombre se derrumbaba en el fuego del Walhalla y, como observa Garín, se insinuaba allí «el sentido de una vanidad radical de las cosas, el sentido de que vivimos en un mundo inconsciente de sombras y de ilusiones; el secreto de que nos movemos por encima de la superficie de una realidad cuyo secreto se nos escapa». Botticelli, al pintar la Natividad de Londres, veía a Satanás suelto sobre la tierra.

Giulio Carlo Argan: EL CINQUECENTO ITALIANO Y EL IDEALISMO, en René Huyghe (dir.) El arte y el hombre. París-Buenos Aires-México, Editorial Larousse, 1966, tomo II, pp. 396-409.

La investigación de la realidad, es decir de la verdad, y la de la Belleza, al principio más o menos empíricas, se ponen cada vez más en Italia bajo la autoridad de la inteligencia lúcida. Mal distinguidas en su origen (de ello es ejemplo Leonardo da Vinci), llegarán por separado una a la ciencia y otra a la estética. Incluso ésta se acoge a una filosofía, la de Platón. Y así, con el siglo XVI italiano y sobre todo florentino, el Renacimiento formula los propósitos y los medios del arte.

La idea de que el arte puede ser un medio de conocimiento, una experiencia positiva y constructiva de la naturaleza y de la historia había hallado su más alta expresión, pero también su conclusión, en Piero della Francesca.

La búsqueda de la BellezaEn Florencia, los últimos decenios del siglo XV se caracterizan en arte

igualmente por la afirmación de la doctrina neoplatónica, que colocaba en la cima

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de toda actividad humana la búsqueda de una condición de espiritualidad pura y absoluta, por encima de toda experiencia de la historia o de la naturaleza. La pintura de Botticelli es un ejemplo típico de ello; los movimientos no son allí más que ritmo, las acciones quedan inacabadas, las formas ya no se insertan en el espacio. Lo mismo que se desvanece el dibujo constructivo y se disuelve la estructura espacial de la naturaleza se disipa y se confunde la perspectiva his-tórica. Con Piero di Cosimo, ya no es la Antigüedad más que mito poético, mientras que Filippino Lippi se sirve de una observación penetrante en la que no falta la minucia flamenca para alcanzar los límites de la fantasía arbitraria, el capricho.

No siendo ya la verdad el fin del arte, sino la «belleza» y siendo la «belleza», aliquid incorporeum, que escapa a la definición positiva de la forma lo mismo que a las fórmulas de la teoría, se valoriza todo lo que se deriva de la técnica o la habilidad artesana. Y puesto que la belleza es inasequible en sí, el arte pretende celebrarla más que realizarla. Ya en la pintura de Botticelli, desempeña el adorno un papel esencial, pues entra en el ritual de este nuevo culto de la belleza. Como en la poesía de Lorenzo el Magnífico, de Poliziano o de Pulci, tiene una profunda significación de metáfora. Así es como una muchacha se adornará con pedrerías y flores, se vestirá con velos flotantes, a fin de que aparezca claramente que sus ojos resplandecen como piedras preciosas, que sus labios tienen el color y el perfume de las rosas y sus movimientos la ligereza de los velos agitados por el viento. La tesis del arte considerado como poesía se opone en lo sucesivo a sabiendas a la del arte considerado como conocimiento de la naturaleza y de la historia, visión lúcida y constructiva del espacio y del tiempo.

Pero la actitud de la Academia platónica florentina no es más que eso. La revelación de la belleza inmaterial, que no es en sí misma más que una perfecta relación de proporciones con la elegancia exterior del ornamento, es también el carácter de la arquitectura florentina de la segunda mitad del siglo, de Benedetto da Maiano o de Giuliano da San Gallo, y el de la escultura de Antonio Rossellino o de Mino da Fiesole, de los códices adornados con miniaturas de Francesco D’antonio, de Gherardo y Monte D’Attavante. Esta misma artesanía «sabia», incluso literaria, por sus referencias a ternas, formas o técnicas de la Antigüedad, hace florecer las artes llamadas «menores»: pequeños bronces y medallas, orfebrería, piedras talladas, muebles, telas, bordados. Junto a toda corte principesca se forma un centro de cultura humanista y una escuela de artesanos. Los mayores artistas son requeridos con frecuencia a dibujar accesorios para fiestas y espectáculos, por lo que se convierten en directores de escena de una vida social fastuosa y refinada.

Dos grandísimos artistas, Leonardo da Vinci y Miguel Angel, parecen reaccionar (aunque por motivos opuestos) contra ese: esteticismo invasor: el primero le opone una investigación científica penetrante y febril, el segundo un compromiso moral muy severo. En realidad, Leonardo y Miguel Ángel representan la crisis extrema de la cultura humanística, pero sólo en el sentido de que plantean el problema de la belleza y del arte en términos nuevos, es decir al margen de la imitación más o menos feliz de lo Antiguo.

Leonardo da Vinci: el valor de la experienciaCuando se considera a Leonardo en la variedad y complejidad de sus

actividades artísticas y científicas, se afirma comúnmente que el rasgo saliente de su genio está en su repudio categórico de todo «principio de autoridad» y en su afirmación del valor exclusivo de la experiencia. Ése es en efecto el carácter dominante de la personalidad de Leonardo y no podemos dejar de hallar su confirmación en su arte: Leonardo rechaza todo sistema o concepto a priori de la naturaleza, todo sistema o teoría del espacio, del mismo modo que ignora

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deliberadamente la lección de la Antigüedad, es decir que no reconoce la autoridad de la historia. A la construcción geométrica del espacio y a la pers-pectiva lineal opone la perspectiva «aérea», cuya base es empírica y experimental. Al concepto histórico o heroico de la personalidad humana opone el estudio directo del «fenómeno» humano. Pero ¿se puede afirmar realmente que Leonardo, hombre de ciencia, aporte al arte el espíritu de investigación que es propio de su actividad científica?

La diversidad de las actividades mentales de Leonardo son el término final más que el triunfo de esa fusión del arte, la ciencia y la moral que caracterizaba a las primeras grandes personalidades del Renacimiento, como Alberti. C. Luporini ha observado que «en Leonardo no se halla sólo al artista erudito según la gloriosa tradición del Quattrocento, sino que hay también en él un hecho nuevo, el del artista y el sabio que empiezan a separarse y que ya, de un modo cierto, entran en contradicción, unas veces dialéctica y fecunda y otras rígida y antinómica, por una forma espiritual diferente, por un método de trabajo diverso viniendo a separarse igualmente en el plano social». Es verdad que sus contemporáneos no conocieron o no percibieron en su justo valor las investigaciones científicas de Leonardo, pero es igualmente significativo que en su obra de pintor vieran sobre todo el descubrimiento de un nuevo tipo de belleza. Aunque en sus investigaciones de sabio se sirve Leonardo ampliamente del dibujo y que sus observaciones y sus ex-periencias científicas se vuelven a ver en sus pinturas con exclusión de las enseñanzas de la tradición, ambas actividades quedan netamente distintas. El vínculo que las une reside tan sólo en esto: la «visualidad» es considerada como prueba de la autenticidad de la experiencia. La «Belleza», de Leonardo es siempre una «Belleza» visible, contrastando con el carácter incorporal de la belleza neoplatónica y botticellesca, el fin del artista es específicamente la búsqueda de la «Belleza» y no se limita a la representación de las cosas visibles. La prueba de ello es que en el polo opuesto está lo «feo», cuya definición absoluta persiguen las caricaturas de Leonardo. Ahora bien, lo bello y lo feo son apariencias visibles y sin embargo no sirven para la representación de la realidad, más que por el hecho de que hacen visibles cualidades que no lo son, como el movimiento interior de las pasiones o la continua evolución de los aspectos de la naturaleza. Ciertamente, también para Leonardo, educado en el ambiente neoplatónico de Florencia, pulchritudo est aliquid incorporeum: «la belleza es algo inmaterial», pero no se revela ya por apologías y metáforas como en Botticelli, sino a través de una imagen visual directa. Se manifiesta por el «sfumato» (el difuminado), que implica la teoría científica del espesor transparente del aire, pero no se explica enteramente por ésta. El «sfumato» es la fusión de los personajes con La naturaleza. Esta fusión, una vez conseguida, expresa una unidad profunda o «simpatía» entre la naturaleza humana y la naturaleza cósmica: esta concepción de la forma que, como fusión y vibración, elimina su sequedad y su dureza es lo opuesto a la «Belleza», procediendo de la primera formación de Leonardo junto a Verrocchio, cuya plástica es toda de superficie y sugiere la estructura interior de la forma a través de una cerrada sucesión de toques agudos, rápidos, inapreciables. No hay que perder de vista que el único artista citado muchas veces por Leonardo con espíritu polémico es Botticelli. El sfumato, al principio simple estremecimiento atmosférico, puede ser considerado como la antítesis de los ritmos lineales de Botticelli. Las discusiones de los escritos leonardescos sobre las relaciones de la pintura y la poesía se remontan a las experiencias florentinas de los círculos neoplatónicos. Leonardo admite la analogía fundamental de ambas artes, pero afirma la preeminencia de la pintura porque «se ve». La obra inacabada que cierra su período florentino (1481), la Adoración de los Reyes, reanuda el tema favorito de Botticelli, pero lo trata de un modo diametralmente opuesto. La

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composición rítmica de Botticelli, sus colores claros escalonados por los contornos dejan lugar a un torbellino de masas movientes de sombra y de luz; ninguna figura está definida por un gesto determinante y la continuidad del movimiento se asegura por la fusión de las figuras y el espacio en una visión única. El tema del «furor», suprema abstracción del espíritu, se convierte en Leonardo en el compromiso febril con la realidad, participación del hombre en la evolución constante del cosmos. Su San Jerónimo es una imagen típica de «furor», por su anatomía descrita con acuidad, menos para fijar el gesto que para revelar, en la tensión de nervios y tendones, una agitación interior.

Leonardo, su concepto de la pintura y de la Belleza En 1483, Leonardo dejó Florencia para irse a Milán. Lejos del ambiente

neoplatónico, busca en todas direcciones y en una multiplicidad de casos concretos la comprobación de la experiencia. En arte siente la necesidad de distinguir la pintura, la escultura y la arquitectura por su técnica propia, que define como intelectual más que manual. La Virgen de las Rocas (1483) puede ser considerada como el primer documento de una «poética» bien definida, capaz de expresarse únicamente en la pintura.

El tema del «furor» platónico y de la traducción física de los sentimientos interiores pasa a segundo plano. El esfuerzo de Leonardo se dirige enteramente en lo sucesivo a la solución de todo problema de forma y espacio en las relaciones de luz y sombra. La gruta está en la penumbra, los personajes se hallan como suspendidos entre la luz que se infiltra por el fondo y la que viene por el exterior, en el límite de la luz y la sombra, y son acariciados por una y otra. La vibrante degradación de las transiciones que determina la continuidad de los contornos, la dulzura con que giran los planos, la acariciante blandura del claroscuro constituyen a la vez el «sfumato» pictórico y la «gracia» de actitudes y expresiones. Allí hay esa «dulzura», «dolcezza», que para sus contemporáneos era la aportación específica de Leonardo a la definición, de la «belleza» pictórica. Este ideal de belleza no expresa ya el imperio de la persona humana sobre el mundo, sino su «naturalización» íntima y profunda dentro de la realidad; no se verifica ya por las acciones heroicas, sino por la naturalidad de los sentimientos. La Cena (1495-1498) demuestra que Leonardo orienta progresivamente sus actividades hacia el mundo moral. Es el momento en que Cristo anuncia que uno de los presentes lo traicionará y las actitudes, los rostros de los apóstoles expresan por turno el estupor, la incredulidad, la turbación y el horror. E1 propio Judas no está aislado y sólo la expresión atormentada de su rostro acusa la conciencia de su falta. Leonardo, considerado generalmente como escéptico o indiferente en materia de moral o de fe, aporta allí la objetividad del sabio, pero también un conocimiento más profundo de la naturaleza humana en su complejidad.

En Florencia, durante los primeros años del siglo XVI, pinta en competencia con Miguel Ángel la Batalla de Anghiari, que señala una vuelta al tema del «furor»; en esta obra, conocida sólo por sus dibujos, Leonardo no había representado tanto una acción definida como un torbellino de hombres y caballos en los matices de humo y de polvo, casi un huracán de fuerzas humanas y naturales desencadenadas. Al tema miguelangelesco de la grandeza de la Idea, opone él la grandeza del «fenómeno». También son un «fenómeno» la figura de la Gioconda y el grupo de la Virgen con santa Ana. En esta última composición que jugará tan gran papel en la formación de Rafael, define Leonardo de manera clara su ideal de «belleza», fusión total de todos los «fenómenos» particulares en una forma que los comprenda, en una imagen que resuma y absorba la variedad infinita de las imágenes naturales. Así lo «bello» no es ya una idea o una categoría a priori que en su expresión artística tendría que contaminarse al contacto de la realidad particular, sino que es una condición de plenitud y de armonía interior

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que se consigue al término de variadas y complejas experiencias que terminan en esa visión final, en ese «fenómeno» supremo que es la obra de arte. Por eso se puede afirmar que si la misión de la pintura es alcanzar la «belleza» y distinguirse en esto de las ciencias, el arte es con todo la actividad más alta, la que recoge los resultados de las investigaciones particulares en una síntesis universal y, al traducirlas en formas perceptibles, las hace inmediatamente accesibles a la conciencia de los hombres.

También en el arte, lo mismo que en la ciencia, la gran aportación de Leonardo es la oposición del método, ligero, ágil, tributario siempre de la experiencia directa de la realidad, al sistema rígido y autoritario. Así cae la distinción tradicional entre la teoría y la práctica, entre la invención y la ejecución. La «belleza» no es ya un principio abstracto que la mano del artista sólo puede representar imperfectamente, sino que es un valor o una cualidad que se consigue mediante una creación de carácter a la vez intelectual y manual. La técnica ya no puede estar aislada, en su materialidad práctica y prosaica, de la «poesía». A esta ansiosa búsqueda de una técnica «intelectual» se debe desgraciadamente la pérdida de muchas obras de Leonardo. Pocos años después de haber sido pintada, la Cena era casi indescifrable y la Batalla de Anghiari se cayó a pedazos incluso antes de ser terminada. Pero el principio de que el arte no reproduce, sino que: «produce» la «belleza», se afirmaba en lo sucesivo y para siempre.

Bramante y la Belleza arquitectónicaEl gran creador de la «belleza» arquitectónica, Donato Bramante, estuvo en

contacto con Leonardo en Milán, durante los últimos años del siglo XV; en 1499, se instaló en Roma donde su labor de arquitecto se desarrolló paralelamente a la obra pictórica de Rafael. Es por tanto una figura clave.

En Milán, también Leonardo se había ocupado de arquitectura, como lo demuestran los dibujos donde estudia principalmente el tema de la planta central que será básico en Bramante. Pero hay más: la técnica constructiva de Bramante, mucho más preocupada de obtener efectos arquitectónicos grandiosos que de resolver problemas concretos de estructura, se parece extrañamente a la técnica «intelectual» de Leonardo, hasta en sus resultados a veces desastrosos. Pero Bramante no descuida, como Leonardo, la lección de los antiguos y su cultura se inspira profundamente en el humanismo de Alberti y de Piero della Francesca. En una de sus primeras obras milanesas, la iglesia de Santa María sopra San Sátiro, donde no podía desarrollar el vacío en profundidad efectiva, lo sustituye, gracias a un hábil juego de perspectiva, por la ilusión visual del vacío. Su propósito no es la construcción del espacio, sino el efecto de profundidad; para Leonardo también, el espacio se concebía empíricamente: es un vacío que habita la atmósfera y donde se producen efectos de luz y de sombra. No pudiendo ser valorado el vacío más que por relación con lo lleno, hay un afán de equilibrio entre la masa fluida de la atmósfera y las masas sólidas de la construcción. Se persigue el equilibrio entre esos «efectos» y no se busca ya en el cálculo abstracto de las proporciones. Tal es el tema fundamental de la «monumentalidad» de Bramante. En la pequeña iglesia de San Sátiro, construida sobre los cimientos de un edificio del siglo IX, se halla una construcción compleja de cuerpos escuadrados puesta sobre un cuerpo cilíndrico bajo abierto en nichos; el conjunto está dominado por un tambor octogonal con linterna que señala el eje central en torno al cual se acomodan todas las masas del edificio. El pórtico del presbiterio de San Ambrosio está dominado por un arco; otro abraza en su amplitud y encuadra en su vacío atmosférico toda la fachada de la catedral de Abbiategrasso. En la tribuna de Santa María de las Gracias, en Milán, las grandes masas absidales se resuelven en la cúpula poligonal adornada con una galería aérea. Y esto no es todo, pues sobre esas grandes masas de construcción pone el artista una decoración densa y menuda, una especie de

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fino arabesco lineal, que da a las superficies una posibilidad de vibración en la luz y en la atmósfera.

Cuando llega Bramante a Roma, la visión directa de las ruinas lo empuja a su primera formación humanista, a Alberti y a Laurana. Se propone entonces definir en un sistema de relaciones concretas el equilibrio empírico y casi pictórico de los efectos de hueco y macizo, siendo la primera tentativa de ello el claustro de Santa María de la Paz. Pero ¿qué es el espacio para Bramante? Desde luego no la perspectiva, la geometría, la pura intersección de planos de Brunelleschi, sino la «forma ideal» de la naturaleza, pensada al modo de Leonardo, como un equilibrio de fuerzas en oposición. El equilibrio plástico es la expresión de las grandes leyes físicas, de la gravedad. Resulta significativo que una de las primeras construcciones de Bramante en Roma, el templete circular de San Pietro in Montorio, tenga valor de modelo o de canon de «belleza» arquitectónica.

El templete no plantea, en realidad, ningún problema estructural nuevo y es sólo vagamente tributario de los ejemplos antiguos y de las normas de Vitrubio. Pero por primera vez se plantea la creación arquitectónica como problema de composición y no como problema de construcción. El punto de partida es el principio vitrubiano de la composición «modular», pero aquí cl módulo ya no es una medida, sino que: es la forma cilíndrica de las columnas que se desarrolla en la redondez del oratorio y de la balaustrada y termina en la cubierta semiesférica de la cúpula. Todo el conjunto vale por su efecto de claroscuro. Ya un contemporáneo, Sebastián Serlio, observaba que para realizar su efecto plástico había tenido que explotar el artista la penumbra de la atmósfera, creando una ilusión de espacio. El principio de composición consiste en establecer, deduciéndolas de lo Antiguo y de Vitrubio, las leyes de equilibrio que permiten armonizar en una forma de conjunto formas ya bellas aisladamente y que Bramante se aplica a destacar en ese espacio atmosférico indefinido.

Así es la «monumentalidad», la amplitud de efectos espaciales que Bramante se propone conseguir cuando, entre 1506 y 1514, se dedica a las obras de reconstrucción de San Pedro. Su proyecto es de cruz griega, con una gran cúpula en la intersección de los brazos y, entre los propios brazos, otras cúpulas pequeñas. Todavía es una composición modular, fundada en la repetición del mismo elemento básico a diferentes escalas. Su efecto debía fundarse en la orientación equilibrada de los cuatro grandes vanos de los brazos en torno a la cavidad de la cúpula y jugando esos vacíos atmosféricos en torno a la pura forma plástica de los pilares. La arquitectura de Bramante llegó así al inmenso nicho del Belvedere, que vuelve a tomar el motivo del gran arco de Abbiategrasso, aunque subrayando la «monumentalidad». Es verdaderamente una pura «forma espacial», una inmensa cavidad cuyo fondo juega pictóricamente por la gradación de la luz y de la sombra.

Rafael, apogeo del humanismoEn realidad, Rafael se propuso definir una «belleza» pictórica lo mismo que

Bramante una «belleza» arquitectónica. Como Bramante, Rafael vio la luz en ese altísimo centro de humanismo que era Urbino. Fue discípulo de Perugino, el supremo maestro de elocuencia religiosa entre los pintores del siglo XV. En Florencia, entre 1505 y 1508, observó e intentó conciliar la antítesis de las posiciones ideológicas de Leonardo y de Miguel Ángel; después trabajó en Roma hasta su muerte (1520). Reynolds lo cita corno el prototipo del artista que no se abandona a la fuga de la inspiración, sino que forma su propio estilo a través del estudio y la crítica de sus maestros, siendo a la vez imitador y personal. De hecho, la pintura de Rafael no ofrece un concepto nuevo del hombre y del mundo, pero representa definitivamente una cultura, la expresión perfecta de una sociedad que cree haber alcanzado su equilibrio y fijado sus valores. Su búsqueda de la forma

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perfecta es en efecto la búsqueda del «valor» absoluto; para él, la forma no vale por lo que representa, sino por su esencia, representación plena y total de la realidad. Desde sus primeras obras, el Sueño del Caballero, las Tres Gracias (hacia 1499) o en 1504 los Desposorios de la Virgen, toda descripción de acción, todo acento dramático se descartan rigurosamente. Su forma es en adelante la de un mundo que ha situado en perfecto equilibrio todo contraste, toda tensión, y donde como iría Schopenhauer, la voluntad no es nada y la «representación» lo es todo. Toda línea se convierte en un vínculo, en un tranquilizador desarrollo de curvas; los volúmenes alternan con los espacios abiertos, como en la arquitectura de Bramante los macizos alternan con los huecos; los mismos colores toman una intensidad y una profundidad nuevas que dependen menos de una visión emocionada o aguda de lo verdadero que de la investigación de un «valor» más puro y más seguro. La propia belleza es una cosa que se halla ya en la naturaleza y que el artista no tiene más que revelar escogiendo lo que es perfecto y componiendo, con esa selección de bellezas particulares, la belleza «universal» que corresponde al arte; esa «belleza» formal, en su universalidad, es a la vez antigua y moderna, al margen del tiempo y de la experiencia. El ideal estético de Rafael es a la vez religioso (y específicamente católico) y profano. Del mismo modo que la realidad, en la verdad revelada por las Escrituras y afirmada por la Iglesia, es del dominio de todas las conciencias, la forma, lo «bello», no tendría valor si no fuera igualmente «representativo» para cada uno, si no constituyera la forma inmediatamente evidente y tangible de la verdad revelada. Por eso se puede decir que el arte de Rafael es a la vez sabio y popular, al modo que el rito religioso en el que también debe existir el carácter espectacular. La capacidad representativa total de la forma elimina también la dualidad de la teoría y la práctica, puesto que si la idea no puede convertirse en forma sino a través de la experiencia, la experiencia no tiene valor más que si está dirigida por la idea. Sólo así puede el artista escoger en la naturaleza las bellezas particulares y revelarlas en la belleza universal del arte. La autoridad del antiguo no sirve si no está dirigida a la experiencia presente y envuelta por ella, demostrando así la eternidad y la universalidad de la belleza natural. En una de las vírgenes del período florentino, la Virgen del jilguero, la voluntad de realizar la «belleza» según la tesis de Leonardo aparece claramente, en la profunda armonía de los personajes y de la naturaleza, en una dulzura de actos y expresiones que revelan la naturaleza absoluta del sentimiento. Pero Rafael, igualmente sensible al ideal moral de Miguel Ángel, quiere, demostrar la significación ética y religiosa de esa unidad, para lo cual acentúa la composición piramidal que da carácter monumental al grupo; al hacerlo surgir sobre el paisaje: abierto hasta el horizonte, lo une a ese fondo por medio de las curvas amplias de los contornos, que regulan a la vez la plasticidad de las figuras y la profundidad del espacio.

Rafael o la síntesis antigua y cristianaEs en la decoración de las Stanze del Vaticano donde afirma más explícitamente

su gran tesis: la continuidad absoluta entre la «filosofía natural» de los antiguos y el dogma católico, la posibilidad de una síntesis religiosa entre la tradición de Platón y la de Aristóteles. Un poco antes, en 1507, su Descendimiento muestra ya cómo podía existir una profunda continuidad de ideal entre los mitos clásicos y el drama cristiano por la añadidura progresiva, gracias a la experiencia cristiana, de significaciones morales en torno al núcleo poético de los mitos antiguos. Pero ahora, en las grandes composiciones del Parnaso, de la Escuela de Atenas o de la Disputa del Sacramento, ese elevado pensamiento de unidad y continuidad de la experiencia humana y de su carácter providencial halla su expresión en un concepto verdaderamente universalista del espacio y del tiempo, en la búsqueda de una forma que, lejos de limitar la experiencia humana o de quitarle su ligereza,

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expresa plenamente su universalidad. Por eso la Escuela de Atenas está encuadrada por una arquitectura que, como la de la madurez de Bramante, pretende evocar la amplitud ilimitada del espacio natural, del horizonte que une con un solo trazo la tierra y el cielo; la Disputa es a la vez rito y ceremonia, milagro e historia, situándose en un espacio a la vez empíreo y terrestre, a fin de dejar clara la unidad que liga el dogma con la filosofía y los grandes ingenios con las almas bienaventuradas.

Rafael y la libertad creadoraNo sólo por influencia de Sebastián del Piombo, que trabajaba en Roma desde

1511, adquiere el color de Rafael la profundidad de tono y la sensibilidad luminosa que se aprecian en la Misa de Bolsena, sino que es la propia visión del artista la que tiende a ampliarse, a señalar espacios cada vez más abiertos y más luminosos, a intensificar y dramatizar los hechos y los episodios. Casi presintiendo la crisis inminente de la Reforma, la acusación del carácter de «representación» de la Iglesia y de su arte, Rafael parece querer afirmar más exactamente que la «belleza» está en la naturaleza, en los sentimientos y los afectos humanos y que: el artista discierne mediante un juicio que al propio tiempo es un acto de creación. Es el tema de la elección que crea la libertad espiritual en el homenaje rendido a los grandes valores. Por eso corresponde a Rafael, en el comienzo del siglo XVI, un lugar parecido al de Erasmo. El sentido de su arte lo acerca a la polifonía, a la orquestación de temas y motivos diversos en una forma unitaria que los contiene a todos. El Incendio del Borgo o el Heliodoro expulsado del Templo o los pasajes más intensos de la decoración de las logias del Vaticano no deben ser interpretados como indicios de una crisis en sus comienzos, sino más bien como el «crescendo» y el «fortissimo» que una honda ley de armonía relaciona idealmente con los pasajes más dulces y melódicos. Es la afirmación de la veracidad y de la pluralidad de la experiencia y de la historia en que todo sentimiento y todo acto humano están ya previstos y calculados, tan lejos que nada podrá romper jamás su unidad ni impedir la eternidad de su forma. Esta fe en la universalidad de la experiencia empuja a Rafael a trasponer lo que consiguió en pintura al terreno de otras artes, sobre todo de la arquitectura. Y así, cuando sucede a Bramante en San Pedro, rompe el equilibrio de la planta central de su predecesor para obtener un efecto de fuga o de ilusión de perspectiva semejante a la de Heliodoro, pero añadiéndole un análisis más sutil de la belleza del detalle. Como un hombre de letras, parece buscar la etimología y la significación más exacta de los términos del lenguaje arquitectónico. De él, más aún que de Bramante, arranca ese nuevo afán de perfección en los detalles formales y de su ligazón en un conjunto armonioso, que dará origen a las obras más perfectas del manierismo, con Julio Romano, con An-tonio de San Gallo el Mozo y sobre todo con Baltasar Peruzzi. Julio Romano tiende a reducir todo lo posible los vínculos estructurales, a disolver casi el edificio en el espacio de la naturaleza, a subrayar la forma por el elegante «artificio», a veces por el brillante «capricho» de una decoración llena de invención refinada. Peruzzi es casi un orfebre de la arquitectura, preocupado de ligar entre sí formas tan puras como piedras preciosas en ritmos sutiles y complicados. San Gallo, aunque más preocupado por la grandiosidad de espacios y masas que Bramante, es también un «compositor» ante todo. Se comprende cómo de esta búsqueda de la forma bella por sí misma había de nacer y extenderse una decoración rica y sabia inspirada en su mayor parte por los antiguos motivos de los «grutescos», introducidos precisamente por Rafael. Sus discípulos Juan de Udine y Perino del Vaga los desarrollaron con refinamiento amanerado en sus límpidos estucos, mientras que en el arte de la madera la marquetería del siglo XV cede su puesto a la escultura y en la medalla a la acuñación que permite más

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incisión que la fundición. Y los mismos motivos de origen clásico se hallan en los tapices y tejidos en las cerámicas figuradas de Pesaro, Gubbio y Urbino.

Miguel Ángel o el retorno a la IdeaA Miguel Ángel no le gustaba ni la pintura de Leonardo o de Rafael, ni la

arquitectura de Bramante o de San Gallo. Leonardo había afirmado la necesidad de la experiencia o de la práctica y Rafael había realizado su equilibrio con la teoría. Miguel Ángel reafirma con severa intransigencia, en la primera mitad del siglo XVI, la tesis platónica de la Idea. Pero su idea de la «belleza», pura espiritualidad a conseguir mediante una lucha contra todo lo que es materia, resulta en lo sucesivo inseparable de una aspiración a la perfección moral, de un sentido hondo de tragedia. Para los críticos del siglo XVIII, que discutieron largamente sobre la superioridad de Rafael o de Miguel Ángel, el primero es el ejemplo de la belleza natural y el segundo de la belleza sublime, es decir de la belleza moral. Y lo sublime supera a la naturaleza y a la historia. No se desprecia el arte de Miguel Ángel al afirmar que es fundamentalmente intelectual. A un mundo que se abría a la experiencia opone duramente Miguel Ángel la tesis de la inutilidad de ésta, del valor exclusivo de la Idea. Pero su arte no refleja más que el valor eterno de la Idea, su condición de crisis. Es una protesta contra las circunstancias. Si exalta lo antiguo como única fuente de Belleza, no es más que porque detesta el presente. Excluye también la historia, ligada a las acciones de los hombres, y reúne en una síntesis desesperada el primer origen y el último destino de la humanidad, el Génesis y el Juicio final, como en los frescos de la capilla Sixtina. Su sentimiento religioso es profundo, pero está lleno de una tensión desesperada. Es platónico y cristiano, pero tan alejado del cristianismo histórico y católico de Rafael como del clasicismo histórico.

Miguel Ángel fue escultor, pintor, arquitecto y poeta, no por versatilidad de genio, sino por convicción de que todas las artes se reducen a una «forma» ideal. Para el arte figurativo, esta forma ideal es el dibujo, tronco común de todas las artes. Esta era la tesis de los primeros maestros del siglo XV, a los que Miguel Ángel se adhiere casi por espíritu de polémica, para volver a encontrar las fuentes más puras del neplatonismo florentino, pero su comportamiento es muy diferente. Sostiene, es verdad, que el dibujo es propiamente línea o trazo, es decir la forma más inmaterial, pero afirma en seguida que la pintura es tanto mejor cuanto más se parece a la escultura y, cuando hace arquitectura, intenta aún realizar en talla la tensión y la unidad plástica de la escultura. La Sagrada Familia (1503) ha sido concebida justamente como una escultura: los tres personajes forman un bloque compacto, su actitud en espiral tiende a resumir todo el espacio en la forma plástica, los colores fríos destacan cada forma y acentúan el brillo de la imagen. Esta acusada plasticidad volverá a verse en los frescos de la bóveda de la capilla Sixtina (1508-1512) y en el Juicio Final (1533-1541). Pero también en su arquitectura, las ventanas encajadas entre los poderosos elementos de la Sacristía Nueva de San Lorenzo (1520-1530) y las columnas emparejadas y adosadas del Vestíbulo de la Laurentina (1521-1526) recuerdan el tema dramático de los Esclavos, la cúpula de San Pedro (1564), con sus costados hinchados como músculos en tensión, está concebida a la manera de un desnudo arquitectónico colosal.

Miguel Ángel y el drama del desbordamientoMás que ningún otro arte, la escultura está ligada a la materia, a la masa. Es la

pura inercia, lo mismo que el espíritu es pura aspiración, tensión a la trascendencia. Se dice que la escultura es un arte que se ejercita «quitando», es decir por destrucción física de la materia, de tal modo que la imagen «crece tanto más cuanto más desaparece: la piedra». El proceso del arte consiste en esta

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liberación de la imagen, del espíritu, del peso de la materia hostil. Además acentúa el volumen y la masa de sus figuras, el peso y el esfuerzo de los elementos arquitectónicos. No se contenta ya, como Alberti, con concebir la idea formal dejando la ejecución a otros, sino que por el contrario rehúsa la ayuda de colaboradores, pinta solo sus inmensos frescos y ataca el bloque de mármol con la fuerza del cincel. La ejecución, que para Leonardo era técnica mental y para Ra-fael experiencia inseparable de la idea, se convierte para Miguel Ángel en una lucha tenaz contra el carácter adverso, en un compromiso moral. La Idea no es una verdad a priori, sino un grado de elección que se alcanza a través del drama moral de la existencia. Además (y este tema pasará al arte de los manieristas toscanos), el arte es «difícil»; el mérito del artista consiste en superar las dificultades. En los frescos hay que obligar a la superficie plana a que asuma un poderoso relieve. En la bóveda de la capilla Sixtina comienza el artista por crear una arquitectura pujante de arcos transversales y unidos para fijar los límites entre los cuales aparecerán las figuras más importantes apretadas con dificultad. En la base de los arcos, pone grandes figuras desnudas que imponen el esfuerzo dramático de su torsión a los elementos arquitectónicos. Pero para la escultura, puesto que la forma es la expresión de una voluntad de trascendencia, hay que ir más allá del relieve plástico. Ya en las esculturas para el mausoleo de Julio II (los Prisioneros y los Esclavos), aparece claramente la voluntad de violar los límites de la forma. En los Prisioneros (1513-1516), la actitud del pesado tronco, girando sobre el apoyo vacilante de las piernas, expresa una fuerza que impide todo equilibrio de masas. En las tumbas de los Médicis (1520-1534), las figuras alegóricas del Día, de la Noche, de la Aurora y del Crepúsculo parecen resbalar del coronamiento curvo de los sarcófagos y mantener un equilibrio inestable por virtud del esfuerzo de los codos apoyados, de las piernas en flexión de la exagerada torsión de los cuerpos.

Para que se observe mejor la transición de la materia a la forma, algunas partes han sido dejadas visiblemente en estado de esbozo, pero en las señales rudas del cincel determina la luz una vibración que anima de pronto la masa y la hace palpitar en el espacio. En esta luz inmaterial, sin foco ni rayo, casi provocada por el desgaste de la materia, es donde se sublimiza y, perdiendo su inercia, se hace tan inmaterial como el dibujo puro.

También en la pintura, en el Juicio Final y en los frescos más recientes de la capilla Paulina, lo «inacabado», la luz que nace de la materia deshecha, revela esta tendencia de la forma de. Miguel Ángel a rebasar sus límites. En el Juicio final, la composición está en oposición con las reglas tradicionales; los grupos, más espaciados en la parte baja, van aproximándose y haciéndose más pesados en lo alto. Pero precisamente en virtud de esta inversión de perspectiva, de ese «crescendo» exasperado, el movimiento intensificado de las figuras de lo alto dramatiza el contraste de masas de sombra y de luz que llega a su cima en el halo luminoso que rodea al Cristo Juez. Así destaca, con la poderosa torsión del tronco, toda la fuerza del gesto, eje de la composición, de la doble corriente de los bienaventurados llevados al cielo y de los condenados precipitados en el infierno.

Las cuatro «Pietà» esculpidas por Miguel Ángel (para la basílica de San Pedro [1499], para la catedral de Florencia [1553-1555], la de Palestrina y la Pietà Rondanini) traducen en términos dolorosamente humanos el drama que, en todas estas obras, se expresa en términos universales. Si en la «Pietà» de San Pedro conserva el cuerpo de Cristo la belleza clásica de Baco y si el mito antiguo se humaniza, como en las últimas obras de Botticelli, por la dolorosa espiritualidad del mito cristiano, en la «Pietà» de Palestrina el drama se produce en el contraste entre el gran cuerpo de Cristo, gigante desplomado, y las figuras de la Virgen y de la Magdalena, apenas esbozadas, fundidas en una luz inmaterial que

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desmaterializa la forma. En el grupo florentino concebido como un bloque cerrado, las articulaciones en ángulo agudo y la convergencia de masas en los ejes esenciales introducen una contradicción dramática de pesos y de empujes, de caídas y de impulsos. La Pietà Rondanini, inacabada por la muerte del maestro, señala la cumbre de su larga tragedia, la sublimación final de las masas en un movimiento que al mismo tiempo es caída y ascensión, como el último sobresalto de una llama antes de extinguirse. Al final de su áspera subida hacia una es-piritualidad pura, que debía constituir el vínculo entre la experiencia moral del cristianismo y la idea antigua, descubre Miguel Ángel que esta síntesis no es posible más que en la aniquilación suprema del ser en la muerte.

Tras los grandes maestrosSi con la gran tragedia de Miguel Ángel se cierra indudablemente la fase

histórica del Renacimiento, la tesis que hacía de Miguel Ángel el «padre del barroco» está absolutamente superada. Aunque el platonismo de Miguel Ángel constituye la base fundamental de toda la estética manierista, sigue siendo en realidad un gran solitario. Vignola, que después de él fue el mayor arquitecto del siglo XVI en Roma, se vincula más bien a la tradición de Bramante, de Rafael y de San Gallo, pues más que a la unidad plástica y a la arquitectura-escultura de Miguel Ángel tiende a la gran composición arquitectónica. Así es como nacen las grandes rampas y las escaleras que asocian al paisaje la masa pentagonal de la «Villa Farnesio» en Caprarola, el gusto por las superficies curvas que abrazan la mayor parte del espacio ambiente como en el patio de la «Villa Giulia» o la grandiosa espectacularidad del interior del «Gesù», que reanuda con una retórica más extensa el tema clásico de Alberti. Se comprende en seguida que Vignola, al ampliar cada vez más el espacio y los vínculos estructurales, debió buscar una definición no ya constructiva, sino literaria, para la forma de cada elemento. En adelante son palabras de un discurso alado y el mismo Vignola fija el canon de su «belleza» en esta regla que representa para la arquitectura lo que el «Diccionario de la Crusca» re-presenta para la literatura. En lo que se refiere a Bartolommeo Ammannati y Giorgio Vasari, que siguen en Florencia las enseñanzas de Miguel Ángel, es evidente que, lejos de desarrollarlas en la dirección del barroco, procuran sobre todo obtener, sea en la calidad plástica de las formas particulares, sea en su composición, «invenciones» de la elegancia manierista más sutil.

Desde comienzos de siglo tenemos la impresión de que la cultura figurativa toscana se desvía de los grandes problemas y va hacia un formalismo refinado. Los cartones de Leonardo y de Miguel Ángel fueron, como dice Benvenutto Cellini, la «escuela del mundo entero» y sobre estos textos modificó Fra Bartolommeo su estilo juvenil en el que se mezclaban la austera elocuencia sagrada de Signorelli y del Perugino, y las asperezas florentinas de Filippino Lippi y de Piero di Cosimo. Buscó un acuerdo entre la visión leonardesca vuelta hacia el presente de la experiencia y la de Miguel Ángel, enteramente absorbida en la contemplación de la historia, alcanzando en una grandeza reposada y severa, hecha toda de dulzura y de gravedad, dos cosas que seguramente sirvieron para orientar al joven Rafael en sus comienzos. El problema del claroscuro plástico y del sfumato pictórico, el del espacio dominado por la figura o que por el contrario absorbe a ésta en su profundidad, el de la historia ejemplar o de la anécdota siguen siendo la base de la pintura de Bugiardini, de Franciabigio y de Bacchiacca y empujan a éstos a soluciones ingeniosas y a veces caprichosas. Se aprecian en las primeras obras de Andrea del Sarto en el claustro de la «Annunziata» (15091510); lo empujan en los frescos del claustro del «Scalzo» y en los retablos a dilatar más el espacio de Fra Bartolommeo, a cortar y a tallar la forma a fin de que ésta pueda modelarse en la penumbra atmosférica sin perder por ello la fuerza de su relieve, a intensificar la gama de colores y a acordarlos según relaciones nuevas y a menudo audaces, a fin de que la dispersión en el espacio no disminuya los juegos de la forma. Así se abría el camino al formalismo agudo, profundo, a veces irritado y doloroso del manierismo toscano, el de Bronzino, Pontormo, Rosso y

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Beccafumi. Tendrá repercusión en todas las formas del arte aplicado, desde el mueble hasta la tapicería y la joyería, difundiendo el culto a lo «antiguo» que en lo sucesivo, privado del fundamento de la historia, habrá de perderse en lo arbitrario.

Correggio, iniciador de la belleza expresivaLa fuente principal de esa escuela boloñesa del siglo XVII que formará la mayor

corriente cultural del primer «barroco» debe buscarse en el desarrollo que tuvo la cultura humanista en el norte de Italia. El supuesto eclecticismo de Carracci tiene su gran fuente histórica en la pintura de Correggio; y en la formación de Correggio tuvo parte esencial el contacto con Mantegna en Mantua. Pronto se mostró dispuesto a recibir todo lo que venía de la cultura compleja elaborada en Emilia, en Ferrara. Pero las blanduras del claroscuro grato al tardío Costa, eco de la elocuencia edificante y devota del Perugino, la gracia lineal de Francia relajan en él la lógica apretada, verdaderamente aristotélica del discurso pictórico mantegnesco y lo preparan a recibir el reflejo del colorismo veneciano, transmitido por el verbo fantástico y casi pagano de Dosso Dossi. Un retablo como la Madona de San Francisco (1514-1515) está concebido aún según el esquema monumental de la Madona de la Victoria de Mantegna, pero el espacio está abierto hasta el horizonte a fin de que los personajes surjan en la atmósfera clara que los envuelve, mientras rápidas sugestiones de movimiento insertan en esta composición simétrica una corriente de ritmo que repercute en la modulación del colorido. En la Adoración de los Reyes (1513-1514), la perspectiva rápida y huidiza de los peldaños y de las columnas une directamente el primer plano al paisaje lejanísimo sumergido en una vibrante lluvia de luz. Los escorzos no sugieren el desarrollo de la figura, sino que sintetizan su gesto en una breve frase rítmica; se aplican mucho más a la cadencia o a la rima que a la idea o a la historia que ilustran.

Correggio es pues el primero que no parece preocuparse de la forma o del espacio, sino de la imagen como aparición neta, pero rápida, instantánea. Así es «la Zingarella», que puede ser madona o ninfa de los bosques o de un hallazgo debido al azar; figura luminosa en la media luz espesa de los bosques.

Los motivos formales de la primera formación mantegnesca no se desvanecerán, sino que se enriquecerán progresivamente por las experiencias ulteriores, dentro de las cuales mantendrán acentos y matices sensibles y cambiantes como los colores que los envuelven. Temas clásicos y religiosos se funden, pero no ya en el sincretismo de Rafael. Al contrario, los motivos clásicos con su vago sentido erótico así como los religiosos con su acento de devoción, tan fácilmente asociables e intercambiables, se imprimen fácilmente en la movilidad de la imagen, se materializan en el flujo ligero de las líneas, en el brillo atenuado de las formas, en la tierna luminosidad de los colores. Bajo esta sensibilidad demasiado aparente reside un fondo de escepticismo poético que se relaciona con el escepticismo hondo y metódico de Leonardo. Al Correggio se debe en verdad la interpretación del arte de Leonardo que será valedera hasta el siglo XVIII y que no ve más que un nuevo tipo de belleza.

Correggio debió estudiar sobre todo al Leonardo del segundo período florentino y la interpretación que Rafael había dado de él. El Descanso en la huida a Egipto (1515-1516) demuestra claramente que el sfumato de Leonardo, al perder para Correggio toda justificación naturalista de efecto atmosférico, lo mismo que el color dorado de los venecianos perdía para él toda razón en la representación espacial, se convierte en la sustancia de la imagen pictórica.

En la decoración de la bóveda de la cámara de San Pablo, Correggio une el motivo mantegnesco de las aberturas de la pérgola sobre el fondo del cielo con el motivo leonar-desco de la sala «delle Assi» en Milán, a pesar de que los temas mitológicos, en las conchas cóncavas de la base, muestran su preocupación, entonces (1518), por la pureza formal de Rafael. Más arriba, pasan rápidamente los amores cazadores, mostrándose un instante. El movimiento no es ya acción, sino actitud y ritmo, en una frase breve e intensa.

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Poco después (1520-1524), en la decoración de la cúpula de San Juan Evangelista, Correggio descubre a Miguel Ángel. Los apóstoles evocan las masas poderosas y macizas, de contornos firmes, de los desnudos de la Sixtina, pero los movimientos rápidos los ligan en un ritmo continuamente roto y reanudado, alternando los contraluces con los blancos de las nubes y no siendo el espacio más que un torbellino de claridad que tiene en su cumbre la imagen luminosa del Evangelista, elevado al cielo. Y la misma solución vuelve, más compleja y más articulada, en la decoración de la cúpula de la catedral de Parma (1523-1530), donde se multiplican los escorzos sorprendentes. La luz no nace en una atmósfera que no es más que un fluido que envuelve a las formas, haciéndolas resbalar en un espacio sin profundidad ni estructura; los mismos colores no tienen tonalidad, sino que mueren, se degradan y se funden uno en otro. Luz, atmósfera y movimientos no son más naturales que las figuras, cuyo movimiento no podría definirse más que por la sensibilidad. Así la pintura de Correggio, que hunde sus raíces en la férrea lógica de Mantegna, se convierte en un discurso poético, fácil, fluido, rítmico; más que persuasiva, es esta pintura sugestiva; más que demostrativa, es directamente comunicativa. La «belleza» que persigue no descansa ya en una definición firme, sino en la mutabilidad continua e interna de la forma.

A la belleza, como forma constante e inmutable, le sucede la idea de la calidad, que no se refiere ni a los contenidos conocibles ni a la perfección de la forma, sino al «modo» de la expresión pictórica. Más exactamente, en la historia de la concepción de la «belleza» en la primera mitad del Cinquecento, Correggio marca el final de la «belleza» fundada en la autoridad del pasado o en la eternidad de la naturaleza y la aurora de una «belleza» nacida del alma humana y sólo justificable por cualidades morales o sensibles. Es el final de la «belleza» clásica o «antigua» y el comienzo de lo que Stendhal llamará la «belleza ideal moderna».

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