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P APELES SOBRE EL A RTE DEL R ENACIMIENTO - 5 El manierismo CONTENIDO: Arnold Hauser. Pintura y manierismo , pág. 1. Anthony Blunt. La teoría de las artes en Italia 1450-1600 , pág 8. Arnold Hauser. Pintura y manierismo. Madrid Ediciones Guadarrama, 1972. 1. OBSERVACIONES PRELIMINARES Ningún estilo comienza sin indicios ni predecesores y la mayoría de los movimientos artísticos tropiezan con direcciones competitivas antes de imponerse plenamente; en el nacimiento del manierismo estos fenómenos desempeñan un papel más importante que en otros casos. Al considerar los orígenes del manierismo es posible pasar por alto direcciones análogas en el helenismo, en la Edad Media o en el quattrocento, pero es imposible dar de lado a su prehistoria en el alto Renacimiento. Aquí encontramos caracteres estilísticos manieristas en tantos artistas y se nos muestran en la mayoría de éstos con tal intensidad, que hay que hablar incluso de un manierismo latente en el alto Renacimiento. Cuando Wölfflin afirmaba que la altura del Renacimiento había sido una cima extraordinariamente reducida y que a. partir de 1520 no surge ya ninguna obra clásica, supravaloraba la pervivencia del clasicismo, mientras que, de otro lado, no tenía en cuenta suficientemente la significación de los rasgos anticlásicos, especialmente en el arte de Rafael; y sobre todo, consideraba el clasicismo hasta la muerte de Rafael como un período mucho más tranquilo y falto de problemas de lo que en realidad fue. La pureza del clasicismo, es decir, el equilibrio, unitariedad y espontaneidad de las formas de expresión, nunca se dio en el Renacimiento de modo seguro y sin perturbaciones. En realidad, sólo poseemos un escaso número de obras que pueden tenerse como ejemplos puros del estilo clásico. Leonardo sólo creó una única obra perfectamente «clásica» des- de el punto de vista formal, La última cena, que iba a ser sin duda el prototipo de todo el estilo, pero que por lo que respecta a la pureza y consecuencia de la forma no volvió a ser igualada por su propio creador. Las obras «clásicas» de Rafael, si se prescinde de algunas Madonnas, se limitan a los frescos de la primera Stanza. Miguel Angel no creó, fuera de la Pietá de su primera época (en San Pedro) y quizá de la Madonna de Brujas, ninguna obra que pueda tenerse como paradigma del clasicismo. Y así como en Rafael puede echarse de ver una tendencia al manierismo en las Madonnas de Eszterházy, de

Renacimiento 05 - Curso Bellas Artes

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PAPELES SOBRE EL ARTE DEL RENACIMIENTO - 5E l m a n i e r i s m oCONTENIDO:Arnold Hauser. Pintura y manierismo, pág. 1. Anthony Blunt. La teoría de las artes en Italia 1450-1600, pág 8.

Arnold Hauser. Pintura y manierismo. Madrid Ediciones Guadarrama, 1972.1. OBSERVACIONES PRELIMINARES

Ningún estilo comienza sin indicios ni predecesores y la mayoría de los movimientos artísticos tropiezan con direcciones competitivas antes de imponerse plenamente; en el nacimiento del manierismo estos fenómenos desempeñan un papel más importante que en otros casos. Al considerar los orígenes del manierismo es posible pasar por alto direcciones análogas en el helenismo, en la Edad Media o en el quattrocento, pero es imposible dar de lado a su prehistoria en el alto Renacimiento. Aquí encontramos caracteres estilísticos manieristas en tantos artistas y se nos muestran en la mayoría de éstos con tal intensidad, que hay que hablar incluso de un manierismo latente en el alto Renacimiento.

Cuando Wölfflin afirmaba que la altura del Renacimiento había sido una cima extraordinariamente reducida y que a. partir de 1520 no surge ya ninguna obra clásica, supravaloraba la pervivencia del clasicismo, mientras que, de otro lado, no tenía en cuenta suficientemente la significación de los rasgos anticlásicos, especialmente en el arte de Rafael; y sobre todo, consideraba el clasicismo hasta la muerte de Rafael como un período mucho más tranquilo y falto de problemas de lo que en realidad fue. La pureza del clasicismo, es decir, el equilibrio, unitariedad y espontaneidad de las formas de expresión, nunca se dio en el Renacimiento de modo seguro y sin perturbaciones. En realidad, sólo poseemos un escaso número de obras que pueden tenerse como ejemplos puros del estilo clásico. Leonardo sólo creó una única obra perfectamente «clásica» des-de el punto de vista formal, La última cena, que iba a ser sin duda el prototipo de todo el estilo, pero que por lo que respecta a la pureza y consecuencia de la forma no volvió a ser igualada por su propio creador. Las obras «clásicas» de Rafael, si se prescinde de algunas Madonnas, se limitan a los frescos de la primera Stanza. Miguel Angel no creó, fuera de la Pietá de su primera época (en San Pedro) y quizá de la Madonna de Brujas, ninguna obra que pueda tenerse como paradigma del clasicismo. Y así como en Rafael puede echarse de ver una tendencia al manierismo en las Madonnas de Eszterházy, de

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Mackintosh y de Alba, y se ha podido considerar la Madonna de Aldobrandini «casi ya como una obra artística manierista»1, así también puede hablarse en la Madonna de los dones (hacia 1504) de Miguel Angel de algo así como manierismo.

La latencia del manierismo en el alto Renacimiento es un hecho percibido hace tiempo, aunque raras veces valorado en su verdadera significación. Walter Friedländer llamó ya la atención, en su primer gran estudio sobre el manierismo2, sobre tendencias manieristas en la época de florecimiento del arte clásico, después de que ya Hermann Voss había aludido al error de presentar el alto Renacimiento coma algo unitario y unívoco, en lugar de poner de relieve que representa también una época de transición, fluida, dirigida hacia el futuro, y que incluso en Florencia -cuyo arte, de tendencia conservadora, muestra un desarrollo lento en comparación con el arte romano, mucho más progresivo y dinámico en esta época -, junto a un Fra Bartolommeo, con su fórmula clásica algo rígida, existe también un Andrea del Sarto, que si bien está profundamente enraizado en el Renacimiento, señala ya indudablemente hacia el futuro y anticipa en muchos aspectos el desarrollo posterior 3. En su exposición del alto Renacimiento y en la diferenciación de sus tendencias artísticas, Dvorák llega incluso a atribuir menos unidad al cinquecento de la que suele atribuirse al quattrocento. También Johann Huizinga tiende a una interpretación semejante y expresa repetidamente su convicción de que el concepto de Renacimiento es un concepto fluctuante e indefinible en un sentido preciso. En todos estos autores se manifiesta la sospecha de que la idea del Renacimiento como una época de seguridad absoluta es una idea errónea y de que hay que buscar en el Renacimiento mismo el origen de la crisis subsiguiente.

Los orígenes del manierismo se hallan unidos en Italia, pudiera decirse que por doquiera, con el arte de los maestros del alto Renacimiento. Los fundadores del nuevo estilo siguen, como a los artistas más progresivos, a Rafael y Miguel Angel en Roma, a Andrea del Sarto en Florencia y a Correggio en Emilia. En Venecia la situación es más complicada, ya que aquí la incitación decisiva parte del Miguel Angel de la última época y de Parmigianino. Tiziano atraviesa una fase manierista, pero retorna pronto a los principios estilísticos del alto Renacimiento y a pesar de que Tintoretto le tiene por su maestro, no desempeña ni con mucho en el nacimiento del manierismo el papel de intermediario que corresponde a los otros principales maestros del Renacimiento. Me-nos estrecha es aún la conexión del manierismo con el alto Renacimiento en Lombardía, donde el discípulo de Leonardo, Gaudenzio Ferrari, se convierte, más contra las intenciones que en el sentido de su maestro, en uno de los primeros anticipadores del movimiento anticlasicista. En términos generales, sin embargo, el viraje se halla tan estrechamente vinculado al arte de los maestros del clasicismo, que el origen de la crisis estilística -aunque no precisamente el comienzo del nuevo estilo- hay que buscarlo en aquellos maestros y, en la mayoría de los casos, hay que aceptar lo que Dvorák afirmaba respecto a Rafael y su escuela: que si el maestro hubiera vivido más tiempo, hubiera evolucionado estilísticamente lo mismo que sus discípulos4. Basta recordar, junto a los artistas ya mencionados, a Sodoma y Peruzzi de Siena, a Dosso Dossi de Ferrara, a Pordenone de Friul, a Lorenzo Lotto de Bergamasco, a Savoldo y Romanino de Brescia, a los venecianos Paris Bordone y Schiavone y a los veroneses Bonifazio y Torbido, para convencerse de que los ejemplos de las excepciones a la regla del arte clásico en el

1 Theodor Hletzer, Die Sixtinische Madonna, 1947, p. 40.2 Walter Friedländer, Die Entstehung d. klassischen Stils i. d.. italienischen Malerei um 1520, "Rep. f. Kunstwiss", t. 46, 1925.3 Hermann Voss, Die Malerei der Spätrenaaissance im Rom u. Florenz, 1920, I, p. 153.4 Max Dvorák, Gesch. d. italienischen Kunst, II, I929, p, 127.

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cinquecento son casi tan numerosos como los ejemplos de la regla y de que el alto Renacimiento es un estilo en el que el tipo ideal se realiza todavía más imperfectamente que en la mayoría de los demás estilos..

Los principios formales del alto Renacimiento se manifiestan quizá de la manera más pura y durante más largo tiempo en artistas como Fra Bartolommeo y Albertinelli, los cuales eran lo suficientemente auténticos para elevarse hasta el ideal clásico, pero no lo bastante alertas y sensitivos para percibir los signos de duda e insatisfacción frente a las obras clasicistas, que se hacían ya patentes en sus contemporáneos de espíritu más exigente y de intereses ideológicos más diversificados.

Ahora bien, ¿por qué, pese a los numerosos rasgos aparentemente manieristas en el arte del alto Renacimiento, no puede hablarse todavía de un comienzo del manierismo? Evidentemente, porque estos rasgos, al menos hasta finales del segundo decenio del cinquecento, son más bien síntomas de una insuficiencia, de una insatisfacción espiritual y de una mera experimentación con posibilidades formales, que expresión de una nueva y positiva visión del mundo. Un nuevo estilo no surge de la mera saturación del antiguo y del ansia de nuevas formas ni existe todavía cuando la búsqueda y la experimentación dan a luz algunas soluciones que en cierto modo van a ser conservadas y que en algún momento posterior van a llenarse con una nueva concepción del mundo. El cambio de estilo en sentido propio sólo sucede después de que esto último ha tenido lugar.

La crisis estilística que se manifiesta en los maestros del arte clasicista y que puede semejar el origen del manierismo, cuenta entre aquellos fenómenos, en un principio poco claros, que aparecen en la historia del arte en los tiempos más diversos y en las más diversas circunstancias y que, aun cuando aluden a una nueva posibilidad estilística, no constituyen el origen real de un nuevo estilo. Antepasados, precursores e indicios cabe encontrar para toda dirección artística o ideológica y en casi toda situación histórica de alguna complejidad. Ahora bien, en la historia de las ideas y de sus formas de expresión no es la aparición de los predecesores y de los indicios lo que precisa de fundamentación y explicación, sino el hecho de que éstos se hagan representativos, de que salgan de la esfera privada a la pública y de que se conviertan de una ocurrencia o de una veleidad en una norma, un paradigma y una directiva general. Gérmenes de nuevas formas estilísticas existen siempre; el problema consiste en si son aceptadas, difundidas y desarrolladas, y en qué medida, es decir, en cuáles de las posibilidades estilísticas que se dan en una época son continuadas, si se imponen o no y bajo qué condiciones se imponen. De las innumerables posibilidades de desenvolvimiento que surgen a lo largo de los siglos, la mayoría son abandonadas; lo importante para la historia es, por eso, no la invención o el descubrimiento de una posibilidad, sino el aferrarse a ella.

Como los de la tendencia romántica, también los comienzos de la tendencia manierista se encuentran en el pasado más remoto; sólo desde la época de la Reforma, sin embargo, existe un manierismo como estilo históricamente definible, de igual manera que sólo como consecuencia de la Revolución francesa existe un romanticismo en el propio sentido de la palabra. Sin la subsiguiente conexión, todo germen de nuevo estilo es sólo un accidente de carácter más o menos privado y de significación histórica efímera. Los gérmenes de manierismo que se echan de ver antes de la muerte de Rafael, antes del movimiento reformador y de la influencia de los manieristas toscanos, tienen sólo este carácter privado y efímero, inconexo estilísticamente.

Es propio del manierismo el tratar de satisfacer en gran medida su necesidad de formas echando mano de los medios del arte anterior, el desarrollar sólo limitadamente

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un nuevo lenguaje formal y el tratar de compensar esta falta de originalidad con la exageración y deformación de los medios formales tradicionales. No obstante, si bien es verdad que el manierismo conserva una larga serie de formas clásicas, no es menos cier-to, ni tampoco menos evidente, que con él surgen formas nuevas, complicadas, chocantes y abstrusas, a las que al principio no responde ningún contenido claramente definible ni ninguna sustancia ideal. Se ha convertido en un lugar común de la historia del espíritu la observación de que formas hieráticas y rígidas se perpetúan y tienen más larga vida que los contenidos a cuya expresión sirven. Sin embargo, no se ha observado y se pasa todavía hoy por alto la mayoría de las veces el hecho de que a menudo surgen nuevas formas que sólo más tarde se llenan de contenido y sólo entonces desempeñan una función como expresión de sentimientos o de ideas, o como medio de convencer y de influir. Este proceso es evidente en el cine cuya historia primitiva, que se ha desarrollado todavía ante nuestros ojos, es un ejemplo palmario de que es posible la invención de nuevas formas de expresión y el avance de medios técnicos, antes de que nadie sepa qué es lo que se puede hacer artísticamente con ellos. En una situación semejante debió de encontrarse el manierismo en su primera fase.

Otra peculiaridad que distingue al manierismo en su primera fase de los demás estilos artísticos consiste en la implicación del manierismo con otro estilo que se preparaba simultáneamente, aunque sólo mucho más tarde floreció con plenitud: el barroco. Semejante proximidad cronológica entre los comienzos de dos movimientos artísticos diferentes es algo inaudito. La concurrencia de diversos estilos no es un fenómeno ni desacostumbrado ni menos aún desconocido en la historia del arte; pero sí es único el caso de que se manifiesten casi simultáneamente los comienzos de dos direcciones estilísticas, que una de ellas no llegue a imponerse a la otra, sino todo lo más a desplazarla durante algún tiempo y que la dirección desplazada temporalmente aparezca después con plena fuerza y máximo florecimiento en lugar de la que primero había triunfado. La simultaneidad de los comienzos del manierismo y del barroco, su coincidencia originaria y su sucesivo predominio se explican, en parte, por la circunstancia de que cada una de ambas direcciones impone una de las alternativas ya existentes en la época anterior y, sobre todo, porque el espiritualismo y el sensualismo que el alto Renacimiento supo mantener en equilibrio durante un breve tiempo entran ahora en una oposición radical e inconciliable. Entre ambos no es ya posible ningún compromiso; unas veces triunfa un principio, y otras el otro. Y cuando, como acontece a menudo en el manierismo, los dos se imponen a la vez, continúan empeñados en la lucha y ni por un solo momento se atenúa su antagonismo.

Lo que mejor caracteriza la situación es que la mayoría de los artistas directivos, Rafael, Miguel Angel, Tiziano, Correggio y quizá también Sodoma, mantienen sucesivamente los principios formales de tres estilos diferentes; en el fondo, permanecen fieles al clasicismo, pero ceden tan pronto a tendencias manieristas como a tendencias barrocas. En Rafael puede hablarse de una tendencia barroca antes de la manierista; en Miguel Angel puede hablarse desde un principio tanto de tendencias manieristas como barrocas; en la escuela de Rafael y en los seguidores de Miguel Angel, de una inclinación decidida al manierismo; en Tiziano, y pese a su profundo enraizamiento en el clasicismo, de una cierta afinidad con el barroco, y en Correggio puede hablarse incluso de una forma preliminar del barroco. Por eso en los primeros decenios del cinquecento, en parte todavía antes de la muerte de Rafael y en lo esencial antes de los comienzos del manierismo en sentido propio, es posible distinguir junto al clasicismo floreciente y todavía en la cima de su desarrollo un protobarroco y un manierismo primario.

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De la lucha por el predominio entre las tendencias manieristas y barrocas surge el manierismo como un estilo de sello claro e inconfundible, para dominar después la producción artística en Italia hasta finales de siglo o, por lo menos, hasta su octavo decenio. Este proceso se expone a veces diciendo que al clasicismo sigue primero un barroco primario, que el manierismo tiene que superar éste para imponerse y que finalmente el manierismo es desplazado por el barroco floreciente como movimiento contrario5. En realidad, al manierismo no lo precedió ninguna dirección barroca; las dos tendencias surgen en el fondo simultáneamente y se dieron mezcladas al principio. Si en Rafael se pueden echar de ver inclinaciones barrocas -como, por ejemplo, en La expulsión de Heliodoro- antes de las manieristas y de significación estilística análoga, en otros artistas puede en cambio percibirse una sucesión inversa de las mismas tendencias.

Las dos tendencias artísticas dirigidas contra el estilo clásico surgen de la misma crisis espiritual; ambas son expresión del dualismo agudizado -que llega a convertirse en escisión abierta- entre los valores espirituales y corporales, cuya armonía había constituido la garantía más importante para la subsistencia de la cultura renacentista. El compromiso que trata de conseguir el protobarroco sobre una base emocional es pre-cipitado y, por de pronto, insostenible; por ello tiene que ceder el terreno al manierismo, el cual acepta en parte como insoslayable el antagonismo entre espíritu y sensualidad, entre los supuestos de vida espiritualistas y sensualistas, convirtiéndolo en el contenido propio de sus obras, mientras que, de otro lado, trata de dominarlo intelectualmente y sublimarlo espiritualmente, o lo que es lo mismo, toma una dirección que parece responder mejor que el emocionalismo y materialismo barrocos a las necesidades e inclinaciones de esta época de crítica y de crisis.

Desde el punto de vista formal, las relaciones entre los tres estilos son las siguientes: a diferencia de la visión del mundo unitaria y equilibrada que, en términos generales, es propia del Renacimiento, el manierismo significa un sentimiento del mundo antitético, ambivalente, que se expresa en estructuras formales aparentemente incompatibles. En el barroco se manifiesta en cambio de nuevo una posición unitaria respecto a la realidad. En contraposición al barroco, el manierismo tiene en común con el Renacimiento el principio que Wölfflin llama de la «multiplicidad» y que el barroco sustituye por el de la «unidad». Tanto el manierismo como el Renacimiento siguen, en este sentido, un principio de composición aditivo; y el clasicismo del Renacimiento lo hace, pese a su tendencia a la máxima simplificación y concentración. En cambio, el barroco subordina los detalles al fin de un efecto unitario, y ello no sólo por la reducción y concentración de los elementos, sino por el predominio de un motivo principal o de un acento exa-gerado. A diferencia de los puntos de contacto, más bien superficiales, entre el manierismo y el Renacimiento, entre el barroco y el Renacimiento existen toda una serie de rasgos comunes de significación más esencial. Estos rasgos se deben sobre todo a la circunstancia de que el barroco retorna al naturalismo y racionalismo del Rena-cimiento que el manierismo había abandonado. Los paralelos entre el barroco y el manierismo, como por ejemplo la conformación dinámica del espacio, el principio compositivo de la asimetría, la tendencia al oscurecimiento y complicación de las formas, la inclinación a lo forzado, excesivo y sorprendente, son semejanzas todas ellas que, por muy características que sean en determinados casos, pesan menos, por lo que a su esencia se refiere, que la mencionada afinidad entre el Renacimiento y el barroco.

5 Wilh. Pinder, Das Problem d. Generation, 1926, p. 140 y Die deutsche Plastik vom ausgehen-den Mittelalter bis zum Ende der Renaissance, 1928, II, p. 252.

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La conexión entre el manierismo y el barroco se explica sociológicamente de manera más fácil que desde el punto de vista puramente formal. En su fase de pleno desarrollo, el barroco parece seguir al manierismo, no porque presupusiera formalmente el estilo de este último -aunque hace uso natural a veces de las conquistas formales del manierismo-, sino porque las condiciones ideológicas y sociales del manierismo se dieron antes que las correspondientes al barroco. De no ser así, el barroco hubiera podido seguir tan directamente al Renacimiento y hubiera podido desarrollarse plenamente de modo tan inmediato, como el manierismo. El manierismo era más ade-cuado para convertirse en el lenguaje artístico formal de aquel estrato cultural de actitud intelectual, aristocrática y esencialmente internacional, para el cual, desde la perspectiva de las ideas reformadoras y de sus consecuencias revolucionarias en casi todos los campos de la cultura, el Renacimiento se había convertido en un problema. El barroco, en cambio, fue desde un principio expresión de una actitud más popular, más cargada de afecto, más matizada nacionalmente. Finalmente triunfaría sobre el manierismo, más complejo, refinado y exclusivo, porque la élite vinculada al humanismo iba a perder su papel preponderante sobre todo en el terreno religioso, y porque el catolicismo se convirtió de nuevo en algo así como una religión popular que necesitaba un arte más popular que lo que el del Renacimiento, el del manierismo e incluso el de la. Edad Media podían o querían ser. El barroco representa en lo esencial el arte del catolicismo restaurado y de la. Contrarreforma y, aun cuando las Iglesias territoriales, separadas nacional y geográficamente, son protestantes y rechazan la idea del catolicismo con su jerarquía encabezada por el papa y la curia romana como instancia supranacional, también las Iglesias católicas nacionales se diferencian ahora cada vez más las unas de las otras. La internacionalidad de la cultura sufre una derrota en toda la línea.

Es verdad que el barroco se convierte en el curso del siglo XVII, sobre todo en Francia, en un arte aristocrático y cortesano, desenvolviendo sus elementos emocionales hacia una grandiosa teatralidad y convirtiendo sus puntos de contacto con el Renacimiento en un nuevo clasicismo severo y sobrio que acentúa el principio de auto-ridad; y, sin embargo, incluso en su forma cortesana, el barroco conserva tanto de su espontaneidad originaria, de su sentido de lo natural y razonable, que no cae nunca en los refinamientos retorcidos ni en la enfermiza manía de originalidad del manierismo. Pese a Versalles y al pomposo carácter barroco que adoptan las cortes bajo su influjo, hay que decir que el estilo cortesano por excelencia, en el sentido de lo exquisito y ex-clusivo, está representado por el manierismo. En todas las cortes más importantes de Europa el manierismo goza durante el siglo XVI no sólo de una preferencia absoluta respecto a. todas las demás direcciones artísticas, sino además de una validez mucho más indiscutida que cualquier otro estilo posterior. Los pintores de corte de todos los soberanos de la época amantes del arte, del gran duque Cosimo I, en Florencia; de Francisco I, en Fontainebleau; de Felipe II, en Madrid; de Rodolfo II, en Praga; de Alberto V, en Munich, son todos manieristas. Con las costumbres y el gusto de las cortes italianas se difunde también el mecenazgo por todo Occidente. En Fontainebleau experimenta una intensificación hasta entonces desconocida y la corte de los Valois muestra ya rasgos que traen a la memoria el ulterior Versalles. Menos ostentativas y más modestas, las cortes menores parecen responder mejor a la naturaleza íntima y refinada del manierismo. Bronzino y Vasari, en Florencia; Bartolomé Spranger, Hans von Aachen y Joseph Heintz, en Praga; Lambert Sustris y Pieter Candid, en Munich, cuentan, a diferencia de sus sucesores barrocos, no sólo con la generosidad de los príncipes que les favorecen, sino también con el mayor contacto y las formas de trato más libres propias de una corte menos pretenciosa; como consecuencia, los artistas

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manieristas tienen la ventaja de verse libres de cometidos monumentales, los cuales les hubieran producido mayores dificultades que la creación de cuadros y miniaturas de contenido erótico, cuyas pequeñas dimensiones respondían a su tendencia a la representación refinada y al virtuosismo juguetón.

Incluso entre Felipe II y sus artistas parecen haber existido relaciones de gran cordialidad, hecho tanto más sorprendente si se tiene en cuenta el carácter sombrío e inasequible de este soberano. El retratista Coello, cuyo manierismo frío, distanciado y concentrado en lo accesorio tanto debía de cuadrar al temperamento del monarca, era uno de sus favoritos y un corredor especial unía los aposentos del monarca con el taller del artista, a quien el soberano solía visitar sin mayores ceremonias. Rodolfo II se aislaba del mundo en el Hradschin con sus astrólogos, alquimistas y artistas, y se hacía pintar cuadros, cuya cuidada y ligera elegancia y cuyo erotismo refinado nos harían pensar más en un ambiente a lo rococó, lleno de goce y alegría vital, que en la morada desordenada y en la sociedad dispar y abigarrada de un maníaco. Los dos psicópatas, primos por lo demás, siempre tenían dinero para la adquisición de obras de arte y siempre tenían tiempo para artistas y comerciantes en arte. Y, sin embargo, aun cuando ocupaban a los mejores artistas y aun cuando tuvieron que poseer alguna comprensión respecto a la calidad de las obras que adquirían, las colecciones de estos príncipes tenían en sí algo del carácter de un gabinete de curiosidades; en este gabinete las obras de arte encajaban en cierto modo por razón de su incentivo y del virtuosismo con que eran ela-boradas, pero estas mismas obras sólo tenían una relación lejana, aunque quizá no accidental, con aquellas deformaciones de la naturaleza que la época coleccionaba también con tanto afán. Es curioso observar que este rasgo del manierismo fue ya descubierto por Galileo, el cual, en sus consideraciones sobre Tasso, compara la supuesta falta de forma de la Jerusalén libertada con el revoltijo de curiosidades de uno de los gabinetes de arte y portentos de la época6. Este interés peculiar se encuentra también en relación con el hecho de que una obra de arte manierista tiene siempre en sí algo de curiosidad e, independientemente de su grandeza y profundidad, algo así como un truco. El carácter privado, reservado, casi pudiera decirse celoso, que reviste la relación del coleccionista con las obras de arte que posee, se manifiesta también en el peculiar mecenazgo de esta época. La mayoría de las obras que los príncipes se hacen pintar no están destinadas a, fines de exhibición, sino a ser gozadas en secreto o bien por el príncipe solo o bien en un círculo de íntimos. Las obras son encargadas especialmente para el goce, en oposición a cualquier otra satisfacción espiritual que una obra artística pueda proporcionar y a. cualquier otra función que pueda desempeñar. Nunca un arte fomentado por príncipes estuvo menos destinado a fines de exhibición o propaganda que la pintura elegante y erótica que gozó de tan alto favor en las cortes de la época manierista.

6 Galilei, Considerazioni al Tasso, Opere, IX, p. 69. Cf. E. Panofsky, Galileo as a Critic of the Arts, 1954, pp. 19/20.

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Anthony Blunt. La teoría de las artes en Italia 1450-1600. Madrid, Ediciones Cátedra, 1979.El Concilio de Trento y el arte religioso

Los tipos de pintura que comúnmente se agrupan bajo el término Manierismo están lejos de ser uniformes. Diversas partes de Italia, en diferentes estadios de su desarrollo, se vieron afectadas de manera diversa por los desastres políticos del siglo XVI y produjeron estilos tan variados como los del Renacimiento temprano. Hemos estudiado en la obra tardía de Miguel Angel la forma trágica y mística del Manierismo; Vasari representa la versión aristocrática de un estilo adaptado a la corte de los Médicis. En este capítulo examinaremos el estilo oficial del arte religioso que nació bajo la influencia de Roma y de Trento y las teorías que lo acompañan. En algunos aspectos, las diversas formas del Manierismo difieren unas de otras, pero si se las compara con el arte del Alto Renacimiento, tienen mucho en común, pues aparecen en el trasfondo de la reacción religiosa y política que la alianza entre el Papa y España posibilitó después de 1530. Es necesario, pues, antes de ir más lejos, examinar esta situación histórica en la que surgió el Manierismo.

Paradójicamente, como resultado final de los sucesos que siguieron al Saco de Roma, se produjo un reforzamiento del poder del Papado en Italia. Clemente VII, casi más asustado por la revolución en Florencia que por el Saco de Roma, se dio cuenta que era inútil toda resistencia a Carlos V y que su única esperanza residía en una alianza con España. Los antiguos cimientos sobre los que se construyó la grandeza italiana ya no existían; las grandes repúblicas comerciantes de Florencia y Venecia estaban condenadas a la desaparición porque la caída de Constantinopla y el descubrimiento de América habían acabado con la hegemonía del Mediterráneo sobre las rutas comerciales más importantes; incluso Roma estaba arruinada por el cisma de la Iglesia. Si Italia quería conservar su preeminencia en Europa, era preciso que acudiera a nuevos medios y justamente la alianza con España parecía ofrecer la ocasión propicia.

Después de 1530, el Papado continuó siendo todavía el Estado individualmente más poderoso de Italia, pero era un nuevo Papado, pues su política estaba ahora dominada por la de su nueva aliada. Sin embargo, comparada con las repúblicas italianas y con los Estados del noroeste de Europa, España estaba social y políticamente atrasada. Era aún poco más que semi-feudal y apenas comenzaba a tener el aspecto de un Estado moderno. Como consecuencia de su cambio de política, hacia 1540 el Papado pasó del papel de inspirador de los Estados progresistas al de poder reaccionario. Siempre aspiró al dominio total de la península y habría de conseguirlo, no con el apoyo de los comerciantes y banqueros, sino con el de una potencia extranjera cuyas concepciones y métodos eran casi feudales.

La finalidad de la política papal en la segunda mitad del siglo XVI no era reforzar el Estado cuyas bases habían trazado los Papas del Renacimiento, sino establecer un absolutismo eclesiástico en Italia lo más extenso posible. Para lograr este fin, el Papado estaba dispuesto a emplear todos los medios, suaves o violentos. Uno de los actos más nefastos del Papado en esta época, por sus consecuencias finales, fue probablemente la introducción del sistema impositivo español medida suicida, pues precipitó el hundimiento económico que de todos modos debía producirse muy pronto en Italia. Desde un punto de vista más general, la característica esencial de la Contrarreforma en sus comienzos es el intento de restaurar el dominio que la Iglesia había ejercido durante la Edad Media.

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En el campo intelectual, significó que este movimiento se opuso a todas las conquistas del humanismo renacentista. El racionalismo individualista había jugado un papel considerable en el desarrollo de la Reforma, y era, en consecuencia, anatema para los contrarreformistas. Su finalidad era deshacer todos los logros del Renacimiento y retornar a un estado de cosas medieval y feudal. El movimiento fue tanto un «contrarrenacimiento» como una Contrarreforma y se propuso como tarea la destrucción de la escala humana de valores que constituía el credo humano y su sustitución por otra de carácter teológico análoga a la que se había mantenido durante la Edad Media.

Uno de los primeros objetivos de los contrarreformistas fue abolir el derecho del individuo a resolver los problemas relativos al pensamiento y la conciencia según el juicio de su propia razón personal. En su lugar, querían restablecer la vigencia del principio de autoridad que los humanistas habían logrado destruir. Se puede ver mejor su actitud mediante el examen de las armas que utilizaron para imponer sus ideas. Entre éstas, las más importantes fueron la Inquisición y la Compañía de Jesús. La concepción implícita en el funcionamiento de la primera era que no se podía tolerar ninguna libertad en materia de dogma, las decisiones de la Iglesia en esta materia debían seguirse sin discusión. La segunda institución se concibió como una organización militar sobre la base de una obediencia absoluta e incuestionable. El efecto de tales instituciones, y del espíritu que las animaba, fue la destrucción del pensamiento individual. Como se ha dicho «se exigía no la dedicación a la inteligencia sino su sacrificio»; consecuentemente, los pocos pensadores que tuvieron suficiente valor para proseguir sus especulaciones las dirigieron hacia terrenos puramente abstractos, o bien entraron en conflicto con las autoridades, como Bruno.

Pero esto es sólo el lado negativo de la Contrarreforma. El lado positivo era el intenso deseo de reformar la Iglesia de hombres como Caraffa y la apasionada y desinteresada entrega de los jesuitas a la propagación de lo que ellos creían la verdad.

El efecto de la Contrarreforma sobre las artes fue similar al que tuvo en las demás ramas de la cultura y el pensamiento. Después de 1530, la escuela humanista de pintura que había florecido en Roma a comienzos de siglo, entra en decadencia. Ahora los artistas no hacen descubrimientos sobre el mundo exterior. Su trabajo está fuertemente controlado por la Iglesia e incluso cuando se les deja cierta libertad, parecen haber perdido todo interés por el mundo que les rodea. No se preocupan ya de reconstruir el universo visible, sino de desarrollar nuevos métodos de dibujo y composición. No exploran nuevos campos, más bien explotan los hallazgos de sus predecesores y dan a sus descubrimientos otros fines. Abandonan los ideales renacentistas del espacio verosímil y de la proporción normal y emplean la construcción arbitraria y el alargamiento deliberado casi con la misma libertad que los artistas medievales. Sustituyen el colorido realista y sobrio del Renacimiento por tonos que se dirigen directamente a las emociones en lugar de hacerlo a la inteligencia. De hecho, en varios aspectos, los manieristas están más cerca de los artistas medievales que de sus predecesores inmediatos; y esto es cierto no sólo en cuestiones técnicas, sino también en los temas por los que los artistas parecen tener predilección marcada. En la época del Renacimiento, los artistas preferían los temas que tenían valor universal. Incluso cuando pintaban temas religiosos, sabían descubrir los que -como la Sagrada Familia- se podían tratar casi como temas seculares acentuando su significado humano. Por el contrario, los manieristas preferían los temas de los que podían hacer brotar aspectos teológicos o sobrenaturales.

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En nuestro análisis, encontraremos constantemente temas de la pintura o de la teoría manierista que sólo son inteligibles si se tiene en cuenta el desarrollo de la reacción religiosa y política contra las ideas del Renacimiento en la segunda mitad del siglo XVI. Estos aspectos -religioso y político- no pueden separarse, pues la reacción eclesiástica era sólo otra manifestación del movimiento político y social.

En sus intentos por eliminar los abusos de la Iglesia, los protestantes habían llegado a negar por completo el valor de toda clase de arte religioso. Para ellos, las imágenes y las pinturas olían a idolatría, mientras que la decoración de las iglesias y el ritual impresionante de la misa eran ejemplos de esa mundaneidad a la que Satán había conducido a la Iglesia católica. Tan pronto como la Iglesia romana abandonó sus tentativas y compromisos con los protestantes y tomó el camino del reforzamiento de los métodos y doctrinas tradicionales para desafiar a Lutero y a Calvino, fue necesario que los teólogos consolidasen los cimientos sobre los que descansaba el arte religioso y probaran que las imágenes sagradas, lejos de constituir objeto de idolatría, incitaban a la piedad y conducían a la salvación. Así, los primeros libros sobre arte escritos durante la Contrarreforma son tratados que resucitan y vuelven contra los protestantes los argumentos empleados por los primeros teólogos en sus luchas iconoclastas 7.

Viejas frases, como la descripción de San Gregorio de la pintura religiosa como «Biblia de iletrados» reaparecen en todos los escritos artísticos de finales del siglo XVI; e incluso antes del final del Concilio de Trento el arte estaba no sólo justificado por la religión, sino también reconocido como una de las armas de propaganda más eficaces.

Cuando en su última sesión, en diciembre de 1563, el Concilio discutió el problema del arte religioso, sus conclusiones fueron las siguientes:

Que las imágenes de Cristo, la Virgen María, Madre de Dios, y de los demás santos deben figurar o conservarse en las iglesias y que le son debidos el honor y la veneración apropiados; y no porque se crea que exista en ellas alguna divinidad o virtud por los que se las adora o por los que se les puede pedir algo, o tener fe en imágenes como ocurrió antaño en el caso de los gentiles que pusieron su fe en ídolos, sino porque el honor que se les testimonia se refiere a los arquetipos que estas imágenes representan; mediante las imágenes que abrazamos y ante las que nos descubrimos y postramos, adoramos a Cristo y veneramos a los Santos que ellos representan; como fue definido por los decretos de los Concilios y especialmente por el segundo Sínodo de Nicea contra los adversarios de las imágenes.

Y los obispos enseñarán cuidadosamente esto: que es mediante la historia de los misterios de la Redención, tal como están representados en los cuadros y en otras imágenes, como el pueblo se instruye y confirma en sí mismo la costumbre de pensar continuamente en los artículos de fe con los que alimenta su espíritu; y también que se extrae gran provecho de todas las imágenes sagradas, no solamente porque la gente se instruye por medio de ellas en las buenas acciones y en los dones conferidos por Cristo, sino también porque los milagros que Dios ha realizado por sus santos, con sus ejemplos saludables, son presentados a los ojos de los fieles para que éstos puedan agradecerle a Dios estas cosas, puedan ordenar sus

7 Entre los tratados, los más importantes son: Ambrosius Catharinus, De certa gloria in-vocatione de veneratione sanctorum. Lyon, 1542; Conradus Brunus, De Imaginibus, Augs-burgo, 1548; Nicholas Hartsfield, Dialogi Sex, 1556; Nicholas Sanders, De typica et honoraria sacrarum imaginum adoratione, Lovaina, 1569. Sus argumentos son repetidos por todos los escritores posteriores de arte religioso en general, como Paleotti o Molanus.

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vidas y sus costumbres a imagen y semejanza de las de los santos y sean inducidos a amar y adorar a Dios y a cultivar la piedad 8.

Sin embargo, la Iglesia, tras haber decidido que las imágenes debían conservarse y haberlas defendido contra las acusaciones de idolatría, debía velar porque únicamente se autorizaran las buenas estatuas y las buenas pinturas religiosas y porque nada de lo pintado o esculpido pudiera confundir a los católicos o suministrar a los protestantes un arma contra la Iglesia romana. En consecuencia, tomaron medidas para salvaguardar a las iglesias puras de toda pintura herética o secular o de toda otra pintura que pudiese dar lugar a acusaciones de profanación o indecencia.

La actitud de la Iglesia ante las pinturas heréticas varía en los diferentes períodos de la historia, pero, antes de la Contrarreforma, era extraordinariamente liberal. En la Edad Media, la Iglesia era tan poderosa que podía permitirse una gran tolerancia. Antes de arriesgarse a excluir de su seno a algunos de sus miembros, prefería que las aspiraciones populares se expresaran en el amplio humor de los «milagros» y en la libertad imaginativa de la escultura gótica. Toleraba la representación pictórica de historias, incluso legendarias o inventadas, con tal de que no atacasen directamente la doctrina o las prácticas eclesiásticas. Durante el Renacimiento, prevaleció la misma amplitud de miras. Doctrinas y símbolos del paganismo se incorporaron al Cristianismo y la resurrección de las ideas clásicas no sólo fue tolerada, sino también animada activamente por la mayoría de los Papas, desde Nicolás V hasta Clemente VII. La fusión de ideas cristianas y clásicas era tan íntima que a nadie sorprendió que Rafael pintara a los poetas y filósofos antiguos frente a los teólogos cristianos, cuando decoró una de las salas centrales del Vaticano. .

Durante el siglo XV y comienzos del XVI, sólo se conoce un caso en el que se tomaran medidas oficiales contra la pintura herética. El cuadro en cuestión era una Asunción de Botticini, hoy en la National Gallery de Londres, basada en las ideas de Matteo Palmieri, que contenía, según parece, ciertas herejías provenientes de Orígenes y repetidas en la Città di Vita de Palmieri. Parece ser que entre 1485 y 1500 las autoridades eclesiásticas ordenaron que se cubriese el cuadro, y la capilla donde éste se encontraba todavía estaba prohibida a mediados del siglo XVIII 9.

Casos como el anterior no debieron ser frecuentes durante el Renacimiento, y hasta mediado del siglo XVI, la Iglesia no es estricta en su exigencia de ortodoxia a los pintores religiosos. El endurecimiento de la doctrina y de la disciplina -uno de los principales resultados del Concilio de Trento- se llevó a cabo tanto en este aspecto como en otros, y así, en las actas del Concilio leemos que:

No se representará ninguna imagen que sugiera una falsa doctrina o que pueda conducir a peligrosos errores a aquellos que no han recibido la debida educación 10.

Más adelante, encontramos el siguiente pasaje, típico del firme control que la Iglesia intentaba ejercer en ese momento:

Para que estas cosas puedan ser observadas con más fidelidad, el Santo Sínodo decreta que nadie está autorizado a colocar o a hacer colocar en ningún lugar de la iglesia imagen desusada alguna [...] a menos que ésta haya sido aprobada por el obispo 11.

8 Cánones y Decretos del Concilio de Trento, sesión XXV.9 Para un relato detallado de este incidente, véase la Introducción de la edición de Città di Vita de Margaret Kooke (Smith College Studies in Modern Languages, vol. VIII).10 Loc. cit11 Ibíd.

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Este decreto, como la mayoría de los que tratan de arte religioso, fue repetido y ampliado por el grupo de escritores que se asignaron como tarea la publicación de las decisiones del Concilio. San Carlos Borromeo no permite nada que discrepe de las Sagradas Escrituras o de la tradición de la Iglesia 12. El cardenal Gabriele Paleotti, arzobispo de Bolonia, rechaza todo lo que es «supersticioso, apócrifo, falso, fútil, nuevo, desusado» 13. El flamenco Molanus exige incluso que sean destruidas las imágenes o grabados que representen herejes 14.

El artista no sólo no debía introducir herejías conocidas en sus pinturas; estaba además constreñido a atenerse muy estrictamente a las historias bíblicas o tradicionales que tomaba de la Biblia sin permitir que su imaginación añadiese adornos que las hiciesen más interesantes. Los detalles pintorescos o familiares con que los pintores góticos llenaban sus obras y los motivos impresionantes con que los venecianos acompañaban sus escenas bíblicas, fueron igualmente condenados. El pintor debía concentrar toda su atención en el modo de representar la historia de la manera más clara y precisa. Este punto de vista puede compararse con la actitud del Concilio de Trento respecto a la música religiosa de la que se suprimieron el contrapunto elaborado, las improvisaciones y las disminuciones que oscurecían las palabras de la misa y hacían de la música un laberinto sonoro. La finalidad de la música eclesiástica no debía ser producir una «vana delicia al oído», sino proporcionar un marco en el «que las palabras puedan ser escuchadas por todos». La misma exigencia de claridad aparece en pintura, en la importancia que se concede a ciertos detalles externos referentes a la representación de las figuras. Los ángeles debían tener alas, los santos aureolas y atributos específicos; y si estos últimos son personajes oscuros puede ser necesario que sus nombres se escriban bajo su imagen para evitar toda clase de confusión 15. Si se emplea la alegoría debe ser simple e inteligible, pues -dice Gilio da Fabriano- «una cosa es bella en la medida en que es clara y evidente» 16.

Todos los intérpretes directos del Concilio de Trento ya mencionados subrayan la necesidad de precisión en la representación de temas religiosos, otros, interesados sobre todo en la pintura, se unen a esta actitud, mostrando hasta qué punto la influencia del Concilio se propagó al final del siglo XVI. Raffaello Borghini, por ejemplo, en el Riposo, publicado en 1584, desea que el artista «pinte temas tomados pura y simplemente de las Sagradas Escrituras» 17, y otros escriben en el mismo sentido. Estos autores se ven obligados a admitir que el artista no se puede limitar tan sólo a la Historia Sagrada, que puede haber lagunas que está forzado a llenar, y detalles que le es preciso añadir si quiere que la historia sea comprensible. Pero todos son unánimes en incitarle siempre a preguntarse si cada detalle que ha añadido es conveniente o esencial a su tema 18; y cuando llegan a definir las libertades que están dispuestos a conceder, nos damos cuenta de que son muy restringidas. Por ejemplo, Gilio da Fabriano en su diálogo Degli Errori de’ Pittori admite que no habría nada de malo en el hecho de representar la escena con mayor o menor número de fariseos que el que había realmente, en una escena determinada; o bien, que los servidores de Pilatos y de Herodes sean más bellos

12 Instructiones Fabricae et Supellectilis Ecclesiasticae, lib. I, cap. 17.13 Archiepiscopale Bononiense, Roma, 1594, pág. 230.14 De Historia SS. Imaginum, 1619, lib. II, cap. 58.15 Borromeo, Instructiones, lib. I, cap. 17.16 Due Dialoghi, pág. 110.17 Il Riposo, Florencia 1584, pág 77.18 Cfr. Molanus, op. cit., lib. II, cap. 19; Borromeo, Instructiones, lib. I, cap. 17.

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o estén mejor vestidos de lo que estaban en realidad 19. Esta clase de licencias no suponen una gran libertad para el artista, al que, como veremos más adelante en numerosos casos, no se le autorizó a alejarse tanto del camino de la precisión. Sin embargo, se hicieron algunas concesiones. Molanus y Gilio están de acuerdo en que el artista puede introducir en sus cuadros algunos hechos o ideas probables, es decir, fundadas en la autoridad «de hombres sabios y eruditos» 20. En líneas generales, se autorizó igualmente a los artistas a emplear la alegoría, pero solamente a condición de que la verdad que expresaba concordase con los dogmas de la Iglesia 21.

En la condena que Gilio da Fabriano hace del Juicio Final de Miguel Angel o en los comentarios de Borghini sobre las pinturas de los manieristas florentinos, en particular de los frescos -hoy cubiertos- de Pontormo en San Lorenzo, se revela con más claridad la atención extraordinaria que críticos y teólogos concedían a las pinturas religiosas. Las críticas de Gilio rozan mucho más lo grotesco que las de Borghini, pues era sacerdote y teólogo profesional y tomaban muy en serio los errores puramente doctrinales, pero Borghini se le parece mucho y su ejemplo prueba que los laicos, y no solamente los sacerdotes, estaban profundamente influidos por las reformas tridentinas. Entre las objeciones de Gilio al Juicio Final, algunas merecen ser citadas con detalle para dar una idea del tono de su diálogo. Miguel Angel -dice- ha representado los ángeles sin alas. Algunas figuras tienen ropajes que flotan al viento a pesar de que el día del Juicio Final el viento y la tempestad habrán cesado. Los ángeles que tocan la trompeta aparecen todos agrupados, mientras que está escrito que serán enviados a los cuatro rincones de la tierra. Entre los muertos que se levantan de la tierra, algunos son todavía esqueletos desnudos, mientras que otros están ya cubiertos de carne; sin embargo, según la Biblia, la Resurrección universal será instantánea. (En el diálogo, esta concepción da lugar a una controversia muy elaborada, pero finalmente se acepta como verdadera) 22. Gilio protesta igualmente contra el hecho de que se represente a Cristo de pie, en lugar de estar sentado en su trono de gloria. Uno de los interlocutores justifica esto diciendo que se trata de un simbolismo; pero el director del debate rechaza este argumento con una frase que caracteriza muy bien el espíritu del diálogo:

Puede que vuestra opinión sea correcta cuando decís que pretendía interpretar las palabras del Evangelio de un modo místico y alegórico, pero primero, es necesario atenerse al sentido literal todas las veces que puede hacerse de modo conveniente; después, se tomarán los otros sentidos ateniéndose a la letra tantas veces como sea posible» 23.

Lo último no sólo representa la actitud de Gilio ante Miguel Angel, sino la de toda su generación ante las grandes figuras de los treinta años precedentes. Caraffa se opone a los reformistas liberales como Contarini y Pole que trataban de introducir un nuevo espíritu en la Iglesia, sin preocuparse del dogma; y los partidarios del Concilio de Trento hacen lo mismo con Miguel Angel creador de una nueva forma de arte espiritualizado, porque prefería una alegoría moral a la interpretación literal de la Biblia. Miguel Angel y Pole hubieran podido suministrar un arma contra la Iglesia de Roma y, dada la amenaza protestante, no podían ser tolerados.

Sin embargo, los contrarreformistas no sólo se preocuparon por eliminar del arte religioso cualquier imprecisión teológica; para ellos era también importante la supresión

19 Pág. 80.20 Gilio, op. cit., pág. 88; y cfr. Molanus, op. cit., lib. II. Cap. 30.21 Molanus, op. cit., lib. II, caps. 20 y 21; Possevino, Tractatio de Poesi et Pictura, cap. 25.22 Op. cit., págs. 96-121.23 Gilio, op. cit., pág. 103.

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de todo elemento pagano y secular. De nuevo puede establecerse un paralelismo entre su acción en el campo de la pintura y escultura y su depuración de la música de la Iglesia. A comienzos del siglo XVI, se acostumbraba regularmente a cantar algunas partes de la misa con aires populares, y, a veces, se llegó a autorizar que una de las voces del coro papal cantara las palabras habitualmente asociadas a este aire, mientras que las otras cantaban las palabras de la misa. Las reformas prescritas por el Concilio de Trento, y por la Comisión de los Cardenales que se ocupó de la música sagrada en 1564, prohibieron todas estas prácticas e insistieron en que palabras y música fuesen enteramente religiosas. De igual modo, la Iglesia insistió en que las pinturas de las iglesias estuviesen exentas de elementos seculares y en particular de toda huella del paganismo griego o romano.

Las razones en que los contrarreformistas basaban su oposición al culto de la Antigüedad han sido ya explicadas y no es sorprendente encontrar, por ejemplo, a Gilio da Fabriano oponiéndose a la introducción de Caronte en el Juicio Final 24. Si bien se admite en el diálogo que Miguel Angel tenía como precedente la autoridad de Dante, esta razón se considera inadmisible. Lo que no había sido contestado en la época de Dante no puede ser arriesgado en 1560; y esto es un índice muy significativo del cambio de espíritu en la Iglesia. Los moralistas más austeros van más lejos: ni siquiera guardarían en sus propias casas imágenes y pinturas paganas. Según Possevino la contemplación de imágenes paganas es odiosa a los santos del cielo, y Pío V y Sixto V tuvieron razón, en consecuencia, cuando trataron de retirar y destruir las estatuas antiguas o cuando las adaptaron a las costumbres cristianas 25. Según Molanus, las estatuas paganas no deben agradar a los cristianos, pero las que enseñan una buena acción moral acorde con la ética cristiana, deben destinarse a fines útiles 26.

Sin embargo, está claro que no todos aceptaron estas opiniones extremas y la Iglesia hubo de hacer concesiones. La Antigüedad clásica estaba tan profundamente incorporada a los hábitos intelectuales de los italianos que nada la hizo desaparecer. La Iglesia se propuso eliminar solamente las formas de influencia clásica más peligrosas e inventó las excusas adecuadas para tolerar el resto. San Carlos Borromeo, por ejemplo, en sus instrucciones para la edificación de iglesias permite el empleo de los órdenes clásicos «por respeto a las estructuras duraderas» 27. En general, sin embargo, la Iglesia decidió que la mitología era el aspecto inofensivo del clasicismo. Temía los sistemas filosóficos de la Antigüedad susceptibles de entrar en serio conflicto con los principios cristianos, pero la mitología era un medio demasiado inofensivo con que los italianos satisfacían su sentimiento romántico por la Antigüedad.

También hacia finales del siglo XVI los ciclos de temas mitológicos son corrientes en los frescos, pero ahora su tratamiento difiere del de Rafael. El clasicismo y el simbolismo sobrevivieron en las historias, pero el grave humanismo que las acompañaba en la época del Renacimiento ha desaparecido. Este racionalismo que se combinaba a la perfección con el clasicismo de la Escuela de Atenas, era la verdadera pesadilla de la Iglesia, porque conducía a las reformas protestantes y al librepensamiento; separado, privado del racionalismo, el clasicismo se hacía inofensivo. Incluso un crítico tan severo como Gilio rechaza completamente la pintura mitológica,

24 Ibíd., pág. 108.25 Op. cit., pág. 27. Sixto V adaptó las dos columnas de Trajano y Marco Aurelio a fines cristianos coronándolas con las figuras de San Pedro y San Pablo.26 Op. cit., lib. II, caps. 57 y.60.27 Instructiones, lib. I, cap. 34.

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pues divide a los pintores en tres categorías: históricos, poéticos y mixtos 28, y bajo la rúbrica poética intenta clasificar a los que tratan escenas mitológicas, ya que se refiere a la decoración de la Farnesina por Rafael.

En el campo de la pintura religiosa, la Iglesia no se limitó a la exclusión de elementos clásicos o paganos; desaprobó la introducción de lo secular en la pintura, en cualquier forma que se hiciese. Tenemos la fortuna de conocer todos los detalles de un incidente en el que la Iglesia decidió, en esta materia, actuar contra un artista; merece la pena citar largos extractos de este documento que ilumina la doctrina oficial y el estado de espíritu de un determinado grupo de artistas. En julio de 1573 Pablo Veronés fue llamado a comparecer ante el Tribunal de la Inquisición para defender su cuadro El festín en casa de Levi, ejecutado para el refectorio de los santos Giovanni y Paolo, hoy en la Academia de Venecia 29. Las principales objeciones de los inquisidores contra el cuadro consistían en que el Veronés había introducido en él perros, enanos, un loco con un loro, hombres armados a la alemana y una criada sangrando por la nariz, detalles estos jamás mencionados en la historia bíblica y fuera de lugar en una pintura religiosa. En primer lugar, Veronés arguyó ingeniosamente que Levi era un hombre rico y sin duda tenía criados, soldados y enanos a su alrededor, pero rápidamente se le obligó a dar verdade-ras razones. Cuando se le preguntó quién, según él, estaba presente en esta fiesta, respondió:

Sé que Cristo y los apóstoles estuvieron en ella. Pero si en un cuadro hay algún espacio libre yo lo lleno con figuras sacadas de mi imaginación.

e insistió:La tarea que se me había encomendado era hacer, según mi juicio, un cuadro

bello y me pareció que era grande y que debía meter numerosas figuras.Sus explicaciones no fueron aceptadas, se le ordenó que hiciera un cierto número de

cambios de detalle que él realizó puntualmente. Es típico de los métodos de la Contrarreforma que en este caso la Inquisición quedara satisfecha con algunos cambios de detalle que, por otra parte, dejaron en el cuadro y en el sentimiento que de él se desprende, un carácter tan mundano como el que antes tenía, pero las réplicas de El Veronés son más instructivas todavía. Sus ideas eran enteramente renacentistas. Piensa en términos de belleza y no de verdad espiritual, su objeto era pintar un magnífico espectáculo histórico, no la ilustración de una historia religiosa. Esto se explica por el hecho de que la fase tridentina de la Contrarreforma afectó relativamente poco a Venecia en comparación con casi todo el resto de Italia. Los jesuitas no arraigaron allí y el Estado controlaba la Inquisición con firmeza. Algunos pintores, como Tintoretto, asimilaron las nuevas ideas y sus cuadros están llenos de la espiritualidad turbulenta de los contrarreformistas; pero eran minoría y al final del siglo XVI artistas como El Veronés o Palladio podían aún trabajar según principios que eran fundamentalmente renacentistas.

La última preocupación de la Iglesia, en lo que respecta a la pintura religiosa, fue el problema de la decencia. Antes del Concilio de Trento, esta cuestión no había tenido gran importancia. Durante la Edad Media, la Iglesia dejaba tanta libertad al humor popular como a las leyendas populares y ambos se expresaron en el arte religioso. Durante el siglo XV y a comienzos del XVI, se encuentran casos de objeciones a obras de arte por motivos de decencia. Jean Gerson, canciller de la Universidad de París a principios del siglo XV, protestó contra los efectos de las figuras desnudas en la 28 Op. cit., pág. 75. Borghini opina igual que él (op. cit., pág. 53).29 El «Processo Verbale» ha sido publicado por Pietro Caliari en Paolo Veronese, Roma, 1888; págs. 102 y ss.

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decoración de las iglesias 30 y, en Italia, Savonarola hizo quemar todas las pinturas vo-luptuosas de que pudo apoderarse, aunque, como hemos visto, aprobaba las artes en general cuando no se separaban de los principios de la religión. Vasari relata que un San Sebastián de Fra Bartolomeo tuvo que ser retirado de una iglesia porque inspiraba pensamientos impuros a ciertos miembros de la Congregación 31 e igualmente nos cuenta cómo Sodoma tuvo dificultades tras haber pintado, deliberadamente, una escena indecente para irritar a los monjes que le habían encargado la obra 32.

Pero estos casos aislados, y la presencia de desnudos en los cuadros religiosos hasta mediados del siglo XVI, muestran claramente que antes de la Contrarreforma, la Iglesia no era propensa a tomar medidas que sobrepasasen el simple hecho de velar porque nada groseramente indecente se introdujera en la decoración de las iglesias. Después del Concilio de Trento, la situación cambió totalmente y la decencia en los cuadros religiosos fue objeto de un cuidado tan atento como su ortodoxia. El decreto tridentino relativo a esta cuestión es muy general:

Finalmente, debe evitarse todo lo lascivo, de tal manera que las figuras humanas no se pintarán ni adornarán con una belleza que excite el apetito carnal 33.

Pero este texto proporciona a los propagadores de las reformas la materia para sus largas y detalladas exposiciones. Borromeo y Paleotti desarrollan este tema añadiéndole la idea de que la indecencia debe evitarse no solamente en las iglesias, sino también en las decoraciones de las casas particulares 34. Gilio da Fabriano hace un examen bastante detallado de la cuestión del desnudo y decreta que, incluso cuando la narración bíblica indica claramente que las figuras humanas están desnudas, el artista debe al menos proveerlas de paños 35. Molanus se sorprende de que se represente desnudo al niño Jesús 36 y Possevino se horroriza ante la idea de que aparezca un desnudo en cualquier lugar de una pintura, pues «el hombre que tenga alguna decencia en su corazón, no osará mirarse desnudo» 37.

En las controversias sobre la decencia, como en las que tratan de la herejía, El Juicio Final, de Miguel Angel, es objeto de los más violentos ataques. Por su posición, en la Capilla Sixtina, esta obra adquiría una importancia tan grande que era la piedra de toque en el debate sobre la desnudez, y ella suministró a éste abundancia de materiales. El Juicio Final no sólo fue objeto de ataques escritos, sino que en numerosos casos corrió el peligro de ser completamente destruido y sólo escapó de esta suerte al precio de importantes mutilaciones. Incluso antes de que se terminara, Biagio da Cesena, maestro de ceremonias de Pablo III, protestó contra el fresco, pero el papa apoyó a Miguel Angel quien se vengó de su adversario pintándolo como Minos en el Infierno. Pablo IV amenazó con destruir el fresco entero y finalmente ordenó a Daniele da Volterra que pintara ropajes sobre algunos cuerpos. Pero Pío IV, aún insatisfecho, hizo aumentar el número de ropajes y sólo las súplicas de la Academia de San Lucas impidieron que

30 Ver Schnell, Baierischer Barock, pág. 6.31 Vidas, IV, pág. 188.32 Ibíd., VII, pág. 383.33 Cánones, Sesión XXV, Tit. 2.34 Borromeo, Acta Ecclesiae Mediolanensis, ed. Brescia, 1603, 1I, pág. 496; Paleotti, op cit., lib. III.35 Op. cit., pág. 104.36 Op. cit., lib. II, cap. 42.37 Op. cit., cap. 27.

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Clemente VIII destruyese completamente la pintura 38. Una crítica de origen florentino -citada por Symonds- muestra la violencia de las reacciones que suscitaba la obra de Miguel Angel. En ella se describe al artista como «ese inventor de porquerías» 39. Los escritores eclesiásticos fueron menos enérgicos en su lenguaje y, como se verá más tarde, los únicos críticos que se dejaron llevar por un lenguaje violento no eran desinteresados en sus ataques.

La Iglesia ejerció prácticamente el mismo control sobre la literatura que sobre la pintura, pero de un modo todavía más sistemático. En el siglo XV; el Papado era prudente pero amplio de espíritu. Sixto IV prohibió la publicación de toda obra que no hubiera recibido el «imprimatur» de las autoridades eclesiásticas, pero poco más se hizo hasta los últimos años de Pablo III cuando, bajo la influencia de Caraffa, el hecho de imprimir, vender o poseer un libro prohibido se convirtió en delito criminal. La primera lista oficial de estos libros se publicó, en concordancia con los decretos tridentinos, en Roma el año 1564. Las reglas consignadas en este Index Expurgatorius y en las ediciones posteriores de la obra, se parecían muy poco a las que el Concilio había impuesto a la pintura: prohibición de toda herejía, impiedad, indecencia y de todo lo que menoscabara la supremacía papal. Como en el caso de la pintura, las autoridades eclesiásticas se preocuparon más de la letra que del espíritu y hubieron de hacer algunas concesiones en el tema de los clásicos. Asimismo, fueron mucho más rigurosos con los escritores anticlericales que con los escritores inmorales como demuestran las llamadas ediciones expurgadas de autores como Bandello y Folengo aprobadas por la congregación 40. Así, pues, las autoridades papales mostraron, tanto en literatura como en pintura la misma curiosa mezcla de piedad y política, y el movimiento que desembocó en el Index se desarrolló paralelamente al fortalecimiento del control sobre el arte religioso.

Casi todas las autoridades eclesiásticas citadas hasta aquí con relación a la reforma en el arte religioso han sido ya sacerdotes, ya hombres que dependían directamente del control eclesiástico. Sin embargo, aprobaran o no las decisiones del Concilio de Trento, es indiscutible que los artistas del final del siglo XVI se vieron afectados por estas decisiones y forzados en general a seguirlas. Por ejemplo, cuando Durante Alberti fue elegido presidente de la Academia romana de San Lucas en 1598, llegó a la primera reunión acompañado de un jesuita quien exhortó a los académicos a pintar temas «decentes y dignos de elogio y a evitar todo lo que fuera lascivo o indecente» 41. Ya se ha discutido el carácter antimundano de algunos pintores manieristas, incluso en obras no propiamente espirituales, los pintores del siglo XVI observaron las leyes exteriores de la decencia. No hay prácticamente desnudos en el arte religioso de este período y rara vez aparecen figuras humanas parcialmente cubiertas, se da incluso el caso de un artista que mostraba un horror al desnudo tan fuerte como el de los críticos eclesiásticos. Se trata del escultor Bartolommeo Ammanati, quien en 1582 escribió una carta a los miembros de la Academia del Dibujo de Florencia condenando todos los desnudos masculinos y femeninos que había esculpido anteriormente y, diciendo que, como no

38 Pío V también hizo volver a pintar algunos cuerpos; y fue entonces cuando el Greco se ofreció para reemplazar el fresco entero por un fresco «modesto, decente y no peor pintado que el otro». (Citado según Mancini por Willumsen. La Jeunesse du Peintre El Greco, I, pág. 424). En 1762 Clemente XIII hizo añadir ropajes y en 1936 corrieron rumores de que Pío XI pretendía continuar la tarea.39 Ver Gaye, Carteggio inedito, II, pág. 500.40 Cfr. Symonds, Catholic Reaction, cap. 3.41 Romano Alberti, Origine e Progresso dell’ Accademia, pág. 79.

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puede destruirlos, quiere confesar públicamente su arrepentimiento por haberlos realizado. Finalmente, ruega encarecidamente a sus hermanos los artistas, que pinten y esculpan las figuras humanas totalmente cubiertas, que son -dice- tan bellas y, tan buena prueba del talento del artista como las otras 42. Más tarde escribió al Gran Duque Fernando pidiéndole permiso para modificar todas las estatuas desnudas que había hecho para el Duque, su padre, cubriéndolas y transformándolas en figuras alegóricas cristianas 43. Una conversión de tal intensidad fue sin lugar a dudas excepcional pero la mayoría de los artistas de esta época fue, en cierta medida, afectada por la atmósfera de la Contrarreforma 44.

La actitud de los críticos del período manierista ante el problema del desnudo es significativa de la relación del Manierismo con el Renacimiento. Parece que los más puritanos contrarreformistas hubieran sido insensibles a las importantes cualidades del arte del Renacimiento, pero en críticos como Gilio da Fabriano el caso es diferente; no sólo reconoce los méritos de Miguel Angel sino que además le hace un entusiasta elogio. Miguel Angel -dice- ha dado de nuevo a la pintura el esplendor de las formas exteriores. Gilio quiere restaurar en ella el modo de tratar los temas religiosos 45. Sobre el Juicio Final escribe que «Miguel Angel ha mostrado en él todo lo que el arte es capaz». En consecuencia, admite que en lo referente a los cánones de la perfección artística, Miguel Angel es incomparable, pero reconoce un canon todavía más elevado según el cual -dice- Miguel Angel debe ser condenado porque:

se complació más en mostrar la naturaleza v la grandeza específica del arte que en hacer brotar la belleza de su tema 46. [... Pues] considero que un artista que adapta su arte a la veracidad del tema es mucho más sabio que el que adapta la pureza del tema a la belleza del arte 47.

Para Gilio, pues, Miguel Angel debe ser condenado por no haber tratado su tema con seriedad suficiente y, muy injustamente, lo incluye entre aquellos de sus discípulos manieristas a los que se acusaba comúnmente de introducir el mayor número posible de desnudos en sus pinturas para mostrar su talento como dibujantes 48. No podemos acusar a críticos como Gilio por no reconocer el valor técnico y formal de la obra de Miguel Angel; podemos solamente lamentar que hayan sido ciegos para la intensa seriedad que la inspiraba; pero esta seriedad permanecía oculta a los hombres de la generación de Gilio debido a que los errores teológicos de detalle eran mucho menos importantes para el espíritu de un humanista del Renacimiento.

En la controversia sobre el arte religioso no fundan sus opiniones siempre en una apelación directa a la moralidad o a la autoridad eclesiástica. Emplean, a veces, una doctrina inventada para fines completamente diferentes: la teoría del decorum. Ya hemos encontrado esta teoría en los escritos de Leonardo para quien constituye un elemento necesario en la representación realista de una escena. En el siglo XVI, esta teoría se aplica de manera más compleja. Exige que todo en una pintura sea apropiado a la vez a la escena pintada y al emplazamiento para el que es pintada. Es decir, la indumentaria de las figuras humanas debe obedecer a su rango y carácter, sus gestos

42 Bottari-Ticozzi, op. cit., III, págs. 532 y ss.43 Gaye, op. cit., III, pág. 578.44 Palestrina parece haber tenido los mismos sentimientos de disgusto con respecto a sus pri-meros madrigales. Cfr. Bernier, St. Robert Bellarmin, pág. 65.45 Op. cit. pág. 69.46 lbíd., pág. 94.47 Ibíd., pág. 86.48 Por ejemplo, Pontormo en sus frescos de San Lorenzo, hoy destruidos.

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deben ser apropiados, la escena debe ser bien escogida y el artista debe tener siempre presente el hecho de que su obra se destina a una iglesia o un palacio, una habitación oficial o un estudio particular.

En el campo de la pintura religiosa, esta teoría aporta otra razón para exigir la precisión en el detalle y en ciertos casos parece incluso constituir una prueba más elevada que la exactitud literal. Gilio utiliza esta prueba para justificar la condena de la imagen de Cristo en el fresco de Miguel Angel La Conversión de San Pablo en la capilla Paulina. Uno de los protagonistas del diálogo arguye que esta figura que se precipita del cielo a la tierra simboliza la súbita y repentina fuerza de la gracia; pero Gilio responde que esto carece de importancia cuando se comprueba que la imagen de Cristo no tiene la dignidad debida 49.

La teoría del decoro es aplicada de una manera mucho más sistemática en un ataque lanzado contra Miguel Angel por sus contemporáneos. Hasta ahora no nos hemos referido a él para distinguirlo de toda la crítica inspirada por el Concilio de Trento. El ataque en cuestión fue obra de El Aretino y lo continuó en su nombre su amigo Lodovico Dolce. Está inspirado en motivos personales y no tenía en realidad nada que ver con las críticas religiosas serias al Juicio Final, aunque parece que Gilio da Fabriano haya tomado argumentos de la obre de Dolce en una fecha ulterior. La historia de las relaciones entre El Aretino y Miguel Angel ha sido tratada ampliamente por numerosos escritores 50, y nos basta aquí con resumirla. El Aretino, que admiraba mucho a Miguel Angel, hizo primero todo lo posible por ganar sus favores. Pero sus halagadoras cartas, en las que mendigaba un dibujo del maestro, no obtuvieron respuesta alguna; y a sus intentos de imponer la manera de pintar el Juicio Final, Miguel Angel oponía insultantes evasivas. Durante diez años El Aretino persistió, hasta que en 1545, agotada su paciencia, escribió a Miguel Angel una carta sobre El Juicio Final que todavía hoy es célebre como ejemplo de insincera mojigatería. Resulta extraño que un hombre como El Aretino exprese su horror apasionado ante ciertas «indecencias» del Juicio Final, pero sus epítetos fueron mucho más violentos que los de Gilio o los de cualquier otro sacerdote. El diálogo de Dolce, L’Aretino, publicado en 1557, vuelve a tomar todos los argumentos de El Aretino con la misma violencia. Como ambos autores eran amigos, no hay duda de que trabajaron en colaboración. No necesitamos examinar detalladamente sus acusaciones porque, en líneas generales, son las mismas que las de Gilio; sin embargo, es importante señalar que El Aretino y Dolce fundan sus acusaciones en premisas diferentes a las de Gilio. Este último ataca en nombre de la moralidad; los primeros lo hacen también cuando ello es útil, pero sobre todo invocan la teoría del decorum. Se sorprenden, no de que Miguel Angel sea autor de una pintura indecente, sino de que la haya pintado en un lugar tan eminente como la Capilla Sixtina:

¿Quién se atreverá a afirmar que está bien que en la iglesia de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, en Roma, donde el mundo entero se reúne, en la capilla del Papa, que, como tan bien dice Bembo, es como un dios sobre la tierra pueda haber tantas pinturas de cuerpos desnudos, tan imprudentemente descubiertos por delante y por detrás? 51.

El tema de la inadecuación de la pintura a su emplazamiento reaparece en Dolce, por lo que suponemos que sus sentimientos se fundan exclusivamente en razones morales. Confirma esta sospecha un extraordinario pasaje del diálogo. Fabrini, el segundo

49 Op. cit., pág. 89.50 Por ejemplo, por Gauthiez en L’Aretino, París, 1895.51 L’Aretino, pág. 236.

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interlocutor, protesta por la indecencia de una serie de grabados de Marc’ Antonio según originales de Giulio Romano para los que el propio Aretino había escrito unos sonetos muy licenciosos. No obstante, El Aretino culpa al grabador y no a Giulio Romano diciendo que éste jamás había pensado publicarlos y añade:

No es malo que un pintor ejecute de vez en cuando este tipo de obras para su diversión particular; como otros poetas bromeaban libremente sobre la imagen de Príapo para agradar a Mecenas y celebrar sus jardines. Pero en público [...] hay que actuar siempre con decencia 52.

Esta defensa de lo que siempre se ha considerado un conjunto de grabados voluntariamente pornográficos, posterior al pudibundo horror de El Aretino ante los desnudos de El Juicio Final, no deja ninguna duda de que el resentimiento personal -y no razones morales elevadas- movían al escritor. De hecho, los ataques de El Aretino y de Dolce no tienen ninguna relación con el tema del arte religioso en la época de la Contrarreforma, pero como los escritores franceses del siglo XVII leyeron y se inspiraron con frecuencia en el diálogo, no lo podemos ignorar totalmente 53.

Hemos tenido ya oportunidad de referirnos a uno de los sobrevivientes del Renacimiento implicado en la disputa sobre el arte religioso: El Veronés. Vasari tampoco simpatizó con la reforma de Trento y ello aunque fue consciente de lo que ocurría entonces y evitó ir demasiado lejos en su compromiso. Refiriéndose a la Asunción de Botticini, se refiere a las quejas de la gente sobre el posible contenido herético de la pintura y añade:

Que esto sea verdadero o falso es algo que yo no puedo juzgar; basta que las figuras aquí representadas sean dignas de alabanza [...] que posean una gran variedad y que el conjunto sea de un dibujo muy bueno 54.

Esto equivale a decir que no le interesan los detalles religiosos, que abandona a los teólogos. Sobre el tema de la decencia en pintura es más explícito. Naturalmente, El Juicio Final le produce entusiasmo y, en general, no es mojigato aunque condena los grabados de Marc’ Antonio que defiende El Aretino. En la Vida de Fra Angelico da a conocer todas sus opiniones cuando dice que:

los que trabajan en obras religiosas y sagradas deben ser hombres religiososy censura a los que ven:

lo grosero e inepto como sagrado, y lo bello y excelente como licencioso,porque los santos deben ser «mucho más bellos que los mortales, siguiendo el

ejemplo del Cielo, que es superior en belleza a todo lo que existe en la tierra». Censura incluso a los que muestran una exagerada preocupación ante los problemas de la decencia ya que muestran:

52 Ibíd., pág. 240.53 Se ha sugerido (como, por ejemplo, Mary Pittaluga, cfr. l’Arte, XX, pág. 240) que el diálogo de Dolce representa la opinión corriente que los venecianos tenían de Miguel Angel. Dado por sentado que sólo el despecho personal puede explicar el tono del ataque de Dolce, tenemos testimonios de la admiración que levantó Miguel Angel en la Venecia de su tiempo. Biondo y Pino lo alaban sobremanera; Doni, al escribir al Aretino en 1549, hace lo mismo (Disegno, pág. 60) y existe incluso una carta de Dolce a Gaspero Bellini en la que se llama divino a Miguel Angel y en la que se dice que ha elevado las artes al nivel que alcanzaron en la Antigüedad (Bottari-Ticozzi, op. cit., V, pág. 175). Como prueba de esta influencia sobre los artistas ve-necianos es suficiente con acordarse de la divisa de Tintoretto: «El dibujo de Miguel Angel y el colorido de Tiziano».54 Vidas, III, pág. 315.

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la morbidez y corrupción de su propio espíritu por deseos impuros y malsanos que forman a partir de obras que suscitarían en ellos un deseo de elevarse hasta el Cielo si fueran, como buscan probarlo con su celo mal entendido, realmente tan puros como dicen 55.

Todo esto se encuentra en la edición de 1550 y responde a una sensibilidad típicamente renacentista. Pero cuando se publicó la segunda edición, en 1568, la disputa sobre El Juicio Final había alcanzado una fase más aguda y, aunque Vasari cambiara o enriqueciera los pasajes más arriba citados, introduce un párrafo donde se pone a cubierto invocando la teoría del decorum:

No desearía, sin embargo, que alguien pudiera creer que apruebo las figuras pintadas en las iglesias en un estado de desnudez casi completa, pues, en este caso, se ve que el pintor no ha guardado el respeto debido al lugar 56.

Es difícil valorar el grado de sinceridad de este pasaje, pero de todos modos está claro que Vasari no ha modificado fundamentalmente su actitud ante el arte religioso.

Hasta aquí, los efectos que hemos considerado del Concilio de Trento han sido principalmente negativos y, puesto que la Contrarreforma fue en primer término un movimiento de depuración, es lógico esperar que el impulso positivo que dio a la pintura y a la arquitectura fuese menos directo que su influencia restrictiva. No obstante esto, podemos encontrar huellas de instrucciones positivas en los propagandistas del Concilio de Trento.

Los decretos del Concilio resaltan el valor de las imágenes pintadas y esculpidas en cuanto que incitan a la piedad; este tema lo desarrolló Paleotti, quien sostiene que las representaciones visibles conmueven más intensamente el espíritu de muchas personas que la palabra 57, y el canónigo de Letrán Gregorio Comanini, quien resalta el hecho de que en una iglesia las pinturas pueden atraer la mirada de una persona indolente y distraída 58. Ya hemos dicho que Gilio da Fabriano y los otros escritores consideraban más importante que los artistas representasen la verdad de su tema antes que su belleza externa y física. En consecuencia, en representaciones de escenas de mártires o de los sufrimientos de Cristo y los santos, susceptibles de despertar la piedad, el artista no debe transformar la escena en otra en la que los cuerpos desnudos, con su perfección física, creen una impresión de belleza tranquila y escultural; debe, por el contrario, mostrar todo el siniestro horror de la escena. Si pinta la escena de la Flagelación no debe realizar un estudio de euritmia como Daniel da Volterra hizo en su fresco para San Pietro in Montorio, obra muy criticada por los contrarreformistas. Ha de representar un Cristo «afligido, sangrante, cubierto de escupiduras, con la piel desgarrada, herido, deforme, pálido y con un aspecto lamentable» 59. Si quiere mostrar una belleza plácida, debe escoger un tema tranquilo, como el Bautismo, o un asunto sublime como el de la Transfiguración, en este caso se recomienda la belleza exterior porque es apropiada al tema. De un modo general, tanto en los consejos positivos como en los negativos del Concilio de Trento, los detalles son más importantes que los argumentos generales que encontramos en Possevino. Esto es verdad particularmente en Molanus, quien consagra los últimos libros de su tratado a dar instrucciones precisas para la ejecución de toda figura o escena sacada de la Historia Sagrada. Cada detalle es objeto de examen -cuáles son las personas que deben presentarse, cuál su traje, cómo debe colocarse, qué actitud

55 Vidas, III, pág. 518.56 Ibíd.57 Archiepiscopale Bononiense, pág. 567.58 Il Figino, pág. 139.59 Gilio, op. cit., pág. 86.

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se les debe dar para que el pintor, provisto de estas directivas, no incurra en errores. Veremos más tarde que los críticos manieristas aplicaron a las escenas clásicas y mitológicas el mismo método que a los temas religiosos.

No menos preciso es San Carlos Borromeo, único autor que aplicó el decreto tridentino al problema de la arquitectura. Sus Instructiones Fabricae et Supellectilis Ecclesiasticae, escritas poco después de 1572, tratan con extraordinario cuidado todos los problemas referentes a la construcción de las iglesias. El tema central del libro es típico de la Contrarreforma y tendría aún más influencia durante el siglo XVII: las iglesias y los servicios religiosos deben ser lo más impresionante y majestuoso posible para que su esplendor y carácter religioso impresionen a los espectadores ocasionales sin que ellos mismos lo sepan. El hecho de que los protestantes, contrarios al carácter mundano de las ceremonias romanas, se opongan por completo a ellas quitando toda importancia a la pompa exterior de los servicios religiosos, dio probablemente una razón a los contrarreformistas para dar a sus ceremonias un esplendor siempre creciente; se percibieron sin duda del efecto emocional que puede producir una gran ceremonia religiosa en una asamblea de fieles. En el prólogo a sus Instructiones, Borromeo alaba la antigua tradición de esplendor eclesiástico y exige que los sacerdotes y arquitectos se pongan de acuerdo para mantenerla.

Recomienda primero que se construya la iglesia, si es posible, sobre una pequeña elevación o en todo caso con una escalera que conduzca a ella para que pueda dominar su entorno 60. Su fachada debe decorarse con figuras de santos y con «adornos serios y decentes» 61. En el interior, el altar mayor debe ser objeto de particulares cuidados. Debe alzarse sobre unas gradas 62 y colocado en un presbiterio suficientemente espacioso para que el sacerdote pueda oficiar en él con dignidad 63. La sacristía debe conducir al cuerpo principal de la iglesia, no directamente al presbiterio para que el sacerdote pueda llegar en procesión hasta el altar mayor 64. Los brazos del crucero deben convertirse en capillas con otros grandes altares para la celebración de la misa los días de fiesta 65. Ricos vestidos añadirán dignidad a la ceremonia 66 y, puesto que toda la ceremonia debe estar convenientemente iluminada, las ventanas de la iglesia estarán provistas de cristales transparentes 67.

Pero todos estos efectos requieren medios apropiados. Nada de vana pompa y, por encima de todo, ningún elemento secular o pagano 68. Todo debe seguir estrictamente la tradición cristiana. La iglesia tendrá forma de cruz, no de círculo, pues ello es costumbre pagana 69. Borromeo recomienda de pasada la cruz latina antes que la cruz griega, eliminando así la forma predilecta del Renacimiento. Pensaba, sin duda, en el nuevo tipo de planta de cruz latina que Vignola había diseñado ya para el Gesù y que se adaptaba muy bien a los efectos espectaculares que preconizaban los contrarreformistas. Incluso en cuestiones de detalle, el recurso a la antigua tradición es total; las puertas, por ejemplo, deben ser adinteladas y no en forma de arco, porque el primer tipo es

60 Instructiones, lib. I, cap. 1.61 Ibíd., cap. 3.62 Ibíd., cap. 10.63 Ibíd., cap. 11.64 Ibíd., cap. 28.65 Ibíd., cap. 2.66 Ibíd., lib. II.67 Ibíd., lib. I, cap. 8.68 Ibíd., cap. 34.69 Ibíd., cap. 2.

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propio de las primeras basílicas cristianas, mientras que el segundo es de diseño pagano 70. En cada caso, prevalecen las razones de orden eclesiástico mientras que las consideraciones puramente artísticas sólo se toleran en cuestiones indiferentes desde el punto de vista eclesiástico. No es necesario hacer más hincapié en la importancia que Borromeo daba al detalle, pero es muy significativo que consagre un opúsculo entero a la restauración de la decoración y del mobiliario de las iglesias 71.

Puede ser útil para comprender la importancia de las Instructiones de Borromeo para la construcción de las iglesias, compararlas con las de los arquitectos de mediados del siglo XVI en que habían sobrevivido las ideas del Alto Renacimiento. Las formas de planta de iglesia que estos últimos habían creado se fundaban igualmente en principios religiosos; pero su teología era de otra naturaleza. Borromeo condena las iglesias circulares porque son paganas. Palladio las recomienda porque el círculo es la forma más perfecta y conveniente para la casa de Dios 72. Además, es símbolo de la unidad de Dios, de Su esencia infinita, de Su uniformidad, de Su justicia 73. Inmediatamente después del círculo, la forma más perfecta, y por consiguiente la planta más adecuada, es la cuadrada. Finalmente viene la cruz, que es apropiada porque simboliza la Crucifixión. Borromeo había aprobado esta argumentación aunque se sorprendiera por el rango inferior que Palladio confiere a la iglesia cruciforme. Todavía le sorprendió más el consejo que da Palladio en el capítulo siguiente: las reglas de construcción de las iglesias son las mismas que las de construcción de templos, con algunas modificaciones que permitan la introducción de una sacristía o de un campanario 74.

Cataneo en sus Quattro Primi Libri d’Architettura, publicados en Venecia en 1554, argumentó de un modo ligeramente diferente en lo relativo a la construcción de una iglesia. Sostiene que la iglesia principal de una ciudad debe ser cruciforme porque la cruz es el símbolo de la Redención 75. Las proporciones de la cruz deben ser las de un cuerpo humano perfecto, porque debería fundarse en las proporciones de Cristo que era el más perfecto de los hombres. Cataneo añade igualmente un argumento muy curioso y significativo en relación a la decoración de las iglesias. El interior, dice, debe ser más rico que el exterior, porque el interior simboliza el alma de Cristo y el exterior el cuerpo 76. En consecuencia, el exterior se construirá según un orden simple, como el dórico, y el interior según un orden más ornamental, como el jónico. El simbolismo de los órdenes evidentemente estaba muy extendido y Serlio se refiere a él. Desea que la elección de los órdenes se corresponda con el santo al que la iglesia está dedicada: orden dórico para las iglesias dedicadas a Cristo, a San Pedro, San Pablo y a los santos más viriles; orden jónico para los santos más dulces y para las santas matronas; orden corintio para las santas vírgenes 77.

Todos estos argumentos relativos a la construcción de iglesias son típicos de la manera de pensar del Alto Renacimiento. Puesto que la belleza era una cualidad divina, la ofrenda más bella a Dios era un edificio de gran belleza. Relacionado con ello, existía un vivo sentimiento del simbolismo de ciertas formas y adornos. Las minuciosas

70 Ibíd., cap. 7.71 De Nitore et Munditia Ecclesiarum.72 I Quattro Libri dell’Architettura, lib. IV, cap. 2.73 Alberti estaba a favor de las iglesias circulares porque el círculo es una forma querida por la naturaleza (De Re Aed. lib. VII, cap. 4). Apenas menciona el motivo teológico.74 Op. cit., lib. IV, cap. 5.75 Lib. III, fol. 35 v.76 Ibíd., fol. 38.77 L’Architettura, lib. IV, caps. 6, 7, 8.

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exigencias del uso eclesiástico, muy importantes para Borromeo, no fueron aún tenidas en cuenta.

A lo largo de sus Instructiones,

Borromeo resalta la importancia de la colaboración entre sacerdotes y artistas. El Concilio de Trento propuso este principio que, al menos en lo que se refiere a la pintura, fue puesto en práctica. Los temas de la mayoría de los ciclos de frescos son tan intrincados que sólo un consumado teólogo puede haberlos elegido; en ciertos casos sabemos el nombre de los que fijaron sus programas. Así, por ejemplo, los temas para decorar la capilla Paulina de Santa Maria Maggiore fueron escogidos por dos miembros del Oratorio 78. El mismo método se empleó generalmente en los cuadros históricos y mitológicos, como en la decoración de Caprarola, cuyo programa fue establecido por Annibale Caro 79. Este dirigismo de la autoridad eclesiástica muestra cómo el arte, en su sentido más literal, había vuelto a su posición medieval y se había convertido una vez más en el servidor de la religión.

Paleotti pone de relieve este cambio de posición de las artes cuando dice que «El arte de las imágenes es una de las más nobles que existen, si está guiada por la disciplina cristiana» 80, pero Comanini discute la cuestión con mayor amplitud en su diálogo Il Figino, publicado en 1591. Sus interlocutores son Ascanio Martinengo, abad de San Salvatore de Brescia, Stefano Guazzo, mecenas de las bellas artes y de la literatura y Ambrogio Figino, pintor milanés. En la primera parte del diálogo, Guazzo afirma que el fin de la pintura es tan sólo causar placer y se declara partidario de una teoría del arte

78 Mâle, l’Art religieux après le Concile de Trente, pág. 36.79 Las instrucciones de Caro a Taddeo Zuccaro para sus pinturas son recogidas en su totalidad por Vasari (Vidas, VIII, pág. 245). Merecen la pena ser estudiadas para ver hasta qué punto los pintores de esta época estaban dispuestos a dejarse guiar. La primera observación de Caro da el tono: «No es suficiente para ellos que se lo explique con palabras. Además de la invención, debemos cuidar la disposición de las figuras, las actitudes, el color y un cierto número de otros puntos, todo ello de acuerdo con las descripciones de los temas que me parecen convenientes».80 De Imaginibus Sacris, lib. I, cap. 7.

Cataneo, Plano ideal para una iglesia.

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por el arte. Martinengo, el sacerdote, se opone a esta concepción; aunque la pintura -dice- suscite placer por medio de la imitación, está sometida a la filosofía moral y su fin real es la utilidad, no el placer. El Estado -sostiene- ha controlado y dirigido siempre el arte hacia fines buenos como, por ejemplo, en Egipto, Grecia y Roma. En la época cristiana, el control del arte en tanto que actividad útil pertenece a la Iglesia que lo ha orientado y debe siempre orientarlo hacia el sostenimiento de la religión. Al final, Guazzo cede y admite que el fin esencial de la pintura es la utilidad, y que el placer que ocasiona sólo tiene una importancia secundaria. Sus interlocutores pasan entonces a otras cuestiones y Figino mantiene que la pintura es capaz de una imitación más perfecta que la poesía y es, en consecuencia, de mayor utilidad. Pero el tema principal queda claro: la pintura debe tender a la mejora moral, instruyendo según los principios de la Iglesia, y no al placer mediante el efecto estético. Esta tesis resume toda la concepción contrarreformista de la posición y función de las Bellas Artes.

Las teorías artísticas que hemos discutido hasta aquí pertenecen a los más austeros contrarreformistas. Habían sido aprobadas por Papas excelsos, como Pablo IV y Pío V, o por grandes santos de la regeneración espiritual, como San Carlos Borromeo. Pero estos personajes no fueron los únicos teóricos de la Contrarreforma y en la evolución artística de este período se incluyen otros movimientos y otros individuos de distinto temperamento.

Los severos reformadores que hemos citado pretendían recobrar una pureza de doctrina propia de la Edad Media y una simplicidad de vida monástica. Sus ideas provenían del pasado, del que tomaron los rasgos que sus contemporáneos debían imitar con provecho. Su trabajo tuvo gran validez en lo que respecta a la eliminación de los abusos pero, en otros aspectos, habían perdido contacto con las condiciones modernas y, a finales del siglo XVI, era claro que sus reformas reaccionarias no iban a dar a la Iglesia el vigor que necesitaba si quería restablecer su supremacía tras los ataques del protestantismo. Junto a las instituciones reformadoras más austeras, también crecieron organismos que pretendían la adaptación de la fe católica a las necesidades de la vida moderna. Los principales agentes de esta transformación fueron los jesuitas, pero otros organismos, como el Oratorio, jugaron un determinado papel y los papas Pío IV o Clemente VIII, más mundanos en sus opiniones que un Pablo V o un Sixto V, animaron el movimiento. Un principio guiaba a estos nuevos misioneros: si se quiere que el pueblo llano no sienta temor de la Iglesia, no se debe presentar la religión bajo apariencias demasiado siniestras ni convertirla en algo desalentador por sus ideas inaccesibles. Se propusieron hacer más accesible la religión no por medios racionales como hicieron los protestantes, sino mediante el halago de las emociones.

No es necesario mostrar con detalle todas las especulaciones de los jesuitas sobre el halago de los sentidos para suscitar la emoción religiosa. Los Ejercicios de San Ignacio lo hacen suficientemente. En estos ejercicios, se recomienda al neófito que emplee sus cinco sentidos a fin de que su pensamiento reviva y casi vuelva a representar las escenas de la Pasión, los tormentos del Infierno o la felicidad del Cielo. Debe concebir todo esto no solamente en la mente, debe también vivirlo en su corazón mediante los sentidos. Sin embargo los jesuitas no fueron los únicos que emplearon tales métodos. San Felipe de Neri daba mucho valor a la música como medio de reforzar la atracción de las palabras piadosas; y la música que prefería para el Oratorio no era la vieja música frívola del Renacimiento, ni tampoco la simple combinación de palabras que exigían los decretos tridentinos, sino la obra de Palestrina que se encargó de la música del Oratorio desde 1571 hasta su muerte en 1594. Por la extrema pureza de su estilo tardío, tuvo el raro

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privilegio de contentar no sólo a los miembros del Oratorio, sino también a un reformador tan severo como el papa Pablo IV.

La disputa entre lo antiguo y lo nuevo en la Contrarreforma alcanzó su punto crítico en la controversia entre los jesuitas y los dominicos que se extendió a lo largo de los diez últimos años del pontificado de Clemente VIII y que Paulo V apaciguó sin poder solucionarla. Los dominicos se consideraban los herederos de Santo Tomás de Aquino cuyo sistema se esforzaron por mantener en su integridad. Los jesuitas, por el contrario, pensaban que la rigidez de estas doctrinas era un obstáculo para sus fines proselitistas y consideraban, sobre todo, que la austera teoría tomista de la gracia y del libre albedrío impedía que muchos se convirtieran en buenos católicos. Comenzaron -en voz de dos de sus intérpretes: Aquaviva y Molina- enunciando un credo más optimista según el cual la voluntad humana tendría más libertad que la que reconoce Santo Tomás, de modo que el hombre podría ser el artífice de su propia salvación. La controversia que nació de esta discrepancia fue, de hecho, un conflicto entre los partidarios de la doctrina medieval y los que deseaban la modificación de esta doctrina para convertirla en un arma más eficaz para la propagación de la fe. Como ya hemos dicho, Paulo V puso fin a esta disputa sin tomar ninguna decisión, lo que, en la práctica, supuso una victoria de los jesuitas, pues ellos habían abierto el debate y evitaron una condena. Sólo tuvieron que esperar el advenimiento de Gregorio XV, en 1621, para que todos sus puntos de vista se aceptaran, al menos en la práctica. Uno de los primeros actos del Papa fue la canonización de S. Ignacio y de S. Francisco Javier, índice muy significativo de la política de sumisión al control de los jesuitas, política que Gregorio XV y Urbano VIII, su sucesor, habrían de adoptar sistemáticamente.

Este tipo de religión mundana, emocional e intuitiva, produjo su equivalente en el campo de las artes. Durante el siglo XVII, la totalidad del movimiento barroco se asocia íntimamente a los jesuitas; pero, incluso antes de esta época, hubo una rama de la pintura manierista en que aparece una serie de cualidades similares a las de los métodos y los escritos de los jesuitas y de los miembros del Oratorio. Paralelamente al Manierismo aristocrático y académico de Florencia y al estilo didáctico que se des-arrolló bajo el pontificado de los Papas más austeros -cuya muestra más relevante son los frescos de la biblioteca de Sixto V en el Vaticano se desarrolló una corriente de pintura emocional y estática ligada sobre todo a Barocci, pero que comprendía todo un grupo de artistas, en Roma y en otros lugares. En Barocci, es frecuente el tema del éxtasis y viene dado por un torbellino de figuras flotantes, una elevación de ropajes, que anuncian a Bernini, y por el uso de colores intensos que se dirigen directamente a la vista y no al espíritu. El empleo irracional de los colores recuerda los frescos de Pontormo en la Cartuja de Galluzzo. Sin embargo, en adelante no se aplican a formas austeras, góticas y espiritualizadas, sino a personajes carnosos de sonrisa dulzona o que expresan sus emociones y su terror mediante gestos que se dirigen a los sentidos a la manera de los movimientos tímidos de las muchachas virtuosas de Greuze. Que San Felipe Neri tuviese una particular predilección por la pintura de Federico Barocci y que se le viese un día extasiado ante el altar de la Visitación de Barocci en Santa Maria in Vallicella, muestra la relación entre esta variedad de arte y órdenes como los jesuitas o el Oratorio. Gracias a Pío IV, protector de los jesuitas, Barocci trabajó primero en Roma donde decoró para él el Casino de los jardines del Vaticano. Además, casi todos los artistas que él emplea en la decoración inicial de la iglesia madre de los jesuitas, el Gesù, Giovanni de’ Vecchi, Salimbeni y Muziano, pertenecen a un grupo de manieristas que anunciaban las primeras muestras del Barroco.

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Esta nueva variedad de pintura emocional no era del tipo que engendra muchas especulaciones teóricas. Artistas que, de forma tan consciente, se oponían al intelecto y que daban tan poca importancia a la razón, no podían elaborar una doctrina sistemática de su arte y el único equivalente teórico de esta doctrina, se encuentra en algunos enunciados de los decretos tridentinos. Por ejemplo, el consejo de Gilio da Fabriano por el que el pintor debe mostrar con detalle los horrores de todas las escenas de martirio, corresponde, en los precursores del Barroco, al deseo de ser en su trabajo todo lo directos e irresistibles que les fuera posible. Más importante, sin embargo, es el modo en que el jesuita Possevino completa esta idea cuando dice que el pintor debe experimentar el sentimiento de horror si quiere comunicarlo al espectador 81. Esto parece casi una aplicación directa de los métodos de los Ejercicios espirituales a la práctica de las artes.

81 Op. cit., cap. 26.

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