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Les envío una muestra de mis obras para su posible valoración. DATOS DEL AUTOR Marco Bellami es… Nombre: Juan José Lamelas Caneiro Nacionalidad: Española Domicilio: c) Ángel Braja 6 3º D Ourense 32004 Tl . 988 22 81 41 692 100 682 Profesor del CEIP Curros Enríquez de Celanova – Ourense Doctor en Ciencias Químicas [email protected] http://marcobellami.blogspot.com A CONTINUACIÓN ENCONTRARÁN EL PRIMER CAPÍTULO DE LAS SIGUIENTES OBRAS: 1. De las doradas lágrimas. Novela histórica ambientada en la Alejandría del 225 aC, con Eratóstenes como director de la biblioteca. Es una novela coral que narra el viaje que un escriba realiza hacia Siena para demostrar la redondez de la tierra. 2. El hombre de Vitruvio. Historia de un niño superviviente de la masacre del Monte Medulio, en el 19 a C que es adoptado por un centurión romano. Las vicisitudes de la vida le llevarán a trabajar a las órdenes del más grande de los arquitectos romanos: Marco Vitruvio Polión, en el fin de la era Augusta. 3. La selva dormida. El amor renace en dos almas torturadas y florece en París: la ciudad de la piedra y del agua. Es una novela cargada de evocación y de lirismo con ciertas dosis policiacas. 4. El sueño de Belial.

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Les envío una muestra de mis obras para su posible valoración.DATOS DEL AUTOR

Marco Bellami es…

Nombre: Juan José Lamelas CaneiroNacionalidad: EspañolaDomicilio: c) Ángel Braja 6 3º D Ourense 32004Tl . 988 22 81 41

692 100 682

Profesor del CEIP Curros Enríquez de Celanova – OurenseDoctor en Ciencias Químicas

[email protected]://marcobellami.blogspot.com

A CONTINUACIÓN ENCONTRARÁN EL PRIMER CAPÍTULO DE LAS SIGUIENTES OBRAS:

1. De las doradas lágrimas. Novela histórica ambientada en la Alejandría del 225 aC, con Eratóstenes como director de la biblioteca. Es una novela coral que narra el viaje que un escriba realiza hacia Siena para demostrar la redondez de la tierra.

2. El hombre de Vitruvio.Historia de un niño superviviente de la masacre del Monte Medulio, en el 19 a C que es adoptado por un centurión romano. Las vicisitudes de la vida le llevarán a trabajar a las órdenes del más grande de los arquitectos romanos: Marco Vitruvio Polión, en el fin de la era Augusta.

3. La selva dormida.El amor renace en dos almas torturadas y florece en París: la ciudad de la piedra y del agua. Es una novela cargada de evocación y de lirismo con ciertas dosis policiacas.

4. El sueño de Belial.Es una obra surrealista que prefiero que descubran por ustedes mismos. Es íntima, personal y sorprendente hasta la última página, en la que encuentra un final que explica y sostiene toda la novela.

5. Siete puntos negros sobre fondo rojo.Siete relatos del más allá, del otro lado; impregnados del intimismo que les confiere la narración en primera persona. Presentan tintes místicos e invitan a la reflexión propia sobre lo que nos espera después de la muerte.

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MARCO BELLAMI

“Mañana, mi buen Dinócrates, te quiero a mi lado porque voy a marcar en el suelo la línea de las murallas, sus puertas y, dentro del recinto, las calles, las plazas, los edificios públicos, templo, gimnasio, teatro e hipódromo…”

Alejandro Magno a su arquitecto después de haber soñado la respuesta del Oráculo del Oasis de Siwa

Los trabajadores, siguiendo sus órdenes, fueron trazando el perímetro con chorros de harina. Una leyenda cuenta que unas aves se la comieron, hecho interpretado como un presagio de que la ciudad alimentaría al mundo civilizado.

Hipólito Escolar Sobrino“Historia de cinco ciudades y un monasterio”

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Muchos son los que vuelven por la vereda de los fuegos fatuos,

por la de los delirios peregrinos.

Se fueron, abiertas las manos, buscando sabiduría, imperios, oropeles;

y retornan los más, con las manos vacías de estrellas

o, para su desgracia, con ellas repletas de inmundicia;

y los menos, los otros, los elegidos, ellos regresan por esa vereda soñada

con las palmas rebosantes de hazañas, de gloria, de conocimiento.

Cada uno de esos caminantes de la etérea senda de las verdades

encontrará su tesoro incierto y con él la recompensa.

Este es el libro de esos soñadores con nombre,

con vidas arrastrando un carruaje de sueños

en un mundo impreciso que muestra

una belleza infinita a quienes sepan verla,

antes de desmoronarse en el hastío

de la ignorancia que todo lo puede.

Pero, para fortuna de todos, lo que triunfa al final

sobre la ignorancia misma no son los hechos,

ni los hombres, ni sus nombres, ni sus vidas;

sino lo que los contadores de historias

han querido contar para que sea contado.

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I

Estaba muerta. En la cara, el rictus de quien vio llegar irremisiblemente el fin. Ingrávida, atónita, perpleja, como labrada en piedra, perenne su faz. El destino de aquella mujer había sido escrito muchos días atrás; sórdidamente deletreado en el idioma de una convicción absurda. Ella no supo, no sabía que había nacido para ese momento y tampoco el por qué ni el para qué la habían condenado. Murió pues con la inocencia tácita del que no ha tenido derecho a juicio; con la amarga incertidumbre de si su entrega involuntaria serviría o no para algo. Su ignominiosa muerte pagaba antiguas deudas de las que ella no era más que un personaje secundario en una tragedia en la no había protagonista que quisiera cargar con la escena final; pero su sacrificio aprovecharía a quienes lo habían propiciado para desencadenar los acontecimientos de una trama urdida por la codicia.

Tenía la boca desmesuradamente abierta, enseñando el hueco por el que su alma sobrecogida había huido al abandonarla. Sus ojos plúmbeos estaban hinchados de espanto, pugnando por salirse de las órbitas. Las pupilas dilatadas fotografiaron el rostro del verdugo. Las mejillas hundidas borraban todo atisbo de la belleza una vez contenida en aquel semblante. Su cuerpo yacía tendido en la cama, lacio, marchito; parcialmente tapado con una sábana de lino. Estaba desnuda; desnuda y fría. Su piel era del color manso de la cera, pero no anunciaba la textura grasienta que a ésta acompaña, sino más bien sequedad causada por las horas que habían pasado; una sequedad contradictoriamente flácida que se escapaba a lo largo de uno de sus brazos, sobresaliendo del lecho; descansando suavemente en el suelo como si a través de aquellas losetas hubiese huido su espíritu para abrazar a la madre tierra.

El silencio fúnebre de aquella noche invernal sólo se alteraba por un ulular metódico que provenía del bosque cercano. La impertérrita lechuza, obstinada en su métrica monótona; fue la primera en preconizar que el miserable dios que les roba la hermosura a los difuntos merodeaba por su foresta y había elegido a su víctima propiciatoria. Ella, la joven, la muerta, probablemente no recibiría, a pesar de su sacrificio, la recompensa de la eternidad porque su misión era callada e ignorante, ausente de la fatalidad que da una fe ciega. Llevaría consigo el estigma irremediable de que su cuerpo y su espíritu estarían condenados por no poder pagar el impuesto de la entrada a los cielos. Pero si sus dioses egipcios no la aceptaban, tal vez su involuntaria entrega fuera suficiente para enternecer al anciano Caronte y éste la llevase hacia donde habita el alma de los buenos; guardando la condena para quienes iban a sacar tajada truncando una vida aún virgen por alcanzar un viejo sueño.

Cuando el maestro copista entró en sus aposentos, ya de madrugada, el flotar flameante de las cortinas de gasa, animadas por la brisa que subía del mar, atrajo su atención primera hacia la ventana abierta. Como por un tobogán se deslizó su mirada con la luz lunar que inundaba la habitación. Sus ojos fueron a estrellarse en el cadáver. Se quedó inmóvil. El golpe sordo de los rollos que llevaba en sus manos reverberó insultante contra las encaladas paredes hasta que terminó por retumbar en su cerebro. Se acercó para asegurarse de que sus sentidos no lo engañaban. La expresión de terror inmenso de aquel rostro impregnó todo su ser y, súbitamente recorrido por un escalofrío, se le erizó el vello de todo el cuerpo; como queriendo evitar que el tormento que aquella muchacha había sufrido regresara a la atmósfera del recinto.

Su impulso segundo fue correr hacia la puerta para buscar ayuda, pero algo le retuvo y le hizo regresar frente a la joven. Alargó uno de sus brazos y le cerró los

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párpados escondiendo aquellos ojos para siempre. Luego hizo lo mismo con la boca, la rigidez de la mandíbula se oponía al movimiento. Sintió asco al hacerlo; más cuando el chasquido de los dientes le hizo saber que había sido demasiado brusco; pero observó el recompuesto semblante de la desdichada y se dio cuenta que su hermosura huída había vuelto a él por vez postrera, como para despedirse. La muerte también puede ser bella, fue su pensamiento lúgubre. Aquellas facciones egipcias bien pudieran haber sido molde para la diosa Afrodita.

El joven maestro hizo ademán de recolocar los bucles ensortijados de aquella melena trigueña cuando apreció que las puntas estaban húmedas de sangre. Una sangre tenue que se prolongaba bajo el hombro derecho de la muchacha, dejando una mancha suavemente rosada en las fibras del lino. Cambió de posición para situarse justo detrás de la cabeza y observó con repugnancia que a aquel cuerpo cerúleo le faltaba un trozo de piel del tamaño de una palma. El hecho de que hubiera sido meticulosamente extraído, junto a la falta de sangrado en el cadáver y en las sábanas, le dio a entender que había sido despellejada después de la muerte. ¿Quién sería capaz de ultrajar así un difunto? ¿Qué infausto criminal se atrevería a hacerlo sabiendo que así podía condenarse para siempre? El nerviosismo se apoderó de él y sintió una congoja que se apoderó de su cuerpo convertida en un estremecimiento frenético. No era capaz de asimilar lo que estaba pasando.

De nada conocía a aquella joven. No podía explicar qué había venido a hacer a sus aposentos y mucho menos porqué la habían asesinado. La sola idea de imaginar la daga impenitente rasgando aquella delicada piel le produjo vómito. ¿Qué bestia habían creado los dioses, que osaba a profanar un recipiente tan bello? Tal vez lo había hecho un loco para gozar de lo prohibido y luego llevarse un trofeo de su infecto delito. Al fin y al cabo el mundo estaba lleno de locos. Él mismo había conocido unos cuantos y sabía que a la demencia no la detiene ningún sentimiento.

Reparó de nuevo en la figura de aquella sombra lunar. No era luna de amor sino de muerte. Especuló sobre lo apetecible debiera haber sido. Sobre cuántos preclaros hombres de aquella ciudad hubieran reposado gustosos a su lado después de deleitarse lascivos con los dones de su juventud. Pero luego lo pensó mejor; cualquiera hubiese podido gozar de aquella desventurada y más tarde, sin remordimientos, devolverla al lodo en el que la había encontrado. Cualquiera, porque los pedazos de carne libidinosa, en aquella inmensa urbe y en aquel agitado tiempo, eran fácilmente accesibles para quien llevase una bolsa generosa. Aquel sentimiento licencioso derivó en lástima pero lo ayudó encontrar la calma y a mensurar sus decisiones inmediatas. Caminó ensayando templanza, hacia el centro del dormitorio y recogió los rollos caídos, depositándolos con esmero, primero en su antebrazo y luego en una mesa de maderas finas que se adosaba al ángulo muerto de una de las paredes. Salió al corredor, sin precipitación alguna y llamó a su sirviente, acompañando su nombre con dos palmadas. Un muchacho pequeño y poco agraciado apareció al final de aquel claustro cuyos muros estaban bondadosamente iluminados por bujías de aceite.

El jefe de la policía tardó más de una hora en llegar con dos oficiales. Achaparrado por su propio peso, más parecía un comerciante de vinos de Massalia que el representante de la ley en el distrito noble de la ciudad. El dueño de la casa lo saludó con arrogancia, a pesar de lo comprometido del contexto, seguro de que su posición no era inferior a la del militar. Es más, el recién llegado hizo una torpe reverencia al verle, esforzándose inútilmente por parecer sobrio. La narración de los hechos duró lo que tardaron en caminar desde el pórtico hasta el dormitorio. El marchar cansino del grupo por el corredor era marcado por aquel rechoncho individuo, que asentía con la cabeza a la exposición cada vez más nerviosa del amo. Historias como aquella las escuchaba

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cada noche; pues cada noche, en una capital de más de cuatrocientas mil almas, aparecía alguna infeliz muerta sobre un diván mugriento, víctima de un borracho lujurioso que seguramente se parecía a él. No podía disimular su fastidio. A aquella hora de la madrugada era el mejor cliente de los burdeles del puerto. Un tarado otra vez le había interrumpido el placer que las meretrices le dispensaban, golosas de unas monedas.

- ¡Es que no pueden joderlas como yo y luego dejarlas para otro!, - murmuró mientras hacía girar el pasador.

- ¿Qué has dicho? – Preguntó el joven con autoridad.- Nada, nada, -respondió titubeante el gordinflón, pero al momento, como

viéndose humillado por la dignidad del señor de la casa replicó - Es que todo tiene que pasar a estas horas. – Por lo visto ya no era la primera vez que se quedaba a medias. – Y siempre tengo que ser yo el que recoja la mierda de otros. – Se había pasado, se dio cuenta al momento y quiso rectificar. – Perdón, quiero decir…El amo lo interrumpió.

- Ninguna hora es buena para morir.Aquel sujeto grasiento y desagradable hizo intención de arreglar sus comentarios

pero ya no tuvo tiempo. Las luminarias que portaban sus acompañantes irrumpieron sin pudor en la alcoba, ahuyentando la aurora astral. Por el ventanal seguía entrando el viento y el ulular límpido del búho pregonero de la muerte; pero sobre la cama no había nadie.

- ¡Joder, lo que faltaba! Ahora los muertos se levantan y se largan volando. – Aquello pareció sacarlo del sopor que le producía su consumada borrachera.Ambari tardó unos segundos en superar el desconcierto inicial. Hacía apenas

unos momentos que sobre aquel lecho yacía una hermosa joven a la que alguien había quitado la vida y ahora no quedaba el menor rastro de ella ni de ninguna prueba que demostrara lo que había pasado. Recorrió la habitación precipitadamente, se asomó a la ventana. Nada.

- Aquí no hay nada: Las putas no vuelan. Esas esperan a cobrarse, – balbució con antipatía- Seguro que alguien quiso tomarte el pelo, escriba. – El orondo personaje hizo ademán de marcharse.El copista estaba confundido. No sabía qué hacer, qué decir. Cualquier cosa que

pudiera apostillar a aquel comentario malicioso no haría más que cebar al gordo para que tomara bríos y encadenara nuevos improperios. Finalmente determinó sacárselo de encima para poder aclarar sus ideas y terminó por decir:

- Seguro, seguro que ha sido eso, una broma – Intentó esbozar una disculpa pero el jefe de la policía ya había decidido a zanjar el asunto, seguramente para volver al burdel del que había salido antes de que se le agotara el saldo.No lo acompañó a la puerta. Se quedó apoyado en el dintel de su alcoba viendo

cómo se alejaba con sus dos alguaciles mientras intentaba dar forma a su confusión. Aquello era un contratiempo serio en sus planes. Faltaban tres días para la partida. Faltaban solamente tres días para el importante viaje que había estado preparando durante los meses anteriores con tanto celo y dedicación. Lo que había sucedido lo importunaba sobremanera, pero no tendría tiempo de esclarecer los hechos, al menos hasta su vuelta. Por eso pidió a su sirviente que guardara silencio sobre lo que había visto y lo conminó a que estuviera atento a cualquier cosa extraña que notara durante su ausencia. Lo mejor de momento, era que aquello no transcendiera. Podía aplazar las respuestas, pero de lo que no podía esconderse era de la crispación angustiosa que aquel macabro pasaje había dejado en su corazón; era como una especie de conmoción sísmica que le hacía temblar todo el cuerpo. Se sentó en la cama y acarició el lugar

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donde había yacido la joven, prometiendo a la imagen marcada a fuego en su conciencia que haría todo lo posible por procurar justicia a aquel rostro recompuesto en ángel sombrío que se había desvanecido en la noche. Halló consuelo pensado que los muertos tienen paciencia eterna esperando a que sean reparados los agravios que sufrieron en vida y con ese lenitivo paradójico recordó que faltaban muy pocos días para el que sería el viaje más importante de su vida.

Poco después, en la calle, no muy lejos de allí, un carro con sus dos bueyes viejos se detuvo en la parte trasera de un enorme edificio de dos plantas. Un hombre menudo, envuelto en una capa raída que rezumaba mugre, se bajó de él y, después de asegurarse de que no era visto, empujó una pesada puerta de madera maciza, desmesuradamente alta, entrando en un patio pequeño. La luz de la luna confería un aspecto fantasmagórico a las plantas que medraban profusamente. Por todas partes, descuidados parterres asilvestrados mostraban que aquel acceso al edificio no era muy utilizado. El hombrecillo cruzó apresuradamente el patio y entró por una puerta lateral que, como la de entrada, se encontraba entreabierta. Después atravesó un largo pasillo y se dirigió al cuarto donde dormían los esclavos. Despertó a uno de ellos y le dio indicaciones para que avisara a su amo. Se quedó en el corredor mascullando el dinero que iba a pedirle. A los pocos minutos, precedido por el mensajero, apareció un anciano alto y delgado, de espesas barbas blancas, enfundado en una túnica color arena, reciamente amarrada en la cintura por un cinturón de cuero.

- Os traigo otra puta, señor. – El burlesco personaje se dirigió con cierta ironía a aquel viejo.Salieron ambos, amo y carretero, a la portada de la casa. El anciano recibió el

lacerante impacto de aquella visión inesperada y casi le traicionan los sentimientos al reconocer a la muerta. Afortunadamente la noche escondió el azoramiento con el que aquella sorpresa ingrata le sacudió las entrañas a hora tan intempestiva. Se repuso a duras penas del primer instante ominoso y reaccionó con rapidez, entrando en la casa al tiempo que llamaba a sus sirvientes y les daba órdenes precisas. Dos de ellos salieron a la calle y al poco tiempo volvieron a entrar con un fardo alargado que bajaron inmediatamente al sótano.

- Ésta vale más que los otros. – La voz se estrelló en la nuca del anciano que cerraba el extraño cortejo de aquel bulto. – Ésta vale más- Volvió a dejar flotando en la atmósfera solitaria de aquella madrugada.Al cabo de unos minutos el maestro volvió al pasillo con una bolsa de monedas

y la depositó en las huesudas manos del extraño mercader. - Ten. Es más de lo acordado. Márchate por donde has venido. Ya te mandaré

llamar cuando te necesite. El hombre no abrió la bolsa. Se limitó a tasarla por el peso y, esbozando una

mueca de satisfacción, dio media vuelta sin mediar más palabra. Al poco se lo oyó a lo lejos azuzar a los bueyes y el crepitar de las ruedas sobre el empedrado se fue alejando hasta hacerse imperceptible. En la casa, las antorchas que habían iluminado aquel esperpéntico trato, desaparecieron tras el golpe del portalón. El silencio y el frío de principios de invierno volvieron a ser sus únicos habitantes.

Por la mañana todo se encontraba dispuesto para la lección de anatomía. La sala de disecciones estaba presidida por un mesado rectangular de mármol exquisitamente blanco. Sobre ella tendido, un cadáver esperaba las manos hábiles del más venerable de los médicos de la Institución. A su alrededor revoloteaba un grupo de estudiantes nerviosos ante el esperado momento de ver, quizás por vez primera, las entrañas de un

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ser humano. El maestro retiró el tosco sudario que amortajaba aquel bulto y el cuerpo enjuto de un varón de unos treinta años apareció ante los ojos de los aprendices.

El decano de los médicos se dirigió a uno de sus discípulos:- Eleas: ¿corroboras que está muerto?

Un joven de aspecto aniñado se adelantó al resto de los presentes, que circundaban ya la mesa, dispuestos a embebecerse de la docencia que el anciano les dispensaba en dosis más bien pequeñas.

El muchacho se inclinó levemente sobre el cadáver para examinarlo a fin de elaborar una respuesta fundamentada. Luego habló con convencimiento:

- Para saberlo se ha de tomar el pulso. No hay latido, ni en el pecho, ni en la yugular, ni en las muñecas.

- Pero eso no es suficiente…, - arguyó el maestro médico al tiempo que dirigía a su pupilo una mirada cómplice, seguro de que éste no iba a defraudarle.El joven se sintió arropado y continuó exponiendo el procedimiento habitual de

actuación.- Si no lo fuera se hará la prueba del hálito. Puesto el nácar ante la boca, el de un

vivo dejará vaho sobre la concha. - Tomó tal de una mesita auxiliar y procedió a dar efecto a su aseveración.

- Bravo, Eleas, veo que no desperdicias tu tiempo aquí – Premió el maestro a su discípulo con esta breve alabanza al tiempo que enlazaba el discurso con la siguiente reflexión a la que quería dirigir el interés de sus pupilos aquella mañana.

- Y tú, Hipólito de Éfeso, ¿sabrías decirme cuanto tiempo hace que ha muerto?El muchacho más apuesto de aquel grupo se acercó al difunto con cierto temor y le

levantó una de sus piernas para valorar la flacidez de sus carnes y la facilidad con que se doblaban las articulaciones. Luego le palpó el vientre.

- Unas cuatro horas, - afirmó muy seguro de sí mismo.- Efectivamente, – remarcó el anciano. ¿Y en que te basas para afirmarlo? –

Continuó mientras giraba levemente el torso buscando la connivencia de los demás discípulos.

- En el estado de la rigidez, en especial del tobillo, que es la última articulación en trabarse. También lo indica la temperatura de su cuerpo. No ha podido pasar más tiempo, pues no hay olor; el fluido de la muerte aún no se aprecia y el cadáver no ha empezado la hinchazón. – Respondió el aventajado estudiante recreándose en la certeza de sus palabras.

- Excelente, mi querido Hipólito, excelente. – Remarcó el maestro y a continuación comenzó con el verdadero objeto de la lección. Su tono, hasta entonces familiar, se esforzó en parecer grandilocuente pues iba a citar al padre de la medicina. – El gran maestro Hipócrates afirmaba que la enfermedad proviene de un desequilibrio natural concretado en alguno de los humores vitales: sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra; y por su propia ley es la naturaleza misma del cuerpo la que se encarga de reestablecerlo. Después de introducir la doctrina en la que se habían educado los médicos de

varias generaciones les explicó que en ella había grandes aciertos, pero también enormes errores como el que acababan de oír. En medicina no hay verdades inmutables, esa era la idea que el sabio quería inculcarles a sus oyentes, haciendo hincapié en su necesidad de evolución como característica sustancial de la disciplina. Y gran parte de la nueva medicina griega bebía sus fuentes en las ideas adelantadas de la escuela fundada por su tío, Erasístrato de Cirene, muerto veinticinco años atrás y del que el actual decano había heredado doctrina y nombre. Según afirmaba aquel médico

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innovador, venerado en Alejandría, las enfermedades no tienen su origen en los desequilibrios de los fluidos, sino que éstos son su consecuencia. La causa primigenia del mal está en las alteraciones de los órganos, esas patologías son las que causan su disfunción y de ella deriva la enfermedad. Al aceptar esa hipótesis era necesario reconocer que la disección de cadáveres o las vivisecciones de animales resultaban ser procedimientos médicos de enorme valor para identificar las dolencias, efectuar diagnósticos y proponer una terapéutica eficaz. “Los refinamientos atenienses no son para los médicos”, aseveró con contundencia, a pesar de reconocer que en la misma Alejandría había también opositores a sus ideas, entre los que citó expresamente a Filino de Cos, discípulo de Serófilo, y a Serapio de Alejandría totalmente contrarios a sus métodos por considerar las disecciones y vivisecciones una pérdida de tiempo pues en ambos casos se alteraba la esencia natural de la vida y no se podían sacar conclusiones válidas, aparte de creer que ambas eran moralmente repugnantes. Después de dedicar adjetivos poco halagadores a quienes según él con tanta fuerza se oponían al avance de la medicina y tras dejar clara su postura y justificada la lección de anatomía que estaba teniendo lugar, quiso Erasístrato permitir que sus discípulos volvieran a sentirse seguros en la sabiduría de los consagrados y para ello se dirigió a otro de sus pupilos:

- ¿Qué nos dijo el maestro Hipócrates que deben hacer los médicos? Dímelo tú Aniceto.

El muchacho de su izquierda, el que seguía más atento la disertación, respondió como leyendo en un libro sagrado.

- Ayudar a la naturaleza en su desorden. Lo primero que la terapéutica no aumente el mal del enfermo; lo segundo atajar la causa de la dolencia y lo tercero no querer curar lo que es incurable. – Y añadió, como colofón, una frase de cosecha propia. – Porque la muerte ha de entrar en los cuerpos en alguna de sus formas para que la ley de la vida se cumpla.El maestro médico cogió al vuelo la sentencia y la usó para seguir sacando

provecho. Tenía esa costumbre: la de hablar por boca de sus discípulos más aventajados y aquel joven, en efecto lo era.

- La muerte has dicho. Y según tú. ¿De que ha muerto este hombre?El muchacho se acercó al cadáver y durante un par de minutos lo examinó

concienzudamente. Luego respondió:- Envenenado.- ¿En qué te basas para decirlo?

Aniceto se atusó, en un gesto reflexivo, la escasa barba con la que estrenaba sus veinte años. Ello aumentó el interés de la concurrencia, manifestado en un silencio respetuoso.

- En el amoratamiento de los labios, en que el cuerpo no tiene lividez sino sonroseo y en el color rojo que ha delimitado las partes que tocaban el suelo.

- ¿Dirías que fue un asesinato o un suicidio? – Persistió el anciano en su afán pedagógico.

- Eso, honorable Erasístrato, es casi imposible saberlo sin examinar las vísceras, especialmente el hígado. – No se le ocurrió más que decir pero notó por los murmullos de los aprendices que se esperaba más de él. Volvió a examinar el cuerpo con detalle, desde la cabeza a los pies y nada. No

estaba demacrado por la acción continuada de un tóxico. Aquella muerte parecía haberle sobrevenido de forma repentina, pero sin abrirlo no encontraba respuestas. De pronto reparó en la única parte de aquel hombre que no había explorado: sus manos. El joven de ojos azulados sonrió para sus adentros y se giró hacia los presentes.

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- Es que ni una cosa ni la otra. Si el veneno hubiera sido el arsénico o el cianuro habría señales claras. Es una posibilidad, pero creo que si las vísceras no presentan signos, puede haberse intoxicado con el humo de un brasero de carbón.

- ¿Por qué lo sabes? – Preguntó Eleas con cierta perplejidad.Aniceto respiró profundamente antes de responderle.

- Fijaos en sus manos. – Le levantó la izquierda. – Ésta está completamente limpia. Áspera pero limpia. Sin embargo la otra… - rodeó la mesa y tomó la diestra. - … ésta tiene restos de carbonilla, en la palma y entre las uñas, lo que puede indicar que antes de morir había encendido un brasero. Las noches son frías, murió de madrugada, no estaba trabajando, parece sano, no presenta signos de violencia. Es la única explicación que encuentro. – Se calló sin estar demasiado convencido de lo que había dicho. Sólo era una hipótesis audaz, pero al menos había salido del paso.Erasístrato no hizo ningún comentario. Se limitó a beber complacido de aquella

fuente de sabiduría cuyas aguas reconocía como propias. Al darse cuenta del silencio prolongado de su maestro los demás discípulos murmuraron alabanzas hacia aquel muchacho, sabedores que era el más destacado discípulo de la escuela y que el destino iba a depararle grandes cosas.

El médico, considerando que el alumno había recibido ya su dosis de vanidad, varió su magisterio hacia otros derroteros. Decidió llegado el momento de la práctica y se dirigió a una mesita donde reposaba el instrumental quirúrgico. Tomando un escalpelo, regresó frente a al cadáver y procedió a realizar una incisión precisa en la parte lateral del cuello hasta dejar a la vista el nervio vago; luego tomó unas pinzas y lo pellizcó enérgicamente. El finado reaccionó ante tal estímulo con una relajación del diafragma y la caja torácica se movió, lanzando un macabro resoplido.

- ¡Es el ánima, es el ánima! – Exclamó uno de los estudiantes. Los demás prorrumpieron en una sonora carcajada.

Otro de ellos no tardó en corregirlo:- El ánima ha tiempo que lo abandonó. Bien es sabido que deja el cuerpo en el

mismo instante del fallecimiento. Poco sabía el muchacho que con su aseveración había llegado al terreno de la

metafísica, abriendo la puerta a los aspectos filosóficos de la ciencia médica en los que el anciano esperaba que desembocara su lección de anatomía.

- No hay aquí nada que concierna al espíritu, – se apresuró a añadir el maestro, que los tenía dónde había querido llevarlos. – Sin embargo hoy dedicaremos nuestra charla precisamente a la relación entre mente y cuerpo. – Dijo para recuperar la atención de sus acompañantes. - Como bien sabéis, una de las arduas discusiones que ocupan las mentes de nuestros filósofos más preclaros versa sobre el habitáculo del espíritu en el cuerpo. Conocéis a uno, recién llegado de Corinto, que afirma que el entendimiento y el alma no se alojan en el corazón como defienden los ortodoxos, sino en el cerebro.

- Tal cosa es difícil de creer. – Puntualizó Aniceto. – Basta para refutarla el hecho de que si a un animal se le cercena la cabeza éste sigue animado hasta que su espíritu se escapa cuando el corazón ha dejado de batir. Los demás asintieron con la cabeza la sabia aclaración del joven.

- Pero no hay nada que demuestre que para el movimiento sea precisa el alma, - replicó Erasístrato - ¿No es verdad? Más lo será si se demuestra que sin ella éste puede producirse.

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Volvió a tomar el escalpelo, realizando esta vez la incisión en uno de los muslos y, requiriendo de nuevo las pinzas que sostenía Eleas, oprimió uno de los nervios que en ella encontró. Inmediatamente el cadáver movió espasmódicamente todo el miembro. En ese momento la admiración de los discípulos llegó a su cenit, cosa que aprovechó el habilidoso orador para mostrar que en él no eran todo cosas aprendidas, sino que también podía ser artífice de sabiduría.

- Así pues, mi querido Aniceto, yo afirmo que la psikhé no es la que habilita el movimiento, sino que éste nace, reside y muere en el propio cuerpo. El alma no hace sino dirigirlo en sus propios intereses.

- Si como bien has demostrado, el entendimiento es el responsable de que los movimientos tengan destino y función, debiera ser el corazón el lugar de su morada, pues éste al batir impulsaría por todo el cuerpo la sangre mensajera de su mandato. – Aniceto se sintió arropado con los gestos de aprobación de sus colegas.

- Esa afirmación, por su linealidad parece la acertada, pero no es así. Y para refutarla baste el ejemplo que tú mismo has propuesto: el del animal descabezado que echa a correr para perplejidad de su matarife. Si se observa con atención su movimiento es loco, inconsciente y ausente de objeto. Aunque el corazón todavía late en sus entrañas no es capaz de dirigir nada. Estoy convencido de que para que haya finalidad el entendimiento ha de ser informado a través de los sentidos y éstos se hayan todos en la cabeza. Así pues la phikhé debiera alojarse en el cerebro de los vivos en estado de consciencia, pues de las disecciones se deriva que todos los sentidos van a parar a él. Por lo tanto puede afirmarse que así como los filósofos intuyen razones metafísicas para el habitáculo del intelecto, también la anatomía encuentra fundamentos que soportan sus elucubraciones.Tras la erudita exposición, y ante argumentos tan irrefutables, los discípulos

parecieron comprender una doble lección. La primera que lo eran y como tales no les estaba reservado hilvanar teorías nuevas y lo segundo que su verdadero afán debía recaer en la asimilación del conocimiento manado de sus maestros. Así lo entendieron todos, y de entre ellos Aniceto, que humildemente reconoció su falta de rigor y de humildad. En la misma hora se había llevado una de cal y una de arena. El anciano se sintió relajado al ver que sus enseñanzas tenían los oyentes adecuados. Ordenó a Hipólito, su discípulo más veterano, que comenzase la disección del cadáver y, saliendo de la sala, se hizo acompañar de Aniceto, para el cual tenía reservados otros menesteres. Cuando la puerta se cerró tras ellos y se encontraron en la soledad del corredor se dirigió a él en estos términos:

- Haz llamar a Ahmós, el embalsamador. Dile que requiero sus servicios con urgencia.El joven Aniceto se atrevió a preguntar tímidamente:

- ¿Es por el cadáver de la muchacha?- Lo es, - sentenció el maestro con pesadumbre. Esa joven... – Rectificó su primer

intento de sincerarse. - Te ruego pongas la máxima discreción en lo que te pido, pues para mí es muy doloroso este trago. – Lo asió del brazo para darle a entender que lo que le estaba pidiendo a ambos comprometía y que la situación era lo suficientemente seria como para no poder permitirse ningún desliz.

- ¿Quién es la desdichada?, maestro.Erasístrato dudó en contestar pero por fin decidió que el compromiso en que

estaba metiendo al discípulo bien merecía un nombre.

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- Se llama Hebe. Es una de las sacerdotisas del Serapeion y la nieta de un amigo muy querido.El muchacho no necesitó más. No podía comprender. Sus portentosas

habilidades médicas chocaban de frente con su inocencia para la vida, pues ésta aún no lo había sometido a sus duras pruebas; pero tampoco lo necesitaba, porque lo movía la devoción. Después de realizar una reverencia que incluía el acatamiento de aquella orden se alejó por el pasillo con paso ágil para dar efecto al encargo con la mayor prontitud. Al ver alejarse a aquel joven togado en blanco, de cuerpo esbelto y ademanes elegantes le recordó a otro aprendiz que cuatro décadas atrás también aspiraba a nutrirse de sabiduría. En un corredor muy similar había tomado un día la decisión que más le acercaría a ese conocimiento: la de cruzar el mar, la de dejar su adorada Atenas. Los atenienses consideraban un sacrilegio la disección de cadáveres. No se toleraba en ellos el más mínimo rasguño, fueran de nobles, plebeyos o esclavos. El cuerpo de un difunto era merecedor de un respeto tal que ni en aras del saber se debía profanar; sin embargo, del otro lado del mar las cosas eran diferentes. La tradición egipcia de preservar el cuerpo daba un acceso casi total a la anatomía humana, y por ella al estudio de las alteraciones de los órganos. Así pues el sueño de cualquier joven griego aspirante a médico pasaba por estudiar en Alejandría, pero tal decisión no era fácil de tomar para un muchacho. Cuando llegó a la populosa urbe ptolemaica halló, para su consuelo, que era tan griega en gobierno y estructura como la propia Atenas, pero en ella se mezclaban las más extraordinarias gentes: helenos, egipcios, hebreos, nubios; y de sus eruditos brotaban las ideas más adelantadas a su tiempo, algunas peregrinas, pero otras dotadas de una solidez racional tan diáfana que se erigían en faro guiador para los filósofos, los escritores, los matemáticos, los astrónomos. Recordaba aquella mañana de invierno en la que su maestro se le acercó, en un corredor como el que le estaba sirviendo de sendero hacia el ayer, y le dijo que no lo veía dotado para la retórica ni para la filosofía; que lo suyo era el arte de la curación. “Y si a la curación quieres acercarte has de averiguar las causas que producen el mal, las cuales únicamente hallarás si irrumpes en su morada, y eso sólo podrás hacerlo en Alejandría”. Ése fue el empujón definitivo que necesitaba. En menos de un mes se halló a sí mismo despidiendo la abrupta costa del Peloponeso y recibiendo los mansos horizontes alejandrinos. Pero a su llegada se encontró con que eran muchos los que como él pugnaban por encontrar su sitio en las academias. ¡Qué fácil lo han tenido estos jóvenes!, pensaba mientras veía desaparecer definitivamente a Aniceto. Para él no había sido tan sencillo. Ni siguiera podía presumir de ser ateniense pues había nacido accidentalmente en una humilde isla del Egeo. Hubo de ganarse reconocimiento antes de aspirar siquiera a solicitar su ingreso, pues no quería hacer valer sus influencias familiares a través de su tío, retirado en una isla del Egeo. Y ese reconocimiento vino de la mano de Ahmós el Viejo, el más afamado embalsamador de la ciudad. Con él aprendió el arte milenario de la conservación de los cuerpos, pero también a leer las dolencias en las vísceras, en los fluidos, en los olores y, paradójicamente, la muerte le ayudó a propiciar la vida, en el pleno convencimiento de que los males son causados por la naturaleza y no por ningún artificio espiritual. Recordó el día en que había hecho la prueba de ingreso en la Institución de la cual era ahora el médico decano. En el centro de la gran sala, en presencia de todos los colegas y de los aprendices se hallaba una niña de unos once años que, como consecuencia de una herida presentaba una infección severa en una pierna. Preguntado por la causa del mal argumentó un desequilibrio en el humor amarillo, lo que producía la degradación del mismo y su acumulación en forma de pus. Argumentando que la naturaleza por sí misma no podría rectificar aquella alteración propuso coadyuvar en la sanación extrayendo el humor degradado a través de sanguijuelas.

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Un murmullo persistente fue creciendo en intensidad a medida que los partidarios de que la fuente de aquella dolencia era un mal de ojo que alguien había vertido sobre la infortunada o su familia. Intentaban hacer valer su hipótesis de que la enfermedad humana tiene su génesis en la magia. Pero el joven aspirante, haciendo gala de una extraordinaria madurez alzó la voz para lanzar un desafío: si en el plazo de dos días no se hallaba mejoría en la niña con la aplicación del tratamiento, habría de reconocer que el obrar de los sortilegios sería el único medio de curación, renunciaría a su sueño de ingresar en aquella Institución y abandonaría la ciudad para siempre.

Sonreía el viejo al traer a la memoria los remedios que había aprendido de los más variopintos personajes que trabajaban al servicio de Ahmós. Gracias a él, Erasístroto, sobrino del gran Erasistroto, el más insigne médico alejandrino; había conseguido entrar de incógnito y por mérito en el Museion: la sagrada casa de la sabiduría; tal como su tío hubiera deseado, y por ende, en la corte del tercer Ptolomeo. Y ahora, cuarenta años después, recurría al hijo del embalsamador, portador del mismo nombre y digno heredero de su oficio.

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Marco Bellami

GALAICO: del país de la bruma

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“Los habitantes de las montañas llevan una vida sobria. No beben más que agua y duermen sobre el suelo; se dejan crecer mucho el pelo, como las mujeres, pero cuando combaten lo sujetan con una cinta en la frente… Las poblaciones de las montañas viven durante dos tercios del año de las bellotas: las secan y las muelen obteniendo una harina con la que hacen un pan que se conserva mucho tiempo. Normalmente beben cerveza y rara vez vino: el que tienen lo consumen rápidamente en las fiestas familiares. En vez de aceite emplean manteca… Los pueblos que están situados más al interior practican el trueque de mercancías o pagan con láminas de plata recortadas… A los condenados a muerte se los precipita desde lo alto de las rocas; a los parricidas se los lapida, pero siempre lejos de las montañas y de los cursos de agua.”

Estrabón, Geográficos III (Iberia) 3, 7.

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PREFACIO

EL ASEDIOAmanecía…, amanecía en silencio. La bruma, dueña de los secretos del bosque,

ascendía desde las fragas linderas a los arroyos hacia lo alto del macizo quebrado, dolorido por fracturas profundas de antiguos cataclismos. Robles, hayas, avellanos y abedules coloreaban en verdes distintos las tierras bajas que, protegidas de los vientos gélidos y amparadas en una humedad perpetua, producían cada noche aquel lienzo fantasmal y cada mañana lo exhalaban hacia las cumbres. Los lobos habían aullado durante buena parte de la madrugada impregnando la atmósfera de un zumbido alborotado e intermitente, pero ante la amenaza del día se habían callado y al alba el silencio era total; tan abrumador que ni siguiera los pájaros se atrevían a desplegar su canto a pesar de ser primavera. Los primeros rayos de sol comenzaban a vencer a la niebla al pie de la colina y los soldados de guardia podían ver colgar lacios los estandartes pues el viento había cesado por completo. Las patrullas del campamento suroeste recorrían, como todos los días durante los últimos seis meses, la parte del foso que los zapadores habían excavado demarcando el contorno del monte: cinco millas romanas, la tercera parte de su perímetro. De manera intermitente, la trinchera enlazaba los riscos pizarrosos con las escarpadas laderas labradas por los torrentes, con la intención de convertir aquel cerro inexpugnable en una prisión. Otros dos campamentos, al norte y otro al sureste, completaban la vigilancia con sendas patrullas para que nadie entrara o saliera del recinto circunscrito por el foso y rubricado, en los lugares más sensibles, por una vetusta empalizada que en alguno de sus puntos alcanzaba la altura de dos hombres.

En el primero de los campamentos el general Furnio se disponía a arengar a la tropa que, después de tanto tiempo de inactividad, se mostraba nerviosa. Bajo sus órdenes formaban en el llano robado a matorral diez cohortes. Delante de las tiendas seis centuriones espoleaban a los soldados procurando que la formación mostrara la dignidad propia de los legionarios. Furnio y dos de sus oficiales pasaron revista apresuradamente, para terminar situándose frente a ellos, en el medio del campamento. Había novedades que servirían para levantar el ánimo de los hombres. Las noticias traídas por los exploradores eran excelentes y por fin iba a terminar casi medio año de sitio a aquel monte yermo situado en los confines del mundo.

Había entre los legionarios toda clase de individuos: rudos mercenarios, jóvenes de reemplazo y veteranos a punto de jubilarse. Todos ellos se amalgamaban en una caterva humana sometida a base de mano dura, porque la motivación para el soldado raso no era mucha. La paga era mala, la comida peor y las posibilidades de promoción casi nulas. Sin embargo les asistía un designio divino: estaban allí para la mayor gloria de Roma y ese pensamiento llenaba la corteza de miras de la mayoría, haciéndolos sentir portadores de una misión que les abriría las puertas de la eternidad. Algunos se sentían héroes anónimos, aunque para sus superiores, para su general, para el mismísimo Augusto, no eran más que el medio de corroborar el poder el Imperio en las cuatro esquinas del mundo conocido. La Pax Romana, pregonada por el Princeps después de las cruentas guerras civiles del segundo triunvirato de las que había salido

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victorioso al someter a los partidarios del finado Pompeyo liderados en Hispania por su hijo Sexto, se extendía por las provincias más occidentales del Imperio. La Tarraconensis volvía a suministrar a Roma el preciado cereal, la Baetica el aceite, la Lusitania el vino. Por todas partes proliferaban ciudades florecientes, prósperas aldeas y villas, granjas, calzadas, acueductos, como huellas irrefutables de que la civilización había llegado de la mano de un pueblo culto y adelantado. Quedaba sin embargo un pequeño reducto en el noroeste, una insignificante resistencia de unos pocos caudillos indígenas que se negaban a someterse a los designios de la gran capital del mundo. Las Guerras Cántabras habían terminado. El emperador las había dado por concluidas cuando creyó someter definitivamente a los cántabros y a los astures, después de incontables escaramuzas, tan incómodas para las legiones, que habían durado largos años. Y para escenificar su victoria ante el pueblo de Roma, para recibir loores tan merecidos por hechos acaecidos tan lejos de la urbe central, había mandado cerrar las puertas del templo de Jano, que solamente permanecían abiertas en períodos de guerra. Ese había sido el símbolo definitivo de su Pax. Pero las cosas no estaban tan claras en los montes de la Gallaecia Oriental. Los últimos grupos de insurrectos, empujados hacia las abruptas cumbres al norte del río Sil resistían heroicamente y se habían convertido en una auténtica pesadilla para los asentamientos romanos de nueva creación. Aquella tierra era yerma, de largos y fríos inviernos y asfixiantes veranos, escarpada, agreste; a nadie más que a los nativos interesaría si no fuera por una particularidad: los arroyos milenarios que vertían sus aguas gélidas y cristalinas al Sil escondían en sus lechos el metal más preciado por los romanos: oro. El oro de la riqueza para el Imperio y el oro de la muerte para los indomables habitantes de las tierras de la bruma.

Furnio comenzó a hablar. Uno de los oficiales, a voz en grito, repetía sus palabras y el eco las reposaba en los oídos de los soldados como un zumbido porfiado. La campaña tocaba su fin - les explicaba. – Los espías habían informado que en el castro quedaban sólo unos pocos hombres que no resistirían ni siguiera una mañana. Les pedía un último esfuerzo, un último ataque enérgico para poner fin a aquel episodio tan poco épico que jamás sería recogido en ninguno de los escritos de los que son tan devotos los historiadores. Aquel asedio pasivo no pasaría a los anales de las epopeyas romanas. El general se sentía, en el fondo, como el barrendero oficial de las legiones; limpiando la última escoria de los montes para que otros se llevaran la gloria que a él le había huido tantas veces. En el fondo sentía envidia de los derrotados. Ellos sí que habían demostrado valor. Aquellos malditos galaicos, bárbaros atrasados, habían probado ser de una casta excepcional de guerreros capaces de hazañas merecedoras de ser incluidas en los libros y reproducidas en los frisos de los templos. Si él fuera uno de esos manipuladores de las palabras no tendría más remedio que admitir la evidencia de que cualquiera de aquellos niños, de aquellas mujeres, de aquellos viejos, reunía más arrojo en su corazón que un pelotón completo de sus aguerridos mercenarios. Sabía sin la menor duda que luchar por dinero no es lo mismo que hacerlo por honor. Aquellos hombres del inhóspito norte de Hispania: galaicos, cántabros o astures, llevaban tatuado en su carácter la dureza de las montañas en las que vivían. Tenían un sentido tan profundo del territorio que un pedazo de tierra inservible era razón suficiente para matar o morir. La tierra era la madre que los acogía y por eso la amaban más que a cualquier otra cosa. La tierra era la aldea la aldea era el clan, el clan la familia y ésta el patrón que regía todo lo importante.

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La niebla terminó por esfumarse en un penacho blancuzco y un sol radiante fue apoderándose de la colina desde los valles hasta la cumbre. El viento volvió a soplar tímidamente, azuzando una columna de humo gris en la dirección del campamento suroeste. Transportaba un mensaje funesto por medio de un intenso olor a carne quemada. Los soldados se miraban llenos de desconcierto, pero su general ya estaba al corriente de lo que había pasado. La noche había sido larga y aciaga desde que la luna llena se apoderara del cielo y los galaicos comenzaran a entonar cánticos en el castro. Pronto se les habían unido los aullidos de los lobos. Una gran hoguera, en el centro de la aldea, había iluminado el cielo como si en ella se estuviese quemando toda la madera del monte. Los cánticos habían durado casi hasta el amanecer. No eran canciones alegres sino más bien desgarrados coros premonitorios de algo que era inminente e inevitable. De pronto cesaron y un silencio breve había dado paso a un bullicio lloroso de plañideras. Se habían oído gritos atroces, maldiciones y blasfemias contra los romanos y contra sus dioses. Tres horas antes de la salida del sol aquella frenética actividad había cesado en la colina y únicamente los lobos continuaron predicando desde su desconocido paradero lo que estaba aconteciendo. Poco después una veintena de galaicos se había lanzado contra la empalizada suroeste, salvándola gracias a una escalera rudimentaria. Uno a uno, habían ido cayendo en el foso, que en aquel lugar alcanzaba más de cuatro metros de anchura, y allí habían encontrado la muerte, lanceados por una de las patrullas. El silencio se hizo por fin definitivo. La bruma desplegó su manto intangible sobre todas las cosas y disolvió el dolor infinito de aquella noche mortecina en brazos de una aurora difusa.

Para finalizar su arenga, Furnio, sin hacer uso de la voz prestada de su oficial predilecto, explicó a la tropa lo que había sucedido en aquella montaña.

- Esos malditos han demostrado valor. – Señalaba con el índice de la mano derecha hacia el castro. - Las mujeres y los niños murieron envenenados y luego sus cuerpos fueron arrojados a la gran hoguera que habéis visto resplandecer en lo alto. Muchos guerreros saltaron por propia voluntad a las llamas y los que no reunieron valor para inmolarse fueron pasados a cuchillo por sus propios compañeros. – Se hizo una pausa. Uno de los informadores cuchicheó en su oído e inmediatamente el general prosiguió. – Sólo unos pocos cobardes intentaron huir a la desesperada y yacen ahora en el foso, ensartados por nuestras lanzas. – Se sacó la espada corta del cinto y la levantó hacia el cielo. Sus oficiales lo imitaron. - ¡Victoria! – Gritaron a coro, y toda la formación repitió la palabra tres veces mientras golpeaban los escudos.

Rompieron filas y se dispusieron a subir al monte para hacer oficial la toma del último reducto de la insurgencia indígena. Una vez más la maquinaria de guerra romana había funcionado a la perfección¸ una vez más se había demostrado que la paciencia es una virtud tan valiosa como la valentía y el arrojo en el combate. En los seis meses de cerco al Medulio apenas habían tenido bajas. Únicamente alguna incursión suicida de los sitiados, desesperados por el hambre, se podía contar entre las anécdotas dignas de ser incluidas en las crónicas del asedio. Muy diferente había sido el camino hasta allí. Los galaicos y los demás pueblos del norte eran unos expertos en la guerrilla y en pequeños grupos atacaban a las patrullas y a las expediciones de suministros. Aparecían con la niebla y con ella se iban, sin demasiado ruido, sin demasiado botín, pero con la moral alimentada para intentarlo una vez más. Semejaban un pequeño enjambre de abejas enloquecidas atacando a un oso; pero esta vez el oso había dado con el panal, y

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el panal no era sino aquel pequeño poblado de casitas redondas de piedra acurutadas por un tejado vegetal en el que se refugiaban los últimos representantes de una raza y de una época.

Cayo Furnio ordenó a dos patrullas que fueran a los otros dos campamentos para convocar a Publio Carisio y a Fabio Máximo en lo alto de la colina e inmediatamente comenzó, acompañado de unos treinta hombres, el ascenso al poblado. El camino hacia la puerta principal del castro había sido invadido por los brezos y los tojos cuajados de flores porque la primavera había explotado ya en blancos y amarillos. En un pliegue caprichoso del terreno por el que se descolgaba cascabeleando entre las piedras el agua de un manantial un bosque de tejos se apoderaba de la umbría subiendo hasta estrellarse contra la muralla de piedra que encerraba el poblado. Por su linde, después de un cuarto de hora de ascenso, los soldados cruzaron la puerta del muro. Las casitas de pizarra se apretaban como las uvas en un racimo. Avanzaban con extremada cautela, como esperando oír en cualquier momento el grito instintivo con el que aquellos salvajes solían iniciar el ataque, pero nada sucedió. Por todas partes se desperdigaban los cuerpos de sus enemigos: las mujeres y los niños aparecían abrazados en la puerta de sus viviendas. Petrificadas como estatuas, algunas madres amparaban en sus regazos a sus hijos; a otras no les había dado tiempo ni de llegar a sus casas y yacían en los caminos empedrados tiradas como pedazos de carne inerte. Pequeñas hogueras en las que humeaban cazuelas de barro habían servido para cocer las hojas y las semillas de los tejos. Ésa había sido la causa de su muerte: habían bebido aquel veneno y habían caído fulminados como si un rayo divino les hubiera parado el corazón. Los soldados se mostraban amedrentados. Habían tropezado muchas veces con la muerte. La habían causado por la fuerza del hierro pero la visión de aquel esperpéntico escenario les contagiaba una congoja que no podían explicar. Una muerte silenciosa había viajado con la bruma durante la noche y se había llevado las almas de decenas de indígenas. No había sin embargo ningún hombre entre los muertos, por lo que Furnio ordenó a sus soldados que se desplegaran para registrar las casas. Poco a poco fueron recorriendo todo el poblado hasta llegar al punto más alto. Allí, en un gran foso humeante se amontonaban los cuerpos calcinados de los guerreros. El olor a cuero quemado era nauseabundo y los romanos tuvieron que protegerse tapando sus narices con las capas. Aquello explicaba los gritos lejanos de la noche. Para un guerrero la muerte por veneno era indigna, por eso los más valerosos de entre ellos se habían arrojado a las llamas. Un poco más abajo, en la ladera norte se hacinaban los cadáveres de unos cincuenta hombres. Parecía que los hubieran amontonado allí para arrojarlos a las llamas. Algunos de ellos no presentaban herida alguna, pero otros tenían el cuello rajado de manera muy eficiente para proporcionarles una muerte con poco sufrimiento. Tal vez el veneno no había sido suficiente para todos. Quizás no hubieran querido recibir la muerte por su propia mano o no habían estado lo suficientemente borrachos para arrojarse a las llamas. Carisio apareció con sus hombres rodeando aquella mole amorfa de brazos y piernas. Traían la consternación en sus caras al irse haciendo cargo de lo que allí había acontecido durante la noche. El egregio militar estaba curtido en mil batallas y no se amilanaba fácilmente al presenciar la muerte. Venía de someter a los astures en la ciudad de Lancia y de conquistar la Asturias Transmontana. Había cercenado miembros, segado cabezas con su espada como si fueran centeno maduro; había limpiado los Montes Cántabros de insurrectos que aguijoneaban continuamente las avanzadillas romanas y su rostro se había mantenido impasible ante los gritos del enemigo; pero lo que estaba viendo lo superaba. Tenía que hacer enormes esfuerzos por evitar el vómito que le producían aquellas visiones, aquel hedor penetrante, pero a pesar

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de que estaba al límite de su aguante no se permitía un gesto de debilidad y, al contrario de todos sus hombres, subía a la loma con la frente alta y sin proteger sus narices del olor ni sus ojos del humo. Cuando Carisio llegó al borde del foso ardiente saludó a Furnio con un recio apretón de antebrazos y ambos intercambiaron comentarios acerca de lo que estaban viendo. Mientras los soldados de ambas guarniciones se fueron mezclando y moviéndose hacia el este de la aldea para evitar que el viento les persiguiera con su mensaje siniestro.

Pocos minutos después apareció por la ladera norte Fabio Máximo, a la cabeza de una veintena de soldados. El humo de la hoguera casi extinta arremetió contra ellos con fuerza en un repentino cambio de viento y todos bebieron obligatoriamente una bocanada de náusea. Se escucharon maldiciones y blasfemias dirigidas al mismísimo Júpiter. Algunos de aquellos mercenarios hincaron la rodilla para vomitar. La hilera de dos se deshizo sin una orden para tal efecto y, aguantado la respiración, muchos corrieron hacia donde estaban las tropas de Furnio y Carisio. Fabio había venido desde la recién nacida Lucus Augusti, a cuatro jornadas de marcha de allí, y había estado apoyando a las otras dos guarniciones durante los últimos tres meses, justo después de que se terminara el foso que aislaba completamente la aldea, para evitar el continuo goteo de fugitivos que intentaban huir hacia las sierras nororientales donde era prácticamente imposible darles caza y donde terminaban por formar pequeños grupos que dificultaban el aprovisionamiento de los asentamientos romanos.

La mañana se oscureció de repente. Castillos de nubes de un gris plomizo escondieron el sol y una penumbra fantasmal atenazó el macizo. Comenzó a caer una lluvia primaveral de gruesas gotas que se estrellaban sonoramente contra los cascos de los tres hombres, por lo que buscaron cobijo dentro de una de las casas circulares que mantenía su techo intacto. Los soldados, a falta de lugares de abrigo, bajaron un poco la ladera para buscar refugio en el bosquecillo de tejos. Cuando los tres generales estuvieron reunidos bajo cubierto, sentados en sendos toros de madera alrededor de una lumbre agradecida que uno de los asistentes de Carisio había encendido, relajaron sus semblantes. Los tres comentaron durante más de una hora el estado de la región. En los meses precedentes al sitio, las tropas de Furnio habían batido los montes siguiendo el margen derecho del río Sil desde su desembocadura en el Miño. Las Fabio habían limpiado los caminos de montaña por los que se trazaría la calzada que uniría con la meseta la nueva ciudad del norte fundada por él mismo. Por su parte Carisio había partido de Astúrica Augusta ocupado de la parte oriental del macizo montañoso hasta llegar a los pies del Monte Medulio. Las escaramuzas con los indígenas habían sido una fuente nueva de aprendizaje para los legionarios, acostumbrados a la lucha organizada en un campo de batalla. El precio que habían tenido que pagar por las enseñanzas había sido alto, pero había merecido la pena porque toda región estaba bajo el control de Roma. Con la toma del monte en el que se habían refugiado los últimos rebeldes, azuzados por el avance de las tropas romanas, apenas quedaba ya resistencia digna de mención; únicamente algunos grupos aislados habían huido hacia las sierras más altas y allí, lejos de los caminos de tránsito de las caravanas de abastecimiento, no constituían ningún peligro. Los tres militares se mostraban ciertamente optimistas en cuanto al final de su labor en Gallaecia; optimistas y esperanzados porque podrían por fin retomar la actividad política de la se habían visto apartados por aquella misión incómoda y tan poco propicia para contribuir a engrandecer sus carreras militares.

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Cayo Furnio solicitó a su asistente que hiciera lectura de un pliego lacrado con el sello imperial. Tal documento hacía mención en lo concerniente al reparto del territorio conquistado. Se le concedían poderes plenos para tomar decisiones sobre la concesión de tierras a los soldados de mérito que estuvieran cercanos a la jubilación. Tal maniobra era una forma muy inteligente de colonización que permitía garantizar la estabilidad y el control de Roma sobre sus vastas posesiones. Al otorgar una partida de terreno a los legionarios veteranos se garantizaba que éstos defendieran por propio interés la estabilidad del territorio. Desde los primeros tiempos de la República esa medida había dado excelentes resultados convirtiendo las provincias en auténticas extensiones de la gran capital, a la abastecían de todo cuanto necesitase. Por todas partes en la Galia, en Hispania y hasta en los mismísimos confines orientales del Imperio prosperaban las ciudades, se establecían relaciones comerciales con los lugareños, y se extendía la Romanización como concepto globalizador en economía, política, derecho, cultura y religión. La maquinaria romana funcionaba en ese sentido de un modo impecable, amparando bajo su protección a cuantos naturales hicieran esfuerzos por adaptarse a los nuevos tiempos.

De vuelta a sus acuartelamientos las novedades corrieron entre los soldados. Los

que más se alegraron fueron los veteranos. Se contaban, sólo en la guarnición del sudoeste, casi cien hombres afortunados cercanos a cumplir los cuarenta y seis años que les permitirían licenciarse. La promesa tierras fértiles en las que vivir como terratenientes romanos un merecido retiro fue acogida por eso con especial entusiasmo. A la media tarde, bajo un cielo que amenazaba con una nueva descarga de agua, el general daba lectura del escrito imperial, del mismo modo al que lo estarían haciendo, a aquella misma hora, los responsables de las otras dos guarniciones. Los legionarios, en perfecta formación ante sus tiendas, murmuraban entre sonrisas. Aquella noticia era un merecido colofón a tantos meses de asedio y un buen presagio que les invitaba a olvidar el horror que habían visto en el monte. El general Furnio, en un discurso amplificado por el asistente, estaba pletórico. Con criterio de buen orador había administrado sus palabras como lo haría ante el Senado un avezado político. Primeramente, en un ejercicio de falsa modestia, había desproveído a su victoria de cualquier tipo de enaltecimiento personal distribuyendo entre la tropa el mérito del triunfo y el honor de aquel éxito militar. Luego había mitificado la resistencia de los insurrectos para hacer de aquella victoria sórdida un hecho digno de ser recogido en las crónicas como un acto heroico de las legiones. Por último había sabido vender el edicto imperial como si él hubiera tenido algo que ver con un procedimiento tan habitual en aquellos tiempos. Aquel hombre, aguerrido veterano de la batalla de Accio, había pasado por momentos muy delicados a lo largo de su dilatada carrera y ello lo había dotado de un don especial en el manejo de los hombres que le había permitido prosperar aún a costa de las propias equivocaciones. Tras la batalla entre Antonio y Octavio, con éste como vencedor absoluto había sabido hacer las paces con el nuevo dirigente de Roma, accediendo al puesto de senador secular. No cabía la menor duda de que Furnio sabía manejar los tiempos para terminar siempre en una posición ventajosa. La tropa, en la explanada del campamento, rompió en aclamaciones a su jefe militar, y éste terminó henchido de ese orgullo especial que hacía que los grandes oficiales de las legiones nunca quisiesen retirarse, sino seguir ganando y ganando más batallas porque la gloria era el verdadero oxígeno que les insuflaba vida.

Cuando estaba a punto de ordenar a sus soldados que rompieran filas Sempronio apareció por la puerta sur de la empalizada que salvaguardaba el campamento. Venía

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acompañado de los diez hombres que se habían quedado bajo su mando de vigilancia en el castro. Delante de ellos avanzaba a trompicones un grupo de mujeres empujadas por los golpes de los escudos, algunas con sus niños en brazos, que acabaron dando con sus huesos por los suelos a los pies del general. Los guardias se cuadraron ante el superior y luego el centurión avanzó dos pasos y después de golpearse el pecho con su antebrazo en señal de respetuoso saludo, comenzó a relatar los pormenores de aquella inesperada captura. Bajo un roquedo cercano al manantial, habían hallado una pequeña gruta en la que aquel grupo de había ocultado con la esperanza de aguantar allí unos pocos días hasta que se desmantelaran los campamentos romanos. Unos matorrales camuflaban el orificio de entrada de manera que era imposible sospechar nada, pero el llanto de uno de los bebés había sido tan inoportuno que uno de los guardias los había descubierto. Furnio se mostró contrariado por aquel incidente que estaba a punto de arruinar su atinado discurso. Durante unos instantes se mantuvo callado, sopesando su decisión, pero una de las cautivas precipitó los acontecimientos. Del suelo se levantó la única anciana del grupo. Se trataba de una vieja huesuda y greñosa que en lugar de producir lástima en el militar le produjo asco, máxime cuando ésta avanzaba decididamente hacia él profiriendo sonidos guturales que sonaban amenazantes. Él no entendía las palabras de aquella lengua de animales, pero por la cara mustia que estaba poniendo el oficial que le había servido de altavoz, estaba claro que aquella agorera no le estaba echando ninguna bendición. Uno de los lugartenientes, un joven impetuoso que se hallaba a su izquierda, sacó su espada corta y la hundió en el vientre de la anciana. Al quitar el hierro la mujer se desplomó a los pies del oficial con lamento ahogado. Los murmullos crecieron entre los soldados y algunas de las mujeres indígenas que habían permanecido tiradas en el suelo húmedo se acercaron a la muerta prorrumpiendo en llantos. El joven oficial limpió su espada y la devolvió a la vaina mientras miraba a su superior con la convicción del deber cumplido y volvió a flanquearlo como si no hubiera pasado nada. Pero Furnio no pensaba lo mismo. Aquella muerte parecía querer anunciarle un augurio siniestro; sin embargo, no queriendo mostrar ningún signo de debilidad ante la tropa, permaneciendo altivo y con la mirada impasible. Cuando fue preguntado por otro oficial acerca del destino que dictaba para aquellos infelices la orden fue tajante:

- No quiero prisioneros – se limitó a decirle, - y se dio media vuelta.

La formación rompió filas y el oficial seleccionó a unos cuantos hombres para que materializaran los deseos del general. Cuando éste entró en su tienda Sempronio le siguió a pocos pasos y solicitó con nerviosa humildad ser recibido. Ambos se quedaron solos bajo el austero toldo que servía de puesto de mando.

- Señor, mi señor, - inició tímidamente el centurión- Sabéis que llega el día de mi retirada…

- Lo sé, mi querido Sempronio, – convino el general, - y bien conoces el aprecio que te tengo, pues me has servido bien desde los días de la Guerra Civil.

- Y son ya veintidós años, - mi general, - completó el centurión.- Veintidós años bien merecen la mejor partida de tierra, el mejor lote. Si es eso lo

que te preocupa puedes estar tranquilo, que me encargaré personalmente de que el reparto te beneficie. – Señaló Furnio mientras daba cuenta de una copa de vino.

- No es eso, mi señor, no es eso. - Entonces… No comprendo.

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- Veréis, mi señor, -explicó rudamente el soldado, poco acostumbrado a hablar con un superior de temas que no fueran estrictamente militares. – Yo ya soy viejo, mi señor, y los dioses no han querido… -Los gritos de las mujeres que iban siendo ajusticiadas casi a la puerta de la tienda aceleraron su petición ante el temor de que fuera tarde. – Yo ya soy viejo, - volvió a repetir nerviosamente, - y los dioses no han querido que mi mujer me diera un hijo varón. Ahora que voy a tener una tierra propia quisiera un heredero que me dé ilusión para trabajarla…

- Y quieres uno de los niños…. – Dedujo certeramente el general.- Sí, mi señor… uno de los niños…

A la íntima confesión siguieron unos segundos de angustioso silencio que al viejo centurión le parecieron siglos, hasta el punto de encontrar ridículo el paso que estaba dando. Conocía de casos en el que algún soldado se había hecho con niños después de alguna batalla, pero nunca de ninguno en el que hubiera una petición expresa de tal hecho a un superior. No pudo menos que abrir su boca para completar su compungido semblante cuando oyó la estentórea carcajada de Furnio.

- ¡Corre, ve a buscarlo antes de que acaben con todos! – Le gritó el general señalando la entrada de la tienda.

Allí, bajo el toldo, Sempronio parecía un adolescente gigante y fondón al que le habían hecho el mejor regalo de su vida. Corrió hacia la puerta y salió precipitadamente hasta el punto de tropezarse con alguno de los cuerpos degollados. Se dirigió a uno de los soldados de su guardia.

-¿Cuál es el niño que lloraba en la cueva?

El joven recluta señalo a una de las mujeres que aún vivía. Acuclillada en el suelo, abrazaba desesperadamente a su criatura y la besaba, ambos envueltos en lágrimas. El centurión le arrebató el bebé de las manos mientras dos soldados sujetaban a la mujer. Cuando un tercer soldado se disponía a rajarle el cuello lo paró en seco. El bebé era demasiado pequeño. Con el niño en brazos volvió a entrar en la tienda y salió en menos de un minuto, con el general riendo a su espalda. Hizo una señal a la mujer para que lo siguiera. Los dos soldados dejaron libres sus muñecas y la joven se arrastró unos pasos hasta que logró incorporarse del instante infausto en el que viera cómo le arrebataban a su hijo y la muerte le pasaba por delante de sus ojos.

- ¡Será un buen romano! – Gritaba alborozado el centurión mientras mostraba el bebé a sus compañeros. – ¡Será un buen romano!

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Los espíritus jóvenes

siempre albergan una esperanza

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CAPÍTULO PRIMERO

Una flor de otro mundo

- Mi adorada Clarice. – Esas eran las palabras que, prendidas en mis labios como un susurro lacónico y cansino, madrugaban conmigo. Eran la forma en que mis recuerdos se hacían yaga perceptible. Eso murmuraba adelantándome al amanecer mientras iniciaba el paseo por la inmensa playa, pero el dolor no me permitía articular nada más y era el pensamiento el que se encargaba de torturarme desde lo más profundo, clavando las dagas hirientes de sus reproches con una saña tan certera que mis ojos se llenaban de lágrimas. Qué cruel fue la diosa del destino conmigo al permitir que te fueras. Qué vacíos quedamos los demás, destruyéndonos sin darnos un respiro para volver a amar. Cómo se desmorona todo en un segundo fatídico señalado por una mano divina que no muestra la menor benevolencia.

No me llames, que no estaré nunca dispuesto. Deja que me lleven al abismo. Ese es mi sitio. Allí iré a cumplir la culpa de ser inocente. Allí me esperarán tus ángeles negros para reírse de mi desdicha. Tal vez ellos tengan un poco de compasión y me junten con todos aquellos que han sufrido tanto en esta vida que les importa muy poco la eternidad porque temen que sólo sea una prolongación de su agonía. Allí estaré bien, lo sé, porque allí habrá otros como yo; muchos otros con los que repartir mis remordimientos haciéndolos así más impersonales, más rudimentarios y por ello menos dañinos. Aunque, pensándolo mejor, si estoy en el infierno qué puede importarme.

Que extraña manera de hacer dolor de los pecados y propósito de la enmienda, cavilaba mientras arrastraba pesadamente los pies por la orilla del mar. Lentamente me recomponía intentando soslayar aquel pesimismo que me impedía levantar la vista y mirar al horizonte. Y poco a poco lo conseguía. Con gran esfuerzo, con verdadera voluntad de iniciar, con la salida del nuevo sol, también una nueva vida.

Así, entre divagaciones y quimeras, fue como la encontré, antes que la aurora; aquella mañana de abril en la que, como de costumbre, había salido a revisar unos anzuelos. Aquel era un sano ejercicio para mi dolorido corazón. Un corazón de viejo en un cuerpo juvenil y robusto. Un corazón usado y tirado sin ningún miramiento que, harto de humillación y desprecio, estaba derrotado y baldío, pero que, afortunadamente, estaba siendo sometido por el razonamiento. Y precisamente fue esa lucha entre el sentimiento y la razón la que me había llevado tan lejos. Feliz momento el de aquel arrebato loco de consciencia que me arrastró fuera del mundo para acercarme a mis adentros. Y estaba ganando, lo confieso, estaba ganando terreno a la ira y al odio, y eso me devolvía el sosiego y las ganas de ser y de vivir de nuevo. Sólo el murmullo de las olas contestaba a preguntas que no tienen respuesta. Sólo la luna era testigo, desde su altura que todo lo puede, de que yo estaba ganándome de nuevo para mí mismo. Un solitario errático en la playa, una figura de humo y sombra dejando huellas de pisadas que las ondas lamían

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golosas devolviéndolas a la mar inmensa del olvido; esa mar en la que me esforzaba por nadar como un aprendiz acobardado.

Las primeras luces del día iluminaron su cabellera ondulada, en otro tiempo alisada por peines de oro y ahora ensortijada, pero bella todavía. Su rostro mezclaba la juventud del que aprende con la serenidad del que ha vivido. Su cuerpo, de un moreno brillante, se confundía con el color de la arena que se había colado, ayudada por la brisa, a través de los huecos aquellos harapos atrapados por un ancho cinturón que a duras penas tapaban su escultural figura; y cuando el vientecillo apartaba los jirones del tejido y su espalda quedaba desnuda, se podían contemplar arañazos que rompían con violencia la tersura de su piel.

Hoy, en el corazón de esta inmensa ciudad, recordando aquellos días, juro que no me importaría que mi vida empezase en aquel mismo momento. Que todo cuanto abarcase mi memoria naciese aquel mismo día. Daría lo que fuera para que la traidora verdad que nos persigue, escribiendo las desventuras en los lugares de nuestra mente inaccesibles al olvido quedase allí enterrada, en aquella arena fina y caliente. Así yo renacería libre para escribir de nuevo mi vida, aún a sabiendas de lo que iba a depararme. Pero ese es un deseo inalcanzable para el ser humano. Las reminiscencias amargas de su pasado se labran meticulosamente en el cerebro, siendo capaces de vivir por su cuenta y decidir por ellas mismas cuando acudir a la consciencia para enturbiarle el presente y hacérselo plomizo, desalentador y, lo que es más triste, inservible.

Yo, que en aquel tiempo vivía como un ermitaño en una choza destartalada, lejos del bullicio de las ciudades y de las gentes civilizadas, nunca habría soñado encontrarme ante una situación así; pero era cierto. Allí estaba, tendida, inerte, indefensa. Reclamando desde su fragilidad todo el auxilio que pudiera darle. Sí, allí estaba yo, poniendo en orden mi cabeza, en medio de la inmensa y solitaria playa, cuando el destino quiso enseñarme lo extraño y arbitrario que puede ser al escoger a sus protagonistas.

La cogí suavemente, como se coge a un bebé de su cuna y, en brazos, la transporté a la improvisada vivienda que me cobijaba de las inclemencias del clima caluroso y húmedo de la zona, que en cualquier momento sorprende con la súbita descarga de toda el agua que contienen los cielos. La deposité en mi hamaca raída y seca. Le quité los sucios trapos y la lavé con cuidado y con un respeto que a mí mismo sorprendía. Su cuerpo era hermoso, terso, suave pero no despertó en mi la lascivia de quien desea sino la ternura del que ama. La cubrí con una manta y me senté a mirarla. No se cuanto tiempo estuve pasmado ante la estampa de su inocente belleza. ¿Cómo serán sus ojos? Me preguntaba.

Pasó el día con su tarde y con su noche y me despertó el frescor de la mañana, a su lado. Ella me estaba mirando, sentada en la hamaca, abrigándose tiernamente con la manta. Con sus ojos verde aceituna me estudiaba, sin decir nada. Me precipité a hablar pero apenas conseguí despegar mis labios cuando me dijo:

- Me llamo Marie.- Sonó tan dulce que fue como un gracias por estar ahí.

No pude articular palabra. Me limité a entreabrir inconscientemente mi boca mientras ella se levantaba y con paso decidido cruzaba los escasos metros que nos separaban del agua. La manta cayó con un gesto estudiado y Marie se dejó mecer por las olas mientras

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yo la contemplaba con el sol al fondo de aquel amanecer que hacía que el mar pareciese un espejo de plata. Decidí que lo mejor era preparar algo para almorzar, pues mi invitada tendría apetito y eso me hizo recobrar la serenidad perdida. Ella regresó cansinamente, arropada en la manta; jugueteando con la arena, y cuando sintió mi presencia irguió lentamente su cabeza y sus ojos me preguntaron mi nombre.

- Me llaman Frank- Dije vacilante, - Te he conseguido un poco de ropa en la aldea. La vas a necesitar. - Miré hacia el interior de la choza indicándole el camino y continué abriendo el pequeño aguacate que tenía entre las manos.

Pronto estuvimos sentados el uno frente al otro, en sendas toradas, separados por una mesa improvisada a partir de una vieja plancha de madera rescatada del mar; dando cuenta de un frugal desayuno. No tuve que preguntar nada. No fue necesario. Ella debió sentir mi ansiedad por saber y no quiso hacerme esperar más.

- Estuve perdida en la selva durante varios días, ya no recuerdo cuántos, quizás una semana… Los días en la selva se hacen eternos.

Hablaba pausadamente, como contando las palabras; midiendo su alcance en mis gestos, en mi mirada, valorando fríamente lo que debía decirme y lo que debía callarse. Supo relatarme tan gráficamente su misteriosa aparición que aún me parece sentir en mis carnes su frenético avance entre la tupida maleza que inundaba aquella zona del bosque tropical. Supo transmitirme su soledad, su indefensión; rodeada de sutiles murmullos, susurros de la noche que no cesan, leves crujidos de ramas nunca pisadas. Dejaba atrás algo más que el camino. Abandonaba, a toda prisa, un pasado sombrío, trágico y desfigurado en su memoria. Y corría, corría endemoniada, presa de un pánico acumulado más allá de lo descriptible. La peligrosa jungla se afanaba en rasgar sus vestidos, en arañar su piel, en herir sus pies descalzos que sangraban de tanto pedirles pasos que la alejasen de una muerte cierta. La espesura se abatía a su paso febril. Poco a poco la frondosa capa del sotobosque fue haciendo menos aparatosa su marcha. Por fin, tras un desesperado grito hacia delante, su cuerpo diminuto, cayó exhausto sobre la tibia arena de una playa.

- Cuando te encontré me diste un susto tremendo. Por un momento pensé que estabas muerta o malherida, pero tu cuerpo no tiene más que magulladuras y rasguños que me dicen que has tenido que correr alocadamente entre la maleza, y esas cicatrices de tu espalda que....- Dejé la frase en suspenso, premeditadamente, ofreciéndole un cabo al que agarrarse para continuar el relato de sus penurias, pero en lugar de asirse a él lo apartó con seca determinación.

- No quieras saber más, no lo necesitas. Estas marcas son un recuerdo muy amargo del que quiero alejarme, no me las traigas ahora a la memoria, ahora que soy libre.- Sus palabras sonaron con un ramalazo visceral e instintivo de autoprotección.

Aquel arranque nacido de su inconsciente me produjo una inquietud que no pude disimular ni con una forzada sonrisa. Ahora tenía un doble castigo mi curiosidad: el hecho de no satisfacerla y la amarga ansiedad de saber que tras aquellos ojos claros había la profunda oscuridad de un alma atormentada por recuerdos de los que no puede huirse en vida. Recuerdos que te acompañan donde quiera que vayas para, lentamente,

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torturarte. Conocía perfectamente esa sensación, pues estaba todavía convaleciente de amores.

La estuve poniendo en situación durante un buen rato. Dimos un largo paseo por la playa. Le fui describiendo el paisaje, los lugares, aquellos lugares que mis soledades conocían tan bien. Contándole cómo mis desventuras me habían traído allí, pero sin demasiados detalles. Nunca fui amigo de abrir corazones. Todas esas cosas se me antojaban demasiado inocentes para alguien como yo, que estaba de vuelta, con la sensación de haber vivido más deprisa de la cuenta. Pero a ella no parecía interesarse nada que no fuera la manera de salir de allí lo antes posible. Intentaba explicarle que Cayenne no estaba lejos cuando llegamos a la entrada de un pequeño pueblo de pescadores. Con nosotros caminaban las nubes que pronto tiñeron de gris el azul del cielo y el paraíso se tornó más terrenal que nunca.

- Voy a presentarte a unos amigos. Ya verás, te encantarán. Son muy buena gente, y mi única compañía desde que estoy aquí. – La cogí de la mano, deseoso de compartir con ella lo poco que tenía, o lo poco que podían darme.

- Me alegra saber que no estamos solos en el mundo – Repuso con cierta ironía al tiempo que acompasaba premeditadamente sus pasos con los míos. No me ofendió, lo reconozco. La dulzura con la que sonaron sus palabras me impidió cualquier comentario sarcástico que, en otro tiempo, hubiera salido fácilmente de mi boca.

Había allí varias cabañas de madera, no más de diez, en su mayoría destartaladas; alineadas a unos metros de la playa, bajo unos enormes cocoteros que las camuflaban de escondiéndolas en el cuadro del paisaje. A un lado de las chabolas había un alpendre que se mantenía en pie a duras penas, sujetado por la pared lateral de la casa y otras, Resguardaba de la intemperie los aperos de pesca tradicionales de la zona. La aldea estaba casi vacía. Los niños se encontraban en la escuela de otra cercana, más grande y los pescadores faenando en el mar. Las mujeres seguramente se hallarían en los campos, robándole a aquella tierra algunos vegetales que completaran una dieta basada en los frutos del océano. Sólo las dos primeras de aquellas viviendas, con sus chimeneas humeantes, nos avisaban de que había alguien allí.

Apareció Milene, cantando como de costumbre, envuelta en su vestido estampado. Era una mujer mulata de unos cincuenta años, entrada en carnes. En la cabeza llevaba un pañuelo a juego. Sus cabellos negros y ondulados asomaban a una frente surcada por dos profundas marcas que imprimían en su cara ovalada determinación y firmeza, pero no conseguían aún así, despojarlo de ese halo de juventud eterna que emana de algunos rostros, concentrado, sobre todo en unos pómulos prominentes que se redondeaban más a medida que ampliaba su sonrisa. Se apoyó en el dintel y nos miró con la resignación de quien no tiene nada que perder ni que ganar. Rió socarronamente, con esa herencia de los negros caribeños curados de espantos. Examinó a Marie en un golpe de vista y pareció decidir que le gustaba.

La tormenta tropical comenzó a salpicarnos con húmedas y refrescantes gotas gordas que se deshacían estallando en nuestros rostros. Pronto se hicieron tan impertinentes que nos obligaron a entrar precipitadamente en la cabaña de la vieja. Dos habitaciones componían la estancia, pobre pero cuidadosamente ordenada. Una mesa, y cuatro sillas, una estantería con recuerdos de un pasado lejano y lleno de penalidades, que parecía

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mostrarse en los rostros de unas muñequitas de porcelana, sentadas mirando la vida desde una pared de madera raída por los años. Una alacena dejaba ver unos cuantos platos y vasos a través del hueco que había ocupado algún día un cristal translúcido. A un lado, la cocina de gas, un pilón y unos calderos de agua. En la habitación contigua se asomaba un pequeño catre, cubierto con una colcha de flores que ponía la nota discordante en el marrón general que poseía la casa.

Afuera la tormenta arreciaba. Milene nos acomodó, mientras nos observaba estudiando a mi acompañante con la diligencia de un buen detective buscando pistas.

-Señorita, está usted muy delgada- dijo con seguridad, elevando la voz a cada palabra.- Tiene que cuidarse. Le voy a preparar una buena comida. Y tú, francesito, - así era como me llamaba cuando iba a ponerse sarcástica,- ¡a ver si cuidas mejor de tus mujeres!- Añadió al comentario una sonrisa pícara que me recordaba a mi madre, cuando me reprendía por mis andanzas de joven despreocupado y ligero de cascos. Se puso, entre carcajadas, a limpiar una pequeña raya recién pescada y nos la guisó con batatas, tomates y chalotas; mientras canturreaba una cancioncilla en créole.

La tormenta se fue suavizando, ayudada por nuestras risas, pues Milene era muy dada a contar las peripecias de su azarosa vida. Peripecias que pasaban por los burdeles más afamados de Cayenne, donde los terratenientes y hacendados le sorbieron la hermosura, a golpes de dinero y alcohol; pero ella recordaba todo aquello trastocando los llantos y las penas en comedia, con la jocosa cadencia de haber sobrevivido a sus tiempos peores.

Entonces apareció Nico en la puerta. Un chiquillo de unos nueve años, moreno, pecoso y espigado. Su cabello rizado y su cara afilada le daban el aspecto de saber más de lo que fuera aconsejable a su edad. A su lado correteaba un pequeño perro de aguas que le acompañaba a todas partes. El rapaz estaba sofocado. Una vez más se había quedado a medio camino de la escuela, pero esta vez tendríamos que agradecérselo. Recuperó el aliento a duras penas y dijo entrecortadamente:

-¡Tu cabaña…, tu cabaña está ardiendo! Hay hombres, cuatro o cinco. Están armados y vienen hacia aquí. – Señalaba nerviosamente hacia la playa mientras su perro no dejaba de ladrar, contagiado por su nerviosismo.

Marie palideció en el acto. Sus ojos tintineaban y su rostro adquirió una mueca de horror que borraba sus finos rasgos. Balbuceó cuatro palabras inconexas que me sobrecogieron. Su sobresalto me advertía que estábamos en peligro, que teníamos que huir, pero yo era incapaz de reaccionar. Me quedé paralizado, lanzando al aire preguntas estúpidas que no encontraban respuesta.

- ¿Qué está pasando aquí? ¿Quiénes son esos tipos? – La pregunta de Milene quedó en el aire para que nos la repartiéramos entre los dos, pero yo estaba tan confundido que lo único que hice fue mirar a Marie traspasándole mi confusión.

- Tenemos que irnos inmediatamente. – Marie no dio opción a ningunas explicaciones. – Cuanto menos sepáis más seguros estaréis. –Sentenció al tiempo que se asomaba a la puerta para calcular el tiempo con el que contábamos. – No quiero que os hagan daño. A ninguno. Así que lo mejor es marcharse.

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Pasados unos segundos recobré el control sobre mi mismo; ya habría tiempo para explicaciones, para unas explicaciones que se me hacían irresistiblemente necesarias.

- ¿Pero cómo? – Pregunté más como un lamento que como una pretensión de recibir una respuesta adecuada.

Afortunadamente la reacción de Milene fue casi instantánea. Salió corriendo hacia la cabaña de al lado, donde vivía su hijo Jean, y tras unas escuetas explicaciones el joven se asomó a la última línea de cocoteros y se perdió de nuestra vista. Al cabo de unos cinco minutos regresó corriendo y fue directamente a su madre dándole respuesta a sus preguntas en aquel raro dialecto que se me negaba. Milene se hizo cargo enseguida de lo que estaba pasando y nos ofreció una solución de urgencia.

-Mi hijo os sacará de aquí. Subid al camión y os llevará a Cayenne. Allí estaréis más seguros. - Pero ¿y vosotros? – Estaba preocupado por lo que pudiera sucederles, en especial a Nico. Tengo que confesar que me había encariñado con él. Me había hecho compañía muchas veces compartiendo mis paseos por la orilla del mar. Incluso me había enseñado a pescar y a buscar sabrosos bocados entre las rocas de la playa. No quería, por nada del mundo, que le sucediera algo por mi culpa.

Milene fue tajante. – No os preocupéis por nosotros. Sabremos arreglárnoslas. Además no tenemos nada que esconder. Marchaos ya. – Prácticamente nos empujó dentro del pequeño camión que Jean usaba para llevar el pescado a la ciudad. Bajé el cristal y asomé la mano para despedirme de Nico.

- No te preocupes, chaval. Todo va a salir bien. – Acaricié su cabeza enérgicamente para darle ánimos, pero él y yo sabíamos que aquel era un adiós definitivo. Sus ojos se llenaron de lágrimas cuando su abuela lo agarró para que pudiéramos marcharnos. Recuerdo perfectamente aquella estampa de los dos abrazados junto a la casa, indefensos y apesadumbrados y a aquel perro ladrando detrás del camión como si fuera una propiedad suya que le habían robado.

Salimos de allí a toda prisa, por un camino sembrado de charcos y barro, mientras Milene recomponía su casa para eliminar el rastro de nuestra visita. Nico y su perro se asomaban a la playa para localizar a los extraños.

Miré hacia atrás, a través del sucio cristal trasero y vi alejarse el poblado y los cocoteros, coronados a lo lejos por una fina columna de humo que se inclinaba hacia la selva por efecto de la brisa. Volví mi vista hacia el camino, paseándola con lentitud por los rostros de mis acompañantes. Jean, el pescador, tenía en su cara morena y sudorosa una mueca de excitación. Era como si aquello viniera a romper la monotonía de su vida.

-Son buscadores de oro... y deben estar ansiosos por encontraros, porque es muy extraño verlos por aquí. Raramente bajan de las montañas, o bien para vender su mercancía en la ciudad o para comprar víveres en alguna aldea de la costa.- Demostraba conocer el asunto, pues hablaba con una seguridad total.

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Aquellas palabras emblanquecieron más todavía el rostro de Marie, que apenas pudo soportar mi mirada inquisitiva. Aquello la obligaba a contar más de lo que había previsto. Masculló unas palabras pero la presencia de Jean la hizo retroceder en su intento de ser franca. Entendí perfectamente su gesto y correspondí con otro de aprobación pero a mi mente no cesaban de acudir preguntas. ¿Quién era aquella extraña mujer, más propia de un elegante boulevard de París que del Infierno Verde? ¿Por qué era tan cuidadosa en las palabras que decía que parecía escogerlas una por una? ¿Quiénes eran aquellos hombres que nos perseguían con tanto interés y tan malas intenciones? El traqueteo del camión que precipitaba su marcha por un camino repleto de baches grabados por el aguacero contribuía a revolver mis pensamientos. Parecía deleitarme con el peso de la incertidumbre cuando sentí la suavidad de su pelo en mi rostro y su brazo caer lacio y extendido sobre mis muslos y yo tuve que aplacar mis inquietudes esperando otro momento más propicio.

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EL SUEÑO DE

BELIAL

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MARCO BELAMI

El fin del principio…

En un banco de la alameda te estoy viendo venir entre la gente

pero tú no me percibes a pesar de que hace rato que sé que estás aquí.

Tal vez sí, es posible, insensata;y me estés engañando;

jugando conmigo para solazarte en mi estado febril.

Pasaste de largo una vez por delante del banco

para asegurarte de que era yo. Espejismo me vuelvo entre la penumbra y la luz.

Con disimulo me miraste para no apreciar más que una mancha trajeada

bajo la lengua verdosa de un árbol, musitando que leo, que escribo...

Desandas camino para ver si consiguesuna imagen más nítida

que te empuje a dar el último pasodel viaje que nos ha traído aquí a los dos.

Una hora, un banco y un libro en la mano;

lo he cumplido a rajatabla. Sabes que no puedo mentir,

que tengo prohibido engañarte.

Estás tan nerviosa que noto el seísmo que sobrevendrá.

Sientes que por vez primera en tu vidahas hecho algo para cambiarla.

Desde que me autorizaste fui abatiendo los misterios de tu subconsciente,

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poblando cuanto de verdad me interesa. Intrigante y seductor,

me alimento del cuenco de tu soledad.

Sin embargo, infeliz,no sabes que tú eres la poderosa

y yo el indefenso,temeroso de fracasar

en algo que aún no ha empezado.

Estoy aquí, en el parque.Huele a mar.

Estoy aquí en el parque. Sé que vendrás.

…el principio del fin

La entrada y el laberinto

Martes, 8 de mayo

princesadelosueños, que tiene 37 años, estáintentando enviarte un mensaje privado.¿Deseas recibir mensajes privados de

princesadelosueños?

- Hola Fantasía.- Hola, Princesa. Me hace muy feliz que estés ahí. ¿Por qué me has elegido?- Me atrajo tu nick.- Eso está bien, muy bien. Te estaba esperando sin tú saberlo, sin yo saberlo.- No entiendo bien lo que quieres decir. - Es pronto para explicaciones, aunque seguro que sabes por experiencia propia

que todos buscamos algo en el Chat.- Aunque sea solamente pasar el tiempo. ¿Es eso lo que te hace feliz: simplemente

pasar el tiempo o es que has encontrado ese algo que dices buscar?- Esa es una pregunta para la que no estoy preparado aún. Es demasiado difícil

expresar con palabras el camino que vamos a empezar juntos.- Eres un poco presuntuoso ¿No?- No lo soy en absoluto. En este momento reboso humildad. Te he estado

esperando durante mucho tiempo.- ¿No pretenderás asustarme? ¿No serás uno de esos raros que se pasean por el

Chat buscando incautas?- No, nada más lejos de eso. - Yo sólo he entrado para distraerme un rato. No busco nada más.- Pues para entretener ese tiempo que dices te propondré un pasatiempo.

Jugaremos a un juego- ¿A que juego? - Al juego de los acertijos. - Explícate…

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- Imagina que te estoy esperando en un lugar de tu futuro, en una ciudad desconocida. Una ciudad de agua y de verde, de verde y de luz, de luz y de lluvia.

Se hizo un prolongado silencio entre nosotros. Confieso que me sorprendió agradablemente la forma tan poética que tenías de presentarte. Me sentía curiosa, intrigada. Sí, allí estaba yo, sentada en un cibercafé, rodeada de adolescentes que tecleaban frenéticamente ante las pantallas parpadeantes entre medias risitas y cantidades ingentes de chucherías. “Fantasía está escribiendo un mensaje”, leía en la parte inferior del monitor y mientras esperaba iba repasando las circunstancias que me habían llevado a entrar en aquel tugurio del acné juvenil. A la puerta del cíber había quedado con Andreu, un compañero de trabajo. Pero esta vez Andreu, por lo visto había decidido no acudir a la cita quizás porque había encontrado algo mejor que hacer que entretenerse con una treintañera desorientada. El fuerte sol de la tarde me empujó a entrar en el local y casi inconscientemente me senté en una de las cabinas. La chica del mostrador me hizo una señal y a un movimiento del ratón ante el roce leve de mi mano la pantalla pasó del negro al azul de manera casi instantánea. La cara de media luna de Andreu se borró de mi mente y decidí entrar en el Chat de Yahoo y qué lugar mejor que la sala de los aburridos para evacuar de mi cabeza la resignación, la manida resignación que se empareja con la soledad. Había unos quince navegantes y enseguida mis mensajes comenzaron a intercalarse entre los de los demás en una especie de concierto desconcertante. Allí lo encontré, te encontré, Fantasía; un nombre más de la lista de pasajeros del Chat que se mantenía mudo posiblemente leyendo la retahíla de sandeces que unos cuantos ociosos colgaban en la red para perder su tiempo de la manera más absurda. Creo que me puse en tu lugar, cuando imaginé que podías estar pensando lo mismo que yo, así que decidí lanzarte un privado.

Volví a la blancura de la pantalla. Durante unos segundos me mantuve expectante releyendo la última frase. La verdad es que me apetecía jugar, distraerme con algo que me evadiera de mi aburrida existencia, y no había duda que el método de aquel ciberhabitante prometía ser original.

- Imagina que te espero en esa ciudad en un tiempo futuro que ha de llegar. Imagina que inicias un viaje que te llevará allí. Un viaje que comienza en este mismo momento. Imagina que los sueños pudieran tocarse.

- ¿Y por qué habrías de esperarme? – Repuse mientras me arrellanaba en la silla dispuesta a seguirte el juego.

- Aunque tú creas que me has escogido, la paradoja es que soy yo el que puede que te elija a ti.

- ¿Elegirme para qué? – La verdad es que me estabas intrigando con tanto misterio.

- Para un viaje alucinante.- ¿A sí? ¿A un viaje? Me encanta viajar. Y dime, ¿adónde vas a llevarme?- Tú vendrás a mí, a mi ciudad. Vendrás a mi encuentro irremisiblemente.

Presiento que eres tú la señalada.- Estás muy seguro de ti mismo. ¿Es que acaso te crees que tienes poderes? – Sé

que el sarcasmo no es lo mío pero creo que estuve fina. Me separé del respaldo de la silla y me acerqué en a la pantalla, interesada en tu respuesta. No te hiciste esperar.

- Mi poder es casi infinito, sin embargo he de confesarte que nada puedo sin ti.

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- ¿Sin mí? Vaya, eso está mejor. Bueno, en fin, ¿A dónde vamos?- No seas impaciente.- ¿Y tú? ¿Quién eres tú? – Contesté resuelta a obtener un nombre concreto al que

dirigirme -- ¿Dime quién eres? ¿Cómo te llamas? – Me precipité a preguntar, pero en lugar de responderme, tu reacción fue inesperada.

- Soy un Cazador de Sueños… - Espetaste súbitamente consiguiendo descolocarme. - …de sueños que se hacen realidad, de realidades que son sueños atrapados, de ilusiones que no pueden ser verdad…

- ¿De veras? Jaja – Añadí al comentario un icono de risita irónica.- No te rías. Hablo en serio.- Perdona, hombre, perdona; no sabía que fueras tan susceptible. – De pronto sentí

una sonrisa medrando en mi cara, una leve sonrisa ridícula que imitaba a la de los rostros de los jovencitos que me rodeaban.

¡Qué tontería!, pensé, yo no soy ninguna adolescente y sin embargo intuyo que

tengo en la cara la misma mueca bobalicona que ellos. Miré alrededor para corroborar mi presentimiento y el rostro de una niñita pecosa que se giró para mirarme me lo confirmó sin lugar a dudas. Volví a posar mis manos en las teclas.

- No hay nada que perdonar, es simplemente que creo que no me tomas en serio.- ¿En serio? – Pregunté perpleja.

No obtuve ninguna respuesta. El privado se cerró, Fantasía desapareció de la lista de navegantes. Te habías ido. “¡Otro que me deja plantada, maldita sea!”. Sin embargo en mi cerebro se prendió una sensación de intriga, de ambiguo bienestar al que no podía poner rostro ni nombre. Una sensación agradable que había conseguido que durante unos minutos me olvidara del doctor Andreu y de los problemas del hospital. Y todo gracias a un desconocido excéntrico que desvariaba con viajes alucinantes. Lo que es la vida, pensé mientras salía al calor de la calle, lo que es la vida. Bajaba la Rambla de las Flores para coger el metro junto al Liceo e irme a casa, y te fuiste de mi cabeza entre el ruido de los coches, el bullicio de los turistas que pululaban por todas partes a la busca de un subvenir y el de los cientos de viandantes que a esa hora disfrutaban del paseo más popular de la ciudad.

Miércoles, 9 de mayo

Me levanté temprano, me gusta llegar al trabajo media hora antes del cambio de turno y tomarme un buen desayuno en la cafetería del hospital antes de comenzar la jornada. Mi meticulosidad obsesiva me obliga a cumplir unos rituales aparentemente inútiles que a mí me dan tranquilidad para comenzar el día con confianza, Después de desayunar subí a mi planta de maternidad para darle el relevo a las compañeras de la noche. Marosa estaba con una de las limpiadoras en el ofis; ambas se reían con ganas, así que saludé y me interesé de inmediato por comprender sus jocosos comentarios. Pronto supe que la comidilla de la planta a aquella hora era que Elisa había encontrado unos pantys debajo de la cama del dormitorio del médico de guardia. El doctor Méndez había tenido, por lo visto, una noche movidita para gloria y memoria de la fama del personal hospitalario. Me reí con ellas, pero aquellas medias caladas de fina redecilla negra me eran muy familiares. ¡Maldición. Eran mías! Y no de aquella noche, sino de la anterior, en la que había estado de guardia el doctor García, el doctor Andreu García, el

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mismo que me había dejado plantada a la puerta del cibercafé después de haber obtenido de mí lo que quería. “Joder, qué diferentes somos las mujeres de los hombres”, -pensaba mientras mantenía la risita tonta y me atrevía a coger en las manos aquel trofeo de guerra, de mi batalla perdida una vez más ante un hombre que se aprovechaba de mis debilidades.

No paré en toda la mañana: la toma de temperaturas; el baño de los bebés -veinte, la mitad para mí, la planta estaba casi llena - ; reparto de desayunos; pasar visita con el médico; reposición de material; pedido de farmacia; además tres ingresos y dos cesáreas programadas, cuatro altas… Un sin vivir que agradezco porque mantiene mi mente ocupada. Mi trabajo es mi mejor evasión, la cura más efectiva de la enfermedad que padezco, porque estar sola a estas alturas de mi vida es como padecer una enfermedad crónica que tiene mal remedio.

Cuando entré por la puerta de casa eran casi las cinco de la tarde. Había comido en el hospital y me tumbé en el sofá blanco del saloncito mirando al techo mientras escuchaba las noticias del telediario veinticuatro horas y me amodorré en ese limbo intermedio que precede al sueño. Poco a poco dejé de escuchar la voz cadenciosa del presentador y me quedé profundamente dormida. Cuando desperté eran más de las siete. Estaba completamente atontada - no me sienta bien dormir la siesta- por lo que me levanté dando tumbos y fui a dejarme caer en la silla de la salita, ante la pantalla del ordenador. Lo encendí y después de consultar mi correo decidí entrar en el Chat para perder un poco el tiempo. En la sala de los aburridos estaban los de siempre. Recordé el nombre de mi último contacto y lo busqué en la lista, pero no lo hallé, así que me dediqué a escribir una sarta de tonterías que iban desfilando y se iban confundiendo con las de los demás. Ya me estaba cansando de tanta incongruencia cuando ocurrió algo que me sobresaltó para terminar de despertarme. En la parte inferior derecha de la pantalla alguien me solicitaba un privado.

Fantasía, que tiene 43 años, estáintentando enviarte un mensaje privado.¿Deseas recibir mensajes privados de

Fantasía?

“Así que ahora eres tú quien me solicita. Bien, muy bien, ahora seré yo quien se burle de ti”, - pensé, – y acepté tu solicitud con una risita maliciosa en el rostro.

- Hola Princesa –irrumpiste en el blanco impoluto de mi ventana - ¿Me recuerdas?

- ¿Cómo no iba a recordarte? Me dejaste plantada. – Añadí a mi comentario un icono contrariado.

- ¿Cómo tu amigo?

Me quedé perpleja. Con sólo tres palabras me habías desarmado. Se hizo un largo silencio entre nosotros. Todas mis pretensiones jocosas se esfumaron súbitamente. Comprendí al cabo de un minuto que aquel era un silencio estudiado, medido con el tiempo justo que hace medrar la intranquilidad.

- ¿Cómo sabes tú eso? ¿Acaso me espías? ¿Acaso me conoces? – A medida que escribía mis planes de burlarme de mi interlocutor se disipaban para dar paso a

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una especie de ansiedad nerviosa. - ¿Cómo coño lo sabes? – Volví a inquirirte con una precipitación que se diluyó en la lentitud del sistema.

- Soy un cazador, – Me respondiste lacónicamente y luego añadiste una explicación pausada. - No suelo ser habitante de este mundo absurdo en el que me has encontrado. Soy un cazador y te necesito.

Me sentí amenazada. Conocías detalles de mi vida y mis sospechas de que eras alguien cercano a mí se acrecentaron. Titubeé durante unos instantes. Estuve tentada a cortar la comunicación pero luego pensé que si me conocías tal vez sólo quisieras tomarme un poco el pelo. En estos casos casi siempre es un amigo el que aprovecha su ventaja para divertirse un rato y al final siempre desvela su identidad. Los hombres sois así. Si no alardeáis de vuestras conquistas éstas no existen. Volví a sonreír. El pensamiento de que alguien de mi entorno me estaba vacilando consiguió vencer mis temores ridículos y decidí que yo también me iba a divertir contigo, a dejarme llevar, a dejarme hacer hasta que me conviniese. Conmigo misma acordé que me lo pasaría bien jugando al gato y al ratón, aún a costa de saber que yo era la presa, así que contesté:

- ¿Para qué me necesitas? - Para jugar a un juego.- ¿Al mismo de ayer?- No. Hoy será el juego de la sinceridad.- Ok, como quieras. A ver con qué me sales…- Yo soy un visitante incierto.- ¿Qué quieres decir?- He venido aquí a buscar un espíritu que quiera entenderme.

Sinceramente, comencé a pensar que utilizabas una manera extravagante de ligar. Entre tanto tentáculo que se extiende por los Chat lo verdaderamente difícil es entablar una conversación coherente. La mayor parte del tiempo lo pasas escribiendo y leyendo nimiedades que lo único que consiguen es que sientas la agridulce sensación de estar haciendo el ridículo. Esa alma anónima con la que sueñan muchos de los que entran por esa ventana indiscreta no existe o en todo caso está tan perdida en el caos que es imposible de hallar. Confusa, me preguntaba qué habría de verdad y qué de ilusión en aquel raro espécimen que había encontrado por casualidad. Decidí que jugaría contigo. “Así que quieres ponerte misterioso, pues te mostraré que yo también sé jugar como tú”.- me justifiqué y tecleé rápidamente.

- Tal vez yo pueda hacerlo… - Me sentí satisfecha. Tu respuesta no se hizo esperar.

- Estoy sólo en este mundo que no es el mío y mi soledad me devora.

Me creí el lacónico mensaje. Bien pudiera haber sido una estratagema astuta, pero fue tan imprevisto, tan certero en los matices que quería poner en claro, que me lo creí a pies juntillas. Luego te explicaste mejor, eso creo. Tal vez todo era cierto. Tal vez no buscabas un amor burlón, sólo una amistad que naciera de un cuento para ser un cuento en el que yo sería la protagonista. Así que tu problema es que estás solo. Conozco esa sensación. La verdad es que me sentí ilusionada con la perspectiva de ser el bálsamo que curara en otro mi propio mal. ¿Por qué no? No tenía nada que exponer más que ser yo misma sin ser yo, así que decidí jugar al juego de representar mi propio personaje y así comenzaron unos días extraños, los primeros de nuestros encuentros

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furtivos, en una intimidad fingida robada al maremágnum caótico de la gente que pulula por los chats sin saber verdaderamente lo que busca.

- Si has de ayudarme necesito toda tu atención.- Ya la tienes. Pero necesito saber cosas de ti para confiar.- Para tener has de desear. Para recibir has de dar.- ¿De darte qué?- Aquí estamos muy incómodos. Admíteme en tu Messenger, dame tu nick y yo te

daré el mío.

Lo pensé unos segundos y por fin me decidí. No arriesgaba nada con ello, así que lo hice y siguiendo tus instrucciones salí del Chat y abrí el Messenger. Un extraño nombre, [email protected], pedía permiso para ser incluido en mi lista de amigos. Más incertidumbre. Está bien, acepto. De nuevo una pantalla blanca, más amplia, más misteriosamente blanca, en la que escribiste.

- Yo soy un visitante incierto, ya te lo dije. Soy el que escribe tu destino. - Apareció repentinamente y consiguió descolocarme.

- ¿De veras? Repuse incrédula pensando que estabas alucinando en colores. – Eres insistente.

- ¿En qué mes vives?- Es primavera- Sin embargo en mi mundo es Noviembre. Has pasado dos veces delante del

banco en el que estoy sentado esperando. Sé que intentas determinar mi rostro pero aún no lo tengo.

- ¡Vaya hombre!- Aquí estoy, al como te lo prometo en este mismo momento de mi pasado y de tu

presente. A la hora indicada, en el banco de la alameda, con un libro en la mano. ¿Vendrás a mi encuentro?

- No lo sé. No sé de qué me hablas. No entiendo nada. - Soy el que escribe tu destino y he venido para que tú me ayudes a hacerlo. Por

eso vendrás a la alameda en el noviembre en el que yo ya existo ¿Estarás dispuesta?

“Se trata de jugar fuerte al aventurero misterioso”, - pensaba mientras escribía las tres letras del que prometía ser un compromiso:

- Iré – y añadí – Iré si me dices de qué me conoces. – Demasiado evidente. Con mi condición podría estropear la magia que estaba sintiendo crecer, pero para cuando me arrepentí ya le había dado al enter.

- Se puede huir del destino. Si tú lo haces yo lo comprenderé, pero si quieres seguir en mi juego habrás de ser completamente sincera conmigo, sólo así podré llegar a ti.

Decidí guardar mi curiosidad y seguir jugando a tu ritmo.

- ¿Cómo? - ¿Sabes que las almas tienen nueve puertas?- Pues no, - admití ingenua y añadí resultona, - pero lo sé ahora.- Necesito las claves para poder abrirlas.

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- ¿Las claves? – Sonó como si fuera un diálogo dentro de una novela de misterio, así que me pareció muy oportuno dejarme seducir.

- La primera se abre con un gran secreto. Un secreto que no le hayas contado a nadie jamás y que has de compartir conmigo para que pueda entrar en el primer ámbito. – Se hizo un silencio prolongado. – No contestas. ¿Tienes miedo acaso? ¿Qué puedes temer si vives en la impunidad del anonimato?

- No creo que sea tan anónima para ti.- Te prometo que no sé quien eres, ni de dónde, ni a qué te dedicas. A mí no me

interesa nada de eso.- Entonces, ¿Cómo es que sabes cosas de mí?- No seas boba, no son cosas de ti, sino de todo el mundo. Simple casualidad.

Coincidencia. He visto tu perfil: 37 años, divorciada, con ganas de amigos… el resto lo deduje leyendo lo que escribías en el Chat.

- Si ya…- ¡Quiero ese secreto! A cambio yo seré también sincero contigo. Lo juro.- Yo no tengo ningún secreto. – Repuse con cierta indignación causada por tu

insistencia.- Mientes. Tú sabes que mientes.- ¿Lo dices también por casualidad? –Propuse con evidente sarcasmo mientras

volvía a recostarme en la silla. Me balanceé complaciéndome en el movimiento de vaivén. Admito que estaba disfrutando.

- Muy aguda. Está bien claro que secretos los tiene todo el mundo. Pero tú tienes un secreto para mí. A prisa, no me hagas esperar. Mi tiempo es precioso.

¿Qué podía contarte? Algo interesante. Algo que llamara tu atención. Me estaba divirtiendo. No podía negar que tu estilo era original. Pero la verdad es que a estas alturas de mi vida no tengo nada interesante que contar. Quizás que estoy separada después de diez años, pero eso no es interesante, es deprimente. Tal vez que sufro porque no me adapto a mi nueva vida, a mi cama vacía, a mi desayuno mustio en una salita en silencio total. Supongo, supuse que todo eso te aburriría como me asfixia a mí y rebusqué en mi cabeza algo que pudiera sorprenderte. Recordé un encuentro virtual de esos que establezco de vez en cuando en el mismo Chat en el que te encontré y por fin hallé algo que me pareció adecuado para entregarte a cambio de tu presunta sinceridad.

- Bueno sí, tengo uno, uno que es más bien un deseo.- ¡Habla!- Verás: deseo hacer el amor con un chico que me gusta. – Sentí como si me

confesara porque era algo que no le había dicho a nadie.- Eso es algo que le pasa a la mayor parte de la gente.- Si, sí pero mi deseo es imposible….- ¿Por qué?- Es también un habitante del Chat, como tú, y vive en Argentina, en Buenos

Aires; tan lejos que es como si viviera en el infinito.- Eso no sería un escollo si él siente lo mismo por ti.- Eso no lo sé. Aún no sé si me quiere o si juega conmigo como tú lo estás

haciendo. El Chat es casi siempre un fraude.- Lo es, sin embargo tú no. Me sorprende tu franqueza. - Es que lo he sido. He sido totalmente sincera. – Tardaste tanto en contestarme

que me impacienté. - ¿Es que no quieres saber por qué es imposible? – Volvió el silencio. Dime ¿por qué no contestas? – Me revolví inquieta en la silla giratoria.

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Miré a la pared de la salita. Desde ella las Señoritas de Avignon de una lámina, me devolvieron unas miradas desconcertantes que aumentaron mi ansiedad.

- Me estoy bebiendo tu sinceridad. Ella me alimenta. No, no me interesa el porqué sino el para qué. Conozco tu secreto y eso me da derecho a la llave que abre la primera sala… He entrado. Es luminosa. Las paredes son de un blanco níveo ¿Sabes lo que simboliza?

- No, no lo sé.- La pureza, la frescura, la limpieza, la inocencia, la bondad. Se considera el color

de la perfección. Tú eres así. Lo he visto en tus ojos marrones, tus ojos clavados en la nada de un espacio vacío. Se percibe el perfume que exhala tu piel, un perfume a jazmín. Es exquisito. Por el sé que tu piel es fina y suave, como de melocotón.

– Muchas gracias, - yo también sé manejar los tiempos, que no soy una niña tierna a la que avasallar - pero ahora la sinceridad está en tu alero, no en el mío.

- Es verdad, tienes el derecho de conocer algo de mí. - ¿Y qué es? – Por fin me pareció obtener una victoria. Me atusé un poco el pelo y

me dispuse a recibir tus explicaciones con la sensación de haber tomado el mando de la situación.

- Donde vivo hay otras almas prendidas de mis cabellos. Habitan en mi y yo en ellas. Cada una guarda una historia, tal vez la historia del porqué están aquí. Tu sinceridad merece un premio. Una de esas almas va a hablarte, tal vez con ello halles respuestas a tu conflicto.

- ¿De verás? – Toda mi seguridad se fue al garete. - Me tomas el pelo.- Adiós mi querida Princesa. Ya hablaremos…

Me quedé paralizada, mirando fijamente a la pantalla sin tener nada claro. Mi confusión se fue incrementando a medida que me iba dando cuenta de que ya no estabas, de que me habías dejado con un alboroto tremendo en la imaginación. No sabía a que atenerme. Me costaba creer que hubieras invertido tanto tiempo en burlarte de mí. Puede que no fuera una broma, tal vez era algo diferente. Hay tanta gente rara que se me pasó por la cabeza que quizás fueras el miembro de una de esas sectas esotéricas que buscan adeptos por procedimientos excéntricos. Tal vez fueras un loco de los que no tienen más tiempo que perder que el de su locura. La visión de un manicomio encerrado en un Chat me invadió y me hizo sentir indefensa, atrapada por los tentáculos de unas letras que se convertían en palabras peligrosas que me amenazaban. Apagué el ordenador en un estado de nerviosa agitación. Preparé una ensalada y un bocadillo caliente. Tomé una pastilla de valeriana para calmarme acompañada de un té. Me tumbé en el sofá, entretenida con los cotilleos de un programa de actualidad. Pero las imágenes de los famosillos morían en mi retina mientras mi cerebro exploraba los rostros de los posibles sospechosos de ocupar el papel del Cazador enigmático que se había colado en mis intimidades. El primero en el que reparé fue mi exmarido, pero su imagen se esfumó casi de inmediato, pues aún estando juntos ya me ignoraba, a estas alturas ni se acordaría de mí. Después vino Marosa, mi mejor amiga, para la cual la palabra Internet era sinónimo de repelencia. Pasaron otras enfermeras, médicos, celadores, todos demasiado ocupados con sus vidas reales para inventarse un personaje como Fantasía. Entonces reparé en Alfonso, uno de los administrativos de urgencias que tomaba café con Marosa y conmigo al terminar el turno de mañana. Tenía todas las papeletas para cumplir el perfil: joven, soltero, loco por los videojuegos y por la informática en general, siempre a la última en todos los cachivaches tecnológicos y además un espíritu burlón rebosante de ironía. Tenía todo a favor para asumir la

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personalidad del extraño que me tenía en vilo. Sí, era él. Tenía que ser Alfonso. Con ese consuelo me dormí en cierto modo reconfortada por haberle puesto nombre a mi visitante virtual.

Cuando desperté por la mañana me di cuenta de que me había dormido vestida. Una ducha rápida me puso en la calle de un salto. Llegaba tarde al trabajo y esa es una sensación que no puedo soportar. Entré precipitadamente en la cafetería de empleados. Allí estaba Marosa charlando animadamente con un grupo de compañeras. Saludé y me senté entre ellas. Después de un par de churros no tardó en salir el tema de las medias del doctor Méndez. Me sonrojé, o al menos eso creo, pero intenté relajarme porque no tenía la menor duda de que yo estaba fuera de toda sospecha. Tomé un sorbo de café. ¡Mierda, el doctor Andreu! Puede que me tocase pasar visita con él y aún no había decidido cómo encarar la situación. Apuré el café a costa de quemarme la lengua y me despedí con la disculpa de que tenía que ver a un conocido que estaba ingresado antes de empezar el turno. Lo que hice en realidad fue subir corriendo como una loca las escaleras de servicio hasta la tercera planta para ver en la cartelera si el doctor Andreu García pasaba visita esa mañana. Exhalé un respiro de alivio cuando me topé con el nombre de la doctora Quintáns. Eso me daba una tregua para pensar que decirle cuando lo viera, cómo mirarlo y como afrontar lo sucedido en el cuarto de guardia, el plantón delante del ciber y la retahíla de improperios que iba a lanzarle. Cuando Marosa entró en el ofis para cambiarse yo ya había recibido el relevo y estaba sacando la medicación que teníamos que administrar a aquella hora. Hacia las once nos sentamos para el café de la mañana. La doctora se asombraba de la cantidad de extranjeras ingresadas y tenía razón; de los veinticuatro bebés a los que pasamos visita había doce españoles, el resto sudamericanos la mayoría, dos rumanos y tres marroquíes. Esto parece la ONU, - sentenciaba. – Reímos jocosamente. Recuerdo que cuando empecé, hace casi quince años, la proporción era de veinte a uno y ahora las cosas habían cambiado radicalmente. Marosa se burlaba de mí, claro ella tiene tres hijos, la doctora dos y Asumpta, la otra enfermera estaba embarazada de cuatro meses. Y yo que siempre quise un bebé nunca pude tenerlo y mira que mi marido y yo lo intentamos. Pusimos todos los medios, pero nada, la naturaleza no quiso y no quiso, y he de confesar que ahora lo agradezco. No sé si la naturaleza sabe o no lo que hace pero conmigo creo que acertó porque ahora que me he quedado sola creo que no podría cargar con la responsabilidad de criar un niño. Prefiero disiparme, prefiero que pasen los días sin control ni una meta fija, tal vez es que me da pereza vivir.

Al terminar el turno salí deliberadamente por urgencias y pasé cerca de la ventanilla de admisión para que Alfonso me viera. En efecto, allí estaba su pelo crespo sobresaliendo por encima de un vetusto monitor. Lo saludé y estiró su cuello para identificar mi voz entrando a través de la ventanilla del cristal que lo separaba del ruido de un pasillo siempre repleto de gente nerviosa. Me devolvió el saludo acompañándolo de una sonrisa pintada en su cara pecosa. Inexplicablemente audaz me atreví a dejar caer algunas indirectas acerca de sus dotes para manejarse en la red para ver si podía apreciar en su rostro algún gesto que lo traicionara, pero él se limitó a bromear comentando que navegar por Internet es mejor que ser marinero, porque le permitía tener un amor en cada puerto sin el riesgo de mojarse. Nada saqué en limpio más que una carcajada que no pude reprimir. Si Alfonso era mi extravagante compañero del Chat lo había disimulado muy bien y no había dado la menor señal de ello, tal vez porque deseaba seguir jugando conmigo o quizás porque yo me estaba equivocando. Llegué a casa sudorosa y cansada. El metro estaba hasta los topes de gente y hacía un calor

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insoportable, por eso nada más entrar me fui a la ducha y luego directa al sofá entrando en un placentero sopor. Cuando estaba a punto de quedarme dormida recordé que no había mirado el correo y como estaba esperando noticias de mi hermana me levanté perezosamente y me senté ante el ordenador. Había dos mensajes en la bandeja de entrada. El primero era de mi hermana Aurora se había ido de vacaciones unos días a Túnez y me escribía para ponerme los dientes largos. El segundo era un mensaje tan inesperado como sorprendente.

De: [email protected]: [email protected]: almadesara.

Te mereces un regalo por tu sinceridad.Rebusqué por la pantalla y me di cuenta de que con el mensaje venía un archivo

adjunto así que lo abrí. Era un relato corto, como un cuento. Leí las primeras líneas y me agradó la forma en que estaba escrito: íntima, afectiva; así que miré cuantas páginas tenía: ocho. No era muy grande por lo que decidí imprimirlo y volví con los folios al sofá,. Me acomodé entre los cojines y me dispuse a disfrutar de mi insólito regalo.

Alma de Sara

Mira mi niña hermosa lo que hoy voy a contarte. Me estudias con tus ojos de cervatilla, ¡qué hermosa eres! Ya sé que no me entiendes pero ensayo lo que un día he de decirte porque sé que me lo preguntarás. Y mientras esbozo palabras que no llegan a mi boca porque las digo para mí, me voy reconfortando en tu sonrisa de miel. Me perdonarás. Todo cuanto pudo ser fue porque te quise, porque te quiero; y este lazo es un prodigio grandioso. Te paseo en tu cochecito por el parque, a la sombra de los árboles centenarios. Huele a hierba recién cortada y también a tierra húmeda porque el agua de mayo acaba de depositarse impetuosa en la tierra del paseo, en el verde de los parterres. En mi caminar lento voy a contarte en silencio las flores de mis secretos. La línea quebrada de mi viaje se terminó en ti, cariño mío, y en ti empezó una nueva línea suave como una ola del mar que avanza hacia el destino irreprochable de abrazar la orilla. Fuiste en mis entrañas la enfermedad y el remedio, el dolor y el bálsamo que lo cura, el desliz y el acierto en un mismo compás de música impredecible. Quizás por eso te quiero tanto, mi niña feliz, porque reparaste todo aquello que hiciste primero añicos.

Hace tres semanas que viniste y ya me parece que no he vivido antes si no es contigo, mi princesita de aire. Escúchame: eres mía, sólo mía, aunque yo sola no pude concertar tu venida. Pero al que ignora de ti tu mirada tintada de añil no debes nada más que un día y por un día no vas a resarcirle con un cariño que no necesita, que no sabe que existe, ni le importa. No lo amé, te lo prometo, porque ni siquiera tuve tiempo. Únicamente me engalanó con su aura de poeta desteñido y con sus versos rancios llenos de reproches. No fui a buscarlo, fue él quien vino a mí después de bañarse en el coro de seguidores que le alababan como al dios de las verdades compuestas en las notas de sus canciones. Sé que no lo soné, - como él diría. - De su boca crispada salió un piropo galante la mañana siguiente al concierto que diera en el auditorio del

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parque; cuando vino a desayunar en el restaurante en el que yo trabajaba. Un día con él, sólo un día y fue suficiente para que su sombra alargada meciera mis sueños. Qué cruel mi derrota en sus brazos porque estoy segura que el amor no te vino a traer ¿Me oyes mi bien? ¿Lo estás entendiendo? Me duele en el alma que el amor pasara de puntillas sin asomarse siquiera al balcón de mis ojos de gata porque todo cuanto él era me atiborraba con un destello cegador que me aturdió hasta el alba. Inundada de su áurea genial me vi, y hasta creo que fecundada por su propia voz, porque lo más hermoso de cuanto representaba eran sus palabras que yo entendía a medias porque tenían esquinas, eran atrevidas, resueltas y venían de vuelta de muchas tertulias dobladas. Los recodos de su ser estudié sin decir nada y nada aprendí porque en el fondo él no tenía nada que enseñar más que su cola desgastada de pavo real trasnochado.

Tu sonrisa está hecha con todas las alegrías del hada que habita en ti. No puedes saberlo pero te amo con el inusitado poder de la ternura que sólo las madres poseemos. En tu cochecito azul yaces estirando tus manitas de seda hacia el infinito de mis ojos extasiados. Tu cabecita de bucles melosos se derrite de puro suave. ¡Que angosta es la entrada de la felicidad! Tu padre vino a mí – ya te lo dije, – vino en una mañana de agosto, a sentar los huesos de su guitarra en la terraza junto al paseo de la playa y miraba las Islas como si le inspiraran para beberse el café sólo y miraba la gente en su ir y venir sudoroso como si eso le descansara de la noche del concierto. El sueño de la mañana vino a estrenar al restaurante bostezando repanchigado en la silla metálica que por incómoda le obligaba a encorvarse. Era poco agraciado para tanto como yo lo admiraba. Tu papá no es guapo; no es alto ni joven, ni siquiera tiene ese atractivo extraño que hace hermosos a los feos. Su belleza está en sus canciones, en la letra de sus canciones que son poemas con música añadida porque cuentan historias completas con tan pocas líneas que pasma el ingenio con el que las borda.

Le puse un café, era pronto para otra cosa; y mientras lo hacía me esculpió sin pudor en sus pupilas - supongo que lo hará con todas las muchachas que se le acercan - y me derritió como lo haría un bombón goloso en su boca. Cuando regresé a recoger la taza me tomó del pulso y repartiendo la poesía que lleva dentro me dijo “bonita” y me pidió que me sentara a su lado. No había nadie en el bar, era temprano. Me senté a escucharle piropos con flores pintadas, de esas que no tienen fragancia porque son de plástico, y en pocos minutos se apoderó de mí. Me besó. Sé que no lo soñé, me beso, pero me besó en la mejilla; tan seguro estaba de guardarse los ardores para la noche, porque allí mismo, en la terraza, quedamos en vernos aunque para ello tuviera él que retrasar el viaje que le llevaría al concierto siguiente y seguro que a otros brazos y a otros labios tan cándidos como los míos. Puedes creerte, mi amorcito lindo, que toda la tarde soñé – esta vez sí – que me enroscaba en sus versos para ser la protagonista de sus amores doloridos de poeta, y en mi habitación escuché sus canciones una y otra vez para atiborrarme de la dulzura irónica de sus estrofas hasta llegar a entenderlas como si yo misma las hubiera escrito.

Pasmada me encontró esperándolo a la puerta de mi casa de la calle Camelias, viéndolo venir con aire distraído entre las flores rosadas de los

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arbustos que adornan la acera. Su sombrero, su barba rala y la oscuridad lo libraban de ser reconocido. Lo recibí con dos besos y nos marchamos a vivir la que iba a ser la noche de nuestras vidas. Por los garitos del puerto, por los del arenal, todos se los enseñaba y de paso yo los aprendía porque algunos no los había pisado nunca. Pero la noche terminó antes de lo que esperaba. No fue romántica, ni dulce, ni mágica, porque me arrinconó en la esquina de un callejón y me trajinó sin miramientos, como supongo que hacen muchos de los famosos de las revistas que no tienen tiempo de sentir deseo alguno porque se lo roban antes de que lo sientan llegar. “¿Te llevo a tú casa?” Me soltó después de conseguir lo que quería. No hubo un beso, ni una caricia en el pelo, ni una cosquilla. Todo fue aséptico, insípido, como el trabajo de un cirujano que ejerce su oficio con una inercia peligrosa. Negué con la cabeza y lo vi bajar la escalinata y regresar a la luz de las farolas. Así fue mi noche loca, la única de mi vida, y seguro que una de las mil de la suya. Pasmada me tienes ahora tú: “bonita”, porque viniste a buscarme en una calle triste y sin embargo tu cara es alegre y resplandeciente como si te hubieras confundido de sitio al llegar a mi cuerpo desde ese cielo en el que esperan las almas de los niños para ser llevadas a los vientres.

Te revuelves, mi niña linda, incómoda en el capazo del cochecito. Tienes hambre y me reclamas que es tu hora de comer. Mis pechos doloridos rebosan y me incomoda su hinchazón bajo la blusa, pero no me importa porque son la señal viva de que me habitaste y de que aún me necesitas a mí y sólo a mí. Subimos por el camino de la colina en la que se apoya el auditorio al aire libre, como si fuera un teatro romano atrapado en el tiempo, con las semicircunferencias de asientos de piedra descansando en la ladera. Los árboles son enormes y su sombra se hace continua, endulzada por la fina brisa de mayo. Te canturreo una de sus canciones, que seguramente tu padre cantó aquella noche en este mismo sitio. Poquito a poco subimos la ladera hasta la explanada del palacio. Sus dos torres achaparradas de almenas picudas nos reciben con indiferencia como a los demás visitantes que se acercan al museo. En un lateral está abierta la puerta de los jardines. Envueltas en una madreselva de plantas exóticas que extienden sus ramas por hilos de hierro volando a lugares inverosímiles buscamos un rincón confortable. Hoy te daré de comer en un asiento de piedra de este Versailles en miniatura. Te cojo en mis brazos, amorosamente, como si fueras un trozo de vidrio blando y te acomodo a mi pecho acogiéndote como una fuente lo hace con un pajarito sediento. Rezumas un calorcito reconfortante que me produce un escalofrío tibio. Te siento tan mía mientras tus labios se aplican en succionar vida. Eres como una abejita libando miel de una flor del paisaje. Las araucarias, los abedules, las camelias, los rododendros, las magnolias, los sauces.... todos los árboles a coro susurran una canción que nos mece y nos sumerge en un mundo imaginario en el que flotamos como balsas en una deriva placentera.

Dormitas saciada, como lo hacen los niños glotones, y aunque sé que no me haces caso alguno sigo con mi muda historia de imágenes vivas. No pienses que soy una veinteañera jugosa como una manzana para el postre, que tengo treinta y tantos. Después del desconcierto de tu descubrimiento, de la aguja punzante que clava una revelación inesperada, te acepté por donde venías sin la menor duda. No estás aquí porque yo viese príncipes de paja sino

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porque la casualidad quiso premiar contigo mi desliz. Lo primero que pensé es que eras de aire y por el aire venías a buscarme. Como el globo que adorna una fiesta pudiste desaparecer en un instante sin dejar huella si yo hubiera querido evitarte, pero no fue así. Yo no era una inocente ninfa de las que se bañan en los estanques sin sospechar que la miran desde los matorrales. Soñé que flotabas, que eras aire y del aire nacías paloma blanca en mi vientre. Después fuiste de agua y del agua te formaste en pez durmiente en el fondo de un estanque que yo vigilaba como si fuera la guardiana de tus deseos.

Amor de madre, amor infinito. Eres fruto de la divina providencia. No te esperaba pero salí a buscarte aquella noche sin que yo misma lo supiera. Cuando mi cuerpo me anunció que venías sentí una sensación agridulce porque el manido amor no estuvo presente para engendrarte, pero luego emanaron de mis pensamientos reposados los destellos de una alegría arrebatadora que se contagió en la casa de mis padres, abuelos frustrados, convencidos de que yo no conocería ya a nadie que me robara el corazón. Entraste en su vida tres meses después de haberlo hecho en la mía, por la puerta callada de una vergüenza soportable porque ellos han hecho ya muchos caminos y han visto tantas cosas que no tienen verjas en el corazón para no entender lo que yo comprendí desde el primer día: que quería ser madre, una madre soltera. Eso sí, no les he dicho quién es tu padre porque no merece tal nombre ningún habitante de este mundo. Amor de madre, amor infinito. Sí, reconozco que soy egoísta, que me reclamarás cuando crezcas que no tenía derecho a obrar como lo hice, pero no me importa; para entonces estaré preparada para todo cuanto tengas que decirme. Viviré por ti y para ti y eso disolverá todos los reproches que puedas hacerme.

Se levanta un vientecillo frío en el parque. Las nubes primaverales hacen sus castillos sobre los árboles. Amenaza la tormenta con venir a llorar sobre los jardines para que las camelias aviven su colorido, para que los jazmines y las rosas se recarguen de aromas nuevos y los desparramen en el aire al día siguiente, cuando el sol los despierte. Vámonos a casa, cariño mío, es la hora de tu baño, ese momento feliz de los niños. Por el camino te seguiré contando lo que ya has vivido sin tú saberlo. Durante todos estos meses te llevé dentro de mí. Fui notando como crecías para ocupar un espacio inverosímil. Fui sintiendo cómo tus piececitos golpeaban contra los muros elásticos que te separaban del mundo, explorando un universo de ruidos ciegos amortiguados por las olas de tu propio mar. Este parque no tiene mar, sólo un pequeño riachuelo que lo flanquea; maltratado atraviesa la ciudad antes de desembocar en el extremo de una playa. Los años le han devuelto al río algo de la alegría que pudo tener en el pasado. Esos años en los que yo me demoré para encontrar a alguien al que querer me fueron carcomiendo a mí, igual que la ciudad al río, hasta convencerme de que me quedaría sola. Del mismo modo que el río únicamente ve los reflejos de las casas pero sólo se enamora del verde de los jardines con los que la ciudad le ha pedido perdón por todos los agravios yo vi también los reflejos de los hombres que me quisieron y ninguno poseía esa luz mágica que promete el amor verdadero. Así que tú viniste cuando yo ya estaba en una esquina de mi vida, renunciando a ser madre por no ser esposa y, del mismo modo que el río encuentra en el mar el alivio de sus cuitas, así yo te encontré, sin un aviso previo ni un empeño consciente. Creo

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que más bien tú viniste a mí, a buscarme porque tu alma no encontraba madre en la que materializarse. En las aguas salobres, beso dulce, beso salado, nos encontramos, en el lugar incierto en el que coinciden las aguas infinitas de las vidas. Allí nos dimos la mano para navegar juntas, por el océano aleatorio de la casualidad. Ya te lo conté, fue la providencia, ella era la única que estaba atenta para verte pasar.

¡Vamos mi amor: a bañarte! Te tiendo sobre la cama. Ya lo presientes, el ruido del agua al llenar la bañera de plástico te trae el recuerdo de que ayer pasó lo mismo. ¡Qué poco cuesta cuidarte! ¡Qué poco pides para ser feliz y cuánto tengo que darte! Todas las horas que pase a tu lado son pocas para resarcirte del favor que me has hecho al nacer. Has llenado mi vida de colores dorados, de brillos de celofán y mira tú por donde en cuidarte reside ahora mi felicidad. Tu piel es un mármol blando, un tapiz de teselas suaves, tan perfectas que parecen ensambladas por el arquitecto del cielo. Sonríes, balbuceas una carcajada ansiosa y estiras tus brazos para que te coja y te lleve en volandas a un mundo líquido que aún no has olvidado. Atrapada en el castaño de tus ojos de avellana me quiero ver mientras te sobresaltas al sumergirte en el agua. Pronto sonríes confiada porque sabes que no te fallaré, que mi mano sujetará tu cabecita, firme y dulce a la vez. El agua está tibia y en ella eres liviana como una hoja que flota en un estanque, como una pequeña ranita posada en el nenúfar de mis manos mirando la vida pasar sin darte cuenta de que la estás viviendo. Lo pienso muchas veces, mi amor, pienso en la desdicha de los bebés porque tienen una memoria inconsciente que no les permite recordar la felicidad que sintieron al ir descubriendo el mundo: los primeros colores del techo iluminado de estrellas; las notas de la canción de cuna de Brahms, su compañera de viaje por la minúscula cajita que las tiene secuestradas para ti; los aromas de lavanda; los sabores del maná; el tacto de mis manos, alas de paloma sin plumas para hacerte cosquillas. Aunque en el fondo pienso que Dios, en su extraña misericordia, sintió pena de los niños que nada de eso pueden tener y por eso los bebés nacéis sin memoria para las cosas. Vamos, pequeñina… No quieres salir porque recuerdas la existencia acuosa que tuviste dentro de mí. Chapoteas como si quisieras cruzar el mar de tu bañera para ir al paraíso de los niños, donde no hay esquinas, ni escalones ni barandillas; donde todo es de un rosa esponjoso en el que se puede flotar sin ningún peligro, como lo haces en la toalla en la que te arropo.

Nada es tuyo, nada es mío; ahora todo es de las dos. El tiempo que te inventaste no existía antes de ti y se mueve a tu ritmo monótono. Las horas son las hojas de tu calendario, la noche cuando tu quieras, el parque si quiere el sol y el sol quiere siempre que pueda mirarte sonreír por la ventana presintiendo llegada la hora de salir. El mundo parece pararse contigo. Se me ha hecho pequeño, tan minúsculo que se circunscribe a unos metros alrededor de ti. Todo lo demás no es más que la persistencia continua de lo que está fuera para que tú entres y así, de paso, me entres a mí. Lo has borrado todo con el pincel de tus dedos traslúcidos y escribes con nuevas palabras en unas líneas flotantes que te rodean construyéndose solas con el amor que te doy. Enroscada en tu propio universo me embelesas. Tu cara es una lunita redonda y serena que se ríe de mí, de mi locura permanente por mimarte como si fueras lo único que merece la pena. Mientras te seco ronroneas como un gatito panza

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arriba y te sumerges en un sopor plácido y acaramelado. Tu presencia en todas partes es tan nítida que incluso cuando duermes me hablas haciéndome la promesa de que me vas a querer.

Mi padre plantó un abeto azul el día que tú naciste. El también te presintió y también quiso verte llegar desde lejos porque entendió a la primera el cómo y el porqué de tu venida. A la abuela no le reproches nunca sus temores, fue madre en otros tiempos privados de la libertad en que vivimos ahora y tuvo tantas dudas que durante meses no comprendió nada, pero tu abuelo es diferente, siempre lo ha sido porque nunca se dejó llevar por el río de la intransigencia de cuyas aguas bebieron casi todos los de su generación. Tal vez porque estuvo de joven en Francia vivió todo cuanto a los demás les fue negado. El mundo, el ver mundo educa más que el mejor de los libros. Creo que plantó el árbol para verlo crecer lentamente porque los niños huís de la niñez a toda prisa sin que nos de tiempo a los adultos a asimilar todo lo que nos pasa. El abeto no tiene infancia, sólo es pequeño y pequeño se queda durante toda una vida humana para que se le pueda cuidar siempre del mismo modo. Creo también que lo escogió azul porque es un color puro, - tu abuelo tiene en su cabeza toda la poesía que no pudo vivir- porque eres para él un milagro inesperado que le ha hecho rejuvenecer. Él estuvo siempre a mi lado apoyándome en la trascendental decisión de tenerte y aunque la abuela se quedó atrás unos pasos, mascullando algún reproche, tengo que decirte que también llegó a tiempo para recibirte con las flores de su vejez. Y aunque he de reconocer que no tiene nada de poetisa he de admitir que es la mujer más práctica que he conocido y todo lo que le falló mientras tu venías nos lo está dando con creces desde que llegaste.

Vamos a la cuna, mi niña, que es la hora de dormir. En un último intento de apoderarme de ti te abrazo y te beso en la frente mientras tú vas dejando caer los párpados arrastrados por el pesado lastre del sueño. Tu semblante se llena de la serenidad de los inocentes. Le doy cuerda de nuevo a la caja de música y las notas punteadas vuelven a salir a bailar entre las estrellas, pero esta vez les pongo una letra que aprendí no sé dónde, porque quiero que allí adonde vayas a soñar me encuentres también a mí.

Buenas noches, mi bien,cesa ya de llorar,al arrullo de mi vozquiero verte reposar.

Duerme ya mi ilusión,duerme ya mi querer,cesará mi doloral mirar tu placer.

Tu cabecita irradia el olor maravilloso de los bebés. Admito que no tengo poder sobre las palabras porque no encuentro ninguna para describir la sensación placentera que me produce tu aroma. No hay flor, no hay perfume ni esencia que pueda imitar la fragancia que emana de tu piel. Te deposito sobre

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la sábana estampada de ositos juguetones que pícaramente vienen a reunirse contigo para verte dormir. Qué envidia les tengo porque ellos podrán vivir en tus sueños de colorines mientras viajas al mundo del que viniste para quedarte conmigo. Me recuesto a tu lado sobre la cama. Soñaré que vuelas, mi querida amapola, al país de los niños que lo esperan ser, descansando en las nubes y esperando la mano de nieve que les indique cuándo, dónde, cómo y por qué han de venir. Hasta en ese mundo algodonoso que imagino habita la suerte. Sólo ella puede escoger el destino de los elegidos para hacer el gran viaje de vivir.

Siento pena, mucha pena por tu padre porque se ha perdido y se está perdiendo el florecimiento de su semilla – ahora que lo pienso puede que mi padre no fuera, en el fondo, tan poético cuando plantó tu arbolito – pero quien no conoce, ni siente ni padece. Créeme, cariño, es mejor así. El rumbo aleatorio que las personas seguimos en este mundo casi nunca nace de nuestros propósitos sino que nos viene dado por una extraña coincidencia de acontecimientos que nos confunden y nos engañan haciéndonos creer que manejamos el timón de nuestra existencia. Pero yo sé que eso no ocurre casi nunca. Únicamente en momentos puntuales se llega a las encrucijadas que variarán el rumbo de nuestra inercia hacia delante. En uno de esos cruces de caminos me estabas tú esperando, pero estabas sola. Nos reconocimos al momento, sin la menor duda y sin la menor duda deduje también que no tenía que esperar allí a nadie más, así que te acogí en mi vientre y tomé por el sendero más recto que pude encontrar.

El día se muere sobre la ciudad, en este pueblo con mar. Hasta mañana los jardines podrán esperar. Allí estarán a estas horas las flores y los árboles hablando de ti, contándose que te han visto. Las palomas se aprietan en el palomar, los patos huyen de la noche a su casa de madera, los enamorados aplazan sus besos hasta el día siguiente, los niños quisieran llevarse a casa el columpio y los mayores descansan del repaso de su existencia. Nuestro parque vive muchas vidas y la tuya será una de ellas. Verá el parque tus primeros pasos sobre la hierba, vendrán los pajaritos a comer en tu mano – si te atreves – las miguitas de pan, jugarás con esos amigos que nunca se olvidan porque son los primeros y sin darte cuenta un día te enamorarás y te encontrarás paseando de la mano bajo los eucaliptos gigantes. Puede que un día te marches muy lejos, pero no te preocupes, el parque sabe que volverás y estará ahí siempre para recibirte y devolverte lo que ha guardado de ti, porque hay recuerdos que no se graban en la memoria sino en el corazón. Duerme mi niña, duerme y no me hagas caso, que estoy viviendo por ti.

Tan sólo una foto firmada me dejó tu papá antes de irse. No sé si fue un regalo o si fue una ofensa pero no me importó demasiado. No me gustan las fotografías porque no tienen olor ni viento que las mueva. Son imágenes muertas de las que huyó el espíritu, asustado pon el disparo de la cámara. Un día no hace una vida, pensé arrebatadamente en aquel momento y dispuse lo que había pasado en el cajón de los trastos viejos, allí estará también la foto seguramente. Entonces, como surgida de la nada de un amor inexistente viniste tú a contradecir la frase que me sirviera de escudo para olvidar, porque mi nueva vida comenzó aquella noche sin yo quererlo, sin desearlo siquiera.

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Qué cierto es que la felicidad viaja en naves invisibles que peregrinan sin rumbo por el universo y se estrellan contra la gente de manera imprevisible. Viniste, viniste a mí; fuiste tú y sólo tú, la viajera escapada del país de las hadas la que tropezó conmigo aquella noche bendita.

Si te sirve de consuelo…, si me sirve de consuelo, sé que tengo una canción. Tal vez con ella me diga que no me ha olvidado, que aquella noche no fue un acorde peregrino, desacompasado en su bohemia envejecida. Pero, así como él viene de vuelta por la vereda de sus melodías de todo cuanto pueda afectarle, en mí el demoledor rodillo de la indiferencia terminó por aplastar todos los sentimientos que florecían como amapolas sencillas. Tengo que admitir que es un genio, que nadie como él puede, en unos pocos versos construir una historia que está mejor escrita que el más bello de los cuentos. Aunque la métrica lo obliga a doblegar las palabras para arrimarlas al verso y eso hace imprecisa la realidad vivida también es cierto que me reconozco como la protagonista auténtica de su canción. No sé si volvió, no lo sé porque no estaba esperándolo; no había nada por lo que esperar. Creo que miente cuando canta que vino a buscarme, probablemente solo sea un recurso para redondear sus estrofas. Pero estoy segura de que la canción es para mí, sólo para mí. No sabe que existes, nunca lo sabrá porque no es imprescindible, ni siquiera necesario. A veces las mejores melodías suenan cuando se está ausente para escucharlas.

Mientras duermes plácidamente un temor insufrible me asalta. Eres tan delicada, tan vulnerable que cualquier cosa puede quebrar la línea en la que has de vivir. Tu indefensión me hace indefensa a mí, impotente ante la posibilidad de no poder protegerte de un destino amargo. Hay tantos peligros que has de sortear, tantos precipicios, tantas montañas que vencer que me asusta que puedas arrepentirte de haber venido y quieras huir precipitadamente. El dolor más grande que se ha inventado es el que sufre una madre que ve marcharse a su hijo antes de tiempo. Ese miedo está siempre presente, pululando en las esquinas de nuestros presentimientos. Viene y va, se esconde, nos engaña ausentándose por un tiempo, pero siempre vuelve reflejado por las desgracias de los demás. Me hace tiritar. Consigue que las lágrimas se asomen a mis ojos mientras te miro ausente y confiada en mi supuesto poder sobre tu destino. Sacudo mi cabeza para ahuyentar al duende maligno que quiere estropear mi momento de gozo y vuelvo a mirarte dormir y a tararear la nana que lo asusta.

Buenas noches, mi amor.

La cadencia de aquel cuento era dulce. El ritmo sosegado y la plácida rutina del bebé y su madre me transportaron durante la lectura a aquel parque de una ciudad imaginaria. Aunque no tengo hijos trabajo en una maternidad y conozco todas las sensaciones que emanan de los recién nacidos: su olor inconfundible, su tacto aceitoso después de bañarlos, sus ronroneos de complacencia, sus bracitos agitándose en busca de la cara que los hace reír. Reuní de nuevo las hojas que había ido depositando una a

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una en el suelo y me incorporé. Sentada en el sofá comencé a echar unas cuentas muy distintas de las primeras que aquella narración me había provocado. ¿Por qué me habría enviado un completo desconocido aquella historia? ¿Qué pretendía realmente de mí? ¿Qué esperaba conseguir que no fuera confundirme más de lo que estaba? Decidí volver a releer el cuento fijándome detalles que quizás se escondieran entre líneas.

Sin mucho esfuerzo deduje que tal vez me hubieras mentido al decirme que no me conocías. Primero el sutil comentario del plantón y luego una historia de un bebé y su madre. Me conocías, entonces estaba segura. Sabías dónde trabajaba y en qué. Jugabas conmigo a un juego que empezaba a alterar mis nervios porque me sentía indefensa asistiendo a una usurpación de mi intimidad para no sé que retorcidos propósitos. Hablabas de un parque, de una ciudad. Tal vez fuera el parque que cruzo todos los días hasta la boca de metro que me lleva al hospital; pero el Parc que la Ciutadella no tiene río, sólo unos estanques. Intenté deducir desde dónde me espiabas. Imaginé la cara de Alfonso, pero se formó y se fue riéndose. Me parecía imposible que fuera capaz de escribir con tanto lirismo. Arrinconé a mi único sospechoso y volví a repasar la rutina de mi vida. Podías ser un vecino del edificio, un trabajador del hospital, puede que un paciente, o incluso pertenecer al grupo de amigos con el que salgo algunos sábados. Las líneas de tu relato eran herméticas. No conseguía situarte y no encontraba ninguna pista que me hiciera decidirme por alguna de esas posibilidades. Puede fueras alguien de mi pasado, ¿Es la madre de tu cuento la que yo quise ser un día y no pude? Esa pregunta señalaba a mi exmarido como posible candidato al puesto de poeta misterioso; pero él ya había rehecho su vida con otra persona, incluso tenía ese hijo que siempre deseó y yo no pude darle. No, Marcelo no podía ser, seguro que ya me habría borrado de su memoria junto a los siete años que compartimos. ¡Qué ilusa! Volví a este mundo desde mi nube de elucubraciones y como no podía encontrar nada que te delatara me consolé pensando que serías un bromista que comenzabas a ser pesado, incómodo. Decidí que la próxima vez que habláramos sería seca y cortante contigo, que te pondría en tu sitio y te mandaría a tomar el fresco; de todos modos hasta entonces te haría esperar.

Guardé los folios en una carpeta y los coloqué en un estante. Llamaron a la puerta. Era mi vecina de enfrente que tenía a la niña con fiebre y venía a que le echara un vistazo. Nada grave, sólo una garganta inflamada por el cambio de tiempo de este mayo que nos lleva de la lluvia loca al calor espeso de la primavera. Le ofrecí un café y mientras charlábamos le dejé caer que te había conocido. Fue peor el remedio que la enfermedad. Mi vecina es algo hipocondríaca y en lugar de tranquilizarme me asustó. Que si el mundo está lleno de locos, que si a la del súper la robaron en el metro a punta de navaja o a la chica de la lencería la quisieron violar en sus propios probadores… Vamos, que acerté plenamente con la persona a la que contar aquel misterio que comenzaba a envolverme. Cuando volví a quedarme sola me di cuenta de que llevaba más de una hora sin poderte sacar de la cabeza así que la sacudí como para echarte fuera imitando a la mamá del cuento y encendí la televisión. Un programa estúpido de esos que se pasan por el forro a los famosillos de medio pelo consiguió que me olvidara de ti.

El viernes doblé mañana y tarde, quería juntar días para ir a la playa; y el sábado dormí toda la mañana para estar fresca para el turno de tarde. No abrí el Messenger. Ni siquiera me senté ante el ordenador. No dediqué ni un minuto a intentar desenmascararte; a ti no, pero los bebés que bañaba me olieron a la hija de Sara, sus muecas sonrientes y su tacto me la recordaban. Aquella historia me había dejado un

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poso tierno que me hacía apreciar en mi trabajo los fieles detalles de tus descripciones. Inexplicablemente me sentía agradecida de que hubieras sabido ponerle palabras a muchas de las sensaciones que me toca vivir.

Sábado, 12 de mayo

- Aquí estoy, Princesa, has llegado por fin.- Hola Fantasía. – Tecleé apresuradamente, sentada en la punta de mi asiento.

Mis manos volando automáticas sobre el teclado como si tuvieran prisa por enseñarte las huellas de tu cuento.

Llegué temprano, hacia las diez y media de la noche, pero tu ya estabas al acecho esperando que activara el Messenger porque nada más hacerlo te abalanzaste sobre mi nombre. Intuí que estabas ansioso, que yo podría manejarte si sabía cómo hacerlo.

- Hola mi querida alma- He leído tu historia. –Si, la he leído y de pronto se me ocurrió una idea que me

pareció buena. – Guardaste un silencio expectante.

Tal vez aquella narración no era una historia real sino que la habías inventado tú y si conseguía herirte en el amor propio puede que cometieses algún error que te delatara. Los hombres sois todos unos presuntuosos en busca del continuo refuerzo femenino para asentar vuestra personalidad. Serán las hormonas pero no sois nada sin alguien que lo aprecie ante vuestras narices. Me lancé entonces, con esa idea simplona, a tu línea de flotación.

- Al principio no la entendí. No entendí lo que querías contarme. Te enroscas demasiado en las palabras y creo el mensaje encerrado en la historia se me ha perdido. La verdad es que la encontré un poco ñoña, - la frase me quedó florida, aunque lo cierto es que todas las mamás se emboban con sus bebés, lo veo en sus pupilas cada día y cada día las sorprendo tartamudeando ridículos latiguillos como si sus hijos fueran monitos de feria. - Al releerla deduje que vez te refirieras a mí. Creo que juegas con ventaja y no me gusta. Quiero saber quién eres y qué te propones.

- No seas tan impaciente. Jugar a mi juego requiere constancia. Te equivocas en todo lo que me has dicho, absolutamente en todo. Créeme, te comprendo; me pongo en tu lugar y en tu lugar yo también estaría confundido. Yo no te conozco, no te conozco aún; no sé cual es tu nombre verdadero ni tampoco me interesa. No voy a preguntarte sobre tu vida ni a ligar contigo como si fuera un adolescente. – Se hizo un silencio que demolió todas mis pretensiones, después del cual añadiste. – Ah, lo olvidaba, y Sara tampoco eres tú ni antes de que leyeras su historia tenía nada que ver contigo. Ella era sólo mía.

- ¿Quién es entonces Sara? ¿Qué quieres decir con que era tuya? ¿Eres tú el que compuso esa canción? Dime, ¿Eres tú ese hombre? ¿Eres el padre de la niña del cuento?

- No, nada de eso.- ¿Entonces?- Ya te lo dije, Sara es una de las almas que viven prendidas en mis cabellos. Vino

conmigo para que aprendieras algo…

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- ¿Qué tengo que aprender? Esto es una locura. No entiendo nada…. - Estaba a oscuras ante el ordenador y el brillo de la pantalla comenzaba a molestarme. Encendí la luz de una lámpara de pie.

- Sin embargo sigues conmigo.- Estás consiguiendo intrigarme. ¿Qué tengo que aprender? - Volvió a acompañar

al negro sobre blanco el silencio espeso de un espacio vacío que administrabas meticulosamente, o al menos eso creía entrever.

Noté enseguida que el ritmo volvía a ser tuyo, que eras tú el que me llevabas a donde querías y dominabas la situación. Me encontraba indefensa y desarmada en la penumbra de mi salita. Sentí un ruido: la puerta del ascensor al cerrarse. Era un sonido habitual al que nunca hacía caso pero que en ese momento me desconcertó. Me levanté y fui a la mirilla. Respiré aliviada al ver en el rellano a la vecina con su marido y la niña que venían de la calle. Mientras volvía a la sala me di cuenta que por primera vez había sentido miedo, que me estabas asustando de verdad. Cuando observé la pantalla habías contestado a mi pregunta.

- No hay mal que no guarde ningún bien ni bien que no guarde ningún mal.- Muy filosófico. – Repuse cargada de ironía mientras desterraba racionalmente

mis temores absurdos.- Más bien poético ¿No crees? Sara se equivocó, tropezó con su mal disfrazado de

amor, pero tomó una decisión y la llevó hasta el final cuando pudo haber huido antes.

- ????- Y lo que le hizo daño al final le dio la felicidad. Como a ti puede ocurrirte con tu

amigo del Chat.- La historia de Sara no tiene que ver conmigo. Mi amor no puede ser. Nunca

podré hacer el amor con la persona de la que te hablé, ya te dije que está muy lejos y que posiblemente no sienta lo mismo por mí.

- Nada es imposible. ¿Acaso no te lo demuestra esto que te está pasando? - Es verdad, pero es que nunca he tenido suerte en el amor. Todo lo que amo huye

de mi o está tan lejos que no lo puedo tocar. - ¿Eres tal vez una poetisa? Porque sabes poner palabras precisas a los

sentimientos.- No, soy enfermera, aunque a ti no te interese saberlo. - El retintín que quise

poner en la frase me devolvió a mis pensamientos confusos y noté que por unos instantes había sido totalmente franca contigo sin darme cuenta; yo que soy tan reservada para mis cosas. Suspiré, me relajé en la silla y decidí que a lo mejor no merecías lo que te había dicho. Soy una blanda. - Ya sé que es poco poético pero en mi corazón guardo mucha poesía.

- Todas las almas rotas la guardan.- Mi alma no está rota ….. bueno, no sé…. Esto es una locura. No entiendo a

dónde me quieres llevar.- No seas tan impaciente. Te espera un largo viaje. Recuerda. Noviembre.- Pero es que me estás asustando.- ¿Te quieres ir?- No lo sé. No sé lo que quiero. – Mis manos se apartaron del teclado como si por

él sintiera que eres capaz de leerme el pensamiento.- Por favor. No te vayas. Si lo hace moriré. Moriré antes de haber nacido.

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sobre fondo rojo

Siete ventanas abiertas a la otra realidad,

siete relatos oscuros,siete puntos negros

sobre el fondo sanguinolento

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Buscando cuerpo para mi espíritu

Dentro de mi espejo

La mensajera

Yo ya había muerto cuando me enteré...

Yo ya había muerto cuando me enteré de lo que pasó. Lo sé porque una parte de mí despertó dentro de este ataúd oscuro que probablemente esté en el nicho más bajo del panteón familiar. Ni en eso respetaron mi última voluntad; y mira que se lo dije por activa y por pasiva durante años: que quería que me incinerasen, pero en lugar de eso me confinaron aquí. Tengo la certeza de que la loca de mi mujer también se vengó con esto de mí. Ella es la responsable de mi muerte y también de que mi alma no pueda liberarse. Ha pasado algún tiempo que los que vinieron a buscarme para que los acompañase me lo explicaron todo. Ni ellos pueden entrar aquí ni yo podo marchar porque sellaron mi tumba con algún sortilegio. Para eso sirve - me dijeron - el alfiler que prendieron en mi sudario y también el ungüento con el que mi mujer impregnó la bandera del Celta de Vigo con la que se empeñó que tapasen mi ataúd. Ironías del destino, que el símbolo del club de mis amores sea lo que me impida ahora conseguir la libertad. Mi mujer es una loca, ya lo dije; me la pusieron loca. Ya se lo expliqué a los que vinieron a buscarme; pero ellos me respondieron que nada pueden hacer por mí; porque sólo en mí está el poder de la culpa y el de la expiación. ¡Quién carajo entiende a estos

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seres que sólo tienen voz en mi cerebro porque no hay cuerpo que los albergue! Se marcharon riéndose de mí y diciendo que tenía toda la eternidad para solucionar mi problema. Con ironía añadieron que me tomase mi tiempo; que ya volverían por aquí para ver cómo andaba. ¡Que se jodan esos espíritus de la Santa Compaña, que ellos no están mucho mejor que yo. Lo cierto es que el tiempo va pasando; un tiempo sin minutos ni horas que existe en uno todo continuo en el que yo estoy entre paréntesis. Ese tiempo lineal y plano me da la oportunidad para poner en orden mis pensamientos buscando los porqués que dieron con mis huesos aquí dentro. Yo, hace doce años, era un aspirante a la felicidad de los estúpidos cuando me casé con Balbina. Creía estar enamorado de ella tanto como ella de mí y así era. El fruto que lo demostraba fue el hermoso niño que nació un año después. Pero la vida se retuerce a veces para transformar las gotas de alegría en gotas de amargura. Martín nació con una rara enfermedad que no manifestó sus síntomas hasta que cumplió los nueve años. En la escuela, la maestra le notó una falta de coordinación en los movimientos y nos llamó para informarnos. No parecía nada grave, sólo un pequeño retraso motriz; pero como padres preocupados fuimos al médico de cabecera y este los derivó al neurólogo. Después de muchas pruebas el doctor determinó que nuestro hijo padecía Ataxia de Friedrich, una enfermedad degenerativa que permaneció latente durante la infancia. Nuestra vida cambió lentamente; marcada por la adaptación de todos a la enfermedad de Martín. Primero la descoordinación para caminar, pronto la silla ruedas, problemas con el habla. Todo lo fuimos superando hacia el exterior; pero dentro mí algo se estaba desmoronando. Cuando un día observé a mi hijo y este tenía la mirada extraviada y no podía fijar sus ojos comprendí que mi abismo estaba cerca. Pienso que cerré el corazón para no padecer y mi mujer se fue quedando cada vez más sola porque yo ya no quería escuchar sus lamentos ni enjugar sus lágrimas. Mi fuerza interior se esfumó; pero la enfermedad seguía ahí, delante de nosotros, destrozando a nuestro hijo sin que pudiésemos ser más que mudos testigos de su saña. Después de un año comenzaron los problemas corazón, los dolores de pecho y las dificultades respiratorias. Médicos a todas horas, especialistas, viajes; todo lo que fuese para parar el imparable. Balbina, siempre el timón, fuerte, entregada, infatigable, repartiendo esperanza; y yo a remolque, autómata y distante, cumpliendo sus deseos. A veces me sentía culpable de construir una coraza para protegerme yo sólo; pero es que la realidad era que ella soportaba en las espaldas lo que a mí me aplastaba irremisiblemente. Nuestro hijo anduvo un camino marcado por la sombra de su madre. Su mente clara construyó un mundo a su medida. Encajó los límites que le ponía la silla porque era él quien la empujaba; los problemas de expresión porque se hacía entender de otra manera; los fallos de su corazón porque era fuerte en su debilidad; los tratamientos, las revisiones, y hasta las evidencias más contundentes del su derrumbe físico. Cada vez que la enfermedad le daba un zarpazo su realidad se veía cada vez más constreñida y más confinada; sobre todo cuando se vio obligado a dejar de ir a la escuela. Fue en los días en los que aparecieron los primeros problemas con la diabetes - lo recuerdo con toda claridad - cuando mi mujer se decidió a dar un paso más en su lucha; pero aquel era un paso irracional y desesperado. No sé quien se lo metió en cabeza, ni quien la puso en contacto con aquel grupo de gente que la enredó en un viaje sin retorno. Aquí, sellado en mi ataúd, me asalta el nombre de su amiga Teresa. Yo nunca había conectado con aquella mujer porque la veía algo excéntrica, siempre metida entre herboristas, siempre hablando de recetas milagrosas. Sí, tuvo que ser ella la que le abrió las puertas del mundo esotérico de los charlatanes y de los fabuladores de cuentos de enfermos que se

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curan con magias; y hasta de muertos que vuelven para hablar con los vivos. Cuanto más lo pienso más me convenzo de que fue Teresa la que puso las primeras líneas de la historia que atrapó mi espíritu en este decrépito cementerio de la aldea de mis padres. Tengo que reconocer que la mujer tenía razón en eso de los mundos paralelos y aquellas otras chorradas que yo le refutaba con fuerza cada vez que aparecían esas conversaciones cuando venía a tomar café a casa. Desde luego que la tenía toda y era yo, el listo, el de las visiones científicas, el que estaba equivocado. No sé con certeza en qué dimensión me encuentro pero no es la de los vivos. También sé que aquí hay otros - los que me vinieron a buscar - que andan por los caminos buscando ánimas que los liberen; tal como cuentan las leyendas que tanta gracia me producían a mí. A mí me tocará entonces, por descreído, peregrinar a Sano Andrés de Teixido de muerto, ya que no fui de vivo. Que quisiera querido yo que cumplir con el requisito de la leyenda; pero ahora no estoy en condiciones de ir la ninguna parte. Tengo que pensar, que concentrarme en la manera de salir de aquí; porque la hay, estoy seguro. Estoy empezando enfadarme; y se pierdo el control será peor.

Al dejar la escuela el carácter de Martín cambio radicalmente. Se hizo arisco, intratable y comenzó a desconectarse del mundo y a vivir cada vez más para dentro de sí; creo que fue su manera de claudicar. Él mismo se iba dando cuenta de que su madre se agarraba a un clavo ardiendo cuándo empezaron a frecuentar ambos las reuniones de aquellas mujeres en la casa de Teresa. Allí el chaval debió descubrir que su madre emprendía un camino por el que su lógica no podía entrar. Pienso que intentó decírmelo; pero yo en aquellos días me había dejado atrapar por mi trabajo y no fui capaz de leer en sus entrecortadas palabras que se quería acercar a mí. Soy abogado en el turno de oficio, - ironías - y no fui capaz de defender a mi hijo de la enfermedad que lo asaltaba desde fuera. La locura de mi mujer, el círculo en el que se había metido, atrapaba también a Martín; que tenía que ver desde su silla de ruedas que sé yo que clase de invocaciones y demencias que le enfermaban el alma. ¿Quién puede defender a un hijo de una madre desquiciada?

Creo que dormí durante mucho tiempo desde que me metieron aquí; que durmió mi espíritu. Y ahora que despierto tengo la sensación de que el cuerpo que me acompaña se corrompe. Me parece percibir que empieza a hinchar y a oler; pero eso es imposible: los espíritus no tenemos sentidos. Acaso debía ser así; pero por lo visto todo lo que se cuenta de nosotros debe flotar en el aire de las especulaciones; porque hasta pienso que mi cuerpo me duele sin dolerme a mí. Es como si su viaje de regreso a la tierra de la que salió fuera tan traumático como su llegada al mundo. Todo cuanto hay padece cuando vuelve a sus orígenes: la madera crepita al hacerse ceniza, las gotas de lluvia se estrellan en el suelo al estallan en mil pedazos. La naturaleza toda se sacude convulsa antes de permitir que todo vuelva a comenzar. ¿Donde estará ese dios que nos predicaron tanto? Aun no apareció nadie de su parte preguntando por mí para pedirme el carné de cristiano; para juzgar mis culpas o para valorar mis posibilidades de entrar en el reino que nos esperaba. No, nadie se presentó en el nombre, ni tampoco en nombre del diablo que, de existir, debería ser el primer interesado en sacarme de aquí; porque el delito que cometí debería ser suficiente para que se me abriesen de par en par las puertas del infierno. El día que Martín se vio enganchado por enésima vez a la máquina de diálisis me vi obligado a aceptar que entraba en una situación límite de esas que resolvemos con toda facilidad cuando afecta la gente impersonal que vive lejos y que no conocemos. Yo que

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me las daba de de liberal, de agnóstico y progresista, escuché como mi hijo me llamaba para decirme a espaldas de mi mujer que ya había llegado adonde tenía que llegar y que no quería pasar un minuto más en el mundo de mierda que le había tocado por desgracia. ”¡Ayúdame a morir, papá!” Me susurró mientras me agarraba del antebrazo haciendo una fuerza que excedía del que era capaz. Aquellas palabras, aquella petición provocó en mí una cascada de sentimientos que destrozaban mis convicciones más profundas. Al principio no lo tomé muy en serio. La diálisis es jodida - justifiqué -; pero hay tanta gente que la soporta cada día. Sin embargo en el caso de mi hijo era una piedra más para un carro tan cargado como el del que tiraba ya. Él se dio cuenta de que yo me había puesto en la situación más cómoda que me era posible; argumentándole cosas de aquí y de allá para desbaratarle la idea; pero, en lugar de atender a mis razones, la suya se convirtió en una obsesión que volcaba en mis oídos cada vez con más fuerza. Yo lo iba soportando desde mi distancia hasta un día que lo fui a recoger al hospital después de una de las largas sesiones y lo encontré atado a aquella máquina con una fuerte convulsión, tartamudeando palabras ininteligibles y babeando espuma por la boca. Entonces entendí que una cabeza lúcida no puede vivir en un cuerpo así. Pienso que me puse en su lugar - cosa imposible - durante unos minutos que me ahogaron. Todo aquello que les pasaba a las personas que salen por la televisión, o aquellas que de vez en cuando cuentan sus experiencias sangrantes en los periódicos y en las revistas me estaba aconteciendo a mí. Me acordé entonces de Ramón Sampedro; o mejor, de la película que contaba su historia. Mar Adentro me había causado una profunda conmoción vital cuando la había visto en compaña de mi mujer. Aquella misma noche nos había hecho discutir porque lo que en ella sucedía podía estar - como estaba - muy cerca nuestra. Balbina, la piadosa, la devota, la - ya de aquellas - embrujada por las oscuras tramas del más allá, defendía la vida a capa y espada; aunque fuese a costa de la indignidad y de la ausencia de esperanza. Yo, en mis trece, sostenía el contrario como si fuese el más natural del mundo. Cortar el hilo debería ser sencillo para quien no quiere ver padecer a un ser querido; ese era mi argumento. Pero en el momento en que me tocó ser el protagonista de ese instante trágico - igual que a Rosa, la amiga de Ramón, le había tocado - padecí un calvario interior agónico antes de tomar la decisión final. No siento remordimientos de lo que hice; sólo nostalgia del tiempo pasado que viví con vosotros, contigo mi adorada Balbina. De aquel tiempo en el que alimentábamos la misma llama. Fui feliz unos años, con esa felicidad estúpida que de la el enamoramiento. Confieso que lo daría todo por volver la aquellos días en los que paseábamos cogidos de la mano por la orilla del río; construyendo el castillo de nuestra existencia. Ahora destruido y habitado por mi fantasma mi amor mudo en ciego rencor. Pienso que le di a mi mujer un pago generoso; de hecho pienso que la liberé también a ella, igual que a nuestro hijo, y no lo supo comprender. Atrapada en su desvarío, estaba destinada a saltar del piso más alto del hospital o a llenarse el estómago de píldoras para quitarse de en medio. Si supiese…, si me hubiese comprendido…, aceptaría al cabo del tiempo que lo que hice fue la única salida que nos quedaba a los tres. Reconozco que yo - que cualquiera - iniciaría el camino de la aceptación partiendo del rencor hacia quién le causó la pérdida más tremenda que un padre o una madre puede sufrir. No hay alteración natural más grande que la de sobrevivir a un hijo. Sólo quien los tiene lo comprende; y todos los que pasan el trance quedan marcados para el resto de su existencia. Si eso es cruel e insoportable qué no será tener que decidir. Si el hijo muere de accidente, o incluso por una enfermedad que completa su fin, siempre se tienes un recipiente para encerrar el dolor y siempre un apoyo para descargar la desesperanza;

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pero cuando es uno mismo el que debe ejecutar lo que la naturaleza cruel deja inerte pero vivo no hay esquina del mundo que ampare una razón soportable. Sólo la lástima y la piedad mueven la sin razón del paso fatal. Sólo cuando yo rezumé esos sentimientos por todos los poros de mi piel fui capaz de hacer lo que hice. ¡Dejadme salir! - Chilla mi espíritu cansado de analizar el camino que aquí lo llevó -. ¡Dejadme, carajo! - Salta desesperado en este recipiente raquítico -. ¡Quien quiera que habite este mundo de muertos que venga a dar la cara y a escuchar lo que tengo que decir en mi defensa! Con unas uñas imaginarias intento arañar las tablas del ataúd. No puedo tocarlas porque habito ya en otro plano de la existencia; y tampoco traspasarlas por la maldita magia que me atenaza. ¿Por que no volvéis, muertos que andáis en los caminos; aunque no sea para sacarme de aquí, para contestarme la muchas preguntas que me asaltan por todas partes? ¿Cómo lo averiguaría mi mujer? ¿Qué la llevó a mostrar esta crueldad conmigo que no se conformó con quitarme de en medio sino que quiso confinarme por toda la eternidad? ¿Qué estará haciendo ahora? ¿Quedará impune? Y lo más importante ¿Qué puedo hacer yo para vengarme de ella?

Fui yo, al fin, - aun no soy capaz de asimilar que me atreví - el que aprovechando un ingreso del niño en el hospital le inyecté una jeringa de aire en la vía del suero. La embolia gaseosa fue fulminante. Murió delante de mí; después de una sacudida convulsa que duró apenas unos segundos. En cierta manera yo morí allí con él, o por lo menos una parte de mí me abandonó en aquel instante. Su última mirada fue de eterna gratitud; y eso me sirvió para soportar el dolor de perderlo. Egoístamente pensé que yo había hecho un gran sacrificio; un gesto de humanidad de los que superan la lógica. ¡Qué ironía! Yo convertido en héroe de mi propia desgracia. Insuficiencia cardiorrespiratoria fue la conclusión del médico que firmó el parte de defunción. No fue necesaria autopsia; porque el estado en el que se encontraba el chaval era certificación suficiente para justificar la muerte; y yo quedé impune del delito cometido. Poco a poco, aquel mismo día, ante la amenaza de su ausencia perpetua, mi determinación se fue transformando en remordimientos que comenzaron a ocupar su lugar en mi alma y a avasallarme. Yo sabía que eso tenía que suceder y me había estado preparando a base de leer casos sangrantes de gente que solicita la muerte desde dentro de la prisión de sus cuerpos inútiles. Por entonces estaba en el candelero el caso de una italiana que llevaba en coma irreversible muchos años y los familiares habían solicitado de la justicia a autorización para desengancharla de las máquinas que la mantenían con vida. Confieso que el caso me confortó e hizo que pudiese convivir con mi decisión. Confieso también que me sentí aliviado cuando aquella misma noche, con el niño aún de cuerpo presente en el tanatorio, escuchaba el debate político y religioso que se había suscitado en todo el país por el suceso. Para ellos aquella chica era lo de menos; lo importante eran sus principios morales congelados y enclaustrados en las leyes divinas que amparaban sus verdades irrefutables. Vendedores de falsas esperanzas a cuenta de la libertad de cada cual para escoger la manera de enfrentarse a un acto tan personal e intransferible como es el de morir. Las ánimas de los caminos volvieron a visitarme; por lo que concluyo que llevo allí cerrado un día entero, si es verdad que sólo andan de noche. Yo llevaba horas deseando que algo así sucediese porque necesitaba una respuesta. ¿Cómo supo mi mujer que yo había sido el causante de la muerte de Martín? No hizo falta que preguntase nada porque ellos estaban habladores. Vinieron a reírse de mí y no encontraron forma mejor de burlarse que restregarme las causas de mi encierro. Debían ser seis o siete hombres y

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mujeres; uno con la voz aflautada de un niño. Hablaban entre ellos ignorándome; sentados delante del panteón. Uno de ellos presumía del susto que les había metido en el cuerpo a un grupo de mujeres que estaban jugando con lo que no debían. Se reunían en una casa de las afueras alrededor de una “guija” para convocar a los espíritus de los muertos. Aquella noche estaban invocando a un tal Martín; el hijo de una de ellas que había muerto después de una larga enfermedad. Aquella ánima de ronca se reía con el cuento y los demás le devolvían carcajadas alocadas. Parecían más un grupo de duendes alardeando de burlarse a unas jovencitas que unas ánimas torturadas purgando culpas. Martín, incauto novato en su nuevo mundo de tinieblas parece que andaba – según contaba el ánima - alrededor de la casa intentando encontrar el medio de comunicarse con la madre cuando su áurea topó de frente con la de aquel experimentado fantasma que lo alejó de allí y lo suplantó para mofarse de de aquellas meigas de pacotilla. Les montó - detallaba hilarante - una milonga del mil pares de demonios. Les entró cómo ellas esperaban, moviéndoles el vaso en el tablero para escribir el nombre del muchacho. Luego les agitó las cortinas y la lámpara, les apagó las velas, les bajó la temperatura hasta que echaron vaho por la boca y; cuando ya estaban - como el espíritu decía - a cagarse por las bragas; se metió en el cuerpo duna de ellas para inventarles una historia que has haría temblar hasta la médula de los huesos. Hijo del fantasma más repugnante del cementerio. ¿Por que los espíritus podrán leer las historias de los que son como ellos? ¿Acaso es que los que entramos en este mundo no podemos guardar secretos? Lo cierto es que aquella ánima bromista parecía saberlo todo de Martín y se lo soltó a las mujeres de la mesa a través de una voz de ultratumba que salía de la boca de Teresa. Se hizo pasar por el chiquillo y les endosó una historia histriónica que ellas creyeron como si fuera un dogma de fe. Lo primero que hizo - contaba jocoso aquel espíritu del demonio - fue darle las gracias con mucha solemnidad porque a través de su invocación había podido escapar del grupo de ánimas de la Santa Compaña con el que estaba condenado a vagar por los caminos. Cuando Balbina le preguntó por la causa de su condena el falso Martín les dijo que había cometido el mayor de los pecados: el de buscar la muerte por la mano de otro; pecado de más categoría - hizo hincapié - que el de suicidarse; ya que implicaba la condena de dos almas en lugar de una sola. Aquella revelación propició que Balbina se convulsionara presa de un dolor insoportable. El fantasma, viendo que el efecto que causaba le serviría para tener cosas que contar en su mundo de muerte, se dirigió directamente a ella a través de la Teresa para decirle: “tu marido fue el causante. Ese defenestrado hijo de la zorra más grande del infierno fue el que le dio el pasaporte a tu querido hijito. Fue tu desalmado marido el que se libró de él”. Riendo a mandíbula batiente, les contaba que se había burlado de ella diciendo que tenía prisa porque lo estaba llamando otro grupo de meigas para no sé qué trabajo. Yo, mientras escuchaba aquella sarta de desvaríos, chillaba desde dentro de mi ataúd; pero aquellas ánimas burlonas no me hacían el menor caso, entretenidas con sus chanzas; hasta que una de ellas – la de la voz aflautada - harta de escuchar el murmullo que le llegaba desde dentro del nicho, puso silencio en el grupo y me contestó con ironía que sabía la manera de sacarme de allí; pero que no tenía razón ninguna para hacerlo a no ser que yo tuviese algo que ofrecerles. ¡Cuántas vueltas le dicen aquel día fatídico que me trajo aquí! Recuerdo que aquella misma noche había soñado con el infierno. Yo era un condenado a muerte que estaba atado a un poste esperando que me plantasen fuego; pero mis rancios verdugos no se ponían de acuerdo sobre la madera que iban a utilizar para la hoguera. “Este no se arrepiente - arengaba uno de los embozados que esgrimía una antorcha - hay que

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quemarlo con leña seca para que las llamas lo devoren por los pies y muera retorciéndose de dolor.” “Dejadlo que se explique. No le plantéis tan pronto porque aún puede evitar la condena eterna.” - Respondía otro más piadoso. Pero yo, en un arranque de inconsciente locura les callé la todos la boca cuando les chillé como un poseso que no tenía de qué arrepentirme porque había hecho el que tenía que hacer. En mi mano estaba dar paz y eso hice;n mi mano dar sosiego y eso di. En mi mano estaba cumplir la última voluntad de mi hijo y fui capaz de asumirla. La culpa no es mía; es de la de los que niegan la naturaleza de las cosas, de los que quieren enmascarar el dolor con falsas promesas de eternidad que engañan a los desesperados. La muerte es desesperación para casi todos pero también es libertad para algunos que, como mi hijo, la desean para dejar de sufrir; y la libertad, cuando se llega al final, no se puede encerrar en ningún recipiente. Marcharon y me volví a quedar sólo en el mi encierro; pero mientras se alejaban les chillé con todas mis fuerzas que sí encontraban a mi hijo en los caminos me lo mandasen aquí. Sé que me oyeron porque lo escuchan todo; y también que mi hijo pulula en este limbo indeterminado donde esperamos las ánimas antes de disolvernos en el infinito. Mientras espero tengo tiempo de recordar cuánto quise a mi mujer y qué poco hice para merecer esto. A pesar de eso reconozco que ella no puede asumir todas las culpas. Alienación mental, aduciría cualquier abogado defensor; y entre los atenuantes esgrimiría el argumento de que ante el sufrimiento de un hijo cualquier madre verdadera es capaz de entregar su propia vida se con eso pudiese remediar su mal; pero la naturaleza, que es la madre de todos, es una madre cruel que no cuida de sus crías sino que las envuelve en un mundo despiadado en el que no existe el menor indicio de clemencia para nadie. A mi hijo le tocó el papel de penitente, a Balbina el de madre desencajada por la desesperanza y a mí el de redentor por la fuerza. Entiendo que ella hubiera buscado una solución imposible en las fuerzas que se esconden del otro lado, en la realidad invisible que existe paralela a los vivos; pero lo cierto es que su solución propició mi desgracia. Y lo que más me fastidia de todo es que acabo de descubrir al culpable que me trajo aquí. Esa ánima burlona me las tiene que pagar aunque sea lo último que haga. No sé lo que me está pasando; pero noto desde hace unas horas una profunda ausencia. Al principio lo achaqué a que me faltaba el cuerpo en el que había vivido estos cincuenta años pero ahora sé que no. Percibo que se está corrompiendo pero no es algo que me afecte. Todo lo que había de mí dentro de esa carne flota fuera de ella. Siento lo mismo que debe experimentar la mariposa cuando abandona su cápsula para iniciar su segunda existencia. Pero yo no son como la mariposa porque tengo conciencia de mí y el presentimiento de que este estado en el que me encuentro es pasajero. Me inquieta que este comenzando a perder el recuerdo de quién soy; como si una excavadora gigante había estado la aplanar el relieve de mi existencia. Los recuerdos de mi infancia desaparecieron. Ya no soy capaz de evocar las imágenes de mis abuelos, de mis padres, ni de los amigos que me acompañaron en aquellos días tan alejados de mí. Sospecho que si este proceso no prospera es porque estoy aquí atrapado, porque tengo algo pendiente o porque alguien me necesita aún para completar su destino. ¿Será mi hijo quizás? Será... Esa bien pudiera ser una razón por la que él anduviese por ahí a pulular en mi búsqueda. A fe que me andará buscando; pero a no ser que las ánimas que conocen mi paradero se apiaden de mí y le indiquen el camino, tiene difícil encontrarme. Claro que al mejor ellas también tienen sus deberes en este plano de la existencia y se rediman con cosas como esa. ¿Qué estoy haciendo? Hablo solo en mi

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silencio sepulcral y estoy comenzando a contestar a mis propias preguntas. ¿Estoy enloqueciendo quizás? No sé que hacer; me desespero, forcejeo retorciéndome en el incómodo espacio que me atrapa; me desespero… y el tiempo pasa… ¿Como es posible que lo sienta si aquí, donde ahora habito, no parece existir el tiempo? Comenzó a llover. Escucho las gotas estrellarse delante del panteón. Siento voces a lo lejos que me llaman diluidas entre la lluvia. Alguien se acerca al cementerio ¿Será un vivo o alguien como yo? No sé bien como llamarme pero muerto de todo no estoy porque tengo conciencia y siempre pensé que la muerte resultaría ser la falta total de conciencia; la disipación del individuo para integrarse en un cosmos indefinido y eterno. Si eso aún no me ha ocurrido es porque estoy aquí encerrado y porque todavía me queda algo por completar en el mundo de los vivos; una especie de misión oscura como la que espera a las ánimas de los caminos; pero desde aquí no podo completarla. Tengo que salir, - grito desesperado en pos de la voz que se acerca. “¡Ayudadme a salir de aquí!” La voz se hace tibia, suave, infantil; la reconozco sin ninguna duda. Mi querido Martín; viniste en mi auxilio igual que yo acudí a ti. Tiemblo, palpita mi aura como sí tuviese aún corazón. Se sienta como lo habían hecho los otros y me habla con calma aunque yo noto su disimulada ansiedad. Por fin me encontró - me dice con una alegría que yo noto traspasar el mármol -. Yo creo que las ánimas se apiadaron de mí. Entonces, azuzado por tantas y tantas cosas que le quiero decir, le pregunto por qué está donde está y no fue directo a la eternidad; él que es inocente y que ya pagó en vida más penas de las que le corresponden a cualquiera. Me explíca que a él, como a mí, todavía le queda una última cosa que hacer y que para eso me estaba buscando porque yo son el objeto de su espera; pero antes de aclararse más, me da las gracias una y mil veces por lo que hice; exalta mi valor porque de no ser por mí aún estaría sufriendo.

Quiero contarle tantas cosas que se me atropellan todas en los labios y solo acierto a decir que fue el amor lo que nos llevó a los dos donde estamos. Martín no me da ocasión para hablar porque es él el que viene a contarme a mí algo que yo desconocía totalmente y que me avasalla como si todo un tren me arrollara. La ánima que le suplantara, la que había poseído la Teresa, había convencido a la inconscientes mujeres que jugaban con los muertos de que ella - Martín - corría un grave riesgo del otro lado porque no había llegado allí de forma natural sino empujado por alguien - por mí -. Que no iba a ser admitido y debería vagar entre los dos mundos hasta que la persona que lo había enviado allí fuese sustituirlo. En el intermundo parece ser qué número de ánimas permanece constante. Para que alguna acceda al otro lado otra tiene que venir desde el mundo de los vivos para ocupar su puesto errante. Pero en el caso de una muerte forzada sólo el ánima del ejecutor puede ser canjeada por la de la víctima. Mi querido hijo me dice que se tiene que marchar porque el grupo está reclamándolo; que no sabe aún cómo me puede ayudar él a mí, porque aún es una ánima novata, una principiante; pero que está informado de que la deuda que tiene que pagar es para conmigo. Yo estoy donde no debía estar ya que la bondad de mi acto no se puede confinar por la parcialidad de un vivo. Las reglas de los vivos no valen aquí, eso parece quedarme claro. Yo quiero retenerlo, le imploro que no se marche, que me escuche… hasta que me convenzo que lo que debo gritarle es que vuelva cuanto antes y que me saque de aquí. Comprendo que volvemos a estar ligados como si nuestras existencias estuviesen enzarzadas en un bucle: yo por ti, tu por mí. Me quedo de nuevo solo en mi confinamiento con toda la eternidad observado cómo mis pensamientos supuraban pus. No sé que movió al ánima anónima a revelarle a

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Balbina que yo había sido el culpable de la muerte de Martín. Me resisto a pensar que sólo fuera una broma y eso me perturba. Puede que ella también estuviese buscando algún tipo de redención. Lo cierto es que mi mujer salió de aquella casa convencida de que debía darme boleto para liberar a su hijo. Recuerdo la noche fatídica con todo lujo de detalles. Balbina nunca cocinaba por la noche, todo lo más que llegaba a hacer era una tortilla cuando estaba de buenas; pero aquella fecha señalada como la última de mi existencia terrenal, se esmerara haciendo uno de mis platos favoritos, uno de los que sabía que yo nunca rechazaría por más que supiese que las cenas copiosas me sentaban mal al estómago. Me sirvió un abundante plato de almejas a la marinera con aquella salsa espesa y rosada en la que a mí me gustaba remollar el pan. Se sentó junto a mi y se sirvió; pero no comía, no hablaba, no sonría; solo observaba con cara de satisfacción cómo yo disfrutaba de aquella sorpresa inesperada. Mi último recuerdo es que comenté que les llegaba la sal mientras que ella tomaba mi plato para llenármelo por segunda vez. “Lo planeó bien”. - La voz viene desde fuera; la reconozco enseguida como la del ánima enredadora que está causando tantos despropósitos -. No espero un segundo para cagarme en todos y cada uno de sus muertos y de sus vivos; fuera de mí, si ni control. El visitante, en lugar de enfadarse, lanza una carcajada siniestra que me hace callar y continua como si me hubiera venido a dar explicaciones intencionadamente. “¿Qué tal te sienta el cianuro? - me pregunta con sorna -Seguro que notaste saladas las almejas. No me extraña nada, a mí también me pasó, sólo que a mí me dio fabada.” Esas palabras me arrebatan el aliento pero acierto a preguntarle el quién, el por qué y el cuándo; pues sospecho que está deseando contármelo. Así es que descubro que la tal ánima es el espíritu de un antiguo novio de Balbina del que nunca me había hablado. Uno que le había dado puerta por otra y la había dejado plantada cuando la joven ya se había hecho la ilusión de casarse. Esta revelación pone a imaginación a trabajar a cien y comienzo a entender sin que haga falta que el ánima se explique más, que ya lo hizo bastante. Percibo de pronto la realidad de mi nuevo mundo y mi significado en él. El ánima me utilizó, o mejor, utilizó mi hijo cuando llegó a este plano para materializar su venganza; y en el camino me enredó a mí. “Todo es aquí una espiral infinita - se justifica con ironía –. Si pudiese vengarme de Balbina mi alegría no cabría en el mundo pero mi venganza sería también mi condena; sucio nunca podría hacer el tránsito. Pero a ti no te ha importar porque tu hijo espera también a que tú hagas el que tienes que hacer. Él sólo tiene que ayudarte a salir de tu ataúd; es el único que puede hacerlo pero aún no lo sabe. Dale tiempo, que aquí es el único que nos sobra a todos”. Y dicho esto se marcha riendo junto a sus compañeros, que habían permanecido a distancia haciéndole los coros. Retorcida, mala mujer, diablo hermoso que me engañó. Yo tan confiado; novio idiota pensado que me casaba con la mujer más dulce del mundo y resulta que la bruja ya era meiga antes de conocerme a mí. Cómo me está rindiendo mi confinamiento porque empiezo a abrir los ojos a la realidad en la que viví a ciegas. Sacadme de aquí; dioses o diablos que pululáis fuera; sacadme de aquí y os prometo que pronto vais a tener un habitante nuevo que entretenga vuestra eternidad helada. Sacadme de aquí, ángeles del infierno. Grito loco como un psicópata en su desenfrenado ataque; pero ya nadie me hace caso. De pronto una lucidez inesperada me embarga; yo soy - debo ser - la salvación de mi hijo, la cuenta pendiente que lo mantiene aquí. La espiral de la que hablan es cierta, sólo tengo que esperar a que se dé cuenta. Sólo tengo que esperar al lado del cuerpo que habité; que se corrompe con la humedad y comienza a ser pasto de los gusanos: hinchado, blando, lechoso. Me da cierto asco pensar que compartimos este reducido espacio aunque no estemos en la misma dimensión. La red que me atenaza no

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es corpórea, no es tangible; sin embargo existe y cumple la finalidad para la que fue diseñada: la de mantenerme aquí sin libertad para vengarme con todas mis fuerzas. Tengo que calmarme; calmarme… eso es… mi hijo vendrá la por mí… tiene que estar llegando. Cuanto sufriste, Martín, en tu existencia fugaz. ¿No fue de suficiente para que hagas el tránsito? ¿Por qué…, quién te hace esperar en este limbo? Son tantas novedades que no las doy digerido cuando me asaltan más preguntas sin solución ¿Cómo enmascaró mi mujer el crimen? ¿Cómo hizo Balbina para eludir la justicia? ¿Acaso a nadie le extrañó mi repentina muerte? Ahora, ahora comprendo porqué insistió en los días previos en que me fuese a hacer una revisión. Hacía un par de años que me habían diagnosticado una arritmia y uno que tenía un marcapasos; por lo que mi corazón era el candidato ideal para llevarse las culpas de mi muerte. Además, los efectos del cianuro se ocultan fácilmente detrás de una insuficiencia cardiaca. Estoy viendo al mismo doctor que me reñía en la consulta por descuidar mi dieta y hacer poco ejercicio certificar mi defunción sin ni siquiera mirar mis dilatadas pupilas. Hija del demonio… ¡Qué lista eres y qué bien empleaste lo mucho que sabes para hacerme daño! Nunca entenderás nada pero no me importa, te estoy esperando; acechándote desde mi cárcel. Ya cometerás un error; y si no, ya acertaré yo el modo de echarte mano. Tú sigue a jugar con la “guija” que yo he de aprender a descender tu mundo para torturarte hasta que dejes de respirar. Ya hallaré el modo.

Un miedo me asalta de repente; una duda que alimenta una terrible sospecha. Aquí somos dos para una misma misión: ese que anda a discurrir ahí fuera y yo queremos una misma venganza; pero sólo uno de nosotros la podrá utilizar para evadirse. Está casi todo colocado, lo tengo casi todo en su lugar: mi hijo se librará por mí de esta condena y yo a través de mi mujer. A no ser… a no ser que ese antiguo novio suyo se me adelante y huya de aquí dejándome a mí atrapado. Tengo que hacer algo para evitarlo. Tengo que actuar; pero cómo si no puedo moverme. Hijito ven, me ayuda que desespero sin ti. Tú tienes la llave de mi calabozo. Esa ánima me lleva una gran ventaja porque está libre y tiene a las otras para que la ayuden. Sé que intentará impedir que te acerques a mí por todos los medios; pero ya hallaremos la manera de comunicarnos. Nuestras almas están acopladas de alguna manera que ellos ignoran. Somos padre y hijo y resonamos en el infinito al margen de las cosas; en un mundo paralelo al que al que no les será sencillo acceder. Podemos hablar en silencio, con nuestros pensamientos encriptados en un código que los demás no pueden interpretar ni por asomo. El viaje entre los dos mundos debe durar un tiempo del que, los que pasamos, no tenemos conciencia. Lo digo con conocimiento de causa porque yo pasé por el pasaje ese del que todos hablan. Desde mis últimas palabras delante del plato de almejas hasta que sentí como una caja de pino rechinaba entrando en el panteón hubo una nada continua de la que no tengo más conciencia que la oscuridad de un túnel por lo que avancé lentamente atraído por la llamada de una luz tenue. Intenté parar en varias ocasiones, incluso dar la vuelta; pero no dominaba mi espíritu; era a propia inercia a que me llevaba; ni siquiera era yo, sino un todo homogéneo a punto de fundirse con el universo. Esa sensación es la que da consistencia a mi idea última de eternidad. Estoy seguro que esa felicidad absoluta que buscan todos los mortales pasa por la pérdida total de la conciencia individual; porque la singularidad constriñe y encadena la libertad a través del pensamiento parcial y sesgado, de la visión particular de las cosas que da la identidad. La continuidad, la fusión, la inconsciencia de uno mismo es la perfección

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ideal a la que aspiramos todos los que estamos en tránsito. Esa es el ansia que nos mueve; ahora lo comprendo todo: quiero, aspiro a ser el universo; yo seré todo el universo en su plenitud después de pasar por el estado ánima errante en busca de su disolución total. Sé también que estoy aquí para andar el camino, que lo estoy andando, y aún cerrado aprendí más cosas en de mi prisión que en toda mi vida. Estoy comprendiendo el funcionamiento de las cosas del otro lado. Comprendo que todos tenemos un papel que enlaza los dos mundos y que tenemos que desempeñar irremediablemente, aun en contra de nuestra voluntad. Todo este conocimiento está desenrollando un nuevo ámbito en mí; una especie de dimensión axial que me conecta lineal y unilateralmente con Martín. Percibo su eco lejano e intermitente, como un faro que sólo nosotros podemos vislumbrar. Esta conexión funciona y nos aísla. Ya me oyó, se mueve, me encara y me responde, resuena conmigo. Ven, acércate mi querido Martín; tenemos mucho de que hablar. Nos necesitamos como ocurría al otro lado. Seguimos a ser singulares; aun resistimos para obrar lo que se espera de nosotros. Date prisa Martín, que se nos desvanece la eternidad.

“¿Qué sabes papá?” - Está de vuelta y me pregunta -. Yo percibo que no hay nadie en todo el cosmos que lo pueda escuchar excepto yo. Nuestros pensamientos se complementan y, como un relámpago, sin palabras, sin código ni canal alguno, por el vacío, le transmito el estado de las cosas dejándole claro que yo le abrí esta puerta y ahora le toca a él abrir la mía para que los dos alcancemos nuestra meta. Entonces Martín me cuenta que esta vez fue él y no el ánima que lo quiso suplantar el que bajó para encontrarse con las mujeres que lo invocaron; y que se apoderó del cuerpo y de la mente de su madre. Allí, mientras ella se retorcía convulsa, consiguió leerle los recuerdos y encontró la respuesta de por qué estoy yo encerrado aquí. La culpa primera, el origen de la culpa la tuvo Teresa, que la convenció de que me confinase para que la venganza se perpetuase eternamente. Ella fue la meiga negra que le indicó el veneno y la forma de administrármelo y la que se encargó de los hechizos que sellaron mi ataúd conmigo dentro. Esta revelación me hace ver con claridad cuál es mi única salida: la muerte de Teresa; porque seguramente la penitencia de su alma sea la de liberar la mía para poder progresar. Sí, eso es. Nos tenemos que organizar, hijo; lo tenemos que planificar todo para que la cadena no se rompa y cada cual acabe en su sitio. Yo son tu salvación, Teresa me liberará a mí y Balbina al ánima embustera de su novio perdido. Así se cerrará el círculo de nuestras existencias. Está claro que tenemos que empezar por el ánima errante para convencerla de que se equivocó en sus cábalas; que no eres tú, Martín el billete de su viaje sino la mujer que co2mpartimos. Si lo conseguimos seguro que nos muestra la manera de llegar a Teresa y traerla aquí. Ven Martín con el ánima farsante y hablamos. Les desgrano lo que pienso y están de acuerdo en que debemos actuar juntos para que esto salga bien. El ánima, - Ricardo se llama - deja aparcada su ironía y después de escuchar mi plan, es el que conduce conversación; indicándole a Martín dónde está la debilidad de Balbina. Nos cuentan que lleva años deseando la venganza; pero que le es imposible poseer a la mujer porque ella está llena de odio contra él y en esos casos es imposible apoderarse de la voluntad del otro; pero que ahora, con la llegada de Martín, las cosas han dado un cambio radical. ¿Qué madre que ama a su hijo no dejaría que este la habitase por unos instantes? Así que, al final de las explicaciones, el plan es diseñado siguiendo mis cábalas y sus instrucciones: Teresa para él; sencillo, porque al ser una médium, es receptiva a los espíritus ajenos. Desde ella reclamará a Martín para que posea a su madre. Dueños ambos de las voluntades de las dos mujeres su fin está firmado porque sus cuerpos

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cuerpo harán lo que les ordenemos nosotros. Aquí cada uno deberá ocuparse de su trabajo. Yo le pregunto por qué las cosas tienen que ser tan complicadas. Si tanto poder tiene la experimentada ánima por qué no le encarga la Teresa que se deshaga de su invitada; pero Ricardo contesta que desde un cuerpo poseído no se puede causar daño a los ajenos porque entonces quedaría atrapado para siempre en el intermundo; que las cosas han de hacerse bien para que todos salgamos beneficiados; y que la manera de hacerlas y tal y como hablamos. Los del otro lado no es que tengamos tanto poder sobre el mundo de los vivos como ellos piensan. Raras veces nos podemos pasar a su dimensión. Sólo cuando algún inconsciente nos invoca y nos llama de la forma idónea podemos cruzar; y la cosa no es fácil. Me deja convencido; al fin y al cabo yo - como Martín - acabo de llegar y a este nuevo ámbito y no he tenido tiempo de aprender a defenderme aquí. Me tengo que fiar porque no me queda más remedio. Se marchan los dos; Ricardo aconsejando y Martín escuchando atento sus consejos. De momento no tenemos más pasos; sólo aguardar con paciencia hasta que las mujeres decidan llamarlos en una de las reuniones misteriosas que celebran en la casa de Teresa todos los sábados. Los sábados, sí; por cierto… ¿Qué día será hoy? Ah, olvidaba que aquí no hay días; sólo pensamientos lineales que marcan el pasado. Únicamente eso se secuencia aquí; por eso no sé cuánto tiempo tengo para seguir siendo yo y pensando…, recordando la existencia que tuve allá.

Me surgen unas ganas irrefrenables de analizar cosas en las que, cuando habitaba del otro lado, perdí mucho tiempo y no conseguí solucionar. ¿Por qué dios pregunto aquí? Ninguno se presentó a recogerme. Yo fui criado en la cuna a iglesia romana católica y apostólica que ostenta el monopolio de las creencias en mi tierra y necesité años para sacudirme de la cabeza las cuadrículas absurdas que me dibujó para quedarme sólo con lo esencial de los conceptos de bondad y solidaridad que predica; echando para fuera sotanas, letanías y miedos; ajustando la doctrina - como casi todos hacen - a mi comodidad burguesa. Grito por ese dios que es el mío y el de mis padres; pero no parece escucharme ni él ni el hijo ni la María madre, ni la paloma, ni los ángeles, ni los santos... Nada de nada… Parece que ninguno de ellos anda por aquí. Estarán ocupados ordenando la doctrina que los hombres les complicaron tanto - digo yo - o me faltará camino para llegar a su dimensión; aunque, - digo también, - con el barullo que estoy armando la omnipotencia les debe andar extraviada. Anda que no estoy ocurrente; porque ahora pienso que a lo mejor es al diablo al que le toca venir a por mí. No me extrañaría nada porque, aunque no fui un pecador de los peores, si me suman los delitos pequeños me puede caer una condena que sume las cuentas; máxime pensando que nada más llegar l esta sala de espera ya estoy discurriendo un delito con alevosía, y hasta tengo cómplices. Nada tampoco; ni diablo, ni ángeles negros; ni siquiera tufo a azufre y llantos desesperados; qué desilusión de tránsito, tan plano que me ataca la histeria y me pongo a chillar por otros dioses de los que recuerdo el nombre. Todos me parecen como un atajo de vendedores charlatanes pregonando su producto milagroso en una feria. Al principio son muchos los que se acercan a escucharlos porque vociferan palabras grandiosas; pero poco a poco sólo los pobres de espíritu, los desencantados, los desesperados y los que ven cerca el final y no encuentran o no asumen la explicación lógica de nuestro existir se quedan. Ahora que migré a este plano tengo las cosas más claras; aunque esté atrapado en el ataúd. No andan por aquí no, y no van a venir ayudarme ni a mí ni a nadie; porque son únicamente humo que nos ciega los ojos y nos confunde. No necesitamos dioses que nos amparen aquí; los pasos que daremos dependen sólo de nosotros mismos. Lo veo con total claridad. Para que nos acepte ese todo universal que nos espera debemos liberarnos de los lastres: la conciencia, la

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individualidad. El yo simple y único es la causa de que existan los dioses. Queremos permanecer singulares a toda costa; pero la perfección es el continuo, la resonancia perpetua con el universo. Tendré algo de oriental. A lo mejor esos tibetanos de las campanitas son los que están más cerca de la verdad. Pondré atención a ver se los escucho en esta selva de sonidos que van y vienen por las estaciones del último viaje. Me invade un sopor que me mantiene en un estado latente; sin cavilar y sin inundar mi receptáculo de preguntas y dudas. Este paréntesis me parece el preludio de mi disolución. Es un estado plácido en el que comienzo a sentir el latido el universo en mí; como si yo fuese una gota de agua que cae en el mar y en él ya no es gota si no el mar completo. Sí, esta debe ser la sensación que produce la eternidad. Debe de ser algo semejante pero perpetuo y perfecto; sólo estoy ensayando lo que va a ser a poco que consiga cumplir los últimos deberes que me quedan para desengancharme del mundo real. De pronto me asalta de nuevo mis miedos. Me estremece el pavor de no recordar quién soy, de perder mis recuerdos, de no llegar a saber qué fue lo que quedó de mí allá. Sigo siendo individual y singular, egocéntrico, terrenal… hombre. Todavía no estoy preparado para esa migración prometida. No me ha llegado el momento porque hay hilos invisibles que me sostienen aún amarrado a mi pasado. ¡Qué difícil está resultando todo esto! Pero imagino que a los demás también les costará hacer el último tránsito. En esta dimensión en la que estoy atrapado las cosas no parecen más fáciles que en el mundo real. Las ánimas que andan aquí rondando son empecinadas y traidoras; capaces de mentir y de engañar para lograr sus fines… de conspirar… Yo mismo estoy entrando en su juego por mi conveniencia. Seré tonto… ¿Cómo es posible que no me haya dado cuenta antes? Esa ánima del diablo está engañándonos a todos. Si estamos todos atrapados esperando cobrar las deudas de los vivos y ambos tenemos el mismo objetivo: Balbina. Teresa no va a ser un fin para nadie; sólo es un enlace; el medio a través del cual Ricardo puede actuar para escenificar su venganza. Esto de estar aquí cerrado me está haciendo ser tozudo y desconfiado. Revuelto en barro me veo porque me estoy dando cuenta que esa ánima urdidora está jugando un doble juego conmigo. Creo que estoy atrapado en sus planes, que cuenta conmigo para su interés y que está jugando con mi futuro; por eso tengo que adelantarme a sus pasos.

Martín llega con novedades. Viene él sólo porque los de la Compaña andan entretenidos en fastidiar a otros. Nos podemos beneficiar de la circunstancia, sobre todo porque las mujeres están reunidas en la casa de Teresa y ya han comenzado a llamar al muchacho. Le cuento a toda prisa lo que me parió la imaginación. Me cuesta un mundo convencerlo; pero la contundencia de mis argumentos triunfa al fin y consigo que reflexione. Cuando le pregunto qué podemos hacer guarda un silencio espeso al cabo del cual me contesta sin contestar que ya sabe lo que a el le toca; pero cuando me lo va a contar aparece Ricardo, -su ánima - chillando que hay prisa porque las mujeres están entonando el responso de llamada de Martín. Mira se es tremendo que no puede evitar contarnos que lo interrumpieron cuando estaba ayudándole a un compañero del grupo al que le llaman el ciervo… ja... el ciervo. Aquí te hay de todo, como en la tierra terrenal de la que venimos: conflictos, venganzas, manía y hasta chacota. Yo no sé se reír, si llorar o chillarle cabreado; porque llegó justo cuando mi hijo me iba a contar su plan y ahora tengo que sentirlos marchar escuchando cómo Ricardo lo dirige: “yo entro en la Teresa y te llamo. Cuando estés dentro de tu madre coges un cuchillo y me lo clavas en el corazón… a Teresa, quiero decir - aclara con ironía - entonces ya me encargaré yo de darle muerte la esa meiga del carajo?

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Las vueltas que de la el mundo, hijo mío; pienso porque sólo podo pensar en este recinto diminuto que me aprieta el espíritu. Con lo enamorado que yo estuve mi mujer y tener que tragar ahora con la jugada que me hizo. Nunca se sabe adónde vamos a ir a parar. Están bien revueltos estos mundos caóticos en los que habitamos. Yo que hice lo que tenía que hacer - no me cabe por eso arrepentimiento ninguno - pago lo que no tengo que pagar. ¿Donde está entonces la justicia eterna que nos venden los predicadores? Aquí, como allá; cada uno tiene que valerse de sus mañas para no dejarse avasallar. Como siempre, los más listos, los más agudos son los que acaban consiguiendo lo que quieren. No hay dioses que amparen a uno. Le doy vueltas y vueltas a las decisiones que tengo tomadas en esta cárcel y me asaltan dudas desde todos los frentes. ¿Correrá mi hijo algún peligro? ¿El ánima que lo acompaña echaría sus cuentas para desbaratar las mías? ¿Se volverá todo contra nosotros y quedaremos aquí atrapados sin remisión? ¿Cómo saldré de aquí? ¿Qué va a hacer Martín? No puedo responder a nada... estoy avasallado por las preguntas y ninguna tiene una respuesta clara que me dé algo de tranquilidad. Mierda de mundo este.

Mi hijo regresa contento y cariñoso y me requiere para que salga del ataúd porque tengo que dejar sitio a alguien que está a punto de llegar. Asombrado obedezco y, sin esfuerzo ninguno, de pronto aparezco a su lado, libre, lo incorpore. Son energía consciente; una energía de una pureza insuperable que es capaz de recordar, de razonar y de tener aún sentimientos. Entonces comprendo que estoy en un nuevo proceso de tránsito propiciado por Martín. Le pregunto qué está pasando y él me dice que en nos vamos definitivamente porque se completó nuestra misión. Le pido explicaciones de l que sucedió y me responde que todo salió según sus planes y que vamos a dar el último paso, a disolvernos en el cosmos al que estamos destinados; pero yo lo retengo porque quiero saberlo todo. Entonces Martín hace un paréntesis en el que ordena sus pensamientos y me cuenta que, tal como se había planeado, el ánima de Ricardo había poseído a Teresa y desde el cuerpo de esta lo había llamado a él para que se apoderase de Balbina; pero que una vez dentro de ella, en lugar de coger el cuchillo como estaba previsto, sometió la voluntad de su madre y esta, en un arrebato, saltó por la ventana dando con la cabeza en el cemento del patio de la casa muriendo en el acto. Hoy por hoy supone que se halla en el túnel, a punto de entrar en el intermundo a cumplir el destino de ocupar mi lugar en el panteón: su libertad por la mía para equilibrar el mal y el bien. Detrás de ella vendrá el Ricardo, quemado por la traición. ¡Qué vaya al carajo, que cuando llegue ya no nos hallará aquí! Habrá de conformarse con el regarlo que le que queda y esperar otro momento para migrar.

Noto una evolución en mi estado hacia una dimensión dispersa, plena de paz y de vacío; en la que no existen ni espacio ni tiempo. Desaparece mi percepción de la conciencia individual para comenzar a comprender el universo completo ¿Qué somos, mi hijo? ¿Somos agua o tierra, viento o fuego quizás? ¿Qué somos, mi hijo? ¿Tú lo sabes ya? No me responde, sólo resuena como un eco equilibrado que se está a acompasar con el todo. Antes de hacer lo mismo me vuelvo hacia el mundo que voy a dejar y desaparezco con una sonrisa porque escucho la voz de Ricardo acercarse al cementerio:

- ¿Balbina?? ¿Balbinita?? ¡Ya estoy aquiiií!

¡Ah, que hermosa es la eternidad!

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