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Revista escarnio nº35

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Editorial

Entrevista a Georges Bataille, por Pierre Dumayet

El mal y la Literatura "La literatura debe cuestionar la angustia" PD: Sr. Georges Bataille, Quisiera que examinásemos primero el título de este libro antes de entrar en el libro mismo; su título permite ya de hacer un número de preguntas: ¿Cuál es el “mal” del que habla? GB: Existen, creo dos formas de mal que se oponen principalmente: una que tiene que ver con la necesidad de que las cosas humanamente pasen bien y logren llegar al resultado deseado, y la otra que consiste en transgredir positivamente ciertas prohibiciones fundamentales como, por ejemplo, la prohibición del asesinato o la prohibición de ciertas posibilidades sexuales. PD: Sí, existe el mal hacer y el mal actuar. GB: Sí. PD: ¿Quiere decir este título que el “mal” y la “literatura” son inseparables, fundamentalmente? GB: En mi sentimiento, sí. Evidentemente esto no aparece claramente en un primer momento, pero me parece que si la literatura se distancia del mal, se transforma rápido en aburrida. Esto puede sorprender. Sin embargo, creo que se debe uno dar cuenta bastante rápido que la literatura debe cuestionar la angustia y que la angustia está siembre basada en algo que va mal, en algo que terminará gravemente mal, sin duda, y que es poniendo al lector en la perspectiva, o por lo menos, frente a la posibilidad de una historia que terminará mal, para aquello en que se interesa. Creo, para simplificar la situación de la novela, que es poniendo al lector frente a esta perspectiva desagradable que crea una tensión, que la literatura evita de aburrir al lector. PD: Por consiguiente, un escritor, o por lo menos, un buen escritor, es siempre culpable de escribir. GB: Eh. La mayoría de los escritores no son conscientes de ello pero, creo que esta culpabilidad es profunda. Escribir es, a pesar de todo, hacer lo contrario de trabajar. Esto no parece muy lógico, quizás, pero de cualquier modo, todos los libros entretenidos son esfuerzos que son sustraídos al trabajo. PD: ¿Podría Ud. citarnos uno a dos autores que habrían justamente experimentado la culpabilidad de escribir, que se hayan sentido culpables de ser escritores? GB: Bien, me parece que hay dos de ellos que he citado, además, en mi libro, que se distinguen muy particularmente en este sentido. Son Baudelaire y Kafka. Ambos tuvieron conciencia de ponerse del lado del mal y que, por lo tanto, eran culpables. En Baudelaire esto es sensible por el hecho de haber escrito bajo el título de “Las Flores del Mal”, su pensamiento más querido y, en cuanto a Kafka, esto se expresó con aún más nitidez. Él consideró que al escribir desobedecía a los suyos y que por consiguiente se ponía en una situación de culpabilidad. Es cierto que su familia le hacía sentir que estaba “mal” dedicar su vida a la escritura; que el “bien” era seguir el ejemplo, que había sido siempre seguido en la familia, de tener una actividad comercial y, que sustrayéndose a ese deber, se actuaba “mal”. PD: Si, pero aquí, ser escritor es ser culpable, para Kafka o para Baudelaire porque ser escritor es ser algo no muy serio. En fin, ¿Era ese el sentido de los padres de Kafka y Baudelaire? BD: Se puede pensar así. PD: Pero esta culpabilidad es sentida por ellos como una niñería. Se sintieron culpables de niñería porque escribían. ¿Cree Ud. realmente que Kafka o Baudelaire se sintieron culpables de niñería porque escribían? GB: Creo que muy explícitamente, y de una manera a veces expresada, se sintieron en la situación del niño frente a los padres, del niño que desobedece y que por consiguiente se pone en una situación de sentirse culpable en conciencia, porque recuerda a sus padres que ha amado y que le han dicho constantemente que no debía hacer aquello, que estaba “mal” y esto en el sentido más fuerte de la palabra.

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¿Qué es el hachís?

Los relatos de Marco Polo −de los que algunos se burlaron sin razón−, lo mismo que los de otros viajeros antiguos, han sido comprobados por los científicos y merecen nuestro crédito. No contaré ahora −como hizo Marco Polo− que el «viejo de la montaña» encerraba a sus discípulos más jóvenes en un jardín de las delicias, después de haberles embriagado con hachís (de donde viene el hombre de hachachinos o asesinos), para que se hicieran una idea de lo que es el paraíso, recompensando de este modo, por así decirlo, su obediencia ciega e irreflexiva. Respecto a la sociedad secreta de los hachachinos, el lector puede consultar el libro de M. de Hammer y la memoria de Sylvestre de Sacy, incluida en el tomo XVI de las Memorias de la Academia de Inscripciones y Bellas Letras, y en relación con la palabra «asesino» su carta al redactor del Moniteur, aparecida en el número 359 del año 1809. Cuenta Herodoto que los escitas echaban piedras incandescentes sobre los montones de grano de cáñamo, lo que para ellos constituía un baño de vapor más perfumado que el de todos los baños griegos, y su goce era tan intenso que daban gritos de placer. Efectivamente, el hachís procede de Oriente; las propiedades excitantes del cáñamo eran muy conocidas en el antiguo Egipto, y su uso estaba muy difundido, con diferentes nombres en la India, en Argelia y en la Arabia Feliz, pero en nuestro país, delante de nuestros ojos, tenemos igualmente curiosos ejemplos de embriaguez provocada por emanaciones vegetales. Sin hablar de los niños que experimentan con frecuencia cierto vértigo después de haber estado jugando y revolcándose sobre montones de alfalfa recién cortada, es sabido que cuando se recolecta el cáñamo, los trabadores, hombres y mujeres, sufren análogos efectos; se diría que emana una miasma del cáñamo cortado, que llenan torbellinos y a veces también de sueños. En ocasiones hemos oído decir que entre los campesinos rusos son bastante frecuentes las crisis de sonambulismo, debidas al parecer que utilizan aceite de cañamón para preparar sus alimentos. ¿Y quién no conoce las extravagancias de las gallinas que han comido cañamones y la fogosidad entusiasta de los caballos que los campesinos preparan para las carreras que se celebran en las bodas y en las fiestas patronales suministrándoles una ración de cañamones rociada a veces con vino? Sin embargo, el cáñamo francés no es apropiado para convertirse en hachís, o, al menos, según el resultado de ciertos experimentos, no es apropiado para obtener una droga de igual poder que el hachís. El hachís o cáñamo indio, Cannabis indica, es una planta de la familia de las urtíceas, exactamente igual al cáñamo de nuestros climas, salvo en el hecho de que no alcanza su misma altura. Tiene unas propiedades embriagadoras tan extraordinarias, que desde hace años ha atraído en Francia la atención de los científicos y de las personas de mundo. Es más o menos apreciado según sus diferentes procedencias: el de Bengala es el más apreciado por sus consumidores; pero los de Egipto, Constantinopla y Argelia gozan de las mismas propiedades, aunque en inferior grado. El hachís (o hierba, es decir, la hierba por excelencia, como si los árabes hubieran querido definir con una palabra a la hierba que es fuente de toda voluptuosidad inmaterial) recibe distintos nombres según su composición y el modo como se prepara en el país donde se cultiva: en la India, bagía; en África, teriaki; en Argelia y en la Arabia Feliz, madjund, etc. No es indiferente recolectarlo en cualquier época del año, pues el momento en que posee mayor energía es cuando está en flor; de ahí que sean las puntas floridas las

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únicas partes que se emplean en las diferentes preparaciones, de las que voy a decir ahora algunas palabras. El extracto graso del hachís, tal como lo preparan los árabes, se obtiene hirviendo en un poco de agua las puntas de la planta fresca con manteca. Una vez que se ha evaporado totalmente la humedad, se filtra, obteniéndose así un preparado que parece una pomada de color amarillo verdoso y que conserva un olor desagradable a hachís y a manteca rancia. Bajo esta forma se consume en bolitas de dos o cuatros gramos; pero a causa de sus repugnante olor, que aumenta con el tiempo, los árabes preparan el extracto graso en forma de confituras. La más apreciada de estas confituras, el dawamesk, es una mezcla de extracto graso, azúcar y distintas sustancias aromáticas, como vainilla, canela, pistacho, almendra o almizcle. A veces se le agrega un poco de cantárida, pero lo que se busca con esto no tiene nada que ver con los efectos ordinarios del hachís. Bajo esta nueva forma el hachís no tiene nada de desagradable y se puede tomar una dosis de quince, veinte o hasta treinta gramos del mismo, bien envuelto en oblea o bien disuelto en una taza de café. Los experimentos realizados por los señores Smith, Gastinel y Decourtive tuvieron como objetivo descubrir el principio activo del hachís. Pese a sus esfuerzos, sigue sabiéndose poco de su combinación química, pero suele atribuir sus propiedades a cierta sustancia resinosa que se encuentra en el hachís, en una proporción del diez por ciento aproximadamente. Para obtener esta resina se reduce la planta seca a polvo granulado y se lava varias veces en alcohol, que luego se destila para eliminarlo parcialmente; el resto se deja evaporar hasta que tenga la consistencia de un extracto; se trata con agua este extracto para que se disuelvan en ella las materias gomosas extrañas, y queda entonces las resina en estado puro. Este producto es blando, de color verde oscuro, y posee en alto grado el olor característico del hachís. Bastan cinco, diez o quince centigramos de esta sustancia para obtener efectos sorprendentes. Pero la hachischina, que puede administrarse en forma de pastillas de chocolate o de píldoras de jengibre, ejerce, como el dawamesk y el extracto graso, unos efectos más o menos fuertes y una naturaleza muy variada según el temperamento y la susceptibilidad nerviosa de los individuos. Más aún, el resultado varía en el mismo individuo. Este efecto será tan pronto una alegría inmoderada e irresistible, como una sensación de bienestar y de plenitud vital, como, otras veces, un sopor equívoco, surcado de sueños. Sin embargo, hay fenómenos que se reproducen con bastante regularidad, sobre todo en personas de temperamento y educación similares; dentro de la variedad se da una cierta unidad, lo que me va a permitir establecer esa monografía de la embriaguez de la que hablaba hace un momento. En Constantinopla, en Argelia e incluso en Francia fuman hachís mezclado con tabaco, pero en este caso los fenómenos en cuestión sólo se producen de una forma muy moderada y, por así decirlo, perezosa. He oído decir que recientemente se ha obtenido del hachís mediantes la destilación un aceite esencial que parece tener una virtud mucho más activa que todos los preparados conocidos hasta hoy, pero no ha sido lo suficientemente estudiado como para que pueda hablar con certeza de sus resultados. ¿Hace falta añadir que el té, el café y los licores son poderosos coadyuvantes que aceleran más o menos la aparición de esa misteriosa embriaguez?

Charles Baudelaire de Los Paraísos Artificiales

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Carta al señor legislador de la ley de estupefacientes Señor legislador, Señor legislador de la ley de 1916, aceptada por el decreto de julio de 1917 sobre estupefacientes, eres un cretino. Tu ley no sirve más que para fastidiar la farmacia mundial sin beneficio para el nivel toxicómano de la nación porque 1º El número de toxicómanos que se aprovisionan en las farmacias es mínimo. 2º Los verdaderos toxicómanos no se aprovisionan en las farmacias. 3º Los toxicómanos que se aprovisionan en las farmacias son todos enfermos. 4º El número de toxicómanos enfermos es mínimo comparado con el de toxicómanos por placer. 5º Las restricciones farmacéuticas de la droga no molestarán jamás a los toxicómanos voluptuosos y organizados. 7º Siempre habrá toxicómanos por vicio de forma, por pasión. 8º Los toxicómanos enfermos tienen sobre la sociedad un derecho imperecedero, que se les deje en paz.

Es, sobre todo, una cuestión de conciencia. La ley de estupefacientes pone en manos del inspector-usurpador de la salud pública el derecho de disponer del dolor de los hombres; es una pretensión singular de la medicina moderna el querer dictar sus reglas a la conciencia de cada uno. Todos los balidos de la carta oficial no tienen poder de acción frente a este acto de conciencia: más aun que la muerte, yo soy el dueño de mi dolor. Todo hombre es juez, y juez exclusivo, de la cantidad de dolor físico, y de la vacuidad mental que pueda soportar honestamente. Lucidez o inlucidez, hay una lucidez que ninguna enfermedad podrá quitarme, es la que me dicta el sentimiento de mi vida física. Y si yo he perdido mi lucidez, la medicina no tiene otra cosa que hacer más que darme las sustancias que me permiten

recuperar el uso de esa lucidez. Señores dictadores de la escuela farmacéutica de Francia, sois unos pedantes roñosos; hay una cosa que debería medir mejor: que el opio es esa imprescindible e imperiosa sustancia que devuelve a la vida de su alma a quienes tuvieron la desgracia de perderla. Hay un mal contra el cual el opio es soberano, y ese mal se llama Angustia, en su forma mental, médica, psicológica, lógica o farmacéutica, como quieran. La Angustia que hace locos. La Angustia que hace suicidas. La Angustia que hace condenados. La Angustia que la medicina no conoce. La Angustia que vuestro doctor no comprende. La Angustia que lesiona la vida. La Angustia que rompe el cordón umbilical de la vida. Por vuestra inicua ley ponéis en manos de personas irresponsables, cretinos en medicina, farmacéuticos cochinos, jueces fraudulentos, doctores, comadronas, inspectores-doctorales, el derecho a disponer de mi angustia que es tan aguda como las agujas de todas las brújulas del infierno. Temblores del cuerpo o del alma, no existe sismógrafo humano que permita llegar a una evaluación de mi dolor con precisión, que aquella, fulminante, de mi espíritu. Toda la azarosa ciencia de los hombres no es superior al conocimiento inmediato que puedo tener de mi ser: Yo soy el único juez de lo que está en mí. Volved a vuestros graneros, médicos hediondos, y tú también, Señor Legislador Moutonnier, que no deliras por amor a los hombres, sino por tradición de imbecilidad. Tu ignorancia de lo que es un hombre, sólo es igual a tu estupidez al pretender limitarlo. Yo te deseo que tu ley recaiga sobre tu padre, tu madre, tu mujer y tus hijos, y toda tu posteridad. Y ahora me trago tu ley.

Antonin Artaud

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Cocaína

(Fragmento)

"El "cocainómano" pagará cualquier cosa por su droga; nunca dirá, “no puedo permitírmela”; y si el

precio es alto, robará, atracará, asesinará para conseguirlo. Lo vuelvo a decir: no se puede reformar a un drogadicto; todo lo que hagáis para evitar que la obtenga será crear una clase de criminales astutos

y peligrosos" 5. Era una persona muy fatigada, en esa tarde calurosa del verano de 1909, la que deambulaba por Logroño. Hasta el río parecía demasiado perezoso para fluir, y se estancaba en albercas, como si dijéramos con la lengua fuera. El aire rielaba suavemente; en la ciudad, las terrazas de los cafés estaban atestadas de gente. No tenían nada que hacer, y estaban seriamente determinados a ello. Sorbían el vino áspero de los Pirineos, o un Rioja del sur bien aguado, o jugueteaban con cañas de pálida cerveza. Si alguno de ellos hubiese leído el discurso del Mayor de División O’Ryan al soldado americano, habrían supuesto que su mente estaba afectada. “El alcohol, llámese cerveza, vino, whisky, o cualquier otro nombre, engendra ineficacia. Mientras que afecta de distintas formas a los hombres, sus resultados son iguales en que aquellos a quien afecta dejan de ser normales por un tiempo. Algunos se vuelven descuidados, otros pendencieros. Algunos se alborotan, otros se indisponen, algunos se adormilan, otros ven estimuladas sus pasiones en gran medida”. En lo que respecta a nosotros, íbamos camino a Madrid. Nos vimos obligados a apurarnos. Una semana, o un mes, o un año como mucho, y deberíamos irnos de Logroño en obediencia al toque de corneta del deber. De cualquier modo, decidimos olvidarnos de él, por el momento. Nos sentamos, e intercambiamos puntos de vista y experiencias con los lugareños. Del hecho de que nos apresurábamos, nos tomaron por anarquistas, y les alivió nuestra explicación de que éramos “locos ingleses”. Y estábamos todos juntos y felices y todavía me estoy dando puntapiés por tonto por haber seguido hasta Madrid. Si uno está en una cena en Londres o Nueva York, se hunde en un abismo de aburrimiento. No hay tema de interés general, no hay ingenio; es como esperar un tren. En Londres uno se sobrepone al ambiente bebiendo una botella de champán lo más rápidamente posible; en Nueva York hace acopio de cócteles. Los ligeros vinos y cervezas de Europa, tomados con moderación, no sirven de nada; no hay tiempo de ser feliz, así que en su lugar uno tiene que excitarse. Cenando solo, o con amigos, en contraste con el ambiente de una fiesta, uno puede estar enteramente a sus anchas con un Borgoña o un Burdeos. Se tiene toda la noche por delante para ser feliz, y no es necesario apresurarse. ¡Pero el neoyorquino corriente no tiene tiempo ni siquiera para una cena! Casi lamenta la hora en que su oficina cierra. Su cerebro todavía está ocupado con sus planes. Cuando desea “placer”, calcula que puede permitirse en él tan sólo media hora. Tiene que echarse garganta abajo los más fuertes licores a la máxima velocidad. Ahora imaginad a este hombre –o a esta mujer– con un leve impedimento: su tiempo disponible se ha acortado un poco. Ya no desperdicia diez minutos en la obtención de “placer”, o quizás no se atreve a beber abiertamente frente a otras personas. Pues bien, su remedio es simple; puede conseguir la acción inmediata de la cocaína. No hay olor, y puede ser tan discreto como cualquier anciano eclesiástico podría desear. El mal de la civilización es la vida intensa, que exige estimulación intensa. La naturaleza humana requiere placer; los placeres saludables requieren ocio; debemos elegir entre la intoxicación y la siesta. No hay cocainómanos en Logroño. Por otra parte, en ausencia de una atmósfera, la vida exige una conversación; debemos elegir entre la intoxicación y el cultivo de la mente. No hay drogadictos entre la gente preocupada en primer lugar por la ciencia y la filosofía, el arte y la literatura. 6. Sin embargo, atendamos las demandas prohibicionistas. Admitamos el argumento sustentado por la policía de que la cocaína y demás son usadas por criminales que de otra forma carecerían de sangre fría para operar. También se afirma que los efectos de la droga son tan mortales que los ladrones más astutos rápidamente se vuelven ineficaces. ¡Por todos los cielos, entonces que monten almacenes donde puedan abastecerse de cocaína gratis! No se puede curar a un drogadicto; no se puede hacer de él un ciudadano útil. Nunca fue un buen ciudadano, o no habría caído en la esclavitud. Si se le reforma temporalmente, con gran costo, riesgo y apuro, todo el trabajo desaparecerá como la bruma matinal cuando se tope con la próxima tentación. El remedio apropiado es dejar que siga su camino y se vaya al diablo. En lugar de menos droga, dadle más droga, y acabad con él. Su sino será una advertencia para sus vecinos, y en un año o dos la gente tendrá el sentido de evitar el peligro. Los que no lo tengan, dejad que mueran también, y salvad al

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estado. Los débiles morales son un peligro para la sociedad, sea cual sea la línea que sigan sus faltas. Si ellos mismos son tan amables en cuanto a exterminarse, es un crimen interferir. Diréis que mientras estas personas se van matando harán diabluras. Quizás, pero ya las están haciendo ahora. La prohibición ha creado un tráfico subterráneo, como hace siempre; y los males de esto son inconmensurables. Millares de ciudadanos están asociados para derrotar la ley, y verdaderamente la propia ley les soborna para hacerlo así, puesto que las ganancias del comercio ilícito llegan a ser enormes, y cuanto más ajustada es la prohibición, más irrazonablemente grandes son. Haciéndolo así podéis erradicar el uso de pañuelos de seda, y la gente dirá: “Pues muy bien, usaremos lino”. Pero el “cocainómano” desea cocaína; y no podéis disuadirle con sales de Epsom. Por otra parte, su mente ha perdido toda proporción; pagará cualquier cosa por su droga; nunca dirá, “no puedo permitírmela”; y si el precio es alto, robará, atracará, asesinará para conseguirlo. Lo vuelvo a decir: no se puede reformar a un drogadicto; todo lo que hagáis para evitar que la obtenga será crear una clase de criminales astutos y peligrosos; e incluso cuando ya los hayáis encarcelado a todos, ¿estará alguien algo mejor? Mientras hayan beneficios tan grandes (del mil al dos mil por ciento) al alcance de los distribuidores secretos, será del interés de esos distribuidores crear nuevas víctimas. ¡Y los beneficios en la actualidad valdrían mi ida y vuelta en primera clase a Londres para pasar de contrabando no más cocaína de la que podría ocultar en el forro de mi gabán! ¡Con todos los gastos pagados, y una bonita suma en el banco al final del viaje! Y aún con toda la ley, espías y demás, yo podría vender mi material en el barrio chino a un riesgo mínimo en una sola noche. Otro punto es éste. La prohibición no puede llevarse al extremo. Es imposible, en última instancia, quitarles las drogas a los médicos. Ahora los médicos, más que cualquier otra clase, son drogadictos; y también hay muchos que traficarán con drogas motivados por el dinero o el poder. Si se posee el suministro de la droga, se es el amo, en cuerpo y alma, de cualquier persona que la necesite. La gente no entiende que una droga, para su esclavo, es más valiosa que el oro o los diamantes; una mujer virtuosa puede estar por encima de los rubíes, pero la experiencia médica nos dice que no hay mujer virtuosa necesitada de droga que no se prostituyese a un trapero por una sola esnifada. Y si se diera realmente el caso de que un quinto de la población toma alguna droga, entonces para esta pequeña e incorrecta isla se preparan unos tiempos muy movidos. El disparate del argumento prohibicionista está demostrado por la experiencia de Londres y otras ciudades europeas. En Londres cualquier cabeza de familia, o persona de aspecto responsable, puede comprar cualquier droga tan fácilmente como si fuera queso; y Londres no está lleno de maníacos delirantes, esnifando cocaína por las esquinas, en los intervalos producidos entre robos con allanamiento de morada, violaciones, incendios provocados, asesinatos, delitos de oficina y crímenes de alta traición, como nos aseguran que debe ser el caso si se permite amablemente que un pueblo libre ejercite un poco de su libertad. Y si el argumento prohibicionista no es absurdo, entonces es un comentario sobre el nivel moral del pueblo de los Estados Unidos que hubiese justamente ofendido a los diablos de Gadara tras haber sido convertidos en cerdos. No me concierne aquí protestar en su nombre. Admitiendo la justicia de la observación, sigo diciendo que la prohibición no es ningún remedio. El remedio está en dar a la gente algo sobre lo que pensar, en desarrollar sus mentes, en llenarlas de ambiciones más allá de los dólares, en instaurar una pauta del logro que fuese medido en término de realidades eternas. En una palabra, en educarlos. Si esto parece imposible, enhorabuena. Es un argumento más para animarles a que tomen cocaína.

Aleister Crowley

Traducción de Mª Carmen Sánchez

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Una cuchilla limpia para un sucio trabajo

Los verdugos cuidan de las cuchillas de su guillotina como los barberos cuidan de

sus navajas de afeitar. Tal delicadeza con el instrumental parece estar justificada aparte de

los gustos personales de cada cual, por la exigencia profesional que garantice en todo

momento un buen funcionamiento y unos buenos resultados. El criminalista Enrico Ferri*

vio con sus propios ojos a principios de este siglo (siglo XX) cómo el verdugo Deibler

extraía de un estuche de terciopelo con infinitas precauciones la cuchilla que iba a usar

momentos después. Somerset Maughan nos indica en uno de sus relatos cómo el verdugo

de la Guayana francesa, después de hacer caer la cuchilla varias veces para enseñar a sus

asistente cómo debía asegurarla luego en lo alto de la guillotina, sacó sus materiales de

limpieza y le encargó al ayudante que limpiara y diera brillo a los bronces –“aunque se

hallaban inmaculados, consideró que una limpieza final no les iría mal”–, mientras él se

apoyó en una pared y se puso a fumar perezosamente. Turgueniev, en una doble

ejecución, también pudo ver cómo el verdugo, después de la primera parte del acto,

“limpiaba la cuchilla con una esponja antes de volverla a lo alto de la máquina infame”.

“Este detalle –comenta finalmente– me disgustó por encima de todo y me hizo sentir más

íntimamente el horror de este brutal, de este estúpido medio de “hacer justicia”.

Por no haber tenido, en cierta ocasión, semejante cuidado, le ocurrió a uno de los Sanson

un lamentable accidente en una de sus ejecuciones. “Cuando no quedaba más que un reo

que ajusticiar –cuenta él mismo– mi hijo Enrique, que estaba al lado de los cestos, me

llamó, y me acerqué a él. Lariviere, que estaba al resorte, se olvidó de levantar la cuchilla,

de manera que cuando se inclinó la tabla con el reo Laroque, su rostro fue a dar sobre el

hierro todo ensangrentado. Lanzó un grito terrible; corrí a él; hice enderezar la tabla y

levantar la cuchilla; el reo temblaba, entre las correas que le sujetaban, de un modo que

daba espanto; el pueblo nos ha insultado y nos ha tirado algunas piedras”.

Pero esto no quiere decir, ni mucho menos, que las ejecuciones sean en la guillotina

precisamente limpias y estéticas. Aun funcionando perfectamente, aun cortando las

cabezas a la primera caída de la cuchilla –cosa que, como hemos de ver, ni siquiera ha

ocurrido siempre–, la guillotina puede dar lugar a verdaderas orgías de sangre, a

horrendas carnicerías de cuyas salpicaduras es difícil que nadie se salve ya. En ejecuciones

colectivas, multitudinarias, sobre todo –que las ha habido sin tino–, la sangre de la

guillotina chorrea por todas partes, y esa sangre, como dirían Hugo o Dickens, nunca más

se quita de las ruedas de las carreteras que vuelven a sus escondites después del

espectáculo, ni de las suelas de los zapatos de los jueces que regresan a sus casas después

de presenciar sus victoria, ni de las de los verdugos, ni de las de los espectadores en

último extremo.

Cuando fueron guillotinados los veinte girondinos, por ejemplo, poco después de haber

sido puesta en funcionamiento la moderna máquina, el espectáculo de la sangre en el

patíbulo resultó verdaderamente repugnante.

“Carlos Enrique Sanson dirigió la ejecución; el primer ayudante Fermín soltaba el resorte;

otro Sanson cuidaba de retirar los cadáveres, que se iban echando de dos en dos en cestos

preparados al efecto detrás de la guillotina. Pero en cuanto cayeron seis cabezas, los

cestos y la tabla estaban de tal modo inundados de sangre, que el contacto de aquella

sangre debía parecer más horrible que la misma muerte a los que iban a seguir. Carlos

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Enrique Sanson mandó a dos ayudantes echar cubos de agua, y pasar esponjas a todas las

piezas después de cada suplicio”. De igual color y densidad son otras recientes

ejecuciones, por ejemplo la de los asesinos de la banda de los hermanos Pollet, el 11 de

enero de 1909, efectuada por los verdugos Deibler y Desfornoux: “La carnicería que tuvo

lugar allí aquella mañana –escribe Albert Naud– no volvería a repetirse hasta los tiempos

de la ocupación, en la Santé. La cesta, demasiado pequeña para contener los cuerpos y las

cabezas, se convirtió en una especie de trampolín sobre el que rebotaron las cabezas de

los últimos condenados. El cuerpo de Abel Pollet cayó fuera de la cesta y lanzó un raudal

de sangre sobre la multitud”. Y aún más recientemente, al relatar la ejecución de un joven

al que Albert Naud conocía personalmente, nos ofrece este autor el trágico espectáculo

de las operaciones finales: “Indiferentes, los verdugos continuaban su carnicería. Habían

arrojado el cuerpo de Daniel en una cesta de mimbre y ahora se ocupaban de su máquina.

Chapoteaban encima del charco de sangre. El “paisano” de las mangas remangadas lavaba

cuidadosamente la cuchilla y las demás piezas de la guillotina. De vez en cuando metía una

esponja en un cubo de limpieza, y la sangre le dibujaba oscuros surcos a lo largo del brazo

cuando recomenzaba el trabajo. Poco a poco, el agua se fue tiñendo de rojo y

espesándose. El sub-verdugo sumergía en ella las dos manos y apretaba la esponja

viscosa, que se vaciaba de líquido con un silbido… ”

Daniel Sueiro de El arte de matar

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Del morbo orgiástico

Gamiani o Dos noches de pasión (Gamiani ou Deux nuits de᾽ excès, 1833) es una

obra de autoría incierta. Según la mayoría de los expertos en literatura erótica, el autor de

esta novela dialogada fue Alfred de Musset (1810-1857), quién la habría escrito en tres

días después de apostar que podía crear una obra desmesuradamente obscena sin

emplear palabras malsonantes. No faltan quienes le atribuyen a Alfred de Musset la

primera parte, y la segunda a George Sand, aunque esta hipótesis es menos creíble.

La condesa Gamiani es, según el estudioso Alexandrian, una réplica de la condesa Fedora,

«La mujer sin corazón» de Balzac, y su enamorado Alcides se oculta una noche, como el

Rafael de La piel de onagro, en un armario de su alcoba, para espiarla. Desde allí, observa

cómo Gamiani somete a la joven Fanny a sus deseos lúbricos. Excitado por la escena

lésbica, Alcides sale de su escondite, se abalanza sobre Fanny y la penetra. Gamiani trata

de alejarlo de sus flamante amiga, pero finalmente ella también se deja seducir cuando la

ágil lengua de Alcides entra en contacto con su sexo.

A partir de ese momento el trío de todos los placeres reservados a los libertinos

empedernidos, y en sus momentos de reposo intercambian confidencias sobre sus

respectivas iniciaciones y sus proezas de alcoba. El estudioso Pascal Pia escribe que «la

evocación detallada de estas escenas constituye, en su conjunto, una suerte de

enciclopedia de depravaciones». El pasaje que reproducimos corresponde precisamente a

la descripción de una de las muchas orgías que convirtieron a Gamiani en un clásico de la

literatura licenciosa. Se trata, en verdad, de una orgía sin parangón, en la que intervienen

una congregación de monjas, un asno y un moribundo atacado de priapismo.

Rubén Solís Krause

Gamiani o Dos noches de pasión

(Fragmento)

Fanny: ¿Un asno? ¡Piedad!

Gamiani: Sí querida, un asno. Teníamos dos, muy diestros y dóciles. No queríamos ser menos que las matronas romanas, que se servían de ellos en sus saturnales. La vez primera que fui sometida a tal prueba, yo me encontraba sumida en el delirio de la embriaguez. Me precipité con entusiasmo en el banquillo, desafiando a todas las monjas. Al instante colocaron al asno frente a mí, con la ayuda de una correa. Su terrible aparato, estimulado por las manos de las hermanas, me golpeaba pesadamente el costado. Lo empuñé con ambas manos, lo puse frente al orificio y, tras restregarlo durante unos segundos, traté de introducirlo. Con la ayuda de mis movimientos, de mis dedos y de una pomada lubrificante, enseguida pude tener dentro cinco pulgadas al menos. Quise empujar aún más, pero me faltaban fuerzas. Caí rendida. Me sentía como si me desgarrara la piel, como si me hubieran roto, descuartizado. Era un dolor sordo, asfixiante, que sin embargo se mezclaba con una irritación cálida, cosquilleante, sensual. La bestia, removiéndose sin tregua, producía un roce tan violento que

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descoyuntaba la espina vertebral. Mis cabales espermáticos se abrieron y se desbordaron. El ardiente tronco se estremeció por un instante entre mis muslos. ¡Oh, qué placer! Lanzó fogosos chorros que inundaron gota a gota mi matriz. Corrió por mis entrañas un río de amor. Exhalé un largo grito de enervamiento y me sentí aliviada... Con mi entusiasmo lúbrico había ganado dos pulgadas más. Todas las medidas estaban rebasadas y derrotadas todas mis rivales. Noté el roce de las dos grandes bolas que habían impedido que despanzurrara. Rendida, con todos los miembros de mi cuerpo doloridos, creí que había terminado todas las voluptuosidades cuando el formidable azote se puso de nuevo rígido, me sondeó, se incrustó aún más y casi me levantó en alto. Mis tendones se hincharon, mis dientes rechinaron y mis brazos se desplomaron junto a mis estremecidos muslos. De repente sentí que un violento chorro me inundaba con una lluvia caliente y pegajosa, tan fuerte y abundante que parecía desbordar las venas para llenar mi corazón. Mis carnes, maceradas, relajadas por este copioso bálsamo, ya no me permitían sentir más que una sucesión de punzantes goces cosquilleando en los huesos, la médula, el cerebro y los nervios, diluyendo las articulaciones y haciéndome arder... ¡Delicioso tormento! ¡Incomparable voluptuosidad que desata los lazos de la vida y nos hace morir ebrios! Fanny: ¡Cómo me enardeces, Gamiani! ¡Voy ya sintiéndome sin fuerzas!... Pero, dime, ¿cómo saliste de aquel convento endemoniado? Gamiani: Te cuento, después de una gran orgía se nos ocurrió la idea de transformarnos en hombres con la ayuda de aquellos miembros artificiales y de ensartarnos las unas a las otras danzando como si estuviéramos locas. Yo era el último eslabón de la cadena y, por consiguiente, la única que cabalgaba sin llegar a ser cabalgada. Pero cuál no sería mi sorpresa al sentirme vigorosamente atacada por un hombre desnudo que, no sé cómo, había conseguido introducirse entre nosotras. Al oír mi grito de espanto todas las monjas se separaron y fueron a caer irremisiblemente sobre el infortunado intruso. En realidad, todas querían dar un remate real al goce comenzando con un insuficiente simulacro. El pobre animal, demasiado festejado, se quedó pronto hecho una piltrafa. ¡Había que ver su estado de torpor y su abatimiento! ¡Aquel fláccido y colgante apéndice, testimonio de la más negativa virilidad! Cuando me llegó el turno de disfrutar a mí también el elixir prolífico apenas si pude reavivar tales miserias. Pero lo conseguí, a pesar de todo. Inclinándome sobre el moribundo, sepulté la cabeza entre sus ingles y chupé tan hábilmente al adormecido señor Príapo que se despertó, rubicundo y juguetón. ¡Daba gusto verlo! Acariciaba yo a mi vez por una lengua experta, no tardé en sentir que se acercaba un supremo placer y me dispuse a rematar sentándome orgullosamente y con delectación sobre el cetro que acababa de conquistar. Di y recibí un diluvio de voluptuosidad. Aquel postrer exceso agotó a nuestro hombre. ¿Creerás que no hubo manera de reanimarlo? Y cuando las monjas comprendieron que el infeliz no servía para nada, decidieron, sin titubear, que era preciso matarle y sepultarlo en una cueva, para evitar que sus indiscreciones comprometieran la buena fama del convento. Inútilmente discutí el criminal acuerdo: en menos de un segundo descolgaron una lámpara y colgaron a la víctima en un nudo corredizo. Aparté mi mirada del horrible espectáculo... Pero he aquí que, ante la enorme sorpresa de aquellas furcias, la estrangulación produjo su acostumbrado efecto. Entonces, maravillada por la exhibición, la superiora se subió a un taburete y, en medio de los frenéticos aplausos de sus dignas cómplices, se apareó en vilo con la muerte y se ensartó a un cadáver... La historia, sin embargo, no acabó aquí: demasiado delgada o excesivamente desgastada para sostener el doble peso, la cuerda cedió y se rompió los huesos mientras el colgado, cuya estrangulación no se había consumado, volvió a la vida y amenazó, histérico, con ahogar a la superiora. El rayo que cae entre una multitud causa menos espanto que el que esta escena produjo entre las

monjas. Todas echaron a correr despavoridas, creyendo que el diablo las habitaba. La superiora se

quedó sola, debatiéndose con el resucitado inoportuno. Sin duda, la aventura acarrearía terribles

consecuencias. Para evitarlas, aquella misma noche huí de aquel refugio de desenfrenos y crímenes...

Alfred de Musset

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