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Revolución en los Andes La era de Tupac Amarú

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Editorial Sudamericana

Revolución en los AndesLa era de Túpac Amaru

Sergio Serulnikov

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Director de colección: Jorge Gelman

Diseño de colección: Ariana Jenik

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o

transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fo-

toquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin permiso previo por escrito de la

editorial.

Impreso en la Argentina

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723.© 2010, Editorial Sudamericana S.A.®Humberto Iº 555, Buenos Aires, Argentina

ISBN 978-950-07-3221-5

www.rhm.com.ar

Los mapas incluidos en esta publicación se ajustan a la cartografía oficial establecida por el PENa Través del IGN y corresponden al expediente número GG10 0265/5 de febrero de 2010.

Esta edición de 2.000 ejemplares se terminó de imprimir en Printing Books S.A.,

Mario Bravo 835, Avellaneda, Buenos Aires, en el mes de mayo de 2010.

Serulnikov, SergioRevolución en los Andes. - 1a ed. – Buenos Aires :

Sudamericana, 2010.224 p. ; 23x14 cm. - (Nudos de la historia argentina)

ISBN 978-950-07-3221-5

1. Historia Argentina. I. TítuloCDD 982

En pág. 8: “La Gran Ciudad y Cabeza y Corte Real de los Doce Reyes Incas, Santiago del Cuzco”.Felipe Guaman Poma de Ayala, El primer nueva corónica y buen gobierno (1615/1616).

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A mi hermano Claudio.

En memoria.

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La violencia de los hechos

Ningún evento conmovió los cimientos delorden colonial en Hispanoamérica como el masivolevantamiento de los pueblos andinos del Perú a co-mienzos de la década de 1780.En el curso de más dedos años, se organizaron verdaderos ejércitos insur-gentes desde el Cuzco hasta el norte de los futurosterritorios de Chile y Argentina.Algunas de las ciu-dades más antiguas y populosas de la región —Cuz-co, Arequipa, La Paz, Chuquisaca, Oruro, Puno—fueron sitiadas, asediadas u ocupadas.Vastas áreas ru-rales en Charcas, el altiplano paceño y la sierra surperuana quedaron bajo completo control de las fuer-zas rebeldes.Y estas fuerzas contaron en ocasiones

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con el apoyo explícito, o la expectante mirada, designificativos sectores criollos y mestizos que habita-ban los pueblos y centros urbanos.

La región afectada representaba el corazón del im-perio español en Sudamérica.Era un gran espacio eco-nómico atravesado por la ruta que unía Lima con Bue-nos Aires y que estaba articulado alrededor de Potosí,uno de los mayores productores mundiales de plata, elprincipal bien de exportación americano y el motordel desarrollo regional. Comprendía asimismo otrasciudades mineras como Puno y Oruro; áreas produc-toras de granos, azúcar, coca,vino y aguardiente comoCochabamba,Arequipa, Ollantaytambo, las yungas yAbancay; centros ganaderos como Azángaro; y zonasde concentración de obrajes textiles como las provin-cias aledañas al Cuzco. La región estaba habitada ma-yoritariamente por poblaciones de habla aymara yquechua, los descendientes de las grandes entidadespolíticas precolombinas: las Confederaciones Charka-Karakara en Charcas, los Reinos Aymaras en la regióndel lago Titicaca y, por supuesto, el incanato, un impe-rio que de su núcleo originario en el Cuzco había lle-gado a dominar toda el área andina para la época de laconquista española.Si bien muchos indígenas eran tra-bajadores mineros y urbanos o arrendatarios de ha-ciendas, la mayoría estaba integrada a comunidadesque poseían la tierra colectivamente y tenían sus pro-pias estructuras de gobierno —los famosos caciques y

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otras autoridades étnicas menores.De estas comunida-des, la Corona obtenía su más estable fuente de recur-sos fiscales, el tributo, y la minería su principal fuentede trabajo forzado, la mita —la antigua institución co-lonial que obligaba a cada pueblo andino ubicado en-tre el Cuzco y el sur del Alto Perú a despachar cada añouna séptima parte de su población al Cerro Rico dePotosí y otros centros mineros. Fueron estas comuni-dades las que constituyeron el núcleo del alzamiento.

Ciudades y pueblos del Perú y el Alto Perú (siglo XVIII)

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La magnitud del acontecimiento desbordó porcompleto a las milicias locales.Regimientos del ejér-cito regular debieron ser despachados desde las dis-tantes capitales virreinales, Lima y Buenos Aires. So-lamente contra las huestes de Túpac Amaru en elCuzco fueron movilizados más de 17.000 soldados.La Corona no se había visto compelida a movilizarsus armas desde los remotos tiempos de la conquista,cuando los Pizarros y los Almagros se despedazaronpor el dominio de nuevos territorios y nuevas pobla-ciones. Es difícil establecer el número total de vícti-mas.Algunas estimaciones hablan de 100.000 indiosy más de 10.000 personas de origen hispánico (pe-ninsulares, criollos y mestizos). Puede que las cifrassean algo exageradas, pero en una sociedad que nollegaba al millón y medio de habitantes no hay dudade que el porcentaje de muertos fue muy elevado.

Como con todo movimiento revolucionario deenvergadura, iban a surgir figuras carismáticas cuyosnombres resonarían a lo largo y ancho del continen-te, y más allá aún. Dejaron tras de sí mitos portento-sos que han impregnado, y lo continúan haciendohoy con asombrosa intensidad, la conciencia histó-rica y el imaginario político de los pueblos de la re-gión: José Gabriel Condorcanqui, un cacique de laprovincia de Canas y Canchis, en la sierra sur perua-na, que se llamó a sí mismo Túpac Amaru II para in-dicar su parentesco con Túpac Amaru I, el último

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inca ajusticiado en 1572 en la ciudad de Cuzco porel virrey Francisco de Toledo; Tomás Katari, un in-dio del común del norte de Potosí que se converti-ría en el emblema de la resistencia a los poderes co-loniales en la zona de Charcas; y Julián Apaza,TúpacKatari, un pequeño mercader de una comunidad dela provincia de Sicasica, que lideró el sitio de La Pazy quiso simbolizar con su nombre la continuidad delos eventos que estaban ocurriendo al norte y al surdel altiplano paceño.

Detrás de estos hombres y estos hechos se advier-ten los contornos de una idea. Una idea suficiente-mente difusa y maleable como para albergar expec-tativas de cambio muy diversas y, en ocasiones, muycontradictorias entre sí. Pero una idea cuyo mensajeesencial a nadie pudo escapar: restituir el gobierno alos antiguos dueños de la tierra.

La violencia del tiempo

“Malinterpretar su propia historia es parte de seruna nación”, sostenía el historiador y filósofo francésErnest Renan.Los dramáticos eventos de 1780 cons-tituyen un momento insoslayable en la historia de lospaíses andinos; como tal, asumieron muchas y varia-das encarnaciones a lo largo del tiempo. En los añosformativos de los estados que emergieron de la diso-

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lución del imperio español, quedaron sumidos en elolvido o reducidos a un episodio aislado, si bien es-pectacular, del ocaso de la sociedad colonial. ¿Cómoconciliar las masacres de hombres, mujeres y niñosen el interior de las iglesias, o el devastador sitio deLa Paz, con la marcha hacia el progreso y la adopciónde modelos sociales y políticos europeos? ¿Cómo con-ciliar la sujeción de los indígenas a los nuevos gober-nantes criollos con las grandes aspiraciones monár-quicas de Túpac Amaru y sus cientos de miles deseguidores? Por cierto, las nuevas elites peruanas ybolivianas no fueron ciegas a las herencias culturalesde las poblaciones que gobernaban. La civilizaciónincaica fue en ocasiones integrada en el árbol genea-lógico de la nación. Importantes figuras como Andrésde Santa Cruz, el presidente de la fallida Confedera-ción Peruano-Boliviana de los años 1836-1839, o supertinaz enemigo, el poderoso caudillo cuzqueñoAgustín Gamarra, hicieron los primeros esfuerzos enesta dirección. Sin embargo, el exaltar las virtudes delos andinos del pasado no fue óbice para condenar elatraso de los andinos del presente —y así justificar losregímenes de trabajo forzado y la condición de infe-rioridad jurídica que continuaba abatiéndose sobreellos como en tiempo de los virreyes.“Incas sí, indiosno”, es el lema que mejor parece capturar el espíritude la época. La revolución tupamarista era demasia-do revulsiva (y demasiado reciente) para ser domes-

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ticada, despojada de sus inquietantes connotacionesanticoloniales, folclorizada, procesada en la memoriacolectiva de los nuevos estados nacionales.

Habría que esperar más de un siglo para que 1780dejara de ser una fecha en la historia de la barbarie yse convirtiera en una fecha en la historia de la na-ción. Para mediados del siglo XX, la conjunción deimportantes cambios políticos, el desarrollo de vi-gorosos movimientos populares y la cada vez másinfluyente prédica de intelectuales indigenistas ymarxistas de variada inspiración, contribuyeron a lagestación de una nueva narrativa.Al calor del ascen-so al poder de gobiernos populistas y reformistascomo el del Movimiento Nacionalista Revoluciona-rio en Bolivia, y el del general Juan Velasco Alvaradoen Perú, se registraron los primeros ensayos de reco-nocimiento de los quechuas y aymaras como ciuda-danos de pleno derecho, se implementaron progra-mas de reforma agraria y el Estado conformó alianzascon las organizaciones y sindicatos rurales. En estenuevo clima de ideas, Túpac Amaru encontró unnuevo lugar. El líder cuzqueño aparecía ahora comola encarnación de la resistencia de los americanos,todos los americanos, a la opresión colonial. Su figu-ra adquirió las dimensiones de un prócer; su causa lade una gesta patriótica. La publicación por parte delgobierno militar peruano de voluminosas coleccio-nes documentales relativas a la rebelión tupamarista

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ha quedado como un monumento a este esfuerzoideológico.

También la historia académica participó de esteproceso de reinvención. En las décadas del cuarentay cincuenta el historiador polaco-argentino BoleslaoLewin, el boliviano Jorge Cornejo Bouroncle y elperuano Daniel Valcárcel escribieron, sobre la basede arduas investigaciones de archivo, los primeros es-tudios profesionales sobre el tema. Sus trabajos ofre-cieron un relato de los eventos de 1780 que no seríarevisado hasta mucho después.La interpretación queinformaba este relato aparece encapsulada en el pro-pio título de algunos de sus libros: Túpac Amaru. Larevolución precursora de la emancipación colonial (Corne-jo Bouroncle); La rebelión de Túpac Amaru y los oríge-nes de la emancipación americana (Lewin); Túpac Ama-ru, precursor de la independencia (Valcárcel). Estacacofonía revela por sí misma la profunda creenciade la época en los íntimos vínculos que habrían uni-do a los movimientos indígenas con la causa crio-lla. Convertido en mármol y estatua,Túpac Amaruparecía ahora contemplar satisfecho desde las plazasde las ciudades su nuevo sitial en el panteón de lapatria. El Estado lo decía; los historiadores lo decíantambién.

La vida útil de esta interpretación,no obstante, re-sultó efímera. No hay duda de que en sus pronuncia-mientos formales Túpac Amaru (no necesariamente

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sus pares al sur del lago Titicaca) apelaba a nocionesde patriotismo americano o peruano y que algunosgrupos hispánicos, resentidos por el cariz que la do-minación española había venido tomado desde me-diados del siglo XVIII, en sus inicios favorecieron lainsurrección. En algunos casos incluso la encabeza-ron. Pero pronto, muy pronto, se tornaría evidenteque los antagonismos sociales desencadenados por ellevantamiento eran tan inadmisibles para los penin-sulares como para los criollos. El anticolonialismodel movimiento no era en esencia geopolítico sinoétnico-cultural. Tenía también un fuerte compo-nente de clase. A los ojos de las masas campesinas,y muchos de sus dirigentes, la distinción entre es-pañoles y criollos era irrelevante.Y además la mo-vilización autónoma de millares de indígenas, cua-lesquiera fueran sus objetivos manifiestos, tendíairremediablemente a desarticular,por su propia diná-mica, las formas establecidas de autoridad, controleconómico y deferencia social. Poco llevó para quelos hacendados,mineros, comerciantes y magistradoscriollos —los futuros dirigentes de las jóvenes nacio-nes andinas— se percataran de que el regreso delinca no portaba buenas noticias para ellos. ¿Cómopodía portarlas?

Para las décadas de 1970 y 1980, pues, la revolu-ción tupamarista encontró una nueva imagen y unnuevo destino. Mientras las generaciones previas ha-

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bían caracterizado el movimiento por lo que lo ase-mejaba a la causa criolla, ahora se comenzó a carac-terizarlo por lo que lo hacía diferente.Vale decir: loseventos de 1780 sólo podían ser explicados por laexistencia de una cosmovisión propiamente andina.En el centro de esta cosmovisión se hallaba una con-cepción cíclica del tiempo que presagiaba el retor-no de las civilizaciones pasadas y que concebía elcambio histórico como el resultado de cambios cos-mológicos más vastos. Los historiadores argumenta-ron que la rebelión habría estado precedida por la di-fusión de profecías, mitos y prodigios que anunciabanun cambio de época, un pachacuti, que pondría fin aldominio de los españoles y sus dioses. Los incas vol-verían a gobernar en la Tierra; las divinidades andi-nas en el más allá. Los amarus y los kataris no eranvistos como líderes carismáticos, sino como porta-dores de poderes divinos, como profetas de una nue-va era. De repente, el alzamiento panandino dejó deevocar las posteriores revoluciones independentistas,con su vaga creencia en las virtudes de la Ilustraciónfrancesa y el liberalismo anglosajón, y comenzó a seremparentado con otro tipo de fenómenos: los mo-vimientos milenaristas, mesiánicos y nativistas quepuntúan la historia de los sectores populares de laEuropa medieval y renacentista y las resistencias an-ticoloniales en Asia y África. Lo que inspiró a lospueblos nativos en armas no fue la emancipación po-

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lítica de España sino un ideal utópico: la proyecciónen el futuro de una idealizada edad dorada del pasa-do.Y este ideal utópico era distintivamente andino,una utopía andina. Buscando un Inca: identidad y uto-pía en los Andes, es el título que el más sagaz historia-dor de la época, el peruano Alberto Flores Galindo,eligió para su libro sobre el tema. Un compatriotasuyo, Manuel Burga, y el historiador y antropólogopolaco Jan Szeminski, titularon los suyos, respectiva-mente, Nacimiento de una utopía: Muerte y resurrecciónde los Incas y La utopía tupamarista. Otros tiempos,otras cacofonías.

Los estudios sobre la utopía andina obedecieronen buena medida a cambios en el campo historiográ-fico, tales como el creciente prestigio de la historiade las mentalidades y la antropología cultural.Pero elclima de ideas en el que estos estudios florecieron eramás abarcativo y profundo.Fue el clima de ideas queen Bolivia fomentó la formación de las primeras or-ganizaciones y sindicatos indígenas “kataristas”, unadesignación que señala por sí misma la búsqueda deuna identidad ideológica y cultural independientede los tradicionales partidos marxistas y del Movi-miento Nacionalista Revolucionario. Los conflictosque atravesaban la sociedad boliviana contemporá-nea no podían ser reducidos a la lucha de clases o alnacionalismo populista: eran conflictos étnicos dematriz colonial, nacidos el día que Cristóbal Colón

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divisó sin saberlo un nuevo continente.Túpac Kata-ri los encarnaba como nadie.El discurso de Evo Mo-rales, y de los movimientos que lo llevaron al poder,es incompresible fuera de esta mutación en las for-mas de concebir las relaciones de dominación en elmundo andino. En el Perú, por su parte, los estudiossobre la utopía andina acompañaron la aparición deun fenómeno que dominaría por mucho tiempo laagenda política del país y las portadas de los diariosdel mundo entero: Sendero Luminoso y el Movi-miento Revolucionario Túpac Amaru. No sorpren-derá entonces que hacia mediados de los añosochenta, cuando las calamidades provocadas por es-tas experiencias quedaran a la vista de todos, unanueva generación de historiadores peruanos acusaríaa sus mayores de reificar la cultura andina y atribuira los pobladores indígenas un atavismo esencialistaque no poseían ni deseaban —no a fines del siglo XX,y tampoco a fines del XVIII.

Pero más allá de este complejo maridaje entrepolítica e historia, un consenso historiográfico fueemergiendo desde entonces: lejos de prefigurar elposterior movimiento independentista, el levanta-miento de 1780 hizo que la independencia fueraaquí importada (precipitada por el arribo de los ejér-citos de San Martín y Bolívar), tardía (Perú y Boli-via fueron las últimas regiones de Sudamérica en ha-cerlo) y profundamente conservadora (orientada a

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preservar, no a transformar, las jerarquías sociales co-loniales). El temor de un nuevo 1780 fue una pode-rosa razón, no la única por cierto, de este desenlace.La época del Túpac Amaru criollo, estilizado,precur-sor de la emancipación, había llegado a su fin. Pocosparecen interesados en revivirla desde entonces.

En su poema Alturas de Machu Picchu, frente al so-brecogedor espectáculo de los templos y las rocas,Pablo Neruda se preguntaba:“Piedra en la piedra, elhombre, ¿dónde estuvo?/Aire en el aire, el hombre,¿dónde estuvo?/Tiempo en el tiempo, el hombre,¿dónde estuvo?”.Para comienzos de los años noven-ta, los estudiosos de ese otro sobrecogedor espec-táculo, la gran rebelión tupamarista, podían plantear-se un interrogante semejante.Tras casi medio siglo deinvestigaciones, congresos y simposios, no era enverdad mucho lo que sabíamos sobre los motivos quehabían llevado a cientos de miles de indígenas aarriesgarlo todo. Cierto es, la aparición de minucio-sos estudios sobre la estructura socioeconómica delmundo andino nos había permitido discernir algu-nos de los principales agravios que los habían empu-jado a alzarse —el aumento de los impuestos y losmonopolios comerciales, la presión demográfica o lacreciente ilegitimidad de los caciques. Con todo, lastensiones socioeconómicas poco nos dicen acerca decómo imaginaban los insurgentes el nuevo orden delas cosas o por qué actuaron como actuaron. Esto es

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particularmente cierto en un fenómeno históricocomo el que nos ocupa, tan extendido en el tiempoy el espacio, tan variado en su composición social,tan complejo en sus formas de acción colectiva eidearios.También teníamos pistas, como ya hemosapuntado, de las estructuras mentales de los pueblosandinos: sus concepciones del tiempo, el sentido quele atribuían a la tradición imperial incaica, sus creen-cias religiosas. Pero las estructuras mentales son unpobre sustituto del reduccionismo económico. Enprimer lugar, porque el rango de creencias y expec-tativas durante la rebelión no pueden ser reducidasa unos pocos rasgos comunes. No todos se alzaronporque esperaban un nuevo inca.Y cuando lo hicie-ron, lo que se esperaba del nuevo inca eran cosasmuy diferentes. Pero, más generalmente, porque lossistemas de creencias culturales, al igual que las es-tructuras sociales y económicas, proveen el con-texto de la experiencia, no la experiencia misma.Reconstruir la experiencia requiere restituir el sig-nificado.Y restituir el significado de la experienciatupamarista no requiere otra cosa que recuperar ladimensión política del fenómeno. Pensar el lugar delos pueblos andinos y de sus líderes no ya comoagentes más o menos pasivos de grandes tendenciaseconómicas y sistemas de pensamiento, sino por loque fueron: actores políticos. Sólo así los vastos ar-chivos del colonialismo español nos ayudarán a dar

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una respuesta al interrogante que las imponentes rui-nas de la civilización incaica no le dieron al poetachileno:“El hombre, ¿dónde estuvo?”.

Comprender este proceso exigía una nueva agen-da de investigación.Requería discernir cómo las po-blaciones indígenas interactuaron con las institucio-nes de gobierno, articularon sus propias nociones dejusticia y procuraron establecer mecanismos de soli-daridad y movilización que contrarrestaran persis-tentes tendencias al aislamiento. Era preciso ir másallá de las causas de descontento para examinar lacultura política que permitió traducir el desconten-to en prácticas colectivas. Estamos acostumbrados apensar que la memoria, lo que los hombres creen re-cordar, es una construcción, que la memoria es po-lítica. Pero lo contrario es igualmente cierto: la po-lítica está hecha de memoria. No hay política sinmemoria. En la actualidad, esta memoria colectivanos aparece como dada, está presente todo el tiem-po, los partidos políticos y los movimientos socialesla agitan, los cientistas sociales escrutan sus usos, estáinscripta en nuestra experiencia personal y la denuestros mayores. Sin embargo, ¿qué decir de la me-moria de los hombres andinos de hace dos siglos? Lapobreza de los testimonios con que nos debemosmanejar es sin duda un gran obstáculo. Pero hasta nohace mucho había obstáculos aun más fundamenta-les. Entender los usos del pasado requiere, lógica-

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mente, conocer ese pasado. La producción historio-gráfica anterior, empero, era en gran medida unahistoria sin historia o, mejor dicho, una historia sinhistorias. Para entender con qué recuerdos esoshombres construyeron sus anhelos y esperanzas ha-bía que descentrar nuestra mirada tanto en el tiem-po como en el espacio: remontarnos más atrás de losaños de la gran rebelión y recuperar las historias lo-cales. Pues fueron estas experiencias históricas a laque los indígenas apelaron para hacer lo que hicie-ron y para dotar de sentido a lo que los demás ha-cían. Las comunidades aymaras del altiplano paceño,los pueblos del Cuzco y del sur peruano, los campe-sinos que habitaban los valles y punas de la región deCharcas y Potosí, los vecinos de la villa de Oruro, to-dos recorrieron caminos muy distintos para llegar a1780. Y 1780 representó cosas muy distintas paracada uno de ellos.Una nueva oleada de estudios apa-recidos en los últimos quince años nos han ayudadopor fin a asomarnos a esos mundos.

Dado que las páginas que siguen son en buenaparte tributarias de estos estudios, el lector podrájuzgar por sí mismo la imagen de conjunto que sedesprende de la actual relectura del fenómeno. Sóloquisimos ofrecer aquí, antes de internarnos en losavatares del acontecimiento, una muy sucinta histo-ria de la revolución tupamarista. Pues la revolucióntupamarista —no los hechos sino su significado—

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no existe fuera de nuestros interrogantes, nuestrosintereses, nuestros prejuicios. Los nuestros y los dequienes nos precedieron.

Las comunidades indígenas hacen política

Si la revolución tupamarista tuvo un comienzopreciso, éste no ocurrió en el Cuzco sino en un pe-queño pueblo rural al norte de Potosí.Todos los fi-nes de agosto la población indígena de la provinciade Chayanta se congregaba en un pueblo de punallamado San Juan de Pocoata con el fin de despacharla mita y cumplir sus obligaciones tributarias.La pro-vincia es aledaña al centro minero de Potosí y a laciudad de Chuquisaca, la sede del máximo tribunalen Alto Perú, la real audiencia de Charcas. Chayantaabarcaba un vasto territorio que se corresponde concuatro departamentos actuales de Bolivia.Una de lasregiones andinas de mayor densidad de poblaciónnativa, la habitaban trece comunidades indígenas,unas 30.000 almas en total. San Juan de Pocoataera uno de los tantos pueblos que los españoles ha-bían fundado en los Andes en el siglo XVI con elpropósito de que los indios abandonaran sus anti-guos lugares de residencia y vivieran en aldeas almodo de los campesinos castellanos. Se esperaba quecon el tiempo, bajo la atenta mirada de los curas, los

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funcionarios coloniales y los caciques, se fueran civi-lizando. Mientras tanto, se simplificaría la tarea deextraerles el dinero y la fuerza de trabajo indispen-sables para hacer girar las ruedas de la sociedad co-lonial, y alimentar las ambiciones expansionistas desus distantes monarcas.

Como con tantos otros proyectos de los conquis-tadores, la utopía de transplantar a América las for-mas de organización social del Viejo Mundo, “elsueño de un orden”del que habló el intelectual uru-guayo Carlos Rama, acabó en fracaso. No es que lascomunidades andinas no se hubieran convertido alcatolicismo, reconocido la autoridad de sus superio-res o atendido sus obligaciones económicas hacia laCorona. Sólo que lo hicieron a su manera. Entreotras cosas, se resistieron tozudamente a resignar susancestrales patrones de residencia y continuaron vi-viendo en pequeños caseríos y aldeas rurales disper-sas. Parte de la población de los ayllus (grupos endo-gámicos que poseen la tierra colectivamente) morabaen las ásperas tierras de puna, a más de 3.500 metrossobre el nivel del mar. Allí cultivaban tubérculos ypastaban sus animales.Otros vivían en los fértiles va-lles donde se producía maíz, trigo y productos dehuerta. Las familias migraban de una zona a otra si-guiendo el ritmo de las estaciones de siembra y co-secha. Una visión del espacio muy distinta a las tra-dicionales aldeas campesinas europeas, tanto más

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adecuada a las particularidades de un paisaje dondezonas ecológicas completamente diferentes se hallana pocas leguas de distancia.Los antropólogos e histo-riadores definieron genéricamente este sistema —elcual reconoce infinidad de variaciones regionales—como “el control vertical de un máximo de pisosecológicos”. Los funcionarios coloniales emplearonun lenguaje más familiar:“Doble domicilio”, lo de-nominaron.

Así pues, la mayoría de los “pueblos de reduc-ción”, como se los llamaba entonces, terminaronconvirtiéndose en lugares de residencia del clero ru-ral, los ayudantes de los corregidores (gobernadoresprovinciales), recaudadores de impuestos, pequeñoscomerciantes, amanuenses y otros pocos vecinosmestizos. Su abúlica existencia se veía sin embargoalterada cuando cientos de indígenas bajaban de suslugares de residencia para celebrar las fiestas de lossantos patrones, cancelar sus deudas con el Estado,bautizar a sus hijos y, no es difícil imaginar, conver-sar sobre los asuntos del mundo.Tal era el caso deSan Juan de Pocoata a fines de agosto.Todos los años,era costumbre que para la fiesta de San Bartoloméfamilias provenientes de cada rincón de Chayantaarribaran al pueblo con el fin de presentar al corre-gidor los hombres que, junto a sus esposas e hijos,marcharían ese año a trajinar los socavones del CerroRico de Potosí.

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En 1780 nada fue como de costumbre. El 26 deagosto estalló una violenta batalla entre las comunida-des que se habían congregado en las afueras del pue-blo y las milicias provinciales, unos doscientos solda-dos. Los indígenas demandaron al corregidor, JoaquínAlós, la liberación de Tomás Katari, un indio de la co-munidad de Macha,preso por entonces en la cárcel dela real audiencia de Charcas. En el curso de la confla-gración,unos treinta españoles y mestizos perdieron lavida y el resto se vio obligado a refugiarse dentro de laiglesia del pueblo. Sólo las exhortaciones del cura dePocoata, quien salió a la plaza central con una imagende Cristo, lograron sosegar en algo el ánimo de la mul-

OcéanoPacífico

Larecaja

Lago Titicaca

La Paz

Pacajes Sicasica

CarangasChuquisacaMisque

Porco

Lipes

Chinchas Cinti

Tarija

Provincias del Alto Perú (siglo XVIII)

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titud.Durante los enfrentamientos,Alós mismo fue to-mado prisionero y conducido al pueblo de San Pedrode Macha, ubicado a unas pocas leguas de Pocoata.

Nada de lo ocurrido en Pocoata ese día fue espon-táneo o imprevisto.Por el contrario, la batalla había es-tado precedida por meses de abiertos enfrentamientos.Desde hacía más de dos años, los machas, una populo-sa comunidad de alrededor de 3.300 almas, habían es-tado exigiendo el reemplazo de sus actuales caciquespor individuos que gozaran de la confianza de los in-dios del común,Tomás Katari entre ellos. No se trata-ba en absoluto de una demanda excepcional. La luchapor el control de los cacicazgos había sido motivo, a lolargo y ancho del Alto Perú,de innumerables pleitos yrevueltas por décadas.Y,como en Chayanta, se conver-tiría en uno de los principales disparadores de la granrebelión. La razón es que en el mundo andino las fa-cultades y atribuciones de los caciques iban muchomás allá de lo político o lo simbólico; de ellos depen-día en gran parte el bienestar, incluso la supervivencia,de la comunidad.Eran los jefes étnicos quienes deci-dían los indios que cada año afrontarían la mita y es-tarían a cargo del patrocinio de las celebraciones reli-giosas; asignaban los predios a las unidades familiares(de cuyas características dependía muchas veces el tri-buto que debían abonar); administraban los molinos,los terrenos cultivados colectivamente y otros recur-sos comunales; arbitraban en conflictos por tierras en-

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tre familias y ayllus de la comunidad; y representabana sus comunidades frente a corregidores y curas, asícomo en los frecuentes pleitos por linderos con ha-ciendas y pueblos vecinos. El problema era que paraesta época estas funciones habían tendido a quedar enmanos de individuos impuestos por los corregidores(caciques “intrusos” o “interinos” se los llamaba).Yaquellos caciques que sí descendían de antiguas fami-lias nobles del pueblo no gozaban de mejor repu-tación. Hacia el siglo XVIII, en la mayor parte del surandino, los caciques de sangre habían perdido el pres-tigio que antaño pudieran haber tenido: eran culturaly étnicamente mestizos debido a relaciones de paren-tesco y económicas con grupos hispánicos rurales y susfamilias tendían a acaparar las mejores tierras comuna-les.Esos procesos de diferenciación social hicieron quelos principios hereditarios de gobierno perdieran todalegitimidad.No se trataba por tanto de cambiar un ca-cique por otro. Detrás de este reclamo se encerrabatodo un mundo de agravios.¿Cómo debían distribuir-se los recursos y obligaciones económicas en el seno dela comunidad? ¿Con qué criterios debían ser designa-dos los caciques? ¿Cuáles cargas coloniales eran acep-tables y cuáles no? ¿Qué funciones debían cumplir losgobernantes españoles en el mundo rural?

Estos asuntos habían adquirido singular urgenciadesde mediados de siglo debido a la conjunción detendencias económicas que afectaron el conjunto del

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área andina.Es el caso del sostenido incremento del re-partimiento forzoso de mercancías, un sistema queobligaba a los miembros de las comunidades a comprara los corregidores provinciales una canasta de bienes(mulas,hierro, ropa,coca) a precios superiores a los delmercado. La expansión de este monopolio comercial,aparte de representar una pesada carga económica,provocó una injerencia cada vez más agresiva de loscorregidores en la composición de los cacicazgos, yaque eran los jefes étnicos quienes distribuían los bienesentre los indios.Es el caso también del inicio de un pe-ríodo de escasez de tierras suscitado por un ciclo decrecimiento poblacional. Ello se tradujo en la prolife-ración de litigios tanto dentro de las comunidadescomo entre comunidades vecinas y entre comunidadesy haciendas. Sabemos además que en estos años se re-gistró una sostenida caída de los precios de los produc-tos agrícolas que los indígenas vendían en los merca-dos urbanos. Para procurarse el dinero con que pagartributos y repartimientos, así como el extravagantecosto de las fiestas de los santos patrones, las ofrendas ala Iglesia y los sacramentos administrados por los curas,debían destinar una parte cada vez mayor de sus cose-chas. Por otro lado, promediando el siglo, durante elreinado de Carlos III, la administración imperial bor-bónica puso en marcha ingentes esfuerzos para au-mentar la recaudación fiscal, lo cual llevó a incremen-tos en la alcabala (impuesto a la venta de bienes) y el

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establecimiento de aduanas en la entrada de las ciuda-des para garantizar su cobro. El área nuclear de la re-belión fue también, como ya se dijo, el área nuclear dela mita minera.Para la época de la insurrección, la mi-nería potosina estaba atravesando un nuevo período deexpansión. Mas éste no fue el resultado del descubri-miento de nuevas vetas o de más modernos métodosde producción, sino de la introducción de más bruta-les y sofisticadas formas de trabajo mitayo.

En suma, las comunidades andinas comenzaron aexperimentar crecientes dificultades para afrontar lascargas que se abatían sobre ellas. Los corregidores, loscuras y especialmente los caciques (fueran heredita-rios o interinos) se transformaron en el blanco habi-tual del descontento.A su vez, estos enfrentamientosse conjugaron con intensas pujas distributivas en elseno de las elites coloniales.La Corona, en su afán poracrecentar las rentas de sus territorios de ultramar,procuró combatir la acostumbrada corrupción en larecaudación tributaria y reducir las exacciones econó-micas de los gobernantes provinciales y de la Iglesia (laexpulsión de los jesuitas de América en 1767 es unejemplo de esta política). Los corregidores y el clero,por su parte, no dudaron en alentar aquellos reclamosindígenas —contra el repartimiento, las obvencioneseclesiásticas,el tributo o la mita— que restringieran elacceso de sus adversarios a los excedentes campesinos.Este conjunto de tensiones, verticales y horizontales,

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derivó en una ola de conflictividad social que se ace-leró conforme nos aproximamos a la sublevación ge-neral.Una estadística elaborada hace tiempo —la cualestá muy lejos de ser exhaustiva— indica que en el te-rritorio del Perú las revueltas indígenas locales pasa-ron de una decena en la década de 1750 a una vein-tena en la siguiente década, para elevarse a unossetenta estallidos durante 1770-1779.

Pero no es el número sino la naturaleza de estosconflictos lo que más nos dice acerca de la cultura po-lítica de los Andes coloniales. Pues los estallidos es-tuvieron lejos de ser expresiones aisladas y espontá-neas de protesta. Siguieron definidos repertorios deacción colectiva. En primer lugar, las comunidadesindígenas tendían a pensar sus demandas en términosde derechos generales puesto que los habituales mo-tivos de descontento no obedecían a abusos particu-lares sino a políticas estatales y tendencias socioeco-nómicas globales. Los percibían, y así lo eran confrecuencia, como agravios comunes a todos. Por otraparte, incluso los procesos de confrontación más aco-tados tendían a instigar su politización debido a queéstos los empujaban a interactuar con diversos orga-nismos de gobierno (los corregidores, las audiencias,los ministros de la real hacienda, la Iglesia, los vi-rreyes), a contrastar las divergencias entre normas for-males y poder real y a poner a prueba sus relacionesde fuerza con las elites rurales. Dicho de otro modo:

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no hubo revuelta comunal que no estuviera precedi-da por apelaciones legales,y pocas apelaciones legalesque no derivaran en el uso, público o solapado, de laviolencia. Existió, por último, un conjunto de meca-nismos de sociabilidad (tales como los movimientosmigratorios entre valles y tierras altas, la mita potosi-na, las reuniones colectivas en los pueblos rurales conmotivo de la celebración de las fiestas católicas, la par-ticipación en los mercados urbanos y circuitos co-merciales regionales, los frecuentes traslados a las ciu-dades con el fin de litigar a los grupos locales depoder) que favoreció la vías de comunicación y, porende, la propagación de las protestas de una comuni-dad a otra.Así pues,en los Andes el propio sistema co-lonial inhibió la conformación de una cosmovisiónque fuera definida, para el caso de México y otrasáreas hispanoamericanas, como campanillismo: “Latendencia de los campesinos a ver los horizontes so-ciales y políticos como algo que se extendía única-mente hasta donde podía observarse desde el campa-nario de la iglesia”. Para transformar las condicionesde vida en sus aldeas, los pueblos andinos estabaninexorablemente forzados a tratar con el mundo quelos rodeaba. Lo que sucedió en 1780 es que creyeronque era el mundo que los rodeaba lo que había lle-gado el momento de transformar.

En la provincia de Chayanta, durante los añosprevios a la batalla de Pocoata, casi todas sus comu-

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nidades indígenas habían experimentado intensos yprolongados enfrentamientos que combinaron losreclamos judiciales con el ejercicio de la violenciacolectiva. En 1772, por ejemplo, dio comienzo unode estos ciclos a raíz de la sanción por parte de la ad-ministración colonial de un nuevo arancel eclesiás-tico que estipulaba los valores de la celebración defiestas religiosas,misas y sacramentos.Cuando el cle-ro se negó a implementar los nuevos derechos ecle-siásticos, numerosas comunidades de la provinciaabarrotaron por años los tribunales con denuncias deincumplimiento y acosaron a sus respectivos curaspara que se atuviesen a los mismos.Aunque los resul-tados variaron de pueblo en pueblo, en todos los ca-sos obtuvieron el sólido respaldo de la audiencia deCharcas y, con ello, la idea de que las acostumbradasdemandas eclesiásticas no eran sólo injustas sinotambién ilegales. Del mismo modo, cuando en 1774el corregidor designó como cacique de la comuni-dad de Pocoata a un cacique de una comunidad ve-cina,Moscari, llamado Florencio Lupa, se desató unaviolenta ola de protestas. Lupa había amasado paraentonces una considerable fortuna y establecido unarelación de igual a igual con corregidores y hacen-dados. En el curso de más de tres años, los indios dePocoata denunciaron la violación de su derecho deautogobierno y consiguieron el firme apoyo de losoficiales de la real hacienda de Potosí al demostrar la

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defraudación tributaria en la que incurrían tanto elcacique como el corregidor. En 1777, tras constan-tes choques en la provincia y apelaciones en Chu-quisaca y Potosí, los pocoatas lograron al fin queLupa fuera removido de su cargo.

La batalla de Pocoata de agosto de 1780 estuvopues lejos de ser un hecho excepcional en el contex-to general andino y en la propia provincia. Lo quediferenció a la protesta colectiva liderada por TomásKatari fue la dinámica que terminó asumiendo elconflicto. Para cuando los machas comenzaron aexigir la destitución de sus autoridades étnicas, enChayanta había asumido un nuevo corregidor, el ca-talán Joaquín Alós.Tras una visita a la provincia an-tes de asumir el cargo, ya había advertido al más altomagistrado regio en el Perú, el visitador general delReino Antonio de Areche, uno de los arquitectos delas reformas borbónicas, que bajo ninguna circuns-tancia permitiría que su autoridad fuera socavadamediante protestas y apelaciones judiciales como lasque habían soportado sus antecesores.No le faltabanmotivos: como otros corregidores, había adquiridosu cargo en Madrid (desde el siglo XVII la Coronavendía los principales cargos de la administracióncolonial) y la constante agitación social ponía en pe-ligro los beneficios esperados de la inversión, parti-cularmente los réditos del repartimiento forzoso demercancías. De modo que cuando a comienzos de

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1778 los machas le exhibieron decretos obtenidosen Potosí y Charcas a favor de sus reclamos (simila-res a los obtenidos por sus vecinos de Pocoata antes),Alós, en su primer acto público de gobierno, losarrestó, les confiscó los papeles e hizo que TomásKatari fuera azotado en la plaza del pueblo de Ma-cha por el mismo cacique —un mestizo llamadoBlas Bernal— de quien los tribunales superiores or-denaban su destitución. Allí, “expresó en concursode todos los indios que él era su corregidor y visita-dor absoluto, y que no había Audiencia ni oficialesreales; donde se fuesen a quejar otra vez, los ahorca-ría del estribo de su caballo”. Durante los meses si-guientes, los machas insistieron, a costa de recurren-tes arrestos y castigos, con sus demandas contra suscaciques y corregidor en los tribunales regionales.Ante el fracaso de estos recursos, tomaron una iné-dita decisión: probar suerte en una corte remota,muy reciente y hasta entonces inexplorada, elVirrei-nato del Río de la Plata.

Quien emprendió el largo y penoso camino aBuenos Aires en representación de los machas fueTomás Katari.Quien se transformaría en poco tiem-po en el más prominente líder insurgente en la his-toria de esta región no hablaba castellano, no perte-necía a un linaje noble y pagaba tributos comocualquier indio del común. Cuando en el verano de1779 arribó a la ciudad, acompañado por otro indio

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de Macha, los funcionarios porteños no pudieronocultar su perplejidad. Se trataba del primer aymarallegado a Buenos Aires por propia voluntad. Se sor-prendieron de su apariencia, de su atuendo y, sobretodo,del motivo de semejante periplo:ventilar un li-tigio puramente local. Pronto descubrieron, no obs-tante, que lo que tenía para decir era de mucho in-terés. En sus declaraciones, describió la tiranía de loscaciques, la venalidad del corregidor y la incompe-tencia de los ministros de la audiencia y la real ha-cienda de Potosí para remediar estos males. El virreyJuan José de Vértiz y sus asesores representaban unanueva generación de administradores ilustrados dis-puestos a imponer un modelo de gobierno más ra-cional y eficiente. Eran portadores de ideas moder-nas, absolutistas, del poder regio. Creían que debíaponerse fin de una vez a la venalidad y corrupciónde unas autoridades locales que por siglos habíanparticipado de la noción de que el servicio públicoera una propiedad personal y una fuente personal denegocios. Podían ser insensibles a las complejidadesde las relaciones de poder en la sociedad andina,perotenían una visión de conjunto del imperio y lo queKatari tenía para contar era lo que ellos estaban pre-dispuestos a escuchar. En particular, la estrecha aso-ciación entre repartos de mercancías, malversacióntributaria y agitación social confirmaba los genera-lizados resquemores acerca de las ominosas conse-

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cuencias de este comercio para el bienestar de am-bos, los indígenas y las finanzas reales. Por tanto, loenviaron de nuevo a su pueblo con una orden paraque la audiencia de Charcas designara un juez queinvestigase las denuncias y, de resultar ciertas (Katarino había podido llevar a Buenos Aires los documen-tos de sus previas apelaciones porque el corregidorAlós se los había confiscado), se removiera de inme-diato a los caciques, se designara a Katari en su reem-plazo y, eventualmente, se destituyera al mismo co-rregidor.Mientras tanto,Katari debía quedar a cargode la recaudación de los tributos de Macha y la au-diencia debía notificar a Alós “la inhibición que des-de luego se le impone de conocer, proceder ni eje-cutar en causa ni sentencia alguna contra el [juez]comisionado, el suplicante [Tomás Katari] ni otroque tenga interés, parte o conocimiento en este re-curso”.

Así como los machas contaron el tipo de historiaque los magistrados ilustrados porteños estaban dis-puestos a escuchar, las noticias que trajeron de Bue-nos Aires era lo que los magistrados en Charcas noestaban dispuestos a tolerar.La creación del Virreina-to del Río de la Plata en 1776 había sacado a la re-gión de la órbita de Lima y, con ello, del espléndidoaislamiento que el tribunal había gozado por siglos.Acostumbrados a regir supremos sobre los asuntosandinos, los magistrados de la audiencia veían ahora

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peligrar su poder, sus preeminencias y sus oportuni-dades de negocios con los corregidores, comercian-tes, mineros o hacendados que necesitaran de su res-paldo e influencias. Podían respaldar a los indios ensus conflictos con las elites locales, como tantas veceslo habían hecho, pero ¿cómo permitir que esta cor-te sin alcurnia y sin historia, situada en el rincón másremoto del imperio hispánico, se inmiscuyera en elgobierno de las poblaciones altoperuanas? Cuandoen abril de 1779 Tomás Katari regresó de Buenos Ai-res, la audiencia ignoró por completo el decreto deVértiz y le aconsejó a él y a los muchos indígenasque lo acompañaban que regresara a la provincia,“con la seguridad de que por el corregidor [Alós] seles administrará justicia en las quejas que deducen sinque se les ocasione perjuicio alguno”.

La cultura política colonial giraba alrededor deuna notoria dicotomía. El afán de la Corona de pro-teger —por cuestiones ideológicas y de interés ma-terial— a los indígenas de los abusos de las elites his-pánicas y de sus propios funcionarios hizo que seestableciera muy tempranamente una extendida redde tribunales de apelación y protectores de natura-les; además, se fue conformando a lo largo de los si-glos un conjunto variopinto de intermediarios cul-turales (tinterillos, amanuenses, abogados) que seganaban la vida representándolos ante los tribunalesy traduciendo sus quejas al lenguaje judicial español.

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Pero, al mismo tiempo,ninguna resolución de un tri-bunal superior sería implementada si no era acompa-ñada por la movilización colectiva.Al no existir unafuerza policial independiente, eran los propios de-mandantes quienes al regresar a sus aldeas debíanconvencer a las autoridades locales de implantar losfallos que traían en sus manos contra los poderososdel pueblo, a menudo ellos mismos… Sin rotundasdemostraciones de fuerza era poco probable que losconvencieran. En suma, la política de la violencia yla política del derecho eran dos caras de la misma po-lítica. La apelación a la Justicia no evitaba la revuel-ta: le confería legitimidad.

Como cabría esperar, cuando Katari y sus paresregresaron a la provincia no se les “administró justi-cia” sin ocasionárseles “perjuicio alguno”, según ha-bían cínicamente prometido los magistrados de la au-diencia: el líder indígena fue arrestado de inmediatopor el corregidor Alós y, ahora con la complicidad delos magistrados regionales, hizo que lo arrestasencuando, tras liberarlo, los machas regresaron a Potosíy Charcas para denunciar su escandaloso comporta-miento. Los indios, por cierto, no apelaban a los tri-bunales coloniales por ingenuidad o debilidad, sinoporque expresaban sus concepciones de justicia. Sa-bían perfectamente a lo que se exponían.Así pues, amediados de 1780, cuando Katari y un numerosogrupo de machas se dirigieron una vez más a Chu-

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quisaca, el cura de Macha les advirtió sobre su segu-ro arresto apenas llegasen a la ciudad.Pese a haber aca-bado de pasar ocho meses en prisión en Potosí, Ka-tari respondió “que desde luego lo prendiesen, puesestando inocente quería se declarase su verdad y sujusticia,por lo cual no se movía de la puerta de la Au-diencia, asistiendo diariamente a ella, a vista y presen-cia de todos”. En efecto, cuando el 10 de junio de1780 los oidores decidieron arrestarlo una vez más,todo lo que tuvieron que hacer fue enviar un algua-cil a los portones de la audiencia para que lo condu-jese a la celda en el interior del tribunal.

¿Significa ello que los indígenas renunciaran aluso de la fuerza? Todo lo contrario. Mientras Katariproclamaba “su verdad y su justicia” junto a decenasde machas que incesantemente se trasladaban de Cha-yanta a Chuquisaca para exigir su libertad, la provin-cia se tornó ingobernable. Los machas persiguierona todos aquellos que habían sido cómplices en elarresto de su líder (fueran indígenas o no) y acosarona todas sus autoridades étnicas hasta forzarlas a rogaral corregidor que les aceptase la renuncia a sus car-gos.A Blas Bernal, el cacique principal del pueblo,le tocó peor suerte: fue capturado y ajusticiado. Losindios entregaron los tributos a nuevos jefes étnicos,elegidos por ellos, los mismos que estaban encabe-zando la protesta. Se dijo que los indígenas requisa-ban la correspondencia y que custodiaban los cami-

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nos de ingreso a la provincia: nadie podía pasar sininformar quién era, de dónde venía, qué papeles lle-vaba y qué negocios traía. Luego, le requisaban lasropas y el equipaje.El propio corregidor fue embos-cado y atacado varias veces durante junio y julio pormiles de indígenas mientras recorría la provinciapara intentar mantener el orden y recaudar tributosy repartos. En uno de estos ataques, se vio obligadoa prometer que Katari sería liberado para la reuniónanual en Pocoata y que los repartos de mercancíasserían reducidos. No hay dudas de que para estaépoca el prestigio de Katari comenzó a conocersemucho más allá de los límites de su comunidad. Ha-bía estado con el virrey, el alter ego del rey, y con-seguido su apoyo. Si se le comenzaron a atribuir vir-tudes sobrenaturales, mesiánicas, como algunoshistoriadores han sostenido, no lo sabemos con cer-teza. Sí sabemos que en menos de tres años su con-ducta lo llevó de ser un indio del común, sólo cono-cido por sus paisanos, a convertirse en un emblemade la lucha contra los poderes coloniales. Así loprueban los miles de indígenas que en agosto de1780 se reunieron en el pueblo de San Juan de Po-coata para exigir que el corregidor cumpliera consus promesas.

Creyendo que podría disuadir a los indios pormedio de la fuerza, Alós organizó una numerosacompañía de milicias compuesta por vecinos mesti-

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zos e hispánicos de los pueblos de la zona. Fue estacompañía la que resultó arrasada por indígenas detoda la provincia cuando el 26 de agosto, el corregi-dor incumplió su palabra de entregar a Katari.No envano le habían advertido en las semanas previas quesi no era liberado “no cesarían de continuar los al-borotos que habían empezado, y les daba un bledomorir en la empresa”. Como ya se ha dicho, Alósmismo fue capturado, tomado prisionero y condu-cido a un cerro en las afueras del pueblo de Macha.Como signo de humillación pública e inversión delas jerarquías sociales, fue obligado a caminar descal-zo y mascar coca en el trayecto.A ello quedó redu-cido el orgulloso funcionario español que tres añosantes había advertido al visitador general del Reino,a la audiencia y a quien quisiera escucharlo, que nopermitiría que nada mancillara su mando sobre losindios. En cautiverio sería obligado a decretar la re-baja general de los repartimientos de mercancías.Sólo lograría su libertad cuando la audiencia libera-ra a Katari y se les asegurase a los indios que Alós noregresaría nunca más a Chayanta.

Rituales de justicia, actos de subversión

El núcleo ideológico de la rebelión, el significa-do de la violencia colectiva, puede apreciarse en dos

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incidentes que ocurrieron durante los días de la con-flagración en Pocoata. El primero tuvo lugar duran-te el alistamiento del contingente de mitayos que eseaño irían a Potosí. El corregidor (y después del via-je de Katari a Buenos Aires, también la audiencia) ha-bían venido insistiendo hasta entonces que el obje-tivo de los indios era liberarse del pago de lostributos, la mita y sus otras obligaciones a la Coro-na. El sábado 25 de agosto, anticipando la resistenciade las comunidades a cumplir con sus responsabili-dades, Alós dispuso que doce hombres armados loacompañaran a las afueras del pueblo, donde comoera costumbre se pasaba lista a los mitayos de la pro-vincia. Unos dos mil indios los estaban aguardando.Pese a los pronósticos de los gobernantes, el alista-miento de los trabajadores mineros no motivó actode insubordinación alguno. En el contexto de unchoque tan largamente esperado, el despacho pací-fico de la mita no pudo ser una conducta espontá-nea sino una acción deliberada. Al diferir por unashoras el enfrentamiento, las comunidades aymarasparecieron estar probando que el cumplimiento delas cargas estatales no era lo que estaba en disputa. Elúnico incidente que tuvo lugar durante esa ceremo-nia reforzó este mensaje. Cuando por alguna razónAlós intentó arrestar a uno de los mitayos, los indiossalieron de inmediato en su defensa y lo rescataron.Entre expresiones de amenaza y de burla, le dijeron

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al corregidor que “él era cédula [mitayo] y que nopodía ser apresado”. Es posible que los indios fueranconscientes de que los corregidores carecían de ju-risdicción sobre los mitayos.Pero en el marco de estaextraordinaria confrontación, el gesto portaba unmensaje ideológico más profundo: la mita, lejos deser el blanco de la violencia colectiva, representabauna institución que al establecer un vínculo privile-giado entre las comunidades y el rey, facultaba a losprimeros a impugnar el poder de funcionarios abu-sivos. Dicho de otra forma, las comunidades dejaronde considerar al corregidor un mediador legítimocon la Corona. Lo que tornaba ilegítimo su poder (yel de otras autoridades locales) no era que encarna-ba el dominio colonial, como postulaban los discur-sos de contrainsurgencia, sino más bien que habíadejado de hacerlo.

El segundo episodio ocurrió el primero de sep-tiembre de 1780, cuando Katari arribó a Machacon su flamante designación.Tan pronto la comi-tiva llegó al pueblo, Katari hizo leer en voz altaante la multitud de indios congregada en el pue-blo la providencia por la cual era designado caci-que principal y pidió obediencia a las decisiones dela audiencia. Luego se dirigió a la casa del cura,donde estaba alojado el corregidor Alós, y según elrelato de éste, “acompañado de innumerables in-dios de todas las parcialidades y aun de algunas

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otras provincias, hizo con los demás la ceremoniade pedirme perdón”. No hay que engañarse por elsignificado literal de la palabra: para los indígenas“perdón” no conllevaba una admisión de culpa sinoun reconocimiento de la legitimidad de sus accio-nes.Así pues, tras postrarse “a sus pies con el rendi-miento más profundo que debo tener a la Real Jus-ticia”, el líder aymara exigió que también se leyeraal corregidor, ante la multitud de indios, la provi-dencia que lo obligaba a salir de Chayanta y com-parecer ante el tribunal de Charcas.Antes de regre-sar a Macha, el tribunal le había asegurado que elcorregidor y su teniente “no volverían más a la pro-vincia y que se les pondría un justicia mayor [corre-gidor] que los mirase con amor y caridad”.En el pa-sado Alós había desobedecido e incautado lasprovidencias de tribunales superiores. Ahora fueforzado a declarar a viva voz, en presencia de la mul-titud, su obediencia al decreto que lo removía de sucargo. Luego se lo devolvió a Katari, quien se que-dó con éste “para su resguardo”.

A diferencia de otros regímenes sociales como elesclavismo o la servidumbre en la Europa medieval,la dominación española sobre los pueblos andinos seexpresaba en elaborados rituales públicos por los cua-les los indígenas manifestaban su sumisión a la Coro-na. Era el caso de las ceremonias que acompañabanel pago de los tributos, el despacho de la mita, las fies-

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tas religiosas o la administración de la justicia del rey.Lo que el encuentro entre Alós y Katari nos muestraes que la insurgencia en el norte de Potosí se expre-só a través de mímesis más bien que del rechazo de ta-les rituales. La mímica de ceremonias europeas dejusticia no constituyó la máscara de una solapadaconspiración anticolonial ni, por el contrario, unamera expresión de aquiescencia al orden vigente. Lasecuencia de eventos que acabamos de evocar repre-sentó un acto de administración de justicia y un actode subversión política. Se trató, por un lado, de unaserie de procedimientos judiciales mediante los cua-les decretos oficiales auténticos fueron obedecidos yejecutados. No obstante, las extraordinarias circuns-tancias que precedieron y enmarcaron esta ceremo-nia judicial la despojaron por completo de su funcióncomo un ritual de autoridad estatal y la tornaron enun acto mimético, algo que es al mismo tiempo igualy diferente a la realidad que duplica.Así pues, en elmarco del teatro político colonial las comunidadesandinas cumplieron con sus obligaciones hacia elmonarca y acataron la jurisdicción de los tribunalesespañoles. El drama interpretado, empero, no repre-sentó ya su sumisión a los gobernantes europeos sinoalgo diferente y opuesto a la misma esencia de la do-minación colonial: la implementación de las concep-ciones indígenas de legitimidad política y la suprema-cía del poder de coerción de los pueblos nativos.

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Este proceso de radicalización política quedó sin-tetizado en una carta que el corregidor Alós fue obli-gado escribir a la audiencia de Charcas desde Machael 3 de septiembre, horas antes de ser liberado.Allí,por boca del corregidor, las comunidades reiteraronel compromiso de cumplir con sus obligaciones eco-nómicas hacia la Corona y reclamaron que los minis-tros del tribunal respondieran las representaciones deKatari porque éste era “la voz que oyen estos natu-rales”y porque era digno de su “amparo”.Exigieron,además, que se designara un corregidor imparcial yque se reconociera una reducción de los repartos demercancías que Alós, también bajo presión, habíaacabado de promulgar. Mientras estas demandas noeran en sí mismas novedosas, la posición desde la cualfueron formuladas sí lo era. El corregidor, en efecto,remarcó en su carta

que he procurado desimpresionarles del concepto

que habían formado que era el que Vuestra Alteza

quería enviar crecido número de soldados, y en cuyo

caso protestan estos infelices que todo el Reino se con-

moverá siendo el número de ellos sobrepujante al de los es-

pañoles, todo lo que se remedia con que no se los in-

quiete.

En los meses por venir, en efecto, el reino se con-movería más allá de lo que los propios indígenas o

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sus gobernantes españoles hubieran podido por en-tonces imaginar.Pero esto debemos dejarlo para másadelante. Porque para cuando ello sucediera, las au-toridades coloniales en los Andes, Buenos Aires yLima tendrían asuntos tanto o más graves por los quepreocuparse. Otro foco de rebelión, independientedel de Charcas,más organizado y ambicioso,muy di-ferente en composición e ideología, estaría entoncesen plena ebullición. Su centro estaba en el Cuzco, laantigua capital del Tawantinsuyu, la primera civiliza-ción que, poco antes del arribo de los españoles alNuevo Mundo, había logrado conquistar todo el te-rritorio andino. El líder de este movimiento,TúpacAmaru, se proclamaba como un nuevo inca rey.

La idea del inca

El 4 de noviembre de 1780,poco más de dos mesesdespués de la batalla de Pocoata, en un pueblo cercanoa Tinta,la capital de Canas y Canchis,una provincia lin-dante con el Cuzco, el corregidor Antonio de Arriagapresidió la celebración de la fiesta de San Carlos,en ho-nor al monarca Carlos III.Entre los notables locales queasistieron a un almuerzo ofrecido en la casa del cura delpueblo se encontraba José Gabriel Condorcanqui, uncacique de los pueblos de Pampamarca, Surimana yTungasuca. José Gabriel pertenecía a una de las varias

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familias de la región que descendían de los antiguos li-najes nobles incaicos.Se llamaba Túpac Amaru,así figu-ra en su partida de bautismo,por ser uno de los descen-dientes por vía paterna de Túpac Amaru I, el últimoinca derrotado por los españoles en 1572.De joven ha-bía estudiado en el colegio jesuita de San Francisco, enla ciudad de Cuzco,una institución creada para educara los hijos de la aristocracia incaica.Era por tanto bilin-güe, hablaba castellano y quechua, y poseía una cultu-ra letrada, incluyendo conocimientos de latín.Ademásde su abolengo y su cargo, José Gabriel poseía una mo-derada fortuna.Había heredado de su padre una impor-tante recua de mulas,unos trescientos cincuenta anima-les,en la que transportaba azúcar,azogue y otros bienespor las rutas del activo circuito mercantil que unía alCuzco con Potosí.Era además hacendado y tenía coca-les e intereses en la minería, dos de las actividades másredituables de la época.Como cacique,administraba losrecursos económicos de sus pueblos y tenía un accesoprivilegiado a la mano de obra indígena.

Por cierto, José Gabriel no era el único que de-cía estar emparentado con el último inca. La auten-ticidad de su título fue arduamente disputada porDiego Felipe Betancour, un noble cuzqueño quetambién se consideraba directo descendiente de lafamilia real. De hecho, las familias aristocráticas delcercado del Cuzco y el valle sagrado consideraban aJosé Gabriel como un cacique menor de provincias.

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Durante los años previos, José Gabriel había pasadolargas temporadas en Lima tratando de probar suprosapia mediante la elaboración de complejos árbo-les genealógicos. En 1776 y 1777, aprovechando suestadía en la capital virreinal, también solicitó for-malmente que las comunidades bajo su mando que-daran exceptuadas de la obligación de servir en ladistante mita potosina. Esgrimió el elevado pesoeconómico de la migración forzosa, así como las te-rribles condiciones de trabajo en las minas. No es desorprender que su petición fuera apoyada por mu-chos otros caciques de Canas y Canchis. Mientras elreclamo contra la mita fue denegado, su juicio conla familia Betancour estaba todavía ventilándose enlos tribunales coloniales cuando la fiesta de San Car-los de 1780 lo encontró compartiendo la mesa conel corregidor Antonio de Arriaga.

Se dice que José Gabriel no se quedó hasta el fi-nal del almuerzo.Aduciendo que tenía que atenderunos negocios, se retiró temprano. En realidad, fue areunirse con una decena de seguidores que lo estabanesperando a la salida del pueblo. Cuando al anoche-cer regresaba a su residencia en Tinta, Arriaga fueemboscado, tomado prisionero y llevado de inmedia-to al pueblo de Tungasuca. Fue alojado en una celdaubicada en la misma casa de José Gabriel (los caciquessolían construir prisiones en sus residencias para cas-tigar a indios desobedientes o morosos). El corregi-

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dor fue entonces obligado a escribir varias cartas so-licitando, con un falso pretexto, el envío de armas,pertrechos y dinero.También se convocó a los habi-tantes de la región a congregarse en Tungasuca. Lacaptura había sido tan sigilosa y sorpresiva que susmisivas no parecieron despertar sospechas. Durantelos siguientes días, miles de personas de origen indí-gena, hispánico y mestizos bajaron al pueblo. El 9 denoviembre, cinco días después de la captura de Arria-ga, Túpac Amaru anunció públicamente, en presen-cia de unos cuatro mil indios armados con hondas,que el corregidor sería ajusticiado por orden del rey.También proclamó que el monarca había dispuestootras importantes medidas.En efecto, se leyó un edic-to en quechua y español en el que se sostenía que“por el Rey se mandaba que no hubiere alcabala,aduanas, ni mina de Potosí, y que por dañino se qui-tase la vida al corregidor Don Antonio Arriaga”.

La providencia real, de más está decirlo, era falsa.Nadie había ordenado semejante cosa. Cuántos cre-yeron en su autenticidad, no lo sabemos. Lo ciertoes que ese mismo día, en un patíbulo erigido para laocasión, el corregidor fue ahorcado en presencia deuna multitud.No es difícil imaginar que a los ojos delos miles de indígenas que asistieron a la ceremoniadebió haberse comenzado a operar una transforma-ción: quien presidía la ceremonia no era ya José Ga-briel Condorcanqui, uno de los tantos caciques

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provinciales cuzqueños, sino Túpac Amaru II, undescendiente del último emperador incaico, acaso unnuevo inca él mismo.

Se habrá notado que los eventos públicos que pu-sieron en marcha las rebeliones en Charcas y el Cuz-co presentan ciertos paralelismos en sus formas. Al-gunos historiadores han subrayado el hecho de queTomás Katari y Túpac Amaru siguieron un similar iti-nerario a la vez físico e ideológico. Por un lado, am-bos viajaron a las capitales virreinales, Buenos Aires yLima, para hacer sus reclamos ante los más altos ma-gistrados en América.Aunque sus denuncias contra lamita fueron denegadas, las acciones de Túpac Amaruante el virrey del Perú debieron haber despertado unsentimiento de aprobación, tal vez admiración, simi-lar al que suscitaron las de Tomás Katari ante el virreydel Río de la Plata. Ambos líderes,por otro lado, ape-laron a órdenes superiores para destituir en un caso yajusticiar en el otro a sus respectivos corregidores,Joaquín Alós y Antonio de Arriaga. La disminucióno abolición del reparto de mercancías, la principalfuente de ingresos de los gobernadores provinciales,fue explícitamente mencionada en ambos incidentes.Ambas rebeliones,por fin,no se hicieron contra el reysino más bien en su nombre.

Detrás de estos paralelismos, empero, se erigen di-ferencias de contenido no menos significativas.Comovimos, la rebelión de Chayanta fue parte de un pro-

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ceso político en marcha. La batalla de Pocoata fue elcorolario esperable y esperado de este proceso.La ex-pulsión de Alós fue al mismo tiempo un acto sedicio-so y una genuina ceremonia jurídica.Las providenciasque allí se leyeron y acataron fueron auténticas, tan au-ténticas como las que el propio corregidor había ex-plícitamente repudiado en los meses y años previos.Laestrecha articulación entre violencia y derecho estuvoen el corazón mismo del fenómeno insurreccional ylos indios se encargaron de hacerla visible a cada paso.Por el contrario, la rebelión en el Cuzco tres mesesmás tarde, aunque no careció de antecedentes, comoveremos a continuación, fue una conspiración secre-ta, sorpresiva e independiente de cualquier disputaconcreta entre Arriaga y los pueblos bajo su mando.Sehizo en nombre del rey, pero un rey implausible quepoco tenía que ver con la imagen real del monarca.¿Cuántos podían creer que Carlos III había ordenadoa uno de los tantos caciques provinciales que ejecuta-ra a su corregidor y, de paso, eliminara de un pluma-zo algunas de las principales fuentes de ingresos de lareal hacienda? Si el encuentro final entre Katari y Alósconstituyó la mímesis de un acto jurídico, la ejecuciónde Arriaga representó la inversión del orden vigente:eran los descendientes de los antiguos dueños de latierra, encabezados por el descendiente del último desus emperadores, quienes se arrogaban la facultad dedecidir quiénes y cómo debía gobernarse el reino. Es

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posible que los indígenas creyesen, sí, que al rey no ledisgustarían estas decisiones (en las sociedades de An-tiguo Régimen los sectores populares tendían a pen-sar que los monarcas eran por principio sabios y jus-tos y que eran quienes gobernaban a su nombre losque echaban a perder el mundo a sus espaldas). Peropocas dudas debió haber respecto al verdadero origende las mismas. El movimiento campesino de Charcasplanteó el problema de las formas legítimas de gobier-no; el levantamiento liderado por Túpac Amaru II, elde la soberanía.

¿Cómo explicar estas diferencias? La respuestahay que buscarla en las peculiares realidades socialesdel sur peruano.En el área del Cuzco, la relación en-tre los sectores indígenas y la sociedad colonial envísperas de la revolución tupamarista estuvo dictadapor dos rasgos fundamentales. El primero de ellos eslo que se ha definido como el renacimiento culturalincaico. Las investigaciones históricas han reveladoque durante el siglo XVIII las imágenes de los incasy los motivos culturales andinos adquirieron unacreciente visibilidad en el Perú. Ello se manifestó enexpresiones artísticas populares y de elite, tales comolienzos y pinturas murales, diseños textiles, la vesti-menta o los queros (vasos de madera o arcilla deco-rados). También en la amplia circulación de libroscomo los Comentarios Reales de los Incas, una obra pu-blicada en 1617 que exaltaba la civilización incaica,

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escrita por el Inca Garcilaso de la Vega, el hijo de unconquistador y una sobrina de Huayna Cápac.TúpacAmaru, como tantos otros nobles cuzqueños de laépoca, la había leído. No menos importante, la tra-dición imperial andina era evocada en ceremoniaspúblicas (danzas, representaciones dramáticas, cele-braciones religiosas) en las cuales la mayoría de losgrupos sociales cuzqueños (indígenas y no indíge-nas) participaba como actores o espectadores. Porejemplo, durante este período comenzó a estar enboga que los señores andinos se retrataran con lasvestimentas e insignias de poder provenientes de laépoca del Tawantinsuyu. Según el relato del obispodel Cuzco, aun las deidades cristianas eran vestidascon atuendos incaicos durante el Corpus Christi y lafiesta del apóstol Santiago. El estado colonial contri-buyó de manera decisiva a mantener vigentes las me-morias del pasado prehispánico al continuar conce-diendo privilegios a la aristocracia nativa o alpermitir que la tradición incaica fuera enseñada enlos colegios de caciques —como en el que estudióTúpac Amaru, San Francisco de Borja del Cuzco,cuyos muros en el siglo XVIII estaban cubiertos conimágenes de los incas. Si bien conocemos poco acer-ca de cómo los indios del común procesaron este fe-nómeno, sí sabemos que eran activos partícipes en lascelebraciones públicas junto con la nobleza indíge-na y la elite blanca.Se ha sugerido, incluso,que en al-

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gunos pueblos rurales el teatro sustituyó al ritualcomo vehículo de identidad comunal.En suma, parala gente de la época, la aparición pública de una fi-gura como Túpac Amaru II pudo ser repentina e im-prevista, pero era también perfectamente inteligible.

El segundo rasgo característico de la sociedad cuz-queña fue el elevado estatus social de la aristocraciaindígena tanto entre las comunidades campesinascomo entre la población hispana. La celebraciónconjunta de los legados precolombinos formaba enverdad parte de un patrón más amplio de interaccióncultural y económica. Al igual que José Gabriel Con-dorcanqui, la mayoría de los señores andinos era mes-tiza bilingüe, sabía leer y escribir y había establecidoredes sociales y de parentesco con las elites criollas.Algunos caciques poseían haciendas y minas y parti-cipaban como socios,más bien que como agentes su-bordinados, en empresas comerciales con funciona-rios y empresarios hispanos.En la década de 1770, trasdécadas de reclamos, varias familias prestigiosas de lanobleza cuzqueña,así como los grandes linajes cacica-les de la región del Collao, lograron que algunos desus integrantes ingresaran al sacerdocio, uno de losmás prominentes símbolos de asimilación y éxito eco-nómico.En la región de Charcas,aun los caciques másprominentes eran vistos por los sectores hispánicoscomo personajes más o menos rústicos; ricos y pode-rosos tal vez, pero carentes de educación y abolengo

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para ser tratados como iguales.Por el contrario,un es-tudio sobre las estrategias matrimoniales de las elitesnativas de los alrededores del Cuzco en el siglo XVIIIha concluido que “los nobles indios eran conceptua-lizados como la cima de la sociedad indígena, pero labarrera legal que los separaba del Perú criollo resultóser más porosa a nivel personal y familiar que la fron-tera social que la nobleza erigió entre ella y los indiosdel común”.Al mismo tiempo, la autoridad de estoscaciques tradicionales no pareció ser cuestionada porlos comuneros. A juzgar por la escasa frecuencia deprotestas colectivas en su contra durante el siglo XVIII,su legitimidad fue aquí mucho más sólida que al surdel Titicaca, en donde los jefes étnicos (fueran de san-gre o “intrusos”) estuvieron en el centro mismo de losconflictos políticos antes y durante la gran rebelión.En conjunto, la aristocracia indígena cuzqueña disfru-tó durante los años previos al levantamiento de 1780de un prestigio social sin parangón en el resto de losAndes.

Podría argumentarse que la sociedad cuzqueñadurante los años que precedieron a la rebelión de Tú-pac Amaru constituyó el momento en la historia delPerú de mayor equivalencia entre la nobleza andina yla elite criolla en términos de estatus social,poder eco-nómico y prestigio cultural.El historiador peruano Al-berto Flores Galindo afirmó que hacia el siglo XVIII“un noble cuzqueño era considerado tan importante

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como un noble hispano”. Aunque la afirmación pue-da parecer algo hiperbólica, nos llama la atenciónrespecto de un momento único en la evolución delas relaciones interraciales en el mundo andino;un fe-nómeno que está en el origen del cataclismo políticode 1780 y que el mismo cataclismo terminó convir-tiendo en restos arqueológicos: la relativa equipara-ción entre las elites indígenas e hispánicas y la consi-guiente equiparación de sus respectivas tradicionesculturales.Es cierto que el nacionalismo criollo del si-glo XVIII o los caudillos post-independentistas comoAgustín Gamarra o Andrés de Santa Cruz exaltaronlas antiguas civilizaciones precolombinas como mediode construir para sí mismos nuevas formas de identi-dad colectiva. Pero hay una diferencia crucial: en elCuzco pre Túpac Amaru la celebración del pasadoincaico no aparecía como la imagen invertida delirredimible primitivismo cultural de los indígenascontemporáneos. La sociedad colonial cuzqueña re-conocía una continuidad tangible entre pasado y pre-sente, una continuidad que se expresaba tanto en elprestigio y visibilidad de las tradiciones andinas comoen la prominencia política de sus elites. Por lo demás,el renacimiento cultural incaico no fue un discursopaternalista promovido por sectores ajenos a la socie-dad nativa, como el indigenismo del siglo XX, sinoque estuvo encarnado por los indígenas mismos. Elpunto que merece subrayarse, entonces, es que fue un

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arraigado sentido de orgullo cultural y prestigio so-cial, antes que un sentido de marginación y debilidad,lo que fue fraguando la radicalización política de con-siderables sectores de la sociedad nativa. Ciertamen-te, un mayor o menor apego a los símbolos y la he-rencia política incaica no se tradujo en una mayor omenor adhesión a la insurrección panandina: la mayo-ría de los caciques pertenecientes a los linajes incai-cos más tradicionales y prestigiosos de las zonas delCuzco y el Collao permaneció leal a la Corona du-rante la rebelión. Con todo, conforme las tradicionesculturales andinas, fueron adquiriendo mayor promi-nencia, mayor poder simbólico, dejaron de funcionarcomo marcas de subalternidad. Fue este paulatinocuestionamiento de las nociones de inferioridad raciallo que a la postre hizo posible la concepción y difu-sión de aspiraciones neoincaicas.

Estos procesos socioculturales se conjugaron confenómenos económicos y políticos de no menor re-levancia. Como en el resto del área andina, el incre-mento del repartimiento forzoso de mercancías, lacaída de los precios de los bienes que los indígenasvendían en el mercado y la creciente presión demo-gráfica golpearon con fuerza la economía comunal.Así lo prueba la multiplicación de conflictos por tie-rras entre comunidades y haciendas o las protestascontra los corregidores,muchas veces atizadas por loscuras parroquiales.Asimismo, la inclusión de las co-

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munidades de la sierra sur peruana en la distante mitapotosina era un particular motivo de resentimiento(de allí las infructuosas gestiones de Túpac Amarupara que se las eximiera).El descontento social,por lodemás, de ninguna manera se limitó a los sectores in-dígenas. El traspaso del Alto Perú a la órbita de Bue-nos Aires, y la consiguiente articulación de la mine-ría de plata con el Atlántico, causó una disrupción delos tradicionales circuitos mercantiles que por sigloshabían unido a Lima, la sierra sur peruana y Potosí.Todos los sectores sociales se vieron afectados. La ca-nalización del comercio de importación-exportaciónpor el puerto de Buenos Aires, hizo que las principa-les actividades productivas cuzqueñas (el azúcar, lacoca, los textiles) compitieran cada vez peor en el es-pacio económico andino. Al mismo tiempo, desdemediados de siglo las elites criollas estaban siendocrecientemente marginalizadas de los altos cargos pú-blicos debido a las nuevas políticas de la administra-ción borbónica, que favorecían la designación de pe-ninsulares. El aumento de la alcabala y la instalaciónde aduanas para garantizar su cobranza, así como elaumento del impuesto al aguardiente y el monopolioestatal sobre la venta de tabaco, no hizo sino agravarla situación de productores, mercaderes y consumi-dores de toda adscripción étnica.

La acumulación, y superposición, de agravios porparte de múltiples grupos sociales provocó un gene-

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ralizado clima de descontento con la administraciónespañola y sus beneficiarios directos (los grandes co-merciantes, los funcionarios peninsulares, los corregi-dores) que se tradujo en importantes movimientos deprotesta.En 1777, se produjo un alzamiento de las co-munidades indígenas de la provincia de Urubamba, alnorte del Cuzco, contra los repartos del corregidor.Varios mestizos y criollos aparecieron también invo-lucrados. En enero de 1780, a raíz de la instalación dela aduana para recaudar la alcabala, estalló un violen-to alzamiento de los sectores plebeyos y patricios de laciudad de Arequipa conocido como “la rebelión delos pasquines”. La ciudad quedó por unos días bajocontrol de los amotinados.Por el mismo motivo, tam-bién en enero aparecieron numerosos pasquines en elCuzco y la ciudad se vio inundada de rumores de tu-multo.De hecho, en marzo de ese año las autoridadescuzqueñas descubrieron la llamada “conspiración delos plateros”.Apelando al generalizado resentimientocontra las aduanas, las autoridades limeñas y los espa-ñoles en general, artesanos, mercaderes y hacendadosde origen criollo y mestizo, así como los indios de laregión, intentaron organizar un alzamiento popular.La amenaza fue lo suficientemente grave como paraque, una vez descubiertos, los principales cabecillasfueran ahorcados en la ciudad de Cuzco.

Así pues, cuando la primera semana de noviembrede 1780 Túpac Amaru convocó a un alzamiento con-

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tra los poderes constituidos apelando a símbolos po-líticos incaicos, la población cuzqueña tenía motivosde vieja y corta data, económicos y culturales, parasentirse interpelada. Ello explica la asombrosa pres-teza, considerando todo lo que estaba en juego, conque miles de personas respondieran a su llamado. Enel pueblo de Tungasuca, durante los días del procesoy ajusticiamiento de Arriaga, se reunió una multitudde gente dispuesta a sumarse al levantamiento. ¿Quié-nes eran? La mayor parte de los seguidores eran co-munarios.El núcleo de la insurrección estuvo en Ca-nas y Canchis y Quispicanchis, zonas de fuertepresencia de comunidades. Se calcula que de estas dosprovincias salió el 85% de las tropas indígenas.Aunquese incorporaron indios urbanos sin adscripción étni-ca precisa,mestizos y otros, el corazón del movimien-to estuvo desde un comienzo constituido por miem-bros de pueblos aborígenes que residían en las tierrascomunales, pagaban tributos, estaban sometidos a lamita y al repartimiento de mercancías y reconocíancomo autoridad a sus caciques. Fueron precisamenteestos jefes étnicos los que encabezaron el alzamiento.Como en todos los focos de rebelión, no se tratabasólo de hombres, sino también de sus mujeres e hijos.De modo que la estructura del ejército rebelde repro-ducía en gran medida la estructura social andina.

El 11 de noviembre, dos días después del ajus-ticiamiento de Arriaga, las fuerzas rebeldes se pusie-

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ron en marcha. De Tinta se dirigieron a Quiquijana,la capital de la vecina provincia de Quispicanchis, enel valle del río Vilcamayo.Anoticiado de la suerte desu colega de Canas y Canchis, el corregidor logróhuir. En el camino de regreso a Tungasuca, TúpacAmaru ordenó el asalto y destrucción de dos obra-jes. Los obrajes eran talleres textiles, usualmenteanexos a una hacienda,que empleaban mano de obrasemiservil: mitayos enviados por las comunidades yreos condenados a trabajos forzados. Eran al mismotiempo centros productivos y prisiones. Podían lle-gar a emplear a centenas de trabajadores.Los obrajes,por otro lado, competían con los chorillos, los pe-queños talleres anexos a las tierras de las comunida-des controlados por los indígenas mismos.Ambos sedisputaban el abastecimiento a las ciudades surandi-nas de paños de baja calidad o “ropa de la tierra”,como se los llamaba entonces. Canas y Canchis yQuispicanchis hospedaban la mayor cantidad deobrajes y chorrillos en el Perú.Todo esto explica quedurante la destrucción de uno de los obrajes,TúpacAmaru hubiera proclamado “en presencia de los va-rios caciques de los pueblos vecinos que por su or-den habían concurrido… que su comisión se en-tendía no solo a ahorcar cinco corregidores sinotambién a arrasar los obrajes”. Luego de liberar a lospresos e incendiar las instalaciones, se repartió la ropaentre los presentes.

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Las noticias del ajusticiamiento de Arriaga y lapuesta en marcha de las huestes tupamaristas sembra-ron el pánico entre la población hispánica. El 12 denoviembre se reunió el cabildo de la ciudad de Cuz-co para discutir el “horrible exceso” de Tungasuca.Resolvieron pedir de inmediato el envío de desta-camentos del ejército regular de Lima y organizaronuna compañía compuesta por la milicia local, volun-tarios y unos ochocientos indios y mestizos movili-zados por caciques leales al rey. Una parte de estafuerza fue despachada al sur con el fin de arrestar aTúpac Amaru. El 17 de noviembre llegaron a San-garará,un pequeño pueblo al norte de Tinta.Para pa-sar la noche, decidieron acampar en las afueras de laiglesia del pueblo. No imaginaron que al amanecerse despertarían rodeados por el ejército de TúpacAmaru, entre 6.000 y 20.000 indios según diversos

OcéanoPacífico

Paucar-tambo

Cuzco

Carabaya

Lampa

Puno

Provincias de la región de Cuzco y el Collao (siglo XVIII)

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cálculos. Lo único que atinaron a hacer fue lo quetodos hacían en circunstancias semejantes: refugiar-se dentro la iglesia. En América, como en la Europade la época, los templos eran considerados lugaresinviolables de santuario.Túpac Amaru exigió la in-mediata capitulación de sus enemigos y reclamó quetodos abandonaran la iglesia y salieran a la plaza. Lanegativa de las fuerzas cuzqueñas a aceptar el ultimá-tum desató una furiosa batalla en el curso de la cualla iglesia se prendió fuego. Según algunas estimacio-nes,más de quinientos soldados murieron, incluyen-do unos veinte europeos. Muchos perecieron al des-plomarse el techo y los muros del templo; otrosfueron masacrados a pedradas y lanzazos cuando in-tentaron huir.

La batalla de Sangarará, por su inusitada violen-cia y por haber ocurrido apenas una semana des-pués del ajusticiamiento del corregidor Arriaga, setransformó de inmediato en una batalla por lossímbolos.Túpac Amaru hizo grandes esfuerzos pordemostrar que el incendio había sido accidental,que había ofrecido una rendición pacífica y que sehabían otorgado salvoconductos a las mujeres y ni-ños. Pudo esgrimir a su favor que muchos de losprisioneros fueron curados y liberados a los pocosdías de la conflagración.Para sus enemigos, en cam-bio, Sangarará se tornó en el emblema de lo que es-taba en juego: indios contra blancos, apóstatas con-

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tra cristianos. Según el testimonio de un testigopresencial, aquellos que escapaban de las “voracesllamas” que consumían la iglesia “caían en las ma-nos no menos voraces de los rebeldes. La matanzauniversal, el lastimoso quejido de los moribundos,la sanguinolencia de los contrarios, los fragmentosde las llamas; por hablar en breve, todo cuanto sepresentaba en aquel infeliz día, conspiraba al horrory a la conmiseración, mas éste jamás había sido co-nocido por los rebeldes, ciegos de furor y sedientosde sangre, no pensaban sino en pasar a cuchillo a to-dos los blancos”. El mismo 17 de noviembre, elobispo del Cuzco, Juan Manuel Moscoso excomul-gó a Túpac Amaru. Lo declaró “incendiario de lascapillas públicas y de la iglesia de Sangarará”,“trai-dor al Rey” y “usurpador de los Reales Derechos”.Quienes le dieran auxilio y fomento serían tambiénexcomulgados. El bando fue expuesto en los porto-nes de todas las iglesias de la región. La actitud delobispo es particularmente significativa porque du-rante los meses previos a la rebelión había protago-nizado violentos enfrentamientos con el corregidorArriaga por cuestiones económicas y de poder —unejemplo típico de las luchas por los recursos cam-pesinos desatadas por la expansión del reparto demercancías y el creciente control de la Corona so-bre los ingresos eclesiásticos. En los días inicialesdel alzamiento,Túpac Amaru intentó capitalizar a

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su favor estas divisiones en el seno de las elites co-loniales mediante el envío de numerosas cartas alclero y la divulgación de bandos que sostenían quese oponía a los corregidores, a los repartimientos ya otras exacciones, pero no a la Iglesia o las costum-bres cristianas, “a que estamos obligados todos”.Bastó una semana, sin embargo, para que la magni-tud del movimiento indígena hiciese que las desa-venencias entre las autoridades seculares y eclesiás-ticas fueran dejadas de lado.

Tras Sangarará la rebelión se expandió hacia elsur. Contra la opinión de su esposa, Micaela Basti-das, acaso su principal lugarteniente, que lo exhor-tó a atacar el Cuzco antes que la ciudad terminarade organizar sus defensas y arribaran las tropas deLima,Túpac Amaru decidió marchar hacia el Co-llao, la región aledaña al lago Titicaca. Las tropas tu-pamaristas avanzaron a las provincias de Lampa,Ca-rabaya y Azángaro. En el camino tomaron posesiónde varios pueblos y entablaron contacto directo conlas comunidades del lugar. La estructura social delCollao se asemejaba más a la del Alto Perú que a ladel Cuzco, de modo que los indios no dudaron enabrir el camino al ingreso de los insurgentes enabierta oposición a muchos de sus caciques. Uncaso emblemático fue el del pueblo de Azángaro,donde Túpac Amaru hizo su entrada triunfal el 13de diciembre. El líder cuzqueño puso particular

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empeño en destruir las propiedades de Diego Cho-queguanca, un poderoso cacique perteneciente auna familia que incluía hacendados, comerciantes eincluso miembros del clero. Choqueguanca fuedesde el principio un firme opositor a la rebelión.Apoyado por las comunidades locales, confrontan-do una frágil resistencia de los corregidores provin-ciales, las fuerzas tupamaristas quedaron rápida-mente en control de casi todo el altiplano peruano.No se trató por cierto de una campaña militar con-vencional. El mecanismo habitual era que se envia-ran emisarios y proclamas a los pueblos llamándo-los a rebelarse. Sólo una vez que ello sucedía,TúpacAmaru hacía su triunfal entrada. La batalla de San-garará —el choque frontal entre las fuerzas realistasy tupamaristas— fue en este sentido la excepciónmás que la regla. Se ha señalado, con razón, que noexistía “demarcación precisa entre el alzamiento es-pontáneo de los pueblos y las marchas militares deTúpac Amaru”. Los enfrentamientos bélicos eranen gran medida indistinguibles de la revuelta social.

Las proclamas y bandos con que los tupamaris-tas buscaban ganarse la voluntad de los habitantesdel Perú tendían a enfatizar ciertos temas básicos: setrataba de un alzamiento contra los europeos, con-tra los corregidores, contra los repartimientos demercancías, contra las aduanas donde se recaudabanlas alcabalas y contra otras cargas coloniales. No era

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contra los criollos ni contra el monarca. Pero los in-dios del común, especialmente en las provincias delCollao, donde el movimiento fue menos jerárqui-co, tendían a entender de manera más amplia quié-nes era sus enemigos: los hacendados, los dueños yadministradores de obrajes, los cobradores de im-puestos, los caciques y sus asistentes. Todos ellosfueron víctimas de la violencia popular. Que la ma-yoría fueran “peruana” (un vocablo habitual en eldiscurso político de la dirigencia tupamarista) noparecía impresionarlos demasiado. Era su posiciónde clase, no su lugar de nacimiento, lo que conta-ba.Túpac Amaru, por su parte, continuó insistien-do por un tiempo que se limitaba a obedecer órde-nes del rey para acabar con la corrupción y loscorruptos. Mas es cierto también que tras la batallade Sangarará se hizo retratar junto a Micaela Basti-das con todas las insignias y atributos simbólicospropios de los reyes incas. En este contexto políti-co, a nadie pudo escapar el significado de semejan-te representación pictórica. Por lo demás, los estu-dios de los bandos tupamaristas muestran que conel paso de las semanas las referencias a Carlos III sehicieron menos y menos frecuentes. Los historia-dores no se han puesto de acuerdo acerca de si lasverdaderas inclinaciones de Túpac Amaru eran se-paratistas o pretendía mantener la sujeción a la Co-rona. Pero aun si imaginaba al nuevo Reino del

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Perú como parte de la monarquía hispánica, resul-taba claro que los vínculos que lo unirían al monar-ca serían de un orden muy diferente a los vigentes,mucho más laxos y abstractos. Por lo pronto, elReino del Perú ya no sería gobernado por un euro-peo sino por un inca. Allí estaba su retrato con Mi-caela Bastidas para que todos lo vieran.

En el Cuzco estas sutilezas ideológicas impor-taban muy poco.Todos entendían que, cualquierafueran las declaraciones de principios de sus diri-gentes, de triunfar, el movimiento tupamaristacambiaría el mundo.Y la enorme mayoría de losposibles aliados de los indígenas dentro de la socie-dad colonial, los “peruanos” a quienes Túpac Ama-ru interpelaba, no mostraba interés alguno en for-mar parte de ese mundo. No sólo los criollos másacomodados —hacendados, funcionarios provin-ciales, comerciantes, abogados— sino incluso mu-chos miembros de la plebe urbana consideraronque el compartido disgusto con las políticas impe-riales no justificaba apostar al éxito de un movi-miento protagonizado por pueblos indígenas enarmas y liderado por un autoproclamado inca. Labatalla de Sangarará, y la posterior campaña en elCollao, expuso la naturaleza y la magnitud de laamenaza.Así pues, la población del Cuzco se sumóa las milicias, acumuló pertrechos y alimentos y sepreparó para resistir.

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El asedio al Cuzco

Túpac Amaru regresó de su campaña en las pro-vincias del Collao a mediados de diciembre.La situa-ción en el Cuzco comenzaba a complicarse. Mien-tras aguardaban por el arribo de las tropas de Lima,las autoridades cuzqueñas se abocaron a la formaciónde destacamentos de vecinos de la ciudad. Bajo elmando de la Junta de Guerra, se movilizaron alrede-dor de tres mil hombres. El 20 de diciembre, estasmismas fuerzas realistas, en gran parte debido a su su-perior poder de fuego, lograron derrotar a los insur-gentes en las afueras del pueblo de Ocongate, pro-vincia de Quispicanchis.Era el primer traspié militarimportante de los tupamaristas. Consciente de lacreciente organización de sus enemigos y de la inmi-nente llegada del ejército regular,Túpac Amaru seresolvió por fin a atacar la ciudad. El 28 de diciem-bre de 1780 la antigua capital incaica despertó conla noticia de que unos 30.000 indígenas habían acam-pado en las alturas de Picchu, en las afueras del Cuzco.La última vez que algo semejante había ocurrido fueen 1536, cuando un ejército indígena liderado porManco Inca, uno de los hijos del emperador Huay-na Cápac, estuvo cerca de expulsar a los conquista-dores españoles que cuatro años antes habían toma-

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do la ciudad. Pocos vecinos del Cuzco creyeron quese pudiera hacer frente a un ataque frontal de unafuerza tan numerosa. Sin embargo, no eran éstos losplanes de Túpac Amaru. Siguiendo una lógica simi-lar a la empleada con tanto éxito en el Collao, envióvarios emisarios para entablar negociaciones con lasautoridades seculares y religiosas con la esperanza deque la ciudad se rindiese o, acaso, que la plebe se su-mara a la rebelión.También dirigió varios bandos alos residentes del Cuzco para que franqueasen pací-ficamente su ingreso. Esperaríamos que estas procla-mas expusieran los mayores esfuerzos de Túpac Ama-ru por sumar adeptos no indígenas a su causa. Sinembargo, el énfasis de su prédica continuó estandoen la defensa de las comunidades indígenas.Aunqueprocuró ganarse la simpatía de las elites criollas yprometió que de triunfar no pondría en cuestión lasoberanía real o incluso los vínculos comerciales queunían al Cuzco con el Virreinato del Río de la Pla-ta, el tema dominante de sus escritos fueron los de-rechos de los pueblos nativos. Por ejemplo, el 3 deenero dirigió una misiva al Cabildo de la ciudad enla que remarcó que “la mía es la única que ha que-dado de la sangre de los Incas, reyes de este reino”, yque ello lo había empujado a luchar tan encarniza-damente contra los corregidores y los repartimien-tos. Pidió que las provincias estuvieran gobernadaspor un alcalde mayor “de la misma nación indiana”

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y que se estableciera una audiencia y un virrey en elCuzco “para que los indios tengan más cercanos losrecursos”. Estas reivindicaciones estaban articuladasa un relato histórico mayor, pues los abusos no erande ahora, venían de muy lejos.Estaban originados enel flagrante desconocimiento de las leyes que los re-yes de España habían promulgado desde la época dela conquista para proteger a los pueblos andinos:“Esto es tan notorio que no necesita más compro-bante sino las lágrimas de estos infelices que ha tressiglos los vierten en sus ojos”. Para desterrar estosmales había entonces que revertir el discurso de laconquista: eran los conquistados quienes ahora de-bían tomar las riendas del reino; encabezados, porsupuesto, por el propio Túpac Amaru,“la única queha quedado de la sangre de los Incas”.

La prédica de Túpac Amaru no pareció concitarmayores adhesiones dentro de la ciudad. La imagende un inca al frente de un ejército indígena vindi-cando los derechos de los vencidos en la conquistadifícilmente persuadiera a los grupos hispánicos.Así,cuando uno de los enviados de Túpac Amaru procu-ró tranquilizar al obispo Moscoso argumentandoque no tenían intención alguna de agraviar a la ciu-dad o a los “patriotas”, el clérigo le respondió “quese le dijese a ese rebelde que la ciudad tenía vasallosmuy fieles a S.M. [el rey] para castigar su atrevimien-to, como lo experimentaría muy en breve”. La per-

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cepción de Moscoso respecto a las inclinaciones po-líticas del vecindario no estaba muy alejada de la rea-lidad.Es cierto que,viendo la enorme disparidad nu-mérica, algunos grupos parecieron por momentosdispuestos a aceptar una capitulación negociada.Y escierto también que las elites cuzqueñas se mostraronpreocupadas del comportamiento de la plebe urbanaa la hora de la verdad. No obstante, todas estas cavi-laciones se disiparon cuando el 1 de enero de 1781 elprimer destacamento del ejército regular de Lima,compuesto por unos doscientos soldados, arribó porfin al Cuzco. La determinación de resistir hasta el fi-nal se terminó entonces imponiendo.

La batalla decisiva tuvo lugar el 8 de enero. Lastropas realistas atacaron las posiciones de los indíge-nas en Picchu y luego de dos días de intensos com-bates lograron ponerlos a la fuga. ¿Cómo explicar laderrota de una fuerza insurgente tan multitudinariay organizada? Al analizar las causas del fracaso, untestigo de lo hechos apuntó a la composición socialde las compañías urbanas. Sostuvo que las miliciasdesengañaron a Túpac Amaru acerca de su capaci-dad de concitar adhesión entre sectores significati-vos de la sociedad cuzqueña:“Reconoció que todala ciudad sin excepción de nobles y plebeyos, degrandes y pequeños, de hombres y mujeres, estabaresuelta a derramar la última gota de sangre por sulibertad y Rey: se le presentó toda la fuerza que no

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pensaba tuviéramos”. La falta de apoyo fuera de lapoblación indígena se evidenció también en la faltade personal capacitado para hacer uso de las armasde fuego. El ejército tupamarista contaba con el ar-mamento que habían podido extraerle a las fuerzasrealistas en combate o que encontraban en los pue-blos que ocupaban a su paso. Pero además de la es-casez de armas —una notoria desventaja militar sinduda— estaba el hecho de que pocos indígenas ma-nejaban eficazmente las escopetas y fusiles; la mayo-ría sólo sabía emplear hondas, palos y lanzas. Los ser-vicios de los mestizos y criollos eran en este aspectoimprescindibles. El limitado poder de fuego de losinsurgentes puede ser interpretado como un signode la falta de participación de estos sectores en elmovimiento. Para el manejo de la artillería,TúpacAmaru tuvo que valerse incluso de individuos quehabían sido tomados prisioneros. Su nula fidelidadse reflejó en actos de sabotaje de fatídicas conse-cuencias a la hora del combate. El Cabildo del Cuz-co, por ejemplo, reconoció que uno de los armerosy artilleros del bando enemigo había malogradoadrede las armas y apuntado los cañones “con el ar-did a no dañarnos”.

Es preciso tener en cuenta asimismo que el apo-yo a la rebelión de los pueblos andinos de la regiónpudo ser mayoritario pero estuvo lejos de ser mono-lítico. En Canas y Canchis, la provincia natal de Tú-

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pac Amaru, la vasta mayoría de los pueblos y sus ca-ciques se sumó al levantamiento (aunque incluso allíhubo dos comunidades, Coporaque y Sicuani, quepermanecieron realistas). En la vecina Quispican-chis, en cambio, sólo cerca de la mitad lo hizo.Se cal-cula que en la provincia del Cuzco, excluyendo laciudad y su cercado, unos 28.500 indios se sumarona la rebelión, pero 36.750 lo hicieron a la causa rea-lista.Hubo provincias al norte del Cuzco, como Co-tabambas y Abancay, donde pocas, o ninguna, comu-nidad se alzó. Los indios residentes en las haciendastendieron a mantenerse al margen. Como se ha pro-bado para movimientos campesinos en otros tiemposy lugares, los más pobres y vulnerables son muchomás renuentes a rebelarse que aquellos que gozan decierta autonomía política y recursos económicospropios. Es posible, por lo demás, que la rápida reac-ción de las autoridades coloniales frente al estalli-do de la rebelión haya coadyuvado a desactivar lascausas de descontento social. Tras el desastre deSangarará, las autoridades cuzqueñas se apresurarona declarar por abolido el repartimiento de mercan-cías, condonaron las deudas del mismo, suprimieronlas aduanas y prohibieron el cobro de diezmos a losindios.

En el otro extremo de la escala social, las familiasnobles incaicas del valle sagrado, los más prestigiososy prósperos miembros de la aristocracia indígena, se

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mostraron renuentes a arriesgarlo todo por un levan-tamiento de indios del común, encabezados por unsegundón de la aristocracia provincial.Lo que es másimportante, estos caciques realistas no parecen habertenido menos apoyo entre los miembros de sus co-munidades que el de aquellos que se pusieron delbando insurgente. Dos prominentes ejemplos sonPedro Apu Sahuaraura, cacique de la parroquia deSantiago, en el Cuzco, y descendiente del más pres-tigioso linaje noble incaico,y Mateo Pumacahua, ca-cique del pueblo de Chinchero, provincia de Uru-bamba.Ambos lideraron a los indios bajo su mandoen las batallas contra Túpac Amaru. El primero pe-recería en la defensa de la ciudad. Del mismo modo,el arribo de miles de indios de la aledaña provinciade Paruro en apoyo de las fuerzas realistas durante eldecisivo combate en Picchu contribuyó en muchoa sellar la suerte del enfrentamiento. Se dijo que sullegada provocó una considerable deserción en las fi-las rebeldes. En una crónica española se señaló que,“este gran socorro, en tiempo tan oportuno, alentóa nuestra tropa y observándolo todo el enemigo mi-noró su arrogante denuedo”. Coincidentemente,Túpac Amaru explicó que se había visto obligado aretirarse del Cuzco por la falta de personal compe-tente para emplear los fusiles y la artillería, así como“porque le pusieron en la primera fila por carnaza alos indios”.

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El 10 de enero de 1781 el sueño de Túpac Ama-ru de entrar triunfante en la antigua capital del im-perio incaico llegó a su fin. Inexorablemente, la re-belión en el área del Cuzco iría perdiendo impulsoa partir de entonces. Las fuerzas realistas, compues-tas por una combinación de destacamentos del ejér-cito regular español y tropas indígenas dirigidas porcaciques leales como Mateo Pumacahua,pasaron a laofensiva. La región continuaría en estado de agita-ción por varios meses más, pero el fracaso del sitiohizo que el centro de gravedad de la insurrección sefuera desplazando al sur. Dentro del territorio delVirreinato del Perú, las provincias del Collao se iríantornando en el principal teatro de conflicto. EnCharcas, por razones en gran parte ajenas a los suce-sos en el Cuzco, el primer foco insurgente, el lidera-do por Tomás Katari, estaba en ese mismo momen-to alcanzando su apogeo.Y muy pronto —en Oruroprimero, en La Paz después— surgirían nuevos le-vantamientos, más violentos y masivos todavía.

“Pervertidos en estas revoluciones”

Para el tiempo que la insurgencia tupamarista es-tremecía las provincias del Cuzco y el Collao, la si-tuación en la región de Charcas se deterioraba sema-na a semana. Tras la expulsión del corregidor de

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Chayanta, Joaquín Alós, y la asunción de Tomás Ka-tari como cacique de Macha, el orden social colap-só. Si en el sur del Perú los límites entre las marchasmilitares de las huestes de Túpac Amaru y las revuel-tas populares eran poco precisos, aquí la revoluciónfue lisa y llanamente el resultado de la multiplicaciónde levantamientos locales. Desde septiembre de1780, siguiendo el ejemplo de los machas, y los po-coatas unos años antes, virtualmente todas las comu-nidades de la provincia de Chayanta (Laymi, Puraca,Moscari, Chayantaca, Sicoya, Sacaca, San Pedro deBuena Vista, Moromoro, Ocurí y Pitantora) persi-guieron, capturaron y destituyeron a sus jefes étni-cos, fueran éstos de sangre o “intrusos”.Muchos fue-ron arrastrados hasta Macha, la capital política delalzamiento, para que Katari decidiera qué hacer conellos. Las concepciones políticas igualitarias, repre-sentativas,detrás de los alzamientos,es ilustrada por elargumento de la comunidad de Laymi contra su ca-cique, Marcos Soto, un descendiente de una antiguafamilia de señores andinos:“Ahora decimos que yano lo queremos para nuestro gobernador por lo queexperimentamos tantos maltratamientos y trabajos,sino que [se] nos nombre otro gobernador a quien lacomunidad eligiese, que sea de nuestra clase”. Se tratabade la imposición de una concepción de autoridadfundada en el mérito y la conducta, no en el linaje ylos derechos hereditarios. La batalla de Pocoata no

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había pues cambiado tanto los objetivos de los indí-genas como sus modos de hacer política. En vez dedirigirse a Chuquisaca o Potosí para apelar ante losmagistrados coloniales, se dirigían ahora a Machapara conferenciar con Tomás Katari.

También los indios de Moscari apalearon y lleva-ron preso a su cacique,Florencio Lupa.Sin embargo,en vez de entregárselo a Katari y al cura de Machacomo el resto, tras una junta nocturna decidieronotra cosa:“Entre la confusión,bulla y algazara le qui-taron la cabeza”.Luego expusieron su cabeza en unacruz en las afueras de la ciudad de Chuquisaca. Re-cordemos que Lupa era el más poderoso de los caci-ques de la provincia, uno de los pocos integrantes dela sociedad nativa que los vecinos de Chuquisaca co-nocían por su nombre, el único a quien los corregi-dores, hacendados y mineros de la provincia tratabancomo un par. Cuando la mañana del 6 de septiem-bre las autoridades y el vecindario descubrieron lacabeza del poderoso cacique, creyeron que era el findel mundo. El pánico colectivo, que todo lo puede,hizo que algunos creyesen haber visto “un conside-rable número de indios tremolando banderas y to-cando cornetas con inductivo aparato de dirigirsesobre este vecindario e invadirle creyéndose que és-tos fuesen los de la sublevada provincia de Chayan-ta”. No había tal multitud ni la iniciativa había sidoplaneada por Katari (de hecho, los autores del acto

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regresaron directamente a Moscari sin detenerse enMacha). Pero aunque los temores se fueron disipan-do con el paso de las horas, el ajusticiamiento deLupa hizo que los magistrados de la audiencia toma-ran dos medidas de gran significación. La primeraconsistió en suspender de inmediato los repartos demercancías de los corregidores, uno de los más sen-tidos clamores de todos los pueblos de la región. Lasegunda, mucho más significativa en el corto plazo,fue poner en marcha extensivos preparativos bélicos.Convocaron a las milicias de la ciudad, solicitaron alvirrey Juan José de Vértiz el inmediato despacho decompañías del ejército regular español de BuenosAires e instruyeron a los corregidores del distritopara que organizaran fuerzas militares en sus respec-tivas provincias.

En el norte de Potosí, el reclutamiento de tropasconfirmó los peores temores de la población indíge-na: el envío de soldados a la provincia para vengar laderrota de las milicias hispanas en Pocoata. Pero,como lo habían advertido en la citada carta que elcorregidor Alós fue forzado a escribir desde suprisión en Macha, el resultado no sería sino la pro-fundización del levantamiento.Y en efecto, desdecomienzos de septiembre, la región comenzó a con-vertirse en un teatro de operaciones. Previendo elarribo de expediciones punitivas, los campesinosacopiaron maíz, carne salada, hojas de coca y hondas

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en lugares estratégicos. Se requisaba a las personasque ingresaban a la provincia y se interceptaba todala correspondencia. Se despacharon individuos a lasprovincias aledañas para coordinar la asistencia mili-tar; las comunidades de Condodondo (provincia deParia) y Tinguipaya (provincia de Porco) patrullabanel área para advertir sobre el arribo de las tropas es-pañolas.Armados con hondas, chicotes y garrotes, losindios custodiaban las principales quebradas y pasa-jes que conectaban la provincia de Chayanta conChuquisaca. Se dijo que los campesinos estaban de-cididos a emboscar a los soldados “en las angosturasy terrenos montañosos” antes que pudiesen llegar alos pueblos; profirieron que dos columnas de milquinientos indígenas les harían frente apenas ingre-saran a la provincia.

Pero había algo mucho más importante que es-tos preparativos bélicos (los cuales, por lo demás,nunca se concretarían puesto que los ejércitos espa-ñoles entrarían a Chayanta varios meses más tarde ysólo una vez que la rebelión se hubiera ya extingui-do). El generalizado estado de ebullición políticaprodujo, empleando la definición del antropólogoJames C. Scott,“una desrutinización de la vida coti-diana, en la cual las categorías normales con las quela realidad social es aprehendida ya no se aplican”.Loque comenzó a cuestionarse fueron las relaciones so-ciales que por siglos habían moldeado a los habitan-

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tes rurales. La violencia contra los caciques no tardóen hacerse extensiva a toda la estructura de poderrural.A ello aludió Katari cuando, en una misiva di-rigida a la audiencia a comienzos de septiembre, ad-virtió que los clamores de los pueblos tenían que seratendidos de inmediato puesto que “sólo así se po-drán serenar sus alzamientos tan diarios y consecu-tivos, lo que son muy perjudiciales a su Majestad res-pecto de que se hallan entretenidos y pervertidos en estasrevoluciones”.

Una de esas revoluciones ocurrió por ejemplo enel pueblo de Sacaca.Allí las comunidades persiguie-ron, apalearon y removieron a sus jefes étnicos y lue-go expropiaron sus ricas tierras, molinos y ganados.Los caciques de Sacaca, apellidados Ayavirí Cuisara,pertenecían a un antiguo linaje de señores andinosque había conseguido el raro privilegio de poseer unescudo de armas por sus antiguos servicios a la Co-rona. Poco pasó para que este ataque se hiciera ex-tensivo al clero y los vecinos no indígenas de la re-gión. Cuando uno de los dos caciques, ManuelAyaviri, intentó refugiarse en la capilla del pueblo deAcasio —un valle donde la comunidad poseía tierrasde cultivo de granos— cientos de indígenas, portan-do una bandera roja y armados con piedras,hondas ygarrotes, no dudaron en amarrar al sacerdote, apedrearel templo y amenazar con prenderle fuego.Tampo-co dudaron en invadir la provincia de Cochabamba,

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en donde había buscado refugio Phelipe Ayaviri, elotro cacique del pueblo (unos meses después, vere-mos más adelante,Cochabamba sería el escenario dealgunos de los más sanguinarios ataques a la pobla-ción hispánica). En el pueblo de Sacaca mismo, losindios sacaron a rastras de adentro del templo al asis-tente del cura por haber ayudado a escapar al caci-que, lo amarraron y le colocaron en la cabeza unacorona de espinas en signo de humillación. Los resi-dentes hispanos no corrieron mejor suerte. En claraexpresión del repudio a las jerarquías sociales vigen-tes, los españoles y mestizos que no habían huido to-davía fueron forzados a llevar vestimentas indígenas;los indios salieron por las calles del pueblo profirien-do insultos y apedreando sus viviendas.

También en el valle de San Pedro de Buena Vis-ta, las luchas entre comunidades y caciques se trasla-daron rápidamente a otros campos sociales.Los indí-genas exigieron al cura Isidro Joseph de Herrera, elmás alto funcionario eclesiástico provincial, la entre-ga de los jefes étnicos que se habían puesto bajo suprotección, la vigencia del arancel eclesiástico de1772 que sistemáticamente se había negado a imple-mentar y la eximisión de los indios del pago de diez-mos y veintenas —otro recurrente reclamo durantelas décadas previas.Tras varios violentos altercados, eldomingo 24 de septiembre una multitud descendiósobre el pueblo desplegando sus armas y haciendo

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sonar sus pututus, un instrumento de viento fabri-cado con un cuerno de buey que se utilizaba paraconvocar a los miembros de la comunidad. El prin-cipal líder en esta región, un indio de la comunidadSicoya llamado Simón Castillo, confrontó pública-mente al párroco en la plaza del pueblo. Herido ensu honor, Herrera lo abofeteó e hizo arrestar. Se de-sató entonces una furibunda batalla campal en la cuallos vecinos españoles se vieron obligados a hacer fue-go contra la multitud. La masividad del ataque losforzó eventualmente a encerrarse dentro de la igle-sia.La multitud atacó el templo por varias horas,has-ta que Simón Castillo fue liberado y Herrera aceptócumplir con sus demandas. Las comunidades insur-gentes tomaron completo control del lugar y saquea-ron las casas vacías de sus residentes. Puesto que elpueblo de San Pedro estaba en uno de los valles másfértiles de la provincia, muchos de ellos eran propie-tarios de haciendas.No sorprende pues que los cues-tionamientos al orden social se extendieran a los de-rechos de posesión de la tierra. Los indios invadiríanalgunas haciendas del valle,profiriendo “que los espa-ñoles no pueden tener ningunas posesiones”;un curaseñaló que se había publicado “cierta providencia oauto para que los dueños de las haciendas en aquel te-rritorio las desamparasen y las entregaran a los indiosde la comunidad”. Otras zonas de haciendas experi-mentarían durante estos meses similar suerte.

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Para septiembre de 1780, la rebelión adquirió undistintivo alcance regional. En la provincia de Paria,las comunidades de Condocondo,Toledo, Challaco-llo y Challapata se alzaron contra sus jefes étnicos.Elcaso de Condocondo es particularmente significati-vo, puesto que esta comunidad había protagonizadouna de las más violentas revueltas en los años previosa la rebelión: en 1774 habían ajusticiado a sus caci-ques Gregorio y Andrés Llanquipacha, una familiade jefes étnicos de características similares a Floren-cio Lupa. Los indios de Condocondo poseían tierrasde cultivo en varias zonas de la provincia de Chayan-ta y mantenían estrechas relaciones con muchas desus comunidades. De ahí que entre los reclamos deKatari y los machas a la audiencia se encontrase la li-beración de los condenados por el ajusticiamientode los Llanquipachas y que, en medio del pánicocausado por la exhibición de la cabeza de Lupa en lasafueras de Chuquisaca, éstos fueran de inmediato ex-carcelados.Antes de regresar a Condocondo, los in-dígenas visitaron a Katari en Macha. Muchos otrosindios de Paria hicieron lo mismo. El corregidor deesta provincia, Manuel de la Bodega y Llano, se la-mentó de que “[Tomás Katari] es el oráculo a quien losnaturales de estas provincias consultan sus dudas ycuestiones”. No le faltaba razón.Veremos enseguidaque en enero de 1781, tras la muerte de Katari, Bo-dega sería ajusticiado por los indios de su provincia.

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En la provincia de Porco,un ayllu de la comunidad deTinquipaya cuyos territorios lindaban con el de losmachas, fue el primero en atacar a sus autoridades co-munales. Los indios de la comunidad de Coroma,también en Porco, siguiendo los consejos de Katariremplazaron a su cacique por uno “a su satisfacción”y procedieron luego a entregar los tributos directa-mente en las cajas reales de Potosí, como lo habíanhecho con anterioridad los machas y,unos años atrás,sus vecinos de Pocoata.Al ser arrestado en la villa mi-nera,el nuevo cacique de Coroma explicó que las co-munidades le prestaban obediencia a un indio de otraprovincia porque “entre ellos ha corrido la voz deque Catari había traído una providencia favorablepara todo, principalmente sobre repartos y que poresto todos lo respetan y lo tenían por superior”.

No cabe duda de que la posición de Tomás Kata-ri constituía una profunda subversión del orden es-tablecido. Desde su regreso a la provincia, se habíaconvertido en un mediador entre los pueblos andi-nos y el Estado. Por lo pronto, para los indígenas deChayanta, y como acabamos de ver también de otrasprovincias, no existía mayor fuente de autoridad quela suya. La reacción de las elites coloniales frente alostensible colapso del orden natural de las cosas apa-rece vívidamente ilustrado en una carta que el curade Sacaca envió a Katari a mediados de octubre.Trasprometer venganza por las agresiones al clero y el

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resto de los vecinos no indígenas de la provincia, leadvirtió: “¡Mira lo que haces! ¡Teme a Dios! Queeres mortal y que cuando menos pienses te quitarála vida y te echará a los infiernos por toda una eter-nidad”. Entretanto, le pidió que le informase

cómo te he de tratar en adelante porque deseo tu co-

municación y correspondencia, si de Majestad, si de

Excelencia, si de V.Señoría, para no errar porque todo

lo ignoro, y sólo sí lo padezco en tu nombre y lo pa-

decemos todos los de nuestra doctrina y los señores

curas del valle en las suyas, y espero tu respuesta por-

que no sería razón que un hombre de esas cualidades

no respondiese.

El sarcasmo refleja el profundo desasosiego pro-vocado por la repentina subversión de las jerarquíassociales. Katari, recordemos de nuevo, no solamenteera un miembro de la sociedad nativa, era un indiodel común, analfabeto, pobre, un mero campesinocomo los miles de campesinos que en ese momentoestaban desafiando los poderes de sus gobernantes—seculares o religiosos, indígenas o hispánicos.El lí-der indígena,por su parte, remitió a las cajas reales lostributos de varios pueblos (cumpliendo así con susprevias promesas de favorecer los intereses de la Co-rona) y dirigió decenas de misivas a los magistradoscoloniales —incluyendo el virrey del Río de la Pla-

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ta y el propio Monarca— en las que se presentabacomo un humilde vasallo. Pero lo hacía desde unainaudita posición de poder: en tanto máxima autori-dad en la región. No en vano, un corregidor interi-no designado en reemplazo de Joaquín Alós, JuanAntonio de Acuña, había aleccionado a Katari quepor más expresiones materiales y simbólicas de su-jeción a la Corona que hiciera, el recibir habitantesde Chayanta y otras provincias que llegaban “a ren-dirle obediencia reconociéndolo como soberano…era un delito gravísimo porque era usurpar el dere-cho al soberano”. Katari no llegó a dar muestras depretender usurpar ese derecho,pero sí advirtió que silos funcionarios españoles se negaban a reconocerlos legítimos clamores de los pueblos andinos, “sepierde el reino”.

Y eso es exactamente lo que sucedería.A fines denoviembre de 1780, siguiendo órdenes secretas de laaudiencia de Charcas,Tomás Katari fue finalmenteemboscado y tomado prisionero. Manuel ÁlvarezVillarroel, el comandante de las milicias del asientominero de Aullagas, el último bastión de la poblaciónhispana de la provincia, lo arrestó junto a su ama-nuense y unos pocos colaboradores mientras el líderindígena estaba en las cercanías recaudando los tri-butos de su comunidad. Acaso porque en ese mo-mento del año la mayoría de los indígenas se encon-traba sembrando sus tierras en el valle, no hubo una

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reacción inmediata. Muy pronto, empero, se hizoevidente que un asalto masivo al asiento minero erainexorable. La primera semana de enero de 1781,conforme la situación en Aullagas se tornaba insos-tenible,Acuña tomó la decisión de conducir perso-nalmente a Katari a Chuquisaca.Aunque intentó lle-gar a la ciudad por senderos marginales, el 8 deenero, en una estrecha quebrada próxima al pueblode Quilaquila, provincia de Yamparáez, su reducidocontingente fue interceptado por una multitud deindígenas de esta provincia y la de Chayanta. Des-pués de una primera escaramuza,viéndose en una si-tuación desesperada, Acuña arrojó a Katari a un pre-cipicio. En respuesta, los indios lo apedrearon a él ya sus soldados hasta quitarles la vida.Al igual que losucedido en otras batallas, los cadáveres fueron des-nudados y dejados sin enterrar como signo de su na-turaleza bestial. También fueron extraídos los ojosdel cadáver del corregidor; uno de los atacantes ex-plicó “que de aquel modo le habían hecho llevar conlos Diablos”.

Los restos de Tomás Katari fueron llevados a unaaldea cercana. Durante la noche, aquellos que habíantomado parte del combate velaron su cuerpo.Sus piesllevaban todavía los grillos que se le habían colocadopara la marcha a Chuquisaca. Los indios bebieronchicha y realizaron un conjunto de rituales que losdocumentos de la época, para nuestro pesar, se limi-

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tan a describir como “supersticiones”. Pero el apegoa prácticas religiosas propias no significa que los in-dios no se consideraran a sí mismos católicos.Lo erana su manera, como eran vasallos del rey a su manera,como eran campesinos a su manera.Al día siguiente,trasladaron el cuerpo de Katari al pequeño pueblo deQuilaquila para que, a diferencia de lo ocurrido consus enemigos, el cura doctrinero le diese cristiana se-pultura en el cementerio de la iglesia.

Qué era ser un verdadero cristiano, a quién per-tenecía el reino de los cielos y a quién el de estemundo, se iría a dirimir en los días por venir. Cincosemanas después del sepelio, miles de indígenasacamparían en las afueras de Chuquisaca amenazan-do con exterminar a toda la población hispánica. Lamultitud que los residentes de la ciudad habían creídover junto con la cabeza del cacique Lupa en sep-tiembre de 1780, se tornaría ahora realidad.

El camino a Chuquisaca

Durante las cinco semanas que mediaron entre lamuerte de Tomás Katari y el asedio a la ciudad, la re-belión indígena se transformó, con el liderazgo desus hermanos Dámaso y Nicolás, en una guerra an-ticolonial. Para vengar la suerte de su líder, los indiosorganizaron un masivo asalto al asiento minero de

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Aullagas, el principal centro de resistencia a la insu-rrección dentro de la provincia.Como Álvarez Villa-rroel alcanzó a relatar en su última carta,“no se oyeotra voz si no es ésta: ya que murió nuestro rey Catari,muramos todos matando”.Luego de arduas batallas,Ál-varez Villarroel fue entregado por los trabajadores desus propias minas.En presencia de Nicolás Katari fueultimado a golpes y luego decapitado. Igual suertecorrerían por esos días numerosos residentes deChayanta opuestos al levantamiento —ex caciques,recaudadores de impuestos, algunos hacendados. Laeliminación física de los enemigos se transformó enuna aceptada práctica insurgente.

Durante las primeras semanas de 1781, la dimen-sión regional de la sublevación se consolidó y expan-dió. Se han conservado varias esquelas de los Kataris—los cuales comenzaron a identificarse con ambi-ciosos títulos como “Capitán Mayor de la provinciade Charcas” o “Gobernador y Apoderado de todaslas comunidades”— declarando por abolidas cargascoloniales como los diezmos, las alcabalas, las vein-tenas y las primicias.También designaron autorida-des étnicas en varias comunidades de provincias ve-cinas a pedido de sus miembros y llamaron a resistirconjuntamente a las fuerzas españolas. Nicolás, porejemplo, convocó a las comunidades de Yocalla y Ta-rapaya, en las cercanías de la villa de Potosí, a “ponertodo el esfuerzo que puedan de acomunarse… que

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aquí lo estamos nosotros haciendo de nuestra parte,oyendo las voces que corren de los soldados que sa-len de todos los Pueblos grandes como son Chuqui-saca, Potosí y de otros más lugares… y considerandoésto han de esforzar con todo empeño a no dejar quepasen dichos soldados porque si pasan dichos solda-dos nos acabarán y harán lo que quisieren y les pare-ciese de Vuestras voluntades”.Los indios de Yocalla, dehecho, le escribieron por esos días una desafiante es-quela al gobernador de Potosí.

En la provincia de Paria, por su parte, los indiosde la comunidad de Challapata ejecutaron a su co-rregidor, Manuel de la Bodega y Llano. En los añosprevios, los repartos de mercancías y la colusión delcorregidor con los caciques habían suscitado reitera-dos enfrentamientos.A fines de 1780, Bodega buscórefugio en Oruro, pero viendo que sus repartimien-tos se perderían decidió regresar a la provincia se-cundado por un contingente de unos ochenta sol-dados. Craso error. El 15 de enero, al llegar al pueblode Challapata arrestó a todas las autoridades de la co-munidad, incluyendo al cacique Mariano LopeChungara y al alcalde Santos Mamani —dos hom-bres que, como se verá más adelante, estarían en elcentro de los enfrentamientos por venir. Pocas horasdespués sus fuerzas fueron completamente desborda-das por las masas indígenas. Una decena de solda-dos perdió la vida y el resto, incluido el corregidor,

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debió buscar refugio en la iglesia. Los indios amena-zaron entonces con incendiar el templo y ajusticiara todos sus ocupantes si Bodega no era entregado deinmediato. Ante la inminencia de lo peor, el corre-gidor salió rodeado de religiosos e hincado de rodi-llas “con mucha humildad y lágrimas les pidió per-dón a todos los indios y les dijo igualmente lesperdonaba todo el reparto”. Los indios ya no nece-sitaban de tal perdón. Bodega fue arrastrado hasta elcentro de la plaza del pueblo y hecho degollar pormano de su propio esclavo. Igual suerte correría elcorregidor de la provincia de Carangas, Mateo Ibá-ñez de Arco, cuyos abusivos repartos desde su ingre-so al cargo en 1775 también habían sido motivo derepetidas quejas.Tras ser sitiado en el pueblo de Col-que, el 26 de enero Ibáñez fue capturado y ajusticia-do.Todos estos acontecimientos pusieron a las pro-vincias surandinas en pie de guerra. Temiendo seratacados por las fuerzas rebeldes, los vecinos mestizose hispanos huyeron a las ciudades aledañas. Por suparte, las comunidades tomaron efectivo control so-bre el territorio y apuraron los preparativos para lainexorable conflagración con los ejércitos y miliciascoloniales.

El desenlace de este proceso fue el asedio de losejércitos campesinos a Chuquisaca, la más antiguaciudad de la región y la sede de las tres institucionescoloniales más prominentes del Alto Perú: la audien-

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cia, la universidad y el Arzobispado (veremos másadelante que también lo fue el estallido de una exi-tosa sublevación en la villa de Oruro).Aunque estedesenlace no hubiera sido posible, o hubiera tenidoribetes muy distintos, sin la existencia del levanta-miento tupamarista, la naturaleza de los vínculos en-tre ambos movimientos se resiste a simplificaciones.Por un lado, aunque no se desarrollaron contactosdirectos entre ambos alzamientos para comienzos de1781, no hay duda de que las noticias sobre TúpacAmaru y la difusión de algunos de sus edictos ejercie-ron una poderosa influencia en la región.En Paria,porejemplo, se dijo que cuando los indios de Challapa-ta exhibieron la cabeza del corregidor Bodega porlas calles del pueblo,profirieron que se la irían a ofre-cer a su inca rey. Los eventos en el Cuzco, si biende ninguna manera originaron la sublevación enCharcas, dotaron al imaginario colectivo insurgentecon una alternativa viable al dominio español; ofre-cieron un emblema,por más distante y abstracto quefuera, que oponer a un orden político y social en os-tensible descomposición. En su última declaración,antes de ser ajusticiado, Nicolás Katari resumió bienestá conjunción de insurgencia local y simbolismoneoincaico. Recordó que los indios de Chayanta,

confiados en la protección de otras provincias convo-

cadas, se creyeron capaces de mantener sus resolucio-

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nes, consiguiendo muchas ventajas; y, como en ese

tiempo les llegó la noticia de Túpac Amaru y asegu-

raban estaba coronado por rey,entró nueva emulación

en reconocerle por tal y darle obediencia, no dudan-

do mantenerse bajo su dominación, con menos zozo-

bras, si se conseguía acabar con todos los españoles.

¿Qué quería decir, concretamente, “con menoszozobras”? Su hermano Dámaso lo explicó de estamanera en su interrogatorio final:

Que en todo debía mudarse el gobierno.Que éste se-

ría equitativo,benigno y libre de pensiones; y en agra-

decimiento del bien que esperaban,y de tener rey na-

tural, quería esperarle con la conquista de esta ciudad,

poniéndola con la obediencia de todos los indios que

debían poblarla, a sus pies, y con su llegada esperaban

redimirse de tasas, gabelas, repartos diezmos y primi-

cias, y vivir sin los cuidados que les acarrean estas

contribuciones, hechos dueños de sus tierras y de los

frutos que producen, con tranquilidad y sosiego.

Una utopía campesina imbuida de una utopía na-tivista.Y aun así, la fusión de las experiencias localesde confrontación y las grandes expectativas mesiáni-cas despertadas por la revolución tupamarista fue unproceso más conflictivo que lo que estas declaracio-nes retrospectivas sugieren. El asedio a Chuquisaca

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por parte de miles de indios provenientes de variasprovincias representó el mayor desafío a la domina-ción española en la historia de la región.Pero no pa-rece que las fuerzas insurgentes hubieran dado pasosconcretos para “conquistar la ciudad”, según la pos-trera definición de Dámaso,y los objetivos explícitosdel asedio continuaron estando íntimamente asocia-dos a la historia local del conflicto. El 13 de febrero,unos siete mil hombres y mujeres acamparon en uncerro aledaño llamado La Punilla (la población deChuquisaca no excedía por entonces los ocho milhabitantes). Enviaron entonces misivas a la audien-cia en las que prometían acometer contra la ciudady beber aloja en las “calaveras” de los ministros si nose atendían sus exigencias.Pero éstas se limitaban a ladevolución de los papeles expropiados por Acuña aTomás Katari y a la liberación de unos indios deQuilaquila que habían sido arrestados a raíz de lamuerte del corregidor. No hubo señales de procurarnegociar los términos de la ocupación de la ciudad,como sucedió con Túpac Amaru en el asedio al Cuz-co o como sucedería con Túpac Katari en el muchomás prolongado ataque a La Paz.

El 18 de febrero, luego del fracaso de un primery desorganizado intento de desalojar a las fuerzas in-dígenas de La Punilla, las autoridades de Charcas sedecidieron por fin a enviar dos clérigos a parlamen-tar con los indios llevando consigo una copia de los

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documentos obtenidos por Tomas Katari en su viajea Buenos Aires en 1779 y la oferta de un perdón ge-neral o amnistía.La reacción a esta proposición reve-la las profundas ambigüedades detrás del movimien-to insurgente. Por un lado, los documentos no erantodos los solicitados por los indígenas. Pero más im-portante que ello, para muchos estos documentosdebieron ahora haber parecido irrelevantes, vestigiosde una era que estaba acabando: ¿qué significaba si nola presencia de miles de indígenas en armas? Dáma-so recordó más tarde que “fue tal la repugnancia y re-sistencia de muchos, y en particular de las indias, quecoactado y lleno de miedo por no perder la vida, seresolvió a permanecer en el puesto y a no dar asen-so a las amonestaciones de los emisarios”.Y aun en-tonces las ambivalencias respecto de las metas delasedio no desaparecieron. Dámaso repitió una vezmás que los indios “esperan los papeles de favor, quesacó mi hermano del Virrey, y mi Señor, que estánahí los papeles de los Aranceles, y de los Repartos, yAlcabala que se ha quitado, y por estos motivos lequitaron la vida a mi hermano…”.Y concluyó:“Ymás le advierto que nosotros somos tributarios delRey Nuestro Señor”.Que las ambigüedades no eransólo retóricas lo demuestra el hecho de que al menosun numeroso grupo de indios, la comunidad de Mo-romoro,cuyos miembros se habían incorporado al ase-dio tras haber ajusticiado a su cacique y atacado a los

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vecinos españoles de su pueblo, decidió aceptar elofrecimiento de las autoridades: en respuesta a laproclamación del perdón general, se retiraron enmasa de La Punilla.

Las vacilaciones probaron ser en definitiva catas-tróficas.El 20 de febrero,dos días después de esta pri-mera y única negociación, tres columnas de sete-cientos cincuenta miembros de las milicias de laciudad acometieron de manera coordinada sobre lasposiciones ocupadas por las fuerzas rebeldes. Los in-dígenas intentaron resistir la embestida, pero pocopudieron hacer contra tropas bien organizadas, ar-madas y resueltas esta vez a dar batalla.El relató de untestigo del combate refleja una vez más las conse-cuencias del choque entre piedras y balas:

Luego que conocieron que su multitud de piedras no

era bastante para embarazar el avance […] no cuidaron

de su defensa sino de salvar las vidas entregándose a

una precipitada fuga: de modo que como una tropa

de Ovejas se derramaron por todo el Cerro procuran-

do esconderse dentro de las peñas y quiebres de la tie-

rra, donde a su salvo los nuestros degollaron a todos

aquellos remisos en huir de sus manos, ensangrentan-

do sus armas aún en las infelices mujeres. Quedaron

muertos en el campo más de trescientos Indios a más

de los muchos heridos que después fueron murien-

do en las inmediaciones.

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La debacle del cerco a Chuquisaca tuvo omino-sas consecuencias para el futuro del movimiento in-dígena: socavó el liderazgo de los Katari, hizo flaquearla confianza de las comunidades en la factibilidad dela empresa y, por lo tanto, exacerbó las desavenenciasdentro de la sociedad andina. Las implicaciones detodo ello no tardarían en ponerse de manifiesto. Enlo inmediato, sin embargo, no puso fin al proyectoinsurgente. Por un lado, resistir a las tropas españolasse convirtió en una cuestión de supervivencia.Cuando Dámaso Katari estaba en camino a Macha,algunos indios “le rogaban que, pues era regular si-guiesen los soldados contra todos, pasando adelantea matarles y consumir sus ganados y bienes, se esfor-zase a resistir con mayor número de gentes”. Fue eneste momento, por otro lado, que comenzaron a lle-gar noticias sobre un nuevo foco de rebelión.Este le-vantamiento no era liderado por los indígenas sinopor las elites criollas.No se centraba en el mundo ru-ral sino en el mundo urbano; de hecho, era el primeralzamiento que logró poner una ciudad de impor-tancia bajo control de las fuerzas insurgentes.Y seproclamaba en nombre de Túpac Amaru.Las noticiassobre este movimiento, la rebelión de Oruro, encon-traron a los vecinos de Chuquisaca celebrando suvictoria en La Punilla. Por buenos motivos, las cele-braciones dieron paso a una profunda consternación.

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Criollos tupamaristas

El ajusticiamiento del corregidor de Paria, Ma-nuel Bodega y Llano, en el pueblo de Challapata,constituyó un nuevo eslabón en la expansión de lainsurgencia en Charcas y el desenlace de años deconflictos entre las comunidades y los poderes lo-cales. Pero fue también el punto de partida de algonuevo. Los eventos de Challapata causaron unaenorme conmoción en la capital provincial, Poopó,un pueblo minero del que había salido la mayoríade los soldados que acompañaron al corregidor. Susresidentes, como el resto de los grupos hispánicosde la provincia, temieron que los insurgentes fuesenahora por ellos. Los trabajadores de las minas e in-genios, hasta entonces, no habían colaborado conlos campesinos pero, como en otras zonas de losAndes, aprovecharon la rebelión de las comunida-des para ajustar cuentas con sus patrones. “Se jun-taron con cornetas, cajas y hondas”, describió elcura de Poopó, “con su alboroto y bullicio pusie-ron a todos en la mayor consternación, quebrandopuertas, robando casas, desnudando y maltratandoa cuantos cogían”. Pese a la gravedad de la situa-ción, muchos de los principales del pueblo —mi-neros y pequeños comerciantes— no se limitaron a

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levantar una compañía de milicias, solicitar instruc-ciones a la audiencia o simplemente huir a la aleda-ña villa de Oruro, donde todos, o casi todos, teníancasas, parientes y asociados.Aquellos que permane-cieron en Poopó decidieron en cambio reunirse enasamblea para designar, por propia autoridad, a unreemplazante de Bodega; alguien, dijeron, que pu-diera apaciguar los exaltados ánimos de los campe-sinos y los trabajadores mineros. El elegido resultóJuan de Dios Rodríguez.

Rodríguez era el mayor propietario de minas eingenios de la provincia de Paria y de Oruro. Coro-nel de milicia y miembro de una tradicional familiade la villa minera, era también, con su célebre her-mano Jacinto Rodríguez, la cabeza visible de ungrupo de vecinos criollos de Oruro que por años sehabían enfrentado con los peninsulares por el poderlocal. Los Rodríguez eran una de las tres familiasorureñas, junto con los Herreras y Galleguillos, quehabía acaparado los principales cargos públicos en elayuntamiento, algunos de los cuales eran compradosde por vida a la Corona y otros, como los de alcal-des ordinarios, elegidos por los cabildantes todos los1 de enero. El Cabildo y el corregidor —un cargodesignado directamente por la Corona— eran losprincipales organismos de gobierno de la ciudad.En1781, las cosas tomaron un nuevo giro. La asuncióncomo corregidor de la villa de un vasco llamado Ra-

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món de Urrutia cambió los tradicionales balances defuerza entre los españoles peninsulares y los espa-ñoles americanos. Desde su arribo en 1779, Urru-tia había procurado por todos los medios a su alcan-ce desplazar a los Rodríguez y sus partidarios delayuntamiento (en sus palabras,“que saliese la vara [dealcalde] de la casa de los Rodríguez, que pretendíahacerse eterna”). En enero de 1781 logró por fin sucometido. Impuso a sus candidatos tras unas dispu-tadas y contestadas elecciones concejiles. La mayo-ría de los cargos, incluyendo los de alcalde, quedó enmanos de europeos o de criollos partidarios del co-rregidor. Las reacciones no se dejaron esperar. Lamayor parte de las elites criollas y la plebe urbana deOruro boicoteó las acostumbradas celebracionespúblicas que acompañaban las elecciones, en parti-cular la misa de gracias y la corrida de toros. Porunos días, Rodríguez incluso se negó a entregar lavara de alcalde. Se propagaron rumores de motínpopular contra los chapetones y,más alarmante aún,las calles de la ciudad vieron la aparición de pasqui-nes que asociaban el descontento con una supuestaadhesión al levantamiento tupamarista. Uno de estolibelos hablaba, en obvia alusión a Túpac Amaru, de“sacudir el yugo del ajeno rey, y coronar al que esdueño”. Hablaba también de “matar a los ministrostiranos”.En sociedades del Antiguo Régimen,dondela publicidad de las opiniones era un privilegio que

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sólo el rey y sus magistrados concedían, los pasqui-nes y anónimos representaban el principal mecanis-mo de expresión de la disidencia política. Nadie lostomaba a la ligera.

Tras la derrota en las elecciones concejiles delprimero de enero de 1781, Juan de Dios Rodríguezdecidió salir de la villa y dirigirse a su residencia enPoopó. De modo que cuando apenas una semanamás tarde el corregidor de Paria, Manuel Bodega yLlano —un corregidor peninsular, igual que Urru-tia—, fue ajusticiado y acto seguido los residentes dePoopó se apresuraron a elegir a Rodríguez en su reem-plazo, las autoridades y vecinos europeos creyeronver la confirmación de sus peores temores: la coali-ción de criollos y tupamaristas.Vieron bien y vieronmal. Como ya dijimos, la revuelta indígena de Cha-llapata siguió una lógica propia, emparentada con le-vantamientos comunales pasados y presentes, en lamisma Paria y en las provincias circundantes, que noguardaban mayor relación con las aspiraciones yfrustraciones de la aristocracia criolla. Aun así, loscriollos y mestizos no dudaron en aprovechar la oca-sión para canalizar su insatisfacción con el estado delas cosas: acusaron al fallecido corregidor de provo-car el estallido de la violencia colectiva sólo por co-lectar la plata de sus abusivos repartos de mercancíasy, sobre todo, aprovecharon para que su más promi-nente representante tomara posiciones de poder que

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de otro modo le estaban siendo vedadas. No llama laatención pues que la designación de Rodríguez fue-ra celebrada por los oficiales reales de Oruro, en sumayoría criollos, pero no fuera confirmada por losministros de la audiencia de Charcas, todos ellos eu-ropeos. Los residentes hispánicos, en suma, podíanno ser cómplices de la sublevación.Pero consideran-do que la región estaba saturada de noticias de Tú-pac Amaru y que provincias como Paria, Chayan-ta,Yamparáez y Carangas estaban por ese entoncesbajo directo control de las comunidades indígenas,dejaron en claro, que estaban dispuestos a jugar confuego.

Ahora bien, ¿por qué en Oruro el extremo radi-calismo del levantamiento indígena no morigeró lasrivalidades dentro de las elites coloniales, como fueel caso en el Cuzco, Chuquisaca y otras urbes andi-nas? La hostilidad entre criollos y peninsulares teníaacaso aquí raíces más profundas y venía de muy lejos.Ya en 1739 las autoridades habían descubierto unaconspiración de criollos y mestizos, a la que habríanadherido algunos caciques indígenas, con el fin determinar con el dominio español. El abortado alza-miento fue liderado por un autoproclamado descen-diente directo de los incas, el criollo Juan Vélez deCórdoba. Menos espectacular pero mucho más rele-vante políticamente,esa hostilidad se expresó en con-tinuas luchas por el dinero, el poder local y el honor.

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La principal actividad productiva de la ciudad, la mi-nería,era dominada por los vecinos criollos.Los gran-des comerciantes y prestamistas tendían en cambio aser de origen peninsular. Eran ellos quienes rescata-ban los minerales, concedían créditos a los minerospara la compra de mercurio (un insumo imprescin-dible para extraer la plata), adelantaban dinero ymercancías a los corregidores y controlaban el inter-cambio con las otras ciudades andinas y las capitalesvirreinales —Lima primero, Buenos Aires luego. Sibien la minería podía llegar a ser muy redituable, eratambién altamente fluctuante. Cuando en la décadade 1770 el sector entró en una aguda fase de estan-camiento, los dueños de minas e ingenios (especial-mente aquellos que no habían diversificado sus in-versiones en haciendas u otros emprendimientosmercantiles) quedaron cada vez más a la merced delos grandes prestamistas. “Advenedizos” y “judíos”comenzaron a llamarlos. De modo que en el imagi-nario colectivo (aunque no necesariamente en lapráctica) las diferencias ocupacionales, y los consi-guientes conflictos de intereses, quedaron asociadasal origen de los individuos.

El antagonismo entre criollos,“patricios” o “pai-sanos” (esto es, personas oriundas de la villa o asimi-ladas a la sociedad local) y peninsulares o chapeto-nes (foráneos o extranjeros, cualquiera fuera su lugarde nacimiento) se reflejó asimismo en querellas so-

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bre la adscripción étnica y el honor. Oruro era unaciudad pequeña de unos seis mil habitantes (cerca deun tercio de la población de Chuquisaca) donde pa-tricios y plebeyos compartían el espacio público y lavida cotidiana. Desarrollaron, en mayor medida queen otras urbes, códigos culturales comunes en la ves-timenta, la manera de hablar, el dominio del que-chua, la celebración del carnaval, las diversiones y lasformas de sociabilidad. El mestizaje afectaba aquítanto los rasgos fenotípicos de la población como susprácticas culturales. Para los patricios, ello significóuna creciente identificación con su país de origen,la patria chica; para la plebe, cierto sentimiento deidentificación simbólica con sus superiores. Para loseuropeos o para los criollos venidos de otras partes, laselites orureñas eran de baja estirpe. Un limeño, porejemplo, se mostró azorado por el hecho de que unode los más distinguidos criollos de la villa tuviese “de-mostraciones de vida regular con los indios brutos” ybebiera y danzara “con ellos con su propio traje”. Po-drían ser ricos, pero su riqueza no los redimía de subaja alcurnia y de sus dudosos linajes, su impureza desangre.“Cholos” les espetaban en las frecuentes renci-llas callejeras que surgían entre ellos.El mismo JacintoRodríguez (hombre próspero, miembro del Cabildo,futuro corregidor de la villa) fue objeto de este epíte-to en una reyerta con un criollo limeño. Indignado,trató a su ofensor “de rebelde, de hombre que no dis-

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cernía ni conocía la diferencia que había del color dela cara de un cholo al suyo, que es la de un hombreespañol”.

De allí que para los vecinos criollos ocupar losprincipales puestos en las instituciones de gobiernolocal fuera no sólo una cuestión de poder sino tam-bién de honor, de reafirmación de su pertenencia alas elites blancas, de defensa de su legítimo lugar enla jerarquía de privilegios.Pero también en este cam-po, como en el de la actividad económica, su suertecomenzó cambiar a medida que nos acercamos alcataclismo de 1781. La discriminación contra losamericanos que la Corona practicó como políticade Estado a partir de mediados de siglo, llevó a ladesignación de peninsulares en los corregimientosde Oruro y Paria, dos puestos que tenían una inje-rencia directa sobre los habitantes de la villa y quemuchas veces habían estado en manos de sus vecinos,incluyendo la familia Rodríguez. Urrutia y Bodega(al igual que Alós en Chayanta o Ibáñez en Carangas)eran los últimos exponentes de esta tendencia. Elprincipal tribunal de la región, la audiencia de Char-cas, cuyos oidores y fiscales no mucho antes habíansido casi todos criollos, pasó también a estar domina-da por españoles. El ayuntamiento era así el últimobastión importante de la aristocracia orureña: eltriunfo del partido europeo en las elecciones conce-jiles de enero de 1781 fue la gota que rebalsó el vaso.

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La misma acendrada hostilidad que había condu-cido a la conformación de partidos asociados a unoy otro bando condujo a que Oruro se convirtiese enel escenario de la única revuelta genuinamente crio-lla en el Bajo y Alto Perú durante la época de la re-volución tupamarista. No significa ello que existie-ran contactos directos entre la dirigencia tupamaristay los rebeldes orureños. Hasta donde sabemos no loshubo. Según Boleslao Lewin, la primera y única co-municación fue una carta de Andrés Mendigure Tú-pac Amaru dirigida a los criollos orureños en sep-tiembre de 1781, cuando la villa minera hacía mesesse había pasado al bando realista. Pero los dos even-tos que terminaron de quebrar la relación entre pe-ninsulares y criollos (las elecciones concejiles y elajusticiamiento de los corregidores de Paria y Ca-rangas) coincidieron con la difusión de bandos queTúpac Amaru había emitido a fines de 1780 duran-te su paso por las provincias del Collao. Como vi-mos, estas proclamas exhortaban a la unión entre in-dígenas y criollos para luchar contra un enemigocomún, los gobernantes españoles. En el Cuzco y elCollao esta exhortación tuvo más que modestos re-sultados.En Oruro fue otra cosa.Para los vecinos pa-tricios, el movimiento neoinca brindó la posibilidadde poner sus viejas frustraciones y anhelos en unnuevo contexto. Para los europeos, cristalizó la no-ción de que la aristocracia orureña, por sus inclina-

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ciones políticas y rasgos culturales, estaba más cercade los colonizados que de los colonizadores. La am-bigüedad política de los criollos y los prejuicios so-ciales de los peninsulares creó un clima general demutua desconfianza que llevó el conflicto a extre-mos inimaginables. Promovió asimismo la confor-mación de una alianza de mineros, hacendados, co-merciantes y funcionarios orureños con la plebeurbana y los pueblos andinos difícil de concebir unapocas semanas antes.

Repasemos ese proceso. Tras el ajusticiamientode los corregidores de Paria y Carangas a fines deenero, y la radicalización de la violencia en los pue-blos de Chayanta y Yamparáez, la villa comenzó aprepararse para resistir la inminente invasión de lasfuerzas indígenas. Como en todas las ciudades de laépoca, se organizaron de inmediato varias compañíasde milicias. En Oruro, sin embargo, ello se tornómuy rápido en el corazón mismo del conflicto.A se-mejanza de los cargos concejiles, los criollos habíanido adquiriendo a lo largo de los años los principa-les puestos en regimientos de milicias.Así pues, des-de 1770 los hermanos Juan de Dios y Jacinto Rodrí-guez eran, respectivamente, coronel y tenientecoronel de milicias, los más altos rangos en la estruc-tura militar local. Otros mineros adquirieron títulosde capitanes y tenientes. Sin embargo, cuando el co-rregidor Urrutia formó cuatro compañías de perso-

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nas hispánicas y mestizos y una compañía de esclavos(unos cuatrocientos hombres en total), colocó almando de tres de estos cuerpos, oficiales europeosallegados a su persona. Los criollos recibieron la no-ticia como una flagrante afrenta a su honor. Un ca-pitán criollo,por ejemplo,declaró en el ayuntamien-to que Urrutia “nombró capitanes y demás oficialeseuropeos de su facción en desaire de los demás pa-triados, cuyos títulos se hallaban confirmados por suExcelencia”. A su Excelencia, el virrey de BuenosAires, le comunicó a su vez que “con esta nueva in-vención de granaderos forasteros [europeos] conpreferencia al vecindario puede seguirse algún día in-convenientes tumultuosos”.

Ese día no tardó en llegar.Cuando a comienzo defebrero las tropas fueron acuarteladas, los rumores demutua traición se expandieron como reguero de pól-vora. La difusión de los bandos tupamaristas a favorde los criollos y, sobre todo, la actitud de los vecinosde Poopó frente al ajusticiamiento del corregidorBodega hicieron que los europeos sospecharan que,a la hora de la hora, los criollos se unirían a los rebel-des indígenas. Como resumió un vecino, “pública-mente, los europeos habían vociferado que los crio-llos de Oruro habían entregado en Challapata a losindios al general Bodega y que lo mismo se presumíaejecutase con ellos siempre que los indios invadiesenla Villa”. Los vecinos patricios, por su parte, estaban

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convencidos de que los peninsulares acabarían conellos antes de que eso sucediese, por mano propia ode los soldados negros a su cargo.Los temores de mu-tua traición, aunque poco verosímiles en sí mismos,se tornaron en una profecía autocumplida. El corre-gidor dio el primer paso en esta dirección al repartirarmas de fuego y cuchillos a los europeos y a los es-clavos bajo su mando, pero no así a la compañía decriollos y mestizos. Como resultado de este sospe-choso reparto, la noche del 9 de febrero las mujeres,hijos y parientes de los soldados criollos rodearon lacasa que oficiaba de cuartel de las cinco compañías algrito de que los paisanos serían masacrados por suspares.Llevaron consigo palos,piedras y algunas armasde fuego.Los milicianos abandonaron entonces el lu-gar rehusándose a pasar la noche con las otras compa-ñías, desarmados y bajo llave. Se dijo que uno de loslíderes del amotinamiento, y del posterior alzamien-to general, Sebastián Pagador, un hombre de modes-tos recursos, empleado de los Rodríguez, más cerca-no a la plebe que al patriciado, advirtió a sus “amigos,paisanos y compañeros”que estaba en marcha “la másalevosa traición contra nosotros por los chapetones”.Llamó a sacrificar sus vidas “en defensa de la Patria,convirtiendo toda la humildad y rendimiento conque hasta aquí hemos sufrido la traición de los cha-petones, en ira y furor, para despedazarlos y acabar, sies posible, con esta maldita raza”.

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Luego de una noche cargada de amenazas y ru-mores, los milicianos se negaron a volver a acuarte-larse. Se dirigieron en cambio a casa de Jacinto Ro-dríguez para, aparentemente, pedirle que en sucondición de teniente coronel intercediese ante elcorregidor. Pero Rodríguez, exhibiendo una sospe-chosa pasividad, no hizo nada.Y los milicianos tam-poco regresaron al cuartel. La ciudad entró en un es-tado general de deliberación. Los milicianos y laplebe se congregaron en la Plaza Mayor y los barriospopulares, más enfrascados ya en el posible choquearmado con los europeos que en el posible asalto in-dígena. Consciente de la gravedad de la situación, elcorregidor Urrutia ordenó a sus oficiales que disua-diera a los criollos acerca de la completa falsedad delos rumores. Él mismo se dirigió a la Plaza Mayorpara convencer a los amotinados que nada les suce-dería. Se ofreció incluso a pasar la noche en el cuar-tel con ellos para asegurarles que no serían atacados.Pero era ya tarde para evitar lo inevitable.Al atarde-cer, se escucharon ruidos de cornetas, cajas y albo-rotos en un barrio popular de la villa y un cerro ale-daño llamado Conchupata. En principio se pensóque se trataba de la esperada invasión de los indios,mas resultaron ser los propios vecinos plebeyos.¿Quiénes eran éstos? Por un lado, los jornaleros delas minas, un grupo de origen indígena numeroso ydecidido que dotó a la revuelta de un nivel de or-

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ganización muy difícil de alcanzar en ciudades quecarecían de un actor social tan cohesivo. Por el otro,por supuesto, el abigarrado mundo de los sectorespopulares de todas las urbes coloniales: oficiales yaprendices de los gremios de artesanos (zapateros,plateros, carpinteros, etc.), comerciantes al menu-deo, vendedores callejeros, servidores domésticos ypersonas sin empleo fijo. Se los designaba como el“pueblo”, la “plebe” o los “cholos”. Típico de losmovimientos sociales de la época, las mujeres parti-cipaban en pie de igualdad con los hombres. Era larevuelta de una comunidad, no de un determinadogrupo ocupacional.

Cuando las milicias criollas reconocieron queéste era el origen de los disturbios se abstuvieron deactuar. Una hora más tarde el tumulto se tornó enuna batalla campal. Los oficiales y milicianos euro-peos, reconociendo que la revuelta iba en aumentoy que estaba dirigida contra ellos, hicieron fuegocontra la multitud para dispersarla. Pero fueron elloslos que debieron retroceder ante la lluvia de piedraslanzadas por la gente.Muy pronto,el motín se exten-dió a toda la villa. Las calles y plazas se convirtieronen campos de batalla.Y una gresca menor entre unmiliciano criollo y uno peninsular bastó para que lapresión acumulada en las últimas semanas finalmen-te estallase: los paisanos en armas, en vez de conte-ner a los amotinados, decidieron incorporarse a la

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multitud. La villa quedó pues a merced de los rebel-des.Viendo lo desesperado de su situación, el corre-gidor Urrutia, los alcaldes y los principales oficialesy vecinos europeos huyeron esa misma noche a Co-chabamba. El resto buscó refugió en las iglesias y enalgunas casas de chapetones y criollos prominentes,muchos de ellos llevando consigo sus ingentes cau-dales.Tal fue el caso de un rico comerciante español,José de Endeiza, cuya residencia frente a la plaza seconvirtió en uno de sus principales destinos. Enton-ces comenzó el incendio de viviendas. Al intentarescapar del fuego, varios europeos y sus esclavos fue-ron masacrados por la multitud.A la violencia con-tra las personas, siguió un masivo saqueo de las casasy tiendas de los chapetones y sus allegados. Innume-rables objetos de oro, barras de plata, plata sellada ybienes de valor fueron apropiados y repartidos entrelos atacantes. Se dijo que sólo de la casa de Endeizalos asaltantes extrajeron unos 50.000 pesos. La vio-lencia y el saqueo se prolongaron durante toda la no-che hasta el amanecer del 11 de febrero.Murieron entotal unos diez europeos, cinco negros y tres criollos.

Los criollos prominentes, incluyendo los Rodrí-guez, y los oficiales de las milicias no estuvieron in-volucrados directamente en los incidentes. En unasociedad de este tipo, donde no existía el anonima-to, hubiera sido demasiado osado. Pero no hicieronnada para detener la violencia colectiva y, al igual

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que lo ocurrido con la rebelión en la provincia deParia, resultaron sus principales beneficiarios. A lamañana del 11 de febrero, una comitiva se dirigió ala casa de Jacinto Rodríguez para solicitarle, en sucondición de teniente coronel de milicias y regidordecano del ayuntamiento, que en vista de la deser-ción de las autoridades se hiciese cargo del gobier-no de la ciudad. ¿Pretendieron Rodríguez y sus alle-gados restaurar el orden o más bien ponerse a lacabeza de la rebelión? Esta deliberada ambigüedad,nacida acaso de una genuina ambivalencia ideológi-ca, de la búsqueda de un reaseguro en caso de fracaso,o de una mezcla de ambos, teñiría toda la historia dela rebelión. La ceremonia que siguió, empero, nodeja lugar a dudas respecto del significado políticodel acontecimiento. Rodríguez y su comitiva se di-rigieron a la Plaza Mayor, en donde se había convo-cado al pueblo. Desde los balcones del Cabildo seadvirtió a la multitud que debían sujetarse a algúnsuperior y se les preguntó “si querían reconocer portal a Don Jacinto Rodríguez, a que generalmenterespondieron que lo aclamaban por Justicia Mayor,y obedecerían en todo, mas habían de quitar la vidaal Corregidor [Urrutia] y cuantos Europeos encon-trasen como a enemigos declarados”. Dos días mástarde el ayuntamiento ratificaría, con todas las for-malidades del caso, esta autoridad nacida de la acla-mación popular.

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En cuanto a los indios, cuya amenaza de invasiónhabía sido el origen de todos los disturbios, comen-zaron a ingresar a la villa pacíficamente la misma tar-de del 11 de febrero. Nadie hizo nada para detener-los.Arribaron unos cinco mil el primer día y, cuatrodías más tarde, eran ya 15.000.La mayoría pertenecíaa pueblos comarcanos a la villa. Esta multitud (másdel doble de la población estable de Oruro) ocupólas calles de la ciudad para, según su propia visión delos hechos, ayudar a criollos y cholos a acabar con loschapetones. ¿No era eso lo que pedían los bandos deTúpac Amaru? El 11 de febrero,y los días que siguie-ron, los europeos que habían logrado escapar del fu-ror del primer motín fueron perseguidos y masacra-dos. En la ceremonia de asunción como corregidorde la villa, Jacinto Rodríguez había pedido que nose atacara a los españoles casados con criollas (para lasconcepciones de la época,ya no eran considerados fo-ráneos sino vecinos). Pero los insurgentes no estabanpara ese tipo de sutilezas.Apenas un puñado de cha-petones logró sobrevivir. Los indígenas, en conjun-ción con los grupos populares urbanos, no dudaronen requisar todas las iglesias de la villa, arrastrar fue-ra de ellas a los refugiados para luego matarlos. Uncura recordó que “no reservaron el aposento ni pie-za más oculta, aun hacían abrir las cajas, alacenas,rompían los tumbadillos y tocaban los suelos por sisonaba un hueco y olían la tierra por si estaba recién

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escarbada…”. Sabiendo que muchos sacerdotes ha-rían todo lo posible por dar cobijo a los españoles, laescena se repitió durante varios días. Cerca de trein-ta españoles perecieron de esta manera.Como los in-dios en otras partes, los de Oruro no permitieronque los cadáveres de sus enemigos fueran enterrados.El saqueo, por lo demás, se extendió a cada casa ycada tienda que pudiera contener bienes de los eu-ropeos y sus aliados. Numerosos edificios fueronpuestos en llamas.

La revuelta original de la villa de Oruro habíaobedecido a la enraizada hostilidad de los vecinos ha-cia los europeos y foráneos. Había sido inspirada, enalgunos grupos más vagamente que en otros, por lasnoticias del levantamiento de Túpac Amaru, pero suscausas eran distintivamente locales, respondían aagravios de corta y vieja data.Ahora, con la ocupa-ción de la ciudad por parte de las fuerzas indígenas,los criollos vieron su revuelta tornarse en la revolu-ción tupamarista.Y no les gustó lo que vieron.Al co-mienzo hubo mutuas expresiones de simpatía. El 13de febrero, por ejemplo, hicieron su entrada a la villaunos dos mil indios del pueblo de Sora Sora en for-mación y al son de sus instrumentos musicales.Se or-ganizó un desfile en su honor y todos los principalesde la villa salieron a la calle a recibirlos. La ceremo-nia concluyó con demostraciones públicas de obe-diencia a la autoridad de Jacinto Rodríguez. No te-

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nían motivos para no hacerlo: en el curso de la cele-bración se promulgó públicamente un bando de Tú-pac Amaru ordenando matar a todos los chapetones;se arrancó el escudo de las Armas Reales de la puer-ta del edificio de la real hacienda; un testigo relatóque después del evento los principales vecinos crio-llos intercambiaban impresiones sobre el avance delas huestes tupamaristas. Sin embargo, pronto quedóen evidencia que los indígenas tenían sus propiasideas respecto de las metas de la revolución.Ademásde su implacable persecución de los españoles y sa-queo de sus bienes, comenzaron a exigir la cesión detierras a las comunidades, por ejemplo.La mayoría delos pueblos rurales de la jurisdicción de Oruro, a di-ferencia de los de las provincias de Paria, Chayanta yotras, estaba compuesta por indios forasteros o yana-conas sin tierras (vale decir, campesinos arrendata-rios). Los derechos de propiedad de los predios quecultivaban era un clamor esencial para ellos. El pro-blema era que muchos de los terrenos que reclama-ban eran propiedad de vecinos criollos pudientes.Undilema similar había enfrentado Juan de Dios Rodrí-guez en la provincia de Paria.Desde su nombramien-to como corregidor interino había establecido unaestrecha relación con los insurgentes, en particularcon el cacique de la comunidad de Challapata, elprincipal responsable por el ajusticiamiento de Bode-ga, Mariano Lope Chungara. Pero el precio de tal

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connivencia había sido el verse forzado a transferir-les, mediante escrituras públicas, numerosos prediosde hacendados criollos que consideraban suyos. Losconflictos de clase no se evaporaron por compartiruna causa común: más bien salieron a la superficie.Del mismo modo, los indígenas que ingresaron a lavilla también parecieron exigir la supresión del tribu-to y la devolución de lo que ya habían pagado. Lasoficinas de las Cajas Reales fueron por tanto otro delos blancos de la violencia colectiva. ¿Cuál era el sen-tido de respetar los caudales de la real hacienda si eldominio español se había extinguido? Las autorida-des de la villa se vieron obligadas a poner una custo-dia permanente para proteger el dinero.

Pero más allá de este conflicto de intereses, la pre-sencia de cientos de indígenas hizo que los vecinoscriollos de Oruro se enfrentaran cara a cara con larealidad última del fenómeno insurreccional andino.Para los indígenas en armas, la rebelión no era sóloun alzamiento contra la dominación española sinocontra las jerarquías sociales coloniales. No era enesencia un hecho de orden geopolítico sino étnico-cultural. Era una revuelta anticolonial en el más pro-fundo de los sentidos.Afectaba las tradicionales re-laciones de autoridad y deferencia hacia las personasde origen hispánico, así como las formas de distin-ción social. La manifestación más ostensible de estaaspiración igualitaria consistió en que los vecinos pa-

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tricios de la villa, hombres y mujeres, fueron obliga-dos a vestir en todo momento los atuendos propiosde los indígenas. El corregidor, los alcaldes y regido-res, todos los criollos distinguidos y sus familiares,con excepción de los curas, debieron lucir las típicasropas andinas: ponchos, camisetas y monteras. Lasmujeres llevaban acsus (una prenda femenina usadacomo sobrevestido).El mismo Jacinto Rodríguez lu-cía una túnica similar a la de Túpac Amaru.Tambiéndebían portar chuspas de coca, puesto que había quemascar la hoja a la usanza de los indios. La simbolo-gía militar no fue ajena a este completo trastroca-miento de los usos culturales: las banderas y los tam-bores fueron reemplazados, según un testigo,“por latocata que acostumbran los indios de esta América”.Se exigió, asimismo, que las convocatorias no fueranencabezadas por términos como “paisanos” o “com-patriotas” sino por la palabra “comuna”.Y con la ex-cusa de estar persiguiendo a los chapetones, los in-dígenas se arrogaban el derecho de ingresar en lascasas de los patricios “y pedían dádivas de plata,aguardiente y coca”. En suma, el reconocimiento dela autoridad política de los dirigentes criollos noconllevó en absoluto el reconocimiento de sus pree-minencias sociales. Después de todo, gobernaban anombre de uno de ellos,Túpac Amaru.“La voz pú-blica —se dijo— era que el Inca mandaba y a su or-den don Jacinto”.

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En Oruro, pues, el proyecto de la dirigencia tupa-marista pareció por fin materializarse: los americanoshermanados bajo la tutela del nuevo inca. Menos deuna semana bastó para que las elites orureñas abando-naran toda ilusión en semejante proyecto. Un inci-dente ocurrido el 13 de febrero llevó la situación a unpunto de no retorno. En respuesta a uno de sus in-tentos por ocupar el edificio de las Cajas Reales, elmencionado cabecilla de la plebe urbana y allega-do a Jacinto Rodríguez,Sebastián Pagador,mató a unatacante. Los indios lo llevaron de inmediato ante elcorregidor para que le impusiese el castigo corres-pondiente. Sin posibilidad de ofrecerle protección,Rodríguez dispuso que fuera conducido a la cárcel.No llegaría a destino, sin embargo: en el camino fuematado a palos por los enfurecidos indígenas. Frentea la palmaria impotencia para sujetar a los indios yejercer control sobre la villa, los criollos intentaronpersuadirlos de que regresaran a sus pueblos.El 14 defebrero se convocó a todos los indios a un predio a laentrada de Oruro. Allí se les agradeció los serviciosprestados y, para convencerlos de abandonar la villa,se repartió un peso a cada uno de los presentes. Coneste fin, se habían extraído previamente 25.000 pe-sos de las Cajas Reales, un dinero que de hecho losindígenas consideraban suyo debido a que proveníaen gran parte de los tributos. Para aplacar los resque-mores acerca del destino de los fondos restantes (en

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las Cajas Reales había en ese momento unos 600.000pesos), Jacinto Rodríguez llegó incluso a prometerque la plata “quedaba reservada para la llegada de suRey Túpac Amaru”. Los presentes parecieron acep-tar con gusto el convite y la reunión adquirió un cli-ma festivo. No obstante, sólo una minoría accederíaa regresar a sus lugares de origen. La villa estaba go-bernada por tupamaristas, ellos eran tupamaristas,¿por qué habrían de irse? Más aún,durante los días si-guientes, a medida que las tiendas de los europeos sefueron vaciando, comenzaron a atacar las tiendas delos criollos ricos.Resultó evidente, en definitiva, queno se retirarían si no era por la fuerza.

La fuerza fue en gran parte proporcionada porotros indios insurgentes. Los criollos utilizaron a losindios que efectivamente respondían a su mandopara expulsar a los que lo hacían sólo nominalmen-te. Juan de Dios Rodríguez viajó a la villa desde suresidencia en Poopó acompañado por Lope Chun-gara, numerosos indios de Challapata y otros caci-ques y principales de la provincia de Paria. En losdías previos, mediante las referidas cesiones de tie-rras,había disuadido al grueso de las comunidades deesta provincia de trasladarse a Oruro.Ahora los ne-cesitaba como fuerza de choque. En principio, Juande Dios Rodríguez habría procurado convencer a losocupantes de que Túpac Amaru no quería que losindios agrediesen a los criollos y que si todavía que-

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daban chapetones en la villa, ya los vecinos se ocupa-rían de ellos. No tuvo éxito: se dijo que uno de loscabecillas indígenas lo increpó por intentar “botarloscon tanto desprecio”. El 16 de febrero, pues, se pro-dujeron violentos choques tras los cuales los indiosde los pueblos comarcanos de Oruro debieron porfin abandonar la villa.

La expulsión de los insurgentes marcó el final dela efímera coalición entre indígenas y criollos.A par-tir de entonces, la aristocracia orureña regresó apre-suradamente al redil realista. Comenzaron por tratarde restablecer el orden social dentro de la ciudad.Ordenaron que los miembros de la plebe devolvie-sen todos los bienes que se habían apropiado duran-te los masivos saqueos de tiendas y viviendas. Paradejar en claro que los días de desenfreno habían con-cluido, se realizó una procesión de arrepentimientoy penitencia por las calles con las principales imáge-nes de las iglesias. Los cadáveres de los peninsularesajusticiados, que los indios habían obligado a dejar ala intemperie, fueron por fin enterrados. Como ungrupo se negó a devolver los bienes robados, uno desus cabecillas fue arrestado. Cuando sus pares inten-taron liberarlo, fueron reprimidos sin contempla-ción: el cabecilla fue ejecutado.No se sabe con segu-ridad cuántos objetos de valor fueron retornados asus dueños (si es que todavía vivían) o a las autori-dades de las villa. Es claro, de todos modos, que con

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el paso de los días los grupos plebeyos, ya sin la com-plicidad de los patricios, bajo amenaza de ser acusa-dos de sediciosos tupamaristas, volvieron a ser disci-plinados.

Todo lo contrario ocurrió en las áreas rurales.Allí nadie podía disciplinar a los insurrectos.Y la re-belión en la zona de Oruro comenzó a parecerse alfin a la rebelión en el resto del sur andino. Despuésde la ruptura con las elites criollas, los indígenasajusticiaron al cacique Lope Chungara y otros quehabían colaborado con los Rodríguez. Quien enca-bezó la acción fue Santos Mamani, el mismo alcal-de de Challapata que había estado preso con LopeChungara previo al ajusticiamiento del corregidorBodega. Mamani se convertiría en el principal líderinsurgente de la región. Se dijo que cuando el caci-que intentó cobrar los tributos,“le quitaron la vidadiciendo que dichos tributos se debían pagar a Tu-pacamaro”.Fue también tratado de “traidor a su co-munidad”. Los ingenios y propiedades de Juan deDios Rodríguez fueron incendiados. Los ataques ala población hispánica se extendieron a todas las co-marcas vecinas a la villa y los pueblos de la provin-cia de Paria, incluyendo la capital Poopó. El 9 demarzo, un mes después que las fuerzas indígenas hi-cieran su pacífico ingreso a una ciudad que conside-raban en manos de los tupamaristas, dos comunida-des de la jurisdicción de Oruro (Paria y Caracollo)

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y dos de Paria (Challacollo y Toledo) acometieroncontra la villa. Otras comunidades, como Challapa-ta o Sora Sora, se iban a sumar al ataque pero no lle-garon a hacerlo por problemas logísticos. El objeti-vo era exterminar a los habitantes de Oruro, enparticular a los criollos, por su traición y su colabo-ración con las fuerzas realistas. Fueron sin embargoderrotados por las milicias de patricios, plebeyos yeclesiásticos. Diez días más tarde lo intentarían unavez más. Un contingente aun más numeroso de co-munidades, alrededor de cinco mil hombres y mu-jeres, cercó la villa por varios días interrumpiendo elnormal abastecimiento de víveres. El ataque fuefrustrado nuevamente por la eficaz resistencia de lasmilicias urbanas.A comienzos de abril, se realizó eltercer y más decidido avance sobre la ciudad.Fue enesta ocasión liderado por la más belicosa de las co-munidades de la región, Challapata, a cuyo frente seencontraba Santos Mamani. Aunque esta vez las de-fensas de la villa parecieron haberse visto sobrepa-sadas, la llegada de una compañía de mil soldadosmilicianos de Cochabamba, cinco días después decomenzado el asedio, terminó con la capacidad deresistencia de los insurgentes.

La derrota marcó el fin del levantamiento. Porentonces, como enseguida se verá, muchas comuni-dades de Chayanta y otras provincias habían comen-zado a pasarse al bando realista. El fracaso de los tres

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avances sobre Oruro indujo a los indígenas de lazona a intentar lo mismo.A cambio de indultos porsu pasada conducta, ofrecieron su colaboración en lalucha contra los insurrectos.Las autoridades de la vi-lla no desaprovecharon la oportunidad. La pacifica-ción final de las áreas rurales de Oruro fue en buenamedida obra de los mismos indígenas que, ante laevidencia de la imposibilidad de derrotar a las fuer-zas españolas por las armas, procuraron ganar así suderecho a reincorporarse al orden establecido. Losprincipales cabecillas fueron llevados presos a la vi-lla y dieciséis de ellos, pertenecientes a Challapata,Poopó, Sora Sora, Challacollo y otras comunidadesinsurrectas, fueron sentenciados a muerte. SantosMamani entre ellos. Los indígenas, por otro lado,reasumieron el pago de los tributos y el envío de mi-tayos a Potosí.Y, poco a poco, en pequeños grupos,empezaron a volver a Oruro, esta vez no para ponerla ciudad bajo el dominio de Túpac Amaru, sino paravender sus productos en las ferias o “canchas”, comolo habían hecho por siglos.

En cuanto a los criollos, sus paces con los penin-sulares y su decisivo rol en la defensa de la ciudad yen la supresión de la sublevación indígena les valie-ron el derecho a reincorporarse a la sociedad colo-nial. De hecho, tras la represión del movimiento in-dígena, Jacinto Rodríguez fue ratificado comocorregidor de la villa por las máximas autoridades

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españolas. Un notable giro de los acontecimientospara quien había sido ungido corregidor en unaasamblea popular y proclamado bandos Túpac Ama-ru. Los sectores europeos y realistas del Alto Perúno olvidarían, sin embargo, que los criollos habíansido cómplices de la matanza y saqueo de los penin-sulares, habían acogido en la villa a las fuerzas insur-gentes, se habían paseado por las calles en atuendosandinos y puesto sus esperanzas en la insurrección.Con el tiempo, las cabezas visibles del movimientoorureño serían llamadas a responder por su actua-ción en las tumultuosas jornadas de febrero de1781. En septiembre de 1783, ante los insistentespedidos de justicia, la Corona ordenó al virrey JuanJosé de Vértiz que tomará medidas efectivas “para elescarmiento de los sanguinarios delincuentes deOruro”, entre quienes se encontraban Jacinto yJuan de Dios Rodríguez y una veintena de ricosmineros, comerciantes, ex corregidores y regidores,eclesiásticos, lo más granado de la sociedad local,fueron arrestados en el curso de 1784, sometidos ainterrogatorios y tormentos en Potosí y luego lle-vados bajo custodia a Buenos Aires. Algunos mu-rieron en el centro minero, otros en camino a la ca-pital virreinal.Al resto le esperaría un interminableproceso judicial en el curso del cual muchos mori-rían en cautiverio de enfermedades varias, Juan deDios Rodríguez entre ellos. En 1795, se sentenció

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a muerte a los principales cabecillas, se confiscaronsus bienes y se declaró a “perpetua infamia” a sushijos y nietos. De Jacinto Rodríguez, quien no vi-vió lo suficiente para escuchar la sentencia, se orde-nó desenterrarlo del cementerio del hospital de losbetlemitas de Buenos Aires, cortarle la cabeza, tras-ladarla a Oruro y arrastrarla por las calles de la vi-lla. Esa parte de la sentencia no pareció haberse lle-vado a la práctica.

La radicalización de la violencia en lasprovincias altoperuanas

La derrota del avance sobre Chuquisaca el 20 defebrero de 1781 tendría ominosas consecuenciaspara el futuro del movimiento liderado por Dámasoy Nicolás Katari. En lo inmediato, sin embargo, lasnoticias sobre el estallido de la rebelión en Oruro fueun poderoso estímulo para que el proyecto insurgen-te se propagase a otras provincias surandinas y losasaltos a los grupos hispánicos y a los símbolos delpoder colonial alcanzasen su máximo nivel de radi-calismo. Apenas tres días después de la debacle deLa Punilla, unos indios de Chayanta se trasladaron aOruro,donde obtuvieron una copia de un edicto fir-mado por el mismo Túpac Amaru. Éste proclamabaque, “el Rey nuestro señor Casimiro Inga Túpac

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Amaru manda con mucho encargo que a sus vasallosno se les ofenda en ninguna cosa,y que vivan herma-nablemente como leales vasallos míos.Y que los Eu-ropeos no tengan comercio, ni que tengan entradaen nuestro reino pues lo han poseído tantos años”.Fue, posiblemente, el primer bando de Túpac Ama-ru que alcanzó el norte de Potosí.También varios in-dígenas de la provincia de Paria le informaron a Dá-maso Katari que “unidos los indios con los criollos,habían muerto a todos los chapetones en Oruro,donde esperaban a Túpac Amaru, que estaban cercacon 8.000 criollos y 6.000 indios,que venían matan-do a todos los españoles europeos que encontraban”.Dámaso recordó que un papel de Túpac Amaru circu-ló “de mano en mano”, y que “en conferencia conlos principales de Macha, y en agradecimiento de sunuevo Rey, acordó la comunidad hacer un expresoa Túpac Amaru, rindiéndole obediencia y sus perso-nas”.No sabemos qué significado pudo tener para lascomunidades de Chayanta una distinción entre crio-llos y peninsulares que había estado del todo ausen-te incluso en el avance sobre Chuquisaca. Pero esclaro que el edicto de Túpac Amaru y las noticias so-bre Oruro pudieron hacer por fin que los campesi-nos norpotosinos vieran su propia experiencia desdeuna nueva perspectiva. Se dijo así que varios indiosle hicieron saber a Dámaso que “sus providencias derebaja que decía, ya no servían, porque tendrían in-

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dulto con su nuevo Rey, y no pagarían tasas ni ob-venciones”. Más importante aún, contribuyeron acristalizar la idea de un verdadero escenario insur-gente panandino que entrelazaba de manera tangiblelos acontecimientos en el Cuzco con los levanta-mientos altoperuanos. Como resultado, los pueblosde las provincias aledañas a Charcas y Potosí presen-ciarían durante febrero y marzo explosiones de vio-lencia colectiva que las elites coloniales nunca pen-saron llegarían a ver.

Uno de los principales focos de actividad insur-gente durante esta época fue el rico valle de Cocha-bamba. La provincia, uno de los grandes centrosagrícolas de los Andes,hospedaba numerosas hacien-das y varios pueblos de indios. La mecha se encen-dió en los alrededores de los pueblos Arque y Col-cha, una zona de producción agrícola y textil quesirve de pasaje entre los valles de la provincia y lastierras altas de Chayanta.Como vimos, esta zona ha-bía sido invadida a fines de 1780 por los indios de Sa-caca en procura de sus caciques.Aunque los indíge-nas locales habían colaborado activamente con los deSacaca, no se habían producido por entonces gran-des desmanes dentro de la provincia.Ahora las co-sas tomaron un cariz muy diferente. Las comunida-des indígenas de Colcha comenzaron a ocupar lashaciendas de la zona —al menos ocho hacendadosmurieron durante estos ataques— y movilizaron a

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los pueblos de Arque y Tapacari. Mientras los insur-gentes actuaron a nombre de Túpac Amaru, el blan-co de sus ataques era mucho más vasto que lo esta-blecido en los bandos tupamaristas. Estos bandos—escritos en circunstancias que poca relación guar-daban con las realidades de quienes luego los invoca-ban— eran leídos menos como un guía que comoun llamado a la acción.El 21 de febrero,por ejemplo,las fuerzas rebeldes ocuparon el pueblo de Colcha,entraron a la iglesia y mataron a todos los vecinos noindígenas que allí encontraron, incluyendo niños ymujeres. Siguiendo un patrón muy extendido, losmuertos fueron dejados en la iglesia y en la plazacentral sin enterrar.Tampoco los sacerdotes fueronexceptuados. Tres de ellos, y dos de sus ayudantes,fueron ajusticiados.A uno se lo descuartizó y a otrose le arrancó la lengua. La Iglesia católica se habíaconstituido, metafórica y literalmente, en el últimorefugio del colonialismo en las aldeas rurales. Lostemplos, hasta entonces, habían servido como lugarde santuario y, ciertamente, el apego a los ritualescristianos probó ser mucho más duradero que laobediencia al poder secular. Sin embargo, conformelos párrocos quedaron del bando enemigo y los anhe-los de una transformación de la sociedad se pro-fundizaron, las personas y símbolos de autoridadeclesiástica quedaron expuestos a brutales ataques.Estos ataques expresaron un rechazo a la función del

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clero en el orden social y, acaso, una pérdida de fe enel poder del Dios cristiano.

Escenas similares se repitieron en el pueblo deAyopaia,donde el 23 de febrero alrededor de cuatro-cientos individuos fueron masacrados dentro de laiglesia. Dos días más tarde, los indios de Tapacari,acompañados por indios de otras regiones, ajusticia-ron a un número semejante de personas en la iglesiadel pueblo. Se dijo que tras matarlos en el coro y elaltar, los insurgentes danzaron sobre los cuerpos desus víctimas y bebieron de su sangre.Dado que el ca-nibalismo es condenado en las sociedades andinas, laingesta de la sangre de españoles, criollos y mestizos—una práctica que se repitió en distintos lugares—debe ser interpretada, según el antropólogo Jan Sze-minski, como un índice de que a los ojos indígenasse trataba de seres bestiales, diabólicos, no humanos.Por otro lado, las imágenes y objetos religiosos fue-ron llevados a la plaza y reducidos a cenizas.Algunosniños fueron arrojados desde la torre de la iglesia.Va-rias mujeres blancas o mestizas, luego de presenciarla ejecución de sus maridos e hijos, fueron obligadasa vestirse de indias, mascar coca y hacer de siervas oesclavas de los indios.Cientos de vecinos de la cerca-na villa de Tarata tendrían igual suerte.También ennombre de Túpac Amaru, las ricas haciendas de losvalles de Tapacari, Sacaba y Clisa fueron atacadas ysus propietarios ajusticiados.

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La extrema violencia de la insurrección, la con-ciencia que se trataba de una guerra a muerte, llevóa que los vecinos de la ciudad de Cochabamba ypueblos aledaños se alistaran en masa a las milicias.Laprovincia tenía un alto porcentaje de población his-pánica y mestiza debido a la temprana expansión dela agricultura comercial. Se logró conformar portanto una poderosa fuerza de más de mil efectivosque, durante las primeras semanas de marzo, pudorecobrar el control de la región.La represión fue im-placable. Innumerables indios fueron ajusticiados ycientos de cadáveres fueron expuestos en los cami-nos para ejemplo.Las compañías de soldados Cocha-bamba —que se hicieron conocidas por su capacidadde combate, su crueldad y su inclinación al saqueo—serían luego una de las principales fuerza de choqueen la supresión de la rebelión en las regiones de Oru-ro y La Paz.

Para esta época, la insurrección se expandió tam-bién al el sur de Potosí. El 27 de febrero los indiosde la provincia de Lipes ajusticiaron al corregidor ysus hijos (su mujer fue en cambio tomada cautiva yobligada a trabajar como sirviente). No se permitióque los cuerpos fueran enterrados. En el pueblo deTupiza, provincia de Chichas, los indios de la regióny la milicia provincial encabezada por un sargentomestizo llamado Luis Laso de la Vega se levantaroncontra el corregidor, Francisco García de Prado.

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Cuando éste buscó refugio en su casa, los rebeldes lapusieron en llamas. El corregidor fue luego decapi-tado y, según se dijo, uno de los indios bebió de susangre. De la Vega se declaró gobernador de las pro-vincias de Chichas, Lipes y Cinti a nombre de Tú-pac Amaru y los caciques de la zona se dirigieron aTupiza para jurar obediencia a la rebelión.Al menosun hacendado fue ajusticiado; su cabeza fue llevadaa Tupiza como trofeo. En el pueblo minero de Tolo-pampa,en Guanachaca y Tomave se produjeron tam-bién violentos alzamientos en los que perecieron va-rios caciques, mineros y vecinos no indígenas. Lomismo ocurrió en los pueblos de Yura, Coroma yUbina de la vecina provincia de Porco. Las comuni-dades indígenas invocaban tanto los nombres de Tú-pac Amaru como Katari para legitimar la subleva-ción. De hecho, se sabe que para comienzos demarzo, indios provenientes de varias provincias llega-ron a Chayanta en busca de instrucciones y que Dá-maso envió mensajes a numerosas comunidades alza-das tales como Yura,Tomave y Tacobamba (Porco),Tupiza (Lipes) y varias de la provincia de Paria, en-comendándoles que estuvieran prestas a combatir.Prestas a combatir sin duda estuvieron.

En la misma provincia de Chayanta las accionescolectivas asumieron tras el fracaso del sitio de Chu-quisaca inauditos niveles de violencia. La más espec-tacular expresión de la insurgencia tuvo lugar en el

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pueblo de San Pedro de Buena Vista. Hemos vistoque este pueblo de valle, principal residencia de ha-cendados y otros vecinos hispánicos y mestizos deChayanta, había sido el foco de violentos enfrenta-mientos a fines de 1780. Las comunidades indígenas,sin embargo, no se habían atrevido entonces a profa-nar la iglesia donde los vecinos y varios caciques consus familias se refugiaron. Las cosas cambiarían aho-ra. En marzo, durante la segunda semana de Cuares-ma,una multitud de indios,encabezados por sus nue-vas autoridades étnicas, cercaron el pueblo como lohabían hecho en septiembre y octubre pasado. Enesta ocasión, empero, no dudaron en penetrar en laiglesia.Ya dentro del templo, llevaron a cabo una bru-tal carnicería. Según dos líderes del levantamiento,fueron ajusticiadas entre cien y doscientas personas;un funcionario español que más tarde investigó loshechos registró en cambio 1.037 muertos. Mujeres yniños de todas edades fueron ejecutados junto a loshombres.El clero corrió la misma suerte:el cura y vi-cario de San Pedro Isidro Joseph de Herrera, quienhabía jugado un rol prominente en los enfrentamien-tos pasados, fue asesinado en el cementerio adyacen-te a la iglesia.Al menos otros cuatro párrocos perecie-ron durante los ataques. La gran matanza que se llevóa cabo dentro del templo fue acompañada por ciertosgestos simbólicos que subrayan el total rechazo de loque la Iglesia representaba en términos espirituales y

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políticos. Uno de los cabecillas del alzamiento, el ca-cique de la comunidad de Auquimarca Pascual Tola,relató que “después de haber triunfado entraron enla iglesia con flautas y tambores bailando,y allí bebie-ron hasta emborracharse y hacer cuanta iniquidad lessugería su despecho”. Los indios utilizaron los vasossagrados para beber chicha, destrozaron y profanaronlas imágenes sagradas,hicieron banderas y ropa con elatuendo de los curas y “usando con [las] mujerescuanta torpeza es creíble, antes y después de muertas,ejecutando este tan atroz barbarismo empezaron abailar carnestolendas sobre aquel lago de sangre enque nadaban los cuerpos degollados”. Muchos de loscadáveres fueron trasladados a la plaza enfrente de laiglesia y dejados allí sin enterrar como un signo de sunaturaleza diabólica.

Lo que varios meses ininterrumpidos de subleva-ción abierta hicieron de la dominación colonial esilustrado por el siguiente episodio: al momento deasaltar la casa del cura Isidro Josef de Herrera, los in-dios mataron a una mujer mestiza que estaba a pun-to de parir; se dijo que “de la herida que le hicieronen la barriga gritaba la criatura, y arrancándosela delcuerpo, diciendo ‘¿para qué ha de quedar rastro deCholos?’, la dieron contra el suelo”.

En definitiva, los proyectos para conformar unafuerza única en coordinación con los movimientosen el Cuzco y Oruro no prosperarían. Como hemos

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visto, la alianza entre criollos e indios en la villa mi-nera se quebraría en cuestión de días y los primerosabandonarían por completo su adhesión a una revo-lución neoincaica.Los rumores sobre el avance de lastropas de Túpac Amaru probaron desde luego ser fal-sos. De hecho, por esos días las huestes tupamaristasestaban siendo asediadas por las fuerzas realistas.Además, las actividades insurgentes en las provinciasdel sur coincidieron con el arribo de una compañíade doscientos soldados del ejército regular españolenviada desde Buenos Aires. Al mando del coronelJosé de Reseguín, la tropa arribó a la provincia de Li-pes pocos días después que las fuerzas rebeldes hu-bieran ajusticiado al corregidor y establecido su baseen el pueblo de Tupiza. Reseguín, un militar de ca-rrera al mando de hombres bien entrenados y pertre-chados, logró capturar a los líderes rebeldes, movili-zar a las milicias locales y recobrar el control de lospueblos rurales surandinos. Reseguín entraría enChuquisaca el 19 de abril y en los meses por venirjugaría un rol central en la defensa de La Paz.

Y al final la derrota del sitio de Chuquisaca termi-nó por cobrar su precio en lo que había sido hasta en-tonces el núcleo duro de la insurgencia en la región,la provincia de Chayanta.Ante el fortalecimiento delas fuerzas realistas y una oferta de perdón para aque-llos que demostrasen su lealtad a la Corona, cientosde indios comenzaron a reevaluar su posición. Pues-

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to que los protagonistas de la sublevación eran fami-lias campesinas, el campo de batalla era el lugar don-de ellos y sus antepasados habían vivido por siglos yde donde extraían sus medios de subsistencia, y porende no tenían ni la inclinación ni la posibilidad dehuir, esta conducta representaba su única chance desobrevivir. La lealtad política no era un lujo que losindígenas de Chayanta,o sus pares en otros centros deinsurgencia, pudieran afrontar. Se diría, tomandoprestadas las palabras del historiador William Taylor alexplicar el repentino espíritu conciliador que exhi-bían los campesinos en México tras las frecuentes re-vueltas del siglo XVIII, que “los habitantes de las al-deas rurales tenían tierras que cultivar, familias quealimentar y sentido de comunidad que no podía serfácilmente destruido de un solo golpe”.

De modo que el fin del primer gran epicentro re-belde en los Andes no llegó como fruto de la fuerzade las armas: asumió la forma de una implosión.To-dos los principales cabecillas del levantamiento seríancapturados y llevados ante la audiencia de Charcaspor los propios miembros de las comunidades.To-dos serían ejecutados públicamente. El ingreso delas tropas españolas en la provincia —tantas vecesanticipado desde la batalla de Pocoata, en agosto de1780— sólo ocurrió después que los líderes cam-pesinos habían sido entregados a las autoridades porsus pares. Hacia finales de abril, cuando todavía ni

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un solo soldado había puesto sus pies en Chayanta, lascárceles de Chuquisaca estaban tan repletas de reosque, según el fiscal de la audiencia, resultaba impo-sible mantener las formalidades legales. Ciertamen-te, cuando se tomaron las confesiones, los funciona-rios se dieron perfecta cuenta de que muchos de losperseguidores habían estado tan o más involucradosen los hechos de violencia que muchos de los per-seguidos. Cuando los multitudinarios contingentesarribaban a la ciudad, no resultaba siempre evidentequién estaba conduciendo a quién. “Habiéndoselepreguntado en la confesión a [Nicolás] Catari, quequiénes fueron los que lo acompañaron en sus robosy atroces hechos —un testigo rememoró—, respon-dió con gran entereza: Que los mismos que lo habíatraído preso”. Pero, una vez más, este comportamien-to no era sino la última línea de defensa frente a lasduras realidades de la guerra y la dominación.

Dámaso Katari fue ejecutado en la plaza centralde Chuquisaca el 27 de abril; su hermano Nicolás, el7 de mayo.Diez días después, en la distante ciudad deCuzco,Túpac Amaru correría la misma suerte.

Muerte de Túpac Amaru

El fracaso del sitio del Cuzco fue el principio delfin del movimiento liderado por Túpac Amaru. El

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aura que había rodeado la aparición en escena delinca y el prestigio que le valieron sus tempranostriunfos militares comenzaron a disiparse tras su de-rrota en las afueras de la ciudad el 10 de enero de1781. Acaso el impacto más ominoso de la debaclede Picchu tuvo menos que ver con las pérdidas hu-manas y la consiguiente necesidad de recomponer lasfuerzas, que con la creciente imposibilidad de evitarque numerosas comunidades indígenas de la regiónse alinearan con la causa realista. Ello era crucialpuesto que el movimiento carecía de todo apoyo sig-nificativo entre la población hispánica. Es cierto queen el juicio realizado a los insurgentes se identifica-ron a dieciséis criollos y diecisiete mestizos comoparte de la dirigencia tupamarista.Pero sería un errortomar este dato como una prueba de la composiciónsocial del movimiento. Los más estables y confiablesmiembros del comando insurgente fueron los pa-rientes de Túpac Amaru: su esposa Micaela Bastidas,su primo Diego Cristóbal, su sobrino Andrés Men-digure, su hijo Mariano Túpac Amaru, su cuñadoMiguel Bastidas. Muchos de los criollos implicadosestuvieron asociados a Túpac Amaru por relacionespersonales y otros pudieron colaborar ocasional-mente, empujados muchas veces por las circunstan-cias, como quedó en evidencia durante el asedio alCuzco.Y, en cualquier caso, los criollos y mestizosque participaron no parecieron ser representativos de

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voluntades colectivas, como sí fue el caso en las múl-tiples revueltas urbanas antifiscales previas, en la “re-volución de los comuneros” en los Andes colombia-nos en 1781 o, por supuesto, en Oruro. En vanobuscaremos signos de este tipo en el Cuzco.

De modo que la gran ventaja de los ejércitos an-dinos era el número y la adaptación al terreno. Ca-rentes de armamentos y de apoyos significativos en-tre los grupos hispánicos, sólo podían imponerse envirtud de un apoyo masivo de sus pares, así como desu aptitud para aprovechar las quebradas y desfilade-ros de las sierras peruanas, un paisaje que conocíancomo nadie.Esta ventaja comparativa se fue disipan-do tras la derrota de Picchu: para mediados de ene-ro, la guerra en la región del Cuzco se pareció más ymás a una guerra entre indígenas. Sólo que los quepeleaban por la Corona española lo hacían junto adestacamentos bien armados y organizados del ejér-cito regular español y contaban con el apoyo políti-co y económico de la población hispánica. Nuncasabremos si contaban también con la convicción deestar combatiendo por una causa justa. Nadie se lospreguntó puesto que, a diferencia de lo que sucedíacuando sus pares al otro lado de las trincheras erancapturados, el Estado no estaba interesado en regis-trar ni sus motivos ni sus aspiraciones.Bastaba con sudisposición a luchar. Sí contaban, seguramente, conla convicción de estar del lado de los vencedores.

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Para pueblos campesinos envueltos en una guerracuyo escenario eran sus propios territorios, no erapoco.La capacidad de movilización de los líderes in-dígenas no dependía exclusivamente de la percibidajusticia de sus reclamos, sino también de su probabi-lidad de éxito. En el Collao y el Alto Perú, los pue-blos andinos pudieron seguir acuñando todavía imá-genes victoriosas de Túpac Amaru. No en el Cuzco.

Luego de la derrota de Picchu las tropas tupama-ristas se dividieron. El principal colaborador de Tú-pac Amaru, su primo Diego Cristóbal Túpac Amaru,se dirigió al norte del Cuzco, a las provincias de Cal-ca, Urubamba y Paucartambo. Detrás de él, sin em-bargo, marchó una poderosa fuerza indígena lidera-da por el cacique realista Mateo Pumacahua, cuyoconocimiento del terreno y habilidad para desarro-llar tácticas adecuadas al mismo no eran inferiores ala de los insurgentes. La región al norte del Cuzco,que nunca había abrazado la rebelión con el mismoímpetu que las provincias sureñas, permaneció bajocontrol realista.Túpac Amaru, por su parte, regresóa la zona de Tungasuca con el fin de reagrupar susfuerzas. No hay mayor información sobre sus opera-ciones durante los primeros meses de 1781, pero pa-rece claro que para cuando los levantamientos al surdel lago Titicaca estaban en pleno apogeo —en bue-na medida por las expectativas despertadas por lapropia figura de Túpac Amaru—, la rebelión en las

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provincias de Canas y Canchis y Quispicanchis, elnúcleo primario del movimiento neoincaico, se ha-bía estancado.

A fines de febrero se produjo el arribo al Cuzcodel visitador general del Reino José Antonio de Are-che —la principal autoridad en el Perú junto con elvirrey— y de una fuerza bien entrenada y disciplina-da de doscientos soldados del batallón regular delCallao al mando del mariscal de Campo e inspectorgeneral José del Valle.El objetivo era eliminar de raízla insurrección. Su primer paso fue ratificar la aboli-ción del repartimiento de mercancías, las aduanas yotras medidas que las autoridades cuzqueñas habíantomado tras el desastre de Sangarará. Más aún,Are-che ofreció un perdón general a todos los insurgen-tes que se pasaran de bando, con excepción de susprincipales dirigentes e instigadores. La tarea de per-suasión fue desde luego acompañada por el uso de laviolencia. Unos pocos días después de arribado alCuzco, el comandante José del Valle partió hacia elsur, hacia la fortaleza de Túpac Amaru en Canas yCanchis. Iba al frente de una poderosa fuerza de másde 17.000 soldados, en su vasta mayoría indígenas.Como ya dijimos, la guerra en el Cuzco fue en granparte una guerra entre indígenas.

Al enterarse de la llegada al Cuzco de un magis-trado de la jerarquía e influencia del visitador Are-che,Túpac Amaru le remitió una extensa carta des-

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de su campamento en Tinta. El escrito, fechado el 5de marzo de 1781, sólo dos semanas antes de que elejército realista alcanzara la posición de los insurgen-tes, constituye quizás el último testimonio compren-sivo de su pensamiento.Tiene la forma de un memo-rial de agravios. Escuchemos pues esa voz.

Ateístas, Calvinistas y Luteranos:La principal causa de la miseria de los indígenas

era el reparto de mercancías.“Este maldito y vicia-do reparto —dijo— nos ha puesto en este estado demorir tan deplorable con su inmenso exceso”. Enuna tácita justificación del ajusticiamiento de Anto-nio de Arriaga, señaló que la propia contabilidad rea-lizada por el corregidor, ahora en su poder, demos-traba que había repartido más de 300.000 pesos,cuando el límite legal era 112.000 pesos. Entre losbienes que había repartido, y cobrado a fuerza detodo tipo de extorsiones, se encontraban alfileres,polvos azules, barajas y “otro tipo de ridiculecescomo éstas”. Pero Arriaga no había sido la excep-ción, todos los corregidores eran así, más infamesque los “Atilas y Nerones” de este mundo, porqueal menos en estos “hay disculpa porque al fin fueroninfieles; pero los corregidores, siendo bautizados,desdicen del cristianismo con sus obras, y más pare-cen Ateístas, Calvinistas y Luteranos, porque sonenemigos de Dios y de los hombres, idólatras deloro y la plata”.

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Peores que esclavos:Las pesadas deudas contraídas por los indios los

obligaban a trabajar por un mísero salario en lasgrandes haciendas. Los hacendados,“viéndonos peo-res que a esclavos, nos hacen trabajar desde las dos dela mañana hasta el anochecer que [a]parecen las es-trellas, sin más sueldo que dos reales por día: fuera deesto nos pensionan los domingos con faenas…”

Vómitos de sangre:De la mita a Potosí y Huancavelica (la principal

mina de mercurio del Perú) sostuvo que los indiostenían que “caminar más de tres meses” sin recibirpaga alguna por el viaje. Los tribunales despreciaronsus clamores para que se aboliera esta ominosa car-ga, cuya consecuencia directa no era otra que “des-truir el reino y sus pueblos con muertes de indios,que apenas se restituyen a sus pueblos, y al mes, pocomás o menos, rinden la vida con vómitos de sangre”.

Tapicerías y andrajos:Los curas no eran mejores, utilizaban las ingentes

rentas monetarias eclesiásticas y las canastas de pro-ductos que los indios estaban obligados a ofrecerlespara que celebrasen las fiestas religiosas (los famosos“ricuchicus”) sólo para “la pompa, fausto y vanidadde sus familias”, no el bienestar de sus parroquias.Los sacerdotes eran ricos, las iglesias donde sus feli-greses indígenas oraban,miserables.“En sus casas pa-rroquiales… se ven las mejores tapicerías, espejos re-

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pisas de marquería; y en los templos divinos, traposy andrajos”. Debido a su avaricia, su indiferencia ha-cia las tareas pastorales, su ignorancia de la “lengua dela tierra”, los indios llegaban a la edad adulta sin si-quiera saber persignarse.

Corazón compasivo:¿Por qué habían decidido alzarse contra este esta-

do de cosas? Porque nunca había logrado que susquejas fueran atendidas en los Reales Consejos. Noera seguramente por culpa del rey;“será la causa por-que no han llegado a los reales oídos; porque es im-posible que tanto llanto, lágrimas y penalidades desus pobres e infelices provincianos de todos estadosdejen de enternecer ese corazón compasivo y noblepecho del Rey mi Señor”.

En su respuesta, José Antonio de Areche, uno delos principales arquitectos de las nuevas políticas im-periales borbónicas, un hombre acostumbrado apensar el gobierno de los pueblos americanos desdeuna perspectiva global, fue directo al corazón delasunto. ¿Quién era él,Túpac Amaru, para sustraer dela obediencia al rey “a los vasallos que le ha conce-dido el cielo”? Parecía no entender la magnitud desus crímenes; parecían no pesarle aún “las cadenasque arrastra”, como —agregó— “espero será muy enbreve”. Muchos de los agravios que enumeraba (“lasaflicciones que sufrían por [los repartimientos] lasprovincias”, la mita, la falta de retribución en obra-

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jes y haciendas,“la frialdad con que se les administra-ba la religión”) estaban en vías de resolverse o ya sehabían proveído medidas para hacerlo. Si éste fuerael verdadero motivo de la rebelión, se preguntó, ¿nohubiera sido mejor —en vez de atraer a miles de in-dios a su desgracia y “acaso a su condenación eter-na”— “sufrir un poco más lo males antiguos, inter-ceder con Dios para que los remediase e informar alos altos jefes de la Nación con el fin de que pasa-sen”? Seguramente. Pero a Areche le constaba queno eran éstos los verdaderos motivos de la rebelión.“Usted”, le recordó,“ha fingido que tiene auténti-cas órdenes para matar corregidores sin oírlos ni ha-cerles causa,para quitar a los indios toda pensión, aunlas justas”. En su misiva,Túpac Amaru había dene-gado que su propósito hubiera sido “negar la obe-diencia a nuestro monarca, coronarme, volver a laidolatría”.Pero los testimonios en su contra eran de-masiados.“Usted”, le recordó,“ha promulgado ban-do sobre la muerte de los europeos, y Usted en fin haseñalado en toda la clase de sus papeles, unas cláusu-las llenas de horror y de injusticia, de inhumanidady de irreligión; y con todo no quiere que se le tengapor sacrílego, por apóstata y por rebelde”. Le acon-sejó, por fin, que no esperara ser capturado y que sepostrara por propia voluntad a “los pies de la justi-cia”. No para esperar clemencia, sino para aceptarcon resignación el debido castigo a sus ofensas a

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Dios, al Rey y al mundo en general “por cuanto le haescandalizado” y al que sólo legaría una “triste me-moria por muchos siglos”.

En su carta, fechada en el Cuzco el 12 de marzo,Areche le advertía a Túpac Amaru que muy prontoestaría enfrente de “un numeroso ejército y bien ar-mado”. En efecto, a mediados de marzo, el ejército,a cuya cabeza estaba el comandante José delValle, tuvoen la provincia de Cotabambas su primer encuentrocon fuerzas insurgentes lideradas por los dos princi-pales lugartenientes criollos de Túpac Amaru,TomásParvina y Felipe Miguel Bermúdez. Las tropas indí-genas fueron derrotadas y ambos líderes perecieronen batalla. Luego se dirigieron a Canas y Canchispara confrontar a las huestes de Túpac Amaru mis-mo, compuestas por entonces de unos siete milhombres.Viéndose en evidente inferioridad, el líderindígena intentó organizar un ataque sorpresa antes deque el ejército alcanzara sus posiciones, pero adver-tido de la maniobra por un desertor, Del Valle logrófrustrar el ataque. El 23 de marzo, las seis columnasque componían el ejército realista acamparon en losalrededores de Tinta, a unas dos leguas del principalcampamento insurgente. Las tropas de Túpac Ama-ru quedaron cercadas. Como ocupaban posicionesde muy difícil acceso, Del Valle fue paciente: decidiósitiarlos hasta forzar su rendición por falta de alimen-tos.Así pues, el 5 de abril, cuando los víveres en efec-

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to se estaban agotando,Túpac Amaru intentó romperel cerco, pero sus fuerzas fueron derrotadas.TúpacAmaru mismo intentó escapar cruzando un río anado para ocultarse en el cercano pueblo de Langui.Pero al día siguiente, traicionado por algunos de susseguidores, fue capturado por un grupo de soldadoslimeños y entregado a Del Valle.

Túpac Amaru, su esposa Micaela Bastidas, dos desus hijos y otros cabecillas fueron conducidos hastael pueblo de Urcos, en la provincia de Quispican-chis, a unas ocho leguas del Cuzco.Allí los estaba es-perando Areche. El 14 de abril, el visitador generalentró en la ciudad imperial con el célebre reo.Segúnun relato de la época,“Don José Gabriel Túpac Ama-ru venía sentado como mujer, en un sillón, con gri-llos a los pies, la cabeza descubierta para que todoslo vieran… en el pecho tenía pendiente por una ca-dena una Cruz de Oro con su Santo Cristo, las me-dias de seda blanca y el zapato de terciopelo negro, elsemblante sereno y el color propio del Inca”. Detrásdel “desgraciado Inca” venía su mujer “en una mulablanca, sentada sin sillón, sin sombrero, para que laconozcan”.Toda la ciudad se lanzó a las calles paraver pasar el cortejo.

Túpac Amaru fue alojado en un antiguo conven-to de los jesuitas que oficiaba de cuartel.Fue interro-gado y sometido a torturas por varias semanas paraque confesase los nombres de sus aliados criollos,

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cómo había organizado el levantamiento, cuáles eranlos planes futuros. Su sentencia de muerte fue ejecu-tada el 18 de mayo. La noche anterior, por orden deAreche, el obispo del Cuzco exhortó a Túpac Ama-ru y sus cómplices a que “no se despidiesen del mun-do sin declarar completamente todos los cómplicesde la rebelión, porque de los contrario dejarían unfermento perpetuo,haciéndose por ello responsablesa Dios y dignos de una pena eterna”. Pero el inca noparecía arrepentido de nada y, según la documenta-ción disponible, nada parece haber dicho. Se infor-mó que ante la insistencia de Areche para que dierael nombre de sus cómplices, le replicó:“Aquí no haymás cómplices que tú y yo: tú por oprimir al puebloy yo por querer liberarlo”. No sabemos si la frase escierta o apócrifa. Su testamento político, en todocaso, fue encontrado en uno de sus bolsillos al mo-mento de ser capturado.Es un edicto de coronación,firmado por “Don José I, por la Gracia de Dios, Inca,Rey del Perú, Santa Fe, Quito, Chile, Buenos Airesy Continente de los mares del sur”, en el que se lee:

Los reyes de Castilla han tenido usurpada la Corona y

los dominios de mis gentes cerca de tres siglos, pen-

sionándome los vasallos con insoportables gabelas y

tributos, sisa, lanzas, aduanas, alcabalas, estancos, con-

tratos, diezmos, quintos, virreyes, audiencias, corregi-

dores y demás ministros, todos iguales en la tiranía.

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A la mañana siguiente, él, su esposa,uno de sus hi-jos, su tío y otros allegados fueron conducidos a laplaza central.Túpac Amaru fue obligado a presenciarcómo se cortaba la lengua y ahorcaba a todos sus pa-rientes.Micaela Bastidas fue sometida al garrote cruelpero,como su cuello era demasiado delgado para queel torno la ahorcase,“fue menester que los verdugos,echándole lazos al pescuezo, tirando de una y otraparte, y dándole patadas en el estomago y pechos, laacabasen de matar”. Túpac Amaru fue luego libradode todos los grillos y cadenas, se le cortó la lengua yse ataron lazos a sus cuatro extremidades, los cualesfueros asidos a la cinchas de cuatro caballos para quedescuartizaran el cuerpo. Nunca se había visto nadaasí en el Cuzco. La fuerza de los caballos no fue sufi-ciente para descuartizar el cuerpo, pese a que tironea-ron por un largo rato. La grotesca crueldad del mar-tirio hizo que Areche resolviera detener la ejecución.Túpac Amaru fue entonces desatado, llevado al patí-bulo y decapitado. Luego se le cercenaron sus brazosy sus piernas.

Uno de los testigos presenciales del hecho recor-dó que la multitud agolpada en la plaza quedó en-mudecida ante el brutal espectáculo.Entre los espec-tadores, por lo demás, no se apreciaban personas deorigen indígena, o al menos llevando sus indumen-tarias típicas.Hacia el mediodía,mientras los caballos

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tironeaban infructuosamente del cuerpo, se levantóun fuerte ventarrón y enseguida un intenso aguace-ro.Según un relato de la época,“esto ha sido causa deque los indios se hayan puesto a decir que el cielo ylos elementos sintieron la muerte del Inca, que losespañoles inhumanos e impíos estaban matando contanta crueldad”.

Los cuerpos de Túpac Amaru y de su esposa,en losdías siguientes, fueron llevados a Picchu, el sitio desdedonde el ejército insurgente había asediado a la ciudadimperial.Estuvieron expuestos allí por un tiempo has-ta que se los incineró en una hoguera. Los brazos delinca fueron asimismo exhibidos en Tungasuca y en lacapital de la provincia Carabaya;sus piernas en los pue-blos de Livitaca, provincia de Chumbivilcas, y SantaRosa, provincia de Lampa. La exhibición de los frag-mentos del cadáver fue seguida de un ritual menossanguinario pero no menos significativo políticamen-te —un anuncio de los tiempos por venir. Se ordenóque se recogiesen todos los documentos sobre la des-cendencia de Túpac Amaru depositados en la audien-cia de Lima,el tribunal en donde había pasado años li-tigando para que se reconociese su estirpe incaica.Unavez recogidos, debían ser públicamente quemados enla plaza central de Lima “para que no quede memoriade tales documentos”.

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Los herederos

La captura y ejecución de Túpac Amaru no pusofin a la rebelión en el Perú, sino que forzó un cam-bio en su liderazgo, centro geográfico y tácticas decombate.De hecho, el martirio del inca terminó porradicalizar la violencia. El mando insurgente pasó amanos de los parientes de José Gabriel, su primoDiego Cristóbal Túpac Amaru, quien había estadoinvolucrado en la rebelión desde la propia capturadel corregidor Arriaga, su sobrino Andrés Mendigu-re, su hijo Mariano y su cuñado Miguel Bastidas.To-dos eran muy jóvenes:Diego Cristóbal, la cabeza vi-sible del movimiento, tenía apenas 26 años;Mariano,18, y Andrés, el más audaz y activo de los jefes mili-tares tupamaristas, uno menos. Pero no debemos de-jarnos engañar por su juventud; en una sociedaddonde la expectativa de vida rondaba los cuarentaaños, estas edades tenían un significado muy distin-to que en nuestros días. Por otro lado, meses de gue-rra ininterrumpida les había permitido ganar una in-valorable experiencia. Sabían lo que hacían. Y loprimero que hicieron, obligados en parte por las cir-cunstancias, fue trasladar el centro de la rebelión alsur, a las provincias aledañas al lago Titicaca. El Co-llao había probado ser uno de los bastiones de la in-surgencia durante la campaña de Túpac Amaru a fi-nes de 1780 y, a diferencia de la región cuzqueña, las

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comunidades indígenas se sumaron allí a la rebeliónindependientemente de la actitud de sus caciques.Hemos visto cómo en Azángaro, la nueva capital dela revolución, los campesinos no habían dudado enalzarse contra los Choqueguanca, una de las másprósperas familias nobles incaicas en todos los Andes.Alineados con la causa realista, debieron huir parasalvar sus vidas. De modo que en Lampa,Azángaro,Puno y Chucuito el ejército realista se encontró enterritorio enemigo, cercado por una población indí-gena indiferente u hostil, de la que poco y nada po-dían esperar: ni refuerzos ni bastimentos ni informa-ción.En las tierras altas del sur, la campaña contra losinsurgentes, que tanta firmeza había exhibido desdela victoria en Cuzco, de repente se paralizó.

La guerra asumió durante este período caracterís-ticas novedosas.En las provincias del Collao, las fuer-zas insurgentes terminaron de adoptar la guerra deguerrillas. El ejército del comandante Del Valle, quehabía marchado hacia al sur con el fin de pacificar laregión horas después de haber traspasado la custodiade Túpac Amaru a Areche, se encontró bajo perma-nente acoso de pequeños grupos de insurgentes queles tendían emboscadas, atacaban por sorpresa yhuían.Tuvo un anticipo de lo que le esperaba en losmismos alrededores del pueblo de Langui, el lugardonde Túpac Amaru fue capturado.El 18 y 20 de abrilfuerzas comandadas por Diego Cristóbal atacaron

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por la noche al ejército infligiéndole numerosas ba-jas, al punto que hubo de suspender la marcha du-rante varios días para conseguir nuevos refuerzos.Del Valle, por otro lado, se vio obligado a descansarmás y más en sus propias tropas puesto que las comu-nidades indígenas de Anta, Chicheros y otras zonasdel Cuzco, que tanta ayuda habían prestado en lacampaña en Tinta, se negaron a seguirlo al Collao yretornaron a sus pueblos de origen. Durante su pasopor las provincias de Azángaro, Lampa y Carabaya, elejército se encontró con pueblos desiertos, sin gana-do, granos o provisiones. Se encontró también conun enemigo decidido a ganar la guerra a cualquiercosto.Los insurgentes parecieron comprender que lapresencia de indios hostiles era tan peligrosa para susupervivencia como la de los propios ejércitos ene-migos.Y actuaron en consecuencia.Por ejemplo,a laspersonas que servían como mensajeros del ejército seles cortaba, a modo de escarmiento para el resto, lanariz, las orejas o los brazos.Como es de esperar,nin-gún indio quiso exponerse a semejante horror, pormás dinero que se le ofreciera. En Icho, provincia dePuno, todas las mujeres del pueblo fueron decapita-das porque sus maridos eran considerados realistas.En Quesque, las fuerzas indígenas embistieron congran violencia contra una columna del ejército; en elcurso del combate les gritaron que ellos no eran co-bardes como los de Tinta y que ya verían lo que les

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esperaba. En abril, el pueblo de Paucarcolla, capitalde la provincia homónima, fue puesto en llamas.

Frente a la ferocidad del enemigo y la abierta ovelada beligerancia de la población local, el ejércitohizo lo que muchos otros ejércitos en circunstanciassimilares: desató una campaña más o menos indiscri-minada de terror.Tal fue el caso de la ejecución asangre fría de un quinto de los hombres del pueblode Santa Rosa sólo por ser sospechosos de colabo-rar con el enemigo.Tras la ejecución del inca, nohabía lugar para la neutralidad. No al menos en lasprovincias del Collao. Pero fueron las tropas del co-mandante Del Valle, no las fuerzas tupamaristas, lasque más sufrirían el aislamiento. Por cierto, la topo-grafía del terreno y la llegada del invierno tampocolos ayudó. Los soldados eran en su mayoría limeñoso de tierras bajas. Su adaptación a las exigencias deuna guerra prolongada, contra un enemigo elusivo,a alturas superiores a los 3.500 metros, probó ser es-casa. Enfrentados a los pobladores locales, escasos dealimentos, azotados por el frío, la moral del ejércitose derrumbó.

La batalla por el control del sur peruano tuvo sucentro en la ciudad de Puno. Ubicada en la margennoroeste del lago Titicaca, a unos 3.800 metros so-bre el nivel del mar, construida en la vecindad de lasminas de plata de Cancharani y Lyacayata, Puno seterminó convirtiendo en el principal bastión realis-

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ta en la región.La ciudad ya había sufrido masivas in-cursiones durante la campaña de Túpac Amaru en lasprovincias del Collao, a fines de 1780. El corregidorprovincial, Joaquín Antonio de Orellana,de hecho sehabía visto precisado a huir; sólo pudo regresar a co-mienzos de 1781, cuando la guerra se volvió a foca-lizar en el Cuzco. Sin embargo, cuando el núcleo dela actividad insurgente regresó al sur, la ciudad seríael objeto de nuevos y más feroces ataques, esta vez amanos de los sucesores del inca. Los avances se pro-dujeron en el contexto de un generalizado estado desublevación ya no sólo en el sur peruano, sino tam-bién en todas las provincias circundantes al lago Ti-ticaca. Para marzo de 1781, como veremos a conti-nuación, la región paceña había finalmente estallado.Las provincias altoperuanas de Sicasica, Pacajes,Omasuyos o Larecaja habían comenzando a quedarbajo completo control de las comunidades de la re-gión. En marzo, el corregidor Orellana despachócompañías de milicias de Puno a otras poblacionesen la margen occidental del lago Titicaca, pero nopudo evitar que pueblos como Juli, Ilabe y Chucui-to fueron ocupados y saqueados por los indígenas.Sólo los Lupacas, un grupo cuyas tensiones étnicascon los pueblos del Collao tenían raíces muy pro-fundas, se mantuvieron leales. Previniendo un inmi-nente ataque a la ciudad, Orellana pidió refuerzosurgentes, pero ni el ejército del comandante Del Va-

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lle ni menos aún las fuerzas realistas del Alto Perú, es-taban en condiciones de asistirlo. La ciudad debíaarreglárselas por las suyas.

El primer asalto a Puno se produjo el 10 de mar-zo,cuando 18.000 hombres al mando de Diego Cris-tóbal aparecieron en las montañas que rodean la ciu-dad.Se calcula que las autoridades sólo contaban conuna fuerza de mil cuatrocientos soldados, más uncentenar de indios realistas. Los indígenas llegaronhasta los suburbios de Puno y sus disparos alcanzaronla plaza principal. La ciudad logró de todos modosresistir y las fuerzas de Diego Cristóbal decidieronreplegarse.Pero no por mucho.Durante abril y mayoindígenas provenientes de las provincias de Azánga-ro, Lampa y Carabaya asediarían a la ciudad al me-nos en tres ocasiones. El más violento de estos asal-tos tuvo lugar el 7 de mayo, cuando las fuerzas deDiego Cristóbal y los indios de Chucuito lograronaislarla completamente. El lago Titicaca se convirtióen su única vía de comunicación con el mundo ex-terior. Se produjeron entonces cruentos combatesque se extendieron por unos seis días. Diego Cristó-bal, poco inclinado a arriesgarlo todo en una sola ba-talla, decidió una vez más retirarse y reagrupar susfuerzas a la espera de una mejor oportunidad.Los in-dios del vecino pueblo de Chucuito, por su parte,continuaron atacando la ciudad por varios días. Lacaída de Puno parecía sólo una cuestión de tiempo.

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Ante la inminencia de lo peor, el comandanteDel Valle respondió por fin a las exhortaciones delcorregidor Orellana y marchó con sus diezmadastropas a Puno.Arribó a la ciudad el 24 de mayo. Lasfuerzas indígenas se replegaron a los altos de lasmontañas y desde allí se dedicaron a observar losmovimientos del ejército regular. Pocas horas mástarde, como era ya práctica habitual, en lugar de ex-ponerse a sufrir numerosas bajas, se dispersaron.Ore-llana pensó que por fin había llegado la hora de per-seguir y exterminar a las fuerzas rebeldes, de extirparel mal de raíz. No supo que lo peor estaba por venir.

El ejército que arribó a Puno era una sombra dela poderosa fuerza que había derrotado a TúpacAmaru. De los 17.000 hombres que marcharon delCuzco al Collao apenas quedaban algo más de unmillar de soldados y unos cuatrocientos cincuentaindios leales.La falta de paga, la escasez de alimentos,la rigurosidad del invierno, la impotencia frente a lastácticas de los indígenas llevaron a deserciones enmasa de soldados limeños, cochabambinos y otros.Lamayoría de los indios, por su parte, había regresadoa sus pueblos o se había pasado al bando de DiegoCristóbal. Del Valle tenía serias dudas de que las tro-pas estacionadas en Puno pudieran soportar un ataqueen masa. Un Consejo de Guerra celebrado entoncesresolvió que el ejército se replegase al Cuzco antes decorrer el riesgo de ser exterminado por el enemigo o

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diezmado por las deserciones. Del Valle le ofreció aOrellana dejar una guarnición de cien soldados, peroesta cifra era a todas luces insuficiente. El corregidorni siquiera podía garantizarles la alimentación.

Fue entonces que se resolvió la evacuación dePuno. Se le dio a la población tres días para prepa-rarse. El 26 de mayo, unos cinco mil hombres, mu-jeres y niños cargaron los bienes que pudieron y co-menzaron el éxodo. La ciudad quedó desierta y amerced de los indios. La táctica de sucesivos asaltosy repliegues tácticos había dado por fin sus frutos.Los vecinos, por su parte, iniciaron su marcha alCuzco encabezados por el corregidor Orellana. Enel camino, sufrieron reiterados ataques de los indíge-nas. Las víctimas fatales se multiplicaron con el pasode los días. Para peor, las máximas autoridades colo-niales no se pusieron de acuerdo respecto del cursode acción a seguir.El virrey del Perú,Agustín de Jáu-regui, y el visitador general,Antonio de Areche, re-pudiaron la decisión del comandante Del Valle y leordenaron a Orellana regresar de inmediato a Puno.Como el contingente se encontraba en las cercaníasdel Cuzco,el corregidor ignoró la orden y el 5 de ju-nio, tras unos cuarenta días de marcha e infinitas pe-nurias, arribó con su gente a la ciudad imperial.Del Valle llegó al Cuzco algunos días más tarde, yaque había decidido dirigirse primero a la provinciade Carabaya para tomar contacto con un destaca-

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mento de unos ochocientos soldados que había que-dado aislado y sin comunicaciones debido a la falta demensajeros. Las deserciones fueron por entonces tanmasivas que el comandante temió por un momentoser completamente abandonado por sus soldados.

Hacia junio de 1781 la situación en las sierras pe-ruanas no podía ser más sombría. El otrora podero-so ejército de Del Valle se había prácticamente disuel-to. A los refugiados de Puno se les ordenó regresar asu ciudad,pero el corregidor se negó a hacerlo a me-nos que fuera secundado por una fuerza de no me-nos de cuatro mil soldados bien pertrechados. Susreiterados pedidos de auxilio militar al resto de loscorregidores de la región cayeron en saco roto. ElCollao estaba prácticamente en manos de las fuerzasinsurgentes. Incluso en los alrededores del Cuzco, losindios de Calca, Paucartambo y Canas y Canchisreiniciaron sus ataques.Ni el Cuzco parecía ya com-pletamente seguro. Los principales jefes militares enel terreno, Areche y Del Valle, iniciaron un enfren-tamiento sobre las políticas de contrainsurgencia quese extendería por años.Areche no se cansó de con-denar el fracaso militar en el Collao y recomendó re-doblar los esfuerzos bélicos para eliminar a los sedi-ciosos. Del Valle consideró que escalar el conflictoera inviable y suicida. En una carta dirigida al virreydel Perú a comienzos de agosto,avogó por la promul-gación de una amnistía general a todos los rebeldes

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empezando por los amarus. La campaña al Collao lehabía enseñado que era la negociación, no la guerra,el mejor medio de pacificar el reino.

Mientras tanto,Diego Cristóbal había logrado es-tablecer una especie de corte incaica en el pueblo deAzángaro.Allí recibía diariamente delegados de dis-tintas provincias, planeaba junto a Andrés TúpacAmaru, Miguel Bastidas y otros jefes los próximosmovimientos y acumulaba plata y bienes de valor to-mados en combate.Todas las noches asistía a misa enla iglesia del pueblo, un antiguo templo cuyas pare-des “estaban cubiertas de pinturas y cuadros de gran-des maestros en riquísimos marcos dorados y el altarmayor estaba tapizado de macizas planchas de plata”.Se comportaba, y así era visto por sus seguidores,como un inca. La muerte de Túpac Amaru no habíacambiado mucho las cosas después de todo.

Lo que sí cambiaría el curso de la rebelión, y a lapostre sellaría su destino, era lo que estaba sucedien-do por esos días al otro lado del lago Titicaca.En estesentido, la orden de Areche para que Orellana y DelValle regresaran a Puno y recuperaran el dominio dela ciudad era impracticable pero no caprichosa.Punoera esencial para asistir a las fuerzas realistas que es-taban combatiendo desde hacía semanas por el con-trol de La Paz y el altiplano paceño.Y la suerte de larebelión terminó gravitando en torno al resultado deesta batalla.

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“Tomás Túpac Katari, Rey Inca”

En el transcurso del siglo XVIII, La Paz se habíaconvertido en uno de los más pujantes centros mer-cantiles en el espacio económico surandino. Era unade las principales áreas productoras de coca, un biende consumo masivo que se comercializaba en gran-des cantidades en el Cuzco, Potosí y el resto de lasciudades del Alto y Bajo Perú. Contaba para enton-ces con una población de 40.000 almas, la ciudad demayor crecimiento de la época. Comerciantes y ha-cendados dominaban la escena política local. El 13de marzo de 1781, para el tiempo que los ejércitosrealistas se cernían sobre el campamento tupamaris-ta en Tinta, sus habitantes amanecieron con la noti-cia que unos 40.000 indígenas, hombres y mujeres,habían ocupado la zona del Alto con el objeto deatacar la ciudad.

Mientras el propósito de las fuerzas insurgentesera ocupar La Paz, su estrategia no fue tomarla porasalto, sino más bien controlar el Alto, realizar incur-siones sorpresivas, cortar las escasas rutas de acceso ala ciudad y esperar que los habitantes, acosados porel hambre, perdieran la voluntad de resistir y se rin-dieran. Ninguna otra ciudad en los Andes, posible-mente ninguna otra en el continente, presenta con-

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diciones tan favorables para un asedio de este tipo.Como es sabido, La Paz está edificada en el lecho deuna enorme depresión,una verdadera hoya.Sus con-tactos con el exterior pueden ser interrumpidos conrelativa facilidad mediante la ocupación de la pam-pa elevada que la rodea. Cuando el 13 de marzo losindios acamparon en el Alto,dio comienzo un inédi-to sitio que se extendería por ciento nueve días co-rridos.Cuando el asedio fuera finalmente levantado,unos 10.000 vecinos habrían perdido la vida. Nohubo, ni lo habría en los siglos por venir, un más de-vastador ataque indígena a la población hispánica enlos Andes.

Durante los días iniciales del asedio, la poblaciónde La Paz escucharía por primera vez de un hombreque estaba llamado a convertirse en el más fulguran-te emblema de la insurgencia en el Alto Perú:TúpacKatari. En efecto, no aparecen referencias a su per-sona en ninguno de los enfrentamientos anterioresque habían conmovido las provincias del altiplanopaceño.A diferencia de Túpac Amaru y Tomás Ka-tari, cuyas trayectorias políticas son rastreables variosaños previos a los sucesos de 1780, Túpac Katariirrumpe en el registro histórico junto con el sitio deLa Paz.A este solo acontecimiento quedaría asocia-do su nombre, como si la magnitud del evento hu-biera absorbido toda la luminosidad del personaje.Su nombre real era Julián Apaza y había nacido unos

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treinta años antes en la jurisdicción del pueblo deSicasica. Con el tiempo, se estableció como foraste-ro tributario en uno de los ayllus del pueblo de Ayoa-yo, de la misma provincia. Era aymara parlante,como el resto de los indígenas de la zona. En sus de-claraciones, dijo ser viajero comerciante de coca yropa de bayeta, vale decir, uno de los muchos merca-deres indígenas que conectaban los valles producto-res de coca de las yungas con los grandes centros ur-banos surandinos como Potosí, Chuquisaca, Oruroo el Cuzco.Fue precisamente en torno a este tipo deactividades mercantiles que floreció la economía re-gional paceña durante fines del siglo XVIII.Activi-dades realizadas en muchas ocasiones por pequeñosmercaderes o “trajinantes”, como se llamaba enton-ces a los Julián Apazas de este mundo. No es mucholo que se puede decir acerca del universo mental dealguien sobre el que tan poco se sabe. Imaginamosque estaba acostumbrado a la vida ruda, áspera, delos caminos, al trato con gentes de variados orígenes,a tener que ganarse el respeto de los demás y a de-fender, por la fuerza si era necesario, lo que creíaera suyo. Debió haberse formado una visión de lasociedad diferente, acaso más amplia y menos jerar-quizada, que la de un campesino más atado a la tie-rra (aunque los campesinos andinos nunca lo estabandel todo) como Tomás Katari: en el mundo de laspostas, las chicherías, los mercados urbanos se inte-

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ractuaba con desconocidos (arrieros, pequeños pro-ductores, mercaderes mestizos, trajinantes) y se in-tercambiaban noticias sobre las novedades en distin-tas partes del país.

En cuestión de semanas, el poder y prestigio deTúpac Katari sólo sería comparable al del propio Tú-pac Amaru. Pero era un personaje muy distinto aaquel. Lejos de ser un cacique próspero, educado,acostumbrado a sentarse a la mesa de las elites colo-niales, no dominaba el castellano, no pertenecía aningún linaje noble y, antes de la rebelión, no ocu-pó ningún cargo de importancia en su pueblo deorigen.Túpac Amaru,por su prosapia, su riqueza, suscultivados modos, proyectaba un aura de autoridad.Túpac Katari tuvo que ganarse la obediencia a supersona, no pudo darla por sentado. Como observófray Matías Borda, un clérigo que fue forzado a ofi-ciar misa en el campamento insurgente en el Alto deLa Paz, y que vio de primera mano lo que allí suce-día, notó que había “muchísimos que aún le dispu-taban el gobierno a dicho Katari, por decir que siun indio de bajísimas obligaciones, hijo de padreno conocido… además de ser por naturaleza bienrudo, pues ni leer sabía… se había coronado o he-cho cabeza, ¿por qué ellos no harían lo mismo,cuando eran principales y de legitimidad en poderser respetados?”.También su actitud hacia la cul-tura dominante era muy diferente que la de su par

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en el Cuzco.El mismo Borda recordó que al ser pre-sentado a Túpac Katari “[lo] saludé en castellano, yme reprendió, encargándome que no hablase en otralengua que no fuese el Aimará, cuya Ley tenía im-puesto con pena de la vida”.

El cerco de La Paz tomó a las autoridades porsorpresa. Pero el ataque fue el corolario de expe-riencias políticas de corta y larga data.A semejanzade lo ocurrido en Charcas, la crisis del orden colo-nial en las provincias de la región paceña (Omasu-yos,Larecaja, Sicasica,Pacajes y Chucuito) había co-menzado a delinearse mucho antes, hacia la décadade 1740, con la expansión del reparto forzoso demercancías y la creciente intromisión de los corre-gidores en la designación y remoción de jefes co-munales. En rigor, las comunidades aymaras teníanuna historia de resistencia colectiva sin parangón enel contexto del área andina. Fue el caso de los ma-sivos levantamientos de los pueblos de Chuani (La-recaja), a fines de la década de 1740, Sicasica en1769, Chulumani (un pueblo en las yungas, provin-cia de Sicasica) en 1771 y Caquiavari (Pacajes), tam-bién en 1771. Hemos visto la enorme conmocióncausada por el ajusticiamiento de los corregidoresde Paria y Carangas en enero de 1781. Pues bien,hacia comienzos de la década de 1770, dos corregi-dores habían ya muerto a manos de los indios de Pa-cajes y Sicasica.

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Algunos estudios recientes han mostrado que es-tos movimientos sociales no debieran se vistos comouna mera respuesta a las prácticas de corregidores ycaciques o al deterioro general de las condiciones devida de los indígenas desde mediados de siglo. Fue-ron asimismo el emergente de profundas mutacionesen la estructuración étnica y los sistemas de autori-dad de las comunidades. Recordemos que los gru-pos étnicos que conformaban los antiguos señoríosaymaras prehispánicos del Collao habían ido aban-donando a partir de la conquista española la ocu-pación de tierras en zonas distantes y gravitandohacia comunidades nucleadas en territorios conti-guos. En contraste con los grandes grupos étnicosdel norte de Potosí, cuyos ayllus componentes te-nían un alto nivel de integración simbólica y ma-terial, aquí las comunidades quedaron agrupadasen lo que se ha definido como “confederaciones deayllus”, encabezados por caciques regionales here-ditarios.Algunos de ellos, como la familia FernándezGuarachi, del pueblo de Jesús de Machaca (Pacajes),llegaron a amasar notables fortunas. Fueron estas en-tidades políticas las que entraron en crisis desde me-diados del siglo XVIII conforme los ayllus localescomenzaron a impugnar su subordinación a los jefesde aquellas unidades sociales mayores. Quienes sur-gieron como las nuevas instancias de gobierno co-munal fueron las tradicionales autoridades de los ay-

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llus locales (cobradores de tributos o jilacatas, indiosprincipales y ancianos). La emergente jerarquía ét-nica estaba por tanto bajo un control más directo delos campesinos; los cargos tendían a ser electivos yrotativos. Se va gestando así una transferencia depoder del ápice a la base de la comunidad, una pro-gresiva democratización de los sistemas de autori-dad que puso fin a los tradicionales principios no-biliarios.

Por otro lado, los repetidos alzamientos contra loscorregidores, los caciques y el reparto forzoso debienes dieron lugar a más amplios cuestionamientossimbólicos al sistema de poder colonial. No se tratanecesariamente de desafíos directos a la soberanía re-gia, de reivindicaciones de restauración incaica o deexpectativas milenaristas (las representaciones ideo-lógicas usualmente asociadas a los movimientos an-ticoloniales), sino de una serie de prácticas políticasirreconciliables con la sujeción europea.Estas “visio-nes campesinas de la utopía andina”, como las deno-mina el historiador Sinclair Thomson, incluyeron laeliminación física de los agentes del dominio espa-ñol, la búsqueda de mayores niveles de autonomíaregional indígena, aun bajo la sujeción nominal a laCorona, y la subordinación de la población hispáni-ca a la hegemonía política y cultural andina. Porejemplo, en 1771 las comunidades aymaras anticipa-ron una práctica muy generalizada durante el levanta-

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miento general tupamarista:obligaron a todos los ve-cinos mestizos y criollos de Caquiaviri, capital dePacajes, a prestar un juramento de “sujeción a ellos,vistiendo mantas, camisetas y monteras, y sus muje-res de axsu a semejanza de ellos, y que así saldrían li-bres con vida”.Aunque acotados espacial y tempo-ralmente, estos movimientos no fueron estallidosabruptos y espontáneos de violencia, sino el desen-lace de prolongados y complejos conflictos políticos.Ni respondieron a la iniciativa de unos pocos cabe-cillas. Los cursos de acción tendieron, por el contra-rio, a ser determinados en asambleas comunales ydeliberaciones colectivas. Era la comunidad,“el co-mún”,donde radicaba el poder de decisión.Como sedijo tras el ajusticiamiento del corregidor de Pacajesen 1771, “Muerto el corregidor ya no había Juezpara ellos sino que el Rey era el común por quienmandaban ellos”.

Este progresivo proceso de democratización delas estructuras comunales de autoridad y de experi-mentación con ideas igualitarias explica la distintivarecepción de los mensajes neoincaicos en la regiónde La Paz. Desde el inicio, el movimiento adoptóaquí inequívocas connotaciones anticoloniales. Nohubo ilusión alguna respecto a la posibilidad de es-tablecer alianzas con criollos y mestizos para opo-nerse a las políticas imperiales, como en el Cuzco uOruro, o de restablecer un idealizado pacto de reci-

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procidad entre los ayllus y el Estado que ampliara losmárgenes de autonomía de las comunidades y limi-tara el poder de las elites locales, como en Chayan-ta. Por lo demás, la insurrección de La Paz, por sulocalización geográfica y temporal, pudo nutrirsecomo ninguna otra de las aspiraciones profunda-mente igualitarias de las comunidades campesinas deCharcas, al mismo tiempo que de las ambiciones so-beranas neoincaicas del movimiento cuzqueño. Elpropio Túpac Katari, mientras recorría la región enfebrero soliviantando y organizando a los indígenas,dijo tener comisión de Túpac Amaru. Exhibió pro-clamas y bandos suyos y se autoproclamó “virrey”para fijar su relación con el nuevo inca rey. Unas se-manas previas al comienzo del sitio de La Paz, porejemplo, demandó obediencia a los principales deSicasica, argumentando que “yo soy el que mandocomo virrey que tengo alcanzado de su excelencia elseñor Inga”.

Las influencias provenientes del sur no fueronmenos significativas. Las comunidades aymaras pa-ceñas siguieron muy de cerca los acontecimientosen Charcas y, sobre todo, en Oruro. Entre comien-zos de marzo y abril de 1781, para la época de lostres sucesivos ataques indígenas al centro minero,varias comunidades de Sicasica, el corazón de la re-belión katarista, estuvieron en contacto con las co-munidades de los distritos de Oruro y Paria. Quien

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intentó coordinar la participación de los indios deSicasica en los fallidos avances sobre la villa fue elmás radical de los líderes de la región, Santos Mama-ni, de Challapata. Las comunidades paceñas parecie-ron extraer una enseñanza de esta experiencia: erafútil esperar la adhesión de los criollos a su proyec-to político. El enemigo comenzó a identificarse conel vocablo aymara “q’ara”: todos aquellos que noson indios. No se trataba de una categoría estricta-mente racial, podía designar de manera genérica amestizos o blancos, pero también a quienes no ves-tían como indios o, simplemente, a los enemigos dela rebelión, cualquiera fuera su origen étnico. Teníasí una distintiva resonancia socioeconómica. SantosMamani, por ejemplo, afirmó que “era llegado eltiempo en que habían de ser aliviados los indios yaniquilados los españoles y criollos a quienes llamanq’aras, porque ellos sin pensiones ni mayor trabajoeran dueños de lo que ellos [los indios] trabajan bajoel yugo y apensionados con muchísimos cargos, yaquellos lograban de las comodidades y los indiosestaban toda la vida oprimidos, aporreados y cons-truidos en total desdicha”.

Ambas corrientes confluyeron pues en el altipla-no paceño.Y esta confluencia quedó simbolizada enel mismo nombre adoptado por Julián Apaza. Sus se-guidores, incluso, se refirieron en ocasiones a élcomo “Tomás Túpac Katari”. Él mismo llegó a pre-

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sentarse con un título más explícito aún:“Tomás Tú-pac Katari, Rey Inca”.

La guerra contra los q’aras

En las provincias paceñas, los cimbronazos del le-vantamiento panandino fueron relativamente tardíos.Las primeras señales de alarma se encendieron a raízde la expansión del ejército tupamarista sobre lasprovincias aledañas al lago Titicaca, en especial Azán-garo, Lampa y Paucarcolla, en diciembre de 1780.Los ataques a los pueblos y haciendas llevadas a cabopor Túpac Amaru, previo a su regreso al Cuzco paraorganizar el asedio a la ciudad, llevaron a que los co-rregidores de Sicasica, Omasuyos, Pacajes y Larecajaintentaran establecer un cerco militar para evitar quelas fuerzas insurgentes ampliaran su radio de opera-ciones al Alto Perú. En lo inmediato, los temores re-sultaron infundados. Sin embargo, los vínculos entrelas poblaciones del Collao y el altiplano paceño eranmuy fluidos. Digámoslo una vez más: no hubo otromovimiento social en la América colonial que tuvie-ra el alcance espacial del movimiento tupamarista,mas no eran los revolucionarios sino la revoluciónla que se expandía de un sitio a otro. De modo quepara febrero de 1781 numerosos grupos indígenas deSicasica,Yungas y Pacajes comenzaron a levantarse a

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nombre de Túpac Amaru contra hacendados, comer-ciantes, funcionarios y vecinos rurales. Los gruposhispánicos se vieron forzados a abandonar las áreasrurales y concentrase, junto con sus bienes y gana-dos, en ciertos pueblos. Sorata, capital de Larecaja,fue el principal de ellos. La revolución tardó en lle-gar a la región de La Paz, pero cuando llegó lo hizocon furia.

Frente a la masividad y violencia del alzamiento,el comandante de Armas de La Paz, Sebastián de Se-gurola, decidió encabezar una expedición punitiva ala zona. Segurola había sido corregidor de Larecajahasta diciembre de 1780 cuando, debido a lo ex-plosivo de la situación, fue puesto al frente de lasfuerzas militares de la región. En febrero, envió doscolumnas de unos seiscientos hombres a Viacha (Pa-cajes) y Laja (Omasuyos). Se encontraron desde elprincipio con una señal ominosa: a diferencia de losucedido en la región cuzqueña, resultó imposiblereclutar indios para la causa realista. Recordemosque incluso en Canas y Canchis, el núcleo duro delmovimiento tupamarista,había habido comunidadesalineadas con las autoridades coloniales. Aquí, ape-nas unos pocos se acercaron al ejército y sus verda-deras intenciones eran harto dudosas. Segurola orde-nó reprimir sin contemplación a los sospechosos.Deacuerdo a testimonios de los propios militares realis-tas, en Viacha se pasaron a cuchillo a unos trescien-

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tos indios. En Laja, como los indios habían huidoantes de la llegada de los soldados, pusieron en lla-mas todas las casas del pueblo. Algunos indios que sehabían atrincherado en un cerro cercano opusierontal resistencia que la columna al mando del mismoSegurola tuvo que solicitar refuerzos, pese a que setrataba de unas pocas decenas de insurgentes. Otraseñal ominosa: para los insurgentes era una lucha amuerte.El comandante reflexionó que sus enemigostenían “un espíritu y pertinacia tan horrible, quedesde luego pudiera servir de ejemplo a la naciónmás valiente”. No sorprende entonces que la inusi-tada violencia del ejército, en vez de aterrorizar a losindígenas, terminase por generar una fuerza igual ycontraria: el avance sobre la gran ciudad de La Paz.Segurola estaba todavía de campaña cuando las fuer-zas aymaras acamparon en el Alto.

La rebelión tupamarista en el altiplano paceño nofue por consiguiente el producto de la marcha de losejércitos tupamaristas —como las autoridades colo-niales habían temido— sino de la rebelión de las po-blaciones locales en su nombre.Y la invocación delnombre y los bandos de Túpac Amaru tuvo un va-lor simbólico más que instrumental o estratégico.Lasacciones de los rebeldes paceños estuvieron insufla-das de abiertas concepciones nativistas.En uno de losepisodios tempranos de la rebelión, un emisario deTúpac Katari proclamó ante una multitud de indios

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reunidos en el pequeño pueblo de Tiquina, cercanoa Copacabana (provincia de Omasuyos), que el so-berano inca rey mandaba a “pasar a cuchillo” a loscorregidores, caciques, cobradores y “a toda personaque sea o parezca ser española”, sin exceptuar a lasmujeres, a los niños o, de ser necesario, a los sacer-dotes.Y en efecto, acto seguido la multitud se lanzócontra la iglesia del pueblo, a donde se habían refu-giado los vecinos, y los mataron uno por uno —loshombres a los hombres, las mujeres a las mujeres.Pese a las exhortaciones del cura,no permitieron quela centena de muertos fueran enterrados. Dijeronque el soberano inca les había mandado que los de-jaran a la intemperie para que los devoraran los pe-rros y las aves de rapiña;no eran después de todo másque demonios y excomulgados. El episodio en símismo no difiere de lo que había estado sucediendoen varias aldeas rurales de Chayanta o Cochabambacomo San Pedro de Buena Vista o Tapacari. La dife-rencia es que aquí fue parte de un movimiento po-lítico amplio, articulado, con una clara estructura deliderazgo, resuelto a tomar el poder y adueñarse delreino. Por algo tenían un rey, y también un virrey.

Los hechos de Tiquina ocurrieron el 19 de mar-zo de 1781. Hacía apenas seis días las fuerzas insur-gentes habían acampado en el Alto de La Paz.No es-tarían allí por unos pocos días como había ocurridoen el Cuzco,Chuquisaca y luego, tres veces, en Oru-

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ro. Estarían por todo el tiempo que fuese necesario,por todo el tiempo que pudieran resistir. Cierta-mente, no sería lo suficiente para lograr su cometi-do. Pero sí para provocar la más grande matanza deq’aras ocurrida desde el siglo XVI, desde los distan-tes tiempos en que las huestes de los Pizarros y losAlmagros habían conquistado a sus antepasados ennombre de un rey y un dios del que nada sabíantodavía.

La batalla por La Paz

Las fuerzas indígenas convergieron en el Alto deLa Paz cuando las tropas realistas estaban todavía decampaña en las provincias circunvecinas intentandodominar los focos de rebelión.Confrontados a la mis-ma suerte que los residentes de otras ciudades sitiadas,las autoridades procuraron cortar el mal de raíz de-salojando de inmediato a los indios de sus posiciones.La enorme superioridad numérica de los insurgen-tes y el escaso profesionalismo de los soldados loca-les impidieron que esos intentos prosperaran. Losavances sobre el Alto terminaron en desorganizadasretiradas.Tampoco el arribo de compañías de miliciasde Sorata y otros pueblos rurales cercanos mejoró lascosas: abrumados por las pedradas y los ataques de losindios, abandonaron el campo de batalla y huyeron a

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la ciudad. Decenas de criollos y mestizos perdieronla vida a mano de sus enemigos durante estos tempra-nos combates. En estos primeros días, los indios resi-dentes en las parroquias de los suburbios de La Paz—los barrios que quedaron fuera de la zona amura-llada y fortificada de la ciudad— tendieron a sumar-se a los atacantes. Tal fue el caso de la parroquia deSan Sebastián, cuyos habitantes se pasaron del lado delos insurgentes llevando consigo todo el ganado quelas tropas realistas habían logrado reunir en su incur-sión en Omasuyos. Los vecinos de la ciudad habríande lamentarlo amargamente en los días por venir. El26 de marzo,Segurola lanzó un último intento de ex-pulsar a los indios de los cerros que dominan La Paz.Tres columnas atacaron coordinadamente, por dife-rentes flancos, las posiciones enemigas. El resultadofue igualmente catastrófico: se perdieron más detreinta hombres, armas y municiones; la caballería enretirada regresó al galope a la ciudad; muchos solda-dos, presumiendo lo peor, buscaron refugio en la ca-tedral; los indios llegaron hasta los suburbios atacan-do a los vecinos e incendiando casas en las parroquiasde Santa Bárbara,San Sebastián y San Pedro.Por unashoras, la población entró en completo estado de pá-nico. Aunque provocaron bajas más numerosas entrelos indios que entre sus enemigos, estos combatesabiertos dejaron en claro que sin el auxilio del ejér-cito regular español no había esperanza.

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Para fines de marzo el cerco sobre La Paz se ha-bía cerrado. Los habitantes perdieron toda comuni-cación con el exterior. Las fuerzas insurgentes,conscientes de que tarde o temprano las tropas re-gulares despachadas de Buenos Aires y Tucumán lle-garían al salvataje, condujeron ataques diarios. Baja-ban a la ciudad de día y regresaban al Alto de noche.Se valían en muchos casos de las armas tomadas encombate.Aunque muy costoso en vidas —se estimaque sólo en un día, el 28 de marzo, los insurgentesperdieron unos trescientos cincuenta hombres—,este constante hostigamiento produjo un terribledesgaste psicológico entre los vecinos. Por lo demás,los alimentos comenzaron muy pronto a escasear. Elabasto de La Paz descansó cada vez más en ocasiona-les y muy peligrosas incursiones en los extramuros.Los rebeldes calcularon, no sin razón, que la capitu-lación de la ciudad era una cuestión de tiempo.

Túpac Katari inició para esos días una animadacorrespondencia con el arzobispo de La Paz. En unprimer momento, se limitó a remitir una carta deTúpac Amaru ofreciendo lo que Túpac Amaru solíaofrecer:protección a aquellos mestizos y criollos quese sumaran a la causa insurgente y un reclamo derendición al resto. El arzobispo le advirtió que esta-ban en un horrible error y le ofreció sus serviciospara conseguir que las altas autoridades lo perdona-sen.Túpac Katari le respondió que no se preocupa-

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ra por la opinión de las altas autoridades puesto quetenían entendido que Carlos III había abdicado afavor del nuevo inca rey.Y añadió que si no entrega-ban a todos los corregidores (incluyendo presumi-blemente a Segurola), toda la población sería exter-minada. Firmó,“Yo, el Señor Virrey Túpac Katari”(no hacía falta aclarar de que rey era virrey). Para fi-nes de abril, el líder aymara intercambió cartas conSegurola de similar tenor. Katari intentó mantenerlas formalidades propias de una comunicación entrejefes militares; Segurola lo trató como una criaturairracional.

El viernes 13 de abril los ataques indígenas de re-pente cesaron. Era Viernes Santo, el comienzo deuno de los más destacados momentos del calendariofestivo de las comunidades andinas. Durante variosdías, ante la azorada mirada de los vecinos de la ciu-dad, se celebraron misas, se bebió, se danzó y se lle-varon a cabo una serie de rituales colectivos.Las fun-ciones religiosas fueron realizadas por el agustinoMatías Borda, un cura que estuvo cautivo varias se-manas en el Alto, y otros eclesiásticos que fueronigualmente obligados a ofrecer sus servicios pastora-les. Las fuerzas insurgentes estaban conformadas pormiles de familias indígenas provenientes de variasprovincias vecinas. No era en rigor un ejército sinouna comunidad, muchas comunidades, en armas. Elpropio Katari estaba acompañado por su esposa Bar-

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tolina Sisa y su hermana Gregoria Apaza. Los secto-res hispánicos acusaron a los indios de recaer en an-tiguas idolatrías y creencias atávicas, pero nada deello se desprende de los testimonios de la Pascua de1781. Lo que sabemos, por el contrario, es que lascomunidades aymaras llevaron a cabo sus acostum-bradas celebraciones religiosas. Se trataba, como enla mayor parte del Perú, de una forma de catolicis-mo andino que combinaba elementos cristianos conrituales comunales dedicados a deidades locales ycultos a los antepasados.Así lo habían hecho duran-te siglos, año tras año, ante la mirada tolerante, resig-nada o indiferente de los curas rurales, los vecinoshispánicos y los gobernantes coloniales. Lo que laguerra había alterado era la percepción de los gruposhispánicos, no las prácticas religiosas indígenas.

La tregua duró lo que las festividades. De hecho,el final de la Pascua fue seguido del más furibun-do ataque a la ciudad hasta el momento. Según elrelató de un testigo, la noche del 25 de abril los in-dios descendieron por las laderas de los cerros,“unos arrimándose con mechones de fuego y el in-tento de pegar fuego a las casas; otros con barretas,queriendo agujerear o derribar las paredes para in-troducirse [en la ciudad]; y los más acometiendo congran gritería y pedradas, ayudados de muchos fusi-les, con que nos hacían fuego con la mayor ardentíay valor que puede imaginarse”.Túpac Katari depo-

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sitó grandes esperanzas en la acción. Observó desdela altura —junto a su mujer Bartolina Sisa, MatíasBorda y otros eclesiásticos— cómo la ciudad ardíaen llamas y los combates callejeros se multiplicaban.Confiaba en un seguro triunfo. Pero muy a su pe-sar, los vecinos lograron resistir y las bajas indígenas,como siempre en estos casos, fueron cuantiosas. De“demonios” tildó Katari a los españoles cuando losinformes del combate comenzaron a arribar.

A partir de entonces, los rebeldes perdieron fe enla eficacia de los asaltos en masa. Pero el cerco semantuvo firme. Durante mayo y junio los indígenascañonearon la ciudad regularmente y se realizaronconstantes incursiones. Para cuando los alimentoscomenzaban a agotarse, y la situación del vecindariose hizo desesperante, se produjo por fin la tan ansia-da llegada del ejército de Charcas comandado por elteniente coronel Ignacio Flores. El 1 de julio, trasciento nueve días ininterrumpidos de asedio, los in-surgentes fueron desalojados del Alto. No hubograndes combates, sino más bien escaramuzas, pues-to que ante la llegada del ejército,Túpac Katari or-denó el retiro ordenado de sus fuerzas.De modo queel asedio no había sido derrotado, sino más bien en-trado en un impasse.

Cuando Flores y sus tropas hicieron su entrada enLa Paz, fueron recibidos con enorme algarabía. Elpanorama con el que se encontraron era desolador:

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la más pujante ciudad andina de la época estaba ro-deada de trincheras, acosada por la pestilencia y elhambre, reducida en gran parte a cenizas y apestadade cadáveres.

Julio trajo algo de alivio. Se reinició el abasto dela ciudad, las condiciones sanitarias mejoraron y conello la moral de los pobladores. Pero todo duraríamuy poco. Por un lado, la tan anunciada invasión alAlto Perú de las fuerza tupamaristas del norte final-mente se materializó. Consciente de la crucial im-portancia de la batalla por La Paz, Diego CristóbalTúpac Amaru, máximo jefe de la rebelión tras lamuerte de José Gabriel, envío un importante contin-gente a la región. Desde Azángaro, el nuevo cuartelgeneral tupamarista, bajaron Andrés Túpac Amaru,Miguel Bastidas y otros parientes y coroneles almando de las tropas de campesinos quechuas. Se di-rigieron primero a Sorata, la capital de la provinciade Larecaja, el sitio en donde se había congregado lamayoría de los criollos, españoles y mestizos de lospueblos al oriente de La Paz. Levantaron un cercosobre el pueblo y, en una muestra del grado de sofis-ticación alcanzado por la insurgencia,Andrés TúpacAmaru hizo construir una represa para que, una vezacumulado suficiente caudal, se la destruyera. Cuan-do el torrente inundó el pueblo, ingresaron en masa,se apropiaron de los tesoros de la iglesia e incendia-ron el templo, el cual, como en todos lados, se había

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convertido en el lugar de refugio de los españoles.En la plaza de Sorata, toda persona considerada hos-til, sin importar origen, edad o género, fue degolla-da. Luego marcharon a los Altos de La Paz.

Si la llegada de los amarus a la región no podíaanunciar nada bueno para los pobladores hispánicos,la situación se tornó francamente desesperante cuan-do a comienzos de agosto Ignacio Flores resolvió re-gresar a Charcas debido a la imposibilidad de mante-ner su ejército en el terreno por falta de alimentos,enfermedades y, sobre todo, indisciplina.En particu-lar, las milicias provenientes de Cochabamba se amo-tinaron y regresaron a su tierra sin esperar orden al-guna. El contraste con lo sucedido en la región delCuzco vuelve a ser evidente. Mientras la superiori-dad bélica de los destacamentos españoles les posi-bilitó ganar batallas, sin cierto apoyo de la poblacióncampesina como el que habían gozado en la luchacontra Túpac Amaru, la guerra se tornó en una largay penosa conflagración. Así pues, temiendo que lasfuerzas de Túpac Katari diezmaran lo que quedabade su ejército,Flores se vio obligado a abandonar sú-bitamente la ciudad sin poder siquiera trasladar a losheridos. El 7 de agosto, una vez que el ejército se re-tiró, el Alto se volvió a cubrir de las tropas insurgen-tes. El segundo sitio de La Paz dio así comienzo.

El comando insurgente no sería esta vez el mis-mo.Andrés Túpac Amaru arribó al Alto después de

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su victoria en Sorata y estableció su cuartel generalen el cerro Calvario, frente al campamento aymarade Túpac Katari, ubicado en un sitio denominadoPampajasi.Los amarus aportaron prestigio, experien-cia y astucia al bando insurgente. Pero las relacionesentre el comando aymara y el quechua fueron com-plicadas desde un principio. Andrés Túpac Amarureclamó, como era esperable, la jefatura del movi-miento. ¿Acaso no se estaban rebelando para restituira los incas? Mas una cosa era proclamar la lealtad a unmonarca distante, algo abstracto, cuya presencia secorporizaba en bandos y misivas, y muy otra acatarsu mando personal, menos aún el de sus sucesores yparientes. Los indígenas paceños no estaban arries-gándolo todo —sus vidas, sus familias, sus posesio-nes— para subordinarse a foráneos. Por otro lado,hay que recordar que los pueblos aymaras habíansido conquistados por la fuerza por los incas. Para laaristocracia cuzqueña del siglo XVIII, la civilizaciónincaica era poco menos que indistinguible de la ci-vilización andina. Los indígenas al otro lado del Ti-ticaca no parecían pensar lo mismo.Tenían otra vi-sión de la historia. Ello podía no ser el problemacentral en un momento de guerra total contra unenemigo común y poderoso. Pero no dejaba de serun problema. Se dijo, por ejemplo, que mientrascontemplaba la ciudad en llamas durante el masivoataque del 25 de abril,Túpac Katari había musitado

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que ahora que había logrado conquistar La Paz, ten-dría que hacerle la guerra a los amarus para conver-tirse en el único monarca de estos reinos.

Una vez que los líderes cuzqueños se establecie-ron en el Alto, estas tensiones se pusieron muy rápi-do de manifiesto. Durante los días iniciales del se-gundo sitio, frente a la abierta resistencia de Katari asubordinarse a su autoridad, los amarus lo hicieronarrestar y llevar a su campamento.No tardaron en re-conocer,por supuesto,que la situación era insosteni-ble: Katari ejercía una poderosa influencia sobre losmiles de campesinos aymaras, era irremplazable y susúnicas posibilidades de éxito estaban en brindarletodo el apoyo posible.De modo que tras una serie deconversaciones fue nombrado formalmente coman-dante del sitio de La Paz.La autoridad de Andrés Tú-pac Amaru y Miguel Bastidas quedó limitada a lastropas quechuas. Aunque este acuerdo pareció porfin estabilizar las relaciones en el comando insurgen-te, el líder aymara no dio por cerrado el incidente.Es muy ilustrativo del liderazgo de Katari que pocodespués ordenara capturar al coronel tupamaristaque lo había arrestado. Luego lo hizo ahorcar y des-cuartizar en el Alto.

Para la población de La Paz el regreso del asediosignificó el regreso del hambre y las enfermedades.Los testigos hablan de gente precisada a ingerir cue-ro, petacas, gatos, mulas y cuanto animal quedara

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vivo o muerto.Los perros eran particularmente ape-tecidos: estaban gordos de comerse los cadáveresque se apilaban a la intemperie.Al menos dos testi-monios hacen referencia a casos de antropofagia. Laotra opción era arriesgarse a salir fuera de la zonafortificada para comer hierbas silvestres. En los pri-meros días de octubre, los vecinos descubrieron quese había establecido un mercado indígena en las in-mediaciones de la parroquia de San Pedro. Grancantidad de personas, acosadas por el hambre, seaventuraron fuera de las murallas de la ciudad paracomprar víveres. Pero además de que los precioseran exorbitantes, descubrieron pronto que los in-surgentes aprovecharon la situación para capturardecenas de hombres y mujeres.Conforme los muer-tos se iban acumulando, el cementerio se vio atosi-gado de cadáveres y la fetidez se tornó insoportable.En los hospitales se llegaba a acomodar a cuatro per-sonas por cama; la gente simplemente moría en lascalles. Para cuando el cerco acabó, se calcula que untercio de la población de La Paz, unas 15.000 per-sonas, había perecido de hambre, de enfermedades oa manos de los insurgentes.

El segundo sitio se extendió por más de dos me-ses, desde comienzos de agosto hasta el 17 de octu-bre de 1781. Sus características fueron similares alprimero: constantes movimientos de hostigamientoen forma de disparos de artillería, pedradas, tiros de

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fusil e incursiones más o menos diarias en los subur-bios de la ciudad. Tanto Túpac Katari como AndrésTúpac Amaru mantuvieron comunicaciones regu-lares con las autoridades y la población paceña. Elprimero exigió repetidamente la liberación de suesposa Bartolina Sisa, una de sus principales lugarte-nientes,quien había sido capturada en una escaramu-za.Ambos insistieron en que si accedían a deponer lasarmas, los criollos y mestizos serían perdonados.Caso contrario, les esperaría el mismo destino que alos vecinos de Sorata.De hecho, Andrés Túpac Ama-ru diseñó un plan para inundar La Paz similar al quehabía utilizado en la capital de Larecaja. A mediadosde septiembre se comenzó a construir una represa enla cabecera del río Choquepayu, de modo de crearun estanque lo suficientemente grande como paraque, una vez destruido el dique de contención, laciudad fuera arrasada por las aguas. Se trató de unacompleja obra de ingeniería a la que se destinaroncientos de trabajadores. La noche del 11 de octubre,empero, la represa cedió antes de tiempo y si bien lasaguas arrastraron varios puentes y casas causando granpánico entre los vecinos, las trincheras fortificadas re-sistieron y la ciudad no sufrió daños mayores. El falli-do intento de inundar La Paz representaría a la postrela última oportunidad para lograr su rendición.

Pocos días después, el 17 de octubre, unos ochomil soldados al mando de teniente coronel José de

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Reseguín, los mismos que habían pacificado las pro-vincias sureñas, arribaron al Alto luego de protago-nizar una serie de combates y escaramuzas con lasfuerzas rebeldes que encontraron a su paso en la pro-vincia de Sicasica. Ante la inminencia de la llegadade esta poderosa fuerza, los insurgentes aymaras vol-vieron a abandonar sus posesiones. Pero esta vez nosucedería lo mismo que en el primer sitio. Tras ase-gurarse el levantamiento definitivo del cerco, el ejér-cito español se lanzó de inmediato a la persecuciónde las fuerzas de Túpac Katari y las derrotó.

El líder aymara buscó refugio en el santuario dePeñas, un pueblo al norte de La Paz donde se habíanatrincherado los jefes y tropas quechuas.No encontróallí, sin embargo, la protección buscada.Para entonceslos comandantes tupamaristas estaban embarcados enconversaciones con las autoridades españolas paraponer fin a la conflagración. Las tratativas se habíanvenido acelerando desde que el virrey del Perú,Agustín de Jáuregui, a sugerencia del comandanteJosé del Valle, había promulgado el 12 de septiembreuna oferta formal de paz y un perdón general a quie-nes abandonaran las armas.Apenas una semana mástarde, Del Vallé escribió personalmente una misiva aDiego Cristóbal Túpac Amaru proponiéndole unacuerdo de paz. Él, su sobrino Andrés Mendigure, elhijo de José Gabriel, Mariano Túpac Amaru, todoslos líderes del movimiento y todos sus seguidores se-

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rían perdonados. La propuesta era tentadora. Luegode un año de guerra abierta, considerando la sombríasituación al norte y al sur del Collao, también los di-rigentes tupamaristas debieron por entonces abrigarmuy serias dudas sobre su capacidad de derrotar a lastropas realistas. El 17 de octubre, el mismo día de laderrota de las fuerzas de Túpac Katari en el Alto,Diego Cristóbal le envió una carta a Del Valle acep-tando el perdón general.

De modo que para cuando Túpac Katari llegó alpueblo de Peñas, el principal heredero de TúpacAmaru había ya ordenado desde Azángaro que lastropas entregasen sus armas a Reseguín.Mientras losamarus acataron la orden, Katari se retiró a Achaca-chi, un pueblo en la ribera del lago Titicaca, para in-tentar reorganizar la resistencia. Pero ya era tarde.Con la derrota militar en Cuzco, La Paz y Oruro, lascampañas de represión en Cochabamba,Lipes y Por-co, el colapso de la insurgencia en Chayanta, y el ar-misticio firmado por los amarus en el sur del Perú,el momento de la rebelión había ya pasado. En lasmismas provincias paceñas decenas de miles de indí-genas se dirigieron a Peñas para ofrecer su rendicióna cambio de un indulto. Traicionado por uno de susprincipales colaboradores,Túpac Katari fue por fincapturado a comienzos de noviembre.

El líder aymara fue conducido a una prisión enel santuario de Peñas.Allí fue sumariamente juzga-

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do por Tadeo Diez de Medina, oidor de la audien-cia de Chile y auditor de guerra. El 14 de noviem-bre fue atado a la cola de un caballo y arrastradohasta la plaza del pueblo. Fue descuartizado vivopor cuatro caballos que tiraban de sus brazos ypiernas. Su cabeza se expuso poco después en laplaza de La Paz; el resto de sus miembros en lospueblos de Ayoayo, Sicasica, Chulumani, Caquava-ri y otros centros rebeldes. La sentencia, subrayóMedina, era proporcional a “la naturaleza y calidadde sus delitos de infame traidor, sedicioso, asesinoy hombre feroz o monstruo de la humanidad ensus inclinaciones y costumbres, abominables y ho-rribles”.

El fin de una era

La revolución tupamarista partió en dos la histo-ria de los pueblos andinos del Perú. Hasta entonceshabían sido considerados como miembros de una re-pública. Una república inferior y subordinada a laotra, la de españoles, pero una república al fin: unasociedad completa, estratificada, con sus pocos privi-legiados, sus muchos comunes, sus códigos de justi-cia, sus sistemas de propiedad, sus prácticas religiosas,sus lenguas, su memoria histórica. Cuando las masi-vas reivindicaciones de restauración incaica, la pro-

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fanación de iglesias, las indiscriminadas masacres deq’aras llegaron a su fin, el añejo modelo de las dos re-públicas comenzó a formar parte del pasado. Lospueblos nativos se transformarían poco a poco enuna clase o, dada la generalizada superposición decondiciones económicas y atributos étnico-cultura-les, en una casta. Sus prácticas sociales y sistema decreencias culturales dejaron de ser vistos como pecu-liaridades propias de una de las múltiples entidadespolíticas que componían el edificio barroco de lamonarquía plural hispánica.Aparecieron ahora comovestigios muertos de una civilización extinta haciasiglos. Las elites coloniales, peninsulares o america-nas, comenzaron a concebirlos como campesinos.Yactuaron en consecuencia.

Su principal objetivo fue erradicar toda represen-tación simbólica asociada al incanato y todos los pri-vilegios y preeminencias de sus putativos descen-dientes, la aristocracia indígena. Se trató de la másprofunda mutación en las formas de dominación so-bre las comunidades andinas desde la instauración deinstituciones permanentes de gobierno colonial a fi-nes del siglo XVI. Impulsadas por el visitador gene-ral Antonio de Areche y por los más altos magistra-dos regios en Perú y Madrid, las nuevas políticasimperiales procuraron extirpar de raíz las fuerzas his-tóricas que silenciosamente habían contribuido aconfundir las jerarquías coloniales, a borrar los signos

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de subalternidad de los pueblos indígenas, a que loscriollos adoptaran como suyas las representacionesculturales de los nativos, a que la importancia de losnobles cuzqueños se asemejase a la de los nobleshispanos. Así pues, las pinturas de los incas fueronretiradas de la vista pública y se prohibió el uso delas antiguas vestimentas andinas. Se proscribieron lasrepresentaciones teatrales del pasado incaico y de laconquista o la lectura de los Comentarios Reales de losIncas del Inca Garcilaso. En su afán por asimilar losindígenas a las cultura dominante,por eliminar el an-tiguo pluriculturalismo de la monarquía hispánica,Areche intentó incluso suprimir el uso de las lenguasnativas, el quechua y aymara.Sostuvo al respecto que“me hace el mayor dolor caminar por esta tierra sinentender a los que me hablan, bien a pesar de la re-petición con que ha mandado el rey que se le ense-ñen y no ha bastado”.Al reflexionar sobre las causasde la revolución, el obispo del Cuzco Juan Manuelde Moscoso definió la constante exhibición de sím-bolos de la “gentilidad” como “un error capital”.Omitió mencionar que aquellos símbolos, además deser exhibidos públicamente,no habían sido pensadoscomo parte del archivo de la “gentilidad”: habíansido un rasgo constitutivo de la identidad colectivade la sociedad cuzqueña en su conjunto.

¿Cómo se adaptaron los amarus a este nuevo cli-ma? Para comienzos de 1782, tras complejas nego-

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ciaciones, acusaciones de mutua traición y algunasescaramuzas, todos los herederos de Túpac Amaruhabían por fin depuesto las armas.Aunque surgiríantodavía unos pocos conatos aislados de violencia enla sierra sur peruana y en la región del lago Titicaca,el levantamiento tupamarista había terminado. Sinembargo, el armisticio fue fruto de la necesidad, node la convicción, y solo sirvió para posponer por untiempo las verdaderas políticas de pacificación. Losamarus no tenían lugar en este nuevo orden de co-sas. Quince meses después del armisticio, apelando amotivos reales (los amarus nunca se avinieron a repu-diar a su ilustre pariente) e imaginarios (pergeñar unnuevo levantamiento), las autoridades peruanas de-clararon que Diego Cristóbal y sus familiares habíanroto los acuerdos de paz y ordenaron su arresto. Enabril de 1782, Diego Cristóbal, su madre y varios desus colaboradores fueron ejecutados en el Cuzco.Lossuplicios fueron más brutales aún que los infligidosal mismo Túpac Amaru.Andrés Mendigure y Maria-no Túpac Amaru fueron enviados a España y murie-ron en el viaje. Incluso parientes distantes fueronarrestados y desterrados. Apenas los temores de unrebrote insurgente se aventaron, las autoridades espa-ñolas dejaron en claro que ya no se tolerarían figu-ras de este tipo.

El fin de los amarus es indicativo de un fenóme-no más amplio y de enormes consecuencias: la irre-

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versible decadencia de la institución cacical.Todos loscacicazgos rebeldes fueron abolidos, y aun aquellosque se habían mantenido neutrales fueron objeto deinnumerables acusaciones y procesos judiciales. Escierto que varios caciques leales fueron recompensa-dos por la Corona,pero las bases simbólicas y materia-les de su antigua prominencia se desvanecieron. Parasobrevivir debieron abjurar de su pasado y su abolen-go; el costo de su supervivencia fue su completa his-panización.Mientras sus preeminencias se habían tra-dicionalmente fundado en su linaje (no había esfuerzoy dinero que no estuvieran dispuestos a invertir paraprobar sus sangre incaica, como lo prueba la propiahistoria de José Gabriel Condorcanqui), ahora pasa-ron a basarse en haber combatido a quienes se habíanalzado a nombre de sus antepasados.Por otro lado, loscaciques perdieron una atribución central del cargo, larecaudación tributaria, la cual constituía un mecanis-mo primordial de acceso a los recursos agrarios y ser-vicios laborales de la comunidad. Despojados de susfacultades económicas y símbolos de prestigio social,los tradicionales caciques coloniales iniciaron unairremediable decadencia.Tomarían su lugar los llama-dos “alcaldes varayocs” y otras autoridades comunaleselectivas, así como nuevos “caciques recaudadores”detributos, quienes eran por lo general mestizos o crio-llos completamente ajenos a las comunidades y desig-nados por los gobernadores provinciales.

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No se trató, por lo demás, de un mero cambio deautoridades, sino de mutaciones más profundas queafectaban la propia naturaleza de la comunidad rural.Se ha dicho que la desaparición de los caciques y elascenso de los alcaldes estuvieron acompañados “porla desestructuración de los tradicionales lazos étnicosque tendió a agrupar horizontalmente a los comu-neros”; constituyó un proceso “democratizador a lavez que disgregador”. Se comienza a gestar pues unasociabilidad menos fundada en el parentesco, más“voluntarista”, propia de comunidades con un ma-yor nivel de fragmentación étnica y cultural. Cierta-mente, durante las primeras décadas republicanas lacomunidad andina todavía continuaría funcionandocomo reserva de tributos y mano de obra. Y, comoes natural, los ritmos y la intensidad de esta tenden-cia a la pérdida de cohesión de las entidades andinascoloniales variaron mucho de región en región:me-nos marcada en las tierras altas que en los valles, enBolivia que en Perú, en el norte de Potosí que enLa Paz.No es coincidencia que la provincia de Cha-yanta fuera testigo durante el siglo XIX de los másvigorosos movimientos sociales en defensa de la in-tegridad territorial de los ayllus y que Bolivia, noPerú, fuera el escenario de una rebelión de escala na-cional de fuerte raigambre nativista como la encabe-zada por Pablo Zárate Willka en 1899. En cualquiercaso, no obstante, para cuando los estados naciona-

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les diversificaran sus fuentes de ingresos fiscales y loscuestionamientos liberales a la organización corpo-rativa indígena ganaran fuerza, el debilitamiento deltejido social de las comunidades andinas limitaría enmucho su capacidad de poner coto al avance de lashaciendas sobre las tierras comunales y a los ataquesideológicos y jurídicos a su derecho de existir.

La tozudez de los hechos

En 1809, cuando Napoleón estaba terminandode ocupar España y la monarquía hispánica comen-zando a perder su imperio colonial, se produjo unmovimiento criollo en el Cuzco para reemplazar alos magistrados regios y conformar una nueva juntade gobierno.Fue uno de los primeros estallidos ame-ricanos contra las autoridades establecidas. El alza-miento no prosperó. Viéndose acorralados por lasfuerzas realistas, los insurgentes decidieron apelar a laayuda militar de Mateo Pumacahua, el anciano ca-cique de la provincia de Urubamba que tres décadasatrás había combatido con sus hombres a TúpacAmaru.Aunque Pumacahua y otros pocos sobrevi-vientes de la antigua aristocracia cuzqueña se habíanintentado asimilar a las elites provinciales, el proce-so no había sido fácil. En retribución por sus invalo-rables servicios a la Corona, el cacique había llegado

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a ser designado presidente de la nueva audiencia delCuzco.Pero muchos consideraron que ése no era unpuesto apropiado para un hombre de su origen y,eventualmente, para su humillación, fue desplazadodel cargo.Escribió amargas cartas al virrey lamentán-dose que su remoción había sólo obedecido al hechode ser indígena. De modo que habiendo abandona-do hacía mucho el discurso nacionalista incaico delsiglo XVIII, Pumacahua decidió abrazar ahora otronacionalismo, el criollo. Cuando los hacendados, loscomerciantes, los abogados, los integrantes de la eli-te cuzqueña, vieron una vez más a un descendientede los incas al mando de un ejército de indígenas (eindígenas que en ocasiones se referían a él como “elInca”) se espantaron. Los criollos alzados perdierontodo apoyo significativo de parte de sus pares y Pu-macahua, entregado a sus propias fuerzas, tras algu-nos éxitos militares no menores, fue derrotado, cap-turado y ajusticiado.

Pumacahua había sido uno de los más acérrimosenemigos del movimiento tupamarista. Pero, en unpunto, el contenido de sus ideas es menos relevanteque los fundamentos de su poder. Dicho de otromodo, Pumacahua fue el hijo de la misma civiliza-ción que había hecho posible a Túpac Amaru. Erauna civilización donde las tradiciones imperiales yculturales nativas eran también las tradiciones y lacultura de la sociedad cuzqueña toda y donde las co-

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munidades andinas (sus sistemas de autoridad, susprácticas religiosas, sus formas de distribución de losrecursos colectivos, sus mecanismos de participaciónen el espacio económico peruano) eran el núcleobásico de la experiencia social de millones de indí-genas a lo largo de los Andes.Fue precisamente la vi-talidad de la sociedad andina, y la vitalidad de losvínculos que la unían al universo social que la rodea-ba, lo que hizo que el levantamiento en armas decientos de miles de indígenas contra el dominio co-lonial no representara un mero anhelo de retorno atiempos pretéritos. No rechazaron las institucionespolíticas, económicas o religiosas vigentes sino quelas reinterpretaron conforme a sus propias concep-ciones.Tenían sus propias versiones de cómo el go-bierno, la justicia y el mercado debían operar,qué eraser un buen cristiano y qué un buen vasallo del rey.Y tenían también la experiencia política, la capaci-dad de movilización y la credibilidad para intentarponerlas en práctica.Así lo creyeron incluso algunossectores criollos y mestizos. En el proceso, subvirtie-ron radicalmente el lugar de los pueblos colonizadosen el orden natural de las cosas, la asociación entrediferencia cultural y dominación política. TúpacAmaru fue el ícono más visible de esa civilización;Pumacahua, su última víctima.En las décadas por ve-nir, las elites republicanas podrían evocar con orgu-llo el imperio incaico,pero su inconmovible convic-

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ción en la inherente ineptitud de los indígenas paraparticipar en la ciudadanía nunca los abandonaría.

Hacia fines del siglo XX, para regresar a nuestropunto de partida, mientras el discurso de los estadosnacionales convertiría la revolución tupamarista enuno de los precursores de la independencia, los dis-cursos contestatarios de variada inspiración la tor-narían en la manifestación de esencialismos andinostrascendentales. No se trata de un error de interpre-tación, puesto que lo propio del discurso político esprecisamente malinterpretar su propia historia, exal-tar lo que hay, o lo que debiera haber, y construir laexperiencia histórica como su origen y prefigura-ción. Los historiadores no son necesariamente máscerteros, aunque sí más escrupulosos. Lo propio deldiscurso historiográfico es intentar comprender elpasado en sus propios términos, escudriñar los cami-nos abandonados, las posibilidades latentes que losavatares de la historia convirtieron en residuos ar-queológicos: los mundos que pudieron pero no lle-garon a ser.

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Notas

Las citas documentales incluidas en este libro hansido extraídas de diversas publicaciones. En confor-midad con las pautas editoriales de la colección Nu-dos de la historia argentina, y a los fines de agilizar lalectura del texto, hemos omitido colocar las respec-tivas notas a pie de página.

Las fuentes de los documentos citados en las pá-ginas referidas a continuación son las siguientes:

- pp.37-49:Sergio Serulnikov,Conflictos sociales e in-surgencia en el mundo colonial andino. El norte de Po-tosí, siglo XVIII (Buenos Aires: Fondo de CulturaEconómica, 2006), 241-303.

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- p. 65: Boleslao Lewin, La rebelión de Túpac Amaru ylos orígenes de la emancipación americana (BuenosAires: Hachette, 1957), 453.

- p. 68: Charles Walker, De Túpac Amaru a Gamarra.Cusco y la formación del Perú Republicano 1780-1840(Cuzco,Centro Bartolomé de las Casas, 1999), 59.

- pp.68-67:B.Lewin,La rebelión de Túpac Amaru y losorígenes de la emancipación americana, op. cit., 460,461, 460, 466, 468, 470, 467 y 470.

- pp. 81-93: S. Serulnikov, Conflictos sociales e insur-gencia en el mundo colonial andino, op. cit., 305-363.

- p. 96: Fernando Cajías de la Vega, Oruro 1781:Sublevación de indios y rebelión criolla (Lima: IFEA-IEB, 2004, 2 vols.), 503.

- pp. 94-102: S. Serulnikov, Conflictos sociales e insur-gencia en el mundo colonial andino, op. cit., 365-419.

- pp. 103-105: F. Cajías de la Vega, Oruro 1781, 509 y480.

- p.105:B.Lewin,La rebelión de Túpac Amaru y los orí-genes de la emancipación americana, op. cit., 565.

- pp. 108-114: F. Cajías de la Vega, Oruro 1781, op.cit., 472, 471, 522, 523, 548-9.

- p.118:B.Lewin,La rebelión de Túpac Amaru y los orí-genes de la emancipación americana, op. cit., 581.

- pp. 119-123: F. Cajías de la Vega, Oruro 1781, op.cit., 663, 716 y 677.

- p.123:B.Lewin,La rebelión de Túpac Amaru y los orí-genes de la emancipación americana, op. cit., 475.

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- pp. 125-131: F. Cajías de la Vega, Oruro 1781, op.cit., 730, 735 y 1061.

- pp. 131-142: S. Serulnikov, Conflictos sociales e in-surgencia en el mundo colonial andino, op. cit., 365-419.

- pp. 147-155: B. Lewin, La rebelión de Túpac Amaruy los orígenes de la emancipación americana, op. cit.,473-480 y 481-485, 491 y 498.

- p. 169: Sinclair Thomson, Cuando sólo reinasen losindios. La política aymara en la era de la insurgencia(La Paz: Muela del Diablo Editores, 2006), 229.

- p.170:B.Lewin,La rebelión de Túpac Amaru y los orí-genes de la emancipación americana, op. cit., 528.

- pp. 172-176: S.Thomson, Cuando sólo reinasen losindios, op. cit., 190, 182, 259, 228, 255 y 220.

- p. 196: Charles Walker,“The Indulto and its Mal-contents: Spanish Divisions and the Tupac AmaruRebellion” (ponencia presentada en el Congresode LASA, Río de Janeiro, junio de 2009).

El análisis e información histórica de las distintassecciones de este libro están basados en las siguien-tes publicaciones:

- “Las comunidades indígenas hacen política”,“Rituales de justicia, actos de subversión” ,“Per-vertidos en estas revoluciones” y “El camino a

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Chuquisaca” se basan en: S. Serulnikov, Conflictossociales e insurgencia en el mundo colonial andino, op cit.

- “La radicalización de la violencia en las provinciasaltoperuanas” se basa en: Nicholas A. Robins,Genocide and Millennialism in Upper Peru.The GreatRebellion of 1780-1782 (Westport: Praeger, 2002);y S. Serulnikov, Conflictos sociales e insurgencia en elmundo colonial andino, op. cit. Se ha utilizado asimis-mo: Jan Szeminski,“Why Kill the Spaniards? NewPerspectives on Andean Insurrectionary Ideologyin the 18th Century”, en Steve Stern (Ed.), Resis-tance, Rebellion, and Consciousness in the AndeanPeasant World, 18th to 20th Centuries (Madison:University of Wisconsin Press, 1987);William Tay-lor, Drinking, Homicide, and Rebellion in ColonialMexican Villages (Stanford: Stanford UniversityPress, 1979); y B.Lewin,La rebelión de Túpac Amaruy los orígenes de la emancipación americana, op. cit.

- “La idea del inca”,“El asedio a Cuzco”,“Muertede Túpac Amaru” y “Los herederos” se basan en:Alberto Flores Galindo, Buscando un Inca: identidady utopía en los Andes (México: Editorial Grijalbo,1993); Scarlett O’Phelan Godoy,Un siglo de rebelio-nes anticoloniales. Perú y Bolivia 1700-1778 (Cuzco:Centro Bartolomé de las Casas, 1988); C.Walker,De Túpac Amaru a Gamarra y “The Indulto and itsMalcontents”,op. cit.;David Garret,“Los incas bor-bónicos: la elite indígena en vísperas de Tupac

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Amaru”, Revista Andina, Cuzco (36) 2003; WardStavig, The World of Túpac Amaru. Conflict, Commu-nity, and Identity in Colonial Peru (Lincoln: Univer-sity of Nebraska Press, 1999); Leon Campbell,“Ideology and Factionalism during the Great Re-bellion, 1780-1782”, en S. Stern (Ed.), Resistance,Rebellion, and Consciousness in the Andean PeasantWorld, 18th to 20th Centuries, op. cit.; Lillian E.Fisher,The Last Inca Revolt, 1780-1783 (Norman:University of Oklahoma Press, 1966); B. Lewin,La rebelión de Túpac Amaru y los orígenes de la emanci-pación americana, op. cit.; y S. Serulnikov, Conflictos so-ciales e insurgencia en el mundo colonial andino, op. cit.

- “Criollos tupamaristas” se basa en: F. Cajías de laVega, Oruro 1781, op. cit.También se extrajo infor-mación de B. Lewin, La rebelión de Túpac Amaru ylos orígenes de la emancipación americana, op. cit.;N. A. Robins, Genocide and Millennialism in UpperPeru, op. cit.; y Oscar Cornblit, Power and Violencein the Colonial City. Oruro from the Mining Renais-sance to the Rebellion of Tupac Amaru (1740-1782)(New York: Cambridge University Press, 1995).

- “Tomás Túpac Katari, Rey Inca”,“La guerra con-tra los q’aras”y “La batalla por La Paz” se basan en:S.Thomson, Cuando sólo reinasen los indios, op. cit.También se uso material de María Eugenia Vallede Siles, La rebelión de Túpac Catari, 1781-1782(La Paz: Editorial Don Bosco, 1990); L. E. Fisher,

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The Last Inca Revolt, 1780-1783, op. cit.; y B.Lewin, La rebelión de Túpac Amaru y los orígenes dela emancipación americana, op. cit.

- “El fin de una era” se basa en: C.Walker, De TúpacAmaru a Gamarra, op. cit.; Scarlett O’Phelan Godoy,Kurakas sin sucesiones. Del cacique al alcalde de indios(Perú y Bolivia 1750-1835) (Cuzco:Centro Barto-lomé de las Casas, 1997);Núria Sala i Vila,Y se armóel tole tole.Tributos indígenas y movimientos sociales enel virreinato del Perú, 1784-1814 (Cuzco: IER,1996); Christine Hunefeldt, Lucha por la tierra yprotesta indígena: las comunidades indígenas del Perúentre colonia y república (Bonn:Bonner Americanis-che Studien, 1982);Tristan Platt, Estado boliviano yayllu andino. Tierra y tributo en el norte de Potosí(Lima: IEP, 1982); Cecilia Méndez, Incas sí, indiosno:Apuntes para el estudio del nacionalismo criollo enPerú (Lima: IEP,1993);Thomas Abercrombie,Path-ways of Memory and Power. Ethnography and HistoryAmong an Andean People (Madison: University ofWisconsin Press, 1998); y Brooke Larson, Trials ofNation Making. Liberalism, Race, and Ethnicity in theAndes, 1810-1910 (New York: Cambridge Uni-versity Press, 2004).

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Bibliografía escogida sobre loslevantamientos tupamaristas

Abercrombie,Thomas, Pathways of Memory and Power.Ethnography and History Among an Andean People(Madison: University of Wisconsin Press, 1998).

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Andrade Padilla, Claudio, La rebelión de Tomás Katari(Sucre: CIPRES, 1994).

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Arze, Silvia,“La rebelión de los ayllus de la provin-cia colonial de Chayanta (1777-1781)”, Estado ySociedad, 8, 1991, pp. 89-110.

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Cornblit, Oscar, Power and Violence in the ColonialCity. Oruro from the Mining Renaissance to the Rebe-llion of Tupac Amaru (1740-1782) (New York:Cambridge University Press, 1995).

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—Buscando un Inca: identidad y utopía en los Andes(Lima: Instituto de Apoyo Agrario, 1987).

Garret,David,“Los incas borbónicos: la elite indíge-

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Índice

La violencia de los hechos ................................... 9

La violencia del tiempo ..................................... 13

Las comunidades indígenas hacen política ......... 25

Rituales de justicia, actos de subversión............. 44

La idea del inca ................................................. 50

El asedio al Cuzco............................................. 73

“Pervertidos en estas revoluciones” ................... 80

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El camino a Chuquisaca .................................... 93

Criollos tupamaristas....................................... 103

La radicalización de la violencia en las provincias altoperuanas ............................... 131

Muerte de Túpac Amaru ................................. 142

Los herederos .................................................. 156

“Tomás Túpac Katari, Rey Inca”..................... 166

La guerra contra los q’aras ............................... 176

La batalla por La Paz........................................ 180

El fin de una era .............................................. 194

La tozudez de los hechos ................................. 200

Notas............................................................... 205

Bibliografía escogida sobre los levantamientos tupamaristas ........................ 211

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