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El gobierno del alma. Capítulo seis. El trabajador satisfecho (Nikolas Rose) El gobierno del alma. Capítulo seis. El trabajador satisfecho. Nikolas Rose La eficiencia de los negocios y el bienestar de los empleados son dos lados del mismo problema[1]. E. Cadbury, 1912 El empleo, en su fundamental forma capitalista implica una relación contractual pura entre dos aislados actores económicos. El trabajador entra en un acuerdo para alienar cierta cantidad de capacidad laboral a cambio de una paga semanal; el capitalista acuerda dar cierta cantidad de dinero a cambio del derecho de poder disponer del factor crucial en la producción dentro del proceso laboral[2]. Sin duda esta gruesa imagen capta mucho de lo que era esencial al modo de producción en el capitalismo temprano. Pero desde las primeras luchas acerca de la duración de las jornadas laborales y de las condiciones de empleo, el trabajador ha llegado a ser visto como algo más que una prescindible y eternamente reemplazable mercancía. Inicialmente parecía que era la fuerza, la salud, la virtud, y la rectitud moral del trabajador la que requería ser conservada y que aquellas consideraciones tendrían que ser impuestas al empleador por medio de la ley. Algunos ven la imposición de las obligaciones al empleador a través de los cambios en las fábricas del siglo XIX como el resultado de campañas realizadas por comprensivos filántropos; otros las consideran como producto de la lucha de la clase trabajadora. El mismo Marx vio aquellas legislaciones como los medios por los cuales el Estado actuando junto con los intereses del capital juntos como uno solo, estimulaban la concentración y la monopolización a través de establecer condiciones a los que los pequeños productores se les hacia difícil cumplir, salvaguardando el suministro del factor vital de la producción: los trabajadores. A pesar de esto, allá por el comienzo de la primera década del siglo XX la relación contractual entre el empleador y el empleado estaban dificultadas por ciertas disposiciones y obligaciones legales. El trabajo se convirtió en un elemento clave de la economía social. En el curso de este siglo el empleo iba a ser aún más socializado. Iba a ser situado dentro de una red más amplia de relaciones entre el trabajador, el empleador y el Estado. Esta red tomó forma a través de cuatro caminos entrelazados: bienestar, seguridad, armonía y productividad. El bienestar denotaba una preocupación acerca de las condiciones del trabajador y sus efectos sobre la salud y la comodidad del mismo, luego creciendo para ocuparse no sólo de la selección y locación de los trabajadores sino también de todas aquellas condiciones del proceso productivo en la organización del lugar de trabajo y en el agrupamiento de los trabajadores que pudiera impedir o promover la eficiencia. El imperativo de seguridad se adhirió al de asegurar tanto a la sociedad como al individuo, las condiciones de una vida ordenada del trabajador y sus familiares por fuera de la relación laboral. Esto inicialmente tomó la forma de técnicas voluntarias, colectivas o basadas en la industria pero luego al menos hasta la década de 1980 la seguridad social vino a ser el mecanismo crucial –pensiones, desempleo, beneficios por enfermedad y otros, provistos a través de mecanismos organizados social y burocráticamente. La búsqueda de armonía requería una variedad de iniciativas que buscaban de una u otra manera mitigar las posibilidades antagonistas de la relación de empleo mediante la integración del trabajador en el interior de las redes de obligaciones en la corporación a través de participación democrática en los proyectos de la industria, en consultas colectivas, y hasta en compartir el título de propiedad. El deseo de productividad llevó a la maximización de la contribución del trabajador a los objetivos de la corporación, su producción, eficiencia y rentabilidad. El incentivo monetario del salario vino a ser complementado con una serie de intervenciones físicas, técnicas y psicológicas acerca de las capacidades, motivos, entusiasmo y compromiso por parte del trabajador.

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El gobierno del alma. Capítulo seis. El trabajador satisfecho(Nikolas Rose)

El gobierno del alma. Capítulo seis. El trabajador satisfecho.Nikolas Rose

La eficiencia de los negocios y el bienestar de los empleados son dos lados del mismo problema[1].

E. Cadbury, 1912

El empleo, en su fundamental forma capitalista implica una relación contractual pura entre dos aislados actores económicos. El

trabajador entra en un acuerdo para alienar cierta cantidad de capacidad laboral a cambio de una paga semanal; el capitalista acuerda

dar cierta cantidad de dinero a cambio del derecho de poder disponer del factor crucial en la producción dentro del proceso

laboral[2]. Sin duda esta gruesa imagen capta mucho de lo que era esencial al modo de producción en el capitalismo temprano. Pero

desde las primeras luchas acerca de la duración de las jornadas laborales y de las condiciones de empleo, el trabajador ha llegado a

ser visto como algo más que una prescindible y eternamente reemplazable mercancía. Inicialmente parecía que era la fuerza, la

salud, la virtud, y la rectitud moral del trabajador la que requería ser conservada y que aquellas consideraciones tendrían que ser

impuestas al empleador por medio de la ley. Algunos ven la imposición de las obligaciones al empleador a través de los cambios en

las fábricas del siglo XIX como el resultado de campañas realizadas por comprensivos filántropos; otros las consideran como

producto de la lucha de la clase trabajadora. El mismo Marx vio aquellas legislaciones como los medios por los cuales el Estado

actuando junto con los intereses del capital juntos como uno solo, estimulaban la concentración y la monopolización a través de

establecer condiciones a los que los pequeños productores se les hacia difícil cumplir, salvaguardando el suministro del factor vital

de la producción: los trabajadores. A pesar de esto, allá por el comienzo de la primera década del siglo XX la relación contractual

entre el empleador y el empleado estaban dificultadas por ciertas disposiciones y obligaciones legales. El trabajo se convirtió en un

elemento clave de la economía social.

En el curso de este siglo el empleo iba a ser aún más socializado. Iba a ser situado dentro de una red más amplia de relaciones entre

el trabajador, el empleador y el Estado. Esta red tomó forma a través de cuatro caminos entrelazados: bienestar, seguridad, armonía y

productividad. El bienestar denotaba una preocupación acerca de las condiciones del trabajador y sus efectos sobre la salud y la

comodidad del mismo, luego creciendo para ocuparse no sólo de la selección y locación de los trabajadores sino también de todas

aquellas condiciones del proceso productivo en la organización del lugar de trabajo y en el agrupamiento de los trabajadores que

pudiera impedir o promover la eficiencia. El imperativo de seguridad se adhirió al de asegurar tanto a la sociedad como al individuo,

las condiciones de una vida ordenada del trabajador y sus familiares por fuera de la relación laboral.

Esto inicialmente tomó la forma de técnicas voluntarias, colectivas o basadas en la industria pero luego al menos hasta la década de

1980 la seguridad social vino a ser el mecanismo crucial –pensiones, desempleo, beneficios por enfermedad y otros, provistos a

través de mecanismos organizados social y burocráticamente. La búsqueda de armonía requería una variedad de iniciativas que

buscaban de una u otra manera mitigar las posibilidades antagonistas de la relación de empleo mediante la integración del trabajador

en el interior de las redes de obligaciones en la corporación a través de participación democrática en los proyectos de la industria, en

consultas colectivas, y hasta en compartir el título de propiedad. El deseo de productividad llevó a la maximización de la

contribución del trabajador a los objetivos de la corporación, su producción, eficiencia y rentabilidad. El incentivo monetario del

salario vino a ser complementado con una serie de intervenciones físicas, técnicas y psicológicas acerca de las capacidades, motivos,

entusiasmo y compromiso por parte del trabajador.

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Fue en las primeras décadas del siglo XX que la subjetividad del trabajador comenzó a conectarse con los imperativos de las

políticas económicas, de la integración social, la administración de la armonía industrial y la búsqueda de la eficiencia de los

negocios. La mayoría de las Firmas antes de la primera Guerra Mundial habían permanecido relativamente indiferentes hacia las

condiciones del trabajador[3]. Pero tanto los trabajadores de Quaker como los de Rowntree de York, los de Cadbury en Bournville y

los de Lever en Port Sunlight, percibieron la relación fundamental existente entre las obligaciones filantrópicas y la aspiración a las

ganancias. El “principio de la mejora industrial” era una nueva técnica racional para organizar las tareas y obligaciones recíprocas

del empleado y el empleador en la cual el trabajador industrial ya no era más un aislado componente económico de intercambio sino

que se insertaba dentro de solidarias relaciones de producción y lazos de comunidad. La eficiencia de la producción aparentaba estar

directamente relacionada al “bienestar” de los trabajadores.

Las mejoras industriales operaban en dos frentes. El primero concernía a las relaciones por fuera del lugar de trabajo y el segundo

hacía a las condiciones dentro del mismo. Por fuera del lugar de trabajo, villas modelo, baños públicos, centros de recreación,

bibliotecas y otras técnicas eran usadas para mejorar la cultura y los estándares de vida de los trabajadores. Dentro del lugar de

trabajo las relaciones que el trabajador tenía con las actividades del mismo –selección, entrenamiento, condiciones laborales,

estándares y recompensas- eran aseguradas para garantizar la buena salud y hábitos ordenados del trabajador. La figura clave en esta

nueva red eran los “secretarios sociales” o trabajadores sociales. Algunos actuaban como visitantes extra muros para las familias y

hogares de los trabajadores, aconsejándolos a ellos en cómo manejar sus asuntos, administrar sus presupuestos y a lidiar con

enfermedades u otras crisis. Otros operaban dentro de la fábrica misma, cuidando la salud y observando el comportamiento,

especialmente de las mujeres trabajadoras ante la posibilidad de que las condiciones físicas y sociales del trabajo pudieran hacer

mella en su salud y moral. Los trabajadores sociales de esta manera actuaban como intermediarios estableciendo vínculos entre el

lugar de trabajo, el hogar, el ambiente cultural, brindando consejos e información, supervisando cada uno desde una perspectiva de

la salud, higiene y moral de los trabajadores.

Pero esta unitaria y comprensiva estrategia basada en la integración de los trabajadores y sus familias en lazos de solidaridad social

que tenía el lugar de trabajo como continente, estaban aislados y con poca vida. Parte de los límites de ésta estrategia ocurrieron de

una manera en la cual, en los primeros veinte años del siglo XX, “el Estado” extendió su alcance al gobierno de la “economía

social”. Redes de poder fueron formadas llevando a cada individuo a la vista de la autoridad pública y a su campo de acción. Desde

la inspección médica de los niños en las escuelas a la ayuda en la prevención del deterioro físico de la población a través de las

medidas de la salud pública dirigidas a la moral, salud e higiene de los hogares y las familias, hasta la educación universal y

obligatoria para moralizar e instruir a los futuros trabajadores y ciudadanos, las responsabilidades se extendieron para abrazar la

promoción positiva del bien social actuando a través de las conductas y hábitos de cada miembro de la población[4].

Muchos nuevos dispositivos sociales fueron creados para conectar los asuntos de los ciudadanos con los poderes de las autoridades.

La vida económica no era una excepción. Por lo menos desde los comienzos del siglo XIX la importancia del trabajo para el orden

publico había sido tan relevante como su función económica (su efecto moralizante sobre el trabajador, su capacidad de adentrar al

individuo en las redes de expectativas y rutinas que constituían el cuerpo social). De ahí en adelante las consecuencias sociales de las

condiciones económicas de aquellos por fuera de la relación asalariada, temporaria o permanentemente, fueron los principales

objetivos de la economía social. Los intercambios laborales fueron quizás la primer solución técnica a este problema vinculado de la

economía con la subjetividad, tratando de establecer no sólo un libre mercado laboral para los genuinos desempleados, sino también

para exponer al holgazán al escarnio y la sanción. Aún más abarcativos en su significación fueron los nuevos dispositivos para

salvaguardar la existencia económica de los trabajadores y sus familias por fuera de su relación laboral con un jefe en particular.

Esos eran los mecanismos de la seguridad social. La seguridad social incorporaría a la sociedad aquellos sectores de la población

que ni directa ni inmediatamente recibían paga alguna –los jóvenes, los ancianos, los enfermos y los desempleados- a través del

establecimiento de relaciones económicas entre cada ciudadano y el Estado. Además el Estado intervendría directamente como un

tercero en el contrato de empleo entre el trabajador y su jefe, de tal manera redactaría un contrato de seguridad social dentro del

contrato individual de trabajo. El empleado era, al mismo tiempo y en un mismo movimiento un ciudadano asegurado[5].

La Seguridad Social, desde el primer Acto de Seguridad Nacional de 1911 hasta el presente instituye una relación directa entre el

ciudadano asegurado y el Estado en el que ambas partes tienen sus derechos y sus obligaciones. Esta nueva relación conllevaba una

definitiva reducción de las consecuencias sociales y políticas originadas por los sucesos económicos –conflictos industriales,

desempleo- al asegurarse que trabajando o no, los ciudadanos se convirtieran de hecho en empleados de la sociedad. La importancia

del vocabulario del seguro para los ocasionadores del perjuicio era mayormente moral. La relación entre las contribuciones y los

beneficios eran más políticas que actuariales, el monto de cada uno era el resultado de un cálculo político y las contribuciones que

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hacía la persona asegurada no eran tanto por los beneficios sino por el hecho de calificar para recibirlos. A pesar de ello, el

vocabulario del Seguro fue elegido por sus efectos psicológicos, así la resonancia de “seguridad, respeto y virtuosa providencia”

eran para asociar la subjetividad del ciudadano a las obligaciones del orden social[6].

El principio y el mecanismo del seguro nacional llevó a que otros sistemas de seguridad para los trabajadores declinaran o sean

traspasados a éste: sociedades mutuales o comunitarias, movimientos sindicales, tal como el sistema de la Quaker, basada

directamente en lo comunitario. Además la relación salarial iba a impedir las precauciones de la economía social: salud y

legislaciones de seguridad y en algunas industrias los salarios eran fijados al mínimo. En la fábrica, en la oficina y en el negocio, el

gobierno comenzó a expandirse hacia los lazos sociales del trabajador. Los caminos del bienestar industrial y social se bifurcaron.

Mientras que algunos trabajadores sociales cortaron sus vínculos con la empresa y se instalaron ellos mismos en la red que comenzó

a ser establecida entre el sistema de la seguridad social y los dominios del hogar y el trabajo, el “bienestar industrial de los

trabajadores” iba a integrar a ellos mismos a la tecnología de la administración dentro del local físico de la planta. Su destino era el

ser profundamente afectado por la Primera Guerra Mundial.

La necesidad económica para la administración de los recursos humanos de la vida industrial fueron aliviados por el esfuerzo de la

producción impuesta a la tasa de gastos en las municiones en los sangrientos campos de batallas de Francia. La más extravagante de

sus demandas fue el frente Somme. Alrededor de 3 millones de rondas de munición de artillería fueron acumuladas en los

principales frentes de batallas de 1916 sin mencionar la cantidad de munición requerida para abastecer la mecanizada e

industrializada letalidad de la ametralladora Maxim[7]. Muchos chicos y mujeres trabajaban hasta 70 horas semanales; algunos

hombres trabajaban más de 100. La intensidad del andar del trabajo para la guerra estaba teniendo efectos sobre la salud y el

comportamiento de los trabajadores que hacían las municiones, y esto resonaba en la productividad y eficacia. Era de vital

importancia militar el descubrir maneras de poder minimizar estos efectos y que el proceso laboral fuese organizado de manera tal

de maximizar la eficiencia y minimizar la fatiga, accidentes y enfermedades.

Los problemas que habían inspirado a los filántropos empleadores de la Quaker tomaron una nueva significación. Seebohm

Rowntree fue contratado para establecer un Departamento de Bienestar en el ministerio de Municiones, asimismo fue creado un

Comité de Salud para los Trabajadores de las Municiones. Mientras que este Comité fue disuelto hacia el final de la Guerra, las

preocupaciones que lo habían animado subsistían. Fue reemplazada por una Junta Industrial Investigadora del Cansancio, para

“considerar e investigar las relaciones entre las horas laborales y otras condiciones de empleo incluyendo métodos de trabajo,

producción del cansancio, habiendo puesto atención a la eficacia industrial y a la producción de salud entre los trabajadores”[8]. Esta

Junta luego fue ubicada bajo dependencia del Consejo de Investigación Médica y colaboró en investigación con el Departamento de

Investigación de Ciencia e Industria. La naturaleza de esta preocupación acerca del cuerpo productivo engloba desde los tipos de

reportes que la Junta producía en las horas de trabajo y de descanso en las fabricas de municiones y hojalata, pasando por la

eficiencia y el cansancio en la industria del hierro y el acero hasta la velocidad de adaptación a diferentes horas de trabajo, a los

efectos del tiempo de descanso y a las diferencias individuales entre los operarios de la industria del algodón. Las investigaciones

también se orientaban hacia la causal de los accidentes industriales y los principios del tiempo y la motivación hacia el estudio y la

orientación vocacional[9].

Los primeros estudios acerca del cansancio industrial comprendieron al trabajador como un aparato fisiológico cuyos atributos iban

a ser analizados, calculados y ajustados al diseño del trabajo –luces, descansos, pausas, disposiciones de asientos y demás- en orden

de minimizar la fatiga y maximizar la eficiencia. Pero alrededor de 1920 se hizo claro que el cansancio, la ineficiencia y los

accidentes no eran explicables en términos puramente fisiológicos. “Los factores fisiológicos involucrados en la fatiga puramente

muscular” escribió C. S. Myers, “se están volviendo secundarios, comparados con los efectos de la fatiga nerviosa y mental, la

monotonía, el deseo de intereses, recelo, hostilidad, etc. El factor psicológico de aquí en adelante y hacia el futuro debe estar en la

consideración general de la industria y el comercio”[10]. En el periodo entre-guerras estos factores psicológicos se convirtieron en la

base de una nueva matriz de relaciones entre la regulación económica, la administración de las corporaciones y los expertos

psicólogos. El instituto organizador de ésta matriz fue el Instituto Nacional de la Psicología de la Industria bajo la dirección de

Charles Myers.

Myers fue una figura ejemplar en la psicología británica en el período entre-guerras[11]. Mientras fue pupilo de W. H. Rivers en

Cambridge, acompaño a su amigo, también pupilo William McDougall a la expedición de A. C. Hadden en 1898 a las Torres Straits,

un punto de quiebre en el intento de usar las técnicas científicas en el estudio del “hombre”. Luego de completar los estudios de

materias de pre-grado en Ciencias Naturales en Cambridge y de haberse graduado en Medicina, Myers regresó a Cambridge donde

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en 1912 se convirtió en el director del laboratorio de Psicología Experimental. Sus intereses abarcaban desde la música hasta la

psicofisiología experimental y el rol de la psicología en los problemas prácticos; sus pupilos incluían casi todas las centrales figuras

psicológicas británicas del período entre-guerras: F. C. Bartlett, Eric Farmer, C. A. Mace, W. J. H. Sport, R. H. Thouless, C.W.

Valentine y muchos más.

Durante la Primer Guerra Mundial Myers dejó Cambridge y “partió en 1914 por propia voluntad a Francia para hacer lo que pudiera

para ayudar en el esfuerzo de la guerra”[12]. Pronto fue contratado como asesor psicológico para las fuerzas británicas en Francia

donde virtualmente acuñó el término “shell shock”[13]. Luego de anexar sus servicios a la milicia al brindar consejos sobre técnicas

de localización sonoras para la detección de submarinos, fue contratado para coordinar el trabajo psicológico en los centros

neurológicos para los casos de “shell shocks”. Como muchos otros se convenció de la vital importancia de los factores

psiconeuróticos, no sólo en los casos de “shell shock” sino en los de ineficiencia mental en general.

Por 1930 Myers se posicionaba firmemente en contra del behaviorismo al establecer que “el sujeto fundamental de la psicología es

la experiencia consciente y no la conducta”. Pero era precisamente la “conducta” la que iba a concernirle y el anclaje en el

fundamento de las tecnologías del “factor humano” que él y sus colaboradores iban a inventar y a promulgar desde el Instituto

Nacional de Psicología de la Industria: asesoramiento de la personalidad, tests de aptitudes, orientación vocacional, selección de

personal, capacitación, manejo del personal, entrenamiento y mucho más. En 1918 Myers había dado una serie de cursos acerca de

la “Aplicación Actual de la Psicología centrada en la industria, educación y crisis nerviosas”[14] donde se mostraba a favor del

establecimiento de “institutos de psicología aplicada en cada una de las ciudades más importantes”. Animado por los industrialistas

líderes y apoyado virtualmente por toda la cúpula de los psicólogos británicos desde Cyril Burt a Susan Isaacs (luego Bierley) y

cimentado por Rowntree, Cadbury, Cammell Laird y la confianza de Carnegie y Rockefeller, el Instituto Nacional de Psicología de

la Industria había nacido. Establecido en 1921 bajo su dirección, realizó trabajos remunerados para organizaciones tanto públicas

como privadas y para individuos. Pero también sería una manera proselitista de contribuir a una nueva manera de pensar las

relaciones entre la subjetividad humana y la vida organizacional.[15]

En el Instituto Nacional de Psicología de la Industria Myers y sus colegas tomaron nota de los problemas que se estaban

convirtiendo en los más comunes –cansancio, accidentes laborales, “tiempo perdido”- pero ellos postulaban una mirada acerca de la

naturaleza del sujeto del trabajo, las causas del descontento industrial y el rol de la psicología de la industria, que relacionaba la

subjetividad del trabajador a la demanda de productividad de una nueva forma. El trabajador no era ni sólo una fuerza sin mente ni

una máquina psico-fisiológica, sino un individuo con una psicología particular en términos de inteligencia y emociones, con miedos,

preocupaciones y angustias, cuyo trabajo era impedido por el aburrimiento y las preocupaciones, cuyas resistencias a la

manipulación eran a veces fundadas en aspectos racionales y cuyas eficacia productiva dependía en mucho de la simpatía, interés,

satisfacción y contento. Para esto, Myers decía:

Se ha vuelto la función del psicólogo industrial no solamente investigar los métodos de pago, los movimientos del trabajador, la

duración de las horas laborales sino también intentar mejorar la preparación mental del trabajador, estudiar las condiciones de su

hogar para satisfacer sus impulsos naturales, así mientras estuviesen satisfechos bajo las condiciones de la industria moderna a pesar

de la mayor educación y la creciente cultura, la especialización industrial tiende a reducirlo al status de una pequeña rueda

trabajadora dentro de la gran máquina, de cuya naturaleza él es muy a menudo apartado y mantenido en total ignorancia, hacia la

cual en consecuencia es apto para desarrollar apatía y antagonismo.[16]

La subjetividad del trabajador iba a ser abierta al conocimiento y a la regulación en términos de dos nociones que era centrales en el

pensamiento psicológico y estratégico en el período posterior a la Primera Guerra Mundial: diferencias individuales e higiene

mental.[17] En primer lugar, los trabajadores diferían entre ellos mismos, no sólo en su inteligencia sino en sus emociones y aquellas

diferencias tenían importantes consecuencias industriales. Sus colegas habían mostrado por ejemplo que la tendencia a los

accidentes podía ser predecida mediante un estudio de las características psicológicas individuales.[18] De ahí en más no había “una

mejor manera” para organizar la producción, ajustable para todo tipo de trabajadores. Se trataba en vez de adecuar el trabajo al

hombre, el hombre al trabajo. El trabajador, hay que decirlo, iba a ser individualizado en términos de su psicología particular e

idiosincrasia, el trabajo sería analizado en términos de demandas hacia el trabajador y los recursos humanos iban a ser asociados a

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las demandas profesionales. La orientación vocacional y la selección se ajustarían al reclutamiento para trabajar a través de cálculos

de idoneidad; el estudio de los movimientos y el análisis de los períodos de trabajo y de descanso, el diseño de las tareas, los

materiales y demás, adaptarían el trabajo a la psico-fisiología y psicología del trabajador.

En segundo lugar, el ser humano no iba a ser analizado análoga y superficialmente como una pieza de ingeniería de la maquinaria y

ser degradado a un servil mecanismo de manipulación –tal actitud no sólo iba a producir un total antagonismo racional por parte del

trabajador sino que también se basaba en una psicología errónea. El trabajador tenía una compleja vida subjetiva que necesitaba ser

comprendida si la industria realmente quería tomar en cuenta el factor humano. Los términos de este entendimiento se derivaban de

la “nueva psicología”. La subjetividad del trabajador era el resultado del moldeamiento de los instintos por las fuerzas y el

constreñimiento en la primerísima vida familiar; la conducta del trabajador iba a ser explicada a través de las relaciones entre la

personalidad así formada y su entorno industrial en el que su vida laboral se llevaba a cabo.[19] La adaptación, hay que decir,

requería de la satisfactoria resolución del conflicto de las fuerzas instintivas y de su relación con los particulares requerimientos de la

vida social e industrial. El corolario era que la ineficiencia tanto social como industrial así como la infelicidad era el resultado de los

fracasos de la adaptación de la vida interna del individuo a la realidad externa en la cual el o ella vivían y trabajaban –resumiendo,

eran el resultado de una mala adaptación-.

En el trabajo el individuo buscaba no solamente la retribución económica sino la gratificación de un particular patrón de anhelos y

deseos instintivos que comprendían su carácter único o temperamento. Fue a través de la satisfacción de aquellos instintos y de la

compatibilidad del trabajo con el temperamento que los trabajadores podían ser inducidos a dar lo mejor de ellos. Por lo tanto el

trabajador no iba a ser forzado a trabajar contra su voluntad sino que sería motivado para, al removerle los obstáculos y dificultades

que lo prevenían, poder dar lo mejor hacia el trabajo. El trabajador ciertamente no era sólo motivado por los alicientes económicos.

Los hombres continuarían trabajando cuando estuvieran nadando en riqueza; seguirían holgazaneando mientras estuvieran cerca de

morir de hambre en la pobreza.

Tan importante como los métodos de pago, es la atmósfera mental del trabajo, esa característica que depende mucho del manejo y el

liderazgo por un lado y la lealtad y el compañerismo por el otro, y de la satisfacción de cada uno de los instintos e intereses de los

trabajadores que no son de ninguna manera confinados a lo que el dinero le pueda comprar a él o a ella por fuera de la fábrica.[20]

Pero no todos los problemas podían resolverse por el racional ajuste de la atmósfera mental del trabajo o por hacer encajar el hombre

al trabajo. Algunos individuos se habían convertido en desadaptados como consecuencia de su temperamento formado en sus

primeros años de vida. Tales individuos desadaptados eran al mismo tiempo infelices y socialmente ineficientes. La desadaptación

llevaba al descontento social, ineficiencia industrial y neurosis individual, que si no era tratada podía resultar en delincuencia,

crimen y total insanidad. En el trabajo, los conflictos inconscientes, la represión fallida de los instintos perturbadores y las

emociones sin expresar podían hallarse en la raíz de muchos problemas industriales. Las psiconeurosis eran por lo menos tan

importantes como el tiempo de descanso, postura, iluminación y demás cosas. La pregunta acerca de la eficiencia industrial era en la

raíz, una de higiene mental – el diagnóstico y el tratamiento de menores problemas mentales del gerente o del trabajador antes que

pasaran a mayores o a problemas inhabilitantes, la promoción de correctos hábitos a la luz del conocimiento de la naturaleza de la

vida mental; la organización de la fábrica en si misma para minimizar la producción de síntomas de inestabilidad emocional y

mental y para aumentar la adaptación-.

Myers caracterizaba a los malos gerentes en términos de su psicodinamismo. El tipo de reacciones emocionales egoístas no son a

situaciones, sino a las emociones que se despiertan en él, de allí que es apto para ser injusto, que no tenga un juicio equilibrado,

produciendo ansiedad o indiferencia entre sus trabajadores. El gerente muy ansioso está siempre criticando y encontrando errores,

deprimiendo a sus subordinados y negándoles el placer en su trabajo. El gerente con intereses absorbentes o con absurdos reparos

también produce un mal estado de disciplina porque cuando los trabajadores condescienden a sus caprichos a la vez tienden a ceder

en los propios. Una psicoterapia de la administración era necesaria para la selección y para la cura.

Pero quizás más crucial aún eran los problemas del trabajador desadaptado. Por 1927 Eric Farmer y otros eran claros acerca de que

la ineficiencia industrial no era simplemente una cuestión de diferencias individuales sino que estaba arraigado en leves

psiconeurosis. Las “convulsiones del telegrafista” por ejemplo, eran sólo una entre muchas manifestaciones de pequeños disturbios

mentales en el trabajador. El trabajador desadaptado carecía de autoestima, se sentía espontáneamente enfermo al tratar con gente, le

temía a las autoridades y se ponía ansioso ante sucesos irreales. Bajo las condiciones del trabajo telegráfico, tal trabajador

desarrollaría el desorden de “las convulsiones del telegrafista”, pero éste sólo era un síntoma de la psiconeurosis. No sólo la mera

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explicación sino que también la profilaxis, la prevención y la cura para la ineficiencia del trabajador parecían posibles mediante la

aplicación del conocimiento psicológico a los problemas en la industria.

En la psicología del “factor humano” el trabajador ya no era más concebido como un conjunto de capacidades y reacciones

psico-fisiológicas sino como un ser subjetivo con instintos y emociones. Pero mientras los higienistas mentales hablaban en términos

de atmósfera mental de la fábrica y de las relaciones emocionales entre los trabajadores y sus empleadores, el foco de su técnica se

centraba en el individuo desadaptado, en la eficiente asignación de la capacidad de trabajo del mismo a través de la selección y

orientación vocacional, identificando las características del trabajador normal en contraste con el neurótico, acerca de los

tratamientos y profilaxis de las psiconeurosis. Los desarrollos en Estados Unidos amplificados por otra experiencia de guerra,

ubicarían las relaciones intersubjetivas en el médula de la psico-tecnología industrial.

En Estados Unidos también los trabajadores desadaptados habían sido descubiertos.[21] La desadaptación aparentaba ser el núcleo

de las insatisfacciones expresadas desde pequeños celos, pasando por cooperaciones poco animadas, bajos desempeños de los

trabajadores, cansancio, irritabilidad, distracciones, nauseas, miedos irracionales y neurosis al desasosiego del trabajador. Se

estimaba que la mitad del costo anual que la rotación laboral de los empleados le generaban a la empresa resultaban de la

desadaptación emocional y que cerca de la mitad de la ineficiencia laboral era causada por la desadaptación requiriendo ésta

investigación y tratamiento. A pesar de este foco en el trabajador desadaptado y en el industrial excluido, en los Estados Unidos fue

acompañado por una diferente manera de asociar el mundo subjetivo del trabajador con las demandas de la producción, construida

no en términos del individuo sino en términos de grupo. Comenzó a ser identificado con los escritos de Elton Mayo y la noción de

“relaciones humanas”[22].

Mayo se había interesado primeramente en el cuerpo como un mecanismo psico-fisiológico – los efectos de los momentos de

descanso y las condiciones del lugar de trabajo en relación al cansancio, accidentes y rotación laboral. Pero las conclusiones a las

que llegó a partir de una larga serie de estudios de la “Hawthorne Works of the Western Electric Company” hechos entre 1923 y

1932 fueron a proveerlo de un nuevo lenguaje para interpretar los vínculos entre las condiciones del trabajo y la eficiencia de la

producción.[23] Lo que ahora era relevante no era ni las exigencias objetivas y las características del proceso laboral –nivel de las

luces, horas de trabajo y demás- ni tampoco la desadaptación y la psiconeurosis de los trabajadores individuales, sino las relaciones

humanas en la corporación; la vida del grupo informal que la conformaba y las interrelaciones subjetivas que las comprendían.

Productividad, eficiencia y satisfacción ahora iban a ser entendidas en términos de las actitudes de los trabajadores hacia el trabajo,

sus sentimientos de control sobre el ritmo del trabajo y el medio ambiente, su sentido de cohesión dentro de su pequeño grupo de

trabajo, sus creencias sobre la preocupación y el entendimiento que los jefes tenían de su valor individual y de sus problemas

personales. Esto no era una simple cuestión de centrar la atención al complejo ámbito de organización informal en cualquier planta

que estuviese en tensión con su organización formal. Era también que un nuevo rango de temas emergían para ser capturados por el

conocimiento y usados en la fábrica.

Por un lado, los aspectos subjetivos de las relaciones de grupo tenían que prestarse al pensamiento y ser accesibles al cálculo. El

dispositivo usado aquí era la entrevista libre. Las investigaciones de la Hawthorne por ejemplo involucraron más de 20.000

entrevistas cuyo propósito inicial había sido obtener información objetiva. Pero su valor, mientras las investigaciones avanzaban

fueron muy diferentes: ellas proveyeron en cambio, un camino hacia la vida emocional de la fábrica, la importancia emocional de los

eventos singulares en la experiencia del trabajador. Así las quejas podían ser analizadas en su contenido “manifiesto” y “latente”,

distinguiendo así el “contenido material” de su “forma psicológica”; no eran “hechos en si mismos” sino “síntomas o indicadores de

situaciones personales o sociales que necesitaban ser explicadas”.[24] Uno podía así inteligir los pensamientos, actitudes y

sentimientos entre los trabajadores, jefes, supervisores y demás que ocasionaban los problemas, insatisfacciones y conflictos. Como

vimos en el capitulo anterior, esos dispositivos iban a tener una significación de largo alcance detrás del mundo de la fábrica al

tornar los componentes subjetivos de la vida social y nacional pensables y gobernables.[25] El análisis usado por los teóricos del

comportamiento humano concebía la vida emocional de los empleados en términos análogos a aquellos usados por los psicólogos

británicos del factor humano, pero situaban estos sentimientos personales dentro de una nueva percepción del lugar de trabajo como

una organización social. La fábrica era un patrón de relaciones entre aquellos en posiciones organizacionales especificas,

simbolizado a través de distinciones sociales, conteniendo ciertos valores y expectativas requiriendo delicadas interpretaciones entre

los participantes. Los problemas surgían entonces no sólo como un resultado de la desadaptación individual sino también cuando

estos valores entraban en conflicto con otros o cuando el equilibrio social era interrumpido por el administrador que buscaba

imponer cambios sin reconocer los sentimientos y significaciones asociadas a las viejas maneras de hacer las cosas. La

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Administración se movía predominantemente por la lógica de costo y eficiencia, mientras que los trabajadores tendían a operar en

términos de la lógica de sentimientos y de las relaciones interhumanas en la planta, de esta manera era de esperarse que tuvieran

conflictos a menudo.

Pero una vez que ellos se habían conceptualizado y estudiado, éstos componentes subjetivos del trabajo podían ser administrados

para promover la armonía organizacional. Las entrevistas y el análisis de los mismos trabajadores tenían una función: ventilar los

reclamos era frecuentemente terapéutico en si mismo. Pero de manera más general la tarea para la Administración era manejar la

Corporación y cambiar dentro de ella a la luz de un conocimiento de los valores y sentimientos de la fuerza laboral y actuar de

acuerdo con eso para hacerlos operativos a su favor en lugar de ponerlos en contra de los intereses de la firma. Los Trabajadores de

Personal tenían un rol clave aquí, no sólo en documentar valores y sentimientos sino también en elaborar planes a la luz de aquellos,

dar consejos a los superiores y diagnosticar problemas del grupo e individuales. La “comunicación” se tornó un instrumento vital

para realinear los valores de los trabajadores con los objetivos de la Administración a través de explicar la situación aclarando malos

entendidos, suavizando los miedos y ansiedades. Los trabajadores de Personal también tenían un rol en aconsejar a los trabajadores

sobre las dificultades para asistirlos en la adaptación a la organización social. A través de éstas técnicas la Administración podía

crear la armonía interna que era la condición para una fábrica feliz y productiva. Las minucias del alma humana –interacciones

humanas, sentimientos, pensamientos, las relaciones psicológicas del individuo en relación al grupo- habían emergido como un

nuevo dominio para la Administración.[26]

La red de relaciones interpersonales que constituían el grupo dentro del lugar de trabajo vino a formar una significación que fue más

allá del trabajo. Por un lado, podía satisfacer las necesidades individuales para la cooperación humana y tener una relación directa no

sólo con la productividad y eficiencia sino también con la salud mental. Por otro lado tenía una función social. La creciente división

del trabajo había fragmentado los lazos de solidaridad que unían a los trabajadores, el Estado estaba muy distante de los trabajadores

como para unirlos a la vida de la sociedad al nivel de sus propias conciencias individuales, en consecuencia el grupo de trabajadores

era un mecanismo crucial para arrastrar de otra manera a los individuos aislados hacia la “corriente general de la vida social”.[27]

Desde Mayo hasta la época la significación social del empleo y el desempleo, su función para la salud individual y la solidaridad

social iba a dar cuerpo a la forma subjetiva.

Antes y durante la Segunda Guerra Mundial el pensamiento de la Administración británica aceptó las ventajas económicas de

incentivar la lealtad de los empleados a través de estilos humanitarios de administración: en el énfasis en la necesidad para la

integración del trabajador, en las funciones sociales del grupo, en la efectividad del liderazgo administrativo participativo.[28] La

puja del movimiento sindicalista contra las relaciones de poder en el lugar de trabajo comenzaron a retroceder luego de la Gran

Huelga, el cuestionamiento fundamental a la autoridad de la Administración fue llevado a extremos políticos. La Administración

llegó a considerarse ella misma como un profesión experta y a dejar en claro que no era la disciplina capitalista sino la eficiencia

industrial la que requería un control administrativo habilidoso sobre el proceso de producción. La legitimidad y autoridad de la

administración iba a depender no sólo de la experiencia práctica sino también del conocimiento científico que daría cuerpo a la

experiencia dentro del marco laboral de la racionalidad técnica. Y para administrar la racionalidad uno requería conocimiento acerca

del trabajador.

El lenguaje y las técnicas de las relaciones humanas eran así un elemento en el reclamo administrativo de un conocimiento base para

sus expertos. Ellos también sostenían el argumento que la administración era independiente del simple interés que el jefe podía tener

en la maximización de las ganancias. La Administración podía representar su autoridad como neutral, racional y pendiente de los

intereses del trabajador. Como devolución por la aceptación de tal autoridad por los trabajadores y sus representantes, el trabajador

sería tratado equitativa, justa, honesta y decentemente. El lenguaje y las técnicas de las relaciones humanas permitieron a la

administración británica reconciliar las aparentes realidades opuestas entre los imperativos del jefe por eficiencia con la

inteligibilidad de la resistencia del trabajador; desde un obstáculo a una alianza en la búsqueda de productividad y ganancia.

En el período entre-guerras en Gran Bretaña el rol administrativo de las relaciones humanas se cruzaron con los desarrollos en un

camino distinto en el que los compromisos subjetivos del trabajador iban a ser incorporados dentro de los objetivos de la firma.

Nuevamente las condiciones cruciales para su desarrollo surgieron como consecuencia de la Primera Guerra Mundial. En 1917,

como respuesta a una serie de protestas industriales vitales al esfuerzo de la guerra que se pensaban que eran alimentadas por

marxistas y otros elementos políticos subversivos (especialmente los representantes sindicales), Lloyd George había establecido la

Comisión de Descontento Industrial “para quitar las justificadas razones del descontento”.[29] La urgencia de algunas medidas para

restaurar la armonía industrial eran acentuadas por el éxito del Bolchevismo en Rusia, la ascendente marea de crisis gubernamental y

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la lucha y militancia de la clase trabajadora en Alemania y Francia. Las políticas industriales fueron transformándose rápidamente

mientras los intelectuales y políticos de la Izquierda debatían la nacionalización y el control por parte de los trabajador de las

fábricas y los habilidosos empleados en relación de dependencia buscaban cada vez más la unión y la afiliación a la TUC, y

comenzaban a considerar campañas de acción directa.

El Consejo de Whitley que se había originado en la reconstrucción del subcomité dirigido por J. H. Whitley, buscaba brindar tal

reconstitución de la armonía industrial. Estaban “compuestos por los representantes de los empleadores y por trabajadores de cada

industria”; donde se intentaba discutir todo –no sólo los sueldos y las condiciones, sino la participación, seguridad laboral, educación

técnica y mejoras en la administración- “afectando el progreso y el bienestar de la ocupación desde el punto de vista de aquellos

insertos en ello, mientras esto fuese en consonancia con el interés general de la comunidad”.

El problema que debía ser solucionado tenía dos caras. Por un lado, ¿cómo ciertos aspectos de la situación económica nacional

podían ser controlados y armonizados sin amenazar la propiedad privada de la organización y la autonomía económica del jefe?. El

Whitleyismo podía cumplir con esto a través de acuerdos voluntarios a regímenes arbitrarios y a la adhesión de industrias y firmas a

decisiones hechas a través de discusiones colectivas. Por otro lado, ¿cómo podía el trabajador ser integrado a la corporación y dejar

mientras intacta la autoridad de base dentro de ella? Tales consideraciones echaron los cimientos para la deliberada separación entre

aquellos mecanismos y la maquinaria establecida de las negociaciones colectivas.[30]

Durante el auge del Whitleyismo, los empleadores no estaban particularmente entusiasmados, habían algunas dilataciones en el

diseño del trabajo y éstos solían servir a desgano al menos a las ideas sobre la democracia industrial y el control colectivo. Como la

administración buscaba establecerse como un tercer elemento interviniente entre el dueño y el trabajador que no era identificado con

los intereses del capital, el Whitleyismo parecía un elemento consistente con su vocabulario de control democrático, responsabilidad

social y humanitarismo. Pero esta concepción de la vocación administrativa estaba en declive para mediados de 1920. El

Whitleyismo en sí mismo había demostrado un poco de descontento. La administración ordinaria usaría los Consejos del Trabajo

para hablar sobre los problemas de la producción, mientras que los trabajadores hacían sugerencias más o menos rudas a lo que

debería ocurrirle al jefe.[31] Mientras el desempleo aumentaba y el espíritu combativo de los empleados industriales subsistía, las

concepciones filantrópicas y humanísticas que habían servido al pensamiento administrativo con temas provenientes del

Quakerismo, liberalismo y socialismo comenzaron a dar libre paso a la noción de la administración como una forma científica

neutral y experta. Cada vez más se acercaron al punto de vista de Sidney Webb: “bajo ningún orden social desde ahora hasta la

administración de Utopía es indispensable y toda duradera”.[32] El Whitleyismo se debilitó, las Juntas Colectivas que sobrevivieron

se convirtieron no tanto en mecanismos para compartir el control sino en instrumentos de bienestar industrial para administrar la

satisfacción a través de la simbolización de los valores de la comunicación y la participación.

Con la creciente concentración de la actividad industrial en la década de 1920 y 1930, el crecimiento de la nueva industria y el

incremento en tamaño y en complejidad de las plantas, las políticas para la administración de las relaciones humanas de la firma

comenzaron a aparecer como necesarias a muchas corporaciones, ya no más por razones éticas sino para minimizar la desarmonía

industrial y maximizar la eficiencia. Gradualmente, durante los años de entre-guerra el bienestar de los trabajadores extendió sus

preocupaciones desde asuntos tales como la selección, la educación del trabajador joven, las condiciones laborales, primeros

auxilios, y los grupos para abrazar todos estos nuevos aspectos de la administración concernientes al bienestar del empleado y sus

relaciones con la organización de su lugar de trabajo. La Asociación para el Bienestar de los Trabajadores, fundada en 1913, iba a

convertirse en el Instituto de Administración de los Trabajadores en 1931. Luego sería transmutado en la década de 1940 en el

Instituto del Personal Administrativo.

Los eventos de la época de la guerra iban nuevamente a brindar las condiciones cruciales para el desarrollo de nuevas

racionalizaciones y tecnologías para el gobierno del individuo. Las demandas industriales impuestas por la guerra total forzaron una

consolidación y generalización de las redes de poder que ligaban las obligaciones del gobierno, los objetivos del negocio y las

técnicas de administración con la subjetividad del trabajador.

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[1] E. Cadbury, Experiments in Industrial Organization, London: Longmans, 1912, citado en J. Child, British Management Thought,

London: Allen chr(38) Unwin, 1969, p. 37. He tomado extensamente las consideraciones de Child en esta sección.

[2] Los propios escritos de Marx sobre la forma de la remuneración en el Capital siguen siendo los mejores para tener en cuenta al

momento de este análisis.

[3] Para la próxima sección ver Child, op. Cit. Ch. 2, y M. M. Niven, Personnel Management 1913-63, London; Institute of

Personnel Management, 1967.

[4] Para un panorama más que sigue siendo instructivo, aunque quizás no en el sentido en que el autor lo entendía, ver T.H.

Marshall, Social Policy, London: Hutchinson, 1965. Ver también la discusión en el capítulo 5 y 6 de N. Rose, The Psychological

Complex, London: Routledge chr(38) Kegan Paul, 1985. Los intentos para crear un mercado nacional para el trabajador a través del

intercambio laboral, y la corolaria individualización en la que el trabajador fue envuelto, fueron también importantes en el gobierno

de la subjetividad. Discuto esto en Psychological Complex, pp. 83-89.

[5] Para discusión sobre esto ver my “Socialism and social policy”, en D. Adlam et al. (eds), Politics and Power: 2, London:

Routledge chr(38) Kegan Paul, 1980, sobre los cuales los siguientes comentarios están basados.

[6] Ver Marshall, op. Cit., Cap. 3 y 4.

[7] Ver John Keegan, The Face of Battle, Harmdsworth: Penguin, 1978, Cap. 4

[8] Citado en C. S. Myers, Industrial Psychology in Great Britain, London: Cape, 1927, p. 14.

[9] Ibid, pp.14-15.

[10] C.S. Myers, citado en P. Miller, “Psychoterapy of work and unemployment”, en P. Miller y N. Rose (eds), The power of

Psychiatry, Cambridge: Polity, 1986. Ver también E. Farmer, “Early days in industrial psychology: an autobiographical note”,

Ocucupational Psychology 32 (1958): 264-67.

[11] El haber conocido la carrera de Myers se lo debo a L. Hearnshaw, A Short History of British Psychology 1840-1940, London:

Methuen, 1964. Para un análisis de la psicología de este período, ver mi Psychological Complex.

[12] Hearnshaw, op. Cit., p.245. On shell-shock and World War I, ver Parte I

[13] N. del T: se entiende por “shell shock” a las reacciones de stress causadas por el combate, caracterizadas por fatiga, aislamiento,

lentitud de las reacciones entre otros. Hoy es conocido como “síndrome de estrés post-traumático”

[14] The Nature of Mind, 1930, citado en Hearnshaw, op. Cit., p. 210.

[15] Hearnshaw, op. Cit., pp. 275-82 da un buen pantallazo del trabajo de la INP.

[16] C. S. Myers, op. Cit. Para lo que sigue también he tomado a P. Miller, “Psychotherapy of work and unemployment”, op. Cit.

[17] Para una discusión completa de la psicología de las diferencias individuales y de la estrategia de la higiene mental, ver mi

Psychological Complex.

[18] Farmer, op. Cit.

[19] La nueva psicología está discutida en detalle en mi Psychological Complex, op. Cit. Caps 7 y 8.

[20] Myers, op. Cit., pp. 29-30.

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[21] M.S. Viteles, Industrial Psychology, New York: Norton, 1932, and V.E Fischer ad J.V. Hanna, The Dissatisfied Worker, New

York: Macmillan, 1932. Mi discusión acerca de la experiencia Americana se la debo a Miller, op. Cit.

[22] Ver E. Mayo, The Human Problems of an Industrial Civilization, New York: Macmillan, 1933. Mayo mismo no estaba

involucrado directamente en los experimentos en la Planta Hawthorne, y el clama que los hizo disentir en aspectos relevantes de

aquellos de los investigadores mismos.

[23] Las cuentas de los estudios más detallados al respecto son de F.J. Roethlisberger y W.J. Dickson, Management and the Worker,

Cambridge, MA: Harvard University Press, 1939, y T.N. Whitehead, The Industrial Worker, Oxford: Oxford University Press, 1938.

[24] Roethlisberger y Dickson, op. Cit., p.269

[25] Ver la discusión en la Parte I

[26] Roethlisberger y Dickson, op. Cit. P. 151.

[27] E. Mayo, op. Cit. Citado en Miller, op. Cit. P. 152. este peligro a la fragmentación de la solidaridad social bajo la influencia de

la avanzada división del trabajo y del crecimiento del individualismo era, ciertamente una preocupación de muchos escritores en las

primeras tres décadas del siglo XX, siendo Emile Durkheim el más notable.

[28] Child, op. Cit.

[29] Ver K. Middlemas, Politics in Industrial Society, London: Deutsch, 1979.

[30] Ibid.

[31] Ver A. Fox, History and Heritage: the Social Origins of the British Industrial Relations System, London: Allen chr(38) Unwin,

1985. Le estoy agradecido a Peter Seglow por los comentarios sobre el Whitleyism.

[32] S. Webb, The Works Manager Today, London: Longmans Green, 1917, p.157. citado en Child, op. Cit., p.53.

______________________

Original: Governing the soul. The shaping of the private self, London and N. York, Routledge, 1990. Part two: The Productive

Subject. Cap. 6: “The Contented Worker”, pp. 61-74.

Traducción: Lisandro Capdevila

Fuente: http://www.elseminario.com.ar/biblioteca.htm