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Los constructores del puente Rudyard Kipling Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Los constructores delpuente

Rudyard Kipling

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Luarna lo presenta aquí como un obsequio asus clientes, dejando claro que:

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3) A todos los efectos no debe considerarsecomo un libro editado por Luarna.

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Lo menos que esperaba Findlayson, delDepartamento de Obras Públicas era un C. I. E.;él soñaba con un C. S. L 1, y sus amigos le decí-an que ciertamente merecía más. Durante tresaños había soportado calor y frío, desánimo,incomodidad, peligro y enfermedad con unaresponsabilidad excesiva sólo para unos hom-bros; y durante todo ese tiempo, día a día,había ido creciendo bajo sus órdenes el granPuente de Kashi sobre el Ganges. Y en menosde tres meses, si todo iba bien, Su Excelencia elVicerrey inauguraría el puente vestido de gala,un arzobispo lo bendeciría, pasaría por encimael primer tren cargado de soldados y habríadiscursos.

El ingeniero Findlayson, sentado en su va-goneta del trenecito dedicado a la construcciónque recorría uno de los muros de sostén princi-pales -las orillas revestidas de enormes piedras

1 C. I. E. ... C. I. S. Companion of the Indian Empire,Companion of the Star of Indian.

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que se extendían al norte y al sur, a ambos la-dos del río, casi cinco kilómetros-, se permitiópensar en el final. Contando los accesos, suobra tenía dos kilómetros ochocientos metrosde longitud; un puente de vigas de celosía ama-rrado con vigas Findlayson que se levantabasobre veintisiete pilares de ladrillo. Cada unode estos pilares tenía algo más de siete metrosde diámetro, se remataba en piedra rojiza deAgra y se hundía veinticuatro metros bajo lasarenas móviles del lecho del Ganges. Por enci-ma corría la vía férrea, de cuatro metros y me-dio de anchura; y más arriba de ésta un caminopara carretas de dieciocho pies flanqueado poraceras para peatones. En los dos extremos selevantaban torres de ladrillo rojo, con aberturaspara los mosquetes y troneras para los cañones,y la rampa de la carretera cubría las piedras dearranque. Los extremos de tierra parecían vivosy hormigueantes por los cientos y cientos de

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borriquillos que salían de las bocas de las zan-jas de préstamo 2, bajo sacos llenos de tierra; yel aire cálido de la tarde estaba lleno del ruidode los cascos, el golpeteo de los bastones de losconductores y el de la tierra al caer hacia abajo.El río estaba más abajo, y en la deslumbrantearena blanca que había entre los tres pilarescentrales se levantaban pequeñas balsas de tra-viesas de ferrocarril rellenas de barro por elinterior y embadurnadas por el exterior queservía de apoyo al extremo de las vigas mien-tras éstas eran remachadas. En las escasas zo-nas de agua profunda que había dejado la se-quía, un puente-grúa trabajaba de aquí paraallá girando sobre su asentamiento, poniendoen su lugar secciones de hierro, resoplando,retrocediendo y gruñendo como hace un ele-fante en los astilleros. Cientos de remachadoresrevoloteaban como un enjambre alrededor del

2 Zanja de préstamo. Zanja creada al sacar tie-rra para construir muros de contención.

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enrejado secundario y del tejado de hierro de lalínea del ferrocarril, colgados de andamios in-visibles bajo los vientres de las vigas, arremoli-nados alrededor de las gargantas de los pilares,y caminando sobre los salientes de los montan-tes de las aceras; sus hornillos y los chorros dellamas que respondían a cada golpe de martillose marcaban como un simple amarillo pálidobajo el resplandor del sol. Al este y al oeste, alnorte y al sur, los trenes de la línea de construc-ción traqueteaban y gemían arriba y abajo delos terraplenes, y tras ellos resonaban las vago-netas en las que se apilaban las piedras blancasy pardas hasta que se abrían los laterales y, congran estruendo, miles de toneladas de materialeran arrojadas para mantener el río en su sitio.

El ingeniero Findlayson se dio la vuelta ensu vagoneta y contempló la faz de aquella zonaque él había cambiado en once kilómetros a laredonda. Miró hacia atrás, al pueblo zumbanteen el que vivían cinco mil trabajadores; corrien-te arriba y corriente abajo, a lo largo de la pers-

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pectiva de estribaciones y arenas; al otro ladodel río, hacia los lejanos pilares cuya perspecti-va disminuía con la neblina; por encima de lacabeza hacia las torres de vigilancia -y sólo élsabía lo fuertes que eran-, y con un suspiro dealivio, vio que su obra era buena. Allí, bajo laluz del sol y ante él, se elevaba su puente, alque sólo le faltaban unas semanas de trabajo enlas vigas de los tres pilares centrales... su puen-te, tosco y feo como el pecado original, peropukka, permanente, que resistiría cuando hubie-ra perecido ya todo recuerdo del constructor,incluso de la espléndida viga Findlayson. Prác-ticamente, aquello estaba terminado.

Su ayudante Hitchcock trotaba por la vía enun pequeño caballo kabulí de cola trenzada quepor su larga práctica podría haber trotado contoda seguridad sobre un andamio, e hizo unaseñal de reconocimiento a su jefe.

-Ya casi está -dijo con una sonrisa.-Estaba pensando en ello -respondió el otro-

. No es un mal trabajo para dos hombres, ¿ver-

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dad?-Para uno... y medio. ¡Dios, menudo cacho-

rro de Cooper's Hill3 estaba hecho cuando vinea esta obra!

Hitchcock pensaba que había envejecidomucho con la acumulación de experiencias delos últimos tres años, y que había aprendido atener poder y responsabilidad.

-Eras un muchacho bastante atolondrado -dijo Findlayson-. Me pregunto cómo te sentarála vuelta al trabajo de oficina cuando esto hayaterminado.

-¡Lo odiaré! -exclamó el joven, y siguiendocon sus ojos la mirada de Findlayson, murmu-ró-: ¿No le parece condenadamente bueno?

-Creo que terminaremos el servicio juntos -dijo Findlayson para sí mismo-. Eres un jovendemasiado bueno para echarte a perder conotro. Eras un cachorro y te has convertido en un

3 Cooper's Hill. Es decir el Real Colegio Indio deIngeniería Civil, situado en Surrey, Inglaterra.

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ayudante. ¡Un ayudante personal, y si me me-rezco algo por esto, me acompañarás en Simla!

Ciertamente, la carga del trabajo había re-caído totalmente sobre Findlayson y su ayu-dante, el joven al que había elegido por su faltade experiencia, para poder moldearlo así segúnsus propias necesidades. Había contratistas detrabajo al cincuenta por ciento: mecánicos yremachadores, europeos, venidos de los talleresdel ferrocarril, quizá veinte blancos y mestizossubordinados que tenían que dirigir, bajo su-pervisión, a los grupos de trabajadores; peroninguno de ellos sabía mejor que ellos dos, queconfiaban el uno en el otro, hasta qué punto nose debía confiar en los subordinados. Habíansido puestos a prueba numerosas veces en cri-sis repentinas -por deslizamiento de las vigue-tas de soporte, rotura de máquinas, fallos en lasgrúas y por la cólera del río-, pero ninguna si-tuación de tensión había revelado entre ellos aningún hombre del que Findlayson y Hitchcockhubieran podido tener el honor de decir que

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había trabajado tanto como ellos mismos traba-jaron. Findlayson pensó en ello desde el princi-pio: los meses de trabajo de oficina destruidosde un golpe cuando el Gobierno de India, en elúltimo momento, añadía sesenta centímetros ala anchura del puente, pensando que los puen-tes se hacían recortando papel, y arruinandocon ello por lo menos medio acre de cálculos, yHitchcock, para el que la decepción era algonuevo, enterró la cabeza en los brazos y lloró;los dolorosos retrasos en la firma de los contra-tos en Inglaterra; la correspondencia inútil quesugería grandes comisiones sólo con que seaceptara una partida, y sólo una, bastante du-dosa; la guerra que siguió al rechazo; la obs-trucción cuidadosa y cortés, en el otro lado, quesiguió a la guerra hasta que el joven Hitchcock,sumando un mes de permiso con otro, y pi-diendo prestados diez días a Findlayson, segastó sus escasos ahorros de un año en un en-febrecido viaje a Londres. Y una vez allí, segúnafirmó él mismo y como demostraron las parti-

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das posteriores, puso el miedo a Dios en unhombre tan grande que sólo temía al Parlamen-to, y Hitchcock le estuvo abordando en la mesade la cena hasta que acabó por tener miedo delPuente de Kashi y de todos los que hablaban ensu nombre. Luego estuvo el cólera, que unanoche llegó al pueblo desde la zona cercana alas obras del puente; y tras el cólera les atacó laviruela. La malaria había estado siempre conellos. Hitchcock había sido designado comomagistrado de tercera categoría con capacidadpara ordenar el uso del látigo, para el mejorgobierno de la comunidad, y Findlayson vioque ejercía sus poderes con templanza, apren-diendo qué era lo que tenía que pasar por alto yqué lo que tenía que buscar. Fue un larguísimoensueño que incluyó tormentas, crecidas repen-tinas del río, muertes de todo tipo y forma, larabia violenta y terrible por la burocracia quevolvía frenética una mente que sabía que debe-ría estar ocupada en otras cosas; sequía, pro-blemas de saneamiento, finanzas; nacimientos,

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bodas, entierros y algaradas en un pueblo en elque vivían veinte castas guerreras; discusiones,debates, persuasión y esa desesperación vacíadel hombre que se va a la cama dando graciasde que su rifle esté entero en la caja. Pero trastodo aquello se elevaba la estructura negra delPuente de Kashi, placa a placa, viga a viga, va-no a vano, y cada uno de sus pilares le hacíapensar en Hitchcock, ese hombre cabal quehabía permanecido junto a su jefe, sin el menorfallo, desde el principio mismo hasta el final.

Por tanto el puente era el trabajo de doshombres, a menos que se contara a Peroo; comoPeroo, ciertamente, se contaba a sí mismo. Eraun lascar4 un kharva5 de Bulsar, familiarizadocon todos los puertos que había entre Rock-

4 Lascar. Termino indostaní que significamarinero.

5 Kharva. Casta dedicada al trabajo de marineroy al comercio y fabricación de sal. Bulsar es unaciudad del Gujerat.

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hampton6 y Londres, que había llegado a tenerel grado de serang7 en los barcos de British In-dia8, pero que habiéndose cansado de las revis-tas rutinarias y la ropa limpia, abandonó el ser-vicio para meterse tierra adentro, donde conseguridad encontraría empleo un hombre de sucalibre. Por su conocimiento de la polea y elmanejo de los pesos pesados, Peroo se merecíacualquier precio que decidiera poner a sus ser-vicios; pero era la costumbre la que decretaba elsalario de los trabajadores y la posición de Pe-roo no valía más que unas cuantas monedas deplata. Ni las corrientes de agua ni las alturasextremas le daban miedo; y como antiguo se-rang sabía mantener la autoridad. No habíapieza de hierro que fuera demasiado grande oestuviera mal situada para la que Peroo no pu-

6 Rochampton. Ciudad australiana.7 Serang. Termino indostaní para contramaestre.8 British India. Compañía dedicada a los barcos

de pasajeros fusionada posteriormente con la em-presa P & O.

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diera idear una polea con la que levantarla: unainstalación de extremos sueltos y combada,adornada con una conversación escandalosapor lo extensa, pero absolutamente adecuadapara el trabajo que se iba a hacer. Fue Perooquien salvó de la destrucción la viga del pilarnúmero siete cuando la nueva cuerda de alam-bre se atoró en el ojo de la grúa, y la enormeplaca se inclinó sobre sus lazos amenazandocon deslizarse hacia un lado. En ese momentolos trabajadores nativos perdieron la cabeza yse pusieron a lanzar grandes gritos, una placaen forma de T se cayó rompiéndole a Hitchcockel brazo derecho, y se lo metió bajo los botonesdel abrigo y se desmayó, pero volvió en sí yestuvo dirigiendo las operaciones durante cua-tro horas hasta que Peroo, desde lo alto de lagrúa, gritó que todo estaba bien y la placa fuecolocada en su sitio. No había nadie como Pe-roo, el serang, para utilizar el látigo, exagerarsu importancia y mantenerse firme, para con-trolar los motores auxiliares, para tirar diestra-

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mente de una locomotora que hubiera caído enuna zanja de préstamo; para desnudarse y bu-cear, si era necesario, con el fin de averiguar silos bloques de hormigón que rodeaban los pila-res resistían el azote de Madre Gunga, o paraaventurarse corriente arriba en una noche demonzón e informar sobre el estado de los terra-plenes. Interrumpía sin el menor miedo las de-liberaciones de campo de Findlayson y deHitchcock hasta que se agotaba su maravillosoinglés, o su todavía más maravillosa lengua-franca, mitad portugués y mitad malayo, y seveía obligado a sacar la cuerda y enseñar losnudos que recomendaba. Controlaba su propiogrupo de encargados de polea: misteriosos pa-rientes procedentes de Kutch Mandvi recogidosmes a mes y puestos a prueba hasta un gradomáximo. Por lo que se refería a la nómina, nin-guna consideración de familia o amistad debili-taba las manos o la cabeza de Peroo.

-Mi honor es el honor de este puente -decíaa aquél que iba a despedir-. ¿Y qué me importa

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a mí el tuyo? Vete a trabajar en un barco devapor. Es para lo único que vales.

El pequeño grupo de chozas en las quevivían él y su grupo rodeaba el habitáculoruinoso de un sacerdote marino: éste no habíapuesto nunca un pie en mar abierto, pero habíasido elegido como consejero de los espíritus pordos generaciones de piratas que no se habíanvisto afectados ni por las misiones que hay enlos puertos ni por aquellos credos que tratan deintroducirse en los marineros desdeinstituciones situadas a las orillas del Támesis.El sacerdote de los lascar no tenía nada que vercon la casta de éstos, ni en realidad conninguna. Comía las ofrendas que se hacían a suiglesia, dormía, fumaba y volvía a dormir.

-Pues es un hombre muy santo -decía Pe-roo, que era quien le había arrastrado mil mi-llas tierra adentro-. No le importa lo que comascon tal de que no comas vaca, y eso es bueno,pues en tierra los kharvas veneramos a Siva;pero en el mar, en los barcos de la Compañía,

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seguimos estrictamente las órdenes del BurraMalum (el primer oficial), y en este puentehacemos lo que dice Sahib Finlinson.

Ese día Sahib Findlayson había dado la or-den de quitar el andamiaje de la torre de vigi-lancia de la orilla derecha, y Peroo y sus com-pañeros estaban desatando y bajando las plan-chas y palos de bambú con la misma rapidezque sacarían a latigazos la carga de un barcocostero.

Desde su vagoneta podía escuchar el silbatode plata del serang y los crujidos y el estruendode las poleas. Peroo estaba de pie sobre el re-mate más alto de la torre, vestido con el monoazul del servicio marítimo que había abando-nado, y cuando Findlayson le indicó por señasque fuera cuidadoso, pues su vida no podíadesperdiciarse, se sujetó de la última pértiga, yponiéndose una mano sobre los ojos a la mane-ra marina, respondió con el grito largo de vigíaque se da desde el castillo de proa:

-Ham dekhta ha¡ [estoy vigilando].

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Findlayson se echó a reír y después lanzóun suspiro. Hacía ya muchos años desde quehabía visto un barco de vapor y tenía nostalgiade su hogar. Cuando la vagoneta pasó debajode la torre, Peroo descendió por una cuerda,como un mono, y gritó:

-Ahora parece bien, Sahib. Nuestro puentecasi está hecho. ¿Qué cree que dirá MadreGunga cuando el tren pase por encima? -Hastaahora ha dicho poco. No fue nunca MadreGunga la que nos retrasó.

-Para ella siempre hay tiempo; y no obstan-te ha habido retrasos. ¿Se ha olvidado Sahib dela inundación del pasado otoño, cuando lasrastras se hundieron sin previo aviso, o con unaviso de sólo mediodía?

-Me acuerdo, pero ahora sólo una enormeinundación podría hacernos daño. Los puntalesde la orilla occidental se mantienen bien.

-Madre Gunga se come bocados grandes.Siempre queda sitio para más piedras en losmuros de contención. Así se lo dije al Sahib

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Chota9 -se refería a Hitchcock- y se echó a reír.-No importa, Peroo. Otro año serás capaz

de construir un puente a tu manera.-Entonces no será así -contestó el lascar

riendo-, con obra de sillería hundida bajo elagua, como se hundió el de Quetta10 Me gustanlos puentes sus... suspensos que vuelan de unaorilla a otra, con un gran estribo como pasama-nos. Entonces el agua no los puede dañar.¿Cuándo va a inaugurar el puente Lord Sahib?

-Dentro de tres meses, cuando refresque eltiempo.

-¡Ja, ja! Lord Sahib es como el Burra Malum.Duerme abajo mientras se hace el trabajo. Des-pués sube a cubierta, te toca con el dedo y dice:«¡Esto no está limpio! ¡Dam jiboonwallah! »

-Pero a mí el Lord Sahib no me llama damjiboonwallah, Peroo.

9 Chota Sahib. Literalmente, pequeño amo.10 Quetta. Ciudad situada al oeste de la zona central dePakistán, centro comercial, puesto militar y lugar de resi-dencia veraniega.

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-No, Sahib; pero no sube a cubierta hastaque el trabajo se haya terminado. Me acuerdode que el Burra Malum del Nerbudda dijo unavez en Tuticorin...

-¡Venga, vete! Estoy ocupado.-¡También yo lo estoy! -exclamó Peroo con

semblante inamovible-. ¿Puedo coger el boteligero y remar hasta los espolones?

-¿Para sujetarlos con las manos? Creo queson ya bastante pesados.

-Ni hablar, Sahib. No es así. En el mar, en elmar abierto, tenemos espacio para navegararriba y abajo sin preocupaciones. Pero aquí notenemos espacio alguno. Hemos metido el ríoen un dique y le hacemos correr entre sillaresde piedra.

Findlayson sonrió al escuchar el «hemos».-Lo hemos frenado y embridado. Pero no es

como el mar, que puede batir contra una playasuave. Es Madre Gunga... con los grilletes pues-tos -al decir eso su voz titubeó un poco.

-Peroo, has subido y bajado por el mundo

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incluso más que yo. Ahora, dime la verdad.¿Realmente tu corazón cree en Madre Gunga?

-Todo lo que dice nuestro sacerdote. Lon-dres es Londres, Sahib. Sydney es Sydney, yPort Darwin es Port Darwin. También MadreGunga es Madre Gunga, y cuando regreso a susorillas lo sé y la venero. En Londres hice poo-jah11 ante el gran templo que había al lado delrío en nombre del dios que tenía dentro... sí, nome llevaré los cojines en el bote.

Findlayson montó en su caballo y trotó has-ta la sombra de un bungalow que compartíacon su ayudante. Aquel lugar se había conver-tido para él en un hogar durante los últimostres años. Se había asado con el calor, sudadocon las lluvias, y estremecido de fiebre bajo eltosco techo de paja; al lado de la puerta la calestaba cubierta de toscos dibujos y fórmulas, yel camino hasta la sentina, por la estera del pór-

11 Poojah. Termino indostaní que significa devo-ción, veneración.

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tico, mostraba por dónde había caminado asolas. El trabajo de un ingeniero no tiene unlímite de ocho horas, y la cena con Hitchcock lacomían calzados y con espuelas: con los ciga-rros encendidos, escuchaban el zumbido delpueblo mientras los grupos subían desde el ríoy las luces comenzaban a parpadear.

-Peroo ha subido a los espolones con tu bo-te. Se ha llevado con él a dos sobrinos, y se re-cuesta en la popa como un comodoro -dijoHitchcock.

-Está bien. Tiene algo en mente. Uno pensa-ría que los diez años que ha pasado en los bar-cos de British India le habrían hecho perder lamayor parte de su religión.

-Y así ha sido -dijo Hitchcock sofocando larisa-. El otro día le oí en mitad de una conver-sación de lo más atea con ese viejo guru suyo.Peroo negaba la eficacia de la oración; y queríaque el guru fuera al mar con él a ver una galer-na y tratara de detener un monzón.

-Pues aun así, si echaras de aquí a su guru,

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nos dejaría de inmediato. Hace poco me conta-ba que había estado rezando bajo la cúpula deSan Pablo cuando estuvo en Londres.

-Me contó que la primera vez que estuvo enla sala de máquinas de un vapor, de muchacho,rezó ante el cilindro de baja presión.

-Tampoco es mala cosa a la que rezar. Aho-ra está propiciando a sus propios dioses y quie-re saber lo que pensará Madre Gunga del puen-te cuando lo crucen. ¿Quién hay ahí? -preguntócuando una sombra oscureció la entrada, y de-jaron un telegrama en manos de Hitchcock.

-Madre Gunga ya debería estar acostum-brada. Sólo es un telegrama. Será la respuestade Ralli acerca de los nuevos remaches... ¡cielos!-exclamó Hitchcock poniéndose en pie de unsalto.

-¿Qué ocurre? -preguntó el otro cogiendo eltelegrama-. ¿Así que es esto lo que piensa Ma-dre Gunga? -preguntó leyendo el mensaje-.Mantén la calma, joven. Este trabajo está hechopara nosotros. Veamos. Hace media hora Muir

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ha telegrafiado: «Inundaciones en el Ramgunga.Presten atención». Bueno eso nos da... una, dos...nueve horas y media hasta que la inundaciónllegué a Melipur Ghaut, y son las dieciséis me-nos siete, y media hora más hasta Latodi... unasquince horas antes de que llegue hasta noso-tros.

-¡Maldita sea esa cloaca del Ramgunga quealimentan los montes! Findlayson, esto sucededos meses antes de que pudiera esperarse, y laorilla izquierda todavía está cubierta de mate-riales. ¡Dos meses antes de tiempo!

-Pero así son las cosas. Hace sólo veinticin-co años que conozco los ríos de India y no pre-tendo entenderlos. Aquí viene otro telegrama -Findlayson lo abrió-. Esta vez es de Cockran,desde el Canal del Ganges: «Aquí llueve mucho.Mal asunto». Podría haberse ahorrado las últi-mas palabras. Bueno, no necesitamos saber na-da más. Tenemos que poner a trabajar a todoslos grupos la noche entera y limpiar el lecho delrío. Ocúpate de la orilla izquierda y trabaja has-

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ta que te encuentres conmigo en la mitad. Ponbajo el puente todo lo que flote: ya tenemossuficientes embarcaciones que bajan a la derivacomo para dejar que las rastras choquen contralos pilares. ¿Tienes algo en la orilla oriental quehaya que cuidar?

-Un pontón grande con el puente-grúa en-cima. El otro puente-grúa está en el pontónreparado, con los remaches de la carretera detierra desde los pilares veinte al veintitrés... doslíneas férreas auxiliares y una vía muerta paradar la vuelta. El pilotaje de las cimentaciones lopodemos abandonar a su suerte --dijoHitchcock.

-De acuerdo. Enrola a cualquiera al quepuedas ponerle la mano encima. Daremos a lascuadrillas quince minutos más para que se to-men la comida.

Cerca del pórtico había un gran gong noc-turno que sólo se usaba para las inundaciones ocuando había fuego en el pueblo. Hitchcockhabía pedido un caballo de refresco y había

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partido hacia su lado del puente cuando Find-layson cogió la varilla envuelta en paño y rozócon un golpe el gong para sacar todo el sonidodel metal.

Antes de que se apagara el ruido, todos losgongs nocturnos del pueblo habían transmitidola advertencia. Había que añadir las llamadasroncas de las caracolas desde los pequeñostemplos; el repiqueteo de tambores y tantanes;y desde las zonas europeas, donde vivían losremachadores, rebuznaba desesperadamente latrompeta de M'Cartney, un arma ofensiva paralos domingos y fiestas, con el toque destinado alimpiar y a abrevar los caballos. Fueron silban-do una máquina tras otra de las que regresabana casa, por las vías muertas, tras el trabajo deldía, hasta que los silbatos encontraron respues-ta en la orilla más lejana. Después, el gonggrande sonó tres veces como advertencia deque se trataba de una inundación, no de unincendio; caracolas, tambores y silbatos repitie-ron la llamada, y el pueblo entero se estremeció

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por el sonido de los pies descalzos al corrersobre la tierra blanda. En todos los casos la or-den era colocarse junto al puesto de trabajo deldía, y aguardar instrucciones. En el crepúsculoaparecieron las cuadrillas; los hombres se dete-nían para anudarse un paño en la cintura oatarse una sandalia; los capataces gritaban a sussubordinados mientras corrían o se deteníanjunto a los cobertizos de herramientas buscan-do barras y azadones; las locomotoras se arras-traban sobre las vías llenas de gente hasta queel torrente pardo desapareció en el crepúsculodel lecho del río, corrió sobre los cimientos, seamontonó a lo largo de los enrejados, se arra-cimó junto a las grúas y se quedó quieto, cadahombre en su sitio.

Luego el turbulento batir del gong transmi-tió la orden de cogerlo todo y llevarlo más arri-ba de la señal superior del agua, y aparecierona cientos las lámparas encendidas entre las re-des de hierro oscuro cuando los remachadoresempezaron una presurosa noche de trabajo

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contra la inundación que se iba a producir. Lasvigas de los tres pilares centrales, las que esta-ban sobre los estribos flotantes, no se encontra-ban en posición. Necesitaban tantos remachescomo pudieran ponérseles, pues seguramentela inundación barrería los soportes y los hierroscaerían sobre la piedra si no se los bloqueabapor los extremos. Cien palancas forzaban lastraviesas de la línea temporal que unía los pila-res que no habían sido terminados. Las amon-tonaron longitudinalmente, las cargaron envagonetas y las locomotoras, bramando, lassubieron a la orilla más allá del nivel de lainundación. Los cobertizos de herramientas delos arenales desaparecieron ante el ataque delos ejércitos rugientes, y con ellos fueron tam-bién los estantes hacinados de los almacenesgubernamentales, las cajas de hierro de los re-maches, alicates, tenazas, piezas duplicadas delas máquinas de remachar, bombas y cadenasde repuesto. La grúa grande sería la última enmoverse, pues estaba subiendo todos los mate-

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riales pesados hasta la estructura principal delpuente. Los bloques de hormigón de la flota derastras fueron volcados donde el agua teníaalgo de profundidad para defender los pilares,y las rastras vacías fueron trasladadas con pér-tiga corriente abajo más allá del puente. Ahí eradonde pitaba más fuerte el silbato de Peroo,pues al primer golpe del gong grande regresócon el bote a toda velocidad, y Peroo y los su-yos, desnudos hasta la cintura, trabajaron por elhonor y la fama, que son mejores que la vida.

-Sabía que hablaría -gritaba-. Lo sabía, peroel telégrafo nos dio una buena advertencia. Oh,hijos de procreadores impensables, hijos devergüenza inexpresable, ¿es que estamos aquípara mirar?

Llevaba en la mano más de medio metro decuerda de alambre desgastada en los extremos,y con ella Peroo hacía maravillas mientras sal-taba de regala en regala vociferando en el len-guaje del mar.

A Findlayson le preocupaban más las ras-

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tras que cualquier otra cosa. M'Cartney blo-queaba con sus cuadrillas los extremos de tresvanos dudosos, pero las rastras a la deriva, encaso de que la inundación fuera alta, podríanponer en peligro las vigas; y había una verda-dera flota de rastras en los canales laterales.

-Llévalas tras el promontorio de la torre devigilancia -gritó a Peroo-. Allí habrá agua es-tancada; llévalas más abajo del puente.

-¡Achcha! [¡Muy bien!] Lo sé. Las estamosamarrando con cuerda de alambre -respondió-.¡Hey! Prestad atención al Chota Sahib. Trabajaduramente.

Del otro lado del río llegaba un silbido casicontinuo de locomotoras apoyado por el es-truendo de las piedras. En el último minuto,Hitchcock empleaba unos cientos más de vago-netas de piedra de Tarakee para reforzar lasvías muertas y los diques.

-El puente desafía a Madre Gunga -dijo Pe-roo con una risotada-. Pero cuando ella hable,yo sé cuál de las voces será la más fuerte.

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Los hombres desnudos trabajaron durantehoras, gritando y chillando bajo las luces. Erauna noche calurosa y sin luna; el final se viooscurecido por nubes y por un chubasco repen-tino que preocupó mucho a Findlayson.

-¡Se mueve! -exclamó Peroo poco antes delamanecer-. ¡Madre Gunga está despierta! ¡Es-cuchad! -gritó sacando una mano por un ladode la barca y dejando que la corriente le habla-ra. Una ola pequeña golpeó el costado de unpilar con un chapoteo quebradizo.

-Seis horas antes de tiempo -observó Find-layson limpiándose la frente salvajemente-. Yano dependemos de nada. Será mejor que nosapartemos del lecho del río.

De nuevo sonó el gong grande y por se-gunda vez se produjo el estrépito de los piesdescalzos sobre la tierra y el hierro sonoro; cesóel ruido de las herramientas. En el silencio, loshombres escucharon el bostezo seco del aguaarrastrándose sobre la arena sedienta.

Un capataz tras otro le fueron gritando a

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Findlayson, quien se había situado junto a latorre de vigilancia, que su sección del lecho delrío estaba limpia, y cuando se acalló la últimavoz Findlayson corrió sobre el puente hasta quelas placas de hierro del camino permanenteabrían paso a las planchas de madera tempora-les situadas sobre los tres pilares centrales,donde se encontró con Hitchcock.

-¿Todo limpio por tu lado? -preguntó Find-layson. El murmullo resonó en la caja del enre-jado.

-Sí, y ahora se está llenando el canal del es-te. Estamos totalmente fuera de cuentas.¿Cuándo nos caerá encima?

-No se puede saber. El río se llena tan rápi-do como puede. ¡Mira! -exclamó Findlaysonseñalando las planchas bajo sus pies, donde laarena, quemada y manchada por meses de tra-bajo, empezaba a susurrar y efervescer.

-¿Cuáles son las órdenes? -preguntó Hitch-cock.

-Llamar a los hombres, contar las provisio-

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nes, sentarte en cuclillas y rezar por el puente.Eso es lo único que se me ocurre. Buenas no-ches. No pongas en peligro tu vida tratando depescar algo que vaya corriente abajo.

-¡Oh, seré tan prudente como usted! Buenasnoches. ¡Cielos, cómo se está llenando! ¡Lluevea conciencia!

Findlayson regresó a su orilla llevándosedelante de él a los últimos remachadores deM'Cartney. Las cuadrillas se habían extendido alo largo de los diques sin prestar atención a lalluvia fría del amanecer y se quedaron allíaguardando la inundación. Sólo Peroo mante-nía unidos a sus hombres tras el promontoriode la torre de vigilancia, donde las rastras esta-ban amarradas por delante y por detrás conguindalezas, cuerda de alambre y cadenas.

Un gemido agudo recorrió la línea y acabóconvirtiéndose en un grito mitad de miedo ymitad de sorpresa: el rostro del río se habíavuelto blanco de una orilla a otra entre las pie-dras, y los espolones lejanos se cubrían de es-

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puma. La Madre Gunga había llegado rápida-mente hasta la altura de la orilla y su mensajeroera un muro de agua color chocolate. Por enci-ma del rugido del agua se escuchó un grito, erael quejido de los vanos que se venían abajo so-bre sus bloques mientras las balsas de maderaeran lanzadas hacia afuera desde debajo de susvientres. Las rastras gemían y chocaban unascon otras en los remolinos que giraban alrede-dor de los pilares, y sus torpes mástiles se ele-vaban más y más contra la oscura línea del cie-lo.

-Antes de que estuviera encerrada entre es-tas murallas, sabíamos lo que haría. ¡Pero ahoraque está sujeta, sólo Dios sabe lo que hará! -exclamó Peroo observando el furioso torbellinoque rodeaba la torre de vigilancia-. ¡Ohé! ¡Lu-cha entonces! Lucha con fuerza, pues así escomo una mujer se desgasta.

Pero Madre Gunga no lucharía tal como Pe-roo deseaba. Tras la primera embestida corrien-te abajo, ya no hubo más murallas de agua, sino

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que el río se elevó de una manera corpórea,como una serpiente cuando bebe en el solsticiode verano, pellizcando y tocando los muros decontención, y remansándose detrás de los pila-res hasta que incluso Findlayson empezó a cal-cular de nuevo la resistencia de su obra. Cuan-do llegó el día, el pueblo se quedó con la bocaabierta.

-¡Anoche mismo era como una ciudad en ellecho del río! -se decían los hombres unos aotros-. ¡Y mira ahora!

Y miraban y volvían a maravillarse de lasaguas profundas, las aguas presurosas que la-mían la garganta de los pilares. La otra orillaestaba velada por la lluvia, en la que el puentese introducía y luego desaparecía; corrientearriba, de los espolones sólo se veían los remo-linos y la espuma, y corriente abajo el río enjau-lado, liberado ya de sus guías, se extendía comoun mar hasta el horizonte. Por él bajaban pre-surosos y juntos, dando vueltas en el agua, ca-dáveres de hombres y bueyes, y aquí y allá se

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veía un pedazo de techo de albarda que des-aparecía al tocar un pilar.

-Gran inundación -dijo Peroo, y Findlaysonasintió.

Era una inundación tan grande como cual-quiera pudiera querer contemplar. Su puenteresistiría lo que estaba soportando ahora, perono mucho más; y si por una posibilidad contramil resultaba tener una debilidad en los diques,Madre Gunga se llevaría su honor hasta el marjunto con los demás desechos. Lo peor de todoera que no podía hacerse nada salvo quedarsequietos; y Findlayson se quedó quieto y senta-do bajo su impermeable hasta que el casco se ledeshizo sobre la cabeza y las botas estuvieronllenas de lodo hasta por encima de los tobillos.No contó el tiempo, pues era el río el que estabamarcando las horas centímetro a centímetro alo largo del dique; y entumecido y hambrientoescuchó la tensión de las rastras, el trueno hue-co bajo los pilares y los cientos de ruidos quecomponían la melodía completa de una inun-

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dación. En una ocasión un criado empapado letrajo alimentos, pero no podía comer; en otraocasión creyó haber oído el pitido débil de unalocomotora al otro lado del río, y entonces son-rió. El fallo del puente dañaría no poco a suayudante, pero Hitchcock era un hombre joveny su gran obra estaba todavía por llegar. Para élla quiebra lo significaba todo: todo lo que hacíaque una vida dura mereciera la pena. Pensó enlo que dirían los hombres de su profesión: re-cordaba las palabras piadosas que él mismohabía dicho cuando la gran instalación de obrasde abastecimiento de aguas de Lockhart estallóconvirtiéndose en montones de ladrillos y cie-no, y a Lockhart el espíritu se le rompió en suinterior y murió. Se acordó también de lo que élhabía dicho cuando el puente de Sumao se de-rrumbó por culpa de un gran ciclón junto almar; pero sobre todo recordaba el rostro delpobre Hartopp tres semanas más tarde, cuandoestaba ya marcado por la vergüenza. El tamañode su puente doblaba el de Hartopp, y además

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llevaba las vigas Findlayson y el nuevo soportede pilares: el soporte atornillado Findlayson. Ensu profesión no había excusas. Quizás el Go-bierno pudiera escuchar, pero sus colegas lejuzgarían por su puente, según éste siguiera enpie o se cayera. Lo repasó mentalmente, placa aplaca, vano a vano, ladrillo a ladrillo, pilar apilar, recordando, comparando, calculando yvolviendo a calcular por si existía algún error; ydurante las largas horas y los vuelos de lasfórmulas que danzaban y giraban ante él unmiedo frío llegó a pellizcar su corazón. El as-pecto que a él le correspondía de la suma esta-ba fuera de toda cuestión; ¿pero qué hombreconocía la aritmética de Madre Gunga? Mien-tras él se aseguraba de todo utilizando la tablade multiplicar, el río podía estar abriendo agu-jeros en el fondo mismo de cualquiera de esospilares de veinticinco metros que constituían sureputación. De nuevo se acercó un criado conalimento, pero su boca estaba seca y sólo pudobeber antes de regresar a los decimales que

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ocupaban su cerebro. Y el río seguía creciendo.Peroo, cubierto con una capa y sobre una esteri-lla, estaba agachado a sus pies, observandounas veces su rostro y otras el del río, pero sindecir nada.

Finalmente el lascar se levantó y se dirigiódando tumbos sobre el barro hacia el pueblo,no sin antes haber dejado un aliado que vigilaralos botes.

Regresó al poco conduciendo irreverente-mente ante él al sacerdote de su credo: unhombre viejo y grueso, de una barba gris que elviento azotaba junto con la tela húmeda quellevaba sobre el hombro. Nunca se había vistoun guru tan lamentable.

-¿De qué sirven las ofrendas, las pequeñaslámparas de queroseno y los cereales si lo únicoque sabes hacer es quedarte sentado en cuclillassobre el barro? -le preguntó Peroo a gritos-. Hastratado con los dioses mientras éstos estabancontentos y llenos de buenos deseos. Ahoraestán coléricos. ¡Habla con ellos!

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-¿Qué es un hombre frente a la cólera de losdioses? -gimió el sacerdote, acobardado, mien-tras el viento hacía presa en él-. Déjame volveral templo y allí rezaré.

-¡Hijo de un cerdo, reza aquí! ¿Es que no vasa devolver nada por el pescado salado, el curryen polvo y las cebollas secas? ¡Grita en voz alta!Dile a Madre Gunga que ya hemos tenido sufi-ciente. Ruégale que se aquiete para la noche. Yono puedo rezar, pero he servido en los barcosde la Compañía y cuando los hombres no obe-decían mis órdenes... -terminó la frase con unmovimiento del látigo de cuerda de alambre, yel sacerdote, apartándose de su discípulo, huyóhacia el pueblo.

-¡Cerdo grueso! -exclamó Peroo-. ¡Despuésde todo lo que hemos hecho por él! Cuandobaje la inundación me ocuparé de que tenga-mos un guru nuevo. Sahib Finlinson, oscureceya para la noche, y no ha comido nada desdeayer. Sea prudente, Sahib. Ningún hombrepuede soportar vigilar y pensar mucho con el

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estómago vacío. Acuéstese, Sahib. El río hará loque el río haga.

-El puente es mío; no puedo abandonarlo.-¿Es que va a sujetarlo con las manos? -

preguntó Peroo echándose a reír-. Me inquietépor mi botes y arrufos antes de que llegara lainundación. Ahora estamos en las manos de losdioses. ¿El Sahib no comerá y se acostará? En-tonces tome esto. Son carne y buen vino almismo tiempo, y matan toda fatiga, además dela fiebre que sigue a la lluvia. Hoy no he comi-do otra cosa -dijo sacando una pequeña lata detabaco de su empapado cinturón y poniéndolaen la mano de Findlayson, añadiendo-: no, notenga miedo. No es más que opio... ¡opio limpiode Malwa!

Findlayson agitó en la mano dos o tres píl-doras de color marrón oscuro y, sin saber ape-nas lo que hacía, se las tragó. Aquello era por lomenos una buena defensa contra la fiebre -lafiebre que subía por él desde el barro húmedo-,y ya había visto lo que Peroo era capaz de hacer

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entre las nieblas sofocantes del otoño sólo conla fuerza de una dosis de la caja de hojalata.

Peroo hizo un signo de asentimiento con sumirada brillante.

-Dentro de muy poco, de muy poco, elSahib verá que vuelve a pensar bien. Yo tam-bién...

Se zambulló en su caja del tesoro, volvió acolocarse el impermeable sobre la cabeza y seagachó, quedándose en cuclillas, para observarlos botes. Estaba ya demasiado oscuro para vermás allá del primer pilar, y daba la impresiónde que la noche había dado nuevas fuerzas alrío. Findlayson permaneció en pie, con la barbi-lla sobre el pecho, pensativo. Había una cues-tión relativa a uno de los pilares, el séptimo,que no había resuelto totalmente en su cabeza.Las cifras sólo tomaban forma frente a él de unaa una, y eso con enormes intervalos de tiempo.En sus oídos percibía un sonido suave y rico,semejante a la nota más profunda de un con-trabajo: era un sonido fascinante sobre el que

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creyó meditar durante varias horas. Hasta quede pronto Peroo estaba junto a su codo, gritán-dole que se había roto una guindaleza de alam-bre y las rastras estaban sueltas. Al mismotiempo Findlayson vio la flota abriéndose enabanico y escuchó el chillido prolongado delalambre tensándose a través de las regalas.

-Las golpeó un árbol. Se irán todas -gritóPeroo-. La guindaleza principal se ha abierto.¿Qué va a hacer el Sahib?

En un instante destelló en la mente de Find-layson un plan de inmensa complejidad. Vio lascuerdas pasando de una barca a otra en líneas yángulos rectos: cada cuerda era una línea defuego blanco. Y una de ellas era la cuerda prin-cipal. Podía verla claramente. Sólo con que pu-diera tirar de ella una vez era absoluta y mate-máticamente seguro que la flota desordenadavolvería a reunirse en el remanso situado tras latorre de vigilancia. Se preguntaba por el motivode que Peroo se aferrara tan desesperadamentea su cintura mientras él corría orilla abajo. Era

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necesario apartar lenta y suavemente al lascar,porque era necesario salvar las barcas, y de-mostrar además la extrema facilidad de unproblema que parecía tan difícil. Y en ese mo-mento, aunque no parecía darle ninguna im-portancia, un cable metálico rozó a toda veloci-dad su mano, quemándola, desapareció la altaorilla y con ella se dispersaron lentamente to-dos los factores del problema. Estaba sentadoen la oscuridad y bajo la lluvia, sentado en unabarca que giraba como una peonza, y Perooestaba de pie a su lado.

-Había olvidado que para los que están enayunas y carecen de hábito el opio es peor quecualquier vino -comentó lentamente el lascar-.Los que mueren en el Gunga van junto a losdioses. Pero todavía no deseo presentarme antelos grandes. ¿Puede nadar el Sahib?

-¿Y para qué nadar? Puede volar... volar tanrápido como el viento -le respondió.

-¡Se ha vuelto loco! -murmuró Peroo casi sinaliento-. Y me aparta de su lado como si fuera

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un manojo de tortas de estiércol. Pues bien, noconocerá su muerte. Esta barca no resistirá unahora ni siquiera aunque nada la golpée. No esbueno mirar a la muerte con vista clara.

Volvió a refrescarse con la caja de hojalata,se agachó sobre los arcos curvos de la embarca-ción, que se mantenía unida mediante clavijas yataduras y se quedó mirando a través de la nie-bla a la nada que había allí. Una cálida modorrase deslizó por Findlayson, el ingeniero jefe,cuyo deber estaba en su puente. Las pesadasgotas de lluvia le golpeaban produciéndole milpequeños estremecimientos y cosquilleos, y elpeso de todo el tiempo desde que había tiempocolgaba pesadamente de sus párpados. Pensó ypercibió que estaba totalmente a salvo, pues elagua era tan sólida que un hombre podría ca-minar fácilmente sobre ella, y manteniéndoseen pie con las piernas separadas para guardarel equilibrio -eso era lo más importante de to-do-, podría transportarse fácilmente y con granvelocidad hasta la orilla. Pero todavía se le ocu-

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rrió otro plan mejor. Sólo necesitaba un esfuer-zo de la voluntad para que el alma lanzara elcuerpo a la orilla como el viento mueve un pa-pel; para hacerlo flotar como una cometa hastala orilla. ¿Había que suponer que a partir deentonces, pues la barca giraba vertiginosamen-te, los fuertes vientos se meterían bajo el cuerpoliberado? ¿Lo elevarían como una cometa con-duciéndolo hasta las lejanas arenas, o caeríafuera de todo control para toda la eternidad?Findlayson se sujetó a la regala para anclarse,pues tuvo la impresión de que estaba a puntode emprender el vuelo antes de haber trazadotodos los planes. El opio produce un efecto ma-yor sobre el hombre blanco que sobre el negro.Peroo sólo se sentía cómodamente indiferenteante los accidentes.

-No puede vivir -dijo Peroo entre gruñidos-.Sus costuras ya se abren. Si al menos fuera unbote de remos, podríamos llevárnoslo; pero unacaja con agujeros no es bueno. Finlinson Sahib,se llena de agua.

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-¡Achcha! me voy. Ven tú también.Mentalmente Findlayson ya había escapado

de la barca, y estaba dando vueltas en el airebuscando dónde plantar los pies. Su cuerpo -realmente sentía pena por la gran indefensiónde éste- estaba en popa, con el agua a la alturade las rodillas.

-¡Que ridículo! -se dijo a sí mismo en su en-soñación-. Es ése... es Findlayson... jefe delPuente de Kashi. El pobre hombre va a ahogar-se. Ahogarse estando tan cerca de la orilla. Yo...estoy ya en la orilla. ¿Por qué no viene él aquí?

Con intenso desagrado descubrió que sualma había vuelto al cuerpo, y que el cuerpobalbuceaba y se ahogaba en las aguas profun-das. El dolor de la unión fue atroz, pero necesa-rio para que luchara por el cuerpo. Tomó con-ciencia de que se agarraba desesperadamente ala arena húmeda, y de que daba zancadas pro-digiosas como las que uno da en un sueño paraponer pie firme en el agua turbulenta hasta quefinalmente se liberó de la sujeción del río y se

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dejó caer, jadeante, sobre la tierra húmeda.-No ha sido esta noche -le dijo Peroo al oí-

do-. Los dioses nos han protegido -añadió ellascar moviendo los pies con precaución arras-trándolos entre los tocones de secado-. Estamosen alguna isla de la cosecha de índigo del añopasado. Aquí no encontraremos hombres; perotenga mucho cuidado, Sahib; todas las serpien-tes de aquí a cien millas habrán salido con lainundación. Aquí viene el relámpago, empuja-do por el viento. Ahora podremos ver, perocamine cuidadosamente.

Findlayson estaba muy lejos de tener elmenor miedo a las serpientes, en realidad sehallaba lejos de cualquier emoción meramentehumana. Tras haberse frotado los ojos paraquitarse el agua de ellos, vio con inmensa clari-dad, y caminó, o así se lo pareció a él, con zan-cadas en las que cabía el mundo. En algún lu-gar, en la noche de los tiempos, había construi-do un puente: un puente que unía niveles ilimi-tados de brillantes mares; pero el Diluvio lo

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había echado abajo, dejando sólo esta isla bajolos cielos para Findlayson y su compañero, su-pervivientes únicos de la raza del hombre.

Un relampagueo incesante, abierto en hor-quilla y azulado, mostraba todo lo que podíaverse en la pequeña zona a salvo de la inunda-ción: un grupo de espinos, otro grupo de bam-búes que crujían y se movían, y un Ficus religio-sa gris y retorcido que se elevaba por encima deun santuario hindú desde cuya cúpula flotabauna bandera roja hecha jirones. El hombre san-to que lo había tenido como lugar de descansoveraniego hacía tiempo que lo había abandona-do, y la intemperie había roto la imagen de sudios hecha con barro rojo. Los dos hombrescaminaron dando tumbos, con los miembros ylos ojos pesados, sobre las cenizas de una coci-na de ladrillos, y se dejaron caer al abrigo de lasramas mientras la lluvia y el río rugían conjun-tamente.

Los tocones de índigo crujieron y les llegóun olor a ganado al tiempo que un enorme y

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chorreante toro brahmánico se abrió caminobajo el árbol. Los destellos revelaron en su cos-tado la marca en forma de tridente de Siva, lainsolencia de la cabeza y la joroba, los ojos lu-minosos parecidos a los de un ciervo, la frentecoronada con una guirnalda de caléndulas em-papadas, y la papada sedosa que casi barría elsuelo. Tras él escucharon a otros animales queascendían desde la marca divisoria de las aguasa través de la espesura, un sonido de patas pe-sadas y aliento profundo.

-Hay más aparte de nosotros -dijo Findlay-son con la cabeza apoyada en el tronco del ár-bol, sintiéndose totalmente cómodo y mirandoa través de sus ojos medio cerrados.

-Ciertamente -contestó Peroo espesamente-.Y no son pequeños.

-¿Quiénes serán? No puedo ver con clari-dad.

-Los dioses. ¿Quién más podría ser? ¡Mire!-¡Ah, es cierto! Seguramente los dioses... los

dioses.

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Findlayson sonrió mientras dejaba caer lacabeza sobre el pecho. Evidentemente Perootenía razón. Después de la inundación, ¿quiéniba a vivir en la tierra salvo los dioses que lahabían creado, a los que su pueblo rezaba porla noche, los dioses que estaban en las bocas ylas costumbres de todos los hombres? En eltrance en el que se encontraba no podía levan-tar la cabeza ni mover un dedo, y Peroo mos-traba una sonrisa vacía a los relámpagos.

El toro se detuvo junto al santuario, bajandola cabeza hasta la tierra húmeda. Un loro verdeque había en las ramas extendió y arregló lasplumas de sus alas mojadas y chilló sobre eltrueno mientras el círculo que había bajo elárbol se fue llenando con las sombras cambian-tes de los animales. Había un ciervo negro12

detrás del toro -un macho que Findlayson en su

12 Ciervo negro. Representa al Indra del primerperíodo del hinduismo, considerado el principal delos dioses.

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dilatada vida sobre la tierra sólo podría habervisto en sueños-, un macho de cabeza regia,lomo de ébano, vientre plateado y cuernos rec-tos y brillantes. A su lado, con la cabeza aga-chada hacia el suelo, unos ojos verdes y ardien-tes bajo las pobladas cejas azotando con su colainquieta la hierba muerta, caminaba una tigre-sa13 de vientre lleno y quijadas profundas.

El toro se tumbó junto al santuario y allí,desde la oscuridad, saltó un monstruoso monogris 14 que se sentó en postura humana en el

13 Tigresa. Representa a Kali, la diosa madre, esla consorte de Siva y una diosa destructora y de lamuerte, pero también de la regeneración. Se la re-presenta a menudo cabalgando sobre un tigre y conun collar de cráneos.

14 Mono gris. Representa a Hanuman, el dios-mono. Ayudó a Rama a conquistar Sri Lanka. Esopermitió el salto desde India a Ceilán, construyendodespués un puente para que pudieran cruzar susejércitos de monos. Su imagen preside la fundaciónde nuevos pueblos y por su lealtad a Rama simboli-

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lugar de la imagen caída con la lluvia derra-mándose como joyas del pelo de su cuello yhombros.

Otras sombras fueron y vinieron tras el cír-culo, entre ellas la de un hombre embriagadocon bastón florido y una botella. En ese mo-mento un áspero bramido surgió casi desde elsuelo:

-La inundación ya cede. Hora a hora el aguabaja y su puente todavía se sostiene.

-Mi puente -dijo Findlayson para sí mismo-.Debe ser ya una hora muy antigua. ¡Qué tienenque ver los dioses con mi puente!

Sus ojos giraron en la oscuridad persi-guiendo el estruendo. Un cocodrilo hembra -elcocodrilo indio del Ganges, de morro romo,frecuentador de vados- se arrastraba delante delos animales, golpeando furiosamente a dere-cha e izquierda con la cola.

za la devoción, aunque en esta historia Kipling loconvierte en el dios del trabajo.

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-Lo han hecho demasiado fuerte para mí.En toda la noche sólo he podido despedazar unpuñado de planchas. ¡Los muros resisten! ¡Lastorres resisten! Han encadenado mi inundacióny mi río ya no es libre. ¡Seres Celestiales, quitadeste yugo! ¡Dadme agua clara entre orilla y ori-lla! Soy yo, Madre Gunga, la que habla. ¡Lajusticia de los dioses! ¡Concededme la justiciade los dioses!

-¿Qué es lo que digo? -susurró Peroo-. Enverdad es un punchayet de los dioses. Ahorasabemos que todo el mundo ha muerto, salvousted y yo, Sahib.

El loro chilló y volvió a mover las alas, y latigresa, con las orejas pegadas a la cabeza, rugióperversamente.

En algún lugar de la sombra una enormetrompa y colmillos brillantes se movían oscilan-tes, mientras un murmullo bajo rompió el silen-cio que siguió al rugido.

-Estamos aquí -dijo una voz profunda-: losgrandes. Uno sólo y muchos. Siva, mi padre,

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está aquí con Indra. Kali ya ha hablado. Hanu-man también escucha.

-Kashi está esta noche sin su kotwal -gritó elhombre de la botella arrojando su bastón alsuelo mientras la isla resonaba con el ladrido delos sabuesos-. Dadle al río la justicia de los dio-ses.

-Os quedasteis quietos cuando ensuciaronmis aguas -bramó el gran cocodrilo-. No disteisninguna señal cuando mi río quedó atrapadoentre las paredes. No podía hacer otra cosa sal-vo ahorrar mis fuerzas, y ella falló -la fuerza deMadre Gunga falló- delante de sus torres devigilancia. ¿Qué puedo hacer? Lo he intentadotodo. ¡Terminad ahora, Seres Celestiales!

-Yo traje la muerte; cabalgué con la enfer-medad de una choza a otra de sus trabajadores,pero no abandonaron-dijo adelantándose elasno15 de morro rajado y pellejo gastado, cojo,

15 Asno. Sitala, diosa de la viruela, que puede provocar laenfermedad o vencerla. Se le suele representar montadaen un asno, desnuda y pintada de rojo.

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de patas de tijera y lleno de rozaduras-. Lesarrojé la muerte desde mi hocico, pero no cesa-ron.

Peroo habría deseado moverse, pero el opiole tenía atrapado con fuerza.

-¡Bah! -exclamó echando un escupitajo-.Aquí está la propia Sitala; Mata 16 la viruela.¿Tiene el Sahib un pañuelo para ponérselo porla cara?

-¡Valiente ayuda! -exclamó el cocodrilo-. Mealimentan de cadáveres durante un mes y mearrojo sobre ellos en mis bancos de arena, perosu trabajo sigue adelante. ¡Son demonios, ehijos de demonios! Y dejáis sola a Madre Gun-ga para que ellos se burlen con su carruaje defuego. ¡La justicia de los dioses caiga sobre losconstructores del puente!

El toro dio una vuelta en la boca a lo que es-taba rumiando y respondió con lentitud:

-Si la justicia de los dioses cayera sobre to-

16 Mata. Viruela.

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dos los que se burlan de las cosas sagradas,habría muchos altares oscurecidos en la tierra,madre.

-Pero esto va más allá de una burla -replicóla tigresa lanzando hacia delante una garra-. Túsabes, Siva, y también vosotros, Seres Celestia-les: sabéis que han ensuciado a Gunga. Segu-ramente tendrán que presentarse ante el des-tructor. Que juzgue Indra.

-¿Cuánto tiempo hace que dura este mal? -respondió el ciervo sin hacer movimiento algu-no.

-Tres años, tal como cuentan el tiempo loshombres -respondió el cocodrilo de India, muyapretado contra el suelo.

-¿Acaso Madre Gunga va a morir en un añoque tan ansiosa está de ver su venganza ahora?El mar profundo estaba hasta ayer allí adondeella llegaba, y mañana el mar la volverá a cu-brir mientras los dioses cuentan lo que loshombres llaman tiempo. ¿Puede decir alguienque su puente resistirá hasta ese mañana? -

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preguntó el ciervo.Se produjo un largo silencio y al aclararse

la tormenta la luna llena se levantó por encimade los árboles goteantes.

-Juzgad vosotros, entonces -dijo con hos-quedad el cocodrilo-. Yo he expresado mi ver-güenza. La inundación baja. No puedo hacernada más.

-Por lo que a mí respecta -dijo el gran monosentado dentro del santuario-, me gusta muchover a estos hombres, recordando que yo tam-bién construí puentes nada pequeños en la ju-ventud del mundo.

-También se dice -le regañó el tigre-, que es-tos hombres proceden de los restos de tus ejér-citos, Hanuman, y que por tanto tú les has ayu-dado...

-Ellos trabajaron cuando lo hicieron misejércitos en Lanka, y creen que su trabajo toda-vía persiste. Indra está demasiado alto, peroSiva, tú sabes cómo la tierra está cruzada porsus carruajes de fuego.

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-Sí, lo sé -dijo el toro-. Sus dioses les instru-yeron al respecto.

Una risotada recorrió el círculo.-¡Sus dioses! ¿Qué van a saber sus dioses?

Nacieron ayer, y los que los hicieron apenas sehan enfriado -dijo el cocodrilo-. Mañana susdioses morirán.

-¡Ja! -exclamó Peroo-. Madre Gunga sabe loque se dice. Yo ya se lo dije al Padre-Sahib quepredicaba en el Mombasa, y él le pidió al BurraMalum que me metiera en el calabozo por unafalta grave.

-Seguramente hacen esas cosas para com-placer a sus dioses -volvió a decir el toro.

-Ni hablar -dijo el elefante adelantándose-.Lo hacen en beneficio de mis mahajuns; misgordos prestamistas que me veneran cada añonuevo, cuando llevan mi imagen a la cabeza delos libros de cuentas. Yo, mirándoles por enci-ma de sus hombros a la luz de la lámpara,compruebo que los nombres de los libros sonlos de hombres que están en lugares lejanos:

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pues todas las ciudades están unidas por elcarruaje de fuego, y el dinero va y viene rápida-mente, y los libros de cuentas se van haciendotan gordos... como yo mismo. Y yo, que soyGanesha la de la buena suerte, yo bendigo amis pueblos.

-Han cambiado la faz de la tierra, que es mitierra. Han matado y construido ciudades nue-vas en mis orillas -clamó el cocodrilo.

-Eso es sólo cambiar un poco de suciedad.Dejemos que la suciedad se meta en la suciedadsi eso le complace -respondió el elefante.

-Pero ¿y después? -preguntó la tigresa-.Después verán que Madre Gunga no venga elinsulto, y se desharán primero de ella, y des-pués de todos nosotros uno a uno. Al final, Ga-nesha, nos quedaremos con los altares desnu-dos.

El hombre borracho se puso en pie tamba-leándose e hipó con vehemencia en el rostro delos dioses reunidos.

-Kali miente. Mi hermana miente. Este bas-

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tón mío es el kotwal de Kashi, y lleva la cuentade mis peregrinos. Cuando llega el momentode venerar a Bhairon, y siempre es el momento,los carruajes de fuego se mueven uno a uno, ycada uno de ellos transporta a mil peregrinos.Ya no vienen más a pie, sino sobre ruedas, y mihonor aumenta.

-Gunga, he visto tu lecho de Prayag negropor los peregrinos que lo ocupaban -dijo el mo-no inclinándose hacia el frente-, y de no habersido por el carruaje de fuego habrían llegadolentamente, y en escaso número. Acuérdate.

-Vienen a mí siempre -intervino Bhairon-.De día y de noche me rezan todos los puebloscomunes en los campos y los caminos. ¿Quiénes hoy como Bhairon? ¿Quién habla de que la feesté cambiando? ¿No vale de nada mi bastónkotwal de Kashi? Él lleva la cuenta, y dice quenunca hubo tantos altares como hoy, y el ca-rruaje de fuego les sirve bien. Yo soy Bhairon:Bhairon el del pueblo común, y el principal delos Seres Celestiales hoy en día. Mi bastón tam-

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bién dice...-¡Calla un momento! -mugió el toro-. La ve-

neración en las escuelas es mía, y hablan muysabiamente, preguntándose si yo soy uno omuchos, como lo es el placer de mi pueblo, y túsabes lo que soy. Kali, esposa mía, tú tambiénlo sabes.

-Sí, lo sé -contestó la tigresa con la cabezaagachada.

-Soy más grande también que Gunga. Puessabes quién conmovió las mentes de los hom-bres para que consideraran a Gunga sagradaentre los ríos. Quien muere en esas aguas, yasabes lo que dicen los hombres, viene a noso-tros sin castigo, y Gunga sabe bien que el ca-rruaje de fuego ha llevado hasta ella docenas ydocenas de esos ansiosos; y Kali sabe que susfiestas principales las celebran peregrinos quehan sido conducidos por el carruaje de fuego.¿Quién llevó en Pooree17, bajo la imagen que

17 Pooree. Puri. Referencia a la fiesta que se cele-

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hay allí, miles en un día y una noche, condu-ciendo a los enfermos sobre las ruedas de loscarruajes de fuego, para que fueran desde unextremo de la tierra al otro? ¿Quién, sino Kali?Antes de que llegara el carruaje de fuego, erauna tarea pesada. Los carruajes de fuego te hanservido bien, Madre de la Muerte. Pero yohablo de mis propios altares, pues no soy Bhai-ron el de la Gente Común, sino Siva. Los hom-bres van de aquí para allá, formando palabras yhablando de dioses extraños, y yo escucho. Lafe sigue a la fe entre mis gentes en las escuelas,y no siento cólera; pues cuando se dicen laspalabras, y termina la nueva charla, finalmentelos hombres regresan a Siva.

-Cierto. Eso es verdadero -murmuróHanuman-. A Siva y a los otros, madre, ellosregresan. Me he deslizado de templo en templopor el norte, donde veneran a un dios y su pro-

bra en Puri, punto decisivo del culto a una forma deKrisna, en junio y julio.

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feta; y ahora mi imagen está solitaria dentro desus santuarios.

-Muchas gracias -intervino el ciervo giran-do lentamente la cabeza-. Yo soy ese Uno ytambién su profeta.

-Eso no importa, padre -volvió a intervenirHanuman-. Y voy al sur, donde soy el más an-tiguo de los dioses tal como los hombres cono-cen a los dioses, y toco los santuarios de la fenueva y la mujer a la que conocemos le hancortado doce brazos, y le llaman su María.

-Muchas gracias, hermano -dijo la tigresa-.Yo soy esa mujer.

-Aun así, hermana; y voy al oeste entre loscarruajes de fuego, y me detengo en muchasformas ante los constructores de puentes, y pormi causa cambian su fe y son muy sabios. ¡Ja,ja! Realmente soy yo quien construye los puen-tes: puentes entre esto y aquello, y cada puentelleva ciertamente al final hasta Nosotros. Alé-grate, Gunga. Ni estos hombres ni los que lesseguirán se burlan de ti en absoluto.

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-¿Entonces estoy sola, Seres Celestiales?¿Tendré que suavizar mi inundación no vaya aser que me lleve sus murallas? ¿Secará Indramis manantiales de las colinas y me hará arras-trarme humildemente entre sus muelles? ¿Ten-dré que enterrarme en la arena antes que ofen-derlos?

-Y todo esto era nombre de una pequeñabarra de hierro encima de la cual va el carruajede fuego. ¡Verdaderamente Madre Gungasiempre es joven! -dijo Ganesha el elefante-. Unniño no habría hablado más estúpidamente.Dejemos que la suciedad se meta en la suciedadantes de que vuelva a la suciedad. Lo único queyo sé es que mi pueblo se vuelve rico y me ala-ba. Siva ha dicho que los hombres de las escue-las no olvidan; Bhairon está contento con sumultitud del pueblo común: y Hanuman ríe.

-Claro que río -intervino el mono-. Mis alta-res son pocos al lado de los de Ganesha o Bhai-ron, pero los carruajes de fuego me traen nue-vos adoradores de más allá de las aguas pro-

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fundas: de entre los hombres que creen que sudios es el trabajo. Yo corro ante ellos llamándo-les, y ellos siguen a Hanuman.

-Dales entonces el trabajo que desean -dijoel cocodrilo-. Pon una barrera a mi inundacióny haz que las aguas vuelvan sobre el puente. Enun tiempo fuiste fuerte en Lanka, Hanuman.Inclínate y levanta mi lecho.

-Quien da la vida puede quitarla -dijo elmono rascándose el barro con un alargado de-do índice-. ¿Pero quién se beneficiaría de lamatanza? Morirían muchos.

Desde las aguas ascendió la melodía de unacanción de amor como las que cantan los mu-chachos cuando contemplan su ganado en elcalor del mediodía a finales de la primavera. Elloro chilló gozosamente, deslizándose a lo largode la rama, con la cabeza baja, mientras la can-ción iba volviéndose más fuerte, hasta que unclaro de luna reveló al joven pastor, el preferidode los gopis, el ídolo de las doncellas soñadorasy de las madres antes de que nazcan sus hijos:

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Krisna el Bienamado. Se agachó para anudarsus cabellos largos y húmedos, y el loro18 fuealeteando hasta su hombro.

-Volar y cantar, y cantar y volar -dijo Bhai-ron soltando un hipido-. Éstos llegan tarde parael consejo, hermano.

-¿Y qué importa? Preguntó Krisna riendo yechando hacia atrás la cabeza-. Aquí podéishacer muy poco sin mí o sin Karma -se detuvopara acariciar el plumaje del loro y volvió areír-. ¿Qué hacéis aquí sentados y hablando? Oía Madre Gunga rugir en la oscuridad, y vine

18 Krisna ... gopis... loro. Krisna el bienamado esuna encarnación de Visnu, el dios más atractivo delpanteón, dios del amor ilimitado, juguetón y engeneral el más gozoso de los dioses. Las gopis eranlas lecheras que adoraban a Krisna y con las que éljugaba y flirteaba. Loro, representa a Kama, el diosdel placer y el amor sexual, correspondiente al Erosgriego. En los párrafos siguientes Kipling no se re-fiere a karma, la ley de la causa y el efecto, sino alloro.

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rápidamente desde una choza en la que estabaacostado y calentito. ¿Y qué le habéis hecho aKarma, que está tan húmedo y silencioso? ¿Yqué hace aquí Madre Gunga? ¿Tan llenos estánlos cielos que tenéis que venir a chapotear en elbarro como los animales? Karma, ¿qué es lo quehacen?

-Gunga ha pedido venganza contra losconstructores del puente, y Kali está con ella.Le ha pedido a Hanuman que destruya elpuente para que su honor sea grande -contestógritando el loro-. ¡Yo esperaba aquí sabiendoque tú vendrías, maestro mío!

-¿Y los Seres Celestiales no dicen nada?¿Gunga y la Madre de las Penas hablan porencima de ellos? ¿Nadie habla por mi pueblo?

-No -contestó Ganesha moviéndose con in-quietud y apoyándose primero en una pata yluego en otra-. Yo dije que sólo había suciedaden juego, y que lo mejor sería pisotearla paraaplanarla.

-Yo estaba contento de dejarles afanarse...

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muy contento -añadió Hanuman.-¿Qué tengo yo que ver con la cólera de

Gunga? -preguntó el toro.-Yo soy Bhairon del Pueblo Común, y éste

mi bastón es el kotwal de todo Kashi. Yo hablopor el Pueblo Común.

-¿Tú? -preguntó el joven dios con ojos chis-peantes.

-¿Acaso no soy en sus bocas el primero delos dioses? -replicó Bhairon con descaro-. En elnombre del Pueblo Común dije... muchas cosasmuy sabias que ya he olvidado... pero éste mibastón...

Krisna se dio la vuelta con impaciencia, vioal cocodrilo a sus pies y, arrodillándose, le pasóun brazo por el frío cuello:

-Madre -le dijo con amabilidad-, vuélvetede nuevo a tu inundación. Este asunto no espara ti. ¿Qué daño va a obtener tu honor coneste barro? Tú les has dado sus campos de nue-vo un año tras otro, y con tu inundación sehacen fuertes. Al final todos vienen a ti. ¿Qué

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necesidad tienes de masacrarlos ahora? Tenpiedad, madre, por un breve tiempo... y sólo espor un breve tiempo.

-Si sólo fuera por un breve tiempo... empe-zó a decir lentamente el animal.

-¿Acaso son dioses? -le interrumpió Krisnariendo, mirando fijamente los ojos apagados delcocodrilo-. Puedes estar seguro de que sólo espor breve tiempo. Los Seres Celestiales te hanescuchado, y se hará justicia. Vuelve ahora denuevo, madre, a la inundación. Hay muchoshombres y ganado en las aguas... las orillascaen... los pueblos se deshacen por tu causa.

-Pero el puente... el puente resiste -volvió adecir el cocodrilo gruñendo en los matorralesmientras Krisna se levantaba.

-Ha terminado -dijo la tigresa con voz cruel-. Ya no existe justicia de los Seres Celestiales.Has avergonzado a Gunga, que sólo pedía unascuantas docenas de vidas.

-De mi pueblo, que yace bajo los techos dehojas de esa aldea, de las jóvenes y los jóvenes

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que les cantan en la oscuridad, del niño quenacerá la mañana siguiente, del que ha sidoengendrado esta noche -exclamó Krisna-. Ycuando todo haya terminado, ¿a quién benefi-ciará? Mañana les veremos trabajar. Ay, si ba-rrierais el puente de un extremo a otro empeza-rían de nuevo. ¡Escuchadme! Bhairon siempreestá borracho. ¡Hanuman se burla de su pueblocon nuevos acertijos!

-Qué va, pero si son muy antiguos -respondió el mono echándose a reír.

-Siva escucha la conversación de las escue-las y los sueños de los hombres santos; Ganeshasólo piensa en sus comerciantes gordos; peroyo... yo vivo con mi pueblo, no pido regalos ypor eso los recibo constantemente.

-Y bien amable que eres tú con tu pueblo -intervino la tigresa.

-Son los míos. Las ancianas sueñan conmigodando vueltas mientras duermen; las doncellasme contemplan y me escuchan cuando van allenar sus lotah junto al río. Camino con los

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hombres jóvenes que aguardan fuera de laspuertas al atardecer, y por encima del hombrollamo a los que llevan barba blanca. Seres Ce-lestiales, sabéis que de todos nosotros soy elúnico que camina continuamente por la tierra,y que no me complazco en nuestros cielosmientras haya aquí brotes de hierba, o haya dosvoces en el crepúsculo en los campos de culti-vo. Sois sabios, pero vivís muy lejos, olvidandode dónde procedéis. Pero yo no olvido. Y loscarruajes de fuego alimentan vuestros santua-rios, ¿no decís eso? ¿Y acaso los carruajes defuego no llevan a mil peregrinos cuando anti-guamente sólo llegaban diez? Así es. Hoy es ésala verdad.

-Pero mañana estarán muertos, hermano -dijo Ganesha.

-¡Haya paz! -dijo el toro en el momento enque Hanuman se adelantaba para volver ahablar-. Y mañana, amado Krisna... ¿qué hay demañana?

-Sólo esto: una palabra nueva pasando de

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boca en boca entre las gentes comunes... unapalabra que ningún hombre ni Dios puede aga-rrar... una palabra maligna, una palabra peque-ña y perezosa entre las gentes comunes, quedice (y nadie sabe quién inventó esa palabra)que están cansados de vosotros, Seres Celestia-les.

Todos los dioses se echaron a reír. -¿Y en-tonces, amado? -exclamaron.

-Y para ocultar ese cansancio, ellos, mi pue-blo, al principio te llevarán a ti, Siva, y a ti, Ga-nesha, grandes ofrendas, y harán mucho ruidoal veneraros. Pero la palabra se ha divulgado ydespués empezarán a pagar menos a vuestrosobesos brahmanes, más tarde se olvidarán devuestros altares, pero tan lentamente que nin-gún hombre será capaz de decir cómo se inicióese olvido.

-¡Lo sabía, lo sabía! También hablé yo así,pero no me escucharon -dijo la tigresa-. ¡Debe-ríamos haberlos masacrado... deberíamoshaberlos eliminado!

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-Ya es demasiado tarde. Deberíais haberloseliminado al principio, cuando los hombres delotro lado del agua no habían enseñado nada anuestras gentes. Ahora los míos contemplansus trabajos y se alejan pensativos. Ya no pien-san en absoluto en los Seres Celestiales. Piensanen el carruaje de fuego y en otras cosas que losconstructores de puentes han hecho, y cuandovuestros sacerdotes adelantan las manos pi-diendo limosna, les dan un poco y a regaña-dientes. Esto es el principio, entre uno o dos, ocinco o diez; pues yo, que me muevo entre losmíos, conozco lo que hay en sus corazones.

-¿Y el final, Bufón de los Dioses?19 ¿Cuál se-rá el final? -preguntó Ganesha.

-El final será como fue el principio, ¡perezo-so hijo de Siva! La llama morirá en los altares yla oración en la lengua hasta que os volváis aconvertir en dioses pequeños, dioses de la sel-

19 Bufón de los dioses. Referencia al carácter jugue-tón de Krisna.

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va, nombres que los cazadores de ratas y lostramperos de perros susurran en la espesura yen las cuevas: dioses harapientos, diosecillosdel árbol y la aldea, como fuisteis al principio.Ése es el final, Ganesha, para ti y para Bhairon...Bhairon el de las Gentes Comunes.

-Eso está muy lejos -contestó Bhairon conun gruñido-. Además es una mentira.

-Muchas mujeres han besado a Krisna. Lecuentan esto para sentir ellas alegre el corazóncuando llegan los cabellos grises, y él nos hatransmitido el relato -intervino el toro con vozbaja.

-Sus dioses vinieron y nosotros los cambia-mos. Yo tomé a la mujer y le di los doce brazos.Igualmente cambiaremos todos sus dioses -dijoHanuman.

-¡Sus dioses! No se trata de sus dioses, unoo tres, hombre o mujer. Lo que importa es lagente. Ellos se mueven, no los dioses de losconstructores del puente -dijo Krisna.

-Así sea. He hecho que un hombre venerara

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el carruaje de fuego cuando estaba todavíaquieto respirando humo, y no sabía que meestaba venerando a mí -intervino Hanuman elmono-. Ellos sólo cambiarán un poco los nom-bres de sus dioses. Yo conduciré a los construc-tores de puentes como en la antigüedad; Sivaserá venerado en las escuelas por los que du-dan y desprecian a sus semejantes; Ganeshatendrá a sus mahajun, y Bhairon a los conducto-res de burros, los peregrinos y los vendedoresde juguetes. Amado, no harán otra cosa quecambiar los nombres, y eso ya lo hemos vistomil veces.

-Seguramente que no harán más que cam-biar los nombres -repitió Ganesha, pero entrelos dioses se produjo un movimiento de inquie-tud.

-Cambiarán algo más que los nombres. Amí es al único que no podrán matar mientraslas doncellas y los hombres se unan o la prima-vera siga a las lluvias del invierno. Seres Celes-tiales, no por nada he caminado sobre la tierra.

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Mis gentes no saben ahora lo que son; pero yo,que vivo con ellos, leo en sus corazones. Gran-des Reyes, el principio del final ya ha nacido.Los carruajes de fuego gritan los nombres dedioses nuevos que no son los antiguos connombres nuevos. ¡Bebed y comed ahora a logrande! ¡Bañad vuestros rostros en el humo delos altares antes de que se enfríen! Seres Celes-tiales, recibid los cumplidos y escuchad loscímbalos y los tambores mientras haya todavíaflores y canciones. Tal como los hombres cuen-tan el tiempo, el final está lejos; pero tal como locontamos nosotros, ya es hoy. He hablado.

El joven dios se calló y sus hermanos se mi-raron unos a otros largo tiempo en silencio.

-Nunca antes había oído tal cosa -susurróPeroo en el oído de su compañero-. Y sin em-bargo, a veces, cuando aceitaba los cojinetes dela sala de máquinas del Goorkha, me preguntabasi nuestros sacerdotes serían tan sabios... tansabios. Ha llegado el día, Sahib. Se irán con lamañana.

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Una luz amarillenta se abría en el cielo ycambió la tonalidad del río al retirarse la oscu-ridad. De pronto, el elefante barritó con fuerzacuando un hombre le aguijoneó.

-Que juzgue Indra. Padre de todo, habla.¿Qué dices de las cosas que hemos oído? ¿Hamentido Krisna? O...

-Ya sabéis -dijo el ciervo poniéndose en pie-. Conocéis el acertijo de los dioses. CuandoBrahm20 deja de soñar, los cielos, los infiernos yla tierra desaparecen. Contentaos. Brahm sueñatodavía. Los sueños van y vienen, y la naturale-za de los sueños cambia, pero Brahm todavíasueña. Krisna ha caminado demasiado sobre latierra, pero le amo más por el relato que nos hacontado. Los dioses cambian, amado... ¡todossalvo Uno!

-Ay, todos salvo Uno que hace el amor en

20 Brahm. El poder que es la unidad del cosmos, no con-fundir con Brahma el Creador, que junto con Siva y Vis-nu (destructor y conservador) sólo es un aspecto deBrahm o Brahman.

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los corazones de los hombres -contestó Krisnaatándose el ceñidor-. Basta con que aguardéisun poco y sabréis si miento.

-Verdaderamente, tal como dices, dentro demuy poco tiempo lo sabremos. Vuelve a tuschozas, amado, y distráete con las cosas juveni-les, pues Brahm todavía sueña. ¡Dispersaos,hijos míos! Brahm sueña... y hasta que Él des-pierte, los dioses no morirán.

-¿Adónde fueron? -preguntó el lascar so-brecogido por el temor y temblando un pocopor el frío.

-¡Quién sabe! -exclamó Findlayson.El río y la isla estaban ya totalmente ilumi-

nados por la luz del día, y no había ningunaseñal de pezuñas o movimiento en la tierrahúmeda bajo el árbol. Sólo un loro chillaba enlas ramas, moviendo las alas y dejando caeruna lluvia de gotas de agua.

-¡Arriba! ¡Nos hemos quedado entumecidospor el frío! ¿Ha desaparecido el opio? ¿Puedemoverse, Sahib?

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Tambaleándose, Findlayson se puso en piey se sacudió. La cabeza le daba vueltas y le do-lía, pero el trabajo del opio había terminado, ymientras se mojaba la frente en un charco, elingeniero jefe del Puente de Kashi se pregunta-ba cómo había conseguido llegar a la isla, lasposibilidades que ofrecía el día de regresar,pero sobre todo cómo había resistido su obra.

-Peroo, he olvidado muchas cosas. Me en-contraba debajo de la torre de vigilancia, con-templando el río, y de pronto... ¿nos llevó lainundación?

-No. Las barcas se soltaron, Sahib -(si elSahib se había olvidado del opio, Peroo no pen-saba recordárselo)-, y al tratar de volver a atar-las, me pareció a mí, aunque estaba oscuro, queuna cuerda se enredó en Sahib y le hizo caersobre una barca. Pensando que fuimos nosotrosdos, junto con Hitchcock Sahib, los que por asídecirlo construimos ese puente, salté también aesa barca, que vino cabalgando a lomos de ca-ballo, por así decirlo, hasta esta isla, y entonces,

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al partirse, nos arrojó en la orilla. Lancé gran-des gritos cuando la barca se apartó del muelle,y sin duda Hitchcock Sahib vendrá a buscar-nos. En cuanto al puente, han muerto tantos alconstruirlo que no puede caerse.

A la tormenta le sucedió un sol tan fuerteque se llevó el olor de la tierra empapada, ybajo la luz clara no había espacio para que unhombre pensara en los sueños de la oscuridad.Findlayson permaneció mirando corriente arri-ba, a través de la luminosidad de las aguas agi-tadas, hasta que le dolieron los ojos. No habíala menor señal de ninguna orilla en el Ganges,y mucho menos de la línea del puente.

-Llegamos demasiado abajo -comentó-. Essorprendente que no nos hayamos ahogadocien veces.

-Eso es lo que menos sorprende, pues nin-gún hombre muere antes de su momento. Hevisto Sydney, he visto Londres, y veinte puer-tos importantes, pero... -Peroo contempló elsantuario mojado y descolorido bajo el árbol-,

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ningún hombre ha visto lo que nosotros vimosaquí.

-¿A qué te refieres?-¿Ha olvidado el Sahib, o es que sólo los

hombres de color vemos a los dioses?-Tuve fiebre -Findlayson seguía mirando

todavía, con inquietud, a través del agua-. Mepareció que la isla se poblaba de animales yhombres que hablaban, pero no recuerdo. Creoque tal como está el agua ahora una barca po-dría resistir sobre ella.

-¡Ajá! Entonces es cierto. «Cuando Brahmdeja de soñar, los dioses mueren». Ahora sé loque quería decir. Una vez el guru me lo dijo;pero entonces no lo entendí. Ahora soy sabio.

-¿Qué dices? -le preguntó Findlayson porencima del hombro.

Peroo siguió hablando como si lo hicieraconsigo mismo:

-Seis... siete... diez monzones han pasadodesde entonces, estaba de vigilancia en el casti-llo de proa del Rewah, el barco grande de la

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Kumpani, y hubo un gran tufan21, con gran mo-vimiento de las aguas verdes y negras; ahogán-dome debajo de las aguas, me sujeté con fuerzaa las cuerdas salvavidas. Entonces pensé en losdioses, en los que vimos anoche -en ese mo-mento se volvió para mirar con curiosidad aFindlayson, pero el hombre blanco seguía mi-rando por encima del nivel de la inundación-.Sí, me refiero a los que vimos esta última no-che, y les pedí que me protegieran. Y mientrasrezaba, y seguía manteniendo mi vigilancia,llegó una ola enorme que me lanzó hacia delan-te, sobre el anillo de la gran ancla negra, y elRewah se elevaba y elevaba, inclinándose haciala izquierda, y el agua se retiraba bajo su proa,y yo caí sobre mi vientre sujetándome al anilloy contemplando las grandes profundidades.Entonces, delante de la muerte, pensé que si mesoltaba moriría, y que ya no habría más para míni el Rewah ni mi lugar junto a los fogones don-

21 Tufan. Tifón.

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de se cuece el arroz, ni Bombay, ni Calcuta, nisiquiera Londres. «¿Cómo puedo estar segurode que los dioses a los que he rezado siguenexistiendo?», me pregunté. Eso es lo que pensé,y el Rewah descendió la proa lo mismo que caeun martillo, y todo el mar entró y me arrastróhacia atrás a lo largo del castillo de proa y porencima del saltillo de cubierta, haciéndomemucho daño en la espinilla al golpeármela conun motor auxiliar: pero no encontré la muerte yhe visto a los dioses. Son buenos para los hom-bres vivos, que no para los muertos. Ellos hanhablado. Por eso, cuando regrese al pueblo ledaré una paliza al guru por decir acertijos queno lo son. Cuando Brahm deja de soñar, losdioses se van.

-Mira corriente arriba. La luz ciega. ¿Veshumo allí?

Peroo se protegió los ojos con las manos.-Es un hombre rápido y sabio. Hitchcock

Sahib no confiaría en un bote de remos. Le hapedido al rajá Sahib la lancha de vapor y viene

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a buscarnos. Siempre dije que en las obras delpuente tendríamos que haber dispuesto de unalancha de vapor.

El territorio del rajá de Baraon estaba a me-nos de veinte kilómetros del puente; y Findlay-son y Hitchcock habían pasado una buena par-te de su escaso tiempo libre jugando al billar ycazando machos cabríos negros con el jovenrajá. Éste había tenido durante cinco o seis añosa un inglés de aficiones deportivas como tutorde viajes, y ahora se dedicaba a gastar regia-mente las rentas acumuladas durante su mino-ría de edad por el Gobierno Indio 22. Su lanchade vapor, de barandillas plateadas, entoldado

22 Es un tópico en Kipling la idea de que los rajás derro-chaban el dinero cargando de impuestos a sus súbditos, loque liberaba así de culpa a los ingleses, y que sólo cuandola minoría de edad del rajá implicaba la formación de unconsejo de regencia, dominado por ingleses, el Estadoahorraba dinero que luego el rajá volvería a malgastar.Ver en La Marca de la Bestia, en esta editorial, el relato«Al final de la travesía», página noventa y nueve, dondese repite el tópico.

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de seda a rayas y cubiertas de ébano era unnuevo juguete que a Findlayson la había pare-cido horrible cuando el rajá acudió para ver lasobras del puente.

-Qué suerte -murmuró Findlayson, aunqueno por ello se sintiera menos asustado, porquese estaba preguntando por las noticias que letraerían acerca del puente.

La llamativa chimenea de color azul y blan-co se acercaba velozmente corriente abajo. Vie-ron a Hitchcock que estaba en proa, con unosprismáticos de ópera, y el rostro inusualmenteblanco. Peroo lanzó un grito y la lancha se en-caminó hacia la isla. El rajá Sahib, en traje decaza de tweed y un turbante de siete tonos, lessaludó con su mano regia mientras Hitchcocklanzaba un grito. Pero no pudo hacer preguntaalguna, porque la primera que le hizo Findlay-son fue acerca del puente.

-¡Todo tranquilo! Dios, no esperaba volverle

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a ver, Findlayson. Se encuentra a siete koss23

corriente abajo. Sí, no se ha movido ni una solapiedra; ¿pero cómo se encuentra? Le pedí pres-tada la lancha al rajá Sahib, y él tuvo la bondadde acompañamos. Suban a bordo.

-Ah, Finlinson, se encuentra muy bien,¿verdad? Lo de la última noche fue una cala-midad sin precedentes, ¿verdad? También enmi palacio real entraba el agua como si la em-pujara el diablo, y los cultivos escasearán en mipaís. Hitchcock, póngala en marcha atrás. Yo...no entiendo los motores de vapor. ¿Está moja-do? ¿Tiene frío, Finlinson? Tengo por aquí algode comida, y podrá tomar un buen trago.

-Le estoy inmensamente agradecido, rajáSahib. Creo que me ha salvado la vida. ¿CómoHitchcock...?

-¡Ah! Se mantuvo sereno hasta el final. Ca-

23 Koss. Medida de distancia de distinto valor enlas diferentes partes de India, hasta entre dos y cua-tro kilómetros.

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balgó hasta mi casa en mitadde la noche y me despertó cuando estaba yo enbrazos de Morfeo. Me sentíverdaderamente preocupado, Finlinson, y poreso vine también. Mi sacerdoteprincipal debe estar ahora muy enfadado. Vá-monos rápido, señor Hitchcock.Tengo que estar a las doce cuarenta y cinco enel templo del Estado parasantificar a un ídolo nuevo. De no ser por ello lepediría que pasara el día conmigo. Son conde-nadamente aburridas esas ceremonias religio-sas, ¿verdad Finlinson?

Peroo, a quien la tripulación conocía bien,se había hecho cargo del timón y diestramenteconducía la lancha corriente arriba. Pero mien-tras guiaba el barco manejaba mentalmentemedio metro de cuerda metálica parcialmentedesanudada; y la espalda sobre la que golpeabaera la de su guru.

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PAN SOBRE LAS AGUAS

Si se acuerda de mi indecoroso amigoBrugglesmith, se acordará también de su amigoMcPhee, primer maquinista del Breslau, a quienBrugglesmith trató de robarle el bote.1 Algúndía podrán contarse, en su lugar adecuado, susexcusas por los actos de Brugglesmith: pero elrelato presente concierne a McPhee. Nunca fueun maquinista para carreras, y tenía especialorgullo en decirlo así ante los hombres de Li-verpool; pero tenía treinta y dos años de cono-cimiento de la maquinaria y de los humores delos barcos. En los tiempos en que los hombressabían menos que hoy el estallido de una vál-vula de agua había arruinado un lado de sucara; y su nariz sobresalía de la destrucción

1 Brugglesmith. Véase el relato del mismo nombre (1891)en el volumen Many Inventions, publicado en 1893

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como una porra en una algarada pública. En lafrente tenía cortes y bultos, y podía guiarte eldedo índice por su corto cabello gris explicán-dote cómo le había ido mediante sus sellos demarca. Poseía todo tipo de certificados de sueficacia extraordinaria y en la parte inferior dela cómoda de su camarote, donde guardaba lafotografía de su esposa, había dos o tres meda-llas de la Royal Humane Society2 que le habíanconcedido por salvar vidas en el mar. Profe-sionalmente -la cosa era distinta cuando pasaje-ros enloquecidos se lanzaban por la borda des-de el entrepuente-, profesionalmente, McPheeno estaba de acuerdo con salvar vidas en elmar, y me había dicho con frecuencia que unnuevo infierno aguardaba a los fogoneros yestibadores que firmaban un contrato a cambio

2 Royal Humane Society. Fundada en 1779 para elsalvamento de personas en peligro de ahogarse,recompensa a los que salvan a otro poniendo enpeligro su vida.

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de la paga de un hombre fuerte para marearseal segundo día de viaje. Es partidario de lanzar-le las botas a los maquinistas cuarto o quintoque le despiertan por la noche para decirle queun cojinete está al rojo vivo cuando todo se de-be a que el brillo de una lámpara se refleja conun color rojizo en el retorcido metal. Es de laopinión de que sólo hay dos poetas en el mun-do: uno de ellos es, desde luego, Robert Burns,y el otro Gerald Massey. Cuando tiene tiempopara novelas, lee a Wilkie Collins y a CharlesReade3 -sobre todo a éste último-, y se sabe de

3 Burns, Massey, Collins, Reade. Robert Burns,1759-96, poeta escocés que escribió sobre todo endialecto canciones de amor, poesía de la naturalezay sátiras. Gerald Massey,1828-1907, socialista cris-tiano cuyo libro «Sea- Kings» es un claro anteceden-te de «The Seven Seas» de Kipling. Wilkie Collins,1824-89, autor inglés famoso particularmente por sunovela La piedra lunar. Charles Reade, 1814-84, nove-lista y dramaturgo conocido sobre todo por su nove-la histórica The Cloister and the Hearth.

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memoria páginas enteras de Hard Cash. En elsalón, su mesa está junto a la del capitán, y sólobebe agua mientras sus motores estén en fun-cionamiento.

Fue amable conmigo cuando nos conoci-mos, porque no le hacía preguntas y opinabaque Charles Reade era un autor vergonzosa-mente olvidado. Más tarde aprobó mis escritosempezando por un panfleto de veinticuatropáginas que escribí para Holdock, Steiner yChase, propietarios de la compañía naviera,cuando compraron una patente de ventilacióny la colocaron en los camarotes del Breslau, elSpandau y el Koltzau. El contador del Breslau merecomendó para el trabajo al secretario de Hol-dock; y éste, que es un metodista wesleyano4,me invitó a su casa, me dio de cenar con la ins-titutriz cuando los demás habían terminado,

4 Wesleyano. Relativo o característico del Meto-dismo, especialmente en su forma original, por sufundador John Wesley, fundador del Metodismo.

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colocó en mi mano los planos y especificacionesy aquella misma tarde escribí el panfleto. Lle-vaba como título «Comodidad en los camaro-tes», y me produjo siete libras con diez en metá-lico, suma de dinero que en aquellos tiemposera importante; y la institutriz, que estaba en-señando las escalas al amo John Holdock, mecontó que la señora Holdock le había pedidoque me vigilara por si acaso pretendía irme conabrigos del perchero. A McPhee le gustó el pan-fleto una enormidad, pues estaba redactado enestilo Bouverie-Bizantino 5, con adornos barro-cos y rococós; y después me presentó a la seño-ra McPhee, quien en mi corazón sucedió a Di-nah6; pues Dinah estaba a medio mundo dedistancia, y es saludable y antiséptico amar a

5 Bouverie-Bizantino. Periodismo florido, por«Bouverie», calle que va a dar a Fleet Street: en am-bas calles estaban las sedes de los periódicos.

6 Dinah. Puede ser una referencia a DinahShadd, un personaje ficticio de Kipling que apareceen otras historias.

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una mujer como Janet McPhee. Vivían cerca delembarcadero en una casita de doce libras.Cuando McPhee estaba fuera, su esposa leía enel periódico la columna de Lloyd y visitaba alas esposas de los maquinistas principales deigual posición social. En una o dos ocasionesfue la señora Holdock la que visitó a la señoraMcPhee en una berlina con accesorios de celu-loide, y tengo razones para creer que, despuésde haber acompañado lo suficiente a la esposadel dueño, hablaban de chismorreos. Los Hol-dock vivían en una anticuada casa con un granjardín de ladrillo a menos de dos kilómetros delos McPhee, pues estaban cerca de su dinero lomismo que su dinero estaba cerca de ellos; du-rante el verano podías ver su berlina viajandocon solemnidad por el bosque de Theydon oLoughton. Pero yo era amigo de la señoraMcPhee, que me permitía acompañarla a veceshacia el oeste a los teatros, donde sollozaba,reía o se estremecía con un corazón sencillo; yme introdujo en un mundo nuevo de esposas

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de doctores, capitanes y maquinistas cuyospensamientos y conversación se centraban ex-clusivamente en barcos y compañías navierasde las que nunca había oído hablar. Había vele-ros, con camareros y salones de caoba y arce,que se dirigían a Australia llevando una cargade tísicos y borrachos sin remisión a quienes leshabían recomendado un viaje por mar; habíapequeños barcos africanos, llenos de ratas ycucarachas, en los que los hombres morían encualquier parte menos en su litera; había barcosbrasileños cuyos camarotes podían ser alquila-dos para mercancías que se descargaban casi aflor de agua; había vapores de Zanzíbar y Mau-ricio, y barcos maravillosamente reconstruidosque iban, y venían, hasta el otro lado de Bor-neo. Todos ellos eran amados y conocidos, puesnos permitían ganar el pan y un poco de man-tequilla, pero despreciábamos los grandes tras-atlánticos, nos burlábamos de los barcos de

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pasajeros de P. & O7. y Orient, y jurábamos pornuestros respetados propietarios, wesleyanos,baptistas o presbiterianos; según fuera el caso.

Acababa de regresar a Inglaterra cuando laseñora McPhee me invitó a comer a las tres dela tarde, y el papel de la nota me pareció casinupcial por su cremosidad aromática. Al llegara la casa observé que en la ventana había unascortinas nuevas que debían haber costado cua-renta y cinco chelines el par; y cuando la señoraMcPhee me introdujo en el pequeño salón conpapel que imitaba el mármol, me miró fijamen-te y preguntó:

-¿No se ha enterado? ¿Qué opina del per-chero?

Bueno, que el perchero era de roble, al me-nos de treinta chelines. McPhee bajó las escale-ras con paso sobrio -cuando está en el mar ca-mina con la misma ligereza que un gato, pese a

7 P. & O.. Abreviatura de la empresa naviera Pe-ninsular and Oriental.

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su gran peso- y me estrechó las manos de unamanera nueva y horrible: una parodia del estilodel viejo Holdock cuando se despide de suscapitanes. Enseguida me di cuenta de que habíarecibido una herencia, pero guardé silencioporque la señora McPhee me suplicaba cadatreinta segundos que comiera mucho y no dije-ra nada. Fue una comida bastante enloquecida,porque McPhee y su esposa se cogían las ma-nos como niños pequeños (siempre lo hacíanasí después de un viaje), y se dedicaban a asen-tir, guiñar el ojo, atragantarse y gorjear, sinapenas comer bocado.

Entró una criada que se quedó aguardando;a pesar de que la señora McPhee me había di-cho una y otra vez que agradecería que nadiehiciera sus tareas domésticas mientras ella con-servara la salud. Era una criada con cofia, y vi ala señora McPhee hincharse de orgullo bajo subata de color garance 8. Esa liberación de servi-

8 Garance. Rojo vivo.

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cios para Janet McPhee no era pequeña, ni es elgarance un tono apagado; y con toda esa gloriay orgullo inexplicados en el aire me sentía co-mo el espectador de unos fuegos artificiales quedesconoce qué fiesta se celebra. Cuando la don-cella hubo quitado el mantel, trajo una piña queen esa estación debió costar media guinea (sóloMcPhee podía saber cómo conseguir tales co-sas), y un cuenco de lichis secos de Cantón, unafuente de vidrio de jengibre en conserva y unpequeño frasco de chow-chow 9 chino sagrado eimperial que perfumó la habitación. McPhee selo había comprado en Java a un holandés y creoque lo había arreglado con licores. Pero la joyadel festín fue un madeira del que sólo puedesconseguir si conoces el vino y al que lo vende.El vino se acompañaba de un pequeño atadoenvuelto en hoja de maíz de cigarros de Madei-ra10 y todo lo demás fue un silencio entre el

9 Chow-chow. Conservas chinas.10 Cigarros de Madeira. Se ha sugerido que como

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humo azul claro; en su esplendor, Janet nossonreía a los dos y acariciaba la mano deMcPhee.

-Bebamos por la condenación eterna deHoldock, Steiner y Chase -dijo lentamenteMcPhee frotándose la barbilla.

Evidentemente, respondí con un «Amén»,aunque había sacado ya siete libras y diez che-lines de la empresa. Los enemigos de McPheeeran los míos y yo estaba bebiendo su madeira.

-¿No ha oído nada? -preguntó Janet-. ¿Niuna palabra, ni un susurro? -Ni una palabra niun susurro. Le aseguro que no.

-Cuéntaselo, Mac -dijo ella; y ésa era otraprueba del bondadoso amor de esposa de Janet.Una mujer más pequeña habría hablado prime-ro, pero Janet mide, descalza, más de un metrosetenta.

en esa isla no se cultiva ni produce tabaco, Kiplingdebía referirse a los cigarros de Madura (al sur deIndia).

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-Somos ricos -dijo McPhee. Les estreché lamano.

-Somos condenadamente ricos -añadió.Volví a estrecharles la mano

por segunda vez.-No volveré más al mar... a menos, eso no

puede saberse, que lo haga en un yate privado,puede ser... con un ayudante pequeño y dies-tro.

-No es suficiente para eso -intervino Janet-.Somos bastante ricos... acomodados, pero nomás. Un vestido nuevo para la iglesia y otropara el teatro. Me los han hecho en el oeste.

-¿Y cuánto? -pregunté.-Veinticinco mil libras -en ese momento

solté un silbido-. ¡Y yo ganaba veinticinco librascon veinte al mes! -estas últimas palabras lasespetó con estruendo, como si el mundo enterohubiera estado conspirando para derribarle.

-Espero que me lo cuente -dije-. No sé nadadesde septiembre. ¿Se lo dejaron?

Los dos se echaron a reír en voz alta.

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-Lo dejaron -dijo McPhee ahogándose por larisa-. Sí, ay, lo dejaron. Eso ha estado bueno.Desde luego que lo dejaron. Janet, ¿qué te pare-ce? Lo dejaron. Si hubiera puesto eso en su pan-fleto, habría resultado muy jocoso. Lo dejaron.

Se palmeó el muslo y rugió hasta que el vi-no se estremeció en la botella.

Los escoceses son buena gente, pero puedendejar en suspenso una broma durante dema-siado tiempo, sobre todo si sólo ellos entiendendónde está la gracia.

-Cuando vuelva a escribir mi panfleto, lopondré, McPhee. Pero primero me gustaríasaber algo más del asunto.

McPhee se quedó pensativo mientras fu-maba la mitad de un cigarro, y entretanto Janetme sostenía la mirada y la conducía alrededorde la habitación deteniéndola en un objeto nue-vo tras otro: la alfombra nueva con el dibujo deuna vid, el nuevo reloj rústico de campanasentre los modelos de las carabelas de Colón, lanueva mesa auxiliar empotrada con un florero

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de cristal morado, la nueva pantalla para lachimenea, de latón y metal dorado, y finalmen-te el nuevo piano negro y dorado.

-En octubre del año pasado el Consejo deDirección me puso de patitas en la calle -empezó a contar McPhee-. En octubre del últi-mo año, el Breslau acudió a su revisión invernal.Llevaba viajando ocho meses, doscientos cua-renta días, y estuve tres días haciendo mis pe-didos con el barco en dique seco. Le aseguroque todo incluido era inferior a trescientas li-bras: para ser precisos, doscientas ochenta yseis libras con cuatro chelines. Ningún otrohombre podría haber cuidado el Breslau duran-te ocho meses por menos de eso. ¡Pero nuncade nuevo... nunca de nuevo! Por lo que a mírespecta pueden enviar sus barcos al fondo delmar.

-No hay necesidad -intervino con voz ama-ble Janet-. Hemos terminado con Holdock,Steiner y Chase.

-Pero es irritante, Janet, verdaderamente

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irritante. Lo justifiqué desde el principio hastael final, como el mundo sabe, pero... pero nopuedo perdonarles. Ay, la sabiduría se justificaen sus hijos; y cualquier otro hombre que nosea yo habría subido los pedidos hasta ocho-cientas. Hay era nuestro capitán... tiene queconocerle. Lo trasladaron al Torgau, y me orde-naron que esperara al Breslau con el joven Ban-nister. Se dará cuenta de que se había produci-do una nueva elección en el Consejo. Oí quehabían estado vendiendo acciones por aquí ypor allá, y la mayor parte del Consejo era nue-vo para mí. El Consejo antiguo no lo habríahecho nunca. Confiaban en mí. Pero el nuevoestaba dispuesto a la reorganización. El jovenSteiner, el hijo de Steiner, el judío, estaba en elfondo del asunto, y no pensaron que merecierala pena darme alguna información entretanto.Lo primero que conocí, y yo era el primer ma-quinista, fue la noticia de los viajes de inviernode la Compañía, ¡y al Breslau le habían puestodieciséis días entre puerto y puerto! ¡Hombre,

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dieciséis días! Es un buen barco, pero le recuer-do que dieciocho días es su tiempo de verano.Dieciséis días era un maldito absurdo y así se lodije al joven Bannister.

» -Tenemos que conseguirlo -me contestóél-. Y no debería haber enviado un pedido detrescientas libras.

» -¿Es que esperan que sus barcos vayanpor el aire? -le pregunté-. El Consejo es estúpi-do.

» -Ni siquiera lo diga -me contestó él-. Soyun hombre casado, y ahora mi mujer me hadicho que el cuarto hijo está en camino.

-Un muchacho... pelirrojo -precisó Janet. Elcabello de ella tiene ese espléndido color dora-do rojizo que acompañaba a una tez blanca.

-¡Palabra que aquel día estaba verdadera-mente furioso! Además de que estaba encari-ñado con el viejo Breslau, esperaba un poco deconsideración del Consejo tras veinte años deservicio. El miércoles había una reunión delConsejo; me pasé toda la noche sentado en la

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sala de máquinas recopilando cifras que apoya-ran mi petición. Y bien, lo expliqué con exacti-tud ante todos ellos. «Caballeros», les dije: «Hehecho funcionar el Breslau ocho estaciones ycreo que no hay ninguna falta que encontrar enmi trabajo. Pero si pretenden esto», y agité elanuncio ante ellos, «esto de lo que no oí hablarhasta que lo leí en el desayuno, les aseguro pormi reputación profesional que el barco nunca lologrará. Es decir, lo logrará durante un tiempo,pero con un riesgo que ningún hombre juiciosocorrería».

» -¿Y para qué diablos supone que acepta-mos sus pedidos? -dijo el viejo Holdock-. Hom-bre, si estamos gastando dinero como si fueraagua.

» -Lo dejaré en manos del Consejo -dije yo-.Si doscientas ochenta y siete libras es algo queesté más allá de lo correcto y razonable paraocho meses.

» Me podía haber ahorrado saliva, pues elConsejo era nuevo desde la última elección y

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allí estaban ellos sentados, malditos navieros ala caza de dividendos, tan sordos como las ví-boras de las Escrituras.

» -Debemos mantener la palabra dada a losaccionistas -dijo el joven Steiner.

» -Entonces mantengan la palabra dada alBreslau -contesté yo-. Le ha servido bien, y a supadre antes que a usted. Necesitará que vuel-van a lastrar el fondo, y nuevas bancadas, ysacar hacia fuera las calderas delanteras, rectifi-car los tres cilindros y todas las guías, eso paraempezar. Es un trabajo para tres meses.

» -¿Y todo porque un empleado tiene mie-do? -preguntó Steiner-. Quizás un piano en elcamarote del jefe de máquinas sería más apro-piado.

» Aplasté la gorra en las manos y agradecí aDios que no tuviéramos hijos, y sí unos ahorri-llos.

» -Entiendan, caballeros, que si el Breslau seconvierte en un barco con dieciséis días entreescalas tendrán que encontrar otro maquinista.

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» -Bannister no ha puesto ninguna objeción -dijo Holdock.

» -Yo hablo por mí mismo. Bannister tienehijos. -Y entonces perdí los nervios-. Por mípueden llevar el barco al infierno y volverlo asacar si pagan derechos de pilotaje, pero loharán sin mí.

» -Eso es una insolencia -exclamó el jovenSteiner.

» -Tómeselo como quiera -contesté dándo-me la vuelta para marcharme.

» -Puede considerarse despedido. Debemosmantener la disciplina entre nuestros emplea-dos -dijo el viejo Holdock mirando a su alrede-dor para comprobar que el Consejo le apoyaba.

» Sus miembros no sabían nada, que Diosles perdone, y aceptaron tirarme de la Compa-ñía tras veinte años... después de veinte años.Salí y me senté junto a la portería para recupe-rar el juicio. Creo que blasfemé del Consejo.Entonces salió de su despacho, que está en elmismo piso, el viejo McRimmon -de McNaugh-

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ton y McRimmon-, y me miró, levantándose unpárpado con el dedo índice. Ya sabe que le lla-man el Diablo Ciego, aunque casi es cualquiercosa menos ciego, y no tuvo nada de diablo ensus tratos conmigo... McRimmon, el de la Na-viera Black Bird.

» -¿Qué hace por aquí, señor McPhee? -mepreguntó.

» Para entonces yo había abandonado yamis oraciones y contesté: «Un primer maquinis-ta puesto de patitas en la calle tras veinte añosde servicio porque no quiere correr el riesgo desometer al Breslau a las nuevas singladuras, queantes prefiere que le condenen, McRimmon».

» El viejo succionó los labios y silbó.» -Ah, las nuevas singladuras, ¡entiendo!» Entró con paso inseguro en la sala de jun-

tas de la que yo acababa de salir y Dandie, elperro que va siempre guiando a su ciego, sequedó conmigo. Aquello fue providencial. Unminuto después volvía a salir.

» -Se ha quedado sin su pan sobre el agua,

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McPhee, maldita sea. ¿Dónde está mi perro?Vaya por Dios, ¿sobre sus rodillas? Hay másdiscernimiento en un perro que en un judío.¿Qué le llevó a maldecir a su Consejo, McPhee?Eso se paga caro.

» -Más pagarán ellos por el Breslau -respondí yo-. Bájate de mis rodillas que measfixias.

» -¿Está acalorado, eh? -preguntó McRim-mon-. Hace ya más de treinta años que unhombre se atrevió a maldecirme en la cara.Hubo una época en la que le habría echadoescaleras abajo por eso.

» -¡Olvídelo todo! -le dije yo. Sabía que seacercaba ya a los ochenta-. Me equivoqué,McRimmon; pero cuando a un hombre se lemuestra la puerta por cumplir con su deber, nosiempre es educado.

» -Eso he oído. ¿Tiene algo que objetar a uncarguero sin servicio fijo? Son sólo quince almes, pero dicen que el Diablo Ciego da de co-mer a un hombre mejor que otros. Es mi Kite.

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Venga. Puede dar las gracias a Dandie. Yo noestoy acostumbrado a los agradecimientos. Ydígame, ¿qué le impulsó a abandonar su puestocon Holdock?

» -La nueva singladura -contesté yo-. ElBreslau no la resistirá.

» -Vaya, vaya. Podría usted haber mentidoun poco, lo suficiente para mostrar que lo esta-ba conduciendo... y llevarlo con dos días deretraso. ¿Qué hay más fácil que decir que se haretrasado por los cojinetes, eh? Todos mishombres lo hacen, y yo... les creo.

» -McRimmon, ¿qué es la virginidad parauna muchacha?

» Puso una mueca en su rostro reseco y seretorció en la silla.

» -El mundo con todo lo que contiene -respondió-. ¡Dios mío, el mundo mismo contodo lo que tiene! ¿Pero que tenemos que verusted o yo con la virginidad a estas alturas?

» -Pues esto. Sólo hay una cosa que cadauno de nosotros en su comercio o profesión no

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hará por ningún motivo. Si yo voy a tiempo,voy a tiempo, exceptuando siempre los riesgosde alta mar. Pongo a Dios por testigo que me-nos que eso no lo he hecho. ¡Y a Dios por testi-go de que más que eso no lo haré! No hay trucode la profesión que yo no conozca...

» -Así lo he oído -dijo McRimmon tan secocomo una galleta.

» -Pero en cuanto al asunto de navegar jus-tamente, ésa es mi presencia divina, usted loentenderá. Con eso no juego. Cuidar de motoresdébiles es simplemente destreza; pero lo quepide el Consejo es una estafa, con el riesgo adi-cional de un homicidio involuntario. Se darácuenta de que conozco mi negocio.

» Todavía hablamos más, y a la semana si-guiente estaba yo a bordo del Kite, un carguerosin recorrido fijo de dos mil quinientas tonela-das y motor ordinario de pluriexpansión.Cuanto más navega, mejor le va. He llegado asacarle nueve, pero ocho con tres es lo normal.Es bueno para avanzar, y mejor todavía para

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retroceder, y todos los pedidos se transmitíansin observaciones marginales, el mejor carbón,motores auxiliares nuevos y buenos tripulantes.No había nada que el viejo no hiciera, salvopintarlo. Ahí estaba su dificultad. Resultaríamás fácil sacarle el último diente que un pocode pintura. Bajaba hasta el muelle donde esta-ban sus barcos y armaba un escándalo junto alagua, y gemía, lloraba y decía que todos teníantan buen aspecto como cualquiera podría de-sear. Ya me he dado cuenta de que todo propie-tario tiene su non plus ultra. La pintura era la deMcRimmon. Pero podías manejar sus motoressin poner en riesgo la vida, y a pesar de su ce-guera le he visto rechazar cinco ejes secunda-rios con fallos, uno tras otro, sólo con una señalmía; y sus accesorios para ganado estaban ga-rantizados contra el clima invernal del Atlánti-co Norte. ¿Comprende lo que eso significa?¡Que Dios bendiga a McRimmon y a la navieraBlack Bird!

» Ah, me olvidé de decir que se paraba y

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llenaba la cubierta delantera de color verde ysalía pitando con unos vientos de veinte nudos,de cuarenta y cinco al minuto, a tres nudos ymedio de velocidad, con los motores funcio-nando tan bien como un niño respirando mien-tras duerme. El capitán era Bell; y casi no habíadesaparecido el amor entre tripulantes y pro-pietarios, pues a nosotros nos encantaban elviejo Diablo Ciego y su perro, y creo que le gus-tábamos a él. Él no valía menos de dos millonesde libras esterlinas, y no tenía ningún amigo desu propia sangre. El dinero es algo terrible...demasiado para un hombre solitario.

» Había sacado el barco dos veces, regre-sando de nuevo con él, cuando me llegó la noti-cia de la rotura del Breslau, tal como yo habíaprofetizado. El jefe de máquinas era Calder -novale ni para hacer funcionar un remolcador porel Solent11 -, y por lo que oí consiguió levantar

11 Solent. Estrecho entre la costa de Hampshire yla isla de Wigh, con una anchura de seis kilómetros.

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los motores de las placas de asiento para quecayeran después en montones. Así que se llenódesde el prensaestopas posterior hasta la partetrasera del mamparo de popa, y se quedó allímirando las estrellas con setenta y nueve pasa-jeros gritando en el salón hasta que el Camaral-zaman de la Naviera Ramsey and Gold's Cart-hagena le remolcó a cambio de la suma de cin-co mil setecientas cuarenta libras, con costos delTribunal del Almirantazgo. Estaba indefenso,como comprenderá, y en ningún caso podríasoportar una inclemencia. Cinco mil setecientascuarenta libras, con costos, ¡y la exclusiva demotores nuevos! Habrían hecho mejor en que-darse conmigo... con la antigua singladura.

» Pero aún así el nuevo Consejo estaba to-talmente por la reducción de costos. El jovenSteiner, el judío, estaba en el fondo de todo.Despidieron hombres a derecha e izquierda queno estaban dispuestos a tragarse lo que les dabael Consejo. Redujeron las reparaciones; cubrie-ron con sobrantes los puestos de tripulantes; e

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invirtiendo la costumbre de McRimmon, ocul-taron las deficiencias con pintura y doradosbaratos. Ya sabe, Quem Deus vult perrdere prriusdementat 12.

» En enero entramos en dique seco y en eldique de al lado estaba el Grotkau, y su grancarguero era el Dolabella, de la Naviera Pieganand Walsh, un barco de hierro construido enClyde, de fondo plano, pecho de palomo, sub-dotado de motores, y morro abultado que pe-saba cinco mil toneladas, y que ni se dejabagobernar, ni andar ni se paraba cuando tú se lopedías. A veces había que atender a la caña deltimón, otras veces aceptaba carga, otras teníaque aguardar a que lo rascaran y otras se asen-taba en un dique seco. Pero Holdock y Steinerlo habían comprado barato y lo pintaron comoel Hoor de Babilonia, y para abreviar le llama-remos Hoor. (Dicho sea de paso, McPhee man-

12 Quem.... A quien Dios va a perder, primero lovuelve loco.

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tuvo ese nombre durante el resto del relato, ycon ese nombre se quedará.) Fui a ver al jovenBannister -tenía que aceptar lo que el Consejo ledaba, y él y Calder fueron traspasados desde elBreslau hasta ese engendro-, y hablando con élme metí en el muelle debajo del barco. Lasplanchas estaban tan agujereadas que los hom-bres que las pintaban y repintaban se reían.Pero lo peor fue lo último. Tenía una enorme ytorpe hélice de hierro de diecinueve pies cons-truida por Thresher -la del Kite la había cons-truido Aitcheson-, y justo en la cola del eje, de-lante del reborde, había una grieta rojiza por laque podía meterse un cuchillo. ¡Vaya, era unagrieta terrible!

» -¿Cuándo enviarán un eje de cola nuevo? -pregunté a Bannister.

» Él sabía a qué me refería yo.

» -Oh, sólo es una fisura superficial -dijo pe-ro sin atreverse a mirarme.

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-¡Una Gehenna13 superficial! -respondí yo-.No podrá sacar el barco con una solución comoésa.

» -Lo colocarán esta noche -dijo-. Soy unhombre casado, y... ya conoce al Consejo.

» Dije en aquel momento lo que se me dioen decir. Ya sabe el eco que tienen los muellessecos. Vi al joven Steiner allí de pie, encima dedonde yo estaba, escuchándome, y vaya, utilizóel lenguaje provocativo de la ruptura de la paz.Yo era un espía y un empleado desagradecido,un corruptor de la moral del joven Bannister, ypensaba acusarme de difamación. Se marchó encuanto subí las escaleras -le habría arrojado almuelle de haberle cogido-, y allí me encontrécon McRimmon, con Dandie tirando de la ca-dena y guiando al viejo entre las vías del ferro-carril.

» -McPhee -me dijo-. No le pago para que

13 Gehenna. En el judaísmo, lugar de dolor ytormento.

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luche contra Holdock, Steiner, Chase andCompany Limited allí donde los encuentre.¿Qué le pasa?

» -Nada más que hay un eje secundario tanpodrido como un tronco de col. Para cualquieraque vaya y mire, McRimmon. Es una comedie-ta.

» -No entiendo su hebreo conversacional -dijo él-. ¿Dónde está el problema, y cómo es?

» -Una grieta de siete pulgadas justo detrásdel reborde. No hay poder en la tierra que im-pida que se abra por la vibración. » -¿Cuándo?

» -Eso está más allá de mi conocimiento -contesté yo.

» -Así es; así es -dijo McRimmon-. Todostenemos nuestras limitaciones. ¿Está convenci-do de que era una grieta?

» -Hombre, es una sima -contesté yo, puesno había palabras para describir su magnitud-.¡Y el joven Bannister dice que no es más queuna fisura superficial!

» -Bien, creo que nuestro asunto es ocupar-

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nos de nuestros asuntos. Si tiene usted amigosa bordo, McPhee, ¿por qué no les invita a cenaren Radley's?

» -Estaba pensando en un té en el camarote-contesté-. Los maquinistas de los cargueros sinservicio fijo no podemos permitirnos los pre-cios de los hoteles.

» -¡Quia, quiá! -me contestó el anciano que-jándose-. Nada de en el camarote. Se reirán demi Kite, pues no está emplastado de pinturacomoo el Hoor. Invíteles en Radley's, McPhee, yenvíeme la factura. Agradézcaselo a Dandie,hombre. No estoy habituado a los agradeci-mientos.

» Y entonces se dio la vuelta. (Yo estabapensando en hacer lo mismo.)

» -Señor McPhee -dijo él-. No es un caso dedemencia senil.

» -¡Que Dios le conserve! -dije con un sobre-salto-. Sólo estaba pensando en su animación,McRimmon.

» Vaya, el viejo diablo se echó a reír hasta

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que casi se cae encima de Dandie.» -Envíeme la cuenta -dijo-. Hace ya tiempo

que dejé de tomar champán, pero dígame porla mañana cómo sabe.

» Bell y yo invitamos al joven Bannister y aCalder a cenar en Radley's. Allí no tienen risasy cantos, pero alquilamos una habitación pri-vada... como los dueños de yates en Cowes.

McPhee sonrió y se dejó caer hacia atrás,pensativo. -¿Y entonces? -pregunté yo.

-No estábamos borrachos en el sentido pre-ciso del término, aunque en Radley's vi algunosmuertos. Fueron seis botellas grandes de doslitros de champán seco, y quizás una botella dewhisky.

-¿Me quiere decir que cada uno se tomó bo-tella y media de las grandes, además del whis-ky? -pregunté.

McPhee me miró desde arriba de sus hom-bros con tolerancia.

-Hombre, no nos habíamos sentado a beber-contestó-. No hicieron más que mojarnos un

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poco. Claro que el joven Bannister puso la ca-beza encima de la mesa y saludó como un mu-chachito, y Calder quería llamar a Steiner a lasdos de la mañana y pintarle de color verde co-cina; pero es que los dos habían estado bebien-do esa tarde. ¡Señor, cómo maldijeron los dos alConsejo, al Grotkau, al eje secundario, a los mo-tores y a todo! Aquella noche no hablaron defisuras superficiales. Me acuerdo de que el jo-ven Bannister y Calder se estrecharon las ma-nos y acordaron vengarse del Consejo pagandopor ello cualquier costo razonable que no fuerala pérdida de sus certificados. Fíjese ahora có-mo los ahorros falsos arruinan el negocio. ElConsejo les alimentaba como si fueran cerdos(tengo buenas razones para saberlo), y ya heobservado con mi gente que si tocas el estóma-go de un escocés despiertas al diablo. Los hom-bres llevarán un dragador a través del Atlánticosi están bien alimentados, y lo conducirán acualquier parte de la ancha América; pero losmalos alimentos prestan un mal servicio al

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mundo.» La factura llegó a McRimmon y éste no

me dijo nada hasta el fin de semana, cuando fuia verle para pedirle más pintura porquehabíamos oído que el Kite había sido fletadopara Liverpool.

-Aguarde un poco -me dijo el Diablo Ciego-. Hombre, ¿es que se lava con champán? El Kiteno sale de aquí hasta que yo dé la orden, y...¿cómo voy a gastar dinero en pintarlo con elLammergeyer metido en el dique durante quiénsabe cuánto tiempo, y todo eso?

» Era nuestro carguero mayor, con Mclntyrecomo jefe de máquinas, y yo sabía que no vol-vería de la revisión en tres meses. Aquella ma-ñana me encontré con el secretario principal deMcRimmon, usted no le conoce, mordiéndoselas uñas de mortificación.

» -El viejo ha perdido la cabeza -dijo-. Haretirado el Lammergeyer.

» -Puede tener sus razones -contesté yo.» -¡Razones! ¡Está chiflado!

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» -No estará chiflado hasta que no empiecea pintar -dije yo.

» -Pues eso es precisamente lo que hahecho... y hay más carga para Sudamérica de laque volveremos a ver en toda nuestra vida. ¡Haretirado el barco del servicio para pintarlo...para pintarlo... para pintarlo! -exclamó el pe-queño secretario bailando como una gallina enuna fuente caliente-. «Cinco mil toneladas decarga potencial pudriéndose en el dique seco,hombre; y él dedicándose a distribuir la pinturaen latas de un cuarto de libra, que le hieren elcorazón por loco que esté. Y el Grotkau -de to-dos los que pudiéramos pensar, el Grotkau-...¡tragándose en Liverpool cada libra que deberíaser nuestra!

» Aquella locura me desconcertaba... y con-sideré la cena en Radley en relación con lamisma.

» -Fíjese bien, McPhee -dijo el secretarioprincipal-. En el Grotkau -el Grotkau, de la firmade Jerusalén- están entrando a todo meter mo-

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tores, material rodante, puentes de hierro -¿seda cuenta de qué cargas?- y pianos, con som-breros de señora y todo tipo de cargas capri-chosas para el Brasil... ¡y mientras tanto estánpintando el Lammergeyer!

» Pensé que iba a caer muerto de un ataque.No pude decir más que «Obedezca las órdenesaunque vayan contra el dueño», aunque en elKite creíamos que McRimmon se había vueltoloco; y Mclntyre, del Lammergeyer, opinaba quehabía que someterle a un proceso legal evidentepor algo que había encontrado en un libro so-bre leyes marítimas. Durante aquella semana,los fletes para Sudamérica crecieron y crecie-ron. ¡Aquello era un crimen!

» Syne Bell recibió órdenes de llevar el Kitehacia Liverpool con lastre de agua, y McRim-mon vino a despedirnos lamentándose y gi-miendo por los acres de pintura que había mal-gastado en el Lammergeyer.

» -¡A usted le corresponde recuperarla, a us-ted le corresponde reembolsármela! -exclamó-.

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Pero por Dios, ¿por qué no suelta amarras? ¿Sequeda ganduleando en el muelle con algúnpropósito?

» -¿Y qué más da, McRimmon? -preguntóBell-. Llegaremos con un día de retraso a laferia de Liverpool. El Grotkau se llevará toda lacarga que deberíamos haber llevado en el Lam-mergeyer.

» McRimmon se echó a reír hasta casi aho-garse: el ejemplo perfecto de demencia senil.Tendría que haber visto sus cejas subiendo ybajando como las de un gorila.

» -Lleva órdenes cerradas y selladas -dijo élmoviéndose y rascándose-. Son éstas... para serabiertas seriatim.

» Y entonces Bell, agitando los sobres cuan-do el viejo bajó a tierra firme, dijo:

» -Tenemos que arrastrarnos por la costameridional, aguardando órdenes... con estetiempo. Es incuestionable que se ha vuelto loco.

» Bueno, pondremos de popa al viejo Kite...y vamos a tener mal tiempo; aguardando órde-

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nes telegráficas, que son la maldición de loscapitanes. Nos dirigimos hacia la isla deHolyhead y Bell abrió el último sobre aguar-dando las últimas instrucciones. Yo estaba conél en el camarote y me la arrojó lamentándose:

» -¿Ha visto usted algo semejante, Mac?» No diré lo que había escrito allí McRim-

mon, pero estaba lejos de haberse vuelto loco.Había borrasca por el sudoeste cuando llega-mos a la desembocadura del Mersey, una ma-ñana con un frío cortante, con el mar y el cielode color verde grisáceo: el tiempo de Liverpool,tal como dicen; y ahí estábamos nosotros vi-rando al viento, mientras los hombres se dedi-caban a blasfemar. A bordo no se pueden guar-dar secretos, y también ellos pensaban queMcRimmon se había vuelto loco.

» Entonces vimos el Grotkau navegando so-bre aguas profundas, con la chimenea reciénpintada, los botes recién pintados y todo eso.Aparentaba lo que era y además tosía como tal.Calder me había dicho en Radley lo que le dolía

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a sus motores, pero mis propios oídos me lohabrían dicho desde dos millas de distancia,por la forma en que latían. Avanzamos lanzán-donos sin grandes exhibiciones tras su estela, yel viento traía buenas promesas de que iba aaumentar. A las seis soplaba con fuerza peroclaramente, y antes de la guardia media14 so-plaba con fuerza por el sudoeste.

» -Por ese camino se va a desviar a Irlanda -dijo Bell.

» Yo estaba con él en el puente contem-plando la luz de babor del Grotkau. Desde tanlejos no puede verse la verde como roja, o noshabríamos quedado a sotavento. No teníamospasajeros en los que pensar, y con todas lasmiradas puestas en el Grotkau casi chocamoscontra un buque de pasajeros que regresaba aLiverpool. O para ser más precisos, Bell se limi-tó a virar el Kite para sacarlo de la proa del otro,

14 Guardia media. Entre la media noche y las cuatro de lamadrugada.

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y hubo unas cuantas blasfemias entre los dospuentes. Un barco de pasajeros -añadió McPheecontemplándome con benevolencia- tendríaque haber contado eso a los periódicos nadamás llegar a aduanas. Nos pegamos a la esteladel Grotkau aquella noche y durante los dosdías siguientes, por lo que yo pude calcular,había reducido la velocidad a cinco nudos, yavanzamos sobre la superficie por el caminomás fatigoso hacia el Fastnet.

-Pero por el Fastnet no se va a ningún puer-to de Sudamérica, ¿no es así? -pregunté yo.

-No lo pretendíamos. Preferimos coger elcamino más recto. Pero seguíamos al Grotkau, yéste no se metía en esos vientos sin saber lo quehacía. Conociendo lo que había hecho yo paradesacreditarlo, no podía culpar al joven Bannis-ter. Dirigía el Grotkau hacia los vientos inverna-les del Atlántico Norte, que son unos vientosmortales con nieve y ventisca. Era como el dia-blo caminando sobre la superficie de las aguas,subiéndose arriba de las olas antes de decidirse.

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Hasta ahora se habían mantenido firmes, peroen cuanto el barco se alejó de los Skelligs seencaminó cerca de Dunmore Head. ¡Vaya cómogiraba!

» -Va hacia Smerwick -dijo Bell.» -De haberlo pretendido ya lo habría inten-

tado por Ventry -contesté.» -A este paso van a perder la chimenea -

añadió Bell-. ¿Es que Bannister no lo puedemantener de cara al mar?

» -Es por el eje secundario. Cualquier viradaes mejor que cabecear con grietas superficialesen el eje secundario. Calder sabe mucho de eso-dije yo.

» -Malo es este tiempo para recuperar vapo-res -comentó Bell. Tenía la barba y los bigotescongelados, y por el lado de la humedad la es-puma estaba blanca. ¡Un perfecto clima inver-nal del Atlántico Norte!

» Uno a uno el mar nos arrebató nuestrostres botes, y los pescantes de los botes estabanretorcidos como cuernos de cabra.

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» -Esto va mal -dijo finalmente Bell-. No sepuede pasar un cable sin un bote.

» Para ser de Aberdeen, Bell era un hombremuy juicioso.

» No soy de ésos que se inquietan por laseventualidades que quedan fuera de la sala demáquinas, por lo que bajé entre las olas paraver cómo le iba a Kite. ¡Vaya, era el barco de suclase mejor equipado que salió nunca del Cly-de! Kinloch, mi segundo, lo conocía igual debien que yo. Le encontré secándose los calceti-nes sobre el vapor, y peinándose los bigotes conel peine que me regaló Janet el año pasado, talcomo si estuviéramos en un puerto. Probé labomba de alimentación, miré por la escotilla defogones, me manché los dedos con todos loscojinetes, escupí sobre el soporte de los cojine-tes para tener suerte, les di mi bendición y cogílos calcetines de Kinloch antes de volver a subiral puente.

» Entonces Bell me dejó el timón y bajó a ca-lentarse. Cuando subió tenía yo los guantes

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congelados hasta los radios del timón, y el hielocolgaba de mis párpados. Como le iba diciendo,un perfecto tiempo invernal del Atlántico Nor-te.

» El viento dejó de soplar por la noche, peronos encontramos en una mar contraria que hizohablar al viejo Kite de proa a popa. Creo quereduje a treinta y cuatro revoluciones por mi-nuto... no, a treinta y siete. Por la mañana hubogran marejada mientras el Grotkau se dirigíahacia el oeste.

» -Va a llegar a Río con eje secundario o sinél -dijo Bell.

» -La última noche se movió bastante -contesté yo-. Lo va a perder con la vibración,preste atención a lo que le digo.

Debíamos estar entonces a unas ciento cin-cuenta millas al oeste-sudoeste de Cabo Slyne,por rumbo estimado. Al día siguiente hicimosciento treinta -se dará cuenta de que no éramosbarcos de carreras-, y al otro día ciento sesentay una, lo cual nos había llevado... veamos...

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dieciocho grados y una pizca hacia el oeste, yquizás cincuenta y uno y una pizca al norte,cruzando en una larga diagonal todas las rutasde navegación de pasajeros del Atlántico Norte,teniendo siempre a la vista el Grotkau, acercán-donos por la noche y alejándonos por el día.Tras la ventisca, nos tocó un clima frío de no-ches oscuras.

» El viernes por la noche, poco antes delturno medio, me encontraba en la sala de má-quinas cuando Bell me informó por el tubo: «Seha rendido»; y subí arriba.

» El Grotkau estaba a bastante distanciahacia el sur, y una a una encendió las tres lucesrojas en línea vertical, señal de que un vapor noestaba bajo control.

» -Ahí tenemos una maniobra de remolque -dijo Bell relamiéndose los labios-. Costará másque el Breslau. ¡Vamos hacia él, McPhee!

» -Espere un poco -dije yo-. Por esta partedel mar hay multitud de barcos.

» -Razón de más -contestó Bell-. Es la fortu-

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na que viene hacia nosotros. ¿Qué opina?» -Déjelo hasta que se haga de día. Sabe que

estamos aquí. Si Bannister necesita ayuda, dis-parará un cohete.

» -¿Quién habla de lo que necesita Bannis-ter? Tenemos un andrajoso barco del servicioregular rompiéndose bajo nuestras narices -añadió; se colocó sobre el timón y avanzamoslentamente.

» -A Bannister le gustaría más volver a casaen un barco de pasajeros comiendo en el salón.¿Se ha olvidado de lo que dijeron aquella nocheen Radley acerca de la comida de Holdock ySteiner? Manténgase alejado, hombre, mantén-gase alejado. Un remolque es un remolque,pero la ayuda a un derelicto son derechos desalvamento de primer orden.

» -¿Cómo? -preguntó Bell-. Lo suyo sí quees intuición, Mac. Le quiero como a un herma-no. Aguardaremos hasta la luz del día -añadió,y se mantuvo a distancia.

» Entonces vimos un cohete hacia delante, y

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dos sobre el puente, y después una luz azul.Luego un barril de alquitrán ardiendo por de-lante.

» -Se está hundiendo -exclamó Bell-. ¡Todoestá sucediendo y no voy a obtener más que unpar de gemelos de noche 15 por recoger al estú-pido del joven Bannister!

» -Piénselo de nuevo -dije-. Está haciendoseñales hacia el sur de donde estamos nosotros.Bannister sabe igual de bien que yo que basta-ría un cohete para que acudiera el Kite. Nopierde en vano los fuegos artificiales. ¡Escucheeso!

» El Grotkau pitó y pitó durante cinco mi-nutos, después hubo más fuegos artificiales,toda una exhibición.

» -Eso no es para los marinos del comerciohabitual -contestó Bell-. Tiene razón, Mac. Esoestá dedicado a un barco lleno de pasajeros.

15 Gemelos de noche. Recompensa que ofrecía el ConsejoComercial por salvar vidas en el mar.

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» A través de los gemelos de noche entrece-rró los ojos mirando hacia el sur, donde habíaun poco de espesura.

» -¿Ve algo? -pregunté.» -Un trasatlántico -contestó-. Hacia él van

los cohetes. Vaya, han despertado al capitán delas tiras doradas, y... ahora han despertado alos pasajeros. Están encendiendo la luz eléctri-ca, en un camarote tras otro. Ahí va otro cohete.Acuden a ayudar a los que podrían perecer enlas aguas profundas.

» -Páseme los gemelos -dije.» -¡Correo... correo... correo! -exclamó-. Con

contrato con el Gobierno para el debido transporte del correo; y comotal, se dará cuenta Mac, puede rescatar vidasque corran peligro en el mar... ¡pero no puederemolcar! ¡No puede hacerlo! Hacia él iba suseñal nocturna. ¡Habrá llegado en media hora!

» -¡Dios mío! -exclamé yo-. Y nosotros cen-telleando aquí con todas nuestras luces. Bell,¿ha perdido el juicio?

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» Salió disparado del puente, y yo detrás deél, y antes de lo que se tarda en guiñar un ojo,habíamos apagado nuestras luces, estaba tapa-da la escotilla de la sala de máquinas y nos en-contrábamos en la oscuridad total, observandolas luces del trasatlántico al que el Grotkauhabía estado dedicando las señales. Se acercabaa veinte nudos, con todos los camarotes ilumi-nados, y los botes preparados. Lo hicieron a logrande, y en menos de una hora. Se detuvocomo el coche de la señora Holdock16; bajaronla pasarela, bajaron los botes, y a los diez minu-tos escuchamos los gritos de júbilo de los pasa-jeros y después se fueron.

» -Hablarán de esto el resto de su vida -dijoBell-. Un rescate marino por la noche es tanhermoso como una obra de teatro. El jovenBannister y Calder estarán bebiendo en el sa-lón, y dentro de seis meses el Consejo del Co-mercio concederá al capitán unos binoculares.

16 Coche. Es decir su berlina, ya mencionada.

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Todo muy filantrópico.» Aguardamos a que llegara el día, quizás

piense que aguardábamos hasta que nos dolie-ron los ojos, y allí estaba el Grotkau, con el mo-rro un poco erguido, como mirándonos de re-ojo. Tenía un aspecto absolutamente ridículo.

» -Terminará por llenarse de agua -dijo Bell-. Pero ¿por qué se hunde de popa? El eje de colahabrá abierto un agujero, y... no tenemos botes.Hay trescientas mil libras esterlinas, haciendoun cálculo conservador, yéndose a pique delan-te de nuestros ojos. ¿Qué podemos hacer?

» Al cabo de un minuto volvía a tener loscojinetes al rojo vivo, pues era un hombre in-continente.

» -Acérquese lo más que pueda -dije yo-.Déme una chaqueta y una cuerda salvavidas ynadaré hasta él.

» Había un buen trozo de mar en medio, yestaba frío por el viento... muy frío; pero elloshabían pasado de un barco a otro como pasaje-ros, el joven Bannister, Calder y todos, dejando

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la pasarela bajada por el lado de sotavento.Habría sido hacerle un feo a la manifiesta pro-videncia no tener en cuenta la invitación. Nosencontrábamos a menos de cincuenta metrosdel barco y Kinloch me untaba todo de aceitedetrás de la cocina; y mientras pasábamos a sulado salté de la borda para salvar las trescientasmil libras. Le aseguro que hacía un frío de mo-rirse, pero realicé mi trabajo con juicio y preci-sión, y recorriendo el costado del barco llegué ala plataforma inferior de la pasarela. Nadie seasombró más que yo, se lo aseguro. Antes derecuperar el aliento tenía las dos rodillas en laplataforma, y subí antes de que girara de nue-vo. Até la cuerda a la barandilla y en cuclillasme dirigí al camarote del joven Bannister, don-de me sequé con lo que había en su litera y mepuse todos los trapos que encontré hasta que lasangre volvió a circular por mi cuerpo. Recuer-do que encontré tres calzones, para empezar, ylos necesité todos. Tenía más frío del que puedorecordar en toda mi vida.

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» Acudí entonces a la sala de máquinas. Talcomo se suele decir, el Grotkau se había sentadosobre su cola. Estaba todo muy revuelto, y mo-vido hacia la popa. En la sala de máquinashabía más de un metro de agua chapoteandode aquí para allá, negra y grasienta; quizás casidos metros. Las puertas de la sala de calderasestaban cerradas, y por tanto las calderas no sehabían derramado, pero durante un momentoaquella suciedad en la sala de máquinas meengañó. Aunque sólo por un momento, y aúnasí me pasó porque, por así decirlo, no estabatan tranquilo como de ordinario. Miré de nuevopara asegurarme. Era tan negra como la de lasentina: aguas residuales que debían haber en-trado fortuitamente.

-McPhee, sólo soy un pasajero -le dije-. Perono puede persuadirme de que fortuitamentepuede entrar el agua en una sala de máquinashasta casi dos metros de altura.

-¿Y quién trata de persuadirle de una cosa ode la otra? -replicó McPhee-. Estoy contando

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los hechos del caso: los hechos simples y natu-rales. Casi dos metros de aguas tranquilas en lasala de máquinas es algo muy deprimente siuno piensa que puede entrar más; pero no con-sideré que tal cosa fuera más probable, y portanto, se dará cuenta de que no me encontrabademasiado deprimido.

-Eso está muy bien, pero quiero saber lo delagua -dije yo.

-Ya se lo he dicho. Había casi dos metros deagua, o más, con la gorra de Calder flotandoencima.

-¿De dónde venía?-Bueno, en la confusión de las cosas des-

pués de que se hubiera caído la hélice y los mo-tores empezaran a girar en el vacío y todo eso,es muy posible que a Calder se le cayera de lacabeza y no se preocupara en volver a recoger-la. Me acordaba de haberle visto con esa gorraen Southampton.

-No quería saber lo de la gorra. Estoy pre-guntando que de dónde venía ese agua, y qué

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estaba haciendo allí, y por qué estaba usted tanseguro de que no se trataba de una filtración,McPhee.

-Por buenas razones... por razones buenas ysuficientes.

-Entonces explíquemelas.-Bueno, es una razón que no me concierne

sólo a mí. Para ser exactos soy de la opinión deque se debía, me refiero al agua, en parte a unerror de juicio de otro hombre. Todos podemoscometer errores.

-¡Ah, le ruego que me perdone! Continúe.-Llegué de nuevo junto a la barandilla y es-

cuché el grito de Bell: «¿Algo va mal?»» -Lo haremos -dije-. Envíeme un cable y un

hombre para ayudar a gobernarlo. Tiraré de élpor la cuerda salvavidas.

» Pude ver sus cabezas moviéndose de ade-lante a atrás, y escuché algunas palabras fuer-tes. Después, Bell gritó:

» -No tienen confianza en sí mismos, con es-te agua, ninguno de ellos salvo Kinloch, y no

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voy a prescindir de él.» -Entonces más derechos de salvamento

para mí -contesté-. Haré el cambio yo solo.» Al oír aquello, una rata de dique seco gri-

tó: -¿Piensa que el barco es seguro?» -No le garantizo nada -repliqué yo-. Salvo

quizás una paliza por tenerme así tanto tiempo.» Entonces el otro volvió a gritar:» -No hay más que un cinturón salvavidas,

y no pueden encontrarlo, si no iría.» -Arrojadlo a Jezabel17, -exclamé yo, que

estaba perdiendo la paciencia.» Se hicieron cargo del voluntario antes de

que éste se diera cuenta de lo que estaba pa-sando y lo suspendieron en el seno del cabo.Luego yo tiré de él con la fuerza de los puños, yfue un recluta muy bien venido cuando le sa-cudí el agua salada de encima; aunque dichosea de paso, no sabía nadar.

» Entonces unieron una cuerda de cinco

17 Jezabel. Una referencia al Libro de los Reyes 2, 9: 33.

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centímetros de diámetro al cabo salvavidas, ydespués una guindaleza, y yo pasé la cuerdapor el tambor de un torno de mano, y sudandosubimos a bordo la guindaleza y la atamos a labita del Grotkau.

» Bell acercó tanto el Kite que tuve miedo deque abriera las planchas del Grotkau. Me lanzóotra cuerda salvavidas con la que me dirigí apopa y tuvimos que volver a repetir el fatigosotrabajo del torno con una segunda guindaleza.En todo el proceso, Bell se portó bien: nosaguardaba una larga operación de remolque, yaunque la providencia nos había ayudado hastaentonces, no convenía dejar demasiadas cosasen su mano. Cuando estuvo asegurada la se-gunda guindaleza, me encontraba cubierto desudor, y le grité a Bell que cogiera el seno delcabo y nos fuéramos a casa. Mientras tanto elotro ayudaba al trabajo pidiendo bebidas, a loque le contesté que lo que tenía que hacer eratomar rizos, gobernar el buque y todo lo quehiciera falta, empezando por el gobierno, pues

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yo tenía que acostarme. Y gobernó el barco...bueno, es una manera de decirlo. Al menos seagarró a los radios del timón y los hizo girar deuna manera que parecía sensata, aunque dudoque el Hoor llegará a darse cuenta de ello. Entréen el barco, fui al camarote del joven Bannistery dormí profundamente. Desperté con un ham-bre atroz, cuando ya habíamos recorrido unbuen trecho de mar, con el Kite avanzando acuatro nudos; y el Grotkau golpeaba el agua conel morro y daba guiñadas y se levantaba a dis-creción. Fue un remolque de lo más indigno.Pero lo más vergonzoso de todo fue la comida.Rebuscando entre las estanterías de la cocina,despensas, lazaretos 18 y escondrijos apañé unacomida que no le habría dado a la esposa de unminero del carbón de Cardiff; y ya sabe que sedice que la esposa de un minero de Cardiff co-

18 Lazaretos. Son los espacios entre las cubiertasque se utilizan como almacenes en algunos barcosmercantes.

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mería escorias para ahorrar desperdicios. ¡Leaseguro que fue absolutamente vil! Los tripu-lantes habían escrito lo que pensaban de esacomida sobre la pintura nueva del castillo deproa, pero a mí no me acompañaba ningúnalma decente a la que pudiera quejarme. No mequedaba otra cosa que hacer que observar lasguindalezas y la cola del Kite hundiéndose en elagua blanca cuando el mar lo levantaba; así quepuse en marcha el motor auxiliar posterior ybombeé el agua de la sala de máquinas. Notenía sentido dejar agua suelta en un barco.Cuando la sala de máquinas estuvo seca, des-cendí por el túnel del eje y encontré una pe-queña filtración en el prensaestopas, pero nadade lo que preocuparse. La hélice se había salidopor la vibración, tal como yo sabía que sucede-ría, y Calder había estado aguardando a quesucediera con las manos en la maquinaria. Asíme lo contó cuando me encontré con él en tierrafirme. Todo sucedió sin ningún sobresalto nitensión. Se había deslizado cayendo en el lecho

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del Atlántico con la misma facilidad que unhombre que se muere con las debidas adver-tencias: algo de lo más providencial para todoslos implicados. Me ocupé después de las obrassuperiores del Grotkau. Los botes se habían es-tropeado sobre los pescantes, y aquí y allá fal-taba la barandilla, uno o dos ventiladores sehabían soltado y la barandilla del puente habíasido doblada por el mar; pero las escotillas es-taban bien cerradas y no habían sufrido dañoalguno. Amigo mío, llegué a odiar ese barcocomo si fuera un ser humano, pues estuve abordo ocho fatigosos días, muriéndome dehambre, sí, de hambre, a un cable de distanciade la abundancia. Me pasaba todo el día en elcamarote leyendo Woman-Hater, el mejor libroque escribiera nunca Charlie Reade, y fisgandoun poco aquí y allá. Fue un trabajo de lo másfatigoso. Ocho días, amigo mío, estuve a bordodel Grotkau, y no hice ni una sola comida com-pleta. No se puede culpar a la tripulación deque no se quedara en el barco. ¿El otro hombre?

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Ah, le hice trabajar hasta reventar. Le hice tra-bajar como venganza.

» Se levantó el viento cuando lanzábamossondas y eso me mantuvo de pie junto a lasguindalezas, amarrado al cabestrante, respi-rando entre el mar verde. Casi me muero defrío y hambre pues el Grotkau era remolcadocomo una barcaza que Bell arrastraba a tirones.Canal arriba fue también muy duro. Estábamosen pie para tener algún tipo de luz y casi pasa-mos por encima de dos o tres barcas de pescaque nos gritaron que estábamos cerca de Fal-mouth. Luego casi choca con nosotros un barcode carga de frutas extranjero, gobernado por unborracho, que avanzaba errante entre nosotrosy la costa, y aquella noche se puso peor y peory pude darme cuenta, por el modo de remol-carnos de que Bell no sabía dónde estaba. Perolo supimos por la mañana, pues el viento soplóquitando la niebla como el que apaga una vela,y el sol apareció brillante. ¡Y con la misma se-guridad con la que McRimmon me dio mi che-

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que, apareció ante nuestra cuerda de remolquela sombra de Eddystone! 19 Así de cerca está-bamos... ¡Ay, así de cerca! Bell hizo girar el Kitecon una sacudida que casi hace que salten lasbitas del Grotkau; y recuerdo que di las gracias ami Hacedor desde el camarote del joven Ban-nister una vez que traspasamos el rompeolas dePlymouth.

El primero en subir a bordo fue McRim-mon, con Dandie. ¿Le había dicho que nuestrasórdenes eran llevar cualquier cosa que encon-tráramos a Plymouth? El viejo diablo acababade llegar, sumando dos más dos a partir de loque le había dicho Calder cuando el trasatlánti-co desembarcó a los hombres del Grotkau. Yacertó con precisión nuestra hora de llegada.Grité a Bell que mandara algo de comer y loenvió en la misma barca en la que llegó

19 Eddystone. Peligroso grupo de rocas situado enel extremo occidental del Canal, al sudoeste de Ply-mouth, con un faro.

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McRimmon, cuando el anciano vino a verme.Mientras yo comía, se pasó todo el rato son-riendo, palmeándose las piernas y moviendolas cejas.

» -¿Cómo daban de comer a sus hombresHoldock, Steiner y Chase? -preguntó.

» -Usted mismo puede verlo -respondíabriendo otra botella de cerveza-. No me acos-tumbré a morirme de hambre, McRimmon.

» -Ni tampoco a nadar -añadió, pues Bell lehabía contado cómo subí la cuerda a bordo-.Bueno, creo que no va a salir perdiendo. ¿Quécarga que hubiéramos metido en el Lammerge-yer habría equivalido al salvamento de cuatro-cientas mil libras, contando el barco y la carga?¿Eh, McPhee? Esto les va a sacar el hígado aHoldock, Steiner, Chase and Company, Limi-ted, ¿eh, McPhee? ¿Sufro ahora de demenciasenil, eh, McPhee? No soy un estúpido aunqueempecé a pintar el Lammergeyer, ¿eh, McPhee?¡Bien puedes levantar la pata, Dandie! Me hereído de todos ellos. ¿Encontró agua en la sala

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de máquinas?» -Hablando sin prejuicios, había algo de

agua.» -Creyeron que se estaba hundiendo cuan-

do perdieron la hélice. Se llenó con extraordi-naria rapidez. Calder dijo que a Bannister y a élles dolió abandonarlo.

» Pensé en la cena de Radley y en la comidaque había ingerido durante ocho días.

» -Les daría un dolor tremendo -dije yo.» -Pero la tripulación no quería ni oír hablar

de quedarse a ver lo que pasaba. Iban de aquípara allá diciendo que antes morirían de ham-bre.

» -Habrían muerto de hambre de habersequedado --añadí yo.

» -Le creo, según el relato de Calder era in-minente un motín.

» -Usted sabe más que yo, McRimmon. Yhablando sin prejuicios, pues todos estamos enel mismo barco, ¿quién abrió el grifo de la sen-tina?

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» -Ah, ¿es eso... es eso? -comentó el anciano,y pude darme cuenta de que se sorprendía-. ¿Elgrifo de la sentina, dice?

» -Creo que eso fue. Todos estaban cerradoscuando subí a bordo, pero alguno había inun-dado la sala de máquinas hasta casi dos metrosy medio, y lo había cerrado después con el en-granaje de tornillos sin fin desde la segundaplataforma.

» -¡Vaya! -exclamó McRimmon-. La iniqui-dad del hombre es increíble. Pero eso desacre-ditaría terriblemente a Holdock, Steiner y Cha-se si se dijera en el Tribunal.

» -Era sólo por curiosidad -dije yo.» -Vaya, a Dandie le afecta la misma enfer-

medad. Hay que luchar contra la curiosidad,Dandie, pues a un perrillo como tú puede me-terlo en una trampa. ¿Dónde estaba el Kitecuando el trasatlántico pintado subió a bordo ala gente del Grotkau?

» -Allí o por los alrededores -contesté.» -¿Y quién de ustedes dos pensó en apagar

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las luces? -preguntó guiñando los ojos.» -Dandie -dije dirigiéndome al perro-: Los

dos tenemos que luchar contra la curiosidad.No es un negocio muy remunerador. ¿Cuál esnuestra parte del salvamento, Dandie?

» Se echó a reír hasta casi ahogarse.» -Acepte lo que le dé, McPhee, y alégrese

de ello -contestó el viejo-. Señor, cómo pierde eltiempo un hombre cuando envejece. Amigo,suba abordo del Kite en cuanto pueda. Casi meolvido de que hay un flete báltico gimiendo porusted en Londres. Ése será su último viaje,imagino, salvo que viaje por placer.

» Los hombres de Steiner subieron a bordopara hacerse cargo y terminar el remolque, ypasé junto al joven Steiner que iba en una barcacuando yo me dirigía al Kite. Él bajó la nariz;pero McRimmon gritó:

» -Éste es el hombre al que le debe el Grot-kau, aunque por un precio, Steiner... ¡por unprecio! Permítame presentarle al señor McPhee.Quizás ya se conocieran; pero usted tiene muy

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poca suerte para mantener a sus hombres... ¡entierra firme o a bordo!

» El joven Steiner parecía tan colérico comopara comérselo mientras el anciano cloqueaba ysilbaba con su garganta seca.

» -Todavía no tiene su recompensa -contestó Steiner.

» -Quite, quite -contestó el anciano con unchillido que debió oírse hasta en el Hoe-. Perotengo dos millones de libras esterlinas, y notengo hijos, Judeas Apella20, si es que ustedquiere luchar. Le ganaré libra a libra hasta de-jarle sin la última. ¿Me entiende, Steiner? ¡SoyMcRimmon, de McNaughton y McRimmon!

» -Dios mío -dijo entre dientes sentándoseen la barca-. He aguardado catorce años paraacabar con esa naviera judía, y Dios sea loadoque lo haré ahora.

» El Kite estuvo en el Báltico mientras el an-

20 Judeas Apella. Referencia a Horacio, Sátiras, I. V. 100:«Apella el judío puede creerlo, pero yo no».

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ciano actuaba, pero sé que losasesores valoraron el Grotkau, todo incluido, enmás de trescientas sesenta millibras -su manifiesto fue un tratado de la rique-za-, y McRimmon obtuvo unatercera parte por salvar un barco abandonado.Ya sabe que hay una grandiferencia entre remolcar un barco con hombresy hacerse cargo de un derelicto... una enorme diferencia en libras esterlinas.Además, dos o tres tripulantesdel Grotkau estaban deseosos de testificar sobrela comida, y había una nota de Calder al Conse-jo con respecto al eje de cola que habría hechomucho daño de llegar a los Tribunales. Sabíanque era mejor no luchar.

» Después el Kite regresó y McRimmon nospagó a Bell y a mí personalmente, y al resto dela tripulación prorrata, así creo que se dice. Miparte -debería decir nuestra parte- fue exacta-

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mente de veinticinco mil libras esterlinas.21

En ese momento Janet se levantó de un sal-to y le besó.

-Veinticinco mil libras esterlinas. Y fíjese,procedo del norte y no es probable que tire eldinero temerariamente, pero daría la paga deseis meses -ciento veinte libras- por saber quiéninundó la sala de máquinas del Grotkau. Co-nozco bastante bien la idiosincrasia deMcRimmon y él no debió tener nada que vercon ello. No fue Calder, pues se lo pregunté yquiso pegarme. Habría sido muy poco profe-sional por parte de Calder -no el pegarme, sinoabrir los grifos de la sentina-, aunque por untiempo pensé que fue él. Bueno, juzgué quepudo ser él... bajo alguna tentación.

-¿Cuál es su teoría? -pregunté.-Bueno, me siento inclinado a pensar que

fue una de esas providencias singulares que

21 La parte de las gratificaciones por salvamento queconceden los tribunales del Almirantazgo es variable ydepende de las circunstancias del caso.

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nos recuerdan que estamos en las manos de lasPotencias Superiores.

-¿Y no pudo abrirse y cerrarse solo?-No apostaría por ello; pero quizás algún

engrasador o estibador medio muerto de ham-bre pudo abrirlo un rato para asegurarse deque iban a abandonar el Grotkau. Es desmorali-zante ver una sala de máquinas inundada des-pués de algún accidente con los engranajes...desmoralizador y engañoso al mismo tiempo.En cualquier caso el que lo hizo obtuvo lo quequería, pues subieron a bordo del trasatlánticogritando que el Grotkau se estaba hundiendo.Pero es curioso pensar en las consecuencias.Dentro de las probabilidades humanas en elpresente momento estará maldiciendo a granela bordo de otro carguero de servicio irregular;y aquí estoy yo, con veinticinco mil libras inver-tidas, decidido a no volver más al mar... provi-dencial es la palabra exacta... excepto comopasajero, ya me entiendes, Janet.

McPhee mantuvo su palabra. Janet y él

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hicieron un viaje como pasajerosen el salón de primera clase. Pagaron setentalibras por su camarote; pero Janetencontró a una mujer muy enferma en el salónde segunda clase, así que durantedieciséis días vivió abajo y charló con las cama-reras al pie de las escaleras delsalón de segunda mientras su paciente dormía.McPhee fue pasajero exactamente durante vein-ticuatro horas. Después de eso el rancho de losmaquinistas -donde están las mesas con losmanteles llenos de grasa- se apropió gozosa-mente de su corazón, y durante el resto del via-je esa compañía fue preferida por un maquinis-ta de excelente historial dispuesto a prestargratis sus servicios.

.007

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Después de un motor marino, una locomo-tora es el objeto más sensible que ha hechonunca el hombre; y la No. .007, además de sen-sible, era nueva. La pintura roja apenas se habíasecado sobre su inmaculada barra parachoques,el faro brillaba como el casco de un bombero, yla cabina podría haber sido un salón con aca-bado en madera dura. Tras la prueba la habíanconducido al depósito circular de locomotoras -se había despedido ya de su mejor amiga de lostalleres, la elevada grúa de traslación- y el granmundo estaba allí afuera; las otras locomotorasse dedicaban a examinarla. La locomotora con-templó el semicírculo de faroles audaces e im-pertérritos, escuchó el murmullo y el ronroneobajo del vapor que subía por las válvulas -losburlones pitidos de desprecio cuando una vál-vula floja se levantaba un poco- y habría dadoel aceite de un mes por el permiso para mover-

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se sobre sus propias ruedas dirigiéndose haciael ceniza] de ladrillo que tenía debajo. .007 erauna locomotora «Americana» 1 de ocho ruedas,apenas diferente de otras de su tipo, y tal comoestaba valía diez mil dólares en los libros de laCompañía. Pero si le hubiéramos pedido que sevalorara ella misma, tras aguardar media horaen la oscura rotonda de locomotoras, llena deecos, habríamos ahorrado exactamente nuevemil novecientos noventa y nueve dólares connoventa y ocho centavos.

Una pesada locomotora de carga Mogul,con un botaganado corto y una caja de fuegosque llegaba a tres pulgadas de la vía, inició eldescortés juego hablando con una Consolida-tion de Pittsburgh que estaba de visita.

-¿De dónde vendrá resoplando eso? -preguntó con un soñador chorro de vapor lige-

1 Americana. Originalmente se clasificaba alas lo-comotoras por su nombre, como Mogul, Consolida-tion, Diez Ruedas, Americana.

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ro.-Pues no tengo ya trabajo con llevar la cuen-

ta de todas nuestras marcas sin tener que vigi-lar vuestros ejemplares atrasados -respondió-.Imagino que es algo que dejó al morir PeterCooper 2.

.007 se estremeció; el vapor se le estaba su-biendo, pero retuvo la lengua. Hasta un coche-cito de mano conoce la locomotora con la queexperimentó Meter Cooper en los lejanos añostreinta. Llevaba el carbón y el agua en dos ba-rriles de manzanas y no era mucho mayor queuna bicicleta.

Apareció entonces, y habló, una pequeña ynovísima máquina de maniobras, con un pe-queño escalón delante de la madera del para-choques y las ruedas tan juntas que parecía unpotro dispuesto a derribar al jinete.

2 Peter Cooper. Inventor y fabricante estadouni-dense (1791-1883). Diseñó y construyó la primeralocomotora dé vapor fabricada en América (1830).

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-Me parece que algo debe andar mal cuandoun acarreador de gravilla de Pennsylvania tienealgo que decir sobre nuestro linaje. Ese mucha-cho está muy bien. Eustis3 lo diseñó, y Eustisme diseñó a mí. ¿No basta con eso?

.007 podría haber dado vueltas en la roton-da con la máquina de maniobras metida en suténder4, pero se sintió agradecido por esas pe-queñas palabras de consuelo.

-No utilizamos carros de mano en Pennsyl-vania -dijo la Consolidation-. Ese... este... carrode cacahuetes es lo bastante viejo y feo comopara hablar por sí sólo.

-Todavía no ha hablado. Nadie le ha dirigi-do la palabra. ¿Es que no tenéis buena educa-ción en Pennsylvania? -preguntó la máquina demaniobras. -Deberías estar en el taller, Pony -dijo con severidad Mogul-. Aquí

3 Eustis. Probablemente Henry Lawrence Eusta-ce (1819-85), profesor de ingeniería en Harvard.4 Ténder. Vagón especial que lleva detrás la locomotora.

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estamos los de larga distancia.-Eso es lo que creéis -replicó el pequeño-.

Ya sabréis más antes de que la noche termine.He estado en la Vía 17 y... ¡vaya carga que hayallí!

-Ya tengo bastantes problemas en mi propiasección -dijo una locomotora de cercanías del-gada y ligera con zapatas de freno muy brillan-tes-. Mis viajeros abonados no pararon hastaque consiguieron un coche salón. Lo han en-ganchado atrás del todo y se arrastra peor queun quitanieves. Seguro que un día de éstos lovoy a desenganchar de pronto y entonces cul-parán a todos salvo a su estupidez. ¡La próximavez me van a pedir que arrastre uno con pasillode comunicación!

-Te hicieron en New Jersey, ¿no es así? -preguntó Pony-. Eso es lo que pensé. Los co-ches de mercancías y de viajeros abonados nosson un dulce del que tirar, pero te aseguro queeso es mucho mejor que apartar del circuitovagones frigoríficos y cubas de petróleo. Bueno,

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yo he arrastrado...-¡Arrastrar! ¿Tú? -exclamó despreciativa-

mente la Mogul-. Lo único que tú puedes haceres tirar, parque ferroviario arriba, de un cochede almacenamiento en frío. En cambio, yo... -sedetuvo un poco para que las palabras causaranefecto-... yo me he encargado del FlyingFreight: once coches que valen tanto comocualquiera que tú menciones. De una tacada deonce he tirado yo; y en un tiempo de treinta ycinco a la hora. Costoso, perecedero, frágil, in-mediato... ¡y ahí estoy yo! Sólo tráfico de cerca-nías, pero un grado mejor que las maniobras.Carga expreso es lo que vale.

-Bueno, en general no me gusta alardear -empezó a decir la Consolidation de Pittsburgh.

-¿No? Te enviaron aquí porque gruñías enlas rasantes -le interrumpió Pony.

-Donde yo gruño, tú abandonarías, Pony;pero como iba diciendo, no me gusta alardeardemasiado. No obstante, si quisieras ver unacarga movida animadamente, deberías verme

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aullando por los Allghanies llevando detrástreinta y siete vagones de mineral, y con misguardafrenos luchando contra los vagabundosque se subían sin pagar, de manera que no po-dían atender a mi silbato 5. Así que me teníaque encargar totalmente de la retención, y aun-que sea yo quien lo diga, nunca he perdido unacarga. No, señor. Arrastrar es una cosa, y eljuicio y la discreción otra. Se necesita buen jui-cio en mi negocio.

-¡Ah! Pero... ¿pero no quedas paralizada porel sentido de tu abrumadora responsabilidad? -preguntó desde una esquina una voz curiosa yronca.

-¿Quién es? -susurró .007 al transporte deviajeros de Jersey.

-Una Mixta, un experimento, una nulidad.Ha estado dedicada a las maniobras en los par-

5 Silbato. A los guardafrenos se les transmitía lasórdenes mediante toques de silbato.

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ques ferroviarios de B. A.6 durante seis meses;eso cuando no estaba en el taller. Es económica(yo diría mediocre) en el gasto de carbón, perolo compensa con las reparaciones. ¡Ejem! Su-pongo, señora, que Boston le pareció algo ais-lado después de su estancia en Nueva York.

-Nunca estuve tan ocupada como cuandoestuve sola -la Mixta parecía hablar desde lamitad de la chimenea.

-Claro -dijo la irreverente Pony en voz baja-.Después de ella no ansían ya nada en el Parque.

-Pero con mi constitución y temperamento,mi trabajo está en Boston, su outre-guidance meresulta...

-¿«Otre qué? -preguntó Mogul, la locomoto-ra de carga-. Los cilindros simples no son lobastante buenos para mí.

-Quizás debería haber dicho faroucherie -silbó la Mixta.

6 B. & A.. Estaciones de clasificación de lalínea de Boston y Albany.

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-No me trato con alguien que está hecho derollo de papel maché -insistió la Mogul.

La Mixta suspiró lastimeramente y no dijonada más.

-Las hacen de todas las formas en estemundo, ¿no os parece? -dijo Pony-. Hay Mass'-chusetts por todas partes. Apenas han comen-zado cuando se quedan en punto muerto y cul-pan de ello a los demás, o lo intentan. Hablan-do de Boston, anoche me dijo Comanche quehabía tenido un recalentamiento de la caja degrasa el viernes, poco más allá de Newtons. Ésaes la razón, dice él, de que fuera detenido elAccommodation. Según Comanche no se en-tendió el final de la historia.

-Si hubiera oído eso en los talleres, con lacaldera fuera para una reparación, habría sabi-do que es una de las mentiras de Comanche -espetó la de transporte de viajeros de New Jer-sey-. ¡Recalentamiento de la caja! ¡Él! Lo queocurrió fue que le pusieron un vagón de más yse quedó chillando en la cuesta. Tuvieron que

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enviar al 127 para ayudarle. ¿Que salió bien deun recalentamiento? ¡Tiempo antes de eso des-carriló! Mírame directamente al faro delanteroy dime eso tan fríamente como... como una cu-ba de agua en una ola de frío. ¡Recalentamien-to! Pregúntale a 127 sobre el recalentamiento deComanche. Comanche fue desviado, y 127 (laverdad es que estaba loca de rabia de que lahubieran llamado a las diez de la noche) se hizocargo de ella y la llevó de regreso a Boston endiecisiete minutos. ¡Recalentamiento! ¡Fraudecaliente! Eso es lo que es Comanche.

Aquí es donde .007 metió, según se dice, nola pata, sino las ruedas motrices y el botagana-do, pues preguntó qué era aquello de un reca-lentamiento de la caja.

-¡Que me pinten la tripa de azul celeste! -exclamó Pony, la máquina de maniobras-. ¡Queme conviertan en una locomotora de superficiecon rodapié de madera dura alrededor de laruedas! ¡Que me deshagan y me conviertan enjuguetes mecánicos de vendedores callejeros de

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los de a cinco centavos! ¡Aquí hay una «Ameri-cana» acoplada de ocho ruedas que no sabe loque es un recalentamiento de caja! ¿Tampocooíste hablar nunca de una parada de emergen-cia? ¿No sabes para qué llevas tornillos ni vela-dores? Eres demasiado inocente para que se tedeje sola con tu ténder. ¡Eres una... mentecata!

El vapor que se escapó produjo un rugidoantes de que nadie pudiera responder, y a .007casi se le ampolla la pintura de pura mortifica-ción.

-Un recalentamiento de caja -empezó a de-cir la Mixta cogiendo y eligiendo las palabrascomo si fueran carbón-... un recalentamiento decaja es la pena impuesta a la inexperiencia porir deprisa. ¡Ejem!

-¡Un recalentamiento de caja! -exclamó elcercanías de Jersey-. Es el precio que hay quepagar por seguir adelante desgarradamente.Han pasado años desde que tuve uno. Por reglageneral es una enfermedad que no ataca a lostransportes de corta distancia.

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-Nunca tenemos recalentamientos de cajaen Pennsylvania -intervino el Consolidation-.Lo tienen en Nueva York... lo mismo que lapostración nerviosa.

-Anda y vete a casa en un ferry -dijo Mogul-. Te crees que porque usas pendientes peoresde las que permiten nuestros caminos eres unaespecie de ángel de Alleghany. Pues te voy adecir lo que tú... ah, aquí están los míos. Bueno,no puedo detenerme. Posiblemente os veré mástarde.

Avanzó majestuosamente hasta la placa gi-ratoria y se balanceó como un buque de guerraen un canal de marea hasta que cogió la vía.

-En cuanto a ti, guisantes verdes dandovueltas en una cafetera (esto se lo decía a.007),sal fuera y aprende algo antes de relacionartecon los que hacen más millas en una semana delas que tú vas a lograr en un año. Costoso...perecedero... frágil... inmediato: ¡ahí estoy yo!Hasta luego.

-Que me partan los tubos si eso es una for-

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ma cortés de actuar con un nuevo miembro dela Hermandad -dijo Pony-. No había ningunanecesidad de maltratarte así. Pero la buenaeducación se quedó fuera cuando fabricaron alas Mogul. Mantén tu fuego, muchacho, y que-ma tu propio humo. Imagino que nos necesita-rán a todos en un minuto.

Los hombres hablaban con bastante excita-ción en el depósito circular. Uno de ellos, quellevaba un jersey sucio, afirmó que no habíalocomotoras para desperdiciar en el Parque.Otro, con un papel arrugado en la mano, afir-mó que el capataz del Parque dijo lo que iba adecir si el otro decía algo, y que él (el otro) iba acerrarle la cabeza. Entonces el otro sacudió losbrazos y quiso saber si esperaban que guardaralas locomotoras en el bolsillo. Entonces unhombre vestido con una levita negra sin cuelloapareció cubierto de sudor, pues era una calu-rosa noche de agosto, y dijo que lo que él dijosería; y entre los tres empezaron a hacer fun-cionar las locomotoras, primero la Mixta, luego

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la Consolidation y luego .007.En lo más profundo de su caja de fuegos

.007 había acariciado la esperanza de que encuanto hubiera terminado su prueba sería con-ducida con cantos y gritos y unida a un trenveloz pintado de verde y chocolate y con pasi-llo de comunicación, a cargo de un maquinistaaudaz y noble que le palmearía la espalda, llo-raría sobre ella y diría que era su corcel árabe.(Los chicos de los talleres en donde él fue cons-truido solían leer historias maravillosas sobre lavida del ferrocarril, y .007 esperaba que las co-sas sucedieran tal como las había oído.) Pero noparecía haber muchos trenes veloces con pasillode comunicación en el estruendoso parqueiluminado con luz eléctrica, y su maquinista selimitó a decir:

-¿Qué tipo de inyector estúpido habrá pues-to esta vez Eustis en esta máquina de pruebas?-puso la palanca con un golpe colérico y gritó-:¿Se supone que he de maniobrar con esta cosa?

El hombre sin cuello se frotó la cabeza y

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contestó que dado el estado presente del Par-que, de la carga y de algunas otras cosas, elmaquinista maniobraría y seguiría maniobran-do hasta que las vacas regresaran a casa. .007empujó cautelosamente, con el corazón puestoen el farol, y tan nerviosa que el ruido metálicode su vientre casi le hace salirse de la vía de unsalto. Los faroles se agitaban o bailaban arriba yabajo, delante y detrás de ella; y a cada ladohabía seis vías en las que se deslizaban haciadelante y atrás, con la colisión de los enganchesy el gemido de los frenos de mano, los coches:más coches que los que .007 hubiera podidosoñar. Había coches de petróleo, coches deheno, coches de ganado llenos de animales ycoches de minerales, coches de patatas con losextremos de las tuberías de la estufa sobresa-liendo por el centro; coches refrigeradores y dealmacenamiento en frío que dejaban caer gotasde agua helada sobre las vías; coches ventiladospara las frutas y la leche; vagones plataformallenos de mercancías para el mercado; vagones

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plataforma cargados de segadoras y agavilla-doras, rojas, verdes y doradas bajo los sonidossilbantes que producían las luces eléctricas;plataformas en las que se amontonaban pielesde fuertes olores, aromáticas planchas de acerodel Canadá o atados de tablillas; plataformasque crujían bajo el peso de treinta toneladas depiezas fundidas, escuadras de hierro y cajas deremaches para algún nuevo puente; y cientos ycientos y cientos de vagones cerrados con elcandado y marcados con tiza. Los hombres,enfadados, se arrastraban entre ellos y bajo losmiles de ruedas; saltaban de una cabina a otracuando se detenía; se sentaban en el botagana-do cuando avanzaba, o en el ténder cuandoregresaba; y regimientos de hombres corríanpor encima de los coches cerrados y a su lado,soltando los frenos, agitando los brazos y gri-tando cosas curiosas.

Avanzó un poco y luego echó hacia atrás,haciendo resonar las ruedas traseras, un cuartode milla; conectó con una máquina de manio-

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bras con una sacudida (las máquinas de ma-niobras de los parques ferroviarios son muyrechonchas y poco cómodas), empujó un RedD, o transporte de mercancías, y sin la menoridea o conocimiento del peso que arrastrabadetrás, arrancó de nuevo. Cuando estaba mo-viendo bastante bien la carga, desenganchabantres o cuatro coches y .007 saltaba hacia delantehasta que la retenían con el freno. Luegoaguardaba unos minutos, observando los faro-les giratorios, ensordecida por el ruido de lascampanas, mareada al ver los coches que pasa-ban deslizándose, con la bomba de frenos ja-deando a cuarenta por minuto, el enganchedelantero puesto hacia un lado sobre el botaga-nado, como la lengua en la boca de un perrofatigado, y toda ella cubierta de polvo de car-bón medio quemado.

-No es tan fácil maniobrar con un ténder di-rectamente detrás -dijo su amiguita de la ro-tonda avanzando con trote presuroso-. ¿Hasvisto alguna vez un cambio de vía móvil? ¿No?

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Entonces mírame.Pony estaba a cargo de una docena de pe-

sadas plataformas. De pronto se soltó de ellascon un agudo «¡Whutt!». Una máquina de ma-niobras se divisó entre las sombras delanteras;se dio la vuelta como un conejo, se puso detrásde la máquina y la larga línea de maderos dedoce pies de altura se asentó con una sacudidaen los brazos de un ferrocarril de tamaño natu-ral que reconoció la recepción con un seco au-llido.

-A mi hombre se le considera como el máslisto del Parque para este truco -dijo dándose lavuelta-. Cuando lo intenta otro me da escalofrí-os. Para eso es para lo que sirve la corta distan-cia entre mis ejes. Si lo intentaras tú, perderíasel ténder.

.007 no tenía ambiciones de ese tipo y así selo expresó.

-¿No? Desde luego no es tu trabajo habitual,¿pero ni siquiera te parece interesante? ¿Hasvisto al capataz del Parque? Bueno, pues es el

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hombre más importante de la tierra, no debesolvidarlo. ¿Que cuándo acabamos? Pues vaya,chica, siempre es así, día y noche... los domin-gos y los otros días de la semana. ¿Ves ese car-guero de treinta coches que avanza cuatro... no,cinco vías más allá? Lleva carga mixta y lo hanenviado aquí para que lo clasifiquen en los tre-nes apropiados. Por eso estamos separando loscoches uno a uno -mientras decía eso, dio unimpulso vigoroso a un coche hacia el oeste, yregresó con un pequeño bufido de sorpresa,pues aquella vagoneta era una vieja amiga: unavagoneta cerrada M. T. K.

-Que me desbasten las ruedas motrices si noes Kate Sin Casa. Vaya, Kate, no se le da la es-palda a los amigos. Por lo menos hay otros cua-renta coches delante de ti. ¿Quién te arrastraahora?

-Me gustaría saberlo -se quejó Kate-. Perte-nezco a Topeka, pero he estado en Cedar Ra-pids; he estado en Winnipeg; he estado enNewport News; he estado de arriba abajo en

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Atlanta y West Point; y también he estado enBuffalo. Posiblemente subiré hasta Haverstraw.Sólo llevo fuera diez meses, pero tengo nostal-gia... me duele la añoranza de mi casa.

-Inténtalo con Chicago, Katie -dijo la loco-motora de maniobras mientras la vieja y des-vencijada vagoneta bajaba dando saltos por lavía, diciendo:

-Me gustaría estar en Kansas cuando florez-can los girasoles.

-El Parque está lleno de Kates Sin Casa y deWillies Vagabundos -le explicó a .007-. Conocí auna vieja plataforma Fitchburg que llevabafuera diecisiete meses; y una de las nuestras semarchó quince meses antes de que la encontrá-ramos. No deshice lo que prepararon nuestroshombres. Sospecho que fue un intercambio. Encualquier caso, he cumplido mi deber. Ella vacamino de Kansas vía Chicago; pero apuesto mipróxima caldera de potencia plena a que la re-tienen allí para esperar a que le convenga alconsignatario y nos la devuelvan con trigo en

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otoño.En ese momento pasó la Consolidation de

Pittsburgh a la cabeza de una docena de coches.-Regreso a casa -dijo con orgullo.-No puedo llevar los doce hasta la plata-

forma. ¡Pártelos por la mitad, Dutchy! -gritóPony. Pero fue a .007 a quien pusieron detrásde los últimos seis coches, y casi pita de sorpre-sa cuando se encontró empujándolos hasta unenorme ferry. Nunca antes había visto el aguaprofunda, y se estremeció cuando la plataformase apartó y dejó sus bogies a seis pulgadas delagua negra y brillante.

Después la llevaron a toda prisa a una esta-ción de mercancías en la que vio al capataz delParque, un hombre pequeño y de rostro blancovestido con camisa, pantalón y zapatillas quemiraba hacia abajo a un mar de vagonetas, unamuchedumbre de chillones hombres con carre-tillas y escuadrones que empujaban hacia atrás,giraban, sudaban y al golpear el suelo hacíansaltar chispas.

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-Están cargando los coches del fletador enlas vagonetas receptoras -dijo la pequeña má-quina con reverencia-. Pero a él no le importa.Él les deja maldecir. ¡Es el zar... el rey... el jefe!Dice «por favor» y los demás se arrodillan yrezan. Allí hay tres o cuatro ramas de vagonesde la carga de hoy de los que habrá que tirarantes de que pueda atenderles. Cuando élmueve su mano así, las cosas suceden.

Una rama de vagones cargados se deslizóvía abajo y otra de vagones vacíos ocupó sulugar. Entraban volando en los coches, como siéstos fueran imanes y ellos virutas de hierro,fardos, cajones, cajas, tinajas, bombonas, capa-zos, balas y paquetes.

-¡Quia! -gritó la pequeña Pony-. ¿No esgrandioso?

Un hombre de rostro morado con una ca-rretilla se abrió camino a empujones hasta elcapataz del Parque y le agitó el puño bajo lanariz. El capataz nunca levantaba la vista de sumanojo de recibos de carga. Encogió ligeramen-

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te el dedo índice y un hombre joven y alto ves-tido con una camisa roja, y que ganduleabadescuidadamente a su lado, golpeó al hombrede la carretilla debajo de la oreja izquierda yéste cayó sobre una bala de heno estremecién-dose y cloqueando.

-Once, siete, noventa y siete, L. Y. S.; catorcecero tres; diecinueve trece; uno cuatro; diecisie-te cero veintiuno M. B.; y el diez hacia el oeste.Todo correcto salvo los dos últimos. Separadlosen la bifurcación. Y con eso todo bien. Tirad deesa rama de vagones.

El capataz del Parque, de ojos azul claro,miró por encima de los gritones carretilleroshacia el agua que estaba más allá, iluminadapor la luna, y tarareó:

Todas las cosas brillantes y her-mosas,

todas la criaturas grandes y pe-queñas,

todas las cosas sabias y maravi-

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llosas,el buen Dios las hizo todas.7

.007 apartó los coches y los entregó al trenregular. En toda su vida se había sentido tandébil.

-Curioso, ¿verdad? -dijo Pony resoplandoen la vía de al lado-. Si tú y yo pasáramos a esehombre por debajo de nuestros parachoques, loconvertiríamos en desechos rojizos y no se sa-bría lo que habíamos hecho; pero ahí arriba,con el vapor silbando en su caldera de esahorrible y tranquila manera...

-Lo sé -contestó .007-. Eso me da la sensa-ción de haber perdido el fuego y enfriarme. Esel hombre más importante de la tierra.

Ahora se encontraban en el extremo nortedel Parque, bajo una torre de cambios, contem-plando las cuatro vías de tráfico principal. LaMixta de Boston iba a llevarse la rama de vago-

7 Todas las... . Himno de C. F. Alexander.

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netas de .007 a una lejana bifurcación septen-trional sobre una indiferente infraestructura devías, y se quejó en voz alta por los barrotes denoventa y seis libras del B. & A.

-Eres joven; eres joven -dijo tosiendo-. No tedas cuenta de tus responsabilidades.

-Sí, se da cuenta -contestó abruptamentePony-; pero no se deja aplastar por ellas -y en-tonces, echando un chorro lateral de vapor,exactamente igual que si estuviera escupiendo,añadió-: allí no arrastra más de quince mil dó-lares de carga, y lo hace como si fueran cienmil... lo mismo que la Mogul. Excúseme, seño-ra, pero ya tiene vía... se ha quedado otra vezen punto muerto, cuando se la había fabricadoespecialmente para que no lo hiciera.

La Mixta se arrastró por las vías sobre unalarga pendiente gruñendo horriblemente concada cambio, y moviéndose como una vaca enuna ventisca de nieve. Se produjo una pequeñapausa en el Parque cuando desaparecieron susluces de cola; las máquinas de maniobra se jun-

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taron y todas parecían estar a la espera.-Ahora te enseñaré algo que merece la pena

-dijo Pony-. Cuando el Purple Emperor no llegaa tiempo, es el momento de corregir la Consti-tution. El primer golpe de doce es...

-¡Boom! -sonó el reloj de la alta torre delParque, y muy lejos .007 escuchó un vibrante«¡Yah! ¡Yah! ¡Yah!». Un faro centelleó en elhorizonte como una estrella, se convirtió en unapotente llamarada y gritó sobre la vibrante víacon la música estruendosa de la canción de ungigante feliz:

Con un michnai - ghignai -shtingal. ¡Yah! ¡Yah! ¡Yah!

A la una, la dos y la tres - ¡Ma-dre! ¡Yah! ¡Yah! ¡Yah!

Se subió sobre el campanario,y asustó a toda la gente,Cantando michnai -ghignai

shtingal. ¡Yah! ¡Yah!

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El último y desafiante «¡Yah! ¡Yah!» fue gri-tado milla y media más allá de la estación depasajeros; pero .007 había captado una imagende la soberbia locomotora rápida de seis ruedasacopladas que era el orgullo y la gloria de lasvías: el Purple Emperor de bordes dorados, elexpreso de los millonarios hacia el sur, echandosemillas por encima del hombro con la facilidadcon la que un hombre quita una viruta de untablón blando. El resto fue una confusión deesmalte castaño, una línea de luz blanca proce-dente de los aparatos eléctricos de los coches, yun parpadeo del pasamanos de níquel plateadode la plataforma trasera.

-¡Ooh! -exclamó .007.-Setenta y cinco millas a la hora en estas

cinco millas. Baños, he oído que tiene, barbería,indicador eléctrico de cotizaciones, biblioteca ylo demás a juego. Sí señor; ¡setenta y cinco porhora! Pero en la rotonda hablará contigo tandemocráticamente como yo lo haría. Y yo...¡maldita sea la distancia entre mis ejes!... Ojalá

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pudiera patear la vía a la mitad de su paso. Esel amo de nuestro grupo. Da brillo a nuestracasa. Algún día te lo presentaré. ¡Merece la pe-na conocerle! Y además no hay muchos quepuedan cantar esa canción.

.007 estaba tan emocionada que no podíaresponder. No escuchaba el sonido furioso delas campanillas del teléfono de la torre de ma-niobras, ni al hombre cuando se inclinó haciafuera y preguntó al maquinista de .007:

-,Tienes vapor?-Suficiente para llegar hasta cien millas

desde aquí, si pudiera hacerlo -contestó el ma-quinista que pertenecía al departamento delargas distancias y odiaba las maniobras.

-Entonces prepárate. El Flying Freight havolcado a cuarenta millas de aquí, destrozandodoscientos cincuenta metros de vía. No, nadieha salido herido, pero están bloqueadas las dosvías. Por suerte el coche grúa de socorro está alfinal del Parque. Los hombres vendrán en unminuto. ¡Date prisa! Ya tienes vía libre.

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-Bien, podría empezar esto con la pequeña -dijo Pony mientras.007 era unida con un fuerteruido a un coche siniestro y mugriento pareci-do a un furgón de cola, pero lleno de herra-mientas; detrás llevaba una plataforma y uncoche grúa-. Algunos tipos son una cosa, yotros son otra; pero tú tienes suerte, chica. Em-pujar un coche de socorro. Pero no te pongasnerviosa. La distancia entre tus ejes te permitirámantenerte en la vía, y no hay curvas dignas demención. ¡Bueno! Comanche me dijo que hayuna sección de vía algo mellada en la que pue-des dar algunos botes. Está a quince millas ymedia, después de la pendiente del cruce deJackson. La reconocerás por un granja con mo-lino de viento y cinco arces en la puerta delpatio. El molino de viento está al oeste de losarces. Y hay un puente de hierro de veinticincometros en medio de esa sección que no tienebarandilla. Te veré más tarde. ¡Buena suerte!

Antes de darse cuenta de lo que había su-cedido, .007 subía por la vía hacia el mundo

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oscuro y mudo. Le acosaron los miedos de lanoche. Se acordaba de todo lo que había oídoacerca de corrimientos de tierras, piedras quese habían deslizado con la lluvia, árboles caí-dos, ganado extraviado y todo lo que habíadicho siempre la Mixta de Boston acerca de laresponsabilidad, y mucho más que salió de supropia cabeza. Con voz muy temblorosa, pitóen su primer paso a nivel (todo un aconteci-miento en la vida de una locomotora), y no leayudó a recuperar los nervios el ver un caballofrenético y a un hombre de rostro blanco enuna calesa a menos de un metro de su hombroderecho. Estaba segura de que se saldría de lavía; sentía que las pestañas de las ruedas sesubían a la vía en cada curva; sabía que en suprimera cuesta se vendría abajo como le habíapasado a Comanche en Newtons. Bajó rápida-mente la pendiente hasta el cruce de Jackson,vio el molino de viento al oeste de los arces,sintió debajo los raíles mal colocados y sudógruesas gotas por toda la caldera. A cada sacu-

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dida creía que se le había roto un eje; y abordóel puente de los veinticinco metros sin barandi-lla como un gato perseguido en la parte dearriba de una valla. Después una hoja húmedase le quedó pegada en el cristal del farol delan-tero arrojando una sombra en la vía, haciéndolepensar que se trataba de algún animalillo al quesentiría blando si pasaba por encima de él; ycualquier cosa blanda bajo los pies asusta tantoa una locomotora como a un elefante. Pero loshombres que llevaba detrás parecían muy tran-quilos. La partida de socorro subía despreocu-padamente desde el furgón de cola hasta elténder, bromeando incluso con el maquinista,pues escuchó un revoloteo de pies entre el car-bón, y el fragmento de una canción algo pare-cido a éste:

Oh, el Empire State habrá deaprender a esperar,

y el Cannon-Ball se quedará col-gado,

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cuando el del oeste ha volcado,y el coche de herramientas ha

sido enganchado,éste es el momento de la Banda

de la Avería (¡taró-ra!)¡El momento de la Banda de la

Avería!8

-¡Vaya! Eustis sabía lo que estaba haciendocuando diseñó este trasto. Es excelente. Y ade-más nuevo.

-¡Sniff! ¡Fin! Es nuevo. No es sólo pintura.Es...

Un dolor ardiente recorrió la rueda motriztrasera derecha de .007: un dolor punzante quele paralizaba.

-Esto es un recalentamiento de caja-se di-jo.007 sin dejar de avanzar-. Ahora sé lo que

8 Banda de la Avería. Una canción de CyWarman (1855- 1914).

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significa. Creo que me voy a despedazar. ¡Y enmi primer trayecto por vía libre!

-Se calienta un poco, ¿no? -se aventuró asugerir el fogonero al maquinista.

-Nos dará todo lo que queremos de ella. Ca-si hemos llegado. Creo que será mejor que losde ahí atrás os vayáis a vuestro coche -añadió elmaquinista con la mano puesta en la palancadel freno-. He visto a muchos hombres salirlanzados...

Los ferroviarios se fueron entre risas. Notenían ningún deseo de caer en la vía. El ma-quinista había dado medio giro a la muñeca y.007 sintió que se paraban sus ruedas motrices.

-¡Ha sucedido! -exclamó .007 lanzando unfuerte grito y deslizándose como un trineo. Porun momento creyó que de un golpe iba a sepa-rarse de la parte inferior.

-Esto debe ser la parada de emergencia dela que bromeando me hablaba Pony -dijo ja-deante en cuanto fue capaz de pensar-. Recalen-tamiento de caja: parada de emergencia. Las

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dos cosas duelen, pero ahora tendré de quéhablar cuando regrese a la rotonda.

Se detuvo, silbando y muy caliente, unoscuantos metros detrás de lo que los doctoresdirían que era un coche compuesto-triturado.Su maquinista se había arrodillado entre lasruedas motrices pero no dijo que .007 fuera su«corcel árabe», ni lloró sobre él, tal como hacíanlos maquinistas de los periódicos. Se limitó ainsultar a .007 y sacó varios metros de desper-dicio de algodón chamuscado de entre los ejes,expresando la esperanza de poder poner lamano algún día encima del idiota que habíametido allí el algodón. Nadie le escuchaba,pues Evans, el maquinista de la Mogul, con unpequeño corte en la cabeza y muy enfadadomostraba a la luz de un farol el cuerpo destro-zado de un delgado y rígido cerdo.

-Ni siquiera era un cochino de tamaño de-cente -dijo-. Sólo un jabato.

-Uno de los animales más peligrosos -dijouno de los ferroviarios-. Se te meten bajo el bo-

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taganado y te hacen dar la vuelta sacándote dela vía, ¿no es así?

-¿No es así? -rugió Evans, que era un galéspelirrojo-. Hablas como si descarrilara por cul-pa de un cochino cada estúpido día de la sema-na. Yo no tengo amistad con todos los malditosjabatos a medio alimentar del Estado de NuevaYork. ¡La verdad es que no! Ha sido éste sólo...¡y mira lo que ha hecho!

No había sido un mal trabajo el del cerditoextraviado. El Flying Freight parecía haber vo-lado en todas las direcciones, pues la Mogul sehabía subido a los raíles y recorrido diagonal-mente unos cientos de metros de derecha a iz-quierda, llevándose con ella tantos coches comoquisieron seguirla. Algunos no lo hicieron.Rompieron los enganches y se quedaron allímientras los coches traseros jugueteaban su-biéndose sobre ellos. Durante el juego habíanlevantado, quitado y retorcido un buen trozode la vía de la izquierda. La propia Mogul sehabía metido en un campo de maíz quedándose

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allí arrodillada: guirnaldas fantásticas de colorverde se retorcían alrededor de su muñones; elbotaganado estaba cubierto por terrones sóli-dos sobre los que se agitaba el maíz como siestuviera borracho; el fuego se había apagadocon tierra (Evans lo hizo en cuanto recuperó elsentido); y el farol delantero roto estaba llenode mariposas nocturnas medio quemadas. Elténder había ido arrojando carbón por encima,y parecía un búfalo de mala reputación quehubiera intentado revolcarse en unos almace-nes. Pues allí había, esparcidos por el paisajetras haber salido despedidos de los coches, má-quinas de escribir, máquinas de coser, bicicletasembaladas, una partida de arneses plateados,guantes y vestidos franceses, una docena derepisas de chimenea finamente moldeadas enmadera dura, una lancha motora de cinco me-tros, con un armazón sólido y metálico de camaaplastado alrededor de la proa, una caja de te-lescopios y microscopios, dos ataúdes, una cajade los mejores dulces, algunos productos lác-

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teos de bordes dorados, mantequilla y huevosen una tortilla, una caja rota de juguetes caros ycientos de lujos más. Un campamento de vaga-bundos llegó corriendo desde ninguna parte yse ofreció voluntario generosamente a ayudar alos ferroviarios. Por eso los guardafrenos cami-naban de arriba abajo por un lado armados conbarras de enganche, y el fogonero y el conduc-tor del mercancías patrullaban por el otro ladocon las manos en los bolsillos. Un hombre delarga barba salió de una casa que estaba al otrolado del maizal y le dijo a Evans que si el acci-dente hubiera sucedido un poco más adelantetodo su maíz se habría quemado y le habríaacusado de negligencia. Después escapó co-rriendo mientras Evans le seguía de cerca gri-tándole:

-¡Fue su cerdo el que lo hizo... su cerdo lohizo! ¡Le mato! ¡Le mato!

En ese momento los ferroviarios de ayudase echaron a reír, y el campesino sacó la cabezapor una ventana afirmando que Evans no era

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un caballero.

Pero .007 estaba muy seria: nunca había vis-to un accidente y tenía miedo. Los ferroviariosseguían riendo, pero al mismo tiempo trabaja-ban; y .007 se olvidó del horror asombrándosede la manera que trataban a la Mogul de carga.Cavaban a su alrededor con azadones, coloca-ban traviesas delante de las ruedas y tornillosniveladores debajo; la rodeaban con la cadenade la grúa y la hacían cosquillas con espeques;a.007 la engancharon a los coches accidentadosy tiró hasta que el nudo se rompía o los cochesse salían limpiamente de la vía. Al amanecerestaban trabajando treinta o cuarenta hombres,sustituyendo y clavando las traviesas, calibran-do y clavando los raíles. Con la luz del día to-dos los coches que podían moverse se los habí-an llevado con otra locomotora; la vía estabalibre para el tráfico; y .007 había tirado de lavieja Mogul sobre un pequeño pavimento detraviesas, centímetro a centímetro, hasta que laspestañas de las ruedas volvieron a colocarse

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sobre el raíl y se asentó con un ruido metálico.Pero tenía el espíritu y los nervios destrozados.

-Ni siquiera fue un marrano -repetía dolo-rosamente-. Fue un jabato; y precisamente tú,tú entre todas las demás, tuviste que ayudarme.

-Pero ¿cómo sucedió? -preguntó .007 hor-migueante de curiosidad.

-¡Suceder! ¡No sucedió! ¡Simplemente pasó!Pasé por encima de él al tomar esa última cur-va... pensé que era una mofeta. Sí, algo tan pe-queño como eso. No tuvo tiempo de chillar másque una vez antes de que sintiera que se levan-taban mis bogies (se metió justo por debajo delbotaganado), y ya no pude volver a coger la víapara salvarme. Había girado totalmente. Enton-ces le sentí colgando, todo cubierto de grasa,debajo de mi primera rueda motriz de la iz-quierda, y... ¡por las calderas! Eso me hizo sal-tar por encima del raíl. Oí que las pestañas delas ruedas zumbaban por encima de las travie-sas, y lo siguiente que supe fue que estaba yointerpretando a «Sally, Sally Waters» en el mai-

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zal, con el ténder tirando carbón a través de micabina, y el viejo Evans tumbado, quieto y san-grando delante de mí. ¿Agitado? No hay apo-yo, perno o remache en mí que no haya saltadoa la gloria.

-¡Humm! -exclamó.007-. ¿Cuánto calculasque pesas?

-Sin toda esta suciedad, cerca de las cien millibras.

-¿Y el jabato?-Ochenta. Desde fuera podrías decir que

cien libras. Vale unos cuatro medios dólares.¿No es terrible? ¿No es suficiente para teneruna postración nerviosa? ¿No es paralizante?Porque acababa yo de tomar esa curva... -y laMogul volvió a contar la historia, pues estabamuy confusa.

-Bueno, eso es algo que está a la orden deldía, imagino -dijo .007 queriendo resultar tran-quilizadora-. Y un... un campo de maíz es unsitio bastante blandito para caer.

-¡Si hubiera estado en un puente a sesenta

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pies de altura, y hubiera podido lanzarme a lasaguas profundas, matando a los dos hombres,como han hecho otras, no me habría importado;pero volcar por un jabato... y que seas tú la queme ayude... y caer en un campo de trigo... y queun viejo paleto vestido con el camisón de dor-mir me maldiga como si yo fuera una vomitivacarreta de caballos...! ¡Ay, es horrible! ¡No mellames Mogul! Soy una maquina de coser. Seburlarán de mi caja de arena en el Parque.

Y.007, con la caja de grasas enfriada y suexperiencia muy ampliada, tiró de la Mogul decarga lentamente hasta conducirla a la rotonda.

-¡Hola, vieja! Has estado fuera toda la no-che, ¿eh? -dijo la irreprimible Pony que acababade salir del servicio-. Pues a decir verdad lopareces. ¡Costosos... perecederos... frágiles...inmediatos: ¡ahí entras tú! Vete a los talleres,que te quiten las hojas de hiedra del cabello, yque te laven con la manguera.

-Déjala tranquila, Pony -dijo .007 severa-mente mientras giraba en la rotonda-, o...

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-No sabía que la vieja granger9 fuera amigatuya, chica. No fue muy cortés contigo la últimavez que la vi.

-Lo sé; pero desde entonces he visto un ac-cidente y me ha asustado tanto que he perdidola pintura. No pienso burlarme de nadie mien-tras suelte vapor: no cuando haya gente nuevaen el negocio deseosa de aprender. Y tampocovoy a burlarme de la vieja Mogul, aunque laencontré cubierta de mazorcas de maíz. Fue unpequeño jabato, no un cochino, tan sólo un ja-bato, Pony: no más grande que un trozo de an-tracita... yo lo vi: fue lo que causó todo el lío.Pero imagino que cualquiera podría haber des-carrilado.

-Ya has descubierto eso, ¿eh? Bueno, es unbuen principio -dijo el Purple Emperor, con sucabina alta, bien cerrada y de cristal plateado, y

9 Granger. Nombre que se daba a las logias de la asocia-ción de campesinos del mismo nombre que influyó mu-cho en la legislación americana de finales del siglo XIX;de ahí la iniciación tipo masónico posterior.

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el cojín de terciopelo verde, que estaba aguar-dando a que le limpiaran para su recorrido deldía siguiente.

-Permítanme que les presente -dijo Pony-.Éste es nuestro Purple Emperor, chica, a quienla última noche admirabas, y hasta diría queenvidiabas. Ésta es una nueva hermana, vene-rado señor, a la que le queda por delante lamayor parte de sus millas de trabajo, pero hastaahora una hermana dispuesta a servir y puedoresponder de ella.

-Encantado de conocerla -dijo Purple Em-peror mirando a su alrededor la rotonda aba-rrotada de locomotoras-. Creo que somos sufi-cientes aquí para una reunión legal. ¡Ejem! Envirtud de la autoridad que se me ha conferidocomo jefe del ferrocarril, aquí declaro y pro-nuncio a la No. .007 como hermana plena yaceptada de la Hermandad Amalgamada deLocomotoras, y como tal con derecho a todoslos privilegios de taller, maniobra, vía, tanque yrotonda en toda mi jurisdicción con el grado de

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Voladora Superior, siendo bien sabido yhabiéndoseme informado de manera creíbleque nuestra hermana ha cubierto cuarenta mi-llas en treinta y nueve minutos y medio en unamisión de piedad con el afligido. En el momen-to conveniente yo mismo le comunicaré la can-ción y la señal de este grado para que pueda serreconocida en la noche más oscura. ¡Ocupe sulugar, hermana recién entrada entre las locomo-toras!

Y ahora, en la noche más oscura, tal comodijo Purple Emperor, si se encuentra en unpuente sobre el parque de carga mirando lasvías de cuatro direcciones, a las 2.30 de la ma-drugada, ni antes ni después, cuando el WhiteMoth, que se encarga de los sobrantes del Pur-ple Emperor, parte hacia el sur con sus sietecoches de color blanco cremoso y pasillos decomunicación entre ellos, escucha, cuando elreloj del Parque da la media hora, un sonidolejano parecido al bajo de un violonchelo, yluego, a cien pies por palabra oye:

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Con un michnai - ghignai shtin-gal. ¡Yah! ¡Yah! ¡Yah!

A la una, la dos y la tres - ¡Ma-dre! ¡Yah! ¡Yah! ¡Yah!

Se subió sobre el campanario,y asustó a toda la gente,cantando michnai - ghignai

shtingal. ¡Yah! ¡Yah!

Es .007 cubriendo sus ciento cincuenta yseis millas en doscientos veintiún minutos.

WILLIAM LA CONQUISTADORA

PARTE I

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He hecho algo más valerosoque todo lo que hicieron los

Dignos;y sin embargo algo más valeroso

se me pide,que es mantenerlo oculto.

The Under-taking 1

-¿Se ha declarado ya oficialmente?-Han llegado hasta el punto de admitir una

extrema escasez local, y dicen los periódicosque han iniciado obras para mitigar el paro enuna o dos regiones.

-Eso significa que lo declararán en cuantopuedan asegurarse los hombres y el materialrodante. No me extrañaría que fuera tan mala

1 Poema de John Donne (1571-1631).

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como la Gran Hambruna 2.-No es posible -contestó Scott volviéndose

un poco desde su silla de caña larga-. Hemostenido cultivos de quince annas 3 en el norte, yBombay y Bengala 4 dicen tener más de lo queson capaces de utilizar. Podrán controlarlo an-tes de que se les escape de la mano. Tan sóloserá algo local.

Martyn cogió el Pioneer5 de la mesa, volvió

2 Gran Hambruna. Hambruna de 1876-8 en Bombay,Madrás y Misore, en la que murieron de hambre cincomillones de personas.

3 Quince annas. Una rupia tenía dieciséis annas, ylos indios utilizaban metafóricamente un anna pararepresentar fracciones, por lo que quince dieciseisa-vos significa que en el norte los cultivos habían sidocasi perfectos.

4 En aquel tiempo India se dividía en cuatro re-giones administrativas: Punjab (el norte), Bombay(oeste), Bengala (este) y Madrás (sur).

5 Pioneer. Periódico en lengua inglesa que se pu-blicaba en Allahabad y en el que Kipling trabajóvarios años.

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a leer una vez más los telegramas y puso lospies en el apoyo de la silla. Era una tarde calu-rosa y oscura, en la que faltaba el aire, y estaballena del aroma de la Mall 6 recién regada. Lasflores de los jardines del Club estaban muertasy ennegrecidas sobre sus tallos, la pequeña la-guna de los lotos era un círculo de barro cocidoy los tamariscos estaban blanquecinos por elpolvo de varios días. Casi todos los hombres sehabían reunido en los jardines públicos, frentea la tribuna de la banda -desde la terraza delClub se podía escuchar a la banda de la policíanativa aporreando viejos valses-, o en el campode polo o en el frontón, donde hacía más calorque en un horno holandés. Media docena demozos de cuadra estaban sentados en cuclillasdelante de los caballos, aguardando el regresode sus amos. De vez en cuando un hombre ca-

6 Mall. Nombre que solía darse en India a la ca-rretera principal que conducía al Club de los británi-cos.

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balgaba a paso lento dentro del cercado delClub, y haraganeaba con indiferencia junto alas cabañas encaladas situadas junto al edificioprincipal. Se suponía que eran las cámaras. Enellas vivían los hombres, encontrándose con losmismos rostros una noche tras otra durante lacena, y prolongando su trabajo de oficina hastala última hora posible para poder escapar deesa triste compañía.

-¿Qué va a hacer? -preguntó Martyn boste-zando-. Vamos a nadar antes de la cena.

-El agua está caliente -contestó Scott-. Estu-ve en el baño hoy.

-Le echo una partida de billar: cincuentaarriba.

-Ahora hay en la sala más de cien personas.Quédese sentado y tranquilo y no sea tan abo-minablemente enérgico.

En el porche apareció un camello gruñóncuyo jinete, condecorado y enfajinado, mano-seaba una bolsa de cuero.

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-Kubber-kargaz... ki... yektraa 7 -dijo el hombrecon un gemido entregando la edición extra delperiódico: una tira de papel impresa por unsolo lado y húmeda todavía de tinta. La clava-ron en un tablero cubierto por un tapete verdeentre las noticias de caballos en venta y fox-terrier perdidos.

Martyn se levantó perezosamente, lo leyó ydejó escapar un silbido:

-¡Se ha declarado! -gritó-. Una, dos, tres...hasta ocho regiones están bajo las operacionesdel Código de Hambre ek dum 8. Han puesto aJimmy Hawkins al frente.

-¡Buen asunto! -exclamó Scott mostrandopor primera vez signos de interés-. En caso deduda, contratan a un punjabí. Trabajé bajo lasórdenes de Jimmy la primera vez y él pertene-cía al Punjab. Tiene más bundobust 9 que la ma-

7 Kubber... . Edición extra de periódico.8 Ek dum. Inmediatamente.9 Bundobust. Capacidad organizativa.

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yoría de los hombres.-Ahora Jimmy es un Caballero del Jubileo10

-dijo Martyn-. Era un buen tipo, a pesar de quees un civil triplemente nacido11 y acudió a laPresidencia Oscurecida12 . Qué nombres tanpoco sagrados tienen estas regiones de Madrás:todos son un gas, o rungas, o pillays o polliums.

Llegó un coche de dos ruedas y entró unhombre secándose la cabeza. Era el editor delúnico diario de la capital de una provincia deveinticinco millones de nativos y unos cientosde blancos, y como su personal se limitaba a símismo y un ayudante, sus horas de trabajo os-

10 Caballero del Jubileo. Los que fueron nombra-dos caballeros en el año del Jubileo Dorado de laReina Victoria (1887).

11 Triplemente nacido. Es decir, era más que lasclases superiores de India, sacerdotes, guerreros yterratenientes, que en virtud de una ceremonia derenacimiento a la que se sometían se decía de ellosque eran doblemente nacidos.

12 Presidencia Oscurecida. Es decir, la de Madrás.

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cilaban entre las diez y las veinte al día.-Oiga, Raines, se suponía que usted lo sabe

todo -le interpeló Martyn deteniéndole-. ¿Quéva a pasar con esta «escasez» de Madrás?

-Nadie lo sabe todavía. Por el teléfono saleun mensaje tan largo como su brazo. He dejadoa mi novato añadiéndole relleno. Madrás haconfesado que no puede arreglárselas sola, yJimmy parece tener mano libre para conseguirtodos los hombres que necesite. Arbuthnot leadvirtió que estuviera preparado.

-¿El Condecorado? ¿Arbuthnot?-El tipo de Peshawur. Sí, y el Pioneer ha te-

legrafiado que Ellis y Clay ya han salido delnoroeste, y se han llevado además media doce-na de hombres de Bombay. Por lo que parece,es pukka hambre.

-Están más cerca del escenario de la acciónque nosotros; pero si se solicita pronto algo delPunjab, habrá más de lo que parece -comentóMartyn.

-Hoy estamos aquí y mañana nos hemos

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ido. No vamos a estar para siempre -dijo Scottdejando una novela de Marryat y poniéndoseen pie-. Martyn, su hermana le está esperando.

Un brioso caballo gris se agitaba al borde dela galería, donde la luz de una lámpara de que-roseno caía sobre un vestido de calicó marrón yun rostro blanco bajo un sombrero gris de fiel-tro.

-De acuerdo, O -dijo Martyn-. Estoy listo.Scott, si no tiene otra cosa que hacer será mejorque venga a cenar con nosotros. William, ¿hayalgo de cena en la casa?

-Iré primero a casa a comprobarlo -fue larespuesta del jinete. Usted puede acompañar-le... a las ocho, recuerden.

Scott se dirigió despaciosamente a su habi-tación y se puso la ropa de noche adecuadapara la estación y el país: lino blanco inmacula-do de la cabeza a los pies, con una ancha faja deseda. La cena en casa de los Martyn representa-ba una evidente mejora con respecto al borrego,la carne de ave dura y retorcida y las entradas

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enlatadas del Club. Pero era una gran pena queMartyn no pudiera permitirse enviar a su her-mana a las Colinas durante la época calurosa.Como superintendente suplente de distrito dela policía, Martyn obtenía la magnífica paga deseiscientas depreciadas rupias de plata al mes,y su pequeño bungalow de cuatro habitacioneslo expresaba bien a las claras. Sobre el suelodesigual se extendían las habituales alfombrasde rayas azules y blancas fabricadas en la cár-cel; los habituales phulkaris 13 de Amritsar ta-chonados de cristales colgando de clavos meti-dos en la escamosa cal de las paredes; la habi-tual media docena de sillas que no armoniza-ban, conseguidas en las ventas de efectos defallecidos; y las habituales tiras de grasa negradonde las correas del ventilador se introducíanen la pared. Era como si todo hubiera sido des-empaquetado la noche anterior para volver ahacer las maletas a la noche siguiente. Ni una

13 Phulkaris. Telas con flores bordadas.

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sola puerta de la casa giraba limpiamente sobrelos goznes. Las pequeñas ventanas, situadas amás de cuatro metros de altura, quedaban os-curecidas por nidos de avispas, y los lagartoscazaban moscas entre las vigas del techo demadera. Pero todo aquello formaba parte de lavida de Scott. Así vivían las personas que tení-an esos ingresos; y en una tierra en donde lapaga, la edad y la posición de cada hombre seimprimían en un libro que todos leían, no me-recía la pena jugar a simular de palabra o dehechos. Scott contaba con ocho años de servicioen el Departamento de Irrigación, y obteníaochocientas rupias al mes con el trato de que siservía fielmente al Estado durante otros veinti-dós años podría retirarse con una pensión deunas cuatrocientas rupias mensuales. Su vidade trabajo, que había transcurrido principal-mente bajo la lona de tiendas de campaña o enabrigos temporales en los que un hombre pu-diera dormir, comer y escribir cartas, estabaunida a la apertura y mantenimiento de canales

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de irrigación, la dirección de dos o tres mil tra-bajadores de todas las castas y credos, y el pagode vastas sumas en plata acuñada. Aquellaprimavera había terminado, no sin merecimien-tos, la última sección del gran Canal Mosuhl, ymuy en contra de su voluntad, pues odiaba eltrabajo de oficina, le habían enviado durantelos meses calurosos a ocuparse de las cuentas ysuministros del Departamento, con la únicamisión de sofocarse en un despacho subterrá-neo de la capital de la provincia14. Eso Martynlo sabía; William, su hermana, lo sabía; y todoel mundo lo sabía.

También sabía Scott, como el resto delmundo, que la señorita Martyn había llegado aIndia cuatro años antes para encargarse de lacasa de su hermano, quien como todos sabíantambién había pedido prestado el dinero parael pasaje de ella, y que ella, como todo el mun-do decía, habría debido casarse hacía mucho

14 Es decir, Lahore.

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tiempo. Pero en lugar de eso, había rechazado amedia docena de subalternos, un civil veinteaños mayor que ella, un comandante y unhombre del Departamento Médico Indio. Tam-bién eso era del conocimiento común. Y tal co-mo se decía, ella «se había quedado allí tresestaciones calurosas» porque su hermano teníadeudas y no podía permitirse los gastos demantenerla ni siquiera en una residencia baratade las Colinas. Por tanto su rostro era blancocomo el hueso, y en el centro de la frente teníauna gran cicatriz plateada del tamaño de unchelín: la señal de una llaga de Delhi que escomo un «dátil de Bagdad». La causa es haberbebido agua en malas condiciones; y se va co-miendo lentamente la carne hasta que está lobastante madura como para quemarse con áci-dos.

No obstante, William había disfrutadoenormemente durante esos cuatro años. Pordos veces había estado a punto de ahogarsemientras vadeaba un río a lomos de caballo; en

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una ocasión había escapado con un camello;había presenciado un ataque nocturno de la-drones al campamento de su hermano; habíavisto administrar justicia con largas varas bajolos árboles; podía hablar urdu e incluso un tos-co punjabí con una fluidez que envidiaban laspersonas de más edad; había abandonado to-talmente la costumbre de escribir a sus tías deInglaterra o recortar las páginas de las revistasinglesas; había pasado por un año muy malo decólera, viendo cosas que no pueden contarse; yhabía redondeado sus experiencias con seissemanas de fiebres tifoideas durante las que lehabían afeitado la cabeza; y esperaba celebrarsu vigésimo tercero cumpleaños ese septiem-bre. Es concebible que sus tías no aprobaran auna joven que no ponía nunca el pie en el suelosi había un caballo cerca; que cabalgaba para ira los bailes con un chal puesto sobre las faldas;que llevaba el cabello corto y rizado por toda lacabeza; que respondía con indiferencia a losnombres de William o Bill; cuyo lenguaje estaba

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repleto de flores vernáculas; que podía actuaren los teatros de aficionados, tocar el banjo,mandar sobre ocho criados y dos caballos, consus cuentas y sus enfermedades, y mirar a loshombres lenta y deliberadamente entre losojos... eso después de que le habían propuestomatrimonio y habían sido rechazados.

-Me gustan los hombres que hacen cosas -ledijo a un caballero del Departamento Educativoque enseñaba a los hijos de los tintoreros y co-merciantes de paños la belleza de la «Excur-sión» de Wordsworth con libros repletos deanotaciones; y cuando éste se puso poético,William le explicó que «no le gustaba demasia-do la poesía, le daba dolor de cabeza», con loque otro corazón destrozado acudió a buscarrefugio en el Club.

Pero ése era el único fallo de William: le en-cantaba oír a los hombres hablar de su propiotrabajo, y ésa es la manera más fatal de poner aun hombre a tus pies.

Scott la conocía desde hacía más o menos

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tres años, solía recibirla, como norma general,bajo la lona de la tienda de campaña cuando sucampamento y el de su hermano coincidíandurante un día al borde del desierto indio.Había bailado con ella varias veces en la granreunión navideña, cuando hasta quinientoshombres blancos se reunían en el puesto mili-tar; y había sentido siempre un gran respetopor su manera de llevar la casa y sus cenas.

Se parecía más que nunca a un muchachocuando después de la cena se sentaba sobre elsofá de campamento de cuero, metiendo un piedebajo del otro, para hacer cigarrillos a su her-mano, con la frente baja fruncida bajo los rizosnegros mientras hacía girar los papeles. Sacabahacia fuera la barbilla redondeada cuando eltabaco estaba ya colocado y con un gesto igualal de un escolar arrojando una piedra, lanzabael cigarrillo terminado a Martyn a través de lahabitación, quien lo cogía con una mano y se-guía charlando con Scott. Siempre de la «tarea»:los canales y la política de canalización; los pe-

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cados de los aldeanos que robaban más agua dela que habían pagado, y el pecado, más grave,de los policías nativos, que estaban en conni-vencia con los ladrones; del trasplante físico delas aldeas a los campos recién irrigados, y de lalucha con el desierto en el sur, cuando los fon-dos provinciales garantizarían la apertura delSistema de Canales Protectores de Luni, acota-do desde hacía mucho tiempo. Scott hablabaabiertamente de su enorme deseo de que lededicaran a una sección particular del trabajo,pues allí conocía la tierra y a los hombres, yMartyn suspiraba por un empleo en las faldasdel Himalaya, hablaba con claridad de sus su-periores y William enrollaba cigarrillos y nodecía nada, pero sonreía gravemente a su her-mano porque éste se sentía feliz.

A las diez llegó a la puerta el caballo deScott y se dio por terminada la noche.

Al otro lado del camino brillaban las lucesde los dos bungalows bajos en los que se im-primía el diario. Era demasiado pronto para

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intentar dormir y Scott fue a ver al editor.Raines, desnudo hasta la cintura como un ma-rinero junto a un cañón, estaba sentado en unasilla larga aguardando los telegramas noctur-nos. Tenía la teoría de que si un hombre noestaba en su puesto de trabajo todo el día y lamayor parte de la noche, podría contraer mala-ria; por eso comía y dormía entre sus archivos.

-¿Podrá hacerlo? -le preguntó con voz desueño-. No pretendía que viniera aquí.

-¿A qué se refiere? He estado cenando encasa de los Martyn.

-Al hambre, desde luego, también se locomuniqué a Martyn. Están cogiendo hombresallí donde pueden encontrarlos. Hace un rato leenvié una nota al Club preguntándole si podríaenviarnos una carta una vez por semana desdeel sur... digamos de entre dos y tres columnas.Desde luego nada sensacionalista, sólo loshechos desnudos acerca de quién está haciendoqué y todo eso. Las tasas habituales: diez rupiaspor columna.

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-Lo siento, pero eso se sale de mi línea -respondió Scott mirando con aire ausente elmapa de India colocado en la pared-. Eso esmuy duro para Martyn... mucho. Me preguntoqué va a hacer con su hermana. Y también mepregunto qué diablos van a hacer conmigo. Notengo experiencia en hambrunas. Es la primeravez que oigo hablar de ello. ¿Me lo han ordena-do?

-Oh, sí. Aquí está el telegrama. Le designana trabajos de ayuda al paro -siguió diciendoRaines-, con una horda de madrasíes muriendocomo moscas. Un boticario nativo y media pin-ta de mixtura para el cólera por cada diez mil.Por el momento les toca estar ociosos. Pareceser que han llamado a cada hombre que no estéhaciendo el trabajo de dos. Evidentemente,Hawkins cree en los punjabíes. Va a ser tanmalo como cualquier cosa que les haya pasadoen los últimos diez años.

-Bueno, no es más que el trabajo de cadadía, pero con peor suerte. Imagino que mañana

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recibiré la orden oficial. Me alegro de habermepasado por aquí. Será mejor que me vaya aempaquetar el equipo. ¿Sabe quién me relevaaquí?

-McEuan -contestó Raines tras revolver unmontón de telegramas-. Viene desde Murree15

-Debía pensar que iba a estar fresquito todoel verano -añadió Scott riendo entre dientes-. Seva a poner muy enfermo con todo esto. Bueno,no es momento de hablar. Buenas noches.

Dos horas más tarde Scott, con una concien-cia clara, se echó a descansar sobre una hamacade cuerdas colocada en una habitación desnu-da. Junto a la puerta estaban apilados dos baú-les de piel de buey, una cantimplora de cuero,una caja de estaño para el hielo y su silla demontar cosida con tela de saco, y bajo la almo-hada tenía el recibo del secretario del Club porla factura del último mes. Las órdenes llegarona la mañana siguiente, acompañadas de un te-

15 Murree. Zona residencial en las colinas del Punjab.

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legrama no oficial de Sir James Hawkins, queno se olvidaba de los hombres buenos, rogán-dole que fuera a toda velocidad a un lugar denombre impronunciable situado a mil quinien-tos kilómetros al sur, pues la hambruna estabagolpeando con fuerza y se necesitaban hombresblancos.

Con el calor del mediodía llegó un jovensonrosado y gordo quejándose un poco del des-tino y las hambrunas que nunca le dejaban pa-sar tres meses en paz. Era el sucesor de Scott:otro diente de rueda de la maquinaria que ocu-paba el puesto de su amigo, cuyos servicios, talcomo decía el anuncio oficial, «se ponían a ladisposición del Gobierno de Madrás para ocu-parse del hambre hasta nuevas órdenes». Scottle entregó los fondos que tenía a su cargo, leenseñó cuál era la esquina más fresca del des-pacho, le advirtió contra el exceso de celo y, alllegar el crepúsculo, se marchó del Club en uncarruaje alquilado con su fiel servidor FaizUllah, y un montón de equipajes desordenados

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arriba, para coger el Southern Mail en la esta-ción de ferrocarril, convertida en un baluartelleno de troneras. El calor de los gruesos murosde ladrillo le golpeó en el rostro como si se tra-tara de una toalla caliente, y pensó que leaguardaban por lo menos cinco noches y cuatrodías de viaje. Faiz Ullah, habituado a los azaresdel servicio, se confundió con la multitud sobreel andén de piedra mientras Scott, llevando enlos dientes un puro negro, aguardó a que lereservaran su compartimento. Una docena depolicías nativos, con sus rifles y mochilas, em-pujaban al grupo de campesinos punjabíes,artesanos sijs y grasientos afredíes escoltandocon toda pompa la funda del uniforme, las can-timploras, la caja del hielo y el colchón enrolla-do de Martyn. Vieron la mano de Faiz Ullah yse dirigieron hacia allí.

-Mi Sahib y tu Sahib -le dijo Faiz Ullah alcriado de Martyn- viajarán juntos. Tú y yo, ohhermano, reservaremos así las plazas de cria-dos cercanas, y por la autoridad de nuestros

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amos nadie se atreverá a molestarnos.Cuando Faiz Ullah informó que todas las

cosas estaban dispuestas, Scott se dejó caer sinchaqueta ni botas sobre la ancha litera de cuero.Bajo el techo de hierro arqueado de la estación,el calor debía andar por los treinta y ocho gra-dos. Martyn entró en el último momento, calu-roso y cubierto de sudor.

-No blasfemes -le dijo Scott perezosamente-.Ya es demasiado tarde para cambiar de com-partimento, y además así compartiremos elhielo.

-¿Qué estás haciendo aquí? -preguntó el po-licía.

-Alquilado al Gobierno de Madrás, lo mis-mo que tú. ¡Por Júpiter, esta noche tendremosjuerga! ¿Te traes a alguno de tus hombres?

-Una docena. Supongo que tendré que su-pervisar la distribución de ayudas. No sabíaque también tú hubieras recibido la orden.

-Me enteré después de dejarte anoche.Raines fue el primero en tener la noticia, pero la

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orden oficial llegó esta mañana. McEuan merelevó a las cuatro y partí enseguida. No meextrañaría que fuera algo bueno, esta hambru-na, si conseguimos salir vivos.

-Jimmy debió ponernos a trabajar juntos -dijo Martyn, y luego, tras una pausa, añadió-:mi hermana está aquí.

-Una buena idea -dijo Scott animadamente-.Vamos a pasar por Umballa, y subir hasta Sim-la. ¿Con quién se quedará allí?

-No, si ése es el problema. Va a venir con-migo.

Scott se incorporó y se quedó rígido bajo lalámpara de aceite mientras el tren se sacudía alpasar por la estación de Tarn-Taran.

-¿Cómo? ¿Quieres decir que no puedespermitirte...? -Oh, habría arañado el dinero dealguna manera.

-Para empezar podrías haber acudido a mí -le dijo Scott rígidamente-. No somos lo que sedice unos desconocidos.

-Bueno, no te pongas tan estirado por esto.

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Podría haberlo hecho, pero... no conoces a mihermana. Me he pasado el día entero explicán-doselo, exhortándola, rogándoselo, ordenándo-selo y todo eso, he llegado a perder los nerviosdesde esta mañana y no he dejado de insistir,pero no quiere ni oír hablar de un compromiso.Una mujer tiene derecho a viajar con su espososi lo desea, y dice William que es el derechoque le corresponde a ella. Ya sabes, hemos es-tado juntos toda nuestra vida, más o menos,desde que murieron los míos. No es como si setratara de una hermana ordinaria.

-Todas las hermanas que conozco se habrí-an quedado donde estuvieran cómodas.

-Es tan lista como un hombre, maldita sea -siguió diciendo Martyn-. Me rompió el bunga-low en la cabeza mientras yo le hablaba. Dispu-so completamente subchiz16 en tres horas: cria-dos, caballos y todo lo demás. No recibí mi or-den hasta las nueve.

16 Subchiz. Todo.

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-A Jimmy Hawkins no le va a gustar -dijoScott-. Una región con hambruna no es sitiopara una mujer.

-La señora Jim... quiero decir Lady Jim estáen el campamento con él. En cualquier casodice que cuidará de mi hermana. William latelegrafió por su cuenta, pidiéndole permisopara ir, y golpeó el suelo bajo mis pies enseñán-dome la respuesta.

-Si es capaz de hacer tal cosa puede cuidarde sí misma, y la señora Jim impedirá que co-meta cualquier error -dijo Scott riendo en vozalta-. No hay muchas mujeres, sean hermanas oesposas, que puedan entrar en un territorio conhambruna con los ojos abiertos. No es como sino supiera lo que significan estas cosa. Vivió elcólera de Jaloo el año pasado.

El tren se detuvo en Amritsar y Scott acudióal compartimiento de las damas, situado inme-diatamente detrás de su coche. William, conuna gorra de montar de tela sobre sus rizos, lesaludó afablemente con un movimiento de la

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cabeza.-Entre y tome un té -dijo ella-. Lo mejor del

mundo para la congestión por calor.-¿Es que tengo el aspecto de ir a sufrir una

congestión por calor? -Nunca se sabe -contestóWilliam prudentemente-. Siempre es mejorestar preparado.

Había dispuesto sus pertenencias con la ex-periencia de un veterano campista. Una botellade agua cubierta de fieltro colgaba de una delas ventanas cerradas, al aire; un juego de té deporcelana rusa, metido en una cesta acolchada,estaba dispuesto sobre el asiento; y más arriba,sobre la madera, había sujetado con una abra-zadera una lámpara de alcohol de viaje.

William le sirvió el té caliente generosamen-te, en tazas grandes, el té que impide que lasvenas del cuello se hinchen inoportunamentedurante una noche calurosa. Era característicode la joven que, una vez dispuesto su plan deacción, no exigiera ningún comentario al res-pecto. La vida con hombres que tenían mucho

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trabajo que hacer, y muy poco tiempo parahacerlo, le había enseñado la sabiduría de apar-tarse y borrarse. Ni con palabras ni con hechossugería que fuera útil, consoladora o hermosaen sus viajes, sino que seguía con su trabajoserenamente: volvió a poner las tazas en la ces-ta, sin hacer ruido, al terminar el té, y lió ciga-rrillos para sus invitados.

-Anoche no esperábamos... bueno, que pa-sara esto, ¿no les parece? -dijo Scott.

-He aprendido a esperar cualquier cosa -contestó William-. Ya sabe, en nuestro trabajovivimos al otro extremo de un telégrafo; pero,desde luego, esto sería bueno para todos noso-tros, por lo que respecta al Departamento... sisobrevivimos.

-Nos deja fuera de juego en nuestra Provin-cia -contestó Scott con igual gravedad-. Espera-ba que me enviaran a las Obras de Protecciónde Luni con el tiempo frío; pero no se sabecuánto tiempo nos retendrá esta hambruna.

-Imagino que no más allá de octubre -

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añadió Martyn-. Para entonces habrá termina-do, de una manera o de otra.

-Y casi llevamos una semana de esto -intervino William-. ¿No estaremos cubiertos depolvo cuando termine?

Durante una noche y un día conocieron losalrededores; y durante una noche y un día re-corrieron el borde del gran desierto indio enuna línea estrecha, recordaron los días deaprendizaje en que habían llegado por ese ca-mino desde Bombay. Entonces las lenguas enlas que estaban escritos los nombres de las esta-ciones habían sido cambiadas, y se lanzaronhacia el sur, a una tierra extraña en donde hastalos mismos olores era nuevos. Delante de elloshabía muchos trenes de cereales, largos y biencargados, y pudieron sentir desde lejos la manode Jimmy Hawkins. Aguardaron en vías muer-tas improvisadas, bloqueados por una proce-sión de vagonetas vacías que regresaban al nor-te, y les acoplaron a lentos trenes que parecíanarrastrarse y se detenían a medianoche sólo

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Dios sabría dónde; pero hacía un calor terrible;y ellos caminaban de aquí para allá entre sacosy perros que aullaban.

Llegaron entonces a una India que les resul-taba más extraña a ellos que a un inglés que nohubiera viajado -la India plana y roja de laspalmas, las palmiras y el arroz, la India de loslibros de dibujos, del Little Henry and His Bearer17-, todo muerto y seco bajo el calor abrasador.Habían abandonado el incesante tráfico de pa-sajeros del norte y el oeste, que había quedadomuy atrás. Aquí la gente se arrastraba hasta loslados del tren, llevando a los pequeños en losbrazos; entonces dejaban atrás una vagonetacargada y hombres y mujeres se amontonabanalrededor y por encima como hormigas ante lamiel derramada. En una ocasión, durante elcrepúsculo, vieron sobre una llanura polvorien-ta un regimiento de hombrecillos oscuros, cada

17 Little.... Obra de Mary Martha Sherwood(1775-1851), publicada en 1832.

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uno de los cuales llevaba un cuerpo a los hom-bros, y cuando el tren se detuvo para dejar allíotra vagoneta vieron que la carga no eran ca-dáveres, sino gentes sin comida recogidas juntoa sus bueyes muertos por un cuerpo de tropasirregulares. Ahora se encontraban con máshombres blancos, aquí uno y allí dos, cuyastiendas habían sido puestas cerca de la línea delferrocarril, y que habían llegado armados conpoderes escritos y palabras coléricas para que-darse con una vagoneta. Estaban demasiadoatareados para hacer otra cosa que asentir aScott y Martyn, y miraban con curiosidad aWilliam, quien no podía hacer otra cosa quepreparar el té y observar cómo sus hombres seapartaban de la avalancha de gimientes esque-letos andantes, bajándolos del tren en gruposde a tres, separando con sus propias manos lasvagonetas designadas o aceptando recibos delos hombres blancos, fatigados y con los ojoshundidos, los cuales hablaban un argot distintoal suyo.

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Se quedaron sin hielo, sin agua de soda ysin té, pues llevaban seis días y siete noches enla carretera y les parecía que estaban allí variasveces siete años.

Al fin durante un amanecer seco y caluroso,en una tierra de muerte iluminada por las luceslargas y rojizas de los vagones del ferrocarril,donde estaban quemando a los muertos, llega-ron a su destino y se encontraron con JimHawkins, el jefe de la hambruna, sin afeitar, sinlavar, pero alegre y haciéndose cargo totalmen-te de los asuntos.

Allí mismo ordenó que Martyn viviría enlos trenes hasta nueva orden; tenía que regresarcon las vagonetas vacías, llenarlas de gentehambrienta donde la encontrara, y dejarla en elcampamento de la ayuda situado al borde delos Ocho Distritos. Cogería suministros y regre-saría, y sus policías defenderían las vagonetascargadas de cereales, recogerían también a gen-te y la dejarían en un campamento situado acien millas al sur. Scott, y Hawkins se sentía

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muy contento de ver de nuevo a Scott, en esemismo momento se haría cargo de un convoyde carretas de bueyes y se dirigiría al sur, en-tregando alimentos en su camino hacia otrocampamento de ayuda, alejado del ferrocarril,donde dejaría a sus hambrientos, que no falta-rían en el camino, y esperaría órdenes junto altelégrafo. En general, en todos los asuntos pe-queños Scott haría aquello que mejor le parecie-ra.

William se mordió el labio inferior. Nohabía nadie en el ancho mundo como su her-mano, pero las órdenes de Martyn no le dabanpoder discrecional. Salió cubierta de polvo dela cabeza a los pies y con una arruga en formade herradura en la frente que había dejado allílo mucho que había pensado durante la semanaanterior, pero tan dueña de sí misma comosiempre. La señora Jim -que debería haber sidoLady Jim, aunque nadie se acordaba de llamar-la correctamente-, se hizo cargo de ella con ungritito de sorpresa.

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-Ay, estoy tan contenta de que se encuentreaquí -dijo casi sollozando-. No debería estar,desde luego, pero está; no hay otra mujer aquíy podemos ayudarnos la una a la otra, ya sabe;tenemos a todos esos desgraciados, y a los ni-ños pequeños que están vendiendo.

-He visto algunos -dijo William.-¿No le parece terrible? Yo he comprado

veinte; están en nuestro campamento. ¿Pero noquerrá comer algo primero? Aquí tenemos amás de diez personas para encargarse de eso, yademás tengo un caballo para usted. ¡Ay, estoytan contenta de que haya venido! Usted estambién una punjabí, y ya sabe lo que eso signi-fica.

-Cálmate, Lizzie -le dijo Hawkins por enci-ma del hombro-. Cuidaremos de usted, señoritaMartyn. Siento no poder invitarle al desayuno,Martyn. Tendrá que comer en el camino. Deje ados de sus hombres para que ayuden a Scott.Estos pobres diablos no resisten las carretas decarga. Saunders -dijo dirigiéndose al conductor

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que estaba medio dormido en la cabina-, regre-se y llévese a estos hambrientos. Tendrá «víalibre» hasta Anundrapillay; al norte le daránórdenes. Scott, cargue las carretas de esa vago-neta BPP y salga lo antes que pueda. El euroa-siático de la camisa rosa es su intérprete y guía.Encontrará una especie de boticario atado alyugo de la segunda vagoneta. Ha estado inten-tando largarse, así que tendrá que vigilarle.Lizzie, lleva a la señorita Martyn al campamen-to y diles que me envíen aquí el caballo rojo.

Scott, con Faiz Ullah y dos policías, estabatrabajando ya en las carretas, llevándolas hastael tren y abriendo los lados tranquilamente,mientras los otros las cargaban con bolsas demijo y trigo. Hawkins le estuvo contemplandomientras llenaba la primera carreta.

-Es un buen hombre-dijo-. Si todo va bien,le haré trabajar duramente. Ésa era la idea quetenía Jim Hawkins del máximo cumplido queun ser humano le podía hacer a otro.

Una hora más tarde Scott estaba en camino;

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el boticario le amenazaba con penas legales porhacer que él, miembro del Departamento Médi-co Subordinado, hubiera sido obligado a ir encontra de su voluntad y todas las leyes que ri-gen la libertad del súbdito; el euroasiático decamisa rosa rogaba le diera permiso para ir aver a su madre, que estaba muriéndose a unoscinco kilómetros de distancia:

-Sólo muy, muy pequeño permiso de au-sencia y enseguida regresar, señor...

Los dos policías, armados de barrotes, ce-rraban la retaguardia, y Faiz Ullah, con el des-precio típico de un mahometano hacia todos loshindúes y extranjeros marcado en cada línea desu rostro, les explicaba a los conductores queaunque Sahib Scott era un hombre al que habíaque temer, él, Faiz Ullah, era la verdadera auto-ridad.

La procesión pasó chirriando junto al cam-pamento de Hawkins: tres tiendas descoloridasbajo un grupo de árboles muertos; tras ellasestaba el cobertizo de ayuda donde unos seres

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indefensos agitaban los brazos alrededor de lascazuelas.

-Ojalá el cielo hubiera dejado a William fue-ra de esto -dijo Scott para sí mismo tras echarun vistazo-. Con toda seguridad tendremos elcólera en cuanto lleguen las lluvias.

Pero William parecía haberse dedicado vo-luntariosamente a las operaciones del código dela hambruna, que cuando ésta se declara estánpor encima del funcionamiento de la ley ordi-naria.

Scott la vio en el centro de una turba de mu-jeres llorosas, con la ropa de cabalgar de calicóy un sombrero de fieltro gris azulado rodeadopor una cinta de muselina dorada.

-Necesito cincuenta rupias, por favor. Olvi-dé pedírselas a Jack antes de irse. ¿Puede pres-tármelas? Es para comprar leche condensadapara los bebés.

Scott sacó el dinero de su cinto y se lo en-tregó sin una palabra, después dijo:

-Por favor, cúidese.

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-Oh, estaré muy bien. Conseguiremos lechede aquí a dos días. A propósito, tenía que decir-le que según las órdenes debe llevarse uno delos caballos de Sir Jim. Hay aquí un cabulí grisque pensé sería justo de su estilo, por lo quediría que debería llevarlo. ¿Le parece bien?

-Es una gran amabilidad por su parte. Aun-que me temo que ninguno de nosotros pode-mos hablar ahora mucho de estilo.

Scott llevaba puesto el uniforme de caza dedril manchado por el tiempo, muy blanco en lascosturas y algo desgastado en los puños. Wi-lliam le contempló pensativamente, desde elsalacot hasta sus botas tobilleras engrasadas:

-Creo que tiene muy buen aspecto. ¿Estáseguro de llevar todo lo que necesita: quinina,clorodina18, etcétera?

-Así lo creo -contestó Scott tocándose tres ocuatro bolsillos del uniforme mientras le traían

18 Clorodina. Nombre comercial de un narcóticoy analgésico de la época.

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el caballo, se montaba en él y empezó a cabal-gar junto al convoy.

-Adiós -gritó.-Adiós y buena suerte -contestó William-.

Le quedo muy agradecida por el dinero.Se dio la vuelta sobre los talones y desapa-

reció en la tienda, mientras las carretas pasabanjunto a los cobertizos del hambre, después jun-to a las líneas rugientes de los grandes fuegos yentraban en las recalentadas tierras de Gehennadel sur.

PARTE II

Desaparezcamos sin hacer ruido,no nos conmuevan las lágrimas

torrenciales ni las tempestades de suspiros;sería una profanación de nuestra

alegríacomunicarles a los profanos

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nuestro amor.

nadespe-di-da19

Era un trabajo terrible aunque viajaba denoche y acampaba de día; pero dentro de loslímites de su visión no había ningún hombre aquien Scott pudiera llamar su superior. Era tanlibre con Jimmy Hawkins; en realidad más li-bre, pues el Gobierno tenía bien atado al Jefe dela Hambruna a un cable telegráfico, y si Jimmyse hubiera tomado seriamente los telegramas,la tasa de mortalidad de esa hambruna hubierasido todavía superior.

19 Una despedida. Poema de John Donne.

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Tras llevar varios días avanzando lenta-mente Scott aprendió algo acerca del tamaño dela India a la que servía, y eso le asombró. Yasabemos que sus carros iban cargados de trigo,mijo y cebada, buenos cereales que sólo necesi-taban ser molidos un poco. Pero las gentes a lasque les llevaba esos alimentos vitales eran co-medoras de arroz. Sabían cómo descascarillar elarroz en sus morteros, pero no sabían nada delos molinillos de mano de piedra pesada pro-cedentes del norte, y todavía menos de aquelloque el hombre blanco transportaba tan laborio-samente. Clamaban pidiendo arroz -arroz des-cascarillado, al que estaban habituados-, ycuando descubrían que no había rompían allorar al lado de la carreta. ¿De qué servían esosgranos duros y extraños que obstruían la gar-ganta? Morirían. Muchos de ellos se mantuvie-ron firmes. Otros aceptaron su ración y cambia-ron mijo suficiente para alimentar a un hombredurante una semana por unos cuantos puñadosde arroz podrido que había ahorrado alguno

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menos desafortunado. Algunos cogieron suración y la colocaron en los morteros de arroz,la machacaron y formaron una pasta con aguasucia; pero éstos fueron los menos. Scott sabíavagamente que muchas personas del sur de laIndia comían arroz como regla general, pero élhabía servido en una provincia cerealista y ra-ras veces había visto el arroz en la hoja o la es-piga; y todavía menos habría creído que en.tiempo de necesidad mortal los hombres mori-rían a la distancia de un brazo de la abundanciaantes que tocar un alimento que desconocían.En vano interpretaron los intérpretes, en vanolos dos policías mostraron con vigorosas pan-tomimas lo que debería hacerse. Los hambrien-tos se arrastraban regresando a sus cortezas yhierbas, sus larvas, hojas y arcilla, y dejaban sintocar los sacos abiertos. Pero a veces las muje-res ponían a los fantasmas de sus hijos a lospies de Scott y se quedaban mirando hacia atrásmientras se alejaban tambaleándose.

Faiz Ullah opinaba que era la voluntad de

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Dios que aquellos extranjeros murieran, y portanto sólo restaba dar órdenes para quemar alos muertos. Sin embargo no había razón paraque el Sahib careciera de consuelo y Faiz Ullah,con experiencia en campañas, había recogidounas cuantas cabras delgadas añadiéndolas a laprocesión. Para que pudieran dar leche para eldesayuno, las alimentaba con el buen granoque aquellos imbéciles rechazaban.

-Así es -dijo-. Si al Sahib le parece correcto,podríamos dar un poco de leche a algunos delos bebés.

Pero como el Sahib sabía bien, los bebéseran baratos, y por su parte Faiz Ullah sosteníaque no había ninguna orden del Gobierno conrespecto a los bebés. Scott habló enérgicamentecon Faiz Ullah y los dos policías y les ordenóque capturaran cabras allí donde pudieran en-contrarlas. Eso lo hicieron placenteramente,pues era una especie de recreo, y trajeron a mu-chas cabras sin dueño. Una vez alimentados,los pobres animales seguían de buen grado las

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carretas, y tras varios días con buenos alimen-tos, alimentos por cuya ausencia morían loshombres, se pusieron a dar leche de nuevo.

-No soy un pastor de cabras -dijo FaizUllah-. Eso va en contra de mi izzat [honor].

-Cuando crucemos otra vez el río Biashablaremos del izzat -contestó Scott-. Hasta esedía, tú y los policías barreréis el campamento sidoy la orden.

-Así se hará entonces si el Sahib así lo quie-re -contestó gruñendo Faiz Ullah, y despuésenseñó cómo había que ordeñar una cabra, conScott a su lado.

-Ahora les alimentaremos -dijo Scott-. Lesdaremos de comer tres veces al día -añadióagachándose junto a la cabra que estaban orde-ñando hasta sufrir un terrible calambre.

Cuando se tiene que mantener la conexiónentre la madre inquieta de los críos y un bebéque está a punto de morir, el sufrimiento esenorme. Pero alimentaron a los bebés. Por lamañana, al mediodía y por la tarde, Scott los

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sacaba solemnemente uno a uno de su nido debolsas de arpillera hecho bajo los toldos de lascarretas. Había siempre muchos que no podíanhacer otra cosa que respirar, y les dejaban caerla leche gota a gota en sus bocas sin dientes,con las debidas pausas cuando se ahogaban.También todas las mañanas daban de comer alas cabras; y como avanzaban tambaleándosesin un jefe, y como los nativos eran mercena-rios, Scott se vio obligado a dejar de cabalgar ycaminar lentamente a la cabeza del ganado,acomodando su paso al de la debilidad de éste.Todo aquello era absurdo y así lo sentía pro-fundamente Scott, pero al menos estaba sal-vando vidas, y cuando las mujeres veían quesus hijos no morían aceptaban comer un pocode esos alimentos extraños y se arrastrabandetrás de las carretas bendiciendo al dueño delas cabras.

-Da a las mujeres algo para vivir y se aferra-rán a eso de algún modo -dijo Scott para símismo estornudando por el polvo de cien pe-

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queños pies-. Pero esto hace pedazos el trucode la leche condensada de William. Creo quejamás lo olvidaré.

Llegó con gran lentitud a su destino, encon-tró el barco de arroz procedente de Birmania yalmacenes de arroz a su disposición; encontrótambién a un inglés con exceso de trabajo acargo de los almacenes, y tras cargar las carre-tas regresó por el mismo camino que le habíallevado hasta allí. Dejó algunos de los niños y lamitad de las cabras en el cobertizo de ayuda.Esto no se lo agradeció el inglés, que ya teníamás bebés perdidos de los que podía tratar. Laespalda de Scott se había vuelto lo bastanteflexible como para agacharse y siguió con susadministraciones al lado del camino además dedistribuir el arroz. Se le sumaron más bebés ymás cabras; pero ahora algunos de los bebésllevaban harapos y cuentas alrededor de susmuñecas o cuellos.

-Eso significa que la madre espera la con-tingencia final de recuperarlo -dijo el intérprete,

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pues Scott no lo sabía.

-Cuanto antes mejor -contestó Scott; pero almismo tiempo observaba con el orgullo de unpropietario que este o aquel pequeño ramas-wamy estaba ganando peso como un gallito. Encuanto las carretas de arroz quedaron vacías sedirigió al campamento de Hawkins por tren,procurando llegar a la hora de la cena, pueshacía mucho tiempo que no comía bien vestido.No había deseado hacer una entrada espectacu-lar, pero un accidente de la puesta de sol así loquiso, ya que cuando se quitó el salacot paradejar pasar la brisa de la tarde la luz baja cayósobre su frente y no pudo ver lo que tenía de-lante. Alguien que aguardaba a la puerta de latienda contempló con ojos nuevos a un hombrejoven, hermoso como Paris, un dios con un halode polvo dorado, que caminaba lentamente a lacabeza de sus ganados, mientras a la altura desus rodillas corrían pequeños cupidos desnu-dos. Pero se echó a reír: William, con una blusade color pizarra, rió hasta no poder más, hasta

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que Scott, poniendo la mejor cara que pudodado el caso, detuvo sus ejércitos y le rogó queadmirara el jardín de infancia. Era una vistaindecorosa, pero el decoro había quedado va-rias épocas atrás, con el té de la estación deAmritsar, dos mil quinientos kilómetros más alnorte.

-Vienen en el momento adecuado -dijo Wi-lliam-. Aquí sólo nos quedan veinticinco, pueslas mujeres empiezan a llevárselos. -¿Está acargo de los niños?

-Sí... la señora Jim y yo. Pero no habíamospensado en las cabras. Lo hemos estado inten-tando con leche condensada y agua. -¿Muchasbajas?

-Más de las que me atrevo a pensar -contestó William con un estremecimiento-. ¿Yusted?

Scott no dijo nada. Había presenciado mu-chos enterramientos a lo largo del camino...muchas madres que habían llorado cuando novolvían a encontrar a los hijos que habían con-

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fiado al cuidado del Gobierno.En ese momento apareció Hawkins con una

navaja de afeitar que Scott miró con deseo, puesllevaba una barba que no le gustaba. Cuando sesentaron a cenar bajo la tienda contó su historiaen pocas palabras, como si se tratara de un in-forme oficial. La señora Jim respiraba ruidosa-mente de vez en cuando y Jim bajaba la cabezajuiciosamente; pero los ojos grises de Williamestaban fijos en el rostro recién afeitado y era aella a quien Scott parecía hablar.

-¡Bien por la Provincia Pobre!20 -exclamóWilliam apoyando la barbilla en la mano yechándose hacia adelante entre las copas devino. Tenía las mejillas hundidas y la cicatriz dela frente sobresalía más que nunca, pero su cue-llo bien hecho se elevaba firme como una co-lumna desde los volantes de la blusa, que era eltraje de noche aceptado en el campamento.

-A veces me sentía terriblemente absurdo -

20 Provincia Pobre. Un apodo del Punjab.

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siguió diciendo Scott-. Como comprenderán nosabía mucho de ordeñar ni de bebés. Si estahistoria llega a conocerse en el norte me corta-rán la cabeza.

-Déjelos -intervino William altivamente-.Todos hemos hecho trabajos de coolies desdeque hemos llegado. Sé que Jack también lo hahecho -esto último iba dirigido a Hawkins, y elhombre importante sonrió con amabilidad.

-Su hermano es un oficial muy eficiente,William -dijo él-. Y le he hecho el honor de tra-tarle como se merece. Recuerde que yo escribolos informes confidenciales.

-Entonces debes decir que William vale supeso en oro -intervino la señora Jim-. No sé loque habríamos hecho sin ella. Lo ha sido todopara nosotros.

Puso su mano sobre la de William, endure-cida por el excesivo manejo de las riendas, yWilliam se la palmeó suavemente. Jim sonrió algrupo: las cosas iban bien en su mundo. Tres desus hombres más incompetentes habían muer-

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to, y sus puestos habían sido ocupados por losmejores. Cada día que pasaba estaban más cer-ca las lluvias. Habían acabado con el hambre encinco de los ocho distritos, y después de todo latasa de mortalidad no había sido excesivamenteelevada... considerando la situación. Observócuidadosamente a Scott, como un ogro miraríaa un hombre, y se regocijó de su fuerte condi-ción.

«Es la parte más pequeña que se ha metidoen este mundo, pero sin embargo puede hacerel trabajo de dos hombres», pensó Jim. Se diocuenta entonces de que la señora Jim le estabaenviando un telegrama que, de acuerdo con elcódigo de la casa, transmitía el siguiente men-saje: «Un caso claro. ¡Míralos!»

Miró y escuchó. Lo único que decía Williamera: «¿Qué se puede esperar de un país en elque a un catecú de atún le llaman un bhistee [unporteador de agua] », y lo único que respondíaScott era: «Estaría encantadísimo de regresar alClub. ¿Querrá reservarme un baile en la fiesta

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de Navidad?»-Hay muchísimo desde aquí hasta Lawren-

ce Hall -dijo Jim-. Será mejor que se acuestepronto, Scott. Mañana tocan carretas de arroz;empezará a cargar a las cinco.

-¿No vas a dar al señor Scott un día de des-canso?

-Ojalá pudiera, Lizzie. Me temo que no va aser posible. Mientras pueda mantenerse en pie,deberemos servirnos de él.

-Bueno, al menos he tenido una tarde euro-pea... ¡por Júpiter, casi lo olvido! ¿Qué puedohacer con mis niños?

-Déjelos aquí -respondió William-. Nosotrosnos hacemos cargo de eso... y de tantas cabrascomo pueda dejar. Ahora tendré que aprendera ordeñar.

-Si no le importa levantarse pronto mañana,yo le enseñaré. Como verá, tengo que ordeñar;y dicho sea de paso, la mitad de los chicos lle-van cuentas y cosas alrededor del cuello. Debe-rá tener cuidado para no quitárselas, por si aca-

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so vuelven sus madres.-Se olvida que ya he tenido alguna expe-

riencia aquí.-Espero por Dios que no se agote -la voz de

Scott sonó indefensa.-Yo me cuidaré de ella -contestó la señora

Jim telegrafiando mensajes de cien palabras altiempo que se llevaba a William, y mientras Jimdaba a Scott las órdenes para la campaña si-guiente. Era ya muy tarde, casi las nueve.

-Jim, eres un bruto -le dijo su esposa aquellanoche; y el Jefe del Hambre rió entre dientes.

-Ni lo más mínimo, querida. Me acuerdoque el primer asentamiento de Jandiala lo hicepor una joven vestida con crinolina; y qué es-belta era, Lizzie. Nunca he vuelto a hacer untrabajo tan bueno. Él va a trabajar como un de-monio.

-Pero podías haberle dado un día.-¿Y dejar que las cosas lleguen ahora a su

punto decisivo? No, querida: éste es su momen-to más feliz.

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-Creo que ninguno de ellos sabe lo que lesestá sucediendo. ¿No es hermoso? ¿No es en-cantador?

-¡Levantarse a las tres para aprender a or-deñar... bendita sea! Dioses, ¿por qué tendre-mos que envejecer y engordar?

-Ella es un encanto. Ha hecho más trabajobajo mis órdenes...

-¡Bajo tus órdenes! Al día siguiente de llegarella se hacía cargo de todo y tú eras su subordi-nada, y así te has quedado desde entonces. Temaneja casi tan bien como tú me manejas a mí.

-No lo hace, y por eso la adoro. Es tan dire-cta como un hombre... como su hermano.

-Su hermano es más débil que ella. Siempreestá viniendo a mí solicitando órdenes; pero eshonesto, y un glotón para el trabajo. Confiesoque me he encariñado bastante con William, ysi tuviera yo una hija...

La conversación terminó allí. Muy lejos, enel Derajat había una tumba infantil desde haciamás de veinte años, y ni Jim ni su esposa habí-

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an vuelto a hablar de ello.-De todas maneras, tú eres la responsable -

añadió Jim tras un momento de silencio.-¡Que Dios les bendiga! -contestó la señora

Jim somnolienta.Antes de que las estrellas palidecieran,

Scott, que dormía en una carreta vacía, desper-tó y se puso a hacer su trabajo en silencio; a esahora parecía poco probable que se levantaranFaiz Ullah y el intérprete. Como tenía la cabezacerca del suelo, no oyó a William hasta que éstaestuvo junto a él vestida con el viejo y suciotraje de montar, los ojos pesados todavía por elsueño, con una taza de té y una tostada en lasmanos. En el suelo había un bebé agitándosesobre una manta, y un niño de seis años mirópor encima del hombro de Scott.

-Ay, tunante, ¿cómo diablos esperas obte-ner tu ración si no te estás quieto?

Una mano blanca y fría sujetó al niño, queenseguida empezó a ahogarse cuando la lecheentró en su boca.

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-Buenos días -dijo el ordeñador-. No tieneni idea de cómo pueden moverse estos mucha-chitos.

-Oh, sí, la tengo -contestó ella con un susu-rro, pues el mundo estaba dormido-. Pero yoles doy de comer con una cuchara o un trapo.Los suyos están más gordos que los míos... ¿yha estado haciendo esto un día tras otro, dosveces por día? -la voz casi se perdía.

-Sí; era absurdo. Ahora pruebe usted -dijodejándole sitio a la joven-. ¡Mire! Una cabra noes una vaca.

La cabra protestó contra la aficionada y seprodujo una refriega en la que Scott cogió albebé. Luego hubo que repetirlo todo, y Williamse echó a reír amable y alegremente. Sin em-bargo logró dar de comer a dos bebés, y des-pués a un tercero.

-¿No le parece que los pequeños bribones lohacen bien? -dijo Scott-. Yo les entrené.

Estaban muy atareados e interesados cuan-do de pronto se había hecho de día y antes de

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que se dieran cuenta el campamento había des-pertado mientras estaban arrodillados entrecabras, sorprendidos por el amanecer, y sonro-jados hasta las sienes. Todo el mundo que lesrodeaba, que salía de la oscuridad, podía haberoído y visto lo que había pasado entre ellos.

-Ah -dijo William vacilante sosteniendo enalto el té y la tostada-. Había hecho esto parausted. Ahora está frío como una piedra. Penséque no se habría preparado nada tan pronto.Pero es mejor que no lo beba. Está... frío comouna piedra.

-Qué amable ha sido. Está perfecto. Real-mente ha sido muy buena. Dejaré mis chicos ycabras con usted y la señora Jim; y desde luegocualquiera del campamento podrá enseñarle aordeñar.

-Desde luego -contestó William; y fue po-niéndose más y más sonrosada, y sintiéndosecada vez más impresionada, mientras caminóde regreso a su tienda, abanicándose vigorosa-mente con el plato.

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Se escucharon agudas lamentaciones en to-do el campamento cuando los niños mayoresvieron que su amo de cría se iba sin ellos. FaizUllah se enderezó para bromear con los policí-as, y Scott se puso morado de vergüenza por-que Hawkins, que estaba ya montado en susilla, rió estruendosamente.

Un niño se escapó del cuidado de la señoraJim, y corriendo como un conejo se aferró a labota de Scott, mientras William le perseguíacon largas zancadas.

-¡No iré... no iré! -gritaba el niño entrela-zando sus pies alrededor del tobillo de Scott-.Aquí me matarán. No les conozco.

-Te digo que no te va a hacer ningún daño -le dijo Scott en tamil entrecortado-. Vete conella y te dará de comer.

-¡Ven! -dijo William jadeando, lanzandouna mirada de ira a Scott, quien estaba de pieindefenso, y por así decirlo paralizado.

-Vuelva -le dijo rápidamente Scott a Wi-lliam-. En un minuto le enviaré al muchachito.

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El tono de autoridad produjo su efecto, pe-ro de una manera que Scott no había previsto.El muchacho se soltó y dijo con gravedad:

-No sabía que la mujer era tuya. Iré -y en-tonces gritó a sus compañeros, una turba deniños de tres, cuatro y cinco años que aguarda-ban el éxito de su aventura antes de escapar-:volved y comed, es la mujer de nuestro hom-bre. Ella obedecerá sus órdenes.

Jim se vino abajo donde estaba sentado;Faiz Ullah y los dos policías sonrieron; y a loscarreteros se les vino encima una lluvia de ór-denes de Scott.

-Esto es lo que acostumbran a hacer losSahib cuando se dice la verdad en su presencia-comentó Faiz Ullah-. Va a llegar el momentoen el que deba buscar nuevo servicio. Las espo-sas jóvenes, sobre todo las que hablan nuestralengua y tienen conocimiento de las costumbresde la policía, causan grandes problemas a losmayordomos honestos en las cuentas semana-les.

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William no dijo lo que pensaba de todoaquello, pero cuando diez días más tarde suhermano llegó al campamento para recibir ór-denes, y se enteró de lo que había hecho Scott,dijo echándose a reír:

-Bueno, eso lo arregla todo. Será Bakri Scotthasta el final de sus días -(Bakri, en la lenguavernácula del norte, significa cabra)-. ¡Vayajuerga! Habría dado la paga de un mes por ver-le alimentar a los niños del hambre. Yo di decomer a algunos conjee [agua de arroz], pero esoera fácil.

-Es absolutamente desagradable -respondiósu hermana con los ojos ardientes-. Un hombrehace algo como... como eso... y lo que piensande ello los demás hombres es ponerle un apodoabsurdo, y luego os echáis a reír y pensáis quees divertido.

-Ah -añadió la señora Jim con simpatía.-Bueno, tú no puedes hablar, William. La

última estación fría bautizaste a la pequeñaseñorita Demby con el apodo de «Codornici-

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lla»; sabes que lo hiciste. India es la tierra de losapodos.

-Eso es distinto -contestó William-, era sólouna jovencita, y no había hecho otra cosa quecaminar como una codorniz, y lo sigue haciendo.Pero no es justo burlarse de un hombre.

-A Scott no le importa -dijo Martyn-. No esposible provocar al viejo Scotty. Lo he intenta-do desde hace ocho años, y tú sólo le conocesdesde hace tres. ¿Qué aspecto tiene?

-Muy bueno -dijo William, y se marchó conlas mejillas encendidas-. ¡Bakri Scott, pues vaya!-entonces se rió para sí misma, pues conocía elpaís en el que estaba sirviendo. Pero aun asíserá Bakri -y lo repitió para sí misma varias ve-ces lentamente, susurrándolo hasta que le re-sultó agradable.

Cuando Martyn regresó en el ferrocarril acumplir sus deberes, extendió el apodo a lolargo y a lo ancho entre sus compañeros, por loque recibieron con él a Scott cuando dirigió suscarros de arroz hacia la guerra. Los nativos

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creían que era algún título honorífico inglés, ylos conductores de carretas lo utilizaban contoda simplicidad hasta que Faiz Ullah, al queno le gustaban los nombres de broma, les rom-pía la cabeza. Ahora había muy poco tiempopara ordeñar, salvo en los campamentos gran-des a los que Jim había hecho llegar la idea deScott, y alimentaban grandes rebaños con losinútiles cereales del norte. Había llegado a losOcho Distritos arroz suficiente como para man-tener a salvo a la gente, en caso de que se dis-tribuyera con rapidez; y para eso nadie mejorque el importante oficial del Canal, que nuncaperdía los nervios, jamás daba una orden inne-cesaria y en la vida cuestionaba una orden reci-bida. Scott seguía adelante conservando su ga-nado, lavándoles diariamente a los bueyes lasrozaduras del cuello para no perder tiempo enel camino; se presentaba con su arroz hasta enlos más pequeños cobertizos de ayuda al ham-bre, descargaba y regresaba rápidamente conforzadas marchas nocturnas hasta el siguiente

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centro de distribución, encontrando el invaria-ble telegrama de Hawkins: «Vuelva a hacerlo».Y lo hizo una y otra vez, y otra vez más, mien-tras Jim Hawkins, a ochenta kilómetros de dis-tancia, marcaba en un enorme mapa las huellasde sus ruedas que iban dejando una red sobrelas tierras afectadas. Otros lo hicieron bien -Hawkins informó al final que todos lo habíanhecho bien-, pero Scott fue el mejor, pues lleva-ba consigo sus buenas rupias y pagó de su bol-sillo la reparación de las carretas allí donde seestropeaban, así como todo tipo de extras noconsiderados, confiando en recuperar el dineromás tarde. Teóricamente el Gobierno pagaríacada herradura y cada eje, cada mano emplea-da en la carga; pero los vales del Gobierno sepagan lentamente y los funcionarios inteligen-tes y eficaces escriben largas cartas rechazandogastos no autorizados de ocho annas. Aquélque desee que su trabajo sea un éxito deberáutilizar su propia cuenta bancaria o cualquierotra cosa.

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-Ya te dije que trabajaría -le comentó Jimmya su esposa al cabo de seis semanas-. Duranteun año ha estado él solo a cargo de un par demiles de hombres al norte, en el Canal Mosuhl,dando menos problemas que el joven Martyncon sus diez guardias; y estoy moralmente se-guro -aunque el Gobierno no reconoce las obli-gaciones morales- de que se ha gastado la mi-tad de la paga en engrasar sus ruedas. ¡Fíjate enesto, Lizzie, en sólo una semana de trabajo!Setenta kilómetros en dos días con doce carre-tas: una parada de dos días para construir uncobertizo de ayuda al hambre para el jovenRogers (¡el idiota de Rogers debería haberloconstruido él mismo!) Después otros setentapara el regreso, cargar seis carretas en el cami-no y distribuirlo todo el domingo. Luego por lanoche me entrega un informe semi-oficial deveinte páginas diciendo que el pueblo en el queestá podría ser «ventajosamente empleado entrabajos de ayuda al paro», y sugiere ponerlos atrabajar en un antiguo embalse roto que ha des-

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cubierto, para tener un buen suministro deagua cuando lleguen las lluvias. Cree que pue-de calafatear la presa en quince días. Fíjate enestos esbozos del margen... ¿no son claros ybuenos? ¡Sabía que era pukka, pero no que lofuera tanto!

-Debo enseñárselos a William -dijo la seño-ra Jim-. La niña se está agotando entre los be-bés.

-No más que tú, querida. Bueno, en dos me-ses más habremos salido del bosque. Siento notener capacidad para recomendarte para un VC21.

Aquella noche William estuvo sentada has-ta muy tarde en su tienda, leyendo página traspágina de la caligrafía cuadrada, acariciandolos dibujos de las reparaciones propuestas en lapresa, y frunciendo el ceño sobre las columnasde cifras del suministro de agua calculado.

21 VC. Cruz Victoria.

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-Y encuentra tiempo para hacer todo esto -decía para sí misma-. Y... bueno, también yoestaba presente. He salvado a uno o dos niños.

Soñó por vigésima vez con el dios del polvodorado y despertó recuperada para dar de co-mer a niños negros muy sucios, docenas deellos, golfillos recogidos al lado del camino conlos huesos traspasándoles casi la piel con unaspecto terrible y cubiertos de llagas.

A Scott no se le permitió abandonar el tra-bajo con las carretas, pero su carta llegó debi-damente al Gobierno y tuvo el consuelo, noraro en la India, de saber que otro hombre esta-ba cosechando lo que él había sembrado. Tam-bién eso era una disciplina provechosa para elalma.

-Es demasiado bueno para desperdiciarloen los canales -dijo Jimmy-. Cualquiera sirvepara vigilar a los coolies. No te enfades, Wi-lliam: él podría hacerlo... pero necesito mi perlaentre los conductores de bueyes, y lo he trasla-dado a la región de Khanda, donde tendrá que

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volver a hacerlo todo de nuevo. Posiblementese dirija hacia allí ahora.

-No es un cooli -dijo William furiosamente-.Debería estar haciendo su trabajo reglamenta-rio.

-Es el mejor hombre de su servicio, y eso esdecir mucho; pero si a ti te gusta utilizar navajaspara cortar piedras de amolar, yo prefiero losmejores cuchillos.

-¿No es ya hora de que volvamos a verle? -preguntó la señora Jim-. Estoy convencida deque el pobre chico no ha tomado una comidarespetable desde hace un mes. Probablementese sienta en una carreta y come sardinas con losdedos.

-Todo a su debido tiempo, querida. El deberantes que el decoro... ¿no fue el señor Chucksquien dijo eso?

-No; fue Midshipman Easy22 -contestó Wi-

22 Mr Chucks ... Midshipman Easy. Mr Chucks esun personaje de Peter Simple (1834), y Midshipman

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lliam echándose a reír-. A veces me preguntocómo me sentiré cuando vuelva a bailar o escu-char una banda, o esté sentada bajo un techo.No puedo creer que haya llevado un vestido debaile en mi vida.

-Un momento -le interrumpió la señora Jim,que estaba pensativa-. Si se dirige a Khandapasará a ocho kilómetros de donde estamos.Evidentemente se acercará por aquí.

-Oh, no, no lo hará -dijo William.-¿Cómo lo sabes, querida?-Le quitaría tiempo de su trabajo. No podrá

hacerlo.-Lo hará -añadió la señora Jim guiñando un

ojo.

Easy un personaje de la novela del mismo nombre(1836), ambas del Capitán Marryat. Al principio delrelato encontramos a Scott leyendo también unanovela de Marryat, novelista británico (1792-1848),de gran experiencia marinera y gran admiración porT. Smollett, que le inspiraron sus novelas de aventu-ras. Su fama fue eclipsada por la de R. L. Stevenson.

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-Eso depende de él mismo. No hay absolu-tamente razón alguna por la que no puedahacerlo si lo considera adecuado -añadió Jim.

-No le parecerá adecuado -dijo William sinpena ni emoción-. No sería él si lo hiciera.

-Ciertamente en tiempos como éstos unoaprende a conocer a las personas bastante bien -añadió Jim secamente; pero el rostro de Wi-lliam estaba tan sereno como siempre y, tal co-mo había profetizado, Scott no se presentó.

Por fin llegaron las lluvias, tardías pero po-derosas; y la tierra seca y acuchillada se convir-tió en barro rojizo, y los criados mataron ser-pientes en el campamento, en el que todos serefugiaron durante quince días... todos salvo

Hawkins, que salía con el caballo a chapo-tear en el agua, disfrutando con ello. Ahora elGobierno había decretado que se distribuyeranentre la gente semillas de cereales y adelantosde dinero para la compra de nuevos bueyes; loshombres blancos tuvieron un trabajo doble coneste nuevo deber, mientras William saltaba de

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ladrillo en ladrillo sobre el barro, y administra-ba a los niños medicinas calientes con las queles frotaba los pequeños y redondos estómagos.Entretanto, las cabras lecheras prosperabansobre la hierba. No se recibió ni una sola pala-bra de Scott, en la región de Khanda, hacia elsudeste, salvo los informes telegráficos regula-res que enviaba a Hawkins. Los toscos caminosrurales habían desaparecido; sus conductorescasi se habían amotinado; uno de los policíasque le había prestado Martyn había muerto decólera; y Scott tomaba treinta granos de quininaal día para combatir la fiebre que se producecuando uno trabaja mucho bajo la lluvia; perono consideraba necesario incluir estas cosas enel informe. Como de costumbre trabajaba desdeuna base de suministros situada en el ferroca-rril, cubriendo un círculo de veinticinco kilóme-tros de radio, y como no era posible llevar car-gas completas, llevaba cuartos de carga, y enconsecuencia tenía que esforzarse cuatro vecesmás, pues no quería correr el riesgo de que se

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produjera una epidemia que habría llegado aconvertirse en incontrolable al reunir a los al-deanos a miles en las cabañas de ayuda. Eramás barato utilizar los bueyes del Gobierno,hacerles trabajar hasta la muerte y dejarlos a loscuervos en los lodazales de los lados del cami-no.

En esos momentos era cuando se notabanlos ocho años de vida limpia y condición fuerte,aunque la cabeza de un hombre resonara comouna campana hecha con madera de quino, aun-que la tierra se moviera bajo sus pies cuandoestaba levantado y bajo la cama cuando dor-mía. Si Hawkins había considerado apropiadoconvertirle en conductor de bueyes, pensabaque eso era totalmente asunto de Hawkins.Habría hombres en el norte que sabrían lo queél había hecho; hombres con treinta años deservicio en su propio departamento que diríanque eso no estaba «mal del todo»; y por encima,inconmensurablemente por encima de todos loshombres de todas las graduaciones, estaba Wi-

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lliam en lo más reñido del combate, quien loaprobaría porque entendía. Había entrenado sumente para ceñirse a la rutina mecánica del día,aunque su voz le sonara extraña en los oídos, yal escribir sus manos estaban grandes comoalmohadas o pequeñas como guisantes al finalde las muñecas. Esa firmeza condujo su cuerpoa la oficina del telégrafo de la estación de ferro-carril y dictó un telegrama a Hawkins diciendoque la región de Khanda estaba ahora a salvo,según su juicio, y «esperaba nuevas órdenes».

Al funcionario de telégrafos de Madrás nole pareció bien que un hombre grande y dema-crado se desmayara y cayera sobre él, pero notanto por el peso sino por los insultos y golpesque le dedicó Faiz Ullah cuando encontró elcuerpo enrollado bajo un banco. Entonces FaizUllah consiguió mantas, edredones y coberto-res, de donde él supo encontrarlos, y se agachóbajo ellos al lado de su amo, le ató los brazoscon las cuerdas de una tienda, le llenó de unahorrible cocción de hierbas, encomendó a los

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policías que le impidieran escapar del intolera-ble calor de las mantas y cerró la puerta de laoficina de telégrafos para mantener alejados alos curiosos durante dos noches y un día; ycuando un tren ligero bajó por la vía, y Haw-kins entró dando una patada en la puerta, Scottle saludó débilmente, pero con una voz natural,y Faiz Ullah retrocedió y se hizo acreedor detodos los merecimientos.

-Durante dos noches, por la divinidad, es-tuvo paga, 23, -dijo Faiz Ullah-. Mire mi nariz, ycontemple el ojo del policía. Nos golpeó con lasmanos atadas; pero nos sentamos sobre él, porla divinidad, y aunque sus palabras eran tez 24,

le hicimos sudar. ¡Por la divinidad, nunca nadiesudó tanto! Ahora está más débil que un niño;pero la fiebre ha desaparecido de él, por la gra-cia de Dios. Sólo queda mi nariz y el ojo delpolicía. Sahib, ¿he de pedir mi licenciamiento

23 Pagal. Loco.24 Tez. Fuerte, caliente, ardiente.

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porque mi Sahib me ha golpeado?Faiz Ullah, tras decir aquello, puso cuida-

dosamente su larga y delgada mano sobre elpecho de Scott, para convencerse de que la fie-bre había desaparecido, antes de salir a abrirsopas de lata y desanimar a los que se rieran desu nariz hinchada.

-La región está bien -susurró Scott-. Esto noha influido para nada. ¿Recibió mi telegrama?Estaré bien en una semana. No puedo entendercómo ha sucedido. Estaré bien en unos días.

-Se viene al campamento con nosotros -dijoHawkins.

-Pero mire aquí... pero...-Todo ha terminado salvo los gritos. Ya no

necesitamos a los punjabíes. Por mi honor queno los necesitaremos. Martyn regresa en unassemanas; Arbuthnot ya regresó; Ellis y Clayestán dando los últimos toques a una nueva víade alimentación que construye el Gobierno co-mo trabajos de ayuda al paro. Morten ha muer-to... pero era un hombre de Bengala; no debía

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conocerle. Le doy mi palabra de que usted yWill -la señorita Martyn- parecen haber pasadopor esto tan bien como cualquiera.

-Ah, ¿cómo está ella? -su voz subía y bajabaal hablar.

-Cuando la dejé estaba en gran forma. Lasmisiones católicas romanas están adoptando alos niños que no han sido solicitados para con-vertirlos en pequeños sacerdotes; la misión deBasil se está quedando con algunos, y las ma-dres se llevan el resto. Debería haber oído au-llar a los pequeños bribones cuando les aparta-ban de William. Ella se encuentra un poco can-sada, pero así estamos todos. ¿Cuándo cree quepodrá moverse?

-No puedo ir al campamento en este estado.No iré -contestó de mal humor.

-Bueno, está usted digno de ver, pero por loque pude deducir allí me parece que se alegra-rán de verle en cualquier condición. Yo me en-cargaré de su trabajo aquí, si le parece bien, unpar de días, y así podrá rehacerse mientras Faiz

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Ullah le alimenta.Scott podía caminar, aunque mareado,

cuando terminó la inspección de Hawkins, y sesonrojó cuando Jim dijo que su trabajo en laregión «no había sido del todo malo», y ademásañadió que había considerado a Scott su manoderecha durante todo el período de hambre, yconsideraba su deber decirlo así oficialmente.

Regresaron por tanto al antiguo campamen-to por ferrocarril; pero no había multitudes a sulado, los fuegos alargados de las zanjas se habí-an apagado, y los cobertizos de ayuda al ham-bre estaban casi vacíos.

-¡Ya ve! -exclamó Jim-. No nos queda mu-cho por hacer. Será mejor que monte a caballo yvaya a ver a mi esposa. Le han preparado unatienda. La cena es a las siete. Nos veremos.

Cabalgando a paso lento, con Faiz Ullahjunto al estribo, Scott llegó adonde estaba Wi-lliam vestida con el traje de montar de calicómarrón, sentada en la puerta de la tienda queservía de comedor, con las manos en el regazo,

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tan blanca como la ceniza, delgada y fatigada,sin brillo en el pelo. No existía ninguna señoraJim en el horizonte y lo único que pudo decirWilliam fue:

-¡Válgame Dios, qué aspecto tan fatigado!-He tenido un poco de fiebre. Tampoco us-

ted parece encontrarse muy bien.-Oh, estoy bastante en forma. Hemos aca-

bado con el hambre. Imagino que lo sabrá.Scott asintió.-Todos habremos regresado en unas sema-

nas, así me lo dijo Hawkins. -La señora Jim diceque antes de Navidad. ¿No le alegra regresar?Ya puedo oler el humo de la leña -comentó Wi-lliam olfateando-. Llegaremos a tiempo paratodas las tareas navideñas. Supongo que ni si-quiera el Gobierno del Punjab es tan rastrerocomo para no transferir a Jack hasta Año Nue-vo.

-Parece que hace cientos de años... de lo delPunjab y todo eso... ¿no le parece? ¿Se alegra dehaber venido?

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-Ahora que todo ha terminado, sí. Aquí hasido terrible. Ya sabe que teníamos que que-darnos sentadas sin hacer nada, y Sir Jim estabafuera tanto tiempo.

-¡Sin hacer nada! ¿Cómo le fue ordeñandolas cabras?

-Conseguí hacerlo de algún modo... des-pués de que usted me enseñara. Una agitaciónapenas audible detuvo la conversación. Perotodavía no era la señora Jim.

-Eso me recuerda que le debo cincuenta ru-pias de la leche condensada. Pensé que quizáshabría venido aquí cuando le transfirieron a laregión de Khanda, y que habría podido pagarleentonces; pero no lo hizo.

-Pasé a ocho kilómetros del campamento.Estaba en mitad de una marcha, como com-prenderá, y las carretas se rompían cada pocosminutos; no pude conseguir llegar hasta lasdiez de aquella noche. Pero deseaba muchovenir aquí. Usted sabe que lo deseaba, ¿no esasí?

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-Yo... creo... que yo... lo deseaba -dijo Wi-lliam mirándole directamente a los ojos. Ya noestaba blanca.

-¿Lo entendió?-¿El que no viniera? Por supuesto que lo en-

tendí. -¿Por qué?-Porque no podía hacerlo, por supuesto.

Eso ya lo sabía. -¿Le importó?-Si hubiera venido... pero sabía que no lo

haría... pero si hubiera venido, me habría impor-tado mucho. Ya sabe usted que sí.

-¡Gracias a Dios que no lo hice! ¡Ay, perocómo lo deseaba! No podía permitirme venircon el caballo por delante de las carretas por-que tenía que vigilarlas mientras avanzabanlentamente, ¿comprende?

-Sabía que no lo haría -afirmó William contono alegre-. Aquí están sus cincuenta.

Scott se adelantó y besó la mano que soste-nía los billetes sucios. Ella le palmeó torpe perotiernamente en la cabeza.

-Y usted también lo sabía, ¿no? -preguntó

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William con una voz nueva.-No, por mi honor que no. Tuve la... desfa-

chatez de esperar algo así, salvo... ¿me equivo-co si digo que estaba usted montando a caballopor el campo el día que pasé cerca de aquí ca-mino de Khanda?

William asintió y sonrió a la manera de unángel sorprendido en una buena acción.

-Entonces fue sólo un punto lo que vi consu traje en...

-El bosque de palmeras al sur del camino decarretas. Vi su casco cuando subió desde el nu-llah 25 que había junto al templo... sólo lo sufi-ciente para estar segura de que se encontrababien. ¿Le importa?

Esta vez Scott no le besó la mano, pues es-taban en la oscuridad de la tienda cenador, ycomo a William le temblaban las rodillas, tuvoque sentarse en la silla más cercana, donde llo-ró mucho tiempo, felizmente, con la cabeza

25 Nullah. Curso de agua, barranco, lecho de río.

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apoyada en los brazos. Y cuando Scott imaginóque sería bueno consolarla, ella no necesitabaconsuelo alguno, y corrió hasta su propia tien-da; entonces Scott salió al mundo y le sonriómucho tiempo, como un idiota. Cuando FaizUllah le trajo una bebida, a Scott le fue necesa-rio cogerla con las dos manos para que el buenwhisky y la soda no se derramaran al suelo.Hay fiebres, y hay fiebres.

Pero fue peor, mucho peor, en la cena, conla conversación y las miradas tensas que se evi-taban hasta que se retiraron los criados, y peortodavía cuando la señora Jim, que había estadoa punto de llorar desde la cena, besó a Scott y aWilliam y bebieron una botella entera dechampán, caliente porque no había hielo, yScott y William se sentaron fuera de la tiendabajo la luz de las estrellas hasta que la señoraJim les hizo entrar por miedo a que cogieranmás fiebre.

A propósito de estas cosas, y de algunasotras, William dijo:

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-Estar comprometida es abominable, por-que una no tiene posición oficial, ¿entiende?Debemos dar gracias de tener muchas cosasque hacer.

-¡Cosas que hacer! -exclamó Jim cuando lecontaron eso-. Ya no se puede sacar nada buenode ninguno de ellos. Scott no es capaz de traba-jar ni cinco horas al día. La mitad del tiempoestá en las nubes.

-Ay, pero es tan hermoso mirarles, Jimmy.Cuando se vayan se me romperá el corazón.¿No puedes hacer nada por él?

-He dado al Gobierno la impresión -al me-nos espero haberla dado- de que él dirigió per-sonalmente la lucha contra el hambre. Pero loúnico que quiere es conseguir las obras del Ca-nal de Luni, y William es igual que él. ¿No leshas oído hablar de presas, esclusas y aguas dedescarga? Imagino que es su estilo de hacersecarantoñas.

-Ah, eso es en los intervalos -respondió laseñora Jim sonriendo tiernamente-. Benditos

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sean.Y así el amor recorrió el campamento sin

contratiempos a plena luz del día mientras loshombres recogían las piezas y se las llevaban delas Ocho Regiones del hambre.

La mañana trajo el frío penetrante del di-ciembre en el norte, las capas de humo de leña,el azul gris polvoriento de los tamariscos, lasbóvedas de las tumbas en ruinas y el olor de lasllanuras blancas septentrionales mientras eltren correo corría sobre el Puente de Sutlej, demás de kilómetro y medio de longitud. Wi-lliam, envuelta en una poshteen -una chaquetade piel de oveja bordada con seda y adornadacon astracán- miraba hacia el exterior con ojoshúmedos y las ventanas de la nariz gozosamen-te dilatadas. Había desaparecido el sur de laspagodas y los palmerales, el pobladísimo surhindú. Allí estaba la tierra que ella conocía yamaba, y ante ella se abría la buena vida queentendía entre gentes de su casta y mentalidad.

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Recogían gente en casi todas las estaciones:hombres y mujeres que iban a pasar la semanade Navidad con raquetas, los bultos de los pa-los de polo, los queridos y gastados bates decriquet, fox-terriers y sillas de montar. Casitodos llevaban chaquetas como la de William,pues con el frío del norte se puede jugar tanpoco como con su calor. Y William estaba entreellos y era una de ellos, con las manos metidasen los bolsillos, y el cuello subido para cubrirselas orejas, pateando el suelo de la plataformapara calentarse mientras caminaba arriba y aba-jo, visitándoles de un compartimento a otro, ytodo el mundo congratulándose de ello. Scottestaba con los solteros en el otro extremo deltren, donde se burlaban de él sin piedad por laalimentación de los niños y las cabras ordeña-das; pero de vez en cuando iba hasta la ventani-lla de William y murmuraba:

-Todo va bien, ¿verdad?-La verdad es que muy bien -respondía Wi-

lliam con suspiros de puro placer.

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Resultaba agradable escuchar los nombresgrandes y abiertos de las ciudades. Umballa,Ludhiana, Phillour, Jullundur sonaban en susoídos como las próximas campanadas de laboda, y William se sentía profunda y verdade-ramente apenada por todos los extranjeros y lasgentes de fuera: los visitantes, los turistas, y losque acababan de llegar para servir en el país.

Fue un regreso glorioso, y cuando los solte-ros dieron el baile de Navidad, William fue,podríamos decir que no oficialmente, la invita-da principal y de honor entre los organizado-res, que sabían arreglar las cosas muy agrada-blemente para sus amigos. Ella y Scott bailaronjuntos casi todas las piezas, y el resto del tiem-po se sentaron en la amplia y oscura galeríadesde la que se dominaba el soberbio suelo deteca, donde brillaban los uniformes, resonabanlas espuelas y los vestidos nuevos y los cuatro-cientos bailarines daban vueltas y vueltas hastaque las banderas colgadas de las columnas ale-teaban y se agitaban por el torbellino que for-

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maban los danzantes.Hacia la medianoche media docena de

hombres a quienes no les importaba el bailevinieron desde el Club para interpretar villan-cicos, y antes de que nadie supiera lo que habíasucedido -pues era una sorpresa que habíanpreparado los organizadores--, la banda dejó detocar y unas voces ocultas empezaron a cantarel «Buen Rey Wenceslao», y William, desde lagalería, silbó y llevó el compás con los pies:

Fíjate bien en mis huellas, pajemío,

síguelas audazmente.¡Descubrirás que la furia del in-

viernono congela tan fríamente tu san-

gre!

-¡Oh, espero que canten otra! ¿No resultahermoso saliendo así de la

oscuridad? Mira... fíjate allí. ¡Allí está la se-

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ñora Gregory frotándose los ojos!-Es como en casa -dijo Scott-. Me acuerdo...-¡Calla! ¡Escucha!... querido.Y el canto empezó de nuevo:

Cuando los pastores observabande noche los ganados...

-¡Ay! Exclamó William acercándose más aScott.

Todos sentados en el suelo,descendió el Ángel del Señor,y en los alrededores brilló la gloria.«No temáis» dijo él (pues grandes temoreshabían ocupado sus mentes turbadas);«grandes alegrías os traigoa vosotros y a toda la humanidad».Esta vez fue William la que se secó los ojos.

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UN DELEGADO AMBULANTE

De acuerdo con la costumbre imperante enVermont, la tarde del domingo es el momentode la sal en la granja, y a menos que haya suce-dido algo muy importante nos ocupamos deello personalmente. Dave y Pete, los bueyesrojos, son atendidos primero; se quedan en elprado cercano preparados para el trabajo dellunes. Luego vienen las vacas y Pan, el ternero,que debería haberse convertido en carne hacetiempo pero sobrevivió por sus maneras; y fi-nalmente los caballos, esparcidos por los seten-ta acres de Back Pasture.

Hay que bajar al riachuelo que alimenta elagua burbujeante y sonora de la acequia; subirpor entre los matorrales de azúcar donde lavegetación de los arces jóvenes te rodea como sifuera un mar sin profundidad; después hay queseguir la débil línea de un antiguo camino rural

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que pasa entre dos oquedades verdes bordea-das de rosales silvestres, que señalan los sóta-nos de dos casas derruidas; más tarde se pasajunto a Lost Orchard, adonde no va nadie salvoen la época de la sidra; y luego se cruza otroriachuelo y se ha llegado a Back Pasture. Lamitad la ocupan pinos, abetos del país y abetosdel Canadá, con pequeños arbustos de zuma-que y enebro, y la otra mitad es de roca grisá-cea, piedras y musgo, con vetas de helechos yáreas pantanosas; pero a los caballos les gustamucho: a los nuestros y a otros que dejan allípara que coman al precio de cincuenta centavosla semana. Casi toda la gente va andando hastaBack Pasture, y es un trabajo bastante duro;pero puede llegarse en calesín siempre que elcaballo sepa lo que se espera de él. El vehículomás seguro es nuestro coupé. Empezó su vidacomo vehículo sin ballestas y se lo compramospor cinco dólares a un apenado hombre que notenía ninguna otra posesión; el asiento se des-prendió una noche en la que tomamos una cur-

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va a toda velocidad. Tras esa alteración se con-virtió en una buena máquina de repartir sal, siuno se sujeta fuerte, pues no hay ningún sitioen donde poner los pies si te caes de las crujien-tes tablillas.

Una tarde de domingo fuimos a allí, comode costumbre, con la sal. Hacía un calor sofo-cante y no pudimos encontrar los caballos hastaque dejamos que nos guiara Tedda Babler, layegua de cola corta que mueve el polvo con susgrandes cascos exactamente igual que unaoreadora lanzando el heno. Como es muy lista,tiró del coupé por encima de un torrente ocultoantes de salir a una repisa rocosa en la que sehabían reunido todos los caballos y estaban ahíespantando moscas con el rabo. El Deacon fueel primero en llamarla. Es una caballo de cuatroaños de color de hierro grisáceo muy oscuro,hijo de Grandee. Fue utilizado desde que teníados años, tiró de un carro ligero antes de cum-plir los tres y ahora se le considera como uncaballo para damas absolutamente seguro, a

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prueba contra apisonadoras, pasos a nivel yprocesiones callejeras.

-¡La sal! -exclamó Deacon gozosamente-.Llegas tarde, Tedda.

-¿Hay... algún sitio en donde dejar el co-upé? -preguntó Tedda jadeando-. Es terribletirar de él con este tiempo. Habría llegadoantes, pero ellos no sabían lo que querían... enabsoluto. Se cayeron dos veces cada uno deellos. No entiendo cómo pueden ser tan tontos.

-Pareces considerablemente acalorada. Creoque será mejor que lo dejes bajo los pinos y terefresques un poco.

Tedda cruzó la repisa rocosa y dejó el cochea la sombra de un bosquecillo de pinos mien-tras mi compañero y yo bajábamos sobre lasagujas sedosas y marrones y nos quedábamosboquiabiertos. Todos los caballos de la casa sehabían reunido a nuestro alrededor, disfrutan-do de su tiempo libre dominical.

Allí estaban Rod y Rick, los mayores de lagranja. Eran la pareja reglamentaria para los

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caminos, bayos con puntas negras, hermanos,mayores e hijos de un caballero de Hambletony una dama de Morgan. Y estaban también Nipy Tuck, de color pardo claro, de seis años, her-mano y hermana, cuervos negros de nacimien-to, perfectamente armonizados, a punto determinar su educación y una pareja tan hermo-sa como cualquier hombre podía desear encon-trar en un viaje de cuarenta millas. Estaba Mul-doon, nuestro antiguo caballo de tiro, vendidoa la ventura y de cualquier color que puedapensarse salvo el blanco; y Tweezy, procedentede Kentucky, con una afección en la caderaizquierda que le produce cierta incertidumbreen el movimiento de los cuartos traseros. Mul-doon y él habían estado acarreando gravillapara nuestro camino nuevo toda la semana. ADeacon ya lo conocéis. Y finalmente, comiendoalgo, estaban nuestro fiel Marcus Aurelius An-toninus, el caballo negro de la calesa, que noshabía servido con todo tipo de tiempo y de ca-minos, el caballo que estaba siempre enjaezado

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delante de una u otra puerta: un filósofo con elapetito de un tiburón y las maneras de un ar-zobispo. Tedda Babler era una nueva adquisi-ción, con una reputación de errores que en rea-lidad era consecuencia de la mala enseñanza.Tenía una andadura de trabajo que podía man-tener todo el tiempo que quisiera; un morroromano; ojos grandes y prominentes; cola afei-tada; y temperamento irritable. Tomó su salentre las bridas; pero los demás se acercaron altrote hociqueando hasta que echamos la salsobre las rocas. Todos se encontraban cómo-damente en pie, sobre tres patas la mayor partedel tiempo, charlando acerca de los temas habi-tuales en Back Pasture -la escasez de agua, loshuecos abiertos en las vallas y las frutas caídastempranamente que daban sabor a la estación-cuando el pequeño Rick sopló los últimos gra-mos de su ración en una grieta y dijo:

-¡Aprisa, muchachos! Ese remedo de caballotiene que andar por aquí.

Escuchamos un resonar de cascos y apare-

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ció subiendo desde el barranco un transeúntede cincuenta centavos: la estructura de un caba-llo amarillo de ojos planos que se hospedabaallí enviado desde unas caballerizas de alquilerde la ciudad, donde le llamaban «el Cordero», ynunca le dejaban salir salvo de noche y condesconocidos. Mi compañero, que conocía a lamayoría de los caballos, vio cómo se levantabasu cabeza golpeada y dijo tranquilamente:

-Bonito animal. Devorador de hombres sitiene la oportunidad... fíjate en su mirada. Ytambién coceador... mira sus corvejones. Uncaballo occidental.

El animal avanzaba con paso pesado, gru-ñendo y respirando ruidosamente. Sus patasmostraban que no había trabajo desde hacíamuchísimas semanas, y nuestros animales seacercaron significativamente.

-Como de costumbre -dijo él con tono des-preciativo-. Bajando la cabeza ante el Opresor,que viene a pasar su tiempo libre disfrutandomientras os contempla.

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-Mi ración se acabó-dijo Deacon lamiendolos restos de su sal y dejando caer el hocico enla mano de su amo, mientras cantaba una gra-cia para sí mismo. Deacon tenía las manerasmás encantadoras que cualquiera pueda ver.

-Y adulándoles por lo que es vuestro dere-cho inalienable. Resulta humillante -dijo el ca-ballo amarillo mientras olisqueaba para ver sipodía encontrar algunos granos de sal.

-Márchate entonces colina abajo, Boney -contestó Deacon-. Imagino que todavía encon-trarás algo que comer, si ya no lo has devoradotodo. Hoy habrás comido más que cualquierade nosotros tres... y también ayer... y los últi-mos dos meses, desde que has estado por aquí.

-Yo no hablo con los jóvenes e inmaduros.Hablo con aquellos cuya opinión y experienciaexigen respeto.

Vi que Rod levantaba la cabeza como si fue-ra a hacer algún comentario; entonces la dejócaer de nuevo y se quedó sobre tres patas, co-mo un caballo de arar. En un camino y un vehí-

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culo ordinarios, Rod podía cubrir su milla enmenos de tres minutos. Es de un poder tre-mendo en sus cuartos traseros, pero como lamayoría de los de Hambleton se vuelve un po-co malhumorado al envejecer. Rod no le gustamucho a nadie; pero nadie puede dejar de res-petarle.

-Me gustaría despertar en esos un sentidopermanente de sus errores, sus injurias y susultrajes.

-¿Cómo es eso? -preguntó Marcus AureliusAntoninus soñadoramente, pues creía que Bo-ney estaba hablando de algún tipo de comida.

-Y cuando hablo de ultrajes e injurias, es deeso de lo que hablo -añadió Boney agitandofuriosamente la cola-. ¡Por la gran avena! Esprecisamente de eso de lo que hablo, clara ysencillamente.

-El caballero habla con mucha seriedad -ledijo Tuck, la yegua, a Nip, su hermano-. Nocabe duda de que está pensando en ampliar elhorizonte de la mente. Su lenguaje es realmente

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elevado.-Calla, hermanita -respondió Nip-. Ése no

ha ampliado nada salvo el círculo en dondepasta. De donde viene dan palabras en lugar decomida.

-Sin embargo es una conversación elegante-replicó Tuck agitando sin convencimiento suhermosa y pequeña cabeza.

El caballo amarillo la oyó y adoptó una acti-tud que él deseaba fuera extremadamente im-presionante. En realidad le hacía parecer comosi estuviera mal disecado.

-Y ahora os pregunto, os lo pregunto sinprejuicios y sin favores: ¿qué ha hecho nuncapor vosotros el Hombre Opresor? ¿No tenéis underecho inalienable al aire libre de los cielos, ya resoplar por esta interminable pradera?

-¿Has pasado alguna vez el invierno poraquí? -preguntó alegremente Deacon mientraslos demás reían disimuladamente . Hace bas-tante fresquito.

-Todavía no -respondió Boney-. Procedo de

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los confines ilimitados de Kansas, donde losmás nobles de los nuestros tienen su lugarpermanente entre los girasoles, allí donde el solse pone en toda su gloria.

-¿Y te han enviado por delante como mues-tra? -preguntó Rick moviendo divertidamentesu cola larga y hermosamente peinada, tangruesa, bella y ondulante como el pelo de atrásde un cuarterón.

-Kansas, señor, no necesita publicidad. Sushijos nativos confían en sí mismos y en sus se-ñores nativos. Así es, señor.

En ese momento Tweezy levantó su viejacara sabia y cortés. Su afección de cadera levolvía vergonzoso como norma, pero siempreha sido el más cortés de los caballos.

-Excúseme, señor -intervino hablando conlentitud-. Pero a menos que haya estado malinformado la mayor parte de sus hermanos hansido importados de Kentucky; y yo soy de Pa-duky.

En esas últimas palabras había una ligerí-

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sima connotación de orgullo.-Cualquier caballo que sepa de qué va la co-

sa -intervino de pronto Muldoon (se habíamantenido en pie apoyando su velluda barbillaen los anchos cuartos de Tweezy)-, se marchade Kansas antes de que se le acalambren laspatas. Fui enviado allí desde Iowa en los tiem-pos de mi juventud e inocencia, y me sentí muyagradecido cuando me metieron en un vagón yme enviaron a Nueva York. No puede decirmenada sobre Kansas que no prefiera olvidar. Losestablos de Belt Line 1 no son Hoffman House,pero tampoco son los Vanderbilt que hay a lolargo de Kansas.

-Lo que piensan hoy los caballos de Kansaslo pensarán mañana los de toda América; ypuedo decirle que cuando los caballos de Amé-rica se levanten en todo su poder habrá termi-nado el día del Opresor.

Se produjo una pausa hasta que, soltando

1 Belt Line. Línea de tranvías de Nueva York.

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un pequeño gruñido, intervino Rick:-Si así lo expresa, todos tenemos derecho

por nuestro poder, salvo quizás Marcus. Mar-ky: ¿te has levantado alguna vez en tu poder?

-Ni hablar -contestó Marcus Aurelius Anto-ninus al tiempo que pensativamente se comíaun bocado de hierba-. Pero he visto intentarlo aun montón de estúpidos.

-¿Admite que tiene derechos? -preguntócon excitación el caballo de Kansas-. ¿Entoncespor qué razón en Kansas iba siempre debajo?

-Un caballo no puede estar hablando todo eltiempo con las patas traseras -explicó Deacon.

-No cuando le sacuden el lomo antes de quesepa lo que ha sucedido. Todos lo hemoshecho, Boney -dijo Rick-. Nip y Tuck lo intenta-ron, a pesar de lo que Deacon les había dicho; yDeacon lo intentó, a pesar de lo que Rod y yo ledijimos; y Rod y yo lo intentamos a pesar de loque nos dijo Grandee; e imagino que Grandeelo intentó a pesar de lo que le había dicho sumadre. Es siempre el mismo viejo circo de ge-

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neración en generación. Los potros no puedenentender la razón de que alguien se les subaencima. Y entonces como siempre se levantansobre las patas traseras. Como siempre la viejasensación de que esa vez les has ganado. Elmismo pequeño tirón en la boca cuando eresbueno y alto. El mismo acto de Pegaso pregun-tándote dónde caerás. El mismo latigazo cuan-do das en el suelo con la cabeza allí donde de-berías tener la cola, y todo el interior se te sacu-de como si estuviera hecho de puré de salvado.La misma vieja voz en tu oído: «Estúpido, ¿quépensabas conseguir con eso?» En esta granjahemos acabado con eso de levantarnos en nues-tro poder. Vamos unidos o de uno en uno, se-gún tiren de nosotros.

-Y el Hombre Opresor os contempla con sa-tisfacción, lo mismo que está haciendo ahora.¿No ha sido ésa su experiencia, señora?

Esta última observación estaba dirigida aTedda, y no hacía falta ni la mitad de un ojopara darse cuenta de que la pobre, vieja, ansio-

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sa y nerviosa Tedda, coceando para ahuyentarlas moscas, debía tener detrás una juventudsalvaje y tumultuosa.

-Depende del hombre -respondió ésta cam-biando su peso de una pata a otra y dirigiéndo-se a los caballos de la casa-. Abusaron un pocode mí cuando era joven. Supongo que era algonerviosa y animosa, pero eso no lo tuvieron encuenta. Sucedió en el Condado de Monroe,Nueva York, y desde entonces hasta que lleguéaquí he ido con más hombres de los que cabrí-an en una pensión. Bueno, el hombre que mevendió aquí le dijo al jefe: «Date por advertido.No será falta mía si te arroja al camino. No lalleves en un coche encapotado ni con anteoje-ras, ni con bocado, si es que quieres regresar acasa detrás de ella». Y la primera estupidez quehizo el jefe fue ponerme a tirar del coche enca-potado.

-No puedo decir que me gusten los cochesencapotados -intervino Rick-. No tienen unbuen equilibrio.

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-Permitidme un momento -intervino Mar-cus Aurelius Antoninus-. Un coche encapotadosignifica que detrás va un niño, y yo me deten-go mientras la mujer recoge hermosas flores...sí, y también como un bocado. Todas las muje-res dicen que a mí hay que mimarme, y... no megusta llevarlas cosas hasta el límite.

-Desde luego que no tengo prejuicios contraun coche encapotado en tanto en cuanto puedaverlo -retomó rápidamente Tedda su discurso-.Lo que me ataca los nervios es ver a medias,tras las anteojeras, esa molesta cosa sacudién-dose detrás de mí. Luego el jefe miró el bocadocon el que me habían vendido y dijo: «¡Por loshermanos y la Navidad! ¡Esto acabaría hastacon un percherón!» Luego me puso un freno debarras sencillo y lo ajustó como si me quedaraalgo de sensación en la boca.

-¿Y le pasó algo, señorita Tedda? -preguntóTuck, que tenía una boca como de terciopelo ylo sabía.

-Quizás me pasara, señorita Tuck, pero lo

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he olvidado. Luego me dio una brida abierta,ése es mi estilo, y... no sé si tengo derecho adecirlo... me dio... un beso.

-¡Caramba! -exclamó Tuck-. Por mis zapatosque no sé por qué algunos hombres serán tanfrescos.

-Bueno, hermanita -intervino Nip-. ¿Por quéactúas así? A ti te daban siempre un beso a lahora de tirar.

-Bueno, tampoco era necesario contarlo, ri-co -contestó Tuck lanzando una coz y un grito.

-He oído hablar de besos, desde luego -siguió diciendo Tedda-. Pero no los he encon-trado demasiadas veces en mi camino. No meimporta contar que me devolvieron a aquelhombre, capaz de encender petardos sobre misilla. Y entonces salimos con bromas, ya que nocon besos, y no había dado tres pasos cuandocomprendí que el jefe conocía su negocio, yconfiaba en mí. Así que estudié para compla-cerle y nunca sacó el látigo por causa de la prisa-un látigo me distrae totalmente-, y el resultado

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de todo eso fue que... bueno, hoy he venido aBack Pasture y el coupé se ha inclinado una odos veces, y he tenido que esperar cada vezpara que lo pusieran bien. Podéis juzgar porvosotros mismos. No pretendo ser mejor quemis vecinos -sobre todo con la cola cortada así-,pero quiero que todos sepáis que Tedda ha de-jado de luchar, con arneses o sin ellos, salvocuando hay en el pasto un estúpido rellenándo-se el estómago con la pensión a la que no tienederecho, porque no se la ha ganado.

-¿Se refiere a mí, señora? -preguntó el caba-llo amarillo.

-Quien se pica ajos come -contestó Teddacon un bufido-. Yo no he dado nombre alguno,aunque seguramente algunos tipos son lo bas-tante mediocres y codiciosos como para hacer-lo.

-Hay mucho que perdonar a la ignorancia -contestó el caballo amarillo con una miradahorrible en sus ojos azules.

-Parece ser que sí; pues si no algunos habrí-

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an sido coceados por todo el pasto nada másllegar... con derecho de pensión o sin ella.

-Pero lo que usted no entiende, y excúseme,señora, es que el principio mismo de la servi-dumbre, que incluye el mantenimiento y laalimentación, parte de una base radicalmentefalsa; y me enorgullece decir que yo y la mayo-ría de los caballos de Kansas pensamos quetodo el asunto debería ser relegado al limbo delas supersticiones explotadas. Afirmo que so-mos demasiado progresistas para eso. Afirmoque sabemos demasiado para eso. Sirvió mien-tras no habíamos aprendido a pensar, peroahora... ¡ahora se ha levantado en el horizonteuna nueva luminaria!

-¿Te refieres a ti? -preguntó Deacon.-Los caballos de Kansas me siguen con sus

multitudinarios y resonantes cascos, y decimos,de manera simple pero grandiosa, que connuestras cuatro patas aceptamos firmemente laposición de los derechos inalienables del caba-llo, pura y simplemente -el elevadísimo hijo de

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la naturaleza, alimentado por la misma hierbaondulante, refrescado por el mismo arroyo can-tarín-. Sí, y calentado por el mismo generoso solque cae imparcialmente sobre el exterior y elinterior de la consentida máquina de trotar, olos hinchados caballos de coupé de vuestrasciudades orientales. ¿Es que no somos de lamisma carne y sangre?

-¡Ni por un saco y medio! -exclamó Deaconquedándose casi sin aliento-. Grandee no estu-vo nunca en Kansas.

-¡Caramba! ¿No fue elegante eso de la hier-ba ondulante y los arroyos cantarines? -susurróTuck en la oreja de Nip-. Creo que el caballeroes verdaderamente convincente.

-¡Pues yo digo que somos de la misma carney sangre! ¿Y debemos ser separados unos deotros, los caballos, por las barreras artificialesde un registro de trote, o hemos de mirarnospor encima unos a otros por la fuerza de losdones de la naturaleza, por tener unos centíme-tros de más bajo las rodillas o unos cuartos

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traseros ligeramente más poderosos? ¿De quéos sirven a vosotros eso que son ventajas paraellos? El Hombre Opresor viene y ve que pro-bablemente tenéis buen aspecto, y os muele atrabajar hasta que os caéis al suelo. ¿Y paraqué? ¡ Por su propio placer; por su propia con-veniencia! Jóvenes y viejos, negros y bayos,blancos y grises, no hay que hacer distincionesentre nosotros. ¡Todos somos machacados bajolos dientes implacables de los motores de laopresión!

-Al bajar de la colina se le ha debido romperla grupera del arnés -dijo Deacon-. Posiblemen-te el camino estaba resbaladizo, y la calesa se leechó encima, y él no supo cómo retenerla. Peroeso no son dientes. O a lo mejor un eje roto legolpeó.

-Y vengo a vosotros desde Kansas, ondean-do la cola de la amistad a todos y cada uno devosotros, en el nombre de incontables millonesde caballos de mente pura y alto espíritu queluchan ahora para dirigirse hacia la luz de la

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libertad, y os pido que os frotéis el hocico connosotros en nombre de nuestra sagrada y santacausa. El poder es vuestro. Afirmo que sin vo-sotros el Hombre Opresor no puede moversede un sitio a otro. Sin vosotros no puede cose-char, no puede sembrar, no puede arar.

-¡Pues sí que debe ser un sitio raro ese Kan-sas! -intervino Marcus Aurelius Antoninus-.Por lo visto cosechan en primavera y aran enotoño. Imagino que será bueno para ellos, peroa mí ese orden de las cosas me marea un poco.

-E1 producto de vuestro infatigable trabajose pudriría en el suelo si por debilidad no con-sintierais en ayudarles. ¡Pues que se pudra,digo yo! ¡Dejad que el amo os llame en los esta-blos en vano, para siempre! ¡Que agite en vanobajo vuestro hocico su tramposa avena! ¡Quelas gallinas bramaputras utilicen la calesa paracolgarse, y las ratas hagan algaradas alrededorde la cosechadora!

¡Que el hombre camine sobre sus dos pieshasta que se caiga de fatiga! ¡Que no vuelvan a

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ganar para su placer más razas destructoras delalma! Entonces, y sólo entonces, sabrá cuál essu lugar el Hombre Opresor. ¡Abandonad eltrabajo, esclavos y pacientes compañeros! ¡Co-cead por delante! ¡Cocead por detrás! ¡Corco-vead! ¡Dejaos caer sobre los ejes! ¡Aplastad ydestruid! El conflicto será breve, y la victoria essegura. Después de eso podremos presionarpara hacer valer nuestro derecho inalienable adiez kilos de avena al día, dos buenas mantas,una mosquitera y los mejores establos.

El caballo amarillo cerró sus dientes amari-llos con un chasquido triunfal, y entonces, dan-do un suspiro, Tuck dijo:

-Parece como que hubiera que hacer algo.No parece del todo correcto, el oprimirnos ytodo eso, según mi manera de pensar. Con vozlejana y somnolienta, respondió Muldoon:

-¿Y quién va a tirar en Vermont del carrocon la avena inalienable? Pesará como la colinade Sam, y una ración de sesenta sacos no dura-rá aquí ni tres semanas. ¡Y luego está el heno de

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los cinco meses de invierno!-Podremos establecer esos detalles menores

cuando hayamos ganado la gran causa -contestó el caballo amarillo-. Regresemos demanera simple pero grandiosa a nuestros dere-chos inalienables: el derecho a la libertad enestas verdes colinas sin injustas distinciones depaso y pedigrí.

-¿Y a qué diablos llamas tú distinción injus-ta? -preguntó muy tieso Deacon.

-Por una parte, ser un caballo trotón hin-chado y consentido sólo porque se ha crecidode esa manera, y no se puede evitar trotar comotampoco comer. -¿Sabes tú algo sobre los troto-nes? -preguntó Deacon.

-Los he visto trotar, y eso ha sido suficientepara mí. No quiero verlo nunca más. El trote esinmoral.

-Vaya, pues voy a decirte algo. No se hin-chan y jactan y no son mimados... en exceso.No pretendo ser yo mismo un trotón, aunqueestoy en libertad de decir que tuve esperanzas

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en ese sentido, en otro tiempo. Pero lo que sídigo, pues les he visto entrenar, es que un tro-tón no trota con las patas, sino con la cabeza; yque en una semana hace más trabajo, si sabes loque es eso, de lo que tú o tu amo habéis hechoen toda vuestra vida. A ese respecto un trotónes permanente; y cuando no está trotando, estápensando cómo debe hacerlo. ¿Que les has vis-to trotar? ¡Pues sí que hiciste mucho! Te lleva-ron hasta una barandilla, detrás de una caseta,en un carro sin ballestas con una caja de jabónclavada sobre las tablillas, y una piel de búfalomaloliente encima, mientras tu hombre vendíaron para hacer limonada a los jóvenes que pen-saban que así actuaban como hombres, hastaque los dos fuisteis encarcelados... ¡tú que ca-minas arrastrando los pies con las patas haciadentro, balanceándote hacia atrás y que patinasmientras sorbes los vientos!

-No te acalores, Deacon -intervino Tweezytranquilamente-. ¿Consideras entonces que nomerece la pena distinguir entre las distinciones

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de un trote de zorro, o con una sola pata, o elandar a trote cochinero, o con paso de andadu-ra? Les aseguro, caballeros, que hubo un tiem-po, antes de que me viera afectado en mi cade-ra, y usted me perdonará, señorita Tuck, en elque fui muy celebrado en Paduky por todosaquellos pasos; y en mi opinión Deacon es co-rrecto al decir que un caballo de cualquier posi-ción en sociedad consigue sus pasos por la ca-beza, y no por sus... ah, sus patas, señoritaTuck. Reconozco que tengo ahora muy poco debueno, pero estoy recordando las cosas quesolía hacer antes de llegar a esta finca con laayuda y asistencia de estos caballeros -dijo mi-rando a Muldoon.

-¡Injustos y artificiales cuartos traseros! -exclamó el antiguo caballo de coche con ungruñido de desprecio-. En Belt Line no recono-cemos el mérito de caballo alguno a menos quepueda cambiar un coche de vía, hacerlo avan-zar sobre los adoquines y deshacerse de él denuevo por delante de la vagoneta que le está

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bloqueando. Allí hay una manera de mover loscuartos cuando el conductor dice «¡a tirar deella, muchachos!», que tardas un año en apren-der. Pero una vez que lo has hecho, puedestirar de un coche de cable para sacarlo de unbache. No me han anunciado como caballo decirco, pero sabía hacer ese truco mejor que lamayoría, y los tiempos fueron buenos para míen los establos, pues ahorraba tiempo a deBelt... y tiempo es lo que más buscan en NuevaYork.

-Pero el hijo simple de la naturaleza... -empezó a decir de nuevo el caballo amarillo.

-¡Anda y vete a que te desatornillen las ta-blillas! Hablas como si estuvieras vendado -seburló Muldoon soltando una risotada de caba-llo-. En la Belt Line no tienen establos para loshijos simples de la naturaleza, con el Paris en-trando y el Teutonic saliendo, y las vagonetas ylos coupés diciendo cosas, y grandes cargasbajando para el barco de Boston de las tres deuna tarde de agosto, en mitad de una ola de

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calor con los gruesos caballos canadienses yoccidentales cayendo muertos sobre el suelo. Elhijo simple de la naturaleza haría mejor enarrojarse al agua. Cada hombre que hay al finalde las líneas está loco, o cargado o tonto, y el delos polis está más loco, más cargado y más ton-to que los demás. Allí, en la Belt Line, no hayriachuelos ondulantes ni hierbas cantarinas. Loque hay que hacer es arrastrar el coche por en-cima de los adoquines haciendo saltar chispas,y detenerte cuando los polis te aporrean en elhueso del hocico. Eso es Nueva York, ¿entien-des?

-Siempre había oído decir que la sociedadde Nueva York era bastante refinada y de altoespíritu -dijo Tuck-. Nip y yo estábamos pen-sando en ir allí uno de estos días.

-Oh, no veréis los asuntos de Belt allí adon-de iréis, señorita. El hombre que te lleva no tequiere mal, y te llevará a pasar el verano a LongIsland o a Newport, con ligeros arneses de pla-ta y un cochero inglés. Haréis un viaje de pri-

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mera, tú y tu hermano, señorita. Pero creo queno tendrás ninguna barra de freno agradable ysuave. Allí ponen rienda de control 2, y cortanbien la cola, y buenos frenos; eso hacen las gen-tes de la ciudad, y dicen que eso es muy inglés,ya me entiendes, y no se atreven a dejar sueltoun caballo por los polis. Nueva York no es lu-gar para un caballo, y menos si te toca estar enBelt, y no puedes ir de paseo con los mucha-chos. ¡Ojalá me hubiera tocado el Parque deBomberos!

-Pero ¿nunca te detuviste a considerar ladegradante servidumbre de todo eso? -preguntó el caballo amarillo.

-En Belt no te detienes para nada, compañe-ro. Te paran ellos. Y estamos todos en el nego-cio de la servidumbre, el hombre y el caballo, ytambién Jimmy el que vende periódicos. Me

2 Rienda de control. Una cinta que impedía que elcaballo bajara la cabeza, posteriormente se prohibiópor considerarse cruel.

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imagino que los pasajeros tampoco iban a pa-sear sobre la hierba, por la forma en que actua-ban. Yo hice lo mío, sin que por ello me pusie-ran en la tribu de Barnum 3; pero a cualquiercaballo que trabajara cuatro años en Belt nopodías venirle con lo de hijo simple de la natu-raleza... ni en toda Nueva York.

-¿Es posible que con su experiencia, y consus años de vida, no crea que todos los caballosson libres e iguales? -preguntó el caballo amari-llo.

-No hasta que se mueren -respondió tran-quilamente Muldoon-. Y entonces dependeráde la suma total de botones y mucílago que denpor ti en Barren Island 4.

-Me han dicho que es un prominente filóso-fo -dijo el caballo amarillo volviéndose haciaMarcus-. ¿Puedes negar una afirmación tan

3 Barnum. Importante artista de circo que entre otrasactividades exhibía animales.

4 Barren Island. Es decir, cuando son sacrificados.

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básica y central como ésta?-Yo no niego nada -respondió precavida-

mente Marcus Aurelius Antoninus-. Pero si mepreguntas a mí, diría que hay más tipos distin-tos de mentiras y de avena que cualquier cosaque me haya metido entre dientes desde queme parieron.

-¿Es usted un caballo? -preguntó el caballoamarillo.

-Los que mejor me conocen así lo dicen.-¿Y no soy yo un caballo?-Sí; de un cierto tipo.-¿Entonces no somos iguales usted y yo?-¿Cuánto haces en un día arrastrando una

calesa cargada con quinientas libras? -preguntóMarcus descuidadamente.

-Eso no tiene nada que ver con el caso -respondió enfadado el caballo amarillo.

-Que yo sepa no hay nada que tenga másque ver con el caso -contestó Marcus.

-¿Puedes sacar un coche lleno fuera de lasvías diez veces en una mañana? -preguntó

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Muldoon.

-¿Puedes ir hasta Keene -cuarenta y dos mi-llas en una tarde-, con un compañero y volver aprimera hora de la mañana siguiente? -preguntó Rick.

-¿Hubo alguna vez en tu carrera, esto... -nome estoy refiriendo a las circunstancias presen-tes, sino a nuestro mutuo y glorioso pasado- enque pudieras llevar a una hermosa joven almercado, dejando que tejiera todo el tiempopor la suavidad del movimiento? -preguntóTweezy.

-¿Eres capaz de mantener las patas en elpuente del West River con el tren de vía estre-cha viniendo por un lado, y el rápido de Mon-treal por el otro, con el viejo puente colum-piándose en medio? -preguntó Deacon-. ¿Erescapaz de apoyar el hocico sobre el botaganadode una locomotora mientras esperas en la esta-ción sin importarte que la banda esté tocando

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«Curfew shall not ring tonight»? 5

-¿Puedes detenerte si se te rompe la gruperadel arnés? ¿Puedes detenerte esperando órde-nes cuando tus cuartos traseros están casi sobretus herraduras y te sientes bien en una mañanahelada? -preguntó Nip, que había aprendidoese truco el invierno anterior y lo considerabacomo el punto culminante del conocimientocaballar.

-¿Y de qué sirve tanto hablar? -preguntócon desdén Tedda Gabler-. ¿Qué sabes hacertú?

-Me baso en mis derechos simples: los dere-chos inalienables de mi hermandad libre. Y meenorgullece decir que nunca, desde que tuvemis primeras herraduras, me he rebajado aobedecer la voluntad del hombre.

-Pues deben haber roto un montón de láti-gos sobre tus lomos -replicó Tedda-. ¿Y te ha

5 Curfew... . Título de un poema de R. H. Thorpe(1850- 1939).

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servido para algo?-Más triste ha sido mi destino desde el día

en que fui parido. Golpes y patadas y latigazose insultos: injuria, ultraje y opresión. Pero no heaceptado los degradantes distintivos de la ser-vidumbre que nos conectan con la calesa y lacarreta de granja.

-Es de lo más difícil arrastrar una calesa sincorreas, ni collar, ni pechera ni nada de eso -intervino Marcus-. Una máquina de serrar ma-dera es casi la única cosa que no tiene correas.Una tarde ayudé a serrar hasta tres cuerdas demaderos con una máquina de ésas. Y tambiéndormí la mayor parte del tiempo; pero eso noes ni la mitad de interesante que bajar a la ciu-dad con el Concord6.

-Con el Concord sí que no puedes dormirnada -dijo Nip-. ¡Que me azoten el pescuezo!¿Te acuerdas de cuando la semana pasada te

6 Concord. Un tipo de vehículo tirado por caba-llos.

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apoyaste en las repisas, cuando estabas espe-rando en la plaza?

-¡Bueno! Eso tampoco hizo daños a las repi-sas. Eran de buena calidad y anchas, y me apo-yé cuidadosamente. Aquellos tipos me tuvieronenganchado casi una hora antes de salir; y serieron... bueno, de tanto que rieron lo hicierontodo menos caerse. Pero dime, Boney, si tienesque ser enganchado a algo que vaya sobre rue-das, tendrás que ser enganchado con algo.

-Ve y apúntate a un circo -intervino Mul-doon-, a caminar sobre los cuartos traseros.Todos los caballos que son demasiado listospara trabajar (y esto lo pronunció al modo neo-yorquino) se unen a un circo.

-Yo no estoy diciendo nada en contra deltrabajo -contestó el caballo amarillo-. El trabajoes la cosa más hermosa del mundo.

-Pues parece demasiado hermosa para al-gunos de nosotros -respondió Teddy con unbufido.

-Lo único que pido es que cada caballo tra-

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baje para sí mismo, y disfrute de los beneficiosde sus esfuerzos. Que trabaje inteligentemente,y no como una máquina.

-No hay caballo alguno que trabaje comouna máquina -empezó a decir Marcus.

-No hay ninguna manera de trabajar que nosignifique ir atado o a solas -nunca me pusieronen una máquina-, o bajo una silla de montar-dijo Rick.

-¡Cáscaras! Estamos hablando lo mismo quepastamos -exclamó Nip-. Dando vueltas y vuel-tas en círculo. Rod, todavía no te hemos oídohablar a ti, y tienes más conocimiento que cual-quier pareja de caballos que haya aquí.

Rod, que era el caballo de la derecha de lapareja, se había mantenido en pie con una ca-dera levantada, como si fuera una vaca cansa-da; y sólo por el rápido aleteo de la vacilaciónque cruzaba su mirada, de vez en cuando, sepodía saber que estaba prestando alguna aten-ción a la disputa. Empujó su mandíbula haciaun lado, tal como acostumbra a hacer cuando

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tira de un carro, y se cambió de pata. Su voz eradura y pesada, y sus orejas estaban cerca de suenorme cabeza de caballo de Hambleton.

-¿Cuántos años tienes? -preguntó al caballoamarillo. -Casi trece, creo.

-Mala edad; fea edad; yo mismo me estoyacercando a ella. ¿Cuánto tiempo llevas pa-teando la paja de ese establo, candidato al fue-go?

-Si se refiere a mis principios, desde que te-nía tres años.

-Mala edad; fea edad; los dientes dan unmontón de problemas. Hacen que un potrilloactúe como un loco durante un tiempo. Pareceque tú conservas los dientes. ¿Hablas muchocon tus vecinos de estas cosas?

-Sostengo los principios de la Causa alládonde pasto.

-Has hecho un montón de bien, imagino.-Me enorgullece decir que he enseñado a

algunos de mis compañeros los principios de lalibertad.

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-¿Significa eso que escapan o cocean cuandoles apetece?

-Estaba hablando en abstracto, no en lo con-creto. Mi enseñanza trata de educarles.

-Lo que un caballo, especialmente si es jo-ven, escucha en abstracto, puede hacerlo tiran-do del Concord. Presumo que serías dominadotarde.

-Con cuatro años, casi cinco.-Ahí es donde empezaron los problemas.

Conducido por una mujer, como si no...-No por mucho tiempo -contestó el caballo

amarillo produciendo un chasquido con losdientes.

-¿La derribaste?-Oí que no volvió a conducir.-¿Y niños?-Coches llenos de ellos.-¿Hombres también?-En mi época he derribado a muchísimos.-¿Y coces?-A cualquiera que se pusiera a tiro. Dejarme

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caer hacia atrás en la carrera es tan prácticocomo cualquier otra cosa.

-Deben tenerte un miedo terrible en la ciu-dad.

-Me enviaron aquí para librarse de mí. Ima-gino que pasan el tiempo hablando de miscampañas.

-¡Ya me gustaría conocerlas!-Así es, señor. Todos me han preguntado

aquí que qué es lo que sé hacer.Voy a enseñarlo. ¿Ven aquellos dos tipos

tumbados junto al coche?-Sí; uno es mi dueño. El otro me domó -

contestó Rod.-Sáquenlos a campo abierto y les enseñaré

algo. Dejen que me esconda detrás para queellos no sepan lo que voy a hacer.

-¿Pretendes matarlos? -preguntó Rodhablando con lentitud. En los otros se produjoun estremecimiento de horror; pero el caballoamarillo no se dio cuenta.

-Los cogeré por la nuca y los arrastraré.

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Cuando haya terminado con ellos no podránacomodarse a la vida.

-No me extrañaría que así fuera -añadióRod.

El caballo amarillo se había ocultado astu-tamente tras los otros, que formaban un grupo,y movía la cabeza cerca del suelo con un curio-so movimiento de hoz, mirando hacia los ladoscon sus ojos perversos. No es posible no darsecuenta de cuándo un devorador de hombres sedispone a derribarle a uno. Ya habíamos tenidouno en los pastos el año anterior.

-¿Ves eso? -preguntó mi compañero giran-do sobre las agujas de pino-. Bonito para unamujer que tenga que caminar mucho, ¿no teparece?

-¡Sáquenlos fuera! -gritó el caballo amarilloencorvándose hacia atrás-. Entre los árboles notengo oportunidad. Hacia afuera... ¡oh! ¡Ay!

Muldoon le había coceado con la derecha yla izquierda. No se le había ocurrido que el vie-jo caballo de coche pudiera levantarse tan rápi-

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damente. Los dos golpes dieron plenamente enlas costillas del caballo amarillo, dejándole sinrespiración.

-¿Por qué ha hecho eso? -preguntó enfada-do cuando se recuperó; pero me di cuenta deque no se acercó a Muldoon más de lo necesa-rio.

Muldoon no respondió, sino que siguióhablando consigo mismo con ese gruñido queutiliza cuando baja de la colina arrastrando unacarga pesada. Nosotros decimos que está can-tando; pero creo que en realidad es algo muchopeor. El caballo amarillo fanfarroneó y chilló unpoco y finalmente dijo que si a Muldoon lehabía picado una mosca, aceptaría sus excusas.

-Las tendrás -dijo Muldoon-. En el agrada-ble y próximo futuro... todas las excusas quenecesites. Y excúseme usted por interrumpirle,señor Rod, pero soy como Tweezy: tengo undefecto del sur en mis patas traseras.

-Y ahora quiero que todos los que estánaquí se fijen y aprendan algo -siguió diciendo

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Rod-. Este gritón resbaloso viene a nuestrospastos...

-Sin haber pagado su pensión -añadió Ted-da.

-Sin haberse ganado su pensión, y nos hablaamablemente sobre arroyos cantarines y hierbaondulante, y sobre su fraternidad de caballosde alto espíritu y alma pura, que a él no le im-pide derribar mujeres y niños, y caer a la carre-ra sobre los hombres. Le habéis oído hablar yalgunos habéis pensado que era muy hermoso.

En ese momento Tuck parecía sentirse cul-pable, pero no dijo nada. -Poco a poco ha idohablando así, si le habéis oído.

-Yo hablaba en abstracto -replicó el caballoamarillo con voz alterada.

-¡Y a lo abstracto nos pasaremos! Si yo dije-ra, que es este condenado asunto abstracto elque hace a nuestros jóvenes cometer tonteríascon el Concord; y abstracto o no abstracto, si-gue con ello hasta que llega al asesinato puro ysencillo... a matar a aquellos que nunca le han

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hecho ningún daño sólo porque son dueños decaballos.

-Y saben cómo manejarlos -añadió Tedda-.Eso empeora las cosas.

-Bueno, en cualquier caso no les mató -intervino Marcus-. Le habrían medio matado aél de haberlo intentado.

-Eso no cambia las cosas -respondió Rod-.Pretendió hacerlo; y de haberlo... ¿hay que su-poner que queremos que Back Pasture se con-vierta en un campo de vacas en nuestro únicodía de descanso? ¿Hay que suponer que noso-tros queremos que nuestros hombres se pongana dar vueltas por aquí con frenos, barras deplomo y moviéndose nerviosamente, con lasmanos llenas de piedras para arrojarnos, lomismo que si fuéramos cerdos o vacas de cam-po? Más que eso, y dejando fuera de esto aTedda -y sospecho que es más por su boca quepor sus maneras-, no hay en esta granja un ca-ballo que no haya sido caballo de mujer, y estéorgulloso de ello. Y ahora viene este gavilán de

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ciénaga desde los girasoles de Kansas reco-rriendo el país, diciendo que si esto que si lootro, jactándose de haber derribado mujeres... yniños. Yo no digo que una mujer que vaya enuna calesa no sea tonta. No estoy diciendo queno lo sea, y tampoco digo que un niño no seapeor, escupiendo en las tablas, poniéndose depie y chillando... lo que digo es que no es asun-to nuestro derribarlos sobre el camino.

-Y no lo hacemos -intervino Deacon-. El úl-timo otoño, cuando estuve en la casa, el niñopequeño trató de quitarme parte de la cola acambio de un soberano, y no le di una coz. Perola conversación de Boney no va a hacernos da-ño. No somos potrillos.

-Eso es lo que tú piensas. Algún día te en-contrarás en una esquina apretada, en el día delas elecciones o en la feria del valle, allá en laciudad, y te encontrarás todo acalorado y fati-gado, acosado de moscas, sediento, enfermo yharto de ir y venir entre las calesas. Entoncesalgo te susurrará dentro de tus anteojeras, re-

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cordando toda esa charla sobre servidumbre ypagos inalienables y todo eso, y entonces dispa-ran una escopeta de la milicia, o chocan con tusruedas, y... bueno te conviertes en otro caballoen el que no se podía confiar. He estado allí unay otra vez. Y os digo muchachos -pues a todosos he visto cuando os compraban o domaban-que en mi reputación solemne de acortar lascosas en tres minutos, no os estoy dando papi-lla de salvado de mi propia elaboración. Osestoy contando mis experiencias, de cuando hetenido mis cargas pesadas y mis contratiemposcomo cualquier caballo que hay aquí. Nací conuna sobrecaña, un tumor calloso, en mi patadelantera, que era tan grande como una nuez, ycon ese temperamento terco y esquinado de loshambletonianos que se va agriando y estro-peando conforme envejeces. Y he cuidado demi tumor; ni siquiera el pequeño Rick sabe loque me cuesta a veces llegar hasta el final; y hecontrolado el genio en el establo y con los arne-ses puestos, cuando he tenido que arrastrar, y

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en los pastos, hasta que el sudor me goteabapor los cascos, y pensaron que ya no estaba encondiciones, y me atiborraron de medicinas.

-Cuando se produjo mi afección -intervinoTweezy amablemente-, estuve a punto de per-der los nervios. Permíteme que te haga llegarmi simpatía.

Rick no dijo nada, pero miró a Rod con cu-riosidad. Rick es un jovencito de temperamentorisueño que nunca esconde malicia alguna, y nocreo que entendiera totalmente aquello. Haheredado ese temperamento de su madre, co-mo debe hacer todo caballo.

-También he pasado por eso, Rod -intervinoTedda-. Las confesiones son buenas para elalma, y todo el Condado de Monroe sabe quehe tenido mis experiencias.

-Pero si me excusan, ese caradura -intervinoTweezy que veía cosas inexplicables en el caba-llo amarillo-... ese caradura que ha insultadonuestra inteligencia viene de Kansas. Y lo queun caballo de su posición, de Kansas encima,

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diga, no puede, por muy largo que sea su ron-zal, interesar a gentes de nuestra posición. Nohay ni la menor sombra de igualdad, ni siquie-ra en una coz. Está por debajo de nuestra capa-cidad de desprecio.

-Dejadle hablar -dijo Marcus-. Siempre esinteresante saber lo que piensa otro caballo. Nonos hará daño.

-Y cómo habla, además -dijo Tuck-. Hacíatiempo que no escuchaba nada tan elegante.

Rod volvió a mover las mandíbulas haciaun lado y siguió hablando con lentitud, como siestuviera mordiendo un freno sencillo tras unacabalgada de treinta millas:

-Quiero que todos entendáis que en nuestronegocio no importa Kansas, ni Kentucky nisiquiera Vermont. No hay más que dos tipos decaballos en Estados Unidos: aquellos que pue-den hacer, y hacen, su trabajo, tras haber sidoadecuadamente domados, y los que no lohacen. Estoy enfermo y cansado de esta perma-nente discusión moviendo la cola acerca de un

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Estado u otro. Un caballo puede estar orgullosode su Estado, y decir todas las mentiras quequieras sobre él cuando está en el establo oamarrado junto a unas casas, si quiere pasar deesa manera el tiempo; pero no tiene derechoalguno a dejar que ese orgullo suyo interfieraen el trabajo, ni a convertirlo en excusa paraafirmar que es diferente. Eso son habladuríasde potrillos, y no lo olvides, Tweezy. Y tú, Mar-cus, recuerda que el ser un filósofo, y estar de-seoso de ahorrar problemas, tal como te pasa ati, no es una excusa para saltar con las cuatropatas como un loco y con la mandíbula flojacomo hace Boney. Dejándoles a solas se les dala oportunidad de echar a perder a los potros ymatar a las personas. Y tú, Tuck, eres una ye-gua, pero cuando viene un caballo y oculta supropuesta de matar con arroyos cantarines yhierba ondulante, y diez kilos diarios de avena,después de haber matado a su dueño, no tepuedes dejar arrastrar por sus quejas. Eres de-masiado joven y nerviosa.

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-Seguro... seguro que tendré una postraciónnerviosa si hay aquí una pelea -respondió Tuckque estaba viendo lo que sucedía en la miradade Rod-. Yo... preferiría que ese simpático sefuera a otro condado.

-Sí; conozco ese tipo de simpatía. Dura losuficiente para empezar un lío y luego se vaadonde pueda causar nuevos problemas. Nollevo diez años con el arnés puesto por nada.Ahora vamos a tener un rato de escuela conBoney.

-Oye, un momento, no vais a hacerme daño,¿verdad? Recordad que pertenezco a un hom-bre de la ciudad -gritó el caballo amarillo coninquietud. Muldoon se puso detrás de él paraque no pudiera escapar.

-Lo sé. Debe haber algún pobre estúpido eneste Estado que tiene el derecho al extremosuelto de tus riendas. Siento mucha pena por él,pero tendrá sus derechos cuando hayamos aca-bado contigo -dijo Rod.

-Si os da lo mismo, caballeros, preferiría

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cambiar de pasto. Creo que voy a hacerlo aho-ra.

-No siempre puedes realizar tus «preferi-ría». Creo que no vas a hacerlo -dijo Rod.

-Pero un momento. Sois tan poco amistososcon un desconocido. ¿Y si contamos hocicos?

-¿Y eso para qué? -preguntó Rod levantan-do las cejas. La idea de solucionar una cuestióncontando hocicos es lo último que entra en lacabeza de un caballo bien domado.

-Para saber cuántos están de mi lado. Aquítenemos a la señorita Tuck, y el coronel Tweezyes neutral; y el juez Marcus, y creo que el reve-rendo (el caballo amarillo se refería a Deacon)podría darse cuenta de que tengo mis derechos.Es el trotón de mejor aspecto que he visto nun-ca. ¡Vamos, muchachos! No iréis a pegarme,¿verdad? Hemos estado dando vueltas por elpasto, todos juntos, los domingos de este mes,tan amigos como es posible serlo. No hay uncaballo vivo que tenga mejor opinión de usted,señor Rod, que la que tengo yo. Vamos a hacer

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las cosas con justicia. Contemos hocicos tal co-mo se hace en Kansas -en ese momento bajó unpoco la voz y se dirigió a Marcus-: Oiga, juez,sé donde hay unas hierbas verdes, al otro ladodel riachuelo, que nadie ha tocado todavía.Cuando se haya arreglado esta pequeña gresca,usted y yo podemos formar grupo e ir a comer-la.

Marcus se quedó mucho tiempo sin res-ponder, y finalmente dijo:

-En la casa hay un cachorrillo de unas ochosemanas. Ladra hasta que consigue mamar, ycuando le llega el momento se tumba de espal-das y aúlla. Pero no veo que primero vayamontando el lío de contar hocicos. Desde queha hablado Rod, he visto la luz. Será mejor quese prepare a recibir lo que se merece. Luegofilosofaré sobre su cadáver.

-Voy a empaquetarte en papel marrón -dijoMuldoon-. Te voy a dar excusas.

-Un momento -dijo Rod-. Si le atacamosahora, los mismos hombres que él quería matar

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nos apartarán. Creo que será mejor esperar aque vuelvan a la casa y así tendrás tiempo parapensar las cosas fría y tranquilamente.

-¿No tenéis ningún respeto por la dignidadde nuestra común raza de caballos? -chilló elcaballo amarillo.

-El menor respeto si ese caballo no sabehacer nada. El suelo de América está pavimen-tado con caballos como tú, caballos que se limi-tan a ladrar como perros, esperando a que lesazoten para ponerse en forma. Cuando sonjóvenes decimos que son primales y potrillos.Pero en este pasto cuando son mayores les pe-gamos. Caballos, hijito, es lo que estás viendo.Aquí lo sabemos todo sobre caballos, y no hayninguno que sea un hijo de la naturaleza de altoespíritu y alma pura. Un caballo, sencillamenteun caballo, lo mismo que tú, está lleno a rebo-sar de trucos, y maldad, y tozudez, y escamo-teos, y monerías, que ha tomado de su padre ysu madre, y ha fortalecido a su manera especialde ser torcido. Eso es un caballo, y eso es lo que

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hay de su dignidad y del tamaño de su almaantes de haber sido domado y haberse vueltode una pieza. Y no vamos a dar a nuestro caba-llo inalterado, al que no le han bastado dos kilosde avena desde que fue parido, nombres cari-ñosos que serían buenos para Nancy Hanks, oAlix o Directum. No intentes huir detrás deesas rocas. ¡Quédate donde estás! Si dejo quemi temperamento hambletoniano dé lo mejorque hay en mí en menos de tres minutos te voya convertir en trocitos más pequeños que lapaja del centeno, asustamujeres, mataniños,rompecarreras, comepastos sin domar, sin an-dadura y sin herradura, espaldaserrada, bocade tiburón, espalda peluda de saldo, hijo de unpotro cerril y de una máquina de coser.

-Creo que será mejor que volvamos a casa -le dije a mi compañero cuando Rod terminó dehablar; nos subimos al coupé y escuchamosquejarse a Tedda mientras dábamos saltos so-bre las repisas rocosas:

-Bueno, lamento no poder quedarme al acto

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social; pero espero y confío que mis amigos mesacarán un billete.

-¡Puedes apostar lo que quieras! -exclamóalegremente Muldoon, mientras los caballos seesparcían delante de nosotros trotando hacia elbarranco. A la mañana siguiente devolvimos alestablo lo que quedaba del caballo amarillo.Parecía fatigado, pero contento de regresar.

EL CHICO DE LA LEÑA

Niñas y niños, salid a jugar:¡la luna brilla y es como de día!Dejad la cena, dejad el sueño,¡y venid a la calle con vuestros

compañeros!Escalera arriba, muro abajo...

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Un niño de tres años estaba sentado en lacuna gritando con toda la potencia de su voz,los puños cerrados y los ojos aterrados. Al prin-cipio nadie le oyó, pues su cuarto estaba en elala oeste, y la niñera se encontraba entre loslaureles hablando con un jardinero. Pasó luegopor allí el ama de llaves, y entró corriendo paratranquilizarle. Él era su niño especial y elladesaprobó la conducta de la niñera.

-¿Qué pasó? ¿Qué pasó? No hay nada quete pueda asustar, querido Georgie.

-¡Había... había un policía! Estaba en elDown... ¡le vi! Entró. Jane te dirá que estaba.

-Los policías no entran en las casas, queri-do. Date la vuelta y cógeme la mano.

-Le vi... en el Down. Entró aquí. ¿Dónde es-tá tu mano, Harper?

El ama de llaves aguardó a que los sollozosse convirtieran en la respiración regular delsueño antes de salir sigilosamente.

-Jane, ¿qué tonterías le has estado contandoal amo Georgie sobre policías?

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-Yo no le he dicho nada.-Sí que lo has hecho. Ha estado soñando

con ellos.-Nos encontramos con Tisdall en Dowhead

cuando íbamos esta mañana en el carrito delburro. Quizás ahí se le metió en la cabeza.

-¡Ah! Así que ahora vas a asustar al niñocon tus estúpidas historias, y el amo sin sabernada. Como vuelva a pillarte... -etc.

Un niño de seis años estaba en la cama con-tándose historias a sí mismo. Era una habilidadnueva que guardaba en secreto. Un mes antesse le había ocurrido seguir una historia infantilque su madre había dejado sin terminar, y que-dó encantado al descubrir que la historia quesalía de su cabeza resultaba tan sorprendentecomo si la estuviera escuchando y fuera «nuevadesde el principio». En ese cuento había unpríncipe que mataba dragones, pero sólo unanoche. Georgie se convertía a sí mismo en prín-cipe, pachá, cazador de gigantes y en todo lo

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demás (comprenderéis que no podía decírselo anadie, por miedo a que se rieran de él), y sushistorias se desvanecían gradualmente en latierra de los sueños, donde las aventuras erantantas que no podía recordar ni la mitad deellas. Empezaban todas de la misma manera, otal como explicaba Georgie a las sombras de laluz nocturna, tenían «el mismo lugar de parti-da»: un montón de leña apilada en algún lugarcercano a una playa; y alrededor de esa pilaGeorgie se encontraba corriendo con niñas yniños pequeños. Las carreras terminaban, losbarcos navegaban por encima de la tierra firmey se abrían convirtiéndose en cajas de cartón; olas barandillas de hierro dorado y verde querodeaban hermosos jardines y podían traspa-sarse o derribarse siempre que recordara queera sólo un sueño. Nunca podía retener esa ideamás de unos segundos hasta que las cosas sevolvían reales, y en lugar de derribar casas lle-nas de personas adultas (una simple venganza),se quedaba sentado sintiéndose desgraciado

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sobre los gigantescos escalones de la puerta,tratando de cantar la tabla de multiplicar hastael cuatro veces seis.

La princesa de sus cuentos era una personade maravillosa belleza (procedía de la antiguaedición ilustrada de Grimm, ahora agotada), yaplaudía siempre el valor de Georgie entre losdragones y los búfalos, y él le dio los dos nom-bres más hermosos que había oído nunca en suvida: Annie y Louise, pronunciados «Anniean-louise». Cuando al dormirse los sueños inun-daban las historias, ella se transformaba en unade las jovencitas que había alrededor de la pilade leña, pero manteniendo su título y corona.Una vez vio a Georgie ahogarse en un mar delos sueños junto a la playa (eso sucedió el díadespués de que su niñera le había llevado abañarse en un mar auténtico); y él dijo al hun-dirse:

-¡Pobre Annieanlouise! ¡Ahora sentirá penapor mí!

Pero «Annieanlouise», caminando lenta-

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mente por la playa, dijo:-¡Ja, ja!, dijo el pato echándose a reír.Lo cual, para una mente despierta podía

parecer que no guardaba relación con la situa-ción. Pero a Georgie le consoló enseguida, ydebía ser una especie de encantamiento, pueselevó el fondo del profundo mar y salió andan-do con una maceta de flores de treinta centíme-tros sobre cada pie. Como en la vida real estabaestrictamente prohibido enredar con las mace-tas de flores, se sintió triunfalmente perverso.

Cuando tenía siete años, los movimientosde los adultos, a los que Georgie toleraba aun-que no pretendiera entenderlos, trasladaron sumundo a un lugar llamado «Una-visita-a- Ox-ford». Había allí edificios enormes rodeados degrandes prados, con calles de longitud infinita,pero sobre todo había algo llamado «mante-quería», que Georgie se moría de ganas por ver,pues sabía que tendría que ser algo grasiento, ypor tanto delicioso. Comprendió lo correctosque habían sido sus juicios cuando la niñera le

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condujo a través de un arco de piedra ante lapresencia de un hombre gordísimo que le pre-guntó si le gustaría tomar pan con queso.Georgie estaba acostumbrado a comer a todashoras, por lo que cogió lo que le dio «mante-quería», y habría tomado también un líquidomarrón llamado «auditale»1, pero su niñera selo llevó a una actuación de tarde de una cosallamada «Fantasma de Pepper»2. Fue tremen-damente emocionante. Las cabezas de la gentese salían y volaban por toda la escena, y losesqueletos bailaban hueso a hueso, mientrasque el propio señor Pepper, fuera de toda cues-tión un hombre de lo peor, agitaba los brazos,

1 Auditale. Es decir, «audit ale», cerveza floja («ale» decalidad especial que se hacía en algunos colegios univer-sitarios.

2 Fantasma de Pepper. Dispositivo por el que seveía el reflejo fantasmal de figuras ocultas al públicomediante un espejo.

Aunque inventado en 1858 por Henry Dircks,fue popularizado años después por J. H. Pepper.

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sacudía una larga capa y con una voz profundade bajo (Georgie nunca había oído cantar a unhombre) contaba sus penas inexpresables. Al-gunos adultos intentaron explicar que la ilusiónse conseguía con espejos, y que no había porqué asustarse. Georgie no sabía qué eran lasilusiones, pero sí sabía que un espejo era esemueble de asas de marfil que había sobre lamesa de tocador de su madre. Por tanto el«adulto» estaba «simplemente diciendo cosas»,siguiendo esa costumbre terrible de los «adul-tos», y Georgie lo buscaba entre las escenaspara divertirse. Junto a él se sentaba una niñapequeña vestida de negro con el pelo peinadosobre la frente, exactamente igual a la niña deun libro llamado «Alicia en el País de las Mara-villas», que le habían regalado en su últimocumpleaños. La niña miró a Georgie y Georgiela miró a ella. No parecía ser necesaria ningunaotra presentación.

-Tengo un corte en el pulgar -dijo él. Ésehabía sido el primer trabajo de su primer cuchi-

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llo auténtico, un salvaje machete triangular queél consideraba como una posesión valiosísima.

-¡Ez tedible! -respondió ella ceceando-. Dé-jame vedlo... pod favod.

-Está tapado con pasta de di-aki-lon3, peropor debajo está todo abierto -respondió Georgiecontemporizando.

-¿Y duele? -preguntó con sus ojos grisesllenos de piedad e interés. -Terriblemente. A lomejor me da trismo.

-Padece muy hodible. ¡Ez tan tedible! -exclamó ella poniendo un dedo sobre la manode él, y moviendo la cabeza hacia un lado paraverlo mejor.

En ese momento intervino la niñera, sacu-diéndole severamente. -Amo Georgie, no debehablar con niñas que son desconocidas.

-Ella no es desconocida. Ella es muy amable.Me gusta, y le he enseñado mi corte nuevo.

3 Di-aki-lon. Ungüento con el que se hacían em-plastos para ablandar tumores.

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-¡ Vaya idea! Cambie de lugar conmigo.Le pasó al otro lado ocultándole la vista de

la niña al tiempo que el adulto que estaba de-trás renovaba las explicaciones inútiles.

-No tengo miedo, de verdad -decía el niñosacudiéndose con desesperación-. Pero ¿porqué no te duermes por la tarde, igual que Pro-vostoforiel?

A Georgie le habían presentado a un adultode ese nombre que se durmió en su presenciasin pedir excusas. Georgie comprendió que erael adulto más importante de Oxford; de ahí quese esforzara por dorar su rechazo con zalamerí-as. A este adulto no parecía gustarle, pero sederrumbó, y Georgie se echó hacia atrás en suasiento, silencioso y embelesado. El señor Pep-per cantaba de nuevo, y la voz profunda y so-nora, el fuego rojo y la niebla, que agitaba elvestido largo, parecían combinarse con la niñaque tan amable había sido con el corte en sudedo. Cuando la representación terminó la niñahizo una seña a Georgie, y éste le devolvió otra.

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Hasta la hora de irse a la cama no habló más delo necesario, pero meditó en los nuevos colores,sonidos, luces, en la música y en las cosas en lamedida en que las entendía; la agonía en vozgrave del señor Pepper mezclándose con elceceo de la niña. Aquella noche hizo un nuevocuento del que sin la menor vergüenza quitó ala princesa Rapunzel-Rapunzeldeja-caer-tu-pelo, la de la corona de oro de la edición deGrimm y todo eso, y puso en su lugar a unanueva Annieanlouise. Por eso era absolutamen-te lógico y natural que cuando llegó junto a lapila de leña la encontrara aguardándole, con elpelo peinado sobre la frente, más Alicia en elPaís de las Maravillas que nunca, y comenzaranlas carreras y aventuras.

Diez años en una escuela pública inglesa noestimularon la capacidad de ensoñación. Geor-gie se ganó su crecimiento y las medidas delpecho, junto con algunas otras cosas que noaparecían en las facturas, mediante un sistema

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de crícket, fútbol y persecuciones de papel 4

entre cuatro y cinco días por semana, que in-cluía tres golpes de fresno, por ley, a cualquiermuchacho que se ausentara de esos entreteni-mientos. Se convirtió en un servidor5, de cuelloarrugado y gorra polvorienta, del Tercero Ele-mental, y en un defensa medio ligero del equi-po de fútbol de los Pequeños; fue empujado yaguijoneado en los flojos remansos del CuartoElemental, donde suelen acumularse los dese-chos de una escuela; ganó su gorra de «los Se-gundos Quince»6, disfrutó de la dignidad de unestudio compartido con dos compañeros y em-pezó a pensar en la posición de su prefecto.

4 Persecuciones de papel. Carrera campo a travéssiguiendo un rastro de papel que deja un corredor.

5 Servidor. En los internados ingleses los niñospequeños acostumbran a servir de criados de los demás edad.

6 Segundos quince. Esto nos indica que se está re-firiendo todo el tiempo al fútbol-rugby, con equiposcompuestos de quince jugadores.

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Finalmente floreció en plena gloria como prin-cipal de la escuela y capitán exoficio de los de-portes; principal de su casa, en la que junto consus lugartenientes preservaba la disciplina y ladecencia entre setenta chicos de entre doce ydiecisiete años; árbitro general en las disputasque surgían entre los quisquillosos alumnos deSexto; y aliado y amigo íntimo del propio Di-rector. Cuando aparecía con el jersey negro, loscalzones blancos y las medias negras de losPrimeros Quince, con el balón nuevo para elpartido bajo el brazo, y su gorra vieja y gastadasobre la coronilla, la morralla de las formasinferiores se apartaba y le veneraba, y los «Go-rras Nuevas» del equipo le hablaban con osten-tación para que todo el mundo pudiera verleshacerlo. Y así, cuando en el verano regresaba alpabellón tras un partido lento pero eminente-mente seguro, no importaba si no había marca-do nada o, como sucedió una vez, había conse-guido ciento tres, pues la escuela gritaba exac-tamente igual y las mujeres que habían acudido

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a ver el partido miraban a Cottar: el comandanteCottar. «¡Ése es Cottar!» Sobre todo era respon-sable de eso que se daba en llamar el tono de laescuela, y pocos entienden con qué devociónapasionada se lanzan a esa tarea algunos mu-chachos. El hogar era un lugar lejano lleno decaballos, de pesca, de caza y de visitantes mas-culinos que interferían en los planes; pero laescuela era su mundo real, donde sucedían lascosas de importancia vital y surgían crisis quehabía que enfrentar con prontitud y tranquili-dad. No por nada estaba escrito en ella: «Quelos cónsules cuiden de que la República no su-fra daño», y Georgie se alegraba de recuperar laautoridad cuando terminaban las vacaciones.Tras él, aunque no demasiado cercano, estabael sabio y templado Director, a veces sugirien-do la sabiduría de la serpiente, otras aconsejan-do la suavidad de la paloma; dirigiéndole paraque viera, más por intuiciones que con palabrasdirectas, que los chicos y los hombres son todosde una pieza, y que el que pueda manejar a los

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primeros podrá estar seguro, con el tiempo, decontrolar a los segundos.

Por lo demás, la escuela no le estimulaba adetenerse en sus emociones, sino más bien amantenerse en duras condiciones, a evitar lascantidades falsas y a entrar directamente, sin laayuda de un carísimo preparador de exámeneslondinense, en el ejército, bajo cuyo techo tantoaprende la sangre joven. El comandante Cottarsiguió el camino que habían seguido cientosantes de él. El Director le dio seis meses de pu-lido final, le enseñó cuáles eran las respuestasque más complacían a ciertos examinadores, yle entregó a las autoridades convenientementeconstituidas, quienes lo enviaron a Sandhurst7.Allí tuvo el suficiente buen sentido como paradarse cuenta de que volvía a estar en TerceroElemental, y comportarse con respeto hacia sus

7 Sandhurst. Pueblo del sur de Inglaterra sede dela Royal Military Academy, dedicada al entrena-miento de los cadetes.

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mayores, hasta que a su vez ellos le respetarony fue promovido al grado de cabo, sentándosecon autoridad entre diversas gentes en las quese combinaban todas las voces de los hombres ylos muchachos. Su recompensa fue otra serie decopas de atletismo, una espada por buena con-ducta, y por fin, el nombramiento de Su Majes-tad como teniente en un regimiento de línea deprimera clase. No sabía que traía con él de laescuela y el colegio un carácter que valía supeso en oro, pero le complació descubrir quesus compañeros de mesa eran tan amables. Te-nía mucho dinero propio; su formación le habíapuesto en el rostro la máscara de la escuela pú-blica, y le había enseñado «cuántas cosas habíaque ningún tipo debe hacer». En virtud de esamisma formación, mantenía los poros abiertosy la boca cerrada.

El funcionamiento regular del Imperio tras-ladó su mundo a India, donde saboreó la sole-dad profunda en el cuartel de un oficial subal-terno -una habitación y un baúl de piel de

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buey-, y con sus compañeros aprendió desde elprincipio su nueva vida. Pero había caballos enla tierra: caballos a un precio razonable; habíapolo para aquellos que podían permitírselo;quedaban los restos vergonzosos de una traíllade perros, y Cottar fue abriéndose camino sinexcesiva desesperación. Se le ocurrió que unregimiento en India estaba más cerca de lo quehabía pensado de la posibilidad de servicioactivo, y que un hombre debía estudiar su pro-fesión. Un comandante de la nueva escuelarespaldó con entusiasmo esa idea, y Cottar y élacumularon una biblioteca de volúmenes mili-tares y durante mucho tiempo leyeron, discu-tieron y disputaron hasta bien entrada la noche.Pero el ayudante pronunció la vieja frase:

-Consigue conocer a tus hombres, joven, yellos te seguirán a cualquier parte. Eso es loúnico que necesitas, conocer a tus hombres.

Cottar pensó que los conocía bastante bienen el crícket y en los deportes del regimiento,pero nunca entendió lo que de verdad llevaban

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en su interior hasta que fue enviado con undestacamento de veinte hombres a asentarse enun fuerte cubierto de barro próximo a un ríorápido que se cruzaba por un puente de barcas.Cuando llegaron las inundaciones las barcas semarcharon y tuvieron que cazar los pontones alo largo de las orillas. En otros momentos nohabía nada que hacer, y los hombres se embo-rrachaban, jugaban y se peleaban. Formaban ungrupo malsano pues es costumbre encasquetarlos peores hombres a un oficial subalterno jo-ven. Cottar soportó sus algaradas tanto comopudo y finalmente mandó traer una docena depares de guantes de boxeo.

-No os culparía por vuestras peleas si sólosupierais utilizar las manos, pero no sabéis -lesdijo-. Coged esto y os enseñaré.

Los hombres apreciaron su esfuerzo. Ahora,en lugar de blasfemar y jurar a un camarada, yamenazar con dispararle, se lo llevaban a unlugar apartado y se tranquilizaban con el ago-tamiento. Como explicó uno al que Cottar en-

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contró con un ojo cerrado y la boca en forma dediamante escupiendo sangre a través de unatronera:

-Señor, lo intentamos con los guantes du-rante veinte minutos, y eso no nos hizo ningúnbien, señor. Después nos quitamos los guantesy lo intentamos así durante otros veinte minu-tos, de la manera en que usted nos enseñó, se-ñor, y eso nos ha hecho muchísimo bien. No erauna pelea, señor; era una apuesta.

Cottar procuró no reír e invitó a sus hom-bres a practicar otros deportes, como las carre-ras campo a través en camisa y pantalones si-guiendo un rastro de papel desgarrado, y apracticar esgrima con bastones por la noche,hasta que la población nativa, gran amante deldeporte en todas sus formas, quiso saber si loshombres blancos conocían la lucha. Enviaronun embajador que cogió a los soldados por elcuello y les hizo probar el polvo; y todo el gru-po se entregó a este deporte nuevo. Gastarondinero en aprender nuevas caídas y presas, lo

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que era mejor que comprar otros bienes dudo-sos; y los campesinos sonreían en los torneos.

El destacamento, que había ascendido concarros tirados por bueyes, regresó al cuartelgeneral a una velocidad media de treinta millasdiarias, sin levantar los pies del suelo: llegaronsin enfermos, sin prisioneros y sin juicios mar-ciales pendientes. Se esparcieron entre sus ami-gos cantando alabanzas al oficial y buscandocausas de ofensa.

-¿Cómo le fue, joven? -preguntó el ayudan-te.

-Oh, les hice sudar, y sacar músculo. Fueuna verdadera juerga.

-Si ésa es su forma de considerarlo, pode-mos ofrecerle todas las juergasque quiera. El joven Davies no se encuentra enmuy buena forma, y es elsiguiente en la lista de deberes de destacamen-to. ¿Le importaría ir en su lugar?

-¿Seguro que a él no le importa? No quisie-ra molestar a nadie, ya sabe.

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-Por Davies no tiene que preocuparse. Ledaremos los desechos del cuerpo y usted verálo que puede hacer con ellos.

-Perfectamente -contestó Cottar-. Eso esmucho más divertido que haraganear por elacantonamiento.

-Qué extraño -dijo el ayudante después deque Cottar hubiera regresado a las tierras salva-jes con otros veinte diablos peores que los pri-meros-. Si Cottar supiera que la mitad de lasmujeres de aquí darían sus ojos -¡que Dios lasconfunda!- por llevar detrás a ese joven.

-Eso explica que la señora Elery dijera queestaba haciendo trabajar mucho al agradablechico nuevo -comentó un comandante de ala.

-Oh sí; y «¿Por qué no viene a la tribuna dela banda por las tardes?» «¿Puedo contar con élpara jugar dobles de tenis con las chicas deHammon?» -refunfuñó el ayudante-. ¡Fíjese enel joven Davies, haciendo el tonto con una car-nera disfrazada de oveja lo bastante mayor co-mo para ser su madre!

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-Nadie puede acusar al joven Cottar de co-rrer tras las mujeres, blancas o negras -contestóel comandante pensativamente-. Pero al finallas personas de este tipo son las que se dan elpeor batacazo.

-Cottar no. Sólo una vez he encontrado untipo como él... se llamaba Ingles, en Sudáfrica.Tenía el mismo tipo de constitución animal,para los deportes atléticos, entrenado en la du-reza. Siempre se mantenía en excelentes condi-ciones. Sin embargo no le sirvió de mucho. Ledispararon en Wesselstroom la semana antes deMajaba 8. Me pregunto si el joven conseguiráponer en forma a su destacamento.

Cottar regresó a pie seis semanas más tardecon sus pupilos. Nunca contaba sus experien-cias, pero los hombres hablaban con entusias-

8 Wesselstroom... Majuba. Kipling debía estar pen-sando en Wakkerstoom, un fuerte del Transvaal. Enla batalla de Majuba, veintisiete de febrero de 1881,los británicos sufrieron una importante derrota.

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mo y fragmentos de éstas se filtraban hasta elcoronel mediante los sargentos, asistentes deoficial, etcétera.

Había grandes envidias entre los destaca-mentos primero y segundo, pero todos loshombres adoraban a Cottar y su manera dedemostrarlo era evitarle todos los problemasque saben causar los hombres a un oficial alque no quieren. Buscaba la popularidad tanpoco como la había buscado en la escuela, y poreso acudió a él. No favorecía a nadie, ni siquie-ra al más desastrado de la compañía cuandosacaba las castañas del fuego a ésta en el parti-do de cricket con un inesperado cuarenta y tresen el último momento. Era muy poco lo quepodía obtenerse del hecho de estar a su lado,pues parecía saber por instinto exactamentecuándo y dónde desenmascarar a quien se fin-gía enfermo; pero no olvidaba que era realmen-te muy pequeña la diferencia entre un jovenofuscado y sombrío de la escuela superior y unsoldado asombrado y atemorizado recién lle-

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gado de la estación. Viendo estas cosas, los sar-gentos le contaban secretos que generalmenteocultaban a los oficiales jóvenes. Sus palabraseran citadas como autoridad del cuartel en lasapuestas en la cantina y durante el té; y hastalas mismas harpías del cuerpo, llenas de acusa-ciones contra otras mujeres que habían utiliza-do la cocina económica fuera de turno, callabancuando Cottar, tal como ordenaba el reglamen-to, les preguntaba una mañana si había «algunaqueja».

-Yo estoy llena de quejas -dijo la señora delcabo Morrison-. Y cualquier día de éstos podríamatar a la vaca gorda de la esposa de O'Hallo-ran, pero ya sabes cómo son las cosas. Mete lacabeza por dentro de la puerta, baja avergon-zado su bendita nariz y susurra si tenemos al-guna queja. Nadie puede quejarse después deeso. Lo que yo querría es besarle. Y creo quealgún día lo haré. ¡Vaya que sí! Tendrá suerte lamujer que consiga al Joven Inocencia. Miradle,chicas. ¿Podéis culparme de algo?

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A galope corto se dirigió hacia el campo depolo con el aspecto de una satisfactoria figuramasculina mientras controlaba fácilmente losprimeros movimientos excitados de su caballoy se deslizaba por encima de un bajo muro debarro para llegar al campo de entrenamiento.No sólo la señora del cabo Morrison tenía esossentimientos. Pero Cottar estaba ocupado oncehoras al día. No le gustaba que le estropearanlos partidos de tenis por cuestiones de faldastratadas en el campo; y tras pasar una largatarde en una fiesta en el jardín, le dijo a su co-mandante que aquellas cosas no eran más que«palabrerías inútiles», y el comandante se echóa reír. Lo suyo no eran los líos matrimoniales,salvo para la esposa del coronel, y Cottar semantenía respetuoso ante la buena dama. Éstadecía «mi regimiento», y todo el mundo sabíalo que quería decir. Sin embargo, cuando que-rían que ella diera los premios de un torneo detiro, y ella se negaba porque uno de los gana-dores estaba casado con una joven que se había

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burlado de ella tras sus anchas espaldas, loscompañeros ordenaban a Cottar que la «aplaca-ra» empleando sus mejores oficios. Y éste lohacía de manera simple y laboriosa y ella cedíatotalmente.

-Sólo quería conocer los hechos del caso -explicaba-. Se los conté y lo entendió ensegui-da.

-Bien... -contestaba el ayudante-. Espero quefuera así. ¿Viene esta noche al baile de los fusi-leros, Galahad?

-No, gracias. Tengo una pelea con el co-mandante.

Y el virtuoso aprendiz se pasaba sentadohasta media noche en las habitaciones del co-mandante con un cronómetro, un par de com-pases y cambiando de sitio pequeños bloquesde plomo pintado encima de un mapa de diezcentímetros 9.

9 Mapa de diez centímetros. Cottar y el comandan-te debían estar jugando a un juego llamado Kriegs-

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Después se acostaba y dormía el sueño de lainocencia, lleno de ensoñaciones saludables. Alprincipio de su segunda estación calurosa ob-servó una peculiaridad de sus sueños. Dos otres veces al mes se duplicaban o se producíanen serie. Se encontraba entrando en la tierra delos sueños por el mismo camino: un caminoque iba junto a una playa cerca de una pila deleña. A la derecha estaba el mar, a veces conmarea alta, y a veces retirado hasta el horizontemismo. Pero sabía que era el mismo mar. Porese camino cruzaba un promontorio de tierracubierta de hierba corta y marchita que le con-ducía a los valles de la maravilla y la sinrazón.Más allá de la cresta, coronada con una especiede farol callejero, todo era posible; pero hasta elfarol le parecía conocer el camino igual de bienque el campo de desfile. Aprendió a desearllegar a ese lugar, pues una vez allí estaba segu-ro de tener una buena noche de descanso, y el

piel.

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clima caluroso de India resultaba bastante ago-tador. Primero, ensombrecido bajo los párpa-dos cerrados, aparecía el perfil del montón deleña; después la arena blanca del camino de laplaya, colgando casi por encima del mar negroy cambiante; después el giro tierra adentro su-biendo el promontorio hasta el farol. Cuandopor alguna razón estaba inquieto, se decía a símismo que con seguridad llegaría allí, con todaseguridad, si cerraba los ojos y dejaba que lascosas pasaran por su mente. Pero una noche,tras jugar una hora de polo especialmente dura(el termómetro de su habitación marcaba trein-ta y cuatro grados centígrados a las diez), elsueño se apartó totalmente de él, aunque hizolo posible por encontrar el conocido camino, elpunto en donde comenzaba el verdadero sue-ño. Finalmente vio el montón de leña, y corrióhacia la cresta, pues a sus espaldas sentía queestaba el sofocante mundo de la vigilia. Llegóhasta el farol, con el hormigueo de la somno-lencia, cuando un policía -un policía rural co-

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mún- se plantó delante de él de un salto y letocó en el hombro antes de que pudiera zambu-llirse en el oscuro valle inferior. Estaba aterrado-con el terror sin esperanza de los sueños-cuando el policía le dijo con esa horrible y claravoz de la gente de los sueños:

-Soy un policía de día que regresa de la ciu-dad del sueño. Venga conmigo.

Georgie sabía que era verdad: que más allá,en el valle, estaban las luces de la ciudad delsueño, donde habría encontrado abrigo, y queaquel policía tenía todo el poder y la autoridadpara devolverle a la miserable vigilia. Se encon-tró mirando la luz de la luna sobre el muro,sudando por el temor; y nunca superó esehorror aunque encontró al policía en variasocasiones durante la estación calurosa, y suaparición presagiaba una mala noche.

Pero otros sueños, totalmente absurdos, leproducían un placer inexpresable. Todos losque recordaba empezaban junto a la pila deleña. Por ejemplo, encontró un pequeño vapor

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con mecanismo de relojería (ya lo había obser-vado antes muchas noches) junto al camino delmar, se subió en él y se movió con gran veloci-dad sobre un mar absolutamente raso. Aquellofue glorioso, pues sintió que estaba explorandograndes cosas; y se detuvo junto a un lirio ta-llado en piedra que, de la manera más natural,flotaba sobre el agua. Viendo que el lirio lleva-ba escrito «Hong-Kong», Georgie dijo:

-Claro. Así es precisamente como esperabaque fuera Hong- Kong. ¡Qué magnifico!

Varios miles de millas más lejos se detuvojunto a otro lirio de piedra, con «Java» en laetiqueta; y también le complació enormemente,porque sabía que ahora estaba en el final delmundo. Pero el barquito siguió avanzando yavanzando hasta que se detuvo en una presa deprofundas aguas cuyos costados eran de már-mol tallado y estaban verdes por el musgo. So-bre el agua había nenúfares y los juncos forma-ban arcos por arriba. Alguien se movía entre losjuncos: alguien que Georgie sabía que había ido

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hasta el fin del mundo para encontrarle. Por esotodo estaba absolutamente bien en él. Se sentíainexpresablemente feliz y se asomó por un cos-tado del barco para encontrar a esa persona.Cuando sus pies tocaron esas aguas tranquilasse transformaron con el crujido que hacen losmapas al desenrollarse nada menos que en unsexto continente del globo que estaba más alláde la imaginación más remota del hombre: unlugar en el que las islas eran de color amarillo yazul y estaban recorridas por las letras de sunombre. Daban a mares desconocidos y Geor-gie sintió urgentemente el deseo de regresarvelozmente, a través de ese atlas flotante, a lu-gares conocidos. Se dijo a sí mismo repetida-mente que no era bueno tener prisa; pero aunasí se apresuraba desesperadamente, y las islasse deslizaban y deslizaban bajo sus pies, losestrechos se abrían y ensanchaban, hasta que seencontró totalmente perdido en la cuarta di-mensión del mundo, sin esperanza de regresar.Pero a muy escasa distancia podía ver el viejo

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mundo, con los ríos y las cadenas montañosasseñalizados según las normas cartográficas deSandhurst. Entonces la persona a la que habíaido a buscar a la Presa de Lily (que así se lla-maba) corrió por encima de territorios inexplo-rados y le mostró un camino. Huyeron cogidosde la mano hasta que llegaron a una carreteraque cruzaba por encima de barrancos, y por elborde de precipicios, y que se convertía en tú-neles bajo las montañas.

-Esto lleva hasta nuestra pila de leña -dijosu compañero; y todos sus problemas termina-ron. Cogió un caballo porque se daba cuenta deque se trataba de la Carrera de las Treinta Mi-llas, y debía cabalgar velozmente; y corrió através de los ruidosos túneles y tomando lascurvas, siempre colina abajo, hasta que escuchóel mar a su izquierda y lo vio bramar bajo laluna llena junto a los riscos arenosos. Todo su-cedía rápidamente, pero reconoció la naturale-za del país, los llanos de color morado oscuroen tierra adentro, las curvas que silbaban al

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viento. El camino desaparecía en algunos luga-res y las olas del mar rompían contra él: len-guas negras y sin espuma de olas alargadaslisas y brillantes; pero estaba convencido deque había menos peligro en el mar que en«ellos», fuesen quienes fuesen «ellos», que es-taban tierra adentro, a su derecha. Sabía tam-bién que estaría a salvo si podía llegar a la lomadel farol. Sucedió tal como esperaba: vio unaluz a una milla de distancia en la playa, des-montó, giró a la derecha, caminó tranquilamen-te por encima de la pila de leña, descubrió queel pequeño vapor había regresado a la playa, almismo sitio de donde había partido y... debióquedarse dormido porque no pudo recordarnada más.

-Estoy empezando a entender la geografíade ese lugar -se dijo a sí mismo al afeitarse a lamañana siguiente-. Debo haber hecho una es-pecie de círculo. Veamos. La Cabalgada de lasTreinta Millas (¿cómo diablos sabía que se lla-maba así?) se une con el camino marítimo más

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allá de la primera loma en donde está el farol. Yese país cartográfico está de espaldas a la Ca-balgada de las Treinta Millas, en algún lugar ala derecha más allá de las colinas y los túneles.Curiosa cosa son los sueños. Me pregunto quées lo que hace que los míos ajusten unos conotros de esa manera.

Siguió cumpliendo los distintos deberes decada estación. El regimiento se trasladó y dis-frutó de la marcha por carretera durante dosmeses, que aprovecharon para dedicarse a di-versas cacerías; y cuando llegaron al nuevoacantonamiento se hizo miembro del Tent Clublocal, y cazó potentes verracos a lomos de caba-llo con una lanza corta y punzante. Allí conocióel mahseer del Poonch10, a cuyo lado el tarpón esun arenque 11, y aquél que lo lleva a tierra pue-

10 Mahseer. Se trata de un barbo muy apreciadopor los pescadores.

11 Tarpon. En realidad es un arenque, aunquemuy grande.

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de decir que es un pescador. Aquello era tannuevo y tan fascinante como la caza mayor quele correspondió, cuando se fotografió, para en-viar la instantánea a su madre, sentado sobre elcostado de su primer tigre.

Luego el ayudante fue ascendido, y Cottarse alegró con él, pues le admiraba mucho, y semaravilló de que pudiera existir alguien tanimportante como para ocupar su puesto; poreso casi se desmayó cuando la capa cayó sobresus hombros y el coronel dijo algunas cosas quele hicieron sonrojar. El puesto de ayudante nose diferencia materialmente del de principal dela escuela, y Cottar mantuvo con el coronel lamisma relación que había tenido con su antiguodirector en Inglaterra. Pero con el calor la calmase desgasta, y se dijeron e hicieron cosas que ledolieron mucho, y cometió desatinos gloriososde los que el sargento mayor del regimiento lesacó con alma leal y la boca cerrada. Los desas-trados e incompetentes bramaban contra él; losdébiles de carácter se esforzaban por apartarle

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de los caminos de la justicia; los mediocres -sí,esos hombres que Cottar creía que nunca «harí-an lo que tienen que hacer los hombres»- leimputaban motivos viles y tortuosos a actos enlos que ni siquiera había pensado previamente;saboreó la injusticia y eso le puso enfermo. Perosu consuelo llegaba en el campo de desfiles,donde contemplaba las compañías completas yreflexionaba sobre el número escaso de hom-bres que había en el hospital o en las celdas, yse preguntaba cuándo llegaría el momento deponer a prueba la máquina de su amor y sustrabajos. Pero para ello necesitaban y esperabanel trabajo de un día entero de un hombre, yquizás tres o cuatro horas de la noche. Curio-samente, nunca soñaba con el regimiento, talcomo se suponía popularmente. La mente, libe-rada de los quehaceres del día, en general cesa-ba de trabajar totalmente, o si se movía le tras-ladaba por la antigua carretera de la playa has-ta las lomas, el farol y, de vez en cuando, elterrible policía del día. La segunda vez que re-

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gresó al continente perdido del mundo (era unsueño que se repetía una y otra vez, con varia-ciones, sobre el mismo terreno) supo que si sequedaba quieto, la persona de la Presa de Lilyle ayudaría; y no quedó decepcionado. A vecesquedaba atrapado en minas de enorme profun-didad excavadas en el corazón del mundo,donde hombres atormentados cantaban cancio-nes sonoras; y oía que esa persona se acercabapor las galerías, y todo se volvía seguro y deli-cioso. Volvían a encontrarlo en vagones de fe-rrocarril indios de techo bajo, y se detenían enun jardín rodeado por barandillas doradas yverdes donde un populacho de gentes blancasy pétreas, inamistosas, se sentaba en mesas dedesayuno cubiertas de rosas y apartaban aGeorgie de su compañero mientras voces sub-terráneas entonaban cantos con voz profunda.Georgie se llenaba de desesperación hasta queambos volvían a encontrarse. Conversaban enuna interminable y calurosa noche tropical y sedeslizaban dentro de una enorme casa que él

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sabía se levantaba en algún lugar situado alnorte de la estación de ferrocarril, en la que lagente comía entre las rosas. Estaba rodeada dejardines, todos húmedos y goteantes; y en unahabitación a la que se llegaba a través de leguasde pasillos encalados, yacía en la cama un Obje-to Enfermo. Georgie sabía que el menor ruidodesencadenaría un terror que estaba allí aguar-dando, su compañero también lo sabía; perocuando sus miradas se encontraban por encimade la cama, Georgie se sentía disgustado alcomprobar que ella era una niña... una niñapequeña con sandalias de correas y los cabellosnegros peinados hacia atrás desde la frente.

-¡Qué estupidez tan horrible! -pensaba-. Nopodrá hacer nada si se le desprende la cabeza.

Entonces el objeto tosía y la escayola del te-cho se caía sobre la mosquitera y «ellos» entra-ban corriendo desde todas las esquinas. Él sellevaba a rastras a la niña a través del jardínsofocante, con las voces cantando a sus espal-das, y cabalgaban la Cabalgada de las Treinta

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Millas utilizando el látigo y las espuelas por laplaya arenosa junto al mar que se agitaba conviolencia, hasta que llegaban a los altos, el faroly la pila de leña, que significaba la seguridad.Muy a menudo los sueños se interrumpían deesta manera, y ellos se separaban para enfren-tarse a solas a tremendas aventuras. Pero losmomentos más agradables eran cuando ella y éltenían una comprensión clara de que todo erafalso, y así caminaban por entre ríos estruendo-sos de una milla de anchura sin ni siquiera qui-tarse los zapatos, o prendían fuego a ciudadespopulosas sólo para ver cómo ardían, y erandescorteses, como cualquier niño, con las vagassombras que se encontraban en sus paseos. Sa-bían que más tarde, por la noche, sufrirían porello, bien en manos de las gentes del ferrocarrilque comían entre rosas, o en las tierras altastropicales, al otro extremo de la Cabalgada delas Treinta Millas. Pero aquello no les asustabademasiado, aunque a menudo Georgie la oyeragritar «¡Chico! ¡Chico!» a medio mundo de dis-

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tancia, y él acudía corriendo a rescatarla antesde que «ellos» la maltrataran.

Ella y él exploraban los altos de color mo-rado oscuro, tierra adentro, tan lejos de la pilade leña como se atrevían a llegar, aunque aque-llo era siempre un asunto peligroso. El interiorestaba lleno de «ellos» y «ellos» cantaban en loshuecos, por lo que ella y Georgie se sentían másseguros en la orilla del mar o sus proximidades.Había llegado a conocer tan bien el lugar de sussueños que incluso despierto lo aceptaba comoun país real, y trazaba un esbozo aproximadode la zona. Evidentemente, guardaba el secretode aquello, pero la permanencia de esa tierra leasombraba. Su sueños ordinarios eran tan in-formes y pasajeros como cualquier sueño salu-dable, pero de vez en cuando se movía junto ala pila de leña dentro de límites conocidos ypodía saber adónde iba a llegar. Una vez hubovarios meses en los que nada notable cruzabasu sueño. Después los sueños regresaban enseries de cinco o seis, y a la mañana siguiente

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ponía al día el mapa que guardaba en su carpe-ta, pues Georgie era una persona de lo másmetódica. Había ciertamente un peligro -susmayores así lo decían- de convertirlo todo enun «lío de comadres» habitual en un ayudante,y una vez que un oficial acepta la soltería pro-longada hay más esperanzas para la virgen desetenta años que para él.

Pero el destino produjo el cambio necesarioen la forma de una pequeña campaña de in-vierno en la frontera, que a la manera de laspequeñas campañas se reveló como una guerramuy fea; y el regimiento de Cottar fue uno delos primeros seleccionados.

-Ahora nos quitaremos las telarañas, espe-cialmente usted, Galahad -dijo un comandante-. Y veremos lo que su actitud de «gallina consus polluelos» ha hecho por el regimiento.

Cottar casi llora de alegría ante la perspec-tiva de la campaña. Estaban preparados: físi-camente mucho más preparados que las otrastropas; eran buenos en el campo, seco o húme-

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do, habiendo comido o sin comer; y seguían asus oficiales con la veloz flexibilidad y la obe-diencia entrenada de un equipo de rugby deprimera categoría. Quedaron aislados de unabase en su defensa y alegremente se abrieroncamino hasta ella de nuevo; coronaron y lim-piaron colinas llenas de enemigos con la preci-sión de perros de caza bien adiestrados; y en lahora de la retirada, cuando contaban con elestorbo de los enfermos y heridos de la colum-na, fueron perseguidos once millas por un vallesin agua y sirviendo de retaguardia se cubrie-ron con gran gloria a los ojos de los profesio-nales. Cualquier regimiento sabe avanzar, peromuy pocos saben retirarse llevando un aguijónen la cola. Después recorrieron e hicieron cami-nos, con frecuencia bajo el fuego, y desmantela-ron algunos reductos de barro poco convenien-tes. Fueron el último cuerpo en retirarse cuan-do se barrieron los escombros de la campaña; ytras pasar un mes en un campamento estable,que pone a prueba gravemente la moral, regre-

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saron a su acantonamiento cantando:

Va a hacerlo sin ellos,ya no los quiere;va a hacerlo sin ellos,como lo hizo antes muchas veces,va a ser un mártirde una manera muy nueva,y todos los chicos y chicas dirán:¡Oh! ¡Qué agradable ese joven... joven... jo-

ven!¡Oh! ¡Qué agradable joven!

Se imprimió una Gazette 12 por la que Cottarse enteró de que se había comportado con «va-lor, frialdad y discreción» en todos sus desti-nos; de que bajo el fuego enemigo había ayu-dado a los heridos y de que, también bajo el

12 Gazette. La publicación oficial que anuncia de-talles sobre los ascensos y medallas en las fuerzasarmadas.

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fuego, había cruzado una puerta. Resultadoclaro, el grado de capitán con el mando efectivode un comandante, unido a la Orden de Servi-cios Distinguidos.

En cuanto a los heridos, explicó que eranlos dos hombres pesados a quienes él podíalevantar con más facilidad que cualquier otro.

-En otro caso, desde luego, habría enviado auno de mis hombres; y desde luego, lo delasunto de la puerta quede claro que estuvimosa salvo nada más traspasarla.

Pero eso no impidió que sus hombres le vi-torearan estruendosamente cuando le veían, nique sus colegas le ofrecieran una cena en lavíspera de su partida hacia Inglaterra (por usarsus palabras, un año de permiso fue una de lascosas que «hurtó en la campaña»). El doctor,que había dado por sentado todo lo bueno quese decía de él, citó esa poesía que dice que «Unabuena hoja esculpe los cascos de los hombres»

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13, y todo eso, y todos afirmaron que Cottar erauna persona excelente; pero cuando se levantóél para hacer su primer discurso, gritaron tantoque sólo se le oyó decir:

-Es inútil tratar de hablar con tus compañe-ros fastidiándote así. Vámonos a jugar al billar.

No es desagradable pasar veintiocho díasen un vapor indolente sobre aguas templadasen la compañía de una mujer que te da a enten-der que le sacas la cabeza y los hombros al restodel mundo, incluso aunque esa mujer puedatener, tal como suele suceder, diez años másque tu superior. Los barcos de P. and O. noestán iluminados con ese desagradable detallede los trasatlánticos. Hay más fosforescencia enla proa, y mayor silencio y oscuridad tras elaparato de gobernar a mano.

A Georgie le podían haber sucedido cosashorribles, de no haber sido porque nunca había

13 Un buen... . El primer verso de «Sir Galahad»,de Alfred Lord Tennyson.

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estudiado los principios del juego que se espe-raba que jugase. Por eso cuando la señora Zu-leika le expresó en Aden el interés maternal quesentía por su bienestar, medallas, mando efec-tivo y todo eso, Georgie la tomó al pie de laletra y poco después le hablaba de su madre,que estaba trescientas millas más cercana cadadía, de su hogar y todo eso mientras subían porel Mar Rojo. Le resultó mucho más fácil de loque había supuesto hablar con una mujer du-rante una hora entera. Después la señora Zulei-ka, dejando a un lado el afecto maternal, lehabló del amor en abstracto como algo no in-digno de estudio, y en discretos crepúsculos,después de la cena, le pedía que le hiciera con-fidencias. A Georgie le habría encantado pro-porcionárselas, pero no tenía ninguna, y nosabía que su deber consistía en inventarlas. Laseñora Zuleika expresó sorpresa e increduli-dad, y planteó todas aquellas preguntas que loprofundo hace a lo profundo. Aprendió todo lonecesario para creerle, y como era una mujer

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recuperó su actitud maternal (Georgie no llegóa darse cuenta de que la había abandonado).

-¿Sabe? -le dijo ella en algún punto del Me-diterráneo-. Creo que es usted el muchachomás adorable que he conocido en mi vida, yquisiera que me recordara un poco. Lo harácuando sea mayor, pero quiero que me recuer-de ahora. Hará muy feliz a alguna joven.

-¡Oh! Eso espero -contestó seriamenteGeorgie-. Pero hay montones de tiempo paracasarse y todo lo demás, ¿no le parece?

-Eso depende. Aquí tiene las bolsas de judí-as para la competición de damas. Creo que meestoy haciendo demasiado mayor para preocu-parme por estos tamashas 14.

Estaban organizando competiciones yGeorgie pertenecía al comité. No se dio cuentade lo perfectamente que habían sido cosidas lasbolsas, pero otra mujer sí lo hizo, y sonrió. A él

14 Tamashas. En indostaní, función pública, entre-tenimiento, lío.

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le gustaba mucho la señora Zuleika. Era unpoco mayor, desde luego, pero inusualmenteagradable. No había en ella nada que resultaraabsurdo.

Unas noches después de pasar por Gibral-tar, su sueño volvió a él. La que le aguardabajunto a la pila de leña ya no era una niña pe-queña, sino una mujer de cabello negro que lecrecía en forma de V sobre la frente, peinándolohacia atrás. La reconoció como la niña de negro,la compañera de los últimos seis años, y talcomo había sucedido en la época de los encuen-tros en el Continente Perdido, sintió un placerinexpresable. «Ellos», por alguna razón de latierra de los sueños, aquella noche se mostra-ban amigables o habían desaparecido, y los dosrevolotearon juntos por todo su país, desde lapila de leña hasta la Cabalgada de las TreintaMillas, hasta que vieron la casa del Objeto En-fermo, como un pequeño punto en la distancia,a la izquierda; caminaron por la sala de esperadel ferrocarril, donde las rosas estaban extendi-

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das sobre las mesas del desayuno; y regresaron,pasando por el vado y por la ciudad que habíanquemado una vez para divertirse, a los grandespromontorios de los altozanos, bajo el farol.Allá donde iban les seguía desde el subsuelo unpoderoso canto, pero aquella noche no habíapánico. Toda la tierra estaba vacía salvo porellos, y al final (estaban sentados bajo el farol,cogidos de la mano) ella se volvió y le besó. Éldespertó con un sobresalto y se quedó mirandola cortina de la puerta del camarote, que se agi-taba; casi habría jurado que el beso había sidoreal.

A la mañana siguiente, en el Mar de Vizca-ya, la mar estaba agitada y la gente no se sentíabien; pero cuando Georgie bajó a desayunarafeitado, bañado y oliendo a jabón, muchos sevolvieron para mirarle por la luz de sus ojos yel esplendor de su semblante.

-Tiene usted un aspecto excelente -le espetóun vecino-. ¿Alguien le ha dejado una herenciaen mitad de la bahía?

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Georgie cogió el curry con una sonrisa será-fica.

-Imagino que es el estar tan cerca de casa, ytodo eso. Me siento bastante alegre esta maña-na. El mar está un poco movido, ¿no le parece?

La señora Zuleika se quedó en el camarotehasta el final del viaje, bajó del barco sin des-pedirse de él y una vez en el muelle lloró apa-sionadamente de pura alegría al encontrar a sushijos, quienes, como había dicho a menudo,tanto se parecían al padre.

Georgie se dirigió a su condado, loco dealegría por el primer permiso largo tras las va-cas flacas. Nada había cambiado en aquellavida ordenada, desde el cochero que le recibióen la estación de ferrocarril al pavo real blancoque graznaba al carruaje desde la muro de pie-dra, por encima de los prados bien cortados. Lacasa entera le recibió en la puerta respetandodebidamente la jerarquía: primero la madre;después el padre; después el ama de llaves, quelloró y alabó a Dios; después el mayordomo; y

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así hasta el ayudante del portero, que habíasido el. encargado de los perros en la juventudde Georgie, y le llamó «amo George», y fuereprendido por el mozo de cuadras que habíaenseñado a montar a Georgie.

-No ha cambiado ni una sola cosa -dijo sa-tisfecho y suspirando cuando los tres se senta-ron a cenar a última hora de la tarde, mientraslos conejos se deslizaban por el prado bajo loscedros, y la gran trucha de la laguna, junto alparque de la casa, saltaba para cazar su cena.

-Nuestros cambios ya han terminado, queri-do -contestó la madre con voz cantarina-. Yahora me estoy acostumbrando a tu tamaño ytu bronceado (estás muy moreno, Georgie), yveo que no has cambiado lo más mínimo. Eresexactamente igual que tu padre.

Éste le sonreía desde el fondo de su cora-zón:

-El comandante más joven del ejército, ydeberías haber recibido la Cruz de Victoria,señor -dijo mientras el mayordomo escuchaba

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con su máscara profesional cuando el amoGeorgie habló de la guerra tal como se librabahoy, y su padre no dejaba de hacerle preguntas.

Salieron a la terraza para fumar entre las ro-sas, y la sombra de la vieja casa se extendía porencima del maravilloso follaje inglés, el únicoverde vivo que existe en el mundo.

-¡Perfecto! ¡Por Júpiter, es perfecto! -exclamó Georgie mirando los redondeadosbosques más allá del parque de la casa, dondeestaban las jaulas de los faisanes blancos; y elaire dorado se llenó de cientos de sonidos yaromas sagrados. Georgie sintió que su padrele apretaba el brazo.

-No está nada mal... pero hodie mihi, tras tibi15, ¿no es así? Supongo que algún día apareceráscon una joven del brazo, si es que ya no la tie-nes, ¿eh?

-Puede tranquilizarse, señor. No tengo nin-guna.

15 Hodie... Lo que hoy es mío, mañana será tuyo.

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-¿Nada en todos estos años? -preguntó lamadre.

-No tuve tiempo, mamá. En estos tiemposen la milicia tienen a un hombre realmenteocupado, y la mayoría de nuestros oficialesestán solteros también.

-Pero habrás conocido a cientos de jóvenesen sociedad... en los bailes y todo eso.

-Soy como el Décimo, mamá: no bailo.16

-¡Que no bailas! ¿Qué has estado haciendoentonces, avalar las facturas de los otros? -preguntó el padre.

-Oh, sí; también he hecho un poco de eso;pero comprenda, tal como son las cosas ahora,un hombre tiene todo su trabajo atrasado paramantenerse al día en su profesión, y mis díasestaban siempre demasiado ocupados parapoder haraganear hasta media noche.

-¡Humm! -exclamó el padre con descon-

16 No bailo. Se había extendido la leyenda de queEl Décimo de Húsares no participaba en los bailes.

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fianza.-Nunca es tarde para aprender. Tendremos

que dar alguna fiesta a la gente de por aquíahora que has vuelto. A menos que quieras irtedirectamente a la ciudad, querido.

-No. No hay nada mejor que esto. Quedé-monos tranquilos y disfrutemos. Supongo queencontraré algo en lo que montar si lo busco.

-Imagino que algo deberá haber si tenemosen cuenta que en las últimas seis semanas mehe tenido que contentar con los dos viejos caba-llos pardos porque todos los otros tenían queestar preparados para el amo Georgie -contestóel padre riéndose entre dientes-. Me recuerdande cien maneras distintas que ahora debo ocu-par el segundo lugar.

-¡Brutos!-Tu padre no quiere decir eso, querido; pero

todos han hecho lo posible para que tu vuelta acasa sea un éxito; y a ti te parece bien, ¿no esasí?

-¡Perfecto! ¡Perfecto! No hay lugar como In-

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glaterra... cuando has cumplido tu trabajo.-Ésa es la manera adecuada de verlo, hijo

mío.Y así subieron y bajaron por el camino em-

baldosado hasta que sus sombras se volvieronalargadas bajo la luz de la luna y la madre en-tró en la casa y tocó aquellas canciones que depequeño a él le encantaban, y trajeron los pe-queños candelabros de plata y Georgie subió alas dos habitaciones del ala oeste que fueron alprincipio su dormitorio y la sala de juegos. ¿Yquién subió a arroparle por la noche sino lamadre? Ella se quedó sentada en la cama ycharlaron durante una larga hora, como debenhacerlo una madre y su hijo si hay algún futuropara nuestro Imperio. Con la astucia profundade una mujer simple, le hizo preguntas y lesugirió respuestas que deberían haber provo-cado algún signo en el rostro que había sobre laalmohada, pero no hubo ni estremecimiento delpárpado ni aceleración de la respiración, nievasión ni retraso en la respuesta. Ella le dio su

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bendición, le besó en la boca, que no siempre espropiedad de una madre, y más tarde le dijo asu esposo algo que a él le hizo proferir risasimpías e incrédulas.

Todos aguardaban a Georgie a la mañanasiguiente, desde un altísimo chaval de seisaños, «con una boca como un guante de niño,amo Georgie», hasta el ayudante del porteroque paseaba descuidadamente por el horizonte,con la caña de pescar preferida de Georgie en lamano, y que le dijo:

-Hay un pez de cuatro libras dando saltos ycoletazos. No los tenía así en India, amo... co-mandante Georgie.

Aquello era más hermoso de lo que es posi-ble explicar, a pesar de que la madre insistieraen sacarle a pasear en el landó (el cuero conser-vaba el olor de los domingos calurosos de sujuventud) y presentárselo a sus amigos de to-das las casas en seis millas a la redonda; y elpadre le llevó a la ciudad para comer en elClub, donde con aparente descuido le presentó

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a no menos de treinta antiguos guerreros cuyoshijos no eran el comandante más joven del ejér-cito ni habían recibido la Orden a los ServiciosDistinguidos. Después fue el turno de

Georgie; y acordándose de sus amigos llenóla casa con esos oficiales que viven en aloja-mientos baratos de Southsea o MontpelierSquare, Brompton: buenos hombres todos, perono acomodados. La madre se dio cuenta de quenecesitaban chicas, y como no había escasez deéstas la casa zumbaba como un palomar enprimavera. Deshicieron el lugar con la idea deprepararlo para funciones de teatro de aficio-nados; desaparecieron en los jardines cuandodebían estar ensayando; utilizaron todos losvehículos y caballos disponibles, especialmenteel caballo grueso y el carro del aya; irrumpieronen el vivero de truchas; hicieron meriendascampestres y jugaron al tenis; y se sentaronjunto a la puerta en el crepúsculo, de dos endos, y Georgie se dio cuenta de que no era enabsoluto necesario para su entretenimiento.

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-¡Válgame Dios! -dijo al ver que se iba el úl-timo de sus amigos-. Me dijeron que se diverti-rían, pero no han hecho ni la mitad de cosasque dijeron que harían.

-Sé que se han divertido... inmensamente -dijo la madre-. Eres un benefactor público, que-rido.

-Ahora podremos volver a estar tranquilos,¿no te parece?

-Oh, mucho. Tengo una queridísima amigaque quiero que conozcas. No podía venir con lacasa tan llena, porque está inválida, y se encon-traba fuera cuando tú llegaste. Es la señora La-cy.

-¡Lacy! No recuerdo ese nombre por aquí.-No; vinieron después de que te marchases

a India... desde Oxford. Su marido murió allí, ytengo entendido que ella perdió algún dinero.Compraron The Firs, en Bassett Road. Es unmujer muy dulce, y queremos mucho a los dosmiembros de la familia Lacy.

-Pero es viuda, ¿no me dijiste eso?

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-Tiene una hija. Seguro que te lo dije, queri-do.

-¿Y se caerá en el vivero de truchas, y parlo-teará todo el rato con risitas diciendo «¡Oh, co-mandante Cottah!» y todas esas cosas?

-Por supuesto que no. Es una joven muytranquila, y muy musical. Siempre viene aquícon sus libros de música... para componer, yasabes; y suele trabajar todo el día, así que notendrás...

-¿Hablando de Miriam? -le interrumpió elpadre, que llegaba en ese momento. La madrele dio un codazo, pues el padre de Georgie ca-recía de delicadeza-. Oh, Miriam es una jovenencantadora. Toca maravillosamente. Y tam-bién monta maravillosamente. Es la mimada dela casa. Solía llamarme... -el codo volvió a gol-pearle y el padre, ignorante, pero obedientecomo siempre, guardó silencio.

-¿Qué solía llamarle, señor?-Todo tipo de nombres cariñosos. Me en-

canta Miriam.

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-Suena a judío... Miriam.-¡Judío! Después de eso empezarías a pen-

sar en que lo es también tu nombre. Es una delas Lacy de Herefordshire. Cuando muera sutía... -de nuevo recibió el codazo.

-Bueno, tú ni siquiera la verás, Georgie. Estátodo el día ocupada con la música o con su ma-dre. Además, mañana vas a la ciudad, ¿no esasí? Creí oírte decir algo sobre una reunión delInstituto -intervino la madre.

-¿Ir a la ciudad ahora? ¡Que absurdo! -empezó a decir el padre, hasta que le volvierona imponer silencio.

-Había pensado en ello, pero no estoy muyseguro -contestó el hijo.

¿Por qué su madre trataba de que él se fue-ra cuando esperaban a una joven aficionada a lamúsica y a su inválida madre? No le parecíabien que mujeres desconocidas dieran nombrescariñosos a su padre. Tendría que observar aesas personas ambiciosas que sólo llevabansiete años en el condado.

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La madre leyó todo eso en su semblante, ymantuvo una actitud de dulce desinterés.

-Vendrán hoy a la hora de la cena. Les heenviado el vehículo y no se quedarán más queuna semana.

-Quizás vaya a la ciudad. Todavía no estoyseguro -dijo Georgie marchándose con pocaresolución. Había una conferencia en el UnitedServices Institute sobre el suministro de muni-ción en el campo, y la pronunciaría el hombrecuyas teorías más irritaban al comandante Cot-tar. Seguramente habría una discusión acalora-da, y quizás se viera obligado a hablar. Aquellatarde cogió su caña de pescar y bajó a echarlaentre las truchas.

-¡Buena pesca, querido! -exclamó la madredesde la terraza.

-Me temo que no podrá ser, mamá. Todosesos hombres de la ciudad, yparticularmente las jóvenes, han alejado a lastruchas de sus comederos durantesemanas. A ninguno de ellos les importa la pes-

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ca en realidad. Todo dar patadasy gritos en la orilla por capricho, diciéndoles acada pez a media milla dedistancia exactamente qué era lo que iban ahacer, para luego desperdiciar unapobre mosca tirándosela. ¡Por Júpiter, a mí measustarían si yo fuera una trucha!Pero las cosas no fueron tan mal como habíaesperado. El mosquito negroestaba sobre el agua y observaba fijamente ésta.Un pez de tres cuartos de libraen la segunda lanzada le preparó para la cam-paña y empezó a descender,ocultándose tras los juncos y reinas de los pra-dos; deslizándose entre un setode carpe y una franja de orilla de treinta centí-metros de anchura, desde donde podía ver latrucha, pero éstas no podían distinguirle delfondo, se puso boca abajo para traspasar unazona azulada a través de las sombras a cuadrosde una ondulación llena de grava bajo los arcosde los árboles. Conocía cada centímetro del

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agua desde que medía un metro. Las truchasastutas y viejas que había entre las raíces hun-didas, con su cuerpo grande y graso en la es-puma que se formaba bajo alguna corrientefuerte de agua, aspirando perezosamente comolas carpas, acabaron por tener problemas antela mano que tan delicadamente imitaba el ale-teo de una mosca poniendo huevos. Y asíGeorgie se encontró a cinco millas de casacuando tenía que estar vistiéndose ya para lacena. El ama de llaves había cuidado de que sumuchacho no se fuera de vacío, y antes de pa-sar a la mariposa blanca se sentó ante un clareteexcelente con sandwiches de huevo cocido yesas cosas que a las mujeres les encanta hacer yen las que los hombres nunca se fijan. Despuésregresó, ante la sorpresa de la nutria que exca-vaba buscando moluscos de agua dulce, losconejos de los márgenes de los abedules quecomían tréboles, y el búho blanco, parecido aun policía, inclinado sobre el pequeño ratón decampo, hasta que la luna fue ya poderosa y

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Georgie cogió la caña y regresó a su casa a tra-vés de los huecos de los setos que tan bien co-nocía. Dio una vuelta completa a la casa, puesaunque ahora le habrían permitido infringirtodos los reglamentos del lugar, la ley de suinfancia era inquebrantable: después de pescaruno entraba por la puerta trasera del jardín delsur, se lavaba en la antecocina y no se presen-taba ante sus mayores hasta que se había lava-do y cambiado.

-¡Las diez y media, por Júpiter! Bueno,pondremos la pesca como excusa. Además, noquerrán verme la primera noche. Probablemen-te se habrán acostado -dijo mirando por lasventanas abiertas de la sala de estar-. No, no lohan hecho. Parecen muy a gusto ahí dentro.

Pudo ver a su padre en un sillón, la madreen el suyo y la espalda de una joven al pianojunto al jarrón grande de flores secas aromáti-cas. Bajo la luz de la luna, el jardín parecía casidivino, y se metió entre las rosas para terminarla pipa.

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Al finalizar un preludio, salió flotando unavoz de ésas que en la infancia se suele llamar«cremosa»: un verdadero contralto pleno; y éstaes, sílaba a sílaba,' la canción que escuchó:

Al borde del altozano morado,donde brilla el farol único,conoces el camino a la Ciudad Piadosaque está junto al Mar de los Sueños.Donde el pobre puede dejar sus males,y el enfermo puede olvidarse de llorar.Pero nosotros... ¡piedad para nosotros! ¡Oh,

piedad para nosotros!Nosotros estamos despiertos: ¡ay, piedad

para nosotros!Debemos regresar con el policía de día¡regresar desde la Ciudad del Sueño!

Fatigados regresan de la rúbrica y la corona,de los grilletes, la oración y el arado,aquellos que suben a la Ciudad de la Pie-

dad,

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pues sus puertas se están cerrando ahora.Es su derecho en los Baños de la Nocheempapar el cuerpo y el alma:pero nosotros... ¡piedad para nosotros! ¡Oh,

piedad para nosotros!Nosotros estamos despiertos: ¡ay, piedad

para nosotros!Debemos regresar con el policía de día¡regresar desde la Ciudad del Sueño!

Sobre el borde del altozano morado,donde comienzan los sueños tiernos,contemplamos, podemos contemplar, la

Ciudad Piadosa¡pero no podemos entrar en ella!Expulsados todos, de sus defendidos murosa nuestra vigilia nos deslizamos:pero nosotros... ¡piedad para nosotros! ¡Oh,

piedad para nosotros!Nosotros estamos despiertos: ¡ay, piedad

para nosotros!Debemos regresar con el policía de día

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¡regresar desde la Ciudad del Sueño! 17

Con el último eco se dio cuenta de que suboca estaba seca y de que en el velo del paladarlatía un pulso desconocido. El ama de llaves,que había pensado que se habría caído y cogidoun enfriamiento, le aguardaba para ayudarle enlas escaleras, y como él ni la vio ni le respondió,se fue contando una historia extraña que hizoque la madre llamara a su puerta.

-¿Ha sucedido algo, querido? Harper dijoque pensaba que...

-No; no es nada. Estoy muy bien, mamá.Por favor, no me molestes.

Ni siquiera reconocía su propia voz, peroeso apenas importaba al lado de lo que estabapensando. Claramente, con toda evidencia,aquella coincidencia era una locura. Así se lodemostró, a plena satisfacción, a sí mismo, al

17 La Ciudad del Sueño. Poema de Kipling que fuepublicado más tarde.

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comandante George Cottar, que al día siguienteiba a acudir a la ciudad a escuchar una confe-rencia sobre el suministro de munición en elcampo; y una vez demostrado, el alma, el cere-bro, el corazón y el cuerpo de Georgie gritarongozosamente: «Es la chica de la Presa de Lily...la chica del Continente Perdido... la chica de laCabalgada de las Treinta Millas... ¡La chica dela leña! ¡La conozco!»

Despertó en la silla, rígido y acalambrado, yreconsideró la situación a la luz del sol, aunquesiguió sin parecerle normal. Pero un hombredebe comer y bajó a desayunar con el corazónen un puño, reteniéndolo con fuerza.

-Tarde, como de costumbre -le saludó lamadre-. Éste es mi muchacho, Miriam.

Una joven alta vestida de negro levantó losojos hacia él y todo el duro entrenamiento de lavida de Georgie le abandonó... en cuanto se diocuenta de que ella no lo sabía. La miró fría ycríticamente. Allí estaba el abundante pelo ne-gro creciendo en forma de V sobre la frente y

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peinado luego hacia atrás, con esa onda pecu-liar sobre la oreja derecha; allí estaban los ojosgrises un poco juntos; el corto labio superior, labarbilla resuelta y la conocida pose de la cabe-za. Allí estaba también la boca pequeña y bienrecortada que le había besado.

-¡Georgie... querido! -exclamó la madre sor-prendida al darse cuenta de que Miriam se son-rojaba bajo la mirada fija de su hijo.

-¡Le... le ruego me perdone! -dijo con unnudo en la garganta-. No sé si mi madre se lohabrá dicho, pero a veces soy bastante idiota,sobre todo antes de desayunar. Es... es un fallode familia.

Se dio la vuelta para explorar entre los pla-tos colocados sobre agua caliente en la mesaauxiliar, alegrándose de que ella no supiera...de que no supiera. Durante el resto de la comi-da la conversación de Georgie fue una locura,aunque su madre pensó que nunca había sidoni la mitad de guapo. ¿Cómo podía una joven,y todavía menos una con el discernimiento de

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Miriam, evitar caer rendida ante él y venerarle?Pero Miriam se sentía profundamente disgus-tada. Nunca antes la habían mirado de esa ma-nera, y enseguida se retiró en su concha cuandoGeorgie anunció que había cambiado de opi-nión con respecto al viaje a la ciudad y que sequedaría para acompañar a la señorita Lacy siésta no tenía nada mejor que hacer.

-Oh, pero no tiene que molestarse por mí.Estoy trabajando. Tengo cosas que hacer toda lamañana.

«¿Qué habrá hecho a George comportarsetan extrañamente?», pensó la madre mientraslanzaba un suspiro. «Miriam es un manojo denervios y sentimientos... como su madre.»

-Compone usted, ¿no es así? Debe ser ma-ravilloso saber hacerlo. (« ¡Cerdo... que cerdo!»,pensó Miriam.) Creo que la oí cantar cuandoregresé anoche de la pesca. Algo sobre un Marde los Sueños, ¿no es así? [Miriam se estremecióhasta el núcleo del alma que la afligía.] Unacanción terriblemente hermosa. ¿Cómo piensa

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tales cosas?-Querida, tú sólo compusiste la música,

¿no?-También el texto, mamá. Estoy convencido

de ello -añadió Georgie con mirada centellean-te. No; ella no sabía nada.

-Sí; también escribí el texto -contestó Mi-riam lentamente, pues sabía que ceceaba cuan-do se ponía nerviosa.

-Pero ¿cómo pudiste saberlo, Georgie? -preguntó la madre tan complacida como si sujoven comandante tuviera diez años de edad yalardeara delante de la gente.

-De alguna manera, estaba convencido.Bueno, hay montones de cosas mías, mamá,que no entiendes. Parece que va a hacer un díacaluroso... para Inglaterra. ¿Le gustaría cabal-gar esta tarde, señorita Lacy? Si lo desea, po-demos salir después del té.

Miriam no podía negarse, pero cualquiermujer se habría dado cuenta de que aquello nole complacía.

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-Será muy agradable si tomáis la carreterade Bassett. Me ahorrará tener que enviar a Mar-tin al pueblo -dijo la madre para llenar los vací-os.

Como todos los buenos administradores, lamadre tenía una debilidad: la manía de trazarpequeñas estrategias que economizaran caba-llos y vehículos. Los hombres de la familia sequejaban de que les convertía en mensajeroscomunes, y se había extendido la leyenda deque en un ocasión le dijo al padre por la maña-na antes de una partida de caza: «Querido, simataras algo cerca de Bassett, y no es demasia-do tarde, ¿te importaría dejarte caer y llevarmeesto?

-Sabía que iba a pasar. Nunca pierdes laoportunidad, madre. Sea un pescado o una ma-leta, no lo haré -contestó Georgie riendo.

-Sólo es un pato. Lo preparan estupenda-mente en Mallett's -contestó la madre-. No teimportará, ¿verdad? Como hace tanto calor,tomaremos una cena improvisada a las nueve.

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El largo día de verano se arrastró como sifueran siglos; pero finalmente el té estuvo en elprado y apareció Miriam.

Se montó en la silla antes de que él pudieraayudarla, con el salto claro de la niña que mon-taba a caballo en la Cabalgada de las TreintaMillas. El día transcurría con implacable lenti-tud aunque Georgie desmontó tres veces parabuscar piedras imaginarias en los cascos deRufus. A la luz del día no es fácil decir ni lascosas más simples, y aquello en lo que pensabaGeorgie no era nada simple. Por eso apenashabló y Miriam se sintió a medias aliviada y amedias desdeñada. Le molestaba que aquelhombre tan grande hubiera sabido que ellahabía escrito el texto de la canción que entonóla noche anterior; pues aunque una doncellapueda cantar en voz alta sus fantasías más se-cretas, no le gusta que las pisotee un filisteo.Entraron cabalgando en la pequeña calle deladrillos rojos de Bassett y Georgie montó unenorme lío por la disposición del pato. Debía ir

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precisamente en ese paquete, y atarse a la sillaexactamente de aquella manera, aunque habíandado ya las ocho y estaban a varias millas dedistancia de la cena.

-¡Debemos darnos prisa! -exclamó Miriam,aburrida y enfadada. -No hay gran prisa; peropodemos atajar por Dowhead Down y correrpor el prado. Así ahorraremos media hora.

Los caballos corretearon sobre la hierba cor-ta y aromática y las sombras se reunieron conretraso en el valle cuando corrieron al mediogalope sobre el altozano pardo desde el que sedomina Bassett y el ferrocarril Western. Sindarse cuenta, y sin pensar en las toperas, acele-raron el paso; Rufus, que era un caballero,aguardó a la yegua Dandy de Miriam hasta quehubieron pasado el promontorio. Luego des-cendieron juntos a la carrera la pendiente dedos millas, con el viento silbándoles en los oí-dos, con el pulso uniforme de los ocho cascos yel ruido ligero que producían los bocados.

-¡Oh, fue glorioso! -gritó Miriam tirando de

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las riendas-. Dandy y yo somos viejas amigas,pero creo que nunca hemos corrido mejor jun-tas.

-No; pero ha ido más rápida una o dos ve-ces.

-¿Sí? ¿Cuándo?Georgie se humedeció los labios.-¿Recuerda la Cabalgada de las Treinta Mi-

llas... conmigo... cuando «ellos» nos perseguíanen el camino de la playa, con el mar a la iz-quierda... dirigiéndonos hacia el farol del alto-zano?

-¿Qué... a qué se refiere? -preguntó ella his-térica y con la boca abierta.

-A la Cabalgada de las Treinta Millas, y... atodo lo demás.

-¿Quiere decir... ? No dije nada sobre la Ca-balgada de las Treinta Millas.

Sé que no lo hice. Jamás se lo he contado anadie.

-Habló sobre el policía de día, y el farolarriba del altozano, y la Ciudad del Sueño. To-

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do concuerda, ya sabe... es el mismo país... yera fácil ver dónde había estado.

-¡Buen Dios!... Todo concuerda... desde lue-go que sí; pero... yo he estado... usted ha esta-do... ¡ay, sigamos caminando, por favor, o voy acaerme!

Georgie se colocó a su lado y le sacudió lamano que ella tenía bajo las bridas, poniendoen movimiento a Dandy. Miriam sollozaba lomismo que él había visto sollozar a un hombrebajo el contacto de una bala.

-Todo está bien... todo está bien -susurró éldébilmente-. Sólo... sólo que es cierto, ya lo sa-be.

-¡Cierto! ¿Me he vuelto loca?-No a menos que también yo esté loco. In-

tente pensarlo todo tranquilamente. ¿Cómopuede nadie saber nada sobre la Cabalgada delas Treinta Millas y usted, a menos que hayaestado allí?

-Pero ¿dónde? ¿Dónde? ¡Dígamelo!-Allí, dónde quiera que sea, en nuestro país,

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supongo. ¿Recuerda la primera vez que la reco-rrió...? Me refiero a la Cabalgada de las TreintaMillas. Tiene que hacerlo.

-Fueron sólo sueños... ¡sueños!-Sí, pero hable de ellos, por favor; porque

los conozco.-Déjeme pensar. Yo... no debíamos hacer

ruido alguno por ningún motivo... por ningúnmotivo debíamos hacer ruido -dijo ella mirandopor entre las orejas de Dandy, con unos ojosque no veían y el corazón sofocado.

-¿Por qué «aquello» se estaba muriendo enla casa grande? -preguntó Georgie tirando denuevo de las riendas.

-Había un jardín con las barandillas verdesy doradas... y hacía calor. ¿Se acuerda?

-No tengo más remedio. Estaba sentado alotro lado de la cama antes de que «aquello»tosiera y «ellos» entraran.

-¡Usted! -su voz profunda resultaba extra-ñamente llena y fuerte, y los ojos abiertos de lajoven ardían en la oscuridad contemplándole a

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él—. Entonces tú eres el chico... mi chico de laleña, ¡y te he conocido toda la vida!

Se dejó caer sobre el cuello de Dandy.Georgie tuvo que sacar fuerzas de su debilidadpara dominar sus miembros, y deslizar un bra-zo alrededor de la cintura de Miriam. Miriamreposó la cabeza en el hombro de Georgie yéste se dio cuenta de que, con los labios secos,estaba diciendo cosas que hasta entonces creíaque sólo existían en los libros impresos. Porfortuna los caballos estaban tranquilos. Ella nohizo ningún intento de apartarse cuando serecuperó, sino que se quedó quieta y susurró:

-Desde luego que eres el chico, y yo no losabía... no lo sabía.

-Yo lo supe anoche; y cuando te vi en eldesayuno...

-¡Oh, fue por eso! Entonces me extrañó. Perolo supiste, claro.

-No pude decírtelo antes. No apartes la ca-beza, querida. Ahora todo está bien... todo estábien, ¿no es cierto?

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-Pero ¿cómo es posible que no me dieracuenta, después de todos estos años? Recuer-do... ¡ay, cuántas cosas recuerdo!

-Cuéntame algunas. Yo cuidaré de los caba-llos.

-Recuerdo que te estaba esperando cuandollegó el vapor. ¿Y tú?

-¿En la Presa de Lily, más allá de Hong-Kong y Java?

-¿También tú las llamas así?-Me lo dijiste tú cuando yo estaba perdido

en el continente. ¿Fuiste tú quién me enseñó elcamino a través de las montañas?

-¿Cuando se deslizaron las islas? Debí seryo, pues tú eres el único al que recuerdo. Todoslos otros eran «ellos».

-Y eran unos animales terribles.-Sí, me acuerdo de haberte enseñado la Ca-

balgada de las Treinta Millas.Has cabalgado como solías hacerlo... enton-

ces ¡tú eres tú!-Que extraño. Es lo mismo que yo pensé es-

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ta tarde. ¿No es maravilloso?-Pero ¿qué significa todo esto? ¿Por qué tú y

yo, de entre los millones de personas que hayen el mundo, tenemos este... este lazo en co-mún? ¿Qué significa? Estoy asustada.

-¡Esto! -dijo Georgie. Los caballos acelera-ron la marcha. Creyeron haber oído una orden-.Quizás cuando muramos podamos descubrirmás cosas, pero ahora significa esto.

No hubo respuesta. ¿Qué podía decir ella?Conforme el mundo giraba, se habían conocidodesde hacía menos de ocho horas y media, peroaquel asunto no le concernía al mundo. Huboun largo silencio en el que el aire les entrabapor la nariz frío y cortante como si fuera humode éter.

-Ése ha sido el segundo -susurró Georgie-.Te acuerdas, ¿no?

-¡No lo es! -contestó ella con furia-. ¡No loes!

-En el altozano la otra noche... hace meses.Estaba como ahora, y habíamos recorrido mi-

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llas y millas del país.-Estaba vacío también. «Ellos» se habían

ido. Nadie nos asustaba. Me pregunto por qué,chico.

-Ah, si recuerdas eso, recordarás lo demás.¡Confiesa!

-Recuerdo muchas cosas, pero sé que no lohice. Nunca lo había hecho... hasta ahora.

-Lo hiciste, querida.-Sé que no lo hice, porque... ay, es inútil

ocultar nada... porque verdaderamente queríahacerlo.

-Y verdaderamente lo hiciste.-No; lo intenté; pero se interpuso alguien

más. -No hubo nadie más. Nunca lo hubo.-Lo hubo... lo hay siempre. Era otra mujer...

en el mar. La vi. Era el veintiséis de mayo. Lohe anotado en alguna parte.

-Ah, ¿también tú llevas anotados los sue-ños? Es extraño lo de la otra mujer, porque en-tonces yo estaba en el mar.

-Tenías razón. ¿Cómo puedo saber lo que

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habías hecho... si estabas despierto? ¡Y penséque eras solamente tú!

-Nunca en tu vida te has equivocado más.¡Vaya temperamento que tienes! Escúchame unmomento, querida -dijo Georgie, y aunque nolo sabía, cometió perjurio-. No... no es el tipo decosas que uno va diciendo a nadie, porque sereirían; pero por mi palabra y mi honor, queri-da, nunca me ha besado nadie fuera de misfamiliares en toda mi vida. No te rías, querida.Quería decir nadie salvo tú, y ésa es la verdadsolemne.

-¡Lo sabía! Tú eres tú. Oh, sabía que apare-cerías algún día; pero no sabía que eras tú hastaque hablaste.

-Entonces dame otro.-¿Y nadie te ha importado nunca? Porque

todo el mundo te debe haber amado nada másverte, chico.

-Si me amaron, lo guardaron en secreto. No;nunca me ha importado nadie.

-Vamos a llegar tarde a la cena... terrible-

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mente tarde. Ay, ¿cómo voy a mirarte bajo laluz delante de tu madre... y la mía?

-Simularemos que eres la señorita Lacy has-ta que llegue el momento adecuado. ¿Cuál es ellímite de tiempo más corto que se puede estarcomprometido? Porque nos casaremos despuésde todo el lío ése del compromiso, ¿verdad?

-Oh, no quiero hablar de eso. Es tan vulgar.He pensado en algo que no sabes. Estoy con-vencida de ello. ¿Cuál es mi nombre?

-Miri... ¡no, es ése, por Júpiter! Espera me-dio segundo y lo recordaré. No eres... no puedeser. ¡Esas viejas historias, de antes de que fueraa la escuela! Nunca pensé en ellas desde enton-ces. ¿Eres tú la original, la única Anniean-Louise?

-Así es como me llamaste siempre desde elprincipio. ¡Ay! Ahí está la avenida, y debemosllevar una hora de retraso.

-¿Qué importa eso? ¿Todo se retrotrae hastaesos días? Así tiene que ser, desde luego... des-de luego que así tiene que ser. Y he tenido que

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cabalgar todo este tiempo con este pestilentepájaro... ¡que el diablo lo confunda!

-«¡Ja, ja!» -contestó riendo el pato-. ¿Re-cuerdas eso?

-Sí, claro... las macetas en los pies y todoeso. Hemos estado juntos todo este tiempo;pero tengo que despedirme de ti hasta la cena.¿Seguro que te veré en la cena? ¿Seguro que note irás a tu habitación, querida, y me abandona-rás toda la noche? Adiós, querida... adiós.

-Adiós, chico, adiós. ¡Cuidado con el arco!No dejes que Rufus entre desbocado en su es-tablo. Adiós. Sí, bajaré a la cena; pero... ¿quéharé cuando te vea bajo la luz?

GLOSARIO DE TÉRMINOS INDIOS

Accha, achchha: Muy bien.

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Baba: Padre, abuelo, asceta, niño. Tambiénes un título de respeto.

Bakri: Cabra.Bhistee: Acarreador de agua.Chota: Poco.Conjee: Agua de arroz.Ek dum: Inmediatamente.Guru: Maestro religioso.Izzat: Honor, fama.Kotwal: Oficial de policía, magistrado.Kubber-kargaz: Periódico.Lascar: Marino.Mahajun: Prestamista.Mata: (1) Madre; (2) viruela.Nullah: Curso de agua, barranco, lecho de

río.Pagal: Loco.Poojah: Devoción, veneración.Pukka: Bien hecho, adecuado, maduro.Sahib: Señor, amo.Sais: Mozo de cuadra.Serang: Contramaestre, patrón de un barco

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pequeño.

Tamasha: Función pública, entretenimiento,lío.

Tar: Telegrama.

Tez: Fuerte, caliente, ardiente.