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Colección La zona centro de morelia durante la segunda mitad del siglo XIX Destellos de una ciudad en vías de modernización 14 SERIE CANTERA ROSA l TEXTOS ARCHIVÍSTICOS NÚMERO

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Colección

La zona centro de moreliadurante la segunda mitad del siglo XIX

Destellos de una ciudad en vías de modernización

14SERIE CANTERA ROSA l TEXTOS ARCHIVÍSTICOS

NÚMERO

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Directorio

Presidente Municipal Ing. Alfonso Jesús Martínez Alcazar

Síndico Municipal Dr. Fabio Sistos Rangel

Secretario del H. AyuntamientoMtro. Jesús Ávalos Plata

RegidoresArq. María Elisa Garrido Pérez Lic. Jorge Luis Tinoco Ortiz Dra. Kathia Elena Ortíz Ávila C. P. Fernando Santiago Rodríguez HerrejónC. Adela Alejandre FloresC. Félix Madrigal PulidoMtra. Alma Rosa Bahena VillalobosMtro. German Alberto Ireta LinoM. V. Z. Claudia Leticia Lázaro MedinaC. P. Benjamín Farfán ReyesLic. Osvaldo Ruiz RamírezC. Salvador Arvizu Cisneros

Director de Asuntos Interinstitucionales y de CabildoMtro. Germán Rodrigo Martínez Ramos

Jefa del Departamento de Archivo del Ayuntamiento e Histórico MunicipalProf. a. Martha Estela Suárez Cerda

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Ricardo Aguilera Soria

H. Ayuntamiento de Morelia

Archivo del Ayuntamiento e Histórico Municipal

La zona centro de moreliadurante la segunda mitad del siglo XIX

Destellos de una ciudad en vías de modernización

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La Serie Cantera Rosa. Textos Archivísticos es una edición del H. Ayuntamiento de Morelia y la Dirección de Asuntos Interinstitucionales y de Cabildo.

Imagen de portada: AHMM, caja X, exp. 30Edición de imagen: Óscar Mendoza López

La zona central de Morelia durante la segunda mitad del siglo XIX. Destellos de una ciudad en vías de modernización de Ricardo Aguilera Soria

© 2017, H. Ayuntamiento de Morelia© 2017, Dirección de Asuntos Interinstitucionales y de Cabildo© 2017, Departamento de Archivo del Ayuntamiento e Histórico Municipal Galeana 302 Centro 58000 Morelia, Michoacán

Impreso en Morelia, Michoacán, México

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Índice

Presentación 7Martha Estela Suárez Cerda

La zona central de Morelia durante la segunda mitad del siglo XIX. Destellos de una ciudad en vías de modernización 9

Introducción 9

Por una ciudad transitable, aireada y bella 12

Por una vida encaminada hacia los espacios exteriores 20

La transformación de la ciudad… por la casa empieza 30

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Archivo Histórico Municipal de Morelia

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Presentación

En el Archivo Histórico Municipal de Morelia contamos con un interesante y basto acervo documental,

por lo que no es extraño que en la sala de consulta nos encontremos frecuentemente con la presencia de diferentes investigadores, sin embargo, reconocemos que el actual cronista de nuestra ciudad, Ricardo Aguilera Soria es de los más recurrentes.

Por lo anterior, le pedimos nos obsequiara parte de su trabajo para brindarnos la oportunidad de conocer el devenir histórico de la modernización de la zona centro de Morelia durante la segunda mitad del siglo XIX.

A través de su narrativa conoceremos el arduo trabajo de la sociedad moreliana para embellecer la ciudad, de

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igual manera, nos brinda la oportunidad de recorrer con la imaginación la transformación de las calles principales así como el de las plazuelas de la época.

Aguilera Soria nos presenta a través de su pluma lo significativa que fue la influencia cívica en la construcción de monumentos y esculturas alusivas a personajes que consideraban en el diecinueve como constructores de la Independencia de nuestra Nación.

No deja de lado la intervención de las autoridades municipales y nos relata la importancia de las decisiones que tomaron aquellos gobernantes y cómo influyeron éstas en el mejoramiento de las fachadas de las casas y edificios ubicados en la entonces Avenida Nacional (hoy avenida Francisco I. Madero).

Martha Estela Suárez CerdaJefa del Departamento de Archivo

del Ayuntamiento e Histórico Municipal

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La zona central de Morelia durante la segunda mitad del siglo XIX

Destellos de una ciudad en vías de modernización1

Ricardo Aguilera Soria2

Introducción

La uniformidad constituye uno de los principales distintivos del Centro Histórico de Morelia. Ésta se

1 En los últimos años, el Archivo Histórico Municipal de Morelia me ha prodigado abundantes muestras de apoyo y confianza. Que sea esta reflexión una forma de agradecer la desinteresada presencia de quienes favorecen su funcionamiento cotidiano, especialmente al Mtro. Germán Martínez Ramos y a la colega Martha Estela Suárez Cerda.

2 Consejo de la Crónica del Municipio de Morelia/ Facultad de Historia-Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, [email protected]

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puede apreciar en el predominio de un material —la piedra de cantera— como alma y rostro de sus construcciones, en la discreción con que fueron decoradas sus fachadas y en la difícil tarea que representa identificar el momento histórico en que cada uno de sus detalles pudo construirse. Esa sección de la actual capital de Michoacán rebosa de armonía, fascina la mirada de habitantes o de los visitantes, además de presentarse como un espacio repleto de sorpresas para las conciencias curiosas.

Ante un panorama así parece extraño asimilar que cada uno de sus componentes —plazas, templos, calles, jardines, casonas, palacios o fuentes— es el resultado concreto de una época específica; mucho más cuando diferentes discursos aseguran que la vieja ciudad procede íntegramente de la llamada época colonial. Es indudable que durante ese tiempo se logró la fundación del asentamiento y con el paso de los años se afianzó su singularidad material. Por tratarse de una realidad cambiante, reflejo de la vitalidad de quienes residen en ella, la antigua Valladolid tuvo que enfrentar fuertes y constantes cambios; sobre todo a lo largo del siglo XIX, la época de la consolidación de la nacionalidad.

Como parte constitutiva de un país que alcanzó su libertad en 1821, la Ciudad de las Canteras Rosas quedó sujeta a las transformaciones que envolvían a todo el territorio mexicano: en principio se volvió indispensable la recuperación de la economía y la definición de un sistema efectivo de gobierno, sólo que la permanente crisis económica, los constantes levantamientos armados internos y la permanente amenaza de la invasión extranjera impidió que estos componentes se atendieran con la contundencia necesaria. La afirmación

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efectiva de estos cambios llegó hasta mediados del siglo decimonónico.

Aunque el progresivo ascenso del grupo liberal al poder no garantizó que los problemas se resolverían de inmediato —pues las diferencias ideológicas condujeron a la llamada Guerra de Reforma o, por causa de ellas, entre 1862 y 1867 el país experimentó la Intervención Francesa— otras posibilidades de cambio empezaron a manifestarse conforme transcurrió la segunda mitad del siglo XIX: las propiedades eclesiásticas fueron secularizadas, las construcciones emblemáticas empezaron a reconstruirse, se trazaron caminos para garantizar el intercambio comercial y novedades tecnológicas como el telégrafo y el ferrocarril contribuyeron a agilizar las comunicaciones.

La capacidad de adaptación y modernización de la nación —la ciudad de Morelia quedó incluida en el proceso— se acentuó durante el último tercio de esa centuria con la llegada de Porfirio Díaz a la presidencia de la República. Aunque muchas de las decisiones agudizaron la problemática social, también es cierto que la estabilización de la economía permitió la implementación de numerosos cambios en la fisonomía de los pueblos y las ciudades; en buena medida se aspiraba a que cada asentamiento mexicano reflejara la ilusoria idea de la paz y del progreso.

Los nuevos ideales de desarrollo encontraron su máxima expresión en la transformación de las calles, en la imposición de elementos de ornato en las antiguas plazas que fueron transformadas en jardines y en la oportunidad para que las casas presentaran innovaciones estilísticas en sus fachadas. Morelia es un claro exponente

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de dichas adaptaciones, mismas que hoy definen buena parte de la imagen de su Centro Histórico; por su carácter significativo, los cambios ocurridos en la ciudad durante la segunda mitad del siglo XIX, sus promotores, las motivaciones y su impacto serán los componentes a presentar en las siguientes líneas. Al final, se logrará ofrecer el panorama general de una urbe que en un momento específico pudo aprovechar la herencia material del pasado para insertarla perfectamente en su presente, en una extraordinaria integración que sorprende y revela la dinámica de un espacio urbano hasta el presente.

Por una ciudad transitable, aireada y bella

Hace poco más de 150 años el sistema vial en la zona central de Morelia era muy diferente al del presente. Además de ser espacios fundamentalmente peatonales, las calles carecían de cualquier tipo de recubrimiento y las banquetas eran inexistentes; además de concentrar altas cantidades de basura, al centro de muchas de ellas corrían las zanjas que tenían la función de drenaje. Durante la temporada de lluvias los problemas de circulación se agudizaban, pues muchas quedaban convertidas en verdaderos lodazales.

En diferentes momentos del pasado se quisieron implementar acciones dirigidas a resolver este tipo de problemas, sólo que las iniciativas viables para lograrlo tomaron forma hasta bien entrado el siglo XIX por diversas causas: las autoridades municipales estuvieron limitadas por la falta de recursos y la tarea de colocar

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pavimentos —es decir, calles y banquetas— se delegó entre los particulares, quienes debían construir aquellas secciones situadas al frente de sus casas, sin que eso significara una obligación en beneficio de la convivencia pública.3

En las primeras décadas de la vida independiente también se avanzó poco en la definición de otros elementos que llegaron a revestir significativa importancia, como la necesaria corrección de las irregularidades de la loma donde se construyó la ciudad hasta lograr la nivelación de las calles o la devolución del carácter rectilíneo de algunas de ellas.4 A pesar de eso hubo logros concretos, como fomentar entre los vecinos el barrido regular —cada tres días— en el frente de sus casas, además de incentivar la limpieza de los caños conductores del drenaje hasta el centro de la calle.5

Aunque las posibilidades de acción fueron limitadas, esto no significó que con el paso de los años se suspendieran los afanes por atender las condiciones de las calles. Por el contrario, pudieron activarse con gran fuerza a partir de la década de los cincuenta, pues el sistema vial se colocó en el centro de la acción de los liberales que tomaron un lugar dentro del Ayuntamiento de Morelia; ellos materializaron los principios de transformación urbana contenidos en dos productos normativos encaminados a afectar la propiedad

3 Archivo Histórico Municipal de Morelia (en adelante AHMM), Fondo Independiente I, c. 47, e. 14, 1833

4 AHMM, Fondo Independiente I, c. 13, e. 16, 1838; y c. 61, e. 36, 1849

5 AHMM, Fondo Independiente I, c. 59, e. 20, 1844; y c. 69, e. 9, 1852

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corporativa, tanto civil como religiosa: la que puso en circulación los bienes de escaso uso, en 1856; y aquella dirigida a convertirlos en propiedad nacional, a partir de 1859.6

Aunque la aplicación de estas disposiciones fue casi inmediata, sus efectos reales se proyectaron al paso de los años. Sobre todo en los aspectos directamente relacionados con el trazo de nuevas calles en las extensiones urbanas que habían funcionado como huertas para los conventos de San Agustín, San Francisco, El Carmen y Las Monjas;7 la definición de esas nuevas vías se realizó de forma progresiva a partir de 1856, lo que posibilitó afianzar traza urbana más fluida en la zona central, dispuesta a recuperar el sistema reticular renacentista. Producto directo de esta intervención fue el afianzamiento de vías hoy identificadas como Aldama, Antonio Alzate, Humboldt, Vicente Santa María, Serapio Rendón, Benito Juárez, Ignacio Zaragoza o Eduardo Ruiz.

Sin embargo, la afectación al espacio urbano no podía reducirse al entorno inmediato de los grandes edificios conventuales y tampoco se podía reducir a la apertura o prolongación de calles parcialmente cerradas o interrumpidas con las tapias de esas antiguas huertas. El proyecto reformista enarbolado por los liberales permitió (a partir de 1861) el trazo de nuevas vías, como la de Comonfort, hoy Aldama; y esa que se llamó de La Cantera, ahora 5 de Febrero, para agilizar la dinámica

6 Lissete Griselda Rivera Reynaldos (1996), Desamortización y nacionalización de bienes civiles y eclesiásticos en Morelia 1856-1876, Morelia, UMSNH, pp. 85-150

7 AHMM, Fondo Independiente I, c. 82 B, e. 117, 1858

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urbana a través de calles en condiciones de competir —en amplitud y longitud— con la avenida principal.

Estas afectaciones a la traza permitieron el fraccionamiento de las extensas manzanas situadas entre el núcleo urbano y la periferia, se iniciara con la ampliación de algunos callejones —como pasó con los del Pichel, el Junco y el Serrucho— y que en las calles situadas en la sección nuclear se continuara con la búsqueda de rúas ajustadas a una línea y con esquinas en perfectos ángulos de 90 grados.8

A partir de 1859 se buscó que más calles contaran con pavimentos —sobre todo en la sección más céntrica— a través de la participación colectiva: el Ayuntamiento proporcionaría gratuitamente el material necesario y los propietarios costearían su colocación frente a las casas. La magnitud de la obra se convirtió en la prioridad institucional para 1861: se expidió un Bando de empedrados y frente al Palacio Municipal se colocó la muestra a seguir en la disposición de los pavimentos.9

Pese a la buena voluntad de las autoridades de aquel momento este gran proyecto se minimizó en tiempos de la Intervención Francesa, pero eso no significó su interrupción. Por el contrario, la continuidad de esta posibilidad de mejoramiento material permitió que a

8 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 307, t. 4, e. 139, 1890. Ricardo Aguilera Soria (2016), En busca de la ciudad reconstruida. La arquitectura doméstica y su papel en la nueva definición material de Valladolid-Morelia (1810-1876), Tesis de licenciatura, Morelia, UMSNH, pp. 177-185

9 AHMM, Fondo Independiente I, c. 86 B, e. 40, 1859; y c. 99, e. 31, 1861

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partir de 1867 siguiera la pavimentación de las calles, pues de este asunto ya no sólo dependería la higiene pública, sino un asunto de mayor trascendencia: el grado de limpieza, amplitud y pavimentación de la calle se convertiría en reflejo de la belleza de la ciudad y en clara expresión de su grado de modernización.10

Conforme transcurrió la séptima década del siglo XIX las calles más céntricas —sobre todo aquella que empezó a designarse como Avenida Nacional, hoy Avenida Madero— expresarían la modernidad a través de la presencia del pavimento. Pero el uso de materiales sólidos no significó su carácter permanente y apenas iniciado el porfiriato las autoridades municipales insistieron en el mal estado de las calles. Conforme transcurrió el nuevo régimen se atendió esa problemática ante dos problemas latentes: la falta de un programa permanente para conservarlos y la afectación directa que tuvieron ante el incremento de actividades constructivas para la transformación de las casas, pues la colocación de andamios y la acumulación de materiales o escombros en la calle insidió en el deterioro acelerado de los componentes colocados para su recubrimiento.

Ante esas circunstancias, el gran mérito de la acción constructiva porfiriana en términos viales residió en la posibilidad de recuperar el ideal de expresar la modernidad a través del estado de las vías de circulación. Para conseguirlo fue necesario recurrir a sutilezas significativas: la progresiva expansión de la mancha urbana provocó que —por iniciativa institucional o como

10 AHMM, Fondo Independiente I, c. 107, e. 101, 1864; y c. 127, e. 42, 1872

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reclamo de los residentes— se tomara en consideración el estado de los pavimentos en la zona central y, al mismo tiempo, el servicio se extendió hacia la periferia; sobre todo si la calle en cuestión se encontraba inserta en la red de comunicación que conectaba la plaza principal, los mercados o la Estación del ferrocarril.

En este sentido se explica que, para 1898, se haya considerado la petición ciudadana para mejorar el callejón del Sapo (ahora calle Juan Álvarez), por encontrarse en las inmediaciones de las vías férreas; además de que era necesario armonizar el entorno con el novedoso edificio, cuya inauguración se había verificado apenas tres años atrás. Así, las calles conducentes hasta ella se afirmaron como entornos visualmente atractivos por la presencia de bancas de piedra a los lados, por haberse plantado abundante cantidad de árboles y por la instalación de postes metálicos para el alumbrado público.11

La imagen ofrecida por las vías urbanas situadas en esa sección de la ciudad —al Noroeste— no era muy distinta de la impuesta en las calles de la zona central, mucho menos cuando habían sido ellas las primeras en introducir las novedades técnicas y tecnológicas, mismas que no estarían reñidas con la proliferación del elemento vegetal como el principal agente para la purificación del aire.12 En ese sentido, las caminatas por la avenida principal o por las calzadas de Guadalupe, de México o

11 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 307, t. 4, e 139, 1890; l. 327, t. 6. e. 186, 1895; y l. 344, t. 5, e. 6 O, 1898

12 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 333, t. 6, e 213, 1896

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El Carmen suponían un verdadero deleite, sobre todo durante los fines de semana o en los momentos de tipo festivo que incrementaban la actividad callejera, a media tarde o por la noche.13

El inusitado interés a las condiciones de las calles no sólo respondía a los afanes modernizadores del momento. También era producto de un proceso de reestructuración en la administración municipal desde la década de los ochenta porque, además de favorecerse la incorporación de los elementos novedosos o de reciclar los que eran retirados de las secciones más céntricas, se garantizó el mantenimiento de los pavimentos. La constante atención a este rubro pudo conseguirse por una readecuación financiera: el tema del mejoramiento de calles se pudo atender de forma permanente porque en el presupuesto de egresos anual se destinó una partida especial para conseguirlo.14

A los logros institucionales también se sumaron las acciones que con regularidad podían emprender los pobladores, contribuyéndose a un mejor cuidado del estado y la imagen de las vías de circulación. Por ejemplo, el cuidado de las banquetas se garantizaría con la colocación de tubos metálicos dispuestos en las azoteas para lanzar las aguas pluviales hasta la zona de la calle; diario, a las ocho de la mañana, las calles tenían que ser barridas y regadas. Los dueños de vehículos o los

13 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 312, t. 2, e. 51, 1892; l. 314, t. 1. E. 6. 1892; l. 329, t. 2, e. 47, 1895; y l. 330, t. 3, e. 109, 1896

14 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 310, t. 3, e. 115, 1891- 1892; l. 331, t. 4, e. 122, 1896-1897; y l. 343, t. 4, e. 6 H, 1898-1900

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introductores de ganado dejaron de circular por las calles más céntricas para evitar su deterioro. Aunque lenta, la asimilación colectiva de estas acciones se determinó por la existencia del Bando de policía, documento garantizador del funcionamiento urbano durante casi toda la centuria; sometido a periódicas adiciones y reformas, la última adecuación significativa ocurrió en 1883.15

Ante estas condiciones la capital michoacana despidió la segunda mitad del siglo XIX con una excepcional correlación entre los elementos de la ruptura —tanto los asociados con la modernidad— y aquellos reveladores de la tradición. Una contraposición de aspectos expresada también en términos simbólicos, pues a pesar de que entre 1868 y 1869 se hizo lo posible por afianzar una nueva definición nominal para las calles y los componentes urbanos —nomenclatura, en términos técnicos— en la conciencia colectiva se afianzó la identidad vial instaurada entre 1837 y 1840, dirigida a otorgar una identidad poética a cada fragmento del sistema vial.

Fuera del cambio de actitud en la designación de la vía principal como Avenida Nacional, el resto de las calles conservó su denominación derivada de la presencia cercana de un edificio monumental o ligada a situaciones cotidianas; por esa afirmación de alta significación social, la denominación vial de corte oficial con la que se quiso rendir permanente homenaje a los héroes nacionales

15 AHMM, Fondo Independiente I, c. 137 A, e. 1, 1870- 1892. Ricardo Aguilera Soria (2016), En busca de… Op. cit., pp. 112-124

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sólo pudo erradicarse hasta 1929, momento en que se impuso la nomenclatura vigente hasta el presente.16

Por una vida encaminada hacia los espacios exteriores

En oposición al sentido religioso que se otorgó a la ciudad durante el periodo virreinal, conforme avanzó el siglo XIX se buscó imponer una percepción más humana sobre la misma. Debido a que la Iglesia dejó de ser la principal promotora de las obras públicas y las grandes construcciones, las autoridades civiles (estatales y municipales) empezaron a proponer el uso y el destino de los principales espacios urbanos, con el afán de fortalecer su posición como sus principales encargados. La capacidad de decisión que éstas tuvieron sobre el espacio urbano llegó a ser tal que, en 1861, se propuso establecer una reorganización en la distribución de la sede de los poderes: expropiado el Seminario Tridentino y convertido en Palacio de Gobierno, los miembros del Ayuntamiento de Morelia propusieron que al sur de la antigua plazuela de San Juan de Dios —ahora plaza Melchor Ocampo— quedara establecido el Palacio Municipal.17

16 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 307, t. 4, e 157, 1889-1890; y l. 314, t. 1, e. 25, 1892. AHMM, Fondo Independiente I, c. 12 B, e. 30, 1837-1840; c. 97 B, e. 49 H, 1868; c. 112 C. e. 167, 1868; y c. 128, e. 49, 1874. Raúl Arreola Cortés (1978), Morelia. Monografía municipal, Morelia, Gobierno del estado de Michoacán, pp. 298 y 339-349

17 AHMM, Fondo Independiente I, c. 92 B, e. 136, 1861

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Este tipo de iniciativas pudo concebirse en el momento que los antiguos bienes eclesiásticos se convirtieron en propiedad nacional, con la aplicación de las llamadas Leyes de Reforma, al mediar esa centuria. Con posibilidades de ponerse en circulación —sobre todo si se trataba de propiedad raíz— esas antiguas posesiones podían satisfacer importantes requerimientos de la población, sobre todo si en los grandes espacios que resultaron del fraccionamiento de las huertas conventuales y la supresión de los camposantos podía emplearse para el ejercicio moderno del comercio y del intercambio de servicios.

Hasta bien entrado el siglo XIX las plazas y plazuelas de la ciudad habían afirmado su carácter como espacios para comercializar diferentes tipos de productos. En los afanes de modernización urbana se decidió que en cada una de ellas se debía ofertar algún bien particular, posición institucional que se reforzó a través de las leyes locales o Bandos de policía. Bajo esta perspectiva, la plazuela de Capuchinas quedó destinada como el espacio para la venta de los materiales para la construcción; la de la Soterraña hizo posible el expendio permanente de madera y en la de San Agustín se proyectó la instalación de puestos de carne y de comida, mismos que se acompañarían con locales para la venta de maíz, por la relación que éste lugar tenía con el edificio de la Alhóndiga.18

Las nuevas condiciones obligaron a que también se reorganizara la actividad mercantil tradicional, esa que

18 AHMM, Fondo Independiente I, c. 27, e. 34, 1862; c. 69, e. 9, 1852; c. 71, e. 23, 1857; c. 73, e. 21, 1836-1856; y c. 137 A, e. 1, 1870-1892

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convertía a la plaza principal —o de Armas— en el sitio donde semanalmente se realizaba el tianguis. Para liberar el máximo espacio abierto de la ciudad, en 1858 se propuso construir un mercado en la referida plazuela de San Juan de Dios; este uso se mantuvo hasta casi dos décadas después, cuando se logró su desmantelamiento y su reubicación en las plazuelas que habían nacido frente a los templos de San Francisco y San Agustín. Fue en esos lugares donde se establecieron los mercados como una muestra inusitada de arquitectura. En términos físicos esas estructuras requirieron de décadas para alcanzar su carácter definitivo, pues dejaron de ser tejabanes y puestos aislados para convertirse en estructuras sólidas; las instituciones encargaron su diseño y construcción a los arquitectos de mayor trascendencia en la época: el ingeniero de origen belga Guillermo Wodon de Sorinne y el arquitecto francés Adolfo André de Tremontels.19

El interés por regular la actividad comercial condujo a la generación de otras propuestas, como aquella que se buscaba establecer otro mercado en la antigua huerta de Las Monjas, en un lugar que se llamaría plazuela de la

19 Juan de la Torre (1986), Bosquejo histórico de la ciudad de Morelia, Morelia, Centro de Estudios sobre la Cultura Nicolaita-UMSNH, pp. 117-119; Ricardo Aguilera Soria (2004), “Historia del comercio en el espacio público del Centro Histórico”, en: Esperanza Ramírez Romero (coord.), Resurgimiento del Centro Histórico de Morelia. Un espacio en pugna, Morelia, Patronato Pro-rescate del Centro Histórico, pp. 56-60; Jaime Alberto Vargas Chávez (2012), El ingeniero Guillermo Wodon de Sorinne. Su vida y producción arquitectónico-urbanística en la Morelia de la segunda mitad del siglo XIX, Morelia, El Colegio de Michoacán, pp. 37-56

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Reforma; la idea no se concretó porque los lotes fueron vendidos para construir nuevas casas.20 Otras iniciativas para activar la actividad comercial se emplazaron más allá de la zona nuclear, como el trazo de la plazuela del Abasto (junto al rastro municipal) y la proyección de la plazuela Rafael Carrillo, al Sur, inaugurada el 15 de septiembre de 1893;21 ésta última fue importante por su relación con el camino a Pátzcuaro, pues era el acceso para las mercancías procedentes del centro del estado y que en Morelia encontraban un punto importante de distribución.

Aunque en el siglo XIX empezaron a aparecer nuevos espacios urbanos —como la plazuela de la Soterraña entre 1849 y 1852—22 la mayor parte de ellos eran un producto de la acción urbana virreinal. Por esa circunstancia, no sólo se buscó que muchos de ellos contaran con un mayor tamaño, como paso con la plazuela de Capuchinas; era importante que en ellos que evidenciaran las aspiraciones del nuevo momento y de forma progresiva se transformaran sus condiciones como simples explanadas, para convertirlos en jardines.23 El punto de partida fue la adaptación material de la plaza de Los Mártires: este proyecto, que se desarrolló entre

20 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 307, t. 4, e 155, 1890. AHMM, Fondo Independiente I, c. 82 B, e. 117, 1858; c. 86, e. 18, 1859; y c. 102, e. 104, 1863

21 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 304, t. 1, e 43, 1889; y l. 313, t. 3, e. 81, 1892-1893

22 AHMM, Fondo Independiente I, c. 24, e. 12, 1849- 1850; y c. 84, e. 44, 1859

23 Juan de la Torre (1989), Bosquejo… Op. cit., pp. 119-122

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1842 y 1845, involucró a la mayor parte de los sectores sociales y buscó emular las transformaciones espaciales ensayadas en la Ciudad de México con la habilitación del Paseo de las Cadenas en torno a la Catedral Metropolitana. Aunque esa plaza había afirmado un nuevo carácter como jardín— paseo, las posibilidades de cambio no se detuvieron en los años siguientes hasta que se consiguió parte de su imagen actual.24

A los espacios virreinales existentes también se sumaron otros que no eran propiamente plazas, pero que se pudieron convertir en jardines conforme transcurrió el último tercio del siglo XIX, para materializar los ideales de cambio que se dictaban desde la Presidencia y que supieron asumir gobernadores locales como Justo Mendoza, Pudenciado Dorantes, Mariano Jiménez y Aristeo Mercado. Así, antes de que iniciara el siglo XX el recuento institucional en torno a los jardines resultaba impresionante, pues no sólo incluía los antiguos centros de barrio —como las plazuelas de San José, del Carmen, de las Rosas o de San Juan— sino que implicó la habilitación de otros espacios notables, como el exterior del antiguo templo de la Compañía (actual Biblioteca Pública Universitaria) o la definición del jardín chico del Carmen y el jardín chico de Villalongín.25

24 AHMM, Fondo Independiente I, c. 12 e. 46, 1842; c. 57, e. 15, 1842; c. 59, e. 20, 1844-1845; y c. 60 B, e. 32, 1844. Regina Hernández Franyuti (2007), “Un espacio entre la religión y la diversión: el Paseo de las Cadenas (1840- 1860)”, en: Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas, núm. 90, UNAM, pp. 101-117

25 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 307, t. 4, e. 139 y 157, 1890

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Además de favorecerse un cambio radical de su imagen, este grupo de espacios también afianzó su carácter como entorno recreativo: empezaron a ser relevantes puntos de reunión para la vida cotidiana, pues la experiencia diaria sobre la ciudad se había convertido en prioridad. Pero también eran importantes escenarios de las actividades festivas que se impulsaron con el paso de los años y se convirtieron en tradición, como como el Paseo de las Flores, al iniciar la temporada de lluvias; o aquella que, de forma efímera, posicionaba a los espacios abiertos inmediatos a la Catedral como los principales escenarios para la romería que tenía lugar durante la celebración de los Fieles Difuntos.

Las mayores posibilidades de apropiación social sobre estos espacios ocurrían en aquellas celebraciones cívicas que vinieron a imprimir un carácter más mundano a la ciudad. Las más importantes eran las que recordaban inicio de la Guerra de Independencia, entre el 15 y el 17 de septiembre; además de aquella que recordaba su culminación cada 27 de septiembre. No obstante, esta última fue sustituida por el recordatorio de otras efemérides, como aquellas que a partir de la década de los setenta, afianzaron en la memoria colectiva el triunfo de las armas nacionales sobre el ejército francés y el sacrificio de Melchor Ocampo, para los días 5 de Mayo y 3 de Junio, respectivamente.

Debido a que los cambios radicales eran el principal distintivo de los nuevos jardines, conforme transcurrió la segunda mitad del siglo XIX también se generó una oportunidad para dotarles de una nueva nomenclatura. Así, desde 1861 la antigua plaza de armas dejó de ser sitio para las escaramuzas y el entrenamiento militar al

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afianzarse su identidad como Jardín de Los Mártires y, con ello, recordar a los partidarios del federalismo asesinados allí en 1830. La antigua plazuela de las Ánimas cambió su nombre por el de jardín Manuel Villalongín para recordar la memoria de ese insurgente. Importantes personajes del mundo político de ese momento, como Ignacio Comonfort, Benito Juárez o el gobernador Rafael Carrillo, también fueron considerados para que plazuelas y jardines tomaran identidad a partir de sus apellidos. Estos espacios también serían reflejo de las aspiraciones del momento, por lo que la plazuela de San Juan de Dios empezó a denominarse como plazuela de la Paz; frente a San Francisco, el sitio donde se estableció el mercado quedó definido como plaza de la Constitución, como un refrendo al nuevo estado de derecho establecido con la Carta Magna promulgada en 1857.26

El culto cívico en estos sitios se incrementó por medio de otras posibilidades, como la incorporación de monumentos con esculturas que representaban a importantes personajes. La idea de su colocación había nacido antes de que el ejército francés invadiera el territorio mexicano, pero su instalación fue una realidad hasta los últimos años de la década de los ochenta. Así, en la plazuela de la Paz se inauguró el monumento a Melchor Ocampo y en la antigua explanada Morelos (ahora Plaza Juárez) se colocó la escultura del Siervo de la Nación;

26 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 307, t. 4, e. 145, 1890; y l. 313, t. 3, e. 81, 1892. AHMM, Fondo Independiente I, c. 93, e. 15, 1861. Ramón Alonso Pérez Escutia (2013), “Los orígenes del panteón cívico michoacano, 1823-1834”, en: Tzintzun. Revista de Estudios Históricos, núm. 57, Morelia, UMSNH, pp. 81-123

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estas dos construcciones fueron obra del ingeniero alemán Gustavo Roth. Aquellos héroes que no podían ser recordados con tal magnitud fueron considerados con la colocación de placas inscriptas con letras de oro, como aquella que evocó la muerte del cura Mariano Matamoros en el portal situado al Poniente de la plaza principal.27

Aunque el ideal institucional era claro, al proponer una nueva forma de designar a los espacios comunitarios, su impacto fue parcial. Como ocurrió con la definición de una nueva nomenclatura para las calles, la fuerza de la tradición terminó por imponerse y resultó casi imposible privar a esos espacios abiertos del influjo que imponían los grandes edificios religiosos ubicados en sus inmediaciones. De esa manera, en la designación coloquial se les asociaba con ellos, como aún ocurre en la actualidad.

La modernización de los espacios jardinados también se encaminó a imponerles una composición que emulaba a los países extranjeros. A esto responde que de forma paulatina se les incorporaron kioscos de influencia inglesa— victoriana, como ocurrió en las dos plazas situadas a los costados de la Catedral; en la integración de pasto inglés, la introducción de plantas pedidas a las casas distribuidoras de flora desde Estados Unidos o la implementación de elementos de inspiración francesa. Las posibilidades de vanguardia en la ciudad se desbordaron tanto —sobre todo a partir de la década de los setenta— que en estos sitios se tradujo con la

27 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 307, t. 4, e. 155, 1890. AHMM, Fondo Independiente I, c. 88, e. 15, 1860; c. 92, e. 69, 1861; y c. 116 B, e. 28, 1869

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presencia de los componentes propios de la tecnología, como bancas de herrería y arbotantes metálicos para cuando la energía eléctrica se introdujo, a partir de 1888 y se extendió por toda la ciudad con el paso de los años.28

Tantas eran las transformaciones experimentadas por el espacio urbano que, incluso, empezaron a generarse posibilidades de comunicación entre ellos a través del tranvía, ese que tuvo su estación general en la plazuela de las Artes o Jardín Azteca, casi al frente del templo de San Diego y que posibilitó el traslado de personas desde este lugar hasta la plaza principal. El cambio en estos lugares también favoreció otro tipo de actividades, esas que no establecían distinción de edad y que se afirmaron como novedades aceptadas: las viejas plazas permitieron la reunión de los jóvenes en las serenatas; en torno a ellas viajaban las familias si contaban con algún vehículo, resultado de su encumbrada posición económica gracias a las condiciones del régimen político porfiriano. Los niños también tenían participación en ellos, no sólo en el jugueteo cotidiano, sino con la instalación de implementos permanentes que garantizaban su diversión; una posibilidad de disfrute y vivencia que se incrementaba en ocasiones especiales, cuando en ellos se instalaban carpas de circo, improvisados teatros para los títeres, la temporal presencia de puestos de nieve

28 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 305, t. 2, e. 55, 1889; l. 307, t. 4, e. 139 y 145, 1890; l. 310, t. 3, e. 106 y 148, 1891; l. 313, t. 3, e. 126, 1892; y l. 332, t. 5, e. 188, 1896. Ricardo Aguilera Soria (2004), “Restauración del Centro Histórico a lo largo del siglo XX”, en: Esperanza Ramírez Romero (coord.), Resurgimiento… Op. cit., pp. 169-170

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durante la temporada más cálida y hasta la posibilidad de contar con una estructura de madera para la toma de fotografías a cambio de unos cuantos centavos; una posibilidad que se planteó en la plaza principal pero que terminó por situarse en San Francisco.29

Asumidos como remansos, esos espacios jardinados y abiertos formaban una red de interconexión que no sólo se centraba en la zona nuclear, sino que tenía posibilidades de extensión hacia el principal espacio recreativo de la ciudad —en su límite Oriente— pero perfectamente conectado con la avenida principal. Se trataba del Paseo de San Pedro (actual Bosque Cuauhtémoc), que no sólo se asumió como el principal proyecto de esparcimiento y habitacional a partir de la década de los sesenta; en este espacio también se recrearon las nuevas posibilidades de cambio urbano presentes en toda la urbe con la instalación de fuentes, la definición de glorietas, la colocación de esculturas y el permanente sembradío de árboles y plantas de ornato para el deleite de los paseantes.30

29 José Alfredo Uribe Salas (1993), Morelia. Los pasos a la modernidad, Morelia, UMSNH, pp. 26-29; Ricardo Aguilera Soria, “Recordar es un juego. Prácticas lúdicas y espacios para la diversión en Morelia, 1828-1900 (2015), en: Yaminel Bernal Astorga y Jorge Amós Martínez Ayala (coord.), Rosa de los vientos. De fiestas, danzas y andares en Morelia, Año 5, núm. 6, Morelia, Ayuntamiento de Morelia, pp. 136-141

30 Catherine R. Ettinger y Carmen Alicia Dávila Munguía (coord.) (2012), De barrio de indios de San Pedro a Bosque Cuauhtémoc de Morelia, México, UMSNH-Conaculta-Gobierno del estado de Michoacán-Ayuntamiento de Morelia-Miguel Ángel Porrúa editor, pp. 277-307

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Ante estas consideraciones queda claro que el proceso de transformación del espacio urbano fue gradual, progresivo al paso de los años; y no sólo significó una corresponsabilidad institucional, derivada de la intervención directa del gobierno estatal en la definición material y las posibilidades de trabajo del ayuntamiento para su conservación y permanente ornato. Ante todo, si la dinámica urbana estaba regida por un cambio general que ya se expresaba en las calles, en los espacios urbanos tenía que afianzarse con la armonía constructiva que empezaban a adquirir las casonas ubicadas en su contexto, pues al final el cambio en la ciudad impactó en la mayor parte de sus componentes materiales.

La transformación de la ciudad… por la casa empieza

Para corresponder a los afanes de cambio impuestos en la ciudad conforme transcurría el siglo XIX, la casa habitación también fue objeto de notables cambios. En un principio se buscó dar mantenimiento a los hogares abandonados por causa de la Guerra de Independencia y —frente a un progresivo aumento en el número de pobladores— necesitaban del mejoramiento de sus paredes o de la colocación de techos por causa de la ruina experimentada por varias fincas.

El panorama cambió a partir de 1845, año en que ocurrieron dos hechos detonantes de la capacidad de transformación de la arquitectura doméstica: a pesar de los problemas generales y el efecto devastador de las constantes epidemias, la capital del estado volvía a

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contar con 18 mil habitantes31 y se visualizaba un natural crecimiento con el paso de los años. Además, los días siete y 10 de abril toda la ciudad experimentó severos daños por causa de fuertes sismos,32 cuya magnitud se ha calculado por arriba de los 8 grados en la escala de Richter.

En lo material casi 300 casas fueron afectadas de diversas formas. Los daños se expresaron con la aparición de grietas, hasta el colapso de una treintena de ellas en la zona del Noreste; aunque no se expresó abiertamente, el impacto en la conciencia colectiva fue mayor: a partir de ese momento la intervención arquitectónica en los espacios habitaciones sería un elemento indispensable de la vida urbana, en un proceso que impactaría a poco más de medio millar de construcciones a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX.33

Así como el Ayuntamiento se convirtió en el protagonista de la gran transformación en escala urbana, a los propietarios les correspondería asumir su carácter como actores indispensables del cambio material a través de la atención a la casa como célula articuladora de la totalidad del paisaje construido. Y ese protagonismo mantendría su vigencia durante más de media centuria —pues se prolongaría hasta 1911— y se presentaría como indiscutible a pesar de que, después de un prolongado letargo, el gobierno del estado y la Iglesia católica buscaron establecer un contrapunto a ese

31 AHMM, Fondo Independiente I, c. 59, e. 20, 1844-184532 AHMM, Fondo Independiente I, c. 69, e. 16, 184533 Ricardo Aguilera Soria (2016), En busca de… Op. cit., pp.

109-112 y 166

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efectivo control material ejercido por los ciudadanos; un contrapeso evidente a partir de la década de los setenta al transformarse los grandes edificios.

La permanente actuación de los particulares en el proceso de transformación de la ciudad no fue circunstancial y tampoco respondió a la imposición de un capricho estético. En correspondencia a la emancipación política y económica también se presentó la liberación de las formas, por lo que las transformaciones en la arquitectura doméstica —sobre todo en las fachadas— buscaron eliminar todo vestigio vinculado a los elementos materiales afianzados en la ciudad durante la etapa de la dominación española; frente a las nuevas condiciones, éstos elementos debían suprimirse a pesar de haber definido la personalidad material de la urbe por más de un siglo y tuvieron a la Catedral como la fuente de inspiración.

Pero la acción decimonónica no sólo buscaba suplantar la vieja estética del Barroco por la del Neoclásico. En un proceso realizado casa por casa —y dejó de ser imperceptible con el paso de los años— era evidente que la imposición de un nuevo estilo artístico general para todas las casas de la ciudad también se alcanzarían los nuevos ideales de ornato y belleza para la ciudad, expresados en fachadas carentes de cualquier detalle ornamental y se convertirían en el principal elemento distintivo hasta antes del Porfiriato. Después de 1876 esos principios serían suplantados por aquellos que animaron el total de acciones emprendidas durante el gobierno de Porfirio Díaz: la modernidad, el orden y la salud pública como reflejos del progreso; en buena parte de los casos estos se reflejarían con la imposición de elementos de inspiración o evocación extranjera en las

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fachadas. Entonces, en este nuevo momento el objetivo artístico consistía en recuperar los viejos estilos del pasado —Románico, Gótico, Renacentista, Manierista— y plasmarlos al exterior de las casas más grandes, en una fusión de elementos llamada Eclecticismo.34

La transformación de la imagen general en la ciudad también ofreció otras implicaciones: la inusitada atención al espacio habitacional impactó sensiblemente en la forma de apreciar la ciudad: ya no se trataría de una expresión de lo divino, refrendado por el dominio visual que ejercían los componentes verticales de los templos como muros, torres y cúpulas; ahora el punto de atracción se trasladaría hacia lo horizontal, en una concepción de ciudad más terrena y perfectamente ligada a las necesidades humanas.

Frente a esta situación, poco a poco la casa habitación recuperó su carácter de elemento distintivo en una sociedad que —como pasó durante la época virreinal— se había polarizado ante las desigualdades del régimen. Las casas en torno a la Catedral afirmarían el carácter eminentemente citadino, pues de ellas se eliminó cualquier manifestación vinculada con el mundo rural: se sustituyeron materiales endebles —como el adobe y el tejamanil— por la piedra de cantera; también se suplantaron los techos a dos aguas presentes en la zona se generalizó el uso del sistema plano de viguería.

Pero el asunto trascendía un simple capricho estético conforme fenecía el siglo XIX. Para limitar las expectativas

34 Jaime Cuadriello (1986), “El historicismo y la renovación de las tipologías arquitectónicas, 1857-1920”, en: El Arte Mexicano, vol. 11, Arte del siglo XIX, III, México, SEP-Salvat, p. 1633

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de los propietarios sobre la forma en cómo transformar su casa, las autoridades locales asentaron en el Bando de policía las condiciones a que debía ajustarse la nueva imagen de las casas de la ciudad y evitaban la presencia de cualquier elemento sobresaliente más allá del muro de la fachada. Sin embargo, la dinámica propia del proceso y los nuevos ideales poco a poco restaron rigidez a esas disposiciones y, desde los setenta, se permitió que los muros exteriores se recubrieran y se llenaran de color. Con la entrada de las nuevas tendencias arquitectónicas en las fachadas fueron integrados abundantes elementos ornamentales, contrastantes con la sobriedad general conseguida por los exteriores de la ciudad a lo largo de las décadas anteriores.

Las obras realizadas en los espacios de uso doméstico se animaron por diferentes intereses. En la periferia el cambio implicó el levantamiento de nuevas construcciones y, por corresponder a otra época, en buena medida se ajustaron a las nuevas condiciones técnicas y de distribución; la porción oriental de la ciudad, en donde se afirmó el Paseo de San Pedro bien refleja esa tendencia, pues todavía es posible apreciar construcciones completamente ajenas a la línea general del Centro Histórico, tanto por su distribución, como en los elementos constitutivos.35 Claros ejemplos al respecto son el Museo de Arte Contemporáneo, el Museo de Historia Natural o la magnífica casa destinada hoy a las oficinas del Sistema Desarrollo Integral de la Familia (DIF), Michoacán.

35 Catherine R. Ettinger y Carmen Alicia Dávila Munguía (coord.) (2012), De barrio de indios… Op. cit., pp. 131-275

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La sección nuclear ofreció mayor cantidad de retos y el más significativo estuvo relacionado con la incorporación de elementos materiales nuevos en construcciones levantadas a lo largo del siglo XVIII. Un producto latente de esta situación fue la permanencia de patios dieciochescos en fincas que, al exterior, ofrecen composiciones completamente Neoclásicas o Eclécticas, como se presenta en algunas de las casonas palaciegas ubicadas en torno a la Catedral —el Hotel Casa Grande, las Fabricas Margaillán o el Hotel Cantera Diez—, clara expresión de esta armonización de elementos del pasado con los decimonónicos.36

El hecho de superar con originalidad los elementos formales constituye la posibilidad de atender las necesidades propias de la arquitectura doméstica. Más cuando, al paso de los años, los propietarios se dieron cuenta que debían atender la problemática de sus fincas y la actualización estética sería una condición más. Porque mucho antes de pensar en contar con una finca bella, el proceso de transformación arquitectónica estuvo animado por el efecto causado por diversos agentes de deterioro. Entre los naturales no sólo se pueden considerar la presencia de fauna nociva, el efecto del paso del tiempo sobre los materiales y, sobre todo, la acción lenta pero contundente de las lluvias sobre las techumbres. Las acciones humanas llegaron a ser las más devastadoras y estaban directamente relacionadas con el uso inadecuado de los inmuebles, la falta de

36 Esperanza Ramírez Romero (1981), Catálogo de construcciones artísticas, civiles y religiosas de Morelia, México, FONAPAS Michoacán-UMSNH, p. XXI

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mantenimiento, el abandono de algunas fincas y, de forma recurrente, la permanente humedad de los muros por causa de un deficiente sistema de distribución de agua.

Si bien, la atención de algunos de estos desperfectos se plasma en la documentación de la época, también se vuelve indispensable manifestar que el cambio de la arquitectura doméstica estuvo en función de la reorganización derivada de la imposición de nuevos usos de suelo: la instalación de tiendas o la habilitación de hoteles favoreció la apertura de puertas y ventanas, la habilitación de aparadores, la colocación armónica de los mismos a lo largo del muro de la fachada o la sustitución de viejos marcos de madera por otros, hechos con piedra y repletos de molduras.

Con la llegada del porfiriato, numerosos inmuebles empezaron a ser desocupados por sus moradores y, a cambio, permitieron la instalación de oficinas, talleres artesanales, despachos para el ejercicio de nuevas profesiones y, sobre todo, pequeños establecimientos fabriles. Así como favorecieron la adaptación de los componentes materiales de las fincas, también se convirtieron en una situación de riesgo, pues la tecnificación de algunas secciones de la zona central provocó el desarrollo de algunos incendios.

Aunque la fiebre transformadora de la segunda mitad del siglo XIX se expresó en un buen número de construcciones de la zona central de la ciudad de Morelia, se vuelve indispensable referir el carácter diverso de los resultados. En principio, quienes contaban con mayores posibilidades de ingreso —entre ellos los ricos hacendados, los funcionarios públicos, los eclesiásticos

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o los propietarios de los grandes locales comerciales— estuvieron en condiciones de contratar al personal más cualificado —ingenieros o arquitectos, algunos de ellos de procedencia extranjera— y también contaron con la fortuna suficiente para adquirir materiales de mayor calidad, esos que estaban tallados con mayor precisión y detalle. Los propietarios de ingresos medios se conformaron con la habilitación menor de sus espacios, cuyas obras podían prolongarse durante varios meses y podían emprenderse al conseguir la acumulación suficiente de los materiales indispensables para iniciar las obras.

La posición urbana determinó muchas de las condiciones finales de la finca. Como ocurrió durante la época virreinal, las construcciones ubicadas en el contexto de la Catedral y sus plazas adyacentes mantuvieron su afirmación como réplicas palaciegas; esta misma tendencia se expresó en la Avenida Nacional —sobre todo en su porción oriental— pues la definición de un contexto material maravilloso demostró que la aventura recreativa hacia el Paseo de San Pedro no empezaba con la apreciación de la zona arbolada, pues se vivía al avanzar por esa vía, custodiada a los lados por algunas de las mejores construcciones domésticas. Un fenómeno similar se suscitó en el contexto de los jardines secundarios, cuyo contexto arquitectónico detonó la habilitación del jardín en algunos de ellos, o la presencia de los componentes naturales despertaron el interés de los dueños de las casas alrededor para transformar sus condiciones materiales y armonizarlas con la acción institucional.

El fenómeno también se reveló distinto las secciones donde, después de fraccionarse las huertas conventuales,

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quedaron terrenos propicios para la especulación urbana y para la edificación de nuevas casas; por causa de los problemas derivados de la ocupación de estos espacios, en las inmediaciones del templo de San Francisco llegaron a levantarse exponentes domésticos de inspiración palaciega —por la amplitud de los terrenos— con una sola planta. Las casas situadas en las calles conducentes hacía la plaza principal o a los nuevos mercados de San Francisco y San Agustín también experimentaron sustanciales adecuaciones, pues su nueva imagen contribuía a crear una señalética arquitectónica conducente a los sitios de intercambio. Al respecto, la antigua calle del Comercio (correspondiente a un tramo de la actual calle Allende, entre Abasolo y Galeana) es reflejo claro de cómo, en 20 años, los dueños de varias casas a los lados generaron acciones —en distinto momento— para generar un cambio radical en esa vía.37

Aunque los cambios externos parecen ser los más impactantes —quizá ante el hecho de que el elemento construido se ha convertido en el meollo del discurso proteccionista actual sobre el patrimonio cultural o frente al hecho de que la tecnología decimonónica propia del espacio habitacional ha llegado a sofisticarse de forma impresionante en el presente— es importante referir otro tipo de adaptaciones para el espacio habitacional moreliano a lo largo de la segunda mitad del siglo XIX.

Se trata de la paulatina inserción de los elementos propios de la modernidad porfiriana y de la habilitación

37 AHMM, Fondo Independiente I, c. 61, e. 41, 1855; c. 66, e. 16 y 17, 1853-1854; c. 84, e. 72, 1859; c. 92, e. 37, 1861; y c. 134 B, e. 36, 1877-1880

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de los componentes determinantes para el desarrollo de una vida más higiénica y provocaron transformaciones en el interior de las casas, sobre todo con la adaptación del segundo patio donde dejó de estar el corral o donde se sembraban hortalizas y árboles frutales, en aras de permitir la construcción de letrinas, en principio, y después la obligada imposición del excusado de tipo inglés.

Sobre estas novedades no puede dejar de mencionarse el creciente interés para introducir una merced de agua en las casas situadas en la sección central, esa que dejó de introducirse por medio de implementos de barro y consideró al tubo metálico como una posibilidad para racionalizar el uso del líquido y, evitar, al mismo tiempo, las fugas generadoras de humedad en los muros. Aunque se consideró una prueba irrefutable de las ventajas del nuevo momento, pocas casas contaron con el servicio telefónico hasta antes de 1900, pues su carácter novedoso aún lo situaba como un artículo de lujo y directamente relacionado con asuntos de negocios. La energía eléctrica llegó para quedarse y para dotar de una nueva animación a la vida nocturna de la ciudad a partir de 1887, no hay constancia documental de que se haya convertido en un recurso necesario y presente al interior de los espacios habitacionales por lo menos hasta antes del iniciar la nueva centuria.

Por lo tanto, la gradual adaptación del espacio doméstico al interior —por medio de la paulatina introducción de los elementos distintivos de la modernidad tecnológica decimonónica— vino a convertirse en el corolario del conjunto de transformaciones externas que la arquitectura habitacional experimentó conforme

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transcurrió la segunda mitad de siglo XIX. El proceso de atención a la estructura más sólida se animó por directrices perfectamente claras, pues resultaba necesario evitar el deterioro de los componentes fundamentales o atender los problemas evidentes. Un punto de interés reside —sobre todo en las fincas preexistentes y con posibilidades para insertarse en el nuevo momento— en el hecho de pretender negar el pasado material del espacio habitacional, pero ello no significó destruirlo por completo; ante todo, se buscó aprovechar lo mejor de otros momentos y se buscó aprovecharlo en el presente.

A diferencia de lo ocurrido a lo largo del periodo virreinal, la transformación material de la capital michoacana durante la mayor parte del siglo XIX no se presentó como una imposición vertical. Por el contrario: si la corporación religiosa y el gobierno estatal temporalmente perdieron su carácter como los principales promotores del trabajo arquitectónico, los personajes directamente relacionados con la vida cotidiana de la urbe (Ayuntamiento y propietarios) marcaron un sentido horizontal de la misma, pues prestaron atención a todo el conjunto y no sólo a los grandes monumentos.

Frente a la recurrente manifestación de escasez en el erario municipal, la actuación de las autoridades locales dentro del proceso de transformación del espacio doméstico empezó a ser indirecta. En aras de contener las manifestaciones de entusiasmo individual —contrarias a la consecución del ornato y la belleza en la ciudad— la consideración de elementos puntuales en el Bando de policía contribuyó a establecer un patrón constructivo general que presentaba elementos concretos, como el

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evitar cualquier elemento sobresaliente del muro de la fachada. Con el paso de los años, las reformas y adiciones al documento ayudaron a reforzar la tendencia, aunque las revisiones también ayudaron a validar la asimilación de elementos plásticos más sofisticados, posibilitadores de fachadas domésticas abundantemente decoradas, como pasa con la construcción palaciega promovida por Juan Bautista Gómez en 185938 —en la esquina formada por el Portal Matamoros y la calle Allende—, la más notable de las fincas civiles que el Neoclásico dejó en el Centro Histórico de la ciudad.

Pero el desborde creativo en los exteriores no se redujo a la sección privilegiada de la ciudad, para corresponder al excepcional carácter de la Catedral. La ornamentación clásica también se extendió a otras fincas, sin importar el tamaño de las construcciones; en 1853, se elogiaron los componentes de la fachada en la casa reconstruida a promoción de Manuel Iturbide en la calle de la Caravana39 (inmueble marcada con el número 160 de la calle 20 de Noviembre) o se hizo presente en el espacio doméstico de dos niveles que, para 1867, Antonio García mandó levantar en la esquina formada por las calles de la Concordia y Santa Catarina,40 inmueble ocupado actualmente por el Hotel Suites Morelia.

Aunque la tendencia de mantener las fachadas con el mayor grado posible de limpieza se mantuvo vigente hasta bien entrado el porfiriato —y el ejemplo más claro se presenta con la intervención recibida por la finca de

38 AHMM, Fondo Independiente I, c. 89, e. 72, 185939 AHMM, Fondo Independiente I, c. 66, e. 24, 185340 AHMM, Fondo Independiente I, c. 111, e. 22, 1867

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Valeria Michel, en 1895,41 a unos pasos del muro posterior de la Catedral, en el Portal Aldama—, las posibilidades de integración de los nuevos componentes estilísticos empezaron a ganar fuerza por la zona central; además de revelarse en las fincas que rodeaban algunos nuevos jardines —como el de Villalongín o Las Rosas—, también empezaron a apoderarse de algunos de los inmuebles situados a los lados de la Calle Nacional, como lo expresa la que, en 1896, mandó reedificar Luis Mac— Gregor, propietario de la Hacienda de Coapa (Tiripetío), actual sede del Palacio Legislativo de Michoacán.42

La sección habitacional situada en torno a la Catedral fue el sitio donde la vanguardia material se expresó con mayor fuerza. Así, al tiempo de rehabilitarse viejas estructuras religiosas expropiadas —como el Hospital de San Juan de Dios o la sede del antiguo Colegio de Infantes— para convertirlas en espacios de hospedaje o comercio,43 grandes casonas cambiaron al paso de la segunda mitad del siglo XIX al integrárseles las más diversas posibilidades creativas. Así, Antonio Patiño en 1853, cambió el frente de su casa en el Portal Aldama; en la misma tendencia se ubicó Plácido Guerrero, en 1892, al mandar reconstruir la finca contigua a la fachada principal del Palacio de Gobierno; en 1899, en

41 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 329, t. 2, e. 52, 1895

42 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 334, t. 1, e. 22, 1896. AHMM, Fondo Independiente I, c. 89, e. 22, 1883; y c. 134 B, e. 27 B, 1880

43 AHMM, Fondo Independiente I, c. 111, e. 22, 1867; y c. 125 C, e. 72, 1854-1874

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el Portal Iturbide, la casa Ignacio Oseguera integró un extraordinaria fachada.44

Resulta sencillo admitir que el grupo liberal en ascenso fue el responsable directo de la adecuación estética en el exterior de las fincas domésticas adquiridas. Sin duda, personajes ligados al poder estatal o municipal estuvieron directamente involucrados con el proceso: el general Epitacio Huerta —gobernador de la entidad durante la Guerra de Reforma— promovió la transformación externa de una casa situada en las actuales calles de Galeana y Corregidora, lograda su expropiación al gobierno eclesiástico en 1861.45 Incluso, otros personajes no dejaron escapar la oportunidad de transformar sus fincas antes o después de haber ocupado la presidencia del Ayuntamiento, como bien lo revelaron Félix Alva, en 1856; José María Celso Dávalos, en 1861; Herculano Ibarrola, en 1867; o Ignacio Ojeda (1890) al transformar sus casas en la zona central.46

La tendencia de renovación urbana desde su célula arquitectónica fundamental también fue secundada por grupos conservadores. Entre ellos destacan los sacerdotes que, como individuos, no se privaron de la oportunidad para insertar cambios en sus fincas. Así, en

44 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 317, t. 4, e. 140, 1892; y l. 401, t. 6, e. 6 O, 1899. AHMM, Fondo Independiente I, c. 66, e. 10, 1853-1854

45 AHMM, Fondo Independiente I, c. 92, e. 24 B, sin fecha46 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos,

5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 305, t. 2, e. 79, 1890. AHMM, Fondo Independiente I, c. 74, e. 41, 1856; c. 92, e. 37, 1861; y c. 111, e. 22, 1867

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1853, el bachiller Ignacio Ladrón de Guevara rehabilitó la casa comprada en la calle del Comercio; unos años después, el canónigo Ramón Camacho hizo lo propio con su casa situada por el rumbo del templo del Carmen. A nombre del primer Obispo de Zamora —José Antonio de la Peña Navarro—, en 1871 se mandó reconstruir una casa al frente de San Francisco. En las últimas décadas de la centuria, eclesiásticos como Nicanor Torres, Bernardo Macías, Agustín P. Pallares y Luis Pérez llegaron a asumirse como empresarios y, en su idea de sumarse a los afanes de progreso, mandaron transformar las fincas que les pertenecían o donde habían establecido su residencia.47

Si la transformación del espacio doméstico fue asunto inherente a un elevado número de residentes, pues la transformación de la ciudad se asumió como responsabilidad compartida, entonces otros propietarios no dejaron pasar la oportunidad para sumarse al proceso. En principio, los grandes hacendados, comerciantes y prestadores de los más diversos servicios elevaron sus solicitudes para que las casas empezaran a expresar los nuevos usos de suelo incorporados, parcial o totalmente; incluso, algunos extranjeros llegaron a obtener el caudal suficiente para adquirir fincas transformadas al paso de los años, como pasó con el prestamista francés Cayetano Hiribarne. A falta de un esposo, las mujeres también estuvieron dispuestas a insertarse en la tendencia y, conscientes de que la propiedad de una casa en buen

47 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 304, t. 1, e. 8, 1889; l. 307, t. 4, e. 142, 1890; 308, t. 1, e. 11, 1890; l. 313, t. 3, e. 88, 1892; y l. 343, t. 4 e s/n H, 1898. AHMM, Fondo Independiente I, c. 66, e. 17 y 60, 1853-1855; y c. 121 B, e. 115, 1871

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estado se convertía en una seguridad para el futuro, en buena cantidad participaron del proceso. Incluso, algunos menores representados por sus padres —como pasó con el joven Miguel Estrada Ramírez, en 1899— se insertaron en la tendencia.48

Aunque los propietarios se encontraban movidos por un mismo interés, la materialización de sus ideales estuvo condicionada —la mayor de las veces— por sus posibilidades económicas. Esta situación no sólo influyó en la cantidad de elementos decorativos en la fachada, en la posibilidad de incorporar una segunda planta a inmuebles situados en zonas de mediana relevancia o en la definición del número o tamaño de las puertas y ventanas abiertas en los muros. Las posibilidades financieras también determinaron la selección del arquitecto que asumiría la proyección de la obra o, en su caso, la dirección de los trabajos, sobre todo si éstos eran de gran envergadura.

Conforme avanzó la segunda mitad del siglo XIX, se estableció un viraje en los constructores considerados. A lo largo de la década de los cincuenta y la de los sesenta, la responsabilidad de la obra constructiva doméstica recayó en personajes locales: esos que de forma autodidacta se habían formado en el oficio y, gracias a la experiencia, se habían ganado una posición privilegiada en la ciudad. Y así como había personajes a quienes les encomendaron las casas necesitadas de esfuerzos mayores —como a Manuel Rabia o a Luis

48 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 303, t. 3, e. 137, 1889; l. 315, t. 2, e. 73, 1892; l. 332, t. 5, e. 175, 1896; y l. 345, t. 1, e. 25 A, 1899. AHMM, Fondo Independiente I, c. 84, e. 71, 1859; 92, e. 28, 1861; c. 121 B, e. 148, 1871; y c. 131 B, e. 44, 1878

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Alfaro—, a otros como Ramón Murillo o Juan Reyes les tocó involucrarse en la realización de obras menores y en fincas situadas en las inmediaciones de la periferia.49

Con la reactivación arquitectónica institucional se observa un fenómeno distinto a partir de los últimos años de la década de los sesenta: los constructores procedentes de otras latitudes empezarían a dominar el panorama constructivo de la ciudad y no sólo en la definición de las importantes obras civiles emprendidas en el momento, como la reconstrucción del Teatro Ocampo y la transformación material del Colegio de San Nicolás. Progresivamente, estos personajes empezaron a desplazar a los maestros de obras locales, cuyo trabajo empezó a despreciarse ante la falta de estudios escolarizados que pudieran validar sus conocimientos y su experiencia. A partir de este momento en la ciudad empezarían a tomar fuerza los nombres de dos personajes —Guillermo Wodon de Sorinne y Adolfo André de Tremontels— cuya trayectoria estaría ligada a la transformación inmobiliaria monumental para el resto del periodo decimonónico y con actuación bien definida en las construcciones civiles, en el caso del primero; y de las eclesiásticas, para el segundo. No obstante, también tuvieron importante participación el prusiano Víctor Alfredo Backhausen y el polaco Juan Bochotnicki.50

49 Ricardo Aguilera Soria (2015), “Un desfile contra el olvido. Los hombres que hicieron de Valladolid-Morelia una ciudad neoclásica (1810. 1876), en: Yaminel Bernal Astorga (coord.), Morelia, la construcción de una ciudad, Morelia, Ayuntamiento de Morelia, pp. 91-114

50 Ricardo Aguilera Soria (2016), En busca de… Op. cit., pp. 149-186

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Frente a los afanes de europeización impulsados conforme avanzaba el porfiriato, la capacidad de intervención en la arquitectura doméstica quedó en manos de los constructores extranjeros. Más cuando, a pesar de haberse ajustado a las condiciones de sencillez material defendidas por el Bando de policía, a partir de la década de 1880 ellos introdujeron innovaciones, buscaron alterar la sobriedad del conjunto urbano al implementar recursos plásticos que dinamizaron el carácter de las fachadas. Así, además de la presencia de Wodon de Sorinne y de Tremontels, se sumaría el trabajo de otros constructores llegados para permanecer, como pasó con el francés Antonio Bizet o el alemán Gustavo Roth.51 Esta diversidad de actuaciones se diversificaría, al iniciar el siglo XX, con el ingreso al panorama constructivo de la ciudad de un arquitecto procedente de Italia, con participación en obras mayores y edificios domésticos: Adrián Giombini.52

No obstante, la capacidad de innovación estética integrada por estos personajes en las construcciones encomendadas —incluso en fincas de tipo doméstico en las que participaron durante la primera década de la siguiente centuria— los constructores de la ciudad no estuvieron dispuestos a permanecer al margen del proceso de cambio. Por lo tanto, provistos del estilo

51 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 305, t. 2, e. 87, 1890; l. 307, t. 4, e. 155, 1890; l. 312, t. 2, e. 44, 1891; l. 321, t. 4, e. 177, 1893; l. 329, t. 2, e. 52, 1895; y l. 338, t.53, e. 188, 1897

52 Gabriela Servín Orduño (sin fecha), El arquitecto Adrián Giombini, y su producción arquitectónica en Morelia, 1900-1930, Tesis de licenciatura, Morelia, Facultad de Historia-UMSNH

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artístico afirmado durante la mayor parte del siglo XIX, ellos preservaron la imagen decimonónica a pesar del impulso extranjerizante y que, no sólo daría empleo a constructores como Eutimio Hernández, Juan Huantes, Lázaro Cárdenas o Felipe N. Orozco;53 a través de ellos, la experiencia material de una ciudad expresaría un grado de madurez que no sólo se insertaría en esa fase de cambios, pues se afirmaría como punto fundamental para preservar la sencillez de la imagen urbana en el Centro Histórico de Morelia cuando, a partir de los treinta del siglo XX, la construcción del proyecto cultural post revolucionario se apegó a los ideales materiales de la segunda mitad del siglo XIX y no a otros generados en cualquier otro momento de su historia.

53 AHMM, Inventario de Libros Impresos y Manuscritos, 5ª numeración, Libros de Secretaría, l. 307, t. 4, e. 142, 1890; l. 333, t. 6, e. 202, 1896; y l. 339, t. 6, e. 244, 1897. AHMM, Fondo Independiente I, c. 89, e. 22, 1883; y c. 92, e. 197, 1885

La zona central de Morelia durante la segunda mitad del siglo XIX. Destellos de una ciudad en vías de modernización de Ricardo Aguilera Soria, se terminó de imprimir el mes de marzo de 2017, en Morelia, Michoacán, México. Diseño de portada y formación: Judith Elizabeth Vargas García.