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5 Prólogo Peregrine White entró en el hotel Mayflower de Washington DC aquella mañana con los nervios corroyéndole el estómago. Iba a entrevistar a uno de los escritores más famosos del mundo; uno que ya había visitado dos veces la Casa Blanca para encontrarse con sendos presidentes de los Estados Unidos; el mismo que había escrito cosas sobre el pasado, el presente y el futuro que maravillaban a millones de personas; y él en cambio ni siquiera sabía si le iba a temblar tanto la mano que no podría coger ni una sola nota. Era la primavera de 1934 y un cielo azul esplendoroso lucía sobre la Avenida Connecticut cuando Peregrine, a quien los allegados llamaban Perry, se internó en el impresionante vestíbulo de aquel moderno y lujoso edificio que era conocido en Washington como “La Gran Dama”, y, tras quitarse el sombrero, se dirigió a la recepción para preguntar por su entrevistado. El recepcionista, un tipo muy elegante y estirado, le dijo que podría encontrarlo en el restaurante, así que hacia allí se dirigió, con las tripas amenazándole con ir a aflojársele en cualquier momento. White miró su reloj de pulsera. Eran las diez de la mañana. Había sido puntual. El local estaba lleno de clientes desayunando y, al fondo, en una mesa junto a un gran ventanal, vio a la persona que

Sherlock Holmes: el hombre que no existía

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Los más grandes héroes del pulp se unen frente a la amenaza más grande que ha conocido el mundo en toda su historia.

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Prólogo

Peregrine White entró en el hotel Mayflower

de Washington DC aquella mañana con los nervios

corroyéndole el estómago. Iba a entrevistar a uno

de los escritores más famosos del mundo; uno que

ya había visitado dos veces la Casa Blanca para

encontrarse con sendos presidentes de los Estados

Unidos; el mismo que había escrito cosas sobre el

pasado, el presente y el futuro que maravillaban a

millones de personas; y él en cambio ni siquiera

sabía si le iba a temblar tanto la mano que no

podría coger ni una sola nota. Era la primavera de

1934 y un cielo azul esplendoroso lucía sobre la

Avenida Connecticut cuando Peregrine, a quien los

allegados llamaban Perry, se internó en el

impresionante vestíbulo de aquel moderno y lujoso

edificio que era conocido en Washington como “La

Gran Dama”, y, tras quitarse el sombrero, se dirigió

a la recepción para preguntar por su entrevistado.

El recepcionista, un tipo muy elegante y estirado, le

dijo que podría encontrarlo en el restaurante, así

que hacia allí se dirigió, con las tripas

amenazándole con ir a aflojársele en cualquier

momento.

White miró su reloj de pulsera. Eran las diez

de la mañana. Había sido puntual. El local estaba

lleno de clientes desayunando y, al fondo, en una

mesa junto a un gran ventanal, vio a la persona que

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buscaba. No supo en aquel instante si valorar

aquello como buena o mala suerte, porque sentía

que necesitaba más tiempo para preparar mejor

aquella entrevista, a la que le habían enviado de

súbito porque el periodista de la Gaceta de Gotham

que en principio debía ocuparse de ella se había

puesto enfermo. Algo que no le extrañaba lo más

mínimo, porque él también ahora estaba a punto de

llamar por teléfono diciendo que tenía malaria, o

un cáncer terminal, cualquier cosa que sirviese de

excusa para salir corriendo. Pero ya era tarde.

Debería haberlo hecho antes de entrar allí.

El escritor no estaba solo. Mientras White se

aproximaba, pudo observar al individuo que le

acompañaba en el interior del restaurante. Estaba

sentado a la mesa de modo que sólo podía verle la

espalda y la cabeza, pero ya desde el principio

ambas cosas le resultaron extrañas. Cuando se halló

ante ellos y pudo verle mejor, supo por qué: vestía

una holgada túnica oriental y llevaba turbante. El

escritor, un hombre mayor que rozaba ya la

sesentena, estaba en mangas de camisa mientras

daba cuenta de un abundante desayuno

típicamente británico, en el que distinguió huevos

revueltos, panceta y morcilla. El otro hombre no

tomaba nada. White distinguió que llevaba puestos

unos guantes.

—¿Señor Wells? —preguntó, interrumpiendo

la conversación que mantenían ambos comensales.

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Herbert George Wells miró a White y vio a un

joven de pelo negro, alto y fornido, que le recordó

mucho a sí mismo tan sólo tres décadas atrás, sólo

que sin el frondoso bigote que a él prácticamente

siempre le había acompañado. Aunque su

apariencia era tranquila, daba vueltas inquietas al

sombrero que tenía en las manos.

—Usted debe ser el periodista, el señor…

¿White, creo recordar?

—Sí, lamento interrumpirles —se excusó el

reportero.

—Oh, no importa —aseguró el hombre que

acompañaba al famoso escritor, cubriéndose la boca

en lo que White quiso creer que era alguna

costumbre de su cultura; porque se notaba que era

extranjero, incluso en el acento—. Yo ya tengo que

marcharme de todas formas.

—¿Tan pronto, amigo mío? —se mostró

contrariado Wells, limpiándose con una servilleta

mientras se levantaba al mismo tiempo que su

acompañante—. Cuánto lo lamento. Esperaba que

me pudiese contar más cosas acerca de Randolph,

el nieto de mi viejo amigo John. Me hubiese

gustado conocerle en persona, pero si dice que se

encuentra de viaje por esos mundos de Dios…

Permítame que le presente, señor White, al swami

Chandraputra, representante legal del que parece

ser el único familiar vivo de cierto amigo de mi

juventud con el que estaba muy interesado en

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contactar en este viaje a los Estados Unidos.

White estrechó la mano enguantada del hindú,

que le pareció blanda y esponjosa como si careciese

de huesos, aunque él lo atribuyó a que los guantes

le debían quedar un poco grandes. Seguía

tapándose la boca con la otra mano, como haría

una mujer que se avergonzase de su dentadura al

sonreir, y advirtió que algo de eso debía haber

porque el resto de su cara procuraba mantenerse

inexpresiva, hasta el punto de parecer una máscara.

—Un placer —dijo con toda educación y con

aquel extraño acento, que más parecía dificultad

para hablar que una verdadera cualidad de su

idioma nativo—. Por desgracia, otros asuntos

requieren mi atención, de no ser así no tendría

inconveniente en seguir acompañándoles. Y, de

todos modos, procuraré que sigamos en contacto. Y,

por supuesto, también mi cliente. Se encuentra

ahora muy alejado del mundo, ya saben cómo son

estos poetas…

—Por favor, hágale llegar mi mensaje cuanto

antes, me gustaría hablar con él en persona sobre

su abuelo —pidió Wells.

Después de que el gurú hindú se marchase, el

escritor ofreció a White sentarse en el asiento que

éste había desocupado. Así lo hizo, y comprobó con

desagrado que estaba frío como si no hubiera

habido nadie en él hasta entonces. Wells seguía en

pie y volvía a limpiarse el bigote con la servilleta,

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acompañando con la mirada al swami en su

abandono del restaurante.

—Un personaje singular —se atrevió a

aventurar el joven reportero, por hablar de algo.

Herbert Wells volvió a sentarse y se apresuró a

prestar de nuevo atención a su magnífico desayuno,

que había dejado a medias. Dio un generoso trago a

un vaso de zumo de naranja que le dejó lleno de

pulpa la parte inferior del copioso mostacho.

—Me da la sensación de que no es lo que

parece —opinó—. O no parece lo que en realidad

es, que tal vez no sea tampoco lo mismo. Me ha

dejado muy intrigado.

—¿Le conocía de antes?

—No, envié una carta a su representado, el

señor Randolph Carter, a través de mis abogados en

Inglaterra, con la intención de vernos aquí a mi

llegada, pero en lugar de Carter se ha presentado él

con una serie de excusas más bien peregrinas.

Como le digo, todo muy intrigante. Por cierto, que a

lo mejor conoce usted a Randolph Carter, pues vive

en su ciudad: Arkham.

—No, yo vengo de Gotham —le rectificó

White—. Es un sobrenombre que se le da a Nueva

York. Arkham está al norte, cerca de Boston.

—Es cierto, perdone. ¿Gotham? Claro, por

aquella historia de Washington Irving. ¿Sabe que en

Inglaterra también tenemos una Gotham?

—¿En serio? ¿Y qué imagina que debió

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suceder con ella en su “Guerra de los mundos”? ¿La

destruyeron los marcianos también?

Herbert Wells se echó a reir, mirando con

simpatía al joven.

—Supongo que esto ya forma parte de la

entrevista —consideró—. Por lo menos es un modo

original de empezarla.

—Gracias —se relajó White. Estaba yendo

muchísimo mejor de lo que nunca hubiese

imaginado, y a ello ayudaba mucho el propio

talante de su entrevistado, que sin duda tenía

mucha más experiencia que él en aquellas lides—.

En realidad la entrevista ha empezado en el mismo

momento en que entraba por esa puerta y le he

visto.

—Estoy ya deseando leerla. ¿No quiere

desayunar? Pida lo que quiera. Paga la Sociedad

Fabiana.

Peregrine White, cada vez más cómodo en

presencia de su interlocutor, dejó el sombrero sobre

la mesa y se despojó del abrigo para ponerlo en el

respaldo de la silla. Wells llamó al maître con un

gesto y éste no tardó en venir.

—¿Le interesa más a su periódico mi carrera

literaria que los motivos políticos que me han traído

hasta su nación? —pareció realmente sorprendido

el escritor—. No me lo creo.

—Me interesa a mí, y puesto que mi periódico

me ha elegido para cubrir esto se tendrá que

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conformar con lo que le lleve o plagiar la noticia de

otros medios —respondió el joven con un tono que

el escritor enseguida comprendió rezumaba

resquemor—. Todo el resto de diarios del país ya se

encargarán a lo largo de la semana de airear su

encuentro con el presidente Roosevelt, y de

especular con los motivos que le han traído hasta

aquí y le llevarán más tarde al Kremlin. No creo que

a mí vaya a decirme nada que no haya dicho a los

demás, así que le ahorraré su tiempo y el mío. Pero

como su presencia aquí puede venirme muy bien

para ilustrar otro reportaje en el que estoy

trabajando, y que debería ser al que me estuviera

dedicando en realidad, no voy a desaprovechar la

oportunidad.

Wells le observaba cada vez más interesado,

aunque no por ello abandonaba su pitanza. El

periodista pidió un café y un bollo de crema al

empleado del hotel.

—¿Y de qué trata ese reportaje que yo

ilustraría? —preguntó el autor inglés con sorna en

la voz—. ¿De marcianos?

—Tal vez, o tal vez no. Aún no lo sé, y mi

trabajo no es suponer. Mi trabajo es investigar hasta

descubrir la verdad, y luego informar sobre ella. Y

es curioso que antes haya nombrado Arkham,

porque pienso visitar esa ciudad más adelante.

¿Sabía que su coetáneo Charles Fort estaba muy

interesado en ella, por ciertos hechos que

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sucedieron hace una década y que terminaron con

la intervención del ejército en una pequeña

localidad muy cercana, un lugar llamado

Innsmouth? Pero me dirigía a otro sitio antes de

que me llamasen para venir aquí. ¿Ha oído hablar

de un lugar llamado Smallville? Se encuentra en

Maryland.

—No, no sé nada de ese sitio —negó Wells, de

repente muy serio. Había dejado de comer—. ¿Qué

ocurre allí?

—Cosas que tal vez también interesarían a

Fort, porque en los últimos años han ido

acumulándose por la zona una serie de fenómenos

de los más curiosos —aseguró el periodista

mientras le servían el desayuno que había

pedido—. Y al parecer todo empezó con la caída de

un meteorito a principios de siglo. ¿Le recuerda eso

a algo?

—Caen muchos meteoritos en la Tierra al cabo

del año —le informó Wells—, aproximadamente

uno cada dos días.

—Pero no todos son seguidos después por una

serie de hechos insólitos en el lugar donde caen. En

Arkham también se estrelló uno poco antes de que

empezasen a sucederse desapariciones de ganado y

personas, y que grupos de chalados acabasen

creyendo que detrás de todo ello estaban los

extraterrestres y formasen sectas extravagantes.

—No sabía tampoco nada de todo eso. Sí que

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es curioso, lo admito, pero seguro que todo tiene

una explicación razonable. Y usted la encontrará,

no me cabe la menor duda. ¿Sabe?, antes ha dicho

algo que me ha hecho recordar a un antiguo

amigo…

White cogió su taza de café humeante y sopló

un poco antes de preguntar:

—¿El familiar del hombre con el que quería

encontrarse hoy aquí?

Herbert Wells sonrió.

—¿John? No, otro amigo, al que conocí

también por la misma época. Extraordinario

también, como el propio John. Su comentario de

antes me ha hecho pensar en él. En cierta forma

usted se le parece: el mismo ímpetu, la misma

mirada inquisitiva, y doy por supuesto que también

el mismo natural escepticismo que hace que no se

dé por satisfecho con la primera respuesta que le

proporcionen.

White hizo el gesto de brindar con la taza y

bebió.

—Me cae bien su amigo —admitió—. Dígame,

¿cree de verdad que puede haber vida en otros

planetas? ¿Cree que Lowell estaba en lo cierto?

—Si me lo pregunta es que usted también

tiene dudas al respecto…

—Por eso quiero saber su opinión. ¿De dónde

sacó sus ideas para escribir lo que escribió? ¿Piensa

en serio que hay inteligencias fuera de aquí que nos

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vigilan y que esperan una oportunidad para

invadirnos? ¿Son posibles los viajes en el tiempo, o

que alguien se vuelva invisible desafiando todas las

leyes de la ciencia?

Wells miró con intensidad a su entrevistador.

—¿Para un hombre del medievo piensa que

hubiese sido verosímil algo como la electridad?

¿Qué hubiese pensado un hombre primitivo ante

algo como un aparato de radio moderno? ¿Qué

creería al ver un tren acercándose? —le

preguntó—. Incluso para nosotros siguen siendo

maravillas que apenas entendemos. Pero existen. La

ciencia nos dará todas las respuestas algún día. Y,

algún día, amigo mío, tal vez le diga de dónde

conseguí yo la inspiración para escribir lo que

escribí…

***

Cuando regresó a la habitación del hotel Hay­

Adams donde se alojaba, Peregrine White lo hizo

con la sensación de haber perdido miserablemente

el tiempo. El resto de la entrevista con el insigne

escritor inglés, que tantos éxitos había cosechado

contribuyendo a dar popularidad a un género que

ahora estaba de rabiosa actualidad en las

publicaciones de todo el país, al final había

derivado indefectiblemente hacia el terreno de la

política, que al parecer era lo único que le

interesaba en la actualidad. Sus encuentros con los