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Prólogo
Peregrine White entró en el hotel Mayflower
de Washington DC aquella mañana con los nervios
corroyéndole el estómago. Iba a entrevistar a uno
de los escritores más famosos del mundo; uno que
ya había visitado dos veces la Casa Blanca para
encontrarse con sendos presidentes de los Estados
Unidos; el mismo que había escrito cosas sobre el
pasado, el presente y el futuro que maravillaban a
millones de personas; y él en cambio ni siquiera
sabía si le iba a temblar tanto la mano que no
podría coger ni una sola nota. Era la primavera de
1934 y un cielo azul esplendoroso lucía sobre la
Avenida Connecticut cuando Peregrine, a quien los
allegados llamaban Perry, se internó en el
impresionante vestíbulo de aquel moderno y lujoso
edificio que era conocido en Washington como “La
Gran Dama”, y, tras quitarse el sombrero, se dirigió
a la recepción para preguntar por su entrevistado.
El recepcionista, un tipo muy elegante y estirado, le
dijo que podría encontrarlo en el restaurante, así
que hacia allí se dirigió, con las tripas
amenazándole con ir a aflojársele en cualquier
momento.
White miró su reloj de pulsera. Eran las diez
de la mañana. Había sido puntual. El local estaba
lleno de clientes desayunando y, al fondo, en una
mesa junto a un gran ventanal, vio a la persona que
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buscaba. No supo en aquel instante si valorar
aquello como buena o mala suerte, porque sentía
que necesitaba más tiempo para preparar mejor
aquella entrevista, a la que le habían enviado de
súbito porque el periodista de la Gaceta de Gotham
que en principio debía ocuparse de ella se había
puesto enfermo. Algo que no le extrañaba lo más
mínimo, porque él también ahora estaba a punto de
llamar por teléfono diciendo que tenía malaria, o
un cáncer terminal, cualquier cosa que sirviese de
excusa para salir corriendo. Pero ya era tarde.
Debería haberlo hecho antes de entrar allí.
El escritor no estaba solo. Mientras White se
aproximaba, pudo observar al individuo que le
acompañaba en el interior del restaurante. Estaba
sentado a la mesa de modo que sólo podía verle la
espalda y la cabeza, pero ya desde el principio
ambas cosas le resultaron extrañas. Cuando se halló
ante ellos y pudo verle mejor, supo por qué: vestía
una holgada túnica oriental y llevaba turbante. El
escritor, un hombre mayor que rozaba ya la
sesentena, estaba en mangas de camisa mientras
daba cuenta de un abundante desayuno
típicamente británico, en el que distinguió huevos
revueltos, panceta y morcilla. El otro hombre no
tomaba nada. White distinguió que llevaba puestos
unos guantes.
—¿Señor Wells? —preguntó, interrumpiendo
la conversación que mantenían ambos comensales.
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Herbert George Wells miró a White y vio a un
joven de pelo negro, alto y fornido, que le recordó
mucho a sí mismo tan sólo tres décadas atrás, sólo
que sin el frondoso bigote que a él prácticamente
siempre le había acompañado. Aunque su
apariencia era tranquila, daba vueltas inquietas al
sombrero que tenía en las manos.
—Usted debe ser el periodista, el señor…
¿White, creo recordar?
—Sí, lamento interrumpirles —se excusó el
reportero.
—Oh, no importa —aseguró el hombre que
acompañaba al famoso escritor, cubriéndose la boca
en lo que White quiso creer que era alguna
costumbre de su cultura; porque se notaba que era
extranjero, incluso en el acento—. Yo ya tengo que
marcharme de todas formas.
—¿Tan pronto, amigo mío? —se mostró
contrariado Wells, limpiándose con una servilleta
mientras se levantaba al mismo tiempo que su
acompañante—. Cuánto lo lamento. Esperaba que
me pudiese contar más cosas acerca de Randolph,
el nieto de mi viejo amigo John. Me hubiese
gustado conocerle en persona, pero si dice que se
encuentra de viaje por esos mundos de Dios…
Permítame que le presente, señor White, al swami
Chandraputra, representante legal del que parece
ser el único familiar vivo de cierto amigo de mi
juventud con el que estaba muy interesado en
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contactar en este viaje a los Estados Unidos.
White estrechó la mano enguantada del hindú,
que le pareció blanda y esponjosa como si careciese
de huesos, aunque él lo atribuyó a que los guantes
le debían quedar un poco grandes. Seguía
tapándose la boca con la otra mano, como haría
una mujer que se avergonzase de su dentadura al
sonreir, y advirtió que algo de eso debía haber
porque el resto de su cara procuraba mantenerse
inexpresiva, hasta el punto de parecer una máscara.
—Un placer —dijo con toda educación y con
aquel extraño acento, que más parecía dificultad
para hablar que una verdadera cualidad de su
idioma nativo—. Por desgracia, otros asuntos
requieren mi atención, de no ser así no tendría
inconveniente en seguir acompañándoles. Y, de
todos modos, procuraré que sigamos en contacto. Y,
por supuesto, también mi cliente. Se encuentra
ahora muy alejado del mundo, ya saben cómo son
estos poetas…
—Por favor, hágale llegar mi mensaje cuanto
antes, me gustaría hablar con él en persona sobre
su abuelo —pidió Wells.
Después de que el gurú hindú se marchase, el
escritor ofreció a White sentarse en el asiento que
éste había desocupado. Así lo hizo, y comprobó con
desagrado que estaba frío como si no hubiera
habido nadie en él hasta entonces. Wells seguía en
pie y volvía a limpiarse el bigote con la servilleta,
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acompañando con la mirada al swami en su
abandono del restaurante.
—Un personaje singular —se atrevió a
aventurar el joven reportero, por hablar de algo.
Herbert Wells volvió a sentarse y se apresuró a
prestar de nuevo atención a su magnífico desayuno,
que había dejado a medias. Dio un generoso trago a
un vaso de zumo de naranja que le dejó lleno de
pulpa la parte inferior del copioso mostacho.
—Me da la sensación de que no es lo que
parece —opinó—. O no parece lo que en realidad
es, que tal vez no sea tampoco lo mismo. Me ha
dejado muy intrigado.
—¿Le conocía de antes?
—No, envié una carta a su representado, el
señor Randolph Carter, a través de mis abogados en
Inglaterra, con la intención de vernos aquí a mi
llegada, pero en lugar de Carter se ha presentado él
con una serie de excusas más bien peregrinas.
Como le digo, todo muy intrigante. Por cierto, que a
lo mejor conoce usted a Randolph Carter, pues vive
en su ciudad: Arkham.
—No, yo vengo de Gotham —le rectificó
White—. Es un sobrenombre que se le da a Nueva
York. Arkham está al norte, cerca de Boston.
—Es cierto, perdone. ¿Gotham? Claro, por
aquella historia de Washington Irving. ¿Sabe que en
Inglaterra también tenemos una Gotham?
—¿En serio? ¿Y qué imagina que debió
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suceder con ella en su “Guerra de los mundos”? ¿La
destruyeron los marcianos también?
Herbert Wells se echó a reir, mirando con
simpatía al joven.
—Supongo que esto ya forma parte de la
entrevista —consideró—. Por lo menos es un modo
original de empezarla.
—Gracias —se relajó White. Estaba yendo
muchísimo mejor de lo que nunca hubiese
imaginado, y a ello ayudaba mucho el propio
talante de su entrevistado, que sin duda tenía
mucha más experiencia que él en aquellas lides—.
En realidad la entrevista ha empezado en el mismo
momento en que entraba por esa puerta y le he
visto.
—Estoy ya deseando leerla. ¿No quiere
desayunar? Pida lo que quiera. Paga la Sociedad
Fabiana.
Peregrine White, cada vez más cómodo en
presencia de su interlocutor, dejó el sombrero sobre
la mesa y se despojó del abrigo para ponerlo en el
respaldo de la silla. Wells llamó al maître con un
gesto y éste no tardó en venir.
—¿Le interesa más a su periódico mi carrera
literaria que los motivos políticos que me han traído
hasta su nación? —pareció realmente sorprendido
el escritor—. No me lo creo.
—Me interesa a mí, y puesto que mi periódico
me ha elegido para cubrir esto se tendrá que
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conformar con lo que le lleve o plagiar la noticia de
otros medios —respondió el joven con un tono que
el escritor enseguida comprendió rezumaba
resquemor—. Todo el resto de diarios del país ya se
encargarán a lo largo de la semana de airear su
encuentro con el presidente Roosevelt, y de
especular con los motivos que le han traído hasta
aquí y le llevarán más tarde al Kremlin. No creo que
a mí vaya a decirme nada que no haya dicho a los
demás, así que le ahorraré su tiempo y el mío. Pero
como su presencia aquí puede venirme muy bien
para ilustrar otro reportaje en el que estoy
trabajando, y que debería ser al que me estuviera
dedicando en realidad, no voy a desaprovechar la
oportunidad.
Wells le observaba cada vez más interesado,
aunque no por ello abandonaba su pitanza. El
periodista pidió un café y un bollo de crema al
empleado del hotel.
—¿Y de qué trata ese reportaje que yo
ilustraría? —preguntó el autor inglés con sorna en
la voz—. ¿De marcianos?
—Tal vez, o tal vez no. Aún no lo sé, y mi
trabajo no es suponer. Mi trabajo es investigar hasta
descubrir la verdad, y luego informar sobre ella. Y
es curioso que antes haya nombrado Arkham,
porque pienso visitar esa ciudad más adelante.
¿Sabía que su coetáneo Charles Fort estaba muy
interesado en ella, por ciertos hechos que
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sucedieron hace una década y que terminaron con
la intervención del ejército en una pequeña
localidad muy cercana, un lugar llamado
Innsmouth? Pero me dirigía a otro sitio antes de
que me llamasen para venir aquí. ¿Ha oído hablar
de un lugar llamado Smallville? Se encuentra en
Maryland.
—No, no sé nada de ese sitio —negó Wells, de
repente muy serio. Había dejado de comer—. ¿Qué
ocurre allí?
—Cosas que tal vez también interesarían a
Fort, porque en los últimos años han ido
acumulándose por la zona una serie de fenómenos
de los más curiosos —aseguró el periodista
mientras le servían el desayuno que había
pedido—. Y al parecer todo empezó con la caída de
un meteorito a principios de siglo. ¿Le recuerda eso
a algo?
—Caen muchos meteoritos en la Tierra al cabo
del año —le informó Wells—, aproximadamente
uno cada dos días.
—Pero no todos son seguidos después por una
serie de hechos insólitos en el lugar donde caen. En
Arkham también se estrelló uno poco antes de que
empezasen a sucederse desapariciones de ganado y
personas, y que grupos de chalados acabasen
creyendo que detrás de todo ello estaban los
extraterrestres y formasen sectas extravagantes.
—No sabía tampoco nada de todo eso. Sí que
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es curioso, lo admito, pero seguro que todo tiene
una explicación razonable. Y usted la encontrará,
no me cabe la menor duda. ¿Sabe?, antes ha dicho
algo que me ha hecho recordar a un antiguo
amigo…
White cogió su taza de café humeante y sopló
un poco antes de preguntar:
—¿El familiar del hombre con el que quería
encontrarse hoy aquí?
Herbert Wells sonrió.
—¿John? No, otro amigo, al que conocí
también por la misma época. Extraordinario
también, como el propio John. Su comentario de
antes me ha hecho pensar en él. En cierta forma
usted se le parece: el mismo ímpetu, la misma
mirada inquisitiva, y doy por supuesto que también
el mismo natural escepticismo que hace que no se
dé por satisfecho con la primera respuesta que le
proporcionen.
White hizo el gesto de brindar con la taza y
bebió.
—Me cae bien su amigo —admitió—. Dígame,
¿cree de verdad que puede haber vida en otros
planetas? ¿Cree que Lowell estaba en lo cierto?
—Si me lo pregunta es que usted también
tiene dudas al respecto…
—Por eso quiero saber su opinión. ¿De dónde
sacó sus ideas para escribir lo que escribió? ¿Piensa
en serio que hay inteligencias fuera de aquí que nos
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vigilan y que esperan una oportunidad para
invadirnos? ¿Son posibles los viajes en el tiempo, o
que alguien se vuelva invisible desafiando todas las
leyes de la ciencia?
Wells miró con intensidad a su entrevistador.
—¿Para un hombre del medievo piensa que
hubiese sido verosímil algo como la electridad?
¿Qué hubiese pensado un hombre primitivo ante
algo como un aparato de radio moderno? ¿Qué
creería al ver un tren acercándose? —le
preguntó—. Incluso para nosotros siguen siendo
maravillas que apenas entendemos. Pero existen. La
ciencia nos dará todas las respuestas algún día. Y,
algún día, amigo mío, tal vez le diga de dónde
conseguí yo la inspiración para escribir lo que
escribí…
***
Cuando regresó a la habitación del hotel Hay
Adams donde se alojaba, Peregrine White lo hizo
con la sensación de haber perdido miserablemente
el tiempo. El resto de la entrevista con el insigne
escritor inglés, que tantos éxitos había cosechado
contribuyendo a dar popularidad a un género que
ahora estaba de rabiosa actualidad en las
publicaciones de todo el país, al final había
derivado indefectiblemente hacia el terreno de la
política, que al parecer era lo único que le
interesaba en la actualidad. Sus encuentros con los