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Simon Marcel Los Primeros Cristianos

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Los Primeros Cristianos Marcel Simon

Índice Prólogo de la edición digital .....................................................3 Introducción .............................................................................6 Capítulo I: El marco histórico .................................................13 Capítulo II: La comunidad de Jerusalén .................................28 Capítulo III: Esteban y los griegos..........................................43 Capítulo IV: San Pablo ...........................................................55 Capítulo V: El conflicto de las observancias...........................69 Capítulo VI: La vida de la Iglesia ............................................82 Capítulo VII: La Iglesia y el mundo romano..........................104 Conclusión ...........................................................................121 Bibliografía sumaria .............................................................125 -Título de la obra original: Les premiers chrétiens. Presses Universitaires de France, Paris, 1952 -Edición castellana original: EDITORIAL UNIVERSITARIA DE BUENOS AIRES (EUDEBA), Bs. As., 1961. Traducción de Manuel Lamana -Edición Digital: ETF, 2013

Prólogo de la edición digital

Conocí "Los primeros cristianos" de Simon cuando

estaba en la facultad, a comienzos de los '80. Sin embargo no

formaba parte de ninguna bibliografía, sino que me llegó por

casualidad, revisando catálogos de libros. Ocurría en aquel

entonces lo que, lamentablemente, sigue un poco ocurriendo: la

teología se nutre de bibliografía propia; los "sabios del mundo" no

leen obras de editoriales teológicas (Sígueme, Verbo Divino,

Herder, etc), ni los teólogos leen obras teológicas de editoriales "del

mundo". Y esta obra se tradujo y editó en una editorial "del mundo",

en EUDEBA, la editorial de la Universidad de Buenos Aires.

En la colección Cuadernos, de EUDEBA, se

publicaban en aquel tiempo obras divulgativas de primerísimo nivel,

no sólo por el contenido sino, en muchos casos -como el presente-,

por la autoridad de la pluma. Efectivamente, Marcel Simon (Francia,

1907-1986) fue un historiador de las religiones, con especial

referencia a los orígenes del Cristianismo y al Judaísmo de época

testamentaria, de reconocido prestigio en su medio en la primera

mitad del siglo XX, catedrático en la Universidad de Estrasburgo, y

hombre cercano al clima espiritual que rodeó la renovación de la

Iglesia en el Concilio Vaticano II.

La obra que presento no es nueva de ninguna

manera, su edición original francesa es de 1951, y la castellana de

EUDEBA de 1961, sin embargo, no puedo dejar de admirarme de lo

actual que resulta su lectura, signo de que el autor ha conseguido

rescatar en este texto de intención divulgativa lo mejor y más

permanente de la amplia elaboración histórica sobre el tema en la

primera mitad del siglo XX. Piénsese que cuando el autor escribía

esta obra, los descubrimientos del Mar Muerto, que tanto

enriquecieron el conocimiento de la religión de época

intertestamentaria -y que son apenas mencionados en este escrito-

eran recentísimos. Sin embargo nada de lo que he podido leer

escrito con mucha posterioridad sobre los mismos temas desluce

las tesis fundamentales del libro. Se podrá estar un poco más o

menos de acuerdo con una hipótesis u otra, acentuar más éste o

aquel acontecimiento del primitivo cristianismo, pero el conjunto

tiene valor de síntesis.

El conflicto de las observancias está justamente

calibrado y expuesto con claridad, la figura de Pablo, en escasas

páginas, resplandece en su exacta (enorme) medida, la sutileza en

la comprensión del "antitemplarismo" de Esteban es digna de

destacarse. Y como estos tres ejemplos, los demás temas que trata

la obra con no menos rigor que brevedad. Está el lector ante una

reconstrucción de los 40 años que van desde la Pascua de Jesús

hasta la caída del templo (la "época apostólica" en su sentido más

estrecho, pero usual en la literatura especializada), que se

desenvuelve con gran credibilidad.

Aunque no debe en ningún momento olvidarse que

estamos ante una de las posibles reconstrucciones de un período

tan importante como oscuro de la historia de nuestra fe; no se trata

de una videograbación, sino de una reconstrucción basada en la

interpretación de fuentes muchas veces extremadamente ambiguas.

El valor de una reconstrucción así, creo yo, es sobre todo poner en

movimiento al lector para que se anime a preguntar por el

fundamento de nuestra propia historia, y para maravillarnos de la

acción de las fuerzas muchas veces contrarias que nos llevaron a

ser la comunidad de fe que somos. Tras todos esos procesos casi

podemos tocar al Señor de la historia, actuando de una manera muy

viva y directa.

La edición castellana original, la de EUDEBA, está

completamente agotada hace muchos años, y no figura ya en los

catálogos, ni siquiera como agotada, señal de que no hay ya

impulso de volverla a publicar. Con lo meritorio que fue ponerla en

circulación en los años 60, tenía sin embargo un grave defecto:

estaba llena de gruesos errores tipográficos, que a veces llegaban

al desatino ("esquema" por "Shemá" -la oración judía-, "cultural" por

"cultual", etc) al que ahora nos acostumbran los correctores

electrónicos, pero que en esa época se debió seguramente a algún

corrector humano muy principiante. No recuerdo yo que las

ediciones de EUDEBA de la época fueran tan especialmente malas

desde ese punto de vista, pero ésta lo fue. He aprovechado la

circunstancia de reeditarlo digitalmente para corregir, restituyendo el

sentido del texto cuanto me fue posible, a lo que agregué el cambio

de las citas bíblicas, que estaban tomadas de una traducción Reina-

Valera 1909, de sabor muy anticuado y a veces casi ininteligible, por

traducciones de los mismos pasajes tomadas de una segunda

edición Biblia de Jerusalén. No he actualizado la Bibliografía porque

en el original es sumaria y sólo indicativa.

Abel Della Costa

Introducción

Es posible dudar acerca de los límites cronológicos

de un estudio sobre los primeros cristianos. Etimológicamente, los

cristianos son los discípulos de Cristo. Entendido así, los primeros

cristianos son, pues, aquellos que Jesús agrupó en torno de sí.

Pero, históricamente, los cristianos son también los miembros de

una sociedad religiosa original que es la Iglesia. Con este sentido,

no hubo cristianos hasta después de la muerte de Cristo. Ni Jesús

ni —con mayor razón— el pequeño grupo de sus seguidores

tuvieron el sentimiento o el deseo de romper con el judaísmo. Tanto

es así que la tradición cristiana ha fijado el de Pentecostés como el

día del nacimiento de la Iglesia. En cuanto a la palabra "cristiano",

sabemos que fue empleada por primera vez en Antioquia,

probablemente varios años después de la Crucifixión (Hechos

11,26).

¿Quiere decir que éste es el punto de partida que

buscamos? Yo no lo creo. La denominación de cristianos, creada

por los gentiles, simplemente prueba que tanto los fieles como el

mundo pagano habían tomado conciencia de su originalidad en

relación con el judaísmo. Lo que significa que, por lo menos en

ciertos medios, la separación era ya entonces un hecho advertible

hasta desde fuera. Donde no se había realizado aún, existía por lo

menos un sentimiento de diferencia que, en el interior del judaísmo,

distinguía, y oponía cada vez más, a los llamados judeocristianos y

a los judíos no cristianos.

Los que seguían a Jesús en vida de éste, no se

distinguían fundamentalmente de la masa de los judíos más de lo

que se distinguían los seguidores de los otros movimientos

mesiánicos, que tanto abundaban en aquel entonces. Seguir a un

Mesías era cosa común. Menos común era seguir reconociéndole

como tal después del suplicio infamante, deseado y provocado por

las autoridades religiosas de la nación, y proclamar que la muerte

del crucificado no era definitiva, que había resucitado y después

subido al cielo, donde se había sentado a la diestra del Padre, antes

de volver gloriosamente para juzgar al mundo e instaurar el Reino.

Como veremos más adelante, estas afirmaciones no supusieron la

ruptura inmediata con el judaísmo. Pero por lo menos bastaron para

conferir al grupo cristiano de Israel una originalidad indudable que

más adelante había de provocar el cisma.

En definitiva, el acta de nacimiento de la Iglesia

cristiana no. lo constituye, pues, ni la aparición del nombre de

cristianos, ni la prédica de Jesús. El cristianismo nace con lo que M.

Goguel llama "la creación de un nuevo objeto religioso": Jesús

resucitado y glorificado. Nació de la fe de Pascuas. Nuestra

exposición encuentra, pues, su punto de partida más normal en los

acontecimientos que tuvieron lugar al día siguiente del drama del

Calvario.

En cuanto a su conclusión, he preferido emplear el

término 'primeros' en el más preciso de sus sentidos; me limitaré, en

consecuencia, a la generación cristiana inicial y a lo que suele

llamarse época apostólica. Puede considerarse que ésta termina en

el año 70, con la destrucción de Jerusalén por el ejército romano. La

muerte de Jesús se sitúa hacia el año 30 (tal vez el 28 o el 29). Esta

exposición abarcará, pues, solamente unos cuarenta años.

Es un período corto, pero decisivo, porque es

entonces cuando se fija el sino del cristianismo. Lo que al principio

no era más que una oscura secta palestina, se convierte en ese

intervalo en una religión original, universalista tanto por su espíritu

como por la gente que recoge en su seno; a partir de ese momento

Se lanza a la conquista del mundo civilizado. ¿Cómo se operó esta

transición? ¿Cuáles son las etapas de esta emancipación? Tal es el

problema que no hemos planteado.

Para dilucidarlo, disponemos de una documentación

muy reducida y de un manejo singularmente delicado. Por el lado

pagano, está reducida o dos o tres breves indicaciones de Suetonio

y de Tácito. En las pocas líneas que el historiador judío Flavio

Josefo, contemporáneo de los sucesos, dedica a los primeros

cristianos en varios pasajes de sus Antigüedades judías, los

retoques y las interpolaciones cristianos son tan evidentes que no

nos sirven de mucho. Así es que, prácticamente, quedamos

reducidos a las fuentes cristianas, es decir, a los escritos del Nuevo

Testamento.

Dado nuestro punto de vista actual, esas fuentes

tienen un interés muy desigual. Los cuatro Evangelios relatan lo que

puede llamarse la prehistoria de la Iglesia y nos ofrecen la imagen

que los primeros fieles se formaban de la persona, de la vida y del

mensaje de su Maestro. Su cronología ha sido muy discutida.

Parece ser que, en su forma actual, los cuatro fueron redactados

después del año 70. Así es que ni por la fecha ni por el tema

interesan directamente al período que nos ocupa. Pero los

elementos de la tradición, inicialmente oral, que ellos aportan son

sin duda muy anteriores al año 70. Interpretados con prudencia,

pueden darnos, de manera indirecta, ciertos datos acerca de las

comunidades de donde surgieron y cuyos pensamientos,

preocupaciones e instituciones reflejan.

Esta misma observación es válida para el

Apocalipsis, representante cristiano o cristianizado de un género

literario particularmente favorecido por el judaísmo de aquellos

tiempos. Según lo conocemos actualmente, es también posterior al

año 70. En la brillante descripción que hace del fin del mundo, no

podemos menos que descubrir algunas características tomadas de

la realidad política y religiosa del momento actual.

La autenticidad de las epístolas llamadas católicas,

atribuidas a Santiago, Pedro, Juan y Judas, todos ellos discípulos

de los primeros momentos, no está, ni mucho menos, confirmada y

admitida unánimemente por los críticos. Y resulta evidente que si su

interés es considerable en el caso de provenir de plumas

apostólicas, lo es mucho menos en el caso contrario. Pero de una

manera o de la otra, para la historia de la primera generación

cristiana no son más que fuentes secundarias.

Lo esencial de nuestra documentación lo constituyen,

por una parte, los Hechos de los Apóstoles y, por, la otra, las

Epístolas paulinas. Los Hechos de los Apóstoles ofrecen una relato

continuo —o que como tal se presenta— de los orígenes del

cristianismo, desde la ascensión de Cristo hasta la llegada de san

Pablo a Roma en una fecha que resulta imposible establecer con

entera precisión, pero que debe situarse hacia el año 60. Esta obra

es de la misma persona que escribió el tercer Evangelio, el de

Lucas, del que es una continuación. Pero es posible que el texto

inicial haya sido retocado por uno o por varios redactores; la

composición, la integridad y, como consecuencia, el valor histórico

del libro plantean una serie de problemas extremadamente

delicados que sólo puedo señalar. En su forma actual, que

indudablemente no es anterior al final del siglo I, parece que ha

utilizado, no sólo la tradición oral sino, también, algunas fuentes

escritas, contemporáneas de los hechos que relata; así ocurre en

varios pasajes en que la narración pasa bruscamente de la tercera

persona a la primera del plural. Además, es probable que el

redactor no sea un testigo ocular. Tenemos buenas razones para

creer que su relato no es de los más fieles. Pueden haberlo

deformado, en particular, dos factores: en distintas partes el autor

ha proyectado, inconscientemente, en los orígenes de la Iglesia la

situación eclesiástica en que él vivía; o, en función de esta

situación, ha interpretado erróneamente algunos hechos que ya no

comprendía. Además, el relato, armonioso a simple vista, da una

imagen ideal de la cristiandad primitiva que no corresponde en

todos sus puntos con la realidad. Exige, pues, una lectura prudente

y crítica.

Y particularmente exige una confrontación minuciosa

con las Epístolas de San Pablo, los únicos escritos del Nuevo

Testamento que, sin duda alguna, pertenecen al período en

cuestión. Pero en lo que se llama Corpus paulinum también deben

establecerse ciertas distinciones.

Ya nadie atribuye seriamente a Pablo (como lo ha

hecho la tradición eclesiástica, aun con muchas dudas) la Epístola a

los hebreos, que en el Nuevo Testamento figura como escrito

anónimo. De las trece Epístolas que explícitamente se atribuyen a

Pablo podemos eliminar, por inauténticas, seguramente, las tres

Pastorales (I y II a Timoteo, y a Tito) que, sin duda, están en la línea

paulina, pero que no han sido escritas por la mano del apóstol.

Junto con ellas, algunos críticos incluyen en la categoría de los

escritos deuteropaulinos la Epístola a los efesios. Pero, por el

contrario, exceptuando a algunos 'radicales', casi todos admiten de

manera unánime como sustancialmente auténticas, ya que no en

los detalles menores, las otras nueve, de las cuales, A los romanos,

I y II a los corintios, A los gálatas, A los tesalonicenses, A los

filipenses y A Filemón, con seguridad; y con algunas dudas: A los

colosenses y II a los tesalonicenses. En definitiva, es poco; pero, si

tomamos en cuenta la pobreza de nuestra información, es mucho;

sobre todo si consideramos que se trata de documentos de primera

mano, redactados por uno de los personajes mayores de la historia

cristiana primitiva que ha vivido lo que relata.

Pero esta situación no ofrece sólo ventajas. En las

epístolas paulinas no tenemos un relato histórico continuo de los

acontecimientos. Dan por conocidos muchos hechos que

desconocemos casi totalmente. A menudo provienen de alusiones

que nosotros desentrañamos con dificultad. Pero esencialmente

tienen la huella de una personalidad excepcional. El enfoque del

apóstol no es el de un historiador para quien el testimonio —

espontáneo sin duda, pero también apasionado, parcial, tal vez

tendencioso, sin la objetiva serenidad de una crónica— plantea aún

más problemas de los que le resuelve.

Entre las Epístolas de Pablo y el libro de los Hechos

hay, en más de un punto, contradicciones evidentes. En general,

nos inclinamos a seguir a Pablo, que fue un testigo directo. Pero no

es seguro que toda la verdad esté siempre del mismo lado. A veces

puede no estar ni de uno ni del otro. Hecho con tales elementos, el

cuadro que podemos esbozar de los orígenes del cristianismo va a

ser en muchos aspectos aproximado y conjetural. Tiene muchas

lagunas. El trabajo del historiador moderno, complicado muchas

veces por preconceptos confesionales o filosóficos más o menos

conscientes, en uno u otro sentido, nunca es tan delicado como en

este caso. A veces no podremos obrar con certidumbre. En muchos

casos deberemos contentarnos con la verosimilitud. Además, dados

los límites de este trabajo, no podemos hacer más que mostrar lo

esencial de la cuestión o, al menos, lo que al autor le ha parecido

como tal.

Capítulo I: El marco histórico

Nacido en Palestina, de la predicación de un judío

cuyos primeros discípulos fueron también judíos que, a su vez, se

dirigieron a otros contemporáneos de igual procedencia, el

cristianismo proviene en línea directa del judaísmo. Pero trasciende

rápidamente del ámbito israelita en que se mantuvo al principio.

Después de la primera generación, el mensaje cristiano es

predicado a los gentiles y éstos lo acogen, de entrada, con mayor

entusiasmo que Israel. Bien pronto, y de más en más son los

paganos quienes lo adoptan: en el mundo grecorromano es donde

la nueva religión avanza y se concreta realmente. En la Iglesia

naciente, a este doble aporte corresponde una dualidad de

tendencias que a veces llega hasta el conflicto abierto. El

cristianismo es, sin duda, mucho más que la simple suma o la

mezcla de las influencias y de los elementos judíos y griegos; es

una creación original. Pero si no nos ocupáramos del substrato del

cual nació y del contexto cultural y religioso en el cual se desarrolló

y del cual, aunque lo repudiase, se alimentó, estaríamos totalmente

incapacitados para comprenderlo.

Cuando aparece el cristianismo, Palestina está

sometida desde hace varios siglos, salvo algunos breves intervalos,

al dominio extranjero, iniciado con el cautiverio de Babilonia.

Sucesivamente conquistada y ocupada por los caldeos, los persas,

las dinastías helenistas de los Lágidas de Egipto y de los

Seléucidas de Siria, conoce después de la insurrección nacional de

los Macabeos algunos períodos sucesivos de autonomía relativa,

bajo el dominio de los reyes de Antioquía, y de independencia casi

total. En el año 63 a. C., Pompeyo la convierte en estado vasallo

bajo la tutela romana. Gracias a la energía y a la habilidad política

de Herodes el Grande (37-4 a. C.), rey por la gracia de Roma con el

título de aliado y amigo del pueblo romano, Palestina brilla con un

último resplandor. El reparto del reino entre los tres hijos de

Herodes inaugura el último período del Estado de Palestina.

Reunidos brevemente los territorios que lo componían, bajo el cetro

de su nieto, Herodes Agripa (41-44 d. C.), quedaron después

sometidos definitivamente a la autoridad directa de Roma. Judea lo

estaba desde el año 6 d. C.; el resto —Galilea, Samaría y los países

transjordanios de Perea— fueron dominados por Roma después de

la muerte de Herodes Agripa. Con la única excepción de la

Decápolis (región más griega que judía, situada al Este del lago

Tiberíades y que después formó una monarquía vasalla) formaron la

provincia de Judea.

La gobernaba un procurador cuya residencia habitual

no estaba en Jerusalén —para no herir las susceptibilidades

religiosas de los judíos—, sino en Cesárea, ciudad creada por

Herodes en la costa del Mediterráneo. Dirigía la administración

financiera y la justicia, en nombre de Roma, y mandaba las tropas

estacionadas en la provincia. Pero a su lado subsistía la autoridad

judía del Sanedrín, corte suprema de justicia para todos los casos

atinentes a la ley mosaica, que regía la vida individual y colectiva de

los judíos. Desempeñaba la presidencia un gran sacerdote en

ejercicio. Aunque en determinadas situaciones aparecía como jefe

de Estado y como jefe religioso al mismo tiempo, no tenía el

prestigio ni la autoridad de la monarquía difunta. Y la influencia del

sacerdocio, cuyos miembros pertenecían tradicionalmente a las

grandes familias, chocaba en el Sanedrín y más frecuentemente en

el resto del país, con la de los doctores de la Ley, los rabinos, que

asumían y asumirían cada vez más la dirección espiritual del

pueblo. La rivalidad de los dos elementos tendía a confundirse con

la de dos partidos religiosos: los saduceos y los fariseos.

Más que un partido o, con mayor razón, más que una

escuela, los saduceos eran una casta. Sus miembros pertenecían a

las grandes familias de la aristocracia sacerdotal. Su vida religiosa

gravitaba en los alrededores del Templo en el cual servían. Su

piedad no estaba exenta del conformismo de las gentes vinculadas

con el elemento oficial. Se les reprochaba la tibieza que mostraban,

el espíritu de compromiso respecto de la autoridad romana. Eran

conservadores por temperamento y desconfiaban de toda forma de

mesianismo, porque siempre puede engendrar un brote

revolucionario y trastornar el orden establecido. Según parece,

desempeñaron un papel decisivo en la condena de Jesús. En

cuanto a la doctrina y a la práctica religiosas, seguían al pie de la

letra las Escrituras y la Torá, y rechazaban todas las nuevas

creencias que habían implantado en Israel las influencias

extranjeras, particularmente persas, después del exilio; no creían en

la inmortalidad personal, ni en los ángeles, ni en el demonio; en

todos estos aspectos y en muchos otros estaban en pugna con los

fariseos.

No debemos apresurarnos a juzgar a éstos según la

imagen que de ellos nos da el Evangelio. Lo más seguro es que no

sea falsa, pero sólo mantiene un aspecto de la realidad: aísla los

defectos, tan aparentes, de la religiosidad farisea y olvida las

cualidades positivas. La noción farisea de la tradición oral, que

completa y precisa a la Ley escrita, es un principio indiscutiblemente

fecundo. Enriquece la especulación y la vida religiosa y las adapta a

circunstancias no previstas por el legislador. En su conjunto, el

esfuerzo de los fariseos tendía hacia una religión más viva y

personal que fuera a la vez conocimiento profundo y práctica

escrupulosa de la Ley y de todos los ritos tradicionales. Ocupaban

un lugar preponderante el estudio del texto sagrado y de los

comentarios hechos por los rabinos que más adelante serían

codificados en el Talmud. Los yerros que el Evangelio reprocha a

los fariseos son la pedantería, un formalismo menudo, una

casuística estéril, el desprecio que el doctor, orgulloso de su saber,

mostraba por la masa ignorante y pecadora. Confundían muchas

veces, sin duda, lo esencial y lo que no lo es, poniendo en un

mismo plano los imperativos de la ley moral y las prescripciones de

la pureza ritual llevada hasta la manía. Sin embargo, con respecto a

la religión estancada de los saduceos, los fariseos representaban un

elemento de vida y de progreso. El judaísmo les debe el haber

sobrevivido al desastre del 70, porque, junto con las solemnes

liturgias del Templo, habían creado y difundido una forma original de

vida religiosa centrada en la sinagoga, lugar, al mismo tiempo, de

estudio y de oración. Gracias a ella el judaísmo pudo superar la

catástrofe; en lo sucesivo se confundiría con el fariseísmo. En la

época de Cristo, los fariseos ejercían ya una influencia

preponderante porque no estaban unidos a una clase social, como

los saduceos, ni a la Ciudad Santa únicamente. Jesús los

encontraba en su camino constantemente. La misión cristiana

habría de chocar en Israel con la resistencia del fariseísmo.

Pero la vida religiosa del judaísmo no se reduce a la

rivalidad entre los dos grupos. Nuestro principal informador en la

materia, Josefo, describe una tercera 'escuela', la de los esenios.

Éstos viven al margen, lejos de Jerusalén y de las controversias

oficiales. Su centro principal está en el Mar Muerto, pero tienen

filiales en todo el país. Se trata de una secta, o más bien de una

orden religiosa, con novicios y monjes sujetos al celibato y

dedicados al estudio y al cultivo de la tierra. Los esenios tienen sus

ceremonias de iniciación, prohibidas para el vulgo, y prácticas

propias, en las que las abluciones ocupan un lugar considerable,

relacionadas con su preocupación fundamental de pureza ritual y

moral. Repudian los sacrificios sangrientos y profesan unas

doctrinas muy particulares sobre los ángeles y sobre el destino del

alma después de la muerte, doctrinas que están inspiradas en una

amplia literatura secreta; contribuyen a explicar estas

particularidades las influencias extranjeras, especialmente las

pitagóricas y las iranias. El espíritu de los esenios, llevado al

máximo, es el del judaísmo fariseo, al cual posiblemente le une un

origen común. La influencia del esenismo, menos aparente que la

del fariseísmo, parece, sin embargo, haber sido mucho más

considerable de lo que podría suponerse por la modestia de sus

efectivos. A pesar de su carácter esotérico, parece que sus escritos

y sus doctrinas influyeron en toda la vida judía de la época y

particularmente en las creencias escatológicas.

Por lo demás, el esenismo no es más que una secta

entre tantas. Otra es el cristianismo naciente, como también el

grupo fiel a San Juan Bautista y los diversos grupos bautistas que

abundan por los alrededores del Jordán. La clasificación tripartita

que nos propone Josefo es demasiado esquemática. A medida que

progresa nuestro conocimiento del judaísmo, vemos cada vez más

claramente su extrema complejidad. Si los saduceos parecen casi

no tener matices, el fariseísmo, por el contrario, es multiforme y el

esenismo se ramifica; pero la mayoría de los israelitas, y

particularmente los campesinos, no se unen a ninguno de esos

grupos, aun cuando sufran, en distinto grado, la influencia de uno u

otro. Son judíos, simplemente, con mayor o menor fervor y sin una

calificación especial. Además, más allá de los rótulos oficiales,

podemos entrever una multitud de conventículos acerca de los

cuales da una luz difusa, a veces, alguna alusión del Talmud, algún

Padre de la Iglesia o un fragmento de un nuevo manuscrito. Los

aspectos fundamentales del judaísmo, afirmación monoteísta y

práctica de la Ley mosaica, podían enriquecerse y agilizarse de una

manera tan múltiple que ninguna autoridad doctrinal de las

reconocidas universalmente habría podido reglamentar. Se

desarrolla de esta manera toda una vida sectaria que escapa más o

menos del control del sacerdocio y de los doctores. Alcanza y a

veces supera los límites entre los cuales se sitúa el judaísmo oficial

y que puede llamarse ortodoxo. La observancia aumenta a veces y

a veces se reduce; y el rigor monoteísta también se ablanda de vez

en cuando. El judaísmo, considerado en sus formas clásicas,

aparece, ante el paganismo que lo rodea, como un bloque

impenetrable y sin ninguna grieta; pero, sin embargo, sufre su

influencia a través de los grupos disidentes, más o menos

heterodoxos, y también a través de la Dispersión.

Porque en aquellos tiempos Palestina está lejos de

poseer toda la población judía. En el curso de los siglos que

preceden a la era cristiana, las vicisitudes de una historia llena de

acontecimientos determinaron la formación de una amplia

emigración, unas veces forzada y otras espontánea, que se dirigió

hacia Mesopotamia y, sobre todo, hacia las regiones mediterráneas

unificadas bajo el Imperio romano. Así queda constituida la

Diáspora, o Dispersión, cuya población es ampliamente superior a

la de la pequeña Palestina. Existen colonias judías en todo el

derredor del Mediterráneo y especialmente en los grandes centros.

Son, en particular, importantes en Antioquía, Roma y Cartago, y en

Alejandría que, si sólo consideramos los números, es más metrópoli

de Israel que Jerusalén. El judaísmo está oficialmente reconocido y

protegido por Roma tanto dentro como fuera de Palestina: es una

religio licita, de la misma manera que los cultos paganos. Lo que no

impide el estallido, a veces violento, del antisemitismo.

Esta situación de Palestina y del judaísmo, al

principio de la era cristiana, tiene dos consecuencias mayores que

debemos destacar. Por una parte, las torpezas políticas y la

ocupación exasperan el sentimiento nacional judío. En el Estado

teocrático que es Israel, este sentimiento tiende a confundirse con el

religioso, o, por lo menos, a nutrirse de él. En contacto cotidiano con

los goyim impuros, los judíos piadosos se encierran en una práctica

escrupulosa de la Ley y multiplican las barreras rituales que los

aíslan del exterior. Soportan con disgusto el dominio de la tierra

santa por los paganos—con frecuencia tan chismosos e hirientes—

y desean su caída. Esperan ansiosamente el restablecimiento de la

independencia nacional y con ella la instauración del reino de Dios

por el Mesías, hijo de David. Florece la literatura apocalíptica y deja

entrever, en un día que parece próximo, el Día del Juicio, terrible

para los impíos y radiante para el pueblo elegido, para el que

supondrá una gloriosa recompensa.

Indudablemente esas disposiciones no se manifiestan

con la misma acuidad en toda la población. Los saduceos

desconfían. Los esenios condenan el oficio de las armas y sólo

confían en Dios para ver instaurado su Reino. Por el contrario, los

fanáticos zelotes, extremistas del fariseísmo, consideran un deber

apresurar su llegada por medio de la violencia. En cuanto al

fariseísmo medio, aun detestando el dominio extranjero, en los

hechos, lo tolera con tal de que la libre práctica de la Ley quede

salvaguardada. Entregado a la idea mesiánica, desconfía, sin

embargo, de los agitadores y de los mesías que aparecen

periódicamente y cuya influencia sobre las masas en general se

ejerce en perjuicio de la suya propia. El núcleo de sus

preocupaciones es la Ley y no el Mesías.

Pero ocurre que, de manera más o menos aguda,

existe el problema que supone para todo judío la presencia de los

romanos. Y la fiebre mesiánica adquiere carácter crónico en

Palestina. Se manifiesta a veces en violentos estallidos, algunos de

los cuales llegan hasta la Diáspora. Su resultado final fue el gran

levantamiento de 66-70. El cristianismo nace y se desarrolla en esta

atmósfera de crisis, en este fondo de remolinos mesiánicos. Como

también él es un movimiento mesiánico, no deja de sentir las

contradicciones de semejante situación.

Pero por otra parte, por mucho que el judaísmo

quiera aislarse del mundo exterior, no logra impedir el contacto. En

Palestina, y aún más en la Diáspora, se establecen relaciones no

siempre hostiles. Las influencias se ejercen en ambos sentidos: el

judaísmo, al recordar el mensaje universalista de los profetas, trata

de convertir a los gentiles a la idea de un Dios único. Alrededor de

cada sinagoga, una propaganda misionera activa hace que se

reúna un grupo de paganos simpatizantes, los 'temerosos de Dios'

que, junto con la fe monoteísta y la ley moral, acepta un rudimento

de obligaciones rituales. Algunos llegan a la conversión integral

consagrada por la circuncisión: son los prosélitos. Por lo contrario,

el judaísmo se muestra sensible a su vez a los valores y a las

bellezas de la cultura helénica. El griego es la lengua usual y hasta

litúrgica de las comunidades dispersas. Los judíos más cultos de la

Diáspora leen a los filósofos griegos. Y no hay duda de que les

gusta encontrar en sus escritos el eco de la revelación bíblica

haciendo de ellos los discípulos, más o menos conscientes, de

Moisés. Pero al mismo tiempo, esas doctrinas penetran en ellos,

que vuelven a pensar en su judaísmo en función de los nuevos

datos adquiridos. Se elabora así una cultura judeo-helénica, cuyo

foco principal está en Alejandría y cuyo más notable representante

es Filón, contemporáneo de Cristo y de San Pablo. Se traduce la

Biblia al griego. La versión llamada de los Setenta, que data del

siglo II a. C., refleja fielmente el estado de espíritu de los judíos

helenizados. Estaba destinada al mismo tiempo para uso litúrgico

de las comunidades judías de lengua griega y para propaganda

entre los paganos. Cuando empiece a extenderse el cristianismo

por el Imperio, seguirá de una manera natural la senda abierta por

el judaísmo helenizado y misionero. Recogerá su espíritu y, en

buena parte, su clientela. La versión de los Setenta se convertirá en

la Biblia oficial de la Iglesia. Sin la labor de preparación realizada

por las sinagogas de la Diáspora, los rápidos progresos del

cristianismo serían inconcebibles.

A través de ellas llega también el cristianismo a los

medios paganos, y de ellos recibe, en buena parte y por ese

conducto, su influjo. El Imperio Romano es un ámbito que se ofrece

para su expansión: es en sus límites donde se ejerce la primera

acción misionera de la nueva Iglesia. En Europa, en África y en

Asia, todos los países ribereños del Mediterráneo, sin excepción,

están sometidos a la autoridad romana que se extiende, además,

hasta La Mancha y Gran Bretaña, hasta el Rin, el Danubio y el

Eufrates. En aquellos tiempos, las fronteras disfrutan en toda su

extensión de una tranquilidad relativa. En ninguna parte está

seriamente amenazada todavía la integridad del Imperio. Al terminar

las guerras civiles, Augusto le dio una estabilidad política que se

mantuvo sin muchas dificultades durante el medio siglo que siguió a

su muerte (año 14 d. C.). La vejez recelosa y cruel de Tiberio (14-

37) y las rarezas de Claudio (41-54) no bastaron para clasificarlos

entre los malos emperadores. Aparte del breve reinado de Calígula

(37-41), asesinado —víctima de su locura—, y del de Nerón, que

empezó de una manera eufórica y terminó, tras una serie de

sangrientas tragedias, con el asesinato del emperador y abrió en la

historia del Principado la primera crisis grave de sucesión, la

dinastía julio-claudina aseguró en los inmensos territorios que

estaban a su cargo una calma y una prosperidad notables. Es cierto

que la paz romana sirvió mucho al cristianismo durante los

Antoninos en el siglo I y más aún en el II. Sus primeros pasos se

dirigieron naturalmente a lo largo de las grandes rutas comerciales,

terrestres o marítimas, y hacia los principales centros del Imperio.

Facilitó su propagación una unificación lingüística bastante

avanzada por medio del latín en Occidente y del griego en Oriente,

que se superponían a los idiomas locales como lenguas empleadas

en las transacciones comerciales, la administración y la cultura. Esa

propagación se produjo desde el principio en griego, lengua familiar

a los judíos de la Diáspora.

Esta unificación política y cultural se acompañaría de

la unificación religiosa, cuya primera etapa se había producido con

las conquistas de Alejandro. No es que se hubiesen suprimido los

cultos de los países que integraban el Imperio. Por el contrario,

subsistían con toda su fuerza y daban a la vida de las provincias

una complejidad y una variedad realmente notables. Pero,

yuxtapuestos o identificados con las divinidades del paganismo

oficial, los dioses indígenas fueron romanizados. El panteón

grecorromano sigue nutriéndose a medida que se extienden las

conquistas, y la fisonomía de las divinidades tradicionales se

enriquece con nuevos rasgos que varían según las provincias. Hay

tantos Júpiter como mitologías locales, y la similitud del nombre

disimula mal la diversidad de dioses que supone. Esta

interpenetración de las figuras divinas, de sus mitos y de los ritos

celebrados en su honor, representa el hecho más importante de la

historia del paganismo declinante: es el sincretismo. Sólo queda al

margen el judaísmo, gracias a un privilegio que se le ha reconocido

oficialmente, negándose a todo compromiso. Lo mismo hará el

cristianismo, y ésa será la causa principal de las persecuciones.

En este movimiento de intercambios, el papel de

Roma es, ante todo, receptivo. Las debilidades de su religión

tradicional son todavía más visibles cuando está en contacto con

otros cultos. Es una religión esencialmente cívica, cuyos sacerdotes

son magistrados, que no tiene más que ritos, sin doctrina y sin ética,

cuidadosa del formalismo pero que ofrece muy poco alimento a la

vida espiritual. Ahora bien, si en algunos medios triunfan el

escepticismo y la indiferencia, combinados con la práctica

escrupulosa de los ritos que figura entre los deberes del buen

ciudadano, y de todo hombre bien educado, muchas almas sienten

claramente la necesidad religiosa. Quieren tener la certeza de la

salvación y la seguridad de una segunda vida bienaventurada.

Algunos buscan esto en la filosofía. Pero los grandes

sistemas filosóficos responden de una manera muy imperfecta a

esta búsqueda. El epicureismo es arreligioso, inclusive irreligioso. El

estoicismo que practican los romanos tiende antes que nada a

convertirse —como el cinismo— en una moral, separándose de todo

el aparato cosmológico del que, en sus orígenes, estaba

acompañada. Se abandona la especulación ontológica. Solo sigue

preocupándose por ella la tradición platónica, a veces mezclada con

el pitagorismo, aunque se desvía cada vez más en un sentido

religioso. Pero, por lo demás, estos sistemas apenas si se dirigen a

una élite de gentes cultivadas que, en general, desprecian a las

gentes del vulgo y se preocupan muy poco por conseguir adeptos

entre éstas. Pero la necesidad religiosa está en todos los sitios.

Para satisfacerse plenamente, busca por otras partes y recurre a

Oriente, gran proveedor de religiones.

El culto a Roma y a Augusto, que se rinde al genio de

la ciudad imperial y a la persona del príncipe reinante, proviene de

Oriente. Procede en línea recta del culto a los soberanos tal y como

lo practicaban las monarquías helenas surgidas del Imperio de

Alejandro y, antes que ellas, de los grandes Estados del Cercano

Oriente. Fomentado y utilizado por Augusto y sus sucesores, supera

a la persistente variedad de cultos locales, más o menos

coordinados y fundidos, y sirve de base para cimentar la unidad

moral del Imperio. El éxito logrado da la medida de la lealtad de los

súbditos. El emperador, imagen y encarnación de los dioses

celestes, en la terminología oriental que poco a poco se extiende

por Occidente, es Señor y Salvador, Kyrios y Soter. En el culto que

se le rinde hay algo más que servilismo cortesano.

Pero muchos, sobre todo entre la gente humilde,

tienen para este hombre divino que vuelve próxima y tangible a la

benefactora Providencia de los Inmortales, un fervor auténticamente

religioso. Valdrá la pena tenerlo en cuenta cuando se quiera

comprender la difusión del cristianismo. Pero, claro, esta

Providencia sólo se ejerce aquí abajo, en lo inmediato. Y lo que

preocupa a estas almas es el más allá. En los cultos orientales, y en

particular en los cultos de los misterios, encuentran la respuesta que

necesitan para las preguntas que se plantean.

En la época romana los cultos con misterios han

perdido el carácter estrictamente nacional que tenían las religiones

de las cuales surgieron en Egipto, Siria, Asia Menor y Persia. En lo

sucesivo se dirigirán cada vez más a todos, sin distinción de origen

geográfico o social: son individualistas y universalistas a la vez.

Tienen otros rasgos en común. A lo largo de una iniciación

progresiva y secreta, y tras unas pruebas más o menos largas,

comunican a sus fieles una doctrina del destino humano que

profesan todos. A los iniciados, el conocimiento de esta doctrina, y

sobre todo el cumplimiento de ciertos ritos que en su conjunto

constituyen el misterio, les procura la seguridad de una inmortalidad

feliz. El ambiente general en que se desenvuelven estas liturgias

místicas es bastante confuso, sensual y a veces francamente

inmoral: sin embargo, algunos de esos cultos, y particularmente el

del dios persa Mitra, se preocupan por el esfuerzo moral y exigen de

sus fieles una disciplina que linda con el ascetismo.

En el centro de la enseñanza esotérica se encuentra

el mito del dios. Con la única excepción de Mitra, son dioses

sufrientes; en sus comienzos son una imagen de la vegetación, que

muere en otoño y vuelve a renacer en primavera. Osiris el egipcio,

Atis el frigio, Adonis el sirio, mueren y resucitan luego para entrar en

la inmortalidad. La iniciación consiste en reproducir simbólicamente

la pasión, la muerte y la resurrección de su dios, en el creyente,

convirtiéndole así en participante de su destino y dándole a su vez

acceso a la inmortalidad. Divinidades dolientes, estos dioses son,

asimismo —y Mitra, el único que no tiene asociada una compañera

divina, también lo es, pero en otro sentido—, dioses salvadores,

después de haber sido salvados ellos mismos y por haberlo sido.

Estamos lejos del frío paganismo romano y se comprende

fácilmente el. éxito que encontraron estos cultos en todos los sitios

en que se instalaron. El período de su mayor difusión en el Imperio

se sitúa en los siglos II y III. Pero ya al principio de la era cristiana

están en pleno auge, no sólo en sus países de origen, sino también

en los principales centros de Oriente y, la mayor parte de ellos, en

Occidente, por lo menos en los sitios más importantes.

Es decir que su difusión es contemporánea de la del

cristianismo, con el cual su doctrina y algunos de los ritos tienen una

semejanza que llamó la atención aun de los primeros escritores

cristianos. Para el historiador moderno plantean la cuestión de una

posible influencia acerca de la que hablaremos más adelante.

Algunos historiadores, impresionados justamente por esas

semejanzas, pero desconociendo diferencias no menos notables,

han considerado que el cristianismo no pasaba de ser un culto con

misterios, con una estructura y un espíritu idénticos a los de los

demás, y que Cristo, dios salvador, no era, como en los otros, más

que una figura mítica nacida de la imaginación mística de un grupo

de judíos iluminados. M. Couchoud, entre otros historiadores, ha

sostenido en Francia esta tesis mitológica.

M. Couchoud y sus discípulos parten del hecho

siguiente: las Epístolas de Pablo, en las que el 'misterio cristiano'

centrado en el Cristo divino se expresa con toda claridad, son los

escritos más antiguos del cristianismo y, en particular, bastante más

antiguos que los Evangelios —que, por lo demás, los sostenedores

de esta tesis sitúan en un siglo II muy avanzado—; M. Couchoud y

sus discípulos consideran que esta cronología neotestamentaria

muestra fielmente dos etapas sucesivas en la elaboración de la fe

cristiana: la figura del Cristo-dios habría precedido, en efecto, a "la

leyenda del hombre Jesús".

No entro a discutir aquí, de manera detallada, esta

tesis en la que, junto a datos de lo más pertinentes hay

razonamientos de lo más engañosos y construcciones totalmente

paradójicas. Plumas autorizadas la han refutado en varias

ocasiones, a mi parecer de manera definitiva. Sin hablar de algunas

inverosimilitudes enormes, descuida toda la elaboración oral de la

tradición evangélica, que precedió y condicionó la redacción de los

Evangelios. Pero por lo menos nos permite entrever el desarrollo de

una manera suficientemente clara como para que no nos quede la

menor duda. Nos permite también remontarnos, de hecho en hecho,

hasta una fecha anterior a las Epístolas paulinas y hasta 'el hombre

Jesús' mismo. Puede, pues, tenerse como hecho debidamente

establecido que Jesús, personaje histórico, murió en Jerusalén

hacia el año 30, durante el reinado de Tiberio y siendo Poncio

Pilatos procurador de Judea.

Capítulo II: La comunidad de Jerusalén

El trágico fin de Jesús desconcertó, al principio, a sus

discípulos que le habían acompañado a Jerusalén con la esperanza

de ver instaurada allí su mesiánica realeza. Alguna razón hay al

pensar que en su mayor parte ni siquiera esperaron a conocer el fin

del proceso para dispersarse y volver, desesperados, a su Galilea

natal. Los términos de desengaño que pone Lucas en boca de los

discípulos de Emaús nos muestran de manera bastante exacta el

estado de ánimo de la pequeña comunidad inmediatamente

después del drama: “Jesús el Nazoreo, que fue un profeta poderoso

en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo;... nuestros

sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le

crucificaron. Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a

Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que

esto pasó."Jesús Nazareno, el cual fue varón profeta, poderoso en

obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo ... Le

entregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros príncipes a

condenación de muerte, y lo crucificaron. Mas nosotros

esperábamos que él era el que había de redimir a Israel: y ahora

sobre todo esto, hoy es el tercer día que esto ha acontecido" (Lucas

24,19-21).

En eso habrían terminado las cosas, y no habría

tenido consecuencias el 'movimiento' de Jesús, fracasando, como

tantos otros, en la historia del mesianismo judío, si no hubiese

ocurrido un acontecimiento conmovedor: la resurrección. No vamos

a intentar aquí una explicación de este hecho; el historiador no

puede establecer ni invalidar la realidad; tanto la afirmación como la

negación están más allá del plano de la historia; y el testimonio de

los textos sobre la tumba vacía sólo puede convencer a los que

admiten por adelantado la posibilidad del milagro. Todo lo que

puede y debe notar y afirmar el historiador es que ocurrió algo sin lo

cual no tendría razón de ser todo el desarrollo ulterior del

cristianismo. Que ese algo tenga una realidad objetiva o que, por el

contrario, sea de orden puramente subjetivo, no es cosa que para él

tenga una importancia capital. Lo que la tiene, más que el hecho de

la resurrección corporal, es la fe de los discípulos, la fe de Pascuas:

"que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras;

que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a

más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la

mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago;

más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me

apareció también a mí, como a un abortivo." (I Cor 15,4-8). En este

testimonio, el más antiguo que conocemos, la fe de Pascuas se

expresa en su forma más simple. No se menciona en ella, en efecto,

la Ascensión que, en los Hechos, está incluida entre las visiones de

los primeros discípulos y la de Pablo, estableciendo entre ellas una

diferencia bien clara, ni la tumba vacía, que es un elemento

secundario de la tradición, y sí solamente las apariciones que

disipan la desesperación, reaniman los corazones y fundan

verdaderamente el cristianismo.

Observan nuestros textos una discreta reserva sobre

los desfallecimientos de los discípulos, y no resulta fácil restablecer

la realidad de los hechos a través de los profundos arreglos que la

tradición evangélica les impuso. Pero se puede, por lo menos, tener

por seguro que las primeras apariciones ocurrieron en Galilea

(Marcos 16,7). Su efecto fue que los discípulos volviesen a

Jerusalén para esperar allí el segundo advenimiento del Maestro —

la Parusía—, la instauración del Reino de Dios. El jubiloso mensaje

que en adelante proclaman es la resurrección de Jesús y su

próxima vuelta. Así queda expresado en los discursos que los

Hechos atribuyen a Pedro y que seguramente reflejan con fidelidad

el pensamiento de la Iglesia de Jerusalén: "A Jesús, el Nazoreo,

hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y

señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, ... que fue

entregado según el determinado designio y previo conocimiento de

Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los

impíos; a éste, pues, Dios le resucitó... Sepa, pues, con certeza

toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este

Jesús a quien vosotros habéis crucificado.” (Hechos 2,22-24a.36)

“Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean

borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y

envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe

retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal... "

(3,19-21).

Pero el infamante suplicio sufrido por Jesús

planteaba un doble y grave problema a los judíos, empezando por

los discípulos. ¿Cómo habían podido hacerse culpables de

semejante crimen en la persona del Mesías las autoridades de

Israel? Y si Jesús era el Mesías, ¿cómo había muerto en la cruz sin

que Dios hiciese nada? A través de los escritos del Nuevo

Testamento, asistimos a las indagaciones del pensamiento cristiano

en busca de una solución. Sobre el primer punto, nuestros

Evangelios, en los que se expresa el punto de vista de la

generación posapostólica —poniendo tal vez aparte a Mateo— y de

la Iglesia de los gentiles, disminuyen la responsabilidad de Pilatos e

insisten en la de Israel. Puede sin embargo admitirse con legítimas

razones que los discípulos de Palestina no veían las cosas

exactamente de la misma manera; pero el papel desempeñado por

el Sanedrín en el proceso de Jesús fue tan evidente y decisivo que

no puede negarse pura y simplemente. No obstante se le podían, al

menos, conceder algunas circunstancias atenuantes. Es lo que

Pedro hace en uno de sus discursos: "Ya sé yo, hermanos, que

obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes". Y da a la vez

la respuesta de la Iglesia primitiva al segundo de los puntos: "Dios

dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado por boca

de todos los profetas: que su Cristo padecería” (Hechos 3,17-18).

Para llegar a ser el Mesías glorioso, Jesús tenía que ser primero el

Mesías del dolor.

Nos estamos alejando mucho de los puntos de vista

ordinarios de la escatología judía, para los cuales la elección

mesiánica se manifiesta de repente por el poder victorioso que, en

una Palestina desembarazada por fin de paganos impíos, indica el

comienzo simultáneo del dominio de Israel sobre las naciones y del

reino de Dios en la tierra. Para arrancar a los discípulos de esos

marcos tradicionales, fue necesaria la brutal realidad del Calvario.

Pero seguramente recordaron las palabras que el Maestro mismo

les había dirigido.

No puede dudarse de que Jesús tenía conciencia de

ser el Mesías. Al nombrarse habitualmente como el Hijo del

Hombre, reivindica, muy aparentemente, la prerrogativa mesiánica.

Pero su función de Mesías parece que la concibió conforme a otra

figura bíblica: la de Siervo sufriente (Isaías 40-55), todo humildad y

sumisión total a la voluntad divina, en una vida de sacrificio y de

abnegación. Y si al principio creyó que la inminente instauración del

Reino sería también su propia glorificación no permaneció firme en

esta idea optimista. No veo ninguna razón decisiva para que pueda

sospecharse de la autenticidad sustancial de los pasajes en que

habla de las pruebas que le esperan e imputárselas íntegramente a

la pluma de los autores evangélicos, empeñados en mostrar que el

Maestro había previsto todo, inclusive la crucifixión; lo que no

excluye que los evangelistas hayan exagerado al transcribir lo dicho

por Jesús. Tampoco es necesario que hagamos intervenir a priori

teológicos. Estamos en el plano de la historia. Su ministerio se

vuelve inexplicable si nos negamos a admitir que Jesús contempló y

aceptó la eventualidad de sus sufrimientos, de la humillación y

seguramente hasta de la muerte; me parece evidente que, al

ascender a Jerusalén, asumió los riesgos que implicaba su decisión,

aunque posiblemente no descartase de manera absoluta la

posibilidad de una intervención victoriosa de Dios. Si, para resolver

el enigma de su muerte, los cristianos han buscado después en la

Biblia las imágenes del Maestro, ¿por qué no habría de haber hecho

él lo mismo, sobre todo al ver cómo crecía en su derredor la

hostilidad de los medios dirigentes? Es en su espíritu donde se

formó la imagen del Mesías sufriente, y no simplemente en el

pensamiento de las generaciones posteriores.

Ahora bien, esta concepción tal vez estuviese por

entonces menos ausente del judaísmo de lo que se ha admitido

durante mucho tiempo. Estaba ausente del judaísmo oficial.

Seguros de ello, muchos críticos han considerado que en el

pensamiento judío representaba una aparición tardía, seguramente

debida a las influencias cristianas y que nunca había arraigado.

Actualmente somos menos categóricos. Con la figura del Siervo,

ofrecía la Escritura un punto de apoyo para formar la idea de un

Mesías que fuese doloroso primero y glorioso después, hasta

glorificado a causa de sus sufrimientos. No parecía, hasta ahora,

que esta figura hubiese logrado mucho éxito fuera del cristianismo y

antes que él. Pero se han encontrado nuevos documentos, escritos

al margen de la ortodoxia de Jerusalén, que revelan perspectivas

insospechadas.

Los manuscritos descubiertos hace poco cerca del

Mar Muerto, casi seguramente anteriores a la era cristiana, nos

proporcionan la biblioteca de una secta judía, llamada de la Nueva

Alianza, que todo induce a considerar como una rama de la cofradía

esenia descrita por Filón, Josefo y Plinio el Viejo. Junto con los más

antiguos manuscritos de que pueda disponerse hoy, de diversos

libros canónicos o apócrifos, figura un comentario del libro de

Habacuc, interpretado con tanto saber como sagacidad por M.

Dupont-Sommer, profesor de la Sorbona. Revela que el jefe de la

secta, el misterioso "Maestro de Justicia", estuvo sujeto a la sevicia

de los sacerdotes de Jerusalén, muy probablemente hacia la mitad

del siglo I de nuestra era. Muerto en circunstancias poco claras,

ascendió al cielo, según creían sus discípulos. Contaban éstos

firmemente con su regreso para obtener una gloriosa victoria al final

de los tiempos y, al parecer, la fe en el Maestro era la condición

para la salvación y el ingreso al Reino.

Falta mucho para elucidar enteramente todos los

problemas que este descubrimiento plantea. Pero sabemos lo

bastante como para advertir que esta secta ofrece analogías

exactas con ciertos puntos del cristianismo primitivo. Como Jesús,

el Maestro de Justicia es, primero, heraldo, y después artesano del

Reino, y al mismo tiempo es objeto de devoción y de especulación

teológica. Para él también las vicisitudes de su vida terrestre

suponen la seguridad de su exaltación y de su glorioso retorno.

Quedan por precisar la naturaleza exacta y las influencias posibles.

Si parece dudoso que entre la secta y la Iglesia naciente haya una

filiación directa, no podemos dejar de advertir que reina en ambas

una atmósfera muy semejante. No está dicha la última palabra con

la desaparición del Maestro, ni para los fieles de la Nueva Alianza ni

para los cristianos. Unos y otros se vuelven hacia el porvenir: la

esperanza cristiana prolonga en cierta forma a la de la secta.

Además, la idea del Mesías sufriente fue aceptada

por los primeros cristianos, pero no sin esfuerzo. Mesías, lo fue para

todos en seguida. Por mucho que nos remontemos, el título de

Cristo —Christos, el Ungido, equivalente griego del Maschiah

hebreo— se une a su nombre como un segundo nombre propio; y la

confesión de Pedro, "Tú eres el Cristo" (Marcos 8,29), parece

reflejar claramente el pensamiento de sus discípulos cuando aún

vivía. Pero les cuesta resignarse a que en su tránsito haya un lugar

para el sufrimiento, y la idea, afirmada por San Pablo, del valor

redentor de la cruz, es posible que no los haya iluminado, tan fuerte

era la influencia de las concepciones tradicionales del judaísmo

oficial. Esa influencia se ejerce también sobre otros puntos; los

primeros discípulos no tuvieron ni el sentimiento ni la voluntad de

salir del judaísmo.

Tenemos poca información sobre los progresos de la

comunidad de Jerusalén, y nos ha costado bastante separar en los

primeros capítulos de los Hechos, lo que es verdaderamente

histórico, como, por ejemplo, lo que encubre exactamente el

episodio de Pentecostés. Pero por lo menos se puede deducir lo

siguiente: el mensaje cristiano primitivo se dirige con prioridad, y al

principio de manera exclusiva, a los judíos, israelitas de nacimiento

o prosélitos provenientes del paganismo. Las grandes fiestas judías,

que llevaban a Jerusalén una cantidad considerable de peregrinos,

dieron a los apóstoles la feliz ocasión de transmitirlo ante amplios

auditorios. Es dudoso que tres mil hombres se convirtieran en un

solo día por obra de su palabra (Hechos 2,41): puede sospecharse

que el autor ha reunido en un episodio único y espectacular el

resultado progresivo de esfuerzos mantenidos durante algún

tiempo.

El núcleo de la comunidad está constituido por los

discípulos de Galilea: los Doce que, según los Evangelios, fueron

los más antiguos compañeros del Maestro; algunas mujeres que le

siguieron cuando vivía y, finalmente, sus parientes más próximos,

como su madre y sus hermanos. Estos últimos, que al parecer se

mantuvieron hostiles durante el tránsito terrenal de Jesús, no se

convirtieron seguramente hasta después de su muerte, en

circunstancias que desconocemos. Este pequeño grupo,

desprovisto de nexos firmes con Jerusalén, cuyas reuniones se

celebraban en "la estancia superior" (Hechos 1,13), que la tradición

ha identificado con el lugar en que se celebró la última Cena, parece

que llevó una vida de comunidad. El régimen colectivista descrito en

los Hechos (2, 44-45), probablemente es el de este grupo, y no el

de la Iglesia ampliada. Si a esta pequeña colonia de galileos

añadimos los discípulos atraídos por Jesús en Jerusalén, el número

de ciento veinte personas que se nos da como grupo inicial (Hechos

1,15) está dentro de los límites de lo verosímil.

En cabeza del grupo está el equipo apostólico y, más

especialmente, un triunvirato compuesto por Pedro, Juan y

Santiago, hermano del Señor, a quienes Pablo llama "las columnas"

(Gálatas 2,9). También los Hechos atribuyen a estos tres hombres

un lugar particularmente importante. Pedro y Juan forman parte de

los que comúnmente llamamos, imitando a los Evangelios (Mateo

10,2), los Apóstoles. Al principio, según nos dice San Pablo, el título

de apóstoles, aunque englobaba a los Doce, tenía un sentido más

amplio: Pablo lo reivindica con insistencia para sí mismo y lo aplica,

además, en sus comunidades, a una categoría especial de fieles y,

en la comunidad primitiva, a Santiago, hermano del Señor, que no

forma parte de los Doce como su homónimo, el hermano de Juan

(Gálatas 1,19, cf. I Corintios 15,5-7). Para Pablo, apóstoles son, de

la misma manera que él, todos los que partieron a difundir el

Evangelio, ya en Israel, ya en el exterior. Es decir, que entiende

este término en su sentido etimológico de enviado —de Cristo—. Si

los Evangelios especializaron después el título y lo restringieron a

los Doce, es para designar a éstos como los apóstoles por

excelencia, iniciadores de la predicación a los gentiles y jefes de la

Iglesia universal, según el solemne mandato que Cristo resucitado

les confirió en el momento de abandonarlos, definitivamente

(Marcos 16,15 y sigs.; Mateo 28,16 y sigs.). Semejante

transposición no responde fielmente a la realidad porque, como

veremos, cabe pensar que si algunos de los Doce efectivamente

participaron de manera muy activa en la misión en tierras paganas,

no lo hicieron en seguida, y además la iniciativa no fue de ellos.

Esencialmente, son los jefes espirituales —

sedentarios al principio— de la Iglesia de Jerusalén y de las filiales

que se fundaron inmediatamente en Palestina (Gálatas 1,22;

Hechos 9,31). Su autoridad, y a través de ellos la de la Iglesia-

madre, se ejerce no solamente sobre los judíos conversos, sino,

además como dicen las Epístolas de Pablo, sobre los cristianos de

la gentilidad. El que habla en nombre de los Doce y de la

comunidad es unas veces Pedro y otras Santiago. Juan, al parecer,

tiene una posición subalterna en cuanto a ellos dos. Al lado de los

Doce, los Hechos mencionan a los Ancianos (14,4 y sigs). Cómo se

repartían las tareas entre los dos grupos, es cosa que no sabemos

exactamente. Pero por lo menos es evidente que el segundo estaba

subordinado al primero; su autoridad seguramente era nada más

que local y administrativa. En aquella época existían el nombre y la

función en la organización de las sinagogas, de la cual lo tomó sin

duda el cristianismo naciente. El mismo origen tiene el término de

apóstol: según la costumbre judía, apóstoles eran los enviados por

el Sanedrín a las comunidades de la Diáspora. Por sus

componentes, su organización y su espíritu, la Iglesia primitiva

aparece, pues, como una secta judía entre tantas otras. La mayor

diferencia que hay entre ella y la ortodoxia oficial es el hecho de que

los cristianos dan un nombre al Mesías anónimo que espera Israel.

Pero no basta para crear un cisma.

La fe en Cristo Jesús y la esperanza de su próximo

retorno no es seguramente la única originalidad de estos judíos

cristianos. Tienen también ritos que les son propios y por medio de

los cuales se afirman como grupo; un rito preliminar de admisión, el

bautismo, y, a veces, la oración colectiva y la comida fraternal, el

rito eucarístico de la partición del pan. En la costumbre cristiana uno

y otro adquieren un significado particular, que se definirá poco a

poco y a lo que volveremos a referirnos. Pero ambos preexisten en

los oficios judíos. Desde el punto de vista judío, la organización

cristiana no parece anormal y excepcional si tenemos en cuenta la

flexibilidad y la complejidad que tenía el judaísmo en aquellos

tiempos. Comparados con los esenios —que eran verdaderamente

una orden monástica que ofrecía un carácter netamente esotérico

con sus doctrinas y sus ritos secretos y que se abstenía de

participar en el culto de los sacrificios de Jerusalén—, por ejemplo,

los primeros cristianos, en muchos sentidos, están mucho más

cerca del judaísmo común. Su cristología no se opone todavía al

estricto monoteísmo israelita, porque si tienen por su Maestro una

veneración que lo sitúa por encima de la condición humana, están

lejos aún de identificarlo con Dios. Además, según la Ley, se

comportan como judíos ejemplares. Sus reuniones cultuales y sus

ritos no hacen sino sumarse a las manifestaciones normales de la

religión judía: "Acudían al Templo todos los días ... y gozaban de la

simpatía de todo el pueblo" (Hechos 2,46-47).

Se comprende que en tales condiciones la

predicación cristiana captase inclusive a algunos fariseos y que los

demás la vieran con relativa complacencia. Los Evangelios los

muestran como irreductibles adversarios de Jesús. Esta manera de

presentar las cosas refleja, por un lado, el antagonismo que opone a

la segunda generación de la iglesia formada, cada vez más,

exclusivamente por conversos paganos, y al judaísmo, confundido

prácticamente, con el fariseísmo una vez desaparecido el Templo y

el partido saduceo. Los trabajos recientes de investigadores judíos y

cristianos han revelado más de una semejanza entre la enseñanza

de Cristo y la de los fariseos. Los escritos rabínicos ofrecen más de

un paralelo con las sentencias del Sermón de la Montaña. La moral

de Jesús procede en línea recta de la gran tradición profética, que

proclama la primacía del espíritu sobre la letra, de la pureza de

corazón sobre la pureza ritual, de la piedad interior y de las obras de

justicia sobre los holocaustos. Aunque por vías diferentes y menos

perceptibles, también el fariseísmo está unido a la tradición

profética. La idea de la paternidad divina y la ley del amor, que en la

predicación de Jesús logran un relieve y una fuerza inigualados aún,

se encuentran también entre los rabinos. La diferencia consiste en

que mientras éstos llevan los grandes imperativos proféticos a un

lenguaje de legistas y de casuistas, Jesús restituye al mensaje de

los profetas toda la vigorosa espontaneidad que tenía. El espíritu es

fundamentalmente distinto en ambos lados, y el conflicto que pintan

los Evangelios es algo más que una simple anticipación.

A pesar de algunas afinidades muy evidentes, Jesús

y los fariseos chocaron particularmente porque tenían concepciones

totalmente irreductibles sobre la Ley. Para los fariseos, esa Ley, oral

o escrita, ritual o moral, es igualmente santa e intangible en todas

sus prescripciones, y su práctica escrupulosa es la condición de

toda verdadera religión. Por el contrario, Jesús, por muy respetuoso

que fuera en tantas ocasiones del mandamiento y de la

observancia, no dudaba a veces en hacer lo contrario. Para él, las

disposiciones del corazón son determinantes. Si mantiene la

autoridad imperativa de la Ley moral y, en algunos casos, inclusive

insiste en su rigor, en materia de observancia ritual, en cambio,

critica libremente las costumbres consagradas por siglos de

tradición religiosa y, de ser necesario, se exime y exime de ellas a

sus discípulos. Para los fariseos, aparece, pues, como un

escandaloso revolucionario que opone su autoridad personal a la de

generaciones de doctores, llegando a corregir hasta la Torá.

Sobre este punto, los primeros discípulos tampoco

comprendieron perfectamente ni siguieron con fidelidad el mensaje

y el ejemplo del Maestro. La disciplina de estricta observancia,

personificada por Santiago, cuya importancia no dejó de crecer en

la comunidad, planteará un tremendo problema cuando, el

cristianismo se dirija a los paganos. Por de pronto, sirve para que la

Iglesia goce de una paz casi total como secta del judaísmo.

Es característico que las primeras dificultades —sin

ninguna gravedad— que tuvieron que vencer los Doce fuesen

causadas por los saduceos, y, como nos dicen los Hechos (4,1 y

5,17 y sigs.) porque "anunciaban en la persona de Jesús la

resurrección de los muertos" y porque hacían milagros en nombre

de Cristo. El temor a un despertar del mesianismo político

explicaría, junto con la oposición doctrinal, la reacción del partido

sacerdotal. La intervención de Gamaliel, ilustre doctor fariseo, en

favor de los cristianos (5,34 y sigs.) sin duda no tuvo realidad

histórica. Pero no deja de ser verosímil, porque la religión de los

fariseos está más cerca de la de los judeo-cristianos, en muchos

aspectos, que de la de los saduceos.

De hecho, el cristianismo naciente no encontró la

unánime oposición de las autoridades y de la opinión judía hasta

que empezó a poner en tela de juicio algunos puntos fundamentales

e intocables de la Ley. El sermón de Esteban contra el Templo

significó su lapidación. Pero la persecución consiguiente se limita al

grupo de los griegos, sus discípulos. Cuando los Hechos nos dicen

que dispersaron entonces a toda la Iglesia de Jerusalén, excepto a

los apóstoles (8,1), no podemos creerlo. Si hubiesen querido atacar

a toda la comunidad, ¿por qué extraña aberración habrían dejado a

un lado precisamente a sus jefes? En realidad, el resto del relato

expresa claramente que sólo el grupo griego fue perseguido: no la

Iglesia, sino un partido dentro de la Iglesia, que no parece haber

tenido por ella un sentimiento de solidaridad incondicional.

La única persecución verdadera dirigida contra el

conjunto de la Iglesia de Jerusalén es la de Herodes Agripa (44).

Padecieron martirio Santiago Apóstol, hermano de Juan (Hechos

12,1 y sigs.), y tal vez Juan mismo. A Pedro lo detuvieron; pero,

según los Hechos fue milagrosamente liberado. Esta vez la

persecución fue contra los jefes. ¿Por qué tuvo lugar esta súbita

tempestad? Los Hechos cuentan que fue antes del primer viaje

misionero de Pablo y de la conferencia apostólica de Jerusalén.

Para restablecer los hechos de una manera cronológicamente

exacta, tal vez habría que invertirlos, suponiendo que la persecución

fue después y no antes de la conferencia, y que fue motivada por

las sustanciales concesiones que —como veremos— los fieles de

Jerusalén hicieron a Pablo, que se negaba a imponer a los paganos

convertidos la carga de las observancias judías.

Es significativo que Santiago, el hermano del Señor,

fuese el único jefe de la Iglesia a quien no molestaron en aquella

ocasión. No fue por casualidad seguramente, porque en la Iglesia

representaba el grupo más estrictamente legalista. Si las

autoridades le dejaron tranquilo, lo más probable es que lo hicieron

con conocimiento de causa. Su situación se consolidó

considerablemente con estos sucesos. En cuanto salió de la cárcel,

Pedro desapareció de Jerusalén, y se fue a otro lugar, Antioquía tal

vez, donde aparecerá algo más tarde (Gálatas 2,11). Y después

perdemos su huella. Hasta entonces, Pedro había disputado a

Santiago el primer lugar en la Iglesia. De ahora en adelante el jefe

indiscutible es Santiago. Igual que el Islam, que, al morir Mahoma,

elige a los califas entre los miembros de la familia del profeta, aquel

"cristianismo dinástico" —según la feliz expresión de M. Goguel—

encuentra normal que la autoridad espiritual se confiera siguiendo

los lazos de la sangre. Si hubiese sido definitiva, esta orientación

nueva, con su rigor legalista, habría tenido muy graves

consecuencias: se habría terminado la autonomía del cristianismo y

su porvenir. Pero estaban actuando las fuerzas de la emancipación.

Capítulo III: Esteban y los griegos

El relato de los Hechos, que en este caso no es

perfectamente seguro, cuenta cómo, "al multiplicarse los discípulos,

hubo quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas

eran desatendidas en la asistencia cotidiana." (Hechos 6,1). Los dos

nombres que acaban de mencionarse están introducidos ex

abrupto, sin ninguna explicación, como si al lector le fueran

familiares. Al parecer se refieren, uno, a los discípulos de Palestina

de lengua hebraica —o aramea—, y el otro a los discípulos

originarios de la Diáspora que se mantuvieron fieles a las

costumbres griegas aunque hubiesen vuelto a Jerusalén. Las

diferencias lingüísticas que separaban a los dos grupos se veían

reforzadas seguramente por otras divergencias más profundas, que

llegaban más allá de la simple querella alimentaria que se menciona

en nuestro texto. No es mucho suponer —cosa que por lo demás el

texto confirma más adelante— que el espíritu no fuese el mismo en

ambas partes. Los Doce, árbitros del debate, decidieron, según los

Hechos, liberarse enteramente de los asuntos materiales para

dedicarse de manera exclusiva al ministerio de la palabra.

Siguiendo sus proposiciones, la comunidad eligió a siete hombres

"para servir a las mesas"; los consagró en sus funciones mediante

la imposición de las manos. Los siete tienen nombres griegos. Uno

de ellos, Nicolás, es un prosélito de Antioquía. El primer nombrado

es Esteban, "hombre lleno de fe y de Espíritu Santo".

Más de un punto de este relato es de carácter

dudoso. A mi parecer, el número siete es admisible; el hecho de que

tenga un valor simbólico, igual que el doce, no excluye quo haya

existido realmente. Pero, por el contrario, resulta curioso que en

esta elección, destinada a liberar a los Doce de las delicadas

funciones de la intendencia y también a poner término a los

debates, todos los sufragios de la comunidad fuesen

exclusivamente en favor de los griegos. Más garantías de

imparcialidad habría dado una comisión mixta que representase a

las dos partes. Además, en cuanto los eligieron, los Siete

comenzaron a predicar también, sumando a su "ministerio de las

mesas" el de la palabra, aunque ninguno de los dos se vio

disminuido por el otro. Puede pensarse que el redactor ha

trasladado a los orígenes de la comunidad cristiana, de manera un

tanto artificial, la institución del diaconado, dedicado efectivamente a

los problemas materiales que surgían en las Iglesias y

particularmente a la organización de las cenas colectivas y a las

obras de caridad, tal como él lo veía desempeñarse en sus tiempos.

Puede admitirse además que los Siete representan para los griegos

lo que los Doce para los hebreos; es decir que son los jefes

espirituales del grupo. Yo me inclino a pensar que, o bien su

elección es en su totalidad ficticia, o bien se llevó a cabo tan sólo en

el seno del grupo griego y, posiblemente, con anterioridad al

conflicto que, en forma vaga, nos describe el redactor. Podría

tratarse también de una sinagoga de judíos de la Diáspora

instalados en Jerusalén en circunstancias aún desconocidas y que

posiblemente estaban organizados, aun antes de convertirse al

cristianismo, sobre la base de una tradición original y con algunas

particularidades en los ritos o en las creencias. Es algo que sin duda

no era excepcional en el judaísmo. Los judíos de la Diáspora que

volvían a radicarse en Jerusalén solían mantener su propia

organización, la que les era necesaria por el simple hecho de la

diferencia de lenguas. Los Siete llevan su mensaje e introducen la

contradicción en comunidades de ese tipo, en la sinagoga llamada

de los libertinos, la de los cireneos y la de los alejandrinos, según

nos dicen los Hechos. Si esto es así, la imposición de las manos

conferida por los Doce no habría hecho sino confirmar una

autoridad que ya los Siete tenían en su grupo, pero no les concedió

una nueva. Según el redactor, esa autoridad afirma la unión de la

comunidad de Jerusalén.

De una manera o de otra, la intervención del grupo de

los griegos da a la actividad del cristianismo naciente una nueva

dirección. Esteban figura como jefe. Su predicación en Jerusalén le

ocasiona conflictos con ciertos judíos también procedentes de la

Diáspora. Es llevado ante el Sanedrín y "testigos falsos" lo acusan

de blafesmar contra el santo lugar y contra la Ley, "decir que Jesús,

ese Nazoreo, destruiría este Lugar y cambiaría las costumbres que

Moisés nos ha transmitido" (Hechos 6,14). Por lo que veremos

después, estas palabras no eran puras calumnias.

En efecto, Esteban pronuncia entonces un discurso,

al que el redactor, sin duda, ha dado la forma, pero que por no

avenirse con la inspiración general del libro tiene todas las

posibilidades de ser sustancialmente auténtico. El discurso

constituye una verdadera requisitoria. Recuerda las principales

etapas de la historia de Israel, a partir de Abraham, e insiste en los

constantes yerros del pueblo elegido que culminan con la adoración

del becerro de oro, la construcción del Templo, los ataques contra

los profetas y la muerte de Jesús. Esteban no hace más que

recoger en algunos puntos, ampliándolas, las acusaciones

formuladas por los profetas contra Israel. Pero la originalidad de su

pensamiento reside en la condenación radical del santuario y del

culto de Jerusalén, que pone en el mismo plano que la idolatría.

Según los Evangelios, individuos igualmente

calificados de testigos falsos habrían acusado a Jesús, en el

momento del proceso, de haber pretendido destruir el Templo

(Marcos 14,58; Mateo 26,61). El tercer Evangelio es el único, entre

los Sinópticos, en mantener este agravio en silencio y la omisión

resulta aún más curiosa si consideramos cómo a su autor —que es

también el de los Hechos— le preocupa sobremanera destacar el

paralelismo existente entre el martirio de Esteban y la pasión de

Cristo. Las últimas palabras de Esteban, "Señor Jesús, recibe mi

espíritu" y "Señor, no les tengas en cuenta este pecado" (Hechos

7,59-60), son un eco de las que Lucas, también aquí el único de los

tres Sinópticos, pone en boca de Jesús moribundo (Lucas

23,34.46), con la diferencia de que Jesús se dirige al Padre y

Esteban a Cristo. Es difícil, pues, saber si lo hizo efectivamente o si

esta oración nos indica el lugar que Jesús tenía en el culto cristiano

en los tiempos del redactor. Además, la visión extática de Esteban

al final de su discurso, tan brutalmente interrumpido por el auditorio,

no hace más que ilustrar otra promesa que Jesús pronunció durante

su proceso: "y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del

Poder y venir entre las nubes del cielo" (Marcos 14,62; Mateo 26,64;

Lucas 22,69). La pasión del discípulo reproduce así algunos rasgos

de la del Maestro; es el primer ejemplo de la imitatio Christi que

habría de inspirar gran cantidad de relatos de martirios en la

literatura hagiográfica cristiana.

¿Implica este paralelismo una analogía más profunda

en el pensamiento de ambos mártires? No es imposible que, en el

caso de Jesús, el testimonio de los testigos falsos haya tenido, en

verdad, cierto fundamento. M. Goguel cree que Jesús, "al final de su

ministerio, desesperando ya de la conversión de Israel, llegó a

contemplar la realización del Reino de Dios con los paganos, y no

ya con los judíos, y anunció que cuando volviese como Mesías Hijo

del Hombre, destruiría el Templo y lo reconstruiría después, es

decir, que modificaría la economía religiosa de Israel" (Naissance

du christianisme, pág. 496). Si esta interpretación, para mí plausible,

queda admitida, Esteban representaría un aspecto auténtico,

aunque desconocido por los primeros discípulos, del pensamiento

de Cristo.

Pero se une también, mucho antes de Cristo, con una

tradición del pensamiento mucho más antigua en el judaísmo. Las

fuentes escriturarias de las ideas de Esteban están en el episodio

de la profecía de Natán (II Samuel 7), que Esteban, evidentemente,

interpreta como un repudio puro y simple que el Eterno hace de

todo santuario construido, lo que, en efecto, era en su forma

primera; el texto actual ha alterado el sentido primitivo y representa

la tradición oficial del judaísmo. En la perspectiva original, que

Esteban vuelve a tomar, el único santuario auténtico y legítimo es el

antiguo tabernáculo de los hebreos nómadas, cuyo modelo

comunicó Dios mismo a Moisés en el monte santo (Éxodo 25,9).

Una oposición vigorosa se presenta así entre David, "que halló

gracia ante Dios y pidió encontrar una Morada para la casa de

Jacob" —se trata de la colina de Sión, donde fue instalada el arca

santa, después de la conquista de la ciudad (II Samuel 6,17)—, y

Salomón, que construyó una mansión al Eterno. La construcción del

Templo procede de las mismas malas tendencias que la fabricación

del becerro de oro. Tanto lo uno como lo otro, según dice Esteban,

son "obras de mano (del hombre)"; ahora bien, "el Altísimo no

habita en casas hechas por mano de hombre" (Hechos 7,48, cf.

7,41). Una cita profética (Isaías, 66, 1) nos corrobora el

pensamiento de Esteban que, sin embargo, llega mucho más lejos

que los profetas al condenar el culto de Jerusalén. Lleva hasta sus

últimas consecuencias las críticas que ellos habían formulado,

colocándose así al margen de los esquemas y de las instituciones

del judaísmo oficial.

Históricamente, sigue a aquéllos que, como los

recabitas, se habían mantenido fieles a los viejos ideales nómadas

en plena época monárquica, y hostiles a todas las formas de la

civilización sedentaria mancilladas, según ellos, por las influencias

cananeas. Pero resulta evidente que los motivos de Esteban no

pueden ser los suyos exactamente. Para él no puede ya tratarse de

volver atrás y de restaurar el antiguo tabernáculo, que apenas si es

ya algo más que un símbolo. Su protesta es la de una religión más

espiritualizada, cuya existencia remonta, sin duda, hasta los

orígenes de la historia israelí, y de la cual Moisés había sido el

heraldo en tiempos pasados, aunque represente en realidad las

aspiraciones de algunos judíos instruidos de la Diáspora. A este

respecto, esa religión muestra cierta analogía con la de la Reforma

del siglo XVI, que también pretende restablecer al cristianismo en

toda su pureza inicial; pero como lo ejercían hombres que después

de todo eran de su tiempo, no dejaron de sentir la influencia, más o

menos profunda y más o menos consciente, del clima intelectual

creado por el Renacimiento.

La actitud de Esteban supone cierta interpretación de

la historia de Israel que, a partir de la Alianza, se desenvuelve como

un proceso de degradación y de adulteración progresivas, por ser

ese pueblo pecador y relapso, "¡Duros de cerviz, incircuncisos de

corazón y de oídos!" y que “siempre resistís al Espíritu Santo”

(Hechos 7,51). Estas apostasías sucesivas, iniciadas ya en el

desierto, se aceleran y se agravan al radicarse en Palestina, para

culminar finalmente con la construcción del Templo y la muerte de

Cristo. El espíritu auténtico de la región atávica se perpetúa en la

Diáspora. Para encontrar algún paralelo con el pensamiento de

Esteban, hay que buscarlo en algunos documentos del judaísmo

griego y, particularmente, en algunos pasajes de los llamados

Oráculos sibilinos. Al igual que Esteban, extienden hasta el culto de

Jerusalén las críticas que formulaba la filosofía griega contra los

ritos del paganismo condenando, particularmente, los sacrificios

dondequiera que se practicasen. Como las difundió con un espíritu

de ardiente proselitismo y con una virulencia agresiva, en Jerusalén

y hasta ante el Sanedrín, semejantes ideas tenían que causar la

perdición de Esteban: murió lapidado, sin que haya sido posible

establecer con certeza si lo fue tras una condena regular y con un

proceso debidamente instruido, o si lo fue debido a la violencia

popular.

La condenación del Templo representa solamente un

aspecto de la predicación de Esteban. Constaba, además, sin duda

de un mensaje más positivo y más específicamente cristiano: una

interpretación de la persona y de la misión de Jesús.

Desgraciadamente, nos resulta muy difícil captarlo a través de las

raras alusiones de los Hechos. Entrevemos las grandes líneas de

una cristología, algunas de cuyas características están tomadas de

la comunidad primitiva, pero que ofrece otras que son originales.

Para Esteban, Jesús es un profeta, el más grande después de

Moisés, quien lo había anunciado con estos términos: "Dios os

suscitará un profeta como yo de entre vuestros hermanos" (Hechos

7,37). Esta eminente dignidad se expresa con la denominación de

Justo (7,52). Al ser el Justo por excelencia, Jesús, en cuanto a su

vida terrestre y de dolor, no es aún sino el primero entre los

hombres. Pero el suplicio lo eleva a un lugar infinitamente más alto:

es desde ahora el Hijo del Hombre, situado —el término no debe

causar ninguna ilusión— más allá de la simple humanidad: está

sentado a la diestra de Dios y espera su retorno glorioso como

justiciero soberano. El término de Hijo del Hombre es corriente en

los Evangelios donde, sin embargo, está siempre puesto en labios

del mismo Jesús. En todo el resto del Nuevo Testamento, figura

sólo con su sentido específico, y destacado en griego por el artículo,

en este pasaje de los Hechos. Y esta calificación no le ha sido

atribuida por casualidad seguramente. Al hacerla suya, Esteban se

enlazaba en forma directa, según parece, con el pensamiento de

Jesús y con una corriente de pensamiento escatológico del

judaísmo de la época. La figura celestial y misteriosa del Hijo del

Hombre aparece por primera vez en el libro de Daniel (7,13) y,

luego, con un relieve muy particular, en el de Henoc. Han

contribuido a definir sus contornos algunas influencias extranjeras,

iranias particularmente. La denominación de Hijo del Hombre, de

sentido indudablemente mesiánico, aplicada a Jesús, equivale a

hacer de él el instrumento futuro de la justicia divina y el instaurador

del nuevo orden.

Éste estará caracterizado en particular por la

abolición del culto jerosolimitano; aun cuando Esteban no lo expresa

claramente, ello surge de sus palabras. Hay una oposición

irreductible entre la economía presente, centrada en torno del

Templo, y aquélla de los tiempos mesiánicos. De este modo

parecen haberlo comprendido quienes lo escuchan pues la sola

mención del Hijo del Hombre los enfurece: se diría que la expresión

tenía para ellos según el uso que él le asignaba, un significado muy

preciso y muy subversivo. Si la invocación final al Señor Jesús

pertenece realmente a Esteban, ésta subraya aún más el lugar que

Cristo ocupaba en su devoción así como en su pensamiento

teológico.

La condenación formulada por el jefe de los griegos

no pretende alcanzar, a mi parecer, a toda la tradición religiosa de

Israel, sino simplemente, al judaísmo degenerado del Templo. La

vuelta de Cristo, tal como la concibe Esteban, no tendría por efecto

anular la Ley mosaica, o cambiarla —y cuando tal le atribuyen los

testigos del proceso no son sino falsos testimonios— sino, por el

contrario, el de restablecerla en su original pureza, porque los judíos

"han recibido la Ley, pero no la han guardado" (Hechos 7,53). Por

encima de los siglos de apostasía, Jesús se une con la tradición del

desierto y con Moisés, que lo anunció y anticipadamente reconoció

en su persona a aquél que había de completar su obra, o mejor

aún, que la restauraría: "Un profeta como yo"; esta cita se atribuye

también a Pedro (Hechos 3,22) y destaca la continuidad que, tanto

para el uno como para el otro, une a la obra del legislador con la del

Cristo que tendrá que llegar. Pero aparentemente, esta continuidad

no se ha roto para Pedro en el intervalo; su asiduidad al Templo

prueba que acepta como legítimas todas las etapas de la evolución

religiosa de Israel. Según Esteban, debe rechazarse, por el

contrario, toda una etapa de esta evolución. Cristo será el artesano

de un judaísmo reformado. Con esta perspectiva, la vida terrestre

de Jesús no es más que un preludio dramático y una advertencia.

No parece que haya en Esteban una teología de la cruz. Sus

miradas, como las de los primeros discípulos, contemplan la

Parusía, que supondrá la realización del plan divino. Lo esencial no

ha sido hecho todavía.

El mensaje de Esteban así caracterizado no significa

por sí mismo el advenimiento del universalismo cristiano. A los

gentiles no les interesa su crítica de las instituciones religiosas del

judaísmo, sino de manera muy indirecta. Su cristología sigue siendo

muy judaica. En todo concepto, y a pesar de la violencia de una

requisitoria que podría tomarse como condenación inapelable de

todo el pueblo elegido, Esteban piensa también en las normas

judías, y es a Israel a quien se dirige si no exclusivamente, al menos

en los primeros tiempos. Nada indica que haya anunciado

explícitamente el rechazo de Israel ni el traspaso de la Alianza en

beneficio de los gentiles. Tal como él lo concibe, el cristianismo es

un judaísmo depurado por suponer su vuelta al espíritu auténtico de

la tradición. ¿Resulta excesivo pensar que, en él, el elemento

específicamente cristiano sólo es secundario? Yo creo que ya había

adoptado su posición en las cuestiones esenciales, antes de

convertirse al cristianismo. El principal resultado de su conversión

es que, en adelante, puede dar un nombre a la figura que, hasta

entonces, era anónima, de ese Hijo del Hombre de quien esperaba

la renovación de Israel. Confluyen aquí dos corrientes distintas: el

cristianismo de los comienzos y el movimiento judaico reformista al

cual Esteban pertenecía ya antes. Quien se preocupe por encontrar

a los hijos espirituales del diácono, tendrá que buscarlos por el lado

de Israel y no por el de los gentiles. Su pensamiento tiene analogías

tan precisas con el de cierto judeocristianismo, que se expresa a

través de la literatura llamada pseudoclementina, que nos inducen a

ver en él a su auténtica descendencia: encontramos la misma

condenación de las instituciones rituales —sacrificios y Templo—, la

misma concepción, sostenida por la cita bíblica (Deuteronomio

18,15) de un Cristo que es heredero y que es también casi

reencarnación de Moisés, cuya obra, desfigurada y adulterada por

siglos de historia israelita, tiene que restaurar.

Y sin embargo, está comúnmente admitido que el

verdadero iniciador de las misiones entre los gentiles fue Esteban o,

por lo menos, después de su muerte, el grupo de griegos del cual él

era el jefe. Su nombre nos lleva a pensar que así fue: parece natural

que esos hombres, criados en medio de los paganos y que

hablaban su lengua, y que sin duda simpatizaban con algunos

aspectos del espíritu griego, pensaran en convertir a los gentiles.

Los Hechos nos muestran que, en efecto, los miembros del grupo,

que se habían dispersado al morir su jefe, llevaron el Evangelio no

sólo a Samaría (Hechos 8,4 y sigs.), sino también a Fenicia, a

Chipre y a Antioquía (11,19). Su mensaje, al sacudir el yugo de la

Ley ritual y separar al cristianismo del culto de Jerusalén, creaba las

condiciones favorables que necesitaban para alcanzar influencia

universal. ¿Pero, en este sentido, va su mensaje mucho más allá

que el de algunos profetas? Los Hechos nos enseñan también que

los griegos dispersos anunciaron la palabra únicamente a los judíos,

salvo algunos, originarios de Chipre y de Cirene, que también la

anunciaron a los gentiles en Antioquía (Hechos 11,19). Se sospecha

aquí, al minimizarse su papel, la preocupación por reservar a los

Doce, y particularmente a Pedro, la iniciativa de la misión entre los

paganos; conviene no entender, algunos, en un sentido demasiado

estrecho. Además, de manera general, las cosas pudieron ocurrir

como nos dice el redactor. Porque el mensaje de reforma radical del

judaísmo se dirigía, una vez más, primordialmente a los judíos, y al

ofrecerlo a los paganos no significaba aún, más que una invitación a

que se convirtiesen al judaísmo renovado; nada nos dice, por

ejemplo, que Esteban preconizase la abolición de la circuncisión.

Por lo demás, cualquiera que haya sido la amplitud

de la predicación de los griegos entre los gentiles, los

acontecimientos hicieron que muy pronto se volviera caduca. La

ruina del Templo fue, sin duda, una confirmación —aunque sólo

parcial, puesto que no se debió a la vuelta gloriosa de Cristo y no

instaura su Reino— del mensaje de Esteban. Pero otra

consecuencia fue que ya no tenía objeto: su único interés era

retrospectivo; los ebionistas, de entre los pseudoclementinos que lo

recogieron —aunque no sabemos cómo—, se han mantenido en

posiciones arcaicas. Y antes de la catástrofe el mensaje de Esteban

había quedado superado ya debido a otra concepción de las

relaciones entre el cristianismo y la Ley judía: la que predica San

Pablo, el apóstol de los gentiles. Parece seguro que la comunidad

de Antioquía, donde se había elaborado ya un cristianismo de

lengua y de espíritu griegos y con adeptos tanto paganos como

judíos, aún antes de la intervención de San Pablo, debe su

fundación, en efecto, a los discípulos de Esteban. A pesar de todo,

éste representa, pues, un importante eslabón en el desarrollo del

cristianismo primitivo.

Capítulo IV: San Pablo

Sabemos muy poco de la vida de san Pablo anterior

a su conversión. Nació probablemente en los primeros años del

siglo I, en la Diáspora, en Tarso (Cilicia), importante centro

comercial y cultural. Según parece, conocía el arameo y el hebreo.

Pero su lengua materna era la griega, y leyó la Biblia en la

traducción de los Setenta. A su nombre hebraico, Saúl, une el

cognomen romano de Paulus. Sufrió una influencia posiblemente

profunda del medio en que creció y su cristianismo tiene la huella de

la religiosidad griega. Pero parece haber sido bastante superficial su

cultura profana. No le tienta, como a su contemporáneo Filón, la

síntesis de la revelación bíblica y de la filosofía griega. Su familia

seguramente gozaba de una situación acomodada, puesto que

tenía el derecho de ciudadanía romana; lo que no le impidió,

siguiendo una costumbre bastante corriente por entonces en las

familias judías, y sobre todo entre los rabinos, que aprendiese un

oficio manual: los Hechos nos dicen que fabricaba tiendas de

campaña; es decir que, probablemente, era tejedor o guarnicionero.

Es posible que hubiese cursado estudios rabínicos. Si

damos fe a los Hechos, al menos una parte de su educación la

recibió en Jerusalén, "a los pies de Gamaliel", uno de los más

ilustres doctores de su tiempo; y seguramente asistió a la lapidación

de san Esteban. En todo caso, estaba orgulloso de su raza y de sus

convicciones de judío rigorista. "Del linaje de Israel; de la tribu de

Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; en

cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la

Ley, intachable" (Filipenses 3,5; cf. Gal 1,13; Rom 11,1). Tanto sus

Epístolas como los Hechos nos dicen del odio con que perseguía al

cristianismo naciente, en Jerusalén y en otros lugares. Se ha

supuesto, de una manera muy verosímil, que lo hacía cumpliendo

un mandato oficial; tal vez fuera un apóstol judío; esto es, un enlace

entre el Sanedrín y las comunidades de la Diáspora. Pero una

conversión aparentemente repentina, aunque preparada sin duda

por una lenta transformación interior, hizo de él el Apóstol de Cristo

(Hechos 9,3 y sigs.), quien se le apareció en el camino de

Damasco.

Apóstol, lo fue con toda la fuerza que el lenguaje

cristiano ha conferido a este término. Al servicio del apostolado —

que en lo sucesivo se confundirá con su vida misma— pone Pablo

todas las posibilidades de una personalidad excepcional: un

temperamento apasionado y combativo; una sensibilidad vibrante,

suspicaz, siempre viva, que le lleva sucesivamente a proferir

vehementes invectivas o que se desahoga mediante efusiones de

caridad fraternal o de piedad extática; una voluntad tensa, sujeta a

pasajeros desalientos, en constante lucha con una salud un tanto

débil, sobre la que logra triunfar; una dialéctica en la que se

mezclan los métodos y las sutilezas de las discusiones rabínicas y

las técnicas de la diatriba, popularizadas en el mundo griego por los

predicadores ambulantes de todas las religiones; un pensamiento

difícil, tortuoso a veces, desconcertante si lo juzgamos por las

normas de la lógica cartesiana, paradójico, duro como la elocuencia

con que se expresa, pero arrebatador como ella porque el hombre

se entrega totalmente; una fe ardiente, mística, en Cristo Señor, y

en su propia vocación, que le predestina, desde el seno de su

madre, a convertir a los gentiles.

Los Hechos nos cuentan los viajes misioneros de

Pablo en un relato de precisión desigual y de desigual seguridad,

según los capítulos. En cuanto al tenor de su mensaje tendremos

que buscarlo en sus cartas, de las cuales solamente una parte ha

llegado hasta nosotros. Se escalonan entre 50 aproximadamente (I

a los Tesalonicenses) y 60-62 (Epístolas llamadas de la cautividad:

Filipenses (?), Efesios, Colosenses, Filemón). Jalonan estas cartas

sus itinerarios y extienden su predicación.

De Damasco, donde existía ya una comunidad

cristiana, el nuevo converso se fue a Arabia —entendamos, según

todas las apariencias, el país de los nabateos—, al sudeste de

Damasco. ¿Meditación en soledad o viaje de predicación?

Posiblemente, ambas cosas a la vez. Al volver a Damasco, tres

años después de su conversión, Pablo fue a Jerusalén; sólo se

quedó allí quince días, y estableció contacto únicamente con Pedro

y con Santiago, hermano del Señor (Gal 1,18-19); si insiste sobre lo

largo que fue el lapso anterior a su llegada, y lo breve de su

permanencia, es para indicar que no tenía cuentas que rendir ni

órdenes que recibir de nadie, ni siquiera de los Doce. Tenemos aquí

una de las características fundamentales del Evangelio paulino: a

Pablo no le interesa en absoluto conocer a Jesús tal y como lo

habían visto los primeros discípulos y como lo conservaban en el

recuerdo. Su pensamiento ferviente se centraba más en la muerte y

en la resurrección que en la carrera y el mensaje del Maestro. Y es

acerca del Cristo crucificado y resucitado, acerca del Señor glorioso

que se le había aparecido y que había hecho de él un apóstol,

sobre lo que predica.

Fortalecido con su visita a Jerusalén, Pablo viajó de

nuevo. El primer viaje le llevó a Antioquía, en compañía de Bernabé,

que fue posiblemente uno de los fundadores de la comunidad local,

célula primera de la Iglesia de los gentiles; luego a Chipre y a través

del Asia Menor, donde los dos misioneros predicaron y fundaron

iglesias en Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe. Desde

entonces, la táctica de Pablo está ya fijada. En todos los sitios

adonde va, se presenta en la sinagoga cuando hay una reunión de

la comunidad, el sábado u otro día cualquiera. Como la lectura y el

comentario de la Biblia ocupan un lugar esencial en el culto de la

sinagoga, y cualquiera que tenga algo que decir sobre la cuestión

puede hacerlo, Pablo toma la palabra y demuestra por las Escrituras

que Jesús es el Mesías esperado por Israel. Llega así al mismo

tiempo a sus hermanos de raza y a los prosélitos provenientes del

paganismo, y también a todo el público de los semiprosélitos o

temerosos de Dios, que se acercan a la sinagoga, recogen su

enseñanza y adoptan en parte los usos judíos aunque no estén

convertidos. La manera de acogerle varía mucho de uno a otro

lugar. Unas veces, encuentra Pablo una audiencia favorable,

convence con su mensaje a los miembros influyentes de la

comunidad judía y gracias a ello puede continuar su predicación sin

que le moleste nadie. Pero otras, suscita, por el contrario, la

hostilidad y a veces medidas de violencia. A disgusto entonces, y

sin renunciar a enseñar a los israelitas, ya que el Evangelio es

primero para los judíos y después para los gentiles, se enfrenta con

los paganos y habla en la plaza pública a quien quiera oírle,

adaptando su mensaje a este nuevo auditorio a quien hay que

revelar la existencia del Dios único antes de anunciarle la de Cristo.

Al volver de Siria a Antioquía, Pablo encuentra

resistencia, por primera vez según parece, pero no en los judíos,

sino en los judeocristianos, que pretenden imponer la circuncisión a

los paganos convertidos. Pablo y Bernabé vuelven entonces a

Jerusalén para que los Apóstoles hagan de árbitros en el conflicto

(volveré más adelante sobre este episodio que relatan de muy

distinta manera los Hechos y la Epístola a los Gálatas). Según él

dice, logró que su punto de vista quedase aprobado sin ninguna

reserva y emprendió un nuevo viaje, esta vez en compañía de Silas

y luego de Timoteo. Visitó las iglesias de Asia, que había fundado

anteriormente, y viajó después hacia el Norte, a través de Frigia y

del país de los gálatas, llegó a la costa occidental de Asia Menor y

se embarcó a Macedonia. Predicó, con resultados desiguales, en

Filipos, Tesalónica, donde fundó iglesias, y en Berea, de donde

pronto le expulsaron. Fue después a Grecia propiamente dicha y

llegó a Atenas. El discurso que según los Hechos (17,22-31),

pronunció en el Areópago, y cuya presentación resulta un tanto

sospechosa, no reproduce ciertamente palabras auténticas de

Pablo. Pero nos ofrece, al menos, un eco fiel de los temas

fundamentales de la apologética monoteísta, judía o cristiana, que

enseñaban a los paganos. En este respecto tiene valor de

documento, aunque menos sobre Pablo que sobre los medios de

los cuales surgieron los Hechos. No deja, además, de ofrecer cierto

paralelismo con algunos pasajes de las Epístolas, a pesar de la

ausencia de toda nota cristológica y hasta específicamente

cristiana. En definitiva, no sería imposible que, al abordar a un

público que desconocía tanto el cristianismo como el judaísmo, le

hablase Pablo, en general, de esta manera.

El resultado fue decepcionante: aunque Grecia

estaba en decadencia, mantenía aún la tradición de su

pensamiento, que se mostró impermeable al mensaje de Pablo.

Éste, sin insistir, se fue a Corinto. La población de este gran puerto

estaba muy mezclada, y contaba con una fuerte proporción de

orientales que estaban más preparados que los griegos puros para

comprenderle. Estuvo allí dieciocho meses, coincidiendo en parte

con el procónsul Galión, mencionado en los Hechos; se conoce la

fecha por una inscripción de Delfos (51-52); su éxito fue grande. La

corintia sería en adelante una de las comunidades paulinas más

importantes. Tras una corta escala en Éfeso, y una visita, aún más

breve, a Jerusalén, Pablo volvió a su cuartel general de Antioquía.

Emprendió entonces el tercer viaje; visitó

nuevamente Galacia y Frigia, y fue después a Éfeso, donde sus

predicaciones y algunas curas milagrosas que realizó suscitaron

muchas conversiones. Pero encontró también grandes obstáculos:

declara que tuvo que combatir con las bestias (I Cor 15,32), sin que

nos sea posible precisar las circunstancias de esta prueba temible

sobre la que nada dicen los Hechos. Por lo demás, no era la única

vez que su persona debía pagar duro tributo. Frente a los falsos

apóstoles, enumera con cierto orgullo los males sufridos:

"¿Ministros de Cristo? - ¡Digo una locura! - ¡Yo más que ellos! Más

en trabajos; más en cárceles; muchísimo más en azotes; en peligros

de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta

azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez

apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el

abismo" (II Cor 11,23-25). Todo eso —añade— lo ha padecido por

causa de los de su nación, de los gentiles o de los falsos hermanos.

Más adelante trataremos de aclarar este testimonio.

Desde Éfeso hace un viaje rápido, al parecer, por

Grecia y Macedonia. Después, acompañado por algunos fieles,

entre los cuales está Timoteo, se embarca en Filipos para Tróade y

de aquí va a Mileto. En la comunidad de Éfeso comunica sus

presentimientos a los Ancianos, que habían acudido expresamente

para oírle: sabe por revelación divina que le esperan las cadenas y

las persecuciones, y que 'lobos perversos' enseñarán, en las

comunidades, doctrinas perversas. Va después por mar a Tiro,

donde encuentra a Felipe, uno de los Siete del grupo de Esteban,

Apóstol de Samaría y de Fenicia; y, finalmente, escoltado por

algunos discípulos de Cesárea, sube a Jerusalén.

Va allí para entregar a la comunidad de Jerusalén el

producto de la colecta hecha para ellos entre las comunidades del

exterior y, sin duda, también para confrontar una vez más su

Evangelio con el de ellos y para confirmar el acuerdo llevado a cabo

en su anterior visita. Su intención es irse de nuevo hacia otros

países, porque "desde Jerusalén y en todas direcciones hasta el

Ilírico he dado cumplimiento al Evangelio de Cristo; teniendo así,

como punto de honra, no anunciar el Evangelio sino allí donde el

nombre de Cristo no era aún conocido, para no construir sobre

cimientos ya puestos por otros " (Rom 15,19-20). Piensa, pues, en

Occidente; anuncia a los cristianos de Roma su deseo de visitarles,

para ir después a España, donde los campos de la misión están

intactos aún.

Pero los hechos se mostraron adversos a sus

proyectos, y se justificaron ampliamente los temores expresados.

Aunque hay muchos detalles poco seguros en los últimos capítulos

de los Hechos, al parecer puede reconstituirse así lo esencial de lo

ocurrido:

Al llegar a Jerusalén, Pablo, cediendo a los ruegos de

Santiago y para aseverar su lealtad respecto de la Ley, consintió en

asociarse en el Templo a los votos de algunos judeocristianos.

Reconocido por los judíos de Asia Menor, fue acusado de introducir

a un pagano en el santuario. La ley judía preveía para ese sacrilegio

la pena de muerte. De hecho, fue al parecer la presencia de Pablo

la que desencadenó la furia de la gente, por ser considerado como

un apóstata del judaísmo. Iban a lincharlo cuando apareció el

tribuno de la cohorte de Jerusalén, con un destacamento de

soldados, quien lo apresó al confundirlo con un agitador egipcio

buscado por la policía. A Pablo no le costó mucho sacarlos del

error, y les hizo ver su condición de ciudadano romano, cosa que

les confundió un tanto. Al final, a pesar de los ruegos de los judíos

para que les entregasen el prisionero, el tribuno le condujo a

Cesárea para que decidiese sobre su suerte el procurador Félix.

Éste, que no quería entregarlo a los judíos, ni liberarlo, ni pronunciar

por su parte una sentencia que no sabía cómo justificar, dejó que el

asunto se fuese arrastrando durante dos años. Volvió a surgir

cuando Félix fue remplazado por Festo en la jefatura de la provincia.

El nuevo gobernador parecía dispuesto a entregarlo al Sanedrín,

pero Pablo se negó y pidió, como ciudadano que era, el derecho de

comparecer ante un tribunal del Emperador, cosa que le fue

concedida. Lo llevaron, muy protegido y en una travesía muy

movida, de Cesárea a Sidón y a Creta, y tras un naufragio en las

costas de Malta, fue a Puteolos, y de allí pasó a Roma, donde fue

recibido, a lo largo de la ruta, por los cristianos de la capital. Pasó

allí dos años, en libertad vigilada; lo que prueba que la justicia

imperial tenía tantas dudas como el procurador. No dice más el

relato de los Hechos, que se interrumpe aquí. Quedamos limitados

a las hipótesis en cuanto al proceso de Pablo, así como en cuanto a

las circunstancias y a la fecha del martirio que sufrió en Roma,

hacia los años 62-64.

Si Pablo provoca de esta manera el odio de Israel, en

un período en que los cristianos de Jerusalén vivían casi tranquilos,

y si éstos, al parecer, no mostraron por él una simpatía total, debe

buscarse la causa en el Evangelio de Pablo mismo. Tenemos, pues,

que ver cuáles son los rasgos esenciales de lo que suele llamarse el

paulismo. El término no está adaptado perfectamente y la tarea no

es de lo más fácil, porque la teología de Pablo no tiene nada de

sistema rigurosamente construido por la razón y por la lógica.

Ninguna de sus Epístolas es, verdaderamente, un tratado; son, por

el contrario, escritos circunstanciales que responden a una situación

determinada y a necesidades particulares de la comunidad a la que

están dirigidas. No desarrollan obligatoriamente sus temas en

función de su importancia intrínseca, sino en relación con las

necesidades del momento. Además, excluyendo la Epístola a los

romanos, se dirigen a iglesias fundadas por Pablo y que están ya

familiarizadas con su Evangelio, cuyas bases resulta, por

consiguiente, inútil volver a exponer; las ideas fundamentales

apenas se tocan, faltan eslabones esenciales; se encuentran

contradicciones, aparentes o reales. Añadamos, además, que el

pensamiento de Pablo no tomó en seguida su forma definitiva, sino

que se fue precisando progresivamente. No debemos olvidar todo lo

dicho cuando nos dediquemos a restituir y a organizar los datos

esenciales en un conjunto coherente. Hay que recordar también que

su teología no es puramente especulativa, sino que, en primer lugar,

es conocimiento con vistas a la salvación: el Evangelio "es una

fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío

primeramente y también del griego " (Rom 1,16). No lo recibió Pablo

por las vías de la sabiduría humana, sino por las del Espíritu, es

decir, por medio de la revelación directa y personal de Cristo (I Cor

2,6-16; cf. Gal 1,11-12): en el origen de su teología hay una

experiencia mística.

Pero previamente a esta experiencia hay también una

larga y dolorosa meditación sobre la imposibilidad que tienen los

humanos de lograr la salvación por sí mismos. Dios ha dado a todos

los hombres el medio de conocerle o al menos de que conozcan su

existencia, para glorificarle: "lo invisible de Dios, desde la creación

del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su

poder eterno y su divinidad " (Rom 1,20). Pero los gentiles,

insensibles ante la revelación natural, se entregan a la idolatría, que

supone la perversión moral (Rom 1,25-32). La humanidad y la

creación entera son siervos, pues, de los "elementos del mundo"

(Gal 4,3), es decir, de las potencias demoníacas, más o menos

identificadas con los astros. Por un privilegio insigne que Pablo,

movido por reacciones atávicas, subraya complacientemente, Israel

es el único pueblo que escapa de la impiedad, haciéndose

depositario de la revelación escrita que es la Ley. Pero vista de

cerca, la situación de los judíos no es más envidiable que la de los

paganos. También ellos son pecadores, y no solamente porque

participan de la naturaleza humana, viciada desde la caída de Adán,

sino por que la Ley "intervino para que abundara el delito" (Rom

5,20); "yo no conocí el pecado sino por la ley. De suerte que yo

hubiera ignorado la concupiscencia si la ley no dijera: '¡No te des a

la concupiscencia!'" (Rom 7,7). Tal como es la Ley, ningún hombre

hay que pueda observarla íntegramente. Pero está escrito: "Maldito

todo el que no se mantenga en la práctica de todos los preceptos

escritos en el libro de la Ley " (Gal 3,10). La Ley es, pues, incapaz

de asegurar la justificación; el camino que parece abrir hacia el cielo

no tiene salida. Y si Pablo persiste afirmando el origen divino y

puede proclamar que "el mandamiento es santo, y justo y bueno"

(Rom 7,12), reconoce al menos que su promulgación atestigua los

alcances universales del mal, procediendo de él más bien que

remediándolo. A veces, se inclina a atribuírselo a otros que no sean

Dios, como a los ángeles (Gal 3,19-20). Su pensamiento no está

totalmente seguro en este punto. Pero una cosa es cierta por lo

menos: "estar debajo de la Ley" prácticamente equivale a "ser

siervo bajo los elementos del mundo" (Gal 4,3 y sigs.). Y la

salvación que el hombre, judío o griego, es incapaz de lograr por

sus propias obras y sus méritos, no puede provenir sino de un don

gratuito de la misericordia divina, por una redención que le libera a

la vez del pecado, de la muerte, que es una consecuencia del

pecado, de "la maldición de la Ley" (Gal 3,13) y con toda la

creación, de la tiranía de las potencias demoníacas. Pero esta

redención, de alcances cósmicos, está adquirida ya gracias a Cristo.

La justicia divina exigía reparación por todos los

pecados acumulados a través de los siglos. Como los hombres son

incapaces de asegurarla, tenía que venir de lo alto. Es la razón de

que se operase por medio del sacrificio de un ser celestial, el propio

Hijo de Dios, el Cristo que, convertido en hombre en la persona de

Jesús, tomó sobre sí, víctima sustitutiva y puro de toda falta, los

pecados de la raza humana. Esta manifestación simultánea de la

justicia y del amor divinos reconcilian con Dios a la humanidad y al

universo. El imperio de las potencias del mal queda conmovido:

crucificado por ellas (I Cor 2,8), el Cristo triunfa sobre ellas por

medio de la cruz (Col 2,15). Porque el pecado muere con él; y la

muerte, vencida, no puede conservar su presa: el Cristo resucita y

engrandecido por el sacrificio ocupa, al lado del Padre, un lugar más

eminente aún que antes de su encarnación.

Tal es el misterio exaltador, hasta entonces

escondido, que Pablo tiene la misión de proclamar. El drama del

calvario, que para los primeros discípulos plantea un problema tan

difícil, para él responde a una necesidad absoluta: es la encrucijada

de la historia del mundo, el cumplimiento del plan providencial. De

todo el tránsito terrestre de Jesús, sólo conserva Pablo este último

episodio, que sitúa en el centro de su predicación: "nosotros

predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos,

necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos

que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios " (I Cor

1,23-24).

No quedarán plenamente realizados los frutos de

esta redención hasta el fin de los tiempos, con la Parusía, por la

resurrección universal, cuando los elegidos tomen a su vez ese

cuerpo espiritual que ya es el de Cristo glorificado. Pero a partir de

entonces, los fieles salvados por la gracia divina y por la fe, es decir,

por el abandono total y confiado en la virtud redentora de Cristo,

toman parte en la vida eterna en la medida en que toman parte en

Cristo, en que viven en Cristo. El cristiano, en comunión mística con

Cristo Espíritu, se libera como él y por él, de la tiranía de la carne,

mata el pecado y se eleva así a la cualidad de espiritual: se

convierte en miembro de Cristo por su integración a la Iglesia, que

es su cuerpo (Col 1,18.24). Porque la mística paulina no es

individualista sino eclesiástica y —como veremos— sacramental.

La más clara consecuencia práctica de esta teología

es el rechazo de la Ley. Hubo un tiempo en que ésta no existía; ha

llegado el momento en que vuelva a no existir. Lo mismo antes que

después, en la época de los patriarcas bíblicos como en la de la

Iglesia, la única vía de salvación es la fe que en adelante y de

manera explícita, será la fe en Cristo, "el fin de la ley es Cristo, para

justificación de todo creyente" (Rom 10,4). También quedan

definitivamente liberados los judíos, porque en el plano divino la Ley

nunca ha sido más que nuestro "pedagogo para llevarnos a Cristo"

(Gal 3,24). Queda así la Ley rechazada en su totalidad, incluidos los

preceptos morales. Lo que no significa que Pablo predique el

amoralismo profesado ulteriormente por algunas sectas gnósticas,

para las cuales los elegidos, al haber sido librados del pecado, no

podían ser culpables, ni aun cuando sus actos tuvieran todas las

apariencias de serlo si se juzgaban según los criterios habituales.

Las instrucciones morales desarrolladas en cada una de las

Epístolas nos dicen que no es así. La redención libera al hombre de

todos los lazos que le impidan vivir según la voluntad de Dios, y la

Ley es uno de esos lazos. Pero si el cristiano muere por la Ley,

muere también por el pecado; el pecado sigue vivo, con una vida

casi personal; y la existencia del cristiano es un combate perpetuo

del 'espíritu' contra la 'carne', que no es el cuerpo simplemente, sino

el principio de todo mal, de la misma manera que el espíritu es el

principio de todo bien. Donde triunfe el espíritu, la conducta de los

fieles estará conforme con la ley moral, expresión de la voluntad

divina, sin estar sujeta a esa ley, "de modo que sirvamos con un

espíritu nuevo y no con la letra vieja" (Rom 7,6).

En cuanto a las observancias rituales, no puede

caber duda de que quedan totalmente condenadas. En esta

condenación está el origen de las graves dificultades que encontró

Pablo con los judíos, cristianos o no. Y, junto con el desarrollo de

una cristología incompatible con el monoteísmo tradicional, fue

causa también de que la conversión al cristianismo se terminase en

seguida en Israel.

Junto con la Ley, queda condenada la idea del

pueblo elegido. O más bien, traspuesta. El Israel de Dios, la

verdadera descendencia de Abraham, son los creyentes, vengan de

donde vinieren. En ese momento, y cada vez más, lo son los

gentiles. En cuanto al pueblo judío, Pablo, que lo ama con todas las

fibras de su ser, no se resigna a creerlo definitivamente

enceguecido: se convertirá con el fin de los tiempos. Y la Biblia,

memorial de las promesas divinas, guarda para la Iglesia, Israel

espiritual, todo su valor: es la carta del universalismo cristiano por el

cual "no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro,

escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos" (Col 3,11).

Capítulo V: El conflicto de las observancias

La oposición entre los discípulos de Jerusalén, fieles

observantes de la Ley judía, y San Pablo, que la proclamaba

superada y caduca, no sólo tenía un carácter doctrinal. Tocaba

también el problema práctico de la misión con los gentiles. Pablo

podía admitir que un judío de nacimiento, por razones sentimentales

o por simple debilidad, siguiese aceptando las prescripciones

rituales. Él mismo lo hizo algunas veces, cuando el apostolado

parecía exigírselo: "Con los judíos me he hecho judío para ganar a

los judíos; con los que están bajo la Ley, como quien está bajo la

Ley - aun sin estarlo - para ganar a los que están bajo ella" (I Cor

9,20). Pero por el contrario, no podía aceptar que se impusiese a los

gentiles conversos, como condición sine qua non de su admisión en

la Iglesia, la observancia judía, para lo cual debían hacerse judíos al

mismo tiempo que cristianos. Pero así es como lo entendían en

Jerusalén.

La actividad misionera se aisló estrictamente en

Israel al principio, y todo hace suponer que, para empezar, ni

siquiera pensaron en la posibilidad de hacer propaganda entre los

gentiles. La consigna que Mateo (10,5-6) —el único entre los cuatro

evangelistas— adjudica a Jesús, parece expresar la línea de

conducta adoptada por la comunidad primitiva: "No toméis camino

de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a

las ovejas perdidas de la casa de Israel". El episodio de la siro-

fenicia (Marcos 7,24-30; Mateo 15,21-28), en el cual Jesús duda en

curar a la hija porque "No está bien tomar el pan de los hijos y

echárselo a los perritos", pero cuya fe acabó por vencer sus dudas,

ilustra la misma tendencia. Puede inferirse legítimamente que los

jerosolimitanos entendían no admitir a los paganos más que de

manera excepcional, por medidas individuales, y con las

condiciones normalmente previstas para el acceso al judaísmo de

los prosélitos. El episodio de la conversión de Cornelio, en el que

Pedro mismo defiende el punto de vista que será el de Pablo y hace

que lo admitan todos en Jerusalén, es de lo más dudoso: trata de

atribuir al jefe de los Doce una medida de importancia capital para el

porvenir del cristianismo; y al mismo tiempo atribuye a los dos

apóstoles una identidad de ideas que no fue tan perfecta ni mucho

menos.

De hecho, los primeros no-judíos convertidos al

cristianismo lo fueron, según los Hechos, por griegos discípulos de

Esteban. Aquí, y no en el episodio de Cornelio, tan torpemente

intercalado entre dos menciones del apostolado de los griegos (8,4

y 11,19), es donde tiene que verse el principio de la misión entre los

paganos. Los Doce no tienen nada que ver. Están ante un hecho

consumado. Puede pensarse que si los griegos dispensaban a sus

conversos de la observancia de la Ley ritual, lo hacían por razones

prácticas de eficacia. Con San Pablo, el problema se eleva al plano

de los principios y de la doctrina: "pues si por la ley se obtuviera la

justificación, entonces hubiese muerto Cristo en vano" (Gal 2,21).

Desde entonces el conflicto era fatal.

Tenemos que interrogar a Pablo mismo. Su

testimonio, que además tiene el valor del juramento, contradice y

permite corregir al de los Hechos (Gal 1,20).

Después de haber afirmado que no podría haber más

que un Evangelio, el que él mismo había predicado a los gálatas y

que poseía directamente de Jesucristo, sin intermediario humano

alguno, dice Pablo que después de su conversión tardó tres años

en ponerse en contacto en Jerusalén con Pedro y con Santiago. Y

después no volvió hasta pasados catorce años —desde el momento

de su conversión—, acompañado por Bernabé y por Tito, pagano

convertido pero no circunciso. A pesar de los ardides de los 'falsos

hermanos', Pablo se negó a hacer la menor concesión en sentido

judaizante; y —añade él mismo— 'los notables', es decir, Santiago,

Pedro y Juan, no le impusieron ninguna: "viendo que me había sido

confiada la evangelización de los incircuncisos, al igual que a Pedro

la de los circuncisos, ... nos tendieron la mano en señal de

comunión a mí y a Bernabé: nosotros nos iríamos a los gentiles y

ellos a los circuncisos" (Gal 2,7.9).

Pablo recibe, pues, una firma en blanco para la

predicación entre los paganos. Los jerosolimitanos se mantienen,

como en el pasado, en la misión en Israel. El problema parece así

resuelto con una distribución de dominios. Pero en la realidad no lo

está. Vuelve a surgir en seguida, por causa de una visita de Pedro a

Antioquía. Los conversos del judaísmo, mezclados con sus

hermanos gentiles, encuentran natural librarse también de la Ley

ritual y, particularmente, de las prescripciones alimentarias. Era el

precio de la vida de la comunidad. Porque tener prohibido comer

con antiguos paganos suponía hacer imposible hasta la celebración

de la eucaristía, asociada generalmente a una comida fraternal. Era

crear un cisma en la joven cristiandad. Al principio, aceptó Pedro,

sin dificultad, la costumbre local y comió con los gentiles. Pero

después de la llegada de emisarios que Pablo designa

explícitamente como de Santiago, "se le vio recatarse y separarse

por temor de los circuncisos", y su ejemplo arrastró a los otros

cristianos israelitas, y aun a Bernabé. Pablo reaccionó con vigor:

"me enfrenté con él cara a cara, porque era digno de reprensión".

La diferencia esbozada en los Hechos tiene una

perspectiva muy distinta. En el capítulo 15 nos enteramos que unos

cristianos anónimos, legados a Antioquía, desde Judea, pretendían

obligar a los paganos convertidos a que se circuncidasen. Entonces,

Pablo, Bernabé y otros, mandados por la comunidad, fueron a

Jerusalén a consultar con los Apóstoles. Dieron cuenta de su acción

misionera ante los hermanos reunidos. Unos fariseos convertidos

proclaman la necesidad de imponer a los nuevos gentiles adeptos la

circuncisión y toda la Ley. Pero Pedro, invocando su propio

apostolado entre los gentiles —se trata, evidentemente, de la

conversión de Cornelio—, proclama, en un discurso de espíritu muy

paulino, la inutilidad de la Ley y la salvación por la gracia de Cristo,

tanto para los judíos como para los gentiles. Interviene Santiago, a

su vez, y propone una solución intermedia: no se impondrá a los

paganos convertidos "más cargas que éstas indispensables:

abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los

animales estrangulados y de la impureza." (Hechos 15,28-29).

Todas estas prescripciones tienen carácter ritual, pero no moral. La

prohibición de la sangre concierne a la carne de animales

sacrificados de manera distinta a la indicada por las reglas

mosaicas; y la impureza no se refiere a la desvergüenza sexual,

sino al matrimonio entre parientes de un grado prohibido por Ley

judía.

El texto de los Hechos y el de Pablo, al parecer, se

refieren a un mismo episodio, que a veces las historias eclesiásticas

llaman, con un término un poco ambicioso, el concilio de Jerusalén.

Pero hay entre los dos algunas contradicciones evidentes. Los

Hechos callan el incidente de Antioquía y la palinodia de Pedro. A

este último le otorgan, junto con el título de Apóstol de los gentiles,

que nunca dejó de reivindicar de manera exclusiva Pablo, una

actitud invariablemente favorable a la admisión incondicional de los

gentiles, haciendo de él el primer campeón de la libertad cristiana

en cuanto a la Ley se refiere. Santiago, a quien Pablo denuncia, de

manera apenas velada, como instigador de los ardides judaizantes

en Antioquía, aparece aquí como partidario del apostolado entre los

gentiles y como negándose a imponerles la circuncisión como

querrían los extremistas. Pero la contradicción mayor es que según

Pablo no se había puesto ninguna condición a este apostolado

salvo "recordar a los pobres", es decir, llevar a Jerusalén la ayuda

financiera de las comunidades del exterior, mientras que en los

Hechos se le fijan condiciones muy precisas y de carácter ritual que,

contra todas las apariencias, Pablo habría aceptado.

Con otras palabras, los Hechos reducen el conflicto,

cargando las maniobras judaizantes a un grupo de fariseos

convertidos, desautorizados por los jefes de la Iglesia de manera

unánime. Como los intransigentes pretendían imponer la

circuncisión, el decreto apostólico parece, por contraste, una victoria

de Pablo. Pero la realidad es otra: sin negarse a sí mismo, Pablo

nunca habría podido suscribir tal documento. El conflicto real es

mucho más grave: rompe esa hermosa unidad del frente

eclesiástico que nos describen los Hechos. Entre Pablo, decidido

campeón de la libertad cristiana, y Santiago, convencido de la

necesidad de las observancias no solamente para los hermanos de

raza, sino también para los paganos, aunque las reduzca a lo

esencial; es decir, en definitiva, entre dos concepciones del

cristianismo, Pedro duda y no acaba de decidirse.

Pretender la solución de estas contradicciones y la

concordancia de los datos de los Hechos con los de la Epístola a los

gálatas, sería inútil. En caso de elegir, no se dudará en seguir a

Pablo, testigo ocular, más bien que al autor de los Hechos. Pero hay

que tratar de explicar estas discordancias. Porque nada hay que no

autorice a relegar a la categoría de mito el decreto apostólico de

que nos hablan los Hechos.

La explicación más plausible es que las decisiones

codificadas por el decreto, lo fueron, no en el momento en que tuvo

lugar la conferencia de Jerusalén, y en presencia de Pablo, sino

después de su marcha, en un momento que no se puede fijar con

exactitud. ¿Cuál es la razón del cambio? Seguramente, los

jerosolimitanos se dieron cuenta, después de irse él, que en la

entrevista con Pablo no habían visto todos los aspectos del

problema. Sólo habían contemplado la existencia de comunidades

uniformes, judías, por un lado —y para éstas seguía manteniéndose

la Ley—, o paganas, por el otro —y a éstas se les dispensaba de

toda observancia—. Explícitamente no habían previsto el caso de

las comunidades mixtas. Pablo las asimiló espontáneamente a los

grupos pagano-cristianos. En Jerusalén, por el contrario, decretaron

después por una decisión unilateral, que tenían que aceptar una

parte de la Ley al menos.

Es probable que haya una relación entre el decreto

apostólico así explicado y el incidente de Antioquía, ya sea que

haya que reconocer en "algunos del grupo de Santiago" a los

portadores de la carta —y sería en tal caso la causa del incidente—,

ya sea más probablemente, que fuese la carta provocada por el

incidente y que así se previniese su repetición. Pero en todo caso

hay una cosa que parece cierta: lejos de haber estado presente

cuando la redactaron, Pablo sólo la conoció oficialmente al final de

su carrera; durante su última visita a Jerusalén, según los Hechos,

Santiago le informa de una novedad que visiblemente ignora: "En

cuanto a los gentiles que han abrazado la fe, ya les escribimos

nosotros nuestra decisión: Abstenerse de lo sacrificado a los ídolos,

de la sangre, de animal estrangulado y de la impureza" (21,25).

Si el autor de los Hechos, aunque mal informado de

las circunstancia de su promulgación, ha conservado el texto, al

menos de manera aproximada, puede tenérselo por auténtico.

Importa, pues, medir exactamente su significado y todo su alcance.

El mínimo de observancias rituales codificado en el

decreto se identifica, en lo esencial, con los mandamientos llamados

noéticos, es decir, revelados a Noé, padre de las razas humanas y

destinados así a todos los hombres (Gn 9,1 y sigs.); en las

costumbres rabínicas eran los estatutos de los paganos judaizantes

que, sin llegar a la conversión total, sellada por la circuncisión,

aceptaban la fe monoteísta y la moral del decálogo. Imponer este

código a los cristianos provenientes del paganismo equivalía a

hacer también de ellos unos "temerosos de Dios" o semiprosélitos;

de la Iglesia de los gentiles, una simple prolongación de Israel; de

sus miembros, fieles de una segunda zona en relación con los

judeo-cristianos de observancia total; y de su cristianismo, una

especie de judaísmo rebajado.

Para el autor de los Hechos no hay duda de que el

decreto, aceptado por Pablo —él mismo, escoltado por dos fieles de

Jerusalén, lo lleva a Antioquía—, fue aplicado en todas partes. Se

puede inferir que en sus tiempos estaba en vigor en la mayor parte

de las iglesias, incluidas las fundadas por Pablo. Sabemos, en

realidad, por testimonios muy precisos, que mucho después de la

época apostólica, y en regiones que no fueron alcanzadas por la

primera ola misionera, seguían observándolo. A las acusaciones de

antropofagia que la malignidad pagana hacía contra los cristianos,

los apologistas (Minucius Félix, Octavius, 30,6; Tertuliano,

Apologética, 9), y también los mártires de la persecución de Lyón de

177 (Eusebio, Historia Eccl. 5,1) contestan: "¿Cómo podríamos

comer carne humana si nos está prohibido consumir hasta la sangre

de los animales" y, precisa Tertuliano, "la carne de animales

ahogados o reventados"? Y el mismo Tertuliano añade que uno de

los procedimientos de los paganos para tratar de que los cristianos

incurrieran en apostasía, era el de ofrecerles morcillas. Se trata de

testimonios relativos a la Iglesia de Occidente, donde el decreto

apostólico cayó en desuso, aunque muy lentamente, porque San

Agustín, a fines del siglo IV, ironiza a propósito de los fieles que se

creen con la obligación de observarlo. Por el contrario, en la Iglesia

Oriental, varios concilios provinciales estiman necesario en los

siglos V y VI que se recuerden las prohibiciones apostólicas en

materia de alimentos, que conservan su fuerza de ley. Su

significado seguramente ya no es exactamente el mismo que en sus

orígenes. Si nos mantenemos en la época apostólica, veremos qué

muestran una huella singularmente fuerte de las normas judaicas,

planteando así el problema de la importancia relativa del

cristianismo paulino en la Iglesia naciente.

El lugar que Pablo ocupa en los Hechos, de cuyos 28

capítulos, 15 le están dedicados, y el que ocupan sus Epístolas en

el Nuevo Testamento, llevarían a pensar que la historia de la

primera misión se identifica con la de su apostolado, y que la

cristiandad griega se confunde con la cristiandad paulina. No queda

ninguna duda de que haya desempeñado un papel capital en la

génesis de la Iglesia y que, particularmente, sea obra suya la

autonomía cristiana. Si se considera la historia del cristianismo en

su conjunto, la figura de Pablo es de primerísima importancia. No

pueden concebirse sin él los desarrollos posteriores de la teología

cristiana: no podría comprenderse ni a San Agustín ni a la Reforma,

ni las más recientes manifestaciones del pensamiento católico o

protestante si hacemos abstracción de Pablo. Pero si sólo

contemplamos la primera generación y sus resultados inmediatos,

es indispensable precaverse contra un error de apreciación posible,

debido al carácter tan unilateral de nuestra documentación.

Al menos por comparación, tenemos bastantes

noticias de Pablo; pero tenemos pocas de sus émulos. Si el autor de

los Hechos le otorga tanto espacio es porque sin duda, quedó

sorprendido por la amplitud de sus actos. Pero puede suponerse

también que no sabía mucho de los otros misioneros. Si hubiesen

dejado éstos cartas capaces de rivalizar con las de Pablo,

seguramente se iluminarían las cosas con una luz muy distinta.

Resulta característico que en comparación con las Epístolas

paulinas, el Nuevo Testamento no haya conservado más que cartas

de alcances teológicos mucho más modestos y, en general,

apócrifas casi seguramente, aunque imputadas a los grandes

nombres de la generación apostólica. Podría admitirse que no hubo

en las cercanías de Pablo ninguna personalidad de una magnitud

comparable con la suya. Sería muy aventurado admitir a la vez que

hizo a imagen suya toda la Iglesia de los gentiles.

El dominio propio de Pablo es Asia Menor y Grecia.

Pero aquí, aún cuando él vivía, fueron enérgica y, a veces,

victoriosamente combatidas sus ideas. Para convencerse basta con

leer sus epístolas y particularmente las dirigidas a los corintios y a

los gálatas que permiten apreciar todo el alcance del conflicto de las

observancias. Pablo combate con vigor la elección de misioneros

anónimos que, recién llegados de sus sedes, corrigen sus

enseñanzas, predican otro evangelio que corrompe el de Cristo, y

otro Jesús (Gal 1,6-17; II Cor 11,4). El contexto aclara las alusiones,

a las cuales sirven de eco las palabras que atribuyen a Pablo los

Hechos en el discurso de adiós a los Ancianos de la Iglesia de

Éfeso (Hechos 20,29-30).

No todos los errores y los abusos que denuncia Pablo

en Corinto son de carácter judaizante. Algunos traducen la

supervivencia de mentalidad y concepciones paganas; por ejemplo,

a propósito de la resurrección de los muertos y en materia moral.

Pero cuando Pablo, aun considerando una vana observancia el

hecho de abstenerse de comer las carnes inmoladas a los ídolos,

admite, sin embargo, que tal vez sea necesario acatarla para no

escandalizar a los débiles y a los retrasados, tenemos una

concesión manifiesta según el punto de vista judeo-cristiano, tal

como se expresa en el decreto apostólico (I Cor 9). En cuanto a los

gálatas, la situación es aún mucho más clara: la crisis de las iglesias

de esta región se debe a maniobras judaizantes. A los paganos

convertidos no se pretende imponerles solamente las prescripciones

alimentarias, sino la totalidad de la Ley, y particularmente la

circuncisión y la observancia de las fiestas judías (Gal 4,0; 5,2 y

sigs.).

No denuncia Pablo por sus nombres a los iniciadores

de este movimiento. Sin embargo, no hay duda sobre su identidad.

Hay en Corinto un partido de Cefas, es decir, de Pedro (I Cor 1,12),

como hay un partido de Apolos. Pero en tanto que Pablo considera

a Apolos como su hijo espiritual y se indigna de que alguien pueda

oponérsele (I Cor 2,3 y sigs.), observa un silencio elocuente sobre

sus propias relaciones con Cefas. No es necesario suponer que

Pedro fuese personalmente a Corinto. Basta con que otros, de

manera más o menos legítima, hayan sido sus representantes. Las

cartas de recomendación que algunos exhiben para garantizar su

apostolado (II Cor 3,1) no podían provenir sino de una autoridad

indiscutible, es decir, de los Doce, o de uno de ellos, de Santiago.

Así se explican los esfuerzos hechos por Pablo para demostrar que

su apostolado no es inferior al de los de Jerusalén. Y cuando habla,

con amargura e ironía, de los 'superapóstoles' (II Cor 11,5; 12,11),

se trata evidentemente de Pedro y de Santiago, a quienes en otras

partes se les llama 'las columnas' (Gal 2,6-9).

Ignoramos cómo se resolvieron estas crisis. Pero

podemos pensar que no lo fue precisamente por una victoria

indiscutible de Pablo. Las epístolas citadas nos muestran su

inquietud. Cuando volvió Pablo a Jerusalén hacia el año 58, un

tanto intranquilo por la recepción que le reservaron, seguramente

fue para evitar una ruptura profunda y para que le confirmaran de

nuevo la legitimidad de su apostolado. Santiago obtuvo de Pablo

que se comportase como un buen israelita, asociándose a los votos

hechos en el Templo por cuatro judíos piadosos, y justifica así su

petición: "todos entiendan que no hay nada de lo que fueron

informados acerca de ti; sino que tú también andas guardando la

Ley" (Hechos 21,23 y siguientes).

El testimonio de los Hechos induce a pensar que el

decreto apostólico y el judeo-cristiano mitigado que aquél codifica,

fueron aceptados y practicados por el conjunto de la cristiandad

naciente; es decir, no sólo en las regiones a las que Pablo aún no

había ido, sino también en las comunidades fundadas o visitadas

por él. Y es posible que algunas de esas iglesias siguiesen, como

las de los gálatas, por las vías de la observancia judía, más allá de

ese mínimo impuesto. Pero al mismo tiempo que la Ley ritual, los

cristianos jerosolimitanos proponían a los fieles una doctrina y,

sobre todo, una cristología muy distintas de las de Pablo. Entre los

que comprendieron realmente el pensamiento del Apóstol, ¿cuántos

fueron capaces de defenderlo contra "otro evangelio", más

accesible para las inteligencias medias? Los consecutivos avances

de la teología cristiana primitiva inducen a pensar que no fueron

muchos.

Con este propósito se suele hablar de un eclipse del

paulismo durante la segunda generación cristiana. Lo que supone

admitir tácitamente que la primera, sin discusión posible, estuvo

dominada por él, en el sector de los gentiles por lo menos. En

realidad, mientras él vivió es posible que la autoridad del Apóstol no

fuese sino precaria y poco segura. Si así es, el cristianismo

moralizante y el nuevo legalismo característicos de fines del siglo I y

de principios del II se unen en línea recta, sin interrupción, con el

judeo-cristianismo mitigado del decreto apostólico. No es, pues,

necesario insertar entre el periodo de los orígenes de la comunidad

de Jerusalén y el de los epígonos otro período propiamente paulino.

Más que de eclipse, en la segunda generación, de lo que habría

que hablar es de rehabilitación. Porque si las Epístolas pastorales

sólo representan un paulismo algo degradado, si los escritores de

comienzos del siglo II, a quienes llamamos Padres apostólicos,

muestran un conocimiento y una inteligencia algo parciales de los

temas fundamentales, el Evangelio de Juan, por lo menos, que

pertenece al mismo período, representa la línea de Pablo, en la

medida en que el pensamiento poderoso y creador de su autor

puede ser explicado por el de un antecesor. En los otros Evangelios

reaparecen también los elementos paulinos con una claridad

desigual. Si, dejando aparte el cuarto Evangelio, en estos escritos

no lo encontramos de manera más aparente, la causa no es

hostilidad de principio sino, simplemente, la dificultad intrínseca que

presenta un pensamiento difícilmente accesible y poco propicio para

la vulgarización.

Hay que situar en la misma época la constitución y la

difusión del Corpus paulino. Las Epístolas, poco conocidas hasta

entonces, según parece, fuera de las comunidades a las que fueron

destinadas, se han convertido en patrimonio de la Iglesia universal.

Es el signo más claro del semidesquite póstumo del Apóstol. La

causa mayor debe buscarse en los acontecimientos del año 70,

cuyas considerables consecuencias para el porvenir del cristianismo

veremos más adelante.

Capítulo VI: La vida de la Iglesia

El historiador que se esfuerce por reconstruir las

primeras comunidades cristianas en sus instituciones, sus ritos, sus

creencias, se encontrará un tanto incómodo ante la disparidad de la

documentación: las cartas del Apóstol nos informan con precisión

suficiente sobre las iglesias de tipo paulino; pero no disponemos,

por el contrario, de ningún texto que nos venga directamente de la

Iglesia de Jerusalén, o de sus filiales, que sólo conocemos en forma

indirecta; y, en los Hechos, nos es difícil separar del relato lo que es

realidad original y los elementos secundarios con que el autor

enriqueció su cuadro, proyectando sobre el período apostólico lo

que existía en sus tiempos. Pero podemos comprobar dos hechos

por lo menos: los antagonismos, de principios o de personas, por

muy violentos que fuesen a veces, no llegaron a romper la unidad

fundamental del cristianismo primitivo. Pablo quería estar seguro de

su total autonomía, pero le preocupaba también mantener su

Evangelio concordante con el de Jerusalén, y reforzar el acuerdo allí

donde existía: "un Señor, una fe, un bautismo" (Efesios 4,5). Pero

esta unidad está lejos de ser uniformidad también: el contenido

preciso de la fe, la idea del Señor o del bautizo difieren en Corinto y

en Jerusalén. Sin hablar de la cuestión de las observancias, sobre

la cual se oponen de manera irreductible Pablo y Santiago, los dos

tipos de cristianismo que personifican están muy lejos de coincidir

perfectamente. Los textos ilustran esta dualidad. Pero puede

hablarse, con fundamento, de pluralidad. Porque entre estas dos

formas extremas hay lugar para muchos matices, revelados o

entrevistos a través de los escritos del Nuevo Testamento. Adopta

diversas interpretaciones la catequesis evangélica común, como

son diversos los ministerios y las formas del culto del cristianismo

naciente.

Por mucho que nos remontemos, nos aparece éste

realizado en una sociedad religiosa cuya organización ha ido

precisándose y uniformándose. Tenemos los elementos desde el

principio; aunque a veces se haya dicho, no son incompatibles, en

absoluto, con la espera de la Parusía inminente. Aparentemente, el

colegio apostólico, esqueleto de la primera comunidad, tenía

también que constituir en el pensamiento de los Doce los marcos

del Reino: "cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de

gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a

las doce tribus de Israel" (Mateo 19,28).

Mientras esperan esa misión escatológica, presiden

los destinos de la Iglesia de Palestina. Si puede decirse, su

autoridad tiene un carácter histórico: fueron los íntimos de Jesús y

él los eligió; y fueron los primeros en ver a Jesús después de su

resurrección. Ignoramos casi todo de sus personas y de la función

por ellos desempeñada en la misión, exceptuando al trío evangélico

Pedro, Juan y Santiago llamado el Mayor, a quien sustituye después

su homónimo, Santiago llamado el Justo, al cual pone en plano de

igualdad con los Doce el prestigio que le confiere ser hermano del

Señor, y que acaba por ocupar la cabeza de la Iglesia de Jerusalén.

Ésta, tanto en el estadio apostólico como en el 'dinástico' se nos

presenta con una sólida estructura. Las visitas de inspección de

Pedro y de Juan por Judea y Samaria, después de la misión de los

griegos (Hechos 8-9), los viajes de Pedro a Antioquía y a otros

lugares, la contrapropaganda judaizante, sistemática y

metódicamente hecha por donde Pablo pasaba, muestran la

voluntad de la Iglesia-madre —muy reservada, al principio, en

cuanto a la misión entre los paganos— de colocar bajo su autoridad

a la cristiandad naciente y de modelarla a su propia imagen.

La organización de las comunidades paulinas es, por

el contrario, mucho menos rígida. En tanto que los Doce trataban de

concentrar en sus manos cuanto era esencial para las funciones

espirituales, vemos aquí una diferenciación especializada. La

autoridad es de orden carismático; lo que califica para desempeñar

los ministerios eclesiásticos, tan diversos como las formas de

efusión espiritual, no es la familiaridad o el parentesco con Cristo

'según la carne', sino el llamado del Espíritu. Los hay, hombres o

mujeres, que han recibido el don de curar o de hacer milagros;

otros, el de 'hablar lenguas'; es decir, proferir palabras misteriosas

bajo el efecto de la inspiración que, para hacerse inteligibles por los

fieles en general, necesitan serles traducidas por los que tienen el

don de interpretar. En el milagro de Pentecostés —"oyó cada uno

hablar a los Apóstoles en su propia lengua"— sin duda hay que ver

uno de esos casos de glosolalia que el autor, que escribía en una

época en que ya no se producían, interpreta con un sentido distinto.

La multiplicidad de esas manifestaciones neumáticas,

que sin cesar se producían en las comunidades, podía dar un

aspecto caótico y turbio a las asambleas cristianas. Es posible que

con el pretexto de la inspiración tuviesen lugar algunas escenas

poco edificantes de vaticinios histéricos. A Pablo le preocupaba

neutralizar ese fermento anárquico y da directivas prácticas para el

buen uso de los dones (I Cor 14). Establece una jerarquía entre

ellos, según el beneficio espiritual que procuren a la sociedad. Trata

de limitar el papel de las mujeres en el culto. Por encima de la

diversidad inestable de los dones que pueden llamarse ocasionales,

destaca con un vigoroso relieve la tríada de las funciones mayores

que, aunque también sean carismáticas en su principio, tienen un

carácter de permanencia y de estabilidad del que depende la vida

de la Iglesia: "los puso Dios en la Iglesia, primeramente como

apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como

maestros" (I Cor 12,28). Profeta no es única ni necesariamente el

que predice el provenir, sino más bien el que habla de una manera

inteligible —por oposición con el glosólalo—, inspirado por el

Espíritu y para edificación de sus hermanos. El maestro, equivalente

cristiano del rabino judío, tiene funciones de enseñanza. Interpreta

la Escritura, catequiza a los neófitos, sostiene la controversia con

judíos y paganos. En cuanto al apóstol, si está nombrado el primero

es porque es el heraldo del Evangelio, el que habla en nombre de

Cristo. La función de los profetas y de los maestros está centrada

en la comunidad; el apóstol actúa afuera también: es el elemento de

choque. Su función, en cierta forma, resume y engloba a las otras

dos y las amplía a las dimensiones del campo misionero.

En el caso de Pablo, la primacía del apóstol es muy

efectiva: ejerce autoridad sobre todas las comunidades que

considera suyas; tiene con ellas el papel que los Doce o Santiago

desempeñan en Palestina y le disputan en otros sitios. Así, gracias

a los lazos personales, se introduce en la aparente anarquía de las

comunidades paulinas un principio de estabilidad. Durante la

segunda generación, se precisará con un sentido estrictamente

institucional. Ya en la época apostólica, los obispos o vigilantes, y

los diáconos mencionados por Pablo (Filipenses 1,1), los

presbíteros o ancianos nombrados en los Hechos varias veces,

representan funciones eclesiásticas, administrativas sobre todo,

según parece, a las cuales se accedía no por una orden directa

llegada desde arriba, sino por elección de la comunidad. Su

importancia crecerá después. Se asiste a una transposición ya

indicada en las Epístolas pastorales. Desaparecen los ministerios

carismáticos. Pero sus atribuciones se concentran en los ministerios

institucionales, cuyos titulares tienen calidad para transmitir a su

sucesor el carisma del cual ellos mismos están investidos de

manera exclusiva. Toma así forma el sistema jerarquizado del

catolicismo. La ordenación en que descansa se enuncia en la época

apostólica con el rito de la imposición de manos. Lo practican los

que poseen un carisma y en su propio nombre o, más

frecuentemente, en nombre de la comunidad, y confiere al que lo

recibe la autoridad que va unida a un ministerio. El rito se practica

también con los enfermos para curarlos. Pronto acompañará

también al bautizo. En todos los casos es el signo y el vehículo de la

gracia. La iglesia lo ha tomado de las costumbres judías.

También se inspiran en el judaísmo las primeras

reuniones cultuales. Existió sin duda una gran diversidad en la

materia, particularmente donde dominaban los ministerios

carismáticos: no es comparable en absoluto con el riguroso canon

de una misa católica; pueden encontrarse paralelos más bien en los

conventículos de las sectas anglosajonas y de sus asambleas de

'despertar'. Es muy posible, sin embargo, que algunas iglesias por lo

menos adoptasen y adaptasen los elementos fundamentales del

culto de las sinagogas: oración, lectura e interpretación de la Biblia,

predicación, canto de los salmos. Pero se desarrolla poco a poco

una liturgia propiamente cristiana, cuyos primeros lineamientos

pueden percibirse desde el principio: el "Padre Nuestro" con su

doble origen (Mateo 6,9-13; Lucas 11,2-4) y los cánticos que Lucas

pone en boca de distintos personajes evangélicos (1,46-55; 68-79;

2,29-32), son algunas muestras que han sido conservadas para

nosotros. El acento es aún auténticamente judío. Pero la esperanza

de que hablan es la que se tiene en el Cristo Jesús. Está de pronto

en el centro del culto cristiano, renueva el sentido de las formas

consagradas y de los viejos ritos, y hace nacer otros nuevos.

La comunidad de Jerusalén, como hemos visto,

distribuía su vida cultual entre el Templo y las reuniones a domicilio,

teniendo éstas función de asamblea sinagogal. Sigue observando

los preceptos rituales, el sábado y el ciclo de las fiestas anuales.

Pero el domingo, día de la Resurrección, se añade ya al sábado; y

la dualidad de esta fecha semanal indica la doble fisonomía de esta

iglesia, que es judía y cristiana a la vez. Entre los gentiles, los

hábitos judíos se practican aunque en forma mucho menos tiránica.

Poco a poco nacerá del calendario judío el calendario cristiano: se

conmemorará, en el momento de la Pascua, la pasión de Cristo y,

en Pentecostés, el descendimiento del Espíritu Santo. El descanso

sabático se observó en algunas regiones hasta una fecha bastante

avanzada. Pero el día sagrado por excelencia es, en todas partes,

el domingo, 'día del Señor', que conmemora, cada semana, la

Resurrección.

La liturgia dominical culmina, desde el principio, con

la Cena, que en los Hechos se llama la partición del pan. Sus

orígenes han dado lugar a muchas controversias. Y si aún subsisten

algunos puntos oscuros, se ha establecido al menos que sus

orígenes son judíos. En la forma, el rito procede directamente de la

liturgia doméstica judía y, con más precisión, tal vez de las comidas

de las cofradías, donde la manducación de un mismo pan y la

participación de una misma copa de vino, previamente bendecidos,

simbolizaban y cimentaban la unión fraternal de los participantes. Al

parecer, Jesús practicó el rito, con predilección, con sus discípulos.

Al hacer la última comida —fuese o no fuese una comida pascual,

ya que sobre este punto se contradicen los Sinópticos y el Cuarto

Evangelio—, la relacionó de manera misteriosa con su muerte

inminente, haciendo del pan partido el símbolo de su cuerpo que iba

a ser entregado y castigado. Además de otras ocasiones, el

Resucitado se aparece a sus discípulos cuando están celebrando

las comidas en común (Hechos, 10, 41), y los discípulos de Emaús

le reconocen al partir el pan (Lucas, 24, 30-31). Después, cada vez

que repiten el gesto familiar, los cristianos sienten, de manera

particularmente intensa, la invisible presencia de su Maestro. Se

explica así la atmósfera de ferviente alegría que rodea a ese rito

(Hechos, 2, 46), rito de acción de gracias, 'eucaristía'. Porque, junto

con la última Cena que tuvo lugar antes de la Pasión, nos recuerda

todas las comidas hechas con Jesús, y también, posiblemente con

más importancia aún, una anticipación del banquete mesiánico del

que participarán los discípulos junto con él, llenos de alegría en el

Reino, que desean fervientemente: "Maranatha, ven nuestro Señor"

(I Cor 16,22; cf. Apoc 22,20).

De la Cena, que se celebra cuando se hace una

comida de la comunidad, participan sólo los miembros regulares de

la Iglesia; es decir, excluidos los catecúmenos, todos aquellos que

han recibido el bautismo. Aun es más difícil aclarar los orígenes del

bautismo que los de la eucaristía. La tradición cristiana atribuye su

institución a Cristo. Pero no puede confiarse en las últimas palabras

de Mateo, cuando dice que Jesús ordenó a sus discípulos que

bautizasen en todos los países "en nombre del Padre, y del Hijo, y

del Espíritu Santo". La verdad es que la generación apostólica

ignoraba totalmente esta fórmula trinitaria, tan inesperada en su

boca. Pero si ninguna otra cosa nos permite pensar que Jesús

bautizase, el bautismo se practicó de todas formas desde los

comienzos de la Iglesia. No es, sin embargo, una creación original

del cristianismo, de la misma manera que tampoco lo es la partición

del pan. El bautismo acompañaba normalmente a la circuncisión de

los prosélitos, sin hablar de las abluciones rituales practicadas por el

judaísmo común. Lo practicaban también muchas sectas judías,

entre otras las de Juan, llamado el Bautista, que anunciaba la

llegada del Reino y que predicaba "el bautismo del arrepentimiento

para remisión de pecados" (Marcos, 1, 4). Ya que también Jesús

fue bautizado por Juan, tenemos que buscar los antecedentes del

rito cristiano en el bautismo practicado por él y también en el de los

prosélitos. Con el primero queda emparentado por su significación

penitencial y escatológica: ya que no instrumento del perdón, es

signo del arrepentimiento para alcanzar el Reino. Y recuerda tanto

al segundo como al primero por su carácter de rito de aceptación:

es el sello de la fe y separa a los elegidos de los infieles, judíos o

paganos.

Pero tiene dos aspectos que le confieren originalidad

propia: está administrado en nombre de Cristo y lleva consigo la

efusión del Espíritu: "Convertíos y que cada uno de vosotros se

haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros

pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo " (Hechos 2,38).

¿Son estos aspectos los primitivos, o sólo aparecieron después, en

los medios del paulismo griego? Resulta difícil pronunciarse, porque

los textos son un tanto oscuros en este punto. Oponen a veces el

bautismo de agua practicado por Juan y el bautismo de Espíritu que

es el de los cristianos. En los Hechos (19,1 y sigs.) se cita el caso

de unos discípulos que habían recibido el bautismo de Juan y

fueron bautizados de nuevo por Pablo "en el nombre del Señor

Jesús". En este caso, son, indudablemente, miembros de la secta

bautista, y resulta curioso que el autor los califique de discípulos.

Tal vez haya que reconocer en ellos a fieles del tipo judeo-cristiano

más arcaico y admitir que el bautismo de la primera comunidad no

se diferenciara en absoluto del de Juan. Debe notarse, además, que

la efusión del Espíritu es consecutiva al bautismo, pero no

provocada por él: se opera por la imposición de manos. Los dos

ritos se asocian frecuentemente, ya que no siempre van juntos: a

veces los separa un largo lapso. Pero los textos no están de

acuerdo ni con el orden de la sucesión ni con los efectos

respectivos: la precedencia la tiene tanto el uno como el otro, y el

don del Espíritu no está estrictamente unido al uno ni al otro. En la

doctrina y en la práctica de la Iglesia primitiva se ven, pues, muchos

tanteos antes de que, como complemento del bautismo, acabe por

tomar cuerpo el sacramento de la confirmación.

El bautismo, administrado en nombre de Jesús,

establece una estrecha unión entre el creyente y Cristo. Esta idea

adquiere en Pablo una fuerza y significación muy particulares, como

nos dice la fórmula 'bautizados en Cristo' o 'en Cristo' (eis Christon,

Gal 3,27; Rom 6,3); no se trata ya, pues, sólo de pertenencia, sino

de unión, de asimilación del creyente a Cristo. ¿Cómo debe

entenderse esto? Encontramos la respuesta en la Epístola a los

romanos (6,2 y sigs.), donde Pablo escribe: "Los que hemos muerto

al pecado ¿cómo seguir viviendo en él? ¿O es que ignoráis que

cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su

muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la

muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los

muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros

vivamos una vida nueva. Porque si hemos hecho una misma cosa

con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por

una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue

crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de

pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. Pues el que está

muerto, queda librado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo,

creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una

vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la

muerte no tiene ya señorío sobre él" El bautismo se halla así en

relación con la muerte y la resurrección de Cristo. Las reproduce

simbólicamente en la persona del creyente: "Sepultados con él en el

bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de

Dios, que le resucitó de entre los muertos" (Col 2,12). El

descendimiento al baptisterio representa la muerte y la inmersión

representa la resurrección. Pero es más que una imagen y un

símbolo: el bautizado, de manera muy real, queda asociado con la

acción salvadora de Cristo; se convierte en "una criatura nueva" (II

Cor 5,17), está “revestido de Cristo" (Gal 3,27), y en adelante puede

decir: "y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que

vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me

amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).

La eucaristía acentúa y refuerza los efectos del

bautismo. Según San Pablo, la eucaristía, en relación con lo que

podemos tomar de la Cena primitiva, ofrece varias características

originales. Para la comunidad de Jerusalén, es un rito alegre y,

según la concepción paulina debe conmemorar la última comida

que Jesús hizo con sus discípulos. Jesús la instituyó explícitamente

en ese momento, al dar a los suyos la orden de repetir el rito "en

memoria mía". Como el gesto del Maestro guarda relación con su

muerte inminente, como una especie de anticipación de su sacrificio

redentor, representa, pues, a la muerte, de la misma manera que se

anunciaba con el sacrificio del cordero pascual, en el que la

tradición cristiana ha visto, a la vez, la imagen dé la Cena y la del

Calvario: "nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado" (I Cor

5,7) . "Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa,

anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (Ibíd 11,26).

Pero en todo esto hay algo más que un recuerdo y un

símbolo. La eucaristía no sólo es un signo, sino también el

instrumento de la comunión mística de los fieles entre ellos y con

Cristo. De la misma manera que el bautismo, pero de manera aún

más sorprendente, ya que se trata de un rito colectivo del que

participa toda la asamblea, integra a los creyentes en la Iglesia, que

es cuerpo de Cristo: "Porque aun siendo muchos, un solo pan y un

solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan " (I Cor

10,17). Y también: "La copa de bendición que bendecimos ¿no es

acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no

es comunión con el cuerpo de Cristo?" (Ibíd 10,16). Al consumir las

especies eucarísticas, el fiel no sólo cimenta su unión con los

hermanos en el 'cuerpo místico' de Cristo, que es la Iglesia, sino

que además asimila la sustancia espiritual de Cristo glorificado: "Por

tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente,

será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor ... Pues quien come y

bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo" (I Cor

11,27.29). No duda Pablo en imputar a esas comuniones sacrílegas

los casos de enfermedad y de muerte que se producen en la Iglesia.

Las reglas que formula, referentes a las comidas comunitarias,

refleja su preocupación por evitar excesos siempre lamentables:

"cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa

hambre, otro se embriaga" Pero reflejan, sobre todo, el

convencimiento de que "la comida del Señor" se distingue,

fundamentalmente e inclusive, de los ágapes cultuales en los cuales

se injerta; y Pablo no está lejos de prescribir que esté separada de

ellos: "¿No tenéis casas para comer y beber?... Si alguno tiene

hambre, que coma en su casa, a fin de que no os reunáis para

castigo vuestro" (I Cor 11,21-22.34).

La admisión al bautismo, y con más razón aún la

participación en la Cena, suponen la fe. La fe cristiana, en su

esencia, es abandono confiado en Cristo y en su poder salvador; en

primer lugar, es una experiencia religiosa. Pero asume en seguida

un contenido doctrinario, cuyos ritos son la expresión concreta, y

que va precisándose a medida que se difunden por el cristianismo

naciente propagandas e ideas que se juzgan como peligrosas:

preparan el camino a las nociones de sana doctrina, o de ortodoxia,

y de herejía, que serán fundamentales en la teología ulterior, las

polémicas de Pablo contra los judaizantes, por una parte, y contra el

contagio ritual, doctrinario y moral de una gnosis sincretista, por la

otra (Colosenses y Efesios). Y, desde la época apostólica, la

catequesis desempeña en la vida de las iglesias un papel

considerable.

Repercute a la vez en la conducta y en la doctrina,

inculca a los fieles el 'camino' (hodos) y les revela el conocimiento

(gnosis). La enseñanza moral de la Iglesia primitiva parece

derivarse en línea recta de la que la sinagoga griega daba a sus

prosélitos. En cuanto al mensaje doctrinal, se resume desde la

época apostólica en fórmulas de fe. Su recitado por un neófito

precedía al bautismo; seguramente se convirtió pronto en parte

integrante de la liturgia de la comunidad; vuelve a encontrarse aquí

el ejemplo de la sinagoga, donde los oficios estaban puntuados con

el recitado del Shemá (Deut 6,4), afirmando la unicidad del Dios de

Israel. Las primeras fórmulas de fe cristianas son, como en el

Shemá judío, muy breves. Pero, yendo de suyo la fe en el Dios

único, insisten en lo que de específico aporta el cristianismo en

relación con el judaísmo: el Cristo. Como por otra parte 'el Espíritu'

no está individualizado todavía en una 'persona' divina, en el sentido

en que lo entiende la teología trinitaria de Nicea, sino que a veces

está identificado con Cristo (II Cor 3,17), las más antiguas

confesiones de fe son binarias —"para nosotros no hay más que un

solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual

somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y

por el cual somos nosotros" (I Cor 8,6)— o, con más frecuencia,

puramente cristológicas —" el Señor es el mismo (Jesús)" (I Cor

12,5)—. Se afirma así con fuerza el carácter cristocéntrico del

pensamiento y de la devoción cristianos primitivos.

El título de Señor, Kyrios, aplicado a Cristo, está

cargado de significado. Mientras vivía Jesús, los que le seguían le

llamaban 'maestro': rabbi, didascalos, es el maestro que enseña. El

término Mar, o, con el sufijo posesivo, Maranos, conservado en una

fórmula litúrgica citada por Pablo (I Cor 16,22), representa sin duda

la denominación de culto usada en las comunidades de lengua

aramea, empezando por la de Jerusalén; indica las disposiciones

humildemente sometidas del inferior respecto de su superior, del

servidor respecto de su maestro. Tal es, también, el significado de

Kyrios, en el uso griego común. Pero tanto el uno como el otro

tienen, además, una acepción particular y propiamente religiosa. En

el uso rabínico, Mar se aplica a veces a Dios; y Kyrios, en la versión

de los Setenta, es por excelencia el título del Eterno: traduce el

Tetragrama inefable, el nombre divino que ningún judío debe

pronunciar, y que habitualmente transcribimos ‘Jehová’ o ‘Yahvé’;

también traduce Mar en los pasajes arameos de Daniel (2,47; 5,23)

en los que esta palabra significa Dios. Si recordamos, además, que

en los usos paganos Kyrios era un título cultual conferido a muchos

dioses y a los emperadores divinizados, comprenderemos sin

dificultad que, transpuesto a Cristo, tiene resonancias

particularmente ricas: para el creyente de origen judío evoca el Dios

de la Biblia, para el converso del paganismo, las figuras de la

teología clásica, oriental o imperial; sitúa a Jesús fuera de la

humanidad normal.

Para los jerosolimitanos, éste es el caso, aunque su

cristología, vista a través de los discursos de Pedro según los

Hechos, es mucho menos rica que la de Pablo. Para ellos, la

eminente dignidad de Jesús no está dada por toda la eternidad, sino

que resulta de una elección particular, manifestada durante y sobre

todo al final de su vida. Jesús es el 'santo servidor' de Dios,

marcado por la unción divina (Hechos 4,27). Al considerar sus

méritos y su pasión, Dios lo resucitó y luego "le ha exaltado Dios

con su diestra como Jefe y Salvador " (5,31); y lo hizo "Señor y

Cristo" (2,36). Las etapas esenciales que elevan a Jesús de la

condición humana, a la que pertenece al principio, a esta situación

única que nos da el término de Señor, son bautismo, crucifixión,

resurrección y ascensión. Jesús es así superior a todas las

grandezas de la Antigua Alianza. Y aunque, para sus discípulos,

guarde algunos rasgos, es también algo más que el Mesías,

soberano humano de escatología corriente: es el Hijo del Hombre

glorificado.

Con esta perspectiva, que es la de una cristología de

adopción, el tránsito de Jesús comprende solamente dos períodos,

separados entre sí por la muerte. Uno es el de su ministerio

terrestre: la tradición oral recuerda los más importantes episodios;

conserva también las palabras del Maestro que, en la época

apostólica, seguramente se trató de fijar por escrito; los milagros y

las sentencias se comentan en las reuniones cultuales, en espera

de que los Evangelios les den la forma. El otro es el de su

exaltación hasta el día venidero de la Parusía. A esos dos períodos,

Pablo añade un tercero, el de la encarnación. Para la comunidad de

Jerusalén, el hombre Jesús, hijo de David, se convierte en "hijo de

Dios" por adopción; pero, para Pablo, Cristo hijo de Dios, se

convierte en hijo de David por un nacimiento al cual no parece dar el

apóstol el carácter milagroso de un nacimiento virginal. Con otros

términos, Cristo existe desde que hay eternidad, si es que no

preexiste. Antes de cumplir en este mundo su función de redentor,

participa en la actividad creadora del Padre: " porque en él fueron

creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las

invisibles, ... todo fue creado por él y para él " (Col 1,16). Hay como

un nexo orgánico entre la creación y la redención: la redención es

una especie de segunda creación, que restaura el orden primordial

roto por la caída, y reconcilia el universo con Dios. "Primogénito de

toda la creación", y órgano de la creación, Cristo, en los comienzos

de los tiempos nuevos también es el "primogénito de los muertos"; e

incluso "todo tiene en él su consistencia" (Col 1,15 y sigs.): es

salvador, pero también, y previamente, conservador; impide que

todas las cosas vuelvan al caos.

Como ser celestial, Cristo está mucho más cerca de

Dios que de la humanidad. Está, sin embargo, subordinado a él: es

"imagen de Dios invisible" (Col 1,15). Aunque tenga 'forma de Dios',

es decir, aunque de alguna manera participe de la condición divina,

no creyó tener que reivindicar la igualdad con Dios, al contrario de

Satán, el ángel caído. A la inversa, se desprende de su forma divina

para asumir la de siervo o tomando el aspecto de un hombre, "se

humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz.

Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo

nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los

cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que

Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre" (Fil 2,8-11). No

es, pues, congénito el título de Señor, sino recompensa por su

sacrificio libremente consentido, y le ensalza más arriba aún, que en

su condición primera. Dios, desde entonces, "ha puesto todo a sus

pies". Pero en el drama cósmico del que es héroe, su resurrección y

su exaltación no representan aún más que el gaje y las primicias de

la victoria: los poderes demoníacos no están enteramente

yugulados. La lucha que Cristo hace por medio de su Iglesia sólo

estará acabada con el fin de los tiempos. "después de haber

destruido todo Principado, Dominación y Potestad... El último

enemigo en ser destruido será la Muerte... Cuando hayan sido

sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se

someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que

Dios sea todo en todo" (I Cor 15,24-28).

El cristianismo paulino, forma primera del cristianismo

griego, desde todo punto de vista ofrece, en relación con el de

Jerusalén, una originalidad vigorosa. ¿Debe verse en él un

comienzo absoluto? O si no, ¿de dónde le vienen sus elementos?

¿De qué influencias procede? No puede tratarse, aquí a fondo el

importante problema de las fuentes del pensamiento de Pablo; lo

único que puedo hacer es indicar la dirección en la cual pueden

encontrarse las soluciones.

Pablo es judío y conoce muy bien la Biblia. Su

cristianismo descansa en la Biblia, en primer lugar. Los esquemas

del pensamiento judío, aunque adaptados en función de los hechos

cristianos, siguen imponiéndose a él en más de un punto, por

ejemplo, en el problema de la justificación y, más aún, en las

cuestiones de la escatología. La de una víctima sustitutiva que

cargue con pecados de los que es inocente, es una de las ideas

familiares de Israel: el sacrificio de Cristo, tal como Pablo lo ve,

prefigurado en el cordero pascual, lo es en su significación por el

rito del chivo emisario. Si, por otra parte, Pablo insiste tanto acerca

del carácter comunicatorio, eclesiástico, de la experiencia religiosa,

es porque continuamente tiene ante sí al pueblo elegido, que es una

anticipación de la iglesia. Si separáramos a Pablo de sus raíces

judías estaríamos imposibilitados de comprenderle.

Pero Pablo es un judío de la Diáspora. Lee la Biblia

en griego. Se dirige a un público, judío o pagano, de lengua griega y

en un medio griego. Si se quiere encontrar antecedentes o paralelos

de su cristología, habrá que buscarlos en el pensamiento judío,

fuertemente influido por el helenismo. El Cristo cósmico de Pablo se

parece, en más de un aspecto, a la Sabiduría, atributo divino

personificado, órgano de la revelación; pero asociado también con

la obra de creación, presentada por la literatura sapiencial, que

agrupa los escritos más recientes del Antiguo Testamento

(Proverbios, el Libro de la Sabiduría, llamado 'de Salomón' y el

Eclesiástico –Siracida-). No deja de presentar analogías, aunque

difieran en mucho, con el Logos de Filón. El término mismo de

Logos, introducido en la teología cristiana, en el prólogo del Cuarto

Evangelio, no es paulino. Pero si la terminología difiere, en los

pensamientos no están tan alejados el unos del otro. Pablo y Filón

son contemporáneos. Vivieron, en Tarso y en Alejandría, en

ambientes culturales un tanto análogos. Si a Pablo no le tentó,

como a Filón, hacer una síntesis sistemática de los datos bíblicos y

de la filosofía griega, por lo menos sufrió también, de manera más o

menos consciente, la influencia de su medio. La teología judía, en

caso de necesidad, basta para explicar su pensamiento

especulativo, pero la piedad judía no ofrece ningún paralelo preciso

con la mística paulina.

Los historiadores de la escuela comparatista han

encontrado en las religiones con misterios y en los sistemas

gnósticos, la fuente más real del paulismo. Y, sin duda, hay

analogías que no son sólo de vocabulario. La concepción paulina de

la muerte y de la resurrección de Cristo, y la mística sacramental

que contienen, recuerdan mucho a la teología de los misterios, en la

que los iniciados encuentran la salvación asimilándose ritualmente a

un dios que muere para renacer después a la vida eterna. Cuesta

creer que sea fortuito el paralelo. Llamó la atención a los primeros

cristianos: al presentar los misterios como una anticipación

demoníaca de las doctrinas y de los ritos de la Iglesia, mostraron

que no estaban equivocados en cuanto al orden de sucesión de los

hechos, y admitieron la anterioridad de los misterios. Pablo mismo

hizo el paralelo de la Cena cristiana con las comidas cultuales del

paganismo: "No podéis beber de la copa del Señor y de la copa de

los demonios. No podéis participar de la mesa del Señor y de la

mesa de los demonios", que para sus fieles son tan señores como

para Pablo lo es Cristo (I Cor 10,20, cf. 8,5). Y el 'misterio' cristiano

que proclama tiene que oponerse evidentemente a los misterios

paganos con un lenguaje que sea accesible a los gentiles.

Una vez admitida la realidad de una influencia, hay

que precisar su naturaleza y su alcance. Sería absurdo ver en Pablo

un producto puro del helenismo, y en el cristianismo paulino una

copia deliberada de uno o varios prototipos paganos. No puede

tratarse de filiación directa, sino solamente de una inspiración

general emparentada, de una identidad de atmósfera y de

perspectiva. Hay dos factores que oponen límites precisos a las

infiltraciones paganas: la tradición bíblica (a la que, como decía más

arriba, tanto debe Pablo) y el hecho histórico de Cristo.

Aunque siempre se negase a todo compromiso, no

pudo el judaísmo, ni en Palestina siquiera, mantenerse totalmente

impermeable a las influencias exteriores. Y a través del judaísmo se

ejerce sobre Pablo. Actualmente no es posible ya enfrentar como

dos fuerzas irreductibles al judaísmo y al helenismo. La secta de la

Nueva Alianza, por ejemplo, nos ha revelado aspectos totalmente

insospechados del judaísmo que, confrontados con el cristianismo

primitivo, nos eximen de recurrir, como principio de explicación de

varios puntos, a las influencias directas del helenismo pagano.

Además, la síntesis que trató de hacer Filón no fue sino imperfecta,

y no podía ser de otro modo si el judaísmo no renegaba de sí

mismo. Ésta es la imposibilidad que presentan ciertas antinomias

del pensamiento paulino, que yuxtapone, más que amalgama,

concepciones judías y nociones helenistas. La oposición radical que

Pablo introduce entre 'la carne' y 'el espíritu' es tan extraña al

pensamiento judío auténtico, como lo es su visión de un universo

viciado enteramente por la caída y sometido, por eso mismo, al

imperio de Satán. Pero si así se inclina Pablo al dualismo gnóstico,

no puede ceder a él, sin embargo, por su judaísmo fundamental.

Sigue, pues, afirmando la soberanía total y actual de Dios, por

encima de la de los 'elementos'. Sigue proclamando también la

resurrección de los cuerpos, que inaugurará los últimos tiempos. Le

cuesta trabajo hacer que la admitan sus discípulos griegos y él

mismo es incapaz de concebir otra vida totalmente desencarnada:

el alma necesita un envoltorio que no será sin duda ya carnal, sino

'espiritual'. Identifica resurrección corporal e inmortalidad, y

considera que negar a una supone necesariamente negar a la otra

(I Cor 13). También en este aspecto se mantiene fundamentalmente

judío y fariseo. Su originalidad esencial, en relación con la teología

judía, consiste en identificar dos figuras hasta entonces

completamente distintas, el Mesías y la Sabiduría, Cristo es la

sabiduría hecha Hombre.

En relación con los primeros discípulos, la novedad

del mensaje de Pablo reside en su mística cristocéntrica; y consiste

también en interpretar con términos inteligibles para los paganos,

ampliamente inspirados en su vocabulario y en su ideología

religiosa, datos, creencias y prácticas rituales que no le provee el

medio griego, pagano, sino la Iglesia de Jerusalén. La amplitud de

la transposición no debe hacernos perder de vista que, en definitiva,

es el Jesús de la historia, por muy esfumado que su rostro aparezca

aquí, quien condiciona toda la teología y la piedad paulinas. Si a

Pablo le preocupan muy poco los detalles de su tránsito terrenal, sí

le preocupa, por el contrario, que en su mensaje estén los hechos

que en este tránsito son esenciales para él: muerte y resurrección.

Cuando Pablo da de su enseñanza fundamental una visión poco

más desarrollada que la simple proclamación de Cristo Señor, es

significativo que no la dedique a la misión cósmica del Maestro —de

éste se trata en unos versículos con resonancia litúrgica—, sino a

los hechos históricos; significativo es también que esta enseñanza

hable entonces, no de una revelación divina, sino de la tradición,

concebida como lo hacían los doctores fariseos; es decir, de una

transmisión humana que, en este caso, pasa por los Doce: " Porque

os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió

por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que

resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas

y luego a los Doce " (I Cor 15,3-5). Insiste sobre esta continuidad

que, por mucho que le interese su propia autonomía, da fe sin

embargo, de su Evangelio: "Porque o sea yo o sean ellos, así

predicamos, y así habéis creído" (lbid 15,11). Y, por encima de la

diversidad de formas y de antagonismos, esto es también lo que no

hay que negar ni despreciar, lo que hace la unidad fundamental del

cristianismo primitivo y, más allá de la dispersión de las iglesias

locales, la de la Iglesia.

El mismo término (ecclesia) designa en el Nuevo

Testamento a las comunidades particulares y a la sociedad

universal de los creyentes. En el sentido amplio, los Evangelios sólo

lo emplean una vez, en un pasaje (Mateo 16,18) cuya autenticidad

como palabra de Jesús no es nada segura. Por el contrario, en

Pablo es muy frecuente. En la traducción de los Setenta, designa a

Israel como comunidad religiosa y cultual; es, sin duda, de ahí, de

donde el Apóstol lo tomó, más bien que del griego profano.

Transpuesto a los cristianos, indica a la vez la conciencia de su

autonomía del judaísmo y la solidaridad que les une a todos en el

espacio, sin distinción de razas, lenguas o condición social. Como

realidad trascendente, la Iglesia tiene que tomar cuerpo poco a

poco. No estará terminada hasta el fin de los tiempos. La noción

paulina de la Iglesia, actual y escatológica a la vez, concuerda así

con la del Reino predicado por Jesús. Ambas acentúan el carácter

eminentemente comunitario del pensamiento y de la devoción

cristianos.

Capítulo VII: La Iglesia y el mundo romano

Estamos imperfectamente informados sobre las

etapas y las circunstancias precisas de la expansión cristiana. Los

Hechos de los apóstoles la trazan hasta los alrededores del 60;

pero, por faltarle noticias completas, o de manera deliberada, sólo

se ocupa de una parte de la misión: los griegos del grupo de

Esteban, los Doce y, sobre todo, Pedro, en la primera parte, tratada

brevemente; y Pablo, en la segunda, aparecen como los

protagonistas y casi los únicos artesanos de la empresa. Es posible

que el papel de los griegos fuese más importante de lo que dicen

los Hechos, preocupado visiblemente de dejar a la autoridad

religiosa, representada por Pedro, la iniciativa de una gestión tan

cargada de consecuencias. Al lado de unos y otros, sospechamos la

existencia de una multitud de predicadores anónimos cuya acción,

tal vez, fue igualmente eficaz e importante.

La comunidad de Roma, por ejemplo, no fue fundada

ni por Pedro ni por Pablo. En este punto estamos reducidos a las

hipótesis: la más plausible es la que ve una creación de misioneros

judeo-cristianos. El mismo misterio envuelve a cuanto concierne a

Alejandría. Si tenemos en cuenta la importancia de esta ciudad, nos

sorprenderá que no haya figurado entre los primeros objetivos de la

misión. El silencio de los textos acerca de los comienzos de la

comunidad alejandrina tal vez signifique que el cristianismo adoptó

allí, al principio, formas que la Iglesia consideró heréticas y, como

consecuencia, los documentos han preferido no señalarlo. Es lo que

podría indicar la breve noticia consagrada por los Hechos a Apolos.

"Un judío, llamado Apolo, originario de Alejandría,

hombre elocuente, que dominaba las Escrituras, llegó a Éfeso.

Había sido instruido en el Camino del Señor y con fervor de espíritu

hablaba y enseñaba con todo esmero lo referente a Jesús, aunque

solamente conocía el bautismo de Juan. Éste, pues, comenzó a

hablar con valentía en la sinagoga. Al oírle Aquila y Priscila, le

tomaron consigo y le expusieron más exactamente el Camino”

(Hechos 18,24-26). Este dato curioso parece indicar que el

personaje en cuestión, aunque cristiano, representa un tipo de

cristianismo que, según Pablo, de quien son discípulos Aquila y

Priscila, o según el redactor, es imperfecto y exige un complemento

de Catequesis; se ha pensado, no sin cierta razón, en una forma de

judeocristianismo. Apolos, iniciado completamente en el Evangelio

según Pablo, va después a Acaya donde, según los Hechos, hace

un excelente trabajo. En efecto, lo encontramos en Corinto (I Cor

1,12): uno de los partidos en que se divide entonces la Iglesia local

declara estar con él, lo que implica que todavía no seguía del todo

las normas paulinas. Estos detalles, al mismo tiempo que vierten

una débil luz sobre el cristianismo alejandrino, nos hacen tener en

cuenta la gran variedad de matices de la primera misión; porque

Apolos, seguramente convertido en su ciudad natal, se puso en

camino para predicar el Evangelio que había recibido no sabemos

de quien, visiblemente por su propia iniciativa y sin contacto alguno

con Jerusalén o con Pablo.

Al final del período apostólico han sido visitadas la

mayoría de las ciudades importantes de Oriente: Jerusalén,

Cesárea, Antioquía, Éfeso; los otros centros de Asia Menor, Filipos,

Tesalónica, Atenas, Corinto tienen comunidades cuya importancia

ignoramos. En Occidente, la red es menos firme y se constituye

más tarde. No hay seguridad de que hasta el siglo II hubiese

iglesias en grandes centros provinciales como Lyon o Cartago. Es

posible que se evangelizara en algunos puntos de las Galias o de

España en la época apostólica. Pero las tradiciones locales que

atribuyen el origen de tal iglesia a un Apóstol o a un personaje de la

historia evangélica —Santiago el Mayor en España, Lázaro y sus

hermanas en las Galias— son pura leyenda.

En definitiva, si el cristianismo está ya sólidamente

instalado en Oriente hacia el 70, en Occidente sólo dispone de

algunos puntos de apoyo. En todas partes se mantiene como un

fenómeno casi exclusivamente urbano, y, sobre todo, costero.

Excluyendo a Palestina y a Asia Menor, sólo mucho más tarde

penetra en el interior, a lo largo de los valles y de las carreteras

romanas.

Son un poco más precisas nuestras noticias en

cuanto se refiere a la formación social del cristianismo primitivo. El

mensaje de Jesús y el de sus discípulos despierta ecos, sobre todo

entre la gente modesta, los desheredados: pescadores de Galilea,

campesinos de Palestina. El nombre de 'pobres' (ebionim), que al

parecer se dieron ellos mismos, escrito por los autores eclesiásticos

ha acabado por convertirse en un término peyorativo que señala la

indigencia intelectual y doctrinaria de la secta judeocristiana de los

ebionitas. Pero debe ser entendido en principio, en su sentido

propio. También fuera de Israel tiene el cristianismo un éxito

considerable entre los humildes; el ejemplo de Jesús, la exaltación

del sufrimiento como camino de salvación, la esperanza del reino

cercano y de sus alegrías y el mensaje cristiano de fraternidad

universal, suponen un consuelo y una fuerza que en vano se

buscarían en el paganismo.

Sería erróneo no ver en el cristianismo sino la religión

de los pobres, una expresión de la conciencia colectiva del

proletariado antiguo.

La gente del campo fue de todas las clases de la

sociedad, la más recalcitrante al cristianismo. Al contrario, en las

ciudades, que fueron influidas desde un comienzo por la

propaganda cristiana, ésta trasciende ampliamente de los barrios

populares. En tiempo de Nerón había ya, al parecer, simpatizantes

del cristianismo entre los aristócratas romanos; lo confirma el hecho

de la persecución de Domiciano al final del siglo. Aquila y Priscila

disponen de los suficientes medios como para poseer una casa en

Roma y otra en Éfeso, y éstas lo bastante amplias para acoger a la

Iglesia local (Rom 18,5; I Cor 16,19). En los comienzos del siglo II la

carta de Plinio a Trabajo indica que en las filas de la cristiandad hay

"muchas personas de todas las edades, de toda condición y de uno

y otro sexo". La proporción de mujeres parece haber sido más

grande, sin embargo, que la de hombres: es un aspecto que Flavio

Josefo anotaba también a propósito del judaísmo misionero. Y los

fieles de origen oriental fueron, al principio, también más

abundantes, inclusive en las iglesias de Occidente; se explica así

que el griego se mantuviese como lengua litúrgica, inclusive en

Roma, hasta finales del siglo II. Es otra característica común entre

el cristianismo primitivo y el judaísmo misionero.

Sin embargo, en cuanto a su eficacia, el mensaje

cristiano tiene sobre el de la sinagoga una ventaja enorme: posee

desde un principio ese carácter universal que la religión rival sólo

alcanzó imperfectamente. Convertirse al judaísmo suponía al mismo

tiempo agregarse a un pueblo. Y los israelitas de nacimiento

mantienen sobre sus prosélitos la superioridad de ser

verdaderamente hijos de Abraham. Por el contrario, el cristianismo,

al menos en su forma paulina, al romper con la sinagoga no tiene ya

ninguna característica de religión nacional ni hace ninguna

diferencia entre los conversos de distintos orígenes. Al estar

desembarazado de la ley ritual, está mejor armado que su rival para

la lucha; lógicamente, es más fácil una conversión al cristianismo,

en estas condiciones, que una conversión al judaísmo, sancionada

con la circuncisión.

Pero desde otro punto de vista, es más difícil. El

judaísmo goza del estatuto legal de religio licita. Y lo debe

precisamente a su carácter de religión nacional y a la antigüedad de

su tradición. El derecho a la propaganda no figura de manera

explícita entre los privilegios reconocidos a los judíos, pero si el

proselitismo no estaba debidamente autorizado, tampoco parece

que le pusieran muchos obstáculos en la época que nos interesa.

Además, el estatuto del judaísmo le garantiza, en principio, la

protección de las autoridades frente a los movimientos de hostilidad

popular. Los cristianos, por el contrario, no tienen a quién recurrir,

porque están en la ilegalidad. En los ámbitos del Imperio no hay

lugar para ese tertium genus rechazado por los judíos, que se

niegan a someterse a su Ley, y que pretenden, sin embargo,

sustraerse de las manifestaciones religiosas de lealtad cívica de la

que sólo ellos están dispensados, y que viven como ellos, aunque

sin autorización, al margen de la sociedad pagana y de sus normas.

Pero, analizándola mejor, esta desigualdad, tan real y

tan temible para los cristianos en los siglos siguientes, en la época

apostólica era un tanto teórica. El cristianismo, aun en su forma

paulina, para el mundo pagano no pasaba de ser una secta judía.

La misión cristiana, cuyo primer equipo está constituido por judíos,

toma del proselitismo judío sus métodos; comienza la predicación

en las sinagogas y es a través de ellas como llega hasta el mundo

pagano; necesita la Biblia también como ella y proclama en alta voz

ser el nuevo Israel; como la misión judaizante compite activamente

con la de Pablo, resulta normal que, tanto la autoridad como la

opinión, poco preocupadas las dos por la teología, tardasen en

distinguir claramente las diferencias entre ambas religiones. Así es

que, al principio, los cristianos quedaron englobados en la tolerancia

que se concedía a los judíos. Pero también quedaron englobados,

al mismo tiempo, en la impopularidad que recae sobre los judíos, las

primeras manifestaciones anticristianas no tienen ningún carácter

específico en relación con las manifestaciones antisemitas de los

paganos, que las autoridades no siempre se preocupaban por

reprimir. Muy poco a poco fue dándose cuenta el gobierno imperial

de la originalidad y del peligro del movimiento cristiano, y fue

tomando medidas para contenerlo.

Furiosos contra Pablo, los judíos ayudaron al

gobierno esforzándose para denunciar al cristianismo como extraño

a la auténtica religión de Israel y como elemento de subversión

contra el orden establecido, con el fin de que le retirasen los

beneficios de la tolerancia de que ellos mismos gozaban. Al

principio, por lo menos, parece que los cristianos, no se dieron

mucha prisa por deshacer el equívoco. Pronto se esforzaron, a su

vez, por demostrar que merecían la benevolencia de la autoridad.

Debe hacerse notar que la lealtad del cristianismo

hacia Roma no procede, sin embargo, ni de manera exclusiva, ni

primordial siquiera, de consideraciones oportunistas. Está dictada

por motivos esencialmente religiosos: "Sométanse todos a las

autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga

de Dios, ... de modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela

contra el orden divino" (Rom 13,1-2). Pero por sincera que fuera,

pudo servir a veces para fines utilitarios. Debe notarse, a este

respecto, la actitud filoromana que reflejan los relatos evangélicos

de la Pasión. Está bien claro que los evangelistas se preocuparon

por atenuar en lo posible la responsabilidad de Pilatos en el proceso

de Jesús; la condena de un acusado a quien se sabe inocente,

literalmente se la arrancan los judíos, sobre quienes recae todo el

peso del crimen. La realidad es distinta. No hay ni el menor asomo

de duda de que la sentencia de muerte pronunciada contra Jesús

fuese deseada y saludada alegremente por los dirigentes judíos.

Pero la pronunció Pilatos, en un proceso que él instruyó y que

terminó con una pena, la de la cruz, de tipo romano, y que fue

ejecutada por soldados romanos. La responsabilidad les pertenece,

pues, a ambos. Si la tradición cristiana tuvo el cuidado de

desplazarla, tal vez sea, entre otras razones, por las necesidades

del apostolado entre los gentiles. Su civismo podía asustarse de ese

suplicio infamante, infligido por el representante de la autoridad

imperial al Salvador que les predicaba. Menor era el escándalo si

Pilatos, juguete de los judíos y casi víctima suya, sólo había pecado

aquella vez por exceso de debilidad. El cristianismo y el Imperio

podían entenderse si las influencias judías capaces de impedir este

acuerdo eran neutralizadas. No debe descartarse la posibilidad de

que en determinado momento los cristianos acariciaran la

esperanza de recoger para ellos, único Israel auténtico, el beneficio

del estatuto concedido a ese pueblo eternamente rebelde, en los

días que siguieron a la gran rebelión judía. Podría explicarse así, en

parte, la insistencia de los Hechos al repetir la continuidad que une

al cristianismo con la tradición bíblica y el judaísmo.

Pero por mucho que se esfuercen el artificio literario y

la apologética, no nos explican todo. Si el autor de los Hechos,

haciendo un contraste muy señalado, opone la hostilidad agresiva

de los judíos y la benévola neutralidad de los poderes romanos en

cuanto a los primeros cristianos, hay buenas razones para pensar

que efectivamente así ocurrieron las cosas en sus grandes

lineamientos. En efecto, las querellas religiosas no interesan de por

sí a la autoridad romana. Esta parece tener por principio, y en todas

sus escalas, el no intervenir sino en la medida en que puedan

perturbar el orden público. El papel de Pilatos en el proceso de

Jesús se explica así, al igual que la ausencia total de reacciones

posteriores en la administración del procurador respecto de la

primera comunidad. Una vez desaparecido el que era considerado

como un agitador inquietante, poco importa que un puñado de

discípulos se mantenga fiel a su recuerdo: la sombra de los muertos

es impotente para fomentar una revolución. Son los judíos quienes

tienen que tomar, en el plano religioso, las medidas que les

parezcan útiles; para la autoridad romana, el asunto está archivado.

Cuando, en el futuro, los magistrados romanos, fuera

de Palestina, se vuelquen sobre el cristianismo naciente, en general

se deberá a la instigación de los judíos, y para llegar finalmente a un

sobreseimiento. El autor de los Hechos insiste, con visible

complacencia, sobre hechos que se producen en el sentido que

sostiene su tesis. Ha podido adornarlos, pero no puede creerse que

los haya inventado totalmente. Pablo y sus compañeros fueron

azotados con varas, encerrados en la cárcel y liberados al día

siguiente con una sentencia de expulsión; todo por haber sido

denunciados en Filipos de Macedonia a las autoridades municipales

por propaganda judía —y no cristiana— de carácter ilícito (Hechos

16,20-21); es un simple recuerdo de la aplicación estricta del

estatuto judío que, observado con exactitud, excluye las

conversiones de ciudadanos romanos. En Tesalónica, donde

conjugan sus quejas paganos y judíos, la acusación de mesianismo

político —"afirman que hay otro rey (basileus), Jesús"— (Hechos

17,7) no basta para decidir a los magistrados a que los traten con

medidas rigurosas.

Aún es más característica la actitud con Pablo de

Galión, procónsul de Acaya. Los judíos acusan al Apóstol "de

persuadir a los hombres de honrar a Dios contra la Ley", y él les

contesta: "Si se tratara de algún crimen o mala acción, yo os

escucharía, judíos, con calma, como es razón. Pero como se trata

de discusiones sobre palabras y nombres y cosas de vuestra Ley,

allá vosotros. Yo no quiero ser juez en estos asuntos" (Hechos

18,14-15). La misma actitud vemos cuando detienen por última vez

a Pablo en Jerusalén, con el tribuno que manda las tropas romanas,

y luego, tras la investigación, con el procurador Festus (Hechos

24,26; 25,15 y sigs.). Sin duda el autor ha presentado los hechos

exponiéndolos favorablemente; pero no creo que los haya falseado

en su totalidad.

Es interesante confrontar, en este punto, los datos de

los Hechos con una de las raras indicaciones que dan los autores

profanos de la primera difusión del cristianismo. El historiador

Suetonio nos enseña, en su biografía del emperador Claudio, que el

príncipe "expulsó de Roma a los judíos, a quienes las excitaciones

de Chresto llevaban a una agitación constante" (Judaeos impulsore

Chresto assidue tumultuantes Roma expulit) (Claudio, 25). Es casi

seguro que el Chresto en cuestión no fuese otro que Cristo, a quien

Suetonio parece tomar por un agitador romano, a la sazón vivo. Se

trata, pues, de los comienzos de la propaganda cristiana en la

comunidad judía de Roma: estamos seguramente en el año 49. Los

tumultos que provoca son lo bastante considerables como para que

se den cuenta las autoridades y tengan que tomar medidas

enérgicas para restablecer la calma. Notemos que a la policía

imperial no le preocupa hacer discriminaciones: es la comunidad

judía en su conjunto, y no sólo los miembros conquistados por la

propaganda cristiana, la que soporta las consecuencias. El caso

está confirmado en los Hechos: Aquila y Priscila, a los que

encuentra Pablo en Corinto, "por haber decretado Claudio que

todos los judíos saliesen de Roma" (Hechos 18,2). El 'todos' tal vez

sea un poco excesivo: se trataría entonces de decenas de millares

de individuos; seguramente se limitaron a tomar medidas

ejemplares con algunos notables.

Se ha aproximado, a veces, al texto de Suetonio, un

documento papirológico publicado en 1924: la carta de Claudio a los

alejandrinos. Entre otras cosas contiene una amonestación enérgica

a los judíos de la ciudad: el emperador les prohíbe que hagan llegar

a otros judíos de Siria y de Egipto, porque lo incitaría a concebir

graves sospechas y a castigarlos "como si fomentasen una peste

que infestase al universo entero". Algunos críticos han reconocido

en estas palabras una alusión —la primera— a la propaganda

cristiana, apoyándose particularmente en un pasaje de los Hechos

en el que Pablo es denunciado por los judíos al procurador como

"pestilencial y levantador de sediciones entre todos los judíos por

todo el mundo" (Hechos 24,5 ). El acercamiento, aunque sugestivo

no es convincente, porque a unos cuantos siglos de distancia, San

Juan Crisóstomo llama también al judaísmo "una peste común a

todo el universo". No hay en estas palabras, al parecer, más que un

slogan del antisemitismo antiguo, recogido por los judíos contra

Pablo para llevar contra sus rivales la animosidad de los paganos.

Resulta dudoso que la carta de Claudio contenga una alusión

consciente al cristianismo. Pero los disturbios de que habla, de la

misma manera que los ocurridos en Roma y mencionados por

Suetonio, es posible que tengan relación con la predicación

cristiana, aunque el emperador no lo vea de una manera

perfectamente clara. Pero de todos modos, la cuestión es que tanto

en Roma como en Alejandría lo que le interesa a Claudio es el

mantenimiento del orden y no los conflictos de doctrina de la

sinagoga. Las amenazas y las medidas tienen carácter global y no

causan aún la discriminación que deseaban los judíos.

Pero se efectúa abiertamente, unos años más tarde,

en el reino siguiente —el de Nerón— primero con San Pablo y luego

con la juventud cristiana de Roma. Los Hechos interrumpen

bruscamente su relato después de la llegada del Apóstol a Roma,

donde, como se nos dice, "Pablo permaneció dos años enteros en

una casa que había alquilado ... enseñaba lo referente al Señor

Jesucristo con toda valentía, sin estorbo alguno" (Hechos 28,30-31).

Es posible que el relato se suspenda en este punto voluntariamente:

tal vez no quisiese el autor hablar de hechos que desmintiesen su

pintura optimista de las relaciones entre el Imperio y la Iglesia

naciente. La última frase suena como una protesta: sólo un

monstruo como Nerón podía violentar la tradición de benévolo

liberalismo, ilustrado por toda la carrera de Pablo, que es la

auténtica tradición del Imperio y que Nerón mismo respetó en sus

comienzos.

Las circunstancias de la muerte del Apóstol siguen

siendo misteriosas. Murió, indudablemente, como mártir, en Roma;

pero ignoramos el lugar y las circunstancias. ¿Padeció dos

cautiverios separados por un nuevo período de actividad misionera,

y dos procesos, terminando el uno con un sobreseimiento y el otro

con la pena capital? No es imposible; pero tampoco parece que sea

cierto. La hipótesis se apoya principalmente en el testimonio de las

Epístolas pastorales; pierde mucha fuerza si, como parece, no son

de Pablo. Es más plausible la de un proceso único. También

ignoramos en qué se fundaba la condena. Los caracteres originales

de la predicación paulina, en relación con el judaísmo, al hacer la

investigación fueron juzgados suficientemente peligrosos como para

justificar una medida brutal, destinada a servir de ejemplo. Es muy

posible que fuese condenado a la pena de muerte por decapitación

como "molitor rerum novarum", autor de novedades inquietantes, lo

más pronto, al parecer, el año 62, y lo más tarde el 64.

Seguramente había muerto ya al estallar lo que se

llama la persecución de Nerón. La condena de Pablo todavía tiene

un carácter individual: alcanza a uno de los principales

propagadores de la nueva religión. La persecución del año 64

representa la primera medida colectiva, que alcanza a la masa al

mismo tiempo que a los jefes.

Son de sobra conocidos los hechos relatados por

Tácito (Anales, 15, 44). Estalló un incendio en Roma en julio del año

64 que, pasando de uno a otro, destruyó diez de los catorce barrios

de la capital. Según los rumores, el emperador lo había ordenado.

Para cambiar la dirección de las sospechas, Nerón denunció a los

cristianos como culpables. Sufrieron detenciones en masa. Tras una

investigación muy breve, según parece, los inculpados fueron

condenados a muerte y perecieron en medio de suplicios de una

crueldad refinada, echados a los animales feroces o quemados

vivos en los jardines del emperador mismo. Una tradición de

autoridad discutible pone a Pedro entre las víctimas. No es seguro

que estuviera en Roma alguna vez; las excavaciones hechas para

encontrar su tumba bajo la basílica que se le ha consagrado no han

dado ningún resultado decisivo. En cuanto a la tradición que hace

de Pablo su compañero de martirio, es todavía más frágil; responde

visiblemente al deseo de reconciliar en la muerte a dos hombres

entre los cuales la concordia más bien no fue perfecta en vida.

Aunque el martirio de Pablo no fuese anterior a las matanzas del 64,

no tiene relación directa con ellas: para establecerlo hasta su

localización, en la carretera de Ostia, mientras que las otras

víctimas murieron en el Vaticano.

Tácito, que se inclina a admitir la culpabilidad de

Nerón, no cree en la de los cristianos, convencidos, dice, "menos

del crimen del incendio que del odio al género humano" y, como

tales, dignos de los más fuertes rigores. Suetonio, por su parte, que

relata también la persecución, aunque sin relacionarla con el

incendio, del que acusa explícitamente a Nerón, define a los

cristianos como "una raza entregada a una superstición nueva y

perniciosa". El odio al género humano es una acusación de que la

opinión pagana se servirá más de una vez contra los cristianos. De

esta acusación fundamental de 'misantropía', sumada a la de

ateísmo, se derivan todas las demás que la calumnia ha ido

fabricando: antropofagia, infanticidio, orgías rituales, incesto.

Muestran la hostilidad de la sociedad antigua contra un grupo

aislado con su fe, cuya presencia se siente como la de un cuerpo

extraño, y que por más que proteste de su lealtad al Estado, se

niega a manifestarla según las normas habituales y,

particularmente, la del culto al emperador.

Algunos historiadores parten de una frase de Tácito

que dice que detuvieron primero a "los que confesaban" —pero

¿qué confesaban? ¿Su culpa o su cristianismo?—, y han pensado

que algunos iluminados que vivían en una atmósfera de apocalipsis,

vieron en el cataclismo que destruyó a Roma el anuncio del fin de

los tiempos, y manifestaron su alegría públicamente, o hasta

ayudaron a propagar la plaga enviada por Dios. No es absurda la

hipótesis. Pero no se necesita para explicar la matanza ordenada

por Nerón. Éste, al descargar sobre los cristianos las sospechas

que iban contra él, tuvo una inspiración tan genial como diabólica,

porque seguía el sentido de las reacciones instintivas de las masas.

Ha habido quien se ha extrañado de que no

molestasen a los judíos en aquella ocasión. En realidad, ellos

mismos habían sido ya acusados muchas veces del odio al género

humano que esta vez se imputaba a los cristianos. La acusación, lo

mismo que otras acusaciones anticristianas, formaba parte del

arsenal tradicional del antisemitismo de la antigüedad. Pero

mientras unos años las medidas policíacas de Claudio alcanzaban

indistintamente a judíos y cristianos, en tiempos de Nerón la

autoridad imperial distingue claramente entre las dos religiones. Lo

hace de manera pasajera, porque treinta años después las llamadas

persecuciones de Domiciano se lanzarán de nuevo

simultáneamente contra los cristianos y los prosélitos judíos. Parece

que, en el año 64, se dieron algunos factores muy precisos. Puede

suponerse de manera plausible que las influencias judías que se

ejercían entre sus acompañantes ilustraron a Nerón sobre la

originalidad del movimiento cristiano: Popea, su amante, era

conocida por sus simpatías judías. Podría pensarse que para ella

fue una satisfacción hacer al mismo tiempo un favor al emperador,

enseñándole algunas cosas, y a la religión de la cual según parece

practicaba algunos ritos.

¿Obedecieron las matanzas ordenadas por Nerón a

alguna ley que se dictó especialmente contra los cristianos? Una

tradición eclesiástica, que tiene sus orígenes en Tertuliano, asegura

la existencia de un institutum Neronianum así redactado: "Non licet

esse Christianos", prohibido ser cristiano. La cuestión ha sido muy

discutida; pero, en definitiva, no ha sido formulado ningún

argumento verdaderamente decisivo que establezca la existencia de

una legislación anticristiana en aquellos tiempos. Hace pensar en lo

contrario el desarrollo posterior de las relaciones entre la Iglesia y el

Estado. Particularmente, si Plinio el Joven, gobernador entonces de

Bitinia, al enfrentarse con el problema cristiano, se cree obligado a

pedir instrucciones a Trajano, y si Trajano le contesta que sobre

esta cuestión sólo hay casos particulares, que no hay ninguna regla

general, pero que de todas formas no conviene buscar a los

cristianos, es que aparentemente no hay todavía ninguna ley que

les impida existir; es decir que el institutum Neronianum no

sobrevivió a su autor. De hecho, el año 64 a los cristianos se les

ataca como criminales de derecho común, pero no como tales

cristianos. Mueren víctimas, no de la ley, sino del sangriento

sadismo de un tirano acorralado. La persecución, como la causa de

la cual nació, se limitó a la capital estrictamente. Y ni allí mismo

prosigue: la comunidad romana se reconstituye rápidamente.

Ofrece, pues, un carácter ocasional muy particular.

Si se entiende la palabra 'persecuciones' en el

sentido técnico del término, que designa "medidas oficiales, legales,

judiciales o administrativas que tengan por objeto obstruir el

desarrollo del cristianismo e inclusive destruirlo" (Goguel), y esto

realizado de manera sistemática en todos los puntos del Imperio,

tendremos que esperar hasta el siglo III para verlas ejecutadas. Los

años transcurridos, entretanto, suelen ser de paz. La persecución

de Nerón es un primer aviso nada más. Pero el aviso está dado. Los

cristianos, que ya tropezaban con la hostilidad de las sospechas y

de las calumnias de la muchedumbre pagana, que eran perseguidos

y a veces denunciados por la animosidad judía, ahora estarán

vigilados por la policía y la autoridad. No están 'fuera de la ley',

propiamente dicho, pero tampoco gozan de una legalidad estricta.

Ningún edicto prohíbe su existencia; pero tampoco hay ninguna ley

que la garantice. En cualquier momento, sin que sea necesario un

texto nuevo, puede caer el cristianismo bajo el efecto de las viejas

leyes, o más exactamente aún, bajo el del derecho consuetudinario,

que considera como ilícita toda superstitio externa; es decir, todo

culto extranjero no integrado en la religión oficial. Por esta razón, los

fieles pueden ser sometidos a la jurisdicción del poder de coercitio

del Imperio y de sus magistrados, y susceptibles de ser

perseguidos, ya como autores de novedades peligrosas —como a

veces lo fue, en los comienzos de su expansión oriental, la

parroquia de los cultos orientales—, ya y cada vez más, por crimen

de lesa majestad manifestado por la negativa a rendir el culto

imperial. La persecución de Nerón no crea las bases jurídicas para

las siguientes persecuciones; pero la existencia de los cristianos a

partir de entonces es inestable y precaria, y queda a la merced de

una arremetida hostil de la opinión pública; a un capricho de los

gobernantes, o a mil circunstancias. Las matanzas del año 64

indican claramente una encrucijada de la historia del cristianismo de

la antigüedad: queda inaugurado el tiempo de la inquietud.

Conclusión

"El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está

cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva". Resumido por

Marcos (1,15), tal es el mensaje de Jesús. Es también el que los

primeros discípulos anuncian en Israel. En los días que siguieron a

la muerte del Maestro, el cristianismo naciente no fue sino una

humilde secta judía. Algunos años más tarde, proclama

orgullosamente por boca de Pablo su autonomía y su misión

universal. El pensamiento del Apóstol, como el de Jerusalén, queda

orientado hacia el futuro: la esperanza cristiana y la espera de la

Parusía son fundamentalmente las mismas en uno y otros. Pero el

acento es muy distinto. El Mesías de los primeros discípulos, es

fundamentalmente, para Pablo, el Salvador; y su obra redentora,

ampliada hasta las dimensiones de un drama cósmico, puede ser —

Pablo lo vislumbra— una obra de largo aliento: "no os dejéis alterar

tan fácilmente en vuestro ánimo, ni os alarméis por alguna

manifestación del Espíritu, por algunas palabras o por alguna carta

presentada como nuestra, que os haga suponer que está inminente

el Día del Señor" (II Tes 2,2). Entre la resurrección, que la inaugura,

y la Parusía, que la terminará, hay lugar para el tiempo de la Iglesia,

el camino hacia el Reino. De una manera natural, la Iglesia se

organiza para durar.

En la época apostólica su historia está dominada por

una tensión interna. Porque la autonomía del judaísmo, que Pablo

proclama y se esfuerza por realizar, otros la objetan y la rechazan.

El problema central es el problema de la Ley. Pero está implicado

también, aunque de manera menos aparente, el de la doctrina: el

antilegalismo de Pablo y su cristología son indisolublemente

solidarios. Lo que está decidiéndose es el porvenir mismo del

cristianismo como religión original.

El poder de su personalidad, la amplitud de su acción

y la tenacidad de su esfuerzo, no impidieron a Pablo sufrir algunos

fracasos cuyas consecuencias a veces nos cuesta trabajo medir. A

partir del decreto apostólico del año 44 vemos desarrollarse una

amplia campaña antipaulina que triunfa con cierta frecuencia. La

detención y la cárcel de Pablo dejan libre el campo a sus

adversarios. En adelante, los protagonistas son Pedro y Santiago.

Adivinamos el papel, considerable sin duda, del primero en un

cristianismo imperfectamente separado de las normas israelitas y

que, fuera de Palestina, se dirigía con prioridad o de manera

exclusiva a los judíos. El segundo encarna el judeocristianismo y

controla la misión desde Jerusalén, núcleo de la Iglesia. Este giro

habría podido hacer que el cristianismo se redujera de una vez por

todas a las proporciones de un movimiento mesiánico judío, pero

otros hechos, más decisivos todavía, cambiaron la situación poco

después.

El triunfo de Santiago duró poco. Murió martirizado el

año 62, casi al mismo tiempo que Pablo, y aún tal vez antes que él.

Según Josefo, lo lapidaron, con el pretexto de haber faltado a la

Ley, por orden del gran sacerdote Hannan, que estaba celoso de su

ascendiente sobre la gente, y este acto de brutal arbitrariedad fue

vivamente censurado por la opinión farisea. Según el historiador

cristiano Egesipo, la responsabilidad de su muerte incumbe, por el

contrario, al pueblo judío, que se volvió contra Santiago, furioso

porque se le había escapado Pablo. La verdad está en lo dicho por

Josefo. Pero no hay que excluir que algunas razones propiamente

religiosas facilitasen la acción de Hannan, y que la solidaridad un

tanto involuntaria con su rival Pablo contribuye a la pérdida de

Santiago.

Unos años más tarde, en 66, estalla una rebelión

judía de gran magnitud. En esta fecha, la comunidad cristiana de

Jerusalén, ya fuera porque, advertida por la muerte de Santiago,

quiso escapar de una persecución posible, ya porque, sencillamente

huyó, al empezar la guerra, del teatro de las operaciones, la

cuestión es que había abandonado la ciudad. Emigró a Pella,

ciudad pagana de Transjordania.

La rebelión fue un desastre. En el año 70, la

destrucción de Jerusalén, del Templo y del Estado judío fueron para

el judeocristianismo un golpe fatal. ¡Esteban, que condenaba el

Santuario, y Pablo, que anunciaba el fin de la Ley y el traslado de la

Alianza en beneficio de los gentiles, tenían razón! En la catástrofe

de Palestina, la joven cristiandad pudo ver por un instante el

preludio de la Parusía. Pero como tardaba en realizarse, vio, sobre

todo, que la mano de Dios caía sobre Israel. El prestigio de la

Iglesia-madre y su fórmula del cristianismo judío estaban

terminados. Los judeocristianos de Pella, auténticos herederos del

grupo apostólico, pero separados de las grandes vías misioneras y

de las grandes corrientes espirituales, aislados por la geografía y

por su legalismo, dejan de pesar. Se colocarán al margen de una

Iglesia que se convierte, cada día más decididamente, en la de los

gentiles, y quedarán rebajados a la categoría de una oscura secta

de herejes llamada ebonitas o nazarenos.

La autonomía cristiana está ahora adquirida y es ya

indiscutible. Sin embargo, el desquite póstumo de Pablo, como

hemos dicho antes, sólo es parcial. La Iglesia emancipada lleva la

marca de sus orígenes. El cristianismo institucional y moralizante de

la segunda generación, que insiste en la noción de mérito y en las

'obras' y que en las formas, y a veces en el espíritu, practica una

observancia vecina de la observancia judía, refleja y prolonga al de

los Doce. Los Evangelios, que aparecen entonces, representan

sobre algunas cuestiones una reacción contra la mística paulina y

su Salvador cósmico, dado los esfuerzos que hacen para restituir,

hasta en los detalles de sus dichos y de sus gestos, la verdadera

figura del Jesús de la historia, y por presentar de ella una

interpretación teológica de forma narrativa. En definitiva, el

cristianismo eclesiástico del siglo II procede de una síntesis de

elementos paulinos y de Jerusalén, forma inicial del catolicismo.

Pero sin la catástrofe del año 70, esta síntesis seguramente habría

sido imposible y el pensamiento de Pablo habría quedado un tanto

comprometido. Tenemos, pues, que reconocer, junto con el

historiador inglés S. G. F. Brandon, que el acontecimiento más

decisivo en la vida de la Iglesia, después de las apariciones del

Resucitado, ha sido esta catástrofe.

Bibliografía sumaria

I. FuentesI. FuentesI. FuentesI. Fuentes La Bible, trad, franc., en 1 volumen, de Grampon (católico) o de Segond (protestante). Le Nouveau Testament, solo, trad., con introducciones y notas, bajo la dirección de M. Goguel y H. Monnier, Paris, 1929 (prot.). II. Principales obras recientes sobre el períodoII. Principales obras recientes sobre el períodoII. Principales obras recientes sobre el períodoII. Principales obras recientes sobre el período Joh. Weiss, Das Urchristentum, Gottingen, 1917 (prot. liberal). J. Lebreton y J. Zeiller, L'Église primitive (Histoire de l'Église, publicada bajo la dirección de A. Fliche y V. Martin, t. I), Paris, 1934 (cat.). H. Lietzmann, Histoire de l'Église ancienne, t. I (trad, del alemán), Paris 1936, (prot. liberal). L. Cerfaux, La communauté apostolique, Paris, 1943 (cat.). Ch. Guignebert, Le Christ (Bibliothèque de Synthèse Historique, "L'Évolution de l'Humanité"), Paris 1943 (independiente). M. Goguel, La naissance du christianisme, Paris, 1946. S. G. F. Brandon, The Fall of Jerusalem and the Christian Church, Londres, 1951 (modernista anglicano).