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Los Primeros Cristianos Marcel Simon
Índice Prólogo de la edición digital .....................................................3 Introducción .............................................................................6 Capítulo I: El marco histórico .................................................13 Capítulo II: La comunidad de Jerusalén .................................28 Capítulo III: Esteban y los griegos..........................................43 Capítulo IV: San Pablo ...........................................................55 Capítulo V: El conflicto de las observancias...........................69 Capítulo VI: La vida de la Iglesia ............................................82 Capítulo VII: La Iglesia y el mundo romano..........................104 Conclusión ...........................................................................121 Bibliografía sumaria .............................................................125 -Título de la obra original: Les premiers chrétiens. Presses Universitaires de France, Paris, 1952 -Edición castellana original: EDITORIAL UNIVERSITARIA DE BUENOS AIRES (EUDEBA), Bs. As., 1961. Traducción de Manuel Lamana -Edición Digital: ETF, 2013
Prólogo de la edición digital
Conocí "Los primeros cristianos" de Simon cuando
estaba en la facultad, a comienzos de los '80. Sin embargo no
formaba parte de ninguna bibliografía, sino que me llegó por
casualidad, revisando catálogos de libros. Ocurría en aquel
entonces lo que, lamentablemente, sigue un poco ocurriendo: la
teología se nutre de bibliografía propia; los "sabios del mundo" no
leen obras de editoriales teológicas (Sígueme, Verbo Divino,
Herder, etc), ni los teólogos leen obras teológicas de editoriales "del
mundo". Y esta obra se tradujo y editó en una editorial "del mundo",
en EUDEBA, la editorial de la Universidad de Buenos Aires.
En la colección Cuadernos, de EUDEBA, se
publicaban en aquel tiempo obras divulgativas de primerísimo nivel,
no sólo por el contenido sino, en muchos casos -como el presente-,
por la autoridad de la pluma. Efectivamente, Marcel Simon (Francia,
1907-1986) fue un historiador de las religiones, con especial
referencia a los orígenes del Cristianismo y al Judaísmo de época
testamentaria, de reconocido prestigio en su medio en la primera
mitad del siglo XX, catedrático en la Universidad de Estrasburgo, y
hombre cercano al clima espiritual que rodeó la renovación de la
Iglesia en el Concilio Vaticano II.
La obra que presento no es nueva de ninguna
manera, su edición original francesa es de 1951, y la castellana de
EUDEBA de 1961, sin embargo, no puedo dejar de admirarme de lo
actual que resulta su lectura, signo de que el autor ha conseguido
rescatar en este texto de intención divulgativa lo mejor y más
permanente de la amplia elaboración histórica sobre el tema en la
primera mitad del siglo XX. Piénsese que cuando el autor escribía
esta obra, los descubrimientos del Mar Muerto, que tanto
enriquecieron el conocimiento de la religión de época
intertestamentaria -y que son apenas mencionados en este escrito-
eran recentísimos. Sin embargo nada de lo que he podido leer
escrito con mucha posterioridad sobre los mismos temas desluce
las tesis fundamentales del libro. Se podrá estar un poco más o
menos de acuerdo con una hipótesis u otra, acentuar más éste o
aquel acontecimiento del primitivo cristianismo, pero el conjunto
tiene valor de síntesis.
El conflicto de las observancias está justamente
calibrado y expuesto con claridad, la figura de Pablo, en escasas
páginas, resplandece en su exacta (enorme) medida, la sutileza en
la comprensión del "antitemplarismo" de Esteban es digna de
destacarse. Y como estos tres ejemplos, los demás temas que trata
la obra con no menos rigor que brevedad. Está el lector ante una
reconstrucción de los 40 años que van desde la Pascua de Jesús
hasta la caída del templo (la "época apostólica" en su sentido más
estrecho, pero usual en la literatura especializada), que se
desenvuelve con gran credibilidad.
Aunque no debe en ningún momento olvidarse que
estamos ante una de las posibles reconstrucciones de un período
tan importante como oscuro de la historia de nuestra fe; no se trata
de una videograbación, sino de una reconstrucción basada en la
interpretación de fuentes muchas veces extremadamente ambiguas.
El valor de una reconstrucción así, creo yo, es sobre todo poner en
movimiento al lector para que se anime a preguntar por el
fundamento de nuestra propia historia, y para maravillarnos de la
acción de las fuerzas muchas veces contrarias que nos llevaron a
ser la comunidad de fe que somos. Tras todos esos procesos casi
podemos tocar al Señor de la historia, actuando de una manera muy
viva y directa.
La edición castellana original, la de EUDEBA, está
completamente agotada hace muchos años, y no figura ya en los
catálogos, ni siquiera como agotada, señal de que no hay ya
impulso de volverla a publicar. Con lo meritorio que fue ponerla en
circulación en los años 60, tenía sin embargo un grave defecto:
estaba llena de gruesos errores tipográficos, que a veces llegaban
al desatino ("esquema" por "Shemá" -la oración judía-, "cultural" por
"cultual", etc) al que ahora nos acostumbran los correctores
electrónicos, pero que en esa época se debió seguramente a algún
corrector humano muy principiante. No recuerdo yo que las
ediciones de EUDEBA de la época fueran tan especialmente malas
desde ese punto de vista, pero ésta lo fue. He aprovechado la
circunstancia de reeditarlo digitalmente para corregir, restituyendo el
sentido del texto cuanto me fue posible, a lo que agregué el cambio
de las citas bíblicas, que estaban tomadas de una traducción Reina-
Valera 1909, de sabor muy anticuado y a veces casi ininteligible, por
traducciones de los mismos pasajes tomadas de una segunda
edición Biblia de Jerusalén. No he actualizado la Bibliografía porque
en el original es sumaria y sólo indicativa.
Abel Della Costa
Introducción
Es posible dudar acerca de los límites cronológicos
de un estudio sobre los primeros cristianos. Etimológicamente, los
cristianos son los discípulos de Cristo. Entendido así, los primeros
cristianos son, pues, aquellos que Jesús agrupó en torno de sí.
Pero, históricamente, los cristianos son también los miembros de
una sociedad religiosa original que es la Iglesia. Con este sentido,
no hubo cristianos hasta después de la muerte de Cristo. Ni Jesús
ni —con mayor razón— el pequeño grupo de sus seguidores
tuvieron el sentimiento o el deseo de romper con el judaísmo. Tanto
es así que la tradición cristiana ha fijado el de Pentecostés como el
día del nacimiento de la Iglesia. En cuanto a la palabra "cristiano",
sabemos que fue empleada por primera vez en Antioquia,
probablemente varios años después de la Crucifixión (Hechos
11,26).
¿Quiere decir que éste es el punto de partida que
buscamos? Yo no lo creo. La denominación de cristianos, creada
por los gentiles, simplemente prueba que tanto los fieles como el
mundo pagano habían tomado conciencia de su originalidad en
relación con el judaísmo. Lo que significa que, por lo menos en
ciertos medios, la separación era ya entonces un hecho advertible
hasta desde fuera. Donde no se había realizado aún, existía por lo
menos un sentimiento de diferencia que, en el interior del judaísmo,
distinguía, y oponía cada vez más, a los llamados judeocristianos y
a los judíos no cristianos.
Los que seguían a Jesús en vida de éste, no se
distinguían fundamentalmente de la masa de los judíos más de lo
que se distinguían los seguidores de los otros movimientos
mesiánicos, que tanto abundaban en aquel entonces. Seguir a un
Mesías era cosa común. Menos común era seguir reconociéndole
como tal después del suplicio infamante, deseado y provocado por
las autoridades religiosas de la nación, y proclamar que la muerte
del crucificado no era definitiva, que había resucitado y después
subido al cielo, donde se había sentado a la diestra del Padre, antes
de volver gloriosamente para juzgar al mundo e instaurar el Reino.
Como veremos más adelante, estas afirmaciones no supusieron la
ruptura inmediata con el judaísmo. Pero por lo menos bastaron para
conferir al grupo cristiano de Israel una originalidad indudable que
más adelante había de provocar el cisma.
En definitiva, el acta de nacimiento de la Iglesia
cristiana no. lo constituye, pues, ni la aparición del nombre de
cristianos, ni la prédica de Jesús. El cristianismo nace con lo que M.
Goguel llama "la creación de un nuevo objeto religioso": Jesús
resucitado y glorificado. Nació de la fe de Pascuas. Nuestra
exposición encuentra, pues, su punto de partida más normal en los
acontecimientos que tuvieron lugar al día siguiente del drama del
Calvario.
En cuanto a su conclusión, he preferido emplear el
término 'primeros' en el más preciso de sus sentidos; me limitaré, en
consecuencia, a la generación cristiana inicial y a lo que suele
llamarse época apostólica. Puede considerarse que ésta termina en
el año 70, con la destrucción de Jerusalén por el ejército romano. La
muerte de Jesús se sitúa hacia el año 30 (tal vez el 28 o el 29). Esta
exposición abarcará, pues, solamente unos cuarenta años.
Es un período corto, pero decisivo, porque es
entonces cuando se fija el sino del cristianismo. Lo que al principio
no era más que una oscura secta palestina, se convierte en ese
intervalo en una religión original, universalista tanto por su espíritu
como por la gente que recoge en su seno; a partir de ese momento
Se lanza a la conquista del mundo civilizado. ¿Cómo se operó esta
transición? ¿Cuáles son las etapas de esta emancipación? Tal es el
problema que no hemos planteado.
Para dilucidarlo, disponemos de una documentación
muy reducida y de un manejo singularmente delicado. Por el lado
pagano, está reducida o dos o tres breves indicaciones de Suetonio
y de Tácito. En las pocas líneas que el historiador judío Flavio
Josefo, contemporáneo de los sucesos, dedica a los primeros
cristianos en varios pasajes de sus Antigüedades judías, los
retoques y las interpolaciones cristianos son tan evidentes que no
nos sirven de mucho. Así es que, prácticamente, quedamos
reducidos a las fuentes cristianas, es decir, a los escritos del Nuevo
Testamento.
Dado nuestro punto de vista actual, esas fuentes
tienen un interés muy desigual. Los cuatro Evangelios relatan lo que
puede llamarse la prehistoria de la Iglesia y nos ofrecen la imagen
que los primeros fieles se formaban de la persona, de la vida y del
mensaje de su Maestro. Su cronología ha sido muy discutida.
Parece ser que, en su forma actual, los cuatro fueron redactados
después del año 70. Así es que ni por la fecha ni por el tema
interesan directamente al período que nos ocupa. Pero los
elementos de la tradición, inicialmente oral, que ellos aportan son
sin duda muy anteriores al año 70. Interpretados con prudencia,
pueden darnos, de manera indirecta, ciertos datos acerca de las
comunidades de donde surgieron y cuyos pensamientos,
preocupaciones e instituciones reflejan.
Esta misma observación es válida para el
Apocalipsis, representante cristiano o cristianizado de un género
literario particularmente favorecido por el judaísmo de aquellos
tiempos. Según lo conocemos actualmente, es también posterior al
año 70. En la brillante descripción que hace del fin del mundo, no
podemos menos que descubrir algunas características tomadas de
la realidad política y religiosa del momento actual.
La autenticidad de las epístolas llamadas católicas,
atribuidas a Santiago, Pedro, Juan y Judas, todos ellos discípulos
de los primeros momentos, no está, ni mucho menos, confirmada y
admitida unánimemente por los críticos. Y resulta evidente que si su
interés es considerable en el caso de provenir de plumas
apostólicas, lo es mucho menos en el caso contrario. Pero de una
manera o de la otra, para la historia de la primera generación
cristiana no son más que fuentes secundarias.
Lo esencial de nuestra documentación lo constituyen,
por una parte, los Hechos de los Apóstoles y, por, la otra, las
Epístolas paulinas. Los Hechos de los Apóstoles ofrecen una relato
continuo —o que como tal se presenta— de los orígenes del
cristianismo, desde la ascensión de Cristo hasta la llegada de san
Pablo a Roma en una fecha que resulta imposible establecer con
entera precisión, pero que debe situarse hacia el año 60. Esta obra
es de la misma persona que escribió el tercer Evangelio, el de
Lucas, del que es una continuación. Pero es posible que el texto
inicial haya sido retocado por uno o por varios redactores; la
composición, la integridad y, como consecuencia, el valor histórico
del libro plantean una serie de problemas extremadamente
delicados que sólo puedo señalar. En su forma actual, que
indudablemente no es anterior al final del siglo I, parece que ha
utilizado, no sólo la tradición oral sino, también, algunas fuentes
escritas, contemporáneas de los hechos que relata; así ocurre en
varios pasajes en que la narración pasa bruscamente de la tercera
persona a la primera del plural. Además, es probable que el
redactor no sea un testigo ocular. Tenemos buenas razones para
creer que su relato no es de los más fieles. Pueden haberlo
deformado, en particular, dos factores: en distintas partes el autor
ha proyectado, inconscientemente, en los orígenes de la Iglesia la
situación eclesiástica en que él vivía; o, en función de esta
situación, ha interpretado erróneamente algunos hechos que ya no
comprendía. Además, el relato, armonioso a simple vista, da una
imagen ideal de la cristiandad primitiva que no corresponde en
todos sus puntos con la realidad. Exige, pues, una lectura prudente
y crítica.
Y particularmente exige una confrontación minuciosa
con las Epístolas de San Pablo, los únicos escritos del Nuevo
Testamento que, sin duda alguna, pertenecen al período en
cuestión. Pero en lo que se llama Corpus paulinum también deben
establecerse ciertas distinciones.
Ya nadie atribuye seriamente a Pablo (como lo ha
hecho la tradición eclesiástica, aun con muchas dudas) la Epístola a
los hebreos, que en el Nuevo Testamento figura como escrito
anónimo. De las trece Epístolas que explícitamente se atribuyen a
Pablo podemos eliminar, por inauténticas, seguramente, las tres
Pastorales (I y II a Timoteo, y a Tito) que, sin duda, están en la línea
paulina, pero que no han sido escritas por la mano del apóstol.
Junto con ellas, algunos críticos incluyen en la categoría de los
escritos deuteropaulinos la Epístola a los efesios. Pero, por el
contrario, exceptuando a algunos 'radicales', casi todos admiten de
manera unánime como sustancialmente auténticas, ya que no en
los detalles menores, las otras nueve, de las cuales, A los romanos,
I y II a los corintios, A los gálatas, A los tesalonicenses, A los
filipenses y A Filemón, con seguridad; y con algunas dudas: A los
colosenses y II a los tesalonicenses. En definitiva, es poco; pero, si
tomamos en cuenta la pobreza de nuestra información, es mucho;
sobre todo si consideramos que se trata de documentos de primera
mano, redactados por uno de los personajes mayores de la historia
cristiana primitiva que ha vivido lo que relata.
Pero esta situación no ofrece sólo ventajas. En las
epístolas paulinas no tenemos un relato histórico continuo de los
acontecimientos. Dan por conocidos muchos hechos que
desconocemos casi totalmente. A menudo provienen de alusiones
que nosotros desentrañamos con dificultad. Pero esencialmente
tienen la huella de una personalidad excepcional. El enfoque del
apóstol no es el de un historiador para quien el testimonio —
espontáneo sin duda, pero también apasionado, parcial, tal vez
tendencioso, sin la objetiva serenidad de una crónica— plantea aún
más problemas de los que le resuelve.
Entre las Epístolas de Pablo y el libro de los Hechos
hay, en más de un punto, contradicciones evidentes. En general,
nos inclinamos a seguir a Pablo, que fue un testigo directo. Pero no
es seguro que toda la verdad esté siempre del mismo lado. A veces
puede no estar ni de uno ni del otro. Hecho con tales elementos, el
cuadro que podemos esbozar de los orígenes del cristianismo va a
ser en muchos aspectos aproximado y conjetural. Tiene muchas
lagunas. El trabajo del historiador moderno, complicado muchas
veces por preconceptos confesionales o filosóficos más o menos
conscientes, en uno u otro sentido, nunca es tan delicado como en
este caso. A veces no podremos obrar con certidumbre. En muchos
casos deberemos contentarnos con la verosimilitud. Además, dados
los límites de este trabajo, no podemos hacer más que mostrar lo
esencial de la cuestión o, al menos, lo que al autor le ha parecido
como tal.
Capítulo I: El marco histórico
Nacido en Palestina, de la predicación de un judío
cuyos primeros discípulos fueron también judíos que, a su vez, se
dirigieron a otros contemporáneos de igual procedencia, el
cristianismo proviene en línea directa del judaísmo. Pero trasciende
rápidamente del ámbito israelita en que se mantuvo al principio.
Después de la primera generación, el mensaje cristiano es
predicado a los gentiles y éstos lo acogen, de entrada, con mayor
entusiasmo que Israel. Bien pronto, y de más en más son los
paganos quienes lo adoptan: en el mundo grecorromano es donde
la nueva religión avanza y se concreta realmente. En la Iglesia
naciente, a este doble aporte corresponde una dualidad de
tendencias que a veces llega hasta el conflicto abierto. El
cristianismo es, sin duda, mucho más que la simple suma o la
mezcla de las influencias y de los elementos judíos y griegos; es
una creación original. Pero si no nos ocupáramos del substrato del
cual nació y del contexto cultural y religioso en el cual se desarrolló
y del cual, aunque lo repudiase, se alimentó, estaríamos totalmente
incapacitados para comprenderlo.
Cuando aparece el cristianismo, Palestina está
sometida desde hace varios siglos, salvo algunos breves intervalos,
al dominio extranjero, iniciado con el cautiverio de Babilonia.
Sucesivamente conquistada y ocupada por los caldeos, los persas,
las dinastías helenistas de los Lágidas de Egipto y de los
Seléucidas de Siria, conoce después de la insurrección nacional de
los Macabeos algunos períodos sucesivos de autonomía relativa,
bajo el dominio de los reyes de Antioquía, y de independencia casi
total. En el año 63 a. C., Pompeyo la convierte en estado vasallo
bajo la tutela romana. Gracias a la energía y a la habilidad política
de Herodes el Grande (37-4 a. C.), rey por la gracia de Roma con el
título de aliado y amigo del pueblo romano, Palestina brilla con un
último resplandor. El reparto del reino entre los tres hijos de
Herodes inaugura el último período del Estado de Palestina.
Reunidos brevemente los territorios que lo componían, bajo el cetro
de su nieto, Herodes Agripa (41-44 d. C.), quedaron después
sometidos definitivamente a la autoridad directa de Roma. Judea lo
estaba desde el año 6 d. C.; el resto —Galilea, Samaría y los países
transjordanios de Perea— fueron dominados por Roma después de
la muerte de Herodes Agripa. Con la única excepción de la
Decápolis (región más griega que judía, situada al Este del lago
Tiberíades y que después formó una monarquía vasalla) formaron la
provincia de Judea.
La gobernaba un procurador cuya residencia habitual
no estaba en Jerusalén —para no herir las susceptibilidades
religiosas de los judíos—, sino en Cesárea, ciudad creada por
Herodes en la costa del Mediterráneo. Dirigía la administración
financiera y la justicia, en nombre de Roma, y mandaba las tropas
estacionadas en la provincia. Pero a su lado subsistía la autoridad
judía del Sanedrín, corte suprema de justicia para todos los casos
atinentes a la ley mosaica, que regía la vida individual y colectiva de
los judíos. Desempeñaba la presidencia un gran sacerdote en
ejercicio. Aunque en determinadas situaciones aparecía como jefe
de Estado y como jefe religioso al mismo tiempo, no tenía el
prestigio ni la autoridad de la monarquía difunta. Y la influencia del
sacerdocio, cuyos miembros pertenecían tradicionalmente a las
grandes familias, chocaba en el Sanedrín y más frecuentemente en
el resto del país, con la de los doctores de la Ley, los rabinos, que
asumían y asumirían cada vez más la dirección espiritual del
pueblo. La rivalidad de los dos elementos tendía a confundirse con
la de dos partidos religiosos: los saduceos y los fariseos.
Más que un partido o, con mayor razón, más que una
escuela, los saduceos eran una casta. Sus miembros pertenecían a
las grandes familias de la aristocracia sacerdotal. Su vida religiosa
gravitaba en los alrededores del Templo en el cual servían. Su
piedad no estaba exenta del conformismo de las gentes vinculadas
con el elemento oficial. Se les reprochaba la tibieza que mostraban,
el espíritu de compromiso respecto de la autoridad romana. Eran
conservadores por temperamento y desconfiaban de toda forma de
mesianismo, porque siempre puede engendrar un brote
revolucionario y trastornar el orden establecido. Según parece,
desempeñaron un papel decisivo en la condena de Jesús. En
cuanto a la doctrina y a la práctica religiosas, seguían al pie de la
letra las Escrituras y la Torá, y rechazaban todas las nuevas
creencias que habían implantado en Israel las influencias
extranjeras, particularmente persas, después del exilio; no creían en
la inmortalidad personal, ni en los ángeles, ni en el demonio; en
todos estos aspectos y en muchos otros estaban en pugna con los
fariseos.
No debemos apresurarnos a juzgar a éstos según la
imagen que de ellos nos da el Evangelio. Lo más seguro es que no
sea falsa, pero sólo mantiene un aspecto de la realidad: aísla los
defectos, tan aparentes, de la religiosidad farisea y olvida las
cualidades positivas. La noción farisea de la tradición oral, que
completa y precisa a la Ley escrita, es un principio indiscutiblemente
fecundo. Enriquece la especulación y la vida religiosa y las adapta a
circunstancias no previstas por el legislador. En su conjunto, el
esfuerzo de los fariseos tendía hacia una religión más viva y
personal que fuera a la vez conocimiento profundo y práctica
escrupulosa de la Ley y de todos los ritos tradicionales. Ocupaban
un lugar preponderante el estudio del texto sagrado y de los
comentarios hechos por los rabinos que más adelante serían
codificados en el Talmud. Los yerros que el Evangelio reprocha a
los fariseos son la pedantería, un formalismo menudo, una
casuística estéril, el desprecio que el doctor, orgulloso de su saber,
mostraba por la masa ignorante y pecadora. Confundían muchas
veces, sin duda, lo esencial y lo que no lo es, poniendo en un
mismo plano los imperativos de la ley moral y las prescripciones de
la pureza ritual llevada hasta la manía. Sin embargo, con respecto a
la religión estancada de los saduceos, los fariseos representaban un
elemento de vida y de progreso. El judaísmo les debe el haber
sobrevivido al desastre del 70, porque, junto con las solemnes
liturgias del Templo, habían creado y difundido una forma original de
vida religiosa centrada en la sinagoga, lugar, al mismo tiempo, de
estudio y de oración. Gracias a ella el judaísmo pudo superar la
catástrofe; en lo sucesivo se confundiría con el fariseísmo. En la
época de Cristo, los fariseos ejercían ya una influencia
preponderante porque no estaban unidos a una clase social, como
los saduceos, ni a la Ciudad Santa únicamente. Jesús los
encontraba en su camino constantemente. La misión cristiana
habría de chocar en Israel con la resistencia del fariseísmo.
Pero la vida religiosa del judaísmo no se reduce a la
rivalidad entre los dos grupos. Nuestro principal informador en la
materia, Josefo, describe una tercera 'escuela', la de los esenios.
Éstos viven al margen, lejos de Jerusalén y de las controversias
oficiales. Su centro principal está en el Mar Muerto, pero tienen
filiales en todo el país. Se trata de una secta, o más bien de una
orden religiosa, con novicios y monjes sujetos al celibato y
dedicados al estudio y al cultivo de la tierra. Los esenios tienen sus
ceremonias de iniciación, prohibidas para el vulgo, y prácticas
propias, en las que las abluciones ocupan un lugar considerable,
relacionadas con su preocupación fundamental de pureza ritual y
moral. Repudian los sacrificios sangrientos y profesan unas
doctrinas muy particulares sobre los ángeles y sobre el destino del
alma después de la muerte, doctrinas que están inspiradas en una
amplia literatura secreta; contribuyen a explicar estas
particularidades las influencias extranjeras, especialmente las
pitagóricas y las iranias. El espíritu de los esenios, llevado al
máximo, es el del judaísmo fariseo, al cual posiblemente le une un
origen común. La influencia del esenismo, menos aparente que la
del fariseísmo, parece, sin embargo, haber sido mucho más
considerable de lo que podría suponerse por la modestia de sus
efectivos. A pesar de su carácter esotérico, parece que sus escritos
y sus doctrinas influyeron en toda la vida judía de la época y
particularmente en las creencias escatológicas.
Por lo demás, el esenismo no es más que una secta
entre tantas. Otra es el cristianismo naciente, como también el
grupo fiel a San Juan Bautista y los diversos grupos bautistas que
abundan por los alrededores del Jordán. La clasificación tripartita
que nos propone Josefo es demasiado esquemática. A medida que
progresa nuestro conocimiento del judaísmo, vemos cada vez más
claramente su extrema complejidad. Si los saduceos parecen casi
no tener matices, el fariseísmo, por el contrario, es multiforme y el
esenismo se ramifica; pero la mayoría de los israelitas, y
particularmente los campesinos, no se unen a ninguno de esos
grupos, aun cuando sufran, en distinto grado, la influencia de uno u
otro. Son judíos, simplemente, con mayor o menor fervor y sin una
calificación especial. Además, más allá de los rótulos oficiales,
podemos entrever una multitud de conventículos acerca de los
cuales da una luz difusa, a veces, alguna alusión del Talmud, algún
Padre de la Iglesia o un fragmento de un nuevo manuscrito. Los
aspectos fundamentales del judaísmo, afirmación monoteísta y
práctica de la Ley mosaica, podían enriquecerse y agilizarse de una
manera tan múltiple que ninguna autoridad doctrinal de las
reconocidas universalmente habría podido reglamentar. Se
desarrolla de esta manera toda una vida sectaria que escapa más o
menos del control del sacerdocio y de los doctores. Alcanza y a
veces supera los límites entre los cuales se sitúa el judaísmo oficial
y que puede llamarse ortodoxo. La observancia aumenta a veces y
a veces se reduce; y el rigor monoteísta también se ablanda de vez
en cuando. El judaísmo, considerado en sus formas clásicas,
aparece, ante el paganismo que lo rodea, como un bloque
impenetrable y sin ninguna grieta; pero, sin embargo, sufre su
influencia a través de los grupos disidentes, más o menos
heterodoxos, y también a través de la Dispersión.
Porque en aquellos tiempos Palestina está lejos de
poseer toda la población judía. En el curso de los siglos que
preceden a la era cristiana, las vicisitudes de una historia llena de
acontecimientos determinaron la formación de una amplia
emigración, unas veces forzada y otras espontánea, que se dirigió
hacia Mesopotamia y, sobre todo, hacia las regiones mediterráneas
unificadas bajo el Imperio romano. Así queda constituida la
Diáspora, o Dispersión, cuya población es ampliamente superior a
la de la pequeña Palestina. Existen colonias judías en todo el
derredor del Mediterráneo y especialmente en los grandes centros.
Son, en particular, importantes en Antioquía, Roma y Cartago, y en
Alejandría que, si sólo consideramos los números, es más metrópoli
de Israel que Jerusalén. El judaísmo está oficialmente reconocido y
protegido por Roma tanto dentro como fuera de Palestina: es una
religio licita, de la misma manera que los cultos paganos. Lo que no
impide el estallido, a veces violento, del antisemitismo.
Esta situación de Palestina y del judaísmo, al
principio de la era cristiana, tiene dos consecuencias mayores que
debemos destacar. Por una parte, las torpezas políticas y la
ocupación exasperan el sentimiento nacional judío. En el Estado
teocrático que es Israel, este sentimiento tiende a confundirse con el
religioso, o, por lo menos, a nutrirse de él. En contacto cotidiano con
los goyim impuros, los judíos piadosos se encierran en una práctica
escrupulosa de la Ley y multiplican las barreras rituales que los
aíslan del exterior. Soportan con disgusto el dominio de la tierra
santa por los paganos—con frecuencia tan chismosos e hirientes—
y desean su caída. Esperan ansiosamente el restablecimiento de la
independencia nacional y con ella la instauración del reino de Dios
por el Mesías, hijo de David. Florece la literatura apocalíptica y deja
entrever, en un día que parece próximo, el Día del Juicio, terrible
para los impíos y radiante para el pueblo elegido, para el que
supondrá una gloriosa recompensa.
Indudablemente esas disposiciones no se manifiestan
con la misma acuidad en toda la población. Los saduceos
desconfían. Los esenios condenan el oficio de las armas y sólo
confían en Dios para ver instaurado su Reino. Por el contrario, los
fanáticos zelotes, extremistas del fariseísmo, consideran un deber
apresurar su llegada por medio de la violencia. En cuanto al
fariseísmo medio, aun detestando el dominio extranjero, en los
hechos, lo tolera con tal de que la libre práctica de la Ley quede
salvaguardada. Entregado a la idea mesiánica, desconfía, sin
embargo, de los agitadores y de los mesías que aparecen
periódicamente y cuya influencia sobre las masas en general se
ejerce en perjuicio de la suya propia. El núcleo de sus
preocupaciones es la Ley y no el Mesías.
Pero ocurre que, de manera más o menos aguda,
existe el problema que supone para todo judío la presencia de los
romanos. Y la fiebre mesiánica adquiere carácter crónico en
Palestina. Se manifiesta a veces en violentos estallidos, algunos de
los cuales llegan hasta la Diáspora. Su resultado final fue el gran
levantamiento de 66-70. El cristianismo nace y se desarrolla en esta
atmósfera de crisis, en este fondo de remolinos mesiánicos. Como
también él es un movimiento mesiánico, no deja de sentir las
contradicciones de semejante situación.
Pero por otra parte, por mucho que el judaísmo
quiera aislarse del mundo exterior, no logra impedir el contacto. En
Palestina, y aún más en la Diáspora, se establecen relaciones no
siempre hostiles. Las influencias se ejercen en ambos sentidos: el
judaísmo, al recordar el mensaje universalista de los profetas, trata
de convertir a los gentiles a la idea de un Dios único. Alrededor de
cada sinagoga, una propaganda misionera activa hace que se
reúna un grupo de paganos simpatizantes, los 'temerosos de Dios'
que, junto con la fe monoteísta y la ley moral, acepta un rudimento
de obligaciones rituales. Algunos llegan a la conversión integral
consagrada por la circuncisión: son los prosélitos. Por lo contrario,
el judaísmo se muestra sensible a su vez a los valores y a las
bellezas de la cultura helénica. El griego es la lengua usual y hasta
litúrgica de las comunidades dispersas. Los judíos más cultos de la
Diáspora leen a los filósofos griegos. Y no hay duda de que les
gusta encontrar en sus escritos el eco de la revelación bíblica
haciendo de ellos los discípulos, más o menos conscientes, de
Moisés. Pero al mismo tiempo, esas doctrinas penetran en ellos,
que vuelven a pensar en su judaísmo en función de los nuevos
datos adquiridos. Se elabora así una cultura judeo-helénica, cuyo
foco principal está en Alejandría y cuyo más notable representante
es Filón, contemporáneo de Cristo y de San Pablo. Se traduce la
Biblia al griego. La versión llamada de los Setenta, que data del
siglo II a. C., refleja fielmente el estado de espíritu de los judíos
helenizados. Estaba destinada al mismo tiempo para uso litúrgico
de las comunidades judías de lengua griega y para propaganda
entre los paganos. Cuando empiece a extenderse el cristianismo
por el Imperio, seguirá de una manera natural la senda abierta por
el judaísmo helenizado y misionero. Recogerá su espíritu y, en
buena parte, su clientela. La versión de los Setenta se convertirá en
la Biblia oficial de la Iglesia. Sin la labor de preparación realizada
por las sinagogas de la Diáspora, los rápidos progresos del
cristianismo serían inconcebibles.
A través de ellas llega también el cristianismo a los
medios paganos, y de ellos recibe, en buena parte y por ese
conducto, su influjo. El Imperio Romano es un ámbito que se ofrece
para su expansión: es en sus límites donde se ejerce la primera
acción misionera de la nueva Iglesia. En Europa, en África y en
Asia, todos los países ribereños del Mediterráneo, sin excepción,
están sometidos a la autoridad romana que se extiende, además,
hasta La Mancha y Gran Bretaña, hasta el Rin, el Danubio y el
Eufrates. En aquellos tiempos, las fronteras disfrutan en toda su
extensión de una tranquilidad relativa. En ninguna parte está
seriamente amenazada todavía la integridad del Imperio. Al terminar
las guerras civiles, Augusto le dio una estabilidad política que se
mantuvo sin muchas dificultades durante el medio siglo que siguió a
su muerte (año 14 d. C.). La vejez recelosa y cruel de Tiberio (14-
37) y las rarezas de Claudio (41-54) no bastaron para clasificarlos
entre los malos emperadores. Aparte del breve reinado de Calígula
(37-41), asesinado —víctima de su locura—, y del de Nerón, que
empezó de una manera eufórica y terminó, tras una serie de
sangrientas tragedias, con el asesinato del emperador y abrió en la
historia del Principado la primera crisis grave de sucesión, la
dinastía julio-claudina aseguró en los inmensos territorios que
estaban a su cargo una calma y una prosperidad notables. Es cierto
que la paz romana sirvió mucho al cristianismo durante los
Antoninos en el siglo I y más aún en el II. Sus primeros pasos se
dirigieron naturalmente a lo largo de las grandes rutas comerciales,
terrestres o marítimas, y hacia los principales centros del Imperio.
Facilitó su propagación una unificación lingüística bastante
avanzada por medio del latín en Occidente y del griego en Oriente,
que se superponían a los idiomas locales como lenguas empleadas
en las transacciones comerciales, la administración y la cultura. Esa
propagación se produjo desde el principio en griego, lengua familiar
a los judíos de la Diáspora.
Esta unificación política y cultural se acompañaría de
la unificación religiosa, cuya primera etapa se había producido con
las conquistas de Alejandro. No es que se hubiesen suprimido los
cultos de los países que integraban el Imperio. Por el contrario,
subsistían con toda su fuerza y daban a la vida de las provincias
una complejidad y una variedad realmente notables. Pero,
yuxtapuestos o identificados con las divinidades del paganismo
oficial, los dioses indígenas fueron romanizados. El panteón
grecorromano sigue nutriéndose a medida que se extienden las
conquistas, y la fisonomía de las divinidades tradicionales se
enriquece con nuevos rasgos que varían según las provincias. Hay
tantos Júpiter como mitologías locales, y la similitud del nombre
disimula mal la diversidad de dioses que supone. Esta
interpenetración de las figuras divinas, de sus mitos y de los ritos
celebrados en su honor, representa el hecho más importante de la
historia del paganismo declinante: es el sincretismo. Sólo queda al
margen el judaísmo, gracias a un privilegio que se le ha reconocido
oficialmente, negándose a todo compromiso. Lo mismo hará el
cristianismo, y ésa será la causa principal de las persecuciones.
En este movimiento de intercambios, el papel de
Roma es, ante todo, receptivo. Las debilidades de su religión
tradicional son todavía más visibles cuando está en contacto con
otros cultos. Es una religión esencialmente cívica, cuyos sacerdotes
son magistrados, que no tiene más que ritos, sin doctrina y sin ética,
cuidadosa del formalismo pero que ofrece muy poco alimento a la
vida espiritual. Ahora bien, si en algunos medios triunfan el
escepticismo y la indiferencia, combinados con la práctica
escrupulosa de los ritos que figura entre los deberes del buen
ciudadano, y de todo hombre bien educado, muchas almas sienten
claramente la necesidad religiosa. Quieren tener la certeza de la
salvación y la seguridad de una segunda vida bienaventurada.
Algunos buscan esto en la filosofía. Pero los grandes
sistemas filosóficos responden de una manera muy imperfecta a
esta búsqueda. El epicureismo es arreligioso, inclusive irreligioso. El
estoicismo que practican los romanos tiende antes que nada a
convertirse —como el cinismo— en una moral, separándose de todo
el aparato cosmológico del que, en sus orígenes, estaba
acompañada. Se abandona la especulación ontológica. Solo sigue
preocupándose por ella la tradición platónica, a veces mezclada con
el pitagorismo, aunque se desvía cada vez más en un sentido
religioso. Pero, por lo demás, estos sistemas apenas si se dirigen a
una élite de gentes cultivadas que, en general, desprecian a las
gentes del vulgo y se preocupan muy poco por conseguir adeptos
entre éstas. Pero la necesidad religiosa está en todos los sitios.
Para satisfacerse plenamente, busca por otras partes y recurre a
Oriente, gran proveedor de religiones.
El culto a Roma y a Augusto, que se rinde al genio de
la ciudad imperial y a la persona del príncipe reinante, proviene de
Oriente. Procede en línea recta del culto a los soberanos tal y como
lo practicaban las monarquías helenas surgidas del Imperio de
Alejandro y, antes que ellas, de los grandes Estados del Cercano
Oriente. Fomentado y utilizado por Augusto y sus sucesores, supera
a la persistente variedad de cultos locales, más o menos
coordinados y fundidos, y sirve de base para cimentar la unidad
moral del Imperio. El éxito logrado da la medida de la lealtad de los
súbditos. El emperador, imagen y encarnación de los dioses
celestes, en la terminología oriental que poco a poco se extiende
por Occidente, es Señor y Salvador, Kyrios y Soter. En el culto que
se le rinde hay algo más que servilismo cortesano.
Pero muchos, sobre todo entre la gente humilde,
tienen para este hombre divino que vuelve próxima y tangible a la
benefactora Providencia de los Inmortales, un fervor auténticamente
religioso. Valdrá la pena tenerlo en cuenta cuando se quiera
comprender la difusión del cristianismo. Pero, claro, esta
Providencia sólo se ejerce aquí abajo, en lo inmediato. Y lo que
preocupa a estas almas es el más allá. En los cultos orientales, y en
particular en los cultos de los misterios, encuentran la respuesta que
necesitan para las preguntas que se plantean.
En la época romana los cultos con misterios han
perdido el carácter estrictamente nacional que tenían las religiones
de las cuales surgieron en Egipto, Siria, Asia Menor y Persia. En lo
sucesivo se dirigirán cada vez más a todos, sin distinción de origen
geográfico o social: son individualistas y universalistas a la vez.
Tienen otros rasgos en común. A lo largo de una iniciación
progresiva y secreta, y tras unas pruebas más o menos largas,
comunican a sus fieles una doctrina del destino humano que
profesan todos. A los iniciados, el conocimiento de esta doctrina, y
sobre todo el cumplimiento de ciertos ritos que en su conjunto
constituyen el misterio, les procura la seguridad de una inmortalidad
feliz. El ambiente general en que se desenvuelven estas liturgias
místicas es bastante confuso, sensual y a veces francamente
inmoral: sin embargo, algunos de esos cultos, y particularmente el
del dios persa Mitra, se preocupan por el esfuerzo moral y exigen de
sus fieles una disciplina que linda con el ascetismo.
En el centro de la enseñanza esotérica se encuentra
el mito del dios. Con la única excepción de Mitra, son dioses
sufrientes; en sus comienzos son una imagen de la vegetación, que
muere en otoño y vuelve a renacer en primavera. Osiris el egipcio,
Atis el frigio, Adonis el sirio, mueren y resucitan luego para entrar en
la inmortalidad. La iniciación consiste en reproducir simbólicamente
la pasión, la muerte y la resurrección de su dios, en el creyente,
convirtiéndole así en participante de su destino y dándole a su vez
acceso a la inmortalidad. Divinidades dolientes, estos dioses son,
asimismo —y Mitra, el único que no tiene asociada una compañera
divina, también lo es, pero en otro sentido—, dioses salvadores,
después de haber sido salvados ellos mismos y por haberlo sido.
Estamos lejos del frío paganismo romano y se comprende
fácilmente el. éxito que encontraron estos cultos en todos los sitios
en que se instalaron. El período de su mayor difusión en el Imperio
se sitúa en los siglos II y III. Pero ya al principio de la era cristiana
están en pleno auge, no sólo en sus países de origen, sino también
en los principales centros de Oriente y, la mayor parte de ellos, en
Occidente, por lo menos en los sitios más importantes.
Es decir que su difusión es contemporánea de la del
cristianismo, con el cual su doctrina y algunos de los ritos tienen una
semejanza que llamó la atención aun de los primeros escritores
cristianos. Para el historiador moderno plantean la cuestión de una
posible influencia acerca de la que hablaremos más adelante.
Algunos historiadores, impresionados justamente por esas
semejanzas, pero desconociendo diferencias no menos notables,
han considerado que el cristianismo no pasaba de ser un culto con
misterios, con una estructura y un espíritu idénticos a los de los
demás, y que Cristo, dios salvador, no era, como en los otros, más
que una figura mítica nacida de la imaginación mística de un grupo
de judíos iluminados. M. Couchoud, entre otros historiadores, ha
sostenido en Francia esta tesis mitológica.
M. Couchoud y sus discípulos parten del hecho
siguiente: las Epístolas de Pablo, en las que el 'misterio cristiano'
centrado en el Cristo divino se expresa con toda claridad, son los
escritos más antiguos del cristianismo y, en particular, bastante más
antiguos que los Evangelios —que, por lo demás, los sostenedores
de esta tesis sitúan en un siglo II muy avanzado—; M. Couchoud y
sus discípulos consideran que esta cronología neotestamentaria
muestra fielmente dos etapas sucesivas en la elaboración de la fe
cristiana: la figura del Cristo-dios habría precedido, en efecto, a "la
leyenda del hombre Jesús".
No entro a discutir aquí, de manera detallada, esta
tesis en la que, junto a datos de lo más pertinentes hay
razonamientos de lo más engañosos y construcciones totalmente
paradójicas. Plumas autorizadas la han refutado en varias
ocasiones, a mi parecer de manera definitiva. Sin hablar de algunas
inverosimilitudes enormes, descuida toda la elaboración oral de la
tradición evangélica, que precedió y condicionó la redacción de los
Evangelios. Pero por lo menos nos permite entrever el desarrollo de
una manera suficientemente clara como para que no nos quede la
menor duda. Nos permite también remontarnos, de hecho en hecho,
hasta una fecha anterior a las Epístolas paulinas y hasta 'el hombre
Jesús' mismo. Puede, pues, tenerse como hecho debidamente
establecido que Jesús, personaje histórico, murió en Jerusalén
hacia el año 30, durante el reinado de Tiberio y siendo Poncio
Pilatos procurador de Judea.
Capítulo II: La comunidad de Jerusalén
El trágico fin de Jesús desconcertó, al principio, a sus
discípulos que le habían acompañado a Jerusalén con la esperanza
de ver instaurada allí su mesiánica realeza. Alguna razón hay al
pensar que en su mayor parte ni siquiera esperaron a conocer el fin
del proceso para dispersarse y volver, desesperados, a su Galilea
natal. Los términos de desengaño que pone Lucas en boca de los
discípulos de Emaús nos muestran de manera bastante exacta el
estado de ánimo de la pequeña comunidad inmediatamente
después del drama: “Jesús el Nazoreo, que fue un profeta poderoso
en obras y palabras delante de Dios y de todo el pueblo;... nuestros
sumos sacerdotes y magistrados le condenaron a muerte y le
crucificaron. Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a
Israel; pero, con todas estas cosas, llevamos ya tres días desde que
esto pasó."Jesús Nazareno, el cual fue varón profeta, poderoso en
obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo ... Le
entregaron los príncipes de los sacerdotes y nuestros príncipes a
condenación de muerte, y lo crucificaron. Mas nosotros
esperábamos que él era el que había de redimir a Israel: y ahora
sobre todo esto, hoy es el tercer día que esto ha acontecido" (Lucas
24,19-21).
En eso habrían terminado las cosas, y no habría
tenido consecuencias el 'movimiento' de Jesús, fracasando, como
tantos otros, en la historia del mesianismo judío, si no hubiese
ocurrido un acontecimiento conmovedor: la resurrección. No vamos
a intentar aquí una explicación de este hecho; el historiador no
puede establecer ni invalidar la realidad; tanto la afirmación como la
negación están más allá del plano de la historia; y el testimonio de
los textos sobre la tumba vacía sólo puede convencer a los que
admiten por adelantado la posibilidad del milagro. Todo lo que
puede y debe notar y afirmar el historiador es que ocurrió algo sin lo
cual no tendría razón de ser todo el desarrollo ulterior del
cristianismo. Que ese algo tenga una realidad objetiva o que, por el
contrario, sea de orden puramente subjetivo, no es cosa que para él
tenga una importancia capital. Lo que la tiene, más que el hecho de
la resurrección corporal, es la fe de los discípulos, la fe de Pascuas:
"que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras;
que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a
más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la
mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago;
más tarde, a todos los apóstoles. Y en último término se me
apareció también a mí, como a un abortivo." (I Cor 15,4-8). En este
testimonio, el más antiguo que conocemos, la fe de Pascuas se
expresa en su forma más simple. No se menciona en ella, en efecto,
la Ascensión que, en los Hechos, está incluida entre las visiones de
los primeros discípulos y la de Pablo, estableciendo entre ellas una
diferencia bien clara, ni la tumba vacía, que es un elemento
secundario de la tradición, y sí solamente las apariciones que
disipan la desesperación, reaniman los corazones y fundan
verdaderamente el cristianismo.
Observan nuestros textos una discreta reserva sobre
los desfallecimientos de los discípulos, y no resulta fácil restablecer
la realidad de los hechos a través de los profundos arreglos que la
tradición evangélica les impuso. Pero se puede, por lo menos, tener
por seguro que las primeras apariciones ocurrieron en Galilea
(Marcos 16,7). Su efecto fue que los discípulos volviesen a
Jerusalén para esperar allí el segundo advenimiento del Maestro —
la Parusía—, la instauración del Reino de Dios. El jubiloso mensaje
que en adelante proclaman es la resurrección de Jesús y su
próxima vuelta. Así queda expresado en los discursos que los
Hechos atribuyen a Pedro y que seguramente reflejan con fidelidad
el pensamiento de la Iglesia de Jerusalén: "A Jesús, el Nazoreo,
hombre acreditado por Dios entre vosotros con milagros, prodigios y
señales que Dios hizo por su medio entre vosotros, ... que fue
entregado según el determinado designio y previo conocimiento de
Dios, vosotros le matasteis clavándole en la cruz por mano de los
impíos; a éste, pues, Dios le resucitó... Sepa, pues, con certeza
toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo a este
Jesús a quien vosotros habéis crucificado.” (Hechos 2,22-24a.36)
“Arrepentíos, pues, y convertíos, para que vuestros pecados sean
borrados, a fin de que del Señor venga el tiempo de la consolación y
envíe al Cristo que os había sido destinado, a Jesús, a quien debe
retener el cielo hasta el tiempo de la restauración universal... "
(3,19-21).
Pero el infamante suplicio sufrido por Jesús
planteaba un doble y grave problema a los judíos, empezando por
los discípulos. ¿Cómo habían podido hacerse culpables de
semejante crimen en la persona del Mesías las autoridades de
Israel? Y si Jesús era el Mesías, ¿cómo había muerto en la cruz sin
que Dios hiciese nada? A través de los escritos del Nuevo
Testamento, asistimos a las indagaciones del pensamiento cristiano
en busca de una solución. Sobre el primer punto, nuestros
Evangelios, en los que se expresa el punto de vista de la
generación posapostólica —poniendo tal vez aparte a Mateo— y de
la Iglesia de los gentiles, disminuyen la responsabilidad de Pilatos e
insisten en la de Israel. Puede sin embargo admitirse con legítimas
razones que los discípulos de Palestina no veían las cosas
exactamente de la misma manera; pero el papel desempeñado por
el Sanedrín en el proceso de Jesús fue tan evidente y decisivo que
no puede negarse pura y simplemente. No obstante se le podían, al
menos, conceder algunas circunstancias atenuantes. Es lo que
Pedro hace en uno de sus discursos: "Ya sé yo, hermanos, que
obrasteis por ignorancia, lo mismo que vuestros jefes". Y da a la vez
la respuesta de la Iglesia primitiva al segundo de los puntos: "Dios
dio cumplimiento de este modo a lo que había anunciado por boca
de todos los profetas: que su Cristo padecería” (Hechos 3,17-18).
Para llegar a ser el Mesías glorioso, Jesús tenía que ser primero el
Mesías del dolor.
Nos estamos alejando mucho de los puntos de vista
ordinarios de la escatología judía, para los cuales la elección
mesiánica se manifiesta de repente por el poder victorioso que, en
una Palestina desembarazada por fin de paganos impíos, indica el
comienzo simultáneo del dominio de Israel sobre las naciones y del
reino de Dios en la tierra. Para arrancar a los discípulos de esos
marcos tradicionales, fue necesaria la brutal realidad del Calvario.
Pero seguramente recordaron las palabras que el Maestro mismo
les había dirigido.
No puede dudarse de que Jesús tenía conciencia de
ser el Mesías. Al nombrarse habitualmente como el Hijo del
Hombre, reivindica, muy aparentemente, la prerrogativa mesiánica.
Pero su función de Mesías parece que la concibió conforme a otra
figura bíblica: la de Siervo sufriente (Isaías 40-55), todo humildad y
sumisión total a la voluntad divina, en una vida de sacrificio y de
abnegación. Y si al principio creyó que la inminente instauración del
Reino sería también su propia glorificación no permaneció firme en
esta idea optimista. No veo ninguna razón decisiva para que pueda
sospecharse de la autenticidad sustancial de los pasajes en que
habla de las pruebas que le esperan e imputárselas íntegramente a
la pluma de los autores evangélicos, empeñados en mostrar que el
Maestro había previsto todo, inclusive la crucifixión; lo que no
excluye que los evangelistas hayan exagerado al transcribir lo dicho
por Jesús. Tampoco es necesario que hagamos intervenir a priori
teológicos. Estamos en el plano de la historia. Su ministerio se
vuelve inexplicable si nos negamos a admitir que Jesús contempló y
aceptó la eventualidad de sus sufrimientos, de la humillación y
seguramente hasta de la muerte; me parece evidente que, al
ascender a Jerusalén, asumió los riesgos que implicaba su decisión,
aunque posiblemente no descartase de manera absoluta la
posibilidad de una intervención victoriosa de Dios. Si, para resolver
el enigma de su muerte, los cristianos han buscado después en la
Biblia las imágenes del Maestro, ¿por qué no habría de haber hecho
él lo mismo, sobre todo al ver cómo crecía en su derredor la
hostilidad de los medios dirigentes? Es en su espíritu donde se
formó la imagen del Mesías sufriente, y no simplemente en el
pensamiento de las generaciones posteriores.
Ahora bien, esta concepción tal vez estuviese por
entonces menos ausente del judaísmo de lo que se ha admitido
durante mucho tiempo. Estaba ausente del judaísmo oficial.
Seguros de ello, muchos críticos han considerado que en el
pensamiento judío representaba una aparición tardía, seguramente
debida a las influencias cristianas y que nunca había arraigado.
Actualmente somos menos categóricos. Con la figura del Siervo,
ofrecía la Escritura un punto de apoyo para formar la idea de un
Mesías que fuese doloroso primero y glorioso después, hasta
glorificado a causa de sus sufrimientos. No parecía, hasta ahora,
que esta figura hubiese logrado mucho éxito fuera del cristianismo y
antes que él. Pero se han encontrado nuevos documentos, escritos
al margen de la ortodoxia de Jerusalén, que revelan perspectivas
insospechadas.
Los manuscritos descubiertos hace poco cerca del
Mar Muerto, casi seguramente anteriores a la era cristiana, nos
proporcionan la biblioteca de una secta judía, llamada de la Nueva
Alianza, que todo induce a considerar como una rama de la cofradía
esenia descrita por Filón, Josefo y Plinio el Viejo. Junto con los más
antiguos manuscritos de que pueda disponerse hoy, de diversos
libros canónicos o apócrifos, figura un comentario del libro de
Habacuc, interpretado con tanto saber como sagacidad por M.
Dupont-Sommer, profesor de la Sorbona. Revela que el jefe de la
secta, el misterioso "Maestro de Justicia", estuvo sujeto a la sevicia
de los sacerdotes de Jerusalén, muy probablemente hacia la mitad
del siglo I de nuestra era. Muerto en circunstancias poco claras,
ascendió al cielo, según creían sus discípulos. Contaban éstos
firmemente con su regreso para obtener una gloriosa victoria al final
de los tiempos y, al parecer, la fe en el Maestro era la condición
para la salvación y el ingreso al Reino.
Falta mucho para elucidar enteramente todos los
problemas que este descubrimiento plantea. Pero sabemos lo
bastante como para advertir que esta secta ofrece analogías
exactas con ciertos puntos del cristianismo primitivo. Como Jesús,
el Maestro de Justicia es, primero, heraldo, y después artesano del
Reino, y al mismo tiempo es objeto de devoción y de especulación
teológica. Para él también las vicisitudes de su vida terrestre
suponen la seguridad de su exaltación y de su glorioso retorno.
Quedan por precisar la naturaleza exacta y las influencias posibles.
Si parece dudoso que entre la secta y la Iglesia naciente haya una
filiación directa, no podemos dejar de advertir que reina en ambas
una atmósfera muy semejante. No está dicha la última palabra con
la desaparición del Maestro, ni para los fieles de la Nueva Alianza ni
para los cristianos. Unos y otros se vuelven hacia el porvenir: la
esperanza cristiana prolonga en cierta forma a la de la secta.
Además, la idea del Mesías sufriente fue aceptada
por los primeros cristianos, pero no sin esfuerzo. Mesías, lo fue para
todos en seguida. Por mucho que nos remontemos, el título de
Cristo —Christos, el Ungido, equivalente griego del Maschiah
hebreo— se une a su nombre como un segundo nombre propio; y la
confesión de Pedro, "Tú eres el Cristo" (Marcos 8,29), parece
reflejar claramente el pensamiento de sus discípulos cuando aún
vivía. Pero les cuesta resignarse a que en su tránsito haya un lugar
para el sufrimiento, y la idea, afirmada por San Pablo, del valor
redentor de la cruz, es posible que no los haya iluminado, tan fuerte
era la influencia de las concepciones tradicionales del judaísmo
oficial. Esa influencia se ejerce también sobre otros puntos; los
primeros discípulos no tuvieron ni el sentimiento ni la voluntad de
salir del judaísmo.
Tenemos poca información sobre los progresos de la
comunidad de Jerusalén, y nos ha costado bastante separar en los
primeros capítulos de los Hechos, lo que es verdaderamente
histórico, como, por ejemplo, lo que encubre exactamente el
episodio de Pentecostés. Pero por lo menos se puede deducir lo
siguiente: el mensaje cristiano primitivo se dirige con prioridad, y al
principio de manera exclusiva, a los judíos, israelitas de nacimiento
o prosélitos provenientes del paganismo. Las grandes fiestas judías,
que llevaban a Jerusalén una cantidad considerable de peregrinos,
dieron a los apóstoles la feliz ocasión de transmitirlo ante amplios
auditorios. Es dudoso que tres mil hombres se convirtieran en un
solo día por obra de su palabra (Hechos 2,41): puede sospecharse
que el autor ha reunido en un episodio único y espectacular el
resultado progresivo de esfuerzos mantenidos durante algún
tiempo.
El núcleo de la comunidad está constituido por los
discípulos de Galilea: los Doce que, según los Evangelios, fueron
los más antiguos compañeros del Maestro; algunas mujeres que le
siguieron cuando vivía y, finalmente, sus parientes más próximos,
como su madre y sus hermanos. Estos últimos, que al parecer se
mantuvieron hostiles durante el tránsito terrenal de Jesús, no se
convirtieron seguramente hasta después de su muerte, en
circunstancias que desconocemos. Este pequeño grupo,
desprovisto de nexos firmes con Jerusalén, cuyas reuniones se
celebraban en "la estancia superior" (Hechos 1,13), que la tradición
ha identificado con el lugar en que se celebró la última Cena, parece
que llevó una vida de comunidad. El régimen colectivista descrito en
los Hechos (2, 44-45), probablemente es el de este grupo, y no el
de la Iglesia ampliada. Si a esta pequeña colonia de galileos
añadimos los discípulos atraídos por Jesús en Jerusalén, el número
de ciento veinte personas que se nos da como grupo inicial (Hechos
1,15) está dentro de los límites de lo verosímil.
En cabeza del grupo está el equipo apostólico y, más
especialmente, un triunvirato compuesto por Pedro, Juan y
Santiago, hermano del Señor, a quienes Pablo llama "las columnas"
(Gálatas 2,9). También los Hechos atribuyen a estos tres hombres
un lugar particularmente importante. Pedro y Juan forman parte de
los que comúnmente llamamos, imitando a los Evangelios (Mateo
10,2), los Apóstoles. Al principio, según nos dice San Pablo, el título
de apóstoles, aunque englobaba a los Doce, tenía un sentido más
amplio: Pablo lo reivindica con insistencia para sí mismo y lo aplica,
además, en sus comunidades, a una categoría especial de fieles y,
en la comunidad primitiva, a Santiago, hermano del Señor, que no
forma parte de los Doce como su homónimo, el hermano de Juan
(Gálatas 1,19, cf. I Corintios 15,5-7). Para Pablo, apóstoles son, de
la misma manera que él, todos los que partieron a difundir el
Evangelio, ya en Israel, ya en el exterior. Es decir, que entiende
este término en su sentido etimológico de enviado —de Cristo—. Si
los Evangelios especializaron después el título y lo restringieron a
los Doce, es para designar a éstos como los apóstoles por
excelencia, iniciadores de la predicación a los gentiles y jefes de la
Iglesia universal, según el solemne mandato que Cristo resucitado
les confirió en el momento de abandonarlos, definitivamente
(Marcos 16,15 y sigs.; Mateo 28,16 y sigs.). Semejante
transposición no responde fielmente a la realidad porque, como
veremos, cabe pensar que si algunos de los Doce efectivamente
participaron de manera muy activa en la misión en tierras paganas,
no lo hicieron en seguida, y además la iniciativa no fue de ellos.
Esencialmente, son los jefes espirituales —
sedentarios al principio— de la Iglesia de Jerusalén y de las filiales
que se fundaron inmediatamente en Palestina (Gálatas 1,22;
Hechos 9,31). Su autoridad, y a través de ellos la de la Iglesia-
madre, se ejerce no solamente sobre los judíos conversos, sino,
además como dicen las Epístolas de Pablo, sobre los cristianos de
la gentilidad. El que habla en nombre de los Doce y de la
comunidad es unas veces Pedro y otras Santiago. Juan, al parecer,
tiene una posición subalterna en cuanto a ellos dos. Al lado de los
Doce, los Hechos mencionan a los Ancianos (14,4 y sigs). Cómo se
repartían las tareas entre los dos grupos, es cosa que no sabemos
exactamente. Pero por lo menos es evidente que el segundo estaba
subordinado al primero; su autoridad seguramente era nada más
que local y administrativa. En aquella época existían el nombre y la
función en la organización de las sinagogas, de la cual lo tomó sin
duda el cristianismo naciente. El mismo origen tiene el término de
apóstol: según la costumbre judía, apóstoles eran los enviados por
el Sanedrín a las comunidades de la Diáspora. Por sus
componentes, su organización y su espíritu, la Iglesia primitiva
aparece, pues, como una secta judía entre tantas otras. La mayor
diferencia que hay entre ella y la ortodoxia oficial es el hecho de que
los cristianos dan un nombre al Mesías anónimo que espera Israel.
Pero no basta para crear un cisma.
La fe en Cristo Jesús y la esperanza de su próximo
retorno no es seguramente la única originalidad de estos judíos
cristianos. Tienen también ritos que les son propios y por medio de
los cuales se afirman como grupo; un rito preliminar de admisión, el
bautismo, y, a veces, la oración colectiva y la comida fraternal, el
rito eucarístico de la partición del pan. En la costumbre cristiana uno
y otro adquieren un significado particular, que se definirá poco a
poco y a lo que volveremos a referirnos. Pero ambos preexisten en
los oficios judíos. Desde el punto de vista judío, la organización
cristiana no parece anormal y excepcional si tenemos en cuenta la
flexibilidad y la complejidad que tenía el judaísmo en aquellos
tiempos. Comparados con los esenios —que eran verdaderamente
una orden monástica que ofrecía un carácter netamente esotérico
con sus doctrinas y sus ritos secretos y que se abstenía de
participar en el culto de los sacrificios de Jerusalén—, por ejemplo,
los primeros cristianos, en muchos sentidos, están mucho más
cerca del judaísmo común. Su cristología no se opone todavía al
estricto monoteísmo israelita, porque si tienen por su Maestro una
veneración que lo sitúa por encima de la condición humana, están
lejos aún de identificarlo con Dios. Además, según la Ley, se
comportan como judíos ejemplares. Sus reuniones cultuales y sus
ritos no hacen sino sumarse a las manifestaciones normales de la
religión judía: "Acudían al Templo todos los días ... y gozaban de la
simpatía de todo el pueblo" (Hechos 2,46-47).
Se comprende que en tales condiciones la
predicación cristiana captase inclusive a algunos fariseos y que los
demás la vieran con relativa complacencia. Los Evangelios los
muestran como irreductibles adversarios de Jesús. Esta manera de
presentar las cosas refleja, por un lado, el antagonismo que opone a
la segunda generación de la iglesia formada, cada vez más,
exclusivamente por conversos paganos, y al judaísmo, confundido
prácticamente, con el fariseísmo una vez desaparecido el Templo y
el partido saduceo. Los trabajos recientes de investigadores judíos y
cristianos han revelado más de una semejanza entre la enseñanza
de Cristo y la de los fariseos. Los escritos rabínicos ofrecen más de
un paralelo con las sentencias del Sermón de la Montaña. La moral
de Jesús procede en línea recta de la gran tradición profética, que
proclama la primacía del espíritu sobre la letra, de la pureza de
corazón sobre la pureza ritual, de la piedad interior y de las obras de
justicia sobre los holocaustos. Aunque por vías diferentes y menos
perceptibles, también el fariseísmo está unido a la tradición
profética. La idea de la paternidad divina y la ley del amor, que en la
predicación de Jesús logran un relieve y una fuerza inigualados aún,
se encuentran también entre los rabinos. La diferencia consiste en
que mientras éstos llevan los grandes imperativos proféticos a un
lenguaje de legistas y de casuistas, Jesús restituye al mensaje de
los profetas toda la vigorosa espontaneidad que tenía. El espíritu es
fundamentalmente distinto en ambos lados, y el conflicto que pintan
los Evangelios es algo más que una simple anticipación.
A pesar de algunas afinidades muy evidentes, Jesús
y los fariseos chocaron particularmente porque tenían concepciones
totalmente irreductibles sobre la Ley. Para los fariseos, esa Ley, oral
o escrita, ritual o moral, es igualmente santa e intangible en todas
sus prescripciones, y su práctica escrupulosa es la condición de
toda verdadera religión. Por el contrario, Jesús, por muy respetuoso
que fuera en tantas ocasiones del mandamiento y de la
observancia, no dudaba a veces en hacer lo contrario. Para él, las
disposiciones del corazón son determinantes. Si mantiene la
autoridad imperativa de la Ley moral y, en algunos casos, inclusive
insiste en su rigor, en materia de observancia ritual, en cambio,
critica libremente las costumbres consagradas por siglos de
tradición religiosa y, de ser necesario, se exime y exime de ellas a
sus discípulos. Para los fariseos, aparece, pues, como un
escandaloso revolucionario que opone su autoridad personal a la de
generaciones de doctores, llegando a corregir hasta la Torá.
Sobre este punto, los primeros discípulos tampoco
comprendieron perfectamente ni siguieron con fidelidad el mensaje
y el ejemplo del Maestro. La disciplina de estricta observancia,
personificada por Santiago, cuya importancia no dejó de crecer en
la comunidad, planteará un tremendo problema cuando, el
cristianismo se dirija a los paganos. Por de pronto, sirve para que la
Iglesia goce de una paz casi total como secta del judaísmo.
Es característico que las primeras dificultades —sin
ninguna gravedad— que tuvieron que vencer los Doce fuesen
causadas por los saduceos, y, como nos dicen los Hechos (4,1 y
5,17 y sigs.) porque "anunciaban en la persona de Jesús la
resurrección de los muertos" y porque hacían milagros en nombre
de Cristo. El temor a un despertar del mesianismo político
explicaría, junto con la oposición doctrinal, la reacción del partido
sacerdotal. La intervención de Gamaliel, ilustre doctor fariseo, en
favor de los cristianos (5,34 y sigs.) sin duda no tuvo realidad
histórica. Pero no deja de ser verosímil, porque la religión de los
fariseos está más cerca de la de los judeo-cristianos, en muchos
aspectos, que de la de los saduceos.
De hecho, el cristianismo naciente no encontró la
unánime oposición de las autoridades y de la opinión judía hasta
que empezó a poner en tela de juicio algunos puntos fundamentales
e intocables de la Ley. El sermón de Esteban contra el Templo
significó su lapidación. Pero la persecución consiguiente se limita al
grupo de los griegos, sus discípulos. Cuando los Hechos nos dicen
que dispersaron entonces a toda la Iglesia de Jerusalén, excepto a
los apóstoles (8,1), no podemos creerlo. Si hubiesen querido atacar
a toda la comunidad, ¿por qué extraña aberración habrían dejado a
un lado precisamente a sus jefes? En realidad, el resto del relato
expresa claramente que sólo el grupo griego fue perseguido: no la
Iglesia, sino un partido dentro de la Iglesia, que no parece haber
tenido por ella un sentimiento de solidaridad incondicional.
La única persecución verdadera dirigida contra el
conjunto de la Iglesia de Jerusalén es la de Herodes Agripa (44).
Padecieron martirio Santiago Apóstol, hermano de Juan (Hechos
12,1 y sigs.), y tal vez Juan mismo. A Pedro lo detuvieron; pero,
según los Hechos fue milagrosamente liberado. Esta vez la
persecución fue contra los jefes. ¿Por qué tuvo lugar esta súbita
tempestad? Los Hechos cuentan que fue antes del primer viaje
misionero de Pablo y de la conferencia apostólica de Jerusalén.
Para restablecer los hechos de una manera cronológicamente
exacta, tal vez habría que invertirlos, suponiendo que la persecución
fue después y no antes de la conferencia, y que fue motivada por
las sustanciales concesiones que —como veremos— los fieles de
Jerusalén hicieron a Pablo, que se negaba a imponer a los paganos
convertidos la carga de las observancias judías.
Es significativo que Santiago, el hermano del Señor,
fuese el único jefe de la Iglesia a quien no molestaron en aquella
ocasión. No fue por casualidad seguramente, porque en la Iglesia
representaba el grupo más estrictamente legalista. Si las
autoridades le dejaron tranquilo, lo más probable es que lo hicieron
con conocimiento de causa. Su situación se consolidó
considerablemente con estos sucesos. En cuanto salió de la cárcel,
Pedro desapareció de Jerusalén, y se fue a otro lugar, Antioquía tal
vez, donde aparecerá algo más tarde (Gálatas 2,11). Y después
perdemos su huella. Hasta entonces, Pedro había disputado a
Santiago el primer lugar en la Iglesia. De ahora en adelante el jefe
indiscutible es Santiago. Igual que el Islam, que, al morir Mahoma,
elige a los califas entre los miembros de la familia del profeta, aquel
"cristianismo dinástico" —según la feliz expresión de M. Goguel—
encuentra normal que la autoridad espiritual se confiera siguiendo
los lazos de la sangre. Si hubiese sido definitiva, esta orientación
nueva, con su rigor legalista, habría tenido muy graves
consecuencias: se habría terminado la autonomía del cristianismo y
su porvenir. Pero estaban actuando las fuerzas de la emancipación.
Capítulo III: Esteban y los griegos
El relato de los Hechos, que en este caso no es
perfectamente seguro, cuenta cómo, "al multiplicarse los discípulos,
hubo quejas de los helenistas contra los hebreos, porque sus viudas
eran desatendidas en la asistencia cotidiana." (Hechos 6,1). Los dos
nombres que acaban de mencionarse están introducidos ex
abrupto, sin ninguna explicación, como si al lector le fueran
familiares. Al parecer se refieren, uno, a los discípulos de Palestina
de lengua hebraica —o aramea—, y el otro a los discípulos
originarios de la Diáspora que se mantuvieron fieles a las
costumbres griegas aunque hubiesen vuelto a Jerusalén. Las
diferencias lingüísticas que separaban a los dos grupos se veían
reforzadas seguramente por otras divergencias más profundas, que
llegaban más allá de la simple querella alimentaria que se menciona
en nuestro texto. No es mucho suponer —cosa que por lo demás el
texto confirma más adelante— que el espíritu no fuese el mismo en
ambas partes. Los Doce, árbitros del debate, decidieron, según los
Hechos, liberarse enteramente de los asuntos materiales para
dedicarse de manera exclusiva al ministerio de la palabra.
Siguiendo sus proposiciones, la comunidad eligió a siete hombres
"para servir a las mesas"; los consagró en sus funciones mediante
la imposición de las manos. Los siete tienen nombres griegos. Uno
de ellos, Nicolás, es un prosélito de Antioquía. El primer nombrado
es Esteban, "hombre lleno de fe y de Espíritu Santo".
Más de un punto de este relato es de carácter
dudoso. A mi parecer, el número siete es admisible; el hecho de que
tenga un valor simbólico, igual que el doce, no excluye quo haya
existido realmente. Pero, por el contrario, resulta curioso que en
esta elección, destinada a liberar a los Doce de las delicadas
funciones de la intendencia y también a poner término a los
debates, todos los sufragios de la comunidad fuesen
exclusivamente en favor de los griegos. Más garantías de
imparcialidad habría dado una comisión mixta que representase a
las dos partes. Además, en cuanto los eligieron, los Siete
comenzaron a predicar también, sumando a su "ministerio de las
mesas" el de la palabra, aunque ninguno de los dos se vio
disminuido por el otro. Puede pensarse que el redactor ha
trasladado a los orígenes de la comunidad cristiana, de manera un
tanto artificial, la institución del diaconado, dedicado efectivamente a
los problemas materiales que surgían en las Iglesias y
particularmente a la organización de las cenas colectivas y a las
obras de caridad, tal como él lo veía desempeñarse en sus tiempos.
Puede admitirse además que los Siete representan para los griegos
lo que los Doce para los hebreos; es decir que son los jefes
espirituales del grupo. Yo me inclino a pensar que, o bien su
elección es en su totalidad ficticia, o bien se llevó a cabo tan sólo en
el seno del grupo griego y, posiblemente, con anterioridad al
conflicto que, en forma vaga, nos describe el redactor. Podría
tratarse también de una sinagoga de judíos de la Diáspora
instalados en Jerusalén en circunstancias aún desconocidas y que
posiblemente estaban organizados, aun antes de convertirse al
cristianismo, sobre la base de una tradición original y con algunas
particularidades en los ritos o en las creencias. Es algo que sin duda
no era excepcional en el judaísmo. Los judíos de la Diáspora que
volvían a radicarse en Jerusalén solían mantener su propia
organización, la que les era necesaria por el simple hecho de la
diferencia de lenguas. Los Siete llevan su mensaje e introducen la
contradicción en comunidades de ese tipo, en la sinagoga llamada
de los libertinos, la de los cireneos y la de los alejandrinos, según
nos dicen los Hechos. Si esto es así, la imposición de las manos
conferida por los Doce no habría hecho sino confirmar una
autoridad que ya los Siete tenían en su grupo, pero no les concedió
una nueva. Según el redactor, esa autoridad afirma la unión de la
comunidad de Jerusalén.
De una manera o de otra, la intervención del grupo de
los griegos da a la actividad del cristianismo naciente una nueva
dirección. Esteban figura como jefe. Su predicación en Jerusalén le
ocasiona conflictos con ciertos judíos también procedentes de la
Diáspora. Es llevado ante el Sanedrín y "testigos falsos" lo acusan
de blafesmar contra el santo lugar y contra la Ley, "decir que Jesús,
ese Nazoreo, destruiría este Lugar y cambiaría las costumbres que
Moisés nos ha transmitido" (Hechos 6,14). Por lo que veremos
después, estas palabras no eran puras calumnias.
En efecto, Esteban pronuncia entonces un discurso,
al que el redactor, sin duda, ha dado la forma, pero que por no
avenirse con la inspiración general del libro tiene todas las
posibilidades de ser sustancialmente auténtico. El discurso
constituye una verdadera requisitoria. Recuerda las principales
etapas de la historia de Israel, a partir de Abraham, e insiste en los
constantes yerros del pueblo elegido que culminan con la adoración
del becerro de oro, la construcción del Templo, los ataques contra
los profetas y la muerte de Jesús. Esteban no hace más que
recoger en algunos puntos, ampliándolas, las acusaciones
formuladas por los profetas contra Israel. Pero la originalidad de su
pensamiento reside en la condenación radical del santuario y del
culto de Jerusalén, que pone en el mismo plano que la idolatría.
Según los Evangelios, individuos igualmente
calificados de testigos falsos habrían acusado a Jesús, en el
momento del proceso, de haber pretendido destruir el Templo
(Marcos 14,58; Mateo 26,61). El tercer Evangelio es el único, entre
los Sinópticos, en mantener este agravio en silencio y la omisión
resulta aún más curiosa si consideramos cómo a su autor —que es
también el de los Hechos— le preocupa sobremanera destacar el
paralelismo existente entre el martirio de Esteban y la pasión de
Cristo. Las últimas palabras de Esteban, "Señor Jesús, recibe mi
espíritu" y "Señor, no les tengas en cuenta este pecado" (Hechos
7,59-60), son un eco de las que Lucas, también aquí el único de los
tres Sinópticos, pone en boca de Jesús moribundo (Lucas
23,34.46), con la diferencia de que Jesús se dirige al Padre y
Esteban a Cristo. Es difícil, pues, saber si lo hizo efectivamente o si
esta oración nos indica el lugar que Jesús tenía en el culto cristiano
en los tiempos del redactor. Además, la visión extática de Esteban
al final de su discurso, tan brutalmente interrumpido por el auditorio,
no hace más que ilustrar otra promesa que Jesús pronunció durante
su proceso: "y veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del
Poder y venir entre las nubes del cielo" (Marcos 14,62; Mateo 26,64;
Lucas 22,69). La pasión del discípulo reproduce así algunos rasgos
de la del Maestro; es el primer ejemplo de la imitatio Christi que
habría de inspirar gran cantidad de relatos de martirios en la
literatura hagiográfica cristiana.
¿Implica este paralelismo una analogía más profunda
en el pensamiento de ambos mártires? No es imposible que, en el
caso de Jesús, el testimonio de los testigos falsos haya tenido, en
verdad, cierto fundamento. M. Goguel cree que Jesús, "al final de su
ministerio, desesperando ya de la conversión de Israel, llegó a
contemplar la realización del Reino de Dios con los paganos, y no
ya con los judíos, y anunció que cuando volviese como Mesías Hijo
del Hombre, destruiría el Templo y lo reconstruiría después, es
decir, que modificaría la economía religiosa de Israel" (Naissance
du christianisme, pág. 496). Si esta interpretación, para mí plausible,
queda admitida, Esteban representaría un aspecto auténtico,
aunque desconocido por los primeros discípulos, del pensamiento
de Cristo.
Pero se une también, mucho antes de Cristo, con una
tradición del pensamiento mucho más antigua en el judaísmo. Las
fuentes escriturarias de las ideas de Esteban están en el episodio
de la profecía de Natán (II Samuel 7), que Esteban, evidentemente,
interpreta como un repudio puro y simple que el Eterno hace de
todo santuario construido, lo que, en efecto, era en su forma
primera; el texto actual ha alterado el sentido primitivo y representa
la tradición oficial del judaísmo. En la perspectiva original, que
Esteban vuelve a tomar, el único santuario auténtico y legítimo es el
antiguo tabernáculo de los hebreos nómadas, cuyo modelo
comunicó Dios mismo a Moisés en el monte santo (Éxodo 25,9).
Una oposición vigorosa se presenta así entre David, "que halló
gracia ante Dios y pidió encontrar una Morada para la casa de
Jacob" —se trata de la colina de Sión, donde fue instalada el arca
santa, después de la conquista de la ciudad (II Samuel 6,17)—, y
Salomón, que construyó una mansión al Eterno. La construcción del
Templo procede de las mismas malas tendencias que la fabricación
del becerro de oro. Tanto lo uno como lo otro, según dice Esteban,
son "obras de mano (del hombre)"; ahora bien, "el Altísimo no
habita en casas hechas por mano de hombre" (Hechos 7,48, cf.
7,41). Una cita profética (Isaías, 66, 1) nos corrobora el
pensamiento de Esteban que, sin embargo, llega mucho más lejos
que los profetas al condenar el culto de Jerusalén. Lleva hasta sus
últimas consecuencias las críticas que ellos habían formulado,
colocándose así al margen de los esquemas y de las instituciones
del judaísmo oficial.
Históricamente, sigue a aquéllos que, como los
recabitas, se habían mantenido fieles a los viejos ideales nómadas
en plena época monárquica, y hostiles a todas las formas de la
civilización sedentaria mancilladas, según ellos, por las influencias
cananeas. Pero resulta evidente que los motivos de Esteban no
pueden ser los suyos exactamente. Para él no puede ya tratarse de
volver atrás y de restaurar el antiguo tabernáculo, que apenas si es
ya algo más que un símbolo. Su protesta es la de una religión más
espiritualizada, cuya existencia remonta, sin duda, hasta los
orígenes de la historia israelí, y de la cual Moisés había sido el
heraldo en tiempos pasados, aunque represente en realidad las
aspiraciones de algunos judíos instruidos de la Diáspora. A este
respecto, esa religión muestra cierta analogía con la de la Reforma
del siglo XVI, que también pretende restablecer al cristianismo en
toda su pureza inicial; pero como lo ejercían hombres que después
de todo eran de su tiempo, no dejaron de sentir la influencia, más o
menos profunda y más o menos consciente, del clima intelectual
creado por el Renacimiento.
La actitud de Esteban supone cierta interpretación de
la historia de Israel que, a partir de la Alianza, se desenvuelve como
un proceso de degradación y de adulteración progresivas, por ser
ese pueblo pecador y relapso, "¡Duros de cerviz, incircuncisos de
corazón y de oídos!" y que “siempre resistís al Espíritu Santo”
(Hechos 7,51). Estas apostasías sucesivas, iniciadas ya en el
desierto, se aceleran y se agravan al radicarse en Palestina, para
culminar finalmente con la construcción del Templo y la muerte de
Cristo. El espíritu auténtico de la región atávica se perpetúa en la
Diáspora. Para encontrar algún paralelo con el pensamiento de
Esteban, hay que buscarlo en algunos documentos del judaísmo
griego y, particularmente, en algunos pasajes de los llamados
Oráculos sibilinos. Al igual que Esteban, extienden hasta el culto de
Jerusalén las críticas que formulaba la filosofía griega contra los
ritos del paganismo condenando, particularmente, los sacrificios
dondequiera que se practicasen. Como las difundió con un espíritu
de ardiente proselitismo y con una virulencia agresiva, en Jerusalén
y hasta ante el Sanedrín, semejantes ideas tenían que causar la
perdición de Esteban: murió lapidado, sin que haya sido posible
establecer con certeza si lo fue tras una condena regular y con un
proceso debidamente instruido, o si lo fue debido a la violencia
popular.
La condenación del Templo representa solamente un
aspecto de la predicación de Esteban. Constaba, además, sin duda
de un mensaje más positivo y más específicamente cristiano: una
interpretación de la persona y de la misión de Jesús.
Desgraciadamente, nos resulta muy difícil captarlo a través de las
raras alusiones de los Hechos. Entrevemos las grandes líneas de
una cristología, algunas de cuyas características están tomadas de
la comunidad primitiva, pero que ofrece otras que son originales.
Para Esteban, Jesús es un profeta, el más grande después de
Moisés, quien lo había anunciado con estos términos: "Dios os
suscitará un profeta como yo de entre vuestros hermanos" (Hechos
7,37). Esta eminente dignidad se expresa con la denominación de
Justo (7,52). Al ser el Justo por excelencia, Jesús, en cuanto a su
vida terrestre y de dolor, no es aún sino el primero entre los
hombres. Pero el suplicio lo eleva a un lugar infinitamente más alto:
es desde ahora el Hijo del Hombre, situado —el término no debe
causar ninguna ilusión— más allá de la simple humanidad: está
sentado a la diestra de Dios y espera su retorno glorioso como
justiciero soberano. El término de Hijo del Hombre es corriente en
los Evangelios donde, sin embargo, está siempre puesto en labios
del mismo Jesús. En todo el resto del Nuevo Testamento, figura
sólo con su sentido específico, y destacado en griego por el artículo,
en este pasaje de los Hechos. Y esta calificación no le ha sido
atribuida por casualidad seguramente. Al hacerla suya, Esteban se
enlazaba en forma directa, según parece, con el pensamiento de
Jesús y con una corriente de pensamiento escatológico del
judaísmo de la época. La figura celestial y misteriosa del Hijo del
Hombre aparece por primera vez en el libro de Daniel (7,13) y,
luego, con un relieve muy particular, en el de Henoc. Han
contribuido a definir sus contornos algunas influencias extranjeras,
iranias particularmente. La denominación de Hijo del Hombre, de
sentido indudablemente mesiánico, aplicada a Jesús, equivale a
hacer de él el instrumento futuro de la justicia divina y el instaurador
del nuevo orden.
Éste estará caracterizado en particular por la
abolición del culto jerosolimitano; aun cuando Esteban no lo expresa
claramente, ello surge de sus palabras. Hay una oposición
irreductible entre la economía presente, centrada en torno del
Templo, y aquélla de los tiempos mesiánicos. De este modo
parecen haberlo comprendido quienes lo escuchan pues la sola
mención del Hijo del Hombre los enfurece: se diría que la expresión
tenía para ellos según el uso que él le asignaba, un significado muy
preciso y muy subversivo. Si la invocación final al Señor Jesús
pertenece realmente a Esteban, ésta subraya aún más el lugar que
Cristo ocupaba en su devoción así como en su pensamiento
teológico.
La condenación formulada por el jefe de los griegos
no pretende alcanzar, a mi parecer, a toda la tradición religiosa de
Israel, sino simplemente, al judaísmo degenerado del Templo. La
vuelta de Cristo, tal como la concibe Esteban, no tendría por efecto
anular la Ley mosaica, o cambiarla —y cuando tal le atribuyen los
testigos del proceso no son sino falsos testimonios— sino, por el
contrario, el de restablecerla en su original pureza, porque los judíos
"han recibido la Ley, pero no la han guardado" (Hechos 7,53). Por
encima de los siglos de apostasía, Jesús se une con la tradición del
desierto y con Moisés, que lo anunció y anticipadamente reconoció
en su persona a aquél que había de completar su obra, o mejor
aún, que la restauraría: "Un profeta como yo"; esta cita se atribuye
también a Pedro (Hechos 3,22) y destaca la continuidad que, tanto
para el uno como para el otro, une a la obra del legislador con la del
Cristo que tendrá que llegar. Pero aparentemente, esta continuidad
no se ha roto para Pedro en el intervalo; su asiduidad al Templo
prueba que acepta como legítimas todas las etapas de la evolución
religiosa de Israel. Según Esteban, debe rechazarse, por el
contrario, toda una etapa de esta evolución. Cristo será el artesano
de un judaísmo reformado. Con esta perspectiva, la vida terrestre
de Jesús no es más que un preludio dramático y una advertencia.
No parece que haya en Esteban una teología de la cruz. Sus
miradas, como las de los primeros discípulos, contemplan la
Parusía, que supondrá la realización del plan divino. Lo esencial no
ha sido hecho todavía.
El mensaje de Esteban así caracterizado no significa
por sí mismo el advenimiento del universalismo cristiano. A los
gentiles no les interesa su crítica de las instituciones religiosas del
judaísmo, sino de manera muy indirecta. Su cristología sigue siendo
muy judaica. En todo concepto, y a pesar de la violencia de una
requisitoria que podría tomarse como condenación inapelable de
todo el pueblo elegido, Esteban piensa también en las normas
judías, y es a Israel a quien se dirige si no exclusivamente, al menos
en los primeros tiempos. Nada indica que haya anunciado
explícitamente el rechazo de Israel ni el traspaso de la Alianza en
beneficio de los gentiles. Tal como él lo concibe, el cristianismo es
un judaísmo depurado por suponer su vuelta al espíritu auténtico de
la tradición. ¿Resulta excesivo pensar que, en él, el elemento
específicamente cristiano sólo es secundario? Yo creo que ya había
adoptado su posición en las cuestiones esenciales, antes de
convertirse al cristianismo. El principal resultado de su conversión
es que, en adelante, puede dar un nombre a la figura que, hasta
entonces, era anónima, de ese Hijo del Hombre de quien esperaba
la renovación de Israel. Confluyen aquí dos corrientes distintas: el
cristianismo de los comienzos y el movimiento judaico reformista al
cual Esteban pertenecía ya antes. Quien se preocupe por encontrar
a los hijos espirituales del diácono, tendrá que buscarlos por el lado
de Israel y no por el de los gentiles. Su pensamiento tiene analogías
tan precisas con el de cierto judeocristianismo, que se expresa a
través de la literatura llamada pseudoclementina, que nos inducen a
ver en él a su auténtica descendencia: encontramos la misma
condenación de las instituciones rituales —sacrificios y Templo—, la
misma concepción, sostenida por la cita bíblica (Deuteronomio
18,15) de un Cristo que es heredero y que es también casi
reencarnación de Moisés, cuya obra, desfigurada y adulterada por
siglos de historia israelita, tiene que restaurar.
Y sin embargo, está comúnmente admitido que el
verdadero iniciador de las misiones entre los gentiles fue Esteban o,
por lo menos, después de su muerte, el grupo de griegos del cual él
era el jefe. Su nombre nos lleva a pensar que así fue: parece natural
que esos hombres, criados en medio de los paganos y que
hablaban su lengua, y que sin duda simpatizaban con algunos
aspectos del espíritu griego, pensaran en convertir a los gentiles.
Los Hechos nos muestran que, en efecto, los miembros del grupo,
que se habían dispersado al morir su jefe, llevaron el Evangelio no
sólo a Samaría (Hechos 8,4 y sigs.), sino también a Fenicia, a
Chipre y a Antioquía (11,19). Su mensaje, al sacudir el yugo de la
Ley ritual y separar al cristianismo del culto de Jerusalén, creaba las
condiciones favorables que necesitaban para alcanzar influencia
universal. ¿Pero, en este sentido, va su mensaje mucho más allá
que el de algunos profetas? Los Hechos nos enseñan también que
los griegos dispersos anunciaron la palabra únicamente a los judíos,
salvo algunos, originarios de Chipre y de Cirene, que también la
anunciaron a los gentiles en Antioquía (Hechos 11,19). Se sospecha
aquí, al minimizarse su papel, la preocupación por reservar a los
Doce, y particularmente a Pedro, la iniciativa de la misión entre los
paganos; conviene no entender, algunos, en un sentido demasiado
estrecho. Además, de manera general, las cosas pudieron ocurrir
como nos dice el redactor. Porque el mensaje de reforma radical del
judaísmo se dirigía, una vez más, primordialmente a los judíos, y al
ofrecerlo a los paganos no significaba aún, más que una invitación a
que se convirtiesen al judaísmo renovado; nada nos dice, por
ejemplo, que Esteban preconizase la abolición de la circuncisión.
Por lo demás, cualquiera que haya sido la amplitud
de la predicación de los griegos entre los gentiles, los
acontecimientos hicieron que muy pronto se volviera caduca. La
ruina del Templo fue, sin duda, una confirmación —aunque sólo
parcial, puesto que no se debió a la vuelta gloriosa de Cristo y no
instaura su Reino— del mensaje de Esteban. Pero otra
consecuencia fue que ya no tenía objeto: su único interés era
retrospectivo; los ebionistas, de entre los pseudoclementinos que lo
recogieron —aunque no sabemos cómo—, se han mantenido en
posiciones arcaicas. Y antes de la catástrofe el mensaje de Esteban
había quedado superado ya debido a otra concepción de las
relaciones entre el cristianismo y la Ley judía: la que predica San
Pablo, el apóstol de los gentiles. Parece seguro que la comunidad
de Antioquía, donde se había elaborado ya un cristianismo de
lengua y de espíritu griegos y con adeptos tanto paganos como
judíos, aún antes de la intervención de San Pablo, debe su
fundación, en efecto, a los discípulos de Esteban. A pesar de todo,
éste representa, pues, un importante eslabón en el desarrollo del
cristianismo primitivo.
Capítulo IV: San Pablo
Sabemos muy poco de la vida de san Pablo anterior
a su conversión. Nació probablemente en los primeros años del
siglo I, en la Diáspora, en Tarso (Cilicia), importante centro
comercial y cultural. Según parece, conocía el arameo y el hebreo.
Pero su lengua materna era la griega, y leyó la Biblia en la
traducción de los Setenta. A su nombre hebraico, Saúl, une el
cognomen romano de Paulus. Sufrió una influencia posiblemente
profunda del medio en que creció y su cristianismo tiene la huella de
la religiosidad griega. Pero parece haber sido bastante superficial su
cultura profana. No le tienta, como a su contemporáneo Filón, la
síntesis de la revelación bíblica y de la filosofía griega. Su familia
seguramente gozaba de una situación acomodada, puesto que
tenía el derecho de ciudadanía romana; lo que no le impidió,
siguiendo una costumbre bastante corriente por entonces en las
familias judías, y sobre todo entre los rabinos, que aprendiese un
oficio manual: los Hechos nos dicen que fabricaba tiendas de
campaña; es decir que, probablemente, era tejedor o guarnicionero.
Es posible que hubiese cursado estudios rabínicos. Si
damos fe a los Hechos, al menos una parte de su educación la
recibió en Jerusalén, "a los pies de Gamaliel", uno de los más
ilustres doctores de su tiempo; y seguramente asistió a la lapidación
de san Esteban. En todo caso, estaba orgulloso de su raza y de sus
convicciones de judío rigorista. "Del linaje de Israel; de la tribu de
Benjamín; hebreo e hijo de hebreos; en cuanto a la Ley, fariseo; en
cuanto al celo, perseguidor de la Iglesia; en cuanto a la justicia de la
Ley, intachable" (Filipenses 3,5; cf. Gal 1,13; Rom 11,1). Tanto sus
Epístolas como los Hechos nos dicen del odio con que perseguía al
cristianismo naciente, en Jerusalén y en otros lugares. Se ha
supuesto, de una manera muy verosímil, que lo hacía cumpliendo
un mandato oficial; tal vez fuera un apóstol judío; esto es, un enlace
entre el Sanedrín y las comunidades de la Diáspora. Pero una
conversión aparentemente repentina, aunque preparada sin duda
por una lenta transformación interior, hizo de él el Apóstol de Cristo
(Hechos 9,3 y sigs.), quien se le apareció en el camino de
Damasco.
Apóstol, lo fue con toda la fuerza que el lenguaje
cristiano ha conferido a este término. Al servicio del apostolado —
que en lo sucesivo se confundirá con su vida misma— pone Pablo
todas las posibilidades de una personalidad excepcional: un
temperamento apasionado y combativo; una sensibilidad vibrante,
suspicaz, siempre viva, que le lleva sucesivamente a proferir
vehementes invectivas o que se desahoga mediante efusiones de
caridad fraternal o de piedad extática; una voluntad tensa, sujeta a
pasajeros desalientos, en constante lucha con una salud un tanto
débil, sobre la que logra triunfar; una dialéctica en la que se
mezclan los métodos y las sutilezas de las discusiones rabínicas y
las técnicas de la diatriba, popularizadas en el mundo griego por los
predicadores ambulantes de todas las religiones; un pensamiento
difícil, tortuoso a veces, desconcertante si lo juzgamos por las
normas de la lógica cartesiana, paradójico, duro como la elocuencia
con que se expresa, pero arrebatador como ella porque el hombre
se entrega totalmente; una fe ardiente, mística, en Cristo Señor, y
en su propia vocación, que le predestina, desde el seno de su
madre, a convertir a los gentiles.
Los Hechos nos cuentan los viajes misioneros de
Pablo en un relato de precisión desigual y de desigual seguridad,
según los capítulos. En cuanto al tenor de su mensaje tendremos
que buscarlo en sus cartas, de las cuales solamente una parte ha
llegado hasta nosotros. Se escalonan entre 50 aproximadamente (I
a los Tesalonicenses) y 60-62 (Epístolas llamadas de la cautividad:
Filipenses (?), Efesios, Colosenses, Filemón). Jalonan estas cartas
sus itinerarios y extienden su predicación.
De Damasco, donde existía ya una comunidad
cristiana, el nuevo converso se fue a Arabia —entendamos, según
todas las apariencias, el país de los nabateos—, al sudeste de
Damasco. ¿Meditación en soledad o viaje de predicación?
Posiblemente, ambas cosas a la vez. Al volver a Damasco, tres
años después de su conversión, Pablo fue a Jerusalén; sólo se
quedó allí quince días, y estableció contacto únicamente con Pedro
y con Santiago, hermano del Señor (Gal 1,18-19); si insiste sobre lo
largo que fue el lapso anterior a su llegada, y lo breve de su
permanencia, es para indicar que no tenía cuentas que rendir ni
órdenes que recibir de nadie, ni siquiera de los Doce. Tenemos aquí
una de las características fundamentales del Evangelio paulino: a
Pablo no le interesa en absoluto conocer a Jesús tal y como lo
habían visto los primeros discípulos y como lo conservaban en el
recuerdo. Su pensamiento ferviente se centraba más en la muerte y
en la resurrección que en la carrera y el mensaje del Maestro. Y es
acerca del Cristo crucificado y resucitado, acerca del Señor glorioso
que se le había aparecido y que había hecho de él un apóstol,
sobre lo que predica.
Fortalecido con su visita a Jerusalén, Pablo viajó de
nuevo. El primer viaje le llevó a Antioquía, en compañía de Bernabé,
que fue posiblemente uno de los fundadores de la comunidad local,
célula primera de la Iglesia de los gentiles; luego a Chipre y a través
del Asia Menor, donde los dos misioneros predicaron y fundaron
iglesias en Antioquía de Pisidia, Iconio, Listra y Derbe. Desde
entonces, la táctica de Pablo está ya fijada. En todos los sitios
adonde va, se presenta en la sinagoga cuando hay una reunión de
la comunidad, el sábado u otro día cualquiera. Como la lectura y el
comentario de la Biblia ocupan un lugar esencial en el culto de la
sinagoga, y cualquiera que tenga algo que decir sobre la cuestión
puede hacerlo, Pablo toma la palabra y demuestra por las Escrituras
que Jesús es el Mesías esperado por Israel. Llega así al mismo
tiempo a sus hermanos de raza y a los prosélitos provenientes del
paganismo, y también a todo el público de los semiprosélitos o
temerosos de Dios, que se acercan a la sinagoga, recogen su
enseñanza y adoptan en parte los usos judíos aunque no estén
convertidos. La manera de acogerle varía mucho de uno a otro
lugar. Unas veces, encuentra Pablo una audiencia favorable,
convence con su mensaje a los miembros influyentes de la
comunidad judía y gracias a ello puede continuar su predicación sin
que le moleste nadie. Pero otras, suscita, por el contrario, la
hostilidad y a veces medidas de violencia. A disgusto entonces, y
sin renunciar a enseñar a los israelitas, ya que el Evangelio es
primero para los judíos y después para los gentiles, se enfrenta con
los paganos y habla en la plaza pública a quien quiera oírle,
adaptando su mensaje a este nuevo auditorio a quien hay que
revelar la existencia del Dios único antes de anunciarle la de Cristo.
Al volver de Siria a Antioquía, Pablo encuentra
resistencia, por primera vez según parece, pero no en los judíos,
sino en los judeocristianos, que pretenden imponer la circuncisión a
los paganos convertidos. Pablo y Bernabé vuelven entonces a
Jerusalén para que los Apóstoles hagan de árbitros en el conflicto
(volveré más adelante sobre este episodio que relatan de muy
distinta manera los Hechos y la Epístola a los Gálatas). Según él
dice, logró que su punto de vista quedase aprobado sin ninguna
reserva y emprendió un nuevo viaje, esta vez en compañía de Silas
y luego de Timoteo. Visitó las iglesias de Asia, que había fundado
anteriormente, y viajó después hacia el Norte, a través de Frigia y
del país de los gálatas, llegó a la costa occidental de Asia Menor y
se embarcó a Macedonia. Predicó, con resultados desiguales, en
Filipos, Tesalónica, donde fundó iglesias, y en Berea, de donde
pronto le expulsaron. Fue después a Grecia propiamente dicha y
llegó a Atenas. El discurso que según los Hechos (17,22-31),
pronunció en el Areópago, y cuya presentación resulta un tanto
sospechosa, no reproduce ciertamente palabras auténticas de
Pablo. Pero nos ofrece, al menos, un eco fiel de los temas
fundamentales de la apologética monoteísta, judía o cristiana, que
enseñaban a los paganos. En este respecto tiene valor de
documento, aunque menos sobre Pablo que sobre los medios de
los cuales surgieron los Hechos. No deja, además, de ofrecer cierto
paralelismo con algunos pasajes de las Epístolas, a pesar de la
ausencia de toda nota cristológica y hasta específicamente
cristiana. En definitiva, no sería imposible que, al abordar a un
público que desconocía tanto el cristianismo como el judaísmo, le
hablase Pablo, en general, de esta manera.
El resultado fue decepcionante: aunque Grecia
estaba en decadencia, mantenía aún la tradición de su
pensamiento, que se mostró impermeable al mensaje de Pablo.
Éste, sin insistir, se fue a Corinto. La población de este gran puerto
estaba muy mezclada, y contaba con una fuerte proporción de
orientales que estaban más preparados que los griegos puros para
comprenderle. Estuvo allí dieciocho meses, coincidiendo en parte
con el procónsul Galión, mencionado en los Hechos; se conoce la
fecha por una inscripción de Delfos (51-52); su éxito fue grande. La
corintia sería en adelante una de las comunidades paulinas más
importantes. Tras una corta escala en Éfeso, y una visita, aún más
breve, a Jerusalén, Pablo volvió a su cuartel general de Antioquía.
Emprendió entonces el tercer viaje; visitó
nuevamente Galacia y Frigia, y fue después a Éfeso, donde sus
predicaciones y algunas curas milagrosas que realizó suscitaron
muchas conversiones. Pero encontró también grandes obstáculos:
declara que tuvo que combatir con las bestias (I Cor 15,32), sin que
nos sea posible precisar las circunstancias de esta prueba temible
sobre la que nada dicen los Hechos. Por lo demás, no era la única
vez que su persona debía pagar duro tributo. Frente a los falsos
apóstoles, enumera con cierto orgullo los males sufridos:
"¿Ministros de Cristo? - ¡Digo una locura! - ¡Yo más que ellos! Más
en trabajos; más en cárceles; muchísimo más en azotes; en peligros
de muerte, muchas veces. Cinco veces recibí de los judíos cuarenta
azotes menos uno. Tres veces fui azotado con varas; una vez
apedreado; tres veces naufragué; un día y una noche pasé en el
abismo" (II Cor 11,23-25). Todo eso —añade— lo ha padecido por
causa de los de su nación, de los gentiles o de los falsos hermanos.
Más adelante trataremos de aclarar este testimonio.
Desde Éfeso hace un viaje rápido, al parecer, por
Grecia y Macedonia. Después, acompañado por algunos fieles,
entre los cuales está Timoteo, se embarca en Filipos para Tróade y
de aquí va a Mileto. En la comunidad de Éfeso comunica sus
presentimientos a los Ancianos, que habían acudido expresamente
para oírle: sabe por revelación divina que le esperan las cadenas y
las persecuciones, y que 'lobos perversos' enseñarán, en las
comunidades, doctrinas perversas. Va después por mar a Tiro,
donde encuentra a Felipe, uno de los Siete del grupo de Esteban,
Apóstol de Samaría y de Fenicia; y, finalmente, escoltado por
algunos discípulos de Cesárea, sube a Jerusalén.
Va allí para entregar a la comunidad de Jerusalén el
producto de la colecta hecha para ellos entre las comunidades del
exterior y, sin duda, también para confrontar una vez más su
Evangelio con el de ellos y para confirmar el acuerdo llevado a cabo
en su anterior visita. Su intención es irse de nuevo hacia otros
países, porque "desde Jerusalén y en todas direcciones hasta el
Ilírico he dado cumplimiento al Evangelio de Cristo; teniendo así,
como punto de honra, no anunciar el Evangelio sino allí donde el
nombre de Cristo no era aún conocido, para no construir sobre
cimientos ya puestos por otros " (Rom 15,19-20). Piensa, pues, en
Occidente; anuncia a los cristianos de Roma su deseo de visitarles,
para ir después a España, donde los campos de la misión están
intactos aún.
Pero los hechos se mostraron adversos a sus
proyectos, y se justificaron ampliamente los temores expresados.
Aunque hay muchos detalles poco seguros en los últimos capítulos
de los Hechos, al parecer puede reconstituirse así lo esencial de lo
ocurrido:
Al llegar a Jerusalén, Pablo, cediendo a los ruegos de
Santiago y para aseverar su lealtad respecto de la Ley, consintió en
asociarse en el Templo a los votos de algunos judeocristianos.
Reconocido por los judíos de Asia Menor, fue acusado de introducir
a un pagano en el santuario. La ley judía preveía para ese sacrilegio
la pena de muerte. De hecho, fue al parecer la presencia de Pablo
la que desencadenó la furia de la gente, por ser considerado como
un apóstata del judaísmo. Iban a lincharlo cuando apareció el
tribuno de la cohorte de Jerusalén, con un destacamento de
soldados, quien lo apresó al confundirlo con un agitador egipcio
buscado por la policía. A Pablo no le costó mucho sacarlos del
error, y les hizo ver su condición de ciudadano romano, cosa que
les confundió un tanto. Al final, a pesar de los ruegos de los judíos
para que les entregasen el prisionero, el tribuno le condujo a
Cesárea para que decidiese sobre su suerte el procurador Félix.
Éste, que no quería entregarlo a los judíos, ni liberarlo, ni pronunciar
por su parte una sentencia que no sabía cómo justificar, dejó que el
asunto se fuese arrastrando durante dos años. Volvió a surgir
cuando Félix fue remplazado por Festo en la jefatura de la provincia.
El nuevo gobernador parecía dispuesto a entregarlo al Sanedrín,
pero Pablo se negó y pidió, como ciudadano que era, el derecho de
comparecer ante un tribunal del Emperador, cosa que le fue
concedida. Lo llevaron, muy protegido y en una travesía muy
movida, de Cesárea a Sidón y a Creta, y tras un naufragio en las
costas de Malta, fue a Puteolos, y de allí pasó a Roma, donde fue
recibido, a lo largo de la ruta, por los cristianos de la capital. Pasó
allí dos años, en libertad vigilada; lo que prueba que la justicia
imperial tenía tantas dudas como el procurador. No dice más el
relato de los Hechos, que se interrumpe aquí. Quedamos limitados
a las hipótesis en cuanto al proceso de Pablo, así como en cuanto a
las circunstancias y a la fecha del martirio que sufrió en Roma,
hacia los años 62-64.
Si Pablo provoca de esta manera el odio de Israel, en
un período en que los cristianos de Jerusalén vivían casi tranquilos,
y si éstos, al parecer, no mostraron por él una simpatía total, debe
buscarse la causa en el Evangelio de Pablo mismo. Tenemos, pues,
que ver cuáles son los rasgos esenciales de lo que suele llamarse el
paulismo. El término no está adaptado perfectamente y la tarea no
es de lo más fácil, porque la teología de Pablo no tiene nada de
sistema rigurosamente construido por la razón y por la lógica.
Ninguna de sus Epístolas es, verdaderamente, un tratado; son, por
el contrario, escritos circunstanciales que responden a una situación
determinada y a necesidades particulares de la comunidad a la que
están dirigidas. No desarrollan obligatoriamente sus temas en
función de su importancia intrínseca, sino en relación con las
necesidades del momento. Además, excluyendo la Epístola a los
romanos, se dirigen a iglesias fundadas por Pablo y que están ya
familiarizadas con su Evangelio, cuyas bases resulta, por
consiguiente, inútil volver a exponer; las ideas fundamentales
apenas se tocan, faltan eslabones esenciales; se encuentran
contradicciones, aparentes o reales. Añadamos, además, que el
pensamiento de Pablo no tomó en seguida su forma definitiva, sino
que se fue precisando progresivamente. No debemos olvidar todo lo
dicho cuando nos dediquemos a restituir y a organizar los datos
esenciales en un conjunto coherente. Hay que recordar también que
su teología no es puramente especulativa, sino que, en primer lugar,
es conocimiento con vistas a la salvación: el Evangelio "es una
fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree: del judío
primeramente y también del griego " (Rom 1,16). No lo recibió Pablo
por las vías de la sabiduría humana, sino por las del Espíritu, es
decir, por medio de la revelación directa y personal de Cristo (I Cor
2,6-16; cf. Gal 1,11-12): en el origen de su teología hay una
experiencia mística.
Pero previamente a esta experiencia hay también una
larga y dolorosa meditación sobre la imposibilidad que tienen los
humanos de lograr la salvación por sí mismos. Dios ha dado a todos
los hombres el medio de conocerle o al menos de que conozcan su
existencia, para glorificarle: "lo invisible de Dios, desde la creación
del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su
poder eterno y su divinidad " (Rom 1,20). Pero los gentiles,
insensibles ante la revelación natural, se entregan a la idolatría, que
supone la perversión moral (Rom 1,25-32). La humanidad y la
creación entera son siervos, pues, de los "elementos del mundo"
(Gal 4,3), es decir, de las potencias demoníacas, más o menos
identificadas con los astros. Por un privilegio insigne que Pablo,
movido por reacciones atávicas, subraya complacientemente, Israel
es el único pueblo que escapa de la impiedad, haciéndose
depositario de la revelación escrita que es la Ley. Pero vista de
cerca, la situación de los judíos no es más envidiable que la de los
paganos. También ellos son pecadores, y no solamente porque
participan de la naturaleza humana, viciada desde la caída de Adán,
sino por que la Ley "intervino para que abundara el delito" (Rom
5,20); "yo no conocí el pecado sino por la ley. De suerte que yo
hubiera ignorado la concupiscencia si la ley no dijera: '¡No te des a
la concupiscencia!'" (Rom 7,7). Tal como es la Ley, ningún hombre
hay que pueda observarla íntegramente. Pero está escrito: "Maldito
todo el que no se mantenga en la práctica de todos los preceptos
escritos en el libro de la Ley " (Gal 3,10). La Ley es, pues, incapaz
de asegurar la justificación; el camino que parece abrir hacia el cielo
no tiene salida. Y si Pablo persiste afirmando el origen divino y
puede proclamar que "el mandamiento es santo, y justo y bueno"
(Rom 7,12), reconoce al menos que su promulgación atestigua los
alcances universales del mal, procediendo de él más bien que
remediándolo. A veces, se inclina a atribuírselo a otros que no sean
Dios, como a los ángeles (Gal 3,19-20). Su pensamiento no está
totalmente seguro en este punto. Pero una cosa es cierta por lo
menos: "estar debajo de la Ley" prácticamente equivale a "ser
siervo bajo los elementos del mundo" (Gal 4,3 y sigs.). Y la
salvación que el hombre, judío o griego, es incapaz de lograr por
sus propias obras y sus méritos, no puede provenir sino de un don
gratuito de la misericordia divina, por una redención que le libera a
la vez del pecado, de la muerte, que es una consecuencia del
pecado, de "la maldición de la Ley" (Gal 3,13) y con toda la
creación, de la tiranía de las potencias demoníacas. Pero esta
redención, de alcances cósmicos, está adquirida ya gracias a Cristo.
La justicia divina exigía reparación por todos los
pecados acumulados a través de los siglos. Como los hombres son
incapaces de asegurarla, tenía que venir de lo alto. Es la razón de
que se operase por medio del sacrificio de un ser celestial, el propio
Hijo de Dios, el Cristo que, convertido en hombre en la persona de
Jesús, tomó sobre sí, víctima sustitutiva y puro de toda falta, los
pecados de la raza humana. Esta manifestación simultánea de la
justicia y del amor divinos reconcilian con Dios a la humanidad y al
universo. El imperio de las potencias del mal queda conmovido:
crucificado por ellas (I Cor 2,8), el Cristo triunfa sobre ellas por
medio de la cruz (Col 2,15). Porque el pecado muere con él; y la
muerte, vencida, no puede conservar su presa: el Cristo resucita y
engrandecido por el sacrificio ocupa, al lado del Padre, un lugar más
eminente aún que antes de su encarnación.
Tal es el misterio exaltador, hasta entonces
escondido, que Pablo tiene la misión de proclamar. El drama del
calvario, que para los primeros discípulos plantea un problema tan
difícil, para él responde a una necesidad absoluta: es la encrucijada
de la historia del mundo, el cumplimiento del plan providencial. De
todo el tránsito terrestre de Jesús, sólo conserva Pablo este último
episodio, que sitúa en el centro de su predicación: "nosotros
predicamos a un Cristo crucificado: escándalo para los judíos,
necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos
que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios " (I Cor
1,23-24).
No quedarán plenamente realizados los frutos de
esta redención hasta el fin de los tiempos, con la Parusía, por la
resurrección universal, cuando los elegidos tomen a su vez ese
cuerpo espiritual que ya es el de Cristo glorificado. Pero a partir de
entonces, los fieles salvados por la gracia divina y por la fe, es decir,
por el abandono total y confiado en la virtud redentora de Cristo,
toman parte en la vida eterna en la medida en que toman parte en
Cristo, en que viven en Cristo. El cristiano, en comunión mística con
Cristo Espíritu, se libera como él y por él, de la tiranía de la carne,
mata el pecado y se eleva así a la cualidad de espiritual: se
convierte en miembro de Cristo por su integración a la Iglesia, que
es su cuerpo (Col 1,18.24). Porque la mística paulina no es
individualista sino eclesiástica y —como veremos— sacramental.
La más clara consecuencia práctica de esta teología
es el rechazo de la Ley. Hubo un tiempo en que ésta no existía; ha
llegado el momento en que vuelva a no existir. Lo mismo antes que
después, en la época de los patriarcas bíblicos como en la de la
Iglesia, la única vía de salvación es la fe que en adelante y de
manera explícita, será la fe en Cristo, "el fin de la ley es Cristo, para
justificación de todo creyente" (Rom 10,4). También quedan
definitivamente liberados los judíos, porque en el plano divino la Ley
nunca ha sido más que nuestro "pedagogo para llevarnos a Cristo"
(Gal 3,24). Queda así la Ley rechazada en su totalidad, incluidos los
preceptos morales. Lo que no significa que Pablo predique el
amoralismo profesado ulteriormente por algunas sectas gnósticas,
para las cuales los elegidos, al haber sido librados del pecado, no
podían ser culpables, ni aun cuando sus actos tuvieran todas las
apariencias de serlo si se juzgaban según los criterios habituales.
Las instrucciones morales desarrolladas en cada una de las
Epístolas nos dicen que no es así. La redención libera al hombre de
todos los lazos que le impidan vivir según la voluntad de Dios, y la
Ley es uno de esos lazos. Pero si el cristiano muere por la Ley,
muere también por el pecado; el pecado sigue vivo, con una vida
casi personal; y la existencia del cristiano es un combate perpetuo
del 'espíritu' contra la 'carne', que no es el cuerpo simplemente, sino
el principio de todo mal, de la misma manera que el espíritu es el
principio de todo bien. Donde triunfe el espíritu, la conducta de los
fieles estará conforme con la ley moral, expresión de la voluntad
divina, sin estar sujeta a esa ley, "de modo que sirvamos con un
espíritu nuevo y no con la letra vieja" (Rom 7,6).
En cuanto a las observancias rituales, no puede
caber duda de que quedan totalmente condenadas. En esta
condenación está el origen de las graves dificultades que encontró
Pablo con los judíos, cristianos o no. Y, junto con el desarrollo de
una cristología incompatible con el monoteísmo tradicional, fue
causa también de que la conversión al cristianismo se terminase en
seguida en Israel.
Junto con la Ley, queda condenada la idea del
pueblo elegido. O más bien, traspuesta. El Israel de Dios, la
verdadera descendencia de Abraham, son los creyentes, vengan de
donde vinieren. En ese momento, y cada vez más, lo son los
gentiles. En cuanto al pueblo judío, Pablo, que lo ama con todas las
fibras de su ser, no se resigna a creerlo definitivamente
enceguecido: se convertirá con el fin de los tiempos. Y la Biblia,
memorial de las promesas divinas, guarda para la Iglesia, Israel
espiritual, todo su valor: es la carta del universalismo cristiano por el
cual "no hay griego y judío; circuncisión e incircuncisión; bárbaro,
escita, esclavo, libre, sino que Cristo es todo y en todos" (Col 3,11).
Capítulo V: El conflicto de las observancias
La oposición entre los discípulos de Jerusalén, fieles
observantes de la Ley judía, y San Pablo, que la proclamaba
superada y caduca, no sólo tenía un carácter doctrinal. Tocaba
también el problema práctico de la misión con los gentiles. Pablo
podía admitir que un judío de nacimiento, por razones sentimentales
o por simple debilidad, siguiese aceptando las prescripciones
rituales. Él mismo lo hizo algunas veces, cuando el apostolado
parecía exigírselo: "Con los judíos me he hecho judío para ganar a
los judíos; con los que están bajo la Ley, como quien está bajo la
Ley - aun sin estarlo - para ganar a los que están bajo ella" (I Cor
9,20). Pero por el contrario, no podía aceptar que se impusiese a los
gentiles conversos, como condición sine qua non de su admisión en
la Iglesia, la observancia judía, para lo cual debían hacerse judíos al
mismo tiempo que cristianos. Pero así es como lo entendían en
Jerusalén.
La actividad misionera se aisló estrictamente en
Israel al principio, y todo hace suponer que, para empezar, ni
siquiera pensaron en la posibilidad de hacer propaganda entre los
gentiles. La consigna que Mateo (10,5-6) —el único entre los cuatro
evangelistas— adjudica a Jesús, parece expresar la línea de
conducta adoptada por la comunidad primitiva: "No toméis camino
de gentiles ni entréis en ciudad de samaritanos; dirigíos más bien a
las ovejas perdidas de la casa de Israel". El episodio de la siro-
fenicia (Marcos 7,24-30; Mateo 15,21-28), en el cual Jesús duda en
curar a la hija porque "No está bien tomar el pan de los hijos y
echárselo a los perritos", pero cuya fe acabó por vencer sus dudas,
ilustra la misma tendencia. Puede inferirse legítimamente que los
jerosolimitanos entendían no admitir a los paganos más que de
manera excepcional, por medidas individuales, y con las
condiciones normalmente previstas para el acceso al judaísmo de
los prosélitos. El episodio de la conversión de Cornelio, en el que
Pedro mismo defiende el punto de vista que será el de Pablo y hace
que lo admitan todos en Jerusalén, es de lo más dudoso: trata de
atribuir al jefe de los Doce una medida de importancia capital para el
porvenir del cristianismo; y al mismo tiempo atribuye a los dos
apóstoles una identidad de ideas que no fue tan perfecta ni mucho
menos.
De hecho, los primeros no-judíos convertidos al
cristianismo lo fueron, según los Hechos, por griegos discípulos de
Esteban. Aquí, y no en el episodio de Cornelio, tan torpemente
intercalado entre dos menciones del apostolado de los griegos (8,4
y 11,19), es donde tiene que verse el principio de la misión entre los
paganos. Los Doce no tienen nada que ver. Están ante un hecho
consumado. Puede pensarse que si los griegos dispensaban a sus
conversos de la observancia de la Ley ritual, lo hacían por razones
prácticas de eficacia. Con San Pablo, el problema se eleva al plano
de los principios y de la doctrina: "pues si por la ley se obtuviera la
justificación, entonces hubiese muerto Cristo en vano" (Gal 2,21).
Desde entonces el conflicto era fatal.
Tenemos que interrogar a Pablo mismo. Su
testimonio, que además tiene el valor del juramento, contradice y
permite corregir al de los Hechos (Gal 1,20).
Después de haber afirmado que no podría haber más
que un Evangelio, el que él mismo había predicado a los gálatas y
que poseía directamente de Jesucristo, sin intermediario humano
alguno, dice Pablo que después de su conversión tardó tres años
en ponerse en contacto en Jerusalén con Pedro y con Santiago. Y
después no volvió hasta pasados catorce años —desde el momento
de su conversión—, acompañado por Bernabé y por Tito, pagano
convertido pero no circunciso. A pesar de los ardides de los 'falsos
hermanos', Pablo se negó a hacer la menor concesión en sentido
judaizante; y —añade él mismo— 'los notables', es decir, Santiago,
Pedro y Juan, no le impusieron ninguna: "viendo que me había sido
confiada la evangelización de los incircuncisos, al igual que a Pedro
la de los circuncisos, ... nos tendieron la mano en señal de
comunión a mí y a Bernabé: nosotros nos iríamos a los gentiles y
ellos a los circuncisos" (Gal 2,7.9).
Pablo recibe, pues, una firma en blanco para la
predicación entre los paganos. Los jerosolimitanos se mantienen,
como en el pasado, en la misión en Israel. El problema parece así
resuelto con una distribución de dominios. Pero en la realidad no lo
está. Vuelve a surgir en seguida, por causa de una visita de Pedro a
Antioquía. Los conversos del judaísmo, mezclados con sus
hermanos gentiles, encuentran natural librarse también de la Ley
ritual y, particularmente, de las prescripciones alimentarias. Era el
precio de la vida de la comunidad. Porque tener prohibido comer
con antiguos paganos suponía hacer imposible hasta la celebración
de la eucaristía, asociada generalmente a una comida fraternal. Era
crear un cisma en la joven cristiandad. Al principio, aceptó Pedro,
sin dificultad, la costumbre local y comió con los gentiles. Pero
después de la llegada de emisarios que Pablo designa
explícitamente como de Santiago, "se le vio recatarse y separarse
por temor de los circuncisos", y su ejemplo arrastró a los otros
cristianos israelitas, y aun a Bernabé. Pablo reaccionó con vigor:
"me enfrenté con él cara a cara, porque era digno de reprensión".
La diferencia esbozada en los Hechos tiene una
perspectiva muy distinta. En el capítulo 15 nos enteramos que unos
cristianos anónimos, legados a Antioquía, desde Judea, pretendían
obligar a los paganos convertidos a que se circuncidasen. Entonces,
Pablo, Bernabé y otros, mandados por la comunidad, fueron a
Jerusalén a consultar con los Apóstoles. Dieron cuenta de su acción
misionera ante los hermanos reunidos. Unos fariseos convertidos
proclaman la necesidad de imponer a los nuevos gentiles adeptos la
circuncisión y toda la Ley. Pero Pedro, invocando su propio
apostolado entre los gentiles —se trata, evidentemente, de la
conversión de Cornelio—, proclama, en un discurso de espíritu muy
paulino, la inutilidad de la Ley y la salvación por la gracia de Cristo,
tanto para los judíos como para los gentiles. Interviene Santiago, a
su vez, y propone una solución intermedia: no se impondrá a los
paganos convertidos "más cargas que éstas indispensables:
abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de los
animales estrangulados y de la impureza." (Hechos 15,28-29).
Todas estas prescripciones tienen carácter ritual, pero no moral. La
prohibición de la sangre concierne a la carne de animales
sacrificados de manera distinta a la indicada por las reglas
mosaicas; y la impureza no se refiere a la desvergüenza sexual,
sino al matrimonio entre parientes de un grado prohibido por Ley
judía.
El texto de los Hechos y el de Pablo, al parecer, se
refieren a un mismo episodio, que a veces las historias eclesiásticas
llaman, con un término un poco ambicioso, el concilio de Jerusalén.
Pero hay entre los dos algunas contradicciones evidentes. Los
Hechos callan el incidente de Antioquía y la palinodia de Pedro. A
este último le otorgan, junto con el título de Apóstol de los gentiles,
que nunca dejó de reivindicar de manera exclusiva Pablo, una
actitud invariablemente favorable a la admisión incondicional de los
gentiles, haciendo de él el primer campeón de la libertad cristiana
en cuanto a la Ley se refiere. Santiago, a quien Pablo denuncia, de
manera apenas velada, como instigador de los ardides judaizantes
en Antioquía, aparece aquí como partidario del apostolado entre los
gentiles y como negándose a imponerles la circuncisión como
querrían los extremistas. Pero la contradicción mayor es que según
Pablo no se había puesto ninguna condición a este apostolado
salvo "recordar a los pobres", es decir, llevar a Jerusalén la ayuda
financiera de las comunidades del exterior, mientras que en los
Hechos se le fijan condiciones muy precisas y de carácter ritual que,
contra todas las apariencias, Pablo habría aceptado.
Con otras palabras, los Hechos reducen el conflicto,
cargando las maniobras judaizantes a un grupo de fariseos
convertidos, desautorizados por los jefes de la Iglesia de manera
unánime. Como los intransigentes pretendían imponer la
circuncisión, el decreto apostólico parece, por contraste, una victoria
de Pablo. Pero la realidad es otra: sin negarse a sí mismo, Pablo
nunca habría podido suscribir tal documento. El conflicto real es
mucho más grave: rompe esa hermosa unidad del frente
eclesiástico que nos describen los Hechos. Entre Pablo, decidido
campeón de la libertad cristiana, y Santiago, convencido de la
necesidad de las observancias no solamente para los hermanos de
raza, sino también para los paganos, aunque las reduzca a lo
esencial; es decir, en definitiva, entre dos concepciones del
cristianismo, Pedro duda y no acaba de decidirse.
Pretender la solución de estas contradicciones y la
concordancia de los datos de los Hechos con los de la Epístola a los
gálatas, sería inútil. En caso de elegir, no se dudará en seguir a
Pablo, testigo ocular, más bien que al autor de los Hechos. Pero hay
que tratar de explicar estas discordancias. Porque nada hay que no
autorice a relegar a la categoría de mito el decreto apostólico de
que nos hablan los Hechos.
La explicación más plausible es que las decisiones
codificadas por el decreto, lo fueron, no en el momento en que tuvo
lugar la conferencia de Jerusalén, y en presencia de Pablo, sino
después de su marcha, en un momento que no se puede fijar con
exactitud. ¿Cuál es la razón del cambio? Seguramente, los
jerosolimitanos se dieron cuenta, después de irse él, que en la
entrevista con Pablo no habían visto todos los aspectos del
problema. Sólo habían contemplado la existencia de comunidades
uniformes, judías, por un lado —y para éstas seguía manteniéndose
la Ley—, o paganas, por el otro —y a éstas se les dispensaba de
toda observancia—. Explícitamente no habían previsto el caso de
las comunidades mixtas. Pablo las asimiló espontáneamente a los
grupos pagano-cristianos. En Jerusalén, por el contrario, decretaron
después por una decisión unilateral, que tenían que aceptar una
parte de la Ley al menos.
Es probable que haya una relación entre el decreto
apostólico así explicado y el incidente de Antioquía, ya sea que
haya que reconocer en "algunos del grupo de Santiago" a los
portadores de la carta —y sería en tal caso la causa del incidente—,
ya sea más probablemente, que fuese la carta provocada por el
incidente y que así se previniese su repetición. Pero en todo caso
hay una cosa que parece cierta: lejos de haber estado presente
cuando la redactaron, Pablo sólo la conoció oficialmente al final de
su carrera; durante su última visita a Jerusalén, según los Hechos,
Santiago le informa de una novedad que visiblemente ignora: "En
cuanto a los gentiles que han abrazado la fe, ya les escribimos
nosotros nuestra decisión: Abstenerse de lo sacrificado a los ídolos,
de la sangre, de animal estrangulado y de la impureza" (21,25).
Si el autor de los Hechos, aunque mal informado de
las circunstancia de su promulgación, ha conservado el texto, al
menos de manera aproximada, puede tenérselo por auténtico.
Importa, pues, medir exactamente su significado y todo su alcance.
El mínimo de observancias rituales codificado en el
decreto se identifica, en lo esencial, con los mandamientos llamados
noéticos, es decir, revelados a Noé, padre de las razas humanas y
destinados así a todos los hombres (Gn 9,1 y sigs.); en las
costumbres rabínicas eran los estatutos de los paganos judaizantes
que, sin llegar a la conversión total, sellada por la circuncisión,
aceptaban la fe monoteísta y la moral del decálogo. Imponer este
código a los cristianos provenientes del paganismo equivalía a
hacer también de ellos unos "temerosos de Dios" o semiprosélitos;
de la Iglesia de los gentiles, una simple prolongación de Israel; de
sus miembros, fieles de una segunda zona en relación con los
judeo-cristianos de observancia total; y de su cristianismo, una
especie de judaísmo rebajado.
Para el autor de los Hechos no hay duda de que el
decreto, aceptado por Pablo —él mismo, escoltado por dos fieles de
Jerusalén, lo lleva a Antioquía—, fue aplicado en todas partes. Se
puede inferir que en sus tiempos estaba en vigor en la mayor parte
de las iglesias, incluidas las fundadas por Pablo. Sabemos, en
realidad, por testimonios muy precisos, que mucho después de la
época apostólica, y en regiones que no fueron alcanzadas por la
primera ola misionera, seguían observándolo. A las acusaciones de
antropofagia que la malignidad pagana hacía contra los cristianos,
los apologistas (Minucius Félix, Octavius, 30,6; Tertuliano,
Apologética, 9), y también los mártires de la persecución de Lyón de
177 (Eusebio, Historia Eccl. 5,1) contestan: "¿Cómo podríamos
comer carne humana si nos está prohibido consumir hasta la sangre
de los animales" y, precisa Tertuliano, "la carne de animales
ahogados o reventados"? Y el mismo Tertuliano añade que uno de
los procedimientos de los paganos para tratar de que los cristianos
incurrieran en apostasía, era el de ofrecerles morcillas. Se trata de
testimonios relativos a la Iglesia de Occidente, donde el decreto
apostólico cayó en desuso, aunque muy lentamente, porque San
Agustín, a fines del siglo IV, ironiza a propósito de los fieles que se
creen con la obligación de observarlo. Por el contrario, en la Iglesia
Oriental, varios concilios provinciales estiman necesario en los
siglos V y VI que se recuerden las prohibiciones apostólicas en
materia de alimentos, que conservan su fuerza de ley. Su
significado seguramente ya no es exactamente el mismo que en sus
orígenes. Si nos mantenemos en la época apostólica, veremos qué
muestran una huella singularmente fuerte de las normas judaicas,
planteando así el problema de la importancia relativa del
cristianismo paulino en la Iglesia naciente.
El lugar que Pablo ocupa en los Hechos, de cuyos 28
capítulos, 15 le están dedicados, y el que ocupan sus Epístolas en
el Nuevo Testamento, llevarían a pensar que la historia de la
primera misión se identifica con la de su apostolado, y que la
cristiandad griega se confunde con la cristiandad paulina. No queda
ninguna duda de que haya desempeñado un papel capital en la
génesis de la Iglesia y que, particularmente, sea obra suya la
autonomía cristiana. Si se considera la historia del cristianismo en
su conjunto, la figura de Pablo es de primerísima importancia. No
pueden concebirse sin él los desarrollos posteriores de la teología
cristiana: no podría comprenderse ni a San Agustín ni a la Reforma,
ni las más recientes manifestaciones del pensamiento católico o
protestante si hacemos abstracción de Pablo. Pero si sólo
contemplamos la primera generación y sus resultados inmediatos,
es indispensable precaverse contra un error de apreciación posible,
debido al carácter tan unilateral de nuestra documentación.
Al menos por comparación, tenemos bastantes
noticias de Pablo; pero tenemos pocas de sus émulos. Si el autor de
los Hechos le otorga tanto espacio es porque sin duda, quedó
sorprendido por la amplitud de sus actos. Pero puede suponerse
también que no sabía mucho de los otros misioneros. Si hubiesen
dejado éstos cartas capaces de rivalizar con las de Pablo,
seguramente se iluminarían las cosas con una luz muy distinta.
Resulta característico que en comparación con las Epístolas
paulinas, el Nuevo Testamento no haya conservado más que cartas
de alcances teológicos mucho más modestos y, en general,
apócrifas casi seguramente, aunque imputadas a los grandes
nombres de la generación apostólica. Podría admitirse que no hubo
en las cercanías de Pablo ninguna personalidad de una magnitud
comparable con la suya. Sería muy aventurado admitir a la vez que
hizo a imagen suya toda la Iglesia de los gentiles.
El dominio propio de Pablo es Asia Menor y Grecia.
Pero aquí, aún cuando él vivía, fueron enérgica y, a veces,
victoriosamente combatidas sus ideas. Para convencerse basta con
leer sus epístolas y particularmente las dirigidas a los corintios y a
los gálatas que permiten apreciar todo el alcance del conflicto de las
observancias. Pablo combate con vigor la elección de misioneros
anónimos que, recién llegados de sus sedes, corrigen sus
enseñanzas, predican otro evangelio que corrompe el de Cristo, y
otro Jesús (Gal 1,6-17; II Cor 11,4). El contexto aclara las alusiones,
a las cuales sirven de eco las palabras que atribuyen a Pablo los
Hechos en el discurso de adiós a los Ancianos de la Iglesia de
Éfeso (Hechos 20,29-30).
No todos los errores y los abusos que denuncia Pablo
en Corinto son de carácter judaizante. Algunos traducen la
supervivencia de mentalidad y concepciones paganas; por ejemplo,
a propósito de la resurrección de los muertos y en materia moral.
Pero cuando Pablo, aun considerando una vana observancia el
hecho de abstenerse de comer las carnes inmoladas a los ídolos,
admite, sin embargo, que tal vez sea necesario acatarla para no
escandalizar a los débiles y a los retrasados, tenemos una
concesión manifiesta según el punto de vista judeo-cristiano, tal
como se expresa en el decreto apostólico (I Cor 9). En cuanto a los
gálatas, la situación es aún mucho más clara: la crisis de las iglesias
de esta región se debe a maniobras judaizantes. A los paganos
convertidos no se pretende imponerles solamente las prescripciones
alimentarias, sino la totalidad de la Ley, y particularmente la
circuncisión y la observancia de las fiestas judías (Gal 4,0; 5,2 y
sigs.).
No denuncia Pablo por sus nombres a los iniciadores
de este movimiento. Sin embargo, no hay duda sobre su identidad.
Hay en Corinto un partido de Cefas, es decir, de Pedro (I Cor 1,12),
como hay un partido de Apolos. Pero en tanto que Pablo considera
a Apolos como su hijo espiritual y se indigna de que alguien pueda
oponérsele (I Cor 2,3 y sigs.), observa un silencio elocuente sobre
sus propias relaciones con Cefas. No es necesario suponer que
Pedro fuese personalmente a Corinto. Basta con que otros, de
manera más o menos legítima, hayan sido sus representantes. Las
cartas de recomendación que algunos exhiben para garantizar su
apostolado (II Cor 3,1) no podían provenir sino de una autoridad
indiscutible, es decir, de los Doce, o de uno de ellos, de Santiago.
Así se explican los esfuerzos hechos por Pablo para demostrar que
su apostolado no es inferior al de los de Jerusalén. Y cuando habla,
con amargura e ironía, de los 'superapóstoles' (II Cor 11,5; 12,11),
se trata evidentemente de Pedro y de Santiago, a quienes en otras
partes se les llama 'las columnas' (Gal 2,6-9).
Ignoramos cómo se resolvieron estas crisis. Pero
podemos pensar que no lo fue precisamente por una victoria
indiscutible de Pablo. Las epístolas citadas nos muestran su
inquietud. Cuando volvió Pablo a Jerusalén hacia el año 58, un
tanto intranquilo por la recepción que le reservaron, seguramente
fue para evitar una ruptura profunda y para que le confirmaran de
nuevo la legitimidad de su apostolado. Santiago obtuvo de Pablo
que se comportase como un buen israelita, asociándose a los votos
hechos en el Templo por cuatro judíos piadosos, y justifica así su
petición: "todos entiendan que no hay nada de lo que fueron
informados acerca de ti; sino que tú también andas guardando la
Ley" (Hechos 21,23 y siguientes).
El testimonio de los Hechos induce a pensar que el
decreto apostólico y el judeo-cristiano mitigado que aquél codifica,
fueron aceptados y practicados por el conjunto de la cristiandad
naciente; es decir, no sólo en las regiones a las que Pablo aún no
había ido, sino también en las comunidades fundadas o visitadas
por él. Y es posible que algunas de esas iglesias siguiesen, como
las de los gálatas, por las vías de la observancia judía, más allá de
ese mínimo impuesto. Pero al mismo tiempo que la Ley ritual, los
cristianos jerosolimitanos proponían a los fieles una doctrina y,
sobre todo, una cristología muy distintas de las de Pablo. Entre los
que comprendieron realmente el pensamiento del Apóstol, ¿cuántos
fueron capaces de defenderlo contra "otro evangelio", más
accesible para las inteligencias medias? Los consecutivos avances
de la teología cristiana primitiva inducen a pensar que no fueron
muchos.
Con este propósito se suele hablar de un eclipse del
paulismo durante la segunda generación cristiana. Lo que supone
admitir tácitamente que la primera, sin discusión posible, estuvo
dominada por él, en el sector de los gentiles por lo menos. En
realidad, mientras él vivió es posible que la autoridad del Apóstol no
fuese sino precaria y poco segura. Si así es, el cristianismo
moralizante y el nuevo legalismo característicos de fines del siglo I y
de principios del II se unen en línea recta, sin interrupción, con el
judeo-cristianismo mitigado del decreto apostólico. No es, pues,
necesario insertar entre el periodo de los orígenes de la comunidad
de Jerusalén y el de los epígonos otro período propiamente paulino.
Más que de eclipse, en la segunda generación, de lo que habría
que hablar es de rehabilitación. Porque si las Epístolas pastorales
sólo representan un paulismo algo degradado, si los escritores de
comienzos del siglo II, a quienes llamamos Padres apostólicos,
muestran un conocimiento y una inteligencia algo parciales de los
temas fundamentales, el Evangelio de Juan, por lo menos, que
pertenece al mismo período, representa la línea de Pablo, en la
medida en que el pensamiento poderoso y creador de su autor
puede ser explicado por el de un antecesor. En los otros Evangelios
reaparecen también los elementos paulinos con una claridad
desigual. Si, dejando aparte el cuarto Evangelio, en estos escritos
no lo encontramos de manera más aparente, la causa no es
hostilidad de principio sino, simplemente, la dificultad intrínseca que
presenta un pensamiento difícilmente accesible y poco propicio para
la vulgarización.
Hay que situar en la misma época la constitución y la
difusión del Corpus paulino. Las Epístolas, poco conocidas hasta
entonces, según parece, fuera de las comunidades a las que fueron
destinadas, se han convertido en patrimonio de la Iglesia universal.
Es el signo más claro del semidesquite póstumo del Apóstol. La
causa mayor debe buscarse en los acontecimientos del año 70,
cuyas considerables consecuencias para el porvenir del cristianismo
veremos más adelante.
Capítulo VI: La vida de la Iglesia
El historiador que se esfuerce por reconstruir las
primeras comunidades cristianas en sus instituciones, sus ritos, sus
creencias, se encontrará un tanto incómodo ante la disparidad de la
documentación: las cartas del Apóstol nos informan con precisión
suficiente sobre las iglesias de tipo paulino; pero no disponemos,
por el contrario, de ningún texto que nos venga directamente de la
Iglesia de Jerusalén, o de sus filiales, que sólo conocemos en forma
indirecta; y, en los Hechos, nos es difícil separar del relato lo que es
realidad original y los elementos secundarios con que el autor
enriqueció su cuadro, proyectando sobre el período apostólico lo
que existía en sus tiempos. Pero podemos comprobar dos hechos
por lo menos: los antagonismos, de principios o de personas, por
muy violentos que fuesen a veces, no llegaron a romper la unidad
fundamental del cristianismo primitivo. Pablo quería estar seguro de
su total autonomía, pero le preocupaba también mantener su
Evangelio concordante con el de Jerusalén, y reforzar el acuerdo allí
donde existía: "un Señor, una fe, un bautismo" (Efesios 4,5). Pero
esta unidad está lejos de ser uniformidad también: el contenido
preciso de la fe, la idea del Señor o del bautizo difieren en Corinto y
en Jerusalén. Sin hablar de la cuestión de las observancias, sobre
la cual se oponen de manera irreductible Pablo y Santiago, los dos
tipos de cristianismo que personifican están muy lejos de coincidir
perfectamente. Los textos ilustran esta dualidad. Pero puede
hablarse, con fundamento, de pluralidad. Porque entre estas dos
formas extremas hay lugar para muchos matices, revelados o
entrevistos a través de los escritos del Nuevo Testamento. Adopta
diversas interpretaciones la catequesis evangélica común, como
son diversos los ministerios y las formas del culto del cristianismo
naciente.
Por mucho que nos remontemos, nos aparece éste
realizado en una sociedad religiosa cuya organización ha ido
precisándose y uniformándose. Tenemos los elementos desde el
principio; aunque a veces se haya dicho, no son incompatibles, en
absoluto, con la espera de la Parusía inminente. Aparentemente, el
colegio apostólico, esqueleto de la primera comunidad, tenía
también que constituir en el pensamiento de los Doce los marcos
del Reino: "cuando el Hijo del hombre se siente en su trono de
gloria, os sentaréis también vosotros en doce tronos, para juzgar a
las doce tribus de Israel" (Mateo 19,28).
Mientras esperan esa misión escatológica, presiden
los destinos de la Iglesia de Palestina. Si puede decirse, su
autoridad tiene un carácter histórico: fueron los íntimos de Jesús y
él los eligió; y fueron los primeros en ver a Jesús después de su
resurrección. Ignoramos casi todo de sus personas y de la función
por ellos desempeñada en la misión, exceptuando al trío evangélico
Pedro, Juan y Santiago llamado el Mayor, a quien sustituye después
su homónimo, Santiago llamado el Justo, al cual pone en plano de
igualdad con los Doce el prestigio que le confiere ser hermano del
Señor, y que acaba por ocupar la cabeza de la Iglesia de Jerusalén.
Ésta, tanto en el estadio apostólico como en el 'dinástico' se nos
presenta con una sólida estructura. Las visitas de inspección de
Pedro y de Juan por Judea y Samaria, después de la misión de los
griegos (Hechos 8-9), los viajes de Pedro a Antioquía y a otros
lugares, la contrapropaganda judaizante, sistemática y
metódicamente hecha por donde Pablo pasaba, muestran la
voluntad de la Iglesia-madre —muy reservada, al principio, en
cuanto a la misión entre los paganos— de colocar bajo su autoridad
a la cristiandad naciente y de modelarla a su propia imagen.
La organización de las comunidades paulinas es, por
el contrario, mucho menos rígida. En tanto que los Doce trataban de
concentrar en sus manos cuanto era esencial para las funciones
espirituales, vemos aquí una diferenciación especializada. La
autoridad es de orden carismático; lo que califica para desempeñar
los ministerios eclesiásticos, tan diversos como las formas de
efusión espiritual, no es la familiaridad o el parentesco con Cristo
'según la carne', sino el llamado del Espíritu. Los hay, hombres o
mujeres, que han recibido el don de curar o de hacer milagros;
otros, el de 'hablar lenguas'; es decir, proferir palabras misteriosas
bajo el efecto de la inspiración que, para hacerse inteligibles por los
fieles en general, necesitan serles traducidas por los que tienen el
don de interpretar. En el milagro de Pentecostés —"oyó cada uno
hablar a los Apóstoles en su propia lengua"— sin duda hay que ver
uno de esos casos de glosolalia que el autor, que escribía en una
época en que ya no se producían, interpreta con un sentido distinto.
La multiplicidad de esas manifestaciones neumáticas,
que sin cesar se producían en las comunidades, podía dar un
aspecto caótico y turbio a las asambleas cristianas. Es posible que
con el pretexto de la inspiración tuviesen lugar algunas escenas
poco edificantes de vaticinios histéricos. A Pablo le preocupaba
neutralizar ese fermento anárquico y da directivas prácticas para el
buen uso de los dones (I Cor 14). Establece una jerarquía entre
ellos, según el beneficio espiritual que procuren a la sociedad. Trata
de limitar el papel de las mujeres en el culto. Por encima de la
diversidad inestable de los dones que pueden llamarse ocasionales,
destaca con un vigoroso relieve la tríada de las funciones mayores
que, aunque también sean carismáticas en su principio, tienen un
carácter de permanencia y de estabilidad del que depende la vida
de la Iglesia: "los puso Dios en la Iglesia, primeramente como
apóstoles; en segundo lugar como profetas; en tercer lugar como
maestros" (I Cor 12,28). Profeta no es única ni necesariamente el
que predice el provenir, sino más bien el que habla de una manera
inteligible —por oposición con el glosólalo—, inspirado por el
Espíritu y para edificación de sus hermanos. El maestro, equivalente
cristiano del rabino judío, tiene funciones de enseñanza. Interpreta
la Escritura, catequiza a los neófitos, sostiene la controversia con
judíos y paganos. En cuanto al apóstol, si está nombrado el primero
es porque es el heraldo del Evangelio, el que habla en nombre de
Cristo. La función de los profetas y de los maestros está centrada
en la comunidad; el apóstol actúa afuera también: es el elemento de
choque. Su función, en cierta forma, resume y engloba a las otras
dos y las amplía a las dimensiones del campo misionero.
En el caso de Pablo, la primacía del apóstol es muy
efectiva: ejerce autoridad sobre todas las comunidades que
considera suyas; tiene con ellas el papel que los Doce o Santiago
desempeñan en Palestina y le disputan en otros sitios. Así, gracias
a los lazos personales, se introduce en la aparente anarquía de las
comunidades paulinas un principio de estabilidad. Durante la
segunda generación, se precisará con un sentido estrictamente
institucional. Ya en la época apostólica, los obispos o vigilantes, y
los diáconos mencionados por Pablo (Filipenses 1,1), los
presbíteros o ancianos nombrados en los Hechos varias veces,
representan funciones eclesiásticas, administrativas sobre todo,
según parece, a las cuales se accedía no por una orden directa
llegada desde arriba, sino por elección de la comunidad. Su
importancia crecerá después. Se asiste a una transposición ya
indicada en las Epístolas pastorales. Desaparecen los ministerios
carismáticos. Pero sus atribuciones se concentran en los ministerios
institucionales, cuyos titulares tienen calidad para transmitir a su
sucesor el carisma del cual ellos mismos están investidos de
manera exclusiva. Toma así forma el sistema jerarquizado del
catolicismo. La ordenación en que descansa se enuncia en la época
apostólica con el rito de la imposición de manos. Lo practican los
que poseen un carisma y en su propio nombre o, más
frecuentemente, en nombre de la comunidad, y confiere al que lo
recibe la autoridad que va unida a un ministerio. El rito se practica
también con los enfermos para curarlos. Pronto acompañará
también al bautizo. En todos los casos es el signo y el vehículo de la
gracia. La iglesia lo ha tomado de las costumbres judías.
También se inspiran en el judaísmo las primeras
reuniones cultuales. Existió sin duda una gran diversidad en la
materia, particularmente donde dominaban los ministerios
carismáticos: no es comparable en absoluto con el riguroso canon
de una misa católica; pueden encontrarse paralelos más bien en los
conventículos de las sectas anglosajonas y de sus asambleas de
'despertar'. Es muy posible, sin embargo, que algunas iglesias por lo
menos adoptasen y adaptasen los elementos fundamentales del
culto de las sinagogas: oración, lectura e interpretación de la Biblia,
predicación, canto de los salmos. Pero se desarrolla poco a poco
una liturgia propiamente cristiana, cuyos primeros lineamientos
pueden percibirse desde el principio: el "Padre Nuestro" con su
doble origen (Mateo 6,9-13; Lucas 11,2-4) y los cánticos que Lucas
pone en boca de distintos personajes evangélicos (1,46-55; 68-79;
2,29-32), son algunas muestras que han sido conservadas para
nosotros. El acento es aún auténticamente judío. Pero la esperanza
de que hablan es la que se tiene en el Cristo Jesús. Está de pronto
en el centro del culto cristiano, renueva el sentido de las formas
consagradas y de los viejos ritos, y hace nacer otros nuevos.
La comunidad de Jerusalén, como hemos visto,
distribuía su vida cultual entre el Templo y las reuniones a domicilio,
teniendo éstas función de asamblea sinagogal. Sigue observando
los preceptos rituales, el sábado y el ciclo de las fiestas anuales.
Pero el domingo, día de la Resurrección, se añade ya al sábado; y
la dualidad de esta fecha semanal indica la doble fisonomía de esta
iglesia, que es judía y cristiana a la vez. Entre los gentiles, los
hábitos judíos se practican aunque en forma mucho menos tiránica.
Poco a poco nacerá del calendario judío el calendario cristiano: se
conmemorará, en el momento de la Pascua, la pasión de Cristo y,
en Pentecostés, el descendimiento del Espíritu Santo. El descanso
sabático se observó en algunas regiones hasta una fecha bastante
avanzada. Pero el día sagrado por excelencia es, en todas partes,
el domingo, 'día del Señor', que conmemora, cada semana, la
Resurrección.
La liturgia dominical culmina, desde el principio, con
la Cena, que en los Hechos se llama la partición del pan. Sus
orígenes han dado lugar a muchas controversias. Y si aún subsisten
algunos puntos oscuros, se ha establecido al menos que sus
orígenes son judíos. En la forma, el rito procede directamente de la
liturgia doméstica judía y, con más precisión, tal vez de las comidas
de las cofradías, donde la manducación de un mismo pan y la
participación de una misma copa de vino, previamente bendecidos,
simbolizaban y cimentaban la unión fraternal de los participantes. Al
parecer, Jesús practicó el rito, con predilección, con sus discípulos.
Al hacer la última comida —fuese o no fuese una comida pascual,
ya que sobre este punto se contradicen los Sinópticos y el Cuarto
Evangelio—, la relacionó de manera misteriosa con su muerte
inminente, haciendo del pan partido el símbolo de su cuerpo que iba
a ser entregado y castigado. Además de otras ocasiones, el
Resucitado se aparece a sus discípulos cuando están celebrando
las comidas en común (Hechos, 10, 41), y los discípulos de Emaús
le reconocen al partir el pan (Lucas, 24, 30-31). Después, cada vez
que repiten el gesto familiar, los cristianos sienten, de manera
particularmente intensa, la invisible presencia de su Maestro. Se
explica así la atmósfera de ferviente alegría que rodea a ese rito
(Hechos, 2, 46), rito de acción de gracias, 'eucaristía'. Porque, junto
con la última Cena que tuvo lugar antes de la Pasión, nos recuerda
todas las comidas hechas con Jesús, y también, posiblemente con
más importancia aún, una anticipación del banquete mesiánico del
que participarán los discípulos junto con él, llenos de alegría en el
Reino, que desean fervientemente: "Maranatha, ven nuestro Señor"
(I Cor 16,22; cf. Apoc 22,20).
De la Cena, que se celebra cuando se hace una
comida de la comunidad, participan sólo los miembros regulares de
la Iglesia; es decir, excluidos los catecúmenos, todos aquellos que
han recibido el bautismo. Aun es más difícil aclarar los orígenes del
bautismo que los de la eucaristía. La tradición cristiana atribuye su
institución a Cristo. Pero no puede confiarse en las últimas palabras
de Mateo, cuando dice que Jesús ordenó a sus discípulos que
bautizasen en todos los países "en nombre del Padre, y del Hijo, y
del Espíritu Santo". La verdad es que la generación apostólica
ignoraba totalmente esta fórmula trinitaria, tan inesperada en su
boca. Pero si ninguna otra cosa nos permite pensar que Jesús
bautizase, el bautismo se practicó de todas formas desde los
comienzos de la Iglesia. No es, sin embargo, una creación original
del cristianismo, de la misma manera que tampoco lo es la partición
del pan. El bautismo acompañaba normalmente a la circuncisión de
los prosélitos, sin hablar de las abluciones rituales practicadas por el
judaísmo común. Lo practicaban también muchas sectas judías,
entre otras las de Juan, llamado el Bautista, que anunciaba la
llegada del Reino y que predicaba "el bautismo del arrepentimiento
para remisión de pecados" (Marcos, 1, 4). Ya que también Jesús
fue bautizado por Juan, tenemos que buscar los antecedentes del
rito cristiano en el bautismo practicado por él y también en el de los
prosélitos. Con el primero queda emparentado por su significación
penitencial y escatológica: ya que no instrumento del perdón, es
signo del arrepentimiento para alcanzar el Reino. Y recuerda tanto
al segundo como al primero por su carácter de rito de aceptación:
es el sello de la fe y separa a los elegidos de los infieles, judíos o
paganos.
Pero tiene dos aspectos que le confieren originalidad
propia: está administrado en nombre de Cristo y lleva consigo la
efusión del Espíritu: "Convertíos y que cada uno de vosotros se
haga bautizar en el nombre de Jesucristo, para remisión de vuestros
pecados; y recibiréis el don del Espíritu Santo " (Hechos 2,38).
¿Son estos aspectos los primitivos, o sólo aparecieron después, en
los medios del paulismo griego? Resulta difícil pronunciarse, porque
los textos son un tanto oscuros en este punto. Oponen a veces el
bautismo de agua practicado por Juan y el bautismo de Espíritu que
es el de los cristianos. En los Hechos (19,1 y sigs.) se cita el caso
de unos discípulos que habían recibido el bautismo de Juan y
fueron bautizados de nuevo por Pablo "en el nombre del Señor
Jesús". En este caso, son, indudablemente, miembros de la secta
bautista, y resulta curioso que el autor los califique de discípulos.
Tal vez haya que reconocer en ellos a fieles del tipo judeo-cristiano
más arcaico y admitir que el bautismo de la primera comunidad no
se diferenciara en absoluto del de Juan. Debe notarse, además, que
la efusión del Espíritu es consecutiva al bautismo, pero no
provocada por él: se opera por la imposición de manos. Los dos
ritos se asocian frecuentemente, ya que no siempre van juntos: a
veces los separa un largo lapso. Pero los textos no están de
acuerdo ni con el orden de la sucesión ni con los efectos
respectivos: la precedencia la tiene tanto el uno como el otro, y el
don del Espíritu no está estrictamente unido al uno ni al otro. En la
doctrina y en la práctica de la Iglesia primitiva se ven, pues, muchos
tanteos antes de que, como complemento del bautismo, acabe por
tomar cuerpo el sacramento de la confirmación.
El bautismo, administrado en nombre de Jesús,
establece una estrecha unión entre el creyente y Cristo. Esta idea
adquiere en Pablo una fuerza y significación muy particulares, como
nos dice la fórmula 'bautizados en Cristo' o 'en Cristo' (eis Christon,
Gal 3,27; Rom 6,3); no se trata ya, pues, sólo de pertenencia, sino
de unión, de asimilación del creyente a Cristo. ¿Cómo debe
entenderse esto? Encontramos la respuesta en la Epístola a los
romanos (6,2 y sigs.), donde Pablo escribe: "Los que hemos muerto
al pecado ¿cómo seguir viviendo en él? ¿O es que ignoráis que
cuantos fuimos bautizados en Cristo Jesús, fuimos bautizados en su
muerte? Fuimos, pues, con él sepultados por el bautismo en la
muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los
muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros
vivamos una vida nueva. Porque si hemos hecho una misma cosa
con él por una muerte semejante a la suya, también lo seremos por
una resurrección semejante; sabiendo que nuestro hombre viejo fue
crucificado con él, a fin de que fuera destruido este cuerpo de
pecado y cesáramos de ser esclavos del pecado. Pues el que está
muerto, queda librado del pecado. Y si hemos muerto con Cristo,
creemos que también viviremos con él, sabiendo que Cristo, una
vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más, y que la
muerte no tiene ya señorío sobre él" El bautismo se halla así en
relación con la muerte y la resurrección de Cristo. Las reproduce
simbólicamente en la persona del creyente: "Sepultados con él en el
bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de
Dios, que le resucitó de entre los muertos" (Col 2,12). El
descendimiento al baptisterio representa la muerte y la inmersión
representa la resurrección. Pero es más que una imagen y un
símbolo: el bautizado, de manera muy real, queda asociado con la
acción salvadora de Cristo; se convierte en "una criatura nueva" (II
Cor 5,17), está “revestido de Cristo" (Gal 3,27), y en adelante puede
decir: "y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que
vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me
amó y se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20).
La eucaristía acentúa y refuerza los efectos del
bautismo. Según San Pablo, la eucaristía, en relación con lo que
podemos tomar de la Cena primitiva, ofrece varias características
originales. Para la comunidad de Jerusalén, es un rito alegre y,
según la concepción paulina debe conmemorar la última comida
que Jesús hizo con sus discípulos. Jesús la instituyó explícitamente
en ese momento, al dar a los suyos la orden de repetir el rito "en
memoria mía". Como el gesto del Maestro guarda relación con su
muerte inminente, como una especie de anticipación de su sacrificio
redentor, representa, pues, a la muerte, de la misma manera que se
anunciaba con el sacrificio del cordero pascual, en el que la
tradición cristiana ha visto, a la vez, la imagen dé la Cena y la del
Calvario: "nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado" (I Cor
5,7) . "Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa,
anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga" (Ibíd 11,26).
Pero en todo esto hay algo más que un recuerdo y un
símbolo. La eucaristía no sólo es un signo, sino también el
instrumento de la comunión mística de los fieles entre ellos y con
Cristo. De la misma manera que el bautismo, pero de manera aún
más sorprendente, ya que se trata de un rito colectivo del que
participa toda la asamblea, integra a los creyentes en la Iglesia, que
es cuerpo de Cristo: "Porque aun siendo muchos, un solo pan y un
solo cuerpo somos, pues todos participamos de un solo pan " (I Cor
10,17). Y también: "La copa de bendición que bendecimos ¿no es
acaso comunión con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos ¿no
es comunión con el cuerpo de Cristo?" (Ibíd 10,16). Al consumir las
especies eucarísticas, el fiel no sólo cimenta su unión con los
hermanos en el 'cuerpo místico' de Cristo, que es la Iglesia, sino
que además asimila la sustancia espiritual de Cristo glorificado: "Por
tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente,
será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor ... Pues quien come y
bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo" (I Cor
11,27.29). No duda Pablo en imputar a esas comuniones sacrílegas
los casos de enfermedad y de muerte que se producen en la Iglesia.
Las reglas que formula, referentes a las comidas comunitarias,
refleja su preocupación por evitar excesos siempre lamentables:
"cada uno come primero su propia cena, y mientras uno pasa
hambre, otro se embriaga" Pero reflejan, sobre todo, el
convencimiento de que "la comida del Señor" se distingue,
fundamentalmente e inclusive, de los ágapes cultuales en los cuales
se injerta; y Pablo no está lejos de prescribir que esté separada de
ellos: "¿No tenéis casas para comer y beber?... Si alguno tiene
hambre, que coma en su casa, a fin de que no os reunáis para
castigo vuestro" (I Cor 11,21-22.34).
La admisión al bautismo, y con más razón aún la
participación en la Cena, suponen la fe. La fe cristiana, en su
esencia, es abandono confiado en Cristo y en su poder salvador; en
primer lugar, es una experiencia religiosa. Pero asume en seguida
un contenido doctrinario, cuyos ritos son la expresión concreta, y
que va precisándose a medida que se difunden por el cristianismo
naciente propagandas e ideas que se juzgan como peligrosas:
preparan el camino a las nociones de sana doctrina, o de ortodoxia,
y de herejía, que serán fundamentales en la teología ulterior, las
polémicas de Pablo contra los judaizantes, por una parte, y contra el
contagio ritual, doctrinario y moral de una gnosis sincretista, por la
otra (Colosenses y Efesios). Y, desde la época apostólica, la
catequesis desempeña en la vida de las iglesias un papel
considerable.
Repercute a la vez en la conducta y en la doctrina,
inculca a los fieles el 'camino' (hodos) y les revela el conocimiento
(gnosis). La enseñanza moral de la Iglesia primitiva parece
derivarse en línea recta de la que la sinagoga griega daba a sus
prosélitos. En cuanto al mensaje doctrinal, se resume desde la
época apostólica en fórmulas de fe. Su recitado por un neófito
precedía al bautismo; seguramente se convirtió pronto en parte
integrante de la liturgia de la comunidad; vuelve a encontrarse aquí
el ejemplo de la sinagoga, donde los oficios estaban puntuados con
el recitado del Shemá (Deut 6,4), afirmando la unicidad del Dios de
Israel. Las primeras fórmulas de fe cristianas son, como en el
Shemá judío, muy breves. Pero, yendo de suyo la fe en el Dios
único, insisten en lo que de específico aporta el cristianismo en
relación con el judaísmo: el Cristo. Como por otra parte 'el Espíritu'
no está individualizado todavía en una 'persona' divina, en el sentido
en que lo entiende la teología trinitaria de Nicea, sino que a veces
está identificado con Cristo (II Cor 3,17), las más antiguas
confesiones de fe son binarias —"para nosotros no hay más que un
solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y para el cual
somos; y un solo Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y
por el cual somos nosotros" (I Cor 8,6)— o, con más frecuencia,
puramente cristológicas —" el Señor es el mismo (Jesús)" (I Cor
12,5)—. Se afirma así con fuerza el carácter cristocéntrico del
pensamiento y de la devoción cristianos primitivos.
El título de Señor, Kyrios, aplicado a Cristo, está
cargado de significado. Mientras vivía Jesús, los que le seguían le
llamaban 'maestro': rabbi, didascalos, es el maestro que enseña. El
término Mar, o, con el sufijo posesivo, Maranos, conservado en una
fórmula litúrgica citada por Pablo (I Cor 16,22), representa sin duda
la denominación de culto usada en las comunidades de lengua
aramea, empezando por la de Jerusalén; indica las disposiciones
humildemente sometidas del inferior respecto de su superior, del
servidor respecto de su maestro. Tal es, también, el significado de
Kyrios, en el uso griego común. Pero tanto el uno como el otro
tienen, además, una acepción particular y propiamente religiosa. En
el uso rabínico, Mar se aplica a veces a Dios; y Kyrios, en la versión
de los Setenta, es por excelencia el título del Eterno: traduce el
Tetragrama inefable, el nombre divino que ningún judío debe
pronunciar, y que habitualmente transcribimos ‘Jehová’ o ‘Yahvé’;
también traduce Mar en los pasajes arameos de Daniel (2,47; 5,23)
en los que esta palabra significa Dios. Si recordamos, además, que
en los usos paganos Kyrios era un título cultual conferido a muchos
dioses y a los emperadores divinizados, comprenderemos sin
dificultad que, transpuesto a Cristo, tiene resonancias
particularmente ricas: para el creyente de origen judío evoca el Dios
de la Biblia, para el converso del paganismo, las figuras de la
teología clásica, oriental o imperial; sitúa a Jesús fuera de la
humanidad normal.
Para los jerosolimitanos, éste es el caso, aunque su
cristología, vista a través de los discursos de Pedro según los
Hechos, es mucho menos rica que la de Pablo. Para ellos, la
eminente dignidad de Jesús no está dada por toda la eternidad, sino
que resulta de una elección particular, manifestada durante y sobre
todo al final de su vida. Jesús es el 'santo servidor' de Dios,
marcado por la unción divina (Hechos 4,27). Al considerar sus
méritos y su pasión, Dios lo resucitó y luego "le ha exaltado Dios
con su diestra como Jefe y Salvador " (5,31); y lo hizo "Señor y
Cristo" (2,36). Las etapas esenciales que elevan a Jesús de la
condición humana, a la que pertenece al principio, a esta situación
única que nos da el término de Señor, son bautismo, crucifixión,
resurrección y ascensión. Jesús es así superior a todas las
grandezas de la Antigua Alianza. Y aunque, para sus discípulos,
guarde algunos rasgos, es también algo más que el Mesías,
soberano humano de escatología corriente: es el Hijo del Hombre
glorificado.
Con esta perspectiva, que es la de una cristología de
adopción, el tránsito de Jesús comprende solamente dos períodos,
separados entre sí por la muerte. Uno es el de su ministerio
terrestre: la tradición oral recuerda los más importantes episodios;
conserva también las palabras del Maestro que, en la época
apostólica, seguramente se trató de fijar por escrito; los milagros y
las sentencias se comentan en las reuniones cultuales, en espera
de que los Evangelios les den la forma. El otro es el de su
exaltación hasta el día venidero de la Parusía. A esos dos períodos,
Pablo añade un tercero, el de la encarnación. Para la comunidad de
Jerusalén, el hombre Jesús, hijo de David, se convierte en "hijo de
Dios" por adopción; pero, para Pablo, Cristo hijo de Dios, se
convierte en hijo de David por un nacimiento al cual no parece dar el
apóstol el carácter milagroso de un nacimiento virginal. Con otros
términos, Cristo existe desde que hay eternidad, si es que no
preexiste. Antes de cumplir en este mundo su función de redentor,
participa en la actividad creadora del Padre: " porque en él fueron
creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las
invisibles, ... todo fue creado por él y para él " (Col 1,16). Hay como
un nexo orgánico entre la creación y la redención: la redención es
una especie de segunda creación, que restaura el orden primordial
roto por la caída, y reconcilia el universo con Dios. "Primogénito de
toda la creación", y órgano de la creación, Cristo, en los comienzos
de los tiempos nuevos también es el "primogénito de los muertos"; e
incluso "todo tiene en él su consistencia" (Col 1,15 y sigs.): es
salvador, pero también, y previamente, conservador; impide que
todas las cosas vuelvan al caos.
Como ser celestial, Cristo está mucho más cerca de
Dios que de la humanidad. Está, sin embargo, subordinado a él: es
"imagen de Dios invisible" (Col 1,15). Aunque tenga 'forma de Dios',
es decir, aunque de alguna manera participe de la condición divina,
no creyó tener que reivindicar la igualdad con Dios, al contrario de
Satán, el ángel caído. A la inversa, se desprende de su forma divina
para asumir la de siervo o tomando el aspecto de un hombre, "se
humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz.
Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre, que está sobre todo
nombre. Para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los
cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que
Cristo Jesús es SEÑOR para gloria de Dios Padre" (Fil 2,8-11). No
es, pues, congénito el título de Señor, sino recompensa por su
sacrificio libremente consentido, y le ensalza más arriba aún, que en
su condición primera. Dios, desde entonces, "ha puesto todo a sus
pies". Pero en el drama cósmico del que es héroe, su resurrección y
su exaltación no representan aún más que el gaje y las primicias de
la victoria: los poderes demoníacos no están enteramente
yugulados. La lucha que Cristo hace por medio de su Iglesia sólo
estará acabada con el fin de los tiempos. "después de haber
destruido todo Principado, Dominación y Potestad... El último
enemigo en ser destruido será la Muerte... Cuando hayan sido
sometidas a él todas las cosas, entonces también el Hijo se
someterá a Aquel que ha sometido a él todas las cosas, para que
Dios sea todo en todo" (I Cor 15,24-28).
El cristianismo paulino, forma primera del cristianismo
griego, desde todo punto de vista ofrece, en relación con el de
Jerusalén, una originalidad vigorosa. ¿Debe verse en él un
comienzo absoluto? O si no, ¿de dónde le vienen sus elementos?
¿De qué influencias procede? No puede tratarse, aquí a fondo el
importante problema de las fuentes del pensamiento de Pablo; lo
único que puedo hacer es indicar la dirección en la cual pueden
encontrarse las soluciones.
Pablo es judío y conoce muy bien la Biblia. Su
cristianismo descansa en la Biblia, en primer lugar. Los esquemas
del pensamiento judío, aunque adaptados en función de los hechos
cristianos, siguen imponiéndose a él en más de un punto, por
ejemplo, en el problema de la justificación y, más aún, en las
cuestiones de la escatología. La de una víctima sustitutiva que
cargue con pecados de los que es inocente, es una de las ideas
familiares de Israel: el sacrificio de Cristo, tal como Pablo lo ve,
prefigurado en el cordero pascual, lo es en su significación por el
rito del chivo emisario. Si, por otra parte, Pablo insiste tanto acerca
del carácter comunicatorio, eclesiástico, de la experiencia religiosa,
es porque continuamente tiene ante sí al pueblo elegido, que es una
anticipación de la iglesia. Si separáramos a Pablo de sus raíces
judías estaríamos imposibilitados de comprenderle.
Pero Pablo es un judío de la Diáspora. Lee la Biblia
en griego. Se dirige a un público, judío o pagano, de lengua griega y
en un medio griego. Si se quiere encontrar antecedentes o paralelos
de su cristología, habrá que buscarlos en el pensamiento judío,
fuertemente influido por el helenismo. El Cristo cósmico de Pablo se
parece, en más de un aspecto, a la Sabiduría, atributo divino
personificado, órgano de la revelación; pero asociado también con
la obra de creación, presentada por la literatura sapiencial, que
agrupa los escritos más recientes del Antiguo Testamento
(Proverbios, el Libro de la Sabiduría, llamado 'de Salomón' y el
Eclesiástico –Siracida-). No deja de presentar analogías, aunque
difieran en mucho, con el Logos de Filón. El término mismo de
Logos, introducido en la teología cristiana, en el prólogo del Cuarto
Evangelio, no es paulino. Pero si la terminología difiere, en los
pensamientos no están tan alejados el unos del otro. Pablo y Filón
son contemporáneos. Vivieron, en Tarso y en Alejandría, en
ambientes culturales un tanto análogos. Si a Pablo no le tentó,
como a Filón, hacer una síntesis sistemática de los datos bíblicos y
de la filosofía griega, por lo menos sufrió también, de manera más o
menos consciente, la influencia de su medio. La teología judía, en
caso de necesidad, basta para explicar su pensamiento
especulativo, pero la piedad judía no ofrece ningún paralelo preciso
con la mística paulina.
Los historiadores de la escuela comparatista han
encontrado en las religiones con misterios y en los sistemas
gnósticos, la fuente más real del paulismo. Y, sin duda, hay
analogías que no son sólo de vocabulario. La concepción paulina de
la muerte y de la resurrección de Cristo, y la mística sacramental
que contienen, recuerdan mucho a la teología de los misterios, en la
que los iniciados encuentran la salvación asimilándose ritualmente a
un dios que muere para renacer después a la vida eterna. Cuesta
creer que sea fortuito el paralelo. Llamó la atención a los primeros
cristianos: al presentar los misterios como una anticipación
demoníaca de las doctrinas y de los ritos de la Iglesia, mostraron
que no estaban equivocados en cuanto al orden de sucesión de los
hechos, y admitieron la anterioridad de los misterios. Pablo mismo
hizo el paralelo de la Cena cristiana con las comidas cultuales del
paganismo: "No podéis beber de la copa del Señor y de la copa de
los demonios. No podéis participar de la mesa del Señor y de la
mesa de los demonios", que para sus fieles son tan señores como
para Pablo lo es Cristo (I Cor 10,20, cf. 8,5). Y el 'misterio' cristiano
que proclama tiene que oponerse evidentemente a los misterios
paganos con un lenguaje que sea accesible a los gentiles.
Una vez admitida la realidad de una influencia, hay
que precisar su naturaleza y su alcance. Sería absurdo ver en Pablo
un producto puro del helenismo, y en el cristianismo paulino una
copia deliberada de uno o varios prototipos paganos. No puede
tratarse de filiación directa, sino solamente de una inspiración
general emparentada, de una identidad de atmósfera y de
perspectiva. Hay dos factores que oponen límites precisos a las
infiltraciones paganas: la tradición bíblica (a la que, como decía más
arriba, tanto debe Pablo) y el hecho histórico de Cristo.
Aunque siempre se negase a todo compromiso, no
pudo el judaísmo, ni en Palestina siquiera, mantenerse totalmente
impermeable a las influencias exteriores. Y a través del judaísmo se
ejerce sobre Pablo. Actualmente no es posible ya enfrentar como
dos fuerzas irreductibles al judaísmo y al helenismo. La secta de la
Nueva Alianza, por ejemplo, nos ha revelado aspectos totalmente
insospechados del judaísmo que, confrontados con el cristianismo
primitivo, nos eximen de recurrir, como principio de explicación de
varios puntos, a las influencias directas del helenismo pagano.
Además, la síntesis que trató de hacer Filón no fue sino imperfecta,
y no podía ser de otro modo si el judaísmo no renegaba de sí
mismo. Ésta es la imposibilidad que presentan ciertas antinomias
del pensamiento paulino, que yuxtapone, más que amalgama,
concepciones judías y nociones helenistas. La oposición radical que
Pablo introduce entre 'la carne' y 'el espíritu' es tan extraña al
pensamiento judío auténtico, como lo es su visión de un universo
viciado enteramente por la caída y sometido, por eso mismo, al
imperio de Satán. Pero si así se inclina Pablo al dualismo gnóstico,
no puede ceder a él, sin embargo, por su judaísmo fundamental.
Sigue, pues, afirmando la soberanía total y actual de Dios, por
encima de la de los 'elementos'. Sigue proclamando también la
resurrección de los cuerpos, que inaugurará los últimos tiempos. Le
cuesta trabajo hacer que la admitan sus discípulos griegos y él
mismo es incapaz de concebir otra vida totalmente desencarnada:
el alma necesita un envoltorio que no será sin duda ya carnal, sino
'espiritual'. Identifica resurrección corporal e inmortalidad, y
considera que negar a una supone necesariamente negar a la otra
(I Cor 13). También en este aspecto se mantiene fundamentalmente
judío y fariseo. Su originalidad esencial, en relación con la teología
judía, consiste en identificar dos figuras hasta entonces
completamente distintas, el Mesías y la Sabiduría, Cristo es la
sabiduría hecha Hombre.
En relación con los primeros discípulos, la novedad
del mensaje de Pablo reside en su mística cristocéntrica; y consiste
también en interpretar con términos inteligibles para los paganos,
ampliamente inspirados en su vocabulario y en su ideología
religiosa, datos, creencias y prácticas rituales que no le provee el
medio griego, pagano, sino la Iglesia de Jerusalén. La amplitud de
la transposición no debe hacernos perder de vista que, en definitiva,
es el Jesús de la historia, por muy esfumado que su rostro aparezca
aquí, quien condiciona toda la teología y la piedad paulinas. Si a
Pablo le preocupan muy poco los detalles de su tránsito terrenal, sí
le preocupa, por el contrario, que en su mensaje estén los hechos
que en este tránsito son esenciales para él: muerte y resurrección.
Cuando Pablo da de su enseñanza fundamental una visión poco
más desarrollada que la simple proclamación de Cristo Señor, es
significativo que no la dedique a la misión cósmica del Maestro —de
éste se trata en unos versículos con resonancia litúrgica—, sino a
los hechos históricos; significativo es también que esta enseñanza
hable entonces, no de una revelación divina, sino de la tradición,
concebida como lo hacían los doctores fariseos; es decir, de una
transmisión humana que, en este caso, pasa por los Doce: " Porque
os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió
por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que
resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas
y luego a los Doce " (I Cor 15,3-5). Insiste sobre esta continuidad
que, por mucho que le interese su propia autonomía, da fe sin
embargo, de su Evangelio: "Porque o sea yo o sean ellos, así
predicamos, y así habéis creído" (lbid 15,11). Y, por encima de la
diversidad de formas y de antagonismos, esto es también lo que no
hay que negar ni despreciar, lo que hace la unidad fundamental del
cristianismo primitivo y, más allá de la dispersión de las iglesias
locales, la de la Iglesia.
El mismo término (ecclesia) designa en el Nuevo
Testamento a las comunidades particulares y a la sociedad
universal de los creyentes. En el sentido amplio, los Evangelios sólo
lo emplean una vez, en un pasaje (Mateo 16,18) cuya autenticidad
como palabra de Jesús no es nada segura. Por el contrario, en
Pablo es muy frecuente. En la traducción de los Setenta, designa a
Israel como comunidad religiosa y cultual; es, sin duda, de ahí, de
donde el Apóstol lo tomó, más bien que del griego profano.
Transpuesto a los cristianos, indica a la vez la conciencia de su
autonomía del judaísmo y la solidaridad que les une a todos en el
espacio, sin distinción de razas, lenguas o condición social. Como
realidad trascendente, la Iglesia tiene que tomar cuerpo poco a
poco. No estará terminada hasta el fin de los tiempos. La noción
paulina de la Iglesia, actual y escatológica a la vez, concuerda así
con la del Reino predicado por Jesús. Ambas acentúan el carácter
eminentemente comunitario del pensamiento y de la devoción
cristianos.
Capítulo VII: La Iglesia y el mundo romano
Estamos imperfectamente informados sobre las
etapas y las circunstancias precisas de la expansión cristiana. Los
Hechos de los apóstoles la trazan hasta los alrededores del 60;
pero, por faltarle noticias completas, o de manera deliberada, sólo
se ocupa de una parte de la misión: los griegos del grupo de
Esteban, los Doce y, sobre todo, Pedro, en la primera parte, tratada
brevemente; y Pablo, en la segunda, aparecen como los
protagonistas y casi los únicos artesanos de la empresa. Es posible
que el papel de los griegos fuese más importante de lo que dicen
los Hechos, preocupado visiblemente de dejar a la autoridad
religiosa, representada por Pedro, la iniciativa de una gestión tan
cargada de consecuencias. Al lado de unos y otros, sospechamos la
existencia de una multitud de predicadores anónimos cuya acción,
tal vez, fue igualmente eficaz e importante.
La comunidad de Roma, por ejemplo, no fue fundada
ni por Pedro ni por Pablo. En este punto estamos reducidos a las
hipótesis: la más plausible es la que ve una creación de misioneros
judeo-cristianos. El mismo misterio envuelve a cuanto concierne a
Alejandría. Si tenemos en cuenta la importancia de esta ciudad, nos
sorprenderá que no haya figurado entre los primeros objetivos de la
misión. El silencio de los textos acerca de los comienzos de la
comunidad alejandrina tal vez signifique que el cristianismo adoptó
allí, al principio, formas que la Iglesia consideró heréticas y, como
consecuencia, los documentos han preferido no señalarlo. Es lo que
podría indicar la breve noticia consagrada por los Hechos a Apolos.
"Un judío, llamado Apolo, originario de Alejandría,
hombre elocuente, que dominaba las Escrituras, llegó a Éfeso.
Había sido instruido en el Camino del Señor y con fervor de espíritu
hablaba y enseñaba con todo esmero lo referente a Jesús, aunque
solamente conocía el bautismo de Juan. Éste, pues, comenzó a
hablar con valentía en la sinagoga. Al oírle Aquila y Priscila, le
tomaron consigo y le expusieron más exactamente el Camino”
(Hechos 18,24-26). Este dato curioso parece indicar que el
personaje en cuestión, aunque cristiano, representa un tipo de
cristianismo que, según Pablo, de quien son discípulos Aquila y
Priscila, o según el redactor, es imperfecto y exige un complemento
de Catequesis; se ha pensado, no sin cierta razón, en una forma de
judeocristianismo. Apolos, iniciado completamente en el Evangelio
según Pablo, va después a Acaya donde, según los Hechos, hace
un excelente trabajo. En efecto, lo encontramos en Corinto (I Cor
1,12): uno de los partidos en que se divide entonces la Iglesia local
declara estar con él, lo que implica que todavía no seguía del todo
las normas paulinas. Estos detalles, al mismo tiempo que vierten
una débil luz sobre el cristianismo alejandrino, nos hacen tener en
cuenta la gran variedad de matices de la primera misión; porque
Apolos, seguramente convertido en su ciudad natal, se puso en
camino para predicar el Evangelio que había recibido no sabemos
de quien, visiblemente por su propia iniciativa y sin contacto alguno
con Jerusalén o con Pablo.
Al final del período apostólico han sido visitadas la
mayoría de las ciudades importantes de Oriente: Jerusalén,
Cesárea, Antioquía, Éfeso; los otros centros de Asia Menor, Filipos,
Tesalónica, Atenas, Corinto tienen comunidades cuya importancia
ignoramos. En Occidente, la red es menos firme y se constituye
más tarde. No hay seguridad de que hasta el siglo II hubiese
iglesias en grandes centros provinciales como Lyon o Cartago. Es
posible que se evangelizara en algunos puntos de las Galias o de
España en la época apostólica. Pero las tradiciones locales que
atribuyen el origen de tal iglesia a un Apóstol o a un personaje de la
historia evangélica —Santiago el Mayor en España, Lázaro y sus
hermanas en las Galias— son pura leyenda.
En definitiva, si el cristianismo está ya sólidamente
instalado en Oriente hacia el 70, en Occidente sólo dispone de
algunos puntos de apoyo. En todas partes se mantiene como un
fenómeno casi exclusivamente urbano, y, sobre todo, costero.
Excluyendo a Palestina y a Asia Menor, sólo mucho más tarde
penetra en el interior, a lo largo de los valles y de las carreteras
romanas.
Son un poco más precisas nuestras noticias en
cuanto se refiere a la formación social del cristianismo primitivo. El
mensaje de Jesús y el de sus discípulos despierta ecos, sobre todo
entre la gente modesta, los desheredados: pescadores de Galilea,
campesinos de Palestina. El nombre de 'pobres' (ebionim), que al
parecer se dieron ellos mismos, escrito por los autores eclesiásticos
ha acabado por convertirse en un término peyorativo que señala la
indigencia intelectual y doctrinaria de la secta judeocristiana de los
ebionitas. Pero debe ser entendido en principio, en su sentido
propio. También fuera de Israel tiene el cristianismo un éxito
considerable entre los humildes; el ejemplo de Jesús, la exaltación
del sufrimiento como camino de salvación, la esperanza del reino
cercano y de sus alegrías y el mensaje cristiano de fraternidad
universal, suponen un consuelo y una fuerza que en vano se
buscarían en el paganismo.
Sería erróneo no ver en el cristianismo sino la religión
de los pobres, una expresión de la conciencia colectiva del
proletariado antiguo.
La gente del campo fue de todas las clases de la
sociedad, la más recalcitrante al cristianismo. Al contrario, en las
ciudades, que fueron influidas desde un comienzo por la
propaganda cristiana, ésta trasciende ampliamente de los barrios
populares. En tiempo de Nerón había ya, al parecer, simpatizantes
del cristianismo entre los aristócratas romanos; lo confirma el hecho
de la persecución de Domiciano al final del siglo. Aquila y Priscila
disponen de los suficientes medios como para poseer una casa en
Roma y otra en Éfeso, y éstas lo bastante amplias para acoger a la
Iglesia local (Rom 18,5; I Cor 16,19). En los comienzos del siglo II la
carta de Plinio a Trabajo indica que en las filas de la cristiandad hay
"muchas personas de todas las edades, de toda condición y de uno
y otro sexo". La proporción de mujeres parece haber sido más
grande, sin embargo, que la de hombres: es un aspecto que Flavio
Josefo anotaba también a propósito del judaísmo misionero. Y los
fieles de origen oriental fueron, al principio, también más
abundantes, inclusive en las iglesias de Occidente; se explica así
que el griego se mantuviese como lengua litúrgica, inclusive en
Roma, hasta finales del siglo II. Es otra característica común entre
el cristianismo primitivo y el judaísmo misionero.
Sin embargo, en cuanto a su eficacia, el mensaje
cristiano tiene sobre el de la sinagoga una ventaja enorme: posee
desde un principio ese carácter universal que la religión rival sólo
alcanzó imperfectamente. Convertirse al judaísmo suponía al mismo
tiempo agregarse a un pueblo. Y los israelitas de nacimiento
mantienen sobre sus prosélitos la superioridad de ser
verdaderamente hijos de Abraham. Por el contrario, el cristianismo,
al menos en su forma paulina, al romper con la sinagoga no tiene ya
ninguna característica de religión nacional ni hace ninguna
diferencia entre los conversos de distintos orígenes. Al estar
desembarazado de la ley ritual, está mejor armado que su rival para
la lucha; lógicamente, es más fácil una conversión al cristianismo,
en estas condiciones, que una conversión al judaísmo, sancionada
con la circuncisión.
Pero desde otro punto de vista, es más difícil. El
judaísmo goza del estatuto legal de religio licita. Y lo debe
precisamente a su carácter de religión nacional y a la antigüedad de
su tradición. El derecho a la propaganda no figura de manera
explícita entre los privilegios reconocidos a los judíos, pero si el
proselitismo no estaba debidamente autorizado, tampoco parece
que le pusieran muchos obstáculos en la época que nos interesa.
Además, el estatuto del judaísmo le garantiza, en principio, la
protección de las autoridades frente a los movimientos de hostilidad
popular. Los cristianos, por el contrario, no tienen a quién recurrir,
porque están en la ilegalidad. En los ámbitos del Imperio no hay
lugar para ese tertium genus rechazado por los judíos, que se
niegan a someterse a su Ley, y que pretenden, sin embargo,
sustraerse de las manifestaciones religiosas de lealtad cívica de la
que sólo ellos están dispensados, y que viven como ellos, aunque
sin autorización, al margen de la sociedad pagana y de sus normas.
Pero, analizándola mejor, esta desigualdad, tan real y
tan temible para los cristianos en los siglos siguientes, en la época
apostólica era un tanto teórica. El cristianismo, aun en su forma
paulina, para el mundo pagano no pasaba de ser una secta judía.
La misión cristiana, cuyo primer equipo está constituido por judíos,
toma del proselitismo judío sus métodos; comienza la predicación
en las sinagogas y es a través de ellas como llega hasta el mundo
pagano; necesita la Biblia también como ella y proclama en alta voz
ser el nuevo Israel; como la misión judaizante compite activamente
con la de Pablo, resulta normal que, tanto la autoridad como la
opinión, poco preocupadas las dos por la teología, tardasen en
distinguir claramente las diferencias entre ambas religiones. Así es
que, al principio, los cristianos quedaron englobados en la tolerancia
que se concedía a los judíos. Pero también quedaron englobados,
al mismo tiempo, en la impopularidad que recae sobre los judíos, las
primeras manifestaciones anticristianas no tienen ningún carácter
específico en relación con las manifestaciones antisemitas de los
paganos, que las autoridades no siempre se preocupaban por
reprimir. Muy poco a poco fue dándose cuenta el gobierno imperial
de la originalidad y del peligro del movimiento cristiano, y fue
tomando medidas para contenerlo.
Furiosos contra Pablo, los judíos ayudaron al
gobierno esforzándose para denunciar al cristianismo como extraño
a la auténtica religión de Israel y como elemento de subversión
contra el orden establecido, con el fin de que le retirasen los
beneficios de la tolerancia de que ellos mismos gozaban. Al
principio, por lo menos, parece que los cristianos, no se dieron
mucha prisa por deshacer el equívoco. Pronto se esforzaron, a su
vez, por demostrar que merecían la benevolencia de la autoridad.
Debe hacerse notar que la lealtad del cristianismo
hacia Roma no procede, sin embargo, ni de manera exclusiva, ni
primordial siquiera, de consideraciones oportunistas. Está dictada
por motivos esencialmente religiosos: "Sométanse todos a las
autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga
de Dios, ... de modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela
contra el orden divino" (Rom 13,1-2). Pero por sincera que fuera,
pudo servir a veces para fines utilitarios. Debe notarse, a este
respecto, la actitud filoromana que reflejan los relatos evangélicos
de la Pasión. Está bien claro que los evangelistas se preocuparon
por atenuar en lo posible la responsabilidad de Pilatos en el proceso
de Jesús; la condena de un acusado a quien se sabe inocente,
literalmente se la arrancan los judíos, sobre quienes recae todo el
peso del crimen. La realidad es distinta. No hay ni el menor asomo
de duda de que la sentencia de muerte pronunciada contra Jesús
fuese deseada y saludada alegremente por los dirigentes judíos.
Pero la pronunció Pilatos, en un proceso que él instruyó y que
terminó con una pena, la de la cruz, de tipo romano, y que fue
ejecutada por soldados romanos. La responsabilidad les pertenece,
pues, a ambos. Si la tradición cristiana tuvo el cuidado de
desplazarla, tal vez sea, entre otras razones, por las necesidades
del apostolado entre los gentiles. Su civismo podía asustarse de ese
suplicio infamante, infligido por el representante de la autoridad
imperial al Salvador que les predicaba. Menor era el escándalo si
Pilatos, juguete de los judíos y casi víctima suya, sólo había pecado
aquella vez por exceso de debilidad. El cristianismo y el Imperio
podían entenderse si las influencias judías capaces de impedir este
acuerdo eran neutralizadas. No debe descartarse la posibilidad de
que en determinado momento los cristianos acariciaran la
esperanza de recoger para ellos, único Israel auténtico, el beneficio
del estatuto concedido a ese pueblo eternamente rebelde, en los
días que siguieron a la gran rebelión judía. Podría explicarse así, en
parte, la insistencia de los Hechos al repetir la continuidad que une
al cristianismo con la tradición bíblica y el judaísmo.
Pero por mucho que se esfuercen el artificio literario y
la apologética, no nos explican todo. Si el autor de los Hechos,
haciendo un contraste muy señalado, opone la hostilidad agresiva
de los judíos y la benévola neutralidad de los poderes romanos en
cuanto a los primeros cristianos, hay buenas razones para pensar
que efectivamente así ocurrieron las cosas en sus grandes
lineamientos. En efecto, las querellas religiosas no interesan de por
sí a la autoridad romana. Esta parece tener por principio, y en todas
sus escalas, el no intervenir sino en la medida en que puedan
perturbar el orden público. El papel de Pilatos en el proceso de
Jesús se explica así, al igual que la ausencia total de reacciones
posteriores en la administración del procurador respecto de la
primera comunidad. Una vez desaparecido el que era considerado
como un agitador inquietante, poco importa que un puñado de
discípulos se mantenga fiel a su recuerdo: la sombra de los muertos
es impotente para fomentar una revolución. Son los judíos quienes
tienen que tomar, en el plano religioso, las medidas que les
parezcan útiles; para la autoridad romana, el asunto está archivado.
Cuando, en el futuro, los magistrados romanos, fuera
de Palestina, se vuelquen sobre el cristianismo naciente, en general
se deberá a la instigación de los judíos, y para llegar finalmente a un
sobreseimiento. El autor de los Hechos insiste, con visible
complacencia, sobre hechos que se producen en el sentido que
sostiene su tesis. Ha podido adornarlos, pero no puede creerse que
los haya inventado totalmente. Pablo y sus compañeros fueron
azotados con varas, encerrados en la cárcel y liberados al día
siguiente con una sentencia de expulsión; todo por haber sido
denunciados en Filipos de Macedonia a las autoridades municipales
por propaganda judía —y no cristiana— de carácter ilícito (Hechos
16,20-21); es un simple recuerdo de la aplicación estricta del
estatuto judío que, observado con exactitud, excluye las
conversiones de ciudadanos romanos. En Tesalónica, donde
conjugan sus quejas paganos y judíos, la acusación de mesianismo
político —"afirman que hay otro rey (basileus), Jesús"— (Hechos
17,7) no basta para decidir a los magistrados a que los traten con
medidas rigurosas.
Aún es más característica la actitud con Pablo de
Galión, procónsul de Acaya. Los judíos acusan al Apóstol "de
persuadir a los hombres de honrar a Dios contra la Ley", y él les
contesta: "Si se tratara de algún crimen o mala acción, yo os
escucharía, judíos, con calma, como es razón. Pero como se trata
de discusiones sobre palabras y nombres y cosas de vuestra Ley,
allá vosotros. Yo no quiero ser juez en estos asuntos" (Hechos
18,14-15). La misma actitud vemos cuando detienen por última vez
a Pablo en Jerusalén, con el tribuno que manda las tropas romanas,
y luego, tras la investigación, con el procurador Festus (Hechos
24,26; 25,15 y sigs.). Sin duda el autor ha presentado los hechos
exponiéndolos favorablemente; pero no creo que los haya falseado
en su totalidad.
Es interesante confrontar, en este punto, los datos de
los Hechos con una de las raras indicaciones que dan los autores
profanos de la primera difusión del cristianismo. El historiador
Suetonio nos enseña, en su biografía del emperador Claudio, que el
príncipe "expulsó de Roma a los judíos, a quienes las excitaciones
de Chresto llevaban a una agitación constante" (Judaeos impulsore
Chresto assidue tumultuantes Roma expulit) (Claudio, 25). Es casi
seguro que el Chresto en cuestión no fuese otro que Cristo, a quien
Suetonio parece tomar por un agitador romano, a la sazón vivo. Se
trata, pues, de los comienzos de la propaganda cristiana en la
comunidad judía de Roma: estamos seguramente en el año 49. Los
tumultos que provoca son lo bastante considerables como para que
se den cuenta las autoridades y tengan que tomar medidas
enérgicas para restablecer la calma. Notemos que a la policía
imperial no le preocupa hacer discriminaciones: es la comunidad
judía en su conjunto, y no sólo los miembros conquistados por la
propaganda cristiana, la que soporta las consecuencias. El caso
está confirmado en los Hechos: Aquila y Priscila, a los que
encuentra Pablo en Corinto, "por haber decretado Claudio que
todos los judíos saliesen de Roma" (Hechos 18,2). El 'todos' tal vez
sea un poco excesivo: se trataría entonces de decenas de millares
de individuos; seguramente se limitaron a tomar medidas
ejemplares con algunos notables.
Se ha aproximado, a veces, al texto de Suetonio, un
documento papirológico publicado en 1924: la carta de Claudio a los
alejandrinos. Entre otras cosas contiene una amonestación enérgica
a los judíos de la ciudad: el emperador les prohíbe que hagan llegar
a otros judíos de Siria y de Egipto, porque lo incitaría a concebir
graves sospechas y a castigarlos "como si fomentasen una peste
que infestase al universo entero". Algunos críticos han reconocido
en estas palabras una alusión —la primera— a la propaganda
cristiana, apoyándose particularmente en un pasaje de los Hechos
en el que Pablo es denunciado por los judíos al procurador como
"pestilencial y levantador de sediciones entre todos los judíos por
todo el mundo" (Hechos 24,5 ). El acercamiento, aunque sugestivo
no es convincente, porque a unos cuantos siglos de distancia, San
Juan Crisóstomo llama también al judaísmo "una peste común a
todo el universo". No hay en estas palabras, al parecer, más que un
slogan del antisemitismo antiguo, recogido por los judíos contra
Pablo para llevar contra sus rivales la animosidad de los paganos.
Resulta dudoso que la carta de Claudio contenga una alusión
consciente al cristianismo. Pero los disturbios de que habla, de la
misma manera que los ocurridos en Roma y mencionados por
Suetonio, es posible que tengan relación con la predicación
cristiana, aunque el emperador no lo vea de una manera
perfectamente clara. Pero de todos modos, la cuestión es que tanto
en Roma como en Alejandría lo que le interesa a Claudio es el
mantenimiento del orden y no los conflictos de doctrina de la
sinagoga. Las amenazas y las medidas tienen carácter global y no
causan aún la discriminación que deseaban los judíos.
Pero se efectúa abiertamente, unos años más tarde,
en el reino siguiente —el de Nerón— primero con San Pablo y luego
con la juventud cristiana de Roma. Los Hechos interrumpen
bruscamente su relato después de la llegada del Apóstol a Roma,
donde, como se nos dice, "Pablo permaneció dos años enteros en
una casa que había alquilado ... enseñaba lo referente al Señor
Jesucristo con toda valentía, sin estorbo alguno" (Hechos 28,30-31).
Es posible que el relato se suspenda en este punto voluntariamente:
tal vez no quisiese el autor hablar de hechos que desmintiesen su
pintura optimista de las relaciones entre el Imperio y la Iglesia
naciente. La última frase suena como una protesta: sólo un
monstruo como Nerón podía violentar la tradición de benévolo
liberalismo, ilustrado por toda la carrera de Pablo, que es la
auténtica tradición del Imperio y que Nerón mismo respetó en sus
comienzos.
Las circunstancias de la muerte del Apóstol siguen
siendo misteriosas. Murió, indudablemente, como mártir, en Roma;
pero ignoramos el lugar y las circunstancias. ¿Padeció dos
cautiverios separados por un nuevo período de actividad misionera,
y dos procesos, terminando el uno con un sobreseimiento y el otro
con la pena capital? No es imposible; pero tampoco parece que sea
cierto. La hipótesis se apoya principalmente en el testimonio de las
Epístolas pastorales; pierde mucha fuerza si, como parece, no son
de Pablo. Es más plausible la de un proceso único. También
ignoramos en qué se fundaba la condena. Los caracteres originales
de la predicación paulina, en relación con el judaísmo, al hacer la
investigación fueron juzgados suficientemente peligrosos como para
justificar una medida brutal, destinada a servir de ejemplo. Es muy
posible que fuese condenado a la pena de muerte por decapitación
como "molitor rerum novarum", autor de novedades inquietantes, lo
más pronto, al parecer, el año 62, y lo más tarde el 64.
Seguramente había muerto ya al estallar lo que se
llama la persecución de Nerón. La condena de Pablo todavía tiene
un carácter individual: alcanza a uno de los principales
propagadores de la nueva religión. La persecución del año 64
representa la primera medida colectiva, que alcanza a la masa al
mismo tiempo que a los jefes.
Son de sobra conocidos los hechos relatados por
Tácito (Anales, 15, 44). Estalló un incendio en Roma en julio del año
64 que, pasando de uno a otro, destruyó diez de los catorce barrios
de la capital. Según los rumores, el emperador lo había ordenado.
Para cambiar la dirección de las sospechas, Nerón denunció a los
cristianos como culpables. Sufrieron detenciones en masa. Tras una
investigación muy breve, según parece, los inculpados fueron
condenados a muerte y perecieron en medio de suplicios de una
crueldad refinada, echados a los animales feroces o quemados
vivos en los jardines del emperador mismo. Una tradición de
autoridad discutible pone a Pedro entre las víctimas. No es seguro
que estuviera en Roma alguna vez; las excavaciones hechas para
encontrar su tumba bajo la basílica que se le ha consagrado no han
dado ningún resultado decisivo. En cuanto a la tradición que hace
de Pablo su compañero de martirio, es todavía más frágil; responde
visiblemente al deseo de reconciliar en la muerte a dos hombres
entre los cuales la concordia más bien no fue perfecta en vida.
Aunque el martirio de Pablo no fuese anterior a las matanzas del 64,
no tiene relación directa con ellas: para establecerlo hasta su
localización, en la carretera de Ostia, mientras que las otras
víctimas murieron en el Vaticano.
Tácito, que se inclina a admitir la culpabilidad de
Nerón, no cree en la de los cristianos, convencidos, dice, "menos
del crimen del incendio que del odio al género humano" y, como
tales, dignos de los más fuertes rigores. Suetonio, por su parte, que
relata también la persecución, aunque sin relacionarla con el
incendio, del que acusa explícitamente a Nerón, define a los
cristianos como "una raza entregada a una superstición nueva y
perniciosa". El odio al género humano es una acusación de que la
opinión pagana se servirá más de una vez contra los cristianos. De
esta acusación fundamental de 'misantropía', sumada a la de
ateísmo, se derivan todas las demás que la calumnia ha ido
fabricando: antropofagia, infanticidio, orgías rituales, incesto.
Muestran la hostilidad de la sociedad antigua contra un grupo
aislado con su fe, cuya presencia se siente como la de un cuerpo
extraño, y que por más que proteste de su lealtad al Estado, se
niega a manifestarla según las normas habituales y,
particularmente, la del culto al emperador.
Algunos historiadores parten de una frase de Tácito
que dice que detuvieron primero a "los que confesaban" —pero
¿qué confesaban? ¿Su culpa o su cristianismo?—, y han pensado
que algunos iluminados que vivían en una atmósfera de apocalipsis,
vieron en el cataclismo que destruyó a Roma el anuncio del fin de
los tiempos, y manifestaron su alegría públicamente, o hasta
ayudaron a propagar la plaga enviada por Dios. No es absurda la
hipótesis. Pero no se necesita para explicar la matanza ordenada
por Nerón. Éste, al descargar sobre los cristianos las sospechas
que iban contra él, tuvo una inspiración tan genial como diabólica,
porque seguía el sentido de las reacciones instintivas de las masas.
Ha habido quien se ha extrañado de que no
molestasen a los judíos en aquella ocasión. En realidad, ellos
mismos habían sido ya acusados muchas veces del odio al género
humano que esta vez se imputaba a los cristianos. La acusación, lo
mismo que otras acusaciones anticristianas, formaba parte del
arsenal tradicional del antisemitismo de la antigüedad. Pero
mientras unos años las medidas policíacas de Claudio alcanzaban
indistintamente a judíos y cristianos, en tiempos de Nerón la
autoridad imperial distingue claramente entre las dos religiones. Lo
hace de manera pasajera, porque treinta años después las llamadas
persecuciones de Domiciano se lanzarán de nuevo
simultáneamente contra los cristianos y los prosélitos judíos. Parece
que, en el año 64, se dieron algunos factores muy precisos. Puede
suponerse de manera plausible que las influencias judías que se
ejercían entre sus acompañantes ilustraron a Nerón sobre la
originalidad del movimiento cristiano: Popea, su amante, era
conocida por sus simpatías judías. Podría pensarse que para ella
fue una satisfacción hacer al mismo tiempo un favor al emperador,
enseñándole algunas cosas, y a la religión de la cual según parece
practicaba algunos ritos.
¿Obedecieron las matanzas ordenadas por Nerón a
alguna ley que se dictó especialmente contra los cristianos? Una
tradición eclesiástica, que tiene sus orígenes en Tertuliano, asegura
la existencia de un institutum Neronianum así redactado: "Non licet
esse Christianos", prohibido ser cristiano. La cuestión ha sido muy
discutida; pero, en definitiva, no ha sido formulado ningún
argumento verdaderamente decisivo que establezca la existencia de
una legislación anticristiana en aquellos tiempos. Hace pensar en lo
contrario el desarrollo posterior de las relaciones entre la Iglesia y el
Estado. Particularmente, si Plinio el Joven, gobernador entonces de
Bitinia, al enfrentarse con el problema cristiano, se cree obligado a
pedir instrucciones a Trajano, y si Trajano le contesta que sobre
esta cuestión sólo hay casos particulares, que no hay ninguna regla
general, pero que de todas formas no conviene buscar a los
cristianos, es que aparentemente no hay todavía ninguna ley que
les impida existir; es decir que el institutum Neronianum no
sobrevivió a su autor. De hecho, el año 64 a los cristianos se les
ataca como criminales de derecho común, pero no como tales
cristianos. Mueren víctimas, no de la ley, sino del sangriento
sadismo de un tirano acorralado. La persecución, como la causa de
la cual nació, se limitó a la capital estrictamente. Y ni allí mismo
prosigue: la comunidad romana se reconstituye rápidamente.
Ofrece, pues, un carácter ocasional muy particular.
Si se entiende la palabra 'persecuciones' en el
sentido técnico del término, que designa "medidas oficiales, legales,
judiciales o administrativas que tengan por objeto obstruir el
desarrollo del cristianismo e inclusive destruirlo" (Goguel), y esto
realizado de manera sistemática en todos los puntos del Imperio,
tendremos que esperar hasta el siglo III para verlas ejecutadas. Los
años transcurridos, entretanto, suelen ser de paz. La persecución
de Nerón es un primer aviso nada más. Pero el aviso está dado. Los
cristianos, que ya tropezaban con la hostilidad de las sospechas y
de las calumnias de la muchedumbre pagana, que eran perseguidos
y a veces denunciados por la animosidad judía, ahora estarán
vigilados por la policía y la autoridad. No están 'fuera de la ley',
propiamente dicho, pero tampoco gozan de una legalidad estricta.
Ningún edicto prohíbe su existencia; pero tampoco hay ninguna ley
que la garantice. En cualquier momento, sin que sea necesario un
texto nuevo, puede caer el cristianismo bajo el efecto de las viejas
leyes, o más exactamente aún, bajo el del derecho consuetudinario,
que considera como ilícita toda superstitio externa; es decir, todo
culto extranjero no integrado en la religión oficial. Por esta razón, los
fieles pueden ser sometidos a la jurisdicción del poder de coercitio
del Imperio y de sus magistrados, y susceptibles de ser
perseguidos, ya como autores de novedades peligrosas —como a
veces lo fue, en los comienzos de su expansión oriental, la
parroquia de los cultos orientales—, ya y cada vez más, por crimen
de lesa majestad manifestado por la negativa a rendir el culto
imperial. La persecución de Nerón no crea las bases jurídicas para
las siguientes persecuciones; pero la existencia de los cristianos a
partir de entonces es inestable y precaria, y queda a la merced de
una arremetida hostil de la opinión pública; a un capricho de los
gobernantes, o a mil circunstancias. Las matanzas del año 64
indican claramente una encrucijada de la historia del cristianismo de
la antigüedad: queda inaugurado el tiempo de la inquietud.
Conclusión
"El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está
cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva". Resumido por
Marcos (1,15), tal es el mensaje de Jesús. Es también el que los
primeros discípulos anuncian en Israel. En los días que siguieron a
la muerte del Maestro, el cristianismo naciente no fue sino una
humilde secta judía. Algunos años más tarde, proclama
orgullosamente por boca de Pablo su autonomía y su misión
universal. El pensamiento del Apóstol, como el de Jerusalén, queda
orientado hacia el futuro: la esperanza cristiana y la espera de la
Parusía son fundamentalmente las mismas en uno y otros. Pero el
acento es muy distinto. El Mesías de los primeros discípulos, es
fundamentalmente, para Pablo, el Salvador; y su obra redentora,
ampliada hasta las dimensiones de un drama cósmico, puede ser —
Pablo lo vislumbra— una obra de largo aliento: "no os dejéis alterar
tan fácilmente en vuestro ánimo, ni os alarméis por alguna
manifestación del Espíritu, por algunas palabras o por alguna carta
presentada como nuestra, que os haga suponer que está inminente
el Día del Señor" (II Tes 2,2). Entre la resurrección, que la inaugura,
y la Parusía, que la terminará, hay lugar para el tiempo de la Iglesia,
el camino hacia el Reino. De una manera natural, la Iglesia se
organiza para durar.
En la época apostólica su historia está dominada por
una tensión interna. Porque la autonomía del judaísmo, que Pablo
proclama y se esfuerza por realizar, otros la objetan y la rechazan.
El problema central es el problema de la Ley. Pero está implicado
también, aunque de manera menos aparente, el de la doctrina: el
antilegalismo de Pablo y su cristología son indisolublemente
solidarios. Lo que está decidiéndose es el porvenir mismo del
cristianismo como religión original.
El poder de su personalidad, la amplitud de su acción
y la tenacidad de su esfuerzo, no impidieron a Pablo sufrir algunos
fracasos cuyas consecuencias a veces nos cuesta trabajo medir. A
partir del decreto apostólico del año 44 vemos desarrollarse una
amplia campaña antipaulina que triunfa con cierta frecuencia. La
detención y la cárcel de Pablo dejan libre el campo a sus
adversarios. En adelante, los protagonistas son Pedro y Santiago.
Adivinamos el papel, considerable sin duda, del primero en un
cristianismo imperfectamente separado de las normas israelitas y
que, fuera de Palestina, se dirigía con prioridad o de manera
exclusiva a los judíos. El segundo encarna el judeocristianismo y
controla la misión desde Jerusalén, núcleo de la Iglesia. Este giro
habría podido hacer que el cristianismo se redujera de una vez por
todas a las proporciones de un movimiento mesiánico judío, pero
otros hechos, más decisivos todavía, cambiaron la situación poco
después.
El triunfo de Santiago duró poco. Murió martirizado el
año 62, casi al mismo tiempo que Pablo, y aún tal vez antes que él.
Según Josefo, lo lapidaron, con el pretexto de haber faltado a la
Ley, por orden del gran sacerdote Hannan, que estaba celoso de su
ascendiente sobre la gente, y este acto de brutal arbitrariedad fue
vivamente censurado por la opinión farisea. Según el historiador
cristiano Egesipo, la responsabilidad de su muerte incumbe, por el
contrario, al pueblo judío, que se volvió contra Santiago, furioso
porque se le había escapado Pablo. La verdad está en lo dicho por
Josefo. Pero no hay que excluir que algunas razones propiamente
religiosas facilitasen la acción de Hannan, y que la solidaridad un
tanto involuntaria con su rival Pablo contribuye a la pérdida de
Santiago.
Unos años más tarde, en 66, estalla una rebelión
judía de gran magnitud. En esta fecha, la comunidad cristiana de
Jerusalén, ya fuera porque, advertida por la muerte de Santiago,
quiso escapar de una persecución posible, ya porque, sencillamente
huyó, al empezar la guerra, del teatro de las operaciones, la
cuestión es que había abandonado la ciudad. Emigró a Pella,
ciudad pagana de Transjordania.
La rebelión fue un desastre. En el año 70, la
destrucción de Jerusalén, del Templo y del Estado judío fueron para
el judeocristianismo un golpe fatal. ¡Esteban, que condenaba el
Santuario, y Pablo, que anunciaba el fin de la Ley y el traslado de la
Alianza en beneficio de los gentiles, tenían razón! En la catástrofe
de Palestina, la joven cristiandad pudo ver por un instante el
preludio de la Parusía. Pero como tardaba en realizarse, vio, sobre
todo, que la mano de Dios caía sobre Israel. El prestigio de la
Iglesia-madre y su fórmula del cristianismo judío estaban
terminados. Los judeocristianos de Pella, auténticos herederos del
grupo apostólico, pero separados de las grandes vías misioneras y
de las grandes corrientes espirituales, aislados por la geografía y
por su legalismo, dejan de pesar. Se colocarán al margen de una
Iglesia que se convierte, cada día más decididamente, en la de los
gentiles, y quedarán rebajados a la categoría de una oscura secta
de herejes llamada ebonitas o nazarenos.
La autonomía cristiana está ahora adquirida y es ya
indiscutible. Sin embargo, el desquite póstumo de Pablo, como
hemos dicho antes, sólo es parcial. La Iglesia emancipada lleva la
marca de sus orígenes. El cristianismo institucional y moralizante de
la segunda generación, que insiste en la noción de mérito y en las
'obras' y que en las formas, y a veces en el espíritu, practica una
observancia vecina de la observancia judía, refleja y prolonga al de
los Doce. Los Evangelios, que aparecen entonces, representan
sobre algunas cuestiones una reacción contra la mística paulina y
su Salvador cósmico, dado los esfuerzos que hacen para restituir,
hasta en los detalles de sus dichos y de sus gestos, la verdadera
figura del Jesús de la historia, y por presentar de ella una
interpretación teológica de forma narrativa. En definitiva, el
cristianismo eclesiástico del siglo II procede de una síntesis de
elementos paulinos y de Jerusalén, forma inicial del catolicismo.
Pero sin la catástrofe del año 70, esta síntesis seguramente habría
sido imposible y el pensamiento de Pablo habría quedado un tanto
comprometido. Tenemos, pues, que reconocer, junto con el
historiador inglés S. G. F. Brandon, que el acontecimiento más
decisivo en la vida de la Iglesia, después de las apariciones del
Resucitado, ha sido esta catástrofe.
Bibliografía sumaria
I. FuentesI. FuentesI. FuentesI. Fuentes La Bible, trad, franc., en 1 volumen, de Grampon (católico) o de Segond (protestante). Le Nouveau Testament, solo, trad., con introducciones y notas, bajo la dirección de M. Goguel y H. Monnier, Paris, 1929 (prot.). II. Principales obras recientes sobre el períodoII. Principales obras recientes sobre el períodoII. Principales obras recientes sobre el períodoII. Principales obras recientes sobre el período Joh. Weiss, Das Urchristentum, Gottingen, 1917 (prot. liberal). J. Lebreton y J. Zeiller, L'Église primitive (Histoire de l'Église, publicada bajo la dirección de A. Fliche y V. Martin, t. I), Paris, 1934 (cat.). H. Lietzmann, Histoire de l'Église ancienne, t. I (trad, del alemán), Paris 1936, (prot. liberal). L. Cerfaux, La communauté apostolique, Paris, 1943 (cat.). Ch. Guignebert, Le Christ (Bibliothèque de Synthèse Historique, "L'Évolution de l'Humanité"), Paris 1943 (independiente). M. Goguel, La naissance du christianisme, Paris, 1946. S. G. F. Brandon, The Fall of Jerusalem and the Christian Church, Londres, 1951 (modernista anglicano).